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JOSÉ IG. GONZÁLEZ FAUS, S.I.

RELECTURA DE CALCEDONIA
Las fórmulas de la dogmática cristológica y su Estudios Eclesiásticos, 46 (1971) 339-
367

LIMITACIÓN DEL TEMA

Este trabajo no pretende ser más que una reconsideración de la dogmática cristológica,
según la perspectiva que adoptó el concilio de Calcedonia. Prescindiremos, por tanto, de
la dimensión trinitaria que necesariamente subyace a toda teología. Semejante precisión
es teológicamente discutible; pero es posible desde el ángulo histórico que vamos a
tomar como punto de partida. De hecho, y por extraño que parezca, Calcedonia así lo
hizo, pues su intención no fue elaborar una cristología total sino sólo dar respuesta a una
pregunta parcial y muy concreta, a saber: el problema de la afirmación simultánea de
divinidad y humanidad (o -en términos patrísticos- el problema de unidad y dualidad en
Jesús). Es importante tener presente esta limitación pretendida porque después -cuando
se convierta en exclusión lo que en Calcedonia había sido precisión, por convertirse la
teología en pura exégesis del magisterio- la teología absolutizará lo que sólo había sido
un paso parcial, mutilando así peligrosamente la cristología.

El no tener en cuenta la limitación aludida ha llevado a la teología a dar en un doble


inconveniente: a) la falta de atenc ión al significado trinitario del término hypóstasis
(=relación) operará una reducción filosófica no sólo de este término sino también del
término naturaleza. Ello facilitará una concepción unívoca del vocablo physis, dicho de
la divinidad y humanidad de Jesús; y amenazará con hacer de Jesús una especie de ser
con un doble piso cualitativo (una naturaleza más otra naturaleza), cosa que, en mi
opinión, contradice la intención misma de Calcedonia; b) la falta de atención al Hijo
(hypóstasis concreta de la Trinidad que es sujeto de la humanidad de Jesús) llevará a un
olvido de la dimensión pneumática de la cristología, siendo así que el Espíritu es factor
esencial de la filiación: el Hijo es tal no sólo en cuanto procede del Padre, sino también
en cuanto "vuelve" a 121, en el Espíritu.

Por quedarle obturadas estas dos perspectivas, la teología posterior verá, cada vez más,
la encarnación como algo que afecta principalmente a la naturaleza divina y, cada vez
menos, como "Trinidad en la carne", es decir, como auténtica exteriorización de la
intimidad de Dios. Por la encarnación no sólo se nos ha dado el Hijo, sino también el
Padre y el Espíritu: el Padre en el hecho de que seamos de veras hijos suyos (1 Jn 3, lc),
y el Espíritu en el hecho de que llamemos de veras Padre a Dios (1 Jn 3, lb; cfr. Rm 8,
9-19 y Ga 4, 6). Subrayemos pues: nuestro trabajo es una reconsideración de aquello
que de hecho constituye los dogmas cristológicos. No es, ni pretende ser, una
reconsideración de toda la cuestión cristológica.

PARA UNA RECTA INTELECCIÓN DE CALCEDONIA

La acotación introductoria nos ha situado ante la necesidad de intentar una lectura


exacta de la fórmula de Calcedonia. Para ello es fundamental determinar la intención del
dogma cristológico y, en segundo lugar, el significado de los términos en que se
expresa.
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Intención del dogma

A manera de tesis se podría formular así: la intención de la fórmula calcedónica no es


metafísica, doctrinal o filosófica, sino soteriológica. En efecto, el empeño de los Padres
no iba dirigido a explicar cómo es Dios o cómo es su encarnación, sino a salvaguardar
la experiencia de Salud que la Iglesia vivía. Para ellos es la Iglesia quien hace la
teología, y no al revés. Y por eso, en las luchas de los cuatro primeros concilios, ha sido
siempre la herejía de turno quien ha argüido desde una especie de "teísmo cualificado" o
desde lo que podemos llamar, con Bonhoeffer, "lo que el hombre religioso espera de
Dios" o "una creencia general en la omnipotencia de Dios que no es expresión de la
auténtica trascendencia". Siempre la "razón" y la teodicea parecieron estar del lado de la
herejía; y contra ambas lucharon los primeros concilios en nombre de la salvación en
que creían. Arrío arguye -y parece que correctamente- que un Absoluto sufriente no
puede ser el Absoluto. Y la fe de Nicea le responde que el Jesús sufriente es el Absoluto
(esto es lo que está en juego en la discusión sobre el homoousios, "consustancial").
Apolinar afirma (y parece que con toda razón) que el perfecto Dios no puede hacer uno
con un hombre acabado. Y la Iglesia sostiene, con la fórmula del Nacianzeno, que
aquello de nosotros que no haya sido asumido no ha sido sanado. Nestorio comprende -
y parece que con razón- que no se pueden predicar contrarios de un mismo sujeto. Y
Cirilo le responderá que si hemos de dividir los sujetos, según las predicaciones, no
podemos creer que "nuestra realidad no es ajena a Dios". Finalmente, el monofisismo
insistirá (y también de acuerdo con lo que "el hombre religioso espera de Dios") en que
la divinidad y la infinitud deben absorber a lo finito. Y Calcedonia responde que si
divinidad y humano son distintamente "dos", nuestro ser perece en lugar de verse
salvado.

No el empeño de exactitud doctrinal, sino la fidelidad a la experiencia salvífica vivida


en la fe fue lo que configuró cada uno de estos estadios que Calcedonia recogerá en su
formación: perfectos Deus (Nicea), perfectos homo (Constantinopla I), una hypóstasis
(Efeso), dos naturalezas (Calcedonia mismo). Entendidos así, como "confesión de fe" -
y, por tanto, como respuesta que la pregunta "¿Qué creemos en realidad?" se va dando
a sí misma en cada momento, frente a las afirmaciones del hombre "religioso"-, estos
estadios aparecen como expresiones (cada vez más elaboradas) de una misma
naturaleza: que Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios. A la luz de
esta certeza fundamental es posible detectar las intuiciones que laten debajo de cada una
de esas fórmulas de la dogmática cristológica. A saber:

1) Que si Jesús no es Dios, no nos ha sido dada en él ninguna salvación. El enigma de la


historia continúa y las opciones absolutas siguen siendo una hybris que el hombre
deberá pagar.

2) Que si Jesús no es hombre, no nos ha sido dada a nosotros la salvación.

3) Que si esa humanidad no es "de-Dios" (en la misma medida en que mi propio ser es
mío, y no por cierta acomodación del lenguaje), entonces la divinización del hombre no
está plenamente realizada y Jesús no es verdaderamente Dios.

4) Que si lo que es "de-Dios" no es una humanidad en cuanto humanidad y


permaneciendo humanidad, no es el hombre lo que ha sido salvado en Jesús, sino otro
ser.
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Las dos últimas intuiciones, que son las típicamente calcedónicas, requieren una
explanación mayor. Pero es preciso aclarar el significado de los términos en que se
expresó el dogma.

Significado de los términos persona y naturaleza

Esta aclaración es tremendamente difícil. El concilio de Calcedonia no se ha


preocupado de definir qué es lo que entiende por hypóstasis (persona) y qué es lo que
entiende por physis (naturaleza). Nosotros trataremos de determinarlo a base de
aproximaciones desde fuera.

Persona, en Calcedonia, no tiene el mismo significado moderno que le ha dado la


filosofía existencial o personalista: el hombre en cuanto decide de sí mismo y dispone
libremente de sí mismo, etc. Por otra parte, Calcedonia ni siquiera se pronuncia sobre la
distinción entre hypóstasis y physis; es cierto que niega la identificación, pero no
precisa dónde está la razón formal de la distinción entre ambos conceptos, ni si tal
distinción es real (tomismo) o sólo de razón (escotismo). Tampoco está claro que el
contenido del término hypóstasis en el dogma cristológico sea exactamente el mismo
que en el dogma trinitario; al menos en según qué versiones de éste.

El princ ipal documento de que disponemos para precisar el significado del término es la
famosa carta de Cirilo a Nestorio. La tesis de Cirilo es: "uno y el mismo" es el que nació
del Padre y el que nació de María. Y la explica diciendo que el Logos unió lo humano
hipostáticamente consigo (no habla propiamente de "una hypóstasis" sino de "unión
hipostática"); que los dos principios concurren "en una verdadera unidad"; que el cuerpo
de Jesús es verdaderamente "el propio cuerpo de Dios" y "no ajeno a Él", etc. Parece
ser, por tanto, que en la fórmula cristológica se llama hypóstasis al principio de unidad
det ser, a aquello que hace que algo sea uno. Ahora bien, el principio de unidad del ser
es aquello que ontológicamente afirma al ser como existente concreto. Y esto significa
que la falta de hypóstasis humana en Jesús no implica de ninguna manera carencia de
alguna cualidad o realidad humana que le fuera debida para ser perfectamente hombre;
lo que se le niega es el modo humano de existir todas las realidades humanas en él, la
sustentación puramente contingente de su realidad humana, para darle una afirmación
ontológica infinita. No se recorta la humanidad de Jesús ni se le priva de nada positivo,
sino que se la afirma y consagra hasta lo absoluto. Por lo tanto, la unidad de hypóstasis
en la dogmática cristológica significa: Jesús está de tal manera unido a Dios, que en él
el ser humano recibe la misma sustentación (o afirmación) ontológica del Absoluto.

¿Qué decir ahora del término physis? Una espontánea acepción del término naturaleza
nos sitúa en la línea de aquello por lo que un ser es tal ser. Pero, ¿cómo es posible
afirmar una doble taleidad en un mismo ser?, ¿puede "uno y el mismo" ser tal y tal otro,
sin convertirse en un nuevo ser, en una fusión de ambos? La dificultad que entraña esta
"dualidad en la cualidad" se ha puesto de manifiesto históricamente, en la resistencia a
hablar de dualidad en Jesús (dos naturalezas, dos voluntades). Sólo cuando se constata
que el afán de evitar ese absurdo lógico de una "dualidad cualitativa", llevaba a
practicar una reducción, absorción o fusión de las naturalezas (o voluntades) en una sola
y ponía en peligro la autonomía y la integridad de la humanidad de Jesús; sólo entonces
se acepta, con enorme decisión, el lenguaje de dos naturalezas (o dos voluntades). Por lo
demás, este lenguaje aseguraba la irreductibilidad de la divinidad a un concepto
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universal común con la humanidad y, por tanto, sumable con ésta; pues a Dios no se le
puede concebir "como un ente más" al lado de los entes, ni "su naturaleza" como una
"forma" que compete a un sujeto. Así, pues, cuando afirmamos que Cristo es (a la vez
que perfectus homo) perfectus Deus, y lo expresamos diciendo que en él hay dos
naturalezas, una divina y otra humana, dicha expresión no pretende concebir a la
divinidad como si estuviera asumida por el único sujeto, además o junto con la
humanidad (lo que equivaldría a sumar divinidad y humanidad en un concepto
unívoco); más bien, trata de mantener indemnes ambas dimensiones. Para ello ha y que
ver a la divinidad (aunque no podamos hablar de ella más que abstractamente) en la
línea del "sujeto asumente", lo cual significa: la divinidad pertenece al terreno de' lo que
en Jesús es singular, irrepetible e individual (y no universal y abstraíble). Lo que a cada
hombre le hace ser "fulano de tal" es lo que hace a Jesús ser Dios: lo individual de la
humanidad de Jesús es su divinidad; no algo que pueda ser captado por el proceso
abstractivo de nuestra mente, sino lo que "personaliza" a aquella humanidad

Si el lenguaje de las dos naturalezas puede prestarse a equívocos, como hemos visto, sin
embargo la historia enseña que, si no se habla de dos, o se acaba por disolver la
humanidad en la divinidad o ésta en aquélla. Pero esta "solución de emergencia
lingüística" no nos debe hacer olvidar lo que realmente queremos afirmar: el término
"naturaleza" se dice en sentido muy diverso de la divina y de la humana. Y, por tanto,
que el término "dos" no expresa suma, sino propiamente irreductibilidad. En definitiva,
es posible afirmar en un único ser (Jesús) esa "dualidad en la cualidad" (naturaleza
divina y naturaleza humana), pero sólo cuando se trata de las dos dimensiones
ontológicas de lo finito y lo infinito.

Las intuiciones de Calcedonia

El análisis precedente posibilita ya la comprensión de las dos intuiciones típicamente


calcedónicas y que buscaron su expresión en la dogmática cristológica:

a) La divinidad del sujeto ontológico de Jesús: el sujeto último del hombre Jesús es
Dios. En Jesús, lo humano ha sido de tal manera asumido por Dios, que se ha
convertido en la expresión más verdadera de Dios mismo. La humanidad de Jesús es
humanidad de Dios, naturaleza de Dios, carne de Dios, con la misma verdad y la misma
propiedad con que mi humanidad es mía.

b) Ello no implica ninguna destrucción de lo humano al ser asumido. Al revés: mediante


esa asunción se conserva la integridad y se verifica la afirmación más rotunda de lo
humano. Lo que es de-Dios (con la misma verdad que Su divinidad) es una humanidad,
es "la carne".

La mejor prueba que podemos aducir en favor de esta lectura de Calcedonia es la


explicitación que de este concilio hicieron los subsiguientes, en particular el
Constantinopla III (DS 556). Para afirmar la voluntad humana de Jesús, el concilio se
apoyará en las dos intuiciones dichas: "eius caro est caro Dei". Se enuncia aquí la
divinidad del sujeto ontológico de Jesús. Pero porque la máxima unión con Dios supone
precisamente la máxima afirmación de la realidad humana, se arguye inmediatamente:
"caro deificata non est perempta, sed magis salvata". Estas dos fórmulas, tan sencillas
como luminosas, explicitan así el sentido que hemos dado a los términos del
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calcedonense y ponen de relieve la intención soteriológica que señalamos como latente


en él. Por la unión hipostática Jesús es más que hombre. Pero es más que hombre
porque es más hombre que nosotros. Y es más hombre que nosotros porque ha sido
asumido por Dios como su propia humanidad; y esa asunción no supone absorción o
destrucción, sino reafirmación de lo asumido en su intimidad irrepetible y
diferenciadora.

En el párrafo siguiente del mismo concilio resuena el eco de los cuatro adverbios del
calcedonense: indivise et inconfuse, etc, que calificaban la dualidad en Jesús. Ni lo
humano puede elevarse hasta ser esencia divina, ni lo divino ser rebajado hasta la
dimensión de lo humano. Ambas magnitudes no coexisten superpuestas, sino que
pertenecen a los dos diferentes órdenes de fundante y fundada.

OBJECIONES A CALCEDONIA

Este es el momento de acercarnos críticamente a la fórmula dogmática de la cristología.

Formulación difusa

A esta deficiencia se ha aludido ya en párrafos anteriores, que en parte han tratado de


subsanarla. Hemos visto como Calcedonia había distinguido entre hypóstasis y physis,
sin precisar el contenido de ambos conceptos. Ello dará pie a especulaciones de fuerte
sabor ontológico, al perderse de vista el trasfondo soteriológico que alentaba la
intención de los padres. Este aspecto negativo es lo que ha prevalecido en la dogmática
posterior y dado lugar a esa especie de "píldora catequética" ("en Jesús hay una persona
y dos naturalezas") que precisamente porque ya no es "palabra" (predicación de la Fe)
no puede postular ya una respuesta de fe.

Formulación incompleta

En primer lugar, está ausente el dato bíblico primordial: el de la evolución de Cristo y,


consiguientemente, el de la resurrección. Es difícil precisar si Calcedonia habla del
Jesús prepascual o del resucitado. Y si habla de ambos, parece claro que en tal Jesús la
resurrección no juega ningún papel decisivo, marginando así el dato neotestamentario
de que Jesús adquiere sus títulos a partir de la resurrección (como quiera que se
explique). Todo ello hace que en un mundo como el nuestro, que -con más verdad que
los griegos- define al hombre precisamente por su dimensión histórica, la absolutización
de Calcedonia amenaza con menoscabar el "perfectus homo" (de hecho, la cristología
escolástica cayó en ese peligro). Otro tanto hay que decir del silencio sobre la
dimensión pneumá tica, siendo así que si Dios estaba en Cristo como Palabra, a la vez, el
Espíritu trabajaba y asimilaba aquella humanidad.

Un segundo rasgo capital en el NT y ausente de Calcedonia es el de la kénosis.


Precisamente por la falta de acento en el movimiento paulino "anonadamiento-
exaltación", y por la nivelación entre el Jesús prepascual y el resucitado, Calcedonia -sí
se exclusiviza- cierra la puerta a una theologia crucis y lleva a una absolutización
unilateral de la theologia gloriae, que ha tenido repercus iones nefastas en la concepción
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de la Iglesia y en la teología (por ejemplo, la ya aludida concepción teísta de la


naturaleza divina).

En tercer lugar, es notable la ausencia de la dimensión colectiva y universal. Porque si


bien es cierto que no se puede hipotecar el dogma a una determinada cosmovisión, no lo
es menos que la dimensión universal de Cristo ha de ser expresada como algo medular
en la cristología (cfr. GS 22). La encarnación no es algo que acontece entre Dios y un
hombre aislado, sino entre Dio s y la creación entera. La continuidad que hay entre
encarnación y gracia (2 P 1, 4), o simplemente entre encarnación y hombre (Mt 25, 31
ss), o aun entre encarnación y mundo (Col 1, 15 ss), no puede ser marginada de la
cristología sin convertir a ésta en herética.

No sería justo culpar a Calcedonia por estas ausencias. Esta segunda objeción se dirige
más bien a la teología posterior que ha incurrido en una absolutización incorrecta de la
formulación dogmática. En efecto, la ausencia de la dimensión teológica de la
resurrección está relacionada con la falta de una teología del futuro, de la esperanza y,
en general, con el escaso papel que el Espíritu juega en muchas teologías como agente
de la progresiva divinización del mundo. La pérdida de relieve de la dimensión kenótica
llevará a la Iglesia a concebirse a sí misma más como dominadora que como servidora,
más poseída de sí misma en la fuerza de la Majestad y de la "jurisdicción" que en la del
amor y la pobreza. Finalmente, el olvido de la dimensión colectiva de Cristo amenaza
con dar en una concepción individualista del cristianismo.

Formulación imperfecta

Schleiermacher es quizá quien ha dado la formulación más característica a esta


objeción: la fórmula de las dos naturalezas está viciada por un error metafísico, por
cuanto pone en un mismo plano (el plano de la naturaleza) a Dios y al hombre o, mejor,
a lo divino y lo humano. Pero ningún concepto puede aplicarse al Infinito y al finito en
el mismo sentido y de forma que el concepto conserve su unidad y se pueda decir que
Dios y el hombre constituyen, bajo aquel aspecto, una dualidad.

Al hablar del término physis hemos intentado salir al paso de esta objeción que en cierto
modo no tiene respuesta porque afecta a la posibilidad misma del lenguaje cristológico.
¿Cómo se puede expresar una presencia de lo Infinito en el seno de lo finito, que no es
la pura presencia del Absoluto en todo lo contingente, sino una presencia creadora, al
nivel ontológico de la creatura misma? Por eso, si se acepta la divinidad de Jesús, hay
que soportar siempre el peso de la objeción, a menos que se renuncie a formular en
categorías entitativas dicha divinidad (que es la opción clásica de la dogmática
protestante); pero para una mente griega - la de los Padres de Calcedonia- esto supondría
renunciar a hablar del carácter salvador de Jesús, opción absolutamente impensable.

La objeción de Schleiermacher, no obstante, cae de lleno sobre la postescolástica


racionalista que malentendió el término "naturaleza" y dio lugar a una interpretació n
cosista de Calcedonia: nada más ajeno a la mente de los Padres que concebir la dualidad
de naturalezas como suma o fusión de dos esencias. De todas maneras debemos
reconocer que el esquema metafísico griego de categorización de la realidad (hypóstasis
+ physis) no puede aplicarse (incluso dentro de esa misma forma de categorías) a Dios,
que es el Acto Puro en el que no cabe distinción entre sujeto y forma; Dios no es un
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sujeto que tiene existencia, vida, etc, sino que es la existencia misma, la vida misma,
etc. En consecuencia, y como ya hemos visto, la "unión de dos naturalezas en un único
ser" debe significar que la humanidad de Jesús posee en el mismo Jesús la plenitud de
su fundamentación, lo cual supone situar a la naturaleza divina en el plano de lo que es
posibilitante y fundante respecto de la naturaleza humana.

HACIA UNA REFORMULACIÓN

En este último apartado intentaremos sugerir una trasposición de las intuiciones


calcedónicas, para la cultura desde la que nosotros hemos de vivir el escándalo de la fe.
Se puede formular así: Jesús es un hombre que en su misma humanidad (y
categorialmente, por tanto) está sostenido por Dios. Y por eso es la plenitud
insospechada de lo humano.

"Una persona" = sustentación del hombre por Dios

Al decir que Jesús "está sostenido por Dios" tratamos de expresar la unidad de
hypóstasis o persona. Según esto, una reducción "horizontal" del cristianismo sólo es
posible si se apoya en la "sustentación" del hombre por Dios y no en una "sustitución"
de Dios por los hombres. Y, positivamente, significa que el hombre Jesús es un ser
"des-centrado" porque su centro ontológico está en el ser de Dios; significa, asimismo,
que en Jesús se ha hecho posible por vez primera la armonía entre la pretensión de la
conciencia (afirmación ontológica de sí misma, hasta llegar a la "objetivación" o la
cosificación de los otros en la que desemboca necesariamente todo tipo de
autoafirmación, sea de índole idealista o existencial) y el afán de la persona (como
renuncia total a hacer del otro una función de mí mismo, sin que por ello la propia
conciencia pierda consistencia ontológica y se vea degradada y negada).

Que Jesús tenga el centro ontológico fuera de sí mismo (que carezca de hypóstasis
simplemente humana) no quiere decir que padezca una disminución de sus posibilidades
humanas sino, todo lo contrario, le confiere una potencialización al máximo de esas
posibilidades. Jesús es el hombre que vive la más radical entrega (al nivel más profundo
del ser, y no sólo a nivel psicológico o de buena intención), hasta el punto de ser no sólo
"ex-sistente", sino Teo-sistente o Teo-céntrico. Y esto hace posible en él la afirmación
infinita de sí mismo que constituye la "imposible posibilidad" del ser humano, porque lo
humano se encuentra, en él, hecho Absoluto. De esta manera en Jesús sí que se verifica
lo que parecía aporía insuperable: aquello de que "el que pierda su vida la salvará". En
efecto, al perder la independencia ontológica de su ser humano (hasta el punto de
parecer que perdía su mismo ser humano ) ha reconquistado la plenitud inaccesible del
ser humano, porque su unión con Dios es tal que no constituye con Él una unidad moral
o una persona moral, sino un solo sujeto ontológico.

La expresión paulina del "último Adán" halla así en Calcedonia su traducción a la


metafísica griega. La unión hipostática puede definirse como la supresión de esa ruptura
de todo hombre consigo mismo (que parece constituir al hombre y su tragedia) y,
consiguientemente, como la afirmación infinita del hombre. En Jesús sí que sucede -con
terminología muy querida a la tradición cristiana- que el "superior summo meo" se ha
hecho "intimior intimo meo".
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"Perfectus homo" (naturaleza humana)

El término "dos" para el magisterio (concilios) no responde a una intención numérica


sino, como ya dijimos, al decidido afán de salvar la integridad y plenitud de la
naturaleza humana en el seno de su asunción por la divinidad. Jesús fue verdadero
hombre. Ya hemos explicado que la unión hipostática no merma ni recorta en cuanto tal
la realidad humana de Jesús, precisamente por estar ontológicamente entregada a Dios y
unida a Él con la máxima unión concebible. Más cercanía a Dios significa,
paradójicamente, más autonomía del hombre. En la máxima unión se ha dado la
máxima diferenciación de lo único; y quizá esto enseña que en el universo personal, en
oposición al mundo material, el amor consiste en la afirmación del otro como otro en el
seno de la unión. Y si el Dios que se revela en Jesús es "el Amor", la unión con Él
afirma a la humanidad de Jesús, constituyéndola y creándola como humanidad. La frase
de Agustín sobre la humanidad de Cristo: "ipsa assumptione creatur", significa
precisamente que la forma más excelsa que tiene Dios de crear (es decir, de dar vida, de
dar consistencia a otro diverso de Él), consiste en "asumir", en unir consigo.

Desde esta perspectiva, en cuanto la encarnación relaciona a toda la creación con Dios,
se abre un luminoso horizonte como punto de partida para una teología del mundo, de la
secularización, etc.

"Perfectus Deus" (naturaleza divina)

Hemos dicho antes que justamente por estar sostenido por Dios, Jesús es "la plenitud
insospechada de lo humano". Asimismo, hemos visto que la divinidad no podía ser
concebida como "algo" capaz de ser encerrado en un concepto que pueda ser
emparejado por "algo" que encierra el concepto de humanidad. La divinidad, hay que
repetirlo, nunca pertenece al orden de lo conceptuable, sino al orden de aquello que
fundamenta y posibilita todo lo conceptuable; de modo que debemos renunciar a
expresarla como una "nueva quidditas", una especie de segundo piso en Jesús.

A partir de estas precisiones y de lo dicho sobre la unidad de hypóstasis, encontramos el


camino para describir así la divinidad de Jesús: si la unidad de hypóstasis nos descubrió
al hombre como la imposible posibilidad de sí mismo, la naturaleza divina de Jesús no
será la plena realización de esa posibilidad imposible. Deberemos definirla, a partir de
la misma humanidad de Jesús y no como un segundo piso que se le añade a esta
humanidad. De esta forma evitaremos convertir a Jesús en una especie de "hombre que
lleva encima una Teodicea". Y mantendremos el dato bíblico de que Jesús es, a la vez,
revelación máxima de Dios (Jn 14, 8) y perduración del carácter escondido de Dios en
su misma donación (Jn 1, 18). Dios da a conocer a los hombres Su realidad en su
realidad (de ellos). Por eso nosotros no existimos meramente frente a Cristo (como
frente a un objeto), sino "en él".

Que Jesús es el hombre para los demás (el agape joánico), o que Jesús es el hombre que
ha aceptado la vida hasta el fondo (la obediencia paulina), etc, pueden interpretarse
como intentos no de escamotear la divinidad de Jesús, sino de definirla a partir de la
humanidad misma potenciada al máximo, hasta la plena realización de aquella
imposible posibilidad. Tales fórmulas, si no se malentienden como una trivialización
mundana de Cristo -sin duda, la gran tentación de los intentos actuales-, tienen la
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ventaja de que permiten poner de relieve el componente del Espíritu en la divinidad de


Jesús: el Espíritu es el que hace llamar a Dios Padre (Rm 8, 15-17), el que hace amar a
los demás, el que hace aceptar la vida (Hb 9, 14), el instrumento de nuestra libertad (cfr.
2 Co 3, 17). La relación de ruptura-consumación entre humanidad y divinidad en Jesús,
aparece reflejada en la ambigüedad del término hombre: dice a la vez al hombre Jesús y
a Jesús Dios. Es la misma deliberada ambigüedad que se da en Pablo con el término
Pneuma.

Este intento de definir la divinidad de Jesús a partir de su misma humanidad quiere ser
fiel al empeño calcedónico por afirmar las naturalezas como dualidad y por mantener
dicha dualidad, paradójicamente, "inconfuse et indivise". Ese "hombre para los demás"
se halla también a la vez --indivise, pero inconfuse- en relación de dualidad respecto del
hombre simplemente.

CONCLUSIÓN

Podemos recoger ahora las insinuaciones sobre la secularización que, implícita o


explícitamente, han aparecido a lo largo de estas páginas. Con esta concepción cabe
decir que nos quedamos "con lo humano sólo". Pero es preciso matizar esa frase
añadiendo: nos quedamos con lo humano como desconocido. Y nos quedamos con lo
humano como gracia.

Si definimos la divinidad como la máxima perfección de la humanidad de Jesús, es


preciso insistir en que la humanidad es para nosotros precisamente lo desconocido. No
se trata, por tanto, de elaborar un dios a nuestra imagen y semejanza, una especie de
superhombre, para proyectar en él a un nivel heroico lo que conocemos y dictaminamos
de nosotros mismos. Si así fuera, ¿por qué Cristo y no otros "héroes"? Mas no es así,
sino que la revelación de Dios en Jesús es para nosotros la revelación de lo que es el
hombre, y la revelación de que precisamente porque el hombre está hecho "para ser más
de lo que es" (Ireneo) o supera infinitamente al hombre (Pascal), precisamente por eso
será siempre para nosotros el misterio nunca adecuadamente conocido y hacia el que la
fe nos obliga a abrir perspectivas siempre nuevas.

En segundo lugar, es preciso concebir lo humano como gracia. El núcleo de la


predicación cristiana ha sido que Dios ama al hombre más de lo que éste puede amarse
y desea darle más de lo que éste puede pretender. Para el hombre cristiano no existe -
como para el griego- una hybris consistente en traspasar las propias fronteras: la utopía
no es pecado, sino mandamiento. No hay, pues, una diferencia de grado entre el
humanismo cristiano y un humanismo ateo o agnóstico; pero sí hay una diferencia
cualitativa radical: la de la posibilidad imposible. Para el cristiano, el humanismo es
simplemente gracia y el hombre que lo recibe no es su prometeo, sino su obstáculo: más
apto para destruirlo que para crearlo. La secularización, por consiguiente, a la vez que
cristiana, será siempre ambigua: la misma ambigüedad que hay entre una afirmación
infinita de lo finito (la secularización dada por Dios) y una afirmación meramente finita
de lo finito (la autonomía que quiere darse el hombre en Gn 3).

La encarnación supone la "muerte del Dios" de la trascendencia en la realidad del


hombre, pero no significa su autodestrucción en ella. La afirmación de la persistencia
("indivise et inconfuse") de la naturaleza divina de Jesús sale al paso de un tipo de
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vaciamiento óntico que acabaría suponiendo, a la vez, la muerte del hombre. Pero la
kénosis tampoco es un simple escondimiento tras el velo de la realidad. Es en categorías
personalistas como debe ser expresada la kénosis: si "Dios es amor" y si el amor supone
renuncia, ocurre que en la misma kénosis óptica se da la presencia óptica (en Juan,
kénosis y exaltación coinciden paradójicamente: Jn 3, 13-14; 12, 32; etc). Ni Dios se
autodestruye (entonces no habría resurrección) ni deja de morir efectivamente en Jesús.
La muerte de Dios en la realidad consiste en soportarla hasta el fondo para
transformarla. Es Dios quien se aliena de sí mismo y constituye así el proyecto humano.
"Cuando Dios quiere ser no-Dios surge el hombre" (Rahner).

El hombre no debe buscar otra dimensión junto a la humana, sino otra forma de ser de
esa dimensió n humana. En la encarnación, es cierto, no se nos dio este mundo, sino el
futuro. Pero no se nos dio más que en éste. Dios no se nos dio en el hombre celestial de
que habla Pablo, sino en el hombre de esta tierra que lleva la carne de pecado. Pero el
que se nos dio en esa carne no era el hombre de esta tierra, sino el hombre celestial. Por
eso: ¡ay de la teología que opte por el terrenalismo y prefiera un futuro mundano a la
escatología! Pero, ¡ay de la que deje de buscar la escatología en otro lugar que en el
terrenalismo!

Condensó: CARLOS CASCALES

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