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DE LA IMAGEN
Michel Melot
V De la imprenta a la página 51
VI El milagro de la reproducción 61
IX Bienvenidos a la videosfera 91
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torno a phainein (aparecer),phainomena y phantasmata, que denota
la aparición y la ilusión y que ha engendrado los fenómenos, los
fantasmas, en francés también los fant8mes; los fantoches y otros se-
res fantásticos.
Tenemos aquí muchas imágenes que no podemos meter
en el mismo saco antes de dar comienzo a su historia. Aún no nos
hemos encontrado con la palabra imagen misma, del latín imago,
que designa la efigie, la estatua a menudo funeraria, pero también
la apariencia y el sueño. !mago comparte la raíz ím, cuyo origen
se desconoce, con la palabra imitatio, emparentada sin duda a su
vez con el griego(mjtn~~t)lue designa el arte del actor, nueva-
mente con un doble sentido: ya el de expresar una emoción inte-
rior, profunda, inefable a través del lenguaje, ya el de reproducir
mecánicamente un modelo, como hacen nuestros imitadores.
¿Ex.p~esa,:_ o reproducir? Toda la cuestión está ahí. Teje la
historia de la imagen y constituye todo su misterio.Y mucho más
allá de la cuestión de la imagen, se plantea la de saber si es posi-
ble expresarse sin aprender a hacerlo, es decir, sin imitar. Nada
' tiene que ver con todo esto la magia, que proviene del nombre
i de los sacerdotes, magos, en antiguo persa.
El modelo y su doble
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imagen no es una cosa, sino una relación. Es siempre ímagen de
algo o de alguien sin que por ello sea su copia.
Se infiere que la imagen de una imagen es otra imagen
y esta especie de escisiparidad tiene una importancia particular
en nuestro mundo, en el que la mayoría de las imágenes son re-
producciones de imágenes anteriores, cada una de las cuales
tiene su existencia, su autonomía y sus propietarios y autores
reivindican cada cual sus derechos. El carácter generativo de la
imagen plantea a nuestras sociedades comerciantes la cuestión
de su propiedad. Dado que toda imagen es el doble de un mo-
delo, ¿quién es el propietario de qué? ¿De la imagen o del mo-
delo representado? ¿De la imagen como obra del espirítu o de su
soporte material? Además, el propietario del modelo puede rei-
vindicar los derechos de propiedad sobre la imagen de su bien,
aún más si se trata de su propia persona. Dado que hoy las imá-
genes son prolíficas y se engendran con tanta facilidad unas a
otras, los tribunales están sobrecargados con asuntos de este gé-
nero. Una imagen no es jamás un objeto solitario; es -y esto es
lo que hace que nos resulte tan fascinante- la marca de nuestra
incompletitud.
La desemejanza
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Otro caso de desemejanza es el de los iconos religiosos
cuya forma hierática y estereotipada es una prueba de la deseme-
janza con el dios o el santo representado, cuya imagen debe per-
manecer a distancia. Los monoteísmos, para alejar toda pretensión
humana de creerse semejante a Dios, prohibieron las representa-
ciones de Dios en forma de imágenes: Él sólo puede ser desig-
nado por su nombre, incluso las letras de este nombre no deben
ser escritas o pronunciadas sin ciertas precauciones.
Por temor a que se conviertan en ídolos, las imágenes de
los santos deben seguir siendo íconos, es decir, objetos hechos por
la mano del hombre que son más venerados que adorados, so-
portes del culto ellas mismas. Debe respetarse un alejamiento en-
tre la imagen y toda apariencia del modelo. La desemejanza de-
viene una regla, que supuestamente representa lo alejado de un
modelo irreductible que no resulta conocido más que por el co-
razón y el espíritu.
El acceso y el obstáculo
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en la caverna, que es el mundo de las realidades donde estamos
encerrados. Los cristianos, a quienes este mito se ajustaba bien,
denominaban anagogía a esta imagen que nos deja entrever las
realidades superiores pero que no llega jamás a ellas. Toda ima-
gen está siempre a mitad de camino entre el modelo imaginario
y la realidad.
Confundir la imagen con su modelo es el principio de la
hechicería. Funciona todavía cuando se quema una efigie, cuando
se derriba una estatua o cuando se rompe una fotografia. Las re-
presentaciones en forma de amuletos o de talismanes no se basan
necesariamente en la semejanza. No desempeñan menos el papel
de sustituto de su modelo. Sin embargo, no se puede decir que
todas las formas de objetos de sustitución sean imágenes. No to-
dos los signos son imágenes. Si se extiende más allá de la seme-
janza, sin por ello englobar todos los tipos de objetos simbólicos,
¿dónde se detiene, pues, el dominio de las imágenes?
Estar en representación
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sombras y los reflejos, mientras que por lo que se refiere a los sím-
bolos no se pueden excluir las imágenes en cuanto están codifi-
cadas, por poco que sea: emblemas y estandartes, logos o escudos
de armas, ideogramas ... Las fronteras de Peirce son porosas.
La imagen es frecuentemente definida, en última instan-
cia, como una representaci6n. La palabra es rica, pues se adapta a
numerosas situaciones. Contiene la palabra presente: la representa-
ción hace presente un objeto ausente. Ocupa su lugar. Por esto
dice Régis Debray, en Vida y muerte de la imagen, que la imagen
tiene que ver primeramente con la muerte, pues lo cierto es que
los diferentes apelativos de la imagen, ya se trate de la imago latina
o del eidolon griego, han sido efigies funerarias, como lo son a
menudo nuestras fotos familiares. Representar a los muertos es sin
duda el papel más universal de las imágenes. Después de la
muerte de Francisco I, se festejó durante once días al lado de su
efigie. Estatuas y estelas prolongan este recuerdo.
Representar es hacer presente lo que no está. La palabra re-
presentaci6n es un intensivo. Lo mismo puede ocupar el lugar de
una ausencia que ponerla de manifiesto, como en las representa-
ciones políticas, comerciales y diplomáticas. Representar tiene
también el sentido de representar a modo de prueba (presentar
uno sus documentos), o de presentar varias veces (representación
teatral). Mostrarse en representaci6n no significa estar ausente sino
aparecer con ostentación, y en francés se dice también faire des re-
présentations (elevar protestas). La imagen es, en este sentido, repre-
sentaci6n.
Proyección mental
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está consagrada a las cosas santas o consideradas como tales». Se
ven en el espejo o, como Narciso, en el reflejo del agua, imáge-
nes naturales.
Nuestro cerebro produce constantemente imágenes
mentales que se organizan entre ellas. Las imágenes fabricadas
por el hombre no constituyen, pues, más que una pequeña parte
del mundo de las imágenes, y sin duda nada más que el derivado
de éstas. La imagen mental, captada por el ojo y almacenada en
el cerebro, no es inmaterial. Es, segúnJean-Pierre Changeux, «un
estado físico creado por la entrada en actividad eléctrica y quí-
mica correlacionada y transitoria de una extensa población de
neuronas», lo cual traduce la complejidad pero también la fuga-
cidad del fenómeno, ligado a la memoria.
Esta imagen mental, espontánea, que va a adquirir en el
sueño una inquietante autonomía, no se confunde con la idea
abstracta, con el concepto, como ya demostró Descartes: «Si
quiero pensar en un kilógono, concibo bien en verdad que es una
figura compuesta de mil lados ... pero no puedo imaginar los mil
lados de un kilógono, como hago con un triángulo, ni, por así de-
cirlo, considerarlos presentes con los ojos de mi espíritu». La ima-
gen mental, como toda imagen, tiene su propio soporte y su
identidad.
No se confunde tampoco con la imagen percibida, como
demuestran los sueños, las alucinaciones y las visiones. La doc-
trina católica, para validar las apariciones milagrosas, debe esta-
blecer una jerarquía compleja de grados de autenticidad, que va
del simple ensueño, del fantasma más o menos controlado, a éx-
tasis que parecen venir del cielo; y entonces es preciso establecer
además que estas visiones místicas no sean estados alucinatorios
provocados por emociones fuertes, trances, incluso drogas. Pue-
den asumir diferentes formas, puramente visuales y fantasmales o
realmente carnales, que son las verdaderas apariciones.
A priori, todo opone estas imágenes virtuales a las pictures,
objetos fabricados por el hombre. Sin embargo, nunca se podrán
separar unas de otras, ya que, antes de fijarse sobre un soporte
autónomo, la imagen es una proyección del espíritu que pone en
relación modelos memorizados.
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Entre la alucinación del narcómano y las imágenes cons-
cientemente construidas no se puede establecer una frontera: lo
han demostrado las experiencias de los surrealistas o los dibujos
de Henri Michaux. Cuando Víctor Hugo, antes que ellos, culti-
vaba como juego el dibujo automático, cuando un pintor de la
actíon painting como Jackson Pollock o un calígrafo chino se
abandonan a un ejercicio a la vez espontáneo y dominado que
conduce a la producción de una imagen, el control de los gestos
es el vector de una emoción que se traslada a la imagen. A la in-
versa, el test de Rorschach se propone restablecer unas relaciones
entre el inconsciente del que mira y unas formas aleatorias.
Los fosfenos son destellos que recorren el interior de
nuestros párpados cuando cerramos los ojos. Son las únicas imá-
genes que se producen sin luz. Ninguna es tan imprevisible. Al-
gunos, sin embargo, han pretendido descifrar sus improbables
mensajes.
El indispensable código
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limitaciones de su desciframiento, donde se alojan todas las con-
venciones de la época y de la comunidad que es su lectora.
Toda imagen -que encuentra sus modelos en una memo-
ria anterior al lenguaje- es necesariamente portadora de un có-
digo cuya clave sólo raras veces nos es dada.
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cada imagen, una realidad que remite a un imaginario que, a su
vez, evoca una realidad. Leer una imagen no es simplemente des-
cribir lo que creemos ver en ella, entregándonos a interpretacio-
nes complacientes. Es remontar la corriente de los sentidos que
se le han dado y deducir de ellos los que le damos nosotros. Los
riesgos de error, de manipulación, sobrevienen allí donde los
vínculos entre la imagen y su modelo (o sus modelos) no han
sido percibidos.
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II De las grutas a los templos
Abstracciones y figurillas
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sur de Marruecos, en estratos arqueológicos de varios cientos de
miles de años. Unas figurillas menos problemáticas se han hallado
en Austria, pero no quedan más que diez gramos de la Venus de
Galgenberg, apodada «la Bailarina», de más de treinta mil años de
antigüedad.
Se encuentran, en los abrigos que las han conservado, a la
vez unas representaciones de un realismo que nos asombra y, en
las mismas paredes, con frecuencia a la entrada de las cuevas, sig-
nos geométricos: puntos, cuadrados, estrías que no suscitan las
mismas emociones estéticas pero que plantean la cuestión de la
representatividad de la imagen. Estos primeros testimonios no
han llamado la atención de los expertos en Prehistoria hasta hace
poco: la cueva de Altamira, en España, fue explorada desde 1874,
pero los animales fantásticos de Lascaux no salieron de su oscu-
ridad hasta el 12 de septiembre de 1940. Desde entonces los his-
toriadores se extenúan buscando su significado. Estos primeros
artistas no eran de la misma naturaleza que los de hoy. ¿Cazado-
res deseosos de alimento, chamanes que trataban de fijar en la
roca sus visiones alucinatorias del más allá, hombres preocupados
por asegurar su descendencia?
El más célebre de estos investigadores,André Leroi-Gour-
han, no sabía mucho más sobre ello, pero consideraba que estas
imágenes eran unos conjuntos coherentes, unidos por relatos fa-
bulosos, donde la estructura del soporte rupestre desempeña el
papel de hilo conductor, como una extensa leyenda pegada a un
mapa. Quizá los pueblos que, todavía hoy, tienen prácticas simi-
lares nos indiquen su origen. Los cazadores-recolectores de Ma-
lawi (antigua Nyasalandia), cuyos emplazamientos ancestrales de
pinturas rupestres acaban de ser inscritos en la lista del Patrimo-
nio Mundial de la Unesco, los asocian siempre a rituales y cere-
monias ligados a la fertilidad. Los warlpiri de Australia siguen tra-
zando en la arena, al tiempo que salmodian sus gestas fundadoras,
unos recorridos legendarios que evocan su historia configurando
sus terrenos de caza, y que ellos denominan «sueños».
Los acantilados calcáreos de Roe de Serres, que dominan
la Charente, abrigaban hace unos veinte mil años grutas de pare-
des enteramente esculpidas, y el friso del Roe aux Sorciers, des-
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cubierto en 1929 en una anfractuosidad del valle del Vienne, des-
pliega desde hace más de quince mil años su largo cortejo de ani-
males salvajes y formas femeninas, adaptándose sabiamente a los
menores relieves de la muralla.
Las siluetas en ocre de manos y antebrazos en negativo
realizadas sobre la roca en Fuente del Salín, que podrían recordar
una especie de estadio primario de la imagen, a un tiempo hue-
lla y retrato, índice y símbolo, no deben hacernos olvidar que las
primeras imágenes fueron grabados, bajorrelieves y esculturas. Las
imágenes europeas más antiguas, que pueden datar de hace treinta
y tres mil a dieciocho mil años aproximadamente, son minúscu-
las mujeres de formas generosas en bajorrelieve profundo, como
la Venus de Laussel (Dordoña); en alto relieve, como las estatuillas
de esteatita verde translúcida de Grimaldi (Liguria), o el pequeño
rostro de la Venus de Brassempouy (Landas), siempre seductora en
su marfil nacarado, con su oscura mirada bajo su fino peinado
trenzado.
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Estas primeras imágenes muestran formas abstractas de
aspecto geométrico que ninguna palabra viene a designar. Las se-
pulturas neolíticas con las que las primeras poblaciones sedenta-
rias marcaban su territorio están cubiertas de formas ornamenta-
les de carácter abstracto y geométrico, en ocasiones complejas y
agitadas, como las paredes de los estrechos pasillos de Gavrinis
(Morbihan), que tienen más de cinco mil años. Son signos abs-
tractos, variados y repetidos hasta el infinito, que subrayan las for-
mas de las vasijas, por mucho que vengan de lejos, de hace miles
de años. Los churingas australianos dejan así, en plaquetas de ma-
dera y de piedra, bajo formas geométricas variadas, la huella mí-
tica de los antepasados.
La figuración, a la cual tenemos tendencia a referir la ima-
gen, no es más que una forma evolucionada y particular de ella.
La producción de imágenes geométricas tal vez no se deba a un
deseo de comunicación de los hombres entre sí o con fuerzas su-
periores, sino a la simple necesidad de organizarse en el espacio,
de hacerse un lugar en él. Para Wilhelm Worringer, que ve en esos
trazados unas formas matriciales, la relación de la imagen con el
arte tiene su explicación en una «enorme ansiedad espiritual ante
el espacio» que hay que ocupar y conquistar. Lejos de pretender
figurar la realidad, la imagen sería, por el contrario, un medio de
evadirse de ella. El dominio del espacio es sin duda uno de los
motores de la imagen, como lo demuestran la importancia del es-
quema y el aprendizaje del diseño industrial.
El artista no quiere copiar la naturaleza, quiere rivalizar
con ella, dice André Malraux. La imagen no es tanto una repro-
ducción del mundo exterior como una modelización del
mundo interior. El arte llamado «decorativo», con sus motivos
impulsivos que ornamentan todos los objetos primitivos, inclu-
yendo los nuestros, aun cuando sea indescriptible, no está des-
provisto de significado; cada una de las formas tiene su historia
y su razón de ser: ordenar nuestro espacio, personalizar el objeto
e insertarlo en un orden común que aquélla contribuye a mo-
delizar.
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Bajo la escritura, la imagen
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historietas gráficas que se despliegan en pieles de animales, o los
ideogramas de las civilizaciones orientales, han sido reemplaza-
dos: pueblan nuestras calles y nuestros anuncios publicitarios en
forma de logos, muestras y señales de tráfico.
El código y la analogía
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vez signos codificados y signos analógicos, escritura alfabética y
cifras, pero también escalas (que son una forma de analogía), cur-
sos de agua azules y sinuosos, curvas de nivel, bosques verdes
como los de verdad y carreteras rojas porque son nacionales y
amarillas porque son municipales. La importancia de las ciudades
es proporcional al grosor de los puntos, postrer avatar de la ana-
logía, y las ruinas señaladas por tres puntos separados, primera
aparición de un código.
Se atribuye al filósofo Anaximandro, en el siglo IV a. C., la
idea de fijar en forma de esquema gráfico lo que describían de
manera narrativa los relatos de los viajeros. Invención práctica
de la que el GPS es heredero, pero también innovación intelec-
tual de enlazar la imagen con la sola verdad del mundo, sin refe-
rencia a ningún más allá, a ningún imaginario. La imagen fue una
herramienta importante en esta sustitución de lo irreal por lo
real, de lo abstracto por lo concreto. Los métodos de cálculo mez-
clan también signos analógicos (cuando se cuenta en un ábaco) y
códigos abstractos que dieron nacimiento a las cifras denomina-
das «árabes», de origen indio, cuyos primeros testimonios se ven
en la región del Indo en el siglo VI de nuestra era.
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relación formal, la veracidad del mensaje y la existencia de un más
allá esperado. Este vínculo que parece no premeditado, no calcu-
lado, aparece ya como un prodigio. Un clero se apodera de él y
se constituye en su intérprete, con frecuencia se convierte en su
artesano y se atribuye el poder de darle un sentido. En el antiguo
Egipto, la imagen, divinizada, habla aún en primera persona: «Yo
soy la señora Napir Asu, esposa de Utashi Gal ... Que aquel que
se apodere de mi imagen, que aquel que borre mi nombre, sea
maldito, sea sin nombre, sin progenie».
En Grecia, en el siglo VI a. C., las ánforas de figuras negras
también hablan, pero en nombre de su autor. Podemos leer «Só-
filos me pintó» o «Amasis me hizo». Un siglo después, el retrato
se identifica con su propietario por la semejanza con su persona,
o al menos con su tipo social. La imagen confiesa su origen hu-
mano: su modelo tiene un nombre, su autor también. A media-
dos del siglo IV a. C., Praxíteles pone su nombre en el pedestal de
sus estatuas.
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res del teatro antiguo, con expresiones estereotipadas, o como las
que invocan a los seres sobrenaturales, benéficos o maléficos, en
la mayoría de las ceremonias mitológicas del mundo, máscaras
profilácticas que ocultan al que las lleva, lo protegen de los espí-
ritus que encarnan, sino la imagen del hombre mismo, en esa
época de la historia en la que los dioses se dispersaban y se alia-
ban con el poder laico.
El helenista Jean-Pierre Vernant se interroga acerca de las
razones por las que los griegos, saliendo del modelo simbólico o
abstracto, han conferido un valor canónico a la representación
realista del cuerpo humano. Para él, «los ídolos antropomorfos ar-
caicos no son imágenes, en el sentido en que no nos ofrecen el
retrato de un dios». Al sustituir a las figuras simbólicas o abstrac-
tas de las representaciones divinas por la forma del cuerpo hu-
mano, idealizado en su perfección matemática, la imagen opera
un cambio decisivo que diviniza no al hombre sino su aparien-
cia, asimilada a la del dios por lo que se denomina la mímesis.
Entre las figuras antropoides de las estatuas-menhir o las
estelas que se encuentran casi por doquier, desde las costas de
Bretaña hasta las estepas de Siberia, y las estatuas personificadas de
los kafires, esas espantosas figuras tutelares que se colocaban en las
tumbas, toscamente talladas, aun hace poco, en los bosques de los
altos valles de Nuristán, en la frontera entre Pakistán y Afganis-
tán, y hasta los expresivos rostros del arte de Gandhara, los hom-
bres han disputado a los dioses los poderes de la imagen. Entre las
formas apenas esbozadas, que dejan todo su misterio a las prime-
ras divinidades de Grecia, y las formas enteramente habitadas por
el cuerpo humano de la estatuaria griega clásica, la imagen de los
hombres ha salido de las de los dioses como una crisálida de su
capullo.
En la Antigüedad grecorromana, en las villas de Stabias,
como posteriormente en el islam, en los palacios de Bagdad, y en
la India, en los frescos de Ajanta, las imágenes profanas rivalizaron
en prestigio con las de culto. En Galia, las imágenes religiosas no
excluían las imágenes guerreras o mercantiles, desde los objetos
funerarios que amueblan las tumbas de los primeros jefes guerre-
ros de la Edad del Hierro, entre el año 700 y el 800 a. C., hasta los
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cuarenta paneles de mosaicos preciosos -que representan las «La-
bores del campo» y se pueden admirar en el Musée des Antiqui-
tés Nationales- que adornaban, en el siglo III de nuestra era, la re-
sidencia de un rico propietario de Saint-Romain-en-Gal, cerca
deVienne.
La llegada de los monoteísmos cambió radicalmente, du-
rante más de un milenio, esta concepción ya profana de la ima-
gen. Los partidarios de un Dios único confiscaron en su prove-
cho los poderes mediadores de éste, antes de que los hombres,
poco a poco, se apoderaran nuevamente de ellos, inspirándose en
el humanismo griego, y se inventaran un culto fotográfico. Para
nosotros, que heredamos esta creencia en la apariencia, el rea-
lismo ha seguido siendo la piedra de toque de la imagen.
De la tradición de la imagen como imagen del hombre han
nacido las leyendas de su origen griego, como la de Dibutades.
Este artesano alfarero habría modelado en arcilla, en bajorrelieve,
el rostro de un joven cuya prometida, la hija del alfarero, quiere
guardarlo como recuerdo antes de que parta para la guerra. En
una primera versión, Plinio el Viejo, que cuenta la historia, se li-
mita a trazar el perfil del héroe en una pared sobre la que se pro-
yecta su sombra.
El otro mito fundador de la imagen ilusionista es el de
Narciso, que confunde su cuerpo y su reflejo en el agua y tiene
dificultades para distinguirlos, como el niño en el estadio del es-
pejo, después de unos meses sumido en un entorno contiguo del
que trata de separarse. Con estos mitos, la imagen de las poten-
cias sobrenaturales es transferida a unos fenómenos naturales y
entra en el dominio humano. La sombra y el espejo, prototipos
de la imagen, no son más que prototipos de la semejanza, al igual
que la fotografía, emanación directa de las ondas del modelo y
prolongación ilusoria de nuestro cuerpo terrestre.
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III De los ídolos a los iconos
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recibe estas instrucciones de Dios hacia el año 1250 a. C., pero el
texto no fue fijado hasta pasados largos siglos, en el transcurso de
los cuales esta sentencia no dejó de suscitar debate.
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del poder imperial y la regencia de la emperatriz Irene dieron a
la Iglesia ocasión de volver a tomar las riendas en sus manos y
autorizar de nuevo las imágenes sagradas, pero no su culto, en el
Concilio de Nicea en el año 787. El interdicto de la imagen, aun-
que no tenga una base tan clara en el Corán, parece haberse im-
puesto en el islam, acaso escarmentado por el desastroso ejemplo
de su enemigo bizantino.
En el mundo cristiano la cuestión se planteó de una ma-
nera mucho más sofisticada en términos teológicos, pues la en-
carnación de Dios en el cuerpo de su hijo Jesús hacía legítima
toda figuración de Dios bajo la forma humana de Cristo. La cruz,
símbolo transparente pero aún abstracto, pudo entonces cargarse
con la imagen del crucificado, para convertirse en esos crucifijos
cuyo realismo iban a inspirar, con el paso de los siglos, imágenes
cada vez más sangrientas.
El cristianismo se complicó as1m1smo con el culto de la
Trinidad, después con el de la Virgen, que se rendía a la imagen
con tanta inocencia que no se podía privar a los fieles de él. Los
cristianos honraban, a imagen de los antiguos politeísmos y a di-
ferencia del islam, a una multitud de santos y de santas que com-
ponían en la decoración de las iglesias y en los objetos de la vida
cotidiana, en forma de estatuillas o de pinturas, un nuevo pan-
teón. En el Imperio de Occidente, en la corte de Carlomagno, la
controversia no fue menos intensa que en Bizancio, pero se llegó
a unos compromisos con mayor facilidad, pues el objeto de la
querella no encubría sin duda los mismos envites de poder, como
lo demostró, en el año 800, la consagración de Carlomagno, que
selló la alianza entre la Iglesia romana y el emperador de Francia.
El icono podía ser venerado sin perjuicio para la adoración, que
se reservaba a su santo modelo. Así lo juzgaron los «libros caroli-
nos», redactados entre los años 791 y 794. Ello no impide que las
desviaciones fueran inevitables y que no se pudiera evitar que al-
gunos iconos vertieran auténticas lágrimas o sangre.
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La Iglesia como representación
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rada contra el cielo, lo que desencadenó los anatemas de Lutero
en el año 1517.
No debemos creer que estamos prevenidos contra estas
prácticas mágicas de la imagen. La misa televisada no es válida
para los fieles impedidos a menos que sea transmitida en directo.
Se trata de respetar la asamblea virtual que constituye la Iglesia,
verdadero cuerpo de Cristo. Pero los profanos no conceden me-
nos valor a la transmisión en directo de un reportaje o de un par-
tido de fútbol cuando el «directo» no se realiza en la televisión
sino a costa de múltiples rodeos. Las imágenes que acompañan a
las informaciones cotidianas, en nuestros periódicos y en nuestras
pantallas, no tienen en su mayor parte ningún valor documental,
sino un poder real de testimonio de una verdad que se desea es-
tablecer y de acreditación de quien la transmite. Las fotografías de
famosos han reemplazado a los iconos, aún vivos en el culto que
se rinde a los dictadores. El interdicto del islam no impide a los
fieles enarbolar los retratos de sus jefes religiosos ni el de la Biblia
dispensar al Papa una política intensiva de mediatización.Al desa-
cralizar la imagen, Platón, en el fondo, no hace más que proteger
a sus dioses.Y nosotros, a los nuestros.
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el clero de una religión, el dictador al que se rinde culto, la marca
que hará vender. Son cuerpos gloriosos, es decir, inmateriales. Sus
imágenes pueden tornarse peligrosas, manipularnos, pero el peli-
gro no está en nuestro deseo o en nuestra necesidad de imágenes:
nos son indispensables para vivir en sociedad, para materializar la
comunidad y para conocernos a nosotros mismos. El verdadero
peligro es que no queramos saber que no son más que imágenes.
La angustiosa cuestión de la violencia de las imágenes se
resuelve, entonces, como el miedo a los fantasmas. Sólo quienes
creen en los fantasmas tienen miedo a sus imágenes. Sí, la imagen
da miedo, ejerce un efecto temible, incontrolable, sobre nuestros
espíritus e incluso sobre nuestros organismos, pero la imagen por-
nográfica es antes que nada una grafía y el retrato de un asesino
es antes que nada un retrato. También es preciso desmitificar las
imágenes, quitarles el poder hechicero que se les atribuye, cono-
cer su origen y desvelar a sus autores, que con frecuencia se des-
conocen ellos mismos.
Este peligro de confusión es la razón de las prohibiciones
o de las reglas que, desde hace mucho tiempo, tratan de atajar el
ilusionismo de las apariencias. El estilo hierático de los iconos bi-
zantinos y el recurso a los símbolos no son fruto de la incompe-
tencia, ni de una falta de respeto por la realidad. Las figuras sim-
bólicas sirven para disimular el modelo bajo su representación,
para alejarlo, es decir, para protegerlo.
En la India, como en Bizancio, las formas y la iconografía
de las escenas de una inmensa mitología deben obedecer a unas
reglas imperiosas que las diferencian de la realidad trivial. El arte
indio es un sabio equilibrio entre la sensualidad de las formas y
su inmutable canonización. En las religiones orientales, contra-
riamente a los dogmas de la estética occidental moderna, la re-
presentación de la naturaleza es respetada pero toda creación del
natural está prohibida. El artesano debe asumir su humildad so-
metiéndose a un modelo convenido. La producción de imágenes
sacras, y muchas veces también de escrituras, corresponde a un
rito. Respeta un ceremonial y unas formas estereotipadas. No es
el artesano el que decide, sino el clero, al igual que hoy el artista,
si quiere vivir de su arte, debe responder a las reglas del mercado,
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que por su parte obedecen a las expectativas de un público. En
relación con los artesanos de lo sacro resulta anacrónico hablar de
artistas. El único artista es Dios. Solamente él está facultado para
crear. Por eso todas las religiones abusan de las imágenes tanto
como desconfían de ellas.
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hostias o similares a las máscaras esquimales que se diría parecen
fundidas en la nieve.
En la civilización mercantil y urbanizada de la Grecia clá-
sica, los múltiples dioses, semidioses y otros héroes empezaron a
parecerse cada vez más a los hombres y mujeres de carne y hueso.
En la competición entre Dios y su imagen, que se entabló en-
tonces en los monoteísmos orientales, Dios salió vencedor. En
Grecia fue la imagen, en detrimento de los dioses. Aquí, la ima-
gen no era ya más que el reflejo de las cosas terrenales, del cuerpo
humano en primer lugar, de todo lo que se puede ver y que las
matemáticas pueden medir. De estas visiones empíricas del
mundo, de esta concepción de la imagen sin otro referente que la
naturaleza, todo cayó en el olvido en el Occidente cristiano du-
rante mil años.
La excepción científica
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siglos después con cuatrocientas lánúnas, como lo fue, en el siglo
IX, el Theríaka y alexípharmaka (Tratado de los venenos) de Ni-
candro de Colofón.
Hay excepciones, rarezas: hasta después del afio mil, en
Occidente, la imagen no conoció sino el mundo celestial, repre-
sentado ya por figuras de santos, ya por letras en majestad de ver-
sículos de evangelios o visiones extáticas de un paraíso formal,
como componían los monjes irlandeses en pergaminos de oro o
de púrpura. El Libro de Kells, una recopilación de trescientas cua-
renta páginas ornadas con letras de trazos fantásticos y com-
puesta poco después del afio 800, y cuyos cuatro volúmenes, que
contienen los evangelios y diversos textos canónicos, se conser-
van en el Trinity College de Dublín, en el siglo XVII se creyó
vestigio de una lengua desconocida, una «escritura de los ánge-
les», como se dijo.
No parece que el prototipo de nuestras enciclopedias, las
Etimologías de san Isidoro, obispo de Sevilla (ca. 560-636), estu-
viera ilustrado. Hicieron falta la aportación de los árabes (a la vez
la tradición de Aristóteles y la fabricación del papel) y la curio-
sidad por las ciencias naturales para incitar a los clérigos a intro-
ducir en sus sabios tratados imágenes que no fueran ya simples
traducciones simbólicas de los textos sagrados. Habiéndose per-
dido el Hortus deliciarum de la abadesa Hérade de Landsberg, el
ejemplo más antiguo es quizás el Líber floridus, compuesto hacia
1120 por el canónigo Lambert, de la abadía de Saint-Omer, que
mezcla simbolismo cristiano y observaciones naturales. Pero la
ilustración documental, en el sentido moderno del término, no ha-
lló autores e ilustradores hasta el éxito de recopilaciones como
De proprietatibus rerum, obra de un monje franciscano, Bartolo-
meo el Inglés, a mediados del siglo XIII, que Carlos V de Francia
hizo traducir e ilustrar en 1372 con el título de Le Livre des pro-
priétés des choses.
39
que no son, para nosotros, ni imágenes ni letras, sino signos ori-
ginariamente adivinatorios cuya infinita combinatoria da cuenta
de todo lo que puede acontecer en el universo. El trazo ocupa
aquí el lugar central y permite, en todas sus configuraciones, ex-
presar el conjunto de los fenómenos.
La pintura de Extremo Oriente confiere a la línea y a su
instrumento, el pincel, tal valor de signo, hecho por la mano del
hombre, que la imagen no conoce allí la misma crisis, el problema
existencial que tenía que resolver Platón y que las religiones mo-
noteístas nunca han superado verdaderamente. En este mundo
letrado de la imagen, la nobleza de la copia y el respeto a las reglas
son esenciales, sensibilidad y saber no se oponen, la caligrafia es
testimonio de esta alianza; el mundo de las cosas es el mismo que
el de las ideas, y la imagen no es temible, puesto que obedece al
dominio del gesto y se inserta en el orden del universo.
40
IV De las reliquias a los cuadros
41
imágenes de imágenes, que ganan en público lo que pierden en
majestad.
42
aparición del realismo, según abandonan la manera hierática de
los iconos bizantinos por una representación que se propone, con
el modelo, la luz, la flexibilidad de los drapeados y la expresión de
los rostros, estar cada vez más próxima a la apariencia del modelo
VlVO.
El primer cuadro
43
separó de las imágenes colectivas que eran los relicarios, las vi-
drieras, los tapices y los frescos. Para instituir la imagen como ob-
jeto de arte era necesario que se produjera un distanciamiento
respecto de la religión y que el hombre se apropiase del poder
simbólico de ésta. Es posible que esta transferencia de poderes tu-
viera lugar con ocasión de la crisis de la Iglesia católica que cons-
tituyó el papado de Aviñón: se sabe que Juan el Bueno se reunió
allí con el papa Clemente VI y que le ofreció una tabla pintada
en forma de díptico, es decir, en una forma todavía ceremonial,
ya que los polípticos estaban aún vinculados al altar, mientras que
un cuadro de caballete profano, como el retrato de Juan el Bueno,
obtenía su independencia y perdía su función litúrgica.
Resulta significativo observar que Juan el Bueno fue el
primero de los soberanos franceses que firmó sus actas de manera
autógrafa. En la estatuaria se constata una evolución paralela, en
las figuras yacentes, tratadas a partir de fines de la Edad Media sin
idealización alguna, como la de Duguesclin (muerto en 1380), que
representa hasta las desventuras de su cuerpo. Su estatua yacente,
en Saint-Denis, presenta sus armas, dice la crónica, «para mostrar
su presencia corporal». El realismo perturbador de los primeros
retratos esculpidos de manera realista, después de los de la Repú-
blica romana y las máscaras mortuorias de Fayum, reaparece en el
busto de Carlos V, hijo de Juan el Bueno y rey de 1364 a 1380.
44
que ya no tenían nada de religiosas. Ciclos de imágenes tan ex-
tensos y complejos como los cincuenta Tapices del Apocalipsis, te-
jidos en los años en torno a 1380 y destinados a ser exhibidos en
las ceremonias más fastuosas, alcanzaban los límites de una ima-
gen monumental y móvil.
Ya tenemos la imagen convertida en objeto de arte, apar-
tada de todo fin utilitario o decorativo, de toda arquitectura, del
libro mismo. Ya tenemos el objeto que reclamaban la burguesía
enriquecida por el comercio europeo, un clero más preocupado
por el lujo que por la oración, una aristocracia que quiere dife-
renciar su poder del de la Iglesia. Los grandes personajes, laicos o
religiosos, habían adquirido la costumbre de hacerse retratar de
rodillas en la parte baja de las iluminaciones o de los cuadros cu-
yos donantes eran.
Con el cuadro de dimensiones modestas, simple tabla de
madera autónoma, sólida, transportable e incluso negociable, la
imagen ha cambiado de manos. Ha cambiado del poder espiritual
al poder temporal. Su primer modelo es el retrato del príncipe,
surgido primero directamente de las monedas y de las medallas
de Pisan ello. A menos que consideremos como un cuadro aislado
el pobre y modesto retrato de pie de san Francisco de Asís de fi-
nales del siglo XIII, ahuecado en la propia tabla de madera. Es
cierto que la nueva piedad, sentimental, humanizada, urbana, de
las órdenes mendicantes fue para muchos el paso de una religión
solemne e intimidatoria a una religión individual. En el siglo XIV,
los inventarios de los archivos mencionan cuadros de caballete. La
imagen ha pasado de lo cultual a lo cultural y al arte, del lado de
los valores mobiliarios.
45
colecciones formadas por sí mismas tenemos que remontarnos a
los tesoros de las iglesias. Pero se ve claramente, en el culto a las
reliquias y en el papel que desempeñaban como reservas de ri-
quezas que se guardaban para los malos tiempos, que los tesoros
de las iglesias no tenían el lugar que tuvieron las colecciones
principescas de finales de la Edad Media, y menos aún las de
nuestros museos modernos. Los objetos que se depositaban en
ellas no perdían, por tanto, su valor litúrgico o sacro.
La transmutación de un objeto sagrado en objeto de mu-
seo supone una desacralización de la imagen, despojada de su
contexto espiritual y reintegrada al imaginario colectivo por sus
virtudes formales o históricas. La descripción que hace Michel
Leiris, en El África fantasmal, de la manera en que los etnólogos
arrancaban a los sacerdotes africanos, por medio de negociacio-
nes o de artimañas, sus imágenes sagradas, figuras de sus antepa-
sados y de sus espíritus, para destinarlas a formar parte de las co-
lecciones del Musée de l'Homme de París, nos parece hoy una
violación sabia, una barbarie que se apodera de otra.
André Malraux comienza así su Musée imaginaire: «Un
crucifijo románico no fue al principio una escultura, la Madonna
de Cimabue no fue al principio un cuadro, ni siquiera la Palas
Atenea de Fidias fue al principio una estatua», constatando que
nunca se ha visto a un creyente santiguarse delante de un cruci-
fijo expuesto en un museo. El reformador Zwinglio se pregun-
taba ya a principios del siglo XVI por qué los hombres se arrodi-
llaban ante las imágenes en una iglesia y no lo hacían en una
posada. ¿Se puede afirmar, con igual sentido común, que un ob-
jeto de museo sigue siendo, de otra manera, un objeto de culto,
y la visita al museo una ceremonia?
Un objeto de culto, en efecto, no puede ser asimilado a un
objeto de colección en el sentido actual de la expresión. La in-
clusión en una colección implica una nueva afectación del uso
del objeto. Las primeras colecciones de imágenes hay que bus-
carlas no en los objetos litúrgicos, ni siquiera en las decoraciones
de las iglesias, sino en los manuscritos iluminados que, a finales de
la Edad Media, se convirtieron en objetos de lujo destinados a los
laicos tanto como a los clérigos, en especial los libros de horas,
46
demasiado ricamente ornamentados para las sencillas prácticas de
las devociones íntimas. La pasión bibliófila aparece en los erudi-
tos, a menudo también en los clérigos, como Ricardo de Bury,
que en su Filo biblion, escrito en 1345, incita a coleccionar el má-
ximo posible de libros por el placer de poseerlos y también para
afirmar un poder personal. Tal vez no es casual que este obispo
letrado, contemporáneo de Petrarca, frecuentara como él la corte
de los papas de Aviñón.
47
mundo de los seres humanos, escapaba a los dioses y entraba en
el arsenal de los reyes. La imagen del soberano o los símbolos na-
cionales permanecen activos en las monedas. La efigie monetaria
figura la continuidad del poder y mide su expansión, así como su
crédito.
48
prueba. Jamás se ha desarrollado tanto la filiación del modelo y la
imagen en una metáfora continuada: la imagen reproducida es la
imagen de una imagen, y debe justificar su genealogía. En el si-
glo XVIII, al igual que para el dibujo, fueron a buscar en la Anti-
güedad los orígenes de la estampa y encontraron en Plinio un in-
ventor latino, Varrón, que habría ilustrado así su recopilación
Hebd6madas, setecientos retratos de hombres ilustres. El uso del
manuscrito sobre pergamino hace inverosímil esta hazaña.
Sólo la invención del papel en China, a comienzos de
nuestra era, permitió la reproducción masiva de las imágenes. Po-
seedores de las invenciones de la tinta y el papel, los chinos pu-
dieron hacer impresiones de las estelas en las que el emperador
daba a conocer sus decretos a su inmenso imperio. Se requirió la
producción en masa de objetos idénticos, prefiguración de una
sociedad de ciudadanos. No se trataba ya de copias, sino de ejem-
plares salidos del mismo molde. Bastaba con aplicar un papel hú-
medo sobre una estela grabada y cubierta de tinta para imprimir
tantas reproducciones como se quisiera, y que se convertían así
no en simples imágenes, sino en imágenes de imágenes, que con-
servaban ese vínculo preciado con el original y al mismo tiempo
se alejaban de él tanto como la imagen original queda alejada de
su modelo.
En el año 653, el emperador, que contaba cuarenta y
nueve años y padecía dolores que aliviaba con las aguas -murió
al año siguiente-, compuso este poema: «El mundo de los seres
humanos tiene un término. El agua virtuosa se desliza, inagota-
ble», que él hizo grabar en piedra y que dio lugar al múltiple más
antiguo que se conoce. La estampación china es el antepasado de
todos nuestros procedimientos de reproducción. Permitía trans-
mitir los mensajes a distancia, en el espacio y en el tiempo, pero
sobre todo el mismo mensaje a multitud de personas sin que és-
tas se encuentren nunca. Esta reproducción de la imagen era,
como en nuestros modos numéricos, la imagen de un texto, aun-
que éste se componga de ideogramas. Los reproducía «tal cual», a
la misma escala.
Hacia el año 800, en China y en Corea se imprimieron
también imágenes sobre papel a partir de planchas de madera
49
grabadas, como la denominada «de los mil budas», descubierta por
Paul Pelliot en las grutas de Touen Houang y actualmente en la
Biblioteca Nacional de Francia. Se encuentran también en
Extremo Oriente hojas impresas con series de viñetas repetitivas
que seguramente se recortaban y distribuían entre los peregrinos:
«Con maderas -cuenta la historia de Souei a comienzos del siglo
VII-, los sacerdotes hacen encantamientos sobre los que graban
constelaciones, el sol y la luna. Conteniendo la respiración, los su-
jetan con la mano y los imprimen. Se han curado muchos enfer-
mos». En Japón, la emperatriz Shotoku mandó imprimir desde el
año 764 hasta el año 770 oraciones de las que, según se dice, hi-
cieron una tirada de un millón de ejemplares.
50
V De la imprenta a la página
51
A costa del libro
52
nar sus tallas con negro de humo para obtener pruebas en papel.
Por desgracia estas nuevas estampas, llamadas «en talla
dulce», tampoco se acomodaban al libro mejor que las xilografías,
pues estaban grabadas en hueco mientras que la tipografía im-
prime el relieve de los caracteres. Para integrar en el libro las imá-
genes grabadas en cobre había que proceder en dos tiempos y sa-
car aparte las ilustraciones para insertarlas en los cuadernillos en
páginas distintas de las del texto. Fue así como el éxito de la im-
prenta tuvo como consecuencia poner la imagen «fuera de
texto», o, en cierto modo, «fuera de juego», posición marginal en
la que ha permanecido al menos tres siglos.
Un libro de imágenes requiere una forma especial, a me-
nudo un formato más grande, a modo de álbum, que dé prefe-
rencia al enmarcamiento de la imagen, cuadrado o mejor aún
apaisado, llamado «a la italiana», incómodo para sostenerlo, para
pasar las hojas y para colocarlo en un estante. Las imágenes han
de estar organizadas en series más o menos coherentes. Es un ál-
bum, de alba, la página en blanco en la que cada uno escribe lo
que quiere. Así son los cuadernos de dibujo y los libros de viajes,
como los primeros libros xilográficos en los que se despliegan
vistas imaginarias de Roma o de Jerusalén, o las «Entradas reales>>,
«Pompas fúnebres» y otras ceremonias en las que la imagen abarca
el desfile de un cortejo.
Si tiene poco espacio en una página, la imagen puede
ocupar la doble página, pero entonces el pliegue la corta. El libro
oriental, con su pliegue en acordeón, se presta mejor a las series
de imágenes, favoreciendo también los géneros populares: escenas
familiares tratadas como croquis llamados mangas, itinerarios de
peregrinaciones, horas del día o de las estaciones. Oriente nunca
conoció esta división catastrófica de texto e imagen, que no está
inscrita en el ideograma y no adoptó la tipografía sino con las
mayores dificultades. Hoy no hay que sorprenderse porque el Ja-
pón haya conquistado el monopolio de la industria fotográfica, de
las fotocopiadoras, de los magnetoscopios y de los escáneres, de-
jando a los occidentales los procedimientos de codificación alfa-
bética. No se trata de una opción económica, sino efecto de la
cultura de la imagen.
53
La reducción al código
54
más célebre es la Iconolog{a de Cesare Ripa (1593), providencia de
pintores de historia hasta bien entrado el siglo XIX. El pintor Le
Brun publicó un diccionario de expresiones a cuyas formas, que
constituían un repertorio, había que ceñirse.
55
catalizador de estos significados mudos, inconfesados o inconfesa-
bles, huidos o inhibidos, todo lo no dicho del mundo. Concierne
a los artistas, pero también a los publicistas, a los sacerdotes y a los
políticos encontrar imágenes que hagan masa, federadoras, en las
que cada uno se reconozca y a veces sin siquiera saberlo, y nos den
la sensación de ser únicos estando juntos.
El universo modelizado
56
Battista Alberti, Alberto Durero, Leonardo da Vinci, Luca Pacioli
cuadriculan la imagen para inscribirla en unas leyes de la repre-
sentación capaces de mostrar las apariencias y de hacer que de-
sempeñen el papel de la realidad. La perspectiva, que permite res-
tituir en dos dimensiones las apariencias de la realidad y hacer de
la imagen, como se decía entonces, «una ventana abierta al
mundo», sigue siendo, no obstante, como ha demostrado Erwin
Panofsky, una forma simb6lica.
Después se acumulan los dibujos de ingenieros, las figuras
anatómicas desolladas, las vistas trigonométricas, los herbarios y
los mapas celestes. La economía necesita ingenieros y las ciencias
necesitan imágenes. En el grabado a buril, la geometría halla tra-
ducción en las soberbias planchas de Wentzel Jamnitzer y su Pers-
pectiva corporum regularium, publicada en Nuremberg en 1568; la
anatomía del cuerpo humano en las del famoso tratado de Vesa-
lio, De humani corporis fabrica, de 1583, y la geografía en el Atlas
major del impresor holandés Blaeu, la mayor empresa de edición
del siglo XVI.
La imagen no sólo permite el trabajo de laboratorio en
maqueta, la modelización del mundo, sino que también posee
otra ventaja sobre el texto: hace caso omiso de las barreras de las
lenguas y transmite su saber sin fronteras. El lenguaje de los ile-
trados -se olvida con harta frecuencia- es también el de los sa-
bios. Maqueta del mundo, la imagen se deja reducir o ampliar a
voluntad: microscopio y telescopio, permite la comparación teó-
rica poniendo las muestras a la misma escala: el átomo y la galaxia
se encuentran allí uno al lado del otro y, en la historia del arte, el
estilo de la más modesta medalla puede ser comparado con el de
una estatua, monumento: en imagen, ya no hay arte menor, como
proclama André Malraux en su Musée imaginaíre.
Diseños y designios
57
y los sabios bajo la denominación de «gabinetes de curiosidades».
Las flores secas, los animales disecados, las piedras preciosas se
mezclaban en ellos con los objetos exóticos, con los manuscritos
y con las estampas. El objeto de colección es ya una imagen,
puesto que es una muestra que representa a una especie o, por el
contrario, un caso extraordinario. Es un intermedio entre la rea-
lidad y la imagen, ya que, como ella, permite someter a observa-
ción a una naturaleza contrastada.
De esta observación experimental salió lentamente el cul-
tivo del dibujo, y el desarrollo de la industria aseguró en buena
medida su fortuna. Los ingenieros necesitan figuras exactas lo
mismo que los investigadores necesitan preparados bien hechos. El
diseño se emancipó de los libros, se desprendió de los frescos que
adornaban las casas ricas o las iglesias, al igual que el cuadro se
emancipó de las iluminaciones y de los retablos. La palabra «di-
seño» adquirió un doble sentido: es el trabajo preparatorio de una
obra acabada -pintura, mueble, arquitectura, máquina- pero es
también su plan, su proyecto, su designio.
En el mundo occidental moderno, el dibujo aparece sobre
pergamino en la Edad Media, en los cuadernos de arquitectura de
Villard de Honnecourt, entre 1230 y 1240, o en forma de sinopia,
boceto rápidamente trazado sobre el yeso antes de ejecutar la pin-
tura al fresco, o también de cartones para vidrieras y tapices. La his-
toria del dibujo, como la de la imprenta, estuvo ligada a la im-
portación del papel, soporte volante, provisional, que permite una
gran diversidad de útiles y de pigmentos: lápices, tintas, aguadas,
acuarelas, gouaches, carboncillo, puntas de plata o de plomo, bas-
toncillos de pasteles, tiza, sanguina, piedra negra, etcétera.
El instrumento de la ciencia
58
o explora el centro del mundo. Es un instrumento de laboratorio
que nos enseña que la realidad no se limita a lo que percibimos.
También los sabios, después de haber instrumentalizado la ima-
gen, desconfian otro tanto de ella.
El abuso de las imágenes puede ser peligroso: la represen-
tación de una realidad invisible no está exenta de riesgo de error,
y muchas imágenes de fisica o de astronomía no tienen más que
un valor pedagógico, llegando a falsear el objeto para que puedan
«dar una idea» a los ignorantes, valor que, no obstante, niega de
inmediato el especialista. Así, la imagen fue, al margen de la in-
vestigación, una herramienta de vulgarización de las ciencias que
produjo las obras maestras de Pierre--Joseph Redouté (1759-
1840), el «Rafael de las flores», o las láminas animalistas del dibu-
jante americano John-James Audubon (1785-1831). En 1739, el
abad Pluche publica en dieciocho volúmenes ilustrados su Spec-
tacle de la nature, ou entretiens sur les partícularités de l'histoire naturelle
qui ont paru les plus propres a rendre les jeunes gens curieux et a leur
former ['esprit.
El debate en torno al uso de la imaginería científica puede
tornarse más áspero cuando nos interrogamos sobre si es opor-
tuno comunicar imágenes médicas a aquellos mismos a quienes
representan. Cuando, a mediados del siglo XVIII, se quisieron po-
ner al servicio de la anatomía las nuevas técnicas de grabado en
color -las más demostrativas- para representar al natural las figu-
ras anatómicas desolladas en todos sus detalles, los cirujanos pro-
testaron, prefiriendo a estas láminas gratificantes e ilusionistas los
rigurosos dibujos en blanco y negro. Xavier Bichat, en 1801, no
veía en ellas más que «monumentos de lujo en los que unos bri-
llantes exteriores ocultan un vacío real».
La realidad que estudia la ciencia moderna escapa a la
imagen lo mismo que al espíritu y sólo se expresa en símbolos
matemáticos. La imagen deja pasar a toda velocidad las partículas
más pequeñas de la materia; no capta más que las huellas fulgu-
rantes de su trayectoria, y la inmensidad de los agujeros negros
sólo está representada por su ausencia. Los colores de las imáge-
nes llamadas «de resonancia magnética» o las de los mapas de te-
ledetección son tan brillantes como los de las pastelerías, pues no
59
representan la realidad y sólo están destinadas a la interpretación.
La imagen que ofrecen no es lo que vemos sino lo que debería-
mos o querríamos ver. A veces, en las ciencias más exactas, des-
criben lo que imaginamos y no muestran más que hipótesis. La
imagen de la naturaleza sigue siendo un artificio. Aun la más ob-
jetiva es una mentira, el resultado de un compromiso, como ya lo
era entre el hombre y los dioses.
60
VI El milagro de la reproducción
61
live [en directo, en vivo], como se dice, o «en concierto», hasta la
idolatría. Igualmente, las reproducciones de las obras de arte mag-
nifican su modelo, cuya autoridad es transferida al artista, que he-
reda este prestigio. La reproducción, lejos de desvalorizar el ori-
ginal, hereda una parcela de su prestigio y refuerza su poder.
62
obras de arte impulsó la producción de ilustraciones de grandes
obras literarias así como de paisajes o retratos, que la crítica aca-
démica, vinculada a la aristocracia, situaba en la parte baja de la
jerarquía de los géneros, dejando la primacía a los cuadros reli-
giosos, a las escenas de la mitología y a los cuadros de historia,
preferentemente bíblica o antigua.
El mercado de la reproducción
63
del arte Pierre-Jean Mariette va a Viena a clasificar los doscientos
noventa volúmenes encuadernados en cuero rojo de las estampas
del príncipe Eugenio de Sabaya (la actual Albertina). En 1725, Le
Mercure de France publica sus primeras críticas de arte (es decir, de
pintura). En 17 41 aparece la recopilación en grabados de los cua-
dros que componen la colección del riquísimo Crozat, mecenas
de Watteau.
Miniaturas y pasteles habían hecho su aparición en el Sa-
lón de 1739, los gouaches en 1759. Para reproducir mejor los cua-
dros, los grabadores utilizaban la «manera negra» que permite re-
producir los modelos. Pero el procedimiento resulta largo y los
ingleses prefirieron el punteado y el cilindro. Otros procedimien-
tos, como la aguatinta, dan la ilusión del dibujo y logran las me-
dias tintas. Ahora bien, para que la estampa fuera en color, era
preciso colorearla a mano, iluminación preciosa para ejemplares
únicos o procedimiento grosero para las series populares. ¿Cómo
conciliar las dos cosas e imprimir los colores con todos sus mati-
ces partiendo de una plancha? Esto parecía imposible hasta que
Newton, en 1666, observa la refracción de los colores a través de
un prisma triangular y, en 1672, publica la demostración de su
descomposición. Todo color puede ser obtenido a partir del ne-
gro y de los tres colores primarios, amarillo, rojo y azul. En 1735,
Jacques-Christophe Le Blon inventó la cuatricromía, que exigía
(y sigue exigiendo) la descomposición de los tonos en cuatro ma-
trices de base tiradas una después de otra en la misma hoja. Nues-
tras impresoras de ordenador ya no lo hacen y necesitan cuatro
cartuchos distintos. Fue una pasión: para reproducir cuadros y di-
bujos se vio aparecer la estampa a manera de lápiz en 1759, a ma-
nera de aguada en 1766, a manera de pastel en 1769 y a manera de
acuarela en 1772.
64
teoría de la pintura. Es la época de las primeras subastas públicas
de arte y de la aparición de los primeros grandes marchantes de
pintura y de estampas. El primer Salón, exposición nacional que,
en el Louvre, en los locales de la Academia, tenía el monopolio
de la pintura, se celebró en 1727. Después de 1730, las ventas se
multiplican, las estampas circulan de colección en colección. Se
publican los catálogos de los artistas más apreciados, como Ber-
nard Picart, en 1750. El marchante Basan escribió en 1767: «Me
he dado cuenta hace muchos años de que los catálogos de venta
de estampas eran buscados con mucho afán».
La década de 1750 marca el instante en el que la burgue-
sía se apodera del arte en forma de mercado: la imagen, en una
sociedad que busca su jerarquía, se convierte en un marcador so-
cial en el que cada uno inscribe sus ambiciones y su concepción
del mundo. La imagen artística, a través del estilo de los artistas,
los temas abordados, la rareza de las obras y la naturaleza más o
menos lujosa de los soportes se convierte en propagador de las
ideologías, que la crítica transforma en campo de batalla y el mer-
cado en ostentación de las fortunas.
En 1750, el alemán Baumgarten publicó una obra cuyo tí-
tulo ha dado origen a una disciplina: Aesthetica [Estética]. El mar-
chante Charles-Franc,:ois Joullain anota en sus Rijlexíons sur la
peínture et la gravure, en 1786: «El número de marchantes aumenta
(... ) hasta el punto de sorprender, tanto más cuanto que apenas se
puede sospechar de dónde han salido en tan poco tiempo». El
arte, abandonado a lo que se llama la «dictadura del mercado», ha
pasado del régimen aristocrático, cuya doctrina era que, en mate-
ria de gusto, el rey no autoriza más que el suyo, al régimen de-
mocrático; en el que Zola, crítico de arte, podía decir que el Sa-
lón era una amplia confitería donde se encontraban caramelos
para todos los gustos.
Entretanto, Francia había hecho tres revoluciones. La ima-
gen es para todos, pero cada clase tiene las suyas. La jerarquía so-
cial está estructurada por la jerarquía de las imágenes que cada
uno posee para sus colecciones o su decoración, según el grado
de autenticidad, rareza y precio de éstas, como cuenta Marcel
Proust en Por el camino de Swann hablando de su abuela: «Pero en
65
el momento de hacer la adquisición, y aunque la cosa represen-
tada tuviese un valor estético, a ella le parecía que la vulgaridad,
la utilidad, volvían a ocupar con demasiada rapidez su lugar en el
modo mecánico de representación: la fotografía. Intentaba va-
lerse de un ardid y, si no eliminar totalmente la banalidad co-
mercial, al menos reducirla, sustituirla por la parte más grande,
nuevamente el arte, introducir en ella a modo de varios "espeso-
res" de arte ... ».
66
Warburg) o incluso conversí6n (Didi-Huberman) y que Malraux
ha denominado «el doble tiempo del arte» (el de su creación y el
de su recepción) o metamoifosís. Pero no es esa lengua universal
que siempre se espera: las formas pueden olvidarse o permanecer
mudas. Rembrandt no tenía admiradores entre los de Rafael. Los
historiadores tienen que explicar cómo funciona este famoso «re-
flejo» a largo plazo con estos eclipses. Otro argumento socava la
teoría del reflejo: parece ser que la imagen no es el espejo pasivo
de una conjetura: desempeña un papel activo y contribuye a
construirla o a hacerla evolucionar.
67
sospechosa de pereza y de frivolidad a los ojos de los clérigos,
tuvo sus defensores entre los pedagogos.
El checo Comenius había publicado en 1658 uno de los
primeros métodos de aprendizaje de la lengua a través de la ima-
gen. Igualmente, en 1693, el filósofo inglés Locke observó, refi-
riéndose al joven lector en su obra Pensamientos sobre la educación,
que «si su ejemplar de Esopo contiene ilustraciones, ello le diver-
tirá aún más y le animará a leer». Si la imagen suscitaba, y sigue
suscitando, tanta renuencia, es que es indócil. Al no estar riguro-
samente codificada, es rechazada antes de ser comprendida. No se
aprende como una lengua y escapa a la férula de los maestros. El
mundo de la educación le fue hostil durante largo tiempo y, a
principios del siglo XX, Anatole France reprochaba aún a los
maestros que «enseñaran a topos», como todavía algunos en nues-
tros días.
La necesidad de la imagen es, sin embargo, irreprimible:
las guías de viajes, los periodicuchos, aquellos pliegos sensaciona-
listas que son los antepasados de nuestros tabloides, los calenda-
rios, los anuncios y los folletos hacían que la imagen penetrara en
los hogares modestos. La imagen impresa incluso había reempla-
zado, en los interiores burgueses, a los tapices en forma de papel
pintado, cuya boga se extendió después de 1760; requería una pe-
sada industria compuesta por grabados en madera ajustados y lar-
gas tablas de impresión que pueden verse todavía en el museo de
Rixheim. La técnica utilizada para producir estas imágenes pano-
rámicas estuvo en el origen de los primeros carteles ilustrados
con colores chillones, el primero de los cuales lo pegó en los mu-
ros de París, hacia 1840, el impresor Jean-Alexis Rouchon. El «re-
clamo» que se expresaba únicamente a través del texto se adornó
con imágenes que transformaron los paisajes urbanos. En 1858,
Jules Chéret tuvo un gran éxito con sus carteles de colores dul-
zones y, hasta fin de siglo, muchos coleccionistas se vieron afecta-
dos por la «cartelomanía». Los anunciadores lo están siempre.
68
La época de la prensa y de las actualidades
69
London News, en 1842. La primera página de su primer número
mostraba el incendio de Hamburgo: al dibujante se le había
echado el tiempo encima y se había limitado a añadir llamas a una
antigua vista de la ciudad. La primera imagen de actualidad estaba
ya trucada. Un año después fue imitado en Francia por
L' Illustration.
La auténtica novedad del siglo fue la invención de la lito-
grafia por el alemán Alo'is Senefelder. Un simple dibujo a lápiz
graso sobre una piedra que retenía la tinta ofrecía por fin la po-
sibilidad de dibujar en vez de grabar, es decir, de imprimir direc-
tamente cualquier escritura o cualquier imagen, como sobre un
manuscrito. El divorcio entre el texto y la imagen había con-
cluido. La litografia fue empleada de inmediato para reproducir
mapas o partituras musicales, pero sobre todo imágenes a bajo
precio, a las que se acusó de mal gusto: portadas de novelas, cari-
caturas, en una época en la que las masas estaban accediendo a la
política. Permitió también a los pintores románticos, como Dela-
croix, popularizar sus obras, y a los académicos dar amplia difu-
sión a la reproducción de sus obras maestras. Fue gracias a la li-
tografia como pudo aparecer en París, en 1832, Le Charivari,
primer diario ilustrado, con una tirada de tres mil ejemplares, que
publicaba las bromas republicanas de Honoré Daumier.
70
VII Fotografía: ¿la adherencia a lo real?
71
automáticas del fotomatón o de las cámaras de tele-vigilancia, la
foto oculta su juego haciéndonos creer en su objetividad. La di-
gitalización, al poner por delante el artificio de la imagen y la po-
sibilidad de rehacer una fotografía, nos ha desengañado del
«efecto de realidad». Hay que admitir que detrás de todo objetivo,
incluyendo mis gafas, hay una espera y hay una elección.
Esperando la foto
72
bujo con la «cámara clara», a través de un bastidor con un papel
translúcido cuadriculado, para copiar un paisaje y representar con
más facilidad la perspectiva, habían sido estudiadas por Abraham
Bosse, grabador y matemático, en el siglo XVII. El ennegreci-
miento de las sales de plata bajo la luz se utilizaba para transmitir
mensajes secretos, y la capacidad del hiposulfito de sodio para fi-
jar esas imágenes virtuales había sido demostrada en 1802.
Hacia 1817, lo que buscaban Nicéphore Niépce y muchos
otros era trasladar estas itnágenes naturales directamente sobre una
piedra o un zinc litográfico para poder imprimirlas. Lo que
Niépce consiguió diez años después no respondía más que par-
cialmente a sus esperanzas. No solamente sus imágenes, bastante
borrosas, eran en blanco y negro, sino que además no eran re-
producibles. Murió en 1833 legando a su hijo este éxito a medias.
Hacia 1760, Marie Tussaud había aprendido del médico
Philippe Curtius el arte de esculpir bustos en cera, que resucitaba
las efigies mortuorias romanas, y lo convirtió en una atracción en
París, en el Palais Royal, antes de ser condenada durante la Revo-
lución a ser decapitada, y luego indultada y exiliada en Inglaterra,
donde su teatro de celebridades de cera atrajo a las multitudes. La
fascinación de la semejanza cautivó al pueblo. Los espectáculos lla-
mados «panoramas», decorados inmensos que, con grandes efectos
de luces y sombras, reconstruían la batalla de Austerlitz o una
aurora boreal, hicieron furor en los bulevares parisienses.
Uno de los empresarios organizadores de estos espectácu-
los, Jacques-Mandé Daguerre, perfeccionó el procedimiento de
Niépce y obtuvo una imagen fijada sobre metal que bautizó
como daguerrotipo.Vendió su patente al Estado, que lo «regaló a la
humanidad», es decir, a los industriales y a los aficionados que
quisieran hacerlo fructificar. Francia estaba descubriendo el libe-
ralismo, la libre empresa y su consigna: «enriqueceos». El anuncio
del descubrimiento se realizó solemnemente el 7 de enero de
1839, ante las cinco Academias reunidas, por el diputado de iz-
quierdas y célebre fisico Arago, cuyo lírico discurso profetizó:
«Pronto veremos las bellas estampas que no se encontraban más
que en los salones de los aficionados ricos adornar hasta la hu-
milde morada del obrero y del campesino». No se equivocaba.
73
Sin embargo, lo mismo que las «heliografías» de Niépce, el
daguerrotipo no era reproducible, lo cual constituía una gran des-
ventaja para su industrialización. La fotografía, tal como la conoce-
mos, se la debemos al inglés William Henry Fox-Talbot, que con-
siguió, en la misma fecha, sensibilizar un papel translúcido, el
«negativo», del que se podían sacar tantas pruebas como se deseara.
No sin dificultades: le costó dos años publicar, de 1844 a 1846, un
libro de título revelador, Pencil cf nature, que contenía veinticuatro
planchas pegadas en cada ejemplar. Ni Talbot ni Daguerre respon-
dieron verdaderamente a las esperanzas de imprimir las imágenes
fotográficas. Hubo de pasar aún medio siglo para que se lograse.
La daguerromanía
74
La imagen artística -cuadro, dibujo, estampa-, liberada de
toda regla ligada al orden fijo del mundo, pasó a ser terreno de ba-
tallas simbólicas, así como un poderoso marcador social para las so-
ciedades democráticas cuya jerarquía no está inscrita de antemano
en unos gustos obligados. Pronto se introdujo a la fotografía en
este debate. ¿Era un arte? Los fotógrafos pretendían ser artistas, y
algunos lo son, sea cual fuere el sentido que se da a esta palabra. La
fotografía debió sin embargo su éxito a su capacidad para copiar
mecánicamente su modelo. Torpe para fijar el movimiento antes
de recurrir al procedimiento al colodión de Frédéric Scott Archer
en 1851, la foto se convirtió, no obstante, en sinónimo de testimo-
nio irrecusable, victoriosa sobre el lenguaje: «Describirla es cosa
imposible y me veo por tanto obligado a remitir a mis fotografías
para dar una justa idea de ella», escribe Auguste Salzmann en 1856
como prefacio a su álbum sobre Jerusalén.
Los retratos en «tarjetas de visita», los álbumes de viajes, de
botánica o de medicina lo manifiestan enseguida. La foto se con-
vierte en un arma política: Gambetta la utiliza para sus campañas,
pero no quedan más que retratos como padre de familia de este
orador fogoso, muerto en 1882, poco antes de extenderse el uso
de la gelatina-bromuro. Este procedimiento, inventado por Ri-
chard Leach Maddox en 1880, acortaba el tiempo de posado hasta
la instantánea, progreso indispensable, abriendo el camino a la
foto de reportaje.
75
concederse el premio a Alphonse Poitevin por sus soberbias pero
todavía caprichosas fototipias, por delante de Charles Negre con
sus no menos soberbios pero igualmente costosos heliograbados.
De los delicados «fotoglípticos» se podían imprimir dos mil ejem-
plares. Algunos impresores se equiparon para este difícil ejercicio.
Un manual de la época lo describe así: «En los talleres del señor
Goupil y Cía., en Asnieres, cinco series de seis prensas cada una
son colocadas sobre mesas circulares y giratorias. Una persona
maniobra cada una de estas mesas; entinta y carga sucesivamente
las seis prensas haciendo girar la mesa». Desgraciadamente, este
procedimiento tenía un coste disuasorio y fue abandonado. Los
clichés impresos y pegados uno a uno sobre cartones seguían
siendo, a fin de cuentas, el medio menos arriesgado para editar las
fotografías.
Por perfectos que fuesen, estos procedimientos no sopor-
taban la producción en masa. Poco a poco se renunció a las finas
fototipias, proveedoras de tarjetas postales, y a los heliograbados
aterciopelados, inspirados en la aguatinta. Los periódicos ilustra-
dos recurrían a dibujantes cuyos dibujos habían de ser paciente-
mente grabados en madera o en acero para imprimirlos. Así,
Constantin Guys dibujó para la prensa la guerra de Crimea, que
los fotógrafos Roger Fenton, para la reina Victoria y Eugene
Mehedin, para Napoleón III, cubrían con pesadas cámaras sin que
sus fotografías se pudiesen imprimir.
Los grabadores de reproducción v1v1eron entonces una
época gloriosa, pues eran los únicos que podían responder a la in-
mensa demanda de imágenes: reproducciones de cuadros céle-
bres, vistas turísticas, láminas técnicas, imágenes piadosas, etcétera.
El litógrafo Lemercier tiene cien prensas en París, Georges Bax-
ter lanza en Londres sus populares Baxter Prints, y la empresa
Currier and Ives desarrolla en Estados Unidos una industria de la
cromolitografía en colores llamativos. Más dura será la decaden-
cia de estas industrias a fin de siglo, después de los progresos que
permitieron por fin imprimir las fotografías en grandes tiradas.
76
El milagro de la trama
77
tardaban catorce minutos en transmitir una foto. Era mejor que
el telégrafo óptico, que la Convención había encargado a Claude
Chappe y que en 1793 unió París y Lille a través de 534 estacio-
nes, que se observaban con gemelos, si el tiempo estaba des-
pejado.
En 1869, Louis Ducos de Hauron y Charles Cros habían
revelado simultáneamente pruebas de fotografía en color, siempre
por descomposición de los colores primarios. En 1903, los her-
manos Lumiere inventaron un procedimiento de fotografía en
color especialmente sensible: el autocromo. El multimillonario y
humanista Albert Kahn equipó con él a sus operadores, a los que
envió, entre 1909 y 1931, a formar el primer banco mundial de
imágenes: «Les Archives de la planete», setenta y seis mil fotos y
ciento ochenta kilómetros de película, siempre conservados junto
a su jardín japonés y a su bosque de los Vosgos, en Boulogne-Bi-
llancourt.
La imagen no ha cesado de perfeccionarse en ningún mo-
mento. En 1881, George Eastman creó la Eastman Dry Plate
Company, que pasaría a ser Kodak y a producir en 1888 una ca-
jita portátil provista de una película de cien vistas, que costaba
veinticinco dólares, e iba acompañada del eslogan: «Clic clac,
apriete el botón y Kodak hace el resto».
78
fotografiado, había toda una gama de reproducciones que se
adaptaban a la diversificación de los públicos, desde el dibujo de
prensa y el «cromo» hasta el «póster» y la estampa de pintor.
El artista firma esas imágenes impresas como si se tratara
de dibujos -como hicieron los impresionistas a partir de 1874- y
limita cuidadosamente su tirada a unos pocos ejemplares. Incluso
en ocasiones, paradoja suprema, como Degas, hacen monotipos,
imágenes impresas en un solo ejemplar. Un decreto francés de
1992 exige que una estampa, para ser original y quedar fuera del
régimen de los productos industriales, haya sido hecha por el pro-
pio artista e impresa en un cierto número de ejemplares. Para la
fotografia, también arrastrada al mercado del arte, ese número se
establece en treinta. La prueba treinta y uno excluye al conjunto
de la categoría de los objetos artísticos.
Mucho antes de la invención de la fotografia, los artistas
habían marcado sus distancias. No se vieron todos sofocados bajo
la avalancha. Lejos de cumplirse las profecías que predecían su
pérdida, encontraron, como contrapunto a la imagen ilusionista o
documental, un dominio en el cual eran los únicos maestros. El
arte pictórico se definió entonces abiertamente como una inven-
ción capaz de evocar todo el espectro de lo imaginario, hasta lle-
gar a la abstracción, de componer otro mundo y no un sustituto
de éste. La fugacidad del movimiento, la evocación del tiempo
que pasa, se convirtieron en los grandes temas de los pintores y
de los grabadores. No se dedicaron ya a transmitir la impresión
táctil de unos objetos fijos y delimitados en el espacio, que tie-
nen, en conformidad con las economías tradicionales, un funda-
mento inmobiliario o hipotecario, sino a representar el valor del
instante y de lo inestable, de lo íntimo y de lo banal, ya se trate
de los efectos climáticos de los impresionistas o de las asimetrías
de los ukiyo-e, esas «imágenes de un mundo efimero y en movi-
miento» que tanto apreciaban los japoneses y que Occidente des-
cubrió con embeleso a partir de 1860.
Es la época del Ensayo sobre los datos inmediatos de la con-
ciencia de Bergson (1889), de la teoría de la relatividad de Eins-
tein (1905), de En busca del tiempo perdido de Proust (1913). La
imagen da cuenta de un mundo móvil, en el que todo cambia y
79
se intercambia. La belleza absoluta de las viejas jerarquías ha de-
jado paso a la estadística. La matemática ha triunfado sobre el len-
guaje. En el cambio de siglo, la imagen está por doquier: el car-
tel la fija en los muros, la pintura y la estampa hacen de ella el
prototipo del objeto de un arte singular, la ciencia la convierte en
una de las principales herramientas de sus increíbles progresos.
No le falta más que el gesto y la palabra.
80
VIII Del teatro de sombras al magnetoscopio
81
fenaquistiscopio de Joseph Plateau, de 1832, y del praxinoscopio de
Émile Reynaud, de 1879, basados en el fenómeno de la persis-
tencia retiniana, por el cual, al hacer desfilar a gran velocidad
imágenes fijas, éstas produzcan la ilusión de que se animan, el
taumatropo de John Ayrton (1825), el poliorama de Armand Lefort
(1849), el fotobioscopio (1867), el zootropo (1870) y el lampascopio
(1880). En 1894, Thomas Edison lanza sus kinetoscopios, aparatos
de uso individual en los que se imprimía movimiento a unos fi-
cheros rotatorios de imágenes para narrar una historia en imá-
genes.
En 1896 se registraron ciento veintiséis patentes de dispo-
sitivos para la proyección de imágenes animadas. Demasiado
tarde. Los hermanos Louis y Auguste Lumiere habían registrado
la suya el 13 de febrero de 1895, y el 28 de diciembre, en el Gran
Café del Boulevard des Capucines, presentaron el cinematógrafo.
Su decisivo invento supuso la utilización de una película flexible
y la sincronización del delicado mecanismo que accionaba el des-
file regular de fotografias a quince imágenes por segundo, tanto
en la toma de imagen como en la proyección, de las que se en-
cargaba el mismo aparato provisto de una linterna, desmultipli-
cando así el «efecto de realidad».
El gesto se había conseguido. Faltaba la palabra. Aun com-
puesta como un discurso y respetando el orden y las figuras de
éste, la imagen seguía siendo una «poesía muda». Como en el
teatro, había que acompañar la proyección de la película con una
representación musical, esperando así poder armonizar los sopor-
tes: cilindro, disco, bobina, película y sincronizarlos. Por otra
parte, nos encontramos con los mismos apasionados descubrido-
res: Charles Cros, que hizo imprimir la primera fotografia en co-
lores (la reproducción de un cuadro de su amigo Édouard Manet
presentado al Salón de 1882), inventó el paleófono, mientras que
Edison fundaba en 1876 su compañía, de donde salieron el fonó-
grafo, el telégrafo y el micrófono. En 1901, Léon Gaumont regis-
tró la patente de un cronófono, inaugurando así el siglo de lo
audiovisual, y en 1910 efectuó el primer registro simultáneo de
sonido e imagen: la conferencia del profesor Arsene d' Arsonval,
célebre fisico especialista en las aplicaciones médicas de la elec-
82
tricidad. El cine fue sonorizado en 1919. En 1927, fecha de El can-
tante de jazz, ya había aprendido a hablar.
83
fija suspende el tiempo. Se podría incluso creer que lo detiene. T:
vez la moda de la imagen mortuoria, tan cultivada hasta el sigl,
XIX, nos parece más inquietante, incluso terrible, desde que 1
imagen puede hacer revivir a los difuntos.
Paradójicamente, para animar la imagen fija hay que mul
tiplicarla, fragmentarla en instantáneas. La animación es una ilu-
sión óptica. La imagen permanece fija, es el aparato el que la hac(
moverse. Lo mismo que el gris grabado o digitalizado no es má:
que una infinidad de puntos, la velocidad es una serie de inmo-
vilidades, lo que da la razón al sofista Zenón, que demostró qm
todo movimiento es imposible, pues el recorrido siempre se
puede fraccionar en segmentos más cortos.
A menudo se considera al médico Étienne-Jules Marey
como un precursor del cine por su invención en 1886 de la cro-
nefotografia, dispositivo que permitía estudiar un objeto en movi-
miento mediante una rápida serie de instantáneas. Era lo contra-
rio del cine, pues su finalidad era fijar lo que se mueve y no hacer
moverse a la imagen fija. Los reporteros fotográficos utilizan en
nuestros días unos aparatos que toman imágenes fijas «a ráfagas»;
los más perfeccionados, en los laboratorios, toman hasta dos mil
imágenes por segundo. No por ello son menos fijas.
La imagen animada es prisionera de un tiempo que no le
pertenece, el tiempo del lenguaje, de los sonidos que la acompa-
ñan. Las artimañas de la imagen animada para despegar su propio
tiempo del tiempo de lo que se representa constituyen buena
parte de la historia del espectáculo, desde la regla de las tres uni-
dades hasta la ficción del «directo» y sus diversos artificios: mon-
taje, plano de corte,flash-back, etcétera. Chris Marker ha explo-
rado sus fronteras y sus fallos.
Solamente la imagen fija escapa a la duración de la lec-
tura. Toma su tiempo. Por este hecho, tiene un peso particular.
Lessing sigue teniendo razón: la imagen fija es global e inme-
diata. Lo cual no quiere decir que no esté impregnada de un
largo pasado. El tiempo está retenido en ella como la energía en
un acumulador. El espectador puede liberarla a su gusto. El
tiempo de la imagen fija no es ni el de los relojes ni el de la len-
gua. Aguarda, almacenado en su superficie, a que una mirada
84
tl venga a despertarlo. Esa mirada posada en una imagen fija es el
beso del príncipe.
a Así, en los museos y en las galerías de arte, los cuadros,
contrariamente a la costumbre antigua que los colocaba a modo
de mosaico en toda la superficie de la pared, se suceden en ella
como para contar su historia, curiosa asimilación de la imagen al
libro y a la lectura. El libro, sin ninguna duda, ha conservado la
imagen fija en sus deseos de movimiento. No basta con pasar las
páginas para hacer que se mueva la imagen, que sigue estando en-
marcada en la página y rompe la lectura. Para inventar el cine era
primero necesario que la prensa habituara al lector a saltar de una
columna a otra, a mezclar encuadramientos y líneas, a hacer del
texto una imagen y cultivar la moda del jeroglífico.
En el siglo XVI empezó a sentirse la necesidad de animar
los libros con láminas desplegables, de hojas superpuestas, de fi-
guras móviles pegadas a la página. Se considera que la Cosmogra-
fía de Pedro Apiano, de 1524, es el más antiguo de estos libros en
la historia de la imprenta: en ella es posible animar los astros
como en un pequeño planetario. Los libros de anatomía recurrían
con frecuencia a estas imágenes recortadas; en el siglo XVIII se
convirtieron en un juguete para niños denominado pop-up books.
Los peep shows podían ser más complicados, pues ofrecían
perspectivas, como en las cajas de óptica, unos teatros en minia-
tura que representan en varios planos el panorama de Venecia o
de Londres sobre los cuales se hace que desciendan crepúsculos y
despunten auroras y se ilumina la noche con pequeñas antorchas.
El juguete para niños ha pasado a ser un juguete para adultos,
pues basta con levantar el tejado para ver lo que pasa en el dor-
mitorio, o simplemente mirar por el ojo de la cerradura. La es-
cena, por muy vulgar y real que sea, es proclamada imagen: basta
con que esté oculta y sea después descubierta. El secreto excita el
imaginario; desvelado, aparece como una imagen. La curiosidad
convierte todo objeto en imagen.
85
Un bastardo del libro y la imagen:
la historieta gráfica
86
Goethe estimaba a Topffer. Víctor Hugo hizo historietas gráficas,
pero no las publicó. Este estatus equívoco de la historieta gráfica
no la ha abandonado, perpetuando la tradición de la imagen
como discurso para la gente sencilla, pero también como expre-
sión irreemplazable de lo imaginario.
La fortuna de las historietas gráficas fue obra de los pe-
riódicos ilustrados europeos desde mediados del siglo XIX, pero
debe mucho a la herencia de Hokusai y los mangas japoneses así
como a los camics americanos, esos bastardos del libro y la imagen.
En Estados Unidos, lo mismo que en Japón, la imagen no tenía
tan mala reputación como en Francia, donde, durante mucho
tiempo, en lugar de «bocadillos» se insertaba debajo de cada ima-
gen un texto tipográfico sabiamente recompuesto.
A partir de 1905, Winsor McCay creó con Little Nema in
Slumberland (el país de los sueños) una historieta gráfica que hizo
que la imagen se volcara en el sueño. Todo se agita. Las formas se
estiran, se superponen; un personaje que estornuda hace estallar
el encuadramiento de su imagen. El dibujo animado estaba al al-
cance de la mano de este dibujante, que en 1911 hizo de Little
Nema uno de los primeros dibujos animados modernos con cua-
tro mil imágenes.
A continuación de los flip baaks y de Edison o del Thééitre
aptique de Émile Raynaud, el francés Émile Cohl había realizado
en 1908 un dibujo animado titulado Fantasmagarie. Luego se va-
lió de los alegres animales de Benjamín Rabier, antes de ser re-
clutado para marchar a Estados Unidos, donde ya estaba el ratón
Ignaz haciendo trastadas. Mickey fue concebido más tarde, en
1928, y las primeras películas de Walt Disney aparecieron en 1929.
87
Larousse, los haces de electrones emitidos por el cátodo «son di-
rigidos sobre una superficie fluorescente donde su impacto pro-
duce una imagen visible». Esta propiedad fue aprovechada por el
ruso Vladimir Zworykin, que, emigrado a Estados Unidos en
1919, inventó entre 1923 y 1929 su primer aparato, el iconoscopio,
mientras que el inglés John Logie Baird hizo funcionar en 1925
su televisor, e incluso en 1928 probó suerte con el color, siempre
según el principio de la descomposición tricromática.
En Francia, René Barthélémy consiguió realizar, el 1 de
abril de 1931, la primera retransmisión, con una definición de
treinta líneas, entre París y Le Havre. El mismo año se hicieron
las primeras emisiones en Nueva York, desde lo alto del Empire
State Building. Paris Télévision emitió el primer programa regu-
lar, una hora por semana, en diciembre de 1932; en 1935 se insta-
laron estudios y en 1939 se lanzó la red francesa desde la Torre
Eiffel. El primer televisor tenía forma de tubo, una especie de ca-
ñón de imágenes, en cuyo extremo se situaba la pantalla fosfores-
cente, circular y abombada. La guerra lo interrumpió todo. El
programa se reanudó en 1947 desde la calle Cognacq-Jay; en 1949
se difundió el primer diario televisado francés. Tuvieron que pasar
veinte años para cubrir la totalidad del territorio con repetidores.
El procedimiento en color de Henri de France fue adop-
tado en 1959, aunque los americanos ya tenían el suyo desde 1953.
El 1O de julio de 1962, gracias al satélite Telstar, las imágenes de
televisión cruzaron el Atlántico a través de varios repetidores, uno
de los cuales era la cúpula de radar de Pleumeur-Bodou -hoy
transformada en museo de las telecomunicaciones-, y llegaron
hasta las pantallas europeas.
La producción de imágenes electrónicas conquistó al gran
público. Era posible grabarlas con el kinescopío, fijándolas en una
película cinematográfica, procedimiento demasiado complejo
que dejó paso a la banda magnética. El registro magnético, aun-
que asimismo analógico, tiene su origen en un principio total-
mente distinto. Según el efecto electromagnético, descubierto por
el danés Hans Christian Oersted en 1820, una corriente eléctrica
actúa como un imán y fija la orientación de las partículas inclui-
das sobre un soporte. La sociedad Ampex lanzó los primeros
88
magnetoscopios en 1956, abriendo el mercado de la imagen ani-
mada para todos y el desarrollo de géneros nuevos: familiares,
profesionales, documentales o de simple duplicación. Una banda
de vídeo se diferencia de una película cinematográfica sobre todo
en que las imágenes, aunque organizadas en secuencias, no están
separadas en ellas en imágenes fijas; el registro es reversible y la
cinta, que se puede reproducir con facilidad, se ajusta a las nece-
sidades de aficionados y artistas.
Al contrario que la foto, el cine o el vídeo, la televisión no
ha dado lugar a un arte. Con una distribución (el 95 por ciento
de los hogares en Francia) que iguala la del agua y la electricidad,
la televisión reúne círculos de consumidores, no de aficionados.
Pocos realizadores han dejado hasta ahora su nombre en la histo-
ria del arte más que como cineastas. Las hazañas de Jean-Chris-
tophe Averty no han compensado las interminables horas de de-
bate y de retransmisión de películas. Los efectos nuevos
anunciados por los spots publicitarios o los clips musicales son, sin
embargo, una mina de inventiva y una escuela para los realizado-
res, sostenida por el comercio de DVD.
Los artistas gráficos y los escritores se han consagrado al
vídeo o al arte digital, pero la televisión no ha establecido esa re-
lación singular entre realizadores, productores y espectadores. La
televisión, cuyos programas y cuyo consumo suscitan tantas críti-
cas, apenas es juzgada en cuanto a su calidad estética o inventiva,
en el mejor de los casos en cuanto a sus proezas técnicas o a la
pertinencia de las imágenes. Es recibida más bien como una ima-
gen ritual. Los sociólogos no cesan de comparar el puesto de la
televisión, que reemplaza al fuego del hogar, con un altar privado.
La fascinación del «directo», la popularidad de los presentadores,
la liturgia de los platós, en presencia, las más de las veces, de un
público beato, tenderían a demostrarlo. La televisión es una misa
permanente que, si no congrega a los creyentes, une al menos a
una sociedad. Ha venido a ser como unos oficios cotidianos, pero
como arte sigue siendo un arte doméstico.
El desarrollo del «vídeo a la carta», que permite descar--
gar individualmente las emisiones favoritas de cada uno, ¿va a
convertir la emisión televisiva, al alentar las opciones y su fijación
89
mediante una apropiación personal, en una obra y al telespecta-
dor en un «aficionado a la televisión»? La televisión permanece
por el momento dentro de la categoría de la conversación o del
tiempo que hace. Ha banalizado la era audiovisual inaugurada por
el cine sonoro.
Desde que la imagen se encontró con el sonido, se han
quedado como paralizados el tacto, el gusto y el olfato, que son
sin embargo los primeros lugares de saber de la nutrición. La vista
y el oído, los dos vectores más utilizados por la comunicación hu-
mana, han ganado por la mano a los otros. Son los más inmate-
riales, los únicos que sabemos grabar y transmitir a distancia. Ahí
está su ventaja: fundamentan relaciones humanas mundiales y van
incluso más allá de nuestro planeta.
90
IX Bienvenidos a la videosfera
91
El papel de lo real
92
Los iconos modernos
93
El propietario de una imagen ¿es su autor, o el autor de
su modelo, o bien el propietario del modelo, a menos que sea
el propietario del soporte de esa imagen, coleccionista o mar-
chante? Con el mundo digital, el problema se vuelve inextrica-
ble. No solamente los autores se subdividen en numerosos titu-
lares, sino que cada registro, cada copia, engendra un nuevo
estrato de autores y la primera generación se aleja, sin extin-
guirse, a su pesar, ahogada bajo el peso acumulado de las repro-
ducciones. ¿Se puede seguir hablando de «copia» cuando la
imagen es transmitida y descargada en forma de fichero digital?
¿No se trata más bien de un «don»? Pero, si no hay «copia», ¿qué
pasa con el concepto de original y qué autor tiene su exclusi-
vidad?
Pixel Power
94
Antes del cine, en 1884, el disco de Paul Nipkow, perfo-
rado por unos orificios dispuestos formando espirales y lanzado
a veinticinco revoluciones por segundo, captaba en cada vuelta
los impulsos lumínicos del conjunto de la imagen. Esta expe-
riencia se vio superada por las investigaciones sobre el micros-
copio de barrido electrónico, que analiza sus objetos partícula
a partícula, a la escala del nanómetro (una millonésima de mi-
límetro). Los trabajos que para Telefunken llevaron a cabo, en la
década de 1930, Max Koll y Manfred von Ardenne condujeron
a la vez al perfeccionamiento del microscopio electrónico y a
la televisión. La invención del láser en 1960 y la digitalización
permitieron reducir las imágenes a «píxeles» (picture's element)
hasta varios millones por pulgada cuadrada; el límite está aún
lejano.
A la velocidad de la luz
95
tres años, estuvo en el origen de la invención de la televisión
de la casa Bull. Gracias a la digitalización -reducción de tod
forma a unidades binarias, lleno y vacío, positivo y negativc
blanco y negro-, es posible dirigir, modificar y transmitir cad
píxel. La imagen se define entonces matemáticamente como un
superficie cada uno de cuyos puntos está determinado por st:
coordenadas.
El fotograbado electrónico se desarrolló en la posguerra ~
en los años setenta, el plomo desapareció en beneficio de las fo
tocomponedoras. En 1977 apareció el tratamiento de textos e1
microordenador. En 1979 se otorgó el premio Nobel de medicin
a G. Newbold Hounsfield por su investigación del escáner, qu
dio nueva vida a la imaginería médica, ya enriquecida, desde e
descubrimiento de los rayos X por W C. Roentgen en 1895, coi
múltiples técnicas de introspección en el cuerpo humano: escin
tigrafía, arteriografía, resonancia magnética nuclear, que analiz,
los cuerpos inmersos en un campo magnético; ecografía, termo·
grafía, endoscopia. La cámara, cada vez más intrusiva, asociada a
ordenador, permite un tratamiento microscópico de la imagen y
gracias a ello, la microcirugía.
96
y Los primeros videojuegos no fueron concebidos como
la juegos sino como experiencias de instalación de la calculadora. En
esto consistió el célebre Tennís for two en 1958. En los años setenta,
'a Spacewar y otros juegos invadieron las «arcades» o galerías ruidosas
a y centelleantes adonde va uno a aturdirse con imágenes. La ima-
LS gen electrónica se convirtió en un arte popular con Pong, lanzado
por Atari en 1975; Space ínvaders, en 1978, y Pacman, en 1980. Uno
f, de los primeros fabricantes de juegos para las «arcades», Namco,
fabricaba tiovivos: la verbena entró en la videoifera. La realidad vir-
n tual ha reemplazado a los tragabolas y al tiro al blanco. Los video-
a juegos se han convertido en un sector de la economía de la ima-
e gen, por el mismo concepto que la televisión y el cine: la creación
:l de un nuevo juego puede costar tanto como la producción de una
1 película de gran espectáculo, unos cuantos millones de euros, y
emplear durante varios años a equipos de centenares de infor-
a máticos y de dibujantes, con los cuales nuestras viejas categorías
tienen dificultad para diferenciar entre ingenieros y artistas, como
si hubiéramos vuelto a los tiempos de Leonardo da Vinci.
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La batalla por la conquista del relieve se venía librando
desde hacía mucho, desde el siglo XVIII, con las cajas de óptica y
las linternas montadas sobre raíles. Después de la invención de la
fotografía, las vistas estereoscópicas tuvieron un gran éxito popu-
lar. La percepción del relieve por nuestra visión binocular, que
nuestro cerebro sintetiza, fue trasladada por David Brewster, en
1844, a dos placas casi idénticas pero ligeramente desplazadas, y
observadas a través de un aparato binocular. El procedimiento fue
comercializado en 1850 y puesto a disposición de los aficionados
en 1883. Mucho más tarde, en 1947, se ideó el holograma, que se
basa en la interferencia de dos haces, procedentes uno del aparato
y otro del objeto, y da una ilusión de profundidad.
Para ganar la batalla del relieve era preciso liberarse de toda
percepción de la pantalla; en ello se han esforzado conectando re-
ceptores al cuerpo humano para transmitirnos la imagen, perci-
bida en un casco que sirve de horizonte, y dar la ilusión de que
nos movemos en un espacio en tres dimensiones entre las repre-
sentaciones de los objetos que se pueden agarrar en toda virtuali-
dad. La manipulación de las imágenes parece no tener límites. Se
anuncia un sciftware capaz de desacelerar los agrupamientos de cada
conjunto de píxeles con el fin de poner al descubierto los artifi-
cios que permiten, hoy, dibujar todo lo que se quiera con imá-
genes fotográficas y de este modo precavernos de un «efecto de
realidad» sintético, que aquéllos han llevado a un punto extremo.
98
No obstante, es necesario que el reconocimiento de for-
mas sea un reconocimiento de sentido y que la imagen se con-
vierta en una especie de lengua, como habían soñado los des-
cifradores de jeroglíficos o los inventores de lenguas universales.
La imagen cortocircuita el lenguaje. Entre código y analogía la
frontera es cada vez más porosa: ninguna imagen está exenta de
código, convenido entre los que la enseñan; ninguna escritura
está desprovista de emociones y de significados simbólicos, pero
sigue existiendo una oposición entre lo sensible y lo inteligible.
La digitalización también hace caer los muros entre imágenes y
sonidos, inscritos por igual en los chips de silicio u otras mate-
rias conductoras, cuyos circuitos no están limitados más que
por las capacidades de los microscopios electrónicos que sirven
para trazar su camino, para colocarlos por paquetes en un orden
cuya complejidad desconocen hasta los ingenieros que los cal-
culan.
99
el corazón de la pintura china, en la cual la imagen brota del gesto
como una prolongación del cuerpo, del aliento y de su reducción
al silencio.
Cuando la imagen se araña o se graba en la propia piel,
se convierte en escarificación, en cicatriz. Su interiorización
puede llegar a ser trágica. Las neurosis y las psicosis son a me-
nudo enfermedades de la imagen de uno mismo y de la imagen
de los otros. La triste escena que ofrece el círculo de mirones en
una acera, un proyector, un escaparate, un estrado, un traje, una
nariz postiza o cualquier accesorio son necesarios para distan-
ciar lo real de la imagen, desconectarla, proteger a la imagen de
su entorno, como las empalizadas del ruedo y al espectador de
la locura.
La identificación de la imagen con su modelo funciona
como una trampa. Hay que «desembragar», defiende Daniel
Bougnoux, «desfusionar» la imagen de la presencia. Este ejercicio
no siempre es fácil. Las nuevas tecnologías, al mediatizar la ima-
gen con toda clase de máquinas, son, por la presencia de su pe-
sado material, menos insidiosas que las imágenes que se presen-
tan a simple vista, sin aparato, como una sombra, un espejo o un
reflejo. Cuanto más instrumentalizada esté la imagen, más identi-
ficable resulta como imagen. Los niños aprenden deprisa, a poco
que se les ayude, a comprender que una imagen no es la realidad,
pero que tampoco es una ilusión. Tiene su vida propia, su razón
de ser, un autor, un público. No hay cine sin cámara.
Las imágenes más perversas son las que están habitadas
por su modelo o que se hacen pasar por un modelo. Un tatuaje
convierte a una persona en una imagen de carne. Las máscaras
detrás de las cuales se esconden hombres que dicen ser dioses,
antepasados o espíritus resultan aún más inquietantes. Por su-
puesto, vemos que se trata de una máscara y no de un rostro,
pero ello se debe a los dos agujeros, a la altura de los ojos, que
permiten al enmascarado vernos a nosotros sin ser visto y le dan
vida. Una máscara funeraria, con los ojos cerrados, disimula la
muerte. Pero una máscara esconde lo desconocido, es una ima-
gen por defecto, que deja creer no se sabe qué, no se sabe quién,
y que da miedo.
100
Una máscara es una imagen viva, como esos mmensos
adornos del Teyyam indio, en los despliegues extravagantes de
plumas y de perlas rutilantes, los disfraces, los vestidos de novia,
los trajes del carnaval de Río, los de la Ópera de Pekín. Pero
puede ser también un maquillaje discreto, un fond de teint, un
halo, una pose que se asume, un aire que uno se da y que viene
a perderse en la parte de imagen que hay en nosotros.
101
Bibliografía breve
103
La raison graphique, Éditions de Minuit, 1979, y de La peur des re-
présentatíons, La Découverte, 2003.
104
Sobre la Edad Media hay que leer la útil recopilación de
Daniele Menozzi, Les images. L' Église et les arts visuels, Cerf, 1991.
Después de los trabajos clásicos de Meyer Schapiro, reunidos en
castellano bajo el título Palabras, escritos e imágenes, traducción de
Carlos Esteban, Encuentro, Madrid 1998, los estudios importan-
tes más recientes son los de Jean-Claude Schmitt, por ejemplo
Le corps, les rifes, les réves, le temps. Essais d'anthropologie médiévale,
Gallimard, 2001, y de Michel Pastoureau, Une histoíre symbolíque
du Moyen Áge occidental, Le Seuii, 2004.
105
1982, y por supuesto los libros de Erwin Panofsky, entre ellos La
perspectiva como <iforma simbólica», traducción de Virginia Careaga,
Tusquets, Barcelona 2003, y el estudio de Rensselaer W Lee, Ut
Pictura Poesís. Humanísme et théorie de la peinture XV'-XVIII' siecles,
1967, Macula, 1991. Sobre las doctrinas religiosas de esta época,
disponemos ahora de la tesis de Ralph Dekoninck, Ad Imaginem.
Statuts,fonctions et usages de l'image dans la littérature spirítuelle jésuite
du XVII' siecle, Droz, 2006. Consúltense asimismo los trabajos de
Louis Marin, reunidos en una recopilación en 1994 bajo el título
De la représentation, pero también Le portrait du roí, Éditions de Mi-
nuit, 1981, que continúa la obra clásica de Ernst Kantorowicz, Los
dos cuerpos del rey: un estudio de teología política medieval, traducción
de Susana Aikin Araluce y Rafael Blázquez Godoy, Alianza Edi-
torial, Madrid 1985, y precede a Antaine de Baecque, Le corps de
l'hístoíre, Calmann-Lévy, 1993.
Acerca de este tema hay que señalar el artículo de Carlo
Ginzburg, «Représentation: le mot, l'idée, la chose», en Annales
E. S. C., año 46, n.º 6, noviembre-diciembre de 1991, págs. 1.219-
1.234.
106
I:année 1895. L'image écartelée entre voir et savoír, Synthélabo/Les
empecheurs de penser en rond, 1994.
107