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Vivir
3 Nov 2012 - 9:00 PM
César Rodríguez Garavito y Natalia Orduz Salinas (*)
La historia es a la vez única y típica. Es única porque Urrá condensa con una
claridad sin paralelo el entrecruzamiento de los hilos de la Colombia de cambio
de siglo: el conflicto armado, la judicialización de la política, la lucha por la
tierra, el narcotráfico, las innovaciones de la Constitución de 1991, los efectos de
los megaproyectos de desarrollo sobre los pueblos indígenas y la movilización
política de éstos. Es típica porque los casos como Urrá se han multiplicado
viralmente a medida que el país ha girado de una economía cafetera a una
minero-energética. En estos nuevos “campos minados”, las disputas por el
territorio, la cultura y la consulta previa han seguido trayectorias muy similares
(1). Con desmedida frecuencia decidimos las vidas de personas y comunidades
que apenas conocemos, como dijo el legendario antropólogo David Maybury-
Lewis (2).
Para muchos, las imágenes televisivas de los emberas protestando en los jardines
del Ministerio del Medio Ambiente en 1999 fueron las primeras noticias
concretas sobre los 102 pueblos indígenas que suman más de 1,3 millones de
personas, hablan 65 lenguas diferentes y han ayudado a conservar más de 30
millones de hectáreas de resguardos. Quienes no se enteraron entonces, vinieron
a hacerlo en agosto de 2012, cuando las imágenes de otra protesta indígena —la
de los nasas del Cauca pidiendo la salida de las Farc y del Ejército de su
territorio— le dieron vuelta al mundo.
El caso de Urrá, cuyo pecado original fue la omisión de la consulta con el pueblo
embera antes de la construcción de la represa, muestra los efectos volátiles y
trágicos de los conflictos que giran alrededor de las consultas. El derecho a la
consulta es con frecuencia el único instrumento eficaz para, al menos, reducir el
ritmo o mitigar los impactos de los vertiginosos procesos de explotación de
recursos naturales en los territorios indígenas. Las disputas por los detalles de la
consulta —quién participa, cuánto dura la consulta, qué tipo de indemnización se
pacta, etc.— pueden abrir oportunidades para la movilización política indígena,
como lo hicieron en algunos episodios de la historia de Urrá. Y el hecho de que
se cumpla o no el deber de consultar puede definir la suerte de un pueblo
afectado por un proyecto económico de gran escala. Los emberas conocen la
diferencia en carne propia.
“En últimas, ustedes dirán qué hacer para que nos respeten la consulta, porque yo
soy sólo un indio y no sé de estas cosas”, nos dijo Neburubi Chamarra aquella
noche de mediados de 2010 al concluir su presentación en Power Point, al calor
de la única planta eléctrica que alumbraba la escuela de la comunidad de
Sambudó, en medio de la selva del resguardo embera. Nunca volvimos a ver a
Neburubi. El 8 de septiembre de 2011, cuando conducía una motocicleta cerca de
Tierralta, perdió la vida en un extraño accidente. Las circunstancias de su muerte
son hoy tan inciertas como el futuro del pueblo que lideró. Pero en su último
escrito dejó una respuesta a su propia pregunta: “Los Êbêra no hemos renunciado
a nuestro territorio y jamás lo haremos, pues el paraíso, que dicen los cristianos,
está para nosotros en el Alto Sinú y allí están nuestros ombligos enterrados y
también esperamos que nuestros huesos queden allí. Allí está el aire que limpia y
el agua fresca que no hay que comprar, está la bagabaga o mariposa azul que
anuncia agua, montaña fresca y cielo, el canto de la guarana, ave que advierte el
peligro al Êbêra, el horizonte que muestra de dónde llegaron los ancianos y sus
abuelos. Allí está la planta que cura y a la que hay que pedir permiso para
tomarla y la planta que hace que el Jaibaná vea y controle los espíritus. Está el río
que Karagabí dio al Êbêra para que la hormiga Jenzerá no mezquinara el agua”
(6).