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LXIII.

La pobreza voluntaria

711. –Después del capítulo sobre los consejos evangélicos, el Aquinate dedica otros cinco al de
la pobreza. ¿Por qué se ocupa, en el primero de ellos, a presentar los argumentos, que se dan
contra la pobreza voluntaria?
–Unos pocos años antes de su redacción, Santo Tomás había participado, en París, en la defensa
de los ataques contra las ordenes mendicantes. Su manera de vivir la pobreza era uno de los
puntos criticados por los enemigos de dominicos y franciscanos. Por ello, conocía muy bien todas
las impugnaciones a la pobreza voluntaria, que vivían, y las respuestas que había de dar a las
mismas. En el primer capítulo, presenta todo el compendio de las objeciones.
La primera es el siguiente: «Los hombres necesitan para la conservación de su vida muchas
cosas que no pueden hallar en todo tiempo. Luego es natural que el hombre reúna y conserve lo
que le es necesario. Es, por lo tanto, contra la ley natural el desparramar mediante la pobreza las
cosas acumuladas»[1].
A ella, responde: «Aunque exista naturalmente en el hombre el apetito de reunir lo que es
necesario para la vida (…) no está en él de tal modo que sea necesario que cada uno se ocupe
de esto». Además: «como la vida de los hombres no sólo necesita las cosas corporales, sino
principalmente las espirituales, es preciso también que algunos se dediquen a las cosas
espirituales en beneficio de los demás, debiendo estar exentos de cuidados temporales». Por
ello:
«la divina providencia distribuye los diversos oficios entre personas distintas, contando con que
algunos tienen más inclinación a unos oficios que a otros»[2].
En segundo lugar, se objeta: «así como es contra la ley natural el que alguien se suicide, así
también es contra dicha ley el que alguien se abstenga de las cosas necesarias a la vida mediante
la pobreza voluntaria»[3]. A ello responde Santo Tomás que los que abrazan la pobreza
voluntaria: «no se privan del sustento de la vida (…) les queda una esperanza probable de
sustentar la propia vida, bien por el trabajo propio, bien por los beneficios de otros»[4].
En la tercera impugnación, se dice: «los que se abstienen del patrimonio exterior por el que se
auxilia grandemente a los demás, se vuelven impotentes para prestar dicho auxilio. Luego es
contra el instinto natural y contra el bien de la misericordia y de la caridad que el hombre se
abstenga de todos los bienes de este mundo por la pobreza voluntaria»[5]. A ella, replica Santo
Tomás: «quien se priva, mediante la pobreza voluntaria, de la facultad de socorrer a otro en las
cosas temporales para conseguir cosas espirituales, por las cuales pueda socorrerles con más
utilidad, no obra contra el bien común de la sociedad humana»[6].
En la cuarta objeción, se argumenta: «Si poseer los bienes de este mundo es malo, pero es bueno
librar al prójimo del mal; y malo el inducirla a él, será malo, en consecuencia, dar a un indigente
los bienes de este mundo y bueno el quitárselos a quien los posee; cosa incongruente»[7]. No es
así, porque contesta Santo Tomás: «las riquezas son cierto bien del hombre, en cuanto que se
ordenan al bien de la razón, más no lo son por sí mismas; por lo cual nada impide que la pobreza
sea mejor, si por ella se ordena alguno a un bien más perfecto»[8].
712. –¿Se hacían todavía más objeciones contra la elección de la pobreza en la vida religiosa?
–Santo Tomás, sintetiza todas las impugnaciones en siete. De manera que, en quinto lugar,
presenta la siguiente objeción: «la pobreza es una ocasión de mal, porque algunos son inducidos
por ella a cometer hurtos, adulaciones, perjurios y otras cosas semejantes»[9]. Sin embargo,
responde Santo Tomás: «No debe despreciarse la pobreza por ciertos vicios que ocasionalmente
proceden de ella alguna vez». Advierte seguidamente que: «ni las riquezas ni la pobreza, ni
ningún bien exterior (…) han de juzgarse como absolutamente malos, sino que es malo el uso
que ellos se hace»; y se utilizan mal cuando: «el hombre no usa de ellos según las reglas de la
recta razón»[10].
La sexta objeción consiste en esta dificultad: «la virtud consiste en el medio, uno y otro extremos
resultarán viciosos». Respecto a la virtud de la liberalidad –el dar lo que debe darse y retener lo
que hay que retener, según la recta razón–, la avaricia es un vicio por defecto, porque retiene lo
que no se debe; y la prodigalidad, o el derroche, lo es por exceso, porque no retiene nada. Esto
último: «hacen quienes siguen voluntariamente la pobreza, por consiguiente, esto es vicioso y
parecido a la prodigalidad»[11].
La objeción no es válida, indica Santo Tomás, en su respuesta, porque: «el medio de la virtud no
se toma según la cantidad de cosas, sino según la regla de la razón», que no debe sobrepasarse
ni quedarse por debajo. «La regla no sólo mide la cantidad de la cosa que se usa, sino también
la condición de la persona, su intención, la oportunidad de lugar y de tiempo y otras circunstancias
semejantes que se requieren para los actos virtuosos». En la pobreza voluntaria: «no se obra con
prodigalidad, porque se hace por el fin debido y observando las debidas circunstancias»[12].
Por último, se objeta con estas palabras de la Escritura: «No me des ni pobreza ni riqueza. Dame
sólo lo que he de menester. No sea que si me harto, me incline a negarte y diga: ¿Quién es el
Señor? O que necesitado, robe y perjure el nombre de mi Dios»[13]. En cuanto a esta objeción,
nota Santo Tomás que «las palabras de Salomón, que se aducen no son contrarias. Porque se
ve claramente que habla de la pobreza impuesta, que suele ser ocasión de hurto»[14].
713. –¿Con estas siete réplicas del Aquinate, quedan resueltas todas las objeciones contra la
pobreza voluntaria?
–Todavía quedan por solucionar otros problemas que presentan los objetores, al considerar: «los
géneros de vida en que necesariamente han de vivir quienes abrazan la pobreza voluntaria».
Explica Santo Tomás que: «hay un género de vida que consiste en vender las posesiones de
cada uno y vivir todos de su precio en comunidad; lo cual parece que fue observado en Jerusalén
en tiempo de los apóstoles».
A este primer modo de vivir la pobreza, se le objeta que: «este género de vida no parece proveer
suficientemente a la vida humana», Lo revelan tres motivos. Uno porque: «no es fácil que muchos
de los que tienen grandes posesiones acepten esta vida, y si se distribuye entre muchos el dinero
recibido de las posesiones de unos pocos ricos, no será suficiente para mucho tiempo». Otro,
porque además, es posible y fácil que: «se pierda el dinero así adquirido ya por fraude de los
administradores, ya por hurto o rapiña». Por último, porque: «se producen, muchas
eventualidades que obligan a los hombres a cambiar de lugar. Por lo tanto, no será fácil proveer
del dinero recibido»[15].
Con respecto a este género de vida, nota Santo Tomás que no le afecta la primera objeción. Se
dio al principio de la Iglesia, porque entonces era necesario, pero fue con la intención de que se
viviera por poco tiempo. «Los apóstoles establecieron entre los fieles de Jerusalén este género
de vida, porque preveían por el Espíritu Santo que no habían de permanecer por mucho tiempo
en aquella ciudad, ya por las persecuciones que habían de sufrir por parte de los judíos, ya por
la inminente destrucción de la ciudad y de sus habitantes (…) y, por esto, al dispersarse entre los
gentiles en medio de los cuales había de afirmarse y perdurar la Iglesia, no se lee que
establecieran este género de vida». Con ello, queda también respondida la tercera objeción.
En cuanto a la segunda, observa que: «el fraude que puedan cometer los administradores (…)
esto es común a todo género de vida en que algunos viven en comunidad». Sin embargo, esto
parece que sucederá mucho menos entre quienes siguen la vida religiosa. No obstante: «esto se
remedia por la prudente institución de administradores fieles. Por eso, en tiempos de los apóstoles
fueron elegidos Esteban y otros que eran considerados aptos para este oficio»[16].
Otro género de vida en la pobreza, parecido al anterior, y que comenzó a observarse en muchos
de los primeros monasterios, consiste: «en tener las posesiones en común, de las cuales se
provee a cada uno según su necesidad». Se le hacen dos reproches. Uno, en primer lugar, que:
«se malogra el fin de la pobreza voluntaria, al menos en cuanto que muchos han de cuidarse de
la administración de las posesiones», porque éstas: «requieren cierto cuidado tanto para procurar
los frutos como para defenderlos de los fraudes y violencias». Además: «dicho cuidado ha de ser
tanto mayor y ejercido por más individuos, cuanto mayores sean las posesiones que han de
bastar para el sustento de muchos». Luego, por lo menos en estos quedará impedida su
consagración a Dios, fin de la pobreza.
En segundo lugar, se recrimina, a este estado de vida, que igualmente también «se impide «la
dedicación de la mente a las cosas divinas». La razón es porque: «la posesión en común suele
ser también causa de discordia»[17], tal como lo revela la vida cotidiana.
Replica Santo Tomás, por una parte, que: «no se pierde nada de la perfección, a la cual tienden
los que siguen la pobreza voluntaria, porque puede hacerse que uno o pocos administren las
posesiones»; y de este modo todos los demás: «puedan dedicarse libremente a las cosas
espirituales, que es fruto de la pobreza voluntaria». Incluso, precisa que nada les faltará a los
administradores para vivir la vida perfecta, «pues lo que parecen perder por falta de quietud lo
recuperan en el ejercicio de la caridad, en que consiste la perfección de la vida».
Por otra parte, no pueden darse las discordias entre los que han abrazado una vida de renuncia
a los bienes del mundo, ya que: «no deben esperar de las cosas temporales nada más que lo
necesario para la vida y debiendo ser fieles administradores». Ciertamente puede que algunos
«abusen» de este tipo de vida, pero no por ello debe ser rechazado, puesto que «los malos usan
mal de cosas buenas, al igual que los buenos usan bien aun de las cosas malas»[18].
714. –¿Se han dado en la historia de la Iglesia otras formas de vivir la pobreza voluntaria?
–Con la aparición de los monjes benedictinos se dio: «un tercer género de vida, que consiste en
que los que siguen la pobreza voluntaria se sustenten del trabajo de sus manos; éste es el que
seguía y propuso a otros con su ejemplo e instrucción el apóstol San Pablo, para que lo
observaran». Santo Tomás había conocido y vivido este modo de pobreza, porque pasó su
infancia con los benedictinos, que, en su Regla, escrita por San Benito, se establecía el trabajo
manual, tal como expresa la famosa exhortación «ora et labora».
Explica que también se le han hecho varios reparos a este modo de vida. En primer lugar, se 1e
tacha de innecesario, porque: «si después de haber seguido la pobreza voluntaria es necesario
adquirir de nuevo, por medio del trabajo manual, algo de que sustentarse, fue superfluo el
abandonar todas aquellas cosas que uno poseía para sustento de la vida»[19].
La objeción no es válida, porque: «la posesión de las riquezas requiere la solicitud para adquirirlas
o, por lo menos, para conservarlas, atrayendo el afecto del hombre, lo cual no ocurre cuando
alguien procura adquirir el alimento cotidiano por medio del trabajo manual»[20].
En la segunda objeción, se advierte que si la pobreza voluntaria es para que, «por ella, uno se
halla más expedito para seguir a Cristo», entonces: «parece requerir mayor cuidado adquirir
alguien el sustento con su propio trabajo que usar para el sustento de la vida de aquellas cosas
que poseía, principalmente si tenía suficientes posesiones o bienes muebles»[21].
Sin embargo, no es así, porque: «para adquirir mediante el trabajo manual el alimento, que se
requiere para el sustento de la naturaleza, es suficiente poco tiempo y poco cuidado, más para
adquirir riquezas y abastecerse en demasía, mediante el trabajo manual, como buscan los
trabajadores seglares, hay que emplear o consumir mucho tiempo y tener máximo cuidado»[22].
La siguiente impugnación se basa en el Evangelio. Se recuerda que: «El Señor, apartando a sus
discípulos del cuidado de las cosas terrenas, parece prohibirles, a semejanza de las aves y de
los lirios del campo, el trabajo manual. En efecto, dice: «Mirad como las aves del cielo no
siembran, ni siegan, ni encierran en graneros» (Mt 6, 26) y «Mirad los lirios del campo cómo
crecen, no se fatigan ni hilan» (Mt 6, 28)»[23].
Responde Santo Tomás que estas palabras de Cristo no suponen una condena a este tercer
género de vida, porque: «el Señor no prohibió, en el Evangelio, el trabajo, sino la preocupación
de la mente por las cosas necesarias para la vida. No dijo: «No queráis trabajar», sino «No queráis
estar preocupados». Y lo prueba partiendo de lo inferior; porque si la divina providencia sustenta
a las aves y a los lirios, que son de naturaleza inferior y no pueden trabajar en aquellas obras con
las que los hombres se procuran alimento, mucho más proveerá a los hombres, que son de
naturaleza más digna y fueron dotados, por Él, del poder de procurarse el sustento por sus
propios trabajos, a fin de que no sea necesario afligirse demasiado buscando lo indispensable
para la vida»[24].
En cuarto lugar, a este género vida se le acusa de ser insuficiente, porque hay muchos que
desean este modo de vivir la perfección, que no están capacitados para el trabajo manual o no
han recibido formación para el mismo, Sucede además que: «algunos que abrazan la pobreza
voluntaria enferman o quedan impedidos de cualquier otro modo para poder trabajar»[25].
La defensa de Santo Tomás es la siguiente: «Tampoco puede condenarse este género de vida
por no ser suficiente. Porque el que alguien no pueda proporcionarse por el trabajo manual el
mínimo indispensable para el alimento, ya sea por enfermedad u otras cosas similares, ocurre en
contadas ocasiones». Lo que sucede también en otros géneros de vida.
Además, en éste «queda todavía cierto remedio», ya que al que su trabajo no le sea suficiente
para su manutención, puede ser ayudado por otro de la misma comunidad, que trabaje más de
lo que él necesite o bien porque sea socorrido por otros, «en conformidad con la ley de la caridad
y de la amistad natural, mediante la cual un hombre socorre a otro indigente»[26]. Por ello, cuando
San Pablo dice: «El que no quiera trabajar, no coma»[27], observa Santo Tomás: «añadió, a favor
de quienes no se bastan para procurarse el alimento por su propio trabajo, una advertencia para
los otros, diciendo: «Más vosotros, hermanos, no os canséis de hacer el bien» (2 Tes 3, 13)»[28].
En la que sería la quinta objeción, se dice: «No basta el trabajo de un poco de tiempo para adquirir
lo necesario para la vida». Los que han adoptado este género de vida, por necesitar emplear
bastante tiempo en el trabajo: «quedarían impedidos de ejecutar otras acciones más necesarias
y que requieren también mucho tiempo, como son el estudio y la sabiduría, la enseñanza y otros
parecidos ejercicios espirituales»[29].
Santo Tomás, en su defensa, advierte que: «para el alimento indispensable basta con poco, no
es menester que quienes se contentan con poco ocupen mucho tiempo en el trabajo manual para
adquirir lo necesario». Por ello: «no se ven muy impedidos para hacer obras espirituales».
Además: «mientras trabajan manualmente, pueden pensar en Dios, alabarle y hacer otras cosas
similares». Asimismo, debe tenerse en cuenta que: «pueden ser ayudados también con las
limosnas de los demás fieles, para que no queden totalmente impedidos en las cosas
espirituales»[30].
715. –Con esta última respuesta del Aquinate ¿quedan ya resueltos los ataques a la pobreza
propia del monacato benedictino?
–Todavía Santo Tomás presenta otras dos objeciones, que se basan en una réplica a posibles
defensas del trabajo de los monjes. En la primera, se argumenta: «Si alguien dijera que el trabajo
manual es necesario para huir del ocio, eso no hace al caso», porque, para ello: «mejor sería huir
del ocio ocupándose en las virtudes morales, a las cuales sirven orgánicamente las riquezas, por
ejemplo, dando limosnas y otras obras semejantes, que por el trabajo manual».
La segunda es la siguiente: «Si alguien dijera que el trabajo manual es necesario para domeñar
las concupiscencias de la carne», y que, por ello, deben realizarlo los religiosos, que siguen la
pobreza voluntaria, podría decírsele que: «es posible domeñar las concupiscencias de la carne
de muchas otras maneras; por ejemplo, con ayunos, vigilias y otras cosas semejantes». Además,
no hay una relación necesaria entre pobreza, trabajo y castidad, porque: «los ricos, que no tienen
necesidad de trabajar para procurarse el sustento, pueden servirse también del trabajo manual
con este fin»[31].
En su respuesta a ambas objeciones, admite esto último, porque advierte Santo Tomás: «aunque
no se abrace la pobreza voluntaria para huir del ocio o macerar la carne con el trabajo manual,
pues esto también pueden hacerlo quienes poseen riquezas», no obstante, debe admitirse que:
«es indudable que el trabajo manual sirve para lo dicho, prescindiendo de la necesidad de
ganarse el alimento». Por consiguiente: «por estos motivos no es inminente la necesidad de
trabajar para aquellos que tienen o pueden tener otras cosas de que vivir lícitamente; porque sólo
la necesidad de alimento fuerza al trabajo manual»[32], y, por ello, dada su pobreza, trabajan los
monjes.
716. –Después de la aparición, en el siglo VI, con San Benito de Nursia del tercer modo de vivir
la pobreza ¿surgió otro género de vida?
–Santo Tomás, que ingresó en la recién fundada orden mendicante, fundada por Santo Domingo
de Guzmán en los inicios del siglo XIII, y que había participado activamente en la defensa a la
ofensiva contra dominicos y franciscanos –los frailes de la otra orden mendicante, fundada por
San Francisco de Asís–, se ocupa del género de vida, que se vivía en las órdenes mendicantes.
Caracteriza este cuarto modo de vivir de los frailes, distinto del de los monjes, como: «el de los
que siguiendo la pobreza voluntaria viven de lo que les dan otros». Nota también: «este género
de vida parece haberlo observado el Señor con sus discípulos, pues se lee, en el Evangelio, que
seguían a Cristo: «algunas mujeres» que «le ayudaban con sus bienes» (Lc 8, 2-3)».
A algunos, sin embargo: «con todo, este género de vida tampoco les parece conveniente».
Aducen varios motivos. En primer lugar, por una parte: «no parece razonable que uno renuncie
a lo suyo y viva de lo ajeno. Por otra: «parece inconveniente que alguien reciba de otro una cosa
y no le pague nada; porque en dar y recibir se observa la igualdad de la justicia (…) parece, por
tanto, inconveniente que aquellos que no sirven al pueblo en ningún oficio reciban del pueblo lo
necesario para la vida»[33].
Frente a este doble motivo conexionado, replica Santo Tomás que: «No hay inconveniente en
que aquel que renuncia a lo suyo a cambio de algo que redunda en beneficio de los otros, se
sustente de lo que otros le dan». Así, por ejemplo, ocurre con los soldados, que son útiles, porque
defienden al pueblo y son sostenidos por el mismo, y de manera parecida: «quienes adoptan la
pobreza voluntaria para seguir a Cristo, renuncian ciertamente a todas las cosas para
consagrarse a la utilidad común, como ilustrando al pueblo con la sabiduría, la erudición y los
ejemplos, o confortándolos con su oración e intercesión».
Por esta misma razón: «es también evidente que no viven vergonzosamente de lo que otros les
dan, pues les devuelven mayores bienes, recibiendo bienes corporales para alimentación y
aprovechando a los otros en los bienes espirituales»[34].
Un tercer motivo, que se aduce sobre su inconveniencia es el siguiente: «Este género de vida
parece que es también perjudicial a otros. Pues hay algunos que por su pobreza y enfermedad
no pueden bastarse a sí mismos y necesitan alimentarse de los beneficios de otros, y estos
beneficios han de disminuir necesariamente, si los que siguen voluntariamente la pobreza han de
sustentarse de lo que otros les dan»[35].
Queda igualmente rebatido por Santo Tomás, porque escribe: «Ocurre que los que progresan por
sus ejemplos se aficionan menos a las riquezas, viendo que otros renuncian totalmente a ellas a
cambio de la vida perfecta». Además, las riquezas recibidas: «las distribuyen mas generosamente
ante las necesidades ajenas. Por ello, los que adoptan la pobreza voluntaria: «se hacen más
útiles a los otros pobres que perjudiciales, por provocar a otros con sus palabras y ejemplos a
obras de misericordia»[36].
717. –En este nuevo género de vida –que viven los «pobres de Cristo», tal como les denomina el
Aquinate– ¿se le hacen, como en el anterior, más objeciones?
–Se le hacen otras cinco objeciones más. En la que sería la cuarta del total, se dice que este
género de vida de los mendicantes: «impide la perfección de la virtud, que es el fin de la pobreza
voluntaria», ya que obstaculiza o imposibilita «la libertad de espíritu», o libertad interior, y,
«quitada ésta, los hombres fácilmente «vienen a participar de los pecados ajenos» (1 Tm 5, 22),
o consintiendo expresamente, o adulando, o al menos disimulándolos», pues «no puede menos
de ocurrir que el hombre tema ofender a aquel de cuyos beneficios vive»[37].
Sin embargo, considera Santo Tomás que tal objeción no afecta a la pobreza de los frailes
mendicantes, porque, por vivir la pobreza de este modo: «no pierden la libertad de ánimo por lo
poco que reciben de los demás para sustentar la vida». Sólo se pierde la libertad interior: «por
las cosas que dominan el afecto», y, en este caso: «al hombre se le da lo que menosprecia»[38].
Además, se objeta, en quinto lugar, que si «depende de la voluntad del donante dar sus cosas
propias», y como «no podemos disponer de lo que depende la voluntad de otro», en este nuevo
«género de vida no se provee suficientemente»[39]. A ello, responde Santo Tomás que no ocurre
así, porque: «no depende de la voluntad de uno, sino de muchos». Además: «es probable que
en la congregación del pueblo fiel haya quienes socorran espontáneamente las necesidades de
aquellos a quienes reverencian por la perfección de su virtud»[40].
En la sexta objeción, se afirma que la vida de mendicidad de los frailes es un «género de vida
nocivo» para ellos, porque, como a religiosos, «conviene que sean reverenciados y amados, para
que de este modo los hombres les imiten más fácilmente y sigan con noble emulación el estado
de la virtud». Por el contrario: «tal mendicidad vuelve despreciables y hasta gravosos a los
pobres, pues los hombres se creen superiores a aquellos que necesitan ser alimentados por
ellos»[41]. En su respuesta, Santo Tomás precisa: «esta mendicidad si se hace moderadamente,
para lo necesario, no para lo superfluo, y sin importunar, no vuelve a los hombres despreciables,
considerada la condición de las personas a quienes se pide y las circunstancias de lugar y
tiempo»[42].
La argumentación de la séptima objeción a los religiosos, que viven de limosnas, parte de este
hecho: «la mendicidad tiene apariencia de mal, ya que muchos piden limosna por lucro». Añade
que: «los hombres perfectos no sólo han de huir del mal, sino también de lo que tiene apariencia
de mal, pues tal como dice San Pablo: «Absteneros de toda apariencia de mal» (Tes 5, 22).
También Aristóteles dice que se ha de huir no sólo de las cosas indecentes, sino también «de las
que parecen indecentes» (Ética, IV, 15)»[43]. Responde Santo que: «tal mendicidad no es
deshonrosa, como lo sería si se hiciese importuna e indiscretamente y para placeres y cosas
superfluas»[44].
La octava objeción es la siguiente: «Este modo de vivir de limosna requiere mucho cuidado, pues
parece necesitar mayor cuidado adquirir lo ajeno que usar lo propio». Con ello, no se cumple la
finalidad de la pobreza voluntaria, que: «la mente del hombre, libre del cuidado de las cosas
terrenas, se dedique más libremente a Dios»[45]. Santo Tomás ya había rebatido este tipo de
argumentación, al responder a la segunda objeción, que se hace al tercer género de vida, y
observar que el cuidado a lo terreno es menor que el de los demás, porque sólo lo es para la
propia sustentación[46].
Por último, en noveno lugar, se crítica este género de pobreza, porque: «si alguien quisiere alabar
la mendicidad por lo que tiene de humildad, hablaría, al parecer, sin razón alguna». Hay humildad
en cuanto: «se desprecia la grandeza terrena que consiste en las riquezas, honores, fama y otras
cosas por el estilo». Sin embargo, no la hay en cuanto: «se desprecia la grandeza de la virtud,
respecto de lo cual tenemos que ser magnánimos»; y, en este caso: «la mendicidad se opone a
la excelencia de la virtud, ya porque «mejor es dar que recibir» (Hch 20, 35), ya porque tiene
apariencia de bajeza»[47].
Reconoce Santo Tomás, en su réplica, que: «la mendicidad se hace con cierto envilecimiento,
porque así como padecer es menos noble que hacer, Así también recibir es menos noble que
dar». Sin embargo: «si es necesario, para seguir la perfección de la vida pobre, que alguien
mendigue, toca a la humildad el soportar esta abyección».
Advierte también que debe tenerse en cuenta que: «incluso algunas veces corresponde a la virtud
el aceptar cosas abyectas, aunque no lo exija nuestro oficio, para que con nuestro ejemplo
excitemos a otros a quienes corresponde hacerlo, a fin de que lo soporten más fácilmente».
Igualmente, que: «otras veces nos servimos también de lo abyecto por virtud como de cierta
medicina. Por ejemplo, si uno es propenso a un orgullo inmoderado, se aprovecha útilmente, con
la debida moderación, de las abyecciones espontáneas o impuestas por otros, para reprimir el
orgullo»[48].
718. –Después de tratar el modo de pobreza de las ordenes mendicantes, ¿refiere el Aquinate
algún nuevo género de vida?
–Parece aludir seguidamente a los grupos de franciscanos disidentes que aparecieron en la
última parte del siglo XIII, y que después se denominaron «fraticelli», al escribir: «Hubo también
algunos que, siguiendo la pobreza voluntaria, decían no se había de tener ningún cuidado, ni
pidiendo limosna, ni trabajando, ni reservándose algo, sino que se debía esperar únicamente de
Dios el sustento de la vida, según aquello que se dice en el Evangelio: «No os inquietéis por
vuestra vida, sobre qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, sobre que os vestiréis» (Mt 6, 25), y, en
otro lugar: «No os inquietéis por el día de mañana» (Mt 6, 34)».
Advierte Santo Tomás que: «esto parece una sinrazón total», porque, en primer lugar, puesto que
los hombres «no pueden vivir sin comer, han de tener algún cuidado en buscar la comida», y
«sería necio querer el fin y despreciar lo que se ordena al fin».
En segundo lugar: «no ha de despreciarse la solicitud de las cosas terrenas, que son necesarias
para la vida, porque sean impedimento de la contemplación», porque: «no puede un hombre,
dotado de cuerpo mortal, vivir sin hacer muchas cosas que impiden la contemplación, como
dormir, comer y otras cosas semejantes».
Por último, en tercer lugar: «seguiríase además un absurdo espantoso, pues por idéntica razón
se puede decir que el hombre debería dejar de caminar o abrir la boca para comer, o huir de la
piedra que cae o de la espada que amenaza, esperando que Dios interviniera; lo cual es tentar a
Dios»[49].
Se sigue de ello que también: «es totalmente absurdo el error de quienes piensan que el Señor
les ha prohibido la preocupación de adquirir el sustento. Pues todo acto requiere una
preocupación». Se explica, porque: «Las acciones corporales se ordenan a lo que es necesario
para la conservación de la vida, si alguien las abandona descuida su vida, que cada cual debe
conservar. Y esperar al auxilio divino, sin hacer por nuestra parte, en aquellas cosas que cada
uno puede realizar por sus medios, es propio del necio y del que tienta a Dios», porque se pide
infundada e imprudentemente su intervención.
Es innegable que: «no se ha de esperar que al omitir uno la acción propia con que puede valerse,
Dios le ayude, puesto se opone a lo dispuesto por Dios y a su bondad», que ha proporcionado a
las cosas sus propias acciones. Sin embargo: «aunque en nosotros esté el obrar, no lo está el
que nuestras acciones alcancen su debido fin, por los impedimentos, que pueden sobrevenir; y
con ello el resultado de la acción propia de cada uno queda subordinado a la divina disposición».
Así se desprende también del Evangelio, porque: «ordenó el Señor que no debemos afanarnos
por lo que a Él le pertenece, es decir, los resultados de nuestras acciones; pero no prohibió que
dejáramos de afanarnos por lo que nos pertenece, o sea, por nuestras acciones (cf. Mt 6, 25-
34)».
No es contrario a este precepto el ejecutar las acciones que deben realizarse. No debe suprimirse
el actuar, sino el afanarse y preocuparse por los posibles impedimentos a sus efectos: «contra
los cuales debemos esperar en la providencia de Dios, que sustenta también a las aves y las
plantas». De manera que: «el afanarse así parece pertenecer al error de los gentiles, que niegan
la divina providencia».
Recuerda Santo Tomás que, en este pasaje evangélico sobre el cuidado de Dios: «concluye el
Señor: «No os inquietéis, pues, por el mañana» (Mt 6, 34)». Explica seguidamente que: «Con
ello, no prohibió que conserváramos lo que nos es necesario a su tiempo para el mañana, sino el
que nos inquietáramos por los sucesos futuros, como desesperando del auxilio divino; o también
que no nos inquiete hoy el cuidado que hemos de tener mañana, ya que cada día tiene su propia
preocupación. Por lo cual añade: «le basta a cada día su afán» (Mt 6, 34)».
719. –Concluye el Aquinate, al finalizar su estudio sobre la pobreza evangélica, que: «quienes
siguen la pobreza voluntaria pueden vivir varios géneros de vida, todos ellos convenientes. Entre
los cuales tanto más laudable es un género de vida cuanto más libra el alma de la solicitud y
ocupación de las cosas corporales»[50]. ¿Se desprende de ello que considera que las riquezas
son malas?
–Afirma Santo Tomás que, por una parte: «Las riquezas exteriores son necesarias, sin duda
alguna, para el bien de la virtud, en cuanto que por ellas sustentamos el cuerpo y socorremos a
los demás». Por consiguiente: «las riquezas son buenas en cuanto son útiles al ejercicio de la
virtud; más, si se excede esta medida de manera que impida el ejercicio de la virtud, no han de
computarse entre las cosas buenas, sino entre las malas».
Las riquezas, por tanto, pueden emplearse para bien o para mal. De ahí que: «para algunos, que
usan de ellas para la virtud, sea bueno poseer riquezas»; en cambio: «para otros, que por ellas
se apartan de la virtud, ya por demasiada solicitud, ya por demasiado apego a las mismas o por
la distracción de la mente que de ellas proviene, es malo el poseerlas».
Por otra parte: «la pobreza es laudable en cuanto libra al hombre de aquellos vicios en que
algunos caen a causa de la riqueza». Sin embargo: «en cuanto que la pobreza obstaculiza el bien
que las riquezas ocasionan, como el socorro a los demás y la propia sustentación, es
completamente mala, a no ser que la ayuda que se presta al prójimo en las cosas temporales
pueda compensarse con un bien mayor, por ejemplo, porque el hombre que carece de riquezas
puede dedicarse más libremente a las cosas espirituales y divinas (…) pero de tal manera que
con ella le quede al hombre posibilidad de alimentarse de un modo lícito, para lo cual no se
requieren muchas cosas»[51].
Además, como advierte Santo Tomás en la Suma Teológica: «La sobreabundancia de las
riquezas, lo mismo que la mendicidad, son de evitar por aquellos que aspiran a llevar una vida
virtuosa, en cuanto son ocasiones de pecado, pues la abundancia es ocasión de soberbia, y la
mendicidad ocasión de hurtar, de mentir y hasta de perjurar»[52]. En cambio, añade: «la pobreza
voluntaria no tiene este peligro»[53].

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 131.
[2] Ibíd., III, c. 134.
[3] Ibíd., III, c. 131.
[4] Ibíd., III, c. 134.
[5] Ibíd., III, c. 131.
[6] Ibíd., III, c. 134.
[7] Ibíd., III, c. 131.
[8] Ibíd., III, c. 134.
[9] Ibíd., III, c. 131.
[10] Ibíd., III, c. 134.
[11] Ibíd., III, c. 131.
[12] Ibíd., III, c. 134.
[13] Prov 30, 8-9.
[14] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, 134.
[15] Ibíd., III, c. 132.
[16] Ibíd., III, c. 135.
[17] Ibíd., III, c. 132.
[18] Ibíd., III, c. 135.
[19] Ibíd., III, c. 132.
[20] Ibíd., III, c. 135.
[21] Ibíd., III, c. 132.
[22] Ibíd., III, c. 135.
[23] Ibíd., III, c. 132.
[24] Ibíd., III, c. 135.
[25] Ibíd., III, c. 132.
[26] Ibíd., III, c. 135.
[27] 2 Tes 3, 10.
[28] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, 135.
[29] Ibíd., III, c. 132.
[30] Ibíd., III, c. 135.
[31] Ibíd., III, c. 132.
[32] Ibíd., III, c. 135.
[33] Ibíd., III, c. 132.
[34] Ibíd., III, c. 135.
[35] Ibíd., III, c. 132.
[36] Ibíd., III, c. 135.
[37] Ibíd., III, c. 132.
[38] Ibíd., III, c. 135.
[39] Ibíd., III, c. 132.
[40] Ibíd., III, c. 135.
[41] Ibíd., III, c. 132.
[42] Ibíd., III, c. 135.
[43] Ibíd., III, c. 132.
[44] Ibíd., III, c. 135.
[45] Ibíd., III, c. 132.
[46] Cf. Ibíd., III, c. 135.
[47] Ibíd., III, c. 132.
[48] Ibíd., III, c. 135.
[49] Ibíd., III, c. 132.
[50] Ibíd., III, c. 135.
[51] Ibíd., III, c. 133.
[52] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 40, a. 3, ad 1. En la objeción, que se responde, se citan los
siguientes versículos de los Proverbios, ya citados, que, en la respuesta, glosa Santo Tomás:
«No me des ni pobreza ni riquezas. Dame sólo lo que he de menester. No sea que si me harto,
me incline a negarte, y diga: ¿Quién es el Señor?. O que necesitado robe y perjure el nombre de
mi Dios» (Prov 30, 8-9).
[53] Ibíd.. III, q. 40, a. 3, ad 1.

LXIV. Castidad perfecta y voto de obediencia

720. –Terminada su defensa sobre el «bien de la pobreza», el Aquinate se ocupa de hacerlo con
el «bien de la continencia»[1]. ¿Qué entiende por continencia?
–En la Suma teológica, explica Santo Tomás que: «según Aristóteles y varios Santos Padres: «la
continencia hace que el hombre resista los malos deseos que se dan en él con fuerza». En este
sentido es una virtud, derivada de la templanza, cuya acción es la de contener o refrenar los
malos deseos vehementes de las pasiones.
El término continencia puede tener otro sentido, porque: «otros llaman continencia a la libre
abstención de todo placer sexual, así San Pablo une continencia y castidad (Gal 5, 23)»[2].
Continencia significaría la castidad, una virtud que: «tiene como sujeto el alma, pero su materia
es el cuerpo, ya que es propio de ella que mediante el juicio de la razón y la elección de la
voluntad, el hombre haga uso moderado de los órganos corporales»[3].
La virtud de castidad no implica la abstención del recto uso de la sexualidad. «La palabra
«castidad» indica que el deseo desordenado es «castigado» mediante la razón, porque hay que
dominarlo igual que a un niño, según nos dice Aristóteles en su Ética (II, c. 12, 5)»[4].
También precisa Santo Tomás que: «en este sentido la continencia principal es la virginidad,
mientras que la secundaria es la viudez»[5]. La castidad perfecta se da en la virtud de la
virginidad, que se define como: «la voluntad de abstenerse siempre del placer sexual. Esa
voluntad se hace loable por el fin, puesto que se hace para dedicarse a las cosas divinas». Es
una virtud distinta de la castidad, en cuanto: «es una virtud especial, cuya relación con la castidad
es la misma que la de la magnificencia respecto a la liberalidad»[6], o mero desprendimiento en
favor de los otros. Es, por tanto, más perfecta que la castidad.
En este capítulo de la Suma contra gentiles, Santo Tomás utiliza el término «continencia» con el
último significado de la virtud de la virginidad. Comienza en el mismo con esta indicación: «Del
mismo modo que contra la perfección de la pobreza, hablaron también ciertos hombres perversos
contra el bien de la continencia. Algunos de los cuales se empeñaron en rechazarla con estas y
otras razones semejantes». Refiere seguidamente cinco objeciones.
721. –¿Cuáles son las objeciones y las respuestas correspondientes del Aquinate?
–La primera objeción que reproduce Santo Tomás es la siguiente: «La unión del hombre y la
mujer se ordena al bien de la especie. Mas: «el bien de la especie es más excelente que el bien
del individuo» (Aristóteles, Ética I, 1). Por consiguientes, más peca quien se abstiene totalmente
del acto por el cual se conserva la especie que quien se abstuviese del acto por el cual se
conserva el individuo, como es la comida, la bebida y cosas parecidas».
La resuelve Santo Tomás con esta distinción entre la necesidad individual y la necesidad común.
Así: «las cosas necesarias a cada hombre, como son la comida y la bebida y cuanto pertenece
al sustento individual, han de concederse a todos. De aquí que sea necesario que todos coman
y beban. Pero lo que es necesario a la sociedad no es necesario que se conceda a todos, ni es
tampoco posible». De ahí que se den distintos oficios para las cosas necesarias para la sociedad.
Por consiguiente: «como la generación no pertenece a la necesidad del individuo, sino a la
necesidad de toda la especie, no es necesario que todos los hombres se entreguen a los actos
de engendrar, sino que algunos absteniéndose de estos actos, pueden entregarse a otros
oficios».
Se objeta a la continencia, o castidad perfecta, este segundo argumento: «Al hombre se le dan
por disposición divina miembros aptos para la generación y también el vigor de la concupiscencia,
que le incita, y cuanto se relaciona con esto. Luego, al parecer, quien se abstiene totalmente del
acto de la generación obra contra lo dispuesto por Dios».
Santo Tomás da esta respuesta, consecuencia de la anterior: «La divina providencia da al hombre
las cosas necesarias para toda la especie; sin embargo, no es necesario que cada hombre use
todas ellas». Así, por ejemplo: «se le da al hombre habilidad para edificar y fuerza para pelear, y,
no obstante, no es necesario que todos sean constructores y soldados». Algo semejante se puede
decir de la facultad generativa, porque: «aunque el hombre esté dotado por virtud divina de
facultad generativa y de todo cuanto se relaciona con el acto de la generación, no es preciso que
cada uno tienda al acto de la generación».
En tercer lugar, se argumenta contra el grado supremo de la castidad: «Si es bueno que uno viva
la continencia, sería mejor que la vivieran muchos, y óptimo que la vivieran todos». Sin embargo,
con ello: «se seguiría la extinción del género humano. Por consiguiente, no es bueno que algún
se contenga totalmente».
La respuesta dada por Santo Tomás es también parecida a las anteriores. Advierte que: «Aunque,
por lo que toca a cada uno en particular, sea mejor que quien se consagra a cosas mejores se
abstenga de lo que es necesario a la multitud». Sin embargo, reconoce que: «no es bueno que
todos se abstengan, como se ve en el orden del universo». Son necesarias las diferencias en
perfección para que sea mejor el mundo, así, por ejemplo: «aunque en el cuerpo del animal sea
mejor el ojo que el pie, sin embargo, no sería perfecto el animal si no tuviese ojo y pie». De
manera parecida: «la multitud del género humano no tendría un estado perfecto si no hubiera
algunos que ejerciesen la procreación y otros que, absteniéndose de ello, se dedicasen a la
contemplación».
722. –¿Los otras dos objeciones también se basan en las diferencias individuales?
–Las objeciones restantes son de otro orden. La cuarta es de tipo moral, porque se dice en la
misma: «La castidad, como las demás virtudes, consisten en un término medio. En consecuencia,
del mismo modo que obra contra la virtud quien se entrega totalmente a los placeres y es
inmoderado, así también obra contra la virtud quien se abstiene totalmente de los placeres y es
insensible».
Respecto a esta cuarta objeción, Santo Tomás insiste en la premisa que ya ha utilizado en la
respuesta a la sexta objeción contra la pobreza: «El medio de la virtud no se toma siempre según
la cantidad de las cosa ordenada por la razón, sino según la regla de la razón que examina el fin
debido y mide las circunstancias convenientes». Por ello:
«se llama vicio de insensibilidad a la abstención, sin motivo racional de todos los placeres
carnales».
Sin embargo, no es el caso de la virginidad, porque, como la abstención que implica: «se hace
conforme al dictado de la razón, es una virtud», que, además: «excede la medida ordinaria de
conducta del hombre, pues hace que los hombres sean en cierto modo participes de la semejanza
divina, por lo cual se dice que la virginidad está emparentada con los ángeles».
Por último, la quinta objeción se fundamenta en la naturalidad de la sexualidad, porque se
argumenta: «Es imposible que no nazcan en el hombre ciertos apetitos de placeres sensuales,
ya que son naturales. Mas el resistir totalmente a las concupiscencias y tener una lucha casi
continua comunica al ánimo mayor inquietud que usar moderadamente de las concupiscencias».
Frente a esta objeción, defiende la licitud de la castidad perpetua, por una parte, con tres
precisiones sobre la supuesta inquietud por la resistencia a deseos naturales. La primera es la
siguiente: «La solicitud y la ocupación que tienen los casados por sus mujeres e hijos y por
adquirir lo necesario para la vida son continuas; en cambio, la inquietud que padece el hombre
por luchar contra las concupiscencias es cosa de un tiempo determinado».
En la segunda, se indica que el desasosiego por la concupiscencia: «disminuye cuando uno no
la consiente; pues cuanto más se deleita, tanto más en él crece el apetito de lo deleitable». La
tercera consiste en notar que las concupiscencias: «se debilitan también por abstinencias y otros
ejercicios corporales, que son convenientes a quienes se han propuesto la continencia».
Por otra parte, responde a la quinta objeción con la siguiente advertencia: «el uso de los deleites
corporales desvía más al entendimiento de su elevación y le impide la contemplación de las cosas
espirituales más que la inquietud proveniente de resistir a los apetitos de estos deleites; porque
por el uso de los deleites, y sobre todo de los sexuales, el entendimiento se adhiere sumamente
a ellos, puesto que el deleite hace que el apetito descanse en lo deleitable». De este hecho se
sigue que: «es muy nocivo para quienes se dedican a la contemplación de las cosas divinas y de
cualquier otra verdad el estar entregados a los placeres sexuales y muy útil, en cambio, el
abstenerse de ellos».
Sin embargo, observa seguidamente que: «nada impide, aunque generalmente se afirme que es
mejor para un hombre el guardar continencia que casarse, que para algunos sea mejor esto
último». De ahí que: «El Señor, hablando de la continencia, diga: «No todos entienden esto, pero
el que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 11)». No todos son llamados al camino perfecto de
la castidad perpetua, porque además, para seguirlo no basta la capacidad natural, se necesita
una gracia especial de Dios.
723. –Además de los cinco argumentos, ¿hay algún otro que pueda apoyarse en la Escritura, tal
como hace el Aquinate en su respuesta a la quinta objeción?
–Después de su respuesta a la última objeción, Santo Tomás añade que todavía a las mismas:
«puede añadirse el precepto del Señor que, según se lee, fue dado a los primeros padres:
«Procread y multiplicaos y henchid la tierra» (Gn 1, 28, y 9, 1)». Además, este mandato: «no fue
revocado, sino más bien parece que fue confirmado por el Señor en el Evangelio, donde dice
hablando de la unión del matrimonio: «Lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 6)». Se
puede, por consiguiente, objetar que: «Contra este precepto obran expresamente quienes
guardan continencia perpetua. Luego parece ilícito el guardar continencia perpetua».
A ello, replica Santo Tomás que: «se ve la contestación por lo que vamos diciendo, porque aquel
precepto se refiere a la inclinación natural que hay en el hombre para conservar la especie por el
acto de la generación; cosa que no es menester que hagan todos, sino algunos como se ha
dicho».
No obstante: «el consejo de observar continencia perpetua se reservó para los tiempos del Nuevo
Testamento». El motivo fue porque desde entonces: «el pueblo fiel se multiplica por la generación
espiritual». Además: «Así como no conviene a cualquiera el abstenerse del matrimonio, así
tampoco es conveniente el abstenerse para siempre cuando es necesaria la multiplicación del
género humano, ya sea por la escasez de hombres, como al principio, cuando el género humano
comenzó a multiplicarse; ya sea por la pequeñez del pueblo fiel, cuando convenía que éste se
multiplicase por la generación carnal, como sucedió en el Antiguo Testamento»[7].
724. –También con el apoyo de la Escritura, hubo quienes compararon la bondad del matrimonio
y de la castidad perfecta. Cuenta San Agustín que: «La herejía de Joviniano, al igualar el mérito
de las vírgenes consagradas con la castidad conyugal, se propagó tanto en la ciudad de Roma,
que se hablaba de que hasta muchas religiosas, de cuya pureza no hubo nunca la menor
sospecha, se precipitaban al matrimonio argumentando principalmente, cuando se las apremiaba:
«Eres tú, acaso, mejor que Sara, mejor que Susana, o que Ana?», recordando a las demás muy
recomendadas con el testimonio de la Sagrada Escritura, con las cuales ellas no podrían
compararse mejores, ni siquiera iguales». Además, añade: «se rompía así también el santo
celibato de los santos varones con el recuerdo y la comparación de los Padres casados»[8]. ¿Se
ocupa también el Aquinate de este error?
–En el capítulo siguiente, Santo Tomás se ocupa de Joviniano, el monje de finales del siglo IV,
que tuvo muchos seguidores en Roma y que fue condenado por el obispo San Ambrosio y por el
Papa Siricio. Escribe: «Hubo también otros que, aunque no reprobaron la continencia perpetua,
sin embargo, la igualaban al estado de matrimonio; lo cual es la herejía de Joviniano».
Seguidamente advierte que: «La falsedad de este error se manifiesta suficientemente por lo que
se ha dicho, puesto que por la continencia se hace el hombre más hábil para levantar la mente a
lo espiritual y divino y se coloca, en cierto modo, por encima de lo humano, asemejándose a los
ángeles».
Añade que el superior valor del estado de continencia perfecta: «no obsta el que algunos varones
de virtud perfectísima, como Abraham, Isaac y Jacob, usaron del matrimonio, puesto que cuanto
mayor es la virtud del espíritu, tanto menos puede ser derribada de su altura. Y no porque estos
tales usaron del matrimonio amaron menos la contemplación de la verdad y de lo divino, sino
que, según lo requería la condición del tiempo, usaron del matrimonio para multiplicar el pueblo
fiel».
Esta puntualización no puede servir como objeción a la superioridad de la virginidad, porque: «la
perfección de algunas personas no es argumento suficiente para la perfección de estado, ya que
uno puede usar con mayor perfección de un bien menor que otro de un bien mayor. En
consecuencia, no porque Abraham o Moisés sean más perfectos que muchos que guardan
continencia ha de ser el estado matrimonial más perfecto o igual que el estado de continencia»[9].
725. –¿Se ocupa también el Aquinate del consejo evangélico de la obediencia?
–Después de dedicar varios capítulos a la pobreza y a la castidad, Santo Tomás destina a la
obediencia un capítulo, junto al tema del voto o «promesa hecha a Dios»[10]. En la Suma
teológica da tres razones de la conveniencia de los votos, porque pueden hacerse también con
los tres consejos evangélicos. La primera, porque, por ejemplo, actos: «como el ayunar, que es
acto de la abstinencia, la continencia, que es el acto de la castidad, si se hacen por voto, alcanzan
mayor bondad y mérito, pues en este caso quedan incluidos en el culto divino a la manera de
sacrificios».
La segunda razón, porque: «es mejor y más meritorio realizar la misma obra que sin él, (…)
porque aquel que hace un voto a Dios y lo cumple se somete en mayor grado a Dios que el que
sólo lo cumple, ya que su sometimiento a Dios no es tan sólo en cuanto al acto, sino también en
cuanto a la potencia, ya que en adelante no podrá hacer otra cosa».
Hay una tercera razón: «porque por el voto la voluntad se adhiere firmemente al bien. Y el hacer
algo con la voluntad firmemente adherida al bien pertenece a la perfección de la virtud, como dice
Aristóteles (Ética, II, c. 4, 3)»[11].
Nota también Santo Tomás que entre la promesa hecha a un hombre y a Dios, además de la
diferencia que está última es un acto de culto a Dios, hay otra también importante, porque: «al
hombre se le promete por su utilidad, pues él tiene interés en que le demos una cosa y en que
esto le sea notificado antes de hacerla. En cambio, la promesa a Dios no le reporta a Él utilidad,
sino a nosotros mismos».
De manera que: «la promesa de algo a Dios que hacemos con el voto no redunda en utilidad
suya, que no necesita el que nosotros con ella le garanticemos nada, sino en beneficio nuestro,
en cuanto que, haciendo un voto, consolidamos nuestra voluntad de hacer lo que conviene»[12].
726. –En la Suma contra los gentiles, explica el Aquinate, como alusióna la polémica
antimendicante, en la que había intervenido pocos años antes en la Universidad de
París, que:«algunos consideraron como una necedad el que alguien se obligue con voto a
obedecer a alguien o a observar alguna cosa, porque un bien cualquiera parece tanto más
perfecto cuanto más libremente se hace». Con la obediencia y también con los votos, parece que:
«cuanto alguien se obliga con más estrechos lazos a observar algo, tanto menos libremente
parece hacerlo»[13]. A esto añade, en la Suma teológica: «A nadie le trae ventajas el privarse de
un bien que Dios le concedió. Y como la libertad es uno de los máximos bienes y de la que éste
se priva al imponerse un voto, ninguna ventaja trae el hacer un voto»[14]. ¿Cómo se resuelve
esta objeción?
–Responde Santo Tomás, en este capítulo de la Suma contra gentiles, que se hace esta objeción
por ignorar que es la necesidad, que está implicada en el voto. La necesidad es triple: «Una de
coacción, que disminuye el mérito de los actos virtuosos, porque contraría al acto voluntario, pues
es forzado lo que es contrario a la voluntad. Otra necesidad que procede de la inclinación interior,
y ésta no disminuye el mérito del acto virtuosos, sino que lo aumenta, pues hace que la voluntad
tienda más intensamente dicho acto».
Así ocurre con los hábitos de las virtudes, que: «cuanto más perfecto fuere, tanto más
vehementemente hace que la voluntad tienda al bien de la virtud y se aparte menos de él. Y si
hubiese llegado al fin de la perfección, llevaría consigo cierta necesidad de obrar el bien, como
ocurre en los bienaventurados, que no pueden pecar (…) Y, sin embargo, nada pierden por esto
ni la libertad de la voluntad ni la bondad del acto». Necesariamente hacen el bien, porque ya no
tienen la posibilidad del mal, pero esta necesidad no quita su libertad, porque, aunque ya no
escojan entre bienes y males, si que eligen entre bienes, que no afectan ya al último fin, que han
alcanzado.
Hay ultima clase de necesidad, de la que carecen los bienaventurados, porque ya han alcanzado
su último fin, y, ya no pueden elegirlo mal o con malos medios. Esta tercera es la: «necesidad
que proviene del fin, como cuando se dice que alguien necesita tener una nave para atravesar el
mar. Es patente que esta necesidad no disminuye la libertad de la voluntad ni la bondad de los
actos; antes bien. Lo que uno hace como necesario para el fin es meritorio por tal motivo, y tanto
más meritorio cuanto más lo es el fin».
La necesidad de elegir un determinado medio para llegar a un fin, siempre en el orden del bien,
es el tipo de necesidad que importa el voto: «pues es necesario que quien hizo voto haga esto o
aquello, si ha de cumplir el voto o guardar obediencia»[15].
727. –¿La obediencia al igual que el voto no quita la libertad?
–La necesidad para el fin no disminuye ni quita la libertad, porque tal como soluciona esta
aparente dificultad en la Suma teológica: «Dios dejó al hombre en manos de su albedrío, no
porque sea ilícito hacer todo lo que el quiera, sino porque puede obrar por libre elección y
deliberación propia no coaccionado por una necesidad natural, como las criaturas irracionales. Y
así como para sus otras acciones debe proceder por propia determinación, del mismo modo al
obedecer a sus superiores, porque. como dice San Gregorio, «mientras nos sometemos
humildemente a la voz ajena, nos superamos a nosotros mismos en el corazón» (Moral. 35, c.
14)»[16].
La obediencia en general es una virtud, cuyo: «objeto propio es el mandato, que nos viene
ciertamente de la voluntad de otro»[17]. La obediencia es algo natural al hombre. Explica Santo
Tomás que: «Así como las acciones de los agentes naturales proceden de potencias naturales,
así también las operaciones humanas proceden de la voluntad humana. Pero es ley natural que
los seres superiores muevan a los inferiores, a causa del poder natural más excelente, que les
ha conferido Dios. De donde también es conveniente en los hombres que los superiores muevan
a los inferiores por su voluntad, en virtud de la autoridad recibida de Dios». Por consiguiente:
«entre los hombres, según el orden del derecho natural y divino, los inferiores deben obedecer a
los superiores»[18].
Advierte Santo Tomás que: «la obediencia no es una virtud teologal»[19], pues es evidente que:
«no se comprende bajo la fe, bajo la esperanza o bajo la caridad»[20]. No tiene por objeto a Dios,
sino: «el mandato de cualquier superior, explícito o interpretativo, como el que se da con una
simple palabra que manifiesta su voluntad y que el verdadero obediente cumple sin demora,
según aquello: «Di que obedezcan» (Tit. 3, 1)».
En este pasaje dice San Pablo a Tito –su discípulo de confianza, pagano convertido y nombrado
obispo de Creta–: «amonéstales que vivan sujetos a los príncipes, a las autoridades, que les
obedezcan, que estén pronto para toda obra buena»[21]. Al comentarlo, nota Santo Tomás, que
el apóstol enseña que: «a los superiores deben los súbditos reverencia de sujeción y obediencia
de ejecución».
Añade que, con la expresión «amonéstalos» , quiere decir: «a todos «que vivan sujetos a los
príncipes» o mayores: los reyes y gobernantes, y «a las autoridades», esto es, los otros oficiales.
«Por causa de Dios, estad sujetos a toda humana institución, sea al rey como soberanoo a los
gobernadores, como enviados suyos (1 Ped 2, 13). «Todos han de someterse a las autoridades
superiores» (Rm 13, 1)»[22].
A estas últimas palabras, añade San Pablo: «porque no hay autoridad que no esté bajo Dios, y
las que hay han sido ordenadas por Dios»[23]. La autoridad en general tiene su origen en Dios y
cada autoridad, en concreto, su sujeto, la debe también a la providencia de Dios, que ha ordenado
que sea tal poseedor.
Nota también Santo Tomás que, en el versículo de la epístola a Tito, San Pablo expresa que: «no
sólo es necesaria la presteza sino también la discreción. Por ello dice: «estén pronto para toda
obra buena» (Tit 3, 1), de otra manera no habría que obedecer, sino a Dios, que está por encima
de todos»[24].
En la Suma teológica, precisa respecto a la autoridad, a la que se debe obediencia, que: «si su
poder no es legítimo sino usurpado o si manda cosas injustas, sus súbditos no están obligados a
obedecer, a no ser en casos excepcionales para evitar el escándalo o el peligro»[25].
También que; «existen dos casos que pueden eximir al súbdito de obedecer en todo a sus
superiores» legítimos y competentes. Uno, porque: «el inferior no está obligado a obedecer a los
superiores si les mandan algo fuera de los límites de su autoridad». Otro, por razón de un
mandato de orden superior»[26]. Éste sería el caso, cuando: «las órdenes de los superiores van
contra Dios»[27]. Santo Tomás lo confirma con estas palabras de la Escritura: «Es preciso
obedecer a Dios antes que a los hombres»[28].
Por consiguiente, puede juzgarse la legitimidad del superior y también si, supuesta su
competencia, es pecado o va contra la ley de Dios. La obediencia sacrifica la voluntad, pero no
la razón, –siempre que la razón no atienda a falsos juicios basados en los deseos desordenados–
y no exige la denominada «obediencia ciega», expresión no utilizada por Santo Tomás.
728. –¿La obediencia es una virtud moral?
–La obediencia, afirma Santo Tomás: «es virtud moral, por ser parte de la justicia». Se corrobora,
porque la obediencia, como es propio de toda virtud: «es medio entre el exceso y el defecto».
En la obediencia: «el exceso no depende solamente de la cantidad, sino también de otras
circunstancias: por ejemplo, el que obedece a quien no debe o en cosas que no debe». De este
modo: «así como en la justicia el exceso se da en quien retiene lo ajeno, y el defecto en quien no
se da lo que se le debe, como dice Aristóteles (Ética, V, c. 4, n 5, 13), así también, la obediencia,
es el medio entre el exceso por parte del que rehúsa obedecer como debe al superior, porque
obrando así se excede en el cumplimiento de su propia voluntad, y el defecto, por parte del
superior a quien no se obedece»[29].
La obediencia es la más excelente de las virtudes morales, en cuanto a lo que se sacrifica con
ella, porque: «entre las virtudes morales es la primera la que más bienes desprecia por unirse a
Dios. Hay tres clases de bienes humanos que el hombre puede despreciar por Dios: los bienes
ínfimos o exteriores; los bienes medianos, que son los corporales; y los bienes del alma. Entre
estos últimos sobresale la voluntad, porque por ella se goza de todos los otros bienes. Por tanto,
hablando con propiedad, la obediencia es la virtud más noble entre las morales, porque por ella
se renuncia por Dios a la propia voluntad, mientras que las otras virtudes morales se renuncia
por Dios a algunos otros bienes»[30].
729. –¿Esta doctrina se puede aplicar también al consejo evangélico de la obediencia?
–Al tratar la virtud moral de la obediencia, Santo Tomás presenta el siguiente argumento de los
que sostienen que se debe obedecer a los superiores sin límites y en todo: «Los religiosos
prometen por igual, en la profesión, castidad, obediencia y pobreza. Pero el religioso debe
observar la pobreza y la castidad en toda su extensión. Luego también debe obedecer en
todo»[31].
De acuerdo con la doctrina expuesta sobre la obediencia, la respuesta de Santo Tomás es la
siguiente: «Los religiosos prometen obediencia en cuanto a la observancia regular, que es la
medida de su sujeción a los superiores. Y sólo deben obedecer a lo determinado según la Regla.
Esta es la obediencia suficiente para la vida eterna. Pero, si quieren obedecerles en otros casos,
será cuestión de mayor perfección, mientras que no sea contra Dios o contra la profesión de la
Regla, porque tal obediencia sería ilícita»[32].
Ello no impide que Santo Tomás no afirme que: «el voto de obediencia es el principal de los tres
votos religiosos». Lo prueba con tres razones: «Primera, porque por el voto de obediencia ofrece
el hombre a Dios un bien más excelente, a saber, la propia voluntad, cuyo valor sobrepasa al del
cuerpo y al de las cosas externas que se ofrecen por el voto de castidad y de pobreza. Por eso
es más agradable a Dios lo que se hace por obediencia que lo que se hace por propia voluntad».
La segunda razón, que aporta Santo Tomás, es la siguiente: «El voto de obediencia contiene los
otros dos, y no viceversa», porque: «aunque el religioso esté obligado por voto especial a
observar castidad y pobreza, la obediencia le obliga a esto y a otras muchas cosas más».
Por último se demuestra su mayor excelencia: «porque el voto de obediencia se refiere
propiamente a los actos más relacionados con el fin de la vida religiosa. La excelencia de una
cosa se mide por su proximidad al fin. Por eso, el voto de obediencia es el más esencial del
estado religioso, pues nadie será religioso si no tiene el voto de obediencia, aunque haya hecho
el voto de pobreza y de castidad»[33].
730. –¿El bien que se vive con un voto emitido es más meritorio que sin ningún tipo de promesa?
–Declara Santo Tomás, en la Suma contra los gentiles, que: «en igualdad de circunstancias, lo
que se hace con voto tiene más mérito que lo que se hace sin él». Así ocurre con la obediencia,
porque: «cuando alguien cumple lo que prometió con voto o lo que manda aquel a quien se
sometió por Dios, tales cosas son dignas de mayor mérito y recompensa».
Para probarlo, advierte, en primer lugar, que: «sucede a veces que un acto da lugar a dos vicios,
cuando el acto de un vicio se ordena al fin del otro vicio; por ejemplo, cuando alguien hurta para
fornicar, el acto es en verdad de avaricia, según especie, pero según su intención es de lujuria».
Lo mismo ocurre en el orden del bien, porque en las virtudes, también: «el acto de una se ordena
a otra virtud, como cuando alguien da lo suyo para tener con otros amistad de caridad, el acto es
por su especie ciertamente de liberalidad, pero por el fin es de caridad».
Sin embargo: «semejante acto tiene más mérito por parte de la virtud mayor, o sea, por la caridad
que por la liberalidad». Por consiguiente: «aunque en él se prescinda de lo que pertenece a la
liberalidad, por ordenarlo a la caridad, será más meritorio y más digno de mayor recompensa que
si se hiciera más liberalmente, pero sin orden a la caridad».
Algo semejante ocurre con lo bueno que se hace con voto. Así, por ejemplo, si: «alguien hace
una obra virtuosa, ayuna o se abstiene de los deleites carnales; si lo hace sin voto, será un acto
de abstinencia o de caridad; pero si lo hace con voto, se referirá en último término a otra virtud,
a la cual corresponde prometer con voto algo a Dios, es decir a la religión, que es más excelente
que la castidad o la abstinencia, dado que nos hace dirigirnos directamente a Dios».
Por consiguiente: «el acto de castidad o el de abstinencia será más meritorio en quien lo hace
con voto»; aunque con tal voto hecho a Dios: «no se complazca en la abstinencia o en la castidad,
porque tiene la complacencia en otra virtud más excelente, que es la religión».
En segundo lugar, se puede también probar con el siguiente argumento: «Lo más excelente en
la virtud es el fin debido, porque del fin dimana principalmente la razón de bien. Por lo tanto,
supuesto un fin más excelente, aunque uno proceda débilmente a realizar el acto, dicho acto será
más virtuoso». Así, por ejemplo: «si uno se propone por virtud andar un largo camino y otro un
camino breve, tendría más mérito quien intente por virtud algo mayor, aunque camine más
lentamente».
Si se aplica esta doctrina al voto, se obtiene que: «si alguien hace algo por Dios, ofrece ese acto
a Dios; y, si lo hace por voto, ofrece a Dios no sólo el acto, sino también la potencia; es pues
manifiesto que su propósito es ofrecer a Dios algo mayor». Por consiguiente: «su acto será más
virtuoso en virtud del mayor bien intentado, aunque en la ejecución otro parezca más virtuoso».
Por último, en tercer lugar, aporta la siguiente prueba, basada en la promesa del voto. Por una
parte: «la voluntad que precede al acto persiste virtualmente mientras dura dicho acto y le hace
meritorio, aunque el agente no piense al ejecutar el acto en el propósito de la voluntad por el cual
comenzó el acto».
Por otra: «es evidente que quien prometió hacer algo con voto lo quiso más intensamente que
quien sólo se propuso hacerlo, pues no sólo quiso hacerlo, sino que quiso asegurarse para no
dejar de hacerlo». Por consiguiente: «por esta intención de la voluntad, la ejecución del voto con
cierta intensidad se hace meritoria, aunque la voluntad no se incline actualmente a la obra o lo
haga con indecisión»[34].

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, 136.
[2] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 155, a. 1, in c.
[3] Ibíd., II-II, q. 151, a. 1, ad 1.
[4] Íbíd., II-II, q. 155, a. 1, in c.
[5] Íbíd., II-II, q. 155, a. 1, in c.
[6] Ibíd., II-II, q. 152, a. 3, in c.
[7] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, 136.
[8] San Agustín, Retractaciones, XXII, La bondad del matrimonio, II, c. 22, 1.
[9] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, 137.
[10] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 88, a. 4, in c.
[11] Ibíd., II-II, q. 88, a. 6, in c.
[12] Ibíd., II-II, q. 88, a. 4, in c.
[13] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 138.
[14] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 88, a. 4, ob. 1.
[15] ÍDEM, Suma contra los gentiles, II, c. 138.
[16] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 104, a. 1, ad 1.
[17] Ibíd., II-II, q. 104, a. 2, ad 3.
[18] Ibíd., II-II, q. 104, a. 1, in c.
[19] Ibíd., II-II, q. 104, a. 2, ad. 2.
[20] Ibíd., II-II, q. 104, a. 2, ob. 2-
[21] Tit 3, 1.
[22] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la epístola de San Pablo a Tito, c. 3, lecc. 1
[23] Rm 13, 1.
[24] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la epístola de San Pablo a Tito, c. 3, lecc. 1
[25] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 104, a. 6, ad 3.
[26] Ibíd., II-II, q. 104, a. 5, in c
[27] Ibíd., II-II, q. 104, a. 5, sed. c.
[28] Hch 5, 29.
[29] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 104, a. 2, ad 2.
[30] Ibíd., II-II, q. 104, a. 3, in c.
[31] Ibíd., II-II, q. 104, a. 5, ob. 3.
[32] Ibíd., II-II, q. 104, a. 5, ad 3.
[33] Ibíd., II-II, q. 186, a. 8, in c.
[34] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 138.

LXV. Los Castigos divinos

731. –En los siguientes ocho capítulos de la Suma contra los gentiles, el Aquinate se ocupa de
las sanciones que comporta el incumplimiento de la ley de Dios. ¿Cómo comienza a tratar esta
importante cuestión?
–En el primero de estos capítulos, Santo Tomás presenta la siguiente inferencia de lo establecido
en los anteriores: «no todas las obras buenas ni todos los pecados son iguales». Se concluye
respecto a los actos buenos, porque, por un lado: «no se da consejo sino de un bien mejor» (III,
c. 130); por otro: «en la ley divina se dan consejos de pobreza, castidad y otros. Estas virtudes
son mejores que el uso del matrimonio y la posesión de bienes temporales. aunque, guardando
el orden de la razón, se puede obrar virtuosamente en estas cosas, como se probó (III, cc, 133,
136 y 137). Por tanto, no todos los actos virtuosos son iguales».
Queda confirmada esta parte de la conclusión con varias razones. La primera es la siguiente:
«Los actos humanos son buenos en cuanto son regulados por la razón. Más sucede que unos
actos se acercan a la razón más que otros, en cuanto que los actos propios de la misma razón
participan más del bien de la razón que los actos de las facultades inferiores imperados por ella.
Luego unos actos humanos son mejores que otros».
En una segunda, se aduce: «El cumplimento de los preceptos de la ley por amor es perfectísimo,
según se ha dicho. Pero uno hace lo que debe hacer con mayor amor que otro. Así, pues, unos
actos virtuosos son mejores que otros».
Se corrobora la segunda parte de la conclusión, porque: «por idénticas razones es también
evidente que no todos los pecados son iguales, puesto que por un pecado se desvía uno más del
fin, se trastorna más el orden de la razón y se causa más daño al prójimo que por otro».
732. –Declara el Aquinate que: «con esto se rechaza el error de algunos, que dicen que todos los
méritos y pecados son iguales». Añade que, sin embargo: «parecería ser verdad en cierto sentido
que todos los actos virtuosos son iguales, ya que todo acto es virtuoso por el fin bueno. Por lo
cual, si el fin bueno de todos los actos buenos es el mismo, es preciso que todos los actos sean
igualmente buenos». ¿Cómo se resuelve esta aparente dificultad?
–Advierte Santo Tomás que: «aunque el fin último del bien sea único, sin embargo, los actos que
reciben de él su bondad la reciben en diverso grado; porque entre los bienes que se ordenan al
fin último hay diferencias de grado, en cuanto que algunos son mejores que otros y más cercanos
al último fin. Por lo cual, aunque el fin último sea el mismo, habrá grados de bondad en la voluntad
y en sus actos según la diversidad de bienes a que están determinados la voluntad y sus actos».
733. –Algo perecido puede argumentarse de los pecados, porque también afirma el Aquinate:
«Igualmente, parece tener algo de razón aquello de que todos los pecados son iguales, porque
el pecado sobreviene en los actos humanos sólo porque alguien abandona la regla de la razón;
y lo mismo abandona la regla de la razón quien se desvía de ella en lo poco que quien se desvía
en lo mucho». ¿Cómo resuelve el Aquinate esta nueva dificultad?
–Santo Tomás todavía refuerza la dificultad con esta observación: «parece refrendar esta razón
lo que sucede en los juicios humanos. Si se establece a uno un límite para que no lo sobrepase,
no le importa al juez que lo sobrepase en mucho o en poco, como no le importa, cuando el púgil
ha rebasado los límites del campo, el que haya llegado muy lejos. Según esto, cuando alguien
quebranta la regla de la razón, no importa que la haya quebrantado en mucho o en poco».
No obstante, indica seguidamente que: «si uno se fija, verá que, en todas las cosas en que la
perfección y el bien consisten en cierta medida, cuanto alguien se aparta más de la debida
medida, tanto mayor será el mal».
Se puede comprobar esta nueva tesis con los siguientes ejemplos de orden distinto: «la salud
consiste en la debida proporción de líquidos del cuerpo, y la belleza en la debida proporción de
miembros, y la verdad en la conformidad del entendimiento o de la palabra con la cosa. Y es
evidente que cuanto mayor es la desigualdad en los líquidos del cuerpo, tanto mayor es la
enfermedad, y cuanto mayor es el desorden en los miembros tanto mayor es la fealdad, y cuanto
más se aparta uno de la verdad tanto mayor es la falsedad; pues no es tan grande la falsedad
del que cree que tres son cinco que la quien cree que tres son cien». Se cumple en cada uno de
ellos, que: «cuanto más se retrocede en esta armonía, tanto mayor es la maldad».
734. –¿Las diferencias entre los pecados, al igual que las virtudes, sólo lo son de grado?
–Los distintos grados en los pecados se dan entre una gran diferencia esencial entre los mismos,
porque: «unos son mortales y otros veniales. Es mortal el que priva al alma de la vida espiritual».
En el pecado venial no hay una perdida de ella, pero si una desviación.
La vida espiritual, que quita el pecado mortal, es una: «vida, que a semejanza de la natural, tiene
una doble explicación. Vemos que el cuerpo vive naturalmente por estar unido al alma, que es su
principio vital, y que el cuerpo vivificado por el alma se mueve por sí mismo, mientras que el
cuerpo muerto, o permanece inmóvil o es movido por algo exterior. Del mismo modo, pues,
cuando la voluntad del hombre se une por la recta intención al último fin, que es su objeto, y en
cierto modo su forma, está viva; y cuando se una a Dios y al prójimo por el amor, es movida por
un principio interior a obrar con rectitud».
En cambio: «quitados el amor y la intención del último fin, el alma se queda como muerta, porque
por si misma no se mueve a obrar rectamente, sino que o deja totalmente de hacer cosas rectas
o es impulsada a hacerlas solamente por un agente exterior, a saber, por miedo a las penas.
Luego cuantos pecados se opongan al amor y a la intención del último fin son mortales»[1]. La
voluntad humana debe estar unida con su intención al último fin, y así se mueve por el amor a
Dios y al prójimo. Sin este amor y sin la intención del último fin, el alma queda separada de Dios,
separación en que consiste el pecado mortal.
El pecado, como lo define Santo Tomás en la Suma teológica: «es una acto humano malo»[2], y,
por tanto, un «acto desordenado»[3]. Se explica, porque: «en los seres que obran por voluntad,
su regla próxima es la razón humana y la regla suprema es la ley eterna. Por ello, cuando un acto
humano se aparta de esta rectitud se llama pecado»[4].
San Agustín había definido el pecado del siguiente modo: «pecado es un hecho, dicho o deseo
contra la ley eterna. A su vez, la ley eterna es la razón o voluntad divina que manda conservar el
orden natural y prohíbe alterarlo»[5].
Las dos definiciones son equivalentes, porque como explica Santo Tomás: «San Agustín puso
dos cosas en la definición de pecado: la primera pertenece a la substancia del acto humano en
su parte material, y está caracterizada en las palabras, hecho, dicho o deseo; la otra pertenece a
la razón propia del mal, y es como elemento formal del pecado. Lo expresó al decir: contra la ley
eterna».
La definición agustiniana de pecado implica además que: «la regla de la voluntad humana es
doble: una próxima y homogénea, la razón, y otra lejana y primera, es decir, la ley eterna, que es
como la razón del mismo Dios»[6]. Por este motivo, y, por ser el pecado «un acto humano malo»,
podría parecer que: «más bien debería definirse el pecado como opuesto a la razón que a la ley
eterna»[7].
Sin embargo, no es posible. Nota Santo Tomás que: «Los teólogos consideran el pecado
principalmente en cuanto ofensa a Dios; el filósofo moralista, en cambio, en cuanto contrario a la
razón natural. Por eso, San Agustín lo define mejor por orden a la ley eterna que por orden a la
razón, ya que existen cosas trascendentes al orden de la razón acerca de las cuales nos regimos
sólo por la ley eterna, como sucede en todo lo concerniente a la fe»[8].
En el pecado venial, llamado así, porque no causa la muerte espiritual y, por ello, tiene fácilmente
la venia o el perdón, no se quita «el amor y la intención del último fin». Únicamente el que lo
comete: «se aparta en algo del recto orden de la razón», y, por tanto, su acto «no será pecado
mortal, sino venial»[9]. Con el pecado mortal, se cambia de camino hacia Dios y se va por el
contrario. Mientras que, con el pecado venial, se continua la orientación hacia Dios, pero se
desvía del camino, o como si se permaneciera en el mismo pero dando rodeos.
735. –Después de esta primera consecuencia sobre la multitud de grados entre los actos
virtuosos y los pecados, con la desigualdad esencial entre estos últimos, entre los pecados
mortales y veniales, el Aquinate sostiene que: «los actos del hombres son castigados o premiados
por Dios. ¿Cómo y porque lo presenta como una nueva inferencia de lo probado en los anteriores
capítulos?
–Se puede inferir de lo explicado en los anteriores capítulos que Dios premia o castiga los actos
del hombre, según su bondad o maldad, porque, por una parte: «corresponde castigar o premiar
a quien toca imponer la ley, porque los legisladores incitan a la observancia de la ley con premios
y castigos. El imponer la ley a los hombres corresponde a la divina providencia como se seduce
de lo ya dicho (III, c. 114). Luego a Dios corresponde castigar o premiar a los hombres».
Por otra, explica Santo Tomás: «Las cosas naturales están sometidas al orden de la divina
providencia y lo están también los actos humanos, como consta por lo dicho (III, c. 90). Mas
ocurre que el orden debido es observado y también omitido por unos y otros; aunque se ha de
tener en cuenta que la guarda o transgresión del orden debido queda al arbitrio de la voluntad
humana, cosa que no sucede en las cosas naturales, las cuales no pueden de por sí ni apartarse
ni seguirlo».
Como es preciso que: «los efectos correspondan debidamente a las causas», debe afirmarse
que: «así como cuando se observa en las cosas naturales el orden debido de los principios y
actos naturales, se siguen en ellas, por necesidad natural, la conservación y el bien, y cuando se
desvían del fin debido, la corrupción y el mal, así también, en las cosas humanas, es necesario
que, cuando el hombre guarda voluntariamente el orden de la ley impuesta por disposición divina,
consiga el bien», aunque en este caso «no como por necesidad, sino por disposición de quien
gobierna, lo cual es ser premiado», porque, como se verá más adelante, ha tenido que ser
ayudado por Dios. Por el contrario, es necesario que: «consiga el mal cuando hubiere
quebrantado el orden de la ley. Y esto es ser castigado».
A la misma conclusión se llega desde el atributo de la bondad infinita de Dios, porque se puede
argumentar: «Pertenece también a la perfecta bondad de Dios no dejar nada desordenado en las
cosas. Por eso vemos que en las cosas naturales todo mal está comprendido bajo la disposición
de algún bien. Por ejemplo, la corrupción del aire, que es la generación del fuego, y la muerte de
la oveja que es el pasto del lobo». Además como, aunque sean libres: «los actos humanos están
sometidos, lo mismo que las cosas naturales a la divina providencia, es preciso que los males
que se dan en las acciones humanas estén comprendidos en orden a algún bien». Dios obtiene
bienes de los males, «lo cual ocurre con mucha más razón cuando se castigan los pecados»[10].
736. –¿Los males en las cosas de la naturaleza y en la libertad humana son los mismos?
–Los males, sometidos a la providencia divina, se dan en la naturaleza y en los actos humanos,
de manera que: «el mal puede ser tomado en las cosas naturales o en la voluntarias». El mal de
naturaleza es menor que el mal de la voluntad, porque: «las causas naturales producen sus
efectos en la mayor parte de los casos y fallan en los menos». En cambio: «en la naturaleza
humana parece que el bien se encuentra en la menor parte de los casos. Pueden señalarse dos
razones. Una es debido a la corrupción de la naturaleza humana por el pecado original; y Dios,
incluso ha previsto y ha preordenado esa corrupción, como también otros males; pero no prohibió
que la naturaleza mantuviera su libertad, puesto que quitada ésta, sería destruida la razón misma
de la naturaleza. La otra razón puede tomarse de la propia naturaleza de la condición
humana»[11].
Sobre esta naturaleza del hombre, explica Santo Tomás que: «En el hombre existe una doble
naturaleza: racional y sensitiva. Y como por vía de los sentidos, parte sensitiva, llega el hombre
a los actos de la razón, son más los que siguen las inclinaciones de la naturaleza sensitiva que
el orden de la razón; son más los que se contentan con el principio que quienes se elevan a la
última perfección. Por eso los vicios y pecados de los hombres provienen de aceptar los impulsos
de la naturaleza sensitiva contra el orden de la razón»[12].
Además, y es la diferencia más importante: «el mal en las cosas voluntarias» se divide en «mal
de pena y mal de culpa»[13]. Respecto a este último indica que: «El mal, en cuanto sustracción
de la debida operación en las cosas provistas de voluntad, tiene razón de culpa. Pues se imputa
a uno como culpa el que falle al actuar, pues en la acción el dominio lo ejerce la voluntad»[14].
En cuanto al mal de pena, observa Santo Tomás que: «pertenecen a la razón de pena tres cosas:
La primera es que obedece a una culpa, pues se dice propiamente que alguien es castigado
cuando padece un mal por algo que cometió (…) La segunda que pertenece a la razón de pena
es que repugna a la voluntad, pues la voluntad de cada uno se inclina a su propio bien, de donde,
ser privado del propio bien, repugna a la voluntad (…). La tercera es que consiste en un cierto
padecer»[15].
737. –¿En qué se diferencian el mal de culpa y el mal de pena?
–El mal de culpa y el mal de pena, o castigo, son distintos esencialmente, porque: «La pena se
opone al bien del castigado, a quien se priva de algún bien. En cambio, la culpa se opone al bien
del orden referente a Dios, luego se opone directamente a la bondad divina»[16].
De manera que la culpa y la pena difieren de tres modos: «la culpa es una mal de la acción
misma, mientras que la pena es un mal del agente. Pero estos dos males se ordenan hacia las
cosas naturales y voluntarias de distinta manera, pues en las naturales, del mal del agente se
sigue el mal de la acción, así como de la deformación de la tibia se sigue la acción de cojear; por
en las voluntarias sucede lo contrario: del mal de la acción, que es la culpa, se sigue el mal del
agente, que es la pena, poniendo orden la Divina Providencia a la culpa, por medio de la pena».
En segundo lugar: «la pena difiere de la culpa por esto que la culpa es conforme a la voluntad y
la pena contra la voluntad»[17]. Así lo afirmaba San Agustín al escribir: «Es doble el mal de la
criatura racional: primero, porque ella voluntariamente se apartó del sumo Bien, su Creador;
segundo, porque será castigada, a pesar suyo»[18], ya en esta vida, en mayor o menor grado y
se consumará en la otra.
Por último, en tercer lugar: «difieren por esto que la culpa existe en la acción, mientras que la
pena existe en la pasión»[19]. Diferencia también señalada por San Agustín, al escribir: «Dos son
los significados que solemos dar a la palabra mal: uno, cuando decimos que «alguien ha obrado
mal»; otro, cuando afirmamos que «alguien ha sufrido algún mal». Se dan los dos males, porque:
«si confesamos que Dios es justo –y negarlo sería una blasfemia–, así como premia a los buenos,
así también castiga a los malos; y es indudable que las penas con que los aflige son para ellos
un mal»[20].
Al mal de culpa, cuyo autor es el hombre, que no obra rectamente», y que ha querido así realizar
actos malos, le sigue el mal de pena o castigo, mal en apariencia, que viene de Dios, y que se
sufre sin quererlo, pero que contribuye al bien. Como explica Santo Tomás, en este capítulo de
la Suma contra gentiles, dedicado al premio y castigo de los actos humanos: «Bajo el orden de
la justicia, que busca la igualdad, queda comprendido lo que sobrepasa la debida medida. El
hombre sobrepasa el debido límite de su medida cuando prefiere su voluntad a la divina, dándola
satisfacción contra los mandatos de Dios». Incurre de este modo en el mal de culpa.
Sin embargo: «esta desigualdad desaparece cuando el hombre se ve obligado a sufrir algo contra
su voluntad por disposición divina». El mal de pena al restablecer la justicia es un bien, aunque
sea padecido como un mal.
Desde esta argumentación, concluye Santo Tomás: «A la divina providencia pertenece el
proponer a los hombres los bienes como premio, para que su voluntad se mueva a obrar
rectamente», premios que están fuera de la justicia, por ser un puro don; y también impartir: «los
males como castigo, para que se evite el desorden»[21], y que, por tanto, son de justicia y, por
ello, un bien.
El «mal» del castigo contribuye también al bien del culpable, porque, como escribía San Gregorio
Magno: «por el pecado perdemos la unión con Dios; es justo, por tanto, que volvamos a la paz
con Él a través de las calamidades; de este modo, cuando cualquier cosa creada, buena en sí
misma, se nos convierte en causa de sufrimiento, ello nos sirve de corrección, para que volvamos
humildemente al autor de la paz»[22].
738. –En este capítulo, en que el Aquinate ha probado, en definitiva. que Dios castiga, lo termina
con esta advertencia: «con esto se refuta el error de quienes dicen que Dios no castiga»[23], y
cita a los gnósticos Marción y Valentín, tal como había indicado San Agustín[24]. Queda todavía
por preguntar:¿Todos los castigos son iguales?
–En el capítulo siguiente, Santo Tomás se ocupa de mostrar que hay diversidad de penas, o
castigos. Lo prueba con el siguiente argumento: «El premio es lo que se propone a la voluntad
como fin que la excite a obrar rectamente, y, por el contrario, la pena se le propone para que se
aparte del mal, como quien huye de algo malo», y, en este sentido, es igualmente un bien para
su sujeto.
Sin embargo: «así como a la razón del premio pertenece el ser un bien conforme a la voluntad,
así también a la razón de castigo pertenece el ser un mal contrario a la voluntad». Además, como:
«el mal es privación de bien (…) es necesario que, según la diferencia y orden de los bienes, sea
también la diferencia y orden de las penas».
Para determinar el orden y las diferencias entre los bienes, debe tenerse en cuenta que: «el bien
máximo del hombre es la felicidad, que es su último fin; y cuanto una cosa está más próxima a
este fin, tanto más sobresale entre los bienes del hombre».
Desde este criterio, se advierte que: «lo más próximo a este fin es la virtud y todo lo que sirve al
hombre para hacer buenas obras, por las que consigue la bienaventuranza. A la virtud sigue la
debida disposición de la razón y de las potencias a ella supeditadas. Después de éstas, la salud
del cuerpo, que es necesaria para obrar fácilmente. Y, por último, las cosas exteriores de las
cuales nos servimos como de apoyo para la virtud».
Las buenas obras, con las que se consigue la felicidad, o fin y bien supremo, pueden realizarse
por las virtudes; las facultades superiores, que permiten practicarlas; las inferiores, que están al
servicio de estas últimas; la salud corporal y los bienes externos, que son utilizados para estos
fines superiores. Este orden de la felicidad, o fin y bien supremo, es el que determina el orden de
las penas o castigos.
De este modo: «La máxima pena para el hombre será el ser excluido de la bienaventuranza.
Después de ésta, el ser privado de la virtud y de cualquier perfección de las potencias naturales
del alma para obrar rectamente. A continuación, el desorden de las potencias naturales inferiores
del alma. Luego, la enfermedad del cuerpo. Por último, la pérdida de los bienes exteriores».
No obstante, las penas de la separación de la felicidad, de las virtudes, del bien de las facultades
superiores, del trastorno de las inferiores, de la falta de salud y de las riquezas, a veces, no son
siempre consideradas en esta jerarquía de males, porque el hombre: «no siempre juzga las cosas
conforme son». En este caso: «sucede a veces que lo que priva de un bien mayor es menos
contrario a la voluntad, y por eso parece menos penal». Así les ocurre a: «muchos hombres, que
aprecian y conocen más los bienes sensibles y corporales que los intelectuales y espirituales».
Por ello: «temen más las penas corporales que las espirituales».
Se explica así que, para estos hombres: «según su apreciación, el orden de las penas parece
contrario al orden mencionado anteriormente, pues suelen tener como penas máximas las
lesiones del cuerpo y la pérdida de las cosas exteriores; en cambio, el desorden del alma, el
detrimento de la virtud y la pérdida de la fruición divina, en la cual consiste la felicidad última del
hombre, son reputados por ellos como poco o nada».
739. –¿Por qué, sin embargo, estos hombres, que no juzgan bien los bienes superiores, no son
castigados, y generalmente disfrutan de los bienes inferiores?
–Sobre tales hombres, nota también Santo Tomás que: «de aquí nace el que crean que Dios no
castiga los pecados de los hombres, porque ven que, ordinariamente, los pecadores gozan de
salud corporal y poseen bienes exteriores, de los cuales se ven privados algunas veces los
hombres virtuosos».
Esta errónea apreciación se debe a desconocer que: «los bienes exteriores se ordenan a los
interiores y el cuerpo al alma, en tanto son buenos para el hombre los bienes exteriores y
corporales en cuanto que sirven al bien de la razón». Sin embargo, estos mismos bienes: «cuando
lo impiden, entonces se convierten en males para el hombre»[25]. En este caso, los bienes de
los que disfruta el pecador son en realidad males.
En cambio, para los hombres virtuosos todo en realidad son bienes, como lo advertía San
Gregorio Magno al comentar estas palabras de Job: «Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no
vamos a aceptar los males?»[26]. Explica que Job lo dice: «entendiendo por bienes los dones de
Dios, tanto temporales como eternos, y por males las calamidades presentes, acerca de las
cuales dice el Señor por boca del profeta: «Yo soy el Señor, y no hay otro; artífice de la luz,
creador de las tinieblas, autor de la paz, creador de la desgracia» (Is 45, 6, 7). «Artífice de la luz,
creador de las tinieblas», porque, cuando por las calamidades exteriores son creadas las tinieblas
del sufrimiento, en lo interior se enciende la luz del conocimiento espiritual. «Autor de la paz,
creador de la desgracia», porque precisamente entonces se nos devuelve la paz con Dios,
cuando las cosas creadas, que son buenas en sí, pero que no siempre son rectamente deseadas,
se nos convierten en calamidades y causa de desgracia»[27].
Sin embargo, la falta de los bienes inferiores no siempre tienen el carácter de pena, porque:
«Dios, que ha dispuesto todas las cosas, conoce el alcance de la virtud humana. Por eso da
algunas veces al hombre virtuoso bienes corporales y exteriores para la ayuda de la virtud y con
esto le hace un beneficio; en cambio, otras veces le quita dichos bienes, porque considera que le
impedirían la virtud y la fruición divina, ya que en este caso dichos bienes exteriores se
convertirían para él en males, según se dijo. De donde su pérdida es para el hombre un bien».
Por consiguiente: «Para el hombre virtuoso no será una pena el carecer de bienes exteriores en
atención a la virtud. Por el contrario, para los malos será una pena la concesión de bienes
exteriores que les inciten al mal».
Con todo, aunque esta conclusión es comprensible, no es fácil aceptarla. «La pérdida de los
bienes corporales y exteriores aun cuando es para provecho y no para mal de la virtud humana»,
como a «la pena le corresponde por naturaleza no sólo el ser un mal, sino el ser, además,
contraria a la voluntad», por esta última característica, «se llama abusivamente pena porque es
contraria a la voluntad», Se olvida que, en este caso: «no es malo para el hombre el verse privado
de bienes exteriores y corporales, pues esto le conviene para progresar en la virtud».
740. –Al mal de culpa, cuya causa es el hombre, le sigue el mal de pena o castigo, impuesto por
Dios, que en realidad es un bien por restablecer la justicia infringida por el pecador. ¿Pueden
darse estos dos males aisladamente?
–Afirma Santo Tomás que: «es manifiesto que Dios castiga a los hombres por sus pecados y que
no castiga sin culpa». De manera que: «en el hombre no cabe una pena, aun en cuanto que es
contraria a la voluntad, si no precede una culpa».
Se explica, porque: «dado el desorden humano, el hombre no juzga las cosas conforme son, sino
que prefiere los bienes corporales a los espirituales. Mas tal desorden o es una culpa o procede
de alguna culpa anterior», como lo es el pecado original. «Tampoco sucede sin culpa el que sea
preciso ayudar al hombre para que progrese en la virtud mediante lo que en cierto modo le resulta
penal por ser contrario a su voluntad, aunque alguna vez lo quiera cuando su razón mira al fin»,
cuando juzga adecuadamente lo que es su verdadero bien.
También se puede explicar que no hay pena sin culpa por otro motivo, que el castigo, o mal de
pena, consista en privar de unos bienes, aunque se haga por el bien del pecador. «Que sea
bueno quitarle al hombre, para que adelante en la virtud, lo que la voluntad acepta por ser
naturalmente bueno, obedece a un desorden humano, que o es la culpa o es la consecuencia de
la misma».
741. –La culpa es el resultado de un desorden. ¿Por qué lo es también la «consecuencia» de la
culpa?
–El desorden, que supone una culpa, puede dar lugar a otro, y de este modo la consecuencia de
la culpa puede ser otra culpa. «Por un pecado precedente nace en el afecto humano cierto
desorden que le dispone para que en adelante se incline más fácilmente al pecado»[28].
Sobre esta inclinación, explica Santo Tomás, en la Suma teológica: «En todo pecado mortal
existen dos desordenes: aversión al creador y conversión desordenada a las criaturas. Por la
aversión al creador, el pecado mortal causa reato de pena eterna, porque quien pecó contra el
bien eterno debe ser castigado eternamente. Por la conversión desordenada a las criaturas, el
pecado mortal merece algún reato de pena, puesto que del desorden de la culpa no se vuelve al
orden de la justicia sino mediante la pena. Es justo, pues, que quien concedió a su voluntad más
de lo debido sufra algo contra ella, con lo cual se logrará la igualdad».
El pecado mortal exige dos reatos de pena, o dos obligaciones, que siguen a la culpa. Una, la
pena eterna en cuanto al desorden al Dios eterno. Otra, la pena temporal, por el desordenado
aprecio a las criaturas. «Como la conversión a las criaturas es limitada, el pecado mortal no
merece pena eterna por esta razón», sino pena temporal.
Por ello: «cuando se perdona la culpa mediante la gracia, desaparece la aversión del alma a Dios,
a quien por la gracia se une. Desaparece también, como consecuencia, el reato de pena eterna,
pero puede quedar el reato de alguna pena temporal». El reato, o débito, de pena temporal es la
única que exige el pecado venial, porque: «si existe una conversión desordenada a las criaturas
sin aversión a Dios, como sucede en los pecados veniales, este pecado no merece ninguna pena
eterna, sino sólo temporal»[29].
La culpa del pecado mortal es por la aversión a Dios y por la conversión a las criaturas. «La
aversión a Dios es lo formal, mientras que la conversión a las criaturas es su elemento material».
Lo primero es lo determinante del pecado, lo segundo es como su sujeto. Por ello: «Destruído lo
formal de cualquier cosa, destruyese también la cosa, como, destruido lo racional, perece la
especie humana». Sin la racionalidad, no habría hombre. «Y, por lo mismo, el perdón de la culpa
mortal consiste precisamente en que, por la gracia, desaparece la aversión de la mente a Dios
junto con el reato de pena eterna». Queda así borrada la culpa y la pena. «Sin embargo,
permanece la parte material, a saber, la desordenada conversión a las criaturas, a la cual se debe
el reato de pena temporal»[30].
742. –Como dice el Aquinate: «la pasión de Cristo es sobradamente satisfactoria por todos
nuestros pecados»[31]. ¿Por qué después del perdón de la culpa queda reato de alguna pena?
–Explica Santo Tomás que: «La pasión de Cristo es en si misma suficiente para destruir todo
reato de pena, no sólo eterna, sino también temporal. El hombre es librado de la pena en la
medida en que participe la virtud de la pasión de Cristo». De dos maneras. Uno por el sacramento
del bautismo, porque: «en el bautismo, el hombre participa totalmente de la virtud de la pasión de
Cristo, en cuanto que por el agua y el espíritu muere con Cristo al pecado y con Él nace a una
nueva vida. Por lo cual, el hombre consigue en el bautismo la remisión de toda la pena» No queda
reato de ninguna pena, ni eterna ni temporal.
Otro, por el sacramento de la penitencia, porque el hombre: «en la penitencia recibe la virtud de
la pasión de Cristo según la medida de los propios actos, que son la materia de la penitencia,
como el agua la del bautismo, según se ha dicho (q, 84, a. 1, ad 1). Y así no se satisface todo el
reato de pena en el instante mismo del primer acto de penitencia por el que se perdone la culpa,
sino sólo después de realizados todos los actos de la penitencia»[32].
743. –¿Perdonada la culpa y satisfechos los reatos de pena queda algo más del pecado?
–Afirma Santo Tomás que del pecado quedan las «reliquias del pecado», porque: «por parte de
la conversión a las criaturas, el pecado mortal causa en el alma cierta disposición, e incluso hábito
(disposición más estable), si se repite frecuentemente. La culpa del pecado mortal se perdona en
cuanto que por virtud de la gracia desaparece la aversión de la mente contra Dios. Más, después
de eliminado lo que va incluido en la aversión, puede quedar lo que es efecto de la conversión
desordenada, ya que ésta puede existir sin aquella, como se ha dicho. Y por eso nada impide
que, perdonada la culpa, permanezcan las disposiciones causadas por los actos precedentes
llamadas reliquias del pecado».
Estas disposiciones, que son reliquias o residuos del pecado: «permanecen, sin embargo,
debilitadas y disminuidas, de manera que no dominen al hombre, y más en forma de disposición
que de hábito», o como cualidad menos estable que el hábito, Quedan estas reliquias de los
pecados personales y el de la naturaleza humana, que es el pecado original, pues así: «ocurre
también que después del bautismo permanece el fomes (combustible o fermento) del
pecado»[33].
De las reliquias de los pecados también es liberado el hombre por la gracia, porque: «Dios sana
perfectamente al hombre entero, pero algunas veces de manera súbita, como hizo con la suegra
de San Pedro, a quien devolvió la salud perfectamente, de tal forma que «levantándose le servía»,
(Lc 4, 38-39); otras veces de manera sucesiva, como se dice del ciego curado (Mc 8, 22-25). Y
así también en el orden espiritual convierte algunas veces el corazón del hombre con tanta fuerza,
que el alma súbitamente alcanza la perfecta salud espiritual, perdonada la culpa y borradas todas
las reliquias del pecado, como sucedió a Magdalena (Lc 7, 47-50)».
En cambio: «otras veces, primero perdona la culpa mediante la gracia operante, y después por
la gracia cooperante va sucesivamente quitando las reliquias del pecado»[34]. Explica Santo
Tomás que: ««La gracia es operante en la justificación del hombre y cooperante en el ejerció de
su actividad. La remisión de la culpa y del reato de pena eterna pertenece a la gracia operante;
el perdón de la pena temporal pertenece a la gracia cooperante en cuanto que el hombre, merced
al auxilio de la gracia divina y sufriendo pacientemente las adversidades, queda también absuelto
del reato de pena temporal».
Por consiguiente: «Así como el efecto de la gracia operante precede al de la cooperante, así
también el perdón de la culpa y pena eterna precede a la completa extinción de la pena temporal.
Ambos efectos son producto de la gracia, pero el primero depende de la gracia sola, mientras
que el segundo de la gracia y del libre albedrío»[35], regenerado junto con la voluntad por la
misma gracia.
De manera que por la llamada gracia operante, porque el efecto de la gracia es inmediatamente
producido por Dios, se perdona la culpa del pecado; y por la gracia cooperante, o la actuación de
la gracia en la voluntad para que quiera y actúe para realizar obras de penitencia y buenas obras
y, por tanto con la cooperación de Dios, se van quitando estas secuelas de los pecados. La
penitencia no siempre será igual, porque: «El pecado unas veces causa disposición débil, como
la que resulta de un solo acto; otras, una inclinación más fuerte, resultado de muchos actos»[36].

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 139.
[2] Ídem, Suma teológica, I-II, q. 71, a. 6, in c.
[3] Ibíd., I-II, q. 71, a. 1, in c.
[4] Ibíd., I-II, q. 21, a. 1, in c.
[5] San Agustín, Réplica a Fausto, el maniqueo, l. 22, c. 27.
[6] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 71, a. 6, in c.
[7] Ibíd., I-II, q. 71, a. 6, ob. 5.
[8] Ibíd., I-II, q. 71, a. 6, ad 5.
[9] dem, Suma contra los gentiles, III, c. 139.
[10] Ibíd., III, c. 140.
[11] ÍDEM, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, In I Sent. d. 39, q. 2, a. 2, ad 4.
[12] Ídem, Suma teológica, I-II, q. 71, a. 2, ad 3.
[13] Ibíd., I, q. 48, a. 5, ad 2.
[14] Ibíd., I, q. 48, a. 5, in c.
[15] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 1, a. 4, in c.
[16] Ídem, Suma teológica, I-II, q. 79, a. 1, ad 4.
[17] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 1, a, 4, in c.
[18] San Agustín, La fe, dedicado a Pedro, c. 21, n. 64.
[19] Santo Tomás de Aquino, Cuestiones disputadas sobre el mal, q. 1, a. 4, in c
[20] San Agustín, Sobre el libre albedrío. I, 1. Advierte seguidamente que: «Nadie es castigado
injustamente, como nos vemos obligados a confesar, pues creemos en la providencia divina,
reguladora de cuanto en el mundo acontece. Síguese, pues, que de ningún modo es Dios autor
del primer género de mal, y sí del segundo». (Ibíd.).
[21] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 140.
[22] San Gregorio Magno, Tratados morales sobre el libro de Job, 3, 15.
[23] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 140.
[24] Véase: San Agustín, Las herejías, cc. 11 y 22.
[25] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 141.
[26] Job 2, 10.
[27] San Gregorio Magno, Tratados morales sobre el libro de Job, 3, 15.
[28] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 141.
[29] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 86, a. 4, in c.
[30] Ibíd., III, q. 86, a. 4, ad 1.
[31] Ibíd., III, q. 86, a. 4, ob. 3.
[32] Ibíd., III, q. 86, a. 4, ad. 3.
[33] Ibíd.,III, q. 86, a. 5, in c.
[34] Ibíd., III, q. 86, a. 5, ad 1.
[35] Ibíd.,III, q. 86, a. 4, ad 2.
[36] Ibíd., III, q. 86, a. 5, ad 2.

LXVI. El castigo eterno


744. –¿Las diferencias en la bondad y en la maldad de los actos humanos, ya indicados, hacen
que también sean distintos los correspondientes premios y castigos?
–El capítulo cuarto de los ocho, que Santo Tomás dedica, en la Suma contra los gentiles, a los
castigos, que se siguen al infringir la ley de Dios, comienza con la siguiente argumentación:
«Como la justicia divina exige que, para mantener la igualdad en las cosas, se castiguen las
culpas y se premien los actos buenos, es preciso, si hay grados en los actos virtuosos y en los
pecados, como se ha demostrado (III, c. 139), que los haya también en los premios y las penas».
Debe admitirse la gradación en las retribuciones y en los castigos, porque: «de otra manera no
se observaría la igualdad si no se diese al mayor pecador una pena mayor y al más virtuoso un
premio mayor; pues parece corresponder a una misma razón el retribuir de distinta manera según
la diferencia del bien y del mal y según la de lo bueno y lo mejor, lo malo y lo peor».
La desigualdad en los premios y en las penas es necesaria por justicia, porque: «tal es la igualdad
de la justicia distributiva, que a cosas desiguales corresponde también desigualmente. Según
esto, no sería justa la recompensa de premios y penas si tanto unos como las otras fueran
iguales».
Conclusión que queda confirmada por la Escritura. «Se lee en el Deuteronomio: «según la medida
del pecado será la tasa de los azotes» (Deut 25, 2), y en Isaías: «En medida contra medida,
cuando sea desechada, la juzgarás» (Is 27, 8)»[1].
745. –¿Cuál es la diferencia entre las penas a los pecados mortales y a las de los pecados
veniales?
–Como se ha dicho: «Se puede pecar de dos modos: uno, cuando la intención de la mente se
separa totalmente del orden a Dios, que es el fin último de los bienes, y esto es el pecado mortal.
Otro, cuando permaneciendo la mente humana ordenada al último fin, se interpone algún
impedimento que la entorpece para que no tienda libremente a él, y esto es el pecado venial».
Sufrirán castigo distinto, porque: «si la diferencia de penas debe corresponder a la de pecados,
es natural que quien peca mortalmente haya de ser castigado de modo que sea desposeído del
último fin del hombre; en cambio, quien peca venialmente ha de ser castigado de modo que no
sea privado del último fin, sino sólo retardado, o que encuentre dificultad para conseguirlo». De
este modo se observa la igualdad que supone la justicia, porque: «tal como el hombre se apartó
del fin pecando voluntariamente, así, penalmente y contra su voluntad, se le impide conseguirlo».
También para probarlo argumenta Santo Tomás: «Lo que es la voluntad en los hombres, eso es
la inclinación natural en las cosas naturales. Pero si a una cosa natural se le quita su inclinación
al fin, jamás podrá conseguirlo. Por ejemplo, un cuerpo pesado, cuando por la alteración pierde
la gravedad y se convierte en ligero no tenderá a su lugar». Así, por ejemplo, el hielo tiende a
descender por su peso, pero cuando se convierte en vapor, por el calor, varía su tendencia,
porque procurará ascender. «En cambio, si permaneciendo su inclinación al fin, es estorbado en
su marcha, una vez desaparezca el obstáculo alcanzará el fin». Si en el ejemplo, del hielo se
detiene su caída, cuando se retire lo que la impide volverá a caerse, porque su inclinación no se
ha alterado.
De manera parecida: «La intención de quien peca mortalmente se desvía totalmente del último
fin». Cambia, por tanto, su tendencia al mismo. «Sin embargo, la de aquel que peca venialmente
permanece vuelta hacia el fin, aunque impedida en cierta manera por su excesivo apego a las
cosas que se refieren al fin». Su intención hacia el último fin no se ha mudado, pero ha puesto
impedimentos para alcanzarlo. En consecuencia, el que peca mortalmente, ya encuentra su
primer castigo en haber perdido su último fin, la felicidad suprema. «Por esto se lee en el
Evangelio: «Apartaos de mí, los que obráis la iniquidad» (Mt 7, 23)». En cambio: «a quien peca
venialmente se le castiga de modo que sufra alguna dificultad antes de llegar a él»[2].
746. –¿La diferencia de penas a los pecados mortales y a los veniales afecta también a su
duración?
–En el capítulo siguiente, sostiene Santo Tomás que: «Es preciso que esta pena, por la que
alguien es privado del último fin, sea interminable». El pecado mortal merece una pena eterna.
Da varias razones para probarlo.
En la primera, argumenta: «No hay privación de una cosa sino cuando naturalmente debía
poseerse; pues no decimos que un cachorro, apenas nacido, esté privado de la vista. Pero el
hombre no es apto naturalmente para conseguir en esta vida el último fin según se probó (III, c.
47, ss.)». Su último fin es sobrenatural, y necesita, para alcanzarlo, el medio sobrenatural de la
gracia, que se pierde por el pecado mortal.
Se infiere de ello que: «la privación de este fin debe ser una pena posterior a esta vida. Sin
embargo, después de esta vida no le queda al hombre la facultad de conseguir el último fin,
porque el alma precisa del cuerpo para conseguir su fin, ya que por el cuerpo adquiere la
perfección en la ciencia y en la virtud».
Por consiguiente: «el alma, después de separarse del cuerpo, ya no volverá a este estado en que
adquiere la perfección mediante el cuerpo, como decían quienes defendían la transmigración,
contra los que ya se discutió (II, c. 84). Luego, es necesario que quien es castigado con la pena
de ser privado del último fin la sufra eternamente».
Otra razón, que no se basa en el sujeto del pecado, como la anterior, sino en el objeto del mismo,
es la siguiente: «La equidad natural parece exigir que uno sea privado del bien contra el cual
obra, porque obrando así se hace indigno de tal bien». Así, por ejemplo: «por este motivo, según
la justicia civil, quien peca contra la nación es privado totalmente de la convivencia nacional, sea
por la muerte o por el destierro perpetuo, sin mirar a la duración del pecado, sino a aquello contra
lo que se pecó».
La vida presente y la nación terrena guardan una analogía con la vida en la eternidad y la sociedad
de los bienaventurados, que gozan ya eternamente del último fin. Por ello: «quien peca contra el
último fin y contra la caridad, por la cual existe la sociedad de los bienaventurados y de los que
tienden a la bienaventuranza, debe ser castigado eternamente, aunque hubiera pecado por un
breve intervalo de tiempo».
Una nueva razón, que da a continuación, también se apoya, como en la primera, en el sujeto y
más concretamente en su intención. Parte de estas palabras de San Agustín: «Lo que quieres
hacer, pero no puedes, Dios te lo imputa como realizado»[3], porque, como añade Santo Tomás:
«el hombre sólo ve lo exterior, pero Dios mira el corazón» (1 Sam 16, 7)»[4]. Por ello, se lee en
la Escritura: «Yo soy juez y testigo, dice el Señor»[5].
Nota seguidamente: «Quien, a cambio de un bien temporal se desvió del último fin, que se posee
por toda la eternidad, antepuso la fruición temporal de dicho bien a la eterna fruición del último
fin; por donde vemos que hubiera preferido mucho más disfrutar eternamente de aquel bien
temporal». El pecador quiere contradictoriamente que no pase el tiempo para el goce que le
proporciona el objeto finito y temporal, que ha elegido, y que toma como si fuera su último fin.
Dios, que, como dice San Agustín, ve o es testigo de esta intención de la voluntad, la computa
como realizada. «Luego, según el juicio de Dios, debe ser castigado como si hubiese pecado
eternamente. Y es indudable que a un pecado eterno se debe pena eterna. Por tanto, quien se
desvía del último fin debe recibir una pena eterna».
Además, se puede considerar otro argumento al comparar el castigo con el premio, porque: «por
la misma razón de justicia, se da castigo a los pecados y premio a los actos buenos». Por
consiguiente, si: ««el premio de la virtud es la bienaventuranza» (Aristóteles, Ética, 1, 10), que es
eterna, según se demostró (III, c. 140). (…) la pena por la cual es uno excluido de la
bienaventuranza debe ser también eterna. Por eso se dice en la Escritura: «E irán los malos al
suplicio eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt 25, 46)»[6].
747. –¿El castigo al pecado mortal, aunque éste sea muy grave, no parece excesivo?
–Sobre el mal horrendo que es el pecado, explicaba Santa Teresa de Jesús que, si se entendiese
como queda el alma con el pecado mortal: «no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese
a mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones». Los hombres, al pecar
mortalmente, están: «todos hechos una oscuridad, y así son sus obras».
La doctora de la Iglesia lo ponía en claro con la siguiente analogía: «de una fuente muy clara lo
son todos los arroyicos que salen de ella, como es un alma que está en gracia, que de aquí le
viene ser sus obras tan agradables a los ojos de Dios y de los hombres, porque proceden de esta
fuente de vida, adonde el alma está como un árbol plantado en ella».
Advierte seguidamente, para destacar el papel fundamental y decisivo de la gracia: «que la
frescura y fruto no tuviera si no le procediere de allí, que esto le sustenta y hace no secarse y que
dé buen fruto». De manera parecida: «el alma que por su culpa se aparta de esta fuente y se
planta en otra de muy negrísima agua y de muy mal olor, todo lo que corre de ella es la misma
desventura y suciedad»[7].
Como consecuencia, cuando el hombre: «cae en un pecado mortal: no hay tinieblas más
tenebrosas, ni cosa tan oscura y negra, que no lo esté mucho más». Al alma en pecado mortal:
«ninguna cosa le aprovecha; y de aquí viene que todas las buenas obras que hiciere, estando
así en pecado mortal, son de ningún fruto para alcanzar gloria; porque no procediendo de aquel
principio, que es Dios, de donde nuestra virtud es virtud, y apartándonos de El, no puede ser
agradable a sus ojos; pues, en fin, el intento de quien hace un pecado mortal no es contentarle,
sino hacer placer al demonio, que como es las mismas tinieblas, así la pobre alma queda hecha
una misma tiniebla»[8].
Por ello, decía Santa Teresa a sus monjas: «Dios por su misericordia nos libre de tan gran mal,
que no hay cosa mientras vivimos que merezca este nombre de mal, sino esta, pues acarrea
males eternos para sin fin. Esto es, hijas, de lo que hemos de andar temerosas y lo que hemos
de pedir a Dios en nuestras oraciones; porque, si El no guarda la ciudad, en vano trabajaremos
(Sal 126, 1-2)»[9].
Sobre la extrema gravedad del pecado mortal y sus funestas consecuencias, nota San Agustín,
en el último lugar citado, que: «como cada uno queda encadenado por sus propios pecados, y
por sus propios pecados se castiga, por eso a los que estaban indebidamente traficando en el
templo, el Señor los echó con un látigo hecho de cuerdas(Jn 2, 15). El problema es que no quieres
ahora romper tus ataduras, porque no las sientes como ataduras; incluso te agradan, y te
producen placer; pero las sentirás al final, cuando se diga: «Atadlo de pies y manos, y arrojadlo
a las tinieblas exteriores; allí será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 22, 13)»[10].
748 –¿Es recomendable el sentir miedo por el castigo de Dios?
–Respecto al horror al pecado mortal y al temor a la condenación, San Agustín enseñaba, en uno
de sus sermones, que el hombre debe confesarse a sí como pecador. Ante Dios debe declarar:
«Tú hiciste algo, y yo también hice algo. Lo que tú hiciste se llama naturaleza; lo que yo hice se
llama vicio».
Además, con el reconocimiento de los propios pecados, que han sido contra Dios, y de « todo el
mal causado a los demás»[11], debe elevar a Dios esta petición: «Si lo reconozco yo, perdónalo
tú». Como consecuencia: «Vivamos santamente y, aun viviendo santamente, no presumamos en
absoluto de carecer de pecado. Que la alabanza de la vida sea tal que reclame el perdón»[12].
Se lee en la primera carta de San Juan: «Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a
nosotros mismos y la verdad no está en nosotros»[13].
Nota San Agustín que, por el contrario: «los hombres sin esperanza, cuanto menos atentos están
a reconocer sus pecados, tanto más curiosos son respecto de los ajenos. No buscan tanto qué
pueden corregir sino de qué murmurar, y como no pueden excusarse a sí mismos, se muestran
dispuestos a acusar a los demás».
Han de reconocerse los propios pecados, tal como se dice en el salmo 50 («miserere»): «yo
reconozco mi maldad, mi pecado está siempre delante de mí»[14]. También admitir que: «El
pecado (…) no puede quedar impune; sería una injusticia. Sin duda alguna ha de ser castigado.
Esto es lo que te dice tu Dios: «El pecado debe ser castigado o por ti o por mí».
Igualmente advierte San Agustín: «El pecado lo castiga o el hombre cuando se arrepiente, o Dios
cuando lo juzga; o lo castigas tú sin ti o Dios contigo. Pues ¿qué es el arrepentimiento, sino la ira
contra uno mismo? El que se arrepiente se aira contra sí mismo».
Invita, por ello, que, por una parte: «Áirate por haber pecado y, dado que te castigas a ti mismo,
no peques más. Despierta tu corazón con el arrepentimiento, y ello será un sacrificio a Dios»[15].
Sólo nos pide Dios la sinceridad del reconocimiento de nuestros pecados. Además, la sincera
confesión del pecado mueve a Dios al perdón gratuito, tal como se indica en este versículo de
otro salmo: «Te declaré mi pecado, no te oculté mi delito. Dije: «Confesaré mis culpas al Señor»,
y Tú perdonaste mi culpa y mi pecado»[16].
Por otra, exhorta San Agustín: «busca en el interior de tu corazón lo que es agradable a Dios.
Haya contrición en tu corazón. ¿Por qué temes que perezca un corazón contrito? Tienes en el
salmo: «¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro» (Sal 50, 12)»[17]. En la misma carta de San
Juan, poco después del versículo citado se dice: «si nuestro corazón nos reprocha, Dios es más
grande que nuestro corazón»[18].
Con el remordimiento: «sintamos desagrado de nosotros mismos cuando pecamos, ya que a Dios
le desagradan los pecados. Y ya que no podemos estar sin pecado (1 Jn 1, 8) seamos semejantes
a Dios al menos en el hecho de sentir desagrado por lo que le desagrada. Aunque de modo
parcial, te adhieres a la voluntad de Dios porque te desagrada en ti lo que también detesta el que
te creó. Dios es tu hacedor; pero mírate a ti mismo y destruye en ti lo que no salió de su taller»[19].
Ante este temible castigo de Dios, también Santo Tomás indica que: «contra este temor debemos
emplear cuatro remedios: El primero consiste en obrar bien. «¿Quieres no temer a la autoridad?
Obra el bien, y obtendrás de ella elogios» (Rm 13, 3)»[20]. Al respecto, también incitaba San
Agustín a sus fieles: «Aprended, pues, a desdeñar las cosas terrenas, si queréis servir a Dios con
un corazón fiel. ¿Posees esa felicidad? No pienses que por eso eres bueno; más bien, hazte
bueno con ella. ¿No la tienes? No pienses que por eso eres malo, sino guárdate del mal en que
no cae el bueno»[21].
Añade Santo que: «El segundo es la confesión y penitencia en cuanto a los pecados cometidos,
con tres características, dolor al considerarlos, humildad al confesarlos, intransigencia al
satisfacer por ello, de esta manera se expía la pena eterna»[22].
Frente a los numerosos y grandes pecados del hombre arrepentido, ya el profeta Isaías
anunciaba una consoladora y gozosa esperanza, al referir que: «dice el Señor: aunque sus
pecados sean como la grana, como nieve serán blanqueados. Aunque sean rojos como el
carmesí, como lana blanca serán»[23]. Aún con la advertencia del reproche de la justicia de Dios,
debe mantenerse la esperanza en el perdón por su misericordia. Desde ella dice el Señor: «Se
ha turbado mi corazón dentro de Mí, y se han conmovido mis entrañas. No ejecutaré el furor de
mi ira» »[24],
Los otros dos remedios son los siguientes: «El tercero es la limosna, que todo lo purifica. «Ganaos
amigos con el inicuo dinero, para que, cuando fallezcáis, os reciban en las moradas eternas» (Lc
16, 9)». Concluía, por ello, San Agustín, en el mismo sermón: «No reclamemos al Señor una
recompensa terrena por nuestra vida santa. Dirijamos nuestra atención a las cosas que se nos
prometen. Pongamos nuestro corazón allí donde no puede corromperse con las preocupaciones
mundanas. Estas cosas que entretienen a los hombres pasan, vuelan. La misma vida humana
sobre la tierra es vapor (Cf. St 4, 15)»[25].
El cuarto remedio lo constituye la caridad, es decir, el amor a Dios y al prójimo, amor que cubre
los pecados en bloque. «Teniendo entre vosotros mismos constante caridad, porque la caridad
cubre multitud de pecados» (1 Ped 4, 8), «La caridad cubre todas las faltas» (Prv 10, 12).»[26].
749. –Parece que las penas, o castigos, tienen un carácter expiativo y, por tanto, purgativo, o
purificador. ¿Las penas divinas no deberían «terminar algún día»?
–Las penas divinas en la otra vida son eternas. La tesis contraria, explica Santo Tomás: «parece
haber tenido origen indudablemente en la de algunos filósofos, que decían que todas las penas
eran purgativas, y así habían de terminar algún día».
Esta opinión filosófica, que se encuentra en Orígenes y sus seguidores: «parecía verosímil por
parte de la costumbre humana, porque, según nuestras leyes, las penas se imponen para
enmienda de los vicios, y por eso son como ciertas medicinas». Este motivo es lógico suponerlo
también en la pena divina: «porque si quien castiga impusiera la pena, no por algo, sino solamente
por ponerla, resultaría que se gozaría en las mismas penas, y esto no cabe tratándose de la
bondad divina». Por consiguiente, en el castigo divino: «no hay otro fin más conveniente que la
enmienda de los vicios» y debe ser, por ello, temporal.
Sin embargo, Santo Tomás no admite que pueda afirmarse que: «todas las penas son purgativas
y que, en consecuencia, han de terminar alguna vez». El motivo también es filosófico, o racional.
Aunque «lo purgable es algo accidental a la razón de criatura y puede quitarse sin destruir su
propia substancia», y que: «Dios aplica las penas no por sí mismas, como si se deleitara en
ellas», no lo hace para la enmienda del pecador, «sino por algo distinto, es decir para imponer a
las criaturas el orden, en el cual consiste el bien del universo».
El orden o leyes racionales, que la Providencia divina ha inscrito en las criaturas y que les lleva
a su fin, o a su bien: «requiere que Dios distribuya todas las cosas proporcionalmente; por lo cual
se dice en el libro de la Sabiduría que Dios lo hace todo con «peso, número y medida» (Sab 11,
21)», Orden que se encuentra en lo específico y en lo individual. «Y así como los premios
corresponden proporcionalmente a los actos virtuosos, así deben corresponder la penas a los
pecados».
Por este motivo: «a ciertos pecados corresponden penas sempiternas, según se ha demostrado».
Por consiguiente, hay que afirmar que: «Dios impone por ciertos pecados penas eternas, para
que se observe en las cosas el orden debido que manifiesta su sabiduría».
750. –¿Podría sostenerse, también como consecuencia, que todas las penas que inflige la justicia
humana son expiativas y correctivas?
–Puntualiza seguidamente Santo Tomás que: «aunque alguien admita que todas las penas son
aplicadas únicamente para enmienda de las costumbres», y se haya probado que algunas penas
divinas son eternas, no se puede inferir que todas las demás penas son «purgativas y
terminables» una vez cumplida su misión. «Pues incluso según las leyes humanas, algunos son
castigados con la muerte, no ciertamente para enmienda personal, sino para enmienda de los
demás. Por eso se dice en los Proverbios: «Castiga al hombre pestilencial y el necio será más
sabio» (Prov 19, 25)».
También a otros se condena al destierro perpetuo, porque igualmente: «según las leyes
humanas, son desterrados para siempre de la ciudad, con el fin de que con su destierro quede
más limpia la ciudad. Por ello, se dice en los Proverbios: «Echa fuera al escarnecedor, saldrá con
él la pendencia» (Prov 22, 10)».
El examen de la justicia punitiva, permite concluir que, en ella: «aunque las penas se apliquen
para enmienda de las costumbres, nada impide que según el juicio de Dios, algunos deban ser
separados perpetuamente de la compañía de los buenos y castigados eternamente, con el fin de
que los hombres desisten de pecar por temor de la pena perpetua».
Además, de manera parecida a la que se aplica en la sociedad terrena, la pena eterna tiene como
finalidad: «que la sociedad de los buenos se purifique con la separación, según se dice en le
Apocalipsis. »En ella –es decir, en la Jerusalén celestial, que significa la sociedad de los buenos–
«no entrará ninguna cosa contaminada ni quien cometa abominación y mentira» (Ap 21, 27)»[27].
751. –¿El castigo eterno consiste solamente en la privación definitiva del último fin?
–El castigo eterno puede considerarse como doble, porque: «quienes pecan contra Dios han de
ser castigados no sólo con la privación perpetua de la bienaventuranza, sino también con la de
experimentar algo nocivo. Porque la pena debe corresponder proporcionalmente a la culpa,
según se ha dicho (III, 142)». La razón es porque: «en la culpa no sólo se desvía la mente del
último fin, sino que se convierte también indebidamente a otras cosas tomándolas como fines.
Por tanto, quien peca no ha de ser castigado solamente con la privación del fin, sino también con
la de sentir daño, procedente de otras cosas»[28].
En la Suma teológica, llega también a la misma conclusión. Parte del principio: «la pena es
proporcional al pecado», y tiene en cuenta que: «en el pecado debemos distinguir dos aspectos:
primero, la aversión del bien imperecedero, que es infinito y hace que el pecado también lo sea;
segundo, la conversión desordenada al bien perecedero; y, por esta parte, el pecado es finito, al
igual que el acto en sí mismo considerado, que es también finito, pues los actos de la criatura no
pueden ser infinitos».
Aparecen de este modo dos penas, porque, en cuanto: «a la aversión, le corresponde al pecado
la pena de daño, que es infinita, pues es la pérdida de un bien infinito, a saber de Dios. En cambio,
fijándonos en la conversión, le corresponde la pena de sentido, que es finito»[29].
Además de la pena de daño, de la privación de la visión de Dios, o de estar separado de Él, y de
todos los bienes que proceden de ello, en la condena por los pecados mortales sin
arrepentimiento, es necesaria también que se imponga la pena de sentido, porque: «las penas
se aplican por las culpas, para que por temor a las penas se retraigan los hombres de pecar,
según se ha dicho (III, c. 144). Pero nadie teme perder lo que no desea conseguir. Luego quienes
tienen la voluntad apartada del último fin no temen ser excluidos de él. Por tanto, por la sola
privación del fin no se desviarían del pecado. En consecuencia, es menester aplicar a los
pecadores otra pena que les haga temer cuando pecan»[30].
Sin embargo, cuando reciba la pena de daño y de sentido, el condenado comprenderá entonces
lo que ha perdido por su culpa, una felicidad a la que tiende por naturaleza y que no alcanzará
nunca al igual que nunca terminarán estas penas. Notaba el tomista Garrigou-Lagrange: «El
sufrimiento producido por la privación eterna de Dios no puede concebirse sino muy difícilmente
en esta tierra. ¿Por qué? Porque el alma no ha adquirido aún conciencia de su propia
desmesurada profundidad, que sólo Dios puede colmar y atraer a sí irresistiblemente. Los bienes
sensibles nos enredan hasta hacernos sus esclavos; las satisfacciones de la concupiscencia y
del orgullo nos impiden comprender prácticamente que sólo Dios es nuestro fin, que sólo Él es el
Bien soberano. La inclinación que nos arrastra hacia Él, como hacia la Verdad, la Bondad, la
Belleza suprema, es, a menudo, contrarrestada e impulsada en sentido opuesto por la atracción
de las cosas inferiores»[31].
Se advierte igualmente que es necesaria que se imponga la pena de sentido al juzgar al pecador,
porque, como argumenta Santo Tomás: «Si alguien usa desordenadamente de lo que es para un
fin, no sólo es privado del fin, sino que incurre también en otro daño, como lo vemos claramente
cuando se toma alimento sin moderación, el cual no da robustez y produce enfermedades. Quien
sitúa su fin en las cosas creadas no usa de ellas como debe, es decir, refiriéndolas al fin último.
Luego, no solamente debe ser castigado con la privación de la bienaventuranza, sino también
sufriendo algún daño por parte de las cosas mismas»[32].
Santa Catalina de Siena, a quien Dios, como a otras almas, le concedió un conocimiento mayor
de estos castigos, nombraba cuatro principales. El primero es la visión de Dios. Para los
condenados: «la pena es tan grande, que, si les fuera posible, elegirían antes el fuego y los más
terribles tormentos», con tal de no estar privados de esta visión. «Este tormento despierta en ellos
el segundo: el gusano de la conciencia, que roe siempre». La visión de los demonios es el tercer
tormento, «porque al verlos (los condenados) se conocen mejor a sí mismos». El fuego es el
cuarto tormento. «Este fuego arde y no consume, porque el alma no puede ser consumida en su
ser», porque es espiritual, pero si, «por divina justicia», que le aflija tal fuego. «De estos cuatro
tormentos proceden todos los demás: frío, calor y rechinar de dientes»[33].
Nota, por último, Santo Tomás que: «De aquí que la Sagrada Escritura amenace a los pecadores
no sólo con la privación de la gloria, sino también con la aflicción de las otras cosas. Pues se
dice: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25,
41). Y también: «Hará llover sobre los pecados carbones encendidos, fuego y azufre; y un
huracanado torbellino será parte de su cáliz» (Sal 10, 7)»[34].
752. –En esta vida, los jueces imponen penas de sentido. ¿Les es lícito?
–Afirma Santo Tomás, en el último de esta serie de capítulos sobre los castigos, que: «es justo
castigar a los malos, porque las culpas se corrigen por las penas, según se ha dicho (III, c. 140);
no pecan, pues, los jueces al castigar a los malos». A los jueces, por tanto, obran legítimamente:
«cuando castigan a los malos, puesto que nadie peca cuando hace justicia».
Además, es justo que se castigue con estas penas, porque: «como algunos, entregados a las
cosas sensibles, sólo se cuidan de lo que se ve, menospreciando las penas infligidas por Dios,
dispuso la divina providencia que, en la tierra, hay hombres que con penas sensibles y presentes
obliguen a algunos a la observancia de la justicia».
Se puede probar que «castigar a los malos no es esencialmente malo», porque: «El bien común
es mejor que el bien particular de uno. En consecuencia, el bien particular de una solo ha de
sacrificarse para conservar el bien común. Pero la vida de algunos hombres perniciosos impide
el bien común, que es la concordia de la sociedad humana. Luego, tales hombres han de ser
apartados de la sociedad humana mediante la muerte».
Se comprende la licitud de esta pena máxima, porque: «Así como el médico intenta con su
actuación procurar la salud, que consiste en la concordia ordenada de los humores, así el jefe de
la ciudad intenta con su actuación la paz, que consiste en la concordia ordenada de los
ciudadanos. Pero el médico corta justa y útilmente el miembro pútrido si éste amenaza corromper
al cuerpo. Según esto, justamente y sin pecado mata el que rige la ciudad a los hombres
perniciosos para que la paz de la misma no se altere».
Esta tesis se ve confirmada en la Escritura. Sobre el castigo: «dice San Pablo: «¿no sabéis que
un poco de levadura hace fermentar toda la masa?» (1 Cor 5, 6). Y poco después, añade: «Quitad
al malvado de entre vosotros mismos» (1 Cor 5, 13). Y sobre: «la potestad terrena se dice: «No
en vano lleva la espada, pues es ministro de Dios, vengador para castigo del que obra el mal»
(Rm 13, 4). Y en la primera carta de San Pedro: «Por amor del Señor estad sujetos a toda
autoridad humana, ya al emperador, como soberano; ya a los gobernadores, como delegados
suyos, para castigo de los malhechores y elogio de los buenos» (1 Ped 2, 13-14)».
753. –Explica el Aquinate que algunos decían que: «no es lícito imponer castigos corporales,
alegando a favor de su error lo que se lee en la Escritura: «No matarás» (Ex 20, 13) y se vuelve
a insistir en San Mateo (Mt 5, 21)». Además, también aducían: «lo que se dice que respondió el
Señor a los criados que querían recoger la cizaña de entre el trigo: «Dejad que ambos crezcan
hasta la siega» (Mt 13, 30). Y por cizaña se entiende, según se dice en el mismo lugar «los hijos
del maligno», y por siega, «la consumación del siglo» (v. 38 y ss.)». Se infiere de ello que: «no
se debe matar a los malos por separarlos de los buenos». Por último, alegan que: «mientras el
hombre está en el mundo puede hacerse mejor. Por tanto, no se le ha de separar del mundo por
la muerte, sino que se ha de conservar para que haga penitencia». ¿Cuál es la replica del
Aquinate?
–Considera Santo Tomás que los tres argumentos son insubstanciales. El primero, porque: «en
la ley que dice: «No matarás» (Ex 20, 13)»[35], pero se añade, poco después, una serie de
castigos con la muerte, por ejemplo «el que hiere a un hombre matándolo voluntariamente, muera
de muerte»[36]. Con todo ello: «se da a entender que la muerte injusta está prohibida».
En cuanto al segundo argumento: «se prohíbe la muerte de los malos allí donde no puede hacerse
sin peligro de los buenos; cosa que acontece ordinariamente cuando todavía no se han
distinguido los malos de los buenos por pecados manifiestos o cuando se teme el peligro de que
los malos arrastren tras de sí a muchos buenos». No se prohíbe, sin embargo, su muerte si no
hubiera estos peligros.
Respecto al tercer y último argumento, nota, por una parte, que sobre la posibilidad de la
enmienda de los malos mientras vivan: «no es obstáculo para que se les pueda dar muerte
justamente, porque el peligro que amenaza con su vida es mayor y más cierto que el bien que se
espera de su enmienda». Por otra parte: «los malos tienen en el momento mismo de la muerte
poder para convertirse a Dios por la penitencia. Y si bien están obstinados en tal grado que ni
aun entonces se aparta su corazón de la maldad, puede juzgarse con bastante probabilidad que
nunca se corregirían de ella»[37].
En definitiva, Santo Tomás considera que, por derecho natural, la autoridad civil puede utilizar los
medios necesarios para conservar el bien común, como es su deber, y, por tanto, castigar con la
muerte, cuando sea el único medio posible para cumplirlo[38].
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 142.
[2] Ibíd., III, c. 143.
[3] San Agustín, Comentarios a los Salmos, Sal 57, v. 3.
[4] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 144.
[5] Jer 29, 23.
[6] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 144.
[7] Santa Teresa de Jesús, Las moradas del castillo interior, Moradas primeras, c. 2, 2.
[8] Ibíd., Moradas primeras, c. 2, 1.
[9] Ibíd., Moradas primeras, c. 2, 5.
[10] San Agustín, Comentarios a los Salmos, Sal 57, v. 3.
[11] ÍDEM, Sermones, Serm. 19, 1.
[12] Ibíd., Serm. 19, 2.
[13] 1 Jn 1, 8.
[14] Sal 50, 5.
[15] San Agustín, Sermones, Serm. 19, 2.
[16] Salm 31, 5
[17] San Agustín, Sermones, Serm. 19, 3.
[18] 1Jn 3, 20.
[19] SaN Agustín, Sermones, Serm. 19, 4.
[20] Santo Tomás de Aquino, Exposición del Símbolo de los apóstoles, art. 7, 111.
[21] SaN Agustín, Sermones, Serm. 19, 4.
[22] Santo Tomás de Aquino, Exposición del Símbolo de los apóstoles, art. 7, 111.
[23] Is 1, 18.
[24] Os 11, 8-9.
[25] SaN Agustín, Sermones, Serm. 19, 6.
[26] Santo Tomás de Aquino, Exposición del Símbolo de los apóstoles, art. 7, 111.
[27] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 144.
[28] Ibíd., III, c. 145.
[29] Ídem., Suma teológica, I-II, q. 87, a.4, in c.
[30] Ídem., Suma contra los gentiles, III, c. 145.
[31] R. Garrigou-Lagrange, O.P., La vida eterna y la profundidad del alma, Madrid, Rialp, 1951,
p. 148.
[32] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 145.
[33] Santa Catalina de Siena, El diálogo, II, a. 1, 4, b, 2 (c. XXXVIII).
[34] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 145.
[35] Ibíd., III, c. 146.
[36] Ex 20, 12.
[37] Santo tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 146.
[38] La Iglesia católica siempre ha considerado, en su magisterio ordinario e incluso en concilios,
que la sanción penal suprema es lícita, pero no que sea necesaria. Es siempre el derecho
positivo, como defensor del bien común, al que corresponde legítimamente determinar las penas
correspondientes de acuerdo con la gravedad de los delitos y circunstancias.
LXVII. La gracia de Dios

754 –En los capítulos anteriores, el Aquinate ha probado que: «la divina providencia gobierna a
las criaturas racionales de distinta manera que a las otras cosas, en atención a que por su
naturaleza son diferentes de las demás». Asimismo, que: «por dignidad del fin, la divina
providencia les aplica también un género más elevado de gobierno». ¿Cómo gobierna Dios a los
seres racionales?
––Explica Santo Tomás que las criaturas racionales: «en conformidad con su naturaleza, llegan
a una participación mayor del fin», porque: «siendo de naturaleza intelectual, pueden alcanzar
con su operación la verdad inteligible; lo cual no compete a los seres que carecen de
entendimiento».
Al ser creado por Dios: «al hombre le fueron dados el entendimiento y la razón para que con ellos
pudiera discernir e investigar la verdad. Y se le dieron también las potencias sensitivas internas
y externas, que le ayudan a investigarla; y el uso del lenguaje, mediante el cual uno puede
manifestar a otro la verdad concebida en su entendimiento, para que de este modo se ayuden
los hombres mutuamente en el conocimiento de la verdad y en las demás cosas necesarias para
la vida, ya que el hombre es «un animal naturalmente social» (Aristóteles, Ética, I, 5)».
De ahí que las criaturas racionales: «por la operación natural del entendimiento llegan a la verdad
inteligible». En su gobierno divino, por consiguiente: «Dios las provee de distinta manera que a
las otras cosas».
755. –El deseo natural del hombre de conocer a Dios no sólo es como providente y creador de
todas las cosas, tal como le revela su entendimiento, sino sobre todo como es en sí
mismo. ¿Puede llegar a este fin de una manera natural?
–Afirma Santo Tomás que: «el fin último del hombre consiste en cierto conocimiento de la verdad,
que excede su poder natural, o sea, en ver a la misma Verdad primera en sí, como ya se demostró
(III, c. 50)». Sin embargo, el hombre no puede llegar a este fin, porque para llegar a un fin que
exceda su capacidad natural, el hombre necesita recibir de Dios algún auxilio, que éste por
encima de su naturaleza.
Se explica, porque: «un ser de naturaleza inferior no puede ser elevado a lo que es propio de una
naturaleza superior, si no es en virtud de ésta. Por ejemplo, la luna, que no luce por sí misma, se
hace lúcida por la virtud y acción del sol; y el agua, que no calienta por sí misma, se hace cálida
por la virtud y acción del fuego». De manera parecida: «el ver a la Verdad primera en sí misma
sobrepasa de tal modo la capacidad de la naturaleza humana, que sólo es propio de Dios, como
también se demostró (III, c. 52)».
Por consiguiente: «si el hombre se ordena a un fin, que excede su capacidad natural, necesita
recibir de Dios algún auxilio sobrenatural por el que tienda a dicho fin». De manera que: «la
naturaleza racional necesita el auxilio divino para conseguir el último fin»[1].
756. –¿Cuál es la función del auxilio divino para que el hombre pueda alcanzar su fin
sobrenatural?
–El auxilio divino –expresión con la que se designa la llamada gracia de Dios, la ayuda gratuita
divina[2]–, encaminará al hombre hacia el fin sobrenatural, haciéndole que realice actos
sobrenaturales correspondientes a dicho fin. El auxilio no es únicamente para elevarlo a un fin
superior a su naturaleza, sino también para ayudarle en su misma naturaleza, porque: «al hombre
se le presentan muchos impedimentos para alcanzar el fin. Pues se ve impedido por la debilidad
de la razón, que fácilmente cae en el error, por el cual se desvía del camino recto para llegar al
fin».
También el hombre: «se ve impedido por las pasiones de la parte sensitiva y por los afectos, que
le arrastran a las cosas sensibles e inferiores, y mientras más pegado está a éstas, tanto más
dista del fin último, ya que dichas cosas están por debajo del hombre, mientras que el fin del
hombre es superior a él».
Nota asimismo que: «a menudo se ve también impedido por la debilidad del cuerpo para ejecutar
actos virtuosos, mediante los cuales se tiende a la bienaventuranza». Por todo ello: «el hombre
necesita del auxilio divino para que estos impedimentos no le aparten totalmente del último fin»[3].
Lo confirman estas palabras de la Escritura, que cita Santo Tomás: «Nadie puede venir a mí si el
Padre que me envío no lo trae»[4]. Y: «Como el sarmiento no puede llevar fruto por sí mismo si
no está en la vid, así tampoco vosotros si no permaneciereis en mí»[5]. Además, con todo ello:
«se refuta el error de los pelagianos, quienes dijeron que el hombre podía merecer la gloria de
Dios por su libre albedrío»[6].
757. –Advierte seguidamente el Aquinate que: «Podría parecer a alguien que el auxilio divino, o
gracia de Dios, comunica al hombre cierta coacción para obrar el bien, porque se ha dicho: «Nadie
puede venir a mí si el Padre que me envío no lo trae» (Jn 6, 44). Y por esto dice San Pablo:
«todos los que son movidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14); y: «el amor de
Cristo nos empuja» (2 Co 5, 14). Ser traído, movido y empujado parece importar cierta
coacción». ¿Como prueba que, en este auxilio al hombre, o gracia divina, no hay algo de coacción
a la voluntad humana para obrar el bien?
–Declara Santo Tomás, sobre esta posible inferencia de estas citas bíblicas, que hay coacción
en el auxilio divino, o gracia de Dios, que «se demuestra claramente que esto no es verdad». La
razón es la siguiente: «la divina providencia provee a todas las cosas en conformidad con su ser,
como se demostró (III, c. 71). Es propio del hombre y de toda naturaleza racional el obrar
voluntariamente y ser dueño de sus propios actos, como consta por lo dicho (II, c. 47). A esto se
opone la coacción».
Sin embargo, por una parte: «El hecho de que se le dé al hombre el auxilio divino para obrar bien,
se ha de entender en el sentido de que cause en nosotros nuestras obras como la causa primera
causa las obras de las causas segundas y el agente principal la acción del instrumento. Por eso
se dice en la Escritura: «Todas nuestras obras las has obrado en nosotros, Señor» (Is 26, 12)».
Por otra: «La causa primera produce la acción de la causa segunda, según el modo de ser de
ésta».
Debe concluirse, por ello, en primer lugar, que: «Dios causa en nosotros nuestras obras según
nuestro modo de ser, que consiste en obrar voluntariamente y no por coacción». En segundo
lugar, que, la gracia, o «el auxilio divino», añade: «no fuerza a nadie a obrar rectamente», porque:
«este auxilio no excluye de nosotros el acto de la voluntad, sino que lo causa principalmente en
nosotros. Por esto dice San Pablo: «Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar según
su beneplácito» (Filp 2, 13)».
Dios da gratuitamente, o según su benevolencia, no sólo el obrar lo bueno, sino también el
quererlo de nuestra voluntad. En cambio: «la coacción externa excluye en nosotros el acto de la
voluntad, pues por coacción hacemos lo contrario de lo que queremos. Luego Dios no nos fuerza
con su auxilio a obrar rectamente».
758. –SiDios, con el auxilio de su gracia, coaccionara o forzara a obrar rectamente, y, por tanto,
el hombre no obrara voluntariamente, en conformidad con su naturaleza que le hace actuar según
su voluntad y ser dueño de sus propios actos, ¿llegaría más fácilmente a su fin último y, por tanto,
a la felicidad suprema?
–Sin voluntad libre, que le habría quitado la coacción, el hombre no podría obrar de manera recta
o virtuosa, pues: «los actos forzados no son actos virtuosos, porque lo principal en las virtudes
es la elección. Que no puede darse sin lo voluntario, cuyo contrario es lo violento».
En esta situación, tampoco podría llegar a la felicidad suprema, pues: «el último fin, que es la
felicidad, no corresponde sino a los agentes voluntarios, que son dueños de sus actos. Por esto
no llamamos felices a los seres inanimados ni a los animales brutos, a no ser metafóricamente».
Debe, por tanto, admitirse que: «el auxilio que Dios da al hombre para alcanzar la felicidad no le
coacciona»[7].
Indica finalmente Santo Tomás que lo corroboran dos pasajes de la Escritura. En el primero se
lee: «Considera que hoy he puesto a tu vista la vida y el bien y, en frente, la muerte y el mal, para
que ames al Señor, tu Dios, para que andes en sus caminos (…) pero si tu corazón se vuelve
atrás y no quieres obedecerle y no escuchas (…) te anuncio que perecerás»[8]. En el segundo:
«Ante el hombre están la vida y la muerte; el bien y el mal; lo que le agrade se le dará»[9].
759. –¿El hombre puede por sí mismo merecer el auxilio divino de la gracia de Dios?
–Sostiene Santo Tomás que: «el hombre no puede merecer el auxilio divino» de la gracia, porque,
tanto en el orden natural como en el sobrenatural: «la moción del motor precede al movimiento
del móvil en naturaleza y causa. En consecuencia, no se nos concede el auxilio divino, porque
nosotros nos movemos hacía él mediante las buenas obras, sino por el contrario progresamos
mediante las buenas obras porque nos adelanta el auxilio divino», ya que sin el mismo no se
podrían realizar las buenas obras.
Si la gracia divina, o auxilio de Dios, es anterior a la acción de la criatura racional y libre, debe
afirmarse, por tanto, que: «es imposible que haya en ella un movimiento recto que no esté
predispuesto por la acción divina. Por esto se dice el Señor: «sin mí, no podéis hacer nada» (Jn
15, 5)».
Además, por una parte: «el efecto del auxilio divino, que excede la capacidad natural, no está en
proporción con los actos que el hombre produce naturalmente. Por consiguiente, el hombre no
puede merecer dicho auxilio con tales actos». Por otra: «el hombre recibe de Dios el conocimiento
del fin sobrenatural, puesto que él no puede alcanzarlo por la razón natural, ya que excede de su
capacidad. Luego es necesario que el auxilio divino anteceda los movimientos de la voluntad
hacia el último fin»[10].
Por esto, añade Santo Tomás, dice San Pablo: «No por obras de justicia que hubiésemos hecho,
sino según su misericordia nos salvó»[11]. Asimismo que: «No está en que uno quiera ni en que
uno corra, sino en que Dios tenga misericordia»[12]. No salva el querer o el correr, o cualquier
otro acto, sino la misericordia divina. El auxilio divino no se recibe por acción de la voluntad
humana o de sus obras, sino como un mero don, aunque una vez recibido, gracias a él, puede
merecer el hombre delante de Dios.
Sobre este último texto, comenta Santo Tomás: «Y esto porque es necesario que el hombre sea
adelantado por el auxilio divino para querer y obrar bien; tal como no suele atribuirse el efecto al
agente inmediato, sino al primer motor, pues la victoria se atribuye al jefe, a pesar de que los
soldados la alcanzan con su propio esfuerzo. Luego, por dichas palabras no se excluye el libre
albedrío de la voluntad, según la mala interpretación de algunos, como si el hombre no fuera
dueño de sus actos internos y externos; lo que se demuestra es que está sujeto a Dios».
760. –Por adelantarse el auxilio de la gracia de Dios a la buena acción humana ¿cuál es el papel
de la libertad del hombre?
–En este comentario, explica finalmente Santo Tomás que la gracia, o auxilio divino, regenera o
renueva la voluntad humana y hace que quiera y haga obras buenas y meritorias. Por ello: «Dice
Jeremías: «Conviértenos, Señor, a ti, y nos convertiremos» (Lm 5, 21). Lo cual revela que nuestra
conversión a Dios es preparada por el auxilio divino, que nos convierte».
Podría parecer que con ello ya no sea necesario el libre albedrío humano. «Sin embargo, se lee
en Zacarías, como dicho por Dios: «Volveos a mí y yo me volveré a vosotros» (Zach 1, 3), no
porque la operación de Dios no se adelante a nuestra conversión, como se dijo, sino porque viene
luego a ayudar a nuestra conversión, por la que nos convertimos a él, fortaleciendo para que
alcance su efecto y sosteniéndola para obtener el fin debido».
El auxilio divino regenera a la libertad, para que ya perfeccionada elija o se convierta a Dios, pero
no la abandona después. La voluntad libre necesita ser fortalecida, porque no puede continuar
su acción por sí misma, como la luna no puede iluminar sin la acción en cada momento del sol.
Debe ser así sostenida por la gracia hasta el final. En nuestra conversión, no debe pensarse que
simplemente Dios nos ha dado la gracia, sino que desde entonces nos la da continuamente.
Concluye Santo Tomás que: «con esto se refuta el error de los pelagianos, quienes decían que
tal auxilio se nos da por nuestros méritos y que el principio de nuestra justificación procede de
nosotros, aunque la consumación venga de Dios»[13].
761. – ¿Por qué a este auxilio divino se le denomina gracia?
–Según Santo Tomás, por dos motivos se llama gracia a estos auxilios de Dios. El primero es el
siguiente: «Como lo que a uno se le da sin que precedan sus propios méritos se dice que lo recibe
«gratuitamente», y el auxilio divino que se le da al hombre precede a todo mérito humano, según
se demostró (III, c. 150), síguese que tal auxilio es dado al hombre gratuitamente; por lo cual
recibe oportunamente el nombre de gracia. Por eso dice San Pablo: «Si por gracia, ya no es por
las obras, porque entonces la gracia ya no sería gracia»´(Rm 11, 6)». El auxilio divino, por
preceder a todo mérito humano, es dado gratuitamente y, por tanto, es una gracia, un don o favor,
que debe agradecerse.
Al auxilio sobrenatural de Dios se le llama gracia por un segundo motivo, porque: «se dice que
uno es grato a otro porque es amado por él; de aquí que se diga también que el amado por otro
tiene su «gracia». Se explica porque: «es esencial al amor que quien ama quiera y obre el bien
para aquel a quien ama. Y Dios, realmente, quiere y obra el bien para todas las criaturas; pues el
mismo ser de la criatura y toda su perfección proceden de Dios, que lo quiere y lo produce, según
se demostró (II, c. 15). Por eso se dice en la Escritura: «Amas todas cosas que existen y nada
aborreces de lo que has hecho» (Sab 11, 25)».
Sin embargo, además: «hay que considerar una razón especial del amor divino hacia aquellos a
quienes auxilia en la consecución del bien, que supera el orden de su naturaleza, a saber, la
fruición perfecta, no de un bien creado, sino del mismo Dios». Es, por tanto, lógico, que a este
auxilio se llame «gracia»: «no sólo porque se da gratuitamente, según se demostró, sino también
porque el hombre, por cierta prerrogativa especial, se hace grato a Dios con dicho auxilio».
Se dice que uno es grato, o cae en gracia a otro, porque es agradable, y el hombre con el auxilio
divino se hace así grato a Dios. «Dice, por ello, San Pablo: «Él nos predestinó para adoptarnos
como hijos suyos, por Jesucristo, según el propósito de su voluntad, para alabanza de la gloria
de su gracia, por la cual nos ha hecho agradables en su amado hijo» (Ef 1, 5-6)».
762. –¿En qué consiste el auxilio divino, o gracia de Dios?
–Sobre la gracia, Santo Tomás da la siguiente definición general: «la gracia, que hace grato a
Dios (gratia gratum faciens), es cierta forma y perfección que permanece en el hombre, incluso
cuando no obra».
Se justifica que la gracia sea en el hombre, que la ha recibido: «algo positivo, como cierta forma
y perfección del mismo», y que se posea de modo permanente, si se tiene en cuenta que: «lo
que se dirige a un fin es menester que esté continuamente ordenado al mismo, porque el motor
mueve continuamente hasta que el móvil, mediante el movimiento, ha conseguido el fin».
Además: «como el hombre se dirige al último fin mediante el auxilio de la gracia divina, según se
ha demostrado (III, c. 147), es necesario que el hombre sea favorecido con dicho auxilio hasta
que llegue al último fin».
No podría realizar esta función: «si el hombre participase de este auxilio a modo de cierto
movimiento o pasión, y no como una forma permanente y afincada en él mismo; pues tal
movimiento y tal pasión sólo estarían en el hombre, cuando actualmente se dirigiese al fin. Cosa
que el hombre no hace siempre, como vemos en los durmientes».
También se puede probar por el amor divino, que la gracia es una forma estable inherente al
alma, que se recibe merced a la providencia especial de Dios. «El amor de Dios es causa del
bien que hay en nosotros, como el amor del hombre es provocado y causado por algún bien que
hay en el amado. El hombre es provocado a amar especialmente a uno por algún bien especial
preexistente en el amado».
De ello, se sigue que: «donde se supone un amor especial de Dios al hombre es necesario
suponer también un bien especial dado al hombre por Dios». Por consiguiente: «como la gracia
que hace grato a Dios indica, según se ha dicho, un amor especial de Dios al nombre, es preciso,
por esa misma razón, que esto demuestre que hay en el hombre una bondad y una perfección
especiales».
Igualmente se llega a esta misma conclusión, por una parte, desde la consideración del
movimiento del hombre hacia su fin, porque: «cada cosa se ordena a su fin conveniente según la
razón de su forma, porque entre especies diversas los fines son distintos. Pero el fin a que se
dirige el hombre mediante el auxilio la gracia divina está sobre la naturaleza humana». Por
consiguiente: «es necesario añadir al hombre alguna forma y perfección sobrenaturales,
mediante las cuales se disponga a dicho fin».
Por otro, desde la misma naturaleza humana, porque: «la divina providencia provee a cada cual
según su modo de ser, como consta por lo dicho (III, c. 71). El propio modo de ser de los hombres
requiere que, para perfeccionamiento de sus operaciones, haya en ellos, además de las
potencias naturales, ciertas perfecciones y hábitos mediante los cuales obren el bien de modo
connatural, fácil y deleitablemente y procedan con rectitud».
Este último argumento prueba además que: «el auxilio de la gracia que el hombre recibe de Dios»,
y que es «cierta forma y perfección existentes en el hombre», sea un hábito, que le permita obrar
de manera «connatural», «fácil» e incluso deleitable.
763. –¿La caracterización del auxilio de la gracia la apoya el Aquinate en la Escritura?
–Después de las demostraciones sobre la naturaleza de la gracia, o auxilio divino, como forma
inherente y habitual al alma, nota Santo Tomás: «De aquí que en la Sagrada Escritura se designe
la gracia de Dios como cierta luz. Pues dice San Pablo: «Fuisteis en algún tiempo tinieblas, pero
ahora sois luz en el Señor» (Ef 5, 8). Y la perfección que impulsa al hombre hacia el último fin,
consistente en la visión de Dios, se llama luz, la cual es principio del ver»[14].
En su comentario a la epístola de San Pablo, dice respecto a este versículo citado: «»Fuisteis en
algún tiempo tinieblas» significa que estabais enceguecidos por la ignorancia y el error. Ya había
dicho: «Teniendo el entendimiento obscurecido por tinieblas» (Ef, 4 18); y se lee en un Salmo:
«no supieron ni entendieron, andan en tinieblas» (Sal 81, 5). Del mismo modo entenebrecidos
por el pecado: »El camino de los impíos es tenebroso, no saben donde caerán» (Pr 4, 19)».
Advierte Santo Tomás, a continuación, que parece que debería calificar a los pecadores con la
cualidad de tenebrosos u oscurecidos, en cambio, San Pablo: «no dice tenebroso, sino tinieblas;
porque así como cualquier hombre parece ser lo que principalmente se halla en él, por ejemplo,
toda una ciudad parece ser el rey, y lo que el rey hace dícese que lo hace la ciudad, de la misma
manera cuando reina el pecado en el hombre, dícese todo el hombre pecado y tinieblas». El
hombre pecador no sólo está en pecado y entenebrecido, sino que es pecado y tinieblas.
Si el hombre pecador es tinieblas, el hombre en gracia es luz, porque, sobre las palabras finales
del versículo citado de San Pablo, «ahora sois luz en el Señor» (Ef 5, 8), Santo Tomás indica
que: «aquí pone la condición presente; como si dijera: pero ahora tenéis la luz de la fe.
«Resplandecéis como lumbreras del mundo» (Fil 2, 15). «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,
14)»[15].
Respecto a las últimas palabras citadas de la Epístola a los Filipenses, que se relumbre como
antorchas en el mundo, explica, que: «de cualquier modo que el mundo se mude, las lumbreras
del cielo permanecen derramando su luz. «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 14). Y vosotros
también resplandecéis, aunque no esencialmente, que así solo Dios es luz. «Era la luz de los
hombres» (Jn 4, 1). Pero no los santos. «No era él (San Juan Bautista) la luz» (Jn 1, 8). Pero los
santos son luz, por cuanto alguna luz participan de quien era la luz de los hombres, el Verbo de
Dios, que a nosotros sus rayos comunica»[16].
De manera, que, como también nota Santo Tomás, en la Epístola a los Efesios, aunque: «se diga
que San Juan Bautista «no era él la luz», sin embargo «puede decirse de los otros fieles que son
luz», porque, en este caso, «no se llaman luz por esencia, sino por participación»[17]. Todos los
fieles, incluido San Juan Bautista, son luz, en este sentido. Tienen en parte, o según medida, la
luz que han recibido de Cristo, que la tiene de modo total, de manera que en realidad no la tiene,
sino que lo es. La conserva siempre por no dividirla en partes o disminuirla al darla, porque es la
luz por esencia. La comunica participativamente, o hace que los fieles posean en parte la luz, que
Él posee de modo total.
En otras de sus epístolas, también San Pablo caracteriza al hombre en gracia como luz. Afirma,
en la Epístola a los Tesalonicenses, que: «Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. No
somos de la noche ni de las tinieblas»[18]. Al comentar este versículo, advierte Santo Tomás que:
«se llaman en la Escritura hijos de alguna cosa los que tienen abundancia de ella. Así, por
ejemplo: «en el cuerno hijo del aceite» (Is 5, 1) quiere decir en un cuerno que tienen mucho aceite.
Así pues, a los que de luz y día les cabe mucha parte llámeseles hijos de la luz; y está luz es la
fe de Cristo. «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la
luz de la vida» (Jn 8, 12)».
Se dice «hijos del día», porque: «así como de la luz se forma el día, así de la fe de Cristo se hace
el día, esto es, la honestidad de las buenas obras. «La noche está ya muy avanzada y va a llegar
el día» (Rm 13, 12). Por consiguiente, «no somos hijos de la noche», esto es de la infidelidad, «ni
de las tinieblas», quiere decir de los pecados. «Desechemos las obras de las tinieblas, y
revistámonos con las armas de la luz» (Rm 13, 12)»[19].
Con esta doctrina de San Pablo, escribe finalmente, Santo Tomás, en este capítulo de la Suma
contra los gentiles, que: «se refuta la opinión de quienes dijeron que la gracia divina no añade
nada en el hombre, como tampoco se le añade a uno porque se diga que tienen la gracia del rey,
sino solo en el rey que ama. Pues es evidente que erraron por no tener en cuenta la diferencia
entre el amor divino y el humano, porque el amor divino es causa del bien que ama en alguno,
mientras que el humano no siempre lo es»[20]. Opinión que sorprendentemente se encuentra
todavía en algunos autores actuales y que no parecen tener en cuenta esta importante diferencia,
señalada por Santo Tomás.[21].
764. –¿Por la participación de la luz de Dios, y que es su naturaleza, que comunica el auxilio
divino de la gracia, puede decirse, por tanto, que los hombres son hijos de Dios?
–El auxilio de la gracia comunica al hombre la naturaleza y la vida de Dios, aunque no
íntegramente, sino de un modo participado, y en este sentido le hace hijo de Dios. Toda filiación
consiste en recibir la misma naturaleza específica de otro, que es así el padre; y el auxilio divino
o gracia: «no es sino una semejanza participada de la naturaleza divina»[22]. Por consiguiente,
con tal auxilio sobrenatural, el hombre adquiere una verdadera y real filiación divina, aunque
participada. El hombre se convierte así en hijo de Dios de modo analógico, por su participación
real y formal, aunque accidental, de la naturaleza divina.
El hombre, con ella, no se convierte en hijo de Dios tal como es Cristo, porque la filiación no es
según naturaleza, como la de Jesucristo, Hijo de Dios por naturaleza. Advierte Santo Tomás, al
comentar el «Credo de los Apóstoles», que se reza en la liturgia del bautismo, que tal como se
profesa en el Símbolo Niceno-constantinopolitano, o Credo de la misa: «debemos creer que Dios
Hijo procede de Dios Padre, y que el Hijo es Luz, de la Luz que es el Padre»[23]. Explica, en
el Compendio de teología, que: «lo que procede de otro puede diferenciarse del mimo por un
defecto de pureza, por ejemplo (…) la sombra, con un rayo solar interceptado por un cuerpo
opaco. Para excluir esto de la generación divina se dice que es «Luz de Luz» (Símbolo Niceno-
constantinopolitano)»[24].
Podría decirse que la filiación del hombre por el auxilio divino es de adopción, siempre que la
filiación adoptiva divina no se entienda igual que las adopciones humanas. Estas últimas son
meramente legales y, por tanto, sin poner nada intrínseco en el adoptado. En cambio, la adopción
divina comunica real e intrínsecamente la verdadera realidad divina, que es poseída así en parte,
o por participación. Debe, por ello, afirmarse que el hombre en gracia posee la naturaleza divina
de algún modo o grado y es así hijo de Dios participativa y analógicamente.
765. –¿Qué tipo de realidad accidental es la gracia?
–La gracia o auxilio divino, que «sólo Dios puede causar»[25], que le hace participar real
formalmente de la naturaleza y vida de Dios, como forma inherente y habitual es una cualidad,
un accidente que determina a la sustancia en sí misma. Sin embargo, no es una cualidad del
mismo tipo que todas las otras.
Enseña Santo Tomás que hay cuatro especies de cualidades. La primera es la especie de la
cualidad del hábito, que dispone a la substancia permanentemente en su ser –y entonces es un
hábito entitativo– , o en su actividad –y, en este caso es un hábito operativo–. La segunda especie
de la cualidad es la de la facultad o potencia, que es el principio próximo de operación del sujeto.
La tercera es la especie de las cualidades pasibles, que siguen a los cambios substanciales o los
producen. Son las cualidades sensibles de la substancia material: color, sonido, olor, sabor y
calor. La cuarta es la especie de la figura, que es la determinación de la cantidad, según la
disposición de las partes de un cuerpo[26].
Según esta división de la cualidad: «La gracia encaja en la primera especie de cualidad»[27]. La
gracia es una cualidad a modo de hábito entitativo.
766. –Si la gracia (gracia gratis faciens) es una forma inherente y habitual al alma, se sigue que
como hábito es una cualidad, y, por tanto, un accidente. No es una substancia, una entidad o
cosa en sentido propio, sino una entidad accidental, una entidad dependiente de la substancia.
Sin embargo, en una objeción, que se presenta en la Suma teológica, se dice: «la substancia es
más noble que la cualidad. Pero la gracia es más noble que la naturaleza del alma, pues podemos
hacer muchas cosas mediante la gracia para las cuales no basta la naturaleza»[28]. No parece,
por ello, que pueda ser un accidente, inferior a la substancia. Además, si como el mismo Aquinate
afirma que es «algo creado», ¿por qué la gracia no es una substancia, una entidad en sentido
pleno o absoluto?
–En una de sus primeras obras, había escrito Santo Tomás, justamente para probar que la gracia
es un accidente: «Porque la gracia es algo creado, es necesario que se ponga en el género de
los accidentes. La razón de ello es que todo lo que adviene a algo después de que esto está
acabado se relaciona accidentalmente con él; y ya que la gracia adviene después del ser del
alma, no es algo de su esencia». Adviene a la substancia del alma, ya perfectamente constituida
por su esencia completa y su ser propio. De manera que, como la gracia adviene después de la
substancia acabada, «es necesario que se relacione accidentalmente con ella»[29].
A la objeción de la Suma teológica a su tesis sobre la naturaleza de la gracia, responde Santo
Tomás, que, por el contrario, precisamente: «como la gracia es superior a la naturaleza humana,
no puede ser substancia o forma substancial, sino que es forma accidental del alma misma,
porque lo que está substancialmente en Dios se produce accidentalmente en el alma que participa
la divina bondad, como se ve respecto de la ciencia», puesto que el hombre puede participar de
la ciencia divina, pero con otro modo de ser. En Dios, la ciencia es substancial, porque se
identifica con el ser divino. En el hombre, su ciencia no tiene ser propio, ya que le da la existencia
el ser de la naturaleza humana, y es así una realidad accidental.
Por ello: «como el alma participa imperfectamente de la divina bondad, la misma participación de
esta bondad –que es la gracia– tiene su existencia en el alma de un modo más imperfecto que la
existencia del alma en sí misma. No obstante, es más noble que la naturaleza del alma, en cuanto
que es expresión o participación de la bondad divina, aunque no en cuanto al modo de ser»[30].
El alma espiritual del hombre es una substancia, con un ser propio y proporcionado a su esencia
limitada, y, por consiguiente, en sí misma es una participación de la bondad del ser de Dios. La
gracia, que recibe, es superior en su esencia a la del alma, por su mayor participación de la
bondad divina. Afirma Santo Tomás que: «El bien de la gracia de un solo hombre es mayor que
el bien natural de todo el universo»[31]. Sin embargo, puede decirse que no lo es el orden del
ser, de su modo de poseerlo, porque no tiene un ser propio, sino el de la substancia o alma, que
es su sujeto, y es así un accidente suyo. En cuanto a su mera entidad, que es accidental, es
inferior a la entidad substancial del alma, porque existe en ella y por ella, aunque, también: «como
forma accidental es para completar el sujeto»[32].
767. –En otra objeción, del mismo artículo de la Suma teológica, se recuerda que «ninguna
cualidad permanecerá después que dejó de existir en el sujeto»[33]. Todo accidente desaparece
al hacerlo la substancia, que lo sustenta y hace existir. Sin embargo, como San Pablo a la gracia
le llama «nueva criatura»[34], no es posible que: «la gracia se destruya, porque vendría a parar
en la nada, de donde fue creada». ¿Cómo es posible, por tanto, que sea un accidente?
–En la correspondiente respuesta, Santo Tomás advierte, que, aunque creada, la gracia no es
una substancia, una cosa, o ente autónomo e independiente, sino un ente accidental y «como
dice Boecio, «el accidente consiste en estar en» (Pseudo-Bleda, Sententiae, s. 1, l. A)», o inherir.
De ahí que: «todo accidente no se dice ente en cuanto tenga un ser propio, sino porque tiene el
ser de otro», el de la substancia en la que está, y del ser de ella recibe la existencia. Por esto, al
accidente: «dice Aristóteles, más bien se le llama «del ente» que «ente» (Metafísica, VII, 6, c. 1,
3)».
Además: «como el hacerse o destruirse es propio de quien tiene el ser, de ahí que, hablando con
propiedad, ningún accidente se hace o se destruye, sino que decimos que se hace o se destruye
en cuanto que el sujeto comienza o deja de existir en acto, como tal accidente»[35]. Su creación
no es como la de la substancia, y, en este sentido podría decirse que no la hay, porque el ser y
existencia del accidente les son dadas por la substancia. Por lo mismo, no puede desaparecer
tampoco por aniquilación. Se habla, no obstante, de creación en cuanto se constituye en ente
accidental por el ser del ente de la substancia a la que inhiere, y desaparece cuando no recibe el
ser.
Este tipo de creación permite comprender las palabras de San Pablo sobre la gracia como «nueva
criatura». Al comentarlas, explica Santo Tomás: «hemos sido creados y producidos en el ser de
la naturaleza por Adán; pero ciertamente aquella criatura era ya antigua y envejecida, por lo cual,
al producirnos y constituirnos a nosotros, el Señor, en el ser de la gracia, hizo cierta nueva
criatura»[36].
La gracia como una cualidad entitativa determina a la substancia natural intrínsecamente, en su
mismo ser, que queda elevado al orden sobrenatural. Lo hace porque por ser una cualidad: «obra
en el alma no como causa eficiente, sino como causa formal»[37], como, forma que determina
internamente. De manera cualitativa se compone con ella, para constituir una nueva entidad con
una vida sobrenatural, una «nueva criatura». La gracia es un accidente puesto por Dios
sobreañadido a la naturaleza humana, pero por ser sobrenatural, no guarda relación a la
substancia natural como los otros accidentes, sino que causada por Dios, la sobrepasa y
trasciende en su esencia y en sus efectos.
Además, la producción de la gracia no es una creación en sentido estricto, «hacer» o «sacar» de
la nada, porque puede decirse que hay algo previo, una capacidad de recibirla. A esta capacidad
o receptividad, que tiene la naturaleza humana se le llama potencia pasiva obediencial. La posee
el hombre para recibir la realidad sobrenatural de la gracia. Por su poder, Dios puede producir en
las naturalezas creadas algunas realidades o efectos, que no pueden causarlas las criaturas, que
son así receptivas de los mismos.
No supone, tal capacidad de recibir efectos sobrenaturales en las criaturas, que, en ellas, se
encuentre algo sobrenatural, porque la potencia obediencial es la sujeción de la criatura a la
omnipotencia divina, basada en la relación que tiene con Dios. Por ello, afirma Santo Tomás, que,
además de su «capacidad natural», las criaturas tienen: «otra según el orden del poder divino, al
cual toda criatura está enteramente sometida»[38].
Según las potencias pasivas obedienciales, que «se dan en la criatura para que pueda hacerse
en ella todo lo que Dios ordene»[39], infunde Dios la gracia y las virtudes sobrenaturales, que le
acompañan. El alma puede recibirlas y ser actuada por ellas, aunque sean sobrenaturales,
porque tienen capacidad dada también por Dios para ello.
Finalmente indica Santo Tomás que «se dice también que la gracia es creada, en cuanto, que los
hombres son creados según ella, es decir, que de la nada, o sea no por sus méritos, son
constituidos en un nuevo ser, según aquello de San Pablo: «creados en Cristo Jesús en buenas
obras» (Ef 2, 9) »[40]. La gracia ha sido hecha de la nada, en cuanto no se ha constituido en el
hombre por méritos propios.

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 147.
[2] Véase: Juan Luis lorda, La gracia de Dios, Madrid, Palabra, 2004,
[3] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 147.
[4] Jn 14, 4.
[5] Jn 15, 4.
[6] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 147.
[7] Ibíd., III, c. 148.
[8] Deut 30, 15-18.
[9] Eccli 15, 18.
[10] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 149.
[11] Tt 3, 5.
[12] Rm 9, 16.
[13] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 149.
[14] Ibíd., III, c. 150.
[15] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. 5, lec. 4.
[16] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Filipenses, c. 2, lec 4.
[17] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. 5, lec. 4.
[18] 1 Tes 5, 5.
[19] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Tesalonicienses, c. 5, lec. 1.
[20] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 150.
[21] Véase: José A. Sayés, La gracia (Vivir en Cristo), Madrid, Editorial Edapor, 1990.
[22] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 62, a. 1, in c.
[23] ÍDEM, Exposición del símbolo de los Apóstoles, art. II, 33.
[24] ÍDEM, Compendio de teología, I, c. 43, 79.
[25] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 62, a. 1, in c.
[26] Cf. Ibíd., I-II, q. 49, a. 2, in c.
[27] Ibíd., I-II, q. 110, a. 3, ad 3.
[28] Ibíd, Suma teológica, I-II, q. 110, a. 2, ob. 2.
[29] ÍDEM, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II sent., d. 26, q. 1, a. 2, in c.
[30] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 110, a. 2, ad 2.
[31] Ibíd., I-II, q. 113, a.9, ad 2.
[32] Ibíd., I, q. 77, a. 6, in c.
[33] Ibíd., I-II, q. 110, a. 2, ob. 3
[34] Gal 6, 15.
[35] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 110, a. 2, ad 3.
[36] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. 6, lec. 4.
[37] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 110, a. 2, ad 1.
[38] Ibíd., III, q. 1, a. 3, ad 3.
[39] Ibíd., I, q. 115. a. 2, ad 4.
[40] Ibíd., I-II, q. 110, a. 2, ad 3.

LXVIII. La caridad y la gracia

768.–Según lo explicado, la gracia comunica al hombre la naturaleza y la vida de Dios, aunque


no íntegramente, sino de un modo participado, o con posesión en parte, pero sin ser parte de la
naturaleza viviente total de Dios ¿Además de esta comunicación de la vida divina participada, la
gracia causa más efectos?
– Como se ha dicho, la gracia comunica al hombre la naturaleza y la vida de Dios de un modo
participado. Con ello, el hombre queda elevado a un plano superior al de su naturaleza y con una
vida superior a la de su vida natural. Esta nueva vida, que trasciende, con una distancia infinita,
cualquier vida de una naturaleza creada en su realidad y operaciones, es una vida sobrenatural.
No es el único efecto, sino el primero y fundamental. Se lee en la Escritura que por «preciosos y
sumos bienes», o por la gracia, somos «partícipes de la naturaleza divina»[1]; y explica Santo
Tomás: «el don de la gracia excede el poder de la naturaleza creada, ya que no es otra cosa que
una participación de la naturaleza divina, que excede toda otra naturaleza. Por consiguiente, es
imposible que una criatura cause la gracia, y, por lo tanto, es necesario que sólo Dios deifique –
comunicando la unión de la naturaleza divina por cierta participación de semejanza– como es
imposible que algo que no sea fuego queme»[2].
Dios, con su gracia, es el que deifica la naturaleza humana con la participación de su divinidad,
que crea en ella, aunque no en sentido estricto, porque: «ser creado es propio del ser subsistente
al cual pertenece el ser y el devenir. Las formas no subsistentes, ya sean accidentales ya
substanciales, propiamente no se crean, sino que se concrean, como tampoco tienen el ser en sí
mismas, sino en otros». La gracia, como hábito del género de la cualidad, es un accidente, y
como tal una forma accidental concreada, o creada en la substancia.
Añade Santo Tomás sobre las formas accidentales, que: «aunque estas formas no tengan
materia de las que formen parte, tienen sin embargo una materia en la que se sustentan y de la
que dependen, y por la inmutación de esa materia son educidas a la existencia, de manera que
su devenir consiste propiamente en la transmutación de sus propios sujetos o soportes. Por
consiguiente, a causa de la materia en la cual residen no es propio de ellas la creación», el
hacerse de la nada. «Lo contrario sucede con el alma racional que es una forma subsistente, a
la que le conviene propiamente ser creada»[3], porque tiene ser propio.
Sin embargo, la gracia no es creada, en el sentido indicado, como los otros accidentes, que son
educidos de la potencia de la materia, sino de las llamadas potencias obedienciales, «potencias
pasivas que se dan en la criatura para que pueda hacerse en ella todo lo que Dios ordene»[4].
La gracia como accidente no tiene un ser propio, ni, por ello, tampoco su existencia es suya. Su
ser es el de la substancia, que la recibe y a la que determina, o perfecciona y sobrenaturaliza; sin
embargo, su esencia no es como la de los otros accidentes, que son efecto de la substancia en
la que están, o inhieren, sino que es infundida directamente por Dios.
San Pablo afirma que, por la gracia: «somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos:
herederos de Dios y coherederos con Cristo»[5]. Además de hacernos hijos de Dios, la gracia
tiene dos otros efectos, que se derivan del anterior, el de hacernos herederos de Dios y
coherederos con Cristo.
769. –¿Qué significa la filiación divina adoptiva, primer efecto de la gracia?
–Con la acción interior de la gracia, el hombre recibe en parte, o de manera participada, la
naturaleza divina, que es así una semejanza analógica de la naturaleza de Dios. Somos hechos,
por ello, hijos adoptivos de Dios.
La filiación consiste en recibir la naturaleza específica. De este modo, todo hombre recibe de su
padre la naturaleza humana. Por consiguiente, el principal efecto interior de la gracia es
proporcionar la participación de la naturaleza misma de Dios, y, por tanto, hacer verdaderamente
al hombre hijo adoptivo de Dios.
En la adopción humana no se comunica la naturaleza, sino algo extrínseco al adoptado, como
puede ser el afecto y los bienes, que recibiría si fuera un hijo natural, por ello, es semejante a la
filiación. En cambio, en la adopción divina se comunica algo intrínseco, la naturaleza divina,
aunque participada; de este modo, es una imitación de la generación natural mucho más plena
que la mera adopción humana. Lo confirma la misma revelación de Dios: «Ved que amor nos ha
mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios, y que lo seamos»[6]. La filiación ahora
no es un nombre, al que se tenga derecho, sino además una realidad.
En Dios se da filiación natural, porque entre el viviente generante, o padre, y el generado, o hijo,
hay: «verdadera generación», ya que ésta: «procede según la razón de semejanza, que da el
tener la misma naturaleza específica, que así es como el hombre procede del hombre, y el caballo
del caballo»[7]. En Dios la procesión del Verbo recibe el nombre de generación y el Verbo
procedente, el de Hijo. De este modo, por la generación divina procede «Dios de Dios»[8].
Por no ser, en cambio, la filiación adoptiva una generación: «entre el hijo de Dios por adopción y
su Hijo natural existe esta diferencia: que su Hijo natural es engendrado y no hecho, mientras
que el adoptivo es hecho, según estas palabras de San Juan: «les dio el poder de ser hechos
hijos de Dios» (Jn 1, 12)»[9]. De ahí que Jesucristo diga: «Subo a mi Padre y a vuestro
Padre»[10], porque su filiación es distinta a la nuestra.
Otra diferencia es la siguiente: «la filiación adoptiva es una imagen de la filiación eterna, igual
que todas las realidades temporales son imágenes de la eterna»[11]. La filiación, que crea o hace
la gracia en el hombre, es limitada y finita, por ser una participación de la naturaleza divina. De
manera que: «así como por el acto de la creación se comunica a todas las criaturas una cierta
semejanza de la bondad divina, así también por el acto de la adopción, se comunica a los
hombres una semejanza de la filiación natural»[12].
Precisa Santo Tomás que: «el hombre se asemeja al esplendor del Hijo eterno, por la luz de la
gracia, que se atribuye al Espíritu Santo; y por este motivo, aunque la adopción sea común a toda
la Trinidad, se le apropia al Padre como a su autor, al Hijo como a su ejemplar y al Espíritu Santo
como a quien imprime en nosotros la imagen del ejemplar»[13].
770. –Al igual que el hombre, por la gracia, es hecho realmente hijo adoptivo de Dios, ¿la gracia
nos hace realmente herederos de Dios?
–Como consecuencia de su filiación adoptiva, el hombre es hecho heredero del mismo Dios. Al
comentar el versículo de San Pablo sobre los tres efectos de la gracia. advierte Santo Tomás
que: «se dice que alguien es heredero de otro si de manera principal recibe sus bienes o los
obtiene, no quien alguna cosa minúscula recibe, como se lee en el Génesis (25, 5), que Abraham
le dio a Isaac todo cuanto poseía, y que a los hijos de sus concubinas les hizo donativos. Pues
bien: el principal bien en que Dios es rico es Él mismo. Porque es rico por sí mismo, y no por
ningún otro, porque no necesita de los bienes extrínsecos, como se dice en el Salmo 15, 2 («no
tienes necesidad de mis bienes»). De aquí que al mismo Dios alcanzan en herencia los hijos de
Dios. Por lo cual leemos en la Escritura: «El Señor es la parte que me ha tocado en herencia»
(Sal 15, 5): y «Mi herencia, dice el alma mía, es el Señor» (Lam 3, 24)»[14].
En la Suma teológica, después de citar las palabras de San Pablo: «nos predestinó para
adoptarnos como hijos suyos»[15], escribe Santo Tomás: «un hombre adopta a otro como hijo en
cuanto, por su bondad, le admite a la participación de su heredad. Dios es la bondad infinita, y en
virtud de ella admite a la participación de sus bienes a sus criaturas, sobre todo las racionales,
que han sido creadas a imagen de Dios y son, por tanto, capaces de la bienaventuranza divina.
Esta bienaventuranza consiste en el gozo de Dios, ya que el mismo Dios es bienaventurado y
rico en cuanto goza de sí mismo».
La herencia por la filiación divina adoptiva es superior no sólo en cuanto lo heredado, sino también
en cuanto al modo de ser heredero, Explica Santo Tomás que: «la heredad de uno la constituyen
sus riquezas; y porque Dios, en su bondad, admite a los hombres a la heredad de su
bienaventuranza, puede decirse que los adopta. Pero la adopción divina supera a la humana en
que Dios, al adoptar a un hombre, le hace idóneo, por el don de su gracia, para recibir la heredad
celestial, mientras que el hombre no crea esa idoneidad, antes bien la supone en el que es
adoptado»[16].
771. –Contra la afirmación del poder de la gracia de hacer heredero de Dios, podría objetarse,
como indica el Aquinate, en el pasaje citado de su Comentario a la Epístola a los Romanos:
«como el hijo no alcanza la herencia sino una vez muerto el padre, parece que el hombre no
puede ser heredero de Dios, que nunca muere». ¿Cómo se resuelve esta dificultad?
–Responde Santo Tomás que es cierto que, para recibir una heredad, se requiere el fallecimiento
del que se hereda: «mas debemos decir que eso sucede en cuanto a los bines temporales, que
no pueden ser poseídos simultáneamente por muchos, por lo cual es necesario que uno muera
y el otro le suceda; pero los bienes espirituales pueden ser poseídos al mismo tiempo por muchos,
y por eso no es necesario que el padre muera para que los hijos hereden»[17].
De manera que como:«los bienes espirituales pueden ser poseídos por muchos a la vez, no así
los bienes corporales» debe sostenerse, por una parte, que: «la heredad corporal no puede ser
percibida por el sucesor sino a la muerte de su propietario»; por otra, que: «la heredad espiritual
la poseen todos íntegramente sin perjuicio ninguno del Padre, siempre vivo».
No obstante, advierte también Santo Tomás que hay una mayor semejanza entre la herencia
natural y la herencia divina adoptiva, porque: «se puede decir que Dios muere para nosotros en
cuanto está en nosotros por la fe; y será nuestra herencia en cuanto lo veremos cara a cara»[18].
Ya en estado de gracia, por la fe, ya se anticipa la gloria, porque: «la gracia no es otra cosa que
un comienzo en nosotros de la gloria», ya que la «la gracia y la gloria están en el mismo
género»[19].
772. –El segundo efecto de la gracia, derivado de los anteriores, es hacer al hombre coheredero
con Cristo. ¿Qué significa esta tercera afirmación de San Pablo, en el pasaje citado?
–También en la Suma teológica sostiene Santo Tomás que: «Por la adopción divina venimos a
ser hermanos de Cristo, por tener el mismo Padre que Él». Se podría decir que hemos entrado a
formar parte de la familia de Dios, y mucho más plenamente que un hijo adoptado, porque la
gracia ha puesto en el alma una participación de la naturaleza y vida divina, que la ha
transformado intrínsecamente en divina, en este sentido analógico.
Por ello: «La paternidad guarda un modo distinto respecto de Cristo y respecto de nosotros. De
ahí que el Señor de forma clara dijo «mi Padre» y, separadamente, «vuestro Padre (Jn 20, 17).
Efectivamente, Dios es Padre de Cristo por generación natural, que es lo propio de Él, mientras
que es padre nuestro por una acción voluntaria, la cual le es común con el Hijo y el Espíritu Santo.
Y, por esto, Cristo no es Hijo de toda la Trinidad, como lo somos nosotros»[20].
La paternidad de adopción de Dios con el hombre, por la gracia, en el sentido explicado, nos hace
hermanos de Cristo. Al rezar «Padre nuestro», notaba San Agustín: «¿A quién decimos «Padre
nuestro»? Al Padre de Cristo. Quien, pues, dice al Padre de Cristo «Padre nuestro», ¿qué dice a
Cristo, sino «Hermano nuestro»? No es empero Padre nuestro como es Padre de Cristo, pues
Cristo nunca nos unió consigo sin hacer distinción alguna entre él y nosotros. Él, en efecto, es
Hijo igual al Padre, él es eterno con el Padre y coeterno con el Padre; nosotros, en cambio, hemos
sido hechos mediante el Hijo, adoptados mediante el Único. Por eso, nunca se oyó de la boca de
nuestro Señor Jesucristo, cuando hablaba a los discípulos, decir Él del sumo Dios, Padre suyo,
«Padre nuestro»; sino que dijo o «Padre mío», o «vuestro Padre». Hasta tal punto no dijo «Padre
nuestro», que puso en cierto lugar estas dos cosas: Voy, afirma, «a mi Dios y a vuestro Dios».
¿Por qué no dijo «nuestro Dios»? Dijo: «A mi Padre y a vuestro Padre» (Jn 20, 17); no dijo
«nuestro Padre». Unió distinguiendo, distingue sin separar. Sostiene que nosotros somos uno en
Él, pero que «el Padre» y Él son «una única cosa»[21].
En el Comentario a la Epístola a los Romanos, añade Santo Tomás, que el versículo citado sobre
los tres efectos de la gracia, San Pablo: «describe esta herencia por parte de Cristo, diciendo; «y
coherederos de Cristo», porque siendo Él mismo el principal hijo por quien nosotros participamos
de la filiación; así también es el principal heredero, a quien nos unimos en la herencia. Se dice
en la Escritura: «Este es el heredero» (Lc 20, 14); y también: «Aún te llevaré un nuevo heredero»
(Miq 1, 15)»[22].
En el mismo versículo San Pablo dice seguidamente: ««con tal, no obstante, que padezcamos
con Él, a fin de que seamos con Él glorificados»[23]. Muestra así, explica Santo Tomás: «la causa
de la dilación de esa vida gloriosa», porque : «débese considerar que Cristo, que es el principal
heredero, alcanza la herencia de la gloria mediante los padecimientos. «¿No era necesario que
Cristo pareciera así para entrar en su gloria?» (Lc 24, 26)». Como consecuencia: «no de una
manera más fácil podremos nosotros obtener la herencia, y por eso es necesario que también
nosotros alcancemos mediante los padecimientos esa herencia. «Es menester que a través de
muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios» (Hech 14, 21. Porque no recibimos
inmediatamente un cuerpo inmortal e impasible, a fin de que podamos padecer juntamente con
Cristo (…) pacientemente las tribulaciones de este mundo (…) y «Si hemos muerto con Él, con
Él también reinaremos (2 Tim 2, 11-12)»[24].
773. –¿Cómo la comunicación de la naturaleza divina, primer efecto de la gracia y raíz de todos
los demás, afecta al hombre?
–La gracia al comunicarnos la naturaleza de Dios de manera participada, y con ello su vida, lo
hace también, y del mismo modo participado, con la justicia y santidad divinas, porque todos los
atributos de Dios se identifican realmente con su esencia o naturaleza. Dios es infinitamente justo
y su justicia es opuesta al pecado, que es la privación de la justicia.
Se declaró, por ello, en el Concilio de Trento que la justificación: «no sólo es el perdón de los
pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior, mediante la recepción
voluntaria de la gracia y de los dones». Como consecuencia: «el hombre, de injusto se hace justo,
y de enemigo amigo».
Enumeró seguidamente sus causas. La «causa eficiente» es «Dios misericordioso, que
gratuitamente lava y santifica. La «causa final» es «la gloria de Dios y de Jesucristo y la vida
eterna». También entre las extrínsecas debe sostenerse que la «causa meritoria» es «su muy
amado unigénito Hijo, Jesucristo, nuestro Señor quien (…) mereció para nosotros con su pasión
santísima en el árbol de la Cruz, y satisfizo por nosotros a Dios Padre». Por último, la «causa
instrumental» es «el Sacramento del Bautismo, que es Sacramento de fe, sin la cual nadie jamás
ha conseguido la justificación».
Respecto a las causas intrínsecas, solo hay «una única causa formal», que es «la justicia de
Dios, no aquella con que Dios es justo, sino con la que a nosotros nos hace justos, es decir,
aquella por la que enriquecidos por Él, «somos renovados en el espíritu de nuestra mente» (Ef 4,
23), y no sólo somos reputados, sino que verdaderamente nos llamamos y somos justos»[25].
774 –Además de los efectos interiores de la gracia examinados, ¿la gracia causa más efectos?
–Con el fundamento de los tres efectos indicados por San Pablo –ser hijos adoptivos de Dios y
así justificados, herederos de Dios y hermanos y coherederos con Cristo[26]–, la gracia causa
también tres efectos operativos. A cada uno de ellos dedica Santo Tomás un capítulo de los que
tratan la gracia, en el libro tercero de la Suma contra los gentiles.
El principal de ellos es la caridad, el amor a Dios en nosotros, porque: «como resultado de lo
dicho, por el auxilio divino de la gracia que hace grato a Dios (gratia gratum faciens), el hombre
consigue amar a Dios», o tener caridad.
Debe sostenerse que: «el amar a Dios es, en el hombre, un efecto de la gracia que hace grato a
Dios», y que es denominada gracia gratificante, porque, por un lado: «en el hombre, la misma
gracia, que le hace grato a Dios, es efecto del amor divino». Por otro, también: «el efecto propio
del amor divino en el hombre es el amar a Dios, ya que lo principal en la intención del amante es
ser correspondido en el amor por el ser amado, pues la inclinación del amante tiende
principalmente a atraer al amado hacia su amor; y si no ocurriese esto sería necesario destruir el
amor». Por consiguiente, al causar Dios la gracia santificante, que es efecto de su amor, causa,
por ella, el amor del hombre a Dios.
Santo Tomás demuestra esta afirmación con otros argumentos. El primero es el siguiente: «El fin
último, al cual es llevado el hombre por el auxilio de la gracia de Dios, es la visión de la esencia
divina, que es propia del mismo Dios; y de este modo el bien final es comunicado al hombre por
Dios». De ello, se sigue que: «el hombre no puede ser llevado a ese fin si no se une a Dios,
conformando su voluntad con la suya». Además como: «es propio de los amigos el querer y no
querer las mismas cosas, el gozarse y condolerse de las mismas cosas» (Aristóteles, Ética, IX,
c. 3), por la gracia que hace grato, el hombre se convierte en amador de Dios». Se convierte en
amigo de Dios, que le amó primero y le comunicó el don de su gracia.
Precisa seguidamente que: «como el fin y el bien son el objeto propio del apetito o del afecto, es
menester que por la gracia que hace grato, que dirige al hombre al fin último, se perfeccione
principalmente el afecto del hombre». Además, como: «la principal perfección del afecto es el
amor, pues nadie desea, o espera, o se goza, a no ser por el bien amado», el hombre, por la
gracia, ama a Dios.
Otro argumento, que aporta Santo Tomás, está basado en la naturaleza de la misma gracia,
porque se inicia con la tesis ya demostrada que: «la gracia que hace grato es, en el hombre,
cierta forma por la cual se ordena al fin último, que es Dios», y que, por ello, «el hombre mediante
la gracia, adquiere la semejanza de Dios». Se añade que: «la semejanza es causa del amor,
pues como se dice en la Escritura: «Todo ser ama a su semejante» (Eccli 13, 19). Puede así
concluirse que: «el hombre se hace mediante la gracia amador de Dios».
Tesis que se encuentra confirmada igualmente en la Escritura, porque: «dice San Pablo que: «El
amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado» (Rm 5, 5)». El amor de Dios significa, en este lugar, por una parte, el amor de Dios al
hombre, que, como se sostiene en los anteriores versículos, es la esperanza del hombre. Por
otra, que por este amor infunde en el hombre el amor con el que éste ama a Dios. El amor a Dios,
por consiguiente, es recíproco, el de Dios al hombre, que es el primero, y el de éste, por la acción
del mismo amor Divino, a Dios.
Asimismo la Escritura ratifica que la gracia «conduce al fin de la visión divina», porque: «El Señor
promete a sus amadores su propia visión, diciendo en San Juan: «El que me ama a mí será
amado de mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21)»[27].
775. – ¿Cuál es la naturaleza de la caridad?
–La caridad, virtud teologal, o hábito sobrenatural infundido por Dios en la voluntad, queda
definida esencialmente en esta afirmación de San Pablo,: «el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo, que nos ha sido dado»[28].
Al comentar estas palabras, explica Santo Tomás que: «el amor de Dios se puede tomar en dos
sentidos. Del uno, en cuanto al amor con el que Dios nos ama. Se lee en la Escritura: «Te amé y
con amor eterno» (Ges 31, 3); del otro se puede decir que el amor de Dios es el amor con el que
nosotros lo amamos. También se lee en esta misma epístola: «Estoy cierto de que ni muerte, ni
vida (…) nos podrá apartar del amor de Dios» (Rm 8, 38)».
Sostiene Santo Tomás, que San Pablo afirma, en el texto, que: «una y otra caridad de Dios se
derrama en nuestros corazones en virtud del Espíritu Santo que nos es dado. Porque el dársenos
el Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo, es llevarnos a la participación del amor,
que es el Espíritu Santo».
El amor, o caridad, que derrama o vierte el Espíritu en el hombre, es una participación del mismo
amor trinitario, o Espíritu Santo, del amor que procede del amor mutuo entre el Padre y el Hijo, y
que ha sido dado primero por Dios por amor a nosotros. «Participación por la cual nos
convertimos en amadores de Dios».
Por el amor participado, o creado en nosotros, amamos a Dios. Por ello, observa Santo Tomás
algo que puede parecer sorprendente desde una actitud pelagiana o semipelagiana: «Y que a Él
lo amemos es la señal de que Él mismo nos ama». Es una prueba de su amor, porque sin él no
sería posible el nuestro. Se lee en la Escritura «Yo amo (primero, por tanto) a los que me aman»
(Prov 8, 17). Y también, que: « no que nosotros hayamos amado primero a Dios, sino que Él nos
amó primero» (1 Jn 4, 10)».
Por ello, en este pasaje paulino: «se dice que la caridad con la que nos amó se ha derramado en
nuestros corazones, porque claramente se muestra en nuestros corazones por el don del Espíritu
Santo impreso en nosotros, tal como se dice en la Escritura: «En esto sabemos que Él permanece
en nosotros» (1 Jn 3, 24)».
También: «se dice que el amor con que nosotros amamos a Dios se ha derramado en nuestros
corazones, porque se extiende a todos los hábitos y actos del alma que se han de consumar, por
ello: «la caridad es paciente, es benigna,…(y siguen trece características más).» (1 Cor 13,
4)»[29]. De ahí, que la caridad no tenga distintas especies y sea una virtud única.
Por el mismo motivo –Dios y su bondad–, que se ama a Dios, se ama al prójimo y a nosotros
mismos. De manera que: «Dios es el objeto principal de la caridad, y el prójimo es amado con
caridad por Dios»[30]. Si el hombre no ama a los demás o a sí mismo por el motivo de la divina
bondad, sino por otro motivo, incluso honesto, no es un amor que pertenezca a la virtud
sobrenatural de al caridad, en todo caso a algún tipo de virtud adquirida y, por tanto, natural.
776. –Si el motivo de la caridad del hombre es la bondad suma de Dios, que le hace digno de ser
amadoo de ser correspondido, ¿puede decirse que el amor de la caridad es un amor de amistad
entre Dios y el hombre?
–Dios es amado por su infinita y perfecta bondad –que constituye la infinita felicidad, o
bienaventuranza divina–, pero no considerada en sí misma, sino también en cuanto es un bien
común para el hombre, o en cuanto que constituye su bien y, por tanto, su bienaventuranza, o
felicidad. Escribe Santo Tomás que: «si, por un imposible, Dios no fuera el bien del hombre, no
tendría motivo de amarle»[31]. Esta comunicación divina del bien, para la felicidad eterna del
hombre, revela que hay amor de amistad entre el hombre y Dios.
Entre Dios y el hombre hay amor de amistad. «Está el testimonio de San Juan: «Ya nos llamaré
siervos, sino amigos» (Jn 15, 15), palabras que decía por razón de la caridad»[32]. Se puede
argumentar que el amor de amistad es «el amor que entraña benevolencia, esto es, cuando de
tal manera amamos a alguien que queremos para él el bien». Además: «para la razón de amistad
se exige una mutua reciprocidad de amor, pues el amigo es amigo para el amigo». Por último se
exige una comunicación de bienes, porque: «esta correspondida benevolencia se funda en
alguna comunicación». Dado que hay: «cierta comunicación del hombre con Dios en cuanto nos
comunica su bienaventuranza, sobre tal comunicación se establece una cierta amistad»[33]. La
amistad de la caridad procede totalmente de Dios, porque: «la caridad es una amistad del hombre
con Dios fundada en la comunicación de la bienaventuranza eterna», que es totalmente gratuita.
En cambio, a Dios el hombre no puede comunicarle u ofrecerle nada, que previamente no haya
recibido. Por ello: «Esta comunicación no se da según dones naturales, sino gratuitos, porque
dice San Pablo: «don de Dios es la vida eterna» (Rm 6, 23), por donde la misma caridad
sobrepasa las facultades de la naturaleza. Lo que sobrepuja la capacidad de la naturaleza no
puede ser natural ni adquirido por potencias naturales, pues el efecto natural no trasciende su
causa».
Por su carácter sobrenatural, se sigue que: «no podemos tener la caridad naturalmente, ni
adquirirla por las fuerzas naturales, sino por infusión del Espíritu Santo, que es el amor del Padre
y del Hijo, cuya participación en nosotros es la misma caridad creada»[34]. El amor entre el Padre
y el Hijo, que es el Espíritu Santo, es participado en nosotros, y es así la caridad creada que
poseemos. El recién canonizado John Henry Newman, con la claridad y brevedad que le
caracterizaba, lo expresaba de este modo: «Tercera Persona de la Santísima Trinidad (…) eres
aquel Amor vivo con que el Padre y el Hijo se aman mutuamente. Y eres el autor del amor
sobrenatural en nosotros»[35].
Debe, por tanto, concluirse que: «la caridad es una amistad del hombre con Dios». También que:
«las diferentes especies de amistad se toman de la diversidad del fin (…) siendo el fin de la
caridad uno, a saber: la divina bondad, es también una la comunicación de la bienaventuranza
eterna sobre la que se cimienta esta amistad. Por lo cual, queda que la caridad es
omnímodamente virtud única, no diferenciada en varias especies»[36].
777. –¿La caridad en el hombre, infundida por la gracia, permanece siempre igual?
–El Espíritu Santo infunde sobrenaturalmente la caridad, o amistad entre el hombre y Dios. Afirma
San Pablo que: «Lo obra un solo y mismo Espíritu, repartiendo a cada uno como quiere»[37].
Explica Santo Tomás que: «La capacidad de una cosa depende de su causa propia, pues causa
más universal produce un efecto mayor. Por sobrepujar la caridad, la proporción de la naturaleza
humana, no depende de ningún poder natural, sino de la sola gracia del Espíritu Santo, que la
infunde. Por lo cual la cantidad de caridad no depende de la condición de la naturaleza o de la
capacidad de la virtud natural, sino sólo de la voluntad del Espíritu Santo, que reparte sus dones
como quiere. Por eso, dice el apóstol: «A cada uno de nosotros se ha dado la gracia, según
medida de la donación de Cristo» (Ef 4, 7)»[38]. Toda gracia recibida ha sido dada por Cristo y
«según que Cristo nos la mide con la debida proporción»[39]. La donación es la única fuente y
medida de la gracia recibida.
Sin embargo, observa Santo Tomás que: «La caridad en la presente vida puede aumentar. Nos
llamamos viadores por caminar hacia Dios, último fin de nuestra bienaventuranza. Tanto más
adelantamos en este canino, cuanto más nos acercamos a Dios, a quien no se llega con pasos
corporales, sino con los afectos del alma. Hace este acercamiento la caridad, porque por ella la
mente se une a Dios. Por la cual es condición de la caridad de la presente vida que pueda crecer,
pues, si no aumentara, cesaría el caminar. De aquí que San Pablo llame «camino» a la caridad,
al decir: »Os indico un camino más excelente» (Cor, 12, 31)»[40].
En esta vida: «la caridad aumenta por intensificarse en el sujeto», con actos de amor más intenso,
porque «la caridad sólo aumenta por participarla más y más el sujeto, o sea, por ser más y más
forzado a obrar según ella y por sometérsele con más docilidad»[41].
La caridad, por ser un hábito, una cualidad, no puede aumentar como las cosas cuantitativas, por
adición. Una porción o cantidad de tierra aumenta, si se le agrega más tierra, pero una cualidad,
como un color, no crece por añadírsele más cosas de aquel color a lo que tiene el mismo. Sólo
es posible el aumento por una mayor posesión de la cualidad en su sujeto, en una más plena
participación. Por ello, el aumento de la caridad no es por la suma de actos iguales, o menos
perfectos, de la que se posee, sino por otro con un mayor grado de caridad o intensidad de la
misma. La perfección de la caridad no se consigue, por tanto, con la suma de actos caritativos
imperfectos.
Además, la caridad puede crecer siempre de manera indefinida, porque: «la caridad, en razón de
su naturaleza específica, no tiene término de aumento, ya que es una participación de la infinita
caridad, que es el Espíritu Santo. Es igualmente de poder infinito la causa del aumento de la
caridad: Dios. Ni por parte del sujeto se le puede prefijar término, porque siempre, al crecer la
caridad, sobrecrece la capacidad para un aumento superior»[42].
La caridad, por tanto, puede aumentar ilimitadamente como efecto de la gracia. Newman, en el
lugar citado, pedía al Espíritu Santo: «Aumenta en mi este don de amor, a pesar de mi
indignidad». Aportaba esta razón: «Es más precioso que cualquier otra cosa de este mundo. Lo
acepto en lugar de todo lo que el mundo puede darme. Es mi vida»[43].
Por el contrario: «hablando en rigor, la caridad no puede de ningún modo disminuir; sin embargo,
impropiamente hablando, puede llamarse disminución de la caridad a la disposición a su
corrupción, la cual causan los pecados veniales; o también el no ejercicio de las obras de
caridad»[44]. Los pecados veniales, en sentido propio, no disminuyen el hábito de la caridad,
pero si predisponen al pecado mortal, que la hace perder siempre y basta con uno solo.
Lo prueba Santo Tomás con el siguiente argumento: «Si la caridad fuese hábito adquirido,
dependiente de la virtud del sujeto, no acaecería que al instante se perdiera por contraria acción
(…) Mas siendo la caridad hábito infuso, depende de la acción de Dios, que lo infunde. Y que
comporta en la infusión y conservación de la caridad como el sol en la iluminación del aire. Y así
como la luz dejara de existir instantáneamente en el aire al interponerse un obstáculo a la
iluminación del sol, de la misma manera la caridad cesa al instante de estar en el alma cuando
es interferida por un obstáculo la influencia divina de la caridad. Y es evidente que con un pecado
mortal, que se opone a los divinos mandamientos, se pone obstáculo a dicha infusión, pues por
el hecho de que el hombre, al elegir, prefiera el pecado a la divina amistad, que nos manda
cumplir su voluntad, se sigue que, en el momento en que se comete la acción moralmente
pecaminosa, se pierde el hábito de la caridad»[45].
778. –Si la caridad, por mucho que aumente en este vida, no puede llegar a un límite, parece que
no podrá nunca alcanzar la perfección. ¿Siempre la caridad será imperfecta en esta vida?
–A esta cuestión responde Santo Tomás negativamente con estas palabras de San Agustín sobre
la caridad: «Una vez que ha nacido, se nutre; nutrida, se fortalece; fortalecida, alcanza la
perfección. Y una vez que ha alcanzado la perfección ¿cómo se manifiesta? «Para mí vivir es
Cristo y una ganancia el morir (…) Deseaba morir y estar con Cristo, pues era con mucho lo
mejor; pero en atención a vosotros es necesario que permanezca en la carne»(Filip 1, 21,
24)»[46].
Comenta seguidamente Santo Tomás: «La caridad puede ser perfecta en esta vida», porque,
según el texto paulino citado en este pasaje: «es posible en esta vida, como se dio en San Pablo»
el «querer morir y estar con Cristo»[47].
Explica Santo Tomás que la perfección de la caridad se puede tomar en dos sentidos distintos.
Uno, como perfección del objeto de la caridad, del objeto amado. En este sentido: «Por ser infinita
la bondad de Dios, la caridad es infinita y, por ello, es infinitamente amable, «pero ninguna criatura
puede amarle infinitamente, por ser finito todo poder creado». Por consiguiente: «en este sentido,
no puede ser perfecta la caridad de ninguna criatura, sino solo caridad de Dios, con la cual se
ama a sí mismo».
En otro sentido, como la perfección de la caridad considerada en su sujeto. En esta acepción:
«Es perfecta la caridad por parte del que ama cuando ama cuanto le es posible amar; lo cual
sucede de triple modo: primero, porque todo el corazón del hombre está continuamente
transportado a Dios. Esta es la perfección de la caridad de la patria, la cual no es posible en esta
vida por la flaqueza de la vida humana, que hace imposible pensar continuamente en Dios y
moverse a su amor». En el cielo se da está perfección de la caridad, que habrá ya alcanzado su
finalidad y, por ello, ya no podrá aumentar ni disminuir.
El segundo modo de perfección viable en el sujeto se da: «si el hombre pone su cuidado en
aplicarse a Dios y a las cosas divinas, olvidando todo lo demás, en cuanto se lo permitan las
necesidades de la vida presente. Esta es la perfección de la caridad posible en esta vida, aunque
no se dé en todos los que tienen caridad». Hay, por último, un tercer modo, cuando quien posea
la caridad: «de tal modo ponga habitualmente todo su corazón en Dios, que nada piense que sea
contrario al divino amor. Y ésta es la perfección corriente de quienes andan en la caridad»[48].
779. –En la Suma Teológica, nota el Aquinate que: «cuanto una cosa es más amable, tanto más
fácilmente se puede amar» y que, por ser lo máximamente amable, Dios « por ser el sumo bien,
es más fácil amarle que a las demás cosas»[49]. Si para amar estas cosas no necesitamos ningún
auxilio sobrenatural, Parece, por tanto, que no sea necesario recibir la gracia para amar a
Dios. ¿Cómo se resuelve esta dificultad?
–Santo Tomás recuerda, que, como se ha dicho: «Dios es de suyo cognoscible en grado sumo,
pero no para nosotros, debido a las deficiencias de nuestro conocimiento, que depende de las
cosas sensibles». Además de ser máximamente cognoscible, Dios: «es en sí sumamente amable,
en cuanto es objeto de bienaventuranza»[50]. o de la suprema felicidad eterna, porque: «Dios es
tan amable cuanto bueno»[51]. De manera parecida, tampoco: «se nos presenta de este modo,
por la inclinación de nuestros afectos a los bienes visibles». Por ello, aunque, con su razón y su
afecto, el hombre puede conocer y amar a Dios como creador y providente, no le es posible
hacerlo tal como es Dios en sí mismo. «Por donde conviene que, para que de esa manera sea
amado, se infunda la caridad en nuestros corazones»[52].
El amor natural a Dios está «fundado en la comunicación de bienes naturales, y por eso lo
poseemos todos naturalmente». En cambio: «la caridad se funda en comunicación
sobrenatural»[53]. Son, por tanto, distintas y tienen una diferente causa.
Además, por la caridad, se establece la amistad mutua del hombre y Dios; y como toda amistad
implica la unión afectiva y tiende a la unión real, hace posible una nueva presencia de Dios,
distinta de la que tiene en el orden natural. Argumenta Santo Tomás que: «puesto que la criatura
racional conociendo y amando, alcanza por su operación hasta al mismo Dios, según este modo
especial no solamente se dice que Dios está en la criatura racional, sino también que habita en
ella como en su templo»[54].
Se lee en la Escritura: «¿No sabéis que sois templo de Dios y el Espíritu Santo habita en
vosotros?»[55]. Al comentar este versículo, escribe Santo Tomás: «Dios habita, como en su casa,
en los santos, cuya mente es capaz de Dios por el conocimiento y el amor (…) conocimiento sin
amor no es suficiente para que Dios more en uno, según dice San Juan: «Dios es caridad y quien
permanece en caridad, permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16).

[1] 2 Pedr. 1, 4.
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 112, a. 1, in c.
[3] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 27, a. 3, ad 9.
[4] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 115, a. 2, ad 4.
[5] Rm 8, 17.
[6] 1 Jn 3, 1.
[7] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 27, a. 2, in c.
[8] Ibíd., I, q, 93, a. 3, in c.
[9] Ibíd., III, q. 23, a. 2, in c.
[10] Jn 20, 17.
[11] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 23, a. 2, ad 3.
[12] Ibíd., III, q. 23, a. 1, ad 2.
[13] Ibíd.., III, q. 23, a. 2, ad 3.
[14] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. VIII, lec. 3.
[15] Ef 15, 2.
[16] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 23, a. 1, in c.
[17] Ídem, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. VIII, lec. 3.
[18] Ídem, Suma teológica, III, q. 23, a. 1, ad 3.
[19] Ibíd., II-II. q. 24, a. 3, ad 2.
[20] Ibíd., III, q. 23, a. 3, ad 2.
[21] San Agustín, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, Trat, 21, 3
[22] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. VIII, lec. 3.
[23] Rm 8, 17.
[24] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. VIII, lec. 3.
[25] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. VII.
[26] Cf. Rm 8, 17.
[27] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 151.
[28] Rm 5, 5.
[29] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los romanos, c. V, lec. 1.
[30] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 23, a. 5, ad 1.
[31] Ibíd., II-II, q. 26, a. 13, ad 3.
[32] Ibíd., II-II, q. 23, sed c.
[33] Ibíd., II-II, q. 23, a. 1, in c.
[34] Ibíd., II-II, q. 24, a. 2, in c.
[35] John Henry Newman, Cuaderno de Oraciones, Barcelona, Editorial Balmes, 1990, p. 27.
[36] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 23, a. 5, in c.
[37] 1 Cor 12, 11.
[38] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica II-II, q. 24, a. 3, in c.
[39] ÍDEM, Comentario a la epístola a los Efesios, c, 4, lec. 3.
[40] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 24, a. 4, in c.
[41] Ibíd., II-II, q. 24, a. 5, in c.
[42] Ibíd., II-II, q. 24, a. 7, in c.
[43] John Henry Newman, Cuaderno de Oraciones, op. cit., p. 27.
[44] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 24, a. 10, in c.
[45] Ibíd., II-II, q. 24, a. 12, in c.
[46] San Agustín, Tratados sobre la Primera carta de San Juan, Hom. 5 (1 Jn 3, 9-18), n. 4.
[47] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 24, a. 8, sed c.
[48] Ibíd., II-II, q. 24, a. 8, in c.
[49] Ibíd., II-II, q. 24, a. 2, ob. 2
[50] Ibíd., II-II, q. 24, a. 2, ad 2.
[51] Ibíd., II-II, q. 24, a. 8, in c.
[52] Ibíd., II-II, q. 24, a. 2, ad 2.
[53] Ibíd., II-II, q. 24, a. 2, ad 1.
[54] Ibíd., I, q. 43, a. 3, in c.
[55] 1 Cor 3, 16.

LXIX. La fe y la humildad

780. –La gracia causa la virtud teologal de la caridad, ¿causa también la fe?
–Probada la tesis sobre el amor como efecto de la gracia, en el capítulo siguiente de la tercera
parte de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás argumenta: «como la gracia divina causa en
nosotros la caridad, es necesario que cause también la fe»[1].
En la Suma teológica, define el creer, que es el acto propio de la virtud teologal de la fe, como:
«un acto del entendimiento determinado al asentimiento del objeto por el imperio de la
voluntad»[2]. Explica más adelante que, por una parte: «el entendimiento del creyente asiente a
la cosa creída no porque la contemple en sí misma o reduciéndola a los primeros principios, en
sí evidentes, sino por imperio de la voluntad»[3].
Por otra, que: «aunque: «el creer depende, ciertamente de la voluntad del hombre», y, por tanto,
de su libertad, «sin embargo, es necesario que la voluntad del hombre sea preparada por Dios
mediante la gracia»[4].
Además de la libertad, por tanto: «es necesario asignar otra causa interior que mueva a asentir
interiormente a la verdad creída». Advierte seguidamente que: «para los pelagianos, esa causa
sería solamente el libre albedrío; por eso afirmaban que el comienzo de la fe está en nosotros,
puesto que de nosotros depende el estar dispuestos a asentir a las verdades reveladas; y que su
consumación viene de Dios, por quien nos son propuestas las verdades que debemos creer».
Las dos tesis son inaceptables, porque: «el hombre, para asentir a las verdades de fe, es elevado
sobre su propia naturaleza, y ello no puede explicarse sin un principio sobrenatural que le mueva
interiormente, que es Dios». Por consiguiente, debe afirmarse que: «la fe en cuanto al
asentimiento, que es su acto principal, proviene de Dios, que mueve interiormente por la
gracia»[5].
781. –¿Cómo demuestra el Aquinate, en este capítulo de la «Suma contra los gentiles», que el
acto de la fe sea causado por la gracia?
–Prueba Santo Tomás que es necesario que la fe sea causada por la gracia con varios
argumentos. El primero, que parte del fin último sobrenatural, es el siguiente: «El movimiento con
el cual nos dirigimos mediante la gracia al fin último es voluntario, no violento, como ya se
demostró (III, c. 148). No puede haber un movimiento voluntario hacia una cosa, si tal cosa no es
conocida».
Para conseguir mediante la gracia, el fin último, dado que se hace de una manera voluntaria y
libre, se requiere tener algún conocimiento del mismo. «Luego es necesario que mediante la
gracia se nos anticipe el conocimiento del último fin, para que nos dirijamos a él voluntariamente».
Sin embargo, tal: «conocimiento no puede ser en esta vida una visión clara, según se probó (III,
cc. 48-52)». El único posible es el que proporciona la fe. Por consiguiente: «es necesario que sea
un conocimiento por medio de la fe»[6]. La gracia con la fe, que causa, proporciona el
conocimiento del último fin, condición para que el hombre se pueda encaminar libremente a él.
Podría parecer que este argumento y otros semejantes tienen poco interés, aunque, al explicar
el origen y la naturaleza de la fe, revelan su necesidad para alcanzar el fin último, o la vida eterna.
Como notaba el tomista Torras y Bages: «Los hombres modernos, hasta los creyentes, piensan
poco en la salvación eterna. Piensan poco en ella y hasta hablan poco en las conversaciones, en
las conferencias religiosas, en la comunicación mutua entre ellos y hasta en las controversias y
propagandas en que ejercen el proselitismo»[7], cuya finalidad es cumplir el mandato de Cristo
de predicar y bautizar, pues afirmó que: «El que creyere y fuese bautizado será salvo, pero el
que no creyere será condenado»[8].
Tal actitud, añade el pensador español, experto conocedor del pueblo y cultura catalana que:
«está como esparcida por la atmósfera que respiramos; aunque persevera íntegra por la gracia
de Dios la fe cristiana en el interior de los hijos de la Iglesia, no obstante, un engrudo mundano
se pone sobre nuestras almas y, obrando sobre ellas, las hace frívolas, apareciendo la religión
más como un sistema social, como una especie de policía moral, como un arte y una filosofía
para contentar el espíritu, que no como un medio de salvación que Jesucristo vino a enseñarnos».
Sin embargo: «la raíz honda de la religión en el corazón de los hombres, que la hace fija y firme
de manera que no hay fuerza mundana que la puede arrancar, no es la convicción de su utilidad
social, ni de la belleza de sus doctrinas, ni de los nobles sentimientos que inspira, ni el ser una
tradición venerada por todas las generaciones; la raíz única e indestructible de la religión es la
creencia firme de que sin ella no podemos salvarnos».
De manera que: «la suerte eterna a nadie le es indiferente. Delante de la eternidad todos tiemblan,
solamente no temen al salir de este mundo los hombres bestializados»[9], los que viven según
sus pasiones y sentimientos. Incluso, especialmente en el arte, se da al «sentimiento y a la pasión
un valor purificante y santificador, considerándolo una fuerza redentora». Por el contrario: «Las
pasiones no son purificantes, son ciegas, y ellas han de ser purificadas con la recta dirección de
la razón y de la fe cristiana, que han de señalarles el curso de que deben seguir»[10].
Considera asimismo Torras y Bages que: «la inconstancia y la frivolidad de los hombres
modernos es evidente, lo mismo en la vida particular que en la vida pública y hasta en la vida
religiosa. En la mayor parte de ellos la fuerza que mueve y dirige la actividad de su vida son los
deseos, los instintos y en los más distinguidos el sentimiento. Pero estas fuerzas humanas, los
instintos, los deseos y los sentimientos son fuerzas que han de ser dirigidas, porque ellas de si
mismas son ciegas y mudables, y si les falta una dirección superior son incapaces de una obra
completa y armónica. La vida, entonces, lejos de ser una armonía, es un desequilibrio y
discordancia»[11].
La creencia en la eternidad, concluye: «es también la base de la firmeza de la vida social; de
manera que la firmeza, lo mismo de la vida individual que de la vida pública, depende de que
tenga este cimiento: el recuerdo y la viva convicción de la eternidad. Sobre un cimiento flaco no
se pueden hacer construcciones fuertes, el equilibrio depende del cimiento; y cuando falta en el
edificio de la vida, esta es inconstante, desquilibrada, tiembla y por último se hunde»[12].
782. –¿Cuál es el segundo argumento sobre la fe como efecto de la gracia?
–En el siguiente argumento, que da Santo Tomás para demostrar la necesidad de la gracia para
tener fe, se dice: «En cada cognoscente, el modo del conocimiento sigue al modo de la propia
naturaleza; por lo cual el modo del conocimiento del ángel, del hombre y del animal es distinto,
en cuanto que sus naturalezas son diversas, como consta por lo dicho (II, cc. 68, 82, 96 ss.). Pero
para obtener el último fin se le añade al hombre sobre la propia naturaleza cierta perfección, o
sea, la gracia, como se ha demostrado (III, c. 150)». Como la perfección de la gracia afecta, por
tanto, igualmente al entendimiento: «es preciso también que sobre el conocimiento natural del
hombre se añada cierto conocimiento superior, a la razón natural. Y éste es el conocimiento de
la fe, que versa sobre lo que no ve la razón natural»[13].
Se sigue de ello, que la fe tiene como sujeto la inteligencia humana, no un sentimiento o algo
perteneciente a la sensibilidad. Sostiene Santo Tomás, en la Suma teológica, que «creer es
inmediatamente acto del entendimiento». Queda probado: «porque su objeto es la verdad, que
propiamente pertenece a éste; en consecuencia, es necesario que la fe, principio propio de este
acto, esté en el entendimiento como en sujeto»[14].
Afirmaba, por ello, San Agustín que: «Creer es pensar con asentimiento»[15]. Este asenso, o
aprobación, de lo conocido intelectualmente no es porque se posea la intrínseca evidencia de su
contenido, sino por un acto de la voluntad libre bajo la moción de la gracia. Con la fe, declara San
Pablo: «ahora vemos por un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara»[16]. En
la visión beatífica, el objeto de la fe se verá directa y claramente, ahora por la fe de un modo
mediato y en sombras. En la fe, por tanto, no hay evidencia, pero hay total certeza, e incluso
superior a cualquier certeza natural, como la de la ciencia.
En este sentido, a la pregunta «qué es la fe», respondía San Juan Enrique Newman: «Es el
asentimiento como verdadera a una doctrina que no vemos y que no podemos demostrar, porque
Dios, que no nos engaña, dice ser cierta»[17]. También puede contestarse con otro sentido
relacionado con el anterior, porque: «como Dios nos anuncia la verdad de esta doctrina no con
su propia voz sino por la palabra de sus enviados, fe es también asentimiento a lo que un hombre
declara, considerado no como hombre a secas, sino en su función de mensajero, profeta o
embajador de Dios»[18].
En la vida ordinaria creemos con fe humana en: «un conjunto de cosas que no podemos
demostrar ni ver, en base a la palabra de otras personas (…) Pero en tal caso recibimos esas
informaciones como un testimonio humano y no le concedemos generalmente una confianza
absoluta y sin reservas»[19].
No ocurre lo mismo en la fe divina, porque: «quien cree que Dios es veraz y que ha comunicado
su palabra al hombre no albergará dudas. Tiene certeza de que la doctrina que se le enseña es
tan verdadera como Dios, que la ha revelado. Tiene certeza porque Dios es veraz, porque Dios
ha hablado, no porque vea la verdad o esté en condiciones de demostrarla. Es decir, la fe posee
dos características: es segura, firme e inalterable en su asentimiento, y lo presta no porque vea
con los ojos o con la razón, sino porque recibe las nuevas de uno que viene de Dios»[20].
783. –¿Aporta el Aquinate más argumentos sobre la necesidad de la fe causada por la gracia?
–Aduce otras dos pruebas. En la primera, que demuestra también que la fe es causada por la
gracia, se parte de esta proposición filosófica: «Siempre que una cosa es movida por un agente
para alcanzar lo que es propio de dicho agente, es preciso que esté desde un principio sometida
a las impresiones del agente, como a impresiones ajenas y no propias, hasta que se las apropia
en el término del movimiento».
Aclara esta tesis, con dos ejemplos. En uno, que es de orden físico, se nota que: «el leño, primero,
es calentado por el fuego, y aquel calor no es propio del leño, sino ajeno a su naturaleza; pero al
fin, cuando el leño ya está encendido, el calor se hace propio y connatural». En el otro, tomado
de la experiencia humana, se observa que: «cuando uno es enseñado por el maestro, es
menester que al principio reciba las enseñanzas del maestro no como si las entendiera por sí
mismo, sino creyéndolas, como si fueran superiores a su capacidad; más, al fin, cuando ya esté
instruido podrá entenderlas».
En la fe, en la que no hay visión, y en la gracia, que la prepara para la contemplación beatífica,
fin último del hombre, ocurre algo parecido, porque: «como consta por lo dicho, nos dirigimos al
último fin mediante el auxilio de la gracia divina. Y el fin último es la visión clara de la Verdad
primera en sí misma, como antes se demostró (III, c. 50). Por consiguiente, es menester que
antes de llegar al último fin el entendimiento del hombre se someta a Dios creyendo, por efecto
de la gracia divina»[21].
Un argumento parecido se encuentra en la Constitución dogmática sobre la fe católica. Se explica
en el texto conciliar que: «Dios por su infinita bondad destinó al hombre a un fin sobrenatural,
esto es, a participar de los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión del humano
entendimiento; puesto que: «ni ojo vio, ni oído oyó, ni ha probado el corazón del hombre, lo que
Dios ha preparado para los que le aman» (1 Cor 2, 9)».
Dios puede ser conocido por la razón humana por medio de las criaturas, pero: «plugo a su
sabiduría y bondad revelar al género humano por otra vía, y esta sobrenatural, a sí mismo y los
decretos eternos de su voluntad, según dice el Apóstol: «Dios, que en otro tiempo habló a
nuestros padres en diferentes ocasiones y de muchas maneras por los Profetas, nos ha hablado
últimamente, en estos días, por medio de su Hijo, Jesucristo» (Heb 1, 1-2)»[22].
Como: «estando la razón creada enteramente sujeta a la verdad increada, estamos obligados a
prestar por medio de la fe a Dios revelante el pleno obsequio de nuestro entendimiento y voluntad.
Y la Iglesia católica confiesa que esta fe, que es el principio de la salvación del hombre, es una
virtud sobrenatural, por la cual con la gracia inspirante y auxiliante de Dios, creemos ser
verdaderas las cosas reveladas por Él, no porque la luz natural conozca la verdad intrínseca de
tales cosas, sino por la autoridad del mismo Dios que las revela, que no puede engañarse ni
engañar».
La fe queda confirmada con obras que están por encima del orden y poder de la naturaleza,
porque: «para que este obsequio de nuestra fe sea conforme a la razón, quiso Dios que a los
auxilios internos del Espíritu Santo se juntasen los argumentos externos de su revelación, a saber,
obras divinas, principalmente los milagros y las profecías, los cuales, demostrando
luminosamente la omnipotencia y la ciencia infinita de Dios son señales ciertísimas de la divina
revelación y acomodados a la ciencia de todos».
No obstante, se precisa sobre estos hechos divinos, llamadas motivos de credibilidad, y que
hacen que la fe sea razonable, que: «aunque el asentimiento a la fe no sea un ciego movimiento
del alma, nadie, sin embargo, puede asentir a la predicación evangélica, como es preciso para
conseguir la salvación, sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo, que da a todos suavidad
para consentir y creer la verdad»[23].
784. –¿Cuál es el último argumento que aporta el Aquinate?
–Por último, recuerda Santo Tomás que, al principio de la obra, ha mostrado la necesidad de la
revelación divina para el conocimiento de verdades sobre Dios, no sólo sobrenaturales, que, sin
ella, serían desconocidas por todos, sino incluso algunas naturales, que lo serían sólo por pocos
e imperfectamente (I, c. III). De ello, añade: «puede deducirse también la necesidad de que la fe
sea para nosotros un efecto de la gracia divina»[24].
También, en el documento conciliar citado, se indica que: «a la divina revelación se debe
ciertamente atribuir el que todos puedan conocer claramente, con firme certeza y sin ninguna
mezcla de error, todo aquello que en las cosas divinas no es por sí inaccesible a la humana razón,
aun en la presenta condición humana», afectada por la caída original y los propios pecados.
No obstante, a pesar de las heridas que, por ello, tiene su entendimiento, su voluntad y sus
apetitos, había declarado un poco antes el Concilio: «la santa madre Iglesia cree y enseña que
Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser ciertamente conocido en las cosas creadas con
la luz natural de la razón humana; pues sus perfecciones invisibles, después de la creación del
mundo, se han hecho visibles por el conocimiento que nos dan sus criaturas»[25].
785. –¿La tesis sobre la necesidad de que la virtud sobrenatural de la fe sea causada por la gracia
de Dios, puede también confirmarse con la Escritura?
–Al finalizar este capítulo de la Suma contra los gentiles dedicado a la fe, causada por la gracia,
Santo Tomás cita este versículo de San Pablo: «Por la gracia habéis sido salvados por la fe. Y
esto no os viene de vosotros, pues es un don de Dios»[26]. Con ello, confirma lo probado con los
cuatro argumentos, que acaba de exponer.
Al comentar este versículo explica Santo Tomás que: «Con «y esto no os viene de vosotros»
manifiesta lo que (San Pablo) había dicho, y primero en cuanto a la fe, que es el fundamento de
todo el edificio espiritual, luego cuanto a la gracia». La fe por ser la primera en el orden de la
generación de las virtudes, tiene un carácter fundamental o básico.
Según Santo Tomás, en primer lugar, en cuanto a la fe, San Pablo: «cierra la puerta a dos errores.
De lo cuales el primero es el siguiente: ya que había dicho que por la fe nos salvamos, pudiese
alguno creer que esta fe procedía de nosotros y que a nuestro arbitrio quedaba creer o no. Por
eso dice para excluir este error: «y esto no viene de vosotros»; pues no basta para creer el libre
albedrío, ya que las cosas de la fe están por encima de la razón».
Añade Santo Tomás que: «Se lee en la Sagrada Escritura: «Muchas cosas se te han enseñado
que sobrepujan la humana inteligencia» (Eccli 3, 25): y «las cosas de Dios nadie las conoce sino
el Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 11). Por consiguiente, de sí no puede tener el hombre, a no dársele
Dios, el don de creer, según aquello del libro de la Sabiduría: «¿Quién podrá conocer tus
designios, si Tú no le das sabiduría, y no envías desde lo alto tu santo espíritu?» (Sab 9, 17)».
De ahí que, en el versículo citado, San Pablo: «añade: «es un don de Dios», es, a saber, la misma
fe. Se dice también en la Escritura: «Porque les es dado por Cristo, no tan sólo que crean en él,
sino que padezcan también por él» (Fil 1, 29); y se les da «a otros la fe por el mismo Espíritu» (1
Cor 12, 9)».
786. – Probado que la fe no procede del libre albedrío humano, tal como se afirma en el primer
error, ¿qué explica el Aquinate sobre el otro error anunciado?
–Sobre el segundo error, nota Santo Tomás: «que pudiese alguno creer que la fe se nos daba
por mérito de las obras precedentes y para cerrar la puerta a este error agrega (San Pablo, en el
versículo siguiente): «no viene de las obras» (Ef 2, 9) es a saber, anteriores, merecimos este don
de salvarnos, porque esto, como ya se dijo, es de pura gracia, según aquello de: «Sí, por la gracia,
luego no por las obras, de otro modo la gracia ya no sería gracia» (Rom 11, 6)».
Explica que San Pablo, en este versículo: «da la razón de por qué salva Dios a los hombres por
la fe sin méritos anteriores: «para que nadie se gloríe» (Ef 2, 9) en sí mismo, sino que toda la
gloria se refiere a Dios. Queda confirmado con estas palabras de la Sagrada Escritura: «No a
nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» (Sal 113b 1) y «para que nadie se
jacte ante su acatamiento. Y por Él mismo sois de Jesucristo» (1 Cor 1, 29)»[27].
787. –Negado también que la fe se confiera por el mérito de las buenas obras anteriores a su
recepción, que es lo afirmado en el segundo error, puede concluirse que, según la argumentación
de San Pablo la fe no es efecto de la mera libertad ni de méritos precedentes. ¿Se da también
en el pasaje paulino la razón de estas dos tesis?
–El versículo citado sobre donación de la fe, en el que se declara que lo es sin acto libre y méritos
previos, finaliza con estas palabras: «no por las obras, para que nadie se glorié»; y precisa en el
siguiente: «por cuanto somos hechura (o creación) suya en la gracia, como lo fuimos en la
naturaleza, creados en Jesucristo, para obras buenas»[28]. Queda así expuesto el motivo de ello.
Seguidamente, añade Santo Tomás que, en segundo lugar, en todos estos pasajes, San Pablo:
«manifiesta lo que había dicho cuanto a la gracia (…), a cuya razón pertenecen dos cosas». La
primera, que incluye la esencia de la gracia, es que: «aquello que se tiene por gracia no lo tenga
el hombre por sí mismo, o de sí mismo, sino por don de Dios», y la fe es una gracia de Dios, un
efecto de la gracia que nos hace gratos a Dios.
En este último versículo: «cuanto a esto dice (San Pablo): «por cuanto somos hechura suya», es
decir, que cuanto de bien tenemos, de Dios lo tenemos, no de nosotros mismos. Deben tenerse
también en cuenta estas palabras: «Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos» (Sal 99, 3) y
«¿Acaso no es Él tu padre, que te creó, que te dio y te crió?» (Dt 32, 6)».
Nota Santo Tomás que lo que dice San Pablo en este versículo: «continúase inmediatamente con
lo dicho en el anterior, de manera que diga: «para que nadie se gloríe, porque somos hechura»
(Ef 2, 9-10). O puede continuarse con lo que al principio había dicho («Por la gracia habéis sido
salvados por la fe» Ef 2, 8), pues de pura gracia hemos sido salvos».
788. – ¿Se sigue de la primera afirmación paulina de la salvación por la gracia, que no puede
ser por virtud de buenas obras anteriores a la misma?
–Considera Santo Tomás que lo afirmado en esta inferencia es la segunda cosa, indicada en
estos versículos, que pertenece al concepto o esencia de la gracia, porque: «que ésta no sea por
obras precedentes, queda expresado al añadirse «creados», ya que crear es de nada hacer algo.
De donde cuando alguien, sin meritos antecedentes es justificado, puede decirse creado, como
si dijéramos hecho de nada».
La justificación, o perdón y a la vez regeneración de Dios, es una «acción», una «creación de
justicia», que no se puede comparar con la de ningún acto humano, y «hácese por virtud de
Cristo, que da al Espíritu Santo. Por esto San Pablo añade «en Jesucristo» esto es por Cristo
Jesús. Y en otros lugares de la Escritura se lee: «Porque en Jesucristo nada vale: ni la
circuncisión, ni la incircuncisión, sino la nueva criatura» (Gal 6, 15) y «enviarás a tu espíritu y
serán creados» (Sal 103, 30)»[29].
La gracia proporciona, por Cristo, una nueva existencia sobrenatural, que es una nueva creación,
en la que el hombre queda incorporado en Jesucristo. Escribe, por ello, San Pablo, en este mismo
capítulo de la Epístola a los Gálatas: «el mundo está crucificado para mí y yo lo estoy para el
mundo» (Gal 6, 14). Sobre la crucifixión del mundo indica Santo Tomás que San Pablo quiere
decir que: «muerto está mi corazón, para que nada de él desee», y, por tanto, considerado como
algo maldito y repulsivo; y sobre que él lo está a su vez para el mundo, que: «así como el mundo
aborrece la cruz de Cristo, también a mí aborrece»[30].
En esta creación, por Cristo: «no sólo se nos da el hábito de la virtud y de la gracia, sino que
interiormente por el espíritu nos renovamos para bien obrar. Por eso añade (San Pablo) «para
obras buenas», es decir, que Dios está con nosotros para obrar esas mismas obras buenas.
«Todas nuestras obras las has obrado en nosotros» (Is 26, 12)»[31]. Con su gracia, Dios las hace
en nosotros y con nosotros, por nuestra libertad regenerada por la misma gracia.
789. –En el citado pasaje de San Pablo, dedicado a la salvación por la fe, se comienza con la
afirmación: «Por la gracia habéis sido salvados por la fe»[32]. Parece, por tanto, que las buenas
obras, las que resultan del cumplimiento de la ley, de los mandamientos de decálogo, no deben
considerarse necesarias para la justificación o salvación. Además, en la Epístola a los Romanos,
se dice: «El hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley»[33]; y también, en la Epístola
a los Gálatas: «el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo (…)
por cuanto que por las obras de la ley no será justificada carne alguna»[34] ¿Salva sólo la fe sin
las obras?
–Indica Santo Tomás que, en el primer texto, claramente queda afirmado que: «todo «hombre»
lo mismo judío que gentil, «es justificado por la fe», y, por ello, es perdonado, renovado
santificado, y salvado. Se dice también en la Escritura. «Ha purificado sus corazones por la fe»
(Hch 15, 9), y esto sin las obras de la ley, no sólo sin las obras ceremoniales, que no conferían la
gracia, pues sólo la significaban, sino que también sin las obras de los preceptos morales, según
aquello de otra epístola: «El nos salvó, no a causa de obras de justicia que hubiésemos hecho
nosotros, sino según su misericordia» (Tt 3, 5), de tal manera, sin embargo, que esto se entienda
que sin obras precedentes a la justicia, más no sin obras consecuentes»[35].
Podría parecer que la afirmación de San Pablo: «creyó Abraham a Dios, y le fue imputado a
justicia»[36], implicará que una obra buena precedente a la justificación sería el mismo acto de
fe. Santo Tomás sostiene que: «por simples obras nadie es justificado delante de Dios», ni, por
tanto, por la mera virtud de la fe, por la que el entendimiento da a Dios su asentimiento a lo creído
sin evidencia, que puede considerarse una obra buena, porque es de justicia ofrecer el
entendimiento a Dios. Sin embargo, no es así, porque el hombre no es justificado: «sino por el
hábito de la fe, no ciertamente adquirido, sino infuso»[37]. La fe es una gracia de Dios y puede
así ser una obra justa o buena.
El hombre es justificado –pasa de pecador a justo o regenerado–, por la fe, y sin las obras de la
ley, ni ceremoniales –las realizadas según las leyes rituales, que se encontraban sólo en la ley
de Moisés– ni las morales – la obras de la práctica de la ley natural, confirmada en el Decálogo–
. San Pablo no niega con ello la eficacia justificadora de las obras morales, porque en estos
pasajes se refiere a las obras antecedentes, obras que precedan a la fe. En cambio, son
necesarias las obras consecuentes, porque, como se dice en la Epístola de Santiago: «La fe sino
tiene obras es muerta»[38]. Si a la fe no le siguen obras buenas, que serían, por tanto, obras
consecuentes, es que en realidad no hay fe, ni tampoco, sin ella, hay justificación.
Gracias a la fe es posible cumplir la ley moral, hacer las buenas obras que manda. Además, estas
obras morales adquieren un mérito sobrenatural. La fe actúa por estas obras. Santiago escribe,
en el mismo lugar: «te mostraré mi fe por las obras»[39] y «la fe sin las obras es estéril»[40]. No
intervienen en la justificación las obras realizadas por el pecador sin la fe, porque es la fe es la
que engendra la obras meritorias, que son así un signo de la posesión de una fe viva y
fructificante. Las buenas obras salvadoras son las que revelan la existencia de una fe justificante,
gracia de Dios.
790. –Al empezar a comentar los versículos citados de la Epístola a los Efesios el Aquinate
sostiene que: «la fe es el fundamento de todo el edificio espiritual»[41]. Sin embargo, en la misma
epístola se encuentran estas palabras:«arraigados y fundados en la caridad»[42]. La caridad,
también efecto interior de la gracia, que produce la amistad entre el hombre y Dios, que lleva a
su unión afectiva y a su unión real, ¿no sería el fundamento de todas las virtudes?
–Para determinar la primacía de la fe entre todas las virtudes, Santo Tomás nota que: «hay un
doble orden, a saber: de generación y de perfección». En el primero: «en el que la materia
precede a la forma, y lo imperfecto a lo perfecto, en un único y mismo sujeto, la fe precede (…) a
la caridad, atendiendo a sus actos, pues los hábitos son infundidos al mismo tiempo. Porque el
movimiento del apetito, en efecto, no puede tender a una cosa (…) si no es aprehendida por el
sentido o por el entendimiento, ahora bien, el entendimiento aprehende por la fe lo que (…) ama.
Por tanto, en el orden de generación, la fe debe preceder (…) a la caridad».
En cambio: «en el orden de perfección, la caridad precede a la fe», y a las otras virtudes infusas,
ya que: «son informadas por la caridad y reciben de ella su perfección de virtud. Pues de este
modo la caridad es madre y raíz de todas las virtudes, en cuanto que es forma de todas ellas»[43].
La caridad informa a la fe, pero: «no pertenece a su esencia lo que hace que sea viva o
formada»[44]. De manera que: «la caridad es forma de la fe en cuanto informa al acto de
ésta»[45]. La razón es la siguiente: «el acto de fe se ordena, como a su fin, al objeto de la
voluntad, que es el bien. Y este bien, que es fin de la fe, a saber, el bien divino, es el objeto propio
de la caridad. Por lo tanto, la caridad se dice forma de la fe en cuanto perfecciona e informa el
acto de ésta»[46].
La fe sin la caridad es una fe informe o muerta. Sin embargo: «uno mismo es el hábito de fe
formada y el de la informe. La razón está en que el hábito se diversifica por lo que hay en él de
esencial. Siendo la fe una perfección del entendimiento, es esencial en ella lo que pertenece al
entendimiento; lo que, en cambio, corresponde a la voluntad, no pertenece esencialmente a la fe,
de tal manera que sobre ello pueda diversificarse el hábito de la misma. Además, la distinción de
la fe formada y de la fe informe se basa en lo que concierne a la voluntad, es decir, en la caridad
y no en lo que pertenece al entendimiento. De ahí que la fe formada y la fe informe no sean
hábitos diversos»[47].
La fe no formada por la caridad es una fe muerta, porque le falta la vida, o la forma de la caridad,
y, por ello, no opera, no da frutos. Sería en vano, poseer una fe muerta, porque sólo podría
realizar obras serviles, obras hechas sin amor. Por ello, de la fe informe se sigue el temor servil
a Dios, o el cumplir sus mandatos por «el temor a ser castigado por Dios». De manera que: «la
causa del temor servil, es la fe informe». En cambio, de la fe formada por la caridad se sigue el
temor filial: «que consiste en temer separarse de Dios», y que lleva así a cumplir su voluntad. De
ahí que la causa del «temor filial es la fe formada, que mediante la caridad une y somete el
hombre a Dios»[48].
Se comprende así que San Pablo desea a los efesios que: «Cristo habite por la fe en vuestros
corazones estando arraigados y cimentados en la caridad»[49]. Explica Santo Tomás, al
comentar este versículo, que: «al poner «que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» –o
como también exhortaba San Pedro a los fieles que vivían en el mundo gentil: «santificad a Cristo
como Señor en vuestros corazones» (1 Ped 3, 17)–, lo dice no sólo por la fe, que como don es
fortísima, sino también por la caridad que está en los santos. Por eso agrega: «estando arraigados
y cimentados en la caridad». De ahí que se diga, en la Escritura, que la caridad: todo lo sobrelleva,
todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13, 7); y también «fuerte es el amor como la
muerte» (Cant 8, 6). Por tanto, así como un árbol sin raíces y una casa sin cimientos fácilmente
se vienen al suelo; del mismo modo el edificio espiritual, si no está arraigado y cimentado en la
caridad, no puede durar[50].
791. –Si el fundamento de las virtudes no es la mera fe, sino la fe formada o vivificada por la
caridad, ¿no debería considerarse que ambas son por igual su fundamento?
–Para resolver esta cuestión, advierte Santo Tomás que: «La condición de fundamento no sólo
reclama ser lo primero, sino estar unido con las demás partes del edificio, pues no sería
fundamento si no tuviera cohesión con ellas»[51]. La virtud que es «de suyo, o esencialmente, la
primera de todas las virtudes es la fe». La razón es porque, como virtud teologal tiene por objeto
a Dios como fin último sobrenatural, y «es preciso que el último fin esté en el entendimiento antes
que en la voluntad, dado que ésta no se encamina hacia su objeto si no es conocido antes por el
entendimiento». Por consiguiente: «la fe necesariamente es la primera de las virtudes»[52].
Sin embargo: «la conexión del edificio espiritual se logra por la caridad, según dice San Pablo:
«Por encima de todo revestíos de la caridad que es vínculo de la perfección» (Col 3, 14)»[53]. De
manera que: «todas las virtudes dan al hombre su perfección, pero la caridad las enlaza y traba
en sí y mantiene en un mismo estado, y por eso se dice vínculo. O por su naturaleza es vínculo,
porque es amor, que une al amante con el amado, se dice en la Escritura: «Yo los atraje con
lazos de hombre, con vínculos de amor» (Os 11, 49)»[54]. La caridad es necesaria al fundamento
de la fe para serlo, porque es principio vital que da cohesión y unidad. «Por eso la fe no podría
ser fundamento sin la caridad; mas tampoco ésta es anterior a ella»[55].
La fe es esencialmente el fundamento primero, el cimiento sobre el que se edifica toda la vida de
las virtudes. Es una base necesaria, pero imperfecta, porque es un fundamento incompleto, por
requerir la caridad. El fundamento en sentido pleno es la fe informada por la caridad. Por ello, se
puede llamar también fundamento a la caridad, como hace San Pablo.
792. –Al tratar sobre la excelencia de la virtud de la humildad[56], el Aquinate cita este texto de
San Agustín: «¿Pretendes construir un edificio grande y elevado? Piensa primero en el cimiento
de la humildad. Y cuanta mayor mole quiere y determina alguien imponer al edificio, cuanto más
elevado sea este, tanto más profundos cava los cimientos. Cuando el edificio se construye, éste
se eleva cada vez más; pero quien cava los cimientos ahonda más y más. Luego también el
edificio se humilla antes de elevarse y después de la humillación se remonta hasta el
remate»[57]. ¿Parece, por tanto, que la humildad es también el fundamento de las virtudes?
–El fundamento de la vida cristiana, la fe informada, vivificada y animada, por la caridad, precede
de suyo a las otras virtudes, pero: «accidentalmente, puede otra virtud ser anterior a la fe. Una
causa accidental es también accidentalmente primera y apartar los obstáculos es efecto de una
accidental (…) en este sentido, pueden ser anteriores a la fe, en cuanto que eliminan los
impedimentos parar creer, como (…) la humildad, que rechaza la soberbia»[58].
La virtud de la humildad, que «refrena los deseos de lo que excede las propias facultades»[59],
y que, por tanto, se opone al vicio de la soberbia –el deseo desordenado de la propia excelencia–
, lleva a aceptar la propia situación de criatura, de lo que es esencialmente dependiente de Dios.
La humildad consiste en reconocer que se es «pobre de espíritu», o el aceptar que todos los
bienes, incluidas las virtudes, no se pueden alcanzar con el mero esfuerzo, ni, por ello, son
propios, sino dados por Dios. En cambio, la soberbia lleva a considerarse «rico de espíritu», a
sentirse rico o capaz por sí mismo de alcanzar la perfección. Los ricos de espíritu no creen
necesitar las gracias de Dios y, por ello, las rechazan.
En cambio, los humildes, que reconocen que no son nada y que no pueden nada, pueden recibir
las gracias que les da Dios. La Virgen María declaraba en el Magnificat que: «A los hambrientos
llenó de bienes y a los ricos dejó vacíos»[60]. Los humildes, o pobres por sí mismos, pueden
recibir las gracias de Dios, y de ellos se dice: «bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el reino de los cielos»[61].
Los soberbios no quieren las gracias, la obstaculizan, porque creen que no las necesitan. Así lo
expresa Santa Teresa de Jesús en la conocida frase: «La humildad es andar en verdad, que lo
es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no
entiende, anda mentira»[62], como el soberbio, a quien Dios rechaza porqueno quiere la mentira.
La humildad puede considerarse fundamento de todas las virtudes, porque: «El conjunto
ordenado de todas las virtudes se asemeja a un verdadero edificio, en el que con toda propiedad
se puede aplicar el nombre fundamento a la virtud que primero se adquiere y es base de
construcción (…) en cuanto que remueve los obstáculos de la virtud. En este sentido, la humildad
ocupa el primer puesto; expulsa a la soberbia, a la que Dios resiste, y hace al hombre someterse
al influjo de la gracia divina, desvaneciendo toda clase de soberbia, como enseña Santiago: «Dios
resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes» (St 4, 6)»[63]. La humildad es el fundamento
indirecto y accidental de la construcción virtuosa, como lo es el hueco, en el solar, que ha sido
preciso realizar con el vaciado de tierras u obstáculos, para rellenarlo de los cimientos del edificio,
auténtico fundamento.
[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 152.
[2] Ídem, Suma teológica, II-II, q. 4, a. 1, in c.
[3] Ibíd., II-II, q. 5, a. 2, in c.
[4] Ibíd., II-II, q. 6, a. 1, ad 3.
[5] Ibíd., II-II, q. 6, a. 1, in c
[6] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 152.
[7] JOSEP TORRAS I BAGES, L’unica eficacia. Contra la pseudo-mística literaria, en
ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, IX y X, Barcelona,
Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. II, pp. 23-50, p. 28.
[8] Mc, 16, 16.
[9] JOSEP TORRAS I BAGES, L’unica eficacia, op. cit., p. 28.
[10] Ibíd., p. 32.
[11] Ibíd., pp.28-29.
[12] Ibíd., p. 28.
[13] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 152.
[14] ÍDEM, Suma Teológica, II-II, q. 4, a. 2, in c.
[15] SAN AGUSTíN, De praedestinatione sanctorum, c. 2.
[16] 1 Cor 13, 12.
[17] John H. Newman, Discursos sobre la fe, Madrid, Ediciones Rialp, 2000, 2ª ed., X. «Fe y juicio
privado», pp. 199-219, p. 201.
[18] Ibíd., pp. 201-202.
[19] Ibíd., p. 202.
[20] Ibíd., pp. 202-203.
[21] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 152.
[22] Concilio Vaticano I, Constitución dogmática sobre la fe católica, Dei Filius, c. II.
[23] Ibíd.. c. III.
[24] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 152.
[25] Concilio Vaticano I, Constitución dogmática sobre la fe católica, Dei Filius, c. II.
[26] Ef 2, 8.
[27] SANTO TOMÁS, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. II, lec, 3.
[28] Ef 2, 9-10.
[29] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. II, lec, 3.
[30] Ídem, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. 6, lec. 4.
[31] Ídem, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. II, lec, 3.
[32] Ef 2, 8.
[33] Rm 3, 28.
[34] Ga 2, 16.
[35] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 3, lec. 4.
[36] Gal 3, 6.
[37] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Gálatas, c. 3, lec. 4
[38] St 2, 17.
[39] St 2, 18.
[40] St 2, 20.
[41] SANTO TOMÁS de Aquino, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. II, lec, 3.
[42] Ef 3, 17.
[43] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 62, a. 4, in c.
[44] Ibíd., II-II, q. 4, a. 4, ad 2.
[45] Íbid., II-II, q. 4, a. 3, ad 1.
[46] Ibíd., II-II, q. 4, a. 3, in c.
[47] Ibíd., II-II, q. 4, a, 4, in c.
[48] Íbíd., II-II, q. 7, a. 1, in c.
[49] Ef 3, 17.
[50] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Efesios, c. 3, lec 4.
[51] Ídem, Suma teológica, II-II, q. 4, a. 7, ad 4.
[52] Ibíd., II- II, q. 4, a. 7, in c.
[53] Ibíd., II-II, q. 4, a. 7, ad 4.
[54] Ídem, Comentario a la Epístola a los Colosenses, c. 3, lec. 3.
[55] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 4, a. 7, ad 4.
[56] Ibíd., II-II, q. 161, a. 5.
[57] San Agustín, Sermón 69, 2.
[58] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 4, a. 7, in c.
[59] Ibíd., II-II, q. 161, a. 2, in c.
[60] Lc 1, 53.
[61] Mt 5, 3.
[62] Santa Teresa de Jesús, Moradas del castillo interior, en Obras completas, BAC, Madrid,
1979, 6 ª ed., pp. 363-450, Moradas sextas, c. 10, 8, p. 434.
[63] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 161, a. 5, ad 2.

LXX. La esperanza y la salvación

793. –¿La gracia, además de causar la caridad y la fe, causa también la virtud teologal de la
esperanza?
–En el capítulo siguiente al dedicado a la fe, de la Suma contra los gentiles, afirma Santo Tomás:
«Puede demostrarse también por estas mismas razones que la esperanza de la bienaventuranza
futura es causada en nosotros por la gracia»[1].
En la Suma teológica, se explica que: «el objeto de la esperanza es el bien futuro, arduo y posible
de poseerse». Además, que: «una cosa es posible de dos modos: por nosotros mismos o por los
demás, como se ve en Aristóteles (Ética III, 3, 13). En cuanto esperamos algo posible por el
auxilio divino, nuestra esperanza alcanza al mismo Dios, por apoyarse en su auxilio»[2]. Indica
que, por ello: «la esperanza se dirige principalmente a la bienaventuranza eterna y
secundariamente a las otras cosas que se piden a Dios en orden a ella»[3].
Precisa sobre los medios, que se necesitan para llegar al fin último –Dios como bienaventuranza
del hombre–, que: «así como no es lícito esperar bien alguno como fin último, fuera de la
bienaventuranza eterna, sino como ordenado a este fin de la bienaventuranza, del mismo modo
no es lícito esperar en ningún hombre o en criatura alguna como primera causa, que conduce a
la bienaventuranza».
En cambio: «es lícito esperar en el hombre o en otra criatura como agente secundario o
instrumental, con que ayudarse a conseguir cualquier bien ordenado a la bienaventuranza. De
esta manera recurrimos a los santos y aun pedimos algunos bienes a los hombres, y son
vituperados aquellos en quienes no se puede confiar que han de prestar su auxilio». Sin olvidar
que la esperanza tiene siempre: «al auxilio divino como primera causa que conduce a la
bienaventuranza»[4].
La esperanza, por tanto, es una virtud sobrenatural por los medios, los auxilios sobrenaturales,
en los que se confía, y también por su origen, que es Dios, que la infunde por su gracia en el
alma, y por su fin, igualmente sobrenatural, por ser la bienaventuranza eterna. «Resulta, pues,
evidente que el objeto principal de la esperanza, en cuanto virtud, es Dios. Además, dado que la
razón de virtud teologal consiste en tener como objeto a Dios (…) es patente que la esperanza
es virtud teologal»[5], y, por tanto, causada por la gracia.
794. –En su tratado de la esperanza de la Suma teológica, se presenta la siguiente objeción a la
consideración de la esperanza como virtud teologal: «en el Credo, en el que hacemos profesión
de fe se dice: Espero en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Según se ha
dicho, a la esperanza pertenece la expectación de la bienaventuranza futura»[6]. Parece, por
tanto, que la fe y la esperanza no sean virtudes distintas, y que se reduzcan a la fe, cuyo acto es
creer. La esperanza quedaría así confundida con la fe, como enseña el protestantismo. ¿Cómo
responde el Aquinate a tal dificultad a la distinción de estas dos virtudes teologales?
–Santo Tomás advierte que la esperanza aparece en el Símbolo de la fe: «no porque sea acto
propio de la fe, sino en cuanto que el acto de la esperanza presupone la fe»; y, por ello: «los actos
de fe se manifiestan por los de esperanza»[7].
La fe y la esperanza, aunque sean virtudes teologales, y tengan: «a Dios por objeto a quien se
adhieren» son distintas, porque: «de dos modos podemos adherirnos a una cosa: bien por sí
misma, bien en cuanto por ella llegamos a otra». Por el primer modo: «la caridad hace que el
hombre se una a Dios por Él mismo, pues une su espíritu con Dios por afecto de amor». Por el
segundo: «la esperanza y la fe, en cambio, hacen que el hombre se una con Él como principio
del que nos vienen otros bienes».
En cuanto a estos bienes, precisa seguidamente que respecto a la fe: «de Dios nos viene el
conocimiento de la verdad y alcanzar la bondad perfecta. Por eso, la fe une al hombre con Dios
en cuanto nos es principio de conocer la verdad: creemos, en efecto, ser verdadero lo que nos
dice Dios». En relación a la virtud teologal de la esperanza, concreta que: «la esperanza hace
que el hombre se adhiera a Dios en cuanto principio de perfecta bondad, es decir, en cuanto por
ella nos apoyamos en el auxilio divino para conseguir la bienaventuranza»[8].
A su vez, la esperanza también es distinta de la caridad, porque: «la caridad propiamente
encamina a Dios por la unión del afecto del hombre, con Él, de suerte que el hombre viva no para
sí, sino para Dios». En cambio: «la esperanza hace tender hacia Dios como bien final que hay
que alcanzar y como ayuda eficaz para auxiliarnos»[9].
795. –La esperanza, distinta de la fe y de la caridad, por ser también virtud teologal debe ser
causada por la gracia ¿Cómo lo demuestra en el capítulo de la Suma contra los gentiles, que le
dedica?
–Para probar que la gracia causa la esperanza, Santo Tomás utiliza un argumento, basado en
esta consecuencia del orden del amor: «El amor al prójimo proviene del amor que el hombre se
tiene a sí mismo, pues uno se comporta con relación al amigo como con relación a sí mismo».
Además: «uno se ama a sí mismo al querer el bien para sí, como ama a otro, cuando quiere el
bien para él»[10].
El hombre debe amar, en primer lugar, a Dios sobre todas las cosas, porque es amable en sí
mismo y objeto de nuestra bienaventuranza; en segundo lugar, a las criaturas, que son capaces
del amor de amistad para con Dios, que es principio de su bienaventuranza. Entre estas últimas,
primero es el amor a sí mismo, porque, como explica Santo Tomás en la Suma teológica: «Se
manda: Amarás al prójimo como a ti mismo (Lev 19, 19 y Mt 27, 39). Por donde se echa de ver
que el amor del hombre a sí mismo es el modelo del amor que ha de tener a otro. Es más ser
modelo que copia. En consecuencia, más debe amar el hombre con caridad a sí mismo que al
prójimo»[11].
Por naturaleza, el hombre está dirigido al bien. Este es el motivo de su amor e incluso del orden
en que tiene que querer a los distintos bienes. De manera que: «debe el hombre después de
Dios, amarse más a sí mismo que a otro cualquiera; y esto por el motivo mismo de amar (…)
pues Dios es amado cual principio del bien sobre el que se funda el amor de caridad. Y el hombre
se ama a sí mismo por razón de que es participe de dicho bien, mientras que al prójimo, a causa
de su asociación a este bien».
En el orden del bien y del amor, primero es el participado, después el participante y finalmente,
lo que está unido, o asociado, a este último, en cuanto participante también. De manera que: «la
asociación motiva el amor, pues implica una cierta unión en orden a Dios. Por eso, así como la
unidad es superior a la unión, así también es mayor incentivo de amor que el hombre participe el
bien divino que el que otro se le asocie en esta participación; y, en consecuencia, el hombre debe
amarse más a sí mismo que al prójimo»[12]. El amor al prójimo es posible por el amor a sí mismo,
que se explica por el bien pleno, que es Dios.
De todo ello, se sigue, como se indica en esta prueba de la Suma contra los gentiles, que: «es
preciso que, si el hombre se siente afectado por su propio bien, se le impulse para que se afecte
por el bien del prójimo». Por ello: «por el hecho de esperar un bien de otro se le proporciona al
hombre un camino para amar como a sí mismo a aquel de quien espera el bien; pues se ama a
otro como a sí mismo cuando el que ama quiere su bien, aunque no le reporte nada», cuando le
ama con amor de benevolencia o de donación.
Sin embargo: «la amistad por la cual uno ama a otro como a sí mismo, aunque no sea por propia
utilidad, reporta, sin embargo, muchas ventajas en cuanto que cualquier amigo favorece a otro
como a sí mismo». El amor de benevolencia se convierte así en amor de amistad o benevolencia
reciproca. «Por eso es preciso que, cuando uno ama a otro y sabe que es correspondido, tenga
esperanza en él». El amor mutuo causa la esperanza, o confianza, en recibir el bien del otro.
Esta argumentación sobre la relación entre el amor y la esperanza, permite a Santo Tomás
concluir que: «como la gracia que hace grato causa en el hombre el amor de Dios por sí mismo,
resulta que el hombre alcanza también por la gracia la esperanza en Dios».
Recuerda además que: «Mediante la gracia el hombre se convierte de tal manera en amador de
Dios, por el afecto de la caridad, que incluso es instruido por la fe de que es amado por Dios con
anterioridad, según se dice en la Escritura: En eso, está la caridad, no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que Él nos amo primero (Jn 4, 10)». De ello, se sigue también que: «por
el don de la gracia, el hombre tiene esperanza en Dios», que ya le amó primero.
Igualmente, se deduce que: «así como la esperanza es la preparación del hombre para el
verdadero amor de Dios», para la caridad, que se vivirá en la gloria y que constituirá la
bienaventuranza eterna, también puede decirse, a la inversa, que: «el hombre se consolida en la
esperanza mediante la caridad»[13], o el amor, que recibe por la gracia en su vida terrena.
796. –Si la fe es el fundamento de todas las virtudes en el edificio espiritual, como ya se ha
explicado al tratar la virtud teologal de fe ¿fundamenta también a la esperanza?
– Afirma Santo Tomás que: «La fe precede absolutamente a la esperanza», porque: «si el objeto
de la esperanza es el bien arduo futuro de posible alcance, para que uno espere se requiere que
ese objeto se le presente como posible», Por tanto, tal objeto esperado es preciso que sea
conocido.
Así ocurre en la esperanza teologal, ya que: «El objeto de la esperanza, por una parte, es la
bienaventuranza eterna, y, por otra, el auxilio divino», y ambas los incluye el conocimiento de la
fe. «Esas dos cosas nos las propone la fe, pues nos hace conocer que podemos llegar a la vida
eterna y que nos está preparando para ello el auxilio divino»[14]. Se trata, sin embargo, de un
conocimiento de fe, porque «el objeto propio de la fe no es evidente en sí mismo»[15]. No impide,
no obstante, que la fe fundamente la esperanza.
797. –Si la esperanza, a su vez, precede a la caridad, también ¿la esperanza fundamenta a la
caridad?
–Al igual que al tratar las relaciones entre la fe y la caridad, Santo Tomás acude a la distinción
entre el orden de generación y el de perfección. Desde el de la generación, al igual que la fe: «la
esperanza es anterior a la caridad; porque, así como quien empieza a amar a Dios porque teme
ser castigado por Él, cesa en el pecado (…) también la esperanza conduce a la caridad, pues el
esperar ser premiado por Dios mueve a su amor y a guardar sus mandamientos». En este sentido,
la esperanza precede, fundamenta y causa la caridad.
Reconoce Santo Tomás que: «la esperanza, como todo movimiento apetitivo, se deriva del
amor», y, por tanto, no parece verdadera la última afirmación, porque la caridad es amor. Sin
embargo, lo es, porque: «el amor puede ser perfecto o imperfecto. (…) Es imperfecto el amor con
el que se ama algo no por sí mismo, sino para aprovechar su bien, en propia utilidad como se
ama la cosa que se codicia». Este es el amor que supone la esperanza, «pues quien espera
intenta obtener algo para sí». No es el amor de caridad, porque: «el amor de Dios perfecto es
propio de la caridad, que hace unirse a Él por sí mismo»[16].
Por ello: «En el orden de perfección, la caridad es naturalmente antes que la esperanza; por eso,
cuando aparece la caridad, se hace más perfecta la esperanza, pues más esperamos de los
amigos». En este sentido, la caridad, que es el amor perfecto, precede, fundamenta y causa la
esperanza. Por ello: «decía San Ambrosio que la esperanza nace de la caridad (Exp. Evang. S.
Lc, 8)»[17].
798. –¿En la esperanza, como en la fe sobre lo creído, se tiene certeza en lo esperado?
– Parece que la certeza no sea propia de la esperanza, porque: «si en esta vida no podemos
saber con certeza que tenemos la gracia (…) por lo mismo tampoco es cierta en los viadores la
esperanza»[18]. Santo Tomás afirma que la esperanza es cierta, porque: «La esperanza no se
apoya principalmente en la gracia ya recibida, sino en la omnipotencia y en la misericordia divina,
por la cual quien no tiene gracia puede conseguirla para alcanzar la vida eterna. Y de la
omnipotencia y de la misericordia de Dios está cierto el que tiene fe»[19].
Al comentar el milagro de Cristo de la tempestad calmada[20], notaba San Juan Enrique Newman:
«Esperar es, no sólo creer en Dios, sino creer y estar ciertos de que Él nos ama y tiene buenas
intenciones con nosotros, y por eso es una gracia cristiana muy grande. Porque la fe sin la
esperanza no nos lleva ciertamente a Cristo». La razón es la siguiente: «para los hombres Él
pretende el bien, y sabiendo y sintiendo esto es por lo que son atraídos hacia Él. No se acercarán
a Dios hasta estar seguros de esto. Deben creer que Él es no solo poderoso sino misericordioso.
La fe está fundada en el conocimiento de que Dios es todopoderoso, y la esperanza en que es
misericordioso»[21].
Añade seguidamente el santo intelectual que: «la presencia de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo excita nuestra esperanza tanto como la fe, porque Su mismo nombre Jesús significa
Salvador, y porque fue tan amoroso, manso y generoso, cuando estuvo en la tierra. Les dijo a
Sus discípulos cuando se levantó la tormenta ¿Por qué tenéis miedo?, es decir, debéis esperar,
debéis confiar, debéis reposar vuestros corazones en Mí. No soy sólo todopoderoso sino también
misericordioso. He venido a la tierra porque os amo muchísimo. ¿Por qué estoy aquí, en carne
humana, y tengo estas manos tendidas hacia vosotros, y estos ojos de los que fluyen lágrimas
de piedad, sino porque os deseo el bien, porque quiero salvaros? La tormenta no puede dañaros
si Yo estoy con vosotros. ¿Podréis estar mejor que bajo mi protección? ¿Dudáis acerca de Mi
poder o Mi voluntad, y pensáis que os descuido porque duermo en la barca y soy incapaz de
ayudaros excepto cuando estoy despierto? ¿Por qué tenéis miedo? ¿He estado tanto tiempo
como vosotros y todavía no confiáis en Mí, y no podéis estar en paz y tranquilos a Mi lado?»[22].
Santo Tomás precisa además que la certeza de la esperanza es distinta de la propia de la fe.
Debe tenerse en cuenta que: «La certeza puede encontrarse de dos maneras: esencialmente y
por participación. Esencialmente se encuentra en la facultad cognoscitiva». De ahí que la fe
implica una certeza esencial o plena. En cambio, en la esperanza una hay una certeza por
participación de la certeza de la fe, y así «tiende la esperanza con certidumbre a su fin»[23]. Se
está cierto de la actual inclinación de la voluntad, efecto de la gracia, al igual que del motivo, la
omnipotencia y misericordia de Dios.
Ello no impide la inseguridad, e incluso, el temor sobre la consecución del fin, porque el fallo: «en
la consecución de la bienaventuranza proviene del defecto del libre albedrío, que pone el
obstáculo del pecado, no por falta de la omnipotencia y de la misericordia divinas, en que se
apoya la esperanza; lo cual en nada prejuzga la certeza de la esperanza»[24], que participa de
la certeza esencial de la fe.
799. –¿Puede confirmarse con la Escritura la certeza de la esperanza?
–Son muchos los pasajes de la Sagrada Escritura que hablan de la seguridad de la esperanza.
Entre ellos, por ejemplo, los siguientes: «En paz me acuesto y en seguida dormiré, porque solo
Tú, Señor, me has afirmado en la esperanza»[25]; «En ti, Señor, he puesto mi esperanza no
quede yo jamás confundido»[26]; «En ti, Señor, he esperado, no sea yo confundido para
siempre»[27]; «Nadie que esperó en el Señor fue confundido»[28]; y «tengamos un poderosísimo
consuelo los que nos refugiamos para alcanzar la propuesta esperanza, la que tenemos como un
áncora firme»[29].
Al comentar este último versículo de San Pablo, explica Santo Tomás que: «muestra que los
fieles alcanzan esta promesa, y para eso se vale de una comparación: la del áncora, a la que
compara la esperanza; porque, así como aquella deja a la nave inmóvil en el mar, así también la
esperanza al alma déjala firme en Dios en este mundo, que es como un mar, este mar grande y
de espaciosas orillas (Sal 103, 25). Pero esta áncora debe ofrecer seguridad, esto es, que no se
rompa; por eso está hecha de hierro. Sé en quien he creído y estoy cierto (2 Tim 1, 12). Asimismo
firmeza, de suerte que no se mueva fácilmente. De parecido modo ha de estar el hombre ligado
a esta esperanza, como a la nave el ancla; aunque hay su diferencia, porque el ancla se fija en
lo profundo, más la esperanza en lo más alto, en Dios; que en la presente vida nada hay sólido y
firme en que se afirme y pueda el alma descansar»[30].
En el texto citado de San Juan Enrique Henry Newman, se concluye, por ello: «Nunca dejéis que
os venga a la mente el pensamiento de que Dios es un duro maestro, un maestro severo. Es
verdad que llegará el día en que vendrá como justo Juez, pero ahora es el tiempo de la
misericordia. Aprovechadlo y haced de él un tiempo de gracia. En el tiempo aceptable te escuché,
y en el día de salvación te socorrí ( 2 Cor 6,2). Este es el día de la esperanza, el día de la obra,
el día de la actividad. Vendrá la noche, en que ya nadie puede obrar (Jn 9,4), pero somos hijos
de la luz y del día, y entonces el desaliento, la frialdad de corazón, el temor y la flojedad, son
pecados en nosotros»[31].
800. –¿La esperanza es tan necesaria como la fe y la caridad para salvarse?
–Declara también Santo Tomás, en este mismo capítulo de la Suma contra los gentiles, dedicado
a la esperanza, que: «fue conveniente que los hombres en quienes la gracia produjo el amor de
Dios y la fe, también se produjera la esperanza de la bienaventuranza futura».
Lo demuestra desde las dos consecuencias del amor de amistad, que incluye la benevolencia y
la reciprocidad. La primera es la unión afectuosa, por la que los dos sujetos del amor de amistad
se encuentran unidos afectivamente, de manera que para cada uno el otro es sentido como el
propio yo. La segunda, a que tiende la anterior, es la unión efectiva o real.
El argumento es el siguiente: «En todo amante, nace un deseo de unirse a su amado tanto cuanto
sea posible; y por eso la convivencia es agradabilísima para los amigos». De ahí que: «si
mediante la gracia el hombre se convierte en amador de Dios, es preciso que nazca en él un
deseo de unión con Dios, tanto cuanto le fuese posible». Además: «la fe nacida de la gracia
declara que es posible la unión del hombre con Dios según la fruición perfecta, en la cual consiste
la bienaventuranza. Luego, el deseo de esta fruición, en el hombre es efecto del amor de Dios».
Sin embargo, como «el deseo de una cosa molesta al alma del que desea, a no ser que haya
esperanza de conseguirla», es beneficioso que la gracia cause la esperanza.
801. –¿Además de provechosa, la esperanza es necesaria?
–En este mismo capítulo de la Suma contra los gentiles, concluye Santo Tomás que, para que el
hombre pudiese llegar a su último fin: «fue necesario que mediante la gracia se imprimiese en el
afecto humano la esperanza de alcanzarla». Obtiene esta conclusión de la siguiente
argumentación: «Nadie se mueve hacia un fin al cual juzga que es imposible llegar. Por lo tanto,
para que uno se dirija a un fin es preciso que tienda hacia tal fin como posible de alcanzar; y este
es el afecto de la esperanza. En consecuencia, como quiera que mediante la gracia el hombre
se dirige hacia el fin último de la bienaventuranza», la esperanza es necesaria absolutamente
para salvarse.
También se manifiesta la necesidad de la esperanza con este otro argumento: «Si apareciese
alguna dificultad en lo que se ordena a un fin deseado, ofrece consuelo la esperanza de conseguir
el fin, como en el caso de quien soporta con facilidad el amargor de la medicina por la esperanza
de la salud. Mas en el camino que recorremos para alcanzar la bienaventuranza, que es el fin de
todos nuestros deseos, amenazan muchas cosas difíciles, que se han de soportar, puesto que la
virtud, mediante la cual se camina hacia la bienaventuranza, versa sobre las cosas difíciles
(Aristóteles, Ética, II, 2)». Se infiere, por ello, que: «para que el hombre tendiese más ligera y
prontamente a la bienaventuranza, fue necesario que se le diese la esperanza de obtenerla»[32].
802. –Si, como indica el Aquinate, en la Suma teológica: «ya está suficientemente inclinado el
hombre a esperar el bien por natural inclinación»[33], ¿precisa la virtud teologal de la esperanza?
–Argumenta Santo Tomás que hace falta la esperanza, que es causada por la gracia, porque: «la
naturaleza suficientemente inclina a esperar el bien proporcionado o natural», no así «para
esperar el bien sobrenatural», para ello, es menester de la esperanza teologal.
Precisa que incluso: «aun para aquello a que la razón natural incita, cuales son los actos de las
virtudes morales», el hombre necesitó la ayuda Dios. Por ello: «fue necesario que se dieran
preceptos de ley divina para mayor fuerza y, principalmente, por estar la razón natural del hombre
oscurecida con las concupiscencias del pecado»[34].
La necesidad de la virtud sobrenatural de la esperanza queda confirmada porque: «se dice en la
Sagrada Escritura: Nos reengendró a una esperanza de vida (…) para una herencia incorruptible
(…) que nos está reservada en los cielos (1 Pedr 1, 3-4); y: En esperanza fuimos salvados (Rm
8, 24)»[35].
Sobre este último versículo, comenta Santo Tomás: «la esperanza es respecto de las cosas que
no se ven presencialmente, sino que se sabe que se verán en el futuro». Si dice San Pablo que:
«en la esperanza fuimos salvados», se sigue que «esperamos para el futuro el cumplimiento de
la salvación». De manera que nosotros: «somos salvos en la esperanza, porque tenemos la
esperanza de nuestra salvación. Por esto se dice también: Nos reengendró a una esperanza viva
(1 Pedr 1, 3); y: Esperad en Él vosotros, pueblos todos congregados (Sal 61, 9)»[36]. La
esperanza significa, por tanto, algo objetivo, el conjunto de los bienes que se derivan de la
redención por Cristo, pero que se van transmitiendo gradualmente y cuya parte mejor recibiremos
en el porvenir; por ello, se denomina esperanza y, en ella, se consumará nuestra salvación.
803. –La interpretación del Aquinate de la expresión paulina «en esperanza fuimos salvados» en
sentido objetivo continúa vigente?
–En su encíclica sobre la esperanza, Benedicto XVI entiende también en este mismo sentido la
afirmación de San Pablo. Escribe al inicio de la misma: En esperanza fuimos salvados, dice san
Pablo a los Romanos y también a nosotros (Rm 8,24). Según la fe cristiana, la redención, la
salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que
se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro
presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia
una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el
esfuerzo del camino»[37].
Nota también el Papa que precisamente: «El haber recibido como don una esperanza fiable fue
determinante para la conciencia de los primeros cristianos, como se pone de manifiesto también
cuando la existencia cristiana se compara con la vida anterior a la fe o con la situación de los
seguidores de otras religiones». Estos últimos tenían a los dioses y a los mitos, pero: «no tenían
en el mundo ni esperanza ni Dios (Ef 2,12) (…) se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro
sombrío. (…) En la nada, de la nada, qué pronto recaemos, dice un epitafio de aquella época».
Por ello, San Pablo dice a los cristianos: No os aflijáis como los hombres sin esperanza (1
Ts 4,13). En este caso aparece también como elemento distintivo de los cristianos el hecho de
que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben
que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad
positiva, se hace llevadero también el presente».
Por recibir de Dios la esperanza sobrenatural, como efecto de la gracia, que se da al creyente,
se puede afirmar que: «el cristianismo no era solamente una buena noticia, una comunicación de
contenidos desconocidos hasta aquel momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano
no era sólo informativo, sino performativo. Eso significa que el Evangelio no es solamente una
comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y
cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene
esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva»[38].
En la misma encíclica, Benedicto XVI asume explícitamente la explicación tomista, al referirse a
estas otras palabras de San Pablo, que cita Santo Tomás en la Suma teológica[39]: «la fe es la
substancia de las cosas que esperamos»[40], y que el Papa explica del siguiente modo: «pues
se tiene el primer comienzo de ellas en nosotros por el asentimiento de la fe, que en germen
encierra todas las cosas esperadas»[41].
Comenta seguidamente que: «por la fe, de manera incipiente, podríamos decir en germen –por
tanto según la sustancia– ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo,
la vida verdadera. Y precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta presencia de
lo que vendrá genera también certeza: esta realidad que ha de venir no es visible aún en el mundo
externo (no aparece), pero debido a que, como realidad inicial y dinámica, la llevamos dentro de
nosotros, nace ya ahora una cierta percepción de la misma[42].
Igualmente, al comentar este versículo de la Epístola a los Hebreos, explica Santo Tomás que:
«La fe con respecto al fin es como un cierto comienzo de las cosas que se esperan, y el cual
enciérrase como en esencia todo, así como las conclusiones en los principios»[43]. Por esta
relación con la esperanza, queda descartado que la fe sea una confianza ciega voluntaria o un
sentimiento que nace de la afectividad, como dijeron después algunos.
804 –¿Puede afirmarse, por tanto, que la esperanza en Dios está mandada y, que, por ello, es
obligatoria?
–Santo Tomás responde a esta cuestión en un artículo de la Suma teológica, que prueba que la
esperanza sobrenatural está mandada por Dios, aunque no de manera expresa. Recuerda, como
apoyo de esta tesis que: «Exponiendo San Agustín las palabras: éste es mi mandamiento, que
os améis unos a otros (Jn 15, 12), dice que son muchísimos mandatos que tenemos respecto a
la fe, muchísimos que tenemos respecto a la esperanza (Trat. Evang. S. Juan, 83, 3)»[44].
En este lugar, San Agustín, al comentar este mandamiento de Jesús, se pregunta: «¿Por ventura
su mandato se refiere sólo a esa dilección con que nos queremos mutuamente? ¿Acaso no hay
también otro mayor: que queramos a Dios? ¿O, de hecho, Dios nos ha dado mandatos respecto
a sola la dilección, de forma que no necesitemos otros? El Apóstol encarece
ciertamente tres cosas, al decir: Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la
caridad; pero de ellas, la mayor de éstas es la caridad(1 Co 13, 13). Aunque en la caridad, esto
es, en la dilección, se encierran los dos preceptos, se dice empero que ella es la mayor, no la
única. Por tanto, los muchísimos mandatos que tenemos respecto a la fe, los muchísimos que
tenemos respecto a la esperanza ¿quién puede recogerlos todos, quién dar abasto a
enumerarlos?»[45].
Explica Santo Tomás que: «Los mandamientos que se encuentran en la Sagrada Escritura, unos
se dan sobre la substancia de la ley, y otros son preámbulos a ella. Son preámbulos aquellos
que, de no existir, no se daría la ley. Tales son los mandamientos en torno a los actos de la fe y
de la esperanza. Por el acto de fe, la mente del hombre se inclina a reconocer al Autor de la ley,
al cual debe someterse. Por el acto de esperanza del premio se siente inducido el hombre a la
observancia de los preceptos».
Por su parte, los mandamientos del decálogo, y los otros de la Escritura que los explicitan, que
son, como se ha dicho: «los mandamientos sobre la substancia de la ley, pertenecen a los
mandamientos impuestos al hombre ya sometido y dispuesto a obedecer y que afectan a la
rectitud de la vida. Por eso, en la legislación aparecen propuestos sin dilación en forma de
preceptos».
805. –¿Por qué los mandamientos de la esperanza, al igual que los de la fe, no se dieron en
forma de preceptos como los demás del Decálogo?
–No era necesario, porque, como pone en claro Santo Tomás: «los mandamientos de la
esperanza y de la fe no se debían proponer en forma de preceptos, porque, si el hombre no
creyera o esperara, en vano se le mandaría la ley. Y como el precepto de la fe se hubo de
proponer en forma de notificación o de mención (…) así también el precepto de la esperanza en
la promulgación primitiva de la ley, hubo de proponerse a modo de promesa. Pues quien promete
premio al obediente, con eso le incita a la esperanza. De ahí que todas las promesas que encierra
la ley son incentivos de la esperanza».
La esperanza en Dios fue propuesta en forma de promesas y como preámbulo del Decálogo, sin
embargo, después aparece en la Escritura también como precepto, porque: «dado que, una vez
establecida la ley, atañe a los hombres sabios no sólo inducir a los hombres a la observancia de
sus preceptos, sino también, y mucho más, a mantener su fundamento. Por eso, después de la
promulgación definitiva en la Escritura los hombres son inducidos de muchas maneras a esperar,
incluso por amonestación y precepto, y no sólo por promesas, como en la ley misma. Así se dice
en el libro de los Salmos: Esperad en Él toda la asamblea del pueblo (Sal 61, 9). Lo mismo se ve
en otros lugares de la Escritura»[46].
No obstante, como notaba el dominico Garrigou-Lagrange: «Suélese hablar de esta virtud menos
que de la fe y de la caridad. Tiene, sin embargo, gran trascendencia. La esperanza cristiana,
como virtud infusa y teologal, es una virtud esencialmente sobrenatural, y, por consiguiente, está
muy sobre el deseo natural de ser dichoso, y sobre la natural confianza en Dios, que podría nacer
del conocimiento racional de la divina bondad, Por la esperanza infusa tendemos hacia la vida
eterna, hacia la beatitud sobrenatural, que no es otra cosa que la posesión de Dios: ver a Dios
inmediatamente como él mismo se ve y amarle como se ama él. Y al tender hacia Dios, lo
hacemos apoyándonos en la divina ayuda que nos ha prometido (…) Así deseamos a Dios para
nosotros, pero por el mismo Dios (…) Deseamos a Dios, fin último nuestro, no subordinándolo a
nosotros, como subordinamos los alimentos a nuestra nutrición, sino subordinándolos a él»[47].
También Newman reconocía la gran importancia de la virtud del precepto de la esperanza, al
concluir sus palabras sobre la misma: «Desearía que tuviésemos solamente tanta fe y esperanza
como la que Cristo pensó que era poca en Sus primeros discípulos. Al menos imitad a los
Apóstoles en su debilidad si no podéis imitarlos en su fortaleza. Si no podéis actuar como santos,
actuad al menos como cristianos. No os alejéis de Él, sino venid a Él cuando estéis en la aflicción,
pidiendo día a día, con seriedad y perseverancia, aquellos favores que sólo Él puede dar. Y así
como en aquella ocasión de que habla el evangelio Él culpó a los discípulos, pero hizo lo que le
pedían, así confiemos en Su gran misericordia que, aunque Él vea mucha debilidad en vosotros
que no debería estar ahí, se digne increpar a los vientos y el mar, y decir ¡Paz, calmaos! (Mc 4,
39), y habrá una gran calma»[48].

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 153.
[2] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 17, a. 1, in c.
[3] Ibíd., II-II, q. 17, a. 2, ad 2.
[4] Ibíd., II-II, q. 17, a. 4, in c.
[5] Ibíd., II-II, q. 17, a. 5, in c.
[6] Ibíd., II-II, q. 17, a. 6, ob. 2.
[7] Ibíd., II-II, q. 17, a. 6, ad 2.
[8] Ibíd., II-II, q. 17, a. 6, in c.
[9] Ibíd., II-II, q. 17, a. 6, ad 3.
[10] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 153.
[11] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 26, a. 4, sed c.
[12] Ibíd., II-II, q. 26, a. 4, in c.
[13] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 153.
[14] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 17, a. 7, in c.
[15] Ibíd., II-II, q. 17, a. 7, ad 2.
[16] Ibíd., II-II, q. 17, a. 8, in c.
[17] Ibíd., II-II, q. 17, a. 8, in c.
[18] Ibíd., II-II, q. 18, a. 4, ob. 2.
[19] Ibíd., II-II, q. 18, a. 4, ad 2.
[20] Véase: Mt 8, 23-27.
[21] John Henry Newman, «La omnipotencia de Dios: una razón para la fe y la esperanza». Serm.
30-I-1848, en Newmaniana (Buenos Aires), XXIV/63 (2014), pp. 10-14, p. 13.
[22] Ibíd., pp. 13-14.
[23] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 18, a. 4, in c.
[24] Ibíd., II-II, q. 18, a. 4, ad 3.
[25] Sal 4, 10.
[26] Sal 30, 2.
[27] Sal 70, 1.
[28] Eclo, 2, 11.
[29] Heb 6, 18-19.
[30] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Hebreos, c. 6, lec. 4.
[31] John Henry. Newman, «La omnipotencia de Dios: una razón para la fe y la esperanza», op.
cit., p. 14.
[32] Santo Tomás de Aqino, Suma contra los gentiles, III, c. 153.
[33] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 22, a. 1, ob. 1.
[34] Ibíd., II-II, q. 22, a. 1, ad 1.
[35] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 153.
[36] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 8, lec. 5.
[37] Benedicto XVI, Encíclica Spe salvi, 1.
[38] Ibíd., 2.
[39] Véase: Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II. q. 17, a. 7, ob. 2; II-II, q. 4, a. 7, sed
c.; II-II, q. 4, a. 1, in c.; II-II, q. 1, a. 7, ob. 1; y II-II. q. 1, a. 6. ad 1.
[40] Heb 11, 1.
[41] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 4, a. 1, in c.
[42] Benedicto XVI, Encíclica Spe salvi, 7.
[43] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Hebreos, c. 11, lec. 1.
[44] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 22, a. 1, sed c.
[45] San Agustín, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, trat. 83, 3.
[46] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 22, a. 1, in c.
[47] R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Madrid, Ediciones Palabra, 1995,
pp. 738-739.
[48] John H. Newman, «La omnipotencia de Dios: una razón para la fe y la esperanza», op. cit.,
p. 14.

LXXI. El mérito de las buenas obras

806. –Según lo explicado, la gracia que nos hace gratos a Dios, o gracia santificante, causa tres
efectos principales y fundamentales: recibir la participación de la naturaleza divina y la vida
sobrenatural, que implica ser hijos adoptivos de Dios y estar justificados; ser verdaderos
herederos de Dios; y ser hermanos y coherederos con Cristo. La gracia causa también tres
efectos operativos: la caridad –que nos hace amigos de Dios y que inhabite en el alma–; la fe; y
la esperanza. ¿Produce más efectos la gracia en el alma de quien la recibe?
–De los múltiples beneficios de la gracia, además de los examinados, podría destacarse la de
proporcionar el poder merecer sobrenaturalmente. Sin la gracia santificante ninguna obra buena
tiene mérito, que sirva para alcanzar la vida eterna. Santo Tomás, en la los capítulos finales del
tercer libro de la Suma contra gentiles, dedicados a la gracia, se ocupa de la cuestión del mérito,
pero únicamente para probar que el hombre no puede por sí mismo merecer la gracia de Dios
(III, c. 149). Lo había tratado más ampliamente en el Comentario de las Sentencias[i], y después,
en la Suma Teológica, toda una cuestión.
En esta última obra, explica que tiene mérito lo que es digno, por una acción, que se le deba por
justicia una recompensa; y, de modo opuesto, está en situación de demérito lo que merece un
castigo por lo que ha hecho. De manera que, por una parte: «el mérito y el demérito se definen
por relación a la recompensa que se hace según justicia»[1]. Por otra: «un acto humano es
meritorio o no (…) por su relación a otra persona, sea al individuo, sea a la comunidad».
De ello, se sigue que: «de ambos modos nuestros actos morales implican también mérito o
demérito delante de Dios». En cuanto a la primera relación: «por razón del mismo Dios, fin último,
porque es un deber referir todos nuestros actos al fin último. Por eso el que comete un acto malo,
que no puede ser referido a Dios, no observa a Dios el honor a Dios, que se le debe como fin
último».
Respecto a la segunda: «por razón de toda la comunidad del universo, ya que, en toda
comunidad, aquel que la gobierna tiene el cuidado principal del bien común y a él le corresponde
recompensar todo lo que se hace, bueno o malo, en la comunidad. Y Dios es el que gobierna y
dirige todo el universo, especialmente las criaturas racionales».
Puede así afirmarse que: «todos nuestros actos implican noción de mérito o demérito delante de
Dios, de lo contrario, seguiríase que Dios no se preocuparía de los actos humanos»[2]. Además
hay que precisar que ello afecta a todos los actos realizados intelectiva y volitivamente. «Todo lo
que hay en el hombre, lo que puede y lo que posee, debe ordenarse a Dios; de ahí que todos sus
actos, buenos o malos, por su misma naturaleza, tengan mérito o demérito delante de Dios»[3].
El mérito de las buenas obras, que puede realizar el hombre por si mismo, con la previa moción
natural divina, es únicamente natural y, por ello, estas buenas obras no permiten merecer delante
de Dios la recompensa del fin último sobrenatural. Una obra buena, si no es realizada con el
auxilio o gracia de Dios no tiene ningún mérito sobrenatural, ni, por ello el premio de la
bienaventuranza eterna del goce de Dios.
807. –¿Dios premia las acciones buenas, que, con su mera naturaleza, puede hacer el hombre,
con otros bienes, como los bienes temporales?
–Los bienes temporales puede recibirlos el hombre de Dios como premio en cuanto conducen a
su salvación, porque: «si los bienes temporales se consideran en cuanto útiles para las obras
virtuosas, por las cuales nos encaminamos a la vida eterna, entonces caen directa y
absolutamente bajo mérito, como el aumento de la gracia y todas aquellas cosas de las que el
hombre se sirve para llegar a la vida eterna después de la gracia inicial, pues Dios da a los justos
tantos bienes y males temporales cuanto les convengan para llegar a la vida eterna ».
En cambio: «si se consideran estos bienes temporales en sí mismos», entonces «no caen
absolutamente bajo méritos». Sólo lo son relativamente o: «en algún sentido, es decir, en cuanto
los hombres son movidos por Dios para hacer algunas cosas por algún tiempo, en los cuales
consiguen su propósito ayudándoles Dios». De manera que: «los bienes temporales,
considerados en sí mismos, tienen razón de recompensa»[4].
Con los bienes temporales, Dios premia a las buenas obras realizadas por actos meramente
naturales, pero debe tenerse en cuenta que sólo les premia con tales bienes. En cambio, a las
acciones realizadas con la gracia, Dios les premia con la vida eterna y puede que también con
bienes temporales. De manera que: «es propio de la divina justicia conceder a los virtuosos
bienes espirituales y bienes temporales». Estos últimos contribuyen a la adquisición de los
espirituales de los hombres justos o en gracia. «En cambio, para los demás esa misma concesión
de bienes materiales es perjuicio del bien espiritual».
No obstante, pertenece igualmente a Dios por el mismo motivo, a los justificados: «concederles
males cuando sea suficiente para excitar la virtud, como enseña Dionisio: «Es propio de la divina
justicia no convertir en muelle la fortaleza de los mejores mediante sobreabundantes dones
materiales» (Pseudo-Dionisio, Nombr. Divinos, 8)»[5]. Por el contrario: «Los males temporales se
infligen a los impíos como pena, en cuanto que por ellos no son ayudados a la consecución de la
vida eterna. Mas para los justos, que por estos mismos males son ayudados no son penas, sino
más bien medicina»[6]. Así se explica que: «los pecadores prosperen y que los inocentes
padezcan penas»[7].
808. –Si los actos buenos son posibles por Dios, de quien el hombre lo ha recibido todo, no se
ve, por tanto, que tengan derecho a un premio. Parece evidente que: «nadie merece una
recompensa por dar a otro lo que le debe». Al hacer el bien, que, por otra parte, nos está
mandado, no se agradece suficientemente a Dios todo lo que se le debe. Además: «obrando
bien, aprovecha para sí o para otro hombre, pero no para Dios»[8], y «nada parece merecer de
aquel a quien nada aprovecha. El hombre, obrando bien, aprovecha para sí o para otro hombre,
pero no para Dios»[9].
También parece innegable que Dios no puede tener una obligación para con el hombre.
«Cualquiera que merece algo ante otra persona, la constituye en deudor suyo, pues el débito es
que uno pague a quien merece. Pero Dios de nadie es deudor, por lo cual dice el Apóstol: «¿Quién
le dio a Él primero para tener derecho a retribución? (Rm 11, 35)». Podría así concluirse que
«nadie parece merecer ante Dios»[10].
Ante estas objeciones, basadas en las obras buenas que puede hacer el hombre, no parece que
tenga derecho a ser premiado por Dios, ni que tenga Dios obligación de premiar, ¿cómo se
explica que el hombre puede merecer algo de Dios?
–Para resolver estas objeciones a la existencia del mérito de las buenas obras advierte Santo
Tomás, en primer lugar, que: «el hombre merece cuando hace voluntariamente lo que debe» y,
por tanto libremente, con la posibilidad de cumplir o no con su deber; «de lo contrario no sería el
acto de justicia por el que se restituye lo que se adeuda»[11], ni tendría mérito.
En segundo lugar, que esta justicia no es igual como la que se da entre los hombres, porque:
«Dios no busca en nuestra obra su utilidad, sino su gloria, es decir, la manifestación de su bondad,
que tal es lo que persigue también en sus obras. No es él quien se beneficia con el culto que le
tributamos, sino nosotros. Por eso, cuando merecemos algo de Dios no es porque nuestras obras
le procuren algún beneficio, sino porque trabajamos por su gloria»[12].
Por último, en tercer lugar, que: «nuestras obras se hacen meritorias en virtud de una ordenación
divina previamente establecida»[13]. Las obras buenas no pueden ser meritorias ante Dios por sí
mismas, porque: «es evidente que entre Dios y el hombre se da la máxima desigualdad, pues
distan el infinito, y todo el bien que hay en el hombre viene de Dios. Por eso no puede haber
justicia del hombre a Dios, según una igualdad absoluta, sino según cierta proporción, es decir,
en cuanto que cada uno obra conforme a su manera de ser».
Esta justicia imperfecta se explica porque: «El modo y medida del poder humano lo da al hombre
Dios, y por ello el mérito del hombre ante Dios no puede existir sino conforme al orden divino
previamente establecido, de tal manera que el hombre consigue de Dios por su operación, como
una recompensa, aquello para lo cual Dios le dio capacidad de obrar». Dios ha ordenado que los
actos buenos, que realizan obras buenas, tengan mérito y puedan así recibir recompensa.
Esta ordenación no se da en las otras acciones. Es cierto que: «también las cosas naturales
consiguen por sus propios movimientos y operaciones el objeto para el cual están ordenadas por
Dios; pero de diferente manera, porque la criatura racional se mueve a sí misma a obrar mediante
su libertad; de donde tiene razón de mérito su obrar, lo cual no se da en otras criaturas»[14]. Sin
embargo, el derecho a esperar el premio no está en su libertad, sino en la ordenación que Dios
ha dado a los actos libres y buenos.
Además, debe tenerse en cuenta que Dios de nadie es deudor, pero si a sí mismo.
Por ello: «como nuestra acción no tiene razón de mérito, sino presupuesta la ordenación divina,
«no se sigue de ahí que Dios se haga absolutamente deudor para con nosotros, sino para consigo
mismo, por el hecho de que su ordenación debe cumplirse»[15].
En este sentido deben entenderse, según Santo Tomás, las palabras de San Pablo: «¿Quién le
dio primero para que le sea recompensado?»[16]. La pregunta, explica, se refiere a si hay un
«primer dador» a Dios, y «nadie» es la respuesta implícita, «porque no puede el hombre darle a
Dios sino lo que de Él reciba. Se lee en la Escritura: «Tuyo es todo las cosas, y te hemos dado
aquello que de tu mano hemos recibido» (Cro 29, 14); y «Si obras bien, ¿qué le darás, o qué
recibirá de tu mano? (Job 35, 7)»[17].
809. –Si «el hombre conforme a su naturaleza, está ordenado a la felicidad, como a su fin, y por
esto apetece naturalmente ser feliz»[18], parece que puede alcanzar la felicidad, que es la vida
eterna por sus medios naturales, como las buenas obras. ¿Puede merecer, por tanto, sin la
gracia, el premio de la vida eterna?
–Si el hombre hubiera sido creado en un estado de naturaleza pura, estaría ordenado a un fin
natural, que consistiría en una vida eterna con un conocimiento y un amor puramente natural de
Dios, como creador y providente. Ni desde su naturaleza, ni por ella, hubiera podido contemplar
a Dios tal como es en sí mismo, que es la perfecta y plena felicidad.
Dios por su infinita y generosa bondad creó al hombre con su naturaleza elevada al fin
sobrenatural de la contemplación de Dios con los auxilios necesarios de la gracia santificante,
con las virtudes infusas, teologales y morales, y con los dones del Espíritu Santo, para merecerla.
Además, la perfeccionó con unos dones preternaturales –integridad, perfecto dominio,
inmortalidad e impasibilidad–, para que fuera un mejor soporte a la gracia. En este estado de
inocencia, o de justicia original, fue destinado el hombre al fin sobrenatural.
Afirma, por ello, Santo Tomás que: «Dios ordenó la naturaleza humana a conseguir el fin de la
vida eterna, no por su propio poder, sino mediante el auxilio de la gracia. Y es así como sus actos
pueden merecer la vida eterna»[19].
Para justificar esta afirmación advierte que: «podemos considerar un doble estado del hombre
que no posee la gracia: uno, el de la naturaleza íntegra (o pura, perocon todas sus fuerzas), que
tuvo Adán antes del pecado (aunque además con la gracia); otro, el de la naturaleza caída, como
se da en nosotros antes de la reparación de la gracia».
Los actos humanos, sin la gracia, son naturales y la vida eterna es sobrenatural. Por ello, si se
considera al hombre, en el primer estado: «no puede merecer sin la gracia, por sus fuerzas
naturales, la vida eterna, porque el mérito del hombre depende de la divina ordenación y el acto
de cualquier cosa no recibe una ordenación divina por algo que exceda la proporción de supoder,
que es el principio del acto, pues determinó la divina Providencia que nadie obre por encima de
su poder».
. Además: «la vida eterna es un bien que excede la proporción de la naturaleza creada, pues
excede su conocimiento y deseo, pues «como está escrito (Is 64, 3), «lo que el ojo no vio, ni oído
oyó, ni a corazón de hombre se antojó, tal preparó Dios a los que le aman» (1 Cor 2, 9)»[20].
En el segundo estado, el de la naturaleza caída, tampoco puede merecer por esta misma razón
y por otra, porque: «siendo el pecado una ofensa a Dios que excluye la vida eterna, nadie puede
merecerla en pecado, si no se reconcilia antes con Dios, obteniendo el perdón, lo cual se obra
por la gracia, pues al pecador no se le debe la vida, sino la muerte, según lo que dice San Pablo:
«El estipendio del pecado es la muerte» (Rm 6, 23)»[21]. Reconciliado con Dios, el hombre se
encuentra en el estado de naturaleza reparada, por la redención de Cristo, que le devolvió la
gracia y puede así alcanzar la vida eterna.
Sin la gracia de Dios, ninguna acción del hombre merece la gloria que es «plenitud de la
gracia»[22], gracias que son todas totalmente gratuitas. De manera que: «Merecemos la gloria
por medio de un acto de gracia, pero no la gracia por medio de un acto natural»[23].
810. –El hombre que está en gracia y hace obras de mérito sobrenatural, ¿merece la vida eterna
por justicia?
–No parece que, por la gracia, el hombre puede merecer por justicia, o de condigno, ya que no
hay proporción entre el mérito que adquieren las obras del hombre en gracia y la vida eterna, ni
tampoco a este mérito está ordenado al premio de la vida eterna. Lo confirmarían estas palabras
de San Pablo: «No son condignos los padecimientos de esta vida para con la gloria futura, que
se manifestará en nosotros»[24].
A esta cuestión responde Santo Tomás que, como la obra meritoria procede de la gracia y del
libre albedrío, aunque regenerado por ella, puede considerarse de un doble modo. Por un lado:
«En cuanto a la substancia de la obra y en cuanto procede del libre albedrío no puede ser
condigna, porque entraña la máxima desigualdad» con el merecimiento de la vida eterna.
Aunque no hay proporción entre el mérito del acto libre y el premio de la vida eterna y, por tanto,
éste no se merece por justicia o de condigno: «sin embargo, se da una razón de congruencia por
cierta igualdad proporcional, pues parece razonable que al hombre que obra según sus virtud,
Dios le recompense según la excelencia de su poder»[25]. Al hombre que tiene la virtud o el
poder, aunque recuperada por la gracia de Dios, de realizar buenas obras, tendrá un mérito de
congruo, o de conveniencia, fundado no en el derecho de justicia, sino en el derecho de la
amistad.
Es cierto que: «Dios conduce a la vida eterna no por nuestros méritos, sino por su
misericordia»[26], no obstante, deben entenderse estas palabras: «referidas a la primera causa,
que conduce a la vida eterna, que es la misericordia de Dios», porque: «el mérito nuestro es
causa subsiguiente»[27].
Por otro lado: «Si hablamos de la obra meritoria en cuanto que procede de la gracia del Espíritu
Santo, entonces merece de condigno la vida eterna», ya que hay una igualdad proporcional,
porque la gracia con la que se realiza el acto meritorio es una participación real de la naturaleza
divina, que nos hace hijos adoptivos. Aunque esta condignidad no es de estricta justicia, porque
no se da rigurosa igualdad. La estricta sólo la tienen las obras de Cristo, Dios y hombre.
Por tanto: «en este caso el valor del mérito se determina en función de la virtud del Espíritu Santo,
que nos mueve hacia la vida eterna, tal como se dice en la Escritura: «se hará en él una fuente
de agua que saltará hasta la vida eterna» (Jn 4, 14). El valor de la obra ha de ser apreciado
también atendiendo a la dignidad de la gracia, que, al hacernos partícipes de la naturaleza divina,
nos hace hijos de Dios por adopción, y en consecuencia, herederos por el mismo derecho de
adopción. Según aquello de; «Si hijos, también herederos» (Rom 8, 17)»[28].
Respecto a las palabras de San Pablo del versículo siguiente, ya citadas, de la carencia de
proporción de las penalidades que se sufren en la vida mortal (Rom 8, 18: «No son condignos los
padecimientos de esta vida para con la gloria futura, que se manifestará en nosotros), al
comentarlas»), Santo Tomás, en otro lugar, nota que el Apóstol: «ahora indica la causa del
aplazamiento de la vida inmortal, la cual es la herencia de los hijos de Dios, por ser necesario
que padezcamos juntamente con Cristo para que alcancemos la sociedad de su gloria. Y porque
pudiera alguien decir que tal herencia resulta costosa, por no poderse alcanzar sino por la
aceptación de los sufrimientos, por eso aquí muestra la excelencia de la futura gloria respecto de
los padecimientos del tiempo presente»[29].
811. –Podría parecer que ni con la gracia el hombre pueda realizar obras buenas para merecer
la vida eterna de modo condigno o de justicia, porque: «el mérito de condigno es el que se iguala
a la retribución». Sin embargo: «ningún acto de la vida presente está a la altura de la vida eterna,
que trasciende nuestro conocimiento y deseo, y supera incluso la caridad y el amor de aquí abajo,
como también supera la naturaleza»[30]. ¿Cómo responde el Aquinate a esta objeción?
–Santo Tomás precisa su doctrina del mérito, al responder: «La gracia del Espíritu Santo que al
presente tenemos, aunque no sea actualmente igual a la gloria, lo es, sin embargo, en su poder,
como la semilla de los árboles, en la cual está en potencia todo el árbol. De modo semejante, por
la gracia habita en el hombre el Espíritu Santo, que es causa suficiente para conducir a la vida
eterna, por lo cual dice San Pablo, que es «prenda de nuestra herencia» (2 Cor 1, 22)»[31].
Al comentar estas palabras citadas de San Pablo, explica que: «en la prenda débense considerar
dos cosas: lo que produce la esperanza de poseer la realidad, y que vale tanto cuanto vale la
realidad, o más, y estas dos cosas están en el Espíritu Santo, porque si consideramos lo que en
sí es el Espíritu Santo, tanto vale el Espíritu Santo cuanto la vida eterna, la cual es el mismo Dios,
porque viene siendo cuanto son todas las tres personas. Y si se considera el modo de tenerla,
así produce la esperanza, y no la posesión de la vida eterna, porque todavía no lo tenemos a Él
perfectamente en esta vida. Y por eso no somos perfectamente bienaventurados sino cuando
perfectamente lo tengamos en la patria»[32].
812. –Sin la gracia no se puede merecer la vida eterna. Sin embargo, podría parecer que se
merece la primera gracia porque como: «Dios no da la gracia sino a los dignos» y «nadie se hace
digno de un don sino aquel que lo mereció de condigno»[33] o por justicia. ¿Se requieren méritos
previos para recibir la primera gracia?
–Responde Santo Tomás que: «Dios no da la gracia sino a los dignos; más no porque antes
fueran dignos, sino porque los hace dignos por la gracia, Él «que es el único que puede hacer
puro al que de inmunda simiente fue concebido» (Job 14, 4)»[34].
Santo Tomás, después de citar las palabras de San Pablo «la gracia y la gloria las da el
Señor»[35], en su Comentario a la Epístola a los Romanos, escribe: «los justos tendrán vida
eterna, la cual ciertamente no se puede obtener sino por la gracia, por eso el hecho mismo de
que obremos el bien y de que nuestras obras merezcan la vida eterna, es por la gracia de Dios.
Por eso también se dice en la Escritura: «El señor dará la gracia y la gloria» (Sal 83, 12). Y así
nuestras obras si se consideran en su naturaleza y en cuanto que proceden del libre albedrío del
hombre, no merecen de condigno la vida eterna, sino tan sólo en cuanto que proceden de la
gracia del Espíritu Santo. De aquí que se dice también en la Escritura que el agua que Él da «se
hace fuente de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14)»[36].
813. –«La graciaes el principio de toda obra buena»[37] y, por ello, también de los actos
meritorios de los que proceden las obras buenas,y que se ejecutan por las distintas virtudes
infusas o sobrenaturales, que se poseen con la gracia santificante. ¿Todas las virtudes son
iguales en cuanto principio de actos meritorios?
–Afirma Santo Tomás que: «el mérito de la vida eterna pertenece primeramente a la caridad y
secundariamente a las otras virtudes, en cuanto que los actos de éstas son imperados por la
caridad».
Prueba esta proposición con el siguiente argumento: «Se ha de considerar que la vida eterna
consiste en el gozo de Dios, y el movimiento de la mente humana para gozar del bien divino es
el acto propio de la caridad, por el cual todos los actos de las demás virtudes se ordenan a este
fin, en cuanto que las demás virtudes son imperadas por la caridad»[38].
San Pablo, después de hablar de varios carismas y ministerios, concluye: «si no tuviera caridad,
todo lo dicho de nada me aprovecha»[39]. Comenta Santo Tomás: «si obras de tanto realce
llegase yo a hacer, «si no tuviera caridad», o porque con dichas obras va junta la voluntad de
mortalmente pecar, o porque la vanagloria es el motivo de hacerlas, «todo lo dicho de nada me
aprovecha», esto es, de ningún mérito en cuanto a la vida eterna, que sólo a los que a Dios aman
se promete, según el libro de Job: «Hace conocer a quien ama que la luz es su posesión y que
puede subir hasta ella» (Jb 36, 33)».[40].Las virtudes restantes reciben su eficacia para merecer
la vida eterna de la caridad en cuanto ella las informa.
814. –¿Esta doctrina de Santo Tomás sobre el mérito de las buenas obras es enseñada por la
Iglesia?
–Escribía San Agustín que Dios: «a nadie debe su gracia, perdona a muchos que merecen castigo
y otorga su gracia al que de ninguna manera la merece por sus buenas obras. ¿Qué debía al
mismo Pablo cuando perseguía Saulo a la Iglesia? ¿No era el castigo? Si le postra en tierra a
una voz venida del cielo, si le priva de la vista, si le atrae con fuerza a una fe que antes trataba
de arrasar, con toda certeza le concede una gracia no merecida, y Pablo se encuentra sin
pensarlo entre el resto de Israel, del que escribe: «Así, pues, subsiste en el tiempo presente un
resto, elegido por gracia. Y si es por gracia, ya no lo es por las obras; de otra manera, la gracia
ya no sería gracia» (Rm 11, 5-6)»[41].
Sobre estos dos versículos paulinos comenta Santo Tomás, que de modo parecido a como Dios
le dijo a Elías: «reservado me he siete mil hombres, que no han doblado la rodilla ante Baal»[42]:
también dice San Pablo, en primer lugar: »en el tiempo presente» en el que se ve desviarse a la
multitud del pueblo «una reserva, un resto», o sea muchos que han escapado de esa ruina, «han
sido salvos», conforme a la elección de la gracia de Dios, o sea, según la gratuita elección de
Dios. «Vosotros no me elegisteis a Mi, sino que Yo os elegí a vosotros» (Jn 15, 16)».
En segundo lugar, San Pablo: «de esto infiere la conclusión, diciendo: «y si es por gracia» por lo
que han sido salvos, «ya no lo es por las obras» de ellos. Dirá también por eso: «Él nos salvo no
por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia» (Tit 3, 5)».
Por último, en tercer lugar, en este texto: «muestra San Pablo que de las premisas se sigue la
conclusión, diciendo: «de otra manera» o sea, si la gracia proviniese, de las obras, «la gracia ya
no sería gracia», que así se llama por otorgarse gratuitamente. Se lee también en esta misma
epístola: «justificados gratuitamente por su gracia (Rom 3, 24)»[43].
En el II Concilio de Orange, del año 529, se dio conformidad a este pasaje de San Agustín, al
afirmarse en uno de sus cánones: «Se debe recompensa a las buenas obras, si se hacen, pero
la gracia, que no se debe, precede para que se hagan»[44].
El Concilio de Trento trató igualmente esta cuestión, pero de un modo mucho más amplio. En el
último capítulo del decreto sobre la justificación, se dice: «a los que obran bien hasta el fin y
esperan en Dios, se les debe ofrecer la vida eterna, no sólo como gracia prometida
misericordiosamente por Jesucristo a los hijos de Dios, sino también como recompensa que se
ha de dar fielmente, según las promesas de Dios mismo, a sus buenas obras y merecimientos».
Las buenas obras meritorias se realizan, porque: «difundiendo el mismo Jesucristo
constantemente su poder en las almas justificadas, como la cabeza en los miembros, cuyo poder
siempre antecede, acompaña y sigue a las buenas obras, y sin el cual de ningún modo podrían
éstas ser gratas ni meritorias ante Dios; no debe creerse falte nada más a las almas justificadas
para que se considere que han cumplido perfectamente la ley divina con las obras que
practicaron, según Dios, de conformidad con su estado en la presente vida, y que
verdaderamente han merecido la vida eterna, que habrán de conseguir a su tiempo, si al fin
murieren en gracia»
Se añade que: «Cristo, Salvador nuestro dice: «quien beba del agua que yo le daré, nunca jamás
tendrá sed, pues el agua que yo le daré hará en él unafuente de agua que salta hasta la vida
eterna» (Jn 4, 14). De modo que ni se establece nuestra propia justificación como propia de
nosotros mismos, ni se desconoce o desecha la bondad de Dios, toda vez que se dice nuestra
aquella justificación, en cuanto nos justificamos por ella aplicándose a nuestras almas; y esa
misma se dice propia de Dios, en cuanto Dios nos la infunde por los méritos de Jesucristo».
Advierte, por último que: «Tampoco ha de omitirse que, si bien tanto se concede en las Sagradas
Escrituras a las buenas obras, que Cristo promete que: «quien diere de beber a uno de estos
pequeños tan sólo un vaso de agua fresca (…) no carecerá de recompensa» (Mt 10, 42)», y San
Pablo atestigua que: «lo que aquí es para nosotros una tribulación momentánea y ligera,
engendra en nosotros de un modo maravilloso un caudal eterno de gloria; sin embargo, lejos del
hombre cristiano el confiarse o el «gloriarse» (1 Cor 1, 29) en sí mismo y no «en el Señor» (1 Cor
1, 31, y 2 Cor 10, 17), cuya bondad es tan grande para con todos los hombres, que quiere que
sean méritos de éstos los que son dones suyos»[45].
815. –¿Se explica también como interviene la libertad en las buenas obras meritorias?
–También, en el decreto sobre la justificación del Concilio de Trento, se declara que «al tocar
Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje
absolutamente de obrar alguna cosa, al recibir aquella inspiración, puesto que puede también
desecharla, ni pueda, sin embargo, moverse sin la divina gracia hacia la justificación delante de
Dios por sola su libre voluntad; por lo cual, cuando se dice en las Sagradas Escrituras:
«Convertíos a mí y Yo me volveré a vosotros» (Zac 1, 3) se nos advierte nuestra libertad; y cuando
respondemos: «Conviértenos, Señor, a Ti, y seremos convertidos» (Lm 5, 21), confesamos que
estamos prevenidos (preparados) por la gracia de Dios»[46].
La gracia de Dios es anterior al acto de la libertad humana, sin embargo, por la misma libertad
puede rechazarla y puede también aceptarla, pero, en este caso, porque la misma gracia, al
regenerar la libertad, hace posible que no sea pasiva, sino que actúe libremente para admitirla.
Dios nos pide, por ello, nuestra conversión, porque somos libres y más plenamente libres por su
gracia y por eso le pedimos esta gracia preveniente, disponente o preparatoria.
Y todavía sobre este último caso de aceptación libre de la gracia divina, el Concilio hace la
siguiente observación: «Y porque «todos tropezamos en muchas cosas» (Sant 3, 2), debe cada
uno tener a la vista, no sólo la misericordia y la bondad, sino también la severidad y el juicio de
Dios; y nadie debe juzgarse a sí mismo, aunque no le remuerda la conciencia de cosa alguna,
porque toda vida humana no debe ser examinada ni juzgada según el juicio de los hombres, sino
conforme al juicio de Dios (1 Cor 4, 3-4), «quien iluminará aún las cosas escondidas en las
tinieblas y manifestará los designios de los corazones» (1 Cor 4, 5), y entonces cada uno recibirá
su recompensa de Dios, quien, como está escrito: «dará a cada uno según obras (Mat 16, 27, y
Rom 2, 6)»[47].
Respecto a este último pasaje citado, comenta Santo Tomás que: «en la vida presente no se
retribuye según las obras, sino que a veces a los que se portan mal se les da la gracia con
largueza, como al propio apóstol Pablo, que habiendo sido primero blasfemo y perseguidor se le
concedió la misericordia, como dice él (1 Tim 12-13). Pero no será así en el día del juicio, cuando
se llegue el momento de juzgar según justicia. Se lee en la Escritura: «Cuando llegare mi tiempo
Yo juzgaré con justicia (Sal 74, 3). Y por eso también dice: «Dales a éstos el pago conforme a
sus acciones (Sal 27, 4)»[48].
En el Catecismo de Trento se explica, por ello, sobre la gracia que nos comunica Cristo, que:
«esta gracia indudablemente precede, acompaña y sigue siempre a nuestras buenas obras, y sin
ella de modo ninguno podemos merecer ni satisfacer ante Dios. De donde resulta que parece no
faltarles nada a los justos, puesto que con las obras que hacen con el divino auxilio, pueden por
una parte cumplir la ley de Dios conforme a su condición humana y mortal, y por otra merecer la
vida eterna, que ciertamente la conseguirán, si muriesen adornados de la gracia de Dios»[49].
816. –Afirma el Aquinate que: «el reino de Dios consiste principalmente en los actos interiores,
pero también, y como consecuencia, en todo aquello sin lo cual no pueden existir dichos
actos»[50]. ¿El reino de Dios es el reino de la gracia?
–El reino de Dios puede significar el reino de la gracia. Al pedir el reino de Dios en el
Padrenuestro, pedimos que no reine el pecado «y así sucede cuando el hombre está decidido a
obedecerle y cumplir todos sus mandamientos»[51], lo que se hace por la gracia.
San Juan Enrique Newman, al explicar las palabras de Cristo: «El Reino de Dios no viene con
signos externos, yno dirán: ‘está aquí’ o ‘está allí’, porque el Reino de Dios estádentro de
vosotros»[52], comenta que:«el hombre no es suficiente para su propia felicidad, que no es él
mismo, ni está bien consigo mismo, sin la presencia dentro suyo de la gracia de Aquel que,
sabiendo eso, ha ofrecido esa gracia a todos libremente. Cuando él fue creado su Hacedor le
insufló la vida sobrenatural del Espíritu Santo, que es su verdadera felicidad. Cuando cayó perdió
el don divino, y con él también su felicidad. Desde entonces ha sido infeliz, y ha sentido un vacío
en su corazón que no sabe cómo satisfacer».
El hombre con la naturaleza caída: «escasamente comprende su propia necesidad, y sólo el
natural e involuntario movimiento de su mente y su corazón muestra que la siente, pues o está
lánguido, desanimado o apático, con este hambre, o bien febril e inquieto, buscando primero en
una cosa, y después en otra, esa bendición que ha perdido. Por un tiempo, quizá hasta que llega
la vejez, continúa haciéndose algún ídolo del cual pueda alimentarse y tener cierto tipo de
existencia, igual que las hierbas del campo o la tierra reseca puede aliviar el dolor de la
hambruna». Los hombres: «no pueden vivir sin un objeto en la vida, aunque sea un objeto indigno
de un espíritu inmortal»[53].
Con la gracia, recibida en su interior, el hombre vuelve a recuperarla felicidad pérdida y buscada,
consciente o inconscientemente. Completada su interioridad, el hombre vuelve ser él mismo. De
ahí que el reino de la gracia o el: «Reino de Dios se difunde externamente sobre la tierra, porque
tiene un sostén interno en nosotros, porque, en palabras del texto, «está dentro nuestro», en los
corazones de sus miembros individuales»[54].
Se explicaasí porque: «la Iglesia es una colección de almas, reunidas por la gracia secreta de
Dios, aunque esa gracia les viene a través de instrumentos visibles, y las une a una jerarquía
visible. Lo que se ve no es la totalidad de la Iglesia sino su parte visible».
Por desconocerlo algunos entienden mal el amor de los católicos pos su Iglesia.«Se imaginan
que cuando usamos grandes palabras sobre la Iglesia, revistiéndola de privilegios celestiales y
aplicándole las promesas evangélicas, hablamos meramente de una estructura externa y política.
Piensan que dedicamos nuestra devoción por razones humanas, y que trabajamos por ambición
humana».
Además, también: «cuando decimos que Cristo ama a su Iglesia queremos decir que no ama
nada de naturaleza terrena sino el fruto de su propia gracia, los variados frutos de su gracia en
innumerables corazones, juntos en la unidad de la fe, el amor y la obediencia, de los sacramentos,
de la doctrina, del orden y del culto. El objeto que El contempla, el que El ama en la Iglesia, no
es simplemente la humana naturaleza, sino la humana naturaleza iluminada y renovada por su
propio poder sobrenatural»[55].
En el reino de Dios, el reino de la gracia o el reino de la Iglesia, el Espíritu Santo hace, como
decía San Bernardo que: «lo que por naturaleza es imposible para ti, se haga, por su gracia, no
sólo posible, sino fácil»[56].

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 21, a. 3, in c.


[2] Ibíd., I-II, q. 21, a. 4, in c.
[3] Ibíd., I-II, q. 21, a. 4, ad 3.
[4] Ibíd., I-II, q. 114, a. 10, in c.
[5] Ibíd., I-II, q. 87, a. 7, ad 2.
[6] Ibíd., I-II, q. 114, a. 10, ad 3.
[7] Ibíd., I-II, q. 87, a. 7, ob. 2.
[8] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ob. 1.
[9] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ob. 2.
[10] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ob. 3.
[11] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ad 1.
[12] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ad 2.
[13] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ad 3.
[14] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, in c.
[15] Ibíd., I-II, q. 114, a. 1, ad 3.
[16] Rm 11, 13.
[17] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, XI, lec. 5.
[18] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 114, a. 2, ob. 1.
[19] Ibíd., I-II, q. 114, a. 2, ad 1.
[20] Ibíd., I-II, q. 114, a. 2, in c
[21] Ibíd., I-II, q. 114, a. 2, in c
[22] Ibíd., I, q. 95, a. 1, ob. 6.
[23] Ibíd., I, q. 95, a. 1, ad 6.
[24] Rom 8, 18.
[25] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 114, a. 3, in c.
[26] Ibíd., I-II, q. 114, a. 3, ob. 2.
[27] Ibíd., I-II, q. 114, a. 3, ad 2.
[28] Ibíd., I-II, q. 114, a. 3, in c.
[29] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 8, lec. 4.
[30] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 114, a. 3, ob. 3.
[31] Ibíd., I-II, q. 114, a. 3, ad 3.
[32] ÍDEM, Comentario a la Segunda epístola a los Corintios, c. 1, lec. 5.
[33] ÍDEM,, Suma teológica, I-II, q. 114, a. 5, ob. 2.
[34] Ibíd., I-II, q. 114, a. 5, ad. 2.
[35] Rm 6, 23.
[36] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los romanos, c. VI, lec. 4.
[37] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 114, a. 5, in c.
[38] Íbíd., I-II, q. 114, a. 4, in c.
[39] 1 Cor, 13, 3
[40] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la Primera Epístola a los corintios, c. XIII, lec.
1.
[41] San Agustín, Réplica a Juliano, obra inacabada, I, 133.
[42] Rm 11, 4. Cf. Re 19, 18.
[43] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 11, lec. 1.
[44] II Concilio de Orange, can. 18 (Denz. 191).
[45] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. XVI.
[46] Ibíd., c.V.
[47] Ibíd., c. XVI.
[48] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 2, lec. 2.
[49] Catecismo del Concilio de Trento, II, c. 5. n. 74.
[50] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 108, a, 1, ad 1.
[51] ÍDEM, Consideraciones sobre el Padrenuestro, II, 41.
[52] Lc 17, 20-21
[53] John Henry Newman, «El poder secreto de la gracia divina». Serm. 9, 28º domingo después
de Pentecostés, 1856. en Newmaniana (Buenos Aires), XXII/59 (2012), pp. 11-16, p. 13.
[54] Ibíd., p. 14.
[55] Ibíd., p. 16.
[56] San Bernardo, Sermones de Tiempo, En la fiesta de Pentecostés (2), 6.

LXIX. Los carismas

817. –¿Además de todo el germen divino, en que consiste la gracia que nos hace gratos a Dios,
o gracia santificante, infundida por Dios en el fondo del alma humana y en sus potencias, o
facultades, como virtudes infusas, ¿el hombre recibe otro clase de gracia?
–Al organismo sobrenatural de la gracia, constituido por las gracias entitativas y las operativas –
las virtudes y los dones–, hábitos permanentes, puede añadírsele otro tipo de gracias, también
recibida, que se denominan gracias gratis datae, gratis dadas. Estas gracias, denominadas
«carismas», o dones, están destinadas, como afirma Santo Tomás en el capítulo, que les dedica
en la Suma contra los gentiles, a «la instrucción y confirmación de la fe».
Su necesidad se explica porque, por una parte: «como el hombre no puede conocer lo que no ve
por sí mismo si no lo recibe de quien lo ve, y la fe trata de lo que no se ve, es menester que el
conocimiento de aquello que pertenece a la fe se derive de aquel que lo ve por sí mismo. Y éste
es Dios, que se comprende a sí mismo perfectamente y ve naturalmente su esencia, pues de
Dios tenemos fe. Por consiguiente, es menester que lo que poseemos por fe provenga de Dios».
Por otra parte, como: «las cosas que proceden de Dios, son hechas con cierto orden, según se
demostró (I, c. 47), fue conveniente que al manifestar las cosas que son de fe se guardara cierto
orden, a saber, que unos las recibieran inmediatamente de Dios y otros de estos y así
ordenadamente hasta los últimos».
Además, como: «en dondequiera que hay algún orden es preciso que lo más próximo al primer
principio sea lo más virtuoso. Como se ve claramente en este orden de la manifestación divina.
En efecto, las cosas invisibles, cuya visión hace bienaventurados, sobre las cuales versa la fe,
son primeramente reveladas por Dios a los ángeles bienaventurados mediante una visión clara,
como se ha dicho (III, c. 79)».
Después de esta primera revelación: «interviniendo el ministerio de los ángeles, son manifestadas
a algunos hombres, no ciertamente por una visión clara, sino con una certidumbre que proviene
de la divina revelación».
Explica a continuación Santo Tomás que: «Esta revelación se hace realmente por cierta luz
inteligible e interior, que eleva la mente a percibir aquellas cosas que el entendimiento no puede
obtener por la luz natural. Pues así como por la luz natural el entendimiento se cerciora de las
cosas que conoce con tal luz, como de los primeros principios, así también tiene certidumbre de
las cosas que conoce con la luz sobrenatural». De manera que hay una certeza natural, que se
apoya en los primeros principios y una certeza sobrenatural que da la revelación divina.
Respecto a esta última, advierte Santo Tomás, en primer lugar, que: «esta certidumbre es
necesaria para poder proponer a otros lo que se conoce por revelación divina, pues no
enseñamos a otros con seguridad aquellas cosas de las que no tenemos certidumbre». En
segundo lugar, que: «con dicha luz, que ilumina interiormente al entendimiento, hay a veces en
la divina revelación otros auxilios interiores o exteriores de conocimiento; por ejemplo, una
palabra oída exterior y sensiblemente, que es formada por virtud divina o percibida interiormente
por la imaginación, por las cuales el hombre adquiere el conocimiento de las cosas divinas
mediante la luz impresa interiormente en el entendimiento». Como son accidentales: «tales
auxilios no bastan, sin la luz interior, para el conocimiento de las cosas divinas; mientras que la
luz interior es suficiente sin ellos»[1]. A diferencia de estos auxilios añadidos, la luz interior de la
revelación es esencial para creer.
818. –¿Cuáles son estos auxilios adjuntos, o gracias, que se han denominado gracias gratis
dadas?
–Las gracias gratis datae o carismas, tal como también las denomina San Pablo, son, como
igualmente enseña, el efecto de una intervención especial y extraordinaria de Dios. En una de las
cartas paulinas, se citan nueve carismas o gracias gratis dadas: «palabra de sabiduría», «palabra
de ciencia», «fe», «carismas de curaciones», «operaciones de milagros», «profecía»,
«discernimiento de espíritus», «variedades de lenguas» e «interpretación de lenguas»[2].
En los otros lugares de las epístolas de San Pablo, que también se da un catálogo de las gracias
gratis dadas, se dice: «Y a unos puso Dios en la Iglesia primeramente apóstoles; en segundo
lugar, profetas; en tercero, doctores; luego, poderes de milagros; luego el don de curación, de
asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas, interpretación»[3]; «Todos tenemos dones
diferentes, según la gracia, que nos ha sido dada, ya sea profecía según la regla de la fe; ya sea
ministerio, para servir; o el que enseña en la doctrina; el que amonesta para exhortar; el que
preside con solicitud; el que hace misericordia en la alegría»[4]; y «El mismo, ciertamente, dio a
unos el ser apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas y a otros pastores y doctores, para
la perfección consumada de los santos»[5].
819. –¿En qué consiste la gracia gratis data de palabra de sabiduría?
–En el capítulo de la Suma contra los gentiles, dedicado a los carismas, precisa Santo Tomás
que: «esta revelación de las cosas invisibles de Dios pertenece a la sabiduría, que es propiamente
el conocimiento de las cosas divinas. Por esto se dice en la Escritura que la Sabiduría de Dios:
«por las naciones se difunde en las almas santas, hace amigos de Dios y profetas. Porque Dios
no ama a nadie, sino a aquel que mora con la sabiduría» (Sab 7, 27-28). Y «le llenó el Señor del
espíritu de sabiduría y de entendimiento» (Eclo 15, 5)»[6].
Al comentar el primer pasaje paulino, que ofrece la lista de nueve carismas espirituales, explica
que San Pablo: «distingue las gracias, que se dan para utilidad común, y, por consiguiente,
conviene la distinción entenderla de tal modo que por uno se pueda procurar la salvación de
todos»[7]. Se ha escrito, por ello, que según la exposición de Santo Tomás, podría decirse que:
«los carismas son gracias sociales»[8].
Se explica seguidamente, en el comentario de Santo Tomás, que esta salvación, que realiza el
carisma: «no la puede el hombre obrar por un influjo interior, reservado sólo a Dios, sino por mera
persuasión por fuera; para lo cual se requiere la facultad de persuadir, y sobre lo persuadido
facultad de confirmarlo y de arte tal proponerlo que todo el mundo lo entienda. Para tener ese
don de persuasión es requisito que el hombre esté bien perito en el arte de esgrimir con certeza
principios y conclusiones acerca de aquello que trata de persuadir».
Para persuadir o convencer a los demás, se requieren unos conocimientos racionales, que tanto
por su contenido como por el modo de presentarse puedan mostrar su veracidad. En tales
discursos: «de sus conclusiones algunas son principales, las divinas, terreno cuya incumbencia
toca a la sabiduría, que es, dice San Agustín «el conocimiento de las cosas divinas»
(S.Trinidad, XIII, 1); a lo cual se alude en el primer texto de San Pablo del catálogo de los dones
del Espíritu Santo, al decirse «a uno es dada palabra de sabiduría por el Espíritu» (1 Cor 12, 8),
para poder persuadir lo tocante al conocimiento de las cosas divinas. Lo confirma este otro texto
del Evangelio: «Yo os daré palabras y saber al que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros
adversarios» (Lc 21, 15); y también estas otras palabras de San Pablo: «Hablamos de sabiduría
entre los perfectos; sabiduría, empero no de este mundo ni de los jefes de este mundo,
condenados a perecer» (1 Cor 2, 6)»[9].
820. –¿En que se diferencia el carisma de palabra de sabiduría del don del Espíritu Santo de
sabiduría?
–Se revelan sus desigualdades, si se repara en que los que han recibido la gracia gratis data de
palabra de sabiduría pueden comunicarla a los otros por medio del discurso, porque, como se
expone en la Suma contra los gentiles: «Lo que el hombre conoce no puede darlo a conocer
convenientemente a otros, sino por medio del discurso. Por consiguiente, como quiera que los
que reciben de Dios la revelación, según el orden establecido por Dios, deben instruir a los
demás, fue necesario que les diese la «gracia de la locución», según lo exigiera la utilidad de
aquellos que habían de ser instruidos. Por eso se dice en la Escritura: «El señor me dio una
lengua sabia para saber sostener con mi palabra al abatido» (Is 50, 4). También el Señor dice a
sus discípulos: «Yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrán resistir ni contradecir todos
vuestros adversarios» (Lc 21, 15)»[10].
El carisma de palabra de sabiduría, que como todas las gracias es gratuita, no se sigue de una
mayor participación de la gracia santificante, ni de la posesión de los dones del Espíritu Santo en
grado sublime, en el que consiste la santidad.La gracia santificante –con sus tres tipos de gracia,
inseparables entre sí: la gracia santificante propiamente dicha, las virtudes infusas y los dones
del Espíritu Santo, unidos y perfeccionantes de estas últimas–, tiene por finalidad inmediata la
santificación de quien la recibe y por eso se denomina gratum faciens, gracia que hace gratos a
Dios. En cambio, la gracia gratis dada no está destinada a la justificación, o santificación, de su
sujeto, sino a la de los demás.
Explica Santo Tomás en la Suma teológica: «Es necesario que el doctor proceda con rectitud en
la deducción de las principales conclusiones de la ciencia; ahí tiene su lugar el «don de
sabiduría», que es conocimiento de las cosas divinas»[11]. En este aspecto, el don o carisma de
palabra de sabiduría coincide con el don del Espíritu Santo de sabiduría, porque también supone
un conocimiento de las «cosas divinas».
Sobre la sabiduría, que procede de la gracia, nota Santo Tomás que se «experimentan» las cosas
divinas, lo que la diferencia de toda clase de sabiduría sobre Dios, filosófica o teológica, porque:
«tener juicio recto sobre las cosas divinas por inquisición de la razón pertenece a la sabiduría
virtud intelectual; más poseerlo por connaturalidad con ellas, a la sabiduría don del Espíritu
Santo». De manera que «este compenetrarse, o connaturalidad, con las cosas divinas se realiza
por la caridad»[12].
El carisma de palabra de sabiduría posee además la aptitud para comunicar las «cosas divinas»
a los demás. Es «palabra de sabiduría»[13] e incluye, por tanto, el don de discurso, o de locución,
de hablar bien, es decir con conocimiento, orden, claridad, y fluidez, que lleven al convencimiento.
Se revela su necesidad, al advertir que, como se ha dicho: «las gracias gratis dadas se dan para
utilidad de los otros, pero los conocimientos que uno recibe de Dios para utilidad del prójimo sólo
puede hacerlos valer mediante el discurso. Y como el Espíritu Santo no falta en cosa que pueda
ser útil al bien de la Iglesia, por eso también asiste a los miembros de la Iglesia en lo que se
refiere al discurso (…) para que lo haga con eficacia, lo cual pertenece al «don del discurso», o
don de locución.
El don de discurso, que da se da en los carismas de palabra de sabiduría y palabra de ciencia,
es eficaz en tres aspectos: «Primero, para instruir el entendimiento, lo cual se realiza cuando uno
habla para enseñar. Segundo, para mover el afecto, de manera que haga escuchar con gusto la
palabra de Dios, como sucede cuando uno habla para deleitar a los oyentes y no debe hacerse
para utilidad propia, sino buscando atraer a los hombres para que oigan la palabra de Dios.
Tercero, buscando que se amen las cosas significadas en las palabras y se cumplan, lo cual tiene
lugar cuando uno habla para emocionar a los oyentes».
Sobre su eficacia indica, por último, Santo Tomás que: «para lograr esto, el Espíritu Santo utiliza
como instrumento la lengua humana, mientras que Él mismo completa interiormente la obra. De
ahí que San Gregorio diga: «Si el Espíritu Santo no llena los corazones de los oyentes, la voz de
los maestros suena en vano en los oídos corporales» (Homilías sobre los Evang,, II, hom. 30.
Pent.)»[14].
821. –¿En que consiste la gracia gratis dada de palabra de ciencia, que incluye también el don
de locución?
–Sobre la naturaleza del carisma de ciencia, escribe Santo Tomás,en su Comentario a la Primera
epístola a los Corintios: «como: «lo invisible de Dios se hace visible por la creación del mundo, al
ser percibido por medio de las obras creadas es conocido mediante las criaturas» (Rm 1, 20), por
la gracia divina, no sólo se revelan a los hombres cosas divinas, sino también cosas humanas; lo
cual parece pertenecer a la ciencia. Por eso se dice en la Escritura: «El me dio la verdadera
ciencia de estas cosas que son, para que supiese la comparación del mundo y las fuerzas de los
elementos; el principio, el fin y el medio de los tiempos» (Sab 7, 17). Y: «La sabiduría y la ciencia
te son concedidas» (2 Cro 1, 12)»[15].
El objeto de la gracia gratis dada de palabra de ciencia, que se concede también para
«persuadir», serían, tal como se indica en el comentario de Santo Tomás al pasaje de San Pablo
sobre la lista de los carismas: «las conclusiones secundarias». A diferencia de las conclusiones
principales, las secundarias «son las que pertenecen al conocimiento de las criaturas,
conocimiento que se llama ciencia, dice San Agustín (Trinidad, XIII, 1). A ello se refiere San Pablo
al añadir: «a otro le es dada palabra de ciencia, según el mismo Espíritu» (1 Cor 12, 8), a fin de
que lo de Dios pueda darlo a conocer por medio de las criaturas; ya que a esta ciencia, prosigue
San Agustín (Trinidad, XIII, 1) se atribuye aquello con lo que la piadosa fe se defiende y cobra
fuerza, no empero lo que las ciencias humanas tienen de curiosidad. Por esto se dice en la
Sagrada Escritura: «Diole la ciencia de los santos» (Sb 10, 10); y «La sabiduría y la ciencia son
tus riquezas saludables» (Sb 33, 6)»[16].
Se explica que para la predicación se precise también la gracia de la ciencia, porque: «es
necesario que abunde también en ejemplos y conocimientos de los efectos por los cuales
conviene a veces manifestar las causas; para esto se señala el «don de ciencia», que es
conocimiento de las cosas humanas, porque «lo invisible de Dios (…) se conoce mediante
criaturas» (Rm 1, 20), según dice San Pablo»[17].
Por lo mismo que la gracia de la palabra de sabiduría y el don del Espíritu Santo de sabiduría se
diferencian, igual ocurre entre la palabra de ciencia y el don del Espíritu Santo de ciencia. Por
ello, advierte Santo Tomás, que: «ciencia y sabiduría han de contarse en el número de los siete
dones del Espíritu Santo, así los cuenta Isaías –«espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu
de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad. Lo llenará del espíritu de temor de
Dios» (Is 11, 2-3)–». Sin embargo, son distintas de los carismas de palabra de sabiduría y palabra
de ciencia. «De ahí que San Pablo no reseñe en el catalogo de las gracias gratis datae la ciencia
y sabiduría, sino la palabra de ciencia y palabra de sabiduría, que a esto van enderezadas; a que
uno con sus palabras pueda persuadir a otros lo perteneciente a la ciencia y lo que a la
sabiduría»[18].
822. –Se dice en la Suma teológica: «al igual que la sabiduría y la ciencia, también el
entendimiento y el consejo, la piedad, la fortaleza y el temor de Dios son dones del Espíritu
Santo»[19]. Si la sabiduría y la ciencia se encuentran también en el catálogo de las gracias gratis
dadas, ¿los restantes dones deben tener una correspondencia en la lista de estas gracias?
–A esta dificultad responde Santo Tomás con esta observación: «La sabiduría y la ciencia no se
computan entre las gracias gratis dadas por estar enumeradas entre los dones del Espíritu Santo,
es decir, no se enumeran por ser la mente del hombre muy movible por el Espíritu Santo a las
cosas que son de sabiduría o de ciencia, según la noción de los dones del Espíritu Santo, ya
expuesta; sino que se enumeran entre las gracias gratis dadas, porque implican cierta
abundancia de sabiduría y de ciencia, de modo que el hombre puede no solamente sentir la
sabiduría en sí mismo acerca de cosas divinas, sino también instruir a otros y refutar a los que
contradicen».
No ocurre así con los otros dones del Espíritu Santo, porque no pueden ser utilizados
directamente para el bien de los demás, para enseñarles o disipar sus errores, tal como hacen la
sabiduría y la ciencia como carismas, incluyendo por tanto el don de discurso o de elocuencia.
Por ello: «entre las gracias gratis dadas se mencionan de modo especial la «palabra de sabiduría»
y la «palabra de ciencia», porque, como dice San Agustín: «una cosa es saber simplemente lo
que se ha de creer para alcanzar la vida feliz, que sólo la eterna lo es, y otra saber servirse de
estas mismas luces para ayudar a los piadosos y defenderlas de los impíos» (S. Trinidad, XIV, c.
1, 3)»[20].
823. –¿Por qué el Aquinate, en la «Suma contra los gentiles», después de la explicación de la
palabra de sabiduría y de la palabra de ciencia, trata el carisma de la variedad de lenguas?
–Santo Tomás se ocupa en tercer lugar del llamado don de lenguas, porque el don de palabra, o
de locución, se da no solamente en la sabiduría y en la ciencia, sino también en la gracia
gratis data de la variedad de lenguas. Se comprende que sea así, porque: «cuando fue necesario
que unos pocos predicaran la verdad de la fe a las distintas razas, fueron algunos instruidos por
virtud divina para que hablaran «varias lenguas», como se dice en la Escritura: «todos fueron
llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en varias lenguas, como el Espíritu Santo les
daba que hablasen» (Hch 2, 4)»[21].
En la Suma teológica, se explica que el don de lenguas podría consistir que aquellos que lo
habían recibido: «hablando una sola lengua, fuesen de todos entendidos»: o también que: «ellos
hablasen las lenguas de todos»[22]. Según este último modo, lo recibió Santo Domingo de
Guzmán (1170-1221) en uno de sus viajes por Francia. Durante cuatro días pudo hablar y
entender el alemán, sin haberlo aprendido, para poder predicar a Jesucristo a unos peregrinos
alemanes, que venían de Santiago de Compostela y que se le habían unido para hacer parte de
su camino[23]. También así se podría interpretar el conocido y comprobado carisma del don de
lenguas del predicador dominico valenciano San Vicente Ferrer (1350-1419), que gracias al
mismo pudo predicar y disputar por toda Europa durante más de veinte años con sólo conocida
su natal lengua valencia y el latín aprendido después[24].
Santo Tomás considera que esta segunda posibilidad: «era lo más conveniente, porque tocaba
a la perfección de la ciencia de aquellos que así no sólo podían hablar, sino entender lo que otros
les decían». En cambio, con la primera: «si todos entendiesen la única lengua de los
predicadores, esto sería, o por la ciencia de los oyentes, que podían entender a los que hablaban,
o sería una ilusión, pues percibían con sus oídos palabras muy distintas de aquellas que
profesarán los que les hablaban. Por esto dice la Glosa que: «fue mayor milagro que ellos
hablasen las lenguas de todos» (Glossa ord. VI, 176A). Y San Pablo dice: «Doy gracias a Dios
por hablar las lenguas de todos vosotros» (1 Cor 14, 16)»[25].
Advierte también Santo Tomás, que este carisma, aunque se puede encontrar en la vida de
algunos santos, se dio principalmente en la primera evangelización después de Pentecostés. Se
comprende, porque: «Fueron elegidos los primeros discípulos de Cristo para que recorriesen el
mundo predicando la fe en Él, según aquello, que leemos en el Evangelio: «Id y enseñad a todas
las gentes» (Mt 28, 19). No era razonable que quienes eran enviados para instruir a otros,
necesitaran ser por otros instruidos sobre cómo les habían de hablar o como habían de entender
lo que por otros se les decía. Sobre todo, que estos enviados eran de una sola nación, a saber,
judíos, conforme lo que había predicho lsaías: «Vendrá un día en que saldrán con ímpetu de
Jacob y llenará su descendencia toda la tierra» (Is 26, 6)».
Además de este motivo, debe tenerse en cuenta que: «estos enviados eran pobres y sin poder y
en un principio no habrían encontrado fácilmente a alguien que interpretara las palabras de otros,
dado, sobre todo, que eran enviados a infieles. Por esta razón, fue necesario que Dios proveyese
a esta necesidad mediante el don de lenguas, a fin de que, como se había introducido la
diversidad de las lenguas cuando los hombres comenzaron a darse los hombres a la idolatría,
como se dice en dice en Gén 11, 7 ss., así se diese el remedio a esta diversidad cuando volvieran
al culto de un solo Dios»[26].
824. –¿Para la evangelización son suficientes estos tres carismas del don de locución?
–Agrega Santo Tomás, en la Suma contra los gentiles, que se necesitan otras gracias gratis
datae para corroborar lo que se predica, porque: «como la palabra propuesta si no es evidente
en sí misma, necesita confirmación para que sea aceptada, y como lo que es de fe no es evidente
para la razón humana, fue necesario emplear algo que confirmase la palabra de los predicadores
de la fe».
Sin embargo, a diferencia de las otras enseñanzas, la palabra de la evangelización: «no podía
ser confirmada por principios de razón a modo de demostración, puesto que lo que pertenece a
la fe excede a la razón. Luego fue necesario que la palabra de los predicadores fuese confirmada
con algunos indicios mediante los cuales se demostrara evidentemente que tal palabra había
procedido de Dios cuando los predicadores obraban tales cosas: sanando enfermos y haciendo
otros milagros, que sólo Dios puede hacer».
Por eso el Señor, cuando envío a los discípulos a predicar dijo: «Curad a los enfermos, resucitad
a los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los demonios» (Mt 10, 8). Y también se dice en la
Escritura: «Ellos salieron y predicaron por todas partes, obrando el Señor con ellos, y confirmando
su doctrina con los milagros que la acompañaban» (Mc 16, 20)»[27].
En la Suma teológica también se sostiene que: «es necesario que la palabra sea confirmada para
hacerla creíble, y esto se realiza por la operación de los milagros». Además, se indica que: «esto
es muy razonable, pues natural es al hombre aprehender las verdades inteligibles por los efectos
sensibles. Y así como, guiado de la razón natural, puede el hombre llegar a adquirir alguna noticia
de Dios, por los efectos naturales, así por los efectos sobrenaturales, que son los milagros, puede
alcanzar algún conocimiento de las cosas de la fe»[28].
825. –¿Por qué en el capítulo de la «Suma contra los gentiles», dedicado a los carismas, no se
ocupa del don de curaciones?
–La gracia gratis dada de curación no aparece en la explicación de la Suma contra los gentiles,
porque se puede incluir en el carisma de milagros. Sin embargo, se distinguen en el catálogo
paulino, porque, como se indica en la Suma teológica, la confirmación de lo enseñado,
especialmente de lo revelado por Dios: «se hace por medios que son propios del poder divino. Y
esto de dos maneras. Una, haciendo el doctor de la doctrina sagrada lo que solamente puede
hacer Dios en obras milagrosa ya sean para la salud de los cuerpos –y para ello se pone «el don
de curaciones»– ya se ordenen a la sola manifestación del poder divino, como que el sol se
detenga o se obscurezca, que se dividan las aguas del mar; para esto se asigna el don de hacer
prodigios»[29].
El don de curaciones es una especie del genérico don de obrar milagros. Por ello: «el don de
curaciones se distingue del don general de hacer milagros, porque tiene un matiz especial para
inducir a la fe, ya que quien recibe el beneficio de la salud corporal en virtud de la fe se siente
particularmente inclinado a abrazarla»[30]. El hombre tiene mayor preferencia por lo más cercano
que es su cuerpo, objeto del don de curaciones, que por las cosas exteriores, que lo son del don
de milagros, que se limitan a revelar el poder de Dios.
826. –Según el Aquinate, para confirmar lo enseñado en la predicación: «una segunda manera
es que puede manifestar aquellas cosas que son exclusivas del conocimiento divino. Estas cosas
son futuros contingentes, y así tiene lugar la «profecía»[31]. ¿Cuál es la naturaleza de esta
importante gracia gratis data?
–En la Suma contra los gentiles, explica Santo Tomás: «Hubo también otro modo de
confirmación, para que, cuando los predicadores de la verdad dijeren verdades respecto de cosas
ocultas que podían manifestarse después, se les creyere como que decían cosas verdaderas que
los hombres no podían comprobar; por lo cual fue necesario el don de la profecía, con el cual
pudiesen conocer e indicar a los demás, revelándoselo Dios, las cosas futuras y aquella otras
que ordinariamente se ocultan a los hombres; para que así, cuando se comprobase que en tales
cosas habían dicho la verdad, se les creyese en las cosas que pertenecían a la fe»[32].
La profecía en general tiene por objeto aquello que de manera normal al hombre le es imposible
saber. Son así objetos suyos, los futuros contingentes y los secretos de los corazones. Recuerda
Santo Tomás que: «algunos en la primitiva Iglesia tuvieron el don de saber los secretos de los
corazones y los pecados de los hombres. Por lo cual se lee que San Pedro castigo a Ananías por
fraude en el precio de un campo (Hech 5, 4-5)»[33]. Lo conocido, por revelación divina, y
manifestado a los hombres, que ocurre en la profecía, es, por tanto, un modo de convencimiento
de la fe. «Por eso dice San Pablo: «Pero si todos profetizaran y entrase algún infiel o profano
sería convencido por todos, sería juzgado por todos; lo oculto de su corazón se haría manifiesto;
así, postrado sobre el rostro, adoraría a Dios, declarando que Dios verdaderamente está entre
vosotros» (1 Co 14, 24-25)».
Advierte, sin embargo, que: «por este don de profecía no se prestaría un testimonio suficiente a
la fe, a no ser que tratase sobre cosas que sólo pueden ser conocidas por Dios, como sucede
con los milagros, que son exclusivos de Dios. Y tales son principalmente, entre las cosas
inferiores, los secretos del corazón, que solamente Dios puede conocer, según se demostró (I, c.
68); y los futuros contingentes, que están sometidos, exclusivamente al conocimiento de Dios,
quien los ve en sí mismo, puesto que le son presentes por razón de su eternidad, como se
demostró (III, c. 67)»[34].
A veces fueron considerados como objeto de la profecía, los secretos de los corazones, porque
los profetas poseían también el don de discreción de espíritus, que les permitía distinguir los
falsos profetas de los verdaderos. Sin embargo, en sentido propio, la profecía se refiere al
conocimiento y comunicación del futuro, que es contingente. De manera que: «La revelación de
los futuros contingentes pertenece propísimamente a la profecía, de donde parece haberse
derivado el nombre de «profecía». Por esto dice San Gregorio: «Como la profecía se dice tal
porque predice las cosas futuras, pierde la razón de su nombre cuando habla de las cosas
presentes o pasadas» (Hom. Ezequiel, I, hom. 1)»[35].
827. –En el último texto citado de San Pablo, se dice que «si todos profetizaran» conocerían del
infiel «lo oculto de su corazón» (1 Co 14, 24-25)». Parece, por tanto, que: «la profecía no tiene
por objeto sólo los futuros contingentes»[36]. ¿Por qué, en cambio, sostiene el Aquinate que la
profecía versa primordialmente sobre los futuros contingentes?
–La aparente dificultad desparece, si se tiene en cuenta, como advierte Santo Tomás, en primer
lugar, que, por una parte: «de una luz cualquiera se extiende a todos los objetos a que alcanza
esa luz, como la visión corporal se extiende a todos los colores y el conocimiento natural del alma
alcanza a cuanto está sometido a la luz del entendimiento agente».
Por otra: «el conocimiento profético se realiza mediante la luz divina, que nos puede dar a conocer
todas las cosas, tanto divinas como humanas, tanto espirituales como corporales, y así a todas
se extiende la revelación profética». Así, por ejemplo, al profeta Isaías: «por el ministerio de los
espíritus celestiales fue hecha la revelación sobre las excelencias de Dios y de los ángeles, y así
se dice: «Vi al Señor sentado sobre un trono alto y elevado» (Is 6, 1); pero el mismo profeta
anuncia cosas que tocan a las cosas corporales; por ejemplo: «¿Quién midió las aguas con su
puño y pesó los cielos con su palma?» (Is 40, 12). También habla de las costumbres de los
hombres, según lo que se dice: «Parte tu pan con el hambriento» (Is 58, 7). Y, finalmente se
refiere también a sucesos futuros, como al decirse: «Ambas cosas te vendrán juntas el mismo
día: la esterilidad y la viudez» (Is 47, 9)».
En segundo lugar, que respecto al objeto de la profecía, hay que distinguir «tres grados», porque:
«hallándose el objeto de la profecía alejado de nuestro conocimiento, tanto una cosa será más
propia de la profecía cuanto más alejada se halle del conocimiento natural». Según este criterio,
se pueden distinguir tres grados en los milagros.
El primer grado, explica Santo Tomás: «es el de aquellas cosas que están fuera del alcance de
este o de aquel hombre, bien sea de su conocimiento sensitivo, bien del conocimiento intelectual,
pero no está alejado del conocimiento de todos los hombres. Por ejemplo, un hombre conoce las
cosas que tiene a la vista, las cuales no ve el que las tiene lejos de sí. Y así Elíseo conoció por
iluminación profética lo que había hecho Giezi, su discípulo, ausente»[37], que había recibido a
escondidas dinero de Naamán, el sirio, curado de lepra por el profesa, y que después de
negárselo, Elíseo le castigo por todo ello con la lepra[38]. De este modo, lo que alguien puede
conocer sensiblemente o por «demostración puede ser revelado a otro por iluminación profética».
Añade sobre la sucesión graduada de las profecías que: «El segundo grado es de aquellas cosas
que superan la facultad intelectual de todos los hombres, no porque las cosas no sean
cognoscibles, sino por defecto de la inteligencia humana; por ejemplo, el misterio de la Trinidad,
el cual fue revelado por los serafines que, aclamando a Dios, decían «Santo, Santo, Santo, el
Señor Dios de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria» (Is 6, 3)». Santo Tomás, por
tanto, como muchos Padres apostólicos e intérpretes, considera esta triple repetición del atributo
de santidad, en la visión que tuvo el profeta Isaías, una referencia a la Santísima Trinidad.
Por último, al tercer grado de profecía, pertenecen las que se refieren a: «aquellas cosas que
están lejos del conocimiento humano, porque de suyo no son cognoscibles, como ocurre en los
futuros contingentes, cuya verdad no está todavía determinada. Y como lo que es de suyo y
universalmente está por encima de lo que es por otro y particularmente, por eso pertenece a la
profecía principalmente la revelación de los sucesos futuros, de donde se toma el nombre de
profecía»[39]. Según una etimología: «»profeta» viene de «phanos», que significa aparición, por
cuanto se aparecen al profeta cosas que están lejos»[40], no en cuanto presentes, como los
secretos del corazón. El sentido adecuado de la profecía, por tanto, es el que significa que tiene
por objeto los futuros condicionados.
828. –La profecía es una gracia gratis data y, por tanto, no es un hábito, como la gracia gratum
faciens, sino una moción transeúnte. ¿En qué consiste la moción profética?
–Escribe Santo Tomás, en la Suma teológica, que: «Dice San Pablo que: «cuanto se da a conocer
es por la luz» (Ef 5, 13)». Se patentiza, porque: «así como la manifestación de los cuerpos se
realiza por la luz corporal, así la manifestación de los objetos intelectuales, por la luz del
entendimiento». Además, como «el efecto ha de guardar proporción con la causa», es preciso
que haya proporción entre «la manifestación de las cosas con la luz que las da a conocer»[41].
Había ya mostrado que «las cosas reveladas por Dios y que están por encima del conocimiento
humano, no pueden ser confirmadas con argumentos de la razón humana, que no las alcanza,
sino por obras del poder divino»[42], como son las profecías. «Dado, pues, que la profecía
pertenece al conocimiento que supera el orden natural, como queda dicho, síguese que para la
profecía se requiere una luz inteligible superior a toda luz de la razón natural. Así se lee en
Miqueas: «aunque esté sentado en tinieblas, el Señor es mi luz» (Mi 7, 8)».
Debe tenerse en cuenta, asimismo que: «de dos maneras se puede hallar la luz en las cosas, o
a modo de forma permanente, como la luz corporal en el sol y en el fuego, o a modo de cierta
pasión o impresión transeúnte, como la luz en el aire». Se puede afirmar, por ello, que: «la luz
profética no se halla en el entendimiento del profeta a modo de forma permanente, porque, en
ese caso, tendría siempre la facultad de profetizar, lo que es falso. Dice, por ello, San Gregorio:
«A veces carecen los profetas del espíritu de profecía, el cual no está siempre presente en la
mente de ellos, de modo que, cuando no la posee, entiendan, por esto, que es un don de Dios
cuando lo tienen» (Hom. Ezequiel, I, hom. 1)».
Por ejemplo, se lee en la Escritura que: «dijo Eliseo de la mujer de Sunam: «Su alma está sumida
en la tristeza y el Señor me lo ocultó y no me lo dio a conocer (2 Re 4, 27)». Estas palabras del
profeta, que dijo a su criado Giezi sobre la sunamita, que le pedía auxilio por la muerte de su hijo,
muestran que Eliseo no había recibido la iluminación profética, como en otras ocasiones.
La profecía no puede estar de manera permanente en el profeta como un hábito, porque: «la luz
intelectual existente en un sujeto a modo de forma permanente y perfecta, perfecciona el
entendimiento, principalmente con el conocimiento del principio de aquellas cosas que por él se
dan a conocer. Así, por la luz del entendimiento agente, el entendimiento conoce principalmente
los primeros principios de cuanto está al alcance de la razón natural» y que puede conocer por la
iluminación del entendimiento agente, que la facultad de entender posee en acto.
Respecto a la luz profética: «el principio cuanto es objeto del conocimiento sobrenatural, que por
la profecía se nos da a conocer, es el mismo Dios, al cual no ven los profetas en su esencia. Lo
ven en la patria los bienaventurados, en los que esa luz se halla a modo de forma permanente y
perfecta, según lo que dice la escritura: «En tu luz veremos tu luz» (Sal 35, 10)». Debe concluirse,
por consiguiente, que: «la luz profética la recibe el alma a modo de una pasión o impresión
transeúnte».
Nota Santo Tomás que: «Esto se halla significado en aquellas palabras de Dios en el Éxodo:
»Cuando pase mi gloria, te meteré en el hueco de la roca» (Ex 33, 22); y también, como se cuenta
en el libro de los Reyes, cuando le dijo Dios a Elías: «Sal fuera y ponte en el monte delante del
Señor, porque va a pasar el Señor» (1 Re 19, 119)».
Puede, por todo ello, concluirse que: «así como el aire necesita siempre de nueva iluminación,
así la mente del profeta de una revelación nueva, como el discípulo que no alcanzó aún los
principios del arte necesita ser instruido en cada caso por el maestro. Por esto dice Isaías: «Cada
mañana despierta mis oídos el Señor para que le oiga como discípulo» (Is 50, 4). Con este modo
de hablar indica la profecía. Y así se dice «el Señor habló» a tal o cual profeta, o que le «fue
dirigida la palabra del Señor», o que «se posó sobre él la mano del Señor»[43].

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[2] 1 Cor 12, 8-10.
[3] 1 Cor 12, 28.
[4] Rm 12, 6-8.
[5] Ef 4, 11.
[6] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[7] Ídem, Comentario a la Primera epístola a los Corintios, c. 12, lec. 2.
[8] José M. Bover, S.I., Las epístolas de San Pablo, Barcelona, Editorial Balmes, 1959, 4ª ed., p.
153. Al poner Dios a Josué como jefe del pueblo de Israel, por haberle concedido los carismas
que necesita un gobernante, y que le permiten estar lleno del espíritu de Dios y cumplir así su
ley, le llama «varón de espíritu» (Num 27, 18).
[9] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Primera epístola a los Corintios, c. 12, lec. 2.
[10] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[11] Ídem, Suma teológica, I-II, q. 111, a. 4, in c.
[12] Ibíd., II-II, q. 45, a. 2, in c.
[13] 1 Cor 12, 8.
[14] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 177, a. 1, in c.
[15] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[16] ÍDEM, Comentario a la Primera epístola a los Corintios, cap. 12, lec. 2
[17] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 111, a 4, in c.
[18] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Primera epístola a los Corintios, cap. 12, lec. 2
[19] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 111, a. 4, ob. 4.
[20] Ibíd., I-II, q. 111, a. 4, ad 4.
[21] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[22] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 176, a. 1, ad 2.
[23] Véase: G. DE FRACHET, «Vida de los hermanos», en L. GALMÉS – V. T. GÓMEZ
(eds.), Santo Domingo de Guzmán. Fuentes para su conocimiento, Madrid, BAC, 1987, pp. 369-
655. p. II, c. I, pp. 420-421.
[24] Véase: V. Galduf, O.P., Vida de San Vicente Ferrer, Valencia, F.E.D.A, 1950.
[25] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 176, a. 1, ad 2.
[26] Ibíd., Suma teológica, II-II, q. 176, a. 1, in c.
[27] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[28] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 178, a. 1, in c.
[29] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 111, a. 4, in c.
[30] Ibíd., I-II, q. 111, a. 4, ad 3.
[31] Ibíd., I-II, q. 111, a. 4, in c.
[32] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[33] ÍDEM, Comentario a la primera epístola a los Corintios, c. 14, lec. 5.
[34] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 154
[35] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 171, a. 3, in c.
[36] Ibíd., II-II, q. 171, a. 3, sed c.
[37] Ibíd., II-II, q. 171, a. 3, in c.
[38] Cf. 2 Re 20, 27).
[39] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 171, a. 3, in c.
[40] Ibíd., II-II, q. 171, a. 1, in c.
[41] Ibíd., II-II, q. 171, a. 2, in c.
[42] Ibíd., II-II, q. 171, a. 1, in c
[43] Ibíd., II-II, q. 171, a. 2, in c.
LXXIII. Las profecías

829. –¿El hombre con su razón puede conocer algunos futuros contingentes o no necesarios?
–En la Suma contra los gentiles, declara Santo Tomás que: «Algunos futuros contingentes
pueden ser previstos por los hombres no ciertamente en cuanto futuros, sino en cuanto que
preexisten en sus causas, conocidas las cuales en sí mismas o bien en algunos de sus efectos
manifiestos, llamados signos, el hombre puede tener un conocimiento previo de algunos efectos
futuros».
Es un saber, que proporcionan las ciencias de la naturaleza, por el conocimiento que pueden
tener de la causas de las cosas, directamente o bien indirectamente por sus efectos o resultados
primeros, puede predecir otros futuros efectos. Así, por ejemplo: «el médico prevé la muerte o la
salud futuras por el estado del vigor natural, que conoce mediante el pulso, la orina y otras señales
parecidas».
No obstante, debe tenerse en cuenta que: «este conocimiento de los futuros es en parte cierto y
en parte incierto». La parte de certeza se explica, porque: «hay algunas causas preexistentes de
las cuales se siguen necesariamente efectos futuros; como, preexistiendo la composición de
contrarios en el animal, se sigue necesariamente la muerte». La existencia de la incerteza es
provocada por la cierta contingencia o falta de necesidad absoluta en las cosas, porque:
«preexistiendo otras causas, los efectos futuros no se siguen necesariamente, sino
frecuentemente».
Por consiguiente: «el conocimiento previo de los efectos primeros es cierto», dado que se siguen
necesariamente de las causas, «pero el de los mencionados después no es un conocimiento
previo infaliblemente cierto», por su falta de necesidad absoluta. En cambio: «el conocimiento
previo que se tiene de los futuros por revelación divina, según el don de profecía, es
absolutamente cierto, lo mismo que es cierto el conocimiento previo divino».
La razón de esta total certeza es porque: «Dios no prevé los futuros únicamente según están en
sus causas, sino que los conoce infaliblemente, tal como son en sí, según se demostró (I, c. 67)»,
Por estar en la eternidad, Dios los ve como presentes, como son en sí. o en su propio ser
presente, y no en sus causas con un ser futuro.
Debe sostenerse, por tanto, que: «el conocimiento profético de los futuros que le da al hombre
esta manera es absolutamente cierto». Además: «esta certidumbre no se opone a la contingencia
de los futuros, como tampoco se opone a la certidumbre de la ciencia divina»[1]. El conocimiento
infalible de Dios no impide la contingencia de su objeto, porque el conocimiento divino es causa
de todos los efectos, pues es causa de su esencia o naturaleza, y ha causado no sólo necesarias
sino también causas contingentes.
830. –¿A que se llama futuros contingentes?
–Para definir el futuro contingente, debe tenerse en cuenta que todo futuro no tiene existencia
real o actual. Tampoco la tiene lo posible. Futuro y posible se distinguen por ello de lo que es
real, pero son distintos entres sí. Lo posible, en sentido absoluto, no existe ni tampoco existirá
nunca y, por tanto, permanecerá en su estado de mera posibilidad. Por el contrario, el futuro no
existe antes de producirse, pero existirá a su tiempo.
Santo Tomás define al futuro por su ordenación a lo real y, por tanto, a la existencia. De manera
que: «debe decirse que algo puede considerarse como futuro, no sólo porque sucederá de un
modo tal, sino porque está ordenado de un modo tal por las causas de las que depende, que por
tal modo llegará a suceder»[2].
Pueden a sí distinguirse en los futuros dos clases: futuros «en sí mismos», o futuros con efectos
terminados, que están ya «presentes» en la eternidad, aunque como futuros, desde la perspectiva
del tiempo; y los futuros en cuanto dicen sólo orden al efecto y que todavía no existen en la
eternidad como futuros. Estos últimos, que sólo existen en sus causas, se podría decir que son
futuros imperfectos, o futuros incoados. En cambio, los efectos futuros considerados ya en la
eternidad, son futuros perfectos o acabados.
Entre los futuros de futurición incoada, se puede distinguir todavía entre futuros necesarios, que
tienen causas necesarias, según las leyes de la naturaleza, y futuros contingentes, cuando sus
causas son no necesarias, tal como ocurre si son naturales, que pueden ser obstaculizadas, o
cuando son las de la voluntad libre. En estos últimos, se puede todavía distinguir entre los futuros
contingentes absolutos, si no dependen de ninguna condición; y condicionados, que, en cambio,
dependen de alguna condición, de manera que se realizaran únicamente si se cumple ésta.
Todos los futuros incoados, así como todo lo posible, dependen de la llamada voluntad
antecedente de Dios, o la voluntad que tiene Dios sobre algo considerado en sí mismo o
absolutamente, sin tener todavía en cuenta todas las circunstancias que lo rodearán y podrán
modificarlo, como son las condiciones para su realización. Así, por ejemplo, ante un acusado a
pena de muerte, un juez puede querer que como hombre viva, porque quiere la vida humana. Sin
embargo, por ser el acusado hombre pero homicida, quiere que muera, porque no ha cumplido
la condición de comportarse como hombre, ha decaído en su humanidad y en sus derechos. Algo
parecido ocurre con los futuros perfectos. Estos futuros acabados o ya presentes en la eternidad
dependen de la voluntad consiguiente, o la que tiene Dios de algo, pero ya con todas las
circunstancias concretas que lo acompañan y que han intervenido en la futurición.
831. –Sin embargo, no siempre la profecía es «absolutamente cierta». ¿Por qué a veces no se
cumplen las profecías?
–Ciertamente a veces no se realiza lo anunciado por las profecías. Esta falibilidad no afecta a su
veracidad, porque como explica seguidamente Santo Tomás: «ciertos efectos futuros son
revelados alguna vez a los profetas no conforme son en sí mismos, sino conforme serán en sus
causas». Los conocen en su causalidad, sin saber si se cumplirán o no las condiciones para su
realización, si las hubiera. Además sólo con una existencia futura, que es una existencia posible
o potencial. Los futuros contingentes condicionados son queridos por Dios, dependen de su
inteligencia y de su voluntad, pero no todos llegaran a tener existencia actual, porque no se
cumple la condición, como, por ejemplo, una decisión de la libre voluntad humana.
Sin embargo, los futuros contingentes condicionados no son meramente posibles, porque tienen
una cierta actualidad. Todos ellos tienen un orden hacia su efecto. Son futuros incoados o
futuribles. Si se cumple la condición pasaran a ser futuros en sí mismos o acabados.
No todos los futuros contingentes condicionados pasarán a ser futuros absolutos, o perfectos y
acabados, porque no se habrá cumplido la condición. No todo lo posible pasa a ser actual, ni
tampoco todo futuro incoado pasa a ser futuro perfecto o acabado. Si no se cumple la condición,
permanecerá siempre como futurible. Son a estos últimos a los que se denomina generalmente
futuribles. Los futuros contingentes condicionados o futuros incoados son futuribles, por ser
futuros potencialmente, pero son propiamente futuribles los que siempre quedarán en este estado
fuera de la eternidad.
Si Dios revela los futuros cuando son futuros imperfectos o incoados, o cuando están o estarán
en sus causas: «entonces nada obsta, si se impide que sus causas lleguen a sus efectos, que la
predicción del profeta cambie también; como Isaías predijo a Ezequias, enfermo: «Pon orden en
tu casa, porque vas a morir y no curarás» (Is 38, 1); y, no obstante, éste sanó»[3].
832. –¿Por qué Dios no revela siempre futuros perfectos o acabados?
–La profecía que versa sobre un futuro imperfecto, que es una revelación que se refiere «al orden
de las causas»[4], es a veces una «profecía de conminación», porque es la amenaza de un
castigo, si no se cumple algo ordenado. El futuro de la profecía de conminación «no siempre se
cumple, porque en ella se anuncia el orden de la causa a sus efectos, que puede quedar impedido
por algunos hechos que suceden»[5].
Otras veces es una profecía de promesa, pero también condicionada. Así se desprende de un
texto de Jeremías. «El siguiente versículo del mismo es una profecía conminatoria: «De pronto
hablaré contra un pueblo y contra un reino para arrancarlo, destruirlo y hacerlo perecer; pero si
este pueblo se arrepiente de su maldad también yo me arrepentiré de lo pensado hacer contra
ellos» (Jer 18, 7-8). A continuación, en otro, se presenta una profecía de promesa: «De repente
hablaré del pueblo y del reino para establecerlo y arraigarlo; pero si este pueblo obra mal ante
mis ojos, me arrepentiré del bien que había determinado hacerle» (Jer 18, 9-10)»[6]. Sin embargo,
nota Santo Tomás que las dos pueden considerarse como profecías de conminación, porque «en
ambas es idéntica la razón de verdad. Pero prevalece el nombre de conminación, porque Dios
es mas inclinado a condonar la pena que a retirar los beneficios prometidos»[7].
De este tipo de profecía sería, como ha indicado Santo Tomás, el anunció profético de Isaías al
rey Ezequías, que iba a morir, y, sin embargo, tuvo quince años más de vida. Se explica en la
Escritura que: «En aquellos días (hacia el 700 a. C.). Ezequías cayó enfermo de muerte. El profeta
Isaías, hijo de Amós, vino a decirle: «Así habla el Señor: Pon orden en tu casa, porque vas a
morir y no curarás». Ezequías volvió la cara a la pared y oró al Señor: «¡Ah, Señor!, recuerda que
he caminado ante ti con sinceridad y corazón íntegro; que he hecho lo recto a tu ojos». Y se
deshizo el rey en lágrimas. Antes de que Isaías abandonase el patio central, le llegó la palabra
del Señor que decía: «Vuelve y di a Ezequías, jefe de mi pueblo: Así habla el Señor, el Dios de
tu padre David: He escuchado tu plegaria y he visto tus lágrimas. Yo voy a curarte; al tercer día
subirás al templo del Señor. Añadiré otros quince años a tu vida. Te libraré, además a ti y a
Jerusalén, de la mano del rey de Asiría y, por mi honor y el de David, mi siervo, extenderé mi
protección sobre esta ciudad»[8].
El profeta Isaías le aplico un emplasto de higos, tal como se hacía para reblandecer los tumores,
y así calmar el dolor, aunque no curaba. Sin embargo, el rey sano inmediata y completamente.
Realizada esta prodigiosa curación y en agradecimiento a que sanara pronunció un cántico de
acción de gracias[9], en el que dice: «Me has curado, me has hecho revivir // la amargura se me
volvió paz // cuando detuviste mi alma // ante la tumba vacía // y volviste la espalda a todos // mis
pecados»[10].
También agrega Santo Tomás que: «Jonás profeta predijo que «de aquí a cuarenta días Nínive
será arrasada», y, sin embargo, no fue destruida»[11]. Se lee en la Escritura: «Jonás se puso en
marcha hacia Nínive, (hacia el 800 a. C.), siguiendo la orden del Señor, hacían falta tres días
para recorrerla (puede ser un dicho popular que signifique gran extensión). Jonás empezó a
recorrer la ciudad el primer día, proclamando: «De aquí a cuarenta días, Nínive será arrasada».
Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron con rudo sayal, desde el más
importante al menor. La noticia llegó a oídos del rey de Nínive, que se levantó de su trono, se
despojó del manto real, se cubrió con rudo sayal y se sentó sobre el polvo».
La profecía de Jonás por ser conminatoria, o de amenaza, incluía implícitamente la condición que
la ciudad se arrepintiera. Por ello: «Después se ordenó proclamar en Nínive este anuncio de parte
del rey y de sus ministros: «Que hombres y animales, ganado mayor y menor no coman nada;
que no pasten ni beban agua. Que hombres y animales se cubran con rudo sayal e invoquen a
Dios con ardor. Que cada cual se convierta de su mal camino y abandone la violencia ¿Quién
sabe si Dios cambiará y se compadecerá, se arrepentirá de su violenta ira y no nos destruirá!».
Vio Dios su comportamiento, cómo habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la
desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó»[12].
Cuando Jonás vio que Dios había cambiado de decisión, se incomodó no porque Dios hubiera
suspendido el castigo por su misericordia, sino por el temor a que tomaran la profecía como falsa
y los nínivitas atacaran a los israelitas. Lo que no sucedió[13].
Concluye finalmente Santo Tomás: «Isaías profetizó la muerte futura de Ezequias según la
disposición del cuerpo y de las otras causas inferiores a tal efecto, y Jonás predijo la destrucción
de Nínive, según lo exigían sus merecimientos, y, no obstante, en ambos casos sucedió de
distinto modo, según la disposición de Dios que libra y sana»[14].
833. –¿Son más verdaderas las profecías sobre futuros absolutos que sobre los futuros
condicionados?
– Las profecías de conminación son tan ciertas como las profecías de lo consumado. La aparente
dificultad de las primeras, porque a veces no se cumplen, se explica porque son profecías, que
se refieren a futuros contingentes condicionados, o futuribles, a aquellos cuya realización
depende de una condición, como la decisión libre del hombre. Son futuros, que no son conocidos
por ciencia de simple inteligencia, o de lo meramente posible, ni por ciencia de visión, que Dios
tiene de lo existente en el tiempo, que está en la eternidad, sino por la llamada ciencia de
aprobación, que es la de los decretos divinos que aprueban lo que está siendo o será causado
hacia la existencia.
Los tres objetos de estas ciencias divinas son distintos, porque el objeto de la ciencia de simple
inteligencia es lo posible, y sólo supone la inteligencia divina. La ciencia de aprobación se refiere
a lo posible, o lo pensado y, además, querido por Dios, pero que no tiene existencia actual. El
objeto de la ciencia de visión, aunque también implica la voluntad divina incluye la existencia
actual, en alguna de sus tres dimensiones, pasada, presente o futura, en la eternidad.
Estas tres distinciones en el futuro y en la ciencia divina permiten explicar la veracidad y certeza
de las profecías sobre los futuros contingentes condicionados, porque Dios los comunica al
profeta en cuanto los conoce en sus causas, pero no el conocimiento que tiene de los mismos en
la eternidad, porque desde las causas, según esta dimensión, todavía no están presentes en ella.
Argumenta Santo Tomás en la Suma teológica que: «La presciencia divina mira los futuros de
dos maneras. Una, considerados en sí mismos como presentes. Otra, según que existen en sus
causas. Es decir, que en este último caso contempla el orden de las causas a sus efectos. Y
aunque los futuros contingentes, considerados en sí mismos, están determinados a una de las
posibilidades, pero considerados en relación con sus causas, no lo están, por cuanto pueden las
cosas suceder de otro modo»[15].
Por su presciencia o conocimiento del futuro, Dios conoce todos los futuros contingentes, y «la
certidumbre de la presciencia divina no excluye la contingencia»[16], porque todo efecto
contingente puede considerarse, por un lado: «en sí mismo, en cuanto existe ya de hecho, pero
así no tiene carácter de futuro, sino de presente, no es algo que sea contingente, sino
determinado a una posibilidad, que es». Por otro: «considerar el efecto contingente en su causa,
y así se le considera en cuanto futuro y en cuanto contingente no determinado, y en esta forma
no puede ser objeto de ningún género de conocimiento cierto». Así por ejemplo, si se ve a
Sócrates de pie, no se sabe si se sentará o no, pero ya no hay conjetura cunado se le ve sentado.
Sin embargo: «Dios conoce todos los contingentes no sólo como están en sus causas, sino como
cada uno de allos es en sí mismo»[17].
Los dos conocimientos no están separados en Dios, porque, en su mente divina, es uno el
conocimiento de las cosas, que están siempre presentes en su eternidad. Sin embargo: «Aunque
este doble conocimiento en el entendimiento divino se halla unido, no siempre lo está en la
revelación profética, porque la impresión del agente no alcanza siempre toda la virtud de éste.
De manera que a veces la revelación profética impresa en la mente del profeta es una semejanza
de la presciencia divina en cuanto considera los futuros en sí mismos, y tales futuros suceden
como están profetizados, como aquel de Isaías: «He aquí que una virgen concebirá» (Is 7,
14)»[18].
En unos casos, tal como ocurre en esta profecía de Isaías, el profeta recibe los futuros tal como
existen en sí mismos, que en realidad no son futuros sino presentes para la mente de Dios, que
los ve en la eternidad, en la que todo es presente. Precisa Santo Tomás que: «Dios conoce de
antemano algunas cosas en sí mismas, bien para hacerlas él mismo», y se llama a la profecía
sobre ellas «profecía de predestinación», como lo es toda profecía mesiánica; «o para ser hechas
por el libre albedrío del hombre», y entonces dan lugar a la «profecía de presciencia». Las dos
clases de profecías de futuros perfectos o consumados se diferencian además, por que la primera
«tiene siempre por objeto lo bueno», en cambio, la segunda «puede referirse a cosas buenas y
a cosas malas»[19].
En otros casos, como en las dos anteriores profecías citadas, son distintos los futuros, que
comunica Dios en las profecías, porque lo hace en cuanto ligados a sus causas. «A veces la
profecía impresa es semejanza de la presciencia divina en cuanto conoce el orden de las causas
a sus efectos, y entonces las cosas pueden suceder de modo distinto de cómo están
profetizadas».
Aunque el futuro contingente anunciado, en este caso, no se cumpla: «no por esto la profecía
está sujeta a error, porque el sentido de la profecía es que la disposición de las causas inferiores,
ya de las causas naturales, ya de los actos humanos, es tal que haya de suceder lo anunciado.
Y de este modo se ha de entender la profecía de Isaías: «Vas a morir y no curarás». (Is 38 1) la
cual significa que: «la disposición de su cuerpo acabaría en la muerte». Y lo mismo la de Jonás:
«Dentro de cuarenta días Nínive será arrasada» (Jon 3, 4), es decir: «Los méritos de Nínive
exigen que sea arrasada»[20].
834. –Dios revela a los profetas que se «arrepentirá» de lo anunciado, del bien (Jer 18, 10) o del
mal (Jon 3, 10). ¿Los cambios de decisión de Dios, hace inseguras las profecías?[21].
–Se dan profecías sobre los futuros contingentes condicionados, porque Dios los comunica al
profeta en cuanto los conoce en sus causas, pero no el conocimiento que tiene de los mismos en
la eternidad, porque desde las causas, según esta dimensión, todavía no están presentes en
ella. Las profecías no cumplidas de los ejemplos bíblicos citados se explicanporque eran
anuncios de meros futuros incoados, que no llegarán a ser nunca futuros perfectos o acabados.
No ocurrió la destrucción de Nínive, anunciada por el profeta Jonás, porque sus habitantes
hicieron penitencia y Dios les perdonó, aunque ya sabía por su conocimiento desde la eternidad
que harán penitencia y que les perdonaría. La muerte predicha al rey Ezequías por el profeta
Isaías no tuvo lugar, por su oración confiada, pero Dios no lo desconocía, pues le era conocido
también por la ciencia divina de visión.
Entre las causas y los efectos, o entre el futuro incoado y el futuro acabado, se encuentran las
condiciones, como la penitencia de los ninivitas y la oración de Ezequías, que hacen que se haya
mudado la justicia divina por su misericordia. Ha cambiado el orden de la causa al efecto, porque
Dios lo había dispuesto así, si se cumplía la condición, que junto con el efecto conoce ya en su
eternidad. De manera que: «Lo que se dice del arrepentimiento de Dios se ha de entender
metafóricamente, en cuanto que Dios se conduce como uno que se arrepiente, esto es en cuanto
«cambia la sentencia, aunque no muda la decisión»[22].
835. –En las profecías de fututos contingentes condicionados que no se cumplirán ¿el profeta
está en el error?
–Después de la exposición de estas dos profecías sobre futuros incoados, en la Suma contra los
gentiles, advierte Santo Tomás: «aunque alguna vez se le haga al profeta la revelación según el
orden de las causas con un efecto determinado, sin embargo, al mismo tiempo o después se le
revela el proceso de inmutación del efecto futuro, como le fue revelada a Isaías la curación de
Ezequias y a Jonás la liberación de los ninivitas»[23].
Aunque, a veces, se revelan al profeta, además de los futuros incoados, también los
correspondientes futuros perfectos o acabados, simultánea o posteriormente, en cualquier
situación, el profeta nunca está en el error, porque ha recibido una comunicación divina. Además,
tiene una certeza absoluta, porque sabe que es Dios el que los comunica. «De las cosas que el
profeta recibe por expresa revelación, tiene la mayor certeza y está seguro que es de Dios lo que
le ha sido revelado. Por esto Jeremías dice: «En verdad que el Señor me ha enviado para hacer
llegar a vuestros oídos todas estas palabras» (Jer 26, 15)».
Se advierte, en los profetas, que Dios les da esta certeza. Santo Tomás no duda en afirmar que
existe tal convencimiento, al argumentar: «Si no fuera así y el profeta no tuviera certidumbre,
carecería de ella nuestra fe, que se funda en la enseñanza de los profetas. Una señal de esta
certidumbre la tenemos en Abrahán, que avisado por Dios en una visión profética, se dispuso a
inmolar a su hijo unigénito, lo que en ningún modo hubiera hecho de no estar certísimo de la
revelación divina»[24].
Asimismo debe también tenerse en cuenta que en las profecías faliblesse muestran dos hechos.
Uno es un objeto de la divina ciencia de aprobación, que es falible, porque lo es de un futuro
contingente condicionado y que, por ello, puede ser impedido, al no cumplirse la condición. Otro,
es la voluntad de Dios, porque el futuro condicionado supone un decreto de la voluntad
antecedente de Dios, que se refiere al orden al efecto. Este querer de Dios, que se manifiesta es,
por tanto, también falible.
En cambio, en las profecías, que se cumplen infaliblemente, se revela, por una parte, un futuro
perfecto, conocido por Dios con ciencia de visión, y que ya no puede ser de otro modo, porque lo
que está ya en la eternidad no puede dejar de estar en ella. Por otra, el decreto de la voluntad
consiguiente, que implica y que se refieren al efecto perfecto, o futuro consumado, y que ya no
puede ser impedido.
Sin embargo, no puede decirse que las profecías de futuros contingentes condicionados y las
profecías de futuros perfectos se diferencian por la certeza, como tampoco por su veracidad,
porque ambas son ciertas y verdaderas profecías. Son distintas, porque las profecías de los
futuros imperfectos, o incoados, lo son también sobre decretos de futuros contingentes
condicionados, o futuribles, y las profecías de futuros perfectos, lo son a su vez sobre decretos
de los futuros perfectos o acabados.
La primera, aunque no se cumpla, no es falsa. La profecía de futuros contingentes condicionados
es verdadera, porque revela un decreto de Dios, pero que es falible en cuanto decreto de la
voluntad antecedente. Dios, por ser libre puede poner condiciones y según su cumplimiento
cambiar su decisión de su voluntad antecedente e impedir el orden al efecto del futurible.
836. –¿Por qué Dios revela profecías de fututos contingentes condicionados?
–Se advierte en las profecías de Jonás y de Isaías, que, como conminatorias, o amenazantes,
pueden entenderse, por su misericordia, como una amonestación para mover a que se cumpla la
condición, y por realizarse ésta no se cumplieron, Debe tenerse en cuenta que: «cuando Dios
usa de su misericordia no obra contra su justicia, sino que hace algo que está por encima de la
justicia (…) por donde se ve que la misericordia no destruye la justicia, sino que, al contrario, es
su plenitud»[25].
Sobre esta última afirmación, puede decirse que: «incluso en el hecho de que los justos sufran
castigos en este mundo aparecen la justicia y la misericordia, por cuanto sus aflicciones les sirven
para satisfacer por los pecados leves y para que, libres de afectos a lo terreno, se eleven mejor
a Dios, conforme a lo que dice San Gregorio: «Los males que nos oprimen en este mundo nos
fuerzan a ir a Dios (San Gregorio Magno, Libros morales, 26, c. 13)»[26].
Los futuros contingentes condicionados, o futuribles, no dependen sólo de la voluntad divina,
porque también, por permisión divina, de las criaturas, que con su libertad, querida y movida por
su creador, pueden impedir la continuación y término de la incoación de la causa puesta por Dios.
Aunque la profecía puede revelar sólo el futurible, Dios conoce la decisión humana.
Dios conoce en el decreto, pero en cuanto decreto, la incoación del acto que pone Él, pero
igualmente tiene ciencia de visión en este mismo decreto, pero en cuanto eterno, de todo lo que
coexiste con él, y, por tanto, la decisión de la criatura. Dios conoce, en el decreto eterno, el
consentimiento o el impedimento puesto por el hombre, y, por consiguiente, como será el efecto.
Por conocer los decretos de su voluntad antecedente y de su voluntad consiguiente, y conocer
por ciencia de visión las acciones de la criatura en la eternidad, que no están todavía en el
presente, pero sí en el futuro, Dios puede revelar verdades futuras al profeta, en las que
intervendrá la decisión las criaturas, porque así lo ha permitido.
El motivo de la profecía se comprende desde la misericordia divina y también porque siempre
está al servicio de la fe. Como conclusión de toda su exposición sobre la profecía, afirma Santo
Tomás que sean profecías sobre futuros condicionados o futuros perfectos: «la declaración
profética acerca de los futuros es un argumento suficiente de fe, porque, aunque los hombres
prevean algo de los futuros, sin embargo, no hay un conocimiento previo cierto de los futuros
contingentes, como es el conocimiento de la profecía»[27].
La profecía sirve para confirmar la fe de los otros, y el profeta actúa como «instrumento de la obra
divina». Sin embargo, «el don de profecía se concede, a veces, tanto para utilidad de los demás
como para ilustración de la propia mente»[28], pero, en este último caso, esta segunda función
de la gracia gratis data de la profecía, actúa sólo en «aquellos a cuya mente se comunica la
Sabiduría divina por la gracia, que nos hace gratos a Dios», por la gracia habitual o gracia
santificante.
837. –¿Puede haber profecías que tengan su origen en el demonio?
–El demonio solo puede simular profecías, porque al igual que parece que hace milagros,
aparenta que también profetiza. Explica Santo Tomás que: «Los espíritus malignos, esforzándose
por corromper la verdad de la fe, del mismo modo que abusan de las obras milagrosas para
inducir a error y debilitar el valor de la fe, aunque no hacen verdaderos milagros, sino cosas que
parecen milagrosas a los hombres, como se dijo (III, c. 103), así también abusan de la predicción
profética, no ciertamente profetizando, sino predicando ciertas cosas según el orden de las
causas ocultas al hombre, para que parezca que prevén los futuros en sí mismos».
Por su mayor inteligencia, el demonio puede conocer mejor que los hombres las causas y efectos
en la naturaleza y simular, por la ignorancia humana, que conoce los futuros contingentes. «Y
aunque los efectos contingentes provengan de las causas naturales, dichos espíritus malignos
pueden conocer mejor que los hombres, por la sutileza de su entendimiento, cómo y cuándo
pueden impedirse los efectos de las causas naturales; y así, al predecir los futuros, parecen más
maravillosos y veraces que los hombres más sabios». Al revelar estas cosas ocultas a los
hombres por este medio puede parecer que los diablos vean el futuro.
El demonio para sus falsas profecías puede valerse de conjeturas, que, por su potencia intelectual
son mucho más fáciles que para los hombres. Añade Santo Tomás que: «entre las causas
naturales, las supremas y más distantes de nuestro conocimiento son los poderes de los cuerpos
celestes, que son conocidos de estos espíritus en sus propias naturalezas, como consta por lo
dicho (II, c. 99 ss.). Por lo tanto, como todos los cuerpos inferiores están regidos por las fuerzas
y el movimiento de los cuerpos superiores, estos espíritus pueden profetizar mucho mejor que un
astrólogo los vientos y tempestades futuras, las corrupciones del aire y otras cosas semejantes
que suceden en los cambios de los cuerpos inferiores, causados por el movimiento de los cuerpos
superiores».
Sin embargo: «aunque los cuerpos celestes no pueden influir directamente sobre la parte
intelectiva del alma, según se demostró (c. 84 ss.), no obstante, muchos siguen los impulsos de
las pasiones y las inclinaciones corporales, sobre los cuales es evidente que los cuerpos celestes
tienen eficacia; pues sólo pertenece a los sabios, cuyo número es pequeño, resistir con la razón
a tales pasiones. Y de aquí se sigue que incluso puedan predecir muchas cosas acerca de los
actos de los hombres, aunque alguna vez se equivoquen al predecir, a causa del libre albedrío».
Por este medio, el demonio puede saber muchas cosas sobre los actos humanos, desconocidas
por el hombre, pero se equivocan algunas veces, porque en los actos humanos interviene la
libertad.
838. –¿La diferencia entre la profecía divina y la falsa profecía del demonio está solamente en el
modo del conocimiento del futuro?
–Hay otra importante diferencia entre la profecía que viene de Dios y la aparente profecía que
viene del diablo: su distinto propósito. En la profecía divina, se encuentra la intención de
perfeccionar el conocimiento en orden de la verdad. En cambio, en la diabólica, está la mala
intención de desviar de la verdad, porque: «las cosas que prevén las predicen no ciertamente
para ilustración de la mente, como se hace en la revelación divina, pues no es su intención
perfeccionar la mente humana para conocer la verdad, sino más bien desviarla de ella. Y
ciertamente profetizan alguna vez inmutando la imaginación, ya sea durmiendo, como cuando
por los sueños muestran indicios de ciertos futuros; ya sea estando despierto, como vemos en
los posesos y frenéticos, que predicen lo futuro».
En otras ocasiones, los demonios «profetizan por ciertos indicios externos», como la nigromancia,
o el buscar este conocimiento por las respuestas de aparentes apariciones de difuntos; los
oráculos, o contestaciones a través de un ídolo; la astrología, por la observación del lugar o
movimiento de los astros; auspicios, por los vuelos de las aves; augurios, por sus cantos;
auspicios, por el examen de sus entrañas; sortilegios, por medio de artes de magia; echando
suertes con las cartas; piromancia, por figuras en el fuego; y otros de esta índole.
No son difíciles de advertir que estas acciones sean diabólicas, porque «es evidente que los
espíritus malignos hacen todo esto» y para engañar. Los futuros contingentes no se pueden
conocer por medios naturales y Dios que los conoce no los revela por estos medios indebidos y
para satisfacer la curiosidad.
No ignora Santo Tomás que: «sin embargo, algunos intentan atribuir estas cosas a las causas
naturales. Pues dicen que como el cuerpo celeste mueve a los inferiores para producir ciertos
efectos por el influjo de dicho cuerpo, aparecen en algunos casos ciertos signos de su influencia;
diferentes seres reciben de diverso modo la impresión del cuerpo celeste. Y por esto dicen que
el cambio que el cuerpo celeste produce en un ser puede tomarse como indicio del cambio de
otro».
Desde esta suposición, en consecuencia; «afirman que los movimientos que se hacen sin la
deliberación de la razón, como las visiones de los soñadores y de los locos, y el movimiento y el
graznido de las aves, y la interpretación de los puntos cuando uno no delibera cuantos puntos
debe describir, responden a la influencia del cuerpo celeste. Y así dicen también que tales cosas
pueden ser indicios de efectos futuros causados por el movimiento celeste».
No obstante, deberían inferir que: «como esto tiene escaso fundamento, es mejor juzgar que las
predicciones basadas en estos signos proceden de alguna substancia intelectual, por cuya virtud
se disponen los citados movimientos, que se dan sin deliberación alguna, según conviene para
la observación de las cosas futuras. Y aunque alguna vez la divina voluntad disponga estas cosas
mediante el ministerio de los espíritus buenos, pues Dios revela muchas cosas en sueños, como
a Faraón y a Nabucodonosor y como dice Salomón: «las suertes se echan en la urna, pero el
Señor dispone de ellas» (Prov 16, 33); sin embargo, ordinariamente suceden por obra de los
espíritus malignos».
Estas falsas profecías tienen su origen en el demonio y lo: «dicen también los santos doctores y
estimaron incluso los mismos gentiles, pues dice Publio Valerio Máximo que la observación de
los agüeros y de los sueños y de otras cosas por el estilo pertenecen a la religión mediante la
cual se adoraba a los ídolos (Hechos y dichos memorables, I, c. 1). Y por esta razón, en la Ley
Antigua junto con la idolatría, se prohibían todas estas cosas, pues se dice en la Escritura. «No
imites las abominaciones de esas naciones», a saber, las que servían a los ídolos. «Ni haya en
medio de ti quien haga pasar por el fuego a su hijo o a su hija, ni quien se dé a la adivinación, ni
a la magia, ni a hechicería y encantamientos, ni a espíritus, ni a adivinos, ni pregunte a los muertos
la verdad» (Deut 18, 9-11)»[29].
839. –El profeta demoníaco Balaam fue un falso profeta, mago y adivino, de la región del Eufrátes,
que aconsejó a los madianitas que indujesen a los israelitas a su idolatría licenciosa, y que,
después de ser derrotados por el ejército de Moisés, fue muerto junto con los dirigentes de este
pueblo que ocupaba Canaán. ¿Cómo se explican sus profecías sobre la grandeza de Israel y sus
dos profecías mesiánicas, relatadas en la Escritura[30], y comentadas por los Santos Padres?
–Santo Tomás refiere que: «la Glosa ordinaria dice: «Balaam era adivino, hablaba por ministerio
de los demonios, por arte mágica y algunas veces conocía las cosas futuras». Añade que:
«anunció muchas cosas verdaderas, como se dice en los Números: «Saldrá una estrella de Jacob
y se levantará una vara de Israel» (Num 24, 17)»[31]. La estrella es el símbolo de Cristo, luz del
mundo y que será rey, porque, para los antiguos, la estrella era el símbolo natural del rey y, por
ello, la aparición de una estrella la relacionaban con el nacimiento de un gran rey. Con la vara se
significa el cetro real, que simboliza la dignidad del rey.
A pesar de haber sido advertido por Dios, Balaam no se sometió interiormente a la voluntad
divina, bendijo a Israel de mala gana, porque temía la espada del ángel, o, según Orígenes, del
Arcángel San Miguel, protector del pueblo de Israel, que le había amenazado en el camino y
hecho hablar milagrosamente a su burra. San Pedro presenta a Balaam de Beor como codicioso,
porque «amó el premio de la maldad», dice que: «recibió el castigo de su locura: una bestia muda
en la que iba montado habló con voz de hombre y refrenó la locura del profeta»[32].
Como Balaam, los falsos profetas pueden también anunciar cosas verdaderas, porque: «Los
profetas de los demonios no siempre hablan por revelación de éstos, a veces hablan por
inspiración divina, como se lee de Balaam, a quien se dice haber hablado el Señor (Num 22, 8
ss). Aunque profeta de los demonios; porque Dios se sirve a veces de los malos para provecho
de los buenos». Además el don de profecía, como carisma, no implica como fin primario la bondad
de su sujeto, puede ser incluso que esté en pecado, pues la gracia gratis dada no se le ha dado
para su propio beneficio, sino para el de los demás.
La razón por la que Dios «anuncia algunas cosas buenas por los profetas de los demonios»
puede ser: «para hacer más creíble la verdad, al ser testificada incluso por los adversarios», o
bien: «porque cuando los hombres dan fe a los dichos de esos profetas son inducidos a la verdad
por las mismas palabras. Por esto, hasta las sibilas vaticinaron muchas verdades de Cristo»[33].
840. –La profecía, en cuanto que se revelan «las cosas futuras y aquellas otras que
ordinariamente se ocultan a los hombres», como gracia gratis dada, como se ha dicho, confirma
la verdad de la enseñanza de la fe. ¿La profecía confirma también contenidos de la fe?
–Concluye Santo Tomás que: «La profecía confirma asimismo la predicación de la fe de otro
modo, a saber, en cuanto que se predican para ser creídas ciertas cosas ocurridas en el
transcurso del tiempo, como la natividad de Cristo, la pasión, la resurrección y otras cosas
parecidas; y para que no se crea que tales cosas fueron inventadas por los predicadores o que
ocurrieron azar, se demuestra que fueron profetizadas mucho tiempo antes por los profetas».
Añade Santo Tomás que: «por lo cual dice San Pablo: «Pablo siervo de Cristo Jesús, llamado al
apostolado, elegido para predicar el Evangelio de Dios, que por sus profetas había prometido en
las Santas Escrituras acerca de su Hijo, nacido de la descendencia de David, según la carne»
(Rm 1, 1)»[34].

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[2] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 12, a. 10, ad 7.
[3] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[4] ÍDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 12, a. 10, in c.
[5] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 174, a. 1, in c.
[6] Ibíd., II-II. q. 174, a. 1, ob. 2.
[7] Ibíd., II-II, q. 174, a. 1, ad. 2.
[8] 2 Re 20 1-6.
[9] Is 38, 10-20.
[10] Is 38, 16, 17.
[11] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[12] Jon 3 1-10.
[13] Cf. Jon 4.
[14] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[15] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 171, a. 6, ad 2.
[16] Ibíd., II-II, q. 171, a. 6, ad 1.
[17] Ibíd., I, q. 14, a. 13, in c.
[18] Íbíd., II-II, q. 171, a. 6, ad 2.
[19] Ibíd, II-II, q. 174, a. 1, in c.
[20] Ibíd., II-II, q. 171, a. 6, ad 2.
[21] Véase: Íbíd., II-II, q. 171, a. 6, ob. 2.
[22] Ibíd., II-II, q. 171, a. 6, ad 2.
[23] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[24] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 171, a. 5, in c.
[25] Ibíd., I, q. 21, a. 3, ad 2.
[26] Ibíd., I, q. 21, a. 4, ad 3.
[27] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[28] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 172, a. 4, ad 1.
[29] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[30] Num 22-24, 31
[31] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 172, a. 6, sed c.
[32] 2 Pedr 2, 15.
[33] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, II-II, q. 172, a. 6, ad 1. Lo mismo se podría
decir de la profecía de Caifás sobre la muerte de Cristo (Jn 11, 49-52).
[34] Ibíd., Suma contra los gentiles, III, c. 154.

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