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ISBN: 978-0-557-89837-4 4
DAC Daniel
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A los hombres y mujeres de esta Tierra;
en especial, a los afligidos, empobrecidos y
derrumbados, que nunca cumplieron sus sueños.
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“¿Y qué ve usted en esta mancha…?”
Hermann Rorschach.
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“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que cree en Él, no se pierda, mas tenga vida eterna.”
Juan 3:16
Nuevo Testamento
La Biblia
"La libertad es uno de los más preciados dones que a los hombres dieran los cielos."
Miguel de Cervantes Saavedra
El Quijote.
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Tendrían que pasar exactos treinta años para que, como me lo había
prometido, cumpliese con exponer las emociones, las actitudes y los
pensamientos de aquellos a quienes llamo “los pequeños mundos”. Los
seres que cuentan sus vidas tal cual son, sin miramientos ni miedos. Los
seres que, llegado el momento de relatar sus experiencias, no se esconden en
caretas, y se sientan en mi diván a mostrarle al mundo lo que fueron y lo que
son.
Mi nombre es Dante del Solar, y, desde hace más de tres décadas,
me dedico a la psicología forense. Aunque, si soy más exacto, debo decir
que me dedicaba. He decidido dejar la profesión que tantas ganancias me ha
otorgado para abocarme al retiro. Un retiro que se hacía necesario después
de mis innumerables casos alrededor del mundo. Lo cierto es que no he
querido desaparecer de esta Tierra sin dejar de dedicar el resto de mis días al
registro de los principales casos criminales en los que me tocó participar.
Antes deseo dejar en claro que un psicólogo forense no se dedica a
esclarecer quién es el autor de tal o cual crimen, o si una víctima se
convierte en victimario, o viceversa. Un psicólogo forense cumple el mismo
rol de un psicólogo tradicional; es decir, le indica al o los inculpados –que
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CHILE 1975
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EL HIJO
Victorio
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religioso, yo pienso que soy ateo o agnóstico, aunque igual pienso que debe
haber un cielo y un infierno. ¿Me entiende o no me entiende?
Le hablo del asesinato de mi madre porque ahí empezó todo. Ahí me
tuve que transformar, me tuve que volver “bueno”, como dicen en el campo.
Pero esa era la pura apariencia. Yo siempre había sido malo, a mí me
encantaba doblar las hojas y retorcerlas, me imaginaba el cuello de las
víctimas, quebrajándose de a poco. Eso lo hice hasta después de haber
matado a mi madre, cuando iba por una calle vacía del pueblo, y encontraba
un poco de plantas sueltas, antes de que me diera por llorar. Es que a los
asesinos nos gusta matar, pero, al final, terminamos llorando igual que
Magdalenas. Somos llorones los asesinos, y lloramos harto. Lloramos
porque quienes matamos son parte de la vida de uno, y se nos vienen a la
cabeza todas las cuestiones vividas con el muerto. Si yo le contara todas las
imágenes que me hicieron acordar de mi madre, ese atardecer. Me acordé
hasta de cuando me mecía en la cuna. Bueno, es un decir, no crea que me
acordé de tanto, pero más o menos así fue no más.
Yo pienso que hubiese estado llorando toda la tarde de no ser por el
cura del pueblo, que pasaba por el pasaje donde se me había ocurrido llorar,
y me preguntó qué me pasaba. A los curitas yo les tengo miedo. Pienso que
son como los jueces de Dios. Si tú le cuentas tus pecados a un cura, te
puedes dar por liberado, pero hay que saber hacerlo. Yo me sequé las
lágrimas, e hice lo que siempre hago cuando veo que no tengo otro remedio:
mentir. Le dije que me había golpeado en el pie, y que me dolía mucho. El
curita se lo tragó todo, cayó redondo, y me dijo que podía acompañarlo a la
parroquia para que me pusiera alcohol y una venda. Yo le tuve que
obedecer, y caminamos por la calle de tierra del pueblo.
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tapada. Por supuesto que era extraño ver a un cura hablando con un hombre
de ese tipo. Lo peor de todo es que el cura sólo me había dicho que debía
seguir las instrucciones que aparecían en un libro adentro de la maleta.
El tren estaba vacío cuando me subí. Sólo estaba el maquinista, y
una que otra persona. Yo no sabía que seguía funcionando el tren a esas
horas. Como nunca había salido del pueblo, no conocía los horarios, pero
tenía una idea de que el servicio sólo funcionaba hasta cierta hora. El tren
estaba helado, y me senté en un vagón solo. No tenía ni la menor idea de
adónde iba, supuse que eso lo diría el maquinista, o el típico inspector del
tren.
Si usted me lo pregunta así, de forma directa, yo me sentía más libre
que antes, por eso no se me ocurrió descubrir si todo lo que pasaba estaba
planeado, o si todo era por bondad del cura. Un cura es un cura, por lo
menos, eso deja ver la sotana. Las cosas que supe después de él las conocí
cuando ya había pasado todo esto, y era muy tarde para arrepentirme. Un
amigo me dijo que el cura me había utilizado, que había sacado
conclusiones de mi personalidad, con esas manchas que me mostró, y que
yo calzaba con el perfil que él andaba buscando. Pero ¿usted cree que yo
estaba para pensar en cosas malas del cura en ese momento? Yo había
cometido un crimen, había matado a mi propia madre, y no me quedaba más
que obedecer al religioso, que me estaba haciendo hasta un favor con
sacarme del pueblo.
No sé cómo me quedé dormido tanto rato. Porque, cuando desperté,
ya era de día. El inspector del tren me había dicho que debía bajarme, que el
tren sólo llegaba hasta esa estación. Mi cabeza daba vueltas, y estaba muy
mareado. Se supone que tenía que bajarme del tren, aunque la pregunta era
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tumulto, porque las mujeres me daban golpes en los costados, que los tenía
apolillados de tantas patadas que me dieron en su tiempo esos animales.
Ya lejos del tumulto, el hombre abrió la puerta de su casa, una choza
más chica que la porquería de casa que yo tenía. En el interior, casi no había
muebles. El hombre tenía una mesa antigua, con unas simples sillas de
madera, y unos cuantos cuadros mal pintados. Yo miraba la casa y ya me
daba asco de nuevo. Sé que suena como si todo me diera asco, pero es así.
Esa casucha, además, olía pésimo. Parece que el hombre no había limpiado
en años. Él se sentó a la mesa y se cruzó de brazos. Y si lo que vi me dio
asco, lo que hizo ahora el hombre me dio mucho más. Se escupió las manos,
se las frotó, y me dijo:
- ¡Bueno!, ¿te vas a sentar o no? ¡Quiero ver lo que hay dentro de
esa maleta, y quiero verte en bolas!
El hombre estaba loco, o estaba drogado o estaba borracho. Quería
que me sacara la ropa delante de él. Yo no le quise hacer caso, y le tiré la
maleta encima de la mesa. Yo no iba a estar dispuesto a sacarme la ropa
delante de un tipo que ni conocía. El hombre, eso sí, no se inmutó. Abrió la
maleta, y empezó a verificar lo que había dentro. A cada rato, decía “Bien”,
“bien”, “bien”. Parecía que estuviese comprobando que todo estaba en
orden. Hasta que pasó lo que me obligó a sacarme la ropa. El hombre sacó
del interior una pistola bastante grande, la apuntó hacia mí y gritó:
- ¡Sácate toda la ropa, mierda!
El hombre estaba decidido a meterme las balas por el pescuezo, así
que tuve que sacarme toda la ropa. Quedé desnudo, o pilucho, como me
gusta decir, mientras él me seguía apuntando con la pistola. Me ordenó que
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fuera al baño que tenía en su casa, y que me diera una ducha, porque decía
que yo olía horrible.
Cuando salí del baño, el hombre seguía sentado en la mesa, y me
dijo que sacara toda la ropa que había dentro de la maleta. Era un traje de
dos piezas, de tela negra y bastante bien cuidado. También había una
corbata roja y uno zapatos de charol que brillaban. Yo miraba con mucha
rabia toda esa ropa; me enfurecía tener que obedecer las órdenes de un
desconocido. Iba a negarme una vez más a seguir sus palabras, cuando, de
improviso, gritó:
- ¡Ahora sí; amárrenlo!
Sin saber de dónde ni cómo, dos hombres aparecieron por detrás de
mi espalda, y me cogieron de los brazos y las piernas. Eran hombres mucho
más grandes y corpulentos que yo, por lo que no me podía soltar de ellos.
Me pusieron boca abajo, en la mesa donde estaba sentado El Bautista. Los
hombres vestían el mismo traje negro que había en la maleta, y, por lo poco
que pude ver de sus caras, mantenían la cerviz arrugada, como si fuesen
mafiosos. Pensé que me daría de latigazos o que me maltratarían con algún
otro elemento; eran hombres que podrían haber partido en dos a quien
quisiese, pero no fue así: lo único que hicieron fue amarrarme en la mesa, y
dejar mi espalda al descubierto. Mientras, yo veía que El Bautista sacaba
una caja con varios utensilios; parecía armar una máquina pequeña, que no
podía saber para qué era. Eso me hacía poner más inquieto, y les gritaba a
los hombres que no me siguieran amarrando, porque no iban a salirse con la
suya. El rostro de risa irónica que tenía el Bautista me hacía sentir más rabia
y más deseos de golpearlos a todos. Actuaban como verdaderos cobardes,
que contra un hombre para que se les facilitara las cosas.
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morado, y hasta negro. Intentaba hablar, pero no podía, y movía las manos
para todos lados, como si estuviera aleteando. No sé qué me pasó en ese
momento, sólo puedo decirle que me dio compasión. Tenía ganas de matar
al hombre, y tenía ganas de soltarlo. Pensaba en mi cabeza: lo suelo, no lo
suelto, lo suelto, no lo suelto. Donde terminara, ahí se iba a quedar. Lo
suelto, no lo suelto, ¡lo suelto!
El Bautista casi no podía ni respirar cuando lo solté. Tosía muy
fuerte y seguía moviendo las manos de un lado a otro. Yo me sacudí y me
arreglé el traje, y retrocedí un poco. Tenía ganas de tomar la pistola y darle
sus buenos balazos, y arrancarme. Me contuve sólo porque, con el tumulto
de afuera, iba a ser muy difícil correr, menos en un pueblo desconocido.
Quise esperar algunos minutos, hasta que el hombre pudiera hablar
bien:
- Sabía que ibas a reaccionar así, animal. Las bestias del campo son
todas iguales, se arrepienten de atacar cuando les entra miedo a la sangre.
- Sólo quiero que me digas luego para qué estoy aquí. No estoy para
perder mi tiempo.
Pienso que el Bautista se enojó con esas palabras, porque se
incorporó en dos segundos, y empezó a dar vueltas alrededor de mí. Había
agarrado la pistola, y daba vueltas alrededor de mí. Sus ojos eran igual que
brazas. Se notaba que estaba ardiendo de rabia por lo que había hecho. Pero
a mí me daba lo mismo. El hombre era más bajo de estatura que yo, por lo
que, si se ponía muy bravo, iba a reaccionar para quitarle la pistola. No hubo
necesidad, eso sí. El hombre me encañonó con la pistola, y me dijo que
agarrara la maleta. Abrió la puerta de la casa, y me dijo que saliera, que él
ya había cumplido su parte, y que podía ir a la estación del pueblo, que ahí
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dice “tienes que robar, tienes que asesinar, tienes que odiar”. A mí me gusta
ser malo porque saco toda la rabia que llevo dentro, y me siento bien. Me
sentí bien matando a mi madre; me sentí bien doblando las hojas del campo;
me sentí bien dándole golpes al niño de la sala de clases. Y ya voy para allá,
antes, tengo que explicarle lo que le respondí al cura.
Dejé la maleta en el suelo un rato, para no cansarme. No quería gritar
porquerías con el cuello a dos manos. Respiré un poco, y miré a todo el
gentío que estaba a mi alrededor; las caras de estupidez, de asco y de
ignorancia se repetían. Viejos con las narices sucias, con pelos en las orejas,
con arrugas, con sudor, con un olor a fierro fundido. Carraspeé un poco, y le
grité al cura:
- ¿Por qué no se fija en las ovejas descarriadas de su rebaño, y deja
tranquilo a los que no molestamos? Si soy una oveja descarriada,
lo soy, y a mucha honra. Y tenga cuidado, porque esta oveja
descarriada se puede acriminar con usted, curita.
Uno de los hombres, viejo tenía que ser, reaccionó con total enojo
por mis palabras hacia el cura, que me dio hasta un poco de miedo. El viejo
gritaba mucho, me decía improperios, me decía que yo era un pecador, me
decía que yo debiera desaparecer del pueblo, me decía que yo era un
imbécil. La turba empezó a enardecer; los ánimos empezaron a enardecer, el
murmullo se transformo en barrullo, y ya casi todos estaban gritando que
saliera de la procesión. Se supone que yo tenía que salir del pueblo sí o sí,
por lo que me daba lo mismo si los tipos gritaban, lloraban o se retorcían de
rabia. Di un fuerte grito para acabar con el asunto:
- ¡No se preocupen, yo no soy de este lugar, y me voy ahora
mismo, pero ay de él que me dé la espalda cuando me retire de
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LA MADRE
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muy exaltada, porque grité del dolor unos minutos después de que me sacará la
cuchilla. Ahí, yo intenté moverme de la cama, y le grité algo, no me acuerdo muy
bien, pero parece que le dije “Esta es mi casa, y no te quedarás con ella”. Él salió
corriendo, y yo me caí al piso. De lo demás, supe cuando uno de los vecinos me
habló a la mañana siguiente, y me contó que lo habían visto hablar con el cura del
pueblo. Ese hijo mío debió haberse puesto más malo de lo que era. Lástima que
supe de sus crímenes después del tiempo. Algunos me habían dicho que a él lo
conocían en otros pueblos, con otro nombre, y que había matado a algunas
personas, o a unos perros.
Quiero aclararle de partida que yo no soy una puta. Victorio creyó que yo
era una puta, pero no lo soy. Él se llevó esa impresión cuando un día me vio
encamada con tres hombres en la misma semana. A mí los hombres me salen al
camino sin que yo se los pida. Soy una mujer que se ha sabido mantener pese al
paso de la edad, y a los jóvenes les gusta la experiencia, les gusta que los acaricien
y que una se sacuda lo mejor posible en la cama. Yo pienso que el sexo no es
pecado; si, al final, todos llegamos a este mundo gracias el sexo. Por lo demás, ese
hijo que tuve era malo, y no tenía por qué alarmarse si veía a su madre con
hombres en la cama. Yo soy viuda, y puedo hacer lo que quiera, no engaño a nadie
haciendo lo que hago.
Ayer, por ejemplo, me acosté con cuatro jóvenes al mismo tiempo. Ellos
me lo propusieron; me agarraron en una esquina, me empezaron a decir palabras
bonitas, me dieron algunos besos debajo de la oreja, que me gusta tanto, y me
dijeron que fuéramos para la casa. Esto se lo voy a decir despacio, entre nosotros,
así que acérquese un poco, porque me da algo de vergüenza decirlo fuerte: me sentí
como una muchacha de 17 cuando estaba desnuda con ellos. Y me trataron muy
bien, y se reían mucho conmigo.
El cura, que después me habló de los últimos minutos que estuvo con
Victorio, me dice que yo debo dejar esas prácticas, que parezco una mujer
cualquiera. Pero el curita es un religioso, y, aunque yo sé que él se acuesta con
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Con el tiempo, supe que esas láminas sirven para saber si alguien tiene un
trastorno de personalidad. Por eso yo le digo que sí le voy a contestar lo que veo en
esas manchas, pero quiero que sepa que yo no estoy loca. Mi forma de ser es así:
resuelta, directa, sin pelos en la lengua. Si estuviera loca, hace tiempo que estaría
en un manicomio. Mi hijo intentó cometer crímenes por su cuenta; yo no lo obligué
a nada.
Yo estoy enojada con mi hijo. Sé que el anda diciendo que yo huelo
horrible y que digo palabras feas. Yo nunca fui al colegio, por eso soy poco
letreada, y lo acepto, no sé hablar muy bien. Lo que sí estoy segura es que no soy
hedionda. Huélame, usted; ando olorocita, recién me bañé y me embetuné en
perfume para venir acá. A mí no me gusta que anden mintiendo, menos que digan
tonteras de mí. Esa fue la mayor rabia que me dio cuando pasaron unos días de la
desaparición del Victorio. Porque ese hijo mío hizo que mis encuentros con los
jóvenes se divulgasen por todo el pueblo, más aún cuando a todos les dio una
enfermedad de no sé qué.
La cuestión empezó con la Coliflor. Yo a esa vieja le tengo unas ganas,
que, mejor, ni le explico. Esa vieja me echó la culpa de que yo le había pegado la
sífilis a su hijo, el Pancho. Él, como todos los jóvenes, no se pudo estar callado, y
le dijo que yo había estado con él y sus amigos en un encuentro en mi casa. Los
amigos también se habían pegado la sífilis, y también les habían dicho a sus
madres que habían estado conmigo. Las viejas se fueron como un tropel de
caballos a mi casa, y empezaron a golpear la puerta y a gritar. Estaban hechas unas
yeguas que sólo buscan venganza, y gritaban fuerte:
-¡Sal, vieja Luna, que tú tienes la culpa que nuestros hijos estén enfermos!
¡Por eso tu hijo casi te mata, porque eres una vieja caliente y cochina!
-¡Yo no salgo a ninguna parte; esta es mi casa, y yo no aguanto que unas
viejas gordas y feas vengan a amenazarme! – Les dije desde la ventana del segundo
piso.
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Fue en ese momento cuando apareció la Pascuala, la yegua más yegua que
yo he visto en toda mi vida. Era igual a mí, pero con cuarenta años menos. Grande,
alta, de pelo rubio y largo, casi que le llegaba al suelo. No sé por qué le dio por
aparecer en frente de mi casa, pero las perras del campo olemos a distancia los
lugares que nos interesan. A la Pascuala yo la terminé queriendo como una hija, la
hija que nunca tuve. Al principio, cuando la vi por unos cuantos días, me daba
envidia. Es que, si a mí los hombres se me acercaban, a ella la perseguían, pero ella
se hacía de rogar. No le gustaba que los hombres la tuvieran a su antojo. Nadie más
que ella podría haber domesticado al bruto de mi hijo. Aunque ella tampoco hizo
méritos para no buscarlo. Mi hijo era bien malo, eso lo sé yo, que soy su madre. Lo
que sí nunca supe es que fuese mujeriego. Es más, supe que algunas mujeres lo
forcejeaban, y él no se dejaba. Hay que decir que mi hijo no era feo. Algo de bueno
habrá tenido el haberme juntado con su padre, que en paz descanse. La Pascuala
andaba detrás de mi hijo, y eso yo no lo sabía, hasta que me lo dijo. No sabía que a
ella le interesaran los hombres mayores, porque mi hijo ya tenía 25 años, y ella
sólo 16. Ella venía a proponerme algo y yo la tuve que escuchar. Antes, pude ver
cómo me sacó a las viejas gordas del frente de mi casa:
-¡Esos hijos que ustedes han parido, que se hacen los angelitos, anduvieron
detrás de mí como perros falderos! ¡Yo les di la pasada, y se contagiaron de la
sífilis que yo tenía! ¡Pero aquí les traigo un remedio para que vayan y se los den a
sus vástagos! ¡Yo me lo tomé, y aquí me ven, más feliz que perro con pulgas!
¡Váyanse a sus casas, y dejen tranquila a esta señora!
La Pascuala golpeó la puerta, y yo le dije que le esperara, y que le abría
luego. Le dije que se sentara en la mesa del comedor, y que soltara todo lo que
tenía que decirme. Ella aseguró que sabía dónde estaba el Victorio, dijo que lo
había visto montado en un caballo, con un hombre desconocido, y que lo había
visto tomarse un tren a otro pueblo. Ella pensó que yo iba a sentirme agradecida de
que me diera esa información, pero, yo ya le dije, a mí me daba lo mismo qué
suerte había corrido. Una madre, después de que el hijo la intenta matar, siente
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como un resquemor dentro, como una desconfianza y una rabia de darle unas
patadas en el lomo, que lo hagan recapacitar. La Pascuala me decía “Pero si es su
hijo, usted debe estar interesada de saber dónde está”, y yo le repetía que, si fuese
por mí, no deseaba verlo nunca más. Era la pura verdad. La Pascuala no tenía nada
más que hacer ahí, y se paró de la mesa y me dijo con una voz fuerte:
-Yo me voy a buscar a su hijo. Pero quiero que sepa algo: si él se fue del
pueblo es porque estaba harto de tener una madre como usted. Es de esperar que,
en la ciudad, le deparen tiempos mejores.
A nosotras, las madres, nos pueden decir que somos ladronas, asesinas,
perras, yeguas y todo lo que usted quiera. Pero, cuando nos dicen que somos malas
madres es como si tuviéramos un trabajo y el jefe nos dijera “Usted trabaja mal”.
Ahí se nos enciende la brasa interna de pura rabia, y esa rabia se convierte en
comprensión y en entender que estábamos actuando equivocados. La Pascuala
tenía razón, yo había dejado de lado mi labor de madre, y me había preocupado de
hacer mi vida. Empecé a ceder en las peticiones de la muchacha, sobre todo por su
forma de llamarme. Ella me decía “Patrona”. Nunca me dijo señora Eva o señora
Luna o señora Eva Luna. No. Yo, para ella, era su Patrona. A lo mejor, lo hacía
para ganarse mi cariño, y que yo consistiese que la dejase estar con mi hijo.
Aunque, pensándolo bien, no creo. Mi hijo ya tenía 25 años, y no tenía ninguna
necesidad de preguntarme si podía salir con tal o cual mujer. Quizás con cuantas
yeguas había salido en el pasado, y yo no tenía idea. Lo cierto es que, de pie, me
hizo una pregunta extraña, que la hizo con una suavidad, que yo no me pude
resistir:
-¿Quiere que le tiña las canas del pelo mientras usted me cuenta la historia
de su hijo?
-Bueno, pero quiero que me quede bien teñido. – Le dije yo.
Con el Lucho, mi marido, que en paz descanse, habíamos cumplido un año
de matrimonio, cuando decidimos irnos al pueblo de Chillán. Yo estaba gorda
como un globo, con el embarazo del Victorio. El crío me había hecho sufrir la gota
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gorda con sus antojos, y los problemas que tuve. Si hasta una vez, en la casa de los
padres del Lucho, me había caído guarda bajo de la escalera, y casi creí que lo
perdía. La espalda ya no me daba más de dolor, y yo estaba que me reventaba,
porque sentía que, en cualquier momento, nacía. Mi marido fue a preguntar por
todas a las personas del pueblo, a ver si había alguna matrona, y sólo se encontró
con una mujer que, por lo que le habían dicho, se encargaba de sacar a las criaturas
del vientre. La mujer trajo una cuchara de madera, por si era necesario hacer
palanca, hasta que el Victorio salió muy rápido, y como no lloró, sólo le dio el
palmazo de siempre a los recién nacidos.
El pueblo de Chillán había sufrido una gran transformación después del
terremoto del 1939. Ya no era el pueblo de siempre. Le habían puesto Chillán
Viejo, y el nuevo Chillán se había convertido en una ciudad más grande, que se
había trasladado más hacía el norte, y donde había incluso una catedral católica
muy grande y bonita. Pero los hombres del pueblo seguían llamando Chillán a
Chillan Viejo, porque, según decían, ellos habían nacido en Chillán y se iban a
morir en Chillán.
A mí nunca me interesó la historia del pueblo. Es más, pienso que los
pueblos debieran olvidarse de su pasado y hablar del futuro, así se dejan de ser tan
anticuados, y se fijan en las novedades. Yo pienso que eso fue lo que causó
sensación en el pueblo, cuando llegamos, porque, cuando tuve al Victorio, yo no
grité ni gemí ni me dolió nada. Por eso digo que soy una perra, y bien perra. Hasta
se me ocurre que estoy lista para una guerra cuerpo a cuerpo. Lo malo es que esta
situación, para las viejas del pueblo, fue la novedad del año. Todas le preguntaban
a la matrona si había sido cierto que no me había dolido las entrañas cuando nació
el crío. Yo les respondía con la verdad. Les decía que el niño había nacido con toda
la naturalidad del mundo, que casi se me había deslizado por las verijas, y que yo
no había sentido nada. Mejor ni le digo lo que pasaba con el crío. Las viejas lo
tocaban y lo mimaban, igual que si fuera un Jesús Nazareno; esas ridiculeces
siempre las he odiado. Las leyendas, los refranes, los días de fiesta a los santos
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católicos, las fiestas deportivas. Pareciera que las viejas y los viejos del pueblo
estaban creados para hacer caso a seguir esas tonterías. Lo único que yo no quería
era que no me ojearan al Victorio. No creo en todo lo demás, menos en lo del mal
del ojo. Yo he sabido que las brujas andan sueltas en los rostros más cándidos y
alegres, y una de esas gordas podía ser muy bien una de esas mujeres. Al Lucho
tampoco le gustaban esas mujeres, y debo decirle que fue por eso que yo consideré
siempre a mi esposo el mejor hombre del mundo, porque, ante cualquier petición
que yo tenía, él acudía con total prestancia, y cumplía lo que yo le pedía. Yo, en
ese día, le dije que me sacara a todas esas viejas de ahí, y le dije que las asustara
con algo con lo cual nunca volviesen a molestarme. Así fue que el inteligente de mi
marido las asustó con algo que ni a mí se me hubiese ocurrido:
-¡A ver, señoras! ¡Aparten la vista y sus manos de este niño, porque él es la
quinta reencarnación de Jesús en la Tierra, él es alguien santo!
Por más que a las viejas se les hizo callar, no fue posible. Se asustaron de
una forma descomunal, aunque hubo otras que gritaban alabanzas al cielo. El
Lucho les abrió la puerta a las escandalosas, y, de a poco, las que gritaban
alabanzas se pusieron en pie, y se fueron retirando. Lo que pasó después, eso sí, fue
tal vez, la peor de las consecuencias. Usted sabe que, a veces, el remedio es más
malo que la enfermedad. El Obispo de la diócesis venía junto con el sacerdote que,
en ese entonces, estaba en el pueblo, para saber si era verdad lo del niño
reencarnado. Los curas no son igual que los pueblerinos. A los curas les enoja que
se anden inventando historias, porque eso después causa confusión en los
creyentes, y porque tampoco se puede andar divulgando así como así que alguien
viene de un linaje divino cuando se ve a claras luces que es más humano que la
misma humanidad. Así que los religiosos golpearon la puerta de la casa, y se
lanzaron sin miramientos en dirección al Lucho:
-¡Hombre hereje!, ¿acaso no te da vergüenza estar sembrando el pánico y
las mentiras en el pueblo? ¡Nuestro Señor Jesucristo es único, nadie puede
reencarnarse en él! ¿Dónde está tu mujer, que también es una hereje?
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para qué? Yo había querido ser una perra, y perra me iba a quedar. No quise
hacerle caso a ninguna idea, y se me metió el instinto asesino no sé de dónde. Tenía
ganas de matar a todas esas yeguas que se habían atrevido a tildarme de enferma;
tenía ganas de que esas mujeres sufrieran lo mismo que yo había sufrido. En ese
minuto, en ese maldito minuto, se me ocurrió la idea de matar a los jóvenes hijos
de esas viejas gordas. Tenía miles de ideas de planes en mi mente, muchas ideas de
cómo atrapar a esos muchachos, y bañarlos de sangre; todas esas ideas pasaron por
mi mente como una lluvia de opciones, hasta que se me ocurrió la que más causaría
pena a las mujerzuelas.
Cerca de la salida del pueblo vivía una mujer que se dedicaba a vender
infusiones. Una vez había pasado por ahí, y me ofreció unas hierbas aromatizadas,
y se las compré, para ver cómo eran. Ese mismo día le hablé sobre mis andanzas
con los hombres del pueblo. Yo no soy de contar esto con todos, pero la vieja me
dio algo de confianza, y me distendí un buen rato. La mujer, la Sinforosa, me dijo
sobre una infusión que ella llamaba “yumbina”. La yumbina era la cura de los
campesinos de las siembres cuando los toros no querían juntarse con las vacas. Les
daban un poco de esa infusión, y los animales se ponían como leones feroces, que
sólo deseaban tener a una vaca a su lado para concluir el acto sexual de la mejor
forma posible. La Sinforosa me aclaró que la yumbina también era para los
humanos, y que quizás en éstos era donde mejor se conseguía resultados. Los
hombres sentían deseos de estar con una mujer y con otra, y su potencia no se
disminuía por muchas horas, incluso después de sufrir un colapso. Yo le pregunté,
cómo qué tipo de colapso, y ella me respondió:
-Esta infusión supera a la misma muerte; hasta un muerto podría acostarse
con una mujer, y sentir el placer de los cuerpos…
Dejé pasar unos cuantos meses, para que el pueblo dejara de vociferar de
mí y los muchachos se sanaran de la sífilis. Debo decir que hasta se me había
olvidado lo que pasó con el Victorio. El tiempo lo cura todo, dicen. Aunque, de
todas formas, yo estaba segura de que esas mujeres todavía sentían dentro de sí el
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funcionando, y sus miembros erectos impedían cerrar el ataúd. Además, las madres
no querían seguir viendo esa imagen, que les causaba repugnancia.
Ellas llegaron rápido hacia mí. Yo era la única sospechosa del pueblo. Los
médicos forenses habían entrado al cuerpo de los jóvenes, y les habían encontrado
la yumbina. Pronto llegaron donde la Sinforosa, y ellas les contó que yo le había
comprado la infusión. Ninguna tuvo piedad la hora en que, a palos y patados,
rompieron la puerta de mi casa, y me sacaron a rastras, mientras yo les gritaba que
eran unas inmundas y unas viejas feas. Una me salió al encuentro, y me agarró de
las mechas; me zamarreó fuerte y me gritó:
-¡Muérete con tu yumbina! ¡Me mataste lo que más quería en el mundo,
vieja puta!
Desde ese momento, lo de muérete con tu yumbina se transformó en la de
la yumbina, hasta que quedé por La Yumbina. En veinte pueblos a la redonda se
enteraron de mis crímenes, y parece que salí en las noticias del diario. A mí no me
daba nada de nada. Estaba feliz, contenta. Me había metido a las viejas por el saco,
y les había quitado todo lo que tenían, y les había demostrado lo mal que se siente
estar sin hijo. El Victorio no estaba muerto, pero, para mí, era como si se hubiera
muerto. Yo se los grité en la cara cuando la policía me sacó engrillada de la casa.
Les dije a esas viejas gordas que habían cosechado tempestades, y que tenían que
asumir las consecuencias de sus actos.
Lo bueno de este país es que la justicia funciona lenta, muy lenta. Han
pasado cinco años desde que cometí esos crímenes, y todavía no hay sentencia.
Pensé ver a mi hijo durante este tiempo, pero no he tenido noticias de él. Yo me
sigo considerando una perra de campo. Lo que me da rabia es no haber podido
aclararle todas las verdades. Él se quedó con una imagen errada de mí, con un
rostro amargo y enojado, casi al borde considerarme su enemiga. Yo, su propia
madre, era su enemiga. La que lo vi nacer, la que le dio sus primeros alimentos, la
que lo llevó de la mano algunas veces por el campo que estaba por fuera del
pueblo. El tiempo pasa muy rápido, y ya es irrecuperable. A lo mejor, por eso me
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quiero quedar con las palabras de aquellos años, los primeros años de la vida del
Victorio, que, algunas veces, me escribía algunas cartas, sobre todo cuando estaba
recién aprendiendo a usar las letras. Le quiero leer esas palabras que mi hijo
escribió a los diez años, una carta que me entregó cuando venía de llegar de la
escuela del pueblo cercano:
Yo un día imaginé que mi madre se había muerto, y pensaba dentro de mí,
¿dónde se habrá ido mi madre?, ¿se habrá ido al Cielo o al Infierno? Los
compañeros del colegio me habían dicho que no era bueno imaginar adónde se
iban los muertos, pero yo, al ver el cajón de mi madre muerta andar sobre un
pequeño carruaje por el pueblo, miraba su rostro y me decía que mi madre estaba
en los Cielos, porque se veía con una cara de ángel muy grande y fuerte. Aunque
yo no quería creer en que existía un Cielo y un Infierno, quería creer que mi madre
estaba en el Cielo. Porque mi madre era mi madre. Era la que me había enseñado
a leer, a escribir, a jugar, a caminar por el campo. Me decía que, si un día, la
ocasión lo permitiese, yo buscaría la forma de morir junto con ella, y así le
hablaba a su ataúd: No te preocupes, madre, que no permitiré que te mueras antes
que yo. Yo buscaré los métodos que sean necesarios para que ambos muramos al
mismo tiempo, para que nuestras almas, unidas aún más por la ausencia del padre
y marido, no se abandonen al viento, y juntos viajemos al lugar que sea: el
Infierno, el Cielo o donde fuere. Así que debes estar tranquila, madre, que siempre
estarás conmigo, y yo siempre estaré contigo.
Eva Luna Sánchez Carril no se arrepiente de nada. Eso es lo que quiero que
deje muy en claro, y que lo escriba con todas sus letras en su porquería de informe
psicológico. Para que todos esos jueces y abogaduchos que están a la espera de mi
condena no digan que estoy loca, y vean que estoy muy sana, de mente y de
espíritu. Ellos quieren quedar bien ante el público, y no con la idea de que
condenaron a un inocente, pero no será así. Yo admito mis crímenes, mis muertes y
mis errores. Yo no cometí pecado, porque en este mundo no hay dios. Si fuese así,
todos seríamos santos y estaríamos llenos de felicidad. Esa misma felicidad que un
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día mi hijo me dio cuando me entregó esa pequeña carta, y me sonreía y me decía
“Madre, esto es para ti”. Esa sí que es una mentira, que la felicidad dure tan poco, y
el alma se carcoma por dentro cuando la ve perdida.
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EL ACADÉMICO DE LA UNIVERSIDAD
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El rostro del niño, radiante de luces y con una fuerza sobrenatural, miraba a
su alrededor con la misma fuerza del Jesucristo recién nacido. Mientras, esa mujer,
con los senos al aire, casi desnuda y con la mirada de una santa, se regocijaba de
haber parido a su primogénito. Toda la noche podría haberse convertido en una
misma noche repetida, pero esos senos, los más grandes que yo había visto en mi
vida, me cautivaron, y me hacían quedar en una especie de éxtasis, a mis cortos
diez años. Así fue como conocí a Victorio de Lorca, en su propio nacimiento, al
lado de mi madre, la matrona del pueblo. No sé si la señora Eva Luna se acordará
de mí, pero yo sí muy bien de ella, y por supuesto de su hijo Victorio, a quien yo,
para mis adentros, con la timidez que me caracteriza, siempre le decía “El
Nazareno”. Yo, y más bien nosotros, lo admitimos: elegimos mal. Quisimos traer a
la ciudad a un pueblerino con la frase que decíamos en nuestros encuentros, “Para
que un chancho deje de ser chancho, tiene que salir del corral”, aunque eso no fue
suficiente. Teníamos la más fuerte de las convicciones de darle una oportunidad a
quien no la había podido conseguir a pesar de sus esfuerzos de salir de la pobreza y
la desdicha. Porque Victorio siempre fue uno de nuestros amigos de infancia,
siempre nos acompañaba para todos lados; era como nuestro hermano. No
podíamos abandonarlo a la suerte; olvidarlo para toda la vida.
La vida de pueblerino a mí se me acabó rápido. Mi madre decidió dejar
Chillán Viejo y venirse a la ciudad con viento fresco, después de las peleas con
padre. Aquí nos asentamos, me eduqué y pude llegar a un puesto de académico en
la Universidad. Todo eso después de vivir durante diez años en el pueblo, y de
conocer muy bien a Victorio, quien tenía unas grandes dotes artísticas y de
entendimiento. Esa misma vida tuvo tres de los de aquel grupo de infancia. Ahora
estábamos adultos, hombres hechos y derechos, y no podíamos confiar en nadie
más que en alguien que había compartido con nosotros por mucho tiempo, y que se
quedó triste el día que nos separamos.
No era una promesa; se lo repito, no era ni una promesa ni un sueño ni un
objetivo; era sólo cumplir con nosotros mismos y con nuestras vidas. No creo que
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seamos los únicos hombres del mundo que deseamos ayudar a un amigo que no ha
tenido muchas oportunidades. Por ese motivo, hicimos gestiones con el sacerdote
del pueblo, para que lo buscara, y lo trajese a la ciudad. Yo lo fui a buscar a la
estación de San Ignacio, y luego lo llevé a Concepción. Ahí tomamos un bus hacia
Santiago. Antes de llegar, en el tren rumbo a Concepción, él se notaba muy
nervioso; movía un poco el labio en señal de parecer amable, casi como una
sonrisa, y yo se la respondía. Está de más decir que él no se acordaba para nada de
mí; ya a esas alturas habían pasado más de quince años desde que nos habíamos
separado. Yo tampoco le quise decir quién era, para evitar preguntas más preguntas
menos, y llegar a la Universidad con la mejor de las disposiciones.
Lo trajimos en un pequeño auto antiguo hasta la puerta de la Institución.
Victorio se veía imponente; el hombre era alto, de tez blanca, rubio, con algo de
barba y unos profundos ojos azules. Yo pienso que era la envidia de muchas
mujeres. Aunque nosotros no lo habíamos traído por su cara bonita, lo habíamos
traído para cumplir una misión, y esa misión era recorrer las ciudades del país, en
busca de un mejor futuro para nuestra educación, como lo había ordenado su
excelencia, el Presidente de la República. De todos modos, el rostro de sentirse en
otro mundo al hombre no se lo sacaba nadie.
Entró conmigo al despacho del Decano de la Facultad de Educación; en ese
tiempo, estaba el Señor Guerra. Él le habló con el tono corajudo de siempre:
-¡Así que usted es el nuevo buscador de profesores! ¡No se quede parado
ahí, y salúdeme, como Dios manda!
Victorio estaba estupefacto, muy asombrado con todo ese ir y venir del
campo a la ciudad. Encontrarse de un momento a otro con un mundo grande, con
instituciones, con edificios, y, encima de todo, con un señor de voz potente, lo
descolocaba aún más; yo lo encomié a que saludase; y después, en el pasillo, el fui
contando de a poco cuál iba a ser su objetivo, pero antes:
-¡Oiga, Lizardo, no se quede ahí tanto tiempo, y venga a conversar
conmigo, ahora!
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ellos. Yo miraba el rostro del señor Guerra, y más sentía que sacaría alguna de sus
frases célebres para causar impacto y azuzar a los secretarios y directores. La
puerta del despacho se había quedado entreabierta, y veía a Victorio pasearse con
los brazos cruzados de un lado a otro, y mirar a veces al interior. No había salido
de mirarlo, cuando el señor Guerra ya había eliminado el silencio, y hablaba con
una voz potente y rabiosa:
- Tengo en mis manos el último informe realizado por el Ministerio de
Educación acerca de los resultados de las pruebas estandarizadas para la enseñanza,
y las noticias no son de las mejores…
Las pruebas eran irrefutables: más del 65% de los alumnos 4° de
Humanidades no dominaban conceptos generales de Castellano, y 70% de los
alumnos carecían de los conocimientos necesarios de Matemáticas. Era un horror
para la Universidad que formaba profesores. Ninguno de los directores y
secretarios se atrevió a hablar por mucho rato, sólo miraban cabizbajos, y releían
las copias del informe que el decano le había entregado a cada uno. Lo peor de
todo es que ninguno quería decir ni media palabra; se miraban entre ellos, discutían
un poco en voz baja, y movían los labios de un lado a otro en señal de
incomodidad. El decano quería verlos hablar, para eso los había citado, y no para
que estuvieran leyendo las hojas del informe. Se notaba que estaba muy
exasperado, hasta que dio una orden directa:
-¡Quiero que alguien me proponga ahora mismo una solución para esta
debacle, y quiero algo concreto, no deseo inventos que no funcionen!
Nadie se atrevió a hablar. Parecía que ni los mismos directores y
secretarios estaban enterados de la situación, y no tenían nada preparado. Era el
momento oportuno para actuar con todo lo que mis camaradas y yo habíamos
preparado hace un buen tiempo. Las crisis son las oportunidades de quienes
siempre habían estado a la espera, y nosotros habíamos estado a la espera hace
mucho tiempo.
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-No estoy de acuerdo. Los niños deben ser libres como pájaros, o, como
decía mi mamita, como pajaritos… No debemos impulsar la represión…
La última voz optó por los directores:
-Los directores y los jefes técnicos deben ser más fuertes en sus cargos,
más exigentes.
La secretaria vuelve a la carga:
-¡Uy, tengo un amigo director, y tiene tanto trabajo el pobre…! ¡Debemos
dejar que descansen un poco! ¡Sí, ellos debieran irse de vacaciones un ratito…!
¡Lari-lari-lará! Eso también lo decía mi mamita…
Y la intervención final:
-Hay que erradicar la pobreza, ese es el mal de todo esto:
Y la secretaria de nuevo:
-¡Eso sí que no! Señor Guerra, usted sabe lo que nos dijo el otro día el
señor Ministro, que por nada del mundo tocáramos el índice de pobreza, porque
después los políticos se quedan sin pobres para las campañas, ¿y así quién vota por
ellos? ¡No, no, no; hay que hacer algo diferente…!
Cuando todos habían dejado de exponer sus opiniones, yo me instalé con
las láminas con las que usted me quiere examinar, las manchas de Rorschach, al
lado de la testera del decano, y les dije que, a través de esas manchas, íbamos a
seleccionar a los mejores profesionales, para que la educación tuviera un nuevo
rumbo. Les dije que ese test estaba rindiendo muy buenos resultados en Europa,
por lo que era muy importante aplicar algo de eso en nuestro ambiente. Eso
significaba nuevos profesionales, sacar a los ya existentes que habían rendido mal,
e instalar un nuevo esquema, conforme el nuevo Sistema Educativo que había
instaurado desde hace unos años su Excelencia, el Presidente de la República.
Salí un momento al pasillo, y le pedí a Victorio que golpeara una de las
puertas de las oficinas contiguas. Adentro estaban los profesionales que habían
elaborado la estrategia. Era muy importante que no quedara ninguna duda de que
esto había sido un trabajo de mucha prolijidad, porque así lo había sido. Bernardo
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-Sí, pero yo no meto las manos al fuego por nadie, o me las quemaría
vivas. Ustedes se quedan a cargo de todo; y si les va mal, ustedes asumen las
consecuencias, no nosotros.
Ya me había aburrido. Les hice un gesto a los psicólogos a cargo, para que
se quedaran en la sala, y ellos dieran por finalizada la reunión. No quería seguir
escuchando el bla-bla-bla de esa mujer. Victorio seguía esperando afuera, y no
quería se sintiera desplazado. Lo invité a caminar por los pasillos del campus. Él se
sentía entre emocionado y desconcertado. Emocionado porque era la primera vez
que estaba en la ciudad y veía construcciones sólidas. Y desconcertado…
desconcertado… ¿por qué estás desconcertado?
-Porque ni siquiera sé qué hago aquí. – Me respondió.
Victorio estaba hecho todo un hombre. Era más alto que yo en estatura.
Mínimo unos diez centímetros. Era flaco como un palillo. Con un color de piel
muy blanca, que me daba un poco de susto, por su exceso de palidez. No era fácil
explicarle todo lo que teníamos en mente al tener los recuerdos de las jugarretas de
niños y los tiempos de la vida del pueblo. Yo pienso que si yo no le hubiese dicho
quién era yo, nunca me hubiese reconocido. Es que yo estaba bien cambiado. En el
pueblo era conocido por “El Grasa”, por mi obesidad. Pero, al parecer, la vida de
trabajo y estudio de la ciudad me haría cambiar el apodo, y ahora era casi tan
delgado como Victorio. Le fui mostrando las facultades de la Universidad. Le
indicaba con el dedo que ese edificio era tal facultad, que ese otro edificio era la
biblioteca. Era divertido ver el rostro de Victorio. El Jesús Nazareno convertido en
el nuevo Encargado de Asesoría Laboral y Educativa.
-¿¡Qué!? ¿Y qué es eso?
Como respondió tan asombrado, le quise explicar con las palabras más
sencillas y claras: era la persona encargada de acudir a diferentes instituciones para
seleccionar a los nuevos profesionales de la educación y del comercio. Esa
selección se basaba en un test psicológico, para lo que él sería capacitado para
llevar esta labor con total eficiencia. Le dije que este era un proyecto de largo
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aliento, y que tenía trabajo asegurado, por lo menos, durante los siguientes cinco
años. La Universidad estaba comprometida con tener buenos profesionales en el
mercado, y si eso no se cumplía, la Universidad corría el riesgo de ser considerada
una institución que no se preocupaba de la calidad de sus egresados.
Sin embargo, ese es el principio de lo que se fue formando en mi mente sin
saber cómo. Todo por haber traído a un bicho raro, porque Victorio era un bicho
raro por donde se le mirase. Aunque, bicho raro y todo, comenzó a colarse por los
recovecos del decano al primer minuto que se le presentó. Se colaba, se colaba y se
colaba. Bastante callado, como si no estuviera haciendo nada, pero se colaba de
una forma impresionante. A mí eso me dio envidia. La amistad que nos unía en ese
primer recorrido por los pasillos de la Universidad nos separó cuando él se
convirtió en el favorito del decano. Ahí comencé a odiarlo por completo. Empecé
con cosas pequeñas: su forma de hablar. El miserable hablaba pésimo, pero tenía
una manera de persuasión muy grande. Ni yo podía creer todo lo que conseguía. A
veces le fallaban las cosas, aunque pronto revertía la situación.
Así, si un día era la mala forma de hablar, al otro día, era el color de sus
ojos –unos celestes que me daban rabia –; luego, su llegada con las mujeres; para
terminar en su manera de caminar. Era el perfecto pueblerino con suerte, mientras,
yo, un académico de renombre, no conseguía ningún resultado, y pronto recibía los
retos del decano y de los directores, cuando salían mal las cosas.
Desde ese minuto, se me metió por dentro el deseo de matar a Victorio.
Cada vez que lo veía era ver a un monstruo que se burlaba de mí en mis narices,
que me decía por dentro “Mira cómo yo consigo todo, y tú sigues en lo mismo.
Gracias por traerme a la ciudad”. Nunca quise analizar mi actitud, a lo mejor ese
fue mi error. No quise analizarme, no quise entender que yo era un académico,
alguien de la alta escuela. ¿Sabe cuántas personas habían conseguido entrar a la
Universidad por sus méritos? Muy pocos. Toda esa educación ganada por años se
estaba convirtiendo en nada con mi instinto asesino. Estaba tan perdido, que fui a
meterme a los lugares donde nunca había ido. Quise desbandarme, salir de las
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estructuras del profesional culto y siempre correcto, y me metí a los bajos mundos
igual que una abeja que busca su panal.
Había recibido unos datos de unos muchachos que se dedicaban a
comerciar unos productos que no se conseguían con facilidad. Así que me hice
pasar por un asistente social, y averigüé todo lo posible para acceder después al
secreto que tenían mejor guardado: el floreciente mercado de la droga. Viajé lejos,
muy lejos para acceder a ese nuevo mercado. Las desoladas pampas del norte del
país. Y no se llegaba fácil a esas desoladas pampas. Había que recorrer los caminos
de tierra en carretas y burros. Corría un viento helado esos lugares, también. Yo me
tenía que cubrir el rostro muchas veces, porque el viento me golpeaba la cara. Mi
idea era conseguir lo más lejos de la ciudad a mi sicario. Ese hombre sería el
encargado de matar por mí a Victorio. Yo era un académico importante. Yo no
tenía que mancharme las manos con un mequetrefe que había llegado desde una
cuna de analfabetos a los importante y prestigiosos caminos de la educación. Le iba
a enseñar quién era yo.
El Burro era un tipo grandote, de cabeza grande también. Era ese típico
muchacho con cara de hombre que se había dejado llevar el tráfico de las drogas, y,
a pesar de su estatura, era muy manejable, por su falta de educación. Yo no le quise
mentir a él. Yo le decía que le podía dar mucho más dinero y una buena reputación
si cumplía mis encargos. Muchas veces recorrimos la pre-cordillera, muy fría en
algunos sectores y muy cálidas en otros, en busca de la droga. Aparecían los
peruanos y los bolivianos, con sus guanacos y sus llamas, entre la lana de esos
animales, para no despertar dudas, le entregaban la droga al grupo de El Burro. A
veces se ponían a discutir, a darse de golpes, porque los peruanos, que actuaban
peor que las mismas mulas, no sabían ser cautelosos, y se ponían a jugar con lo de
la droga. Algunos de ellos gritaban:
-¡Ese Burro! ¡Aquí tenemos la mejor droga del mundo, la que nos preparó
nuestra mamita mamá! ¿A quién se la vas a vender primero? ¿A esos viejos gordos
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de las empresas de pesca? ¡Acuérdate que somos tus patrones y que nos debes
guardar respeto!
-¡Cállate, indio de mierda! ¿No sabes que nos pueden pillar en esto si no te
callas la boca? ¡Pásame luego la droga, y ándate con tus llamas y tus guanacos a tu
choza!
Si El Burro hubiese sido el único “manejable” de esas pampas, yo lo
hubiera elegido para ser mi sicario. Con El Burro nos llevábamos bien. Nos
fumábamos unos buenos porros, y nos reíamos bastante. Él, a veces, me contaba
que sus padres eran la Luna y el Sol. La Luna de noche, que lo custodiaba cuando
tenía que ir a buscar o dejar la droga a lugares apartados; y el Sol, de día, que lo
orientaba con más luz.
Pero, como había dicho, El Burro no fue mi sicario, porque mi sicario fue
el hombre con la mayor fuerza verbal que nunca antes había pisado las pampas del
norte. Por eso, La Pampa del Tamarugal, y yo, y todos los hombres de esta tierra –
se lo digo muy en serio– tienen que ponerse de pie y luego hacer una reverencia
para recibir al majestuoso Señor Académico de la Lengua. Nada ni nadie se parecía
a él en fuerza de expresión, en uso del lenguaje –pulcro, como me gusta– y con un
orden de palabras que dejaba asombrado a cualquiera. El hombre ya venía
entonando sus enseñanzas desde las heladas tierras del sur, y se había preocupado
mucho de hacer su cometido de la mejor forma posible. Él sacaba su libro de
gramática, y decía:
-¿Alguien puede decirme si acaso existe una palabra más bella y más
completa que el sexo? Con el sexo nos desprendemos de la orina, ese líquido
amarillo que causa daño en nuestro interior; con el sexo, podemos indicar que hay
placer, la palabra que usaba Aristóteles para indicar que había fuerza. Con el sexo,
podemos dar a luz a un niño, que llega a este mundo a dar más vida. Con el sexo,
tenemos las ideas de que somos macho o somos hembra, y no tenemos que
preguntarnos qué somos. ¿Quién está conmigo?
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pensado tener. Eso mismo es lo que ha ocurrido aquí, señor Victorio, usted ha
creído obtener el placer de los placeres, pero se ha encontrado con una seria de
espinas que será imposible sacar. Es por eso que es la hora de matar al iniciador de
aquel placer. El placer del poder mal obtenido”.
Sin más palabras que esas, el Académico entró al despacho del decano, dio
un gran grito de rabia, y se escucharon dos disparos, unos disparos que resonaron
en toda la Facultad. Corrí de inmediato al interior del despacho, y ahí estaban los
dos académicos, muertos: uno sobre su despacho, y el otro, en el suelo, con una
bala propinada a sí mismo en la sien. Victorio se acercó a mí corriendo, y estaba
muy asombrado, casi al borde del llanto. Yo, en cambio, estaba calmado, y muy
sereno, le dije, sin ningún deseo de minimizar las acciones:
-Estas son las consecuencias de haberte sacado del corral de los chanchos
antes de tiempo.
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EL PERDIDO
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que su esposo la viese desnuda, tenía que decir algo que causara un impacto tal que
sacudiera los gritos de Je-su-cris-to y los transformara en un ¡Corre por tu vida! Sí,
mi madre, a pesar de las órdenes celestiales, que también dicen actuar con rectitud
ante todo momento, tuvo que repasar en su mente los Diez Mandamientos, y, como
en ninguno de ellos encontró el esperado “No mentiras”, se dio por complacida, e
inicio su plan de evacuación, ante la mirada atenta y siempre diligente de la estatua
de la Santa Patrona de la Divina Providencia, que le decía, con unos ojos muy
furibundos “A mí no me digas nada, que yo traje a mi Hijo al mundo sin dolores y
ropas blancas”. La fuerza de la voz de mi madre no se hizo esperar más y gritó a
todo pulmón:
-¡Tengo la lepra, que alguien me ayude!
Los creyentes de la procesión serían muy devotos de la Virgen, a ella le
pedían todos sus favores y sus sueños, pero los creyentes son humanos, y los
humanos son cobardes, así que arrancaron todos, igual que caballos de hípica. Ante
esas reacciones tan humanas y tan desprovistas de reflexión, mi madre no tuvo
excusa alguna para sacar lo que traía dentro, y aportar con su grano de arena a la
tasa de nacimientos anuales del país. Su cría –que soy yo– se deslizó por el bajo-
vientre, y, con un llanto breve y conciso, porque así siempre he sido para mis
cosas, anunció su llegada al planeta llamado Tierra.
La naturaleza de la vida no siempre cumple todos los sueños y los
designios que una madre quiere para con su hijo, y, aunque en este punto, debo
decir que mi madre tuvo algo de culpa, por no haber salido de su egoísmo, y
olvidarse de sus ropas interiores blancas, también es cierto que hay que
comprender los tiempos aquellos, y manifestar que las consecuencias de haber
esperado tanto tiempo para sacarme de su estómago hicieron que, desde la zona
donde se piensa, llamada por todos “cabeza” y por lo científicos “cerebro”,
comenzara a formarse la distinción que por toda la vida habría de tener como
recuerdo de que un día 16 de mayo de 1935, en el miserable pueblo de Patronio, mi
cuerpo había deseado mirar lo que había fuera. Así fue como se me formó, en la
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frente, la parte superior de las cejas, una marca que tenía un parecido a la letra “P”,
aunque más ondulada; y que esa marca me acompañase hasta el momento en que
yo, después de haber escuchado la manera de mi nacimiento sólo a través de
rumores, el día en que visité el pueblo con ya más de 30 años a cuestas, terminara
por confirmar la forma de nacer, por la boca del sacerdote a cargo de la procesión,
único hombre que se había quedado al pie de la estatua de la virgen y me había
visto nacer, para quedarse siempre con su mente grabada en el famoso símbolo de
la casi “P”.
Los 30 años son siempre de importancia, y yo había deseado estar en el
pueblo de Patronio para agradecerle a la Virgen los buenos resultados de mi vida
anterior. Esa era la principal razón para sentirme muy contento de estar en la mitad
de la muchedumbre, que, con su ferviente ¡Je-su-cris-to!, refrescaba mi memoria, y
me llevaba a consolidar los rumores. El barullo me atraía mucho; era estar
escuchando la profundidad de los cuerpos y de las voces. Todo hubiese sido muy
recogedor, hasta que el cura alzó la voz, para que todos viésemos a alguien que se
mezclaba entre nosotros:
- ¡Mirad, hermanos, a esa oveja descarriada que arranca con una
maleta llena de desesperanzas y de dolor! ¡Mirad a ese que ha cometido
pecado y arranca por el mundo!
Todos nos apostamos a mirar quién era ese sujeto que, como había dicho el
cura, llevaba una maleta sobre su cabeza, y que parecía ir en contra de la procesión,
casi arrancando. El hombre parecía tener muy malas pulgas, y, después de lanzarle
unos improperios al religioso, terminó con unas palabras mucho más potentes:
-¡No se preocupen, yo no soy de este lugar, y me voy ahora mismo,
pero ay de él que me dé la espalda cuando me retire de este lugar, porque se
convertirá en una estatua de sal, como la esposa de Lot, en Sodoma y
Gomorra!
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Sin duda que nadie quiso mirarlo, por miedo a que se cumpliera el castigo
que Dios un día había aplicado a los pecadores de esas ciudades inmundas. Pero el
cura, sin conmoverse ni considerar los dichos del hombre, me apuntó a mí, y dijo:
-¡Tú, que te vi nacer en estas tierras hace 30 años, y que el Señor te ha
marcado con la letra “P” en tu frente para que todos supiéramos que eres un
“Perdido”, ve y sigue a ese hombre, y no lo dejes escapar de ti, así sea que se te
vaya la vida en ello; las prendas blancas de tu madre lo han querido!
No quise cuestionarme lo que podría o no podría ocurrir. Toda mi vida
había pasado, y ahora estaba ahí para comenzar una nueva. Así que, si las órdenes
de la divinidad eran esas, yo, sin pensarlo otra vez, me dispuse a seguir a aquel
hombre que, muchos años después, se transformaría en mi referente y mi máximo
guía: el Señor Victorio de Lorca, por quien usted me ha preguntado cómo lo
conocí, y ésta es la respuesta.
Después de correr cerca de tres minutos detrás del Señor Victorio, lo había
perdido; no estaba por ninguna parte; el Señor Victorio, mi máximo objetivo, se
escapaba de mis manos, y yo no lo podía encontrar. Preguntaba por aquí;
preguntaba por allá; preguntaba por acullá; y nadie sabía dónde estaba este
personaje que traía una maleta a cuestas. Me senté un buen rato en una de las
bancas de la plaza del pueblo, hasta que se me encendió la ampolleta de la cabeza.
Si el Señor Victorio traía consigo una maleta, era evidente que eso significaba un
viaje y que sólo podía dirigirse a un único sitio: la estación del pueblo. Lo malo es
que esta ocurrencia se me vino a la mente cuatro horas después, por lo que debía
darme prisa para alcanzarlo antes de que el tren partiese. Eso me sirvió para
comprobar que nuestros caminos estaban conectados, porque, al mismo minuto de
haber llegado a la estación, lo vi subir, junto con un señor de traje almidonado, al
tren que, de seguro, se había demorado mucho en llegar.
Mi nueva y ferviente vida debía empezar de una buena manera. ¿Se
imagina si yo hubiese aparecido delante del Señor Victorio con una frase de tan
baja validez como “Ahora debemos estar unidos, para cualquier tipo de trabajo que
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rectitud del budismo, y gritaban improperios detrás de mí, en mi corrida por las
calles de la ciudad. Los no gritos eran los de los transeúntes, quienes, llenos de su
indiferencia, no hacían ningún caso de las palabras de estos señores, que pedían
que les devolviese su traje a la brevedad, y sólo se contentaban con verme correr
por las calles y sin siquiera preguntarme por qué corría.
Lejos de la vista de Don Calisto y Doña Melibea, pude descansar un poco
de tanto ajetreo. No todos los días se corre tan aprisa; además, yo ahora era un
señor de cuello y corbata, y debía guardar la compostura. Mi siguiente misión era
completar el círculo de la apariencia. Porque el rey no sólo debe parecer rey, sino
que además serlo. Yo, hasta el momento, parecía ser el rey, y lo que me faltaba era
estar al día de las situaciones de actualidad, de la ciencia y de los nuevos avances,
para registrarlos en mi currículum. Así que acudí, con un pequeño maletín y mi
mejor garbo, al Instituto de Ciencias, y, al presentarme delante de la secretaria, le
dije la siguiente mentira:
-Buenas tardes, señorita. Soy Virgilio Alcántara de la Luz. Vengo en
representación del Instituto de Ciencias de París, y deseo entrevistarme con el
Director en Jefe del Instituto.
-¿Del Instituto de Ciencias de París? Pero, señor, tome asiento, y espere un
poco, que llamaré de inmediato al Señor Director. – Respondió, como supuse, la
estúpida secretaria.
En dos minutos, estaba sentado delante del Director del Instituto, y podía
entrevistarlo para recoger, y guardar para mí, todos los últimos avances en
Tecnología, Ciencias Humanas y Sociales; las ideas que vendrían a futuro; y los
últimos gritos de la moda, ya que los científicos también se visten en la sastrería
“De punta en blanco”. Ese robo de ideas era suficiente para registrarlas en mi
currículum, y presentarme cuanto antes en las puertas de la Universidad.
Si Dios Padre se atenía a los niveles de uso del libre albedrío de la
humanidad, pactado cuando Adán se había atragantando con una manzana y Eva ya
la tenía por completo en su intestino; es decir, y conforme a las estadísticas del
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
Vaticano, un 35% –ya que el resto de las personas se contentaban con seguir una
tendencia existente–; yo, un vil pecador, no podía adulterar los porcentajes
oficiales, y hacer que el libre albedrío del Señor Victorio se aplicase hacía mí por
obra y magia de “mis tendencias”; pero sí podía registrar las ideas recopiladas; y
debía hacerlo de una manera que nadie tuviese un mínimo de dudas de mis
conocimientos y experiencia.
Para que todo resultase a la par de los porcentajes, había que usar algo que
no se quiso llamar ni Carta de Apoyo ni Carta de Felicitaciones ni Carta de Buenos
Deseos. Algo que se quiso llamar Carta de Recomendación. La Carta de
Recomendación no es una carta cualquiera, es una carta donde se expresa todo el
aprecio y disposición que un ex empleador puede estar dispuesto a dar a un ex
empleado, y, así, hacérselo saber a un futuro y potencial nuevo empleador. Lo dice
el diccionario de la Real Academia Española, además de recordarnos que es un
complemento del nombre. Este diccionario, muy respetado por muchos, y que yo
también respeto, en su versión extendida para filólogos, añade que la Carta de
Recomendación se escribe con la disposición de respaldar a alguien a quien se
aprecia mucho, y que se merece tener el puesto de trabajo que busca. Lo cierto es
que, en la edición N° 435 del semanario de Código Laboral, se indica, con mucha
claridad y dirección, que había que comprobar con mucha diligencia de dónde
provenían las cartas, ya que se había descubierto a algunas personas en la creación
de cartas fraudulentas, sólo con el fin de aparentar buena estampa, cuando, en sus
empleos anteriores, habían sido unos auténticos holgazanes.
Con el diccionario de la RAE a dos manos y el ejemplar de la revista
laboral mostrándoselos en la cara, yo le rebatía cada uno de los puntos al hombre
que se hacía llamar el Rey de la Carta de Recomendación –o, para sus amigos, Don
Moncho– a quien lo amparaba una gran defensa: nunca haber tenido el tiempo de
comprar ni el diccionario de la RAE ni el ejemplar de la revista laboral, por cuanto
expendía cartas de recomendación a diestra y siniestra, por la módica suma de tres
monedas de plata, y un café, si era necesario, con o sin la veracidad de dichos
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
que, luego de mirarme por todos los rincones de la cara, se demoró exactos tres
minutos en responder, por fin:
-¡Hijo mío, eres tú! Pero ¿qué haces aquí?
Sin darme tiempo para contra-responderle, de la noche a la mañana, como
si quisiese eliminar toda la indiferencia de siete años, yo me encontraba en el Salón
de Ceremonias de la Universidad, en la noche en que se celebraba un año más del
afamado centro educativo superior. El Rey, mi padre, había buscado la estrategia
más directa y útil para incorporarme al mundo académico: presentarme como un
auténtico bachiller delante de la presencia del Señor Victorio. Él, junto al rector de
la Universidad y el decano de la Facultad de Educación, estaban con sus trajes de
gala, tal cual el que me habían confeccionado en la sastrería, y escuchaban de la
voz de mi padre la mejor Carta de Recomendación que cualquiera hubiese deseado.
El momento que estreché por primera vez la mano del Señor Victorio fue el minuto
del antes y el después. Por fin había conseguido estar cara a cara de aquel que
debía obedecer a todo tipo de mandatos, y que, por orden del sacerdote de Patronio,
yo tenía obligación de asesorar. Su voz, cuando la escuché, era igual a la voz que
se había escuchado en medio de lo procesión, aunque con algo más de suavidad:
-Es un placer para mí saber que un bachiller tan afamado tenga interés en
pertenecer a la Universidad.
-El honor es para mí, y estoy dispuesto a desarrollar la labor que usted y su
grupo académico requieren al pie de la letra, y con aportes muy valiosos.
Dicho y hecho, tuve que comerme las palabras de admiración, y soportar
las inclemencias del viento y las alturas, cuando, a más de dos mil kilómetros de
distancia de la ceremonia y dos mil de altura, una semana después de la ceremonia,
nos encontrábamos, con el Señor Victorio, en uno de los centros educativos de la
Puna de Atacama, en el norte del país, lugar elegido para iniciar la aplicación del
famoso Test de Rorschach. Como habíamos nacido para sentir las mismas
sensaciones y los mismos desánimos, yo percibí con mucha claridad la rabia
interna y el desprecio que el Señor Victorio sentía en su corazón con el sólo hecho
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
de ver las filas de los alumnos de uno de los colegios de la zona. Los rostros de
esos niños, que nunca habían conocido el significado de la palabra limpieza, nos
miraban como si fuésemos seres extraordinarios, que veníamos de otros mundos, y
que llevábamos la modernidad a esas tierras tan lejanas. Esos rostros y sus narices
y sus ropas sólo reflejaban suciedad e inmundicia, y griterío, mucho griterío.
Nuestra misión era saber cuál había sido el origen de tan malos resultados
educativos, y de inmediato, nos pudimos dar cuenta que ahí estaba todo, en la
despreocupación total de las autoridades por entregar una educación eficiente. No
era fácil hacer ese trabajo: había que sacar de la sala al profesor jefe, sin hacer
mucho barrullo ni incomodidad al alumnado. Por lo tanto, para que ninguno de los
niños se sintiese extrañado por la ausencia de su profesor jefe, mi labor era poner
un retroproyector, y llevarlos al mundo del asombro de una película de humor,
mientras, afuera, en una de las salas habituadas para la ocasión, el Señor Victorio
sacaba las mismas manchas de Rorschach que usted me ha mostrado, y comenzaba
el interrogatorio:
-¿Qué ve usted aquí?
-Una mancha negra…
-¿Sólo ve eso…? ¿Ve algo más?
-No, no distingo nada más…
Esas palabras eran la sentencia de muerte para el profesor o el profesional.
Porque el entrevistado podía decir cualquier cosa: podía decir que veía una figura
colosal, podía decir que veía un elefante, podía decir que veía un ogro, pero no
podía decir que sólo veía una mancha. Así que, conforme a la plenipotencia que se
le había otorgado a la Universidad, el profesor tenía que agarrar sus pilchas e irse
del establecimiento lo antes posible. Y ahí venía la parte del sufrimiento humano,
esa sensación que tanto a mí como al Señor Victorio nos fastidiaba: los niños se
amontonaban alrededor del que había sido su guía durante dos o tres años, y, con
lágrimas en los ojos, se despedían de su querido maestro, acto que, para algunos
profesores no era sinónimo de “no quedaste seleccionado y te vas”, sino que era el
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inicio de un alegato en contra de una decisión tan drástica, que dejaba muchas
heridas entre las autoridades del establecimiento, que debían ceñirse a las reglas, y
aceptar sin más la llegada del nuevo profesor.
Fueron muchos colegios, empresas y centros de formación de empleo los
que conocieron de nuestras labores de selección, despido y reclutamiento. Yo, cada
día, me levantaba con más ánimos que el anterior, y estaba dispuesto a ser el mejor
empleado que el Señor Victorio podía tener. Eso, hasta que apareció quien siempre
desune la complicidad y compañerismo que dos colegas pueden tener: una mujer.
Su nombre era Pascuala, la mujer con el peor comportamiento que sus ojos
pudieran imaginar. La hermosura de sus cabellos, rubios a más no dar, y la de sus
ojos, unos celestes de alto brillo, no le quitaban la repugnancia que se podía sentir
hacia ella, con su brusquedad y deseos de obtenerlo todo. Yo no podía consentir
verla y ella no me podía ver a mí. Nos odiábamos al punto de estallar en
discusiones técnicas, y en la aplicación de las entrevistas. Nunca supe cómo ella
pudo haber entrado al mundo del Señor Victorio mucho más rápido que yo
inclusive. Es por eso que yo tomé la decisión que tomé, y no fue por otro motivo.
Yo había sestado perdido, y el Señor Victorio me había encontrado. ¿Por qué una
mujer tan asquerosa podía tener más atribuciones que yo al momento de decidir
una labor netamente profesional? Ni siquiera sirvió la estrategia del triángulo
amoroso. Porque, de la mejor casa de académicos, un día le presenté a ella, a la
hermosa Jerusalén, abogada con un máster en Defensa Empresarial, quien distaba
demasiado de la señora Pascuala. Ella sí tenía clase y hermosura. Hablaba de
corrido, y hasta dominaba el inglés. Lástima que las fuerzas de la Pascuala eran
mayores, eran un veneno que recorría el cuerpo de los hombres de origen brusco, y
los hacía perder el juicio y la razón. Es por eso que el Señor Victorio hizo tantas
tonterías, a pesar de mis consejos y los de la hermosa Jerusalén.
La única solución para poner fin a tanto descalabro, que no me atrevo a
contar en detalle por respeto al Señor Victorio, era terminar con quien había
iniciado ese proceso. No quedaba otra que matar a la Pascuala. Ella le había metido
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
todos los errores del pasado, y convertirme en un nuevo hombre. Esa luz me haría
mirar un horizonte diferente cada día, y mi horizonte con el Señor Victorio había
tocado techo. Por lo que pensé “si un día decidí dejarlo todo, y volcarme a lo
desconocido, hoy lo dejo todo también y afronto las consecuencias de lo que
viniere”.
Como si de un cálculo exquisito se tratase, la Pascuala, intrusa como ella
sola y deseosa de controlarlo todo, se apareció en la puerta del decanato para saber
qué había pasado. Era el momento preciso para finalizar la triste serie de penurias y
descontentos que tanto nos había ocasionado. Si un día yo habría de recordar cuál
sería el inicio de mis futuros errores, quería hacerlo con la sensación de haber
consumado todo, sin dejar rastros de la maldad sobre la faz de la Tierra. Por eso es
que, desde lo profundo de mi alma, y con el cuello anudado de rabia, apunté directo
al corazón de la mujer, y grité a todo pulmón:
-¡En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo!
Dentro de mi mente, aquel que había decidido dejarme nacer en medio de
una multitud que gritaba su nombre, me dejaba tranquilo, y me regocijaba con las
palabras de un padre que encuentra a su hijo, y que aseguraba que ni el cuerpo más
duro podría haber resistido un disparo tan cercano y tan directo. Así fue como me
arrodillé al lado del ensangrentado cuerpo fallecido de la Pascuala, y, lleno de
lágrimas en mis mejillas, me acerqué a su oído derecho, para repetirle tres veces
aquella hermosa palabra, pero, esta vez, muy, muy despacio, como para que sólo
ella y yo la escuchásemos, porque así lo había deseado Él:
-Je-su-cris-to. Je-su-cris-to. Je-su-cris-to.
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EL BAUTISTA
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una segunda oportunidad en sus vidas, a través del baño en las renovadas aguas del
Río Loa, el Jordán de esas tierras calurosas. La diferencia entre el antiguo Bautista
y yo recaía en mis creencias, que se negaban a aceptar que existía un Creador que
ordenaba hacerlo todo. Yo, con la vitalidad de un muchacho de veintidós años, y
veinte centímetros más de estatura –porque me encorvé al volverme viejo–,
recorría las calles polvorientas, con mi banjo y mi cantar alegre, y a pecho
descubierto, les cantaba las buenas nuevas a los habitantes, para que, de una vez, se
sacaran la mugre del cuerpo, y vieran lo bien que se sentía darse un baño en las
aguas del río.
No era menos cierto que las mujeres del pueblo, al ver que se paseaba sólo
con un taparrabo un hombre musculoso y de pelo en pecho, se entusiasmaban más
con mi cuerpo que con las palabras de buena crianza; y, de diez hombres que tenía
por seguidores, las mujeres se multiplicaban por tres, con el fin de tocar algo de los
pelos de mi pecho, no sin antes decirme que buscaban la renovación de sus vidas, y
que sólo me tocaban para saber qué se sentía. Yo no tengo culpa de haber sido tan
atractivo cuando joven.
Lejos de estas anécdotas de la atracción femenina, debo confesar que tuve
el agrado de bautizar a mil novecientos noventa y nueve personas, hasta el
momento en que se presentó delante de mí la dos mil, y que acabaría con mi
periplo por los ríos del desierto atacameño. Aquel día me había dispuesto a gritarle
a todos los que me escucharan la gran oportunidad de convertirse en la persona dos
mil en expurgar su vida anterior y convertirse al bien. Pero aquel que se convertiría
en la persona dos mil no sólo sería eso, sino que también el único que tendría la
capacidad de doblegarme y encontrar mi punto débil. Porque, si hasta ahora yo era
inmune al fuego y a las frías aguas, no había probado con lo que a terminó siendo
mi vicio y mi obsesión, y que es capaz de encausar a la perdición a cualquier
hombre: las hojas de cocaína. Esas pequeñas sustancias fueron ofrecidas de la
mano del Pequeño Gigante, quien, después de afirmar que llevaba veinte largos
años en mi búsqueda, me dijo que mi siguiente destino sería obligarme a volver a
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
La Tirana, para convertirme en el Cachudo del Norte, con máscara y toga blanca
incluidas, así fuera lo último que pudiese lograr en su vida.
Después de negarme cinco veces y de fumar las mismas cinco veces un
caño de cocaína, no tuve más remedio y más opción que dejar las aguas del río, y
seguir los pasos del Pequeño Gigante, quien, recién después de haber caminado
más de dos mil doscientos metros, me entregó las ropa y se despidió de mí como si
nunca hubiese sentido interés en verme, aunque con la indicación pertinente de
decirme cuál era el camino para llegar a La Tirana, porque, de tantos años que no
pasaba por ahí, ya se me había olvidado cómo llegar.
La Fiesta de la Virgen del Carmen de La Tirana es lo más fabuloso que yo
había podido ver en mi vida, a mis cortos veinte años: mucho sonido de trompetas,
bailes por todos lados, y, lo principal, los demonios y santos enmascarados que me
transportaban al mundo de las deidades mágicas, a aquel sitio donde nadie sabe si
esos personajes eran de carne y hueso o eran parte de otros mundos. Luego de
veinte años, con cuarenta y tres de vida, yo volvía a entremezclarme por la
muchedumbre alborotada de esos lugares, pero para convertirme en parte del
espectáculo.
A las puertas de la Santísima Iglesia de Nuestra Señora del Carmen de La
Tirana –término que me demoré en memorizar exactos treinta años–, estaba para
recibirme el Sacerdote Jesuita Norberto Corominas, otro personaje más relacionado
con el mundo del Cristianismo al que yo me negaba pertenecer por considerarlo
parte de las mentiras del mundo. Lleno de desconfianza y desagrado escuché cada
una de sus palabras, las instrucciones de cómo representar mi personaje y la forma
de contonearme y danzar en medio del gentío, en unas pocas horas más.
Pero, como el sacerdote no era el dueño de mi vida, yo me decidí a caminar
por las calles de La Tirana, y burlarme un poco de los lugareños del lugar, con mi
contorneada figura varonil, mientras me fumaba un porro de los buenos, igual que
si fuera una golosina; a ese punto había llegado mi adicción. Aunque yo debo
reconocer que me llevé una ingrata sorpresa cuando quise visitar a las mujeres que
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un día, con sus pechos al aire y todas muy grotescas y sueltas de boca me incitaban
a entrar a sus casas para que yo les hiciese un hijo. Por eso es que yo, cuando la vi,
quise pedirles explicaciones a los familiares de estas señoras, quienes, se
contentaban con responderme:
-El tiempo pasa para todos. ¿O quería ver a una modelo curvilínea?
Por eso, cuando me acerqué a las sendas sillas donde se sentaban las dos
ancianas, que estaban muy arrugadas y con un rostro demasiado senil, y yo le
mostré mis bíceps fibrosos y musculosos, una de ellas, con la punta de sus dedos
arrugados y casi tiritando, lo tocó y saltó con un grito desde su asiento para
aferrarse a mí por casi dos minutos, y no querer soltarme. La abuela estaba
trastornada o desquiciada, tanto así, que tuve que agarrarla de uno de los brazos
para sacármela de encima, pero sin la necesidad de moverla demasiado, porque, yo
no sé cómo ni por qué se había quedado tiesa y sin movimientos. En pocas
palabras, estaba muerta.
La conmoción recorrió toda la casa al punto de que todos los hombres que
se habían apostado a dormir comenzaron a despertar de a poco. Eso me sirvió para
descubrir que las abuelas habían convertido su casa en un auténtico hotel del
desierto, donde llegaban personas de los más diferentes lugares y países, porque
muchos de ellos empezaron a hablar fuerte en idiomas que yo nunca había
escuchado, todo para pedir explicaciones del revuelo armado por la muerte súbita
de la anciana mujer.
Había pasado sólo una temporada en La Tirana, por lo que yo desconocía
cuáles eran las consecuencias de tener a un muerto en la víspera de las
celebraciones. Yo me exculpaba de la situación con decirle que yo no tenía la culpa
de tener la musculatura que tenía, y que eso ocasionara la muerte de viejas
arrugadas. Aunque, de todas formas, mis palabras estaban de más, porque las
personas de la pensión sabían que la muerte de una anciana de más de sesenta años
podía suceder varias veces, pero nunca podría ser lo mismo con el caso de la
muerte de la madre del iniciador de la Fiesta de La Tirana. Eso ameritaba luto y
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pecado de la humanidad. Aunque más se notaba que creaba toda una atmósfera de
asombro, con el fin de mantener la fiesta, y no perder las sucias monedas.
De cualquier forma, el cura avanzó hacia mí, y con una voz muy gruesa me
gritó:
-¡Sin duda que el Cielo ha deseado mostrarme a mí y a todo los habitantes
de este pueblo la clase de persona que eres, para detener tu participación en tan
importante evento religioso! ¡Vamos, tráiganlo a la plaza, y no se hable más!
Los hombres grandotes me agarraron de los brazos, y me llevaron a rastras
a la plaza del pueblo. Eso lo hacían porque ahí, delante de todos, se tendría que
decidir entre el cumplimiento del testamento o el sacrificio del culpable, que era
yo.
Gracias a los instrumentos más hermosos y más sonoros que el desierto
pudiera haber escuchado –porque, a pesar de que ahora servían para iniciar mi
condena, siempre me gustaron–, las trompetas, tocadas por los hombres grandotes,
hacían que las vacías calles de tierra de La Tirana comenzaran a llenarse con sus
habitantes, quienes, por tratarse de la hora de la siesta, salían de sus casas con cara
de sueño, extrañados por escuchar a los instrumentos de metal antes del tiempo
que habían pensado. Lo digo porque, nueve de cada diez de ellos, y no era para
menos, se preguntaban entre murmullos cómo había podido morir a tan temprana
edad la Madre Mayor si hasta ayer se había paseado en su carriola, y le había
repartido dulces a los niños, con su eterno traje blanco, que, por usar casi siempre
en sus salidas, y por su parecido con un hábito, le habían hecho tener el segundo
apodo de la Monja Blanca. Yo pienso que la Madre Mayor, cuyo nombre real era
Anófeles Valles del Río, se había convertido en una especie de mujer santa para
todos ellos, o de mujer ultra-terrena y perfecta; así se podía comprobar cuando me
gritaban con mucha rabia, mientras me apostaba a subir al promontorio de la plaza
del pueblo, un potente ¡A-se-si-no!, ¡a-se-si-no! Se había llegado a decir que la
mujer los había embobado a todos con su carisma y gratitud, al punto de que los
llantos por su muerte se mezclaban con los gritos en contra de mí.
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Desde el primer minuto que sus palabras comenzaban a ser la típica orden
impuesta y obligatoria, lo contuve y le exigí que, en esta oportunidad, me dejara
actuar a mi modo, porque no era necesario acudir a la religión para sacar a un burro
de un pantano. Le pedí que me informara en detalle de todo lo que había sucedido
y le pedí condiciones. Porque con condiciones se consiguen las cosas, y no con
seguir todo lo que a uno le dicen. Las condiciones eran simples: uno, que me
presentase como uno de los más grandes profesionales de la educación de Europa –
que, por supuesto, era también la mentira más grande–; dos, que preparase una
entrada triunfal de mi persona y de Victorio en una ceremonia; y tres, que me diera
un poco de whisky, porque ya se me estaba secando la boca.
En menos de una semana, luego de que la justicia decidiera quitarle los
cargos de autor intelectual de la muerte de la Pascuala, nos preparamos para entrar
por la puerta ancha de la Universidad. Ahí nos esperaba el nuevo decano de la
Facultad de Educación, Jerusalén y Virgilio Alcántara de la Luz. Entre los cuatro,
decidimos prestarle toda la ropa posible al renacido Victorio, quien, en la tarde, ya
daba un discurso en frente de las principales autoridades, mostrando el nuevo plan
estratégico de selección de profesionales, todo basado en un profundo re-análisis
del Test de Rorschach.
Como algunos académicos tenían serias dudas de si nuestro desempeño iba
a ser el correcto, algunos de los presentes comenzaron a lanzar sus dardos en contra
de las propuestas del plan. Hubo uno que se levantó de su asiento sólo para gritar:
-¡Ustedes están locos, y son unos miserables! ¡Yo no soportaría ser elegido
para un cargo profesional en base a unas estúpidas manchas! ¡Eso no tiene ningún
sustento ni psicológico ni laboral ni académico! ¡No soporto estar más aquí; me
retiro indignado!
Yo tenía la facultad de manejar la vida de Virgilio, pero no tenía la facultad
de manejar las acciones de un académico viejo y acartonado. Por lo que –mientras
hablaba con murmullos con Jerusalén para decirle que no se preocupara, ya que
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todo iba a salir bien, así se acabara el mundo–, dejé que se fuera, no sin antes
responderle con un poderoso:
-¡Acuérdese de cerrar la puerta por fuera!
Habría sido todo mucho más fácil si el viejo académico me hubiese hecho
caso. Porque yo le dije que cerrase la puerta por fuera, y no me hizo caso. Eso
permitió que se colasen los intrusos, los personajes que no estaban invitados a la
ceremonia. El más peligroso de todos los intrusos poseía todo lo que se necesita
tener para triunfar: juventud, belleza e inteligencia. Le estoy hablando de El
Hippie, la nueva raza social que había nacido al alero de la década de 1970. Él, con
sus ideas de revolución social, de paz y de amor, accedió a nuestra ceremonia –
¿me escucha bien?, ¡nuestra ceremonia!–, para terminar con todo nuestro plan. Sus
oídos fueron los oídos de la lucha permanente, y de lo que nosotros no previmos
jamás: la competencia, lo más peligroso que nos podía pasar.
Jerusalén habrá tenido un nombre muy santo, pero Jerusalén era una
mujer, y las mujeres que son bien mujeres se enamoran de los hombres. Si Victorio
no había querido considerarla, yo tampoco podía hacer más. Yo tenía la facultad de
manejar el cerebro de Victorio, pero no tenía la facultad de manejar su corazón.
Ahí yo no me metía. Y el que se metió fue El Hippie. El que estaba esperando
encontrar el punto débil de nuestro grupo de trabajo, para salirse con la suya, y
tener a su antojo las armas necesarias para desbancarnos.
La competencia tenía un nombre potente: El Test de Coeficiente Intelectual
de Stern. El Hippie había investigado mucho acerca de la aplicación de los tests
para medir la inteligencia y la personalidad de las personas, y, un buen día, se
acercó a la Rectoría de la Universidad y promovió sus ideas de este nuevo test con
el nivel máximo. Fue de esa forma que, desde El Olimpo de la Universidad, el Dios
Rector bajó a conversar con los humanos por unos momentos, para saber cuál era
el criterio que se estaba aplicando al momento de seleccionar a los profesionales de
la educación, y, Jerusalén, la única capaz de hablarle a un dios de tú a tú, le dijo
con una amplia sonrisa: El Test de Rorschach.
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espectáculo que estaban haciendo los estudiantes; sacrilegio máximo ante los ojos
de una autoridad religiosa.
Los rayos de divinidad molestaron en todos los ojos de los jóvenes cuando,
embestido de su traje púrpura y su bastón, Su Eminencia hizo la entrada a la
Universidad sin saber que quien se había comunicado con él por teléfono no era el
rector, sino una Jerusalén fingiendo la voz más gruesa de su vida. Su potente voz se
hizo sentirá hasta en el rincón más pequeño. Para él, no era posible que una
Universidad con fuertes raíces cristianas se convirtiera en el escenario de una
música infernal, por lo que pidió que, de inmediato, todo ese sonido desapareciera,
al mismo tiempo de patear con todas su fuerzas a los vendedores del pequeño
mercadillo que se había formado. Imagen que, para los que han leído la Biblia, se
parece bastante a la escena de Jesucristo en la entrada del Templo de Herodes,
conforme El Evangelio según Lucas, Capítulo 1, versículo 23.
En la Hora 12 de las 24 de plazo, y tras el abandono del recinto por parte
Su Eminencia, los nervios estaban más de punta que en ningún otro momento,
sobre todo porque El Hippie había reunido a las mentes sesudas que necesitaba, y
elaboraba un documento de extrema fiabilidad, que le diera el carácter de fortaleza
que el Dios Rector deseaba.
No quedaba de otra. Había que persuadir a la competencia. Había que
detener todo intento de caída de nuestra propuesta profesional, y eso sólo se
conseguía llamando a El Hippie al salón de reuniones, y ofrecerle algo a cambio de
desistir de sus intenciones.
Vestidos con nuestros trajes de sacerdotes franciscanos, y a modo de
amedrentamiento, hicimos pasar a la sala a aquel pecador que se había atrevido a
llegar a El Olimpo antes que nosotros; le hicimos poner la mano sobre la Santa
Biblia, y le hicimos la pregunta de rigor:
- ¿Juras decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
- ¡No, no juro! ¡Esto es una estupidez!
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mantenerlo amarrado por 1000 años, así que lanzamos una moneda al aire, y así
saber cuánto tiempo permanecería dentro. Si salía “cara”, se quedaría encerrado en
el cuarto durante las doce horas que quedaban de las 24. Si salía “cruz”, se
quedaría hasta dos días más. Tanta suerte tenía el bendito, que salió con “cara”.
Pero eso ya sería suficiente para que no soportara estar sin el preciado líquido que
los científicos llaman con cariño H2O.
A la hora 10 de las 12 que se le habían asignado, los gritos de El Hippie
eran descomunales. El siempre joven y lozano opositor pedía clemencia para salir
de la sala, y poder tomar un pequeño sorbo de agua. Yo, por mientras, en la cocina
del edificio de la Facultad, ponía manos a la obra, y seguía al pie de la letra la
receta enseñada por El Correo de las Brujas: un transparente vaso de agua, una
pizca de veneno de ajonjolí y cantar una linda melodía mientras se llevaba el
alimento de la vida a quien tanto rogaba por él.
Cuando abrí la puerta del pequeño cuarto, y le dije a El Hippie que sus
sueños se habían hecho realidad, porque aquí ya tenía su vaso, fue tanta su
desesperación, que me lo arrebató de las manos, y se lo zampó en cinco segundos;
los mismos que se demoró en caer al suelo y revolcarse de dolor delante de
nuestros ojos –lo que sirvió para poner en uso el medidor de frecuencias sonoras, y
darme cuenta de que los gritos de dolor eran más grandes que los proferidos dentro
del cuarto–, y verlo morir en exactos diez minutos. Así se ponía fin a la primera
competencia que se atrevía a luchar por sacarnos del camino. Si El Hippie había
sido capaz de llegar al Dios Rector, y estar a punto de eliminarnos, nosotros
teníamos la obligación de acudir a instancias superiores, para, por lo menos,
mantenernos en el ambiente durante los siguientes cinco años. Sin embargo, mi
boca se atrevería a señalar lo que sería el principio del fin:
- No se diga más. Hay que hablar con El Pequeño Gigante, el Ministro
de Educación. Tenemos que ser sus protegidos.
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LA PACIENTE
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Como nadie era capaz de darme una miserable atención médica, luego de
haber derramado dos litros de sangre por el recto, no tuve más remedio que alterar
la tranquilidad de la sala de espera del hospital, y fingir que caía en el más
profundo de los desmayos. De reojo, veía cómo los demás pacientes, los guardias y
algunos paramédicos acudían con la mayor de las prestancias a salvar mi vida, la
vida de aquella que se había convertido en “el eterno paciente” sólo a base de la
calma y la tensa espera. Era increíble ver la rapidez para traspasar la barrera entre
la sala de espera y las habitaciones para los enfermos. Sin hacer ningún tipo de
solicitud por escrito, ni realizar una fila, ni tener la paciencia de un santo para
esperar un mes después la preciada consulta médica, ya estaba ahí dentro, en la
cama de sábanas almidonadas, con el correspondiente olor a alcohol oxigenado en
el ambiente. Así, recostada con la boca hacia arriba, me daba cuenta que el techo
de la sala estaba lleno de hongos, causado por la humedad reinante. Los mismos
hongos que la Monja Blanca de La Tirana me había dicho que encontraría un día,
poco antes de mi muerte. Porque ella, con todo su poder y toda su gloria, se había
convertido en uno de los baluartes de mi vida. Ella fue quien me dijo: “Deja de ser
lo que no puedes ser y vete a recorrer el mundo sin fijarte en nada más”. Me saqué
de inmediato el hábito blanco, me quedé en calzones, y se lo entregué a la Monja.
Ambas sabíamos muy bien que yo no había nacido para ser religiosa. No todos los
días se podía tener el atrevimiento de gritarle a la madre superiora que era una
mentirosa, una malvada y una boquiabierta. Yo la había visto besarse con uno de
los curas. Y ella lo negaba, lo negaba todo. No quedaba otra que desaparecer. Por
lo que, cuando veía una y otra vez los hongos en el techo de la sala, yo estaba
segura de que las palabras de la Monja Blanca se iban a cumplir, pero eso no
significaba que yo iba a ser tan seguidora de sus declaraciones, y dejar escapar una
oportunidad inigualable: la de morir como Dios manda, con las botas puestas, y
sacando partido de mi nuevo estatus de paciente especial. Con toda mi fuerza y
toda mi voz interior, grité a los cuatro vientos de la habitación: “¡Me muero, me
muero!”, hasta que los médicos llegaron corriendo, y yo les tuve que aclarar que
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de que mis senos estaban caídos.) La parte que no tenía contemplada es que los
médicos también estaban esperando recibir una revisión corporal. Lo digo porque
ellos también se desnudaron de los pies a la cabeza, y se quedaron sin ningún tipo
de ropa que les cubriese. Uno de ellos me dijo que debía comprobar si mi garganta
reaccionaba ante el contacto de elementos corporales. Así fue como me pidió que,
con mucho cuidado, me bajara de la cama, y me agachase un poco, porque debía
introducir dentro de mi boca la parte central de su cuerpo, que, después de
investigar en muchos libros y diccionarios, pude saber que se trataba del miembro
viril.
El segundo médico dijo que, en honor de la buena medicina, tenía el deber
de verificar si otra de las zonas de mi cuerpo funcionaban de forma correcta, ya que
el cuerpo humano es un reloj que debe lubricarse cada cierto tiempo, y no se puede
dejar al desamparo. Él me indicó que utilizaría la misma zona de su cuerpo que el
otro médico, pero que, en esta oportunidad, yo debía ser muy colaborativa, y
recostarme otra vez en la cama, abrir mis piernas, y dejar que la parte media de su
cuerpo se introdujese en mi parte media del cuerpo, y que, a cada movimiento de
inserción y extracción, yo debía soltar unos pequeños gemidos, para saber si existía
correcta sincronización entre las reaccionas somáticas y las cuerdas vocales; no sin
antes recordar que, al mismo tiempo, debía seguir recibiendo en mi boca la zona
central del primer médico; cuestiones de la medicina.
Desde las profundidades de mi entrepierna, y a la mitad de la auscultación
somática, surgió la habilidad de maniobrar el músculo ejecutor de una forma que
nunca antes había podido experimentar. Fue en ese momento cuando recordé que
era la primera vez que tenía la capacidad de realizar dicho movimiento porque
también era la primera vez que alguien se había atrevido a entrar a esas, mis zonas
más íntimas. La vida en el convento me había traído a la vida sedentaria, y una
actividad muy básica. Lo favorable es que estaba siendo examinada por
profesionales que sabían lo que hacían. Ellos, cada cierto tiempo, y de una forma
muy acompasada, me preguntaban si me gustaba la sensación, a lo que yo, por
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herida. Además, algunas de las personas gritaban que un asesino había intentado
matarla. Pero yo siempre supe, dentro de mí, que ella resistiría ese horrendo
crimen, más aún cuando, llevada en una pequeña camilla por los médicos, pasó a
mi lado, y pude tocarle su mano, que dobló sus dedos como si supiese que, gracias
a mí, se podría aferrar a la vida.
La Dama estuvo cinco horas consecutivas luchando por salir de su
aflicción y sus dolores adentro de la sala de tratamientos intensivos. Se supo que
los doctores sudaban como locos, por lo menos, eso fue lo que pude ver cuando
salían cada media hora a dar un respiro de aire, y a informar a las mujeres y
hombres que estaban apostados en el pasillo, y que preguntaban cómo estaba, y si
tenía salvación. De a poco, por las preguntas que les hice, me fui enterando quién
era ella, y de dónde venía. Lo extraño es que todos coincidían en que, si no hubiese
estado en tal situación de gravedad, la hubieran dejado morir, porque su forma de
ser causaba muchos desencuentros, y algunas mujeres habían tenido peleas y
arrebatos.
Dentro de mi cabecita, yo pensaba si seguir o no seguir las opiniones de
esas personas. Sus rostros eran muy decidores, y todos coincidían en la necesidad
obligada de estar ahí, y no por un deseo propio y de afecto. Pero yo no quise creer
esas voces. Si las hubiera seguido, me hubiese llenado de ideas negativas. Lo que
se necesitaba era comprobar cuán malvada era La Dama. O si no era malvada.
Como mejor pude, me metí por la rendija de la puerta de la sala de cuidados
intensivos. Los médicos ya se habían ido, y La Dama estaba sola, con los ojos
cerrados y recostada en la cama. Su cabello estaba largo, y con algunas canas. Se
veía bien cuidado, al igual que su rostro, que no reflejaba tener un poco más de
cuarenta años. Puse mis manos sobre su abdomen, que estaba cubierto por la
sábana de la cama, y, de inmediato, con un poco de malestar en su rostro, dijo:
-Te dije que no me moriría tan fácil, Victorio. No me claves de nuevo esa
cuchilla, porque volveré a resistirla…
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Con esas palabras, se podía entender que la ayuda médica estaba surtiendo
efecto. Su inconsciente comenzó a reaccionar de a poco, con las palabras que había
dicho poco antes de quedar herida. Desde ahí supe que yo tendría que ayudarla en
su recuperación. No podía dejarla sola, a mansalva de esas personas que esperaban
verla con vitalidad y brillo, para lanzarse sobre ella, y exigirle respuestas. La única
manera era prolongar su estancia en el hospital. Así, las personas terminarían por
olvidarse de la situación al volver a sus faenas de siempre. Yo tenía que
transformarme en enfermera, y salir a encararlos, para que se fueran s sus casas, y
me dejaran sola con La Dama.
Lo que haría a continuación, aunque le parezca muy simple y sin sentido,
marcaría el resto de mi vida de una forma que no se la puedo describir bien, y que
la tengo en la punta de la lengua, pero que no sé cómo expresarla. Porque yo no
sólo me transformaría en enfermera para salir afuera de la habitación y gritarles a
todos que se fueran a su sitio, y no volviesen jamás. Yo me vestiría con los trajes
blancos de la medicina de por vida (que sería corta, pero sería vida al fin y al cabo)
con la idea de pasar de paciente a profesional de la salud. Así que, antes de saber
quién era Victorio, quién era La Dama y quiénes eran los señores que tanto
deseaban matarla; debía saber quién iba a ser yo durante las siguientes dos
semanas.
La amplia bodega del subterráneo del hospital –a la cual pude acceder
después de recorrerlo tres veces– era una verdadera pequeña tienda del buen vestir
y de la buena ocasión de ataviarse con los trajes de la pureza y la impureza. Pureza
porque los trajes de enfermera son siempre blancos, límpidos y parecen estar recién
lavados con el mejor de los detergentes. Impureza porque, dentro de ellos, se
esconden muchos misterios médicos, que indican prácticas profesionales de extraña
reputación, y que terminaría por conocer dentro de las siguientes horas. Yo, por
supuesto, tenía la obligación de utilizar un traje que no me marcara demasiado en
el lado de la impureza. Venía saliendo de un convento, y no era la idea rondar los
caminos de Don Satán.
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faltando dos minutos para las dos de la tarde, las puertas de la Sala de Cuidados de
Intensivos se abrieron de par en par, y un hombre de edad avanzada, que se hacía
llamar “El Pequeño Gigante”, entró con un grandioso traje negro de etiqueta, un
sombrero y una capa, la cual desplegó hacia sus costados, así todos los presentes
pudieran darse cuenta de su esplendor y habilidosos poderes curativos.
Ante tanta fuerza corporal, el Diccionario Merck se cayó al suelo, y la
cama y las cortinas de la sala se estremecieron desafiando las leyes de la inercia,
creadas por la Física. El Pequeño Gigante hizo desaparecer el silencio reinante de
la habitación, apuntó con su dedo índice hacia mi cara, y me preguntó:
- ¿Quién eres tú, extraña mujer? ¿Cuál es tu nombre y procedencia?
- Soy Catrina de los Pies Descalzos, y vengo de la mismísima ciudad de
La Tirana. – Le respondí.
- Tú eres de las mías, hermosa virgen. ¿Cómo se te ocurre entrar aquí, a
este mundo tan oscuro? ¿Ya te han hecho la “auscultación somática” y
los “ejercicios físicos”?
- Así es, y la vida me ha dicho que debo dejar de ser paciente, para
convertirme en enfermera y tener un paciente propio.
- Eso ya lo conversaremos. Ahora, hazte a un lado, y déjame sanar a esta
mujer.
El Pequeño Gigante abrió un poco el ojo derecho de La Dama, y le mostró
la misma lámina de la mancha que usted me mostró hace poco. La pregunta fue
directa y decidora:
- Dime, mujer, ¿qué ves en esta lámina?, ¿qué ves en esta mancha?
- ¡Victorio! ¡Hijo mío! ¡Eres tú! ¡Has comprendido que tu madre es una
buena mujer! – Respondió La Dama.
En menos de dos segundos, el cuerpo y el estado de mi primer paciente
había pasado del adormecimiento absoluto a la mayor de las mejoras. Los ojos de
La Dama estaban muy abiertos y notaban un gran enojo por haberla sacado de su
estado de adormecimiento sin tener a su lado a su hijo Victorio, para poder
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devolverle la cuchillada que le había propinado hace algunas horas. Yo, poniéndole
unos cataplasmas en su abdomen, le decía que se mantuviera tranquila, ya que la
medicina estaba surtiendo el efecto de sanación de la herida; pero ella estaba muy
colerizada y pedía explicaciones para todos los efectos necesarios. La pobre Dama
estaba en su razón: un hijo no puede llegar al punto de atreverse a matar a su propia
madre, o, por lo menos, intentar hacerlo, así que preferí dejar que sacara su rabia
por unos instantes.
Por mientras, El Pequeño Gigante se acomodaba su sombrero y su capa, y
me decía que saliese afuera de la habitación, porque tenía un trabajo para mí, antes
de quedarme de forma definitiva en el Hospital. Él sabía que yo había llegado a
este mundo para dedicarme a los cuidados especiales de las personas. Vio cómo
apoyaba la mejora de La Dama, mi atuendo y mi forma de hablar. Aunque, lo que
él deseaba era que yo saliese de ese hospital, y colaborase en otro, ubicado en un
lugar que él llamaba Villa Rorschach, un pequeño villorrio creado con fines del
cuidado mental, y que se encontraba cinco kilómetros al sur de mi querida ciudad
de La Tirana. Me dijo que hasta allá debíamos llevar a La Dama, para el cuidado de
su mente, después de dejarla partir a su pueblo, en busca de sus pertenencias.
La Dama, mi querida Dama, era una mujer muy aguerrida, y no supo
controlar sus impulsos cuando la dejaron partir al pueblo. Allí mató a quemarropa a
siete muchachos. Lo hizo a sangre fría, en la noche de la celebración del
aniversario del pueblo. Se cuenta que las madres lloraron lágrimas de sangre, y el
pueblo quedó sumido en una tristeza que se recuerda hasta el día de hoy. Fue por
eso que yo tuve que matar. No fue por otro motivo. Con El Pequeño Gigante,
sacamos como mejor pudimos a La Dama del pueblo, y la metimos en un remolque
arrendado para la ocasión. Ella estaba muy abatida, sin norte, con los ojos idos, y
sólo tenía en sus manos una pequeña carta escrita por Victorio a los siete años, lo
único que pudo guardar de él. Lo cierto es que, sin saber cómo –ya que la distancia
entre el pueblo de Chillan Viejo y La Tirana es de más de 2500 kilómetros–, una de
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las madres nos siguió hasta las tierras desérticas del norte, con el fin de cobrar
venganza por la muerte de su hijo.
El Pequeño Gigante, genio y figura hasta la sepultura, me dijo que
teníamos que bajarnos del remolque, y exigirle a esa mujer que desistiese de matar
a La Dama. Pero ella no entendió. La mujer estaba consternada por la muerte de su
hijo, y sólo deseaba ver sangre en el cuerpo del asesino. No quedo otra que
desenfundar el arma, y dispararle en la mitad de la frente, directo al cerebro, para
que dejara de pensar en tonterías y arrebatos de mujer vengativa.
La soledad del amanecer del desierto se sentía más fuerte cuando una tenía
que armarse de valor, y acabar con la vida de alguien. Muy pronto, las pocas
moscas y los pájaros carroñeros llegaban para alimentarse del cuerpo putrefacto de
la mujer. Nosotros, eso sí, debíamos emprender la marcha hacia la villa. Allí sería
el lugar donde La Dama volvería a recuperar sus fuerzas, aunque no así cambiar su
carácter, que siempre fue transgresor y furibundo.
Mi cercanía con La Dama sirvió para conocerla más, aprender sus
modismos, las ideas de su vida, los sueños que ella tenía, y todo lo que yo nunca
comprendía. Ella, yo no sé por qué, se reía cuando yo le hablaba de la auscultación
somática y los ejercicios que me habían aplicado en el Hospital. Ella decía que yo
era una pequeña virgen, y que si se reía, era porque sabía que en mí existía la más
grande las purezas, por lo que “nunca-nunca” iba a atreverse a explicarme qué eran
en realidad esa auscultación y esos ejercicios. Me decía que el mundo se merecía
que existiesen algunas personas limpias de corazón, con un rostro y una mente
abiertos a la sencillez, y que sólo las viejas zorras, como ella, debían hablar de las
palabras “sexo”, “vagina” y “pene”, las cuales nunca me quiso explicar, y que yo
tampoco me esforcé en buscar.
La recuperación de su estampa me permitió escuchar su hermoso nombre
completo: “Eva Luna Sánchez Carril”. Eran las primeras palabras que le enseñé a
decir cuando su estado de atrofio mental era tan grande, que hasta la lengua se le
había recogido. Yo, a veces, lo repetía para mis adentros o en los momentos de
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soledad: “Eva Luna Sánchez Carril”, “Eva Luna Sánchez Carril”, y era como estar
diciendo un nombre angelical, de música. Eso se lo contaba casi siempre en los
días de su completa recuperación, y que a ella le sirvieron para convertirse en mi
más ferviente colaboradora en la atención de los pacientes de la villa. Tal vez, toda
esa imponencia y garbo que se notaban por fuera se los tragaba por completo a la
hora de atender a los enfermos. O quizás pudo haber sido el hecho de haber pasado
por lo mismo, y comprender el dolor ajeno. Pero yo creo que soy la única persona
que puedo decir con total certeza el verdadero motivo de su entrega: Victorio, su
hijo. Es que gran parte de los pacientes bordeaban la edad que él tenía en la noche
que intentó matarla. No cabía duda de que ella veía en los ojos de cada uno de los
pacientes a su hijo, y se preguntaba “dónde estará”, “qué habrá sido de él”. Era lo
que preguntaba algunas veces en los primeros días de su mejora. Después, al ir
mejorando, se lo fue guardando para sus adentros, y, aunque, cuando yo le
preguntaba por Victorio, ella respondía con algo de rabia, estoy segura de que
todavía guardaba aquel amor de madre que todas las que han parido alguna vez
conservan aunque el hijo sea el diablo más diablo de este mundo.
El Pequeño Gigante estaba muy contento de ver que sus esfuerzos por
salvar a La Dama habían surtido efecto. Él, a veces, me decía:
-Cuídamela bien, que ésta es mujer brava, y a las mujeres bravas hay que
vigilarlas con cuatro ojos.
Nunca sabría, hasta el día del gran incendio de la villa, que La Dama era su
nieta. Sólo ahí comprendí su abnegación por tenerla a resguardo de las autoridades,
sobre todo en un lugar tan apartado como Villa Rorschach, que muy pocos
conocían.
Lo que nunca pude entender es por qué prefirió mantener a raya el
encuentro de Victorio con su madre. El Pequeño Gigante no era una persona
cualquiera, era un Ministro, y los ministros tienen influencias. Él podría haber
hablado con sus contactos; con todo el reconocimiento que tenía, supongo que las
muertes no se hubieran conocido tan en detalle. Pero el país estaba sumido en una
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especie de inicio de guerra interna, y la villa había servido para ocultar mucha de la
información de aquella guerra interna: se dice que ése es el motivo del incendio, y
de la desaparición de las famosas láminas de las manchas.
Lo único que le puedo decir ahora es que el día del incendio, cuando
pudimos correr hacia las afuera de la villa con algunos enfermos, y nosotras
sabíamos que El Pequeño Gigante estaba adentro, La Dama me dijo:
- ¿Qué va a pasar ahora con nosotras? ¡Nos hemos quedado guachitas,
nos hemos quedado sin padre, solas en el mundo!
Y yo le digo a usted: ¿por qué tendríamos que dejarnos vencer ante un
incendio si nuestras manos y nuestros pies estaban sanos, y teníamos la fortaleza
para reconstruir lo derrumbado? ¿Cómo acabar de un minuto a otro con todo el
legado de bondad de El Pequeño Gigante, aunque muchos dijesen que sus prácticas
eran oscuras e interesadas? Por supuesto que no podía quedarme de brazos
cruzados; así que, después de mirar alrededor de mí, y de ver los rostros de los
pocos enfermos que habían podido escapar, y ver, también, el rostro de La Dama,
que era mi todo, mi fuerza y mi razón de ser, le respondí algo que nunca se me va a
borrar de la memoria:
- No, mi Dama. Nos tenemos a nosotras mismas, y así como la villa se
incendia hoy, mañana tendrá que levantarse otra vez. Eso se lo doy
firmado.
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LA MATRONA
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mundo. Porque yo, con todo ese conflicto mental de si aguantarme el dolor, de si
sacar al niño que traía dentro, de si buscar un pedazo de tela que me cubriese parte
de mis zonas íntimas, sin medios médicos ni palancas, solté fuera a la persona que
estaba dentro de mí, y envolviéndolo en unos trozos de papel de diario, tuve a mi
sietemesino con toda naturalidad y sin problemas.
Nadie –ni yo misma, por supuesto– supuso que tendría que hacerme cargo,
en uno de mis primeros trabajos, de traer al mundo al mismísimo Victorio de la
Lorca Sánchez, y que, después de treinta años, tendría que sacar del estómago al
hijo del mismo Victorio.
La primera experiencia fue, debo decirlo con todas sus letras, celestial. La
madre de Victorio no emitió ni el menor de los dolores ni los típicos ruidos que
hacemos todas las mujeres que traemos un niño al mundo. Ella se recostó en una
especie de camastro de su pequeña choza, y echó a su cría por el bajo-vientre como
quien orina o hace sus necesidades básicas: sin muestras de padecimiento alguno.
Mi papel, en ese momento, fue más bien de darle los consejos post-parto, y decirle
que reposara mucho, y que no hiciera fuerzas. Supe que las mujeres del pueblo
consideraron que había llegado a la tierra la reencarnación de Jesucristo, y que se
habían vuelto locas por la noticia, y lo tocaban y lo tocaban. Yo no tenía mucho
tiempo para mirar espectáculos de adoración. Al siguiente día debía partir a un
nuevo trabajo, en las heladas tierras del sur, en una isla llamada Chiloé, y mi
máxima preocupación era cuidar de mi reciente hijo y de mi misma, porque una
madre soltera siempre tiene que saber luchar con dientes y uñas para conseguir el
sustento diario.
El pequeño carromato que nos había facilitado el municipio a todas
aquellas personas afectadas por el terremoto, y que nos venía ayudando desde hace
dos meses para trasladar nuestros enseres, por falta de mayor presupuesto, sirvió
para trasladarme desde el nuevo Chillán hasta Chiloé, la tierra de las leyendas, la
bruma en altamar y las comidas al aire libre. En esas frías localidades conocí a los
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dos hombres que marcaron mi vida, uno de los cuales, me llevó al altar, y me hizo
cambiar la idea que tenía del sexo masculino.
Antes de establecer el contacto con aquella gran raza masculina, yo, que no
soy ninguna tonta ni perezosa, me quise asegurar cómo ellos nos perciben a
nosotras, y acepté el gran mandato que, proveniente del más alto de los cielos
olímpicos, vino del gran personaje que detuvo el carromato camino al sur, en la
mitad de la lluvia nocturna, y que, con su dedo índice apuntando directo hacia mi
frente, me dijo:
-¡Tú, sabia mujer que dedicas tu vida entera a traer niños al mundo, sal de
ese vehículo, y, antes de entrar a tu nuevo trabajo, ayúdame a conocer el hablar de
los hombres de estas tierras!
El gran amo y señor de las voces, “El Académico de la Lengua”, se había
presentado delante de mí, para encomendarme una importante labor humana:
vestirme de hombre por algunas semanas, y verificar en carne viva, lo que
significaba tener el sexo contrario. Él necesitaba estar al día con las nuevas
expresiones de la comunicación, para poder expresárselas al mundo ignorante de
las palabras del futuro. Él nos decía que el mundo estaba al borde del precipicio
mental si dejaba de considerar las nuevas tendencias como parte de su vida. Y esas
nuevas tendencias estaban presentes en los lugares desolados e inhóspitos, no en
los hospitales ni las grandes empresas. Lo cierto es que, de la misma forma que él
me lo planteó, yo le respondí:
- ¿Qué más puede hacer una simple matrona en el mundo de la
comunicación si no es más que atender niños recién nacidos y madres
parturientas?
Pero mi pregunta había sido tan estúpida como mi ignorancia, porque “El
Académico de la Lengua”, que lo sabía todo –y lo que no, lo inventaba–, me
apuntó una vez más a la frente, para recordarme que estaba en el más profundo de
los errores, ya que, así como las matronas traíamos al mundo a los recién nacidos,
teníamos el control de ordenarles a las nuevas y florecientes madres, cuáles eran las
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palabras que marcaban el nuevo territorio del lenguaje, y cuáles eran su real
significado.
Una mujer de mi estampa era una mujer incrédula y vacilante, que se
negaba, aunque todos los dioses lo indicasen, en seguir las órdenes del Académico
tan de inmediato. Para eso, él sabía que yo sólo podía reaccionar ante una amenaza
de un calibre tal, que ni siquiera la mujer más ruda del planeta pudiera atreverse a
mantener su tozudez. Con sus rápidos movimientos, me quitó al hijo que había
parido hace dos meses, y lo levantó desnudo ante la lluvia nocturna, para, acto
seguido, desenfundar su daga y amenazarme de quitarle la vida al recién nacido si
yo seguía porfiando obedecer sus palabras.
Como las estadísticas médicas indican que el 97% de los recién nacidos
que son infligidos con un cuchillo de alto filo no sobreviven para contarlo, tuve que
agachar la cabeza, y seguir las peticiones de mi nuevo mentor. Él, con la
experiencia de las negaciones anteriores, había elaborado un plan estratégico que
no podía fallar. Así fue como, con un gran chiflido, llamó a su más ferviente
colaborador: el capitán de nave aérea de Los Cóndores, Aristóteles Garmendia. El
mejor domador de las aves que vuelan más grandes del mundo. Los amplios tres
metros de envergadura eran suficientes para montarse sobre una de ellas, los
hermosos y potentes cóndores.
Desde la amplia espalda de uno de los cóndores, podía ver con mis propios
ojos la realidad que el Académico deseaba que yo conociese: la de las madres que
no se atrevían a hablar con las palabras que la Real Academia ya había dado por
aceptadas, e inculcaban en sus vástagos el uso de las palabras equivocadas e
inexactas. La esencia de las palabras radica en el entendimiento de todos los
términos tal cual son, sin ningún tipo de expresiones ocultas o miedos al hablar. No
era posible aceptar que las abnegadas madres se negasen a expresar que les dolía
mucha “la parte media de las piernas”, porque, si nosotros acudíamos al Real
Diccionario, no encontrábamos en ninguno de sus artículos “la parte media de las
piernas”, pero sí nos encontrábamos, con todas sus letras y definiciones, la palabra
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“vagina” que significa el genital femenino. Por otra parte, tampoco podíamos
encontrar la palabra “globo” como sinónimo de “teta” y “seno”, que sí estaban en
el diccionario, y que servían para dar nombre a la parte superior de los genitales
masculinos, parte del sistema endocrino de toda mujer que se dice ser mujer.
No sólo eso pude ver en las mujeres parturientas, sino que también el
extremo cuidado con el que, al tomar a sus nuevas crías, llamaban “cosa” al
miembro viril masculino, en lugar de decirle, con toda propiedad y cuidado,
“pene”, que era el verdadero registro del Diccionario. Las aves nos llevaban por
muchas zonas del sur del país, y nos permitían ver desde los aires, los miles de
rostros de mujeres esmeradas y preocupadas por no aplicar palabras que eran el
común de otras sociedades, cuya fortaleza ya estaba aplicada, y en las que el
Académico podía dar fe de haberlas conocido y mirado de cerca.
Mis ojos estaban abiertos de par en par, mi cabeza estaba conectada con mi
tronco, y mis pies aferrados a las alas de un amplísimo cóndor. Pero todavía me
faltaba lo más importante: mi transformación en hombre, en un macho de tomo y
lomo, que me permitiese encaminar a las mujeres en las exactas palabras
registradas por los entendidos, y así estar a cargo de un grupo de matronas.
Con el Académico de la Lengua gritándoles a los cóndores que dejasen de
defecar en las cabezas de los transeúntes, nos dirigimos a la Secretaría Regional
Ministerial de Salud, y desarrollamos el conducto regular para conseguir nuestro
puesto de trabajo: matar a un viejo apernado al cargo de Jefe del Departamento de
Neonatología durante cuarenta años, publicar el aviso de vacante de trabajo, y
acudir a la entrevista en menos de cinco minutos. Antes, por supuesto, teníamos
que acudir al lugar de la transformación.
Por fuera del Gran Salón de la Transformación Humana, que abreviado se
llamaba Tienda de Estilismo, no se podía saber con claridad cuál era el tipo de
empresa porque, en la puerta, como si los humanos tuviesen la obligación de leer
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palabras se hicieran parte de las nuevas generaciones. Una mujer, con nueve meses
de gestación, se levantó de su silla, y me espetó con furia:
- Usted debiera morirse ahora mismo, e irse a lo más profundo del
infierno. Su lengua sólo sirve causar más daño a nuestra sociedad.
¡Renuncie y déjenos criar a nuestros hijos como se nos plazca la
gana…!
Fue tanta la rabia que tenía esa mujer contenida en sus mentes y en su
corazón, que se descontroló por completo, y perdió la tranquilidad de su ser. Lo
que traía dentro también se descompensó, y no hubo forma de decirle que esperara
diez minutos para llevarlo al hospital más cercano, y así tenerlo de buena forma. Él
era un crío que estaba pidiendo ver la luz del día en ese momento, no mañana ni
pasado. Por lo que la mujer comenzó a dar gritos de dolor y de parto que
estremecieron el lugar, al punto de crear una reacción en cadena, que provocó el
parto de más de diez mujeres de las cien que estaban presentes.
Mi afán por ver nacer a esos niños, y traerlos al mundo con mis propias
manos de matrona, me jugó una mala pasada, ya que, de tanto descontrol, el traje
hecho a la medida se me enganchó en una silla, y eso ocasionó que la cinta
adhesiva que llevaba por dentro se rompiera en dos, para mostrar ante todos y todas
que el Jefe de Neonatología pertenecía al flamante sexo femenino, de tanto que se
me vieron las tetas (tan grandes las tenía, se lo dije).
Todos y cada uno de los asistentes, cuando ya los niños dejado de ser el
centro de atracción y habían salido al mundo, se fijaron en mí, y en lo que
significaba descubrir que una mujer había sido la causante de esas palabras tan
horrendas y oscuras. Lo cierto es que para El Pequeño Gigante, mis senos fueron la
fuente de la eterna juventud esperada por años. Sus ojos se clavaron directos en mis
grandiosas tetas, y no se soltaron de ellas hasta que, como si se tratase de un fiel
colaborador, me llevó por detrás de la trastienda del edificio del Ministerio, y se
incrustó en ellos para lamérmelos y chupármelos igual que caramelo, cuestión que
a mí se me estaba olvidando un poco, de tanto estar vuelto un hombre.
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estaban muy felices y se besaron con mucho amor en ese discurso. Victorio se
había convertido en el protegido de mi esposo por razones naturales: él quería
reparar todo el daño causado a su familia no reconocida, y, si no había podido
encontrar con vida a su hija, acudió a las instancias de su descendencia, algo que
yo nunca se lo reproché, y más bien se lo alabé.
Su experiencia me sirvió para poner en marcha el primer sistema
anticonceptivo que apareció en el país. Es que yo había sido afortunada de no tener
un crío tras otro sólo por el hecho de que me aboqué a mi trabajo. Pero esas
mujeres que pasaban todo el día en su casa, tenían hijos igual que conejo, y ese era
el motivo por el que, en menos de treinta años, la fallecida hija natural de El
Pequeño Gigante se había convertido en abuela de Victorio, porque las niñas tenían
a sus hijos antes de cumplir los 15 años, sobre todo en los lugares apartados, en el
campo y los sembradíos. Si la madre de Victorio, la señora Eva Luna, sólo tenía 14
años cuando lo tuvo, se lo digo yo, que la vi cuando parió, y tenía pura cara de niña
chica. La misma cara de niña chica que tenía Jerusalén, aunque ella tenía 25 años el
día que fue madre, y aparentaba ser más joven sólo porque se había aplicado
mucha crema “Lechuga” en la cara, para aprovechar la oferta a mitad de precio en
mujeres embarazadas.
Todavía con la sensación de tener al hijo de Victorio entre mis brazos,
igual que una eterna madre que se esmera por arrullar a su niño, liquidé a aquel
bastardo que me había quitado toda opción de reencontrarme y solucionar el
problema pendiente. Porque si yo había hecho un bien por la sociedad, por mi
esposo y por su trabajo, me había olvidado de lo más grande y lo más valioso que
una mujer puede darse el lujo de decir: tener un hijo. Y a mí hijo yo no lo tuve
entre mis brazos. A mi hijo yo lo relegué a un segundo plano. Prioricé las labores
de mujer revolucionaria, de nuevas ideas en la educación, mientras ese hijo de mi
sangre crecía al alero de mujeres ajenas, y siempre con la idea de ser el desplazado,
aquel que no podía compartir el apellido de su padrastro; y ver cómo existían más
oportunidades para el “hijo completo” en lugar del “medio hijo”.
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Ese ser oscuro, que se coló por las rendijas de la mente de mi hijo, y lo
llevó por lugares de maldad, había aparecido en la vida de El Pequeño Gigante sólo
para causarle daño. Él añoraba el poder, él deseaba alcanzar lo que nunca había
podido obtener en su infancia, y en El Pequeño Gigante vio la oportunidad
perfecta. No sé cómo pudo captar tanto los detalles más mínimos de nuestro
entorno familiar, hasta dar con el punto débil. Pero lo hizo.
El día que me lo presentaron, como toda mujer que saca a relucir su sexto
sentido, percibí en su mirada inquietante y esquiva todo lo negro que después llegó
a ser:
- Querida, te presento a Rosamel Julio, el nuevo Encargado de Asuntos
Públicos del Ministerio. Y no te preocupes. Las apariencias engañan.
Aunque se vea joven, tiene una amplia experiencia en Educación.
- Un gusto conocerla, estimada señora…
- …Marina Conde. O la señora de El Pequeño Gigante, como me
conocen todos…
- En ese caso, un gusto conocerla, señora Marina Conde. O la señora de
El Pequeño Gigante, como la conocen todos…
Sus intentos por sacar la risa de nuestras bocas fue el primer indicio que
tuve para percibir que ese hombre algo se traía entre manos. Todo se confirmó
cuando comencé a sentir un olor a quemado en el pasillo de las dependencias del
Ministerio. Primero me asusté, porque creía que significaba un inicio de incendio.
Recorrí como loca todos los pasillos, y no veía nada de humo ni algo que se
estuviera quemando. Tampoco se notaba alguna filtración de gas. Pero el olor se
hacía más grande al acercarse a la oficina de Rosamel. No quise entrar de
inmediato, algo me decía que debía ser cautelosa, y poner el oído en la puerta, para
escuchar qué estaba pasando.
Él, con todo su atrevimiento y deshonra, se había atrevido a robarle las
láminas de Las Manchas de Rorschach que una de las integrantes de El Correo de
las Brujas le había regalado para su cumpleaños N° 20, y que, según me contó,
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tenía sustancias químicas que hacían reaccionar incluso a los muertos. Las estaba
quemando en uno de los tachos de basura de su oficina, y se estaba comunicando
por teléfono con mi hijo para saber si su cometido de matar a El Pequeño Gigante
se había conseguido.
Yo me llené de una gran rabia en mi mente y en mi cuerpo. Quise volver a
mi oficina y pensar mejor, pero estaba descontrolada por dentro; no sabía cómo
reaccionar. Hasta que la noticia vino de su propia boca, como si pensase que
creería en su inocencia. Me golpeó la puerta y me pidió permiso para entrar, con
esa voz de niño santo que nunca acepté. Yo fingí estar con la silla de espaldas,
como buscando unos documentos, y escuché sus palabras:
- Disculpe, señora Marina, tengo que comunicarle una noticia…
- ¡Sí, dime!; estoy con unos asuntos, pero te puedo tomar atención…
- Se trata del Ministro… Es una noticia que he recibido por telegrama de
forma urgente… Y no es una buena noticia… Es algo muy grave, que
no sé cómo decírselo…
No quise girar la silla en ningún segundo, y le seguía respondiendo con
desinterés. El muy canalla soltó la noticia del asesinato de El Pequeño Gigante sin
ningún rasgo de miedo o descontrol. Me dijo que su cuerpo había sido encontrado
en medio del desierto, calcinado, en las cercanías de la ciudad de La Tirana. Dijo
que los militares habían descubierto su apoyo al Comunismo, y que lo habían
emboscado, para darle muerte sin piedad, dejándolo encerrado dentro de un Centro
de Apoyo Mental. Miserable. En ese mismo minuto, giré la silla del escritorio, y,
sin darle tiempo para reaccionar, le disparé exactas treinta veces, una bala por cada
año que mi hijo cumplía ese mismo día, casi los mismos que Victorio.
El cuerpo de Rosamel cayó en secó al suelo. No pudo ni siquiera dar su
último aliento de vida. Tenía un físico muy débil, ya que, de los treinta disparos
que le di, sólo tres fueron con él en pie, los otros veintisiete se los disparé en el
suelo, para que sintiera toda la rabia que tenía guardada dentro.
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EL HIPPIE
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Fuego, quien, después de haber estado muy calmado en la parte trasera de la larga
fila, pidió que nadie se interpusiera en su paso, y así caminar directamente hacia el
centro de la amplia mesa, sin importarle que ahí estuviesen los más exquisitos
manjares harinosos de la cocaína. De inmediato, los representantes de las
principales esquinas del mundo reconocieron en él el mandato y la orden
universales, para lo cual, como siempre ameritaba al hacer aparición, los palmadas
y los sonidos típicos del Altiplano cobraban vida, y la música y los cánticos no se
hacían esperar. Fue así como El Señor del Fuego creó una gran llamarada en
círculo alrededor de la amplia mesa, y dio la señal para que el comienzo de su
baile, los cánticos y la música ase fundiesen en uno solo, en las alturas de las
cimas de la Cordillera.
El Señor del Fuego danzaba para todos los presentes con toda la
disposición de profundizar en el excelentísimo arte del baile bien ejecutado, pero,
El Señor del Fuego, que no había leído las últimas publicaciones, que señalaban
que 90% de los bailes, para que salgan como Dios manda, deben desarrollarse con
zapatillas de ballet profesional, ignoró que un jurado lo estaría evaluando punto por
punto, y, al momento de acabar su instante danzarín, tendría que conformarse con
recibir 5 de los 10 puntos existentes, que los presentes al espectáculo mostraron en
sus respectivos carteles, lo cual demostraba que ni siquiera El Señor del Fuego era
capaz de establecer el orden de la muchachada, que siguió gritando porque el
catamiento se aplicase sí o sí.
La única alternativa que quedaba era aplicar un método de catamiento
rápido y sencillo, que nos permitiese salir del Altiplano, y llegar al puerto de
Blanco lo antes posible. La Suegra sacó de la guantera de su carromato algo que
ninguno de los presentes podía objetar: su Título de Farmacología y Química,
facultativo para darle crédito de tomar mi lugar en el arte del catamiento sólo con
el acercamiento de la cocaína a las fosas nasales, y así dar el veredicto de
aceptación o rechazo de los productos de la amplia mesa.
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mostraban los papeles más motivadores que la existencia humana ha podido crear:
los billetes de apuesta.
Por el otro lado del cuadrilátero, estaba La Contrincante, quien, por más
que se lo pregunté, nunca quiso darme su nombre, y sólo se resignaba a persignarse
cinco veces seguidas, en pos de conseguir el Título, y que sólo saludaba a quienes
también mostraban los billetes de apuesta desde sus alzadas manos, que eran más
que los de La Suegra, todo gracias a que su maquillaje le había permitido
rejuvenecer en cinco años, y se veía más joven y lozana.
El hombre delgado y anciano que sostenía la trompeta cambió su
instrumento por una pequeña campana, y dio inicio al primer round.
Los rostros sudorosos demostraban que ninguna sería capaz de soltar el
Título tan fácil. Giraban en torno a sí una, dos, tres y hasta diez veces; se miraban a
los ojos con los deseos más firmes de soltar un puñetazo que dejara knock-out al
oponente. Los apostadores no paraban de gritar por sus mujeres, y sólo esperaban
que pronto una diera el primero de los golpes. Las estadísticas indicaban que el
24% consideraba que La Suegra ganaría la pelea, mientras que el 76% restante se
inclinaba por La Contrincante. Estas cifras fueron auditadas y verificadas por “El
Burro”, que para eso había acudido a la Escuela de Contadores, y sabía muy bien
de cálculos matemáticos, los cuales me enseñaría en mi vida de adolescente.
Cinco minutos después de empezada la pelea, y para asombro de todos, La
Suegra dio el primer puñetazo, dejando turulata a La Contrincante, al punto de
hacerla marear por muchos segundos. “El Burro” me decía al oído que las leyes de
la economía y las finanzas son únicas en todo el mundo, por lo que presagió lo que
era evidente: las acciones de La Suegra subieron en un 40%, y así pasaron de un
24% a un 70% de apuestas. Por lo tanto, ahora era La Contrincante quien se
quedaba con el 30% restante.
Si la naturaleza de la vida permitiese que los árboles crecieran en cualquier
parte, y así sirvieran de refugio para poder realizar las necesidades básicas que todo
ser humano necesita sacar fuera de sí, la pelea podría haber continuado por mucho
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recorriendo el Altiplano por un largo tiempo, junto con sus gentes de chompas y
guitarras. La Suegra le gritó que tarde o temprano tendría que asumir su paternidad,
y que por nada del mundo se le ocurriese volver con la cola entre las piernas a
pedirle dinero o ayuda, porque ella no se la prestaría.
Dicho y hecho, me dirigí en el carromato hacia el afamado puerto de
Blanco, donde, de la noche a la mañana, sin darme cuenta cómo, dejé de ser un
niño y pasé a ser un joven de diecisiete años, que recorría desnudo las playas de la
costa, al lado de un grupo de amigos. Ahí conocí la música rock, los deseos de
amor y paz, las tocatas hasta la madrugada y el amor por la marihuana y el LSD,
que fueron una gran pasión.
Sin embargo, lo más grande que pude haber vivido en el puerto fue el
hecho de hacerle honor al nombre, y crear mi grupo de seguidores de la vida en
armonía con la naturaleza, a través de nuestras vestimentas: las togas blancas, el
vínculo máximo de mi gusto por todo lo que significara blanco. Las togas blancas
fueron idea de Malvina, mi amante y futura esposa. Ella, un día de luna llena,
cuando estábamos reunidos en la orilla de la playa a base de marihuana, sintió un
fuerte llamado del Cosmos y nos hizo guardar silencio. Así pudimos ver cómo
descendía desde las alturas del estrellado firmamento una nave con extraños seres,
quienes, al ver nuestra conexión con el Universo, decidieron abrir sus vehículos
aéreos, y regalarnos un modelo de diseño de estos hermosos trajes. Malvina, que
estaba muy extrañada por el obsequio, le preguntó a uno de los seres:
- Dinos, señor, ¿por qué nos regalas estos diseños a nosotros, pobres y
miserable seres terrestres?
- ¿Quién les habló de regalar? Se los cambio por algo de marihuana, que
en mi planeta se acabó, y me mandaron a buscar un poco por las
galaxias vecinas.
Así fue como Malvina, después de entregarle algo de marihuana al ser
extraterrestre, se encargó de realizar los trajes a la medida de cada uno de nosotros,
a partir del modelo. Ella le puso el nombre de togas blancas, y nos afianzó en la
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sentir que las manchas cobraban vida al son de la música rock y la diversión
juvenil.
Yo me convertí en “El Hippie” otra vez, mientras, cada día, aumentábamos
nuestros seguidores, llevando las presentaciones de música por diferentes ciudades
del país: por las costas de Blanco, Chillán Viejo, las tierras del sur, la Pampa del
Tamarugal, hasta llegar al gran país del norte, en el Festival de Woodstock.
Nuestra misión era mostrar los tatuajes de la mancha de las dos personas
unidas por una mariposa, dibujada en nuestras espaldas, y gritarle al público:
- ¡Hey, amigos!, ¿qué ven en estas manchas?
- ¡Paz-y-a-mor! ¡Paz-y-a-mor! ¡Paz-y-a-mor!
Las ideas de libertad y de pasión por romper todo lo que significaba
esclavitud me llevó al lado del Comunismo. Porque yo deseaba una lucha más
autoritaria, más comprometida con el pueblo. Con el grupo, creamos las melodías
de protesta que esos tiempos necesitaban, y nos alegramos cuando, por fin, aquel
año de 1970, El Doctor se convirtió en Presidente de la República. Nuestros
corazones vibraban de emoción con los cánticos y las pancartas de emoción y de
buena voluntad. El Pequeño Gigante, que, si bien nunca estuvo presente en alguno
de nuestros recitales, siempre nos apoyó de forma moral en l