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BREVE HISTORIA

DE LA IMAGEN

Michel Melot

Traducción del francés


de María Condor

La Biblioteca Azul (serie mínima) Ediciones Siruela


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Título original: Une breve Histoire de l'Image


En cubierta: Detalle de Coup-d'a:il général du théátre de Besan,on,
de Claude-Nicolas Ledoux
Colección dirigida por Juan Antonio Ramírez
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© L'a:il 9 éditions, 2007
© De la traducción, María Condor
© Ediciones Siruela, S. A., 2010
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid. Tel.: + 34 91 355 57 20
Fax:+ 34 91 355 22 01
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ISBN: 978-84-9841-345-8
Depósito legal: M-736-2010
Impreso en Closas-Orcoyen
Printed and made in Spain

Papel 100% procedente de bosques bien gestionados


Índice

BREVE HISTORIA DE LA IMAGEN

I Del sueño a la pantalla 11

II De las grutas a los templos 21

III De los ídolos a los iconos 31

IV De las reliquias a los cuadros 41

V De la imprenta a la página 51

VI El milagro de la reproducción 61

VII Fotografía: ¿la adherencia a lo real? 71

VIII Del teatro de sombras al


magnetoscopio 81

IX Bienvenidos a la videosfera 91

Bibliografía breve 103


A Juan Antonio Ramírez,
in memoriam
I Del sueño a la pantalla

¿Cómo esta sola palabra, imagen, puede contener tantas


maravillas? Por sí misma evoca la magia. Otras lenguas poseen va-
rias palabras para decir lo que es la imagen. El inglés distingue
image, que la designa como representación, real o imaginaria, in-
cluyendo la imagen de marca, la que da uno de sí mismo, y pic-
ture, que se refiere más bien a sus formas materiales: el cuadro, el
cliché, la película, de manera análoga a como el texto se distin-
gue de la escritura y el habla de la voz. La ausencia de esta dife-
renciación en francés está en el origen de muchas confusiones y
marca la desgracia en que nuestras culturas han dejado caer a la
imagen.
Del indoeuropeo provienen dos grandes familias: la for-
mada sobre la raíz weid y la formada sobre la raíz weik. La pri-
mera, eidos en griego, de donde se deriva la palabra idea, ha dado
ídolo y video (veo en latín). La segunda, a través del griego eikon,
ha dado icono, que designa la imagen material (como picture en
inglés). Estas distinciones no pueden dejarse de lado. Durante si-
glos se han producido disputas por diferenciar los iconos de los
ídolos. Se formó una tercera línea sobre la raíz spek, cuya descen-
dencia es numerosa: espectáculo, especular, espectro, espía, e incluso
en francés épice, que pasó, tras un curioso rodeo, por la palabra
espece, es decir, lo que es especial o especioso, lo que se refiere al as-
pecto. La idea contenida en spek es más bien la del acto de mirar,
así pues de la especificación, del espejo (speculum). Para hablar de la
observación, el griego conocía las palabras formadas sobre skep
(escéptico) y las formadas sobre su prima skop, de donde han ve-
nido las numerosas scopias e incluso los obispos, con la interme-
diación de lo episcopal, relativo al que vigila. Otra se formó en

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torno a phainein (aparecer),phainomena y phantasmata, que denota
la aparición y la ilusión y que ha engendrado los fenómenos, los
fantasmas, en francés también los fant8mes; los fantoches y otros se-
res fantásticos.
Tenemos aquí muchas imágenes que no podemos meter
en el mismo saco antes de dar comienzo a su historia. Aún no nos
hemos encontrado con la palabra imagen misma, del latín imago,
que designa la efigie, la estatua a menudo funeraria, pero también
la apariencia y el sueño. !mago comparte la raíz ím, cuyo origen
se desconoce, con la palabra imitatio, emparentada sin duda a su
vez con el griego(mjtn~~t)lue designa el arte del actor, nueva-
mente con un doble sentido: ya el de expresar una emoción inte-
rior, profunda, inefable a través del lenguaje, ya el de reproducir
mecánicamente un modelo, como hacen nuestros imitadores.
¿Ex.p~esa,:_ o reproducir? Toda la cuestión está ahí. Teje la
historia de la imagen y constituye todo su misterio.Y mucho más
allá de la cuestión de la imagen, se plantea la de saber si es posi-
ble expresarse sin aprender a hacerlo, es decir, sin imitar. Nada
' tiene que ver con todo esto la magia, que proviene del nombre
i de los sacerdotes, magos, en antiguo persa.

El modelo y su doble

Se produce inmediatamente una primera confusión si se


define la imagen como una imitación, que nos lleva de manera na-
tural a ver una imagen en toda semejanza. La imagen no es la se-
mejanza. Dos objetos idénticos no son necesariamente imagen
uno del otro, aunque se asemejen; san Agustín resumió bien esta
paradoja diciendo: «Un huevo no es la imagen de otro huevo».
Este problema estuvo en el centro de la doctrina cristiana que en-
seña que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, aunque no
se le asemeja.
¿De qué naturaleza es, pues, el vínculo en el que se funda
esta imagen? No podía tratarse más que de un vínculo de paren-
tesco, y no de similitud. La imagen procede, pues, de un modelo
que la genera, sin que por ello se asemeje necesariamente a él.l,_~

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imagen no es una cosa, sino una relación. Es siempre ímagen de
algo o de alguien sin que por ello sea su copia.
Se infiere que la imagen de una imagen es otra imagen
y esta especie de escisiparidad tiene una importancia particular
en nuestro mundo, en el que la mayoría de las imágenes son re-
producciones de imágenes anteriores, cada una de las cuales
tiene su existencia, su autonomía y sus propietarios y autores
reivindican cada cual sus derechos. El carácter generativo de la
imagen plantea a nuestras sociedades comerciantes la cuestión
de su propiedad. Dado que toda imagen es el doble de un mo-
delo, ¿quién es el propietario de qué? ¿De la imagen o del mo-
delo representado? ¿De la imagen como obra del espirítu o de su
soporte material? Además, el propietario del modelo puede rei-
vindicar los derechos de propiedad sobre la imagen de su bien,
aún más si se trata de su propia persona. Dado que hoy las imá-
genes son prolíficas y se engendran con tanta facilidad unas a
otras, los tribunales están sobrecargados con asuntos de este gé-
nero. Una imagen no es jamás un objeto solitario; es -y esto es
lo que hace que nos resulte tan fascinante- la marca de nuestra
incompletitud.

La desemejanza

En ocasiones es la desemejanza con el modelo lo que ca-


racteriza ciertas imágenes. Es el caso de las caricaturas, en las que
la deformación de los rasgos hace el retrato todavía más parecido,
pero ¿parecido a qué? No a las formas visuales del modelo, sino
a sus rasgos morales o imaginarios, que se quieren hacer aparecer
detrás de la máscara de la realidad. La imagen que tenemos en la
mente y que constituye el mundo de lo imaginario no es seme-
jante a lo real. Lo saben bien los psicólogos y los cirujanos plás-
ticos, que constatan que sus pacientes tienen de sí mismos una
imagen totalmente distinta de la que perciben los demás. Toda
imagen, hasta la más realista, tiene su parte imaginaria, la que le
da su autor, pero también las que le son dadas por cada uno de
sus espectadores.

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Otro caso de desemejanza es el de los iconos religiosos
cuya forma hierática y estereotipada es una prueba de la deseme-
janza con el dios o el santo representado, cuya imagen debe per-
manecer a distancia. Los monoteísmos, para alejar toda pretensión
humana de creerse semejante a Dios, prohibieron las representa-
ciones de Dios en forma de imágenes: Él sólo puede ser desig-
nado por su nombre, incluso las letras de este nombre no deben
ser escritas o pronunciadas sin ciertas precauciones.
Por temor a que se conviertan en ídolos, las imágenes de
los santos deben seguir siendo íconos, es decir, objetos hechos por
la mano del hombre que son más venerados que adorados, so-
portes del culto ellas mismas. Debe respetarse un alejamiento en-
tre la imagen y toda apariencia del modelo. La desemejanza de-
viene una regla, que supuestamente representa lo alejado de un
modelo irreductible que no resulta conocido más que por el co-
razón y el espíritu.

El acceso y el obstáculo

Al margen del debate religioso, la cuestión de la natura-


leza intermediaria de la imagen se plantea en todo momento.
Más vale acordarse de ello ante las imágenes de violencia, de las
que sólo podemos protegernos tomando conciencia de que son
unas imágenes cuya realidad y cuyo papel como espectáculo son
muy diferentes de la cosa que no hacen sino representar. El espí-
ritu no prevenido confunde la imagen con su modelo. Todos so-
mos como aquella persona que se vestía por la noche para reci-
bir en su televisión al presentador de las noticias de las ocho. Los
monos y los niños tienen espontáneamente la idea de mirar de-
trás del espejo a ver dónde se esconde el modelo de la imagen.
Así pues, la imagen es, a la vez, acceso a una realidad ausente que
.· evoca simbólicamente y obstáculo a esa realidad. Doble sentido de
! la palabra pantalla: transparencia y opacidad.
El célebre mito de la caverna de Platón comporta esta
teoría de la imagen: el hombre sólo podría tener acceso al
mundo de las ideas por medio de las sombras que éste proyecta

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en la caverna, que es el mundo de las realidades donde estamos
encerrados. Los cristianos, a quienes este mito se ajustaba bien,
denominaban anagogía a esta imagen que nos deja entrever las
realidades superiores pero que no llega jamás a ellas. Toda ima-
gen está siempre a mitad de camino entre el modelo imaginario
y la realidad.
Confundir la imagen con su modelo es el principio de la
hechicería. Funciona todavía cuando se quema una efigie, cuando
se derriba una estatua o cuando se rompe una fotografia. Las re-
presentaciones en forma de amuletos o de talismanes no se basan
necesariamente en la semejanza. No desempeñan menos el papel
de sustituto de su modelo. Sin embargo, no se puede decir que
todas las formas de objetos de sustitución sean imágenes. No to-
dos los signos son imágenes. Si se extiende más allá de la seme-
janza, sin por ello englobar todos los tipos de objetos simbólicos,
¿dónde se detiene, pues, el dominio de las imágenes?

Estar en representación

Nadie puede ofrecer hoy una definición de la imagen que


tenga autoridad. El lógico Charles S. Peirce (1839-1914) tuvo
cierto éxito al distinguir tres categorías de signos:
1. Los íconos, objetos distintos del objeto que designan,
pero que tienen con él un vínculo sensible (la semejanza es el
principal de ellos, pero no el único); en esta categoría se en-
cuentran las imágenes, las metáforas literarias, los mapas, los dia-
gramas, etcétera.
2. Los índices, que tienen algo en común con lo que re-
presentan, como los signos meteorológicos, los síntomas médi-
cos, las huellas de los pasos, etcétera.
3. Los símbolos, que sólo están ligados a lo que designan
por pura convención, como el alfabeto o los signos matemáticos.
Si se compara esta tipología con nuestras nuevas realida-
des, se oscurece por todas partes. La imagen ha asumido un sen-
tido ampliado y se halla por doquier. Por lo que se refiere a los
índices, es dificil excluir del mundo de las imágenes las marcas, las

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sombras y los reflejos, mientras que por lo que se refiere a los sím-
bolos no se pueden excluir las imágenes en cuanto están codifi-
cadas, por poco que sea: emblemas y estandartes, logos o escudos
de armas, ideogramas ... Las fronteras de Peirce son porosas.
La imagen es frecuentemente definida, en última instan-
cia, como una representaci6n. La palabra es rica, pues se adapta a
numerosas situaciones. Contiene la palabra presente: la representa-
ción hace presente un objeto ausente. Ocupa su lugar. Por esto
dice Régis Debray, en Vida y muerte de la imagen, que la imagen
tiene que ver primeramente con la muerte, pues lo cierto es que
los diferentes apelativos de la imagen, ya se trate de la imago latina
o del eidolon griego, han sido efigies funerarias, como lo son a
menudo nuestras fotos familiares. Representar a los muertos es sin
duda el papel más universal de las imágenes. Después de la
muerte de Francisco I, se festejó durante once días al lado de su
efigie. Estatuas y estelas prolongan este recuerdo.
Representar es hacer presente lo que no está. La palabra re-
presentaci6n es un intensivo. Lo mismo puede ocupar el lugar de
una ausencia que ponerla de manifiesto, como en las representa-
ciones políticas, comerciales y diplomáticas. Representar tiene
también el sentido de representar a modo de prueba (presentar
uno sus documentos), o de presentar varias veces (representación
teatral). Mostrarse en representaci6n no significa estar ausente sino
aparecer con ostentación, y en francés se dice también faire des re-
présentations (elevar protestas). La imagen es, en este sentido, repre-
sentaci6n.

Proyección mental

Resulta igualmente dificil decir de dónde toma la imagen


su origen. La Enciclopedia de Diderot define primeramente la
imagen como «la pintura natural y muy semejante que se hace de
los objetos cuando se oponen a una superficie bien pulida.Véase
ESPEJO». No es más que en segunda instancia cuando «imagen
se dice de las representaciones artificiales que hacen los hombres,
sea en pintura sea en escultura; la palabra Imagen en un sentido

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está consagrada a las cosas santas o consideradas como tales». Se
ven en el espejo o, como Narciso, en el reflejo del agua, imáge-
nes naturales.
Nuestro cerebro produce constantemente imágenes
mentales que se organizan entre ellas. Las imágenes fabricadas
por el hombre no constituyen, pues, más que una pequeña parte
del mundo de las imágenes, y sin duda nada más que el derivado
de éstas. La imagen mental, captada por el ojo y almacenada en
el cerebro, no es inmaterial. Es, segúnJean-Pierre Changeux, «un
estado físico creado por la entrada en actividad eléctrica y quí-
mica correlacionada y transitoria de una extensa población de
neuronas», lo cual traduce la complejidad pero también la fuga-
cidad del fenómeno, ligado a la memoria.
Esta imagen mental, espontánea, que va a adquirir en el
sueño una inquietante autonomía, no se confunde con la idea
abstracta, con el concepto, como ya demostró Descartes: «Si
quiero pensar en un kilógono, concibo bien en verdad que es una
figura compuesta de mil lados ... pero no puedo imaginar los mil
lados de un kilógono, como hago con un triángulo, ni, por así de-
cirlo, considerarlos presentes con los ojos de mi espíritu». La ima-
gen mental, como toda imagen, tiene su propio soporte y su
identidad.
No se confunde tampoco con la imagen percibida, como
demuestran los sueños, las alucinaciones y las visiones. La doc-
trina católica, para validar las apariciones milagrosas, debe esta-
blecer una jerarquía compleja de grados de autenticidad, que va
del simple ensueño, del fantasma más o menos controlado, a éx-
tasis que parecen venir del cielo; y entonces es preciso establecer
además que estas visiones místicas no sean estados alucinatorios
provocados por emociones fuertes, trances, incluso drogas. Pue-
den asumir diferentes formas, puramente visuales y fantasmales o
realmente carnales, que son las verdaderas apariciones.
A priori, todo opone estas imágenes virtuales a las pictures,
objetos fabricados por el hombre. Sin embargo, nunca se podrán
separar unas de otras, ya que, antes de fijarse sobre un soporte
autónomo, la imagen es una proyección del espíritu que pone en
relación modelos memorizados.

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Entre la alucinación del narcómano y las imágenes cons-
cientemente construidas no se puede establecer una frontera: lo
han demostrado las experiencias de los surrealistas o los dibujos
de Henri Michaux. Cuando Víctor Hugo, antes que ellos, culti-
vaba como juego el dibujo automático, cuando un pintor de la
actíon painting como Jackson Pollock o un calígrafo chino se
abandonan a un ejercicio a la vez espontáneo y dominado que
conduce a la producción de una imagen, el control de los gestos
es el vector de una emoción que se traslada a la imagen. A la in-
versa, el test de Rorschach se propone restablecer unas relaciones
entre el inconsciente del que mira y unas formas aleatorias.
Los fosfenos son destellos que recorren el interior de
nuestros párpados cuando cerramos los ojos. Son las únicas imá-
genes que se producen sin luz. Ninguna es tan imprevisible. Al-
gunos, sin embargo, han pretendido descifrar sus improbables
mensajes.

El indispensable código

Muchos psicólogos han observado la dificultad que se ex-


perimenta a la hora de fijar la reproducción de una imagen men-
tal. El ejercicio que consiste en dibujar de memoria un monu-
mento conocido demuestra regularmente que no es posible
hacerlo con exactitud sin recurrir a una fotografia o al original,
o por lo menos a recuerdos no visuales, como el número de co-
lumnas, por ejemplo. Pasar por una descripción verbal o codifi-
cada, conceptualizada como la del kilógono de Descartes, es in-
dispensable, hasta tal punto las técnicas de la reproducción,
incluyendo las del dibujo, están vinculadas a códigos, a concep-
tos, al lenguaje mismo, que permiten su identificación.
De estos análisis se puede aprender la misma lección: que
la imagen fabricada debe respetar un cierto número de reglas de
representación destinadas no tanto a expresarla como a hacer que
se reconozca. A la imagen virtual del imaginario o de la imagi-
nación se superpone, en la producción de un dibujo o de una fo-
tografia, un estrato que se puede calificar de «técnico» ligado a las

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limitaciones de su desciframiento, donde se alojan todas las con-
venciones de la época y de la comunidad que es su lectora.
Toda imagen -que encuentra sus modelos en una memo-
ria anterior al lenguaje- es necesariamente portadora de un có-
digo cuya clave sólo raras veces nos es dada.

El cuadro o la realidad cercada

Ciertas estampas de reproducción, en el siglo XVI, se pre-


sentaban como copias de cuadros que jamás habían existido. Este
esquema fue adoptado por unas alegorías religiosas en las que se
presenta al hombre como la copia imperfecta cuyo original no
existiría, pero que tiene como resultado hacernos creer que
existe. El modelo, en efecto, puede no existir, y el papel de la ima-
gen consiste en construir a partir de infinidad de elementos de
nuestra memoria. La tarea de la imagen es registrar esas imágenes
errantes. Para ello es preciso encontrarles un lugar, un marco.
Al igual que el libro nació del pliego, la imagen nació del
marco. Se podría decir que todo lo que queda enmarcado se con-
vierte en imagen. Experimentadlo: el marco, la página, la panta-
lla, el objetivo, el agujero, los lentes o un par de gemelos, o más
simplemente uniendo el pulgar y el índice de cada mano delante
de los ojos para que hagan de visor o de ocular del microscopio.
Más simple aún: cerrad un ojo; lo que ve el otro es ya una ima-
gen. La realidad cercada deviene imagen. Escapa a lo real por el
hecho de ser seccionada y seleccionada. La imagen es un frag-
mento de vida arrancado a lo real. Se puede extender la compa-
ración al espectáculo, que no es determinado sino por la existen-
cia de un escenario, aunque sea virtual. Un círculo mágico que
aísla la realidad basta para que se produzca la representación.
Para no seguir siendo un fantasma, la imagen debe ser en-
marcada, fijada, aun de manera fugaz. La imagen mental, enton-
ces, ya no es incontrolable: la relación se constituye en objeto.
Toda la crítica de la imagen debe pasar por este objeto y por su
historia. Por ese motivo es indispensable basar la imagen en una
separación de su modelo, real o imaginario, pues hay siempre, en

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cada imagen, una realidad que remite a un imaginario que, a su
vez, evoca una realidad. Leer una imagen no es simplemente des-
cribir lo que creemos ver en ella, entregándonos a interpretacio-
nes complacientes. Es remontar la corriente de los sentidos que
se le han dado y deducir de ellos los que le damos nosotros. Los
riesgos de error, de manipulación, sobrevienen allí donde los
vínculos entre la imagen y su modelo (o sus modelos) no han
sido percibidos.

La imagen es indócil. Procede siempre de un modelo, que


respeta o que inventa y que no muestra. Es tentador considerar el
mundo como la gigantesca imagen de otro mundo, como creen
los platónicos. Una teoría de la imagen acompaña a todas las fi-
losofías para las cuales la vida no es sino ilusión, y el mundo, apa-
riencia. Y en un mundo sin dioses, el de la ciencia triunfante, se
prefiere hacer caso omiso del hecho de que la imagen sigue
siendo un artificio que busca su modelo y lo construye de
acuerdo con nuestros intereses, un compromiso entre la imagen
del mundo y la que nosotros querríamos que tuviera, y de la cual
no es más que el cebo.

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II De las grutas a los templos

Cuando el día de Nochebuena de 1994 se descubrió en


Ardeche, en Combe d' Are, la gruta Chauvet con sus trescíentas
pinturas paleolíticas, que representan un mundo animalista po-
blado de mamuts, rinocerontes, osos y mochuelos, la invención
de la imagen aumentó de nuevo su antigüedad en varios mile-
nios. En relación con Lascaux, pasó de quince mil a treinta mil
años antes de nuestra era. Pero el Hamo sapiens tiene más de
ciento veinte mil años y todo hace pensar que otros descubri-
mientos le darán una antigüedad aún mayor.

Abstracciones y figurillas

Los primeros útiles son contemporáneos de Lucy, en Etio-


pía, y tienen tres millones de años de antigüedad. Hay útiles de
cincuenta mil años con marcas de las que no se podría decir si
son ornamentales. Es en África del Sur donde se puede ver quizá
la decoración más antigua, de hace setenta y siete mil años, en
cinco bloques de ocre rojo encontrados en la gruta de Blombos,
cerca de Ciudad del Cabo, grabados por la mano del hombre con
una fina cuadrícula que es, en el estado actual de nuestros cono-
cimientos, la imagen más antigua del mundo. Aunque estos frag-
mentos estriados de pobres rayados no tengan nada comparable
con los suntuosos perfiles de ciervos y uros, no dejan de plantear
una de las cuestiones esenciales ligadas a la imagen: ¿precedió la
abstracción a la figuración?
Nos interrogamos acerca de las enigmáticas piedrecitas
antropoides (3,5 cm) descubiertas en los Altos del Golán y en el

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sur de Marruecos, en estratos arqueológicos de varios cientos de
miles de años. Unas figurillas menos problemáticas se han hallado
en Austria, pero no quedan más que diez gramos de la Venus de
Galgenberg, apodada «la Bailarina», de más de treinta mil años de
antigüedad.
Se encuentran, en los abrigos que las han conservado, a la
vez unas representaciones de un realismo que nos asombra y, en
las mismas paredes, con frecuencia a la entrada de las cuevas, sig-
nos geométricos: puntos, cuadrados, estrías que no suscitan las
mismas emociones estéticas pero que plantean la cuestión de la
representatividad de la imagen. Estos primeros testimonios no
han llamado la atención de los expertos en Prehistoria hasta hace
poco: la cueva de Altamira, en España, fue explorada desde 1874,
pero los animales fantásticos de Lascaux no salieron de su oscu-
ridad hasta el 12 de septiembre de 1940. Desde entonces los his-
toriadores se extenúan buscando su significado. Estos primeros
artistas no eran de la misma naturaleza que los de hoy. ¿Cazado-
res deseosos de alimento, chamanes que trataban de fijar en la
roca sus visiones alucinatorias del más allá, hombres preocupados
por asegurar su descendencia?
El más célebre de estos investigadores,André Leroi-Gour-
han, no sabía mucho más sobre ello, pero consideraba que estas
imágenes eran unos conjuntos coherentes, unidos por relatos fa-
bulosos, donde la estructura del soporte rupestre desempeña el
papel de hilo conductor, como una extensa leyenda pegada a un
mapa. Quizá los pueblos que, todavía hoy, tienen prácticas simi-
lares nos indiquen su origen. Los cazadores-recolectores de Ma-
lawi (antigua Nyasalandia), cuyos emplazamientos ancestrales de
pinturas rupestres acaban de ser inscritos en la lista del Patrimo-
nio Mundial de la Unesco, los asocian siempre a rituales y cere-
monias ligados a la fertilidad. Los warlpiri de Australia siguen tra-
zando en la arena, al tiempo que salmodian sus gestas fundadoras,
unos recorridos legendarios que evocan su historia configurando
sus terrenos de caza, y que ellos denominan «sueños».
Los acantilados calcáreos de Roe de Serres, que dominan
la Charente, abrigaban hace unos veinte mil años grutas de pare-
des enteramente esculpidas, y el friso del Roe aux Sorciers, des-

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cubierto en 1929 en una anfractuosidad del valle del Vienne, des-
pliega desde hace más de quince mil años su largo cortejo de ani-
males salvajes y formas femeninas, adaptándose sabiamente a los
menores relieves de la muralla.
Las siluetas en ocre de manos y antebrazos en negativo
realizadas sobre la roca en Fuente del Salín, que podrían recordar
una especie de estadio primario de la imagen, a un tiempo hue-
lla y retrato, índice y símbolo, no deben hacernos olvidar que las
primeras imágenes fueron grabados, bajorrelieves y esculturas. Las
imágenes europeas más antiguas, que pueden datar de hace treinta
y tres mil a dieciocho mil años aproximadamente, son minúscu-
las mujeres de formas generosas en bajorrelieve profundo, como
la Venus de Laussel (Dordoña); en alto relieve, como las estatuillas
de esteatita verde translúcida de Grimaldi (Liguria), o el pequeño
rostro de la Venus de Brassempouy (Landas), siempre seductora en
su marfil nacarado, con su oscura mirada bajo su fino peinado
trenzado.

El verbo, el espacio y el gesto

El origen de la imagen no hay que buscarlo en los siglos.


Está siempre en nosotros. Una forma deviene imagen en cuanto
es observada, haciendo surgir de inmediato asociaciones de la
memoria.
Pero estas asociaciones son innumerables, frágiles y efíme-
ras. A menudo, la lengua viene a darles un nombre, haciendo así
estable la relación. Entonces se puede hablar de figura. Para Le-
roi-Gourhan, los primeros dibujos prehistóricos son el signo de
la adquisición por el hombre de una agilidad manual y de la pree-
minencia que asume entonces la mirada controlada por el gesto.
La aparición de representaciones figurativas va sin duda ligada al
desarrollo del lenguaje, que permite la figuración. Los pedagogos
confirman que el aprendizaje de la representación de las figuras
va ligado al de las palabras que permiten nombrarlas: la imagen
mental precede a la lengua, pero la lengua precede a su materia-
lización, que entonces es una especie de ideograma.

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Estas primeras imágenes muestran formas abstractas de
aspecto geométrico que ninguna palabra viene a designar. Las se-
pulturas neolíticas con las que las primeras poblaciones sedenta-
rias marcaban su territorio están cubiertas de formas ornamenta-
les de carácter abstracto y geométrico, en ocasiones complejas y
agitadas, como las paredes de los estrechos pasillos de Gavrinis
(Morbihan), que tienen más de cinco mil años. Son signos abs-
tractos, variados y repetidos hasta el infinito, que subrayan las for-
mas de las vasijas, por mucho que vengan de lejos, de hace miles
de años. Los churingas australianos dejan así, en plaquetas de ma-
dera y de piedra, bajo formas geométricas variadas, la huella mí-
tica de los antepasados.
La figuración, a la cual tenemos tendencia a referir la ima-
gen, no es más que una forma evolucionada y particular de ella.
La producción de imágenes geométricas tal vez no se deba a un
deseo de comunicación de los hombres entre sí o con fuerzas su-
periores, sino a la simple necesidad de organizarse en el espacio,
de hacerse un lugar en él. Para Wilhelm Worringer, que ve en esos
trazados unas formas matriciales, la relación de la imagen con el
arte tiene su explicación en una «enorme ansiedad espiritual ante
el espacio» que hay que ocupar y conquistar. Lejos de pretender
figurar la realidad, la imagen sería, por el contrario, un medio de
evadirse de ella. El dominio del espacio es sin duda uno de los
motores de la imagen, como lo demuestran la importancia del es-
quema y el aprendizaje del diseño industrial.
El artista no quiere copiar la naturaleza, quiere rivalizar
con ella, dice André Malraux. La imagen no es tanto una repro-
ducción del mundo exterior como una modelización del
mundo interior. El arte llamado «decorativo», con sus motivos
impulsivos que ornamentan todos los objetos primitivos, inclu-
yendo los nuestros, aun cuando sea indescriptible, no está des-
provisto de significado; cada una de las formas tiene su historia
y su razón de ser: ordenar nuestro espacio, personalizar el objeto
e insertarlo en un orden común que aquélla contribuye a mo-
delizar.

24
Bajo la escritura, la imagen

La imagen está en tensión permanente entre estos dos po-


los: uno puede denominarse la analogía, que se basa en la relación
sensible con lo que representa (la semejanza es más evidente en
esas relaciones); el otro es el c6digo, todo lo que le asocia un sig-
nificado de manera más o menos arbitraria, y cuya clave es pre-
ciso tener. Si el corazón de la imagen es una analogía sensible, hay
que admitir que no hay imagen sin su parte de código conven-
cional, aunque no sea más que para reconocerla como una ima-
gen. Los dos modos coexisten desde la prehistoria, y la historia
de la imagen podría resumirse como un eterno combate entre el
uno y el otro: índice y símbolo, abstracción y figuración, realismo
e idealismo.
De una imagen extremadamente codificada procede la es-
critura. La que utilizamos nosotros, el alfabeto, ha perdido todo
vestigio de sus orígenes gráficos, cuando el aleph, convertido en
alfa, esquematizaba una cabeza de buey, de la que era fonética-
mente la inicial, representando más la palabra que la cosa, como
en nuestros modernos jeroglíficos.
Entre la imagen y el código, la escritura no ha operado
siempre esta distinción: los jeroglíficos que hicieron su aparición
tres mil años antes de nuestra era, en el momento en que el Alto
y el Bajo Egipto se unifican bajo su primer faraón, son tanto ico-
nos como símbolos. Unificadores también, por ser independien-
tes de las lenguas habladas para consolidar mejor un imperio po-
líglota, los ideogramas chinos aparecieron en tiempos de los Yin,
en el siglo XIV a. C., y no cesaron de desarrollarse hasta el siglo
III. Los glifos que utilizaron los mayas de los siglos II al X son to-
davía imágenes y ya una escritura.
Nuestras escrituras fonéticas, que se derivan, después de
un largo viaje a través de Oriente Próximo, de los signos cunei-
formes inaugurados en Mesopotamia hacia el año 3300 a. C., han
llegado a ser sin duda los más independientes de la imagen ana-
l6gica, pero no vayamos a creer que los pictogramas, esas escritu-
ras enteramente gráficas, utilizadas en América hasta el siglo XIX
para narrar las hazañas guerreras de las tribus indias en forma de

25
historietas gráficas que se despliegan en pieles de animales, o los
ideogramas de las civilizaciones orientales, han sido reemplaza-
dos: pueblan nuestras calles y nuestros anuncios publicitarios en
forma de logos, muestras y señales de tráfico.

El código y la analogía

Se ve bien la ventaja del código sobre la analogía: al ba-


sarse en una convención, permite a las imágenes devenir unívo-
cas, mientras que la analogía las deja inciertas, dependientes de las
asociaciones libres de nuestro capital mental, de nuestra historia
colectiva o singular. El sentido aportado a una imagen permanece
perpetuamente abierto. El del código tiende a estar cerrado ya
que debe, contrariamente al de la imagen, ser lo más unívoco po-
sible. Hemos aprendido así a reservar la palabra «imagen» para
esas formas que sugieren una analogía sensible, a oponer imagen
y escritura, olvidando que una imagen es siempre una escritura y
que una escritura es primero una imagen: algunas lenguas, por lo
demás, no establecen esta diferencia.
Desde hace dos siglos nuestra civilización ha salido de la
«galaxia Gutenberg» de tal modo que imágenes y escrituras se
reparten nuestras pantallas, y se rozan y a menudo se confunden
en ellas, en los dominios genéricos de la televisión o en los smi-
leys («caritas») de los teléfonos, como lo hacían en las paredes pa-
leolíticas. Mirad vuestro carné de identidad: lleva consigo todos
los regímenes de la imagen: escrituras alfabéticas y numéricas,
firma manuscrita, fotografia, tampón húmedo y tampón seco en
relieve, filigrana e incluso esa imagen «indicial», prueba última
del vínculo con su modelo, la huella dactilar, reemplazada ahora
por la huella biométrica, nueva analogía por la generación y no
por la semejanza, como lo era la imagen del hombre en relación
con Dios.
La civilización griega, al mismo tiempo que asumía una
primera ruptura entre imagen visual y alfabeto fonético, inven-
taba otro objeto híbrido en el que la analogía y el código se com-
plementan: el mapa geográfico. En un mapa se encuentran a la

26
vez signos codificados y signos analógicos, escritura alfabética y
cifras, pero también escalas (que son una forma de analogía), cur-
sos de agua azules y sinuosos, curvas de nivel, bosques verdes
como los de verdad y carreteras rojas porque son nacionales y
amarillas porque son municipales. La importancia de las ciudades
es proporcional al grosor de los puntos, postrer avatar de la ana-
logía, y las ruinas señaladas por tres puntos separados, primera
aparición de un código.
Se atribuye al filósofo Anaximandro, en el siglo IV a. C., la
idea de fijar en forma de esquema gráfico lo que describían de
manera narrativa los relatos de los viajeros. Invención práctica
de la que el GPS es heredero, pero también innovación intelec-
tual de enlazar la imagen con la sola verdad del mundo, sin refe-
rencia a ningún más allá, a ningún imaginario. La imagen fue una
herramienta importante en esta sustitución de lo irreal por lo
real, de lo abstracto por lo concreto. Los métodos de cálculo mez-
clan también signos analógicos (cuando se cuenta en un ábaco) y
códigos abstractos que dieron nacimiento a las cifras denomina-
das «árabes», de origen indio, cuyos primeros testimonios se ven
en la región del Indo en el siglo VI de nuestra era.

Imagen real, mundo virtual

El mundo chino inventó también sus ciencias, pero eran


más empíricas, ya que procedían por analogías, al igual que sus ca-
racteres, surgidos no de las necesidades del comercio o de las le-
yes, sino de los signos adivinatorios que se obtenían quemando
caparazones de tortugas o huesos y luego interpretados por un
clero que se atribuía el poder de hacerlo, como lo fueron, en mu-
chas civilizaciones, los signos celestes, el vuelo de las aves migra-
torias o las entrañas de los animales sacrificados, imágenes pre-
monitorias, mensajes del más allá que se intenta captar.
Se entiende que la imagen extrae su fuerza de convicción
de un vínculo que parece natural, fundado desde tiempo inme-
morial, con un modelo que puede ser imaginario y no ser más
que el fruto de un deseo. La imagen atestigua, ya sólo por su

27
relación formal, la veracidad del mensaje y la existencia de un más
allá esperado. Este vínculo que parece no premeditado, no calcu-
lado, aparece ya como un prodigio. Un clero se apodera de él y
se constituye en su intérprete, con frecuencia se convierte en su
artesano y se atribuye el poder de darle un sentido. En el antiguo
Egipto, la imagen, divinizada, habla aún en primera persona: «Yo
soy la señora Napir Asu, esposa de Utashi Gal ... Que aquel que
se apodere de mi imagen, que aquel que borre mi nombre, sea
maldito, sea sin nombre, sin progenie».
En Grecia, en el siglo VI a. C., las ánforas de figuras negras
también hablan, pero en nombre de su autor. Podemos leer «Só-
filos me pintó» o «Amasis me hizo». Un siglo después, el retrato
se identifica con su propietario por la semejanza con su persona,
o al menos con su tipo social. La imagen confiesa su origen hu-
mano: su modelo tiene un nombre, su autor también. A media-
dos del siglo IV a. C., Praxíteles pone su nombre en el pedestal de
sus estatuas.

Ecce homo ,><1

Se trata, pues, de ensalzar al hombre más que a los dioses,


en una sociedad que, quizá por primera vez, quiere ser racional y
laica. El mundo antiguo cultivó el retrato realista hasta el vértigo
ilusionista en tres dimensiones. La cumbre de ello se alcanzará en
los bustos de la República romana, en los siglos II y I a. C., o en
las efigies de cera con las que se compartía la comida fúnebre y
que reemplazaba al difunto, en espera de que su cuerpo se des-
compusiera.
Más tarde en Egipto, en Fayum, Antínoe y otros lugares a
orillas del Nilo, existía la costumbre de adornar las tumbas con el
retrato del difunto, no con un busto de mármol frio o un cuerpo
rígido pintado en un sarcófago, sino con pinturas sobre tabla que
la encáustica hacía brillantes, o con un rostro de escayola pintada
en el que unos trozos de vidrio colocados en los ojos los hacían
centellear con inquietantes destellos. No es ya una máscara, como
la que se denominaba persona en Roma y que llevaban los acto-

28
res del teatro antiguo, con expresiones estereotipadas, o como las
que invocan a los seres sobrenaturales, benéficos o maléficos, en
la mayoría de las ceremonias mitológicas del mundo, máscaras
profilácticas que ocultan al que las lleva, lo protegen de los espí-
ritus que encarnan, sino la imagen del hombre mismo, en esa
época de la historia en la que los dioses se dispersaban y se alia-
ban con el poder laico.
El helenista Jean-Pierre Vernant se interroga acerca de las
razones por las que los griegos, saliendo del modelo simbólico o
abstracto, han conferido un valor canónico a la representación
realista del cuerpo humano. Para él, «los ídolos antropomorfos ar-
caicos no son imágenes, en el sentido en que no nos ofrecen el
retrato de un dios». Al sustituir a las figuras simbólicas o abstrac-
tas de las representaciones divinas por la forma del cuerpo hu-
mano, idealizado en su perfección matemática, la imagen opera
un cambio decisivo que diviniza no al hombre sino su aparien-
cia, asimilada a la del dios por lo que se denomina la mímesis.
Entre las figuras antropoides de las estatuas-menhir o las
estelas que se encuentran casi por doquier, desde las costas de
Bretaña hasta las estepas de Siberia, y las estatuas personificadas de
los kafires, esas espantosas figuras tutelares que se colocaban en las
tumbas, toscamente talladas, aun hace poco, en los bosques de los
altos valles de Nuristán, en la frontera entre Pakistán y Afganis-
tán, y hasta los expresivos rostros del arte de Gandhara, los hom-
bres han disputado a los dioses los poderes de la imagen. Entre las
formas apenas esbozadas, que dejan todo su misterio a las prime-
ras divinidades de Grecia, y las formas enteramente habitadas por
el cuerpo humano de la estatuaria griega clásica, la imagen de los
hombres ha salido de las de los dioses como una crisálida de su
capullo.
En la Antigüedad grecorromana, en las villas de Stabias,
como posteriormente en el islam, en los palacios de Bagdad, y en
la India, en los frescos de Ajanta, las imágenes profanas rivalizaron
en prestigio con las de culto. En Galia, las imágenes religiosas no
excluían las imágenes guerreras o mercantiles, desde los objetos
funerarios que amueblan las tumbas de los primeros jefes guerre-
ros de la Edad del Hierro, entre el año 700 y el 800 a. C., hasta los

29
cuarenta paneles de mosaicos preciosos -que representan las «La-
bores del campo» y se pueden admirar en el Musée des Antiqui-
tés Nationales- que adornaban, en el siglo III de nuestra era, la re-
sidencia de un rico propietario de Saint-Romain-en-Gal, cerca
deVienne.
La llegada de los monoteísmos cambió radicalmente, du-
rante más de un milenio, esta concepción ya profana de la ima-
gen. Los partidarios de un Dios único confiscaron en su prove-
cho los poderes mediadores de éste, antes de que los hombres,
poco a poco, se apoderaran nuevamente de ellos, inspirándose en
el humanismo griego, y se inventaran un culto fotográfico. Para
nosotros, que heredamos esta creencia en la apariencia, el rea-
lismo ha seguido siendo la piedra de toque de la imagen.
De la tradición de la imagen como imagen del hombre han
nacido las leyendas de su origen griego, como la de Dibutades.
Este artesano alfarero habría modelado en arcilla, en bajorrelieve,
el rostro de un joven cuya prometida, la hija del alfarero, quiere
guardarlo como recuerdo antes de que parta para la guerra. En
una primera versión, Plinio el Viejo, que cuenta la historia, se li-
mita a trazar el perfil del héroe en una pared sobre la que se pro-
yecta su sombra.
El otro mito fundador de la imagen ilusionista es el de
Narciso, que confunde su cuerpo y su reflejo en el agua y tiene
dificultades para distinguirlos, como el niño en el estadio del es-
pejo, después de unos meses sumido en un entorno contiguo del
que trata de separarse. Con estos mitos, la imagen de las poten-
cias sobrenaturales es transferida a unos fenómenos naturales y
entra en el dominio humano. La sombra y el espejo, prototipos
de la imagen, no son más que prototipos de la semejanza, al igual
que la fotografía, emanación directa de las ondas del modelo y
prolongación ilusoria de nuestro cuerpo terrestre.

30
III De los ídolos a los iconos

Las antiguas religiones politeístas son pródigas en imáge-


nes. De .ello son testimonio los panteones egipcios, indios o grie-
gos. Cada dios tenía la suya y las de sus leyendas. Ésta es la razón
por la que la teoría de Platón resulta tan crucial: al hacer de la
imagen una crítica radical, al reducirla a una simple apariencia, a
una sombra, a un no ser, como él dice, confiere a la imagen una
existencia autónoma y al mismo tiempo la despoja de su cuerpo
imaginario, el del modelo al que pretende sustituir. Es imposible
asimilarla a su modelo, creer que es su agente fiel.
Pero ¿en qué se convierten los dioses sin imagen? Seres
abstractos que no conocemos más que de oídas y con los que no
nos comunicamos más que a través de una fusión nústica. Los
monoteísmos se introdujeron gustosamente en el esquema desen-
gañado de Platón, instituyendo un Dios único del cual ninguna
representación podría dar cuenta, no tanto porque es único como
porque es total, universal, omnipotente, y porque no conoce ni
tiempo ni espacio. El Dios único, como dice la Biblia, es un dios
celoso: teme a las imágenes. A las imágenes de los dioses rivales,
que no pueden ser más que falsos dioses, ídolos, que sólo la ima-
gen hace existir, pero teme también a su propia imagen, que le
hace descender a la categoría de las particularidades del mundo.
La era de los monoteísmos se inició también con la ima-
gen de un largo contencioso, la «puesta en examen» de una ima-
gen condenada a ser eternamente sospechosa. La Biblia es clara al
respecto: «No harás imagen ni ninguna semejanza de lo que está
arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de
la tierra. No te inclinarás ante ellas, ni las honrarás, porque yo,
Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso ... » (Éxodo 20, 4-5). Moisés

31
recibe estas instrucciones de Dios hacia el año 1250 a. C., pero el
texto no fue fijado hasta pasados largos siglos, en el transcurso de
los cuales esta sentencia no dejó de suscitar debate.

Iconoclastas contra iconódulos

Todo el mundo coincidía en la prohibición de la idolatría,


pero había división en cuanto al papel que la imagen podía tener,
según su grado de representatividad. La sombra de la caverna pla-
neaba todavía como amenazando insinuarse a modo de agente de
un modelo solapado. Los clérigos se hallaban ante la alternativa
de prohibir toda imagen figurativa o asegurarse su monopolio. El
islam preconizó la primera solución, el cristianismo más bien la
segunda. Ésta permitía una mayor flexibilidad en un mundo cul-
turalmente muy diverso, pero era también más arriesgada y se
topó con la inesperada concurrencia del poder político.
El emperador bizantino Justiniano 11, hacia el año 690, de-
cidió acuñar monedas con la imagen de Cristo triunfante. Esta
decisión pudo ser interpretada como una réplica del Imperio
cristiano al islam, en plena conquista. Más prudentes, los musul-
manes no hicieron uso en su moneda de ninguna forma figura-
tiva. Tal vez quisieran evitar así los autonomismos o los particu-
larismos locales para los cuales una identificación a través de la
moneda hubiera sido el más seguro de los vehículos y de los in-
centivos. La Iglesia bizantina se aprovechó del poder a la vez sim-
bólico y económico que traducía el Cristo en majestad de las
monedas de oro. Atribuyó a la Virgen, por un milagro, la victoria
que los ejércitos de León III habían obtenido sobre los árabes
ante las murallas de Constantinopla en el año 717. Se declaró en-
tonces la guerra de las imágenes entre el emperador, celoso a su
vez, y una parte de su Iglesia. En el año 726, León 111 mandó des-
colgar el gran icono de Cristo que dominaba sobre la puerta de
su palacio. La antigua prohibición bíblica venía a propósito para
justificar su posición y la de los iconoclastas, partidarios del po-
der imperial, que se oponían violentamente a los ícon6dulos (los
que adoran a los iconos), tratados como herejes. El debilitamiento

32
del poder imperial y la regencia de la emperatriz Irene dieron a
la Iglesia ocasión de volver a tomar las riendas en sus manos y
autorizar de nuevo las imágenes sagradas, pero no su culto, en el
Concilio de Nicea en el año 787. El interdicto de la imagen, aun-
que no tenga una base tan clara en el Corán, parece haberse im-
puesto en el islam, acaso escarmentado por el desastroso ejemplo
de su enemigo bizantino.
En el mundo cristiano la cuestión se planteó de una ma-
nera mucho más sofisticada en términos teológicos, pues la en-
carnación de Dios en el cuerpo de su hijo Jesús hacía legítima
toda figuración de Dios bajo la forma humana de Cristo. La cruz,
símbolo transparente pero aún abstracto, pudo entonces cargarse
con la imagen del crucificado, para convertirse en esos crucifijos
cuyo realismo iban a inspirar, con el paso de los siglos, imágenes
cada vez más sangrientas.
El cristianismo se complicó as1m1smo con el culto de la
Trinidad, después con el de la Virgen, que se rendía a la imagen
con tanta inocencia que no se podía privar a los fieles de él. Los
cristianos honraban, a imagen de los antiguos politeísmos y a di-
ferencia del islam, a una multitud de santos y de santas que com-
ponían en la decoración de las iglesias y en los objetos de la vida
cotidiana, en forma de estatuillas o de pinturas, un nuevo pan-
teón. En el Imperio de Occidente, en la corte de Carlomagno, la
controversia no fue menos intensa que en Bizancio, pero se llegó
a unos compromisos con mayor facilidad, pues el objeto de la
querella no encubría sin duda los mismos envites de poder, como
lo demostró, en el año 800, la consagración de Carlomagno, que
selló la alianza entre la Iglesia romana y el emperador de Francia.
El icono podía ser venerado sin perjuicio para la adoración, que
se reservaba a su santo modelo. Así lo juzgaron los «libros caroli-
nos», redactados entre los años 791 y 794. Ello no impide que las
desviaciones fueran inevitables y que no se pudiera evitar que al-
gunos iconos vertieran auténticas lágrimas o sangre.

33
La Iglesia como representación

Se reconocía a la imagen una virtud educativa (es la escri-


tura de los iletrados), más a través de los sentimientos que inspira
que de las verdades que esconde, así como una virtud ornamen-
tal, un acompañamiento indispensable de la liturgia. Una dimen-
sión, que más tarde sería calificada de estética, pudo entonces des-
prenderse de esta imagen sacralizada. Los filósofos cristianos de
mediados del siglo XIII, san Buenaventura y después santo Tomás
de Aquino, esbozaron sus perfiles.
Paralelamente, la tentación de la imagen como manifesta-
ción de la divinidad no cesa de renacer, por ejemplo, con el culto
al rostro de Cristo, del que el lienzo de la Verónica (la vera icon)
habría recibido la huella casi fotográfica. La religión cristiana vi-
vió y vive todavía a costa de la imagen, que representa para ella
un permanente peligro de desviaciones. No se previene de este
peligro más que por la forma irreprochablemente pura y abstracta
de la hostia (¿índice, símbolo o icono?), resolviendo así el dilema
entre la naturaleza inmaterial de Dios y el culto a su imagen.
Todos los reformadores del cristianismo atacaron sus deri-
vas idólatras. «Eucaristía: véase Antropofagia», dice, por todo co-
mentario, la Enciclopedia de Diderot. La controversia se reanudó
en el siglo XII, cuando se afirma el poder feudal y apunta una
economía humanista. San Bernardo, para devolver a la Iglesia su
pureza original y su credibilidad espiritual, pide que los templos
sean liberados de todas esas representaciones a veces monstruosas,
mientras que su adversario, Suger, el obispo de Saint-Denis, aboga
por las imágenes: esculturas monumentales, vidrieras tornasola-
das, lujosas iluminaciones, otras tantas bellezas de las que alaba
unos méritos que se pueden calificar de artísticos.
Luego, desde Savonarola hasta Erasmo, desde Wycliff hasta
Calvino, el exceso de imágenes, que entraña una creencia abusiva
en sus poderes sobrenaturales, fue combatido con más o menos
violencia. Calvino se pregunta: «¿De dónde viene el principio de
majestad de todos los ídolos si no es del placer y apetito de los
hombres?». Es un asunto de imagen fiduciaria, aquellas famosas
«indulgencias» que el Papa hacía imprimir como una moneda gi-

34
rada contra el cielo, lo que desencadenó los anatemas de Lutero
en el año 1517.
No debemos creer que estamos prevenidos contra estas
prácticas mágicas de la imagen. La misa televisada no es válida
para los fieles impedidos a menos que sea transmitida en directo.
Se trata de respetar la asamblea virtual que constituye la Iglesia,
verdadero cuerpo de Cristo. Pero los profanos no conceden me-
nos valor a la transmisión en directo de un reportaje o de un par-
tido de fútbol cuando el «directo» no se realiza en la televisión
sino a costa de múltiples rodeos. Las imágenes que acompañan a
las informaciones cotidianas, en nuestros periódicos y en nuestras
pantallas, no tienen en su mayor parte ningún valor documental,
sino un poder real de testimonio de una verdad que se desea es-
tablecer y de acreditación de quien la transmite. Las fotografías de
famosos han reemplazado a los iconos, aún vivos en el culto que
se rinde a los dictadores. El interdicto del islam no impide a los
fieles enarbolar los retratos de sus jefes religiosos ni el de la Biblia
dispensar al Papa una política intensiva de mediatización.Al desa-
cralizar la imagen, Platón, en el fondo, no hace más que proteger
a sus dioses.Y nosotros, a los nuestros.

Las imágenes no caen del cielo

Comprender las imágenes no es descifrarlas como jeroglí-


ficos; es, en primer lugar, reconocer que se trata de un artificio y
que ninguna imagen ha caído jamás del cielo. Es comprender lo
que se esconde en la imagen, a través de lo que muestra. Los je-
fes, los dirigentes, los famosos carismáticos, como los dioses, res-
ponden a la imagen que de ellos espera su público. Se fabrican
una imagen encantadora. Es a nuestras aspiraciones o a nuestros
sueños a los que les pedimos que se parezcan. Encarnan una co-
munidad que no se ve, pero que se busca formándose una imagen
colectiva, lo mismo que las sociedades se inventan una imagen de
marca, las naciones una bandera y los clanes un emblema.
¿Quién será responsable de esta imagen de un modelo co-
lectivo inexistente? El poder está en aquel que tenga su dominio:

35
el clero de una religión, el dictador al que se rinde culto, la marca
que hará vender. Son cuerpos gloriosos, es decir, inmateriales. Sus
imágenes pueden tornarse peligrosas, manipularnos, pero el peli-
gro no está en nuestro deseo o en nuestra necesidad de imágenes:
nos son indispensables para vivir en sociedad, para materializar la
comunidad y para conocernos a nosotros mismos. El verdadero
peligro es que no queramos saber que no son más que imágenes.
La angustiosa cuestión de la violencia de las imágenes se
resuelve, entonces, como el miedo a los fantasmas. Sólo quienes
creen en los fantasmas tienen miedo a sus imágenes. Sí, la imagen
da miedo, ejerce un efecto temible, incontrolable, sobre nuestros
espíritus e incluso sobre nuestros organismos, pero la imagen por-
nográfica es antes que nada una grafía y el retrato de un asesino
es antes que nada un retrato. También es preciso desmitificar las
imágenes, quitarles el poder hechicero que se les atribuye, cono-
cer su origen y desvelar a sus autores, que con frecuencia se des-
conocen ellos mismos.
Este peligro de confusión es la razón de las prohibiciones
o de las reglas que, desde hace mucho tiempo, tratan de atajar el
ilusionismo de las apariencias. El estilo hierático de los iconos bi-
zantinos y el recurso a los símbolos no son fruto de la incompe-
tencia, ni de una falta de respeto por la realidad. Las figuras sim-
bólicas sirven para disimular el modelo bajo su representación,
para alejarlo, es decir, para protegerlo.
En la India, como en Bizancio, las formas y la iconografía
de las escenas de una inmensa mitología deben obedecer a unas
reglas imperiosas que las diferencian de la realidad trivial. El arte
indio es un sabio equilibrio entre la sensualidad de las formas y
su inmutable canonización. En las religiones orientales, contra-
riamente a los dogmas de la estética occidental moderna, la re-
presentación de la naturaleza es respetada pero toda creación del
natural está prohibida. El artesano debe asumir su humildad so-
metiéndose a un modelo convenido. La producción de imágenes
sacras, y muchas veces también de escrituras, corresponde a un
rito. Respeta un ceremonial y unas formas estereotipadas. No es
el artesano el que decide, sino el clero, al igual que hoy el artista,
si quiere vivir de su arte, debe responder a las reglas del mercado,

36
que por su parte obedecen a las expectativas de un público. En
relación con los artesanos de lo sacro resulta anacrónico hablar de
artistas. El único artista es Dios. Solamente él está facultado para
crear. Por eso todas las religiones abusan de las imágenes tanto
como desconfían de ellas.

Dioses, hombres e imágenes

En los monasterios grecoafganos de Hadda, al este de Ka-


bul, se descubrieron en el año 1927 multitud de retratos esculpi-
dos en estuco en los que se identifican,junto a rostros de demo-
nios y de ascetas, retratos verídicos de toda suerte de personas,
bárbaros, asiáticos, sin duda peregrinos o donantes. Como en los
marfiles de Bagram, que datan de la misma época (siglos I-III), el
hombre trata de rivalizar con los dioses, al menos en apariencia.
La región conservaba el recuerdo de la expedición de Alejandro.
La imagen tiene, al igual que la escritura, diversas historias.
Buda también había prohibido que se reprodujera su imagen. Sus
primeras figuras datan sólo del siglo I de nuestra era y aparecen
en el imperio de los nómadas kushana, que recorrían estas regio-
nes. En el año 127, el rey Kaniska hizo acuñar monedas de oro
con la efigie de Buda. Durante los cinco primeros siglos de nues-
tra era, la filosofía griega se encontró allí con la sabiduría del bu-
dismo; nos quedamos estupefactos ante confluencias tan singula-
res como la de Gandhara (actual Peshawar), en los confines de la
India del norte, Pakistán y Afganistán, ruta obligada de las carava-
nas. La contenida emoción de las figuras orientales está impreg-
nada de la sensualidad de las esculturas realistas de Grecia, con-
fundiendo sus rostros.
¿Cómo llegó el movimiento monoteísta a atajar la evo-
lución, que parecía irresistible, de una imagen a escala humana
que los griegos y los romanos habían llevado muy lejos? La ci-
vilización griega había conocido también, a finales del tercer
milenio, en las Cícladas, un género de imagen sacra casi abs-
tracto, con rostros enigmáticos que emergen apenas de unas pu-
lidas superficies de mármol blanco, casi tan depurado como

37
hostias o similares a las máscaras esquimales que se diría parecen
fundidas en la nieve.
En la civilización mercantil y urbanizada de la Grecia clá-
sica, los múltiples dioses, semidioses y otros héroes empezaron a
parecerse cada vez más a los hombres y mujeres de carne y hueso.
En la competición entre Dios y su imagen, que se entabló en-
tonces en los monoteísmos orientales, Dios salió vencedor. En
Grecia fue la imagen, en detrimento de los dioses. Aquí, la ima-
gen no era ya más que el reflejo de las cosas terrenales, del cuerpo
humano en primer lugar, de todo lo que se puede ver y que las
matemáticas pueden medir. De estas visiones empíricas del
mundo, de esta concepción de la imagen sin otro referente que la
naturaleza, todo cayó en el olvido en el Occidente cristiano du-
rante mil años.

La excepción científica

El islam, más tolerante por lo que respecta a las ciencias y,


paradójicamente, por lo que respecta a las imágenes de las que la
religión había decidido prescindir, se acordaba de Aristóteles y del
papel de testimonio y experiencia que podía desempeñar la ima-
gen profana. Los palacios de Damasco y de Bagdad estaban cu-
biertos de frescos y de mosaicos con imágenes refrescantes, y los
tratados eruditos de astronomía o de medicina estaban ilustrados
con ellas.
Las primeras imágenes científicas son tan antiguas como la
escritura: en tablillas sumerias del tercer milenio encontramos
planos de arquitectura y esquemas cuyo simbolismo no está
nunca alejado de la escritura. Un diagrama dibujado en un papiro
griego del siglo II a. C., conservado en el Louvre, representa a
Orión y el Sol. Se ve una figura geométrica trazada en un papiro
del siglo I a. C. que se conserva en la Biblioteca Nacional de
Viena, pero estas imágenes matemáticas existirían seguramente
mucho antes, en los talleres de los arquitectos, los laboratorios de
los médicos y los observatorios de los astrónomos. El tratado de
Dioscórides, médico del siglo I de nuestra era, fue ilustrado cinco

38
siglos después con cuatrocientas lánúnas, como lo fue, en el siglo
IX, el Theríaka y alexípharmaka (Tratado de los venenos) de Ni-
candro de Colofón.
Hay excepciones, rarezas: hasta después del afio mil, en
Occidente, la imagen no conoció sino el mundo celestial, repre-
sentado ya por figuras de santos, ya por letras en majestad de ver-
sículos de evangelios o visiones extáticas de un paraíso formal,
como componían los monjes irlandeses en pergaminos de oro o
de púrpura. El Libro de Kells, una recopilación de trescientas cua-
renta páginas ornadas con letras de trazos fantásticos y com-
puesta poco después del afio 800, y cuyos cuatro volúmenes, que
contienen los evangelios y diversos textos canónicos, se conser-
van en el Trinity College de Dublín, en el siglo XVII se creyó
vestigio de una lengua desconocida, una «escritura de los ánge-
les», como se dijo.
No parece que el prototipo de nuestras enciclopedias, las
Etimologías de san Isidoro, obispo de Sevilla (ca. 560-636), estu-
viera ilustrado. Hicieron falta la aportación de los árabes (a la vez
la tradición de Aristóteles y la fabricación del papel) y la curio-
sidad por las ciencias naturales para incitar a los clérigos a intro-
ducir en sus sabios tratados imágenes que no fueran ya simples
traducciones simbólicas de los textos sagrados. Habiéndose per-
dido el Hortus deliciarum de la abadesa Hérade de Landsberg, el
ejemplo más antiguo es quizás el Líber floridus, compuesto hacia
1120 por el canónigo Lambert, de la abadía de Saint-Omer, que
mezcla simbolismo cristiano y observaciones naturales. Pero la
ilustración documental, en el sentido moderno del término, no ha-
lló autores e ilustradores hasta el éxito de recopilaciones como
De proprietatibus rerum, obra de un monje franciscano, Bartolo-
meo el Inglés, a mediados del siglo XIII, que Carlos V de Francia
hizo traducir e ilustrar en 1372 con el título de Le Livre des pro-
priétés des choses.

Totalmente distinta es la concepción china de la imagen


documental, que no se ha liberado nunca de la escritura. Uno de
los pilares de su filosofia, el I Ching o Libro de las mutaciones, de
tres mil afios de antigüedad, presenta sesenta y cuatro hexagramas

39
que no son, para nosotros, ni imágenes ni letras, sino signos ori-
ginariamente adivinatorios cuya infinita combinatoria da cuenta
de todo lo que puede acontecer en el universo. El trazo ocupa
aquí el lugar central y permite, en todas sus configuraciones, ex-
presar el conjunto de los fenómenos.
La pintura de Extremo Oriente confiere a la línea y a su
instrumento, el pincel, tal valor de signo, hecho por la mano del
hombre, que la imagen no conoce allí la misma crisis, el problema
existencial que tenía que resolver Platón y que las religiones mo-
noteístas nunca han superado verdaderamente. En este mundo
letrado de la imagen, la nobleza de la copia y el respeto a las reglas
son esenciales, sensibilidad y saber no se oponen, la caligrafia es
testimonio de esta alianza; el mundo de las cosas es el mismo que
el de las ideas, y la imagen no es temible, puesto que obedece al
dominio del gesto y se inserta en el orden del universo.

40
IV De las reliquias a los cuadros

Durante milenios la imagen siguió siendo, antes que nada,


un objeto ligado al culto. Sustituto de una ausencia, representaba
a los antepasados y a las divinidades. ¿Cómo pasó la imagen, par-
tiendo de un uso ritual, a las representaciones profanas? ¿Cómo
hizo deslizar sus referencias sobrenaturales hacia otros valores
quizá también sagrados? Este proceso fue largo y tomó varias
vías; el cambio de contenido de las imágenes es el índice más evi-
dente de ello; la imagen de los hombres reemplaza a las de los
dioses. En consecuencia, el productor de una imagen cambia
también de estatus: ya no es un simple escriba que posee una
pluma inspirada; se convierte en autor.
En Bizancio, los adoradores de la imagen creían que algu-
nas eran acheiropoietos (no hechas por la mano del hombre, es de-
cir, caídas del cielo). El reconocimiento de la imagen como fruto
deliberado de una actividad humana, reconocido en la Antigüedad
griega, no impide ver en ella un signo natural o transcendente,
pero su autor adquiere ahora una dimensión visionaria que hará
nacer, en el siglo XVI, el personaje del artista, hombre creador.
Simultáneamente, una nueva economía responde a las
nuevas condiciones del comercio. Ya de la Venus de Gnido, en
Roma, se habían hecho trescientas copias. En la Edad Media se
crea una industria de estatuillas privadas, de marfil o alabastro. La
estatuaria ya no es únicamente monumental. Se añade una de-
coración a los objetos cotidianos, tanto en Oriente como en
Occidente. La imagen ya no es un bien colectivo: se deja poseer
por propietarios privados. La imagen abandona el templo y se
deja adorar en lugares no consagrados, palacios o museos. La
imagen, en fin, se deja reproducir a su vez en infinidad de copias,

41
imágenes de imágenes, que ganan en público lo que pierden en
majestad.

Deslizamientos progresivos hacia el realismo

El hombre siempre ha estado presente en la imagen, pero,


según parece, a título de sus relaciones con el más allá. Las esce-
nas de la vida cotidiana, triviales como las que se habían podido
ver en los frescos de Pompeya y Herculano, los personajes satíri-
cos, incluso caricaturescos, de las máscaras de las comedias roma-
nas, no reaparecieron en los márgenes de los manuscritos o en lu-
gares discretos de las iglesias, bajo las dovelas de los pórticos o las
misericordias de las sillerías de los coros, hasta mil años después
de Cristo. Hizo falta el advenimiento de las sociedades comer-
ciantes, en las que los príncipes y señores separaban su poder del
poder del clero, para ver aparecer iconos laicos. El rey, en primer
lugar, figura en ellos no ya como representante de la divinidad,
como habían sido los faraones o los emperadores bizantinos, o
como la leyenda había transformado al gran Alejandro o a Carlo-
magno, sino como un ser humano, dotado de un cuerpo real y
de un rostro imperfecto.
La etapa principal para que la imagen llegara a tener un
carácter autónomo y laico fue la invención del cuadro. La utili-
zación de tablas de madera era conocida por los romanos, los
griegos e incluso los egipcios, pero sus testimonios desaparecie-
ron para reaparecer en el mundo cristiano en el siglo XII. La ima-
gen sobre tabla de madera, efigie de los muertos antiguos, se con-
virtió en un sustituto de las reliquias en el mundo cristiano y
adornaba los altares con imágenes de la vida de los santos o de la
Virgen.
Los primeros pintores de la edad de oro de la Toscana del
siglo XIII, cuna de la economía moderna, Duccio en Siena o
Giotto y su maestro Cimabue en Florencia, fueron primeramente
mosaístas y fresquistas, y sus cuadros, en ocasiones esmaltados so-
bre fondo de oro, seguían siendo objetos litúrgicos emparentados
con las orfebrerías y los paños de oro. Asistimos aquí a la lenta

42
aparición del realismo, según abandonan la manera hierática de
los iconos bizantinos por una representación que se propone, con
el modelo, la luz, la flexibilidad de los drapeados y la expresión de
los rostros, estar cada vez más próxima a la apariencia del modelo
VlVO.

San Francisco de Asís, muerto en 1226 y canonizado dos


años después, ofrecía por primera vez el ejemplo de un santo
cuyo rostro podía conocerse; hay que preguntarse hasta qué
punto sus retratos multiplicados eran ya retratos o todavía iconos.
El haber recibido los estigmas hacía de él un segundo Cristo; no
es irrelevante observar que es poco antes, en 1215, cuando se con-
vierte en dogma la presencia real de Cristo en la hostia, incorpo-
rando a Dios a su imagen. Las prácticas de las órdenes mendican-
tes, en una Italia comerciante y urbana, merced a los encargos
recibidos de ricas congregaciones laicas cubrieron las iglesias de
imágenes organizadas en polípticos, gradualmente autónomos,
luego móviles y después por fin privativos, en un movimiento de
apropiación a la vez sentimental y económico del culto.

El primer cuadro

El retrato de Juan II el Bueno sería la primera efigie de un


soberano, lisa y llanamente pintado con sus propios rasgos, como
cualquiera de hoy, si bien de perfil, es decir, un tanto desencar-
nado, y ante un fondo de oro. Esta imagen marca el comienzo de
los tiempos modernos. Data de poco antes de 1350 y, más que su
tema, resulta sorprendente su forma: es un cuadro aislado. For-
maba parte de la documentación que Roger de Gaignieres había
recopilado en tiempos de Luis XIV para la descripción del reino
y que reunía álbumes de dibujos y manuscritos. Este cuadro llegó,
pues, a la Biblioteca Nacional como un documento y no fue de-
positado en el Louvre hasta que los cuadros llegaron a ser patri-
monio de los museos.
Desde aquella época la pintura de caballete se ha consti-
tuido hasta tal punto en la forma arquetípica de la obra de arte
que se han olvidado las circunstancias de su origen y cómo se

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separó de las imágenes colectivas que eran los relicarios, las vi-
drieras, los tapices y los frescos. Para instituir la imagen como ob-
jeto de arte era necesario que se produjera un distanciamiento
respecto de la religión y que el hombre se apropiase del poder
simbólico de ésta. Es posible que esta transferencia de poderes tu-
viera lugar con ocasión de la crisis de la Iglesia católica que cons-
tituyó el papado de Aviñón: se sabe que Juan el Bueno se reunió
allí con el papa Clemente VI y que le ofreció una tabla pintada
en forma de díptico, es decir, en una forma todavía ceremonial,
ya que los polípticos estaban aún vinculados al altar, mientras que
un cuadro de caballete profano, como el retrato de Juan el Bueno,
obtenía su independencia y perdía su función litúrgica.
Resulta significativo observar que Juan el Bueno fue el
primero de los soberanos franceses que firmó sus actas de manera
autógrafa. En la estatuaria se constata una evolución paralela, en
las figuras yacentes, tratadas a partir de fines de la Edad Media sin
idealización alguna, como la de Duguesclin (muerto en 1380), que
representa hasta las desventuras de su cuerpo. Su estatua yacente,
en Saint-Denis, presenta sus armas, dice la crónica, «para mostrar
su presencia corporal». El realismo perturbador de los primeros
retratos esculpidos de manera realista, después de los de la Repú-
blica romana y las máscaras mortuorias de Fayum, reaparece en el
busto de Carlos V, hijo de Juan el Bueno y rey de 1364 a 1380.

Del culto a la cultura

El cuadro independiente, el que se ha convertido en ob-


jeto, favorito de los grandes coleccionistas y de los museos, no se
separó sino con lentitud de los polípticos monumentales pintados
a la manera bizantina que adornaban los altares de las iglesias ita-
lianas. Estos polípticos asumieron en ocasiones forma portátil,
con las reliquias que se guardaban en ellos. El cuadro se separó
asimismo de los muebles pintados, notablemente de los cassoni, los
cofres que contenían los objetos preciosos de las familias floren-
tinas ricas. Se separó, en fin, del libro, en el que los iluminadores
dedicaban un espacio considerable a la representación de escenas

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que ya no tenían nada de religiosas. Ciclos de imágenes tan ex-
tensos y complejos como los cincuenta Tapices del Apocalipsis, te-
jidos en los años en torno a 1380 y destinados a ser exhibidos en
las ceremonias más fastuosas, alcanzaban los límites de una ima-
gen monumental y móvil.
Ya tenemos la imagen convertida en objeto de arte, apar-
tada de todo fin utilitario o decorativo, de toda arquitectura, del
libro mismo. Ya tenemos el objeto que reclamaban la burguesía
enriquecida por el comercio europeo, un clero más preocupado
por el lujo que por la oración, una aristocracia que quiere dife-
renciar su poder del de la Iglesia. Los grandes personajes, laicos o
religiosos, habían adquirido la costumbre de hacerse retratar de
rodillas en la parte baja de las iluminaciones o de los cuadros cu-
yos donantes eran.
Con el cuadro de dimensiones modestas, simple tabla de
madera autónoma, sólida, transportable e incluso negociable, la
imagen ha cambiado de manos. Ha cambiado del poder espiritual
al poder temporal. Su primer modelo es el retrato del príncipe,
surgido primero directamente de las monedas y de las medallas
de Pisan ello. A menos que consideremos como un cuadro aislado
el pobre y modesto retrato de pie de san Francisco de Asís de fi-
nales del siglo XIII, ahuecado en la propia tabla de madera. Es
cierto que la nueva piedad, sentimental, humanizada, urbana, de
las órdenes mendicantes fue para muchos el paso de una religión
solemne e intimidatoria a una religión individual. En el siglo XIV,
los inventarios de los archivos mencionan cuadros de caballete. La
imagen ha pasado de lo cultual a lo cultural y al arte, del lado de
los valores mobiliarios.

Del tesoro al museo

La laicización de la imagen pasa también por su constitu-


ción en colecciones fuera del recinto eclesial. Según parece, en la
prehistoria existían colecciones de objetos simbólicos: ciertos
montones de guijarros o de conchas no se explican de otro
modo, aunque no se sabe nada de su razón de ser. Para hablar de

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colecciones formadas por sí mismas tenemos que remontarnos a
los tesoros de las iglesias. Pero se ve claramente, en el culto a las
reliquias y en el papel que desempeñaban como reservas de ri-
quezas que se guardaban para los malos tiempos, que los tesoros
de las iglesias no tenían el lugar que tuvieron las colecciones
principescas de finales de la Edad Media, y menos aún las de
nuestros museos modernos. Los objetos que se depositaban en
ellas no perdían, por tanto, su valor litúrgico o sacro.
La transmutación de un objeto sagrado en objeto de mu-
seo supone una desacralización de la imagen, despojada de su
contexto espiritual y reintegrada al imaginario colectivo por sus
virtudes formales o históricas. La descripción que hace Michel
Leiris, en El África fantasmal, de la manera en que los etnólogos
arrancaban a los sacerdotes africanos, por medio de negociacio-
nes o de artimañas, sus imágenes sagradas, figuras de sus antepa-
sados y de sus espíritus, para destinarlas a formar parte de las co-
lecciones del Musée de l'Homme de París, nos parece hoy una
violación sabia, una barbarie que se apodera de otra.
André Malraux comienza así su Musée imaginaire: «Un
crucifijo románico no fue al principio una escultura, la Madonna
de Cimabue no fue al principio un cuadro, ni siquiera la Palas
Atenea de Fidias fue al principio una estatua», constatando que
nunca se ha visto a un creyente santiguarse delante de un cruci-
fijo expuesto en un museo. El reformador Zwinglio se pregun-
taba ya a principios del siglo XVI por qué los hombres se arrodi-
llaban ante las imágenes en una iglesia y no lo hacían en una
posada. ¿Se puede afirmar, con igual sentido común, que un ob-
jeto de museo sigue siendo, de otra manera, un objeto de culto,
y la visita al museo una ceremonia?
Un objeto de culto, en efecto, no puede ser asimilado a un
objeto de colección en el sentido actual de la expresión. La in-
clusión en una colección implica una nueva afectación del uso
del objeto. Las primeras colecciones de imágenes hay que bus-
carlas no en los objetos litúrgicos, ni siquiera en las decoraciones
de las iglesias, sino en los manuscritos iluminados que, a finales de
la Edad Media, se convirtieron en objetos de lujo destinados a los
laicos tanto como a los clérigos, en especial los libros de horas,

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demasiado ricamente ornamentados para las sencillas prácticas de
las devociones íntimas. La pasión bibliófila aparece en los erudi-
tos, a menudo también en los clérigos, como Ricardo de Bury,
que en su Filo biblion, escrito en 1345, incita a coleccionar el má-
ximo posible de libros por el placer de poseerlos y también para
afirmar un poder personal. Tal vez no es casual que este obispo
letrado, contemporáneo de Petrarca, frecuentara como él la corte
de los papas de Aviñón.

La moneda, imagen del valor

La reproducción de las imágenes fue otro factor determi-


nante para su desacralización. La unificación de extensos impe-
rios, el desarrollo de los intercambios, de las ciudades, de los via-
jes: de ahí es de donde viene la necesidad de reproducir nuestras
imágenes.
Para autentificar las mercancías o los decretos reales, los
sumerios se valían de sellos, primer uso utilitario de la imagen. La
utilización del sello está atestiguada en el VII milenio a. C. en el
reino de Ugarit, en la costa siria. Los más sencillos muestran los
motivos reticulados que se ven en los ocres prehistóricos, después
vienen las formas animalistas y, en los sellos cilíndricos que im-
primían su marca en arcillas, se desarrollan en el III milenio, en Si-
ria, escenas minúsculas y complejas de desfiles, sacrificios, ban-
quetes y combates.
Toda la fuerza representativa de la imagen toma cuerpo en
el uso de la moneda. Se podrían considerar como imágenes, en
todo caso como símbolos, los primeros objetos dotados de valor
de cambio: guijarros y conchas. Se atribuyen al rey Creso, que
reinó en Lidia (actualmente en Turquía) a mediados del siglo VI

a. C., las primeras moneditas de metal, cuyo uso se difundió por


la cuenca mediterránea. Las más antiguas, de plata, oro o elec-
trum, no llevan marca, pero muy pronto se encuentran marcas
que representan animales, y después un personaje coronado en el
que se cree ver al gran rey de los persas que venció a Creso y
conquistó Lidia en el año 547 a. C. La imagen, el intercesor del

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mundo de los seres humanos, escapaba a los dioses y entraba en
el arsenal de los reyes. La imagen del soberano o los símbolos na-
cionales permanecen activos en las monedas. La efigie monetaria
figura la continuidad del poder y mide su expansión, así como su
crédito.

La cuestión del original

La reproducción de la imagen se hace primero mediante


grabado (del alemán graben, cavar), pero también mediante grafia
(del griego graphein, marcar, inscribir, incluyendo, en Homero,
con una lanza en el cuerpo del enemigo). No hay que confundir
la grafia, que marca por adición, y el grabado, que lo hace por sus-
tracción, aun cuando una y otra, bajo la apelación genérica de
estampa (de stamp, apretar), reproducen mediante impresión di-
recta del modelo. La imagen es capaz de engendrar otras imáge-
nes en una genealogía que se hace rápida con nuestros medios de
duplicación, vertiginosa y lucrativa. Pensemos en el número de
imágenes de transferencia que se interponen entre la proyección
en una pantalla de un fichero numérico escaneado sobre una pos-
tal de La Gíoconda y el cuadro de Leonardo da Vinci que se en-
cuentra en el Louvre.
La imagen desmultiplicada plantea de inmediato el pro-
blema de la originalidad, puesto que la naturaleza de la imagen y
su fuerza residen en este vínculo sensible, fisico, indisociable del
modelo, de este contacto que tiene que mantener con él. La ima-
gen trata de abolir la ruptura semiótica que debilita el vínculo en-
tre el signo y su referente. El valor de la imagen permanece li-
gado a su fidelidad al modelo: debe hacerse pasar por auténtica.
Más aún la de la estampa, cuya fuente es diferida, mediatizada por
una matriz, y cuya existencia múltiple diluye esta autenticidad.
El problema de la estampa es el del origen. Su vocabula-
rio lo recuerda: hay que mojar la hoja virgen para que, como di-
cen los impresores, se enamore de la tinta. La presión que sufre es
un acoplamiento, en ocasiones doloroso, del que sale, entre dos
fieltros que se denominan mantillas, la imagen impresa que es una

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prueba. Jamás se ha desarrollado tanto la filiación del modelo y la
imagen en una metáfora continuada: la imagen reproducida es la
imagen de una imagen, y debe justificar su genealogía. En el si-
glo XVIII, al igual que para el dibujo, fueron a buscar en la Anti-
güedad los orígenes de la estampa y encontraron en Plinio un in-
ventor latino, Varrón, que habría ilustrado así su recopilación
Hebd6madas, setecientos retratos de hombres ilustres. El uso del
manuscrito sobre pergamino hace inverosímil esta hazaña.
Sólo la invención del papel en China, a comienzos de
nuestra era, permitió la reproducción masiva de las imágenes. Po-
seedores de las invenciones de la tinta y el papel, los chinos pu-
dieron hacer impresiones de las estelas en las que el emperador
daba a conocer sus decretos a su inmenso imperio. Se requirió la
producción en masa de objetos idénticos, prefiguración de una
sociedad de ciudadanos. No se trataba ya de copias, sino de ejem-
plares salidos del mismo molde. Bastaba con aplicar un papel hú-
medo sobre una estela grabada y cubierta de tinta para imprimir
tantas reproducciones como se quisiera, y que se convertían así
no en simples imágenes, sino en imágenes de imágenes, que con-
servaban ese vínculo preciado con el original y al mismo tiempo
se alejaban de él tanto como la imagen original queda alejada de
su modelo.
En el año 653, el emperador, que contaba cuarenta y
nueve años y padecía dolores que aliviaba con las aguas -murió
al año siguiente-, compuso este poema: «El mundo de los seres
humanos tiene un término. El agua virtuosa se desliza, inagota-
ble», que él hizo grabar en piedra y que dio lugar al múltiple más
antiguo que se conoce. La estampación china es el antepasado de
todos nuestros procedimientos de reproducción. Permitía trans-
mitir los mensajes a distancia, en el espacio y en el tiempo, pero
sobre todo el mismo mensaje a multitud de personas sin que és-
tas se encuentren nunca. Esta reproducción de la imagen era,
como en nuestros modos numéricos, la imagen de un texto, aun-
que éste se componga de ideogramas. Los reproducía «tal cual», a
la misma escala.
Hacia el año 800, en China y en Corea se imprimieron
también imágenes sobre papel a partir de planchas de madera

49
grabadas, como la denominada «de los mil budas», descubierta por
Paul Pelliot en las grutas de Touen Houang y actualmente en la
Biblioteca Nacional de Francia. Se encuentran también en
Extremo Oriente hojas impresas con series de viñetas repetitivas
que seguramente se recortaban y distribuían entre los peregrinos:
«Con maderas -cuenta la historia de Souei a comienzos del siglo
VII-, los sacerdotes hacen encantamientos sobre los que graban
constelaciones, el sol y la luna. Conteniendo la respiración, los su-
jetan con la mano y los imprimen. Se han curado muchos enfer-
mos». En Japón, la emperatriz Shotoku mandó imprimir desde el
año 764 hasta el año 770 oraciones de las que, según se dice, hi-
cieron una tirada de un millón de ejemplares.

50
V De la imprenta a la página

En Occidente, la imprenta de la imagen siguió a la insta-


lación de los primeros molinos de papel, a finales del siglo XIV,
mucho antes de la invención de Gutenberg. Es posible que se im-
primiera en esta época sobre tejidos que hacían las veces de fron-
tales de altar, como lo demuestra el Bois Protat (del nombre del
coleccionista que lo poseyó), un trozo de madera grabado de unas
dimensiones que sobrepasan las de una hoja de papel y que re-
presenta un fragmento de la <<Crucifixión». Alrededor del año
1400, los archivos mencionan a naiperos o a fabricantes de mol-
des en Bolonia o en Flandes. El primer molino flamenco fun-
cionó en 1405, pero desde 1403 los pintores de Brujas se quejan
de la competencia de las imágenes que los calígrafos compraban
a bajo precio en Utrecht para ilustrar los manuscritos. El grabado
en madera más antiguo fechado, una Virgen descubierta en Bru-
jas, lleva la fecha de 1418, y un San Cristóbal descubierto en Man-
chester, la de 1423. Son imágenes piadosas destinadas a las devo-
ciones populares, individuales y no colectivas.Junto a estos iconos
sobre papel, aparecen naipes. El pueblo se adueña de las imágenes.
Las primeras estampas occidentales eran amuletos, al igual
que los hechizos orientales: aparecen cosidos en la ropa de los pe-
regrinos, e incluso, en Brujas, pegados en el interior de ataúdes,
imágenes paradójicas destinadas a no ser vistas más que en el más
allá. La Reforma se alzó contra estas prácticas supersticiosas, re-
novación de la idolatría congénita a la imagen.

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A costa del libro

La invención del libro impreso con caracteres móviles


metió a la imagen en el equipaje de la escritura. Se convirtió en
una traducción de ésta, en una forma bastarda que se denomina
«ilustración». Nada impedía imprimir juntos los caracteres y las
imágenes, ahuecadas en una estela o en un bloque de madera, en
las estampas japonesas o en los libros xilográficos que, en el siglo
XV, precedieron a la invención de los caracteres móviles para di-
fundir las moralejas populares, las Danzas de la muerte o El arte del
bien morir, pero también planchas ya documentales como el ca-
lendario de los pastores.
La tipografía lo cambió todo: sólo los caracteres podían ser
fundidos en plomo, gracias a su forma estrictamente normalizada.
Las imágenes no podían serlo, aunque los impresores no se priva-
ron de reutilizar motivos intercambiables, viñetas, florones, fajas o
viñetas de fin de capítulo, para subdividir, en la composición de
la página, los textos más diversos. El libro está hecho para la es-
critura alfabética. La imagen sufre en el libro. Está aprisionada en
la página y sometida al ritmo ininterrumpido de la lectura, que
no es el suyo. El libro sigue un discurso. Para seguir este discurso
y hacerse relato, la imagen debe convertirse en una historieta grá-
fica o en cine. La imagen fija bloquea el relato, contiene el tiempo
en su espacio y no en su duración.
El grabado en madera, único medio de imprimir la ima-
gen hasta mediados del siglo XV, es incompatible con el plomo
de los caracteres móviles, aplanados y sometidos a una presión
formidable. Existía el grabado en metal: cultivado por los orfe-
bres, que grababan a buril metales blandos e incluso, para los más
duros, utilizaban el ácido, el «agua fuerte», que mordía el hierro
de las espadas para damasquinadas. En los países ricos donde la
metalurgia se estaba desarrollando, como Nuremberg, en el valle
del Rhin, el grabado en metal hacía progresos. Florencia era fa-
mosa por sus mieles», placas preciosas en las que se utilizaba una
pasta de vidrio negro para hacer resaltar sus finos motivos orna-
mentales o religiosos, grabados en oro y plata dorada. Se cree
que uno de estos orfebres, Maso Finiguerra, tuvo la idea de lle-

52
nar sus tallas con negro de humo para obtener pruebas en papel.
Por desgracia estas nuevas estampas, llamadas «en talla
dulce», tampoco se acomodaban al libro mejor que las xilografías,
pues estaban grabadas en hueco mientras que la tipografía im-
prime el relieve de los caracteres. Para integrar en el libro las imá-
genes grabadas en cobre había que proceder en dos tiempos y sa-
car aparte las ilustraciones para insertarlas en los cuadernillos en
páginas distintas de las del texto. Fue así como el éxito de la im-
prenta tuvo como consecuencia poner la imagen «fuera de
texto», o, en cierto modo, «fuera de juego», posición marginal en
la que ha permanecido al menos tres siglos.
Un libro de imágenes requiere una forma especial, a me-
nudo un formato más grande, a modo de álbum, que dé prefe-
rencia al enmarcamiento de la imagen, cuadrado o mejor aún
apaisado, llamado «a la italiana», incómodo para sostenerlo, para
pasar las hojas y para colocarlo en un estante. Las imágenes han
de estar organizadas en series más o menos coherentes. Es un ál-
bum, de alba, la página en blanco en la que cada uno escribe lo
que quiere. Así son los cuadernos de dibujo y los libros de viajes,
como los primeros libros xilográficos en los que se despliegan
vistas imaginarias de Roma o de Jerusalén, o las «Entradas reales>>,
«Pompas fúnebres» y otras ceremonias en las que la imagen abarca
el desfile de un cortejo.
Si tiene poco espacio en una página, la imagen puede
ocupar la doble página, pero entonces el pliegue la corta. El libro
oriental, con su pliegue en acordeón, se presta mejor a las series
de imágenes, favoreciendo también los géneros populares: escenas
familiares tratadas como croquis llamados mangas, itinerarios de
peregrinaciones, horas del día o de las estaciones. Oriente nunca
conoció esta división catastrófica de texto e imagen, que no está
inscrita en el ideograma y no adoptó la tipografía sino con las
mayores dificultades. Hoy no hay que sorprenderse porque el Ja-
pón haya conquistado el monopolio de la industria fotográfica, de
las fotocopiadoras, de los magnetoscopios y de los escáneres, de-
jando a los occidentales los procedimientos de codificación alfa-
bética. No se trata de una opción económica, sino efecto de la
cultura de la imagen.

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La reducción al código

La época clásica, desde el siglo XVI hasta el XVIII, buscó


desesperadamente el sentido de las imágenes en la relación con el
texto. Hay que corregir «la necesidad que tiene la figura de des-
cender de lo general a lo particular y de lo material a lo formal,
por medio de palabras que la fijen en un significado concreto»,
escribía el Padre Le Moyne en L'Art des devises (1666). Dicho de
otro modo, hay que evitar que la imagen, que sólo puede mostrar
cosas, sea corrompida por la realidad. Hay que salvarla de lo con-
creto a lo que está sujeta y, en un puro espíritu platónico, ligar lo
accidental a lo esencial, encontrar la verdad bajo la apariencia.
De este modo se desarrolló una larga y prolífica tradición
de obras sabias que pretendían reducir la imagen al texto, en-
contrar a cada imagen un significado codificado. De esta tradi-
ción proceden aún los numerosos manuales que pretenden en-
señar la «lectura» de la imagen, encontrarle un «vocabulario» e
incluso una «gramática». La búsqueda de una lengua universal, la
convicción de que el mundo es un conjunto de signaturas nos
persuaden de que toda imagen es un mensaje cuya clave es pre-
ciso hallar.
Los jeroglíficos fascinan a estos eruditos. Un librito apare-
cido en 1419 en la isla griega de Andros y reeditado con gran
éxito, el Horapolo, cuya primera edición ilustrada, de 1543, daba un
sentido hipotético a unos supuestos jeroglíficos. Se reeditó de
nuevo en 1828. Lo mismo sucedió con los Híeroglyphíca de Vale-
río Bolzano, publicados en Basilea en 1556 y luego en Lyon en
1602. Florecían entonces las colecciones de divisas, de emblemas
y de concettí, juegos sabios en los que un texto breve debía dar
sentido a una imagen sin repetirla ni describirla, como la sala-
mandra de Francisco I, que se podía leer: Nutrísco et extínguo
(Extingo [el fuego] y me alimento de él) o el Plus ultra de Carlos
V acompañado de la imagen de las Columnas de Hércules, signo
de que su Imperio no tenía límites.
La moda de los emblemas, cuyo origen se puede encon-
trar en la heráldica y en el arte de los blasones, se diluyó en unos
géneros muy variados, iconografias e iconologías, de las cuales la

54
más célebre es la Iconolog{a de Cesare Ripa (1593), providencia de
pintores de historia hasta bien entrado el siglo XIX. El pintor Le
Brun publicó un diccionario de expresiones a cuyas formas, que
constituían un repertorio, había que ceñirse.

Todo lo no dicho del mundo

La doctrina clásica enseñaba que la poesía debía contener


imágenes y la pintura ser una poesía muda. Un libro vino a po-
ner un poco de orden en estas ideas: el Laocoonte, publicado en
1766 por el filósofo alemán Lessing, que lo subtituló Las fronteras
del arte y la poes{a. El Laocoonte es un grupo escultórico antiguo
redescubierto en Roma en 1506 que representa, de manera dra-
mática, al sacerdote de Troya de este nombre castigado por los
dioses, ahogado junto con sus dos hijos por unas serpientes. El
rostro convulso de Laocoonte, que tiene la boca abierta y los ojos
en blanco, no puede tener, dice Lessing, ninguna medida común
con el prolongado grito desgarrador que lanza el mismo Lao-
coonte en el fragmento de tragedia de Sófocles. La imagen no es
la palabra y no le debe nada. La lengua puede abstraer, generali-
zar, dialogar, enunciar el futuro o el condicional. La imagen está
siempre en presente de indicativo, global, inmediata. En suma, el
espacio no es el tiempo y una imagen no es un poema.
Los filósofos modernos, de Bergson a Derrida, retomaron
esta tesis reconociendo que la imagen es irreductible al lenguaje.
La codificación de la imagen es una tentación permanente que
constituye todavía el negocio de los publicistas de hoy. No se
puede mostrar un asno, un zorro o un cocodrilo sin ver inme-
diatamente su sentido moral.
La imagen, si es un lenguaje, es un lenguaje en estado sal-
vaje, indisciplinado, es decir, lo contrario de lo que debe ser un
lenguaje, cuyo principio consiste en ser articulado para permitir
el intercambio. Sin embargo, una misma imagen evocará, en una
comunidad determinada, interpretaciones semejantes siempre y
cuando compartamos una misma historia, y nos dará la ilusión de
tener el mismo sentido para todos. La imagen actúa como un

55
catalizador de estos significados mudos, inconfesados o inconfesa-
bles, huidos o inhibidos, todo lo no dicho del mundo. Concierne
a los artistas, pero también a los publicistas, a los sacerdotes y a los
políticos encontrar imágenes que hagan masa, federadoras, en las
que cada uno se reconozca y a veces sin siquiera saberlo, y nos den
la sensación de ser únicos estando juntos.

El universo modelizado

Si la imagen no encuentra su fuente ni en otro mundo ni


en la escritura, sólo puede inspirarse en la naturaleza. Esta creen-
cia la compartimos todos y, sin embargo, sabemos también todos
que la realidad, lejos de gobernar a la imagen, puede ser juguete
de ella. La imagen de la realidad es siempre un compromiso en-
tre la realidad y lo que queremos ver en ella. Lo particular se toma
la revancha de lo universal, lo momentáneo de lo eterno, lo acci-
dental de lo esencial.
A partir de este instante, toda la historia del arte se resume
en un combate entre el idealismo y el realismo, como en la cari-
catura de Daumier que muestra a un pintor bohemio cruzando
su pincel con la lanza de un pintor académico con casco. La pér-
dida de lo espiritual no significa el triunfo de lo real: todo es
cuestión de proporción y la crítica ha discutido sobre ello desde
Rafael hasta Manet. Toda imagen es un término medio entre un
ideal y una realidad.
En la Europa moderna, la imagen no se concibió como
un instrumento de observación hasta después del redescubri-
miento de Aristóteles, cuando el filósofo polaco Vitelio (ca. 1220-
ca. 1275) escribió su Perspectiva, primer tratado de óptica en el que
se estudian las leyes de la propagación de la luz. El siglo XIII fue
el siglo de unas enciclopedias que, bajo el título de Speculum (es-
pejo), se apartaban cada vez más de la explicación que propor-
cionan las Escrituras para apoyarse en la experiencia e interesarse
por las ciencias naturales.
La imagen es el proveedor de la ciencia empírica. Si no es
el lenguaje de la poesía, puede ser el de las matemáticas. Leon

56
Battista Alberti, Alberto Durero, Leonardo da Vinci, Luca Pacioli
cuadriculan la imagen para inscribirla en unas leyes de la repre-
sentación capaces de mostrar las apariencias y de hacer que de-
sempeñen el papel de la realidad. La perspectiva, que permite res-
tituir en dos dimensiones las apariencias de la realidad y hacer de
la imagen, como se decía entonces, «una ventana abierta al
mundo», sigue siendo, no obstante, como ha demostrado Erwin
Panofsky, una forma simb6lica.
Después se acumulan los dibujos de ingenieros, las figuras
anatómicas desolladas, las vistas trigonométricas, los herbarios y
los mapas celestes. La economía necesita ingenieros y las ciencias
necesitan imágenes. En el grabado a buril, la geometría halla tra-
ducción en las soberbias planchas de Wentzel Jamnitzer y su Pers-
pectiva corporum regularium, publicada en Nuremberg en 1568; la
anatomía del cuerpo humano en las del famoso tratado de Vesa-
lio, De humani corporis fabrica, de 1583, y la geografía en el Atlas
major del impresor holandés Blaeu, la mayor empresa de edición
del siglo XVI.
La imagen no sólo permite el trabajo de laboratorio en
maqueta, la modelización del mundo, sino que también posee
otra ventaja sobre el texto: hace caso omiso de las barreras de las
lenguas y transmite su saber sin fronteras. El lenguaje de los ile-
trados -se olvida con harta frecuencia- es también el de los sa-
bios. Maqueta del mundo, la imagen se deja reducir o ampliar a
voluntad: microscopio y telescopio, permite la comparación teó-
rica poniendo las muestras a la misma escala: el átomo y la galaxia
se encuentran allí uno al lado del otro y, en la historia del arte, el
estilo de la más modesta medalla puede ser comparado con el de
una estatua, monumento: en imagen, ya no hay arte menor, como
proclama André Malraux en su Musée imaginaíre.

Diseños y designios

La imagen científica, que se suele bautizar con la palabra


más trivial de imaginería científica, se separó también de las colec-
ciones que desde finales de la Edad Media reunían los príncipes

57
y los sabios bajo la denominación de «gabinetes de curiosidades».
Las flores secas, los animales disecados, las piedras preciosas se
mezclaban en ellos con los objetos exóticos, con los manuscritos
y con las estampas. El objeto de colección es ya una imagen,
puesto que es una muestra que representa a una especie o, por el
contrario, un caso extraordinario. Es un intermedio entre la rea-
lidad y la imagen, ya que, como ella, permite someter a observa-
ción a una naturaleza contrastada.
De esta observación experimental salió lentamente el cul-
tivo del dibujo, y el desarrollo de la industria aseguró en buena
medida su fortuna. Los ingenieros necesitan figuras exactas lo
mismo que los investigadores necesitan preparados bien hechos. El
diseño se emancipó de los libros, se desprendió de los frescos que
adornaban las casas ricas o las iglesias, al igual que el cuadro se
emancipó de las iluminaciones y de los retablos. La palabra «di-
seño» adquirió un doble sentido: es el trabajo preparatorio de una
obra acabada -pintura, mueble, arquitectura, máquina- pero es
también su plan, su proyecto, su designio.
En el mundo occidental moderno, el dibujo aparece sobre
pergamino en la Edad Media, en los cuadernos de arquitectura de
Villard de Honnecourt, entre 1230 y 1240, o en forma de sinopia,
boceto rápidamente trazado sobre el yeso antes de ejecutar la pin-
tura al fresco, o también de cartones para vidrieras y tapices. La his-
toria del dibujo, como la de la imprenta, estuvo ligada a la im-
portación del papel, soporte volante, provisional, que permite una
gran diversidad de útiles y de pigmentos: lápices, tintas, aguadas,
acuarelas, gouaches, carboncillo, puntas de plata o de plomo, bas-
toncillos de pasteles, tiza, sanguina, piedra negra, etcétera.

El instrumento de la ciencia

Mientras que la naturaleza está en constante movimiento,


la imagen permanece inmóvil. Representa precisamente lo que
no se puede ver. Es una prótesis de la mirada cuando registra lo
infinitamente lejano o lo infinitamente pequeño, pero también
cuando diseca un cuerpo humano, desvela un mecanismo oculto

58
o explora el centro del mundo. Es un instrumento de laboratorio
que nos enseña que la realidad no se limita a lo que percibimos.
También los sabios, después de haber instrumentalizado la ima-
gen, desconfian otro tanto de ella.
El abuso de las imágenes puede ser peligroso: la represen-
tación de una realidad invisible no está exenta de riesgo de error,
y muchas imágenes de fisica o de astronomía no tienen más que
un valor pedagógico, llegando a falsear el objeto para que puedan
«dar una idea» a los ignorantes, valor que, no obstante, niega de
inmediato el especialista. Así, la imagen fue, al margen de la in-
vestigación, una herramienta de vulgarización de las ciencias que
produjo las obras maestras de Pierre--Joseph Redouté (1759-
1840), el «Rafael de las flores», o las láminas animalistas del dibu-
jante americano John-James Audubon (1785-1831). En 1739, el
abad Pluche publica en dieciocho volúmenes ilustrados su Spec-
tacle de la nature, ou entretiens sur les partícularités de l'histoire naturelle
qui ont paru les plus propres a rendre les jeunes gens curieux et a leur
former ['esprit.
El debate en torno al uso de la imaginería científica puede
tornarse más áspero cuando nos interrogamos sobre si es opor-
tuno comunicar imágenes médicas a aquellos mismos a quienes
representan. Cuando, a mediados del siglo XVIII, se quisieron po-
ner al servicio de la anatomía las nuevas técnicas de grabado en
color -las más demostrativas- para representar al natural las figu-
ras anatómicas desolladas en todos sus detalles, los cirujanos pro-
testaron, prefiriendo a estas láminas gratificantes e ilusionistas los
rigurosos dibujos en blanco y negro. Xavier Bichat, en 1801, no
veía en ellas más que «monumentos de lujo en los que unos bri-
llantes exteriores ocultan un vacío real».
La realidad que estudia la ciencia moderna escapa a la
imagen lo mismo que al espíritu y sólo se expresa en símbolos
matemáticos. La imagen deja pasar a toda velocidad las partículas
más pequeñas de la materia; no capta más que las huellas fulgu-
rantes de su trayectoria, y la inmensidad de los agujeros negros
sólo está representada por su ausencia. Los colores de las imáge-
nes llamadas «de resonancia magnética» o las de los mapas de te-
ledetección son tan brillantes como los de las pastelerías, pues no

59
representan la realidad y sólo están destinadas a la interpretación.
La imagen que ofrecen no es lo que vemos sino lo que debería-
mos o querríamos ver. A veces, en las ciencias más exactas, des-
criben lo que imaginamos y no muestran más que hipótesis. La
imagen de la naturaleza sigue siendo un artificio. Aun la más ob-
jetiva es una mentira, el resultado de un compromiso, como ya lo
era entre el hombre y los dioses.

60
VI El milagro de la reproducción

En el prospecto de lanzamiento de su Enciclopedia, en


1750, Diderot preveía un suplemento de seiscientas láminas en
dos tomos: publicó doce entre 1762 y 1772. «No acabaríamos
nunca -escribió- si nos propusiéramos representar en figuras to-
dos los estados por los que pasa un trozo de hierro hasta que se
transforma en una aguja.» Se hubiera podido creer que esta ava-
lancha de imágenes, reproducidas y difundidas en gran número,
arruinaría el valor sagrado de la imagen, basado en su relación
privilegiada, directa, natural o sobrenatural, con un original trans-
cendente. Esto no es totalmente falso, pues la imagen fabricada
ante nuestros ojos, extendida por doquier, confiesa su artificio y
se revela como un instrumento mediático.
La superchería de los iconos, la superstición de las reliquias
que los protestantes habían condenado, se han convertido en evi-
dencias y ya no es incongruente denunciar las manipulaciones de
la imaginería política o publicitaria. Pero, paradójicamente, sub-
siste la idea de un modelo inicial al cual la imagen pertenecería,
del cual sería el agente y cuya fuerza colectiva nos inspiraría te-
mor o al menos respeto. Cuando el modelo de la imagen es ima-
ginario, es preciso admitir que no procede de él sino que lo pro-
duce. El papel de la imagen es entonces el de dar consistencia a
este modelo inexistente.
La profusión de imágenes juega en ambos sentidos: en
uno, el número degrada el valor «fiduciario» de la imagen, como
una moneda en época de inflación, pero en el otro aumenta el del
modelo, inflado por su abundancia de representaciones. La mul-
tiplicación de registros no ha destruido la imagen del famoso sino
que, por el contrario, ha reforzado el valor de su presencia real,

61
live [en directo, en vivo], como se dice, o «en concierto», hasta la
idolatría. Igualmente, las reproducciones de las obras de arte mag-
nifican su modelo, cuya autoridad es transferida al artista, que he-
reda este prestigio. La reproducción, lejos de desvalorizar el ori-
ginal, hereda una parcela de su prestigio y refuerza su poder.

El ascenso de un arte menor

El éxito de las estampas, que acompaña al ascenso del ter-


cer estado, es contemporáneo al ascenso del dibujo. El dibujo, he-
rramienta experimental del artista o del sabio, adquiere un valor
de objeto de arte completo y verdadero en la estela del cuadro.
Posee la autenticidad de éste, la cual lo vincula a la mano de su
creador; su originalidad y su movilidad. Como él, pasa a ser pro-
piedad privada de su comprador, entra en su patrimonio y le con-
fiere un estatus de aficionado o de erudito. Menos costoso y vo-
luminoso que el cuadro, y no obstante único como él, el dibujo
hace la felicidad de quienes pueden comprarlos en gran número,
coleccionarlos, compararlos y también enseñarlos.
Los coleccionistas de imágenes se multiplicaron al ritmo
de la ampliación de la aristocracia y el desarrollo de la burguesía
en el siglo XVI y sobre todo a principios del XVII. Las investiga-
ciones sobre el gusto por la pintura en este período ponen de ma-
nifiesto la importancia que adquieren los géneros denominados
«menores», propicios al cultivo del realismo y con los que se po-
dían adornar los apartamentos o las casas de campo, en los círcu-
los de la nobleza de toga (la que ha comprado sus títulos junto
con sus cargos), los oficiales de la corte y los comerciantes ricos.
En la lista de los coleccionistas de su tiempo que nos ha
dejado el mayor de ellos, Michel de Marolles (cuya colección de
cien mil estampas, comprada por Colbert en 1666, constituyó el
núcleo del Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional de
Francia), hallamos las mismas categorías medias: un tercio son
eclesiásticos, como lo era el propio Marolles; otro tercio, parla-
mentarios; y otro, profesiones liberales: profesores, médicos, hom-
bres de negocios, artistas. Esta clientela ávida de imágenes y de

62
obras de arte impulsó la producción de ilustraciones de grandes
obras literarias así como de paisajes o retratos, que la crítica aca-
démica, vinculada a la aristocracia, situaba en la parte baja de la
jerarquía de los géneros, dejando la primacía a los cuadros reli-
giosos, a las escenas de la mitología y a los cuadros de historia,
preferentemente bíblica o antigua.

El mercado de la reproducción

El primer retrato grabado de una plebeya (aparte de los


autorretratos de artistas) fue el de Marguerite Bécaille, fundadora
de obras caritativas, y lo realizó en 1715 Louis Desplace a partir
de una obra de Largilliere. La demanda de obras de arte burgue-
sas era grande en toda Europa, así como, según parece, se dispa-
raba en Japón. Se necesitaban obras de pequeño formato y pre-
cio modesto, pero que conservaran algo del toque autógrafo de
su creador y también estuvieran cercanas a su origen para con-
servar su precio y su rareza. Por tanto, se necesitaban dibujos. Los
artistas los suministraron. Los talleres, a decir verdad, estaban re-
pletos de ellos; no eran más que estudios pero pasaban con gran
rapidez a los primeros marchantes de arte. Posteriormente se
pudo ejecutar especialmente para los aficionados y convertir el
dibujo en sí mismo en un género artístico. A falta de dibujos, se
compraban estampas, realizadas a partir de un dibujo o como re-
producción de un cuadro. Para los aficionados y para los artistas,
la estampa no era más que un medio de reproducir las obras. To-
davía en 1791, Quatremere de Quincy, teórico del arte, decía: «El
grabado no es en modo alguno ni podrá llegar a ser nunca un
arte».
Así se organizó, sobre todo en Francia y en Inglaterra y
durante todo el siglo XVIII, un mercado del arte estructurado y
jerarquizado. En Francia, Le Mercure galant se propone en 1686
publicar «la lista de las bellas estampas que se graban y los cuadros
de los que se han tomado». En 1704, Le Mercure de France anuncia:
«Todas estas estampas son originales, hechas por el señor Perelle
y otros excelentes grabadores». En 1718, el marchante e historiador

63
del arte Pierre-Jean Mariette va a Viena a clasificar los doscientos
noventa volúmenes encuadernados en cuero rojo de las estampas
del príncipe Eugenio de Sabaya (la actual Albertina). En 1725, Le
Mercure de France publica sus primeras críticas de arte (es decir, de
pintura). En 17 41 aparece la recopilación en grabados de los cua-
dros que componen la colección del riquísimo Crozat, mecenas
de Watteau.
Miniaturas y pasteles habían hecho su aparición en el Sa-
lón de 1739, los gouaches en 1759. Para reproducir mejor los cua-
dros, los grabadores utilizaban la «manera negra» que permite re-
producir los modelos. Pero el procedimiento resulta largo y los
ingleses prefirieron el punteado y el cilindro. Otros procedimien-
tos, como la aguatinta, dan la ilusión del dibujo y logran las me-
dias tintas. Ahora bien, para que la estampa fuera en color, era
preciso colorearla a mano, iluminación preciosa para ejemplares
únicos o procedimiento grosero para las series populares. ¿Cómo
conciliar las dos cosas e imprimir los colores con todos sus mati-
ces partiendo de una plancha? Esto parecía imposible hasta que
Newton, en 1666, observa la refracción de los colores a través de
un prisma triangular y, en 1672, publica la demostración de su
descomposición. Todo color puede ser obtenido a partir del ne-
gro y de los tres colores primarios, amarillo, rojo y azul. En 1735,
Jacques-Christophe Le Blon inventó la cuatricromía, que exigía
(y sigue exigiendo) la descomposición de los tonos en cuatro ma-
trices de base tiradas una después de otra en la misma hoja. Nues-
tras impresoras de ordenador ya no lo hacen y necesitan cuatro
cartuchos distintos. Fue una pasión: para reproducir cuadros y di-
bujos se vio aparecer la estampa a manera de lápiz en 1759, a ma-
nera de aguada en 1766, a manera de pastel en 1769 y a manera de
acuarela en 1772.

La democracia de los gustos y de los colores

El Cabínet des singularítez d'archítecture, peínture, sculpture et


gravure de Florent Le Comte, primer manual para aficionados,
apareció en 1699; ese mismo año, Roger de Piles publica una

64
teoría de la pintura. Es la época de las primeras subastas públicas
de arte y de la aparición de los primeros grandes marchantes de
pintura y de estampas. El primer Salón, exposición nacional que,
en el Louvre, en los locales de la Academia, tenía el monopolio
de la pintura, se celebró en 1727. Después de 1730, las ventas se
multiplican, las estampas circulan de colección en colección. Se
publican los catálogos de los artistas más apreciados, como Ber-
nard Picart, en 1750. El marchante Basan escribió en 1767: «Me
he dado cuenta hace muchos años de que los catálogos de venta
de estampas eran buscados con mucho afán».
La década de 1750 marca el instante en el que la burgue-
sía se apodera del arte en forma de mercado: la imagen, en una
sociedad que busca su jerarquía, se convierte en un marcador so-
cial en el que cada uno inscribe sus ambiciones y su concepción
del mundo. La imagen artística, a través del estilo de los artistas,
los temas abordados, la rareza de las obras y la naturaleza más o
menos lujosa de los soportes se convierte en propagador de las
ideologías, que la crítica transforma en campo de batalla y el mer-
cado en ostentación de las fortunas.
En 1750, el alemán Baumgarten publicó una obra cuyo tí-
tulo ha dado origen a una disciplina: Aesthetica [Estética]. El mar-
chante Charles-Franc,:ois Joullain anota en sus Rijlexíons sur la
peínture et la gravure, en 1786: «El número de marchantes aumenta
(... ) hasta el punto de sorprender, tanto más cuanto que apenas se
puede sospechar de dónde han salido en tan poco tiempo». El
arte, abandonado a lo que se llama la «dictadura del mercado», ha
pasado del régimen aristocrático, cuya doctrina era que, en mate-
ria de gusto, el rey no autoriza más que el suyo, al régimen de-
mocrático; en el que Zola, crítico de arte, podía decir que el Sa-
lón era una amplia confitería donde se encontraban caramelos
para todos los gustos.
Entretanto, Francia había hecho tres revoluciones. La ima-
gen es para todos, pero cada clase tiene las suyas. La jerarquía so-
cial está estructurada por la jerarquía de las imágenes que cada
uno posee para sus colecciones o su decoración, según el grado
de autenticidad, rareza y precio de éstas, como cuenta Marcel
Proust en Por el camino de Swann hablando de su abuela: «Pero en

65
el momento de hacer la adquisición, y aunque la cosa represen-
tada tuviese un valor estético, a ella le parecía que la vulgaridad,
la utilidad, volvían a ocupar con demasiada rapidez su lugar en el
modo mecánico de representación: la fotografía. Intentaba va-
lerse de un ardid y, si no eliminar totalmente la banalidad co-
mercial, al menos reducirla, sustituirla por la parte más grande,
nuevamente el arte, introducir en ella a modo de varios "espeso-
res" de arte ... ».

La teoría del reflejo

Resulta curioso constatar que otro mundo, Japón, cono-


ció una evolución similar de la imagen artística, cultivada con
tanto más esmero cuanto que su escritura ideográfica era ya un
arte plástica, y que la religión no había lanzado los mismos inter-
dictos ni la relación con la naturaleza había impuesto las mismas
reservas. La estampa japonesa, ejecutada sobre madera e impresas
al tampón con tintas más fluidas, se difundieron en el siglo XVIII
entre la nueva burguesía, que, como en Europa, le aportó el co-
lor y el gusto por los «géneros menores», preparando el adveni-
miento de unas clases comerciantes que habrían de destronar el
antiguo régimen y abrirse a la occidentalización.
Así se confirmaba lo que se denomina «teoría del reflejo»,
que considera que la imagen artística, sea cual sea la aportación
personal de su autor, es siempre la imagen de la sociedad en la
que aparece. Todo el mundo estaba de acuerdo en ello: Marx y
Napoleón III coincidían en este punto. Y, sin embargo, esta evi-
dencia plantea problemas: ¿cómo pueden las imágenes hallar sen-
tido en épocas y medios tan alejados? ¿Por qué, por ejemplo, el
arte japonés suscitó semejante entusiasmo en la Europa de finales
del siglo XIX, o, mejor aún, por qué las máscaras africanas, de las
que se ignoraba todo, gozaron de una nueva vida en los talleres
de los pintores cubistas?
La imagen artística cruza las fronteras de las lenguas con
arreglo al fenómeno que ha recibido sucesivamente los nombres
de renacimientos, renewals, revívals, supervivencias (la Nachleben de

66
Warburg) o incluso conversí6n (Didi-Huberman) y que Malraux
ha denominado «el doble tiempo del arte» (el de su creación y el
de su recepción) o metamoifosís. Pero no es esa lengua universal
que siempre se espera: las formas pueden olvidarse o permanecer
mudas. Rembrandt no tenía admiradores entre los de Rafael. Los
historiadores tienen que explicar cómo funciona este famoso «re-
flejo» a largo plazo con estos eclipses. Otro argumento socava la
teoría del reflejo: parece ser que la imagen no es el espejo pasivo
de una conjetura: desempeña un papel activo y contribuye a
construirla o a hacerla evolucionar.

Propaganda, instrucción, información

La mecanización de la reproducción y su industrialización


fueron un agente eficaz de la democratización a través de la ins-
trucción y la información de las masas. Desde el siglo XVI se mo-
vilizó la impresión de la imagen para la propaganda de los dos
bandos en las guerras de religión. Tuvo sus historiadores, como
Tortorel y Perrissin, que publicaron en grabados en madera, gro-
seros pero económicos, sus episodios más destacados.Tuvo sus co-
leccionistas, como Pierre de l'Étoile, que reunió todo lo que en-
contraba a la venta en el Pont Neuf y todo lo que circulaba en
forma de panfleto, a fin de conservar un testimonio.
En el siglo XVII, Wenceslas Hollar, praguense emigrado a
Londres, o el holandés Romeyn de Hooghe, contrario a la con-
quista de su país por Luis XIV, hicieron una crónica al aguafuerte
de su época. La Revolución francesa fue también una guerra de
las imágenes, de los caricaturistas ingleses contra los sans-culottes
sanguinarios. Los Tableaux hístoríques narraban en imágenes, día a
día, los acontecimientos parisienses, y Boyer de Nimes guardaba
celosamente las Caricatures de la Révolte des franrais. El pueblo tam-
bién quería sus imágenes. Una imaginería poplllar, grabada en
1

madera y coloreada, se estaba desarrollando en los centros regio-


nales, el más célebre de los cuales, en Francia, el de Épinal,
conoció su apogeo a comienzos del siglo XIX, con la difusión de
la moral y la historia del Imperio. La imagen popular, siempre

67
sospechosa de pereza y de frivolidad a los ojos de los clérigos,
tuvo sus defensores entre los pedagogos.
El checo Comenius había publicado en 1658 uno de los
primeros métodos de aprendizaje de la lengua a través de la ima-
gen. Igualmente, en 1693, el filósofo inglés Locke observó, refi-
riéndose al joven lector en su obra Pensamientos sobre la educación,
que «si su ejemplar de Esopo contiene ilustraciones, ello le diver-
tirá aún más y le animará a leer». Si la imagen suscitaba, y sigue
suscitando, tanta renuencia, es que es indócil. Al no estar riguro-
samente codificada, es rechazada antes de ser comprendida. No se
aprende como una lengua y escapa a la férula de los maestros. El
mundo de la educación le fue hostil durante largo tiempo y, a
principios del siglo XX, Anatole France reprochaba aún a los
maestros que «enseñaran a topos», como todavía algunos en nues-
tros días.
La necesidad de la imagen es, sin embargo, irreprimible:
las guías de viajes, los periodicuchos, aquellos pliegos sensaciona-
listas que son los antepasados de nuestros tabloides, los calenda-
rios, los anuncios y los folletos hacían que la imagen penetrara en
los hogares modestos. La imagen impresa incluso había reempla-
zado, en los interiores burgueses, a los tapices en forma de papel
pintado, cuya boga se extendió después de 1760; requería una pe-
sada industria compuesta por grabados en madera ajustados y lar-
gas tablas de impresión que pueden verse todavía en el museo de
Rixheim. La técnica utilizada para producir estas imágenes pano-
rámicas estuvo en el origen de los primeros carteles ilustrados
con colores chillones, el primero de los cuales lo pegó en los mu-
ros de París, hacia 1840, el impresor Jean-Alexis Rouchon. El «re-
clamo» que se expresaba únicamente a través del texto se adornó
con imágenes que transformaron los paisajes urbanos. En 1858,
Jules Chéret tuvo un gran éxito con sus carteles de colores dul-
zones y, hasta fin de siglo, muchos coleccionistas se vieron afecta-
dos por la «cartelomanía». Los anunciadores lo están siempre.

68
La época de la prensa y de las actualidades

La prensa tardó en integrar la imagen, larga y costosa de


producir, y no fue hasta 1789 cuando se vio un periódico ilus-
trado, Le Cabinet des modes, publicado en Ámsterdam, que inser-
taba en sus cuadernillos, cada quince días, dos aguafuertes colo-
reados a mano. Pero ni el grabado en madera ni la talla dulce
permiten una producción rápida. Sólo la litografía, inventada en
1796, pudo dar nacimiento a una prensa de actualidad ilustrada.
La demanda de imágenes para todos los bolsillos había es-
timulado a los inventores y las técnicas de reproducción se mul-
tiplicaban. Surgió la idea de grabar en acero para imprimir los
billetes de banco de los dólares americanos. El grabado al agua-
fuerte sobre acero permite alargar las tiradas e ilustrar profusa-
mente los libros destinados a las clases medias: novelas, viajes, en-
ciclopedias. El inglés Thomas Bewick cultivó a partir de 1790 el
grabado en madera a la testa. Consiste en trabajar al buril una ma-
dera dura, en sentido contrario a la veta, con el fin de obtener
planchas muy resistentes que permiten ilustrar diccionarios, ma-
nuales y sobre todo revistas.
Un empresario audaz, Charles Knight, lanzó con éxito en
1830 el Penny magazine, y en 1833 la Penny Cyclopaedia, inmedia-
tamente imitada por el francés Édouard Charton con Le Magasin
pittoresque, que, gracias a varios equipos de grabadores en madera
que se relevaban día y noche y a dos máquinas de vapor, podía
ilustrar ocho páginas e imprimir mil ochocientas por hora, ha-
ciendo de este modo cada semana una tirada de cien mil ejem-
plares al precio de dos sous. Esta moda de imágenes baratas in-
quietó a las letras: «¿Dónde encontrará un refugio el buen gusto
si se inunda así al pobre público?», exclama un crítico.

La industrialización de la imagen no había hecho más que


empezar. Desde 1835 la galvanoplastia permitió cubrir las placas
grabadas con una película de metal duro e imprimir así grabados
de gran tirada. El empleo del papel mecánico, fabricado en rollo
y ya no hoja por hoja, abría el camino a los grandes semanarios
repletos de imágenes espectaculares. El primero fue el Illustrated

69
London News, en 1842. La primera página de su primer número
mostraba el incendio de Hamburgo: al dibujante se le había
echado el tiempo encima y se había limitado a añadir llamas a una
antigua vista de la ciudad. La primera imagen de actualidad estaba
ya trucada. Un año después fue imitado en Francia por
L' Illustration.
La auténtica novedad del siglo fue la invención de la lito-
grafia por el alemán Alo'is Senefelder. Un simple dibujo a lápiz
graso sobre una piedra que retenía la tinta ofrecía por fin la po-
sibilidad de dibujar en vez de grabar, es decir, de imprimir direc-
tamente cualquier escritura o cualquier imagen, como sobre un
manuscrito. El divorcio entre el texto y la imagen había con-
cluido. La litografia fue empleada de inmediato para reproducir
mapas o partituras musicales, pero sobre todo imágenes a bajo
precio, a las que se acusó de mal gusto: portadas de novelas, cari-
caturas, en una época en la que las masas estaban accediendo a la
política. Permitió también a los pintores románticos, como Dela-
croix, popularizar sus obras, y a los académicos dar amplia difu-
sión a la reproducción de sus obras maestras. Fue gracias a la li-
tografia como pudo aparecer en París, en 1832, Le Charivari,
primer diario ilustrado, con una tirada de tres mil ejemplares, que
publicaba las bromas republicanas de Honoré Daumier.

70
VII Fotografía: ¿la adherencia a lo real?

La fotografía no fue una invención más. Como en nues-


tros días la de Internet, la invención de la fotografía provocó un
entusiasmo sin medida. Bruscamente, la realidad se imponía
como referencia directa de la imagen. El hombre ya no tenía que
intervenir: la foto, escribe Roland Barthes, se adhiere a la realidad.
Hay en esta fórmula una gran verdad y un gran error. Es
cierto que la foto no puede reproducir más que la realidad: no se
puede fotografiar un sueño, salvo que se represente antes en la
realidad. Las fotos calificadas de «abstractas» no son más que imá-
genes de una realidad que se ha vuelto irreconocible. Es verdad
también que la foto capta todo lo que capta el objetivo, incluso
lo que el fotógrafo no ha visto y aquello de lo que hubiera que-
rido librar su campo visual. En 1945, el reportero ruso Khaldei in-
mortalizó al soldado que toma al asalto el Reichstag en Berlín sin
ver que desvela inocentemente en su glorioso brazo los relojes
robados al enemigo, que tendrán que borrar del cliché. Todas las
fotos de prensa, o casi todas, son objeto de retoques antes de su
publicación: los lunares de las maniquíes, los postes que deslucen
el paisaje. No hay foto sin realidad.
Sí, la realidad se adhiere a la foto. Creer que la foto es la
copia conforme de la realidad revela no obstante ingenuidad y
esa vieja concepción mágica de la imagen como modo de exis-
tencia de la realidad. Revela nuestra vieja creencia hechizada en
la consustancialidad de la imagen y su modelo, más aún porque
la imagen fotográfica es el resultado de una emanación física, lu-
minosa, de un modelo que, necesariamente, existe. Nos cuesta
mucho deshacernos de esa creencia tenaz de que nuestra imagen
nos pertenece, de que nos es arrancada. Al permitir las imágenes

71
automáticas del fotomatón o de las cámaras de tele-vigilancia, la
foto oculta su juego haciéndonos creer en su objetividad. La di-
gitalización, al poner por delante el artificio de la imagen y la po-
sibilidad de rehacer una fotografía, nos ha desengañado del
«efecto de realidad». Hay que admitir que detrás de todo objetivo,
incluyendo mis gafas, hay una espera y hay una elección.

Esperando la foto

La fotografía no nació del cielo, ni siquiera en la habita-


ción del ingeniero Nicéphore Niépce. La voluntad, que hemos
rastreado desde el siglo XIII en Occidente, de juzgar la imagen
por su fidelidad a las apariencias y por la exactitud de su obser-
vación anunciaba ya la fotografía.
El mercado del retrato sigue la curva ascendente del po-
der de la burguesía, interesada por promover la imagen corporal de
cada uno. Los salones de la segunda mitad del siglo XVIII, en Lon-
dres y en París, se llenan de miniaturas y de medallones. Estaban
de moda las siluetas recortadas por un virtuoso en un papel ne-
gro y los retratos caligrafiados del «famoso Bernard», que despa-
chaba un rostro de un solo plumazo e incitaba a los aficionados a
«hacerse escribir».
Poco antes de la Revolución, Gilles-Louis Chrétien hizo
correr a todo París a los jardines del Palais Royal a ver sus «fisio-
notrazas», antepasados del fotomatón. Un brazo articulado trasla-
daba el perfil de la persona en una plaquita de cobre que se im-
primía al aguafuerte: uno tenía que posar durante seis minutos y
a los cuatro días le entregaban una docena de pruebas de cinco
centímetros de diámetro, sumariamente coloreadas a mano. Se
presentaron cien fisionotrazas en el Salón de 1793 y seiscientas en
el de 1796.
Ya estaban reunidos todos los elementos de la fotografía.
La propiedad que tiene la «cámara oscura» de proyectar los refle-
jos invertidos sobre el fondo de una caja negra perforada por un
agujero era conocida por Aristóteles. Aún se fabrican así unas cá-
maras primarias denominadas esténopes. Las aplicaciones del di-

72
bujo con la «cámara clara», a través de un bastidor con un papel
translúcido cuadriculado, para copiar un paisaje y representar con
más facilidad la perspectiva, habían sido estudiadas por Abraham
Bosse, grabador y matemático, en el siglo XVII. El ennegreci-
miento de las sales de plata bajo la luz se utilizaba para transmitir
mensajes secretos, y la capacidad del hiposulfito de sodio para fi-
jar esas imágenes virtuales había sido demostrada en 1802.
Hacia 1817, lo que buscaban Nicéphore Niépce y muchos
otros era trasladar estas itnágenes naturales directamente sobre una
piedra o un zinc litográfico para poder imprimirlas. Lo que
Niépce consiguió diez años después no respondía más que par-
cialmente a sus esperanzas. No solamente sus imágenes, bastante
borrosas, eran en blanco y negro, sino que además no eran re-
producibles. Murió en 1833 legando a su hijo este éxito a medias.
Hacia 1760, Marie Tussaud había aprendido del médico
Philippe Curtius el arte de esculpir bustos en cera, que resucitaba
las efigies mortuorias romanas, y lo convirtió en una atracción en
París, en el Palais Royal, antes de ser condenada durante la Revo-
lución a ser decapitada, y luego indultada y exiliada en Inglaterra,
donde su teatro de celebridades de cera atrajo a las multitudes. La
fascinación de la semejanza cautivó al pueblo. Los espectáculos lla-
mados «panoramas», decorados inmensos que, con grandes efectos
de luces y sombras, reconstruían la batalla de Austerlitz o una
aurora boreal, hicieron furor en los bulevares parisienses.
Uno de los empresarios organizadores de estos espectácu-
los, Jacques-Mandé Daguerre, perfeccionó el procedimiento de
Niépce y obtuvo una imagen fijada sobre metal que bautizó
como daguerrotipo.Vendió su patente al Estado, que lo «regaló a la
humanidad», es decir, a los industriales y a los aficionados que
quisieran hacerlo fructificar. Francia estaba descubriendo el libe-
ralismo, la libre empresa y su consigna: «enriqueceos». El anuncio
del descubrimiento se realizó solemnemente el 7 de enero de
1839, ante las cinco Academias reunidas, por el diputado de iz-
quierdas y célebre fisico Arago, cuyo lírico discurso profetizó:
«Pronto veremos las bellas estampas que no se encontraban más
que en los salones de los aficionados ricos adornar hasta la hu-
milde morada del obrero y del campesino». No se equivocaba.

73
Sin embargo, lo mismo que las «heliografías» de Niépce, el
daguerrotipo no era reproducible, lo cual constituía una gran des-
ventaja para su industrialización. La fotografía, tal como la conoce-
mos, se la debemos al inglés William Henry Fox-Talbot, que con-
siguió, en la misma fecha, sensibilizar un papel translúcido, el
«negativo», del que se podían sacar tantas pruebas como se deseara.
No sin dificultades: le costó dos años publicar, de 1844 a 1846, un
libro de título revelador, Pencil cf nature, que contenía veinticuatro
planchas pegadas en cada ejemplar. Ni Talbot ni Daguerre respon-
dieron verdaderamente a las esperanzas de imprimir las imágenes
fotográficas. Hubo de pasar aún medio siglo para que se lograse.

La daguerromanía

La primera pregunta que formularon los senadores, el día


que Arago les propuso hacer que el Estado adquiriera la prodi-
giosa patente, fue: «Pero ¿con el daguerrotipo se pueden hacer re-
tratos?». Esta ansiosa pregunta resume todo lo que estaba en
juego en la imagen humanista. Por desgracia, aún los hacía mal:
los prolongados tiempos que había que posar y el fuerte sol ne-
cesario transformaban los posados en sesiones de tortura, lo que
no impidió que la «daguerromanía» hiciera furor.
Las principales víctimas de la fotografía fueron los pinto-
res y los grabadores de reproducción. Sus legítimas inquietudes y
las palabras violentas que pronunciaron contra el «instrumento-
espej o» revelan hasta qué punto la ideología de la imagen ilusio-
nista se había convertido en dogma. El respeto a la naturaleza de-
bía, desde Rafael, transigir con la idealización de las formas, un
frágil compromiso que los «realistas» consideraban hipocresía. La
aparición de la fotografía hizo caer las máscaras. El idealismo se
mostró como una mentira piadosa en relación con el respeto a la
naturaleza. Por su parte, el realismo debía confesar que lo que
pretendía era menos representar la naturaleza tal como es -cosa
que la fotografía hace bastante bien- que promover el gesto per-
sonal del artista y dramatizar un mundo en movimiento tal como
lo representaban Turner y Goya.

74
La imagen artística -cuadro, dibujo, estampa-, liberada de
toda regla ligada al orden fijo del mundo, pasó a ser terreno de ba-
tallas simbólicas, así como un poderoso marcador social para las so-
ciedades democráticas cuya jerarquía no está inscrita de antemano
en unos gustos obligados. Pronto se introdujo a la fotografía en
este debate. ¿Era un arte? Los fotógrafos pretendían ser artistas, y
algunos lo son, sea cual fuere el sentido que se da a esta palabra. La
fotografía debió sin embargo su éxito a su capacidad para copiar
mecánicamente su modelo. Torpe para fijar el movimiento antes
de recurrir al procedimiento al colodión de Frédéric Scott Archer
en 1851, la foto se convirtió, no obstante, en sinónimo de testimo-
nio irrecusable, victoriosa sobre el lenguaje: «Describirla es cosa
imposible y me veo por tanto obligado a remitir a mis fotografías
para dar una justa idea de ella», escribe Auguste Salzmann en 1856
como prefacio a su álbum sobre Jerusalén.
Los retratos en «tarjetas de visita», los álbumes de viajes, de
botánica o de medicina lo manifiestan enseguida. La foto se con-
vierte en un arma política: Gambetta la utiliza para sus campañas,
pero no quedan más que retratos como padre de familia de este
orador fogoso, muerto en 1882, poco antes de extenderse el uso
de la gelatina-bromuro. Este procedimiento, inventado por Ri-
chard Leach Maddox en 1880, acortaba el tiempo de posado hasta
la instantánea, progreso indispensable, abriendo el camino a la
foto de reportaje.

Los últimos destellos del grabado

La fotografía condenaba a muerte al grabado, pero su ago-


nía fue lenta. Mientras no se pudiera imprimir la fotografía, su in-
vención no estaba completa. La industria aguardaba. Se experi-
mentaron sin cesar procedimientos maravillosos, el primero desde
1842, en el primer volumen de las Excursions daguerriennes de Hip-
polyte Fizeau, donde aparecen láminas grabadas como aguafuer-
tes sobre cobres sensibilizados a partir de fotografías.
En 1856, un mecenas, el duque de Luynes, lanzó un con-
curso para alentar los descubrimientos sin que hasta 1867 pudiera

75
concederse el premio a Alphonse Poitevin por sus soberbias pero
todavía caprichosas fototipias, por delante de Charles Negre con
sus no menos soberbios pero igualmente costosos heliograbados.
De los delicados «fotoglípticos» se podían imprimir dos mil ejem-
plares. Algunos impresores se equiparon para este difícil ejercicio.
Un manual de la época lo describe así: «En los talleres del señor
Goupil y Cía., en Asnieres, cinco series de seis prensas cada una
son colocadas sobre mesas circulares y giratorias. Una persona
maniobra cada una de estas mesas; entinta y carga sucesivamente
las seis prensas haciendo girar la mesa». Desgraciadamente, este
procedimiento tenía un coste disuasorio y fue abandonado. Los
clichés impresos y pegados uno a uno sobre cartones seguían
siendo, a fin de cuentas, el medio menos arriesgado para editar las
fotografías.
Por perfectos que fuesen, estos procedimientos no sopor-
taban la producción en masa. Poco a poco se renunció a las finas
fototipias, proveedoras de tarjetas postales, y a los heliograbados
aterciopelados, inspirados en la aguatinta. Los periódicos ilustra-
dos recurrían a dibujantes cuyos dibujos habían de ser paciente-
mente grabados en madera o en acero para imprimirlos. Así,
Constantin Guys dibujó para la prensa la guerra de Crimea, que
los fotógrafos Roger Fenton, para la reina Victoria y Eugene
Mehedin, para Napoleón III, cubrían con pesadas cámaras sin que
sus fotografías se pudiesen imprimir.
Los grabadores de reproducción v1v1eron entonces una
época gloriosa, pues eran los únicos que podían responder a la in-
mensa demanda de imágenes: reproducciones de cuadros céle-
bres, vistas turísticas, láminas técnicas, imágenes piadosas, etcétera.
El litógrafo Lemercier tiene cien prensas en París, Georges Bax-
ter lanza en Londres sus populares Baxter Prints, y la empresa
Currier and Ives desarrolla en Estados Unidos una industria de la
cromolitografía en colores llamativos. Más dura será la decaden-
cia de estas industrias a fin de siglo, después de los progresos que
permitieron por fin imprimir las fotografías en grandes tiradas.

76
El milagro de la trama

El retrato del sabio Chevreul, hecho para su centenario,


fue la primera fotografía impresa en un periódico francés; apare-
ció el 1 de octubre de 1886. Pero el prestigioso semanario
L' Illustration esperó diez años más antes de pasar del grabado al
fotograbado. Esta hazaña fue posible gracias al empleo de la
trama, inventada en Estados Unidos y en Europa a principios de
la década de 1880. La fotografía tramada reduce la imagen a una
multitud de puntos que, más o menos entintados, permiten re-
producir las medias tintas, los modelados y todas las sutilezas de
gris que necesita la imagen para no verse reducida a un trazo. Las
líneas de nuestros televisores y los píxeles de nuestros ordenado-
res no proceden de otro modo.
El sirniligrabado, tramado con puntos más o menos gran-
des como otros tantos relieves sobre los cuales se agarra la tinta,
podía ser utilizado en medio de textos tipográficos. El resultado
era mediocre pero suficiente y rápido. En 1890 se intentó utilizar
la mordedura del aguafuerte para obtener, a través de una trama,
huecos imperceptibles que recibieran más o menos tinta con
arreglo al precedente del heliograbado, que producía efectos más
fieles pero debía ser impreso aparte. Se pudo partir también de la
litografía, tramada y trasladada sobre aluminio para llegar al pro-
cedimiento más corriente de hoy: el effset.
Estos procedimientos podían adaptarse a los cilindros me-
tálicos de las rotativas y dieron origen a la gran prensa de infor-
mación. Los periódicos americanos Collier's o Leslie's se adueña-
ron de ellos. El rotograbado fue utilizado por primera vez en el
Freiburger Zeitung en 1910. Había comenzado la era de los mass
media, cuya expansión vivimos constantemente. Las primeras
agencias de prensa surgieron en París en 1905 y se hicieron céle-
bres los reporteros fotográficos, como Félix Man o Erich Salo-
mon, mientras Édouard Bélin, en 1907, inventó el belinógrafo,
que, transformando los puntos blancos y negros de la fotografía
tramada en impulsos eléctricos, podía transmitir imágenes a dis-
tancia, dispositivo que se hizo portátil en dos maletas de setenta
y tres kilos de peso que se cargaban en un automóvil. En 1935 se

77
tardaban catorce minutos en transmitir una foto. Era mejor que
el telégrafo óptico, que la Convención había encargado a Claude
Chappe y que en 1793 unió París y Lille a través de 534 estacio-
nes, que se observaban con gemelos, si el tiempo estaba des-
pejado.
En 1869, Louis Ducos de Hauron y Charles Cros habían
revelado simultáneamente pruebas de fotografía en color, siempre
por descomposición de los colores primarios. En 1903, los her-
manos Lumiere inventaron un procedimiento de fotografía en
color especialmente sensible: el autocromo. El multimillonario y
humanista Albert Kahn equipó con él a sus operadores, a los que
envió, entre 1909 y 1931, a formar el primer banco mundial de
imágenes: «Les Archives de la planete», setenta y seis mil fotos y
ciento ochenta kilómetros de película, siempre conservados junto
a su jardín japonés y a su bosque de los Vosgos, en Boulogne-Bi-
llancourt.
La imagen no ha cesado de perfeccionarse en ningún mo-
mento. En 1881, George Eastman creó la Eastman Dry Plate
Company, que pasaría a ser Kodak y a producir en 1888 una ca-
jita portátil provista de una película de cien vistas, que costaba
veinticinco dólares, e iba acompañada del eslogan: «Clic clac,
apriete el botón y Kodak hace el resto».

Treinta ejemplares y no más

La posibilidad de reproducir en masa las imágenes hubiera


debido, según Walter Benjamín, hacer palidecer el aura de la obra
original. Lo que sucedió fue lo contrario. Con extrema rapidez,
la difusión popular de las imágenes hizo nacer un mercado de la
imagen rara que los nuevos aficionados, al parecer, necesitaban
para cualificarse a sí mismos y, en un mundo democrático de in-
dividuos diferenciados, constituir una nueva nobleza.
El grabado denominado «original», el que se distingue de
una simple reproducción y no obedece más que a su autor, se
hizo poco a poco un lugar en el mercado del arte. Entre el cua-
dro de caballete, cuyo éxito no dejó de aumentar, y el prospecto

78
fotografiado, había toda una gama de reproducciones que se
adaptaban a la diversificación de los públicos, desde el dibujo de
prensa y el «cromo» hasta el «póster» y la estampa de pintor.
El artista firma esas imágenes impresas como si se tratara
de dibujos -como hicieron los impresionistas a partir de 1874- y
limita cuidadosamente su tirada a unos pocos ejemplares. Incluso
en ocasiones, paradoja suprema, como Degas, hacen monotipos,
imágenes impresas en un solo ejemplar. Un decreto francés de
1992 exige que una estampa, para ser original y quedar fuera del
régimen de los productos industriales, haya sido hecha por el pro-
pio artista e impresa en un cierto número de ejemplares. Para la
fotografia, también arrastrada al mercado del arte, ese número se
establece en treinta. La prueba treinta y uno excluye al conjunto
de la categoría de los objetos artísticos.
Mucho antes de la invención de la fotografia, los artistas
habían marcado sus distancias. No se vieron todos sofocados bajo
la avalancha. Lejos de cumplirse las profecías que predecían su
pérdida, encontraron, como contrapunto a la imagen ilusionista o
documental, un dominio en el cual eran los únicos maestros. El
arte pictórico se definió entonces abiertamente como una inven-
ción capaz de evocar todo el espectro de lo imaginario, hasta lle-
gar a la abstracción, de componer otro mundo y no un sustituto
de éste. La fugacidad del movimiento, la evocación del tiempo
que pasa, se convirtieron en los grandes temas de los pintores y
de los grabadores. No se dedicaron ya a transmitir la impresión
táctil de unos objetos fijos y delimitados en el espacio, que tie-
nen, en conformidad con las economías tradicionales, un funda-
mento inmobiliario o hipotecario, sino a representar el valor del
instante y de lo inestable, de lo íntimo y de lo banal, ya se trate
de los efectos climáticos de los impresionistas o de las asimetrías
de los ukiyo-e, esas «imágenes de un mundo efimero y en movi-
miento» que tanto apreciaban los japoneses y que Occidente des-
cubrió con embeleso a partir de 1860.
Es la época del Ensayo sobre los datos inmediatos de la con-
ciencia de Bergson (1889), de la teoría de la relatividad de Eins-
tein (1905), de En busca del tiempo perdido de Proust (1913). La
imagen da cuenta de un mundo móvil, en el que todo cambia y

79
se intercambia. La belleza absoluta de las viejas jerarquías ha de-
jado paso a la estadística. La matemática ha triunfado sobre el len-
guaje. En el cambio de siglo, la imagen está por doquier: el car-
tel la fija en los muros, la pintura y la estampa hacen de ella el
prototipo del objeto de un arte singular, la ciencia la convierte en
una de las principales herramientas de sus increíbles progresos.
No le falta más que el gesto y la palabra.

80
VIII Del teatro de sombras al magnetoscopio

En Indonesia, en Tailandia, en Camboya, el teatro de


sombras cuyos actores son marionetas translúcidas sabiamente
articuladas es un arte de una extraordinaria significación; narra
las epopeyas nacionales a un público fascinado por la pantalla. El
deseo de hacer que la imagen se mueva es una obsesión para
nuestro espíritu. Nuestra sombra, producida por el sol, es una
imagen elemental que vuelve a abrir, en negativo, la cuestión del
espejo y de las relaciones consustanciales de nuestro cuerpo con
nuestra imagen. El teatro de sombras tuvo en Francia su época
de gloria en el cabaré del Chat Noir, en Montmartre, los años
anteriores a 1900.
Las sombras chinescas han inspirado a los inventores; uno
de ellos, de los más prolíficos, sigue siendo el jesuita Athanasius
Kircher. En 1668 inventó la linterna mágica. Bastan una fuente
luminosa, una vela o aceite, una placa de vidrio sobre la cual se
hayan coloreado burdamente unas escenas, y un objetivo que las
proyecte, aumentadas, sobre una pared blanca. Otro sabio, Johan-
nes Zahn, intentó en 1702 insertar organismos vivos en placas.
Partiendo de este sencillo dispositivo, que fue durante mucho
tiempo la providencia de los pedagogos y la felicidad de los ni-
ños, Étienne-Gaspard Robert, al que llamaban Robertson, realizó
su fantascopio, una maquinaria que permite mover la linterna y
obtener en una pantalla grande unos efectos que, en 1798, hicie-
ron estremecerse al público.
Al igual que la foto, el cine no surgió por generación es-
pontánea. Durante todo el siglo XIX hubo ingenieros que hicie-
ron girar las imágenes. En una sola vitrina del museo del Con-
servatorio Nacional de Artes y Oficios se pueden ver, al lado del

81
fenaquistiscopio de Joseph Plateau, de 1832, y del praxinoscopio de
Émile Reynaud, de 1879, basados en el fenómeno de la persis-
tencia retiniana, por el cual, al hacer desfilar a gran velocidad
imágenes fijas, éstas produzcan la ilusión de que se animan, el
taumatropo de John Ayrton (1825), el poliorama de Armand Lefort
(1849), el fotobioscopio (1867), el zootropo (1870) y el lampascopio
(1880). En 1894, Thomas Edison lanza sus kinetoscopios, aparatos
de uso individual en los que se imprimía movimiento a unos fi-
cheros rotatorios de imágenes para narrar una historia en imá-
genes.
En 1896 se registraron ciento veintiséis patentes de dispo-
sitivos para la proyección de imágenes animadas. Demasiado
tarde. Los hermanos Louis y Auguste Lumiere habían registrado
la suya el 13 de febrero de 1895, y el 28 de diciembre, en el Gran
Café del Boulevard des Capucines, presentaron el cinematógrafo.
Su decisivo invento supuso la utilización de una película flexible
y la sincronización del delicado mecanismo que accionaba el des-
file regular de fotografias a quince imágenes por segundo, tanto
en la toma de imagen como en la proyección, de las que se en-
cargaba el mismo aparato provisto de una linterna, desmultipli-
cando así el «efecto de realidad».
El gesto se había conseguido. Faltaba la palabra. Aun com-
puesta como un discurso y respetando el orden y las figuras de
éste, la imagen seguía siendo una «poesía muda». Como en el
teatro, había que acompañar la proyección de la película con una
representación musical, esperando así poder armonizar los sopor-
tes: cilindro, disco, bobina, película y sincronizarlos. Por otra
parte, nos encontramos con los mismos apasionados descubrido-
res: Charles Cros, que hizo imprimir la primera fotografia en co-
lores (la reproducción de un cuadro de su amigo Édouard Manet
presentado al Salón de 1882), inventó el paleófono, mientras que
Edison fundaba en 1876 su compañía, de donde salieron el fonó-
grafo, el telégrafo y el micrófono. En 1901, Léon Gaumont regis-
tró la patente de un cronófono, inaugurando así el siglo de lo
audiovisual, y en 1910 efectuó el primer registro simultáneo de
sonido e imagen: la conferencia del profesor Arsene d' Arsonval,
célebre fisico especialista en las aplicaciones médicas de la elec-

82
tricidad. El cine fue sonorizado en 1919. En 1927, fecha de El can-
tante de jazz, ya había aprendido a hablar.

La retórica del movimiento

Ligada al sonido, la imagen ya no tiene la misma natura-


leza que la imagen fija. Se inscribe en la duración; tiene un prin-
cipio y un fin. Lo quiera o no, asume la forma de un relato y em-
parenta tanto con las artes del lenguaje como con las artes
gráficas, que Lessing dividía como artes del tiempo y artes del es-
pacio.
La imagen animada no es una imagen fija mejor. Una y
otra no son intercambiables. La reproducción del retrato, del pai-
saje, de la arquitectura, de los objetos de arte e incluso de las es-
cenas de la calle, la captación de lo que Henri Cartier-Bresson
llama «el instante decisivo», siguen siendo más bien competencia
del fotógrafo. El relato documental, el encuentro, la ficción na-
rrativa requieren el cine. La geografía por un lado, la historia por
otro. La imagen animada pronuncia un discurso hasta cuando es
silenciosa. La imagen fija no dice nada. Se deja adivinar. En rela-
ción con el cine se puede hablar de lenguaje fílmico, de figuras
de estilo e incluso de retórica. Los incesantes comentarios que
acompañan a la imagen televisada aportan la prueba de ello, a
menudo irritante. La imagen animada es un flujo. Detenerla
constituye una violencia. No se deja visitar como una exposición
ni leer como un libro. Una película no se mira como una foto.
Algunos sociólogos han observado que, en la misma pan-
talla, las imágenes fijas se miran generalmente con los pies en el
suelo, el busto erguido y a poca distancia, y las imágenes anima-
das con la espalda apoyada, en una postura más relajada y desde
más lejos. Esto se debe sin duda a que la imagen animada, a pe-
sar de su enorme éxito, no ha mermado el poder de la imagen
fija. Quizás haya que ver aquí también el efecto de la estrecha y
ambigua relación de la imagen con la muerte. La imagen ani-
mada, se dice, ha hecho imposible la muerte. Resucita cada vez,
como hace lo escrito en cada lectura, a sus personajes. La imagen

83
fija suspende el tiempo. Se podría incluso creer que lo detiene. T:
vez la moda de la imagen mortuoria, tan cultivada hasta el sigl,
XIX, nos parece más inquietante, incluso terrible, desde que 1
imagen puede hacer revivir a los difuntos.
Paradójicamente, para animar la imagen fija hay que mul
tiplicarla, fragmentarla en instantáneas. La animación es una ilu-
sión óptica. La imagen permanece fija, es el aparato el que la hac(
moverse. Lo mismo que el gris grabado o digitalizado no es má:
que una infinidad de puntos, la velocidad es una serie de inmo-
vilidades, lo que da la razón al sofista Zenón, que demostró qm
todo movimiento es imposible, pues el recorrido siempre se
puede fraccionar en segmentos más cortos.
A menudo se considera al médico Étienne-Jules Marey
como un precursor del cine por su invención en 1886 de la cro-
nefotografia, dispositivo que permitía estudiar un objeto en movi-
miento mediante una rápida serie de instantáneas. Era lo contra-
rio del cine, pues su finalidad era fijar lo que se mueve y no hacer
moverse a la imagen fija. Los reporteros fotográficos utilizan en
nuestros días unos aparatos que toman imágenes fijas «a ráfagas»;
los más perfeccionados, en los laboratorios, toman hasta dos mil
imágenes por segundo. No por ello son menos fijas.
La imagen animada es prisionera de un tiempo que no le
pertenece, el tiempo del lenguaje, de los sonidos que la acompa-
ñan. Las artimañas de la imagen animada para despegar su propio
tiempo del tiempo de lo que se representa constituyen buena
parte de la historia del espectáculo, desde la regla de las tres uni-
dades hasta la ficción del «directo» y sus diversos artificios: mon-
taje, plano de corte,flash-back, etcétera. Chris Marker ha explo-
rado sus fronteras y sus fallos.
Solamente la imagen fija escapa a la duración de la lec-
tura. Toma su tiempo. Por este hecho, tiene un peso particular.
Lessing sigue teniendo razón: la imagen fija es global e inme-
diata. Lo cual no quiere decir que no esté impregnada de un
largo pasado. El tiempo está retenido en ella como la energía en
un acumulador. El espectador puede liberarla a su gusto. El
tiempo de la imagen fija no es ni el de los relojes ni el de la len-
gua. Aguarda, almacenado en su superficie, a que una mirada

84
tl venga a despertarlo. Esa mirada posada en una imagen fija es el
beso del príncipe.
a Así, en los museos y en las galerías de arte, los cuadros,
contrariamente a la costumbre antigua que los colocaba a modo
de mosaico en toda la superficie de la pared, se suceden en ella
como para contar su historia, curiosa asimilación de la imagen al
libro y a la lectura. El libro, sin ninguna duda, ha conservado la
imagen fija en sus deseos de movimiento. No basta con pasar las
páginas para hacer que se mueva la imagen, que sigue estando en-
marcada en la página y rompe la lectura. Para inventar el cine era
primero necesario que la prensa habituara al lector a saltar de una
columna a otra, a mezclar encuadramientos y líneas, a hacer del
texto una imagen y cultivar la moda del jeroglífico.
En el siglo XVI empezó a sentirse la necesidad de animar
los libros con láminas desplegables, de hojas superpuestas, de fi-
guras móviles pegadas a la página. Se considera que la Cosmogra-
fía de Pedro Apiano, de 1524, es el más antiguo de estos libros en
la historia de la imprenta: en ella es posible animar los astros
como en un pequeño planetario. Los libros de anatomía recurrían
con frecuencia a estas imágenes recortadas; en el siglo XVIII se
convirtieron en un juguete para niños denominado pop-up books.
Los peep shows podían ser más complicados, pues ofrecían
perspectivas, como en las cajas de óptica, unos teatros en minia-
tura que representan en varios planos el panorama de Venecia o
de Londres sobre los cuales se hace que desciendan crepúsculos y
despunten auroras y se ilumina la noche con pequeñas antorchas.
El juguete para niños ha pasado a ser un juguete para adultos,
pues basta con levantar el tejado para ver lo que pasa en el dor-
mitorio, o simplemente mirar por el ojo de la cerradura. La es-
cena, por muy vulgar y real que sea, es proclamada imagen: basta
con que esté oculta y sea después descubierta. El secreto excita el
imaginario; desvelado, aparece como una imagen. La curiosidad
convierte todo objeto en imagen.

85
Un bastardo del libro y la imagen:
la historieta gráfica

La fuerza persuasiva del cine, que sembró el pasmo entre


sus primeros espectadores, tiene su origen en el uso de la foto-
grafia, pero sin ella la imagen se habría animado de todos mo-
dos. La animación de la imagen es un fenómeno obligado en
cuanto la imagen sigue un discurso. Las ilustraciones más anti-
guas de Egipto o de Mesopotamia recurrieron a la historieta
gráfica: una secuencia de imágenes que, fragmento por frag-
mento, se ajusta a un relato. La más célebre de estas secuencias
es el via crucis. El Génesis aparece narrado en imágenes en la bó-
veda románica de Saint-Savin, las victorias de Trajano en la co-
lumna del Foro Romano, la conquista de Inglaterra en los tapi-
ces de Bayeux.
Los programas iconográficos, en los libros o en los frisos
monumentales, invitan a la lectura, pues, si bien la imagen solita-
ria no posee ni las articulaciones ni los códigos que caracterizan
a una lengua, a cambio las series de imágenes se organizan con
arreglo a una lógica discursiva que se basa, como todo lenguaje,
en discriminaciones formales entre una y otra. La disposición de
las escenas que componen las vidrieras, los frisos o los frescos re-
quiere un comentario.
En el siglo XVIII, el pastor alsaciano Oberlin inventó las
imágenes de conciliación. Dispuestas en acordeón, no presentaban
el mismo motivo si se miraban los paneles visibles desde el lado
izquierdo que si se miraban los visibles desde el lado derecho. El
espectador situado a la izquierda podía ver pájaros mientras que
el colocado a la derecha veía flores. Oberlin pedía luego a las dos
partes que cambiasen de lado y, llevándolos a adoptar el punto de
vista de su adversario, les hacía constatar que ambos tenían razón
y estaban equivocados.
Se atribuyen a otro pastor, el genovés Rodolphe Topffer,
las primeras historietas gráficas modernas. Hacia 1830, el roman-
ticismo apreciaba la expresión de los sentimientos, las efusiones,
pero también la mezcla de géneros. La que cultivaba el malicioso
pastor estaba en el punto de encuentro de lo popular y lo letrado.

86
Goethe estimaba a Topffer. Víctor Hugo hizo historietas gráficas,
pero no las publicó. Este estatus equívoco de la historieta gráfica
no la ha abandonado, perpetuando la tradición de la imagen
como discurso para la gente sencilla, pero también como expre-
sión irreemplazable de lo imaginario.
La fortuna de las historietas gráficas fue obra de los pe-
riódicos ilustrados europeos desde mediados del siglo XIX, pero
debe mucho a la herencia de Hokusai y los mangas japoneses así
como a los camics americanos, esos bastardos del libro y la imagen.
En Estados Unidos, lo mismo que en Japón, la imagen no tenía
tan mala reputación como en Francia, donde, durante mucho
tiempo, en lugar de «bocadillos» se insertaba debajo de cada ima-
gen un texto tipográfico sabiamente recompuesto.
A partir de 1905, Winsor McCay creó con Little Nema in
Slumberland (el país de los sueños) una historieta gráfica que hizo
que la imagen se volcara en el sueño. Todo se agita. Las formas se
estiran, se superponen; un personaje que estornuda hace estallar
el encuadramiento de su imagen. El dibujo animado estaba al al-
cance de la mano de este dibujante, que en 1911 hizo de Little
Nema uno de los primeros dibujos animados modernos con cua-
tro mil imágenes.
A continuación de los flip baaks y de Edison o del Thééitre
aptique de Émile Raynaud, el francés Émile Cohl había realizado
en 1908 un dibujo animado titulado Fantasmagarie. Luego se va-
lió de los alegres animales de Benjamín Rabier, antes de ser re-
clutado para marchar a Estados Unidos, donde ya estaba el ratón
Ignaz haciendo trastadas. Mickey fue concebido más tarde, en
1928, y las primeras películas de Walt Disney aparecieron en 1929.

Agua y tele en todos los pisos

Había otras técnicas capaces de hacer que se movieran las


imágenes. El alemán Karl Braun y el italiano Guglielmo Marconi
fueron galardonados con el premio Nobel en 1909 por el descu-
brimiento del principio del tubo catódico, una cámara vacía re-
corrida por una corriente y en el interior de la cual, según el Petit

87
Larousse, los haces de electrones emitidos por el cátodo «son di-
rigidos sobre una superficie fluorescente donde su impacto pro-
duce una imagen visible». Esta propiedad fue aprovechada por el
ruso Vladimir Zworykin, que, emigrado a Estados Unidos en
1919, inventó entre 1923 y 1929 su primer aparato, el iconoscopio,
mientras que el inglés John Logie Baird hizo funcionar en 1925
su televisor, e incluso en 1928 probó suerte con el color, siempre
según el principio de la descomposición tricromática.
En Francia, René Barthélémy consiguió realizar, el 1 de
abril de 1931, la primera retransmisión, con una definición de
treinta líneas, entre París y Le Havre. El mismo año se hicieron
las primeras emisiones en Nueva York, desde lo alto del Empire
State Building. Paris Télévision emitió el primer programa regu-
lar, una hora por semana, en diciembre de 1932; en 1935 se insta-
laron estudios y en 1939 se lanzó la red francesa desde la Torre
Eiffel. El primer televisor tenía forma de tubo, una especie de ca-
ñón de imágenes, en cuyo extremo se situaba la pantalla fosfores-
cente, circular y abombada. La guerra lo interrumpió todo. El
programa se reanudó en 1947 desde la calle Cognacq-Jay; en 1949
se difundió el primer diario televisado francés. Tuvieron que pasar
veinte años para cubrir la totalidad del territorio con repetidores.
El procedimiento en color de Henri de France fue adop-
tado en 1959, aunque los americanos ya tenían el suyo desde 1953.
El 1O de julio de 1962, gracias al satélite Telstar, las imágenes de
televisión cruzaron el Atlántico a través de varios repetidores, uno
de los cuales era la cúpula de radar de Pleumeur-Bodou -hoy
transformada en museo de las telecomunicaciones-, y llegaron
hasta las pantallas europeas.
La producción de imágenes electrónicas conquistó al gran
público. Era posible grabarlas con el kinescopío, fijándolas en una
película cinematográfica, procedimiento demasiado complejo
que dejó paso a la banda magnética. El registro magnético, aun-
que asimismo analógico, tiene su origen en un principio total-
mente distinto. Según el efecto electromagnético, descubierto por
el danés Hans Christian Oersted en 1820, una corriente eléctrica
actúa como un imán y fija la orientación de las partículas inclui-
das sobre un soporte. La sociedad Ampex lanzó los primeros

88
magnetoscopios en 1956, abriendo el mercado de la imagen ani-
mada para todos y el desarrollo de géneros nuevos: familiares,
profesionales, documentales o de simple duplicación. Una banda
de vídeo se diferencia de una película cinematográfica sobre todo
en que las imágenes, aunque organizadas en secuencias, no están
separadas en ellas en imágenes fijas; el registro es reversible y la
cinta, que se puede reproducir con facilidad, se ajusta a las nece-
sidades de aficionados y artistas.
Al contrario que la foto, el cine o el vídeo, la televisión no
ha dado lugar a un arte. Con una distribución (el 95 por ciento
de los hogares en Francia) que iguala la del agua y la electricidad,
la televisión reúne círculos de consumidores, no de aficionados.
Pocos realizadores han dejado hasta ahora su nombre en la histo-
ria del arte más que como cineastas. Las hazañas de Jean-Chris-
tophe Averty no han compensado las interminables horas de de-
bate y de retransmisión de películas. Los efectos nuevos
anunciados por los spots publicitarios o los clips musicales son, sin
embargo, una mina de inventiva y una escuela para los realizado-
res, sostenida por el comercio de DVD.
Los artistas gráficos y los escritores se han consagrado al
vídeo o al arte digital, pero la televisión no ha establecido esa re-
lación singular entre realizadores, productores y espectadores. La
televisión, cuyos programas y cuyo consumo suscitan tantas críti-
cas, apenas es juzgada en cuanto a su calidad estética o inventiva,
en el mejor de los casos en cuanto a sus proezas técnicas o a la
pertinencia de las imágenes. Es recibida más bien como una ima-
gen ritual. Los sociólogos no cesan de comparar el puesto de la
televisión, que reemplaza al fuego del hogar, con un altar privado.
La fascinación del «directo», la popularidad de los presentadores,
la liturgia de los platós, en presencia, las más de las veces, de un
público beato, tenderían a demostrarlo. La televisión es una misa
permanente que, si no congrega a los creyentes, une al menos a
una sociedad. Ha venido a ser como unos oficios cotidianos, pero
como arte sigue siendo un arte doméstico.
El desarrollo del «vídeo a la carta», que permite descar--
gar individualmente las emisiones favoritas de cada uno, ¿va a
convertir la emisión televisiva, al alentar las opciones y su fijación

89
mediante una apropiación personal, en una obra y al telespecta-
dor en un «aficionado a la televisión»? La televisión permanece
por el momento dentro de la categoría de la conversación o del
tiempo que hace. Ha banalizado la era audiovisual inaugurada por
el cine sonoro.
Desde que la imagen se encontró con el sonido, se han
quedado como paralizados el tacto, el gusto y el olfato, que son
sin embargo los primeros lugares de saber de la nutrición. La vista
y el oído, los dos vectores más utilizados por la comunicación hu-
mana, han ganado por la mano a los otros. Son los más inmate-
riales, los únicos que sabemos grabar y transmitir a distancia. Ahí
está su ventaja: fundamentan relaciones humanas mundiales y van
incluso más allá de nuestro planeta.

90
IX Bienvenidos a la videosfera

Un tejido de imágenes envuelve nuestro mundo desde


que entramos en lo que Régis Debray denomina la videosfera, esta
era en la que la imagen es más fácil de producir que un discurso.
Las imágenes nos devoran, nos acosan. Estamos sumergidos, in-
mersos en la imagen. Las pantallas integradas en los teléfonos mó-
viles han cambiado el uso de la fotografía y las cámaras de vigi-
lancia funcionan sin reflexionar. Las imágenes son consumidas in
situ o transmitidas sin demora, demasiado numerosas para mere-
cer ser conservadas, tan numerosas que pronto no habrá ningún
acto ni gesto nuestro que no haya constituido el objeto de una
imagen, como antaño de una simple palabra. Los efectos especia-
les, o especiosos, que en los círculos espiritistas hicieron creer en
las apariciones milagrosas y en la fotografía de espíritus, se han
convertido en el pan nuestro de cada día para los publicistas y los
realizadores de clips, que los crean de una tacada.
Poco a poco disminuye el espacio dejado entre la imagen
y lo que representa. Un perrito que viene a lamer la mano del
niño desde el otro lado de la pantalla de una consola de video-
juegos y ladra cuando el niño lo acaricia con su lápiz, ¿no es ver-
daderamente algo más que una imagen? Los rostros digitales de
Catherine Ikam, que siguen con sus ojos enigmáticos los movi-
mientos, incluso involuntarios, de sus espectadores fascinados, nos
inquietan. ¿Son dobles de otros nosotros mismos?Y ¿no nos va-
mos a hundir en un mundo de ectoplasmas?

91
El papel de lo real

Este temor no es vano. Las técnicas de reproducción apro-


ximan la imagen a su modelo. Vienen a añadirse otros síntomas,
como el gusto del arte contemporáneo por el ready-made, que
transforma objetos usuales en obras simbólicas y hace de un uri-
nario una escultura, pero también los juegos de rol, que confun-
den el teatro y la vida, pero asimismo el culto al patrimonio, en
el que todo objeto puede revestir de repente un valor simbólico
que lo metamorfosea en la imagen de lo que era.
¿Es la imagen algo más que una representación, es ya un
acto, o un acto en potencia? Esta promiscuidad de la imagen y su
objeto da miedo y despierta la antigua querella de la catarsis, el
poder de la imagen para reemplazar la realidad a fin de producir
efectos, fastos o nefastos, de sustitución. Los monumentos a los
muertos ¿favorecen las reconciliaciones o sirven para enmascarar
los conflictos? La imagen de la violencia ¿empuja a la violencia o,
por el contrario, permite evacuar la violencia y caricaturizar unos
simulacros de ella?
La respuesta es siempre la misma: la imagen reconocida
como imagen absorbe la violencia, la toma sobre sí, pero la ima-
gen transparente, confundida con su modelo, puede dejarla pasar
hasta el acto. Las imágenes pornográficas pueden ser consideradas
como un producto de sustitución de la sexualidad física. ¿Deriva-
ción o desviación? El fantasma, ya se sabe, nos protege de la vio-
lencia, si no, el arte no nos sería necesario, ni siquiera existirían
las más grandes obras maestras. Pero si la imagen revela una rea-
lidad criminal, nos indigna, y nos lanzamos sobre ella o sobre su
autor. Cuando la ley prohíbe las fotos de personas presuntamente
inocentes pero esposadas, es esta realidad indigna lo que hay que
prohibir, no su representación. Si la imagen es considerada culpa-
ble de la violencia, entonces los jueces cometen el mismo error
que los criminales.

92
Los iconos modernos

Este miedo es más poderoso desde que las imágenes, a


nuestro servicio, se insinúan en nuestro entorno. La omnipresen-
cia de los medios de comunicación impone sus imágenes en los
muros de la ciudad al igual que en los hogares, en las revistas, en
los envases, en las pantallas domésticas. Los famosos, los hombres
y mujeres políticos se invitan a entrar en ellos de improviso, acu-
den a nosotros en ellos, nos persiguen en ellos. En la democracia,
la imagen de los dirigentes y de las celebridades se ha banalizado,
fundida en la masa; busca la confianza de uno, pero, en contra-
partida, se extiende por todas partes.
El hombre político pasa a ser un actor de cine; las infor-
maciones parecen una telenovela.Vivimos, se dice, en una «socie-
dad del espectáculo». Pero Luis XIV, con su manto de armiño, ha-
ciendo de héroe en su estatua ecuestre, o cualquier jefe de tribu
con su penacho de plumas se servían mucho más del espectáculo:
éste debía intimidar, inspirar admiración o estupor. Las imágenes
del poder se han hecho modestas hoy, pero su insistencia obse-
siona. Despojadas de sus oropeles, su poder federador tiene ese
precio. No es ya el uniforme ni el ceremonial, sino el aporrea-
miento mediático que impone el dictador, como el logo impone
la marca y gobierna el mercado. ¿No nos hemos limitado a cam-
biar de iconos?
Ya no adoramos a los ídolos, pero seguimos creyendo que
s1 alguien me hace una foto roba una parte de mi persona. La
imagen del cuerpo humano no es el cuerpo humano. ¿A quién
pertenece, pues, la imagen del cuerpo de uno? ¿Pertenece la ima-
gen del muerto a sus herederos? La cuestión causa escándalo
cuando se trata de Lady Di o del Che Guevara. En cuanto a la
del prefecto Erignac, el tribunal juzgó que la publicación en el
París-Match de su cadáver ensangrentado en una acera de Ajaccio
atentaba contra la dignidad del género humano, al igual que La-
martine había prohibido la publicación de sus caricaturas, pues
ofendían a Dios, a cuya imagen y semejanza ha sido creado el
hombre. ¿Es inviolable la imagen del hombre, como lo son sus ór-
ganos o sus genes?

93
El propietario de una imagen ¿es su autor, o el autor de
su modelo, o bien el propietario del modelo, a menos que sea
el propietario del soporte de esa imagen, coleccionista o mar-
chante? Con el mundo digital, el problema se vuelve inextrica-
ble. No solamente los autores se subdividen en numerosos titu-
lares, sino que cada registro, cada copia, engendra un nuevo
estrato de autores y la primera generación se aleja, sin extin-
guirse, a su pesar, ahogada bajo el peso acumulado de las repro-
ducciones. ¿Se puede seguir hablando de «copia» cuando la
imagen es transmitida y descargada en forma de fichero digital?
¿No se trata más bien de un «don»? Pero, si no hay «copia», ¿qué
pasa con el concepto de original y qué autor tiene su exclusi-
vidad?

Pixel Power

Jamás han sido los mitos de la imagen tan poderosos como


ahora, cuando creemos haber dominado sus técnicas. Nada parece
haber cambiado en nuestras creencias. Después de tanto progreso,
¿cómo hemos llegado aquí, o mejor, cómo nos hemos quedado
aquí?
La pulverización de las imágenes en puntos elementales,
accesibles y manipulables ha permitido esta volatilidad, esta ma-
leabilidad y esta multitud. Pero la naturaleza de la imagen no ha
cambiado. La digitalización no ha hecho perder a la imagen su
naturaleza analógica: sólo la técnica de reproducción es «digitali-
zada» o «vectorizada». La fragmentación de la imagen en partícu-
las imperceptibles no es nueva. El arte del mosaico o el bordado
a punto de cruz son viejos ejemplos de ella. Está en la naturaleza
misma de la imagen: es en un tejido discontinuo de conos y bas-
toncillos donde se forman las imágenes retinianas, retransmitidas
al cerebro, que hace la síntesis de ellas. La estampa, para pasar al
gris, tiene que vaporizarse en manchas minúsculas de tinta negra,
y la fotografía se revela gracias a una cristalización de sales de
plata. La impresión de la imagen pasa siempre por unas tramas tan
finas que ya no las vemos.

94
Antes del cine, en 1884, el disco de Paul Nipkow, perfo-
rado por unos orificios dispuestos formando espirales y lanzado
a veinticinco revoluciones por segundo, captaba en cada vuelta
los impulsos lumínicos del conjunto de la imagen. Esta expe-
riencia se vio superada por las investigaciones sobre el micros-
copio de barrido electrónico, que analiza sus objetos partícula
a partícula, a la escala del nanómetro (una millonésima de mi-
límetro). Los trabajos que para Telefunken llevaron a cabo, en la
década de 1930, Max Koll y Manfred von Ardenne condujeron
a la vez al perfeccionamiento del microscopio electrónico y a
la televisión. La invención del láser en 1960 y la digitalización
permitieron reducir las imágenes a «píxeles» (picture's element)
hasta varios millones por pulgada cuadrada; el límite está aún
lejano.

A la velocidad de la luz

La retransmisión de las chispas no data de ayer: en 1774, el


ginebrino George Louis Lesage había tenido la idea de conectar
veinticuatro hilos eléctricos con las letras del alfabeto, que trans-
mitían su acción a otros tantos estiletes, y en 1809 el médico ale-
mán Samuel Thomas Sommering inventó un telégrafo eléctrico
que, haciendo pasar la corriente por la electrólisis a una cubeta de
agua, provocaba una curiosa escritura acuática.
Se consiguió transmitir la imagen antes que el sonido. El
telégrafo de Samuel Morse, que funcionó entre Baltimore y
Washington en 1844, y sobre todo el ingenioso dispositivo de
Giovanni Caselli, que en 1861 envió imágenes fijas por medio
de señales eléctricas, analizándolas línea por línea, son los ante-
pasados directos del fax, a través del telegrafoscopio que Édouard
Bélin inventó en 1906, antes de su belinógrafo.
Finalmente, la informática permite dominar estas imáge-
nes punto por punto. El noruego Frederik Rosing-Bull era es-
pecialista en el tratamiento de las estadísticas a partir de fichas
perforadas. Era heredero de la mecanografía, de los oficios de te-
jer o de los pianos mecánicos. Muerto en 1925 a los cuarenta y

95
tres años, estuvo en el origen de la invención de la televisión
de la casa Bull. Gracias a la digitalización -reducción de tod
forma a unidades binarias, lleno y vacío, positivo y negativc
blanco y negro-, es posible dirigir, modificar y transmitir cad
píxel. La imagen se define entonces matemáticamente como un
superficie cada uno de cuyos puntos está determinado por st:
coordenadas.
El fotograbado electrónico se desarrolló en la posguerra ~
en los años setenta, el plomo desapareció en beneficio de las fo
tocomponedoras. En 1977 apareció el tratamiento de textos e1
microordenador. En 1979 se otorgó el premio Nobel de medicin
a G. Newbold Hounsfield por su investigación del escáner, qu
dio nueva vida a la imaginería médica, ya enriquecida, desde e
descubrimiento de los rayos X por W C. Roentgen en 1895, coi
múltiples técnicas de introspección en el cuerpo humano: escin
tigrafía, arteriografía, resonancia magnética nuclear, que analiz,
los cuerpos inmersos en un campo magnético; ecografía, termo·
grafía, endoscopia. La cámara, cada vez más intrusiva, asociada a
ordenador, permite un tratamiento microscópico de la imagen y
gracias a ello, la microcirugía.

El juego con la imagen

En 1991, en el congreso del hipertexto de San Antonic


(Texas), Tim Berners-Lee, que sin duda será un día tan célebre
como Gutenberg y Niépce, presentó una demostración de st:
protocolo World Wide Web. En 1995 se consultaba libremente
Internet en todo el mundo. Desde que la electrónica la dotó de
interactividad, la imagen puede asemejarse a un lenguaje. Al
reaccionar por sí misma a una orden, da la ilusión de estar dotada
de iniciativa. Se instaura un diálogo entre dos interlocutores que
se han convertido en «interimaginadores»; diálogo de sordos, ha-
blando con propiedad, pues ese pseudodiálogo responde siempre
a programas preconcebidos. Sin embargo, el poder de los ordena-
dores, en las partidas de ajedrez o en los cálculos de formas alea-
torias, puede redundar en la ventaja de la máquina.

96
y Los primeros videojuegos no fueron concebidos como
la juegos sino como experiencias de instalación de la calculadora. En
esto consistió el célebre Tennís for two en 1958. En los años setenta,
'a Spacewar y otros juegos invadieron las «arcades» o galerías ruidosas
a y centelleantes adonde va uno a aturdirse con imágenes. La ima-
LS gen electrónica se convirtió en un arte popular con Pong, lanzado
por Atari en 1975; Space ínvaders, en 1978, y Pacman, en 1980. Uno
f, de los primeros fabricantes de juegos para las «arcades», Namco,
fabricaba tiovivos: la verbena entró en la videoifera. La realidad vir-
n tual ha reemplazado a los tragabolas y al tiro al blanco. Los video-
a juegos se han convertido en un sector de la economía de la ima-
e gen, por el mismo concepto que la televisión y el cine: la creación
:l de un nuevo juego puede costar tanto como la producción de una
1 película de gran espectáculo, unos cuantos millones de euros, y
emplear durante varios años a equipos de centenares de infor-
a máticos y de dibujantes, con los cuales nuestras viejas categorías
tienen dificultad para diferenciar entre ingenieros y artistas, como
si hubiéramos vuelto a los tiempos de Leonardo da Vinci.

La búsqueda de la imagen total

El cine ha integrado poco a poco las imágenes sintéticas,


desde Tron, de 1980, primer largometraje en el que se recurrió
ampliamente a ellas. Los algoritmos permíten alisar o arrugar las
superficies, imitar las texturas de las materias más diversas, hacer
variar los movimíentos y las expresiones con sus luces y sus som-
bras proyectadas, hacer girar los objetos, ponerlos «en abismo» o
en perspectiva dinámica, para dar la ilusión de la tercera dimen-
sión. En 1992 se había hecho posible integrar un objeto en 3D
dentro de un paisaje en 2D. Pero se trata aún de una proyección
sobre un plano, generalmente una pantalla, aunque dicha pantalla
esté desmultiplicada, como lo estaba ya el cíneorama de Raoul
Germain Samson en 1900, curvado como el cinemascope o cir-
cular como las proyecciones lmax. Hasta las proyecciones de dia-
positivas sobre una cortina de humo o sobre las brumas matina-
les tienen un soporte.

97
La batalla por la conquista del relieve se venía librando
desde hacía mucho, desde el siglo XVIII, con las cajas de óptica y
las linternas montadas sobre raíles. Después de la invención de la
fotografía, las vistas estereoscópicas tuvieron un gran éxito popu-
lar. La percepción del relieve por nuestra visión binocular, que
nuestro cerebro sintetiza, fue trasladada por David Brewster, en
1844, a dos placas casi idénticas pero ligeramente desplazadas, y
observadas a través de un aparato binocular. El procedimiento fue
comercializado en 1850 y puesto a disposición de los aficionados
en 1883. Mucho más tarde, en 1947, se ideó el holograma, que se
basa en la interferencia de dos haces, procedentes uno del aparato
y otro del objeto, y da una ilusión de profundidad.
Para ganar la batalla del relieve era preciso liberarse de toda
percepción de la pantalla; en ello se han esforzado conectando re-
ceptores al cuerpo humano para transmitirnos la imagen, perci-
bida en un casco que sirve de horizonte, y dar la ilusión de que
nos movemos en un espacio en tres dimensiones entre las repre-
sentaciones de los objetos que se pueden agarrar en toda virtuali-
dad. La manipulación de las imágenes parece no tener límites. Se
anuncia un sciftware capaz de desacelerar los agrupamientos de cada
conjunto de píxeles con el fin de poner al descubierto los artifi-
cios que permiten, hoy, dibujar todo lo que se quiera con imá-
genes fotográficas y de este modo precavernos de un «efecto de
realidad» sintético, que aquéllos han llevado a un punto extremo.

El reconocimiento de las formas

La escritura misma, inventada para escapar a la imagen, se


ha convertido en una imagen. Es captada «en modo imagen», glo-
balmente, con más facilidad que «en modo texto», carácter por
carácter. El reconocimiento de los caracteres, que permite una
lectura formal automática, es utilizado desde 1985 para la clasifi-
cación postal, pero la capacidad del ordenador para reconocer
formas e identificarlas es llevada ya a la práctica por la teledetec-
ción, los controles de fabricación, las medidas de precisión, la
imaginería médica y la creación asistida por ordenador.

98
No obstante, es necesario que el reconocimiento de for-
mas sea un reconocimiento de sentido y que la imagen se con-
vierta en una especie de lengua, como habían soñado los des-
cifradores de jeroglíficos o los inventores de lenguas universales.
La imagen cortocircuita el lenguaje. Entre código y analogía la
frontera es cada vez más porosa: ninguna imagen está exenta de
código, convenido entre los que la enseñan; ninguna escritura
está desprovista de emociones y de significados simbólicos, pero
sigue existiendo una oposición entre lo sensible y lo inteligible.
La digitalización también hace caer los muros entre imágenes y
sonidos, inscritos por igual en los chips de silicio u otras mate-
rias conductoras, cuyos circuitos no están limitados más que
por las capacidades de los microscopios electrónicos que sirven
para trazar su camino, para colocarlos por paquetes en un orden
cuya complejidad desconocen hasta los ingenieros que los cal-
culan.

Y la carne se hizo pantalla

La confusión entre lo simbólico y lo real siempre ha sido


peligrosa. Si hay crisis de representación, es tan antigua como la
imagen. El actor hace coincidir su cuerpo con su propia imagen;
la distancia entre el uno y la otra llega a desaparecer, un juego pe-
ligroso. Para Diderot, la paradoja del comediante es que, para ser
un buen actor, tiene que mantener la distancia respecto de su per-
sonaje. Siempre se exploran sus límites en el cine, cuando la fic-
ción se confunde con el documental; en los espectáculos de tele-
rrealidad, en las informaciones escenificadas y, para terminar, en
el espectáculo que damos de nosotros mismos, y a veces a noso-
tros mismos, en la vida cotidiana.
¿Qué pasa cuando la imagen (image) pierde su soporte (pic-
ture) y deviene gesto? Esta propensión de la imagen a integrarse
en lo real, o de lo real a emanciparse en forma de imagen, no es
un hecho nuevo, está en el origen de todos los rituales y cere-
moniales, solemnes o banales. Esta fusión de la vida en imagen,
como una colada de metal va a petrificarse en un bloque, está en

99
el corazón de la pintura china, en la cual la imagen brota del gesto
como una prolongación del cuerpo, del aliento y de su reducción
al silencio.
Cuando la imagen se araña o se graba en la propia piel,
se convierte en escarificación, en cicatriz. Su interiorización
puede llegar a ser trágica. Las neurosis y las psicosis son a me-
nudo enfermedades de la imagen de uno mismo y de la imagen
de los otros. La triste escena que ofrece el círculo de mirones en
una acera, un proyector, un escaparate, un estrado, un traje, una
nariz postiza o cualquier accesorio son necesarios para distan-
ciar lo real de la imagen, desconectarla, proteger a la imagen de
su entorno, como las empalizadas del ruedo y al espectador de
la locura.
La identificación de la imagen con su modelo funciona
como una trampa. Hay que «desembragar», defiende Daniel
Bougnoux, «desfusionar» la imagen de la presencia. Este ejercicio
no siempre es fácil. Las nuevas tecnologías, al mediatizar la ima-
gen con toda clase de máquinas, son, por la presencia de su pe-
sado material, menos insidiosas que las imágenes que se presen-
tan a simple vista, sin aparato, como una sombra, un espejo o un
reflejo. Cuanto más instrumentalizada esté la imagen, más identi-
ficable resulta como imagen. Los niños aprenden deprisa, a poco
que se les ayude, a comprender que una imagen no es la realidad,
pero que tampoco es una ilusión. Tiene su vida propia, su razón
de ser, un autor, un público. No hay cine sin cámara.
Las imágenes más perversas son las que están habitadas
por su modelo o que se hacen pasar por un modelo. Un tatuaje
convierte a una persona en una imagen de carne. Las máscaras
detrás de las cuales se esconden hombres que dicen ser dioses,
antepasados o espíritus resultan aún más inquietantes. Por su-
puesto, vemos que se trata de una máscara y no de un rostro,
pero ello se debe a los dos agujeros, a la altura de los ojos, que
permiten al enmascarado vernos a nosotros sin ser visto y le dan
vida. Una máscara funeraria, con los ojos cerrados, disimula la
muerte. Pero una máscara esconde lo desconocido, es una ima-
gen por defecto, que deja creer no se sabe qué, no se sabe quién,
y que da miedo.

100
Una máscara es una imagen viva, como esos mmensos
adornos del Teyyam indio, en los despliegues extravagantes de
plumas y de perlas rutilantes, los disfraces, los vestidos de novia,
los trajes del carnaval de Río, los de la Ópera de Pekín. Pero
puede ser también un maquillaje discreto, un fond de teint, un
halo, una pose que se asume, un aire que uno se da y que viene
a perderse en la parte de imagen que hay en nosotros.

101
Bibliografía breve

Las fuentes antiguas citadas en este libro proceden de Pla-


tón, Cratilo, 432; Sofista, 234-240; Gorgias, 464-465; La República,
VII, 509d-ss. y IX, 596-598, y de Plinio el Viejo, Historia natural, li-
bro XXXV.

Este libro debe mucho a la mediología, el estudio mate-


rial de lo inmaterial o, más poéticamente, «de lo que las técni-
cas hacen al alma», y a los trabajos de Régis Debray, en especial
Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, tra-
ducción de Ramón Hervás, Paidós Ibérica, Barcelona 1994,
hasta el reciente libro de Daniel Bougnoux, La crise de la repré-
sentation, La Découverte, 2006, pasando por los artículos
publicados en Les Cahiers de médíologie de 1996 a 2003 y en Mé-
dium desde 2004.

Debe asimismo mucho a la lectura de los escritos de An-


dré Malraux sobre arte.

Sobre la cuestión del peligro o beneficio de las imágenes,


coincidimos con las posturas de Serge Tisseron, expresadas, por
ejemplo, en Le bonheur dans l'image, Les empécheurs de penser en
rond, 1996, o Y a-t-il un pilote dans l'image? Six proposítions pour pré-
venir les dangers de l'image, Aubier, 1998.

Hemos aprovechado las lecciones de Anne-Marie Chris-


tin, autora de L'image écrite ou la déraison graphique, Flammarion,
1995, y de los coloquios dirigidos por ella: Écritures I y Écritures II,
Le Sycomore, 1982 y 1985, así como las de Jack Goody, autor de

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La raison graphique, Éditions de Minuit, 1979, y de La peur des re-
présentatíons, La Découverte, 2003.

Para las relaciones de la imagen con la historia del arte es


necesario volver a los libros de Wilhelm Worringer, Abstracción y
naturaleza [1911], traducción de Mariana Frenk, Fondo de Cul-
tura Económica, México 1975, y de su maestro Alois Riegl, Pro-
blemas de estilo: fundamentos para la historia de la ornamentación
[1893], traducción de Federico Miguel Saller, Gustavo Gili, Bar-
celona 1980, y 1u ego de Fréderick Antal, El mundo florentino y su
ambiente social: la república burguesa anterior a Cosme de Médicis, si-
glos XIV-XV [1938], traducción de Juan Antonio Gaya Nuño,
Alianza Editorial, Madrid 1989. Entre las reflexiones recientes
hemos de citar las de Jean Clair, Méduse. Contribution a une anthro-
pologíe des arts du visuel, Gallimard, 1989; para comprender la filo-
sofía de la imagen en relación con el arte hay que leer las obras
de Gérard Genette, sobre todo La relation esthétique, Le Seuil,
1997; de Jean-Marie Schaeffer, L'art de l'dge moderne .. . , Gallimard,
1992, y de Georges Didi-Huberman, Devant l'image, Éditions de
Minuit, 1990.

Sobre la Prehistoria se leerán siempre con provecho los li-


bros de André Leroi-Gourhan, y especialmente sobre nuestro
tema véase «La imagen del hombre», en El gesto y la palabra, tra-
ducción de Felipe Carreu, Ediciones de la Biblioteca, Universi-
dad Central de Venezuela, Caracas 1971, pero también los traba-
jos más recientes de Jean Clottes y David Lewis-Williams, Los
chamanes de la prehistoria, traducción de Javier López Cachero,
Ariel, Barcelona 2001, y de Emmanuel Anati, L'art rupestre dans le
monde. L'imaginaire de la préhistoire, Larousse, 1997.

Sobre la Antigüedad griega, las obras de Jean-Pierre Ver-


nant: por lo que concierne a nuestro tema, «Naissance d'images»,
en Religions, histoires, raisons, La Découverte, 1979. Citaremos tam-
bién a Frans;ois Lissarague, «Paroles d'images: remarques sur le
fonctionnement del' écriture dans l'imagerie antique», en Écritu-
res II (op. cit.).

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Sobre la Edad Media hay que leer la útil recopilación de
Daniele Menozzi, Les images. L' Église et les arts visuels, Cerf, 1991.
Después de los trabajos clásicos de Meyer Schapiro, reunidos en
castellano bajo el título Palabras, escritos e imágenes, traducción de
Carlos Esteban, Encuentro, Madrid 1998, los estudios importan-
tes más recientes son los de Jean-Claude Schmitt, por ejemplo
Le corps, les rifes, les réves, le temps. Essais d'anthropologie médiévale,
Gallimard, 2001, y de Michel Pastoureau, Une histoíre symbolíque
du Moyen Áge occidental, Le Seuii, 2004.

Sobre el paso de la imagen religiosa a la imagen profana,


además de Tzvetan Todorov, Elogio del individuo: ensayo sobre la pin-
tura flamenca del Renacimiento, traducción de Noemí Sobregués,
Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, Barcelona 2006, ahora
nos beneficiamos de los estudios de Hans Belting, Image et culte.
Une histoire de l'art avant l'époque de l'art, Cerf, 2007; de él hay que
leer también Antropología de la imagen, Katz Barpal Editores, Ma-
drid 2007.Véase asimismo Víctor I. Stoichita, La invención del cua-
dro: arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea, tra-
ducción de Anna María Coderch, Ediciones del Serbal, Barcelona
2000, sin olvidar Breve historia de la sombra, traducción de Anna
María Coderch, Siruela, Madrid 2006 y, más recientemente,
Édouard Pommier, Comment l'art devient l'Art dans l'Italie de la Re-
naissance, Gallimard, 2007.

Sobre la historia de los iconoclasmos, además de Alain Be-


sani;:on, La imagen prohibida: una historia intelectual de la iconoclasia,
traducción de Encarna Castejón, Siruela, Madrid 2006, debe con-
sultarse la obra dirigida por Frani;:ois Boepsflug y Nicolas Lossky,
Nicée II, 787-1987, douze siecles d'images religieuses, Cerf, 1987, y
Robín Cormack, Icónes et société a Byzance, Gérard Montfort,
1993.

Sobre las teorías de la imagen en el Renacimiento y de la


imagen clásica son imprescindibles los estudios de Robert Klein,
reunidos en La forma y lo inteligible: escritos sobre el Renacimiento y
el arte moderno, traducción de Inés Ortega Klein, Taurus, Madrid

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1982, y por supuesto los libros de Erwin Panofsky, entre ellos La
perspectiva como <iforma simbólica», traducción de Virginia Careaga,
Tusquets, Barcelona 2003, y el estudio de Rensselaer W Lee, Ut
Pictura Poesís. Humanísme et théorie de la peinture XV'-XVIII' siecles,
1967, Macula, 1991. Sobre las doctrinas religiosas de esta época,
disponemos ahora de la tesis de Ralph Dekoninck, Ad Imaginem.
Statuts,fonctions et usages de l'image dans la littérature spirítuelle jésuite
du XVII' siecle, Droz, 2006. Consúltense asimismo los trabajos de
Louis Marin, reunidos en una recopilación en 1994 bajo el título
De la représentation, pero también Le portrait du roí, Éditions de Mi-
nuit, 1981, que continúa la obra clásica de Ernst Kantorowicz, Los
dos cuerpos del rey: un estudio de teología política medieval, traducción
de Susana Aikin Araluce y Rafael Blázquez Godoy, Alianza Edi-
torial, Madrid 1985, y precede a Antaine de Baecque, Le corps de
l'hístoíre, Calmann-Lévy, 1993.
Acerca de este tema hay que señalar el artículo de Carlo
Ginzburg, «Représentation: le mot, l'idée, la chose», en Annales
E. S. C., año 46, n.º 6, noviembre-diciembre de 1991, págs. 1.219-
1.234.

Sobre la industrialización de la imagen, léase Philippe


Kaenel, Le métier d'illustrateur, 1830-1880, Droz, 2005; las informa-
ciones esenciales se encontrarán en el tomo IlI de la Histoire de
l'édition franf(IÍSe, H.-J. Martín y R. Chartier (eds.), Cercle de la
Librairie, 1982-1985.

Sobre la fotografía hemos de remitirnos a las obras de An-


dré Rouillé y especialmente a Historia de la fotografía, Martínez
Roca, Madrid 1988, lo que no dispensa de leer su más reciente La
photographie entre document et art contemporain, Gallimard, 2005, ni
de releer a Roland Barthes, La cámara lúcida, Paidós Ibérica, Bar-
celona 2007 y a Gisele Freund, La fotografía como documento social,
traducción de Josep Elias, Gustavo Gili, Barcelona 2001.

Sobre el nacimiento de lo audiovisual, Jacques Perriault,


Mémoires de l'ombre et du son. Une archéologie de[' audio visuel, Flam-
marion, 1981, y sobre la invención del cine, Monique Sicard,

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I:année 1895. L'image écartelée entre voir et savoír, Synthélabo/Les
empecheurs de penser en rond, 1994.

Sobre la imagen digital, es demasiado pronto para elegir


entre la enorme producción de un pensamiento todavía flotante.

Para concluir, quiero subrayar que, por lo que respecta a


las imágenes, no basta con recurrir a los libros y que este libro
tiene una gran deuda con la visita a museos tan notablemente
presentados y documentados como el Louvre, el Musée Guimet,
el Musée National des Arts et Métiers y el de Antiquités Natio-
nales en Saint-Germain-en-Laye, a los cuales las obras citadas ha-
cen referencia de manera preferente, entre muchos otros.

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