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Reseña del libro: Iglesia, justicia y sociedad en la Nueva España.

La audiencia

del Arzobispado de México 1528-1668.

Materia: Orden y Justicia II

Profesor: Dr. Jorge Eugenio Traslosheros Hernández

Semestre: 8° Grupo: 0002

Alumno: Gilberto Orozco Cadena

Fecha: 06 de Abril del 2011


Historia y Orden Judicial II Dr. Jorge Eugenio Traslosheros Hernández. Grupo 0002 06/04/11

Reseña de: Traslosheros Hernández, Jorge Eugenio, Iglesia, justicia y sociedad en la Nueva España.
La Audiencia del Arzobispado de México 1528-1668, México, Porrúa, 2004, 219 p.
Biografía y bibliografía del autor: El autor es sociólogo por la Facultad de Ciencias Políticas y
Sociales de la UNAM, maestro en Historia por el Colegio de Michoacán y doctor en Estudios
Latinoamericanos por la Universidad de Tulane. Ha trabajado como profesor e investigador en
instituciones como El colegio de Michoacán, la Universidad Iberoamericana, la Universidad
Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, la Escuela Libre de Derecho, la Facultad de Filosofía y Letras
y el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, la Universidad del País Vasco y el 13

Tecnológico de Monterrey de la Ciudad de México donde también fue director del Departamento
de Humanidades. Como investigador se dedica al estudio del México colonial en sus aspectos
jurídico, eclesiástico e institucional. Ha publicado diversos artículos en revistas nacionales e
internacionales y entre los libros que ha publicado se cuentan Iglesia, justicia y sociedad en la
Nueva España. La audiencia del arzobispado de México, 1528-1668, México, Porrúa, Universidad
Iberoamericana, 2004; y La reforma de la Iglesia del Antiguo Michoacán: la gestión episcopal de
fray Marcos Ramírez de Prado, Morelia, Universidad Michoacana, 1995. Ha sido miembro de los
consejos técnicos de varias universidades y de los comités editoriales de varias revistas, así como
ganador de varias becas y premios.
Análisis de la Obra: Se trata de un libro producto de una investigación original, dividido en tres
bloques que a su vez se ramifican en ocho capítulos. El primer bloque trata de la formación y
definición de la jurisdicción de la audiencia, el segundo de sus actividades sustantivas cotidianas y
el tercero es una reflexión sobre su razón de ser en el contexto de la monarquía en su conjunto,
pero especialmente con respecto a la Nueva España. El argumento central de la obra es que la
audiencia eclesiástica del arzobispado de México es una expresión de la filosofía de la monarquía
española consistente en que el rey gobernaba impartiendo justicia a través de sus dos brazos
operativos, el secular y el clerical, en la que predominaba la noción cristiana que el delito,
entendido como pecado social, tenía que cursar por un ciclo de contrición, expiación y conciliación
y que lo más importante no era el aspecto punitivo del correctivo, sino su ejemplaridad para
efectos de la reforma de las costumbres, en armonía con el fin de defender y extender la religión
católica sin contraponerse con la estructura corporativa de la sociedad, por eso las sentencias se
ajustaban a la condición estamental y corporativa de los reos, a la doctrina jurídica, a la teología
moral, a las reales cédulas, el derecho canónico, las costumbres y tradiciones, la analogía de casos,
la coyuntura política y el personal criterio del juez en turno, es decir, toda la amalgama de

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Arzobispado de México 1528-1668, México, Porrúa, 2004, 219 p. Alumno: Gilberto Orozco Cadena.
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tendencias, tradiciones y coyunturas que integraban la sociedad española y, más particularmente,


la novohispana. La audiencia arzobispal era congruente con las directrices de la Iglesia primitiva,
refrendadas en el Concilio de Trento, de que el obispo era la máxima autoridad eclesiástica y en
ese papel le correspondía ser juez, legislador y procurador de la justicia desde la perspectiva
eclesiástica de la potestad real.
La audiencia eclesiástica se daba por hecho con la sola presencia de Fray Juan de
Zumárraga como Reimer obispo novohispano. Su existencia fue consustancial a la presencia de las
distintas diócesis como unidades políticas, siendo el arzobispado una más así fuese de mayor 13

influencia y antecede 43 años a la Santa Inquisición, aunque su materia más bien fue
consuetudinaria, más civil que criminal, orientada más a la reconciliación que al castigo y
correspondiente al fuero externo, o judicial, en contrapartida con el interno, constituido por la
confesión sacramental.
Su orientación se enmarca en la noción que la salvación del hombre es tarea obligada del
individuo y la sociedad, no sólo del primero, en el seno de la grey de Dios dividida en los salvos, ya
con Dios en el cielo, los purgantes, salvos en tránsito, y los militantes.
La potestad episcopal se dividía en la de la orden y la jurisdiccional, la primera era
sacramental, la segunda de legislación, justicia y gobierno, muy competida por el clero regular, que
la usurpaba de facto ante el creciente desprestigio ante la comunidad indígena, lo que también
afectaba su peculio al objetarles el cobro decimal. Los obispos solicitaban poderes especiales para
atender nupcias de indios y españoles, para ordenar españoles sin probanzas de pureza de sangre
y para ordenar mestizos, porque dominaban las lenguas nativas.
Fray Juan de Zumárraga, además de primer obispo era un sobresaliente impulsor de la
reforma de Ximénez de Cisneros y del erasmismo español. No sólo se enfrentó a la audiencia de
Nuño de Guzmán, también los colegios de Tlatelolco, de San Juan de Letrán, el Hospital del Amor
de Dios, la imprenta americana, la Provincia Eclesiástica (1548) y la Universidad de México fueron
obras suyas, así como el cabildo y tribunal catedralicio (audiencia eclesiástica), éste último a cargo
de un provisor oficial y un vicario general. Zumárraga llegó en calidad de obispo presentado, no
confirmado por el Papa, y por tanto con jurisdicción, pero no mandato de orden, por lo que se le
negó la entrega de los asuntos de la audiencia cuando lo solicitó. También estaba nombrado
defensor de los naturales. Nombró jueces defensores de indios a dos guardianes, Fray Toribio de
Benavente y Fray Alonso Xuárez, que sólo sumaron al enfrentamiento existente con la audiencia
gobernadora. Los franciscanos, por su potestad, lo nombraron juez ordinario eclesiástico,

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confiriéndole facultades innegables para la audiencia, que sin embargo torturó a un clérigo, mató a
otro y fue excomulgada y la ciudad puesta en entredicho hasta que se rindieran los oidores para
obtener su absolución. Esta maniobra permitió a Zumárraga ser juez del rey, protector de indios,
juez delegado de la santa Sede y obispo presentado apelando a la soberanía del rey en los rubros
de paz y justicia, argumentos de honda raíz medieval contractualista que data del siglo XI y dicta
que la violencia, al enfrentarse con la justicia, legitima al rey. Esto no sólo solventó su disputa con
la audiencia de Nuño de Guzmán, también evitó problemas con la segunda audiencia y con don
Antonio de Mendoza al aprovechar el carácter de árbitro de las dos potestades del rey. 13

Resuelto el diferendo con la audiencia, sus problemas consistieron en: sus funciones
inquisitoriales, acrecentar sus facultades para corregir mejor a indígenas y españoles y organizar la
audiencia eclesiástica. Ejerció dos jurisdicciones, una ordinaria, como prelado diocesano ante la
ausencia de Inquisición, en los períodos 1528-1534 y 1547 a su muerte, y la otra como juez
apostólico, delegado de la Inquisición, de 1534-1540, cuando fue relevado por un visitador. Se fue
suavizando en sus funciones después de la reprimenda de Carlos V por quemar a Carlos de
Texcoco, el cacique. La idea era mantener el proceso inquisitorial en España, donde estaba
asentada desde 1483 el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición por concesión exclusiva
pontificia.
Fue más importante definir la política judicial a seguir en materia de costumbres cristianas
para indios y españoles, que se impuso sobre la reticencia de éstos y la clerecía. Esto requirió de
mucha prudencia y mesura pues su implementación institucional fue lenta, ya que para justicia y
gobierno se dependía de un provisor oficial y un vicario general, que a la vez eran cabeza del
tribunal y de la secretaría de cámara del obispo.
El primer problema que tuvo que solucionar fue la falta de oficio y corrupción de
estos funcionarios, sobre todo de los provisores. Otra sentida limitante para el ejercicio de esta
jurisdicción fueron los muchos privilegios que gozaban las órdenes mendicantes, que eran secuela
de sugerencias epistolares de Hernán Cortés, aceptadas por Carlos V y que proponían que la Iglesia
novohispana fuera gobernada por los regulares. Estas disposiciones fueron emitidas y ratificadas
por bulas papales de tres pontificados sucesivos que otorgaban poderes jurisdiccionales a los
regulares en ausencia o lejanía del obispo. De hecho, así fue como se dispuso la llegada de los
franciscanos al Nuevo Mundo. Los prelados diocesanos, reducidos a “obispos de anillo” sólo tenían
funciones sacramentales y tuvieron que luchar para recuperar esas facultades jurisdiccionales.

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Esta negociación requirió de varias reuniones para establecer reglas de fundación y


crecimiento eclesial, destacando las de 1524 y 1532, fundamentalmente misioneras, y las de 1544
y 1546, citadas por el visitador general Tello de Sandoval. Pero la más importantes fue la
convocada por Carlos V y celebrada en 1539, el primer sínodo de obispos, a la que acudieron
Zumárraga, Juan de Zárate, de Antequera, y Vasco de Quiroga, de Michoacán, en la que definen en
un texto de 25 capítulos previo a Trento, 4 rubros: 1) respeto a la prelación episcopal y catedralicia
sobre cualquier otro cuerpo eclesiástico; 2) orden en la administración sacramental del bautizo y
matrimonio a los indios; 3) supervisión sobre vida y costumbres de la feligresía, y 4) 13

establecimiento de los tribunales diocesanos como instancia superior de justicia eclesiástica.


Los primeros dos rubros van acordes a la estructura básica de la Iglesia desde su
formación; el tercero apunta a su labor apostólica más importante, la “reforma de costumbres”, o
conquista espiritual, cuyo brazo coercitivo está implementado en el cuarto rubro, etiam in foro
conscientiae, para ser purgado en penitencia pública, pues el pecador escandaloso afrenta contra
la inducción de costumbres y debe recibir castigo ejemplar, por eso esta atribución le era disputada
al obispo por los regulares, por el poder de coacción que daba. Los obispos peleaban que los
regulares sólo ejercieran las facultades en ellos delegadas por la potestad episcopal, sólo allí donde
físicamente no hubiere autoridad diocesana. La lógica del planteamiento era no hacer “amargo,
grave y pesado el yugo dulce y carga leve de la Ley de Dios y doctrina cristiana”, para que no la
aborrecieran, sino la amaran, porque era divina, era lo sustancial de un orden social que se
apoyaba y justificaba en la evangelización y fundación de la Iglesia del Nuevo Mundo. En esencia,
este arreglo del obispo como cabeza y los restantes religiosos, seculares y regulares, como
adjutores, era un arreglo que seguía el plan de la Iglesia cristiana primitiva.
Alonso de Montúfar sucede a Zumárraga y llega a una arquidiócesis acéfala desde hacía 6
años, recién conformada en Provincia Eclesiástica de México, ante lo cual convoca al Primer
Concilio Provincial Mexicano, en 1555, para darle cuerpo a esa iglesia recién autónoma,
recuperando jurisdicción de los mendicantes, que en 6 años se habían reposicionado,
especialmente haciendo énfasis en la exclusividad de la dispensa sacramental, la erección de
templos y celebración de misa no autorizada, así como reafirmar la inmunidad eclesiástica frente a
la potestad temporal y definir los casos de foro externo o judicial, de su completa competencia.
Para guardar esta disciplina se hizo obligatoria la visita episcopal al menos una vez al año.
La audiencia eclesiástica, encabezada por el obispo o su provisor, regularía los juicios,
controlaría las cárceles y se reservaría para su conocimiento los juicios matrimoniales. La disciplina

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de la clerecía se haría con discreción, sin menoscabo de la honra de la orden sacerdotal, a menos
que fueran particularmente graves y motivaran escándalo público. La materia de testamentos,
capellanías y obras pías también quedaba a cargo del provisor, así como los que ocultasen o
escatimasen diezmos. En suma, la jurisdicción provincial atendía asuntos de fe, disciplina, justicia
civil y criminal de la clerecía, matrimonios, testamentos, diezmos, capellanías, obras pías y la
misma defensa de la jurisdicción eclesiástica. Pero esto era nominal, la capacidad institucional para
hacerlo de facto era insuficiente, por eso se dictaron ordenanzas y aranceles para reforzarlas. Las
primeras regulaban relaciones internas entre jueces, fiscales, notarios y alguaciles de juzgados y de 13

éstos con los querellantes, los segundos buscaban evitar la corrupción mediada por dádivas a
funcionarios.
Además de los cánones, los obispos pedían licencias que los eximieran de obligaciones que
los distrajeran de su deber, en atención a la “largueza y distancia” de las diócesis, así como pedían
a la Santa sede les diera atribuciones de proporcionar dispensas exclusivas del Papa, en atención a
que se trataba de cristianos nuevos, es decir, pedían lo mismo que solicitaron los regulares para
ejercer en el Nuevo Mundo. Nada de esto se logró fácilmente, pues los regulares apelaron al
Consejo de Indias. El mismo Felipe II limitó las penas excesivas impuestas por los obispos y sometió
sus acuerdos a la ratificación previa del Consejo de Indias. La cédula real de 1564 de Felipe II
ordenaba las disposiciones emitidas en el Concilio de Trento, realizado de 1534 hasta 1563,
inspirado en la lucha contra la herejía, sobre todo protestante, y para reformar las costumbres;
para esto último se hacía valer en toda su fuerza la potestad episcopal.
Montúfar, por su cuenta, convocó al 2° Concilio Provincial Mexicano, en 1565, cuyos
objetivos eran jurar el Concilio de Trento y ajustar el provincial a sus disposiciones, lo cual sólo se
logró parcialmente, pues en un afán conciliatorio entre ambos cleros se perdió la beligerancia del
concilio de la década anterior, esto confrontó más a las partes y en medio de una trifulca entre
autoridades seglares y órdenes mendicantes, en 1585, el entonces arzobispo de México y virrey
Pedro Moya de Contreras citó el tercer Concilio Provincial, que también pedía reconocimiento
pleno de la potestad episcopal, de orden u jurisdicción, y tuvo buen éxito merced a la posición de
quien concitaba, ya que sus cánones serían vigentes por más de 200 años. Aunque de su
promulgación a su publicación por el arzobispo pasaron 37 años, sus cánones no fueron letra
muerta y se aplicaron en el ínterin, ya se difundían como leyes del reino, como una realidad
canónica que se materializaba porque en ese lapso la Iglesia, de ser misionera, se había hecho
disciplinaria, bajo la guía episcopal, merced a tres antecedentes que sustentaron su plena vigencia:

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a) el Concilio de Trento; b) la definición de Felipe II, de 1574, sobre el régimen de patronato real,
que favorecía a los diocesanos, y c) el mismo Tercer Concilio Provincial Mexicano.
Habida cuenta de la fundación de la Inquisición en la Nueva España, en 1571, los prelados
se vieron eximidos de esa obligación para dedicarse el obispo a su función principal, evangelizar
constituyéndose en juez y legislador para poder orquestar el orden social y eclesiástico. La reforma
de las costumbres se conformaba en 4 líneas de política pastoral: 1) una vida litúrgica y
sacramental honesta y decorosa; 2) fundaciones eclesiásticas bien administradas; 3) vida ejemplar
de la clerecía regular y diocesana y 4) cumplimiento de la feligresía de sus deberes religiosos, lo 13

que los guiaría a una buena vida y costumbres. Para instrumentarla se proveyó de la visita
episcopal y del foro judicial eclesiástico, la primera para dictar políticas de vida diocesana mediante
medidas preventivas y correctivas, por lo que se privilegiaba su comisión por el propio obispo, la
segunda como instrumento coactivo. Para lograrlo deben auxiliarse de un vicario general y un
provisor oficial, que nombrarán en sus diócesis y deberán ser coadjutores a toda prueba que llevan
bien la jurisdicción eclesiástica y la inmunidad de los templos. Mucho del concilio se dedicó a
regular oficios y funciones del tribunal, definir el orden de los juicios y los delitos perseguibles. En
esencia, cada prelado ordinario estableció su propia tradición judicial.
Tras el esfuerzo episcopal a fines del XVI se precisa la jurisdicción del foro eclesiástico
judicial, también por aportaciones de Trento y los concilios mexicanos, pero aunque cada prelado
recibió una calidad de “juez y legislador”, esto fue acotado en 1571 con la instalación del tribunal
del Santo Oficio de la Inquisición, cuyo fuero abarcaba cualquier delito contra la fe de la población
no indígena. En compensación se ganaron privilegios para la reforma de las costumbres, que
tiempo atrás solicitaban, y reforzaban su jurisdicción, vgr. en asuntos matrimoniales dispensaban
en materia de consanguinidad, permitían el acceso a la ordenación sacerdotal de los ilegítimos y
derecho de absolución, sin opción de apelación a la Santa Sede por bula papal refrendada por
Felipe III y con prelación en sede episcopal-Provincia Eclesiástica-sede episcopal más próxima. Con
esto se definía la materia de los tribunales eclesiásticos mexicanos: jurisdicción eclesiástica y
dignidad episcopal, civil y penal ordinaria del clero, infidencias de indígenas y sus pecados
escandalosos, todo lo nupcial, testamentos, capellanías y obras pías y administración decimal, vgr.
en el arzobispado de México se organizó una audiencia a cargo de un vicario general y un provisor
oficial, pero encabezada por el obispo. Más adelante, la hacendaria del cabildo catedralicio se hizo
cargo del diezmo y sus hacedores fueron jueces de pleno derecho. Había oficiales internos de la
audiencia, el provisor oficial y el vicario general, fiscal general, notario y procuradores (abogados);

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los externos eran los vicarios y jueces eclesiásticos regionales o comisionados en laguna zona. A la
audiencia le correspondía la procuración de la justicia y el juicio y se despachaban asuntos
sumarios y ordinarios, el primero equivaldría al juicio de barandilla. Ambos eran gratuitos, lo que
no ocurría en la justicia temporal, es decir, en ésta última el juez recibía dinero de las sentencias.
Como el provisor y el vicario eran nombrados por el obispo, no existía circuito de apelación entre
ellos. El provisor podía ser otro obispo, incluso un seglar, pero nunca un regular. El fuero y
jurisdicción de las audiencias les permitió gran influencia para modelar las costumbres de la Nueva
España. Su eficiencia fue creciente, así como su influencia, pues su brazo se alargaba a la periferia 13

episcopal por vía de los jueces comisarios y los vicarios y jueces eclesiásticos regionales, cuya
importancia fue mayor entrado el siglo XVII. Con el tiempo se especializaría un tribunal de
testamentos, capellanías y obras pías y las atribuciones de los jueces regionales se ajustaban en
materias según necesidades locales, pero el nombramiento por el obispo siempre fue condición
sine qua non. Por otra parte, este fuero y jurisdicción tuvo que ganarse en confrontación cotidiana
con otras autoridades, vgr. el cabildo catedralicio, disputa que se entiende en una sociedad
corporativa en que los honores estamentales constituían posición social.
A pesar del Concilio de Trento, los provinciales mexicanos, las ordenanzas reales y la
pertinaz prestancia episcopal, los jueces de los mendicantes se mostraban renuentes a perder
frente a los de la audiencia eclesiástica dignidad y jurisdicción otorgadas en temprana hora de la
evangelización. Al provisor se le escatimaba el derecho de nombrar jueces conservadores que c
correspondían a aquellos especiales que conocían causas de cada orden religiosa, lo que se
resolvió a favor de aquél merced a las reiteradas cédulas reales que favorecían a los diocesanos y
por ser representante episcopal. Se ilustra con varios ejemplos esta lucha de potestades cuyo
triunfador, por su amplio respaldo institucional, fue el clero secular, que se valió de excomuniones
e interdictos para abrirse camino en su causa en el conocimiento de que la feligresía se inclinaba
por los diocesanos. Este mecanismo lo utilizó el mismo arzobispo contra sus propios diocesanos
catedralicios cuando hubo conflicto por derechos y limosnas, sobre todo en hospitales.
Con la potestad secular, la clerical tuvo frecuente problemas en el XVII, pero no es posible
hablar de confrontación Estado-Iglesia puesto que el monarca único tenía un brazo secular y otro
eclesial, pero no había separación Iglesia-Estado, en estos términos es lógico pensar en fricciones
entre ambas potestades, pero no en los términos que se dieron en el XIX, sino discordancias por
competencias inevitables en una estrecha convivencia de dos siglos y medio. Cuando las hubo, se
solventaron también por vía judicial, aunque siempre se buscó la discreción y la conciliación. La

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llamada “fuerza real” debe entenderse como un recurso o una instancia más en una sociedad que
dirimía sus conflictos en los tribunales y no como una fuente de mayor aspereza que cobijara a los
que se sintieran agraviados por la Iglesia, fueran clérigos o laicos, en el entendido ya mencionado
que se trataba de solventar discordancias entre dos potestades de la misma autoridad.
Los procesos ordinarios que atendía la audiencia del arzobispado de México incluían casos
civiles y criminales que involucraban en alguna de las partes a un clérigo, fuese regular o
diocesano, pero los procesos ordinarios por faltas a la disciplina eclesiástica eran frecuentes y
siempre concernientes a miembros de la clerecía. De la corrección de los errores se ocupó la 13

Inquisición, pero de las faltas a las costumbres desviándose de la moral impuesta por la Iglesia veló
la audiencia arzobispal. Las fuentes de esa moral eran los concilios ecuménicos y provinciales, los
sínodos, los decretos papales, las reglas monásticas y la costumbre, pero en el caso de Nueva
España, la existencia del Patronato, y derivado de él el vicariato, hizo que el rey también fuera
fuente de ella. El instrumento para implementar su cumplimiento desde Trento fue la visita
episcopal y su atención cuidaba principalmente tres aspectos: vida y costumbres, orden y decoro
de laicos y clérigos y que la vida de éstos últimos resultase ejemplar y edificante para aquéllos; en
este sentido, además de la confesión se contaba con el apoyo del arzobispado para que
complementase esta tarea en todo momento. El provisor entonces era una pieza clave para lograr
este cometido, lo que generalmente se resolvía en privado.
La justicia criminal, si bien era vindicativa, también debía ser ejemplar, esto último era lo
más importante. Su carácter suasorio no dependía de la crueldad del castigo, sino del
señalamiento del oprobio eclesial y, por extensión, real. La aplicación de la pena generalmente no
incluía hechos de sangre y habitualmente se cambiaba por otra menor, que se imponía
parcialmente con el apercibimiento de que se completaría si había reincidencia o contumacia del
reo. La clemencia era característica propia de la misericordia de la Iglesia, que legitimaba a ésta y al
rey. Además, la utopía de la justicia era la reconciliación del agresor y el agredido para recuperar la
concordia. Eso sí, se cuidaba mucho de sancionar sobre todo el escándalo por sedicioso y
disolvente social que pone en entredicho al rey y a la Iglesia como guardianes de la Ley de Dios. Si
el escándalo se sumase al sacrilegio, en caso de ser un clérigo el agraviado, esto sn duda agravaba
la ofensa y la hacía más punible pues se tenía que proteger al clero de toda exhibición y demérito
públicos. Aunque muchas causas sólo se seguían por petición de parte, cada vez era más frecuente
que se hiciera de manera oficiosa.

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Respecto a la justicia civil ordinaria, excluyendo materias tales como testamentos,


matrimonios y otros, los asuntos que conocía la audiencia arzobispal eran generalmente por
deudas y litigios por propiedades muebles e inmuebles y otros actos administrativos arbitrales de
asuntos de “honor”. Estos asuntos siempre se llevaron a petición de parte.
Para la población indígena, tanto los asuntos de usos y costumbres, como los de fe,
estuvieron bajo la jurisdicción ordinaria diocesana, es decir, al amparo de la audiencia episcopal, lo
que exigió de ésta la creación en el tiempo de un tribunal especializado en indios que por
necesidad fue generando tradiciones locales que se sumaron al cuerpo legal vigente siempre en el 13

entendido que los indios eran cristianos nuevos, personas miserables, menores de edad y faltos de
protección que el monarca subsanaba al tener siempre en consideración su ignorancia y extrema
pobreza. Las políticas pertinentes fueron delineadas desde el Primer Concilio Provincial Mexicano,
de 1555, y se operaba en la presencia de un provisor y un fiscal de indios en el marco del conflicto
jurisdiccional entre ambos cleros que caracterizó los siglos XVI y XVII. Hasta 1574 ambos
funcionarios eran subordinados de facto al provisor español y en perenne disputa jurisdiccional
con los ordinarios, que por ejemplo en Tlatelolco ignoraban a los diocesanos; a partir de ese año,
por gestión del arzobispo Moya de Contreras ante el rey quedó zanjada, al menos en el papel, la
delimitación jurisdiccional. En esta materia, el quid es ubicar dónde se emitía la sentencia y dónde
se apelaba y aunque tempranamente se creó la figura del provisor de indios, su subordinación al
provisor español tuvo que cumplirse hasta que se fue definiendo la supremacía episcopal sobre los
regulares, que frecuentemente eran acusados de faltar a la consideración de desvalidos de los
indios al castigarlos con exceso de crueldad. Hasta 1628 se tiene noticia de que fuese respetada la
autoridad del provisor de indios y en lo sucesivo cada vez más tuviera efectiva vigencia su
mandato.
Hacia fines de la década de 1630 hay evidencia de la existencia de un juzgado de
“naturales” en la audiencia del arzobispado de México con jurisdicción ordinaria en asuntos de
costumbres y fe, aunque éstos últimos quedaban para al atención del obispo. El provisorato tenía
jurisdicción limitada, acotada por el tribunal diocesano y ciertamente no era competente, desde
1571, en asuntos de fe, los cuales parece ser que dejaban para sí los mismísimos obispos,
gobernador o cabildo en sede vacante, para deslindar acusaciones, por ejemplo, de idolatría,
aunque parece que a pesar del enojo de la Inquisición, estos procesos nunca funcionaron a la
manera de dicho tribunal del Santo Oficio y menos se asemejaron a las penas y torturas que
caracterizaron a aquella. Estos procesos frecuentemente se ventilaban durante la visita episcopal,

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precisamente cuando la autoridad del obispo era incontestable, pero como todo proceso y recurso
judicial, algunas veces se utilizaron como arma política por parte de indios y de sus beneficiados.
La justicia eclesiástica velaba porque los matrimonios se dieran en plena libertad y
conciencia, por la protección del matrimonio atendiendo las controversias que pudieran surgir en
él y por impedir todo aquello que representara escándalo y pecado público. De la materia
conyugal, lo único que escapaba a su jurisdicción era la bigamia, que era del interés de la
Inquisición.
Casarse implicaba someterse a un juicio ante la autoridad eclesiástica, que valoraba la 13

solicitud presentada por un varón ante el provisor, exponiendo su deseo y falta de impedimentos
que avalaba el testimonio de testigos y se corroboraba con la declaración de ambos solicitantes
para poder llegar al final del proceso al otorgamiento de una licencia para casarse. Lo esencial eran
la libertad de conciencia y la ausencia de impedimentos. Los conflictos que requerían dispensa
eran abundantes, vgr. amonestaciones mandadas por Trento, consanguinidad, desde el XVI
potestad episcopal y no sólo papal. Ya realizado el matrimonio se pugnaba porque se cumplieran
las condiciones de su consumación, como serían la “vida maridable”, y se veían aquellos casos en
que cabían un divorcio eclesiástico o nulidad matrimonial. En el primero el sacramento persistía a
pesar de la separación de cuerpos, en el segundo se consideraba un matrimonio no consumado.
Las causas nacidas en las Indias se concluían en el mismo territorio, por decisión de Gregorio XIII
desde el XVI. Otros asuntos que trataba eran las infidelidades, incontinencia y amancebamiento,
que se atendían por el riesgo de incitación pública a repetirlos, pero en contrapartida se validaban
también matrimonios dudosos cuando satisfacían los preceptos arriba citados o se anulaban
aquellos que incurrieron en incesto espiritual, porque el carnal no se ha documentado.
La corona tenía necesidad que españoles e indios tuvieran condiciones favorables, y
armónicas de arraigo para poder cumplir las condiciones contractuales en que descansaba la
teología política de la escolástica española que era el sustento del actuar de la monarquía con sus
vasallos.
A fines del XVI la monarquía enfrenta una crisis que incluye la pérdida de Portugal y los
Países Bajos y que se considera una decadencia que inició con Carlos II que es producto del pecado
social consistente en no vivir bajo la regla de las virtudes teologales y cardinales, olvidando que
esta vida sólo es un destierro en tránsito hacia la trascendencia eterna y traicionando con esa
conducta disoluta a Dios y al rey. Esa percepción se evidencia en la literatura de la época, vgr.
Persiles y Segismunda, de Cervantes, y El mejor alcalde, el rey, de Lope de Vega que explican cómo

3º Reseña de lectura: Traslosheros Hernández, Jorge Eugenio, Iglesia, justicia y sociedad en la Nueva España. La Audiencia del
Arzobispado de México 1528-1668, México, Porrúa, 2004, 219 p. Alumno: Gilberto Orozco Cadena.
Historia y Orden Judicial II Dr. Jorge Eugenio Traslosheros Hernández. Grupo 0002 06/04/11

con arreglo a ese pensamiento se decide revertir el declive por la vía del reforzamiento de las
costumbres cristianas que mantuvieran en el marco de la virtud los actos humanos, los alejara de
la debilidad carnal y los acercara a la salvación; con esto, la monarquía estaría nuevamente apta
para recibir la gracia del poder. Esta conclusión era indefectible en tanto que la filosofía política
española estaba sustentada en la teología moral. La posibilidad de este reposicionamiento también
se basaba en una idea cíclica de la historia, pero denota una perplejidad supina frente al camino a
seguir en cuanto a medidas económicas, políticas y administrativas para solventar la crisis, solo
atinaban a promover religión, justicia y costumbres cristianas, que eran las posturas clericales. Para 13

el obispo Palafox todo se concretaba en involucrarse en guerra sin pérdida, ni ganancia, en


gobernar alejado del pueblo y dejar que cunda el vicio; la salvación pasaba por seguir los
preceptos de la Iglesia y recibir su justicia, precisamente en sus instituciones que la procuraban.
Para implementar el ejercicio de los Justos Títulos y extender y afirmar la fe cristiana, la
corona se valió del Patronato, concedido en 1508, y desarrollado en tres etapas, una patronal, otra
de vicariato y la última de predominio del usufructo Borbón. Las tareas implicadas abarcaban la
administración de la renta eclesiástica, el control de los nombramientos eclesiásticos, la fundación
y erección de templos y el de obra misionera respetando inmunidad eclesiástica y autonomía en
asuntos de dogma y doctrina. La primera etapa va de la Conquista a la emisión de la cédula del
Patronato, en 1574, y consiste en una fase de control misional, de la renta y de los dos rubros
arriba mencionados, hasta 1508, seguida de una de conquista y pacificación continental. La
segunda etapa abarca de fines del XVI al XVIII y es propiamente el control de la corona sobre la
Iglesia, por ser el rey el vicario del Papa, atendiendo a las excepciones mencionadas de inmunidad
y dogma. Con observación de estas condiciones es como se dio la convivencia de potestades en la
función judicial. Por eso el rey estableció las audiencias reales en Indias, para “salvaguarda de los
pobres ante los poderosos”, ejerciendo su soberanía a través de dos potestades, la eclesiástica y la
secular, en un ambiente de respeto y respaldo mutuos que las hacían complementarias, ya que la
eclesiástica estaba facultada para intervenir en caso de desviación de la secular, y ésta apoyar a los
desvalidos ante los eventuales excesos y extravíos de aquella, la “real fuerza” operada por la real
audiencia y el Consejo de Indias. El monarca siempre fue el moderador de la relación en función de
su papel de vicario papal y cabeza del reino. Todo esto era congruente con los pactos fundacionales
de la monarquía que ahora que enfrentaba una decadencia se ajustó vigorizando la “reforma de las
costumbres” para superarla. Desde la perspectiva novohispana, que vivía una utopía de primavera
de su desarrollo cultural, el optimismo para ser y crecer era el motor en esta tarea. En todo caso, a

3º Reseña de lectura: Traslosheros Hernández, Jorge Eugenio, Iglesia, justicia y sociedad en la Nueva España. La Audiencia del
Arzobispado de México 1528-1668, México, Porrúa, 2004, 219 p. Alumno: Gilberto Orozco Cadena.
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pesar de tener escorzos distintos, confluían en los objetivos la mirada desde la península y la de la
Nueva España.
Comentario: El manejo de las fuentes evidencia no sólo un dominio de las mismas, sino un interés
primordial por señalarle al lector los aspectos más importantes de cada una de ellas, de manera
que se puedan aprovechar con intención y conocimiento, pues no sólo cita, sino recomienda y
detalla qué información brinda cada elemento invocado en el aparato crítico.
La idea de justicia de la corona española no era atávica, como se le ha querido presentar,
sino producto de un complicado juego de pesos y contrapesos que subsanaban la ausencia del 13

carácter benefactor del Estado que tenemos ahora, tampoco escatimaba la impartición de justicia
con la ficción moderna de igualdad ante la ley. Ante todo era conciente de que el esqueleto de la
sociedad era estamental con una representación jurídica que reclamaba atención específica, de
hecho la misma sociedad, estaba estructurada corporativamente como reconocimiento de la
notable desigualdad entre sus miembros, y en la filosofía hispana que gobernar era impartir
justicia no hizo caso omiso de estas diferencias, más bien las aprovechó para que sus gestiones las
compensaran. La existencia de dos brazos operativos de la potestad real era una consecuencia de
esta realidad en un tiempo en el que no existía separación entre el Estado y la Iglesia. La forma en
que se administró la justicia eclesial tampoco fue producto de innovaciones, sino de la aplicación
de tradiciones muy antiguas, estipuladas en los mismos principios fundacionales de la Iglesia, que
a la par del respeto a las tradiciones seculares, como hemos visto en otras lecturas, constituían un
modus operandi de la interacción de la corona con sus vasallos. No era un mundo ideal, tampoco
justo, pero sí bastante realista y animado por un afán de darle a cada quien lo que le correspondía,
eso es un poco más que lo que a veces se ve en la actualidad.

3º Reseña de lectura: Traslosheros Hernández, Jorge Eugenio, Iglesia, justicia y sociedad en la Nueva España. La Audiencia del
Arzobispado de México 1528-1668, México, Porrúa, 2004, 219 p. Alumno: Gilberto Orozco Cadena.

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