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Origen de la Eclesiología
Los primeros tratados De Ecclesia se remontan a fines del medioevo y se distinguen sobre todo
por el aspecto jurídico e institucional de la Iglesia. En la época moderna, ante la negación de esta
dimensión de la Iglesia por parte de los reformadores y sus seguidores, los teólogos católicos
concentraron también su atención en estos aspectos: la tendencia jurista presentaba a la Iglesia como
una sociedad con fines sobrenaturales pero con estructuras marcadamente visibles; como una persona
moral corporativa, un sujeto de derechos y privilegios representado por la jerarquía; y como una
institución mediadora de verdad y de gracia, contrapuesta a los hombres beneficiarios de tal mediación.
La atención se dirigía casi exclusivamente a las estructuras objetivas de la Iglesia y se tendía a
desarrollar el tema de la autoridad como elemento portador de la constitución social.
Situación de la Eclesiología
Actualmente, lo que hace más ardua y delicada la tarea del eclesiólogo (comunicar el mensaje
cristiano en la lengua de sus contemporáneos) es ubicarla en un horizonte cultural muy variado e
inestable: los pilares (el lenguaje, las costumbres, las estructuras socio-políticas, los valores) que
podían fungir como “gramática” para la formulación de las verdades cristianas, hoy son abiertamente
criticados y rechazados. Ante esta situación, decir toda la verdad sobre la realidad de la Iglesia de modo
inteligible, no es sólo cuestión de honestidad intelectual y de fidelidad a la palabra de Dios, sino
también de compromiso cultural: es una contribución a la renovación de la cultura y para la vida de la
sociedad.
El pecado oprime no sólo a las personas, también a la sociedad. Ésta tiene necesidad de ser
liberada, curada. Y para esto interviene la Iglesia. Ella es el sacramento de salvación, la levadura que
transforma toda la masa de la sociedad. Así como con el Bautismo el creyente es incorporado a Cristo y
es partícipe de su vida divina, también mediante la Iglesia la sociedad es incorporada en el cuerpo de
Cristo y es partícipe de la vida trinitaria.
El misterio de la Iglesia, sobre el que el teólogo está llamado a reflexionar, no es una realidad
abstracta ni de otros tiempos, sino una realidad concreta y actual, que está bajo su mirada y en su
corazón; es sacramento de salvación y cuerpo de Cristo, del que él mismo forma parte. La Iglesia es
aquel locus theologicus primordial, en el que el teólogo se encuentra inscrito por su cualidad de
cristiano, por gracia de Dios: un lugar vivo y vivificante, humano y divino al mismo tiempo, visible e
invisible, que se extiende desde la tierra presente hasta los cielos nuevos y la tierra nueva. Por eso el
teólogo no puede situarse fuera y por encima de la Iglesia, porque entonces la comprensión de su
1
misterio no sería ya una comprensión de la realidad viviente, mística y sobrenatural del cuerpo de
Cristo, no sería una comprensión “teológica” sino simplemente una explicación “laica”, filosófica o
histórica del puro hecho humano e histórico de la Iglesia.
2
La eclesiología histórica se divide de acuerdo al uso que se da a la palabra “Iglesia” y del
significado que se quiere dar. Si por Iglesia se entiende la humanidad convocada por Dios a una
especial participación en su vida divina, entonces toda la historia de la humanidad cae dentro del
horizonte de la eclesiología histórica. Así, se puede hablar de una triple alianza (y convocación) de
Dios con la humanidad(con los primeros padres, con Israel y con el nuevo Pueblo de Dios) y se puede
repartir la eclesiología histórica en tres grandes partes: la autocomprensión de los primeros padres en
sentido eclesial; la autocomprensión de Israel como pueblo elegido; la autocomprensión de los
discípulos de Cristo como nuevo Pueblo de Dios. Sin embargo, ya que solamente con el nuevo Pueblo
de Dios se tiene la actuación plena de aquel designio que Dios ha concebido para la humanidad, el
desarrollo de la autocomprensión que este pueblo ha tenido de sí mismo es lo que interesa más en la
eclesiología histórica. Se trata, además, de un acontecimiento que abraza ya dos milenios, en los cuales
se pueden distinguir varias fases: patrística, escolástica y moderna.
También la eclesiología sistemática tiene diferentes modos de dividirse. Clásica es la división que
articula la eclesiología en dos grandes partes: estudio de las notas y estudio de los miembros. Don
secciones pueden formar esta eclesiología: el estudio de la Iglesia en sí misma (naturaleza, orígenes,
personas, miembros, actividad, ministerios) y las relaciones de la Iglesia con los otros (otras Iglesias,
religiones, el mundo).
El método de la Eclesiología
La actualización de la teología se ha llevado a cabo con la renovación del método, de los
contenidos y del lenguaje en todos los campos. Una metodología que fuera puramente “desde abajo”
sería absolutamente incapaz de captar la verdad del misterio de la Iglesia: su origen, su mensaje, sus
sacramentos, ministerios, carismas, oficios mesiánicos, etc. no son el resultado de la genialidad y
actuación humana, ni producto de factores socio-económicos, sino más bien de la bondad y de la
misericordia de Dios; su origen es esencialmente “desde arriba”. Además, el análisis socio-político, por
sí solo, es inadecuado para el estudio y la comprensión de cualquier sociedad, la cual abraza muchas
otras dimensiones (simbólica, lingüística, ética, cultural, etc.); tal aplicación directa e inmediata al caso
de la Iglesia de parte del teólogo es inadmisible en cuanto que él no puede olvidar, en fuerza del Credo
ecclesiam sanctam, que se trata de una realidad social mínimamente semejante e infinitamente
desemejante de cualquier otra realidad social. Porque la Iglesia es un misterio (realidad visible e
invisible, humana y divina, terrena y eterna, histórica y escatológica, una y múltiple, santa pero que
acoge en su seno a pecadores) el método para estudiarla comprende varios momentos.
1º. Experiencial
Lo que está a la base de todo el estudio del teólogo es la propia experiencia de fe eclesial: la
Iglesia es donde tiene origen, se alimenta y desarrolla la fe del teólogo. Por eso, un verdadero teólogo
debe estar arraigado en el espíritu de la comunidad de fe; tiene que participar de los símbolos cristianos
y de su significado para la comunidad. Reconociendo que sólo a través de las expresiones de la fe de
los creyentes del pasado es posible actualmente llegar a ser cristiano, el teólogo, mediante la docilidad
al Espíritu Santo, estará en disposición de captar el significado que Dios quiere que se les dé a las
fórmulas mediante las cuales habló en el pasado el Espíritu. A través de la experiencia vivida de la
comunidad y sobre todo a través de su participación en su vida actual, el teólogo podrá tener cierta
familiaridad con el significado de los símbolos que no son accesibles a los que están fuera de la misma
comunidad.1
1
A. DULLES, La Iglesia, sacramento y fundamento de la fe, en AA. VV., Problemas y perspectivas de teología
fundamental, Salamanca 1982, 390-391.
3
Condiciones esenciales al teólogo para poder hacer experiencia de Iglesia son la humildad y la
gratitud: la humildad, porque confiesa no ser ni artífice ni fundador, ni creador ni dueño, ni
conquistador ni benefactor de la Iglesia; la gratitud, porque reconoce que estar en la Iglesia es una
gracia maravillosa, un don incomparable. No podemos hablar y disponer de la Iglesia como no
podemos hablar y disponer de Dios. La palabra y los sacramentos son recibidos por nosotros; no
estamos en capacidad de cambiarlos, acrecentarlos o disminuirlos.2 En la teología, la relación no es
entre sujeto y objeto sino entre dos interlocutores: el interlocutor del teólogo no es el interpelado sino el
interpelante. No somos nosotros los que fijamos las condiciones de la experiencia y de la
inteligibilidad, sino que más bien todo se convierte en don del Interlocutor: las normas, los principios,
las ideas y los mismos hechos son ofrecidos a nosotros en don por Dios, por Cristo, por la Iglesia.
Nosotros somos los que escuchamos: fides ex auditu. En teología es necesario pasar del interrogar a ser
interrogados, de exigir una respuesta a dar una respuesta.3 Estar abiertos y disponibles a la escucha del
Otro no es sólo una condición prudencial sino esencial de fidelidad a lo que ella quiere ser: fiel
intérprete de la Palabra de Dios. Se trata de condiciones esenciales para hacer experiencia de Dios, de
Cristo y de la Iglesia.
2º. Hermenéutico
La hermenéutica es la forma general de todo conocimiento humano, que no es ni representativo
ni creativo sino interpretativo. Todo nuestro conocer y todo documento de nuestro conocer y de nuestro
hacer es interpretación, una interpretación dictada por las solicitaciones y necesidades del momento y
condicionada por el ambiente cultural en el que vivimos. Nosotros, intérpretes de la realidad, colocados
en un determinado momento de la historia, trabajamos junto a otros intérpretes del pasado y del
presente. La Iglesia es una realidad histórica, vinculada esencialmente a ciertos personajes,
acontecimientos y documentos que han existido desde hace muchos siglos y que, por tanto, no son
observables directamente a través de una experiencia personal inmediata sino sólo a través de un
estudio cuidadoso de la larga tradición que los ha transmitido hasta nosotros. Por eso, la hermenéutica,
en nuestro caso, es el estudio de toda la tradición eclesiológica, especialmente de aquella originaria, la
cual tiene valor normativo para todas las tradiciones sucesivas. Esto significa que la aplicación de la
hermenéutica al estudio de la Iglesia no se fija tanto en colocar las varias definiciones dogmáticas en
torno a la realidad eclesial en su horizonte histórico y cultural, sino más bien en descubrir desde sus
inicios esta misma realidad y seguirla gradualmente en todas las fases principales de su desarrollo: sólo
la historia puede decirnos cuál es efectivamente el misterio de la Iglesia y cuáles han sido los diferentes
mecanismos y condicionamientos que han dado lugar a las diferentes autocomprensiones que han
madurado a través de los siglos, y también las diferentes eclesiologías.
3º. Fenomenológico
La fenomenología nos ayuda para remover del objeto de nuestro estudio (la Iglesia) todos los
prejuicios que la circundan y para recoger las mejores informaciones, sea con la luz de la fe o con la luz
de la razón, considerándola en todas sus dimensiones y sin dejarnos llevar por la tentación de
identificar su esencia con una dimensión particular. Parte del momento fenomenológico es el estudio
que se puede realizar con las ciencias humanas (análisis socio-político, antropología cultural, psicología
de grupo, etc.). Se trata de análisis concretos que tocan a la comunidad eclesial de un determinado lugar
y en un momento histórico particular y que pueden ayudar para la comprensión de la Iglesia universal,
pero que son importantes y necesarios sobre todo para el conocimiento de las Iglesias locales, sus
exigencias y sus tareas.
2
H.U. VON BALTHASAR, Il complesso anti romano, Milano 1974, 24.
3
Cf. J. MOLTMANN, Il Dio crocifisso, Brescia 1973, 125.
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4º. Filosófico
La filosofía nos ayuda a profundizar en los misterios de la salvación. La analogia entis consiste
esencialmente en la elaboración de una “gramática del Trascendente” mediante el estudio racional de la
realidad (del hombre, del mundo, del ser). Para hacer una auténtica eclesiología (una profundización en
le misterio de la Iglesia) se requiere una gramática conceptual apta para expresar todo lo que
estructuralmente pertenece de modo necesario a aquella singular comunidad que está constituida por
aquellos que se encuentran unidos en la fe en Cristo.
Al parecer, la gramática conceptual más apropiada para el estudio de la Iglesia es provista por la
sociología cultural, aquella parte de la sociología que estudia el alma de la sociedad (la cultura).
Esencialmente, cada grupo social que nace a la dignidad de pueblo o nación, está constituido por un
cuerpo (los miembros) y de un alma (su cultura). Así como el alma del individuo, también el alma del
grupo (la cultura) posee varias facultades, entre las que sobresalen el lenguaje (facultad simbólica), las
costumbres (facultad ética), las instituciones (facultad política) y los valores (facultad axiológica). Con
estas facultades cada sociedad desarrolla toda una serie de productos culturales: literatura, ciencia,
filosofía, arte, religión, derecho, moral, economía, etc.
5º. Teológico
El momento propiamente teológico es el de la profundización del misterio de la Iglesia, haciendo
fructificar todo cuanto emerge de la experiencia eclesial y de la investigación hermenéutica y haciendo
uso de la analogia entis. Ésta es dada por la gramática conceptual de la sociología cultural. Aquí, el
misterio de la Iglesia es asumido como principio arquitectónico del discurso teológico, como verdad de
fe primaria y principal que busca ser comprendida más plenamente. Es el momento del método “desde
arriba” de la analogia fidei. Para acertar y certificar el misterio de la Iglesia se recurre exclusivamente a
los canales de la fe que son tres: la SE, la enseñanza de los Padres y Doctores de la Iglesia y el
Magisterio eclesiástico. La eclesiología propiamente teológica supone siempre una teología de la
Palabra de Dios y se basa necesariamente sobre la conciencia que la Iglesia ha madurado de sí misma
en la fe, sobre todo a través de la reflexión de los Padres y de los Doctores y en las definiciones del
Magisterio.
6º. Dialógico
El personalismo o pensamiento dialógico, pone en el centro de la investigación filosófica a la
persona y la concibe como un ser dialogante, comunicativo, social y político, esencialmente referido al
Tú, al otro (cf. Maritain, Mühlen, von Balthasar). El Papa Pablo VI consagró solemnemente el método
dialógico en la reflexión eclesiológica y en la acción eclesial (cf. Enc. Ecclesiam suam, 6 de agosto de
1964, cap. III). Practicante del método dialógico, el teólogo, en su estudio de la Iglesia no debe
representarla como una realidad cerrada en sí misma; más bien debe verla continuamente en relación
dialógica ante todo con Cristo, que es su cabeza, y con la Trinidad, de la cual es templo, y después con
el mundo, para el cual ha sido constituida signo y sacramento de salvación. El eclesiólogo debe ser
sensible y atento a todas las voces que vienen del mundo, para asumir su lenguaje en la medida de lo
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posible y para dar las respuestas pertinentes a sus instancias, a sus problemas. “Desde fuera no se salva
al mundo”…Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus
pastores, padres y maestros” (ES III).
Acerca del método teológico, los momentos experiencial, filosófico y dialógico forman parte de
la fase teológica y son los hilos con lo que hace su trama el momento teológico.
Hay algunos presupuestos que deben ser tomados en cuenta por el teólogo para poder trazar una
teología sistemática del misterio de la Iglesia.
1. LA IGLESIA, MISTERIO DE FE
Siendo la Iglesia un misterio de fe, tenemos acceso a ella sólo cuando la aceptamos por la fe
(Credo Ecclesiam). Allí se logran superar los aspectos dialécticos implicados en su realidad mistérica, y
se llega a descubrir la unidad íntima de su misterio, en el que subsisten elementos que desde fuera
pueden parecer incompatibles. Esta convergencia e intercambio de elementos doctrinales y existenciales
influye en la configuración y actuación históricas de la Iglesia.
El Credo Ecclesiam como punto de partida ha ayudado a liberar a la eclesiología del monopolio de
los elementos jurídicos e institucionales de la Iglesia y a centrar la atención del teólogo en la
contemplación de la naturaleza mistérica de la Iglesia dentro del misterio total de la economía de la
salvación, o sea, en su perspectiva trinitaria y en su verdadero enfoque teológico. El dar al misterio de la
Iglesia la prioridad teórica y práctica exigida por el método teológico, no es ignorar o desvalorizar la
realidad social y visible de la Iglesia, pues ésta vive encarnada en el mundo, tiene su historia y actúa en
le tiempo. Por eso, el acceso al misterio eclesial no excluye ninguna dimensión, ya que ambas son
constitutivas de su realidad mistérica.
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Sobre la metodología eclesiológica pueden consultarse: CONGAR Y., La fe y la teología; FLICK M. – ALSZEGHY Z.,
¿Cómo se hace teología?
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El punto de arranque de la eclesiología puede ser: de fuera hacia dentro, de su realidad social al
misterio de vida sobrenatural que manifiesta y comunica; o de dentro hacia fuera, de su realidad
mistérica a la configuración histórica.
Partiendo del Credo Ecclesiam, la teología sobre la Iglesia ha recurrido siempre a la analogía con
el misterio del Verbo encarnado, en el cual lo humano y lo divino, permaneciendo intrínsecamente
unidos, se distinguen mutuamente, sin que pueda uno existir separado del otro. La aceptación por la fe
de la realidad divina y humana de la Iglesia, de este don de salvación que nos llega de lo alto y al mismo
tiempo consta de hombres necesitados de misericordia y de perdón, es el primer presupuesto de la
eclesiología.
El acto de fe en el misterio de la Iglesia implica aceptarla como ella es, como unidad dialéctica de
todos sus elementos humanos y divinos, terrestres y celestes, temporales y eternos. En la unidad de su
misterio, la Iglesia es el sacramento e instrumento de la gracia redentora y victoriosa de Cristo. Esta
unidad dialéctica es una implicación del kairós salvífico inaugurado con la encarnación del Hijo,
sacramento del Padre e instrumento eficaz de su amor al hombre.
La unidad de aspectos tan diversos presupone garantizar el principio de unidad (que supere toda
forma de dualismo) y el principio de distinción (que acepte las tensiones propias) en tres contextos: en la
relación entre el orden de la creación (naturaleza) y el orden de la redención (gracia); entre la historia
general y particular de salvación; entre el Reino de Dios (que trasciende la historia como don de Dios) y
el Reino de Dios que se va edificando dentro de esta misma historia. El principio de unidad en la
interpretación del misterio de la Iglesia y de su estructura teándrica deriva de la unidad del orden de la
creación y del orden de la redención, garantizando al mismo tiempo su distinción.
El dualismo tiende a sobrevalorar un aspecto de la realidad de la Iglesia con menoscabo del otro.
Las tendencias espiritualistas en la Iglesia buscan preservar la Iglesia y su mensaje salvífico de toda
posible contaminación; las tendencias encarnacionistas están dirigidas a penetrar cada vez más en el
mundo y a abrirse a un diálogo indiscriminado con él. Una posición de equilibrio no relativiza la
institución visible y social de la Iglesia ni busca refugio en diversas formas de espiritualismos o
mesianismos; tampoco acentúa extremamente el aparato institucional de la Iglesia, ahogando así los
impulsos de gracia que el Espíritu Santo infunde constantemente en ella.
Si la Iglesia es misterio de fe y sólo se accede a ella por el acto de fe, entonces la Iglesia es al
mismo tiempo objeto y sujeto de fe. Por eso, la tradición cristiana introdujo el Credo Ecclesiam en los
símbolos y fórmulas de fe enseguida de los artículos de fe en Dios uno y trino, pero la tradición de los
símbolos prefirió siempre la fórmula credere Ecclesiam a la de credere in Ecclesiam. La Iglesia es
objeto de fe en cuanto que proclamamos nuestra fe en Dios uno y trino, que manifiesta y ejerce su
acción salvífica a través de la Iglesia. Nuestra fe se dirige a Dios, en cuanto que Él está presente y activo
en su Iglesia mediante el Espíritu de Cristo. Nuestro Credo Ecclesiam se dirige también a la Iglesia, en
cuanto ésta es el Cuerpo del Señor, el sacramento de salvación, es decir, signo y garantía de un Dios que
se comunica a los hombres.
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Siendo la Iglesia objeto de nuestra fe, es necesario marcar la diferencia entre el acto de fe en Dios
y el credo Ecclesiam. Al creer el hombre en Dios uno y trino, se orienta en lo más íntimo de su ser
personal hacia Él, se fía de Él y se entrega a Él sin reservas. Al pronunciar el Credo Ecclesiam,
profesamos nuestra fe en Dios uno y trino, presente y operante en su Iglesia. Nada más natural que
usemos la expresión creer la Iglesia y, en cambio, reservemos el creer en para designar la fe
específicamente cristiana y salvífica. Se trata de un problema teológico, no lingüístico.
Así como se da un Credo Ecclesiam del creyente, por medio del cual éste profesa su fe en la
Iglesia, también se puede hablar de un Credo Ecclesiam de la comunidad entera en cuanto congregatio
fidelium o sujeto colectivo de la fe. La Iglesia tiene su origen en la autocomunicación de Dios en Cristo
y en el Espíritu, y esta donación divina se perpetúa en y a través de la comunidad creyente. El
destinatario primero de esta comunicación escatológica de Dios hecha en Cristo es la comunidad,
mientras que el individuo participa del mensaje de salvación a través de aquélla.
Ser la Iglesia sujeto de fe equivale a afirmar que en su ser íntimo es una realidad de arriba. No es
el resultado de iniciativas de los hombres, más bien sus miembros se han congregado respondiendo en lo
más íntimo de su ser a una elección y vocación de Dios y aceptando libremente por la fe esta llamada
divina a creer en la acción salvífica del Dios uno y trino, operante en y a través de su Iglesia. Vemos lo
institucional de la Iglesia, pero creemos su realidad invisible, la vida divina en los hombres, en cuanto
comunidad de creyentes.
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personal una clara expresión histórico-salvífica” (O. Semmelroth). Esta índole comunitaria de la fe del
creyente en la Iglesia no implica una infraestima o negación de su carácter personal. El creyente realiza
su fe del modo más profundo y personal en la medida en que revitaliza sus vínculos de comunión con
los otros creyentes, y viceversa; debe vivir cada vez mejor las exigencias comunitarias de su fe, sin
abandonar los valores personales de la decisión; y conservar una prudente distancia de la fe de la
comunidad para poder reconocer en cada situación posibles elementos deformes y hasta negativos en la
fe de la Iglesia.
En la koinonia de la Iglesia, sujeto de fe, está el fundamento último de la igualdad que une a todos
los creyentes. No es creación de los hombres sino un don de lo alto. El momento de mayor fuerza
creadora de koinônia eclesial y de igualdad en su dimensión vertical con el Padre por Cristo en el
Espíritu, y en su dimensión horizontal de los creyentes entre sí, es una única fe (Efe 4,6) en Cristo, el
único Señor (Efe 1,5) y Mediador (1Tim 2,5-7), que nos lleva al Padre. Esta igualdad de los creyentes
implica un intercambio enriquecedor de gracias entre el individuo y la comunidad.
Consiste en optar y dar prioridad a los datos revelados, aceptando los aspectos sociológicos,
también esenciales a la realidad mistérica de la Iglesia (cf. LG 8; GS 40). Desde allí deben interpretarse
las estructuras, formas y funciones que la sociología descubre en la Iglesia como realidad a la vez
trascendente y encarnada en el mundo (cf. GS 42).
El enfoque estrictamente teológico evita las soluciones monistas tanto de signo escatológico como
de signo encarnacionista. Por una parte, la Iglesia, en su naturaleza y misión, es realidad escatológica e
inmanente al mundo y a la historia de los hombres; no es una realidad colateral o superpuesta sobre
nuestra vida de habitantes de este mundo. El misterio de comunión con el Padre en Cristo y entre sí lo
vive el cristiano en este mundo y no al margen de él. Por otra parte, la misión de la Iglesia de dialogar
con el mundo y de hacerse solidaria con el hombre y sus problemas hoy, no debe arrastrarla a encarnarse
indiscriminadamente, pues esto neutralizaría el impacto de su mensaje escatológico y acabaría siendo
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absorbida por las realidades terrestres. La solución no es entre inmanencia o trascendencia,
encarnacionismo o escatologismo, ciudad terrestre o celeste. Mientras en el misterio del Verbo
encarnado estos dos polos hallan una síntesis perfecta, en la Iglesia, en cambio, perdura la tensión
bipolar de fuerzas por todo su peregrinaje terrestre hasta su consumación definitiva en la parusía del
Señor. En este sentido, los términos evangélicos de la sal, el fermento y la ciudad sobre el monte
parecen más expresivas para designar la función específica de la Iglesia, llamada a penetrar cada vez
más en el mundo y, al mismo tiempo, ser menos del mundo. La Iglesia es el fermento y la sal que
transforman el mundo desde dentro, sin identificarse ni ser absorbida por él. Esta transformación del
mundo es siempre la meta de toda actividad de la Iglesia.
La Iglesia no es el cristianismo: está constituida por personas y no por doctrinas, personas que
profesan doctrinas y que gracias a tal profesión se distinguen de otros grupos sociales. Pero cuando
hablamos de Iglesia intentamos referirnos sobre todo a las personas que acogen y practican la doctrina
de Jesús. La Iglesia no es la religión cristiana, porque la religión es esencialmente un conjunto de
doctrinas y de ritos y no de personas.
2.2 La “Qahal-Yahveh”
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El origen del uso cristiano de Ekklêsia está en el uso de la tradición griega del AT llamada “Los
Setenta”. La fuente sacerdotal y los escritos postexílicos designan ordinariamente la comunidad de Israel
con el vocablo ‘eda’, recurriendo a veces al término deuteronomístico qahal. Éste pone de relieve el
aspecto activo del reunirse de la asamblea, mientras que aquél realza el aspecto pasivo de asamblea
convocada con un matiz jurídico y cultual.
La traducción griega del AT optó por traducir ‘eda por synagôgê, y qahal por Ekklêsia. Entre los
israelitas, el término qahal significa el momento religioso de constituir el pueblo de Yahveh, fundado en
una elección gratuita del Señor y sancionado por Dios y por el pueblo en el pacto de la Alianza. Se trata
siempre de una asamblea de la comunidad de Yahveh esencialmente religiosa.
La fuente deuteronomística recurre a este significado de qahal, sea para designar al pueblo de
Israel reunido en el monte Horeb o Sinaí, en presencia de Yahveh, en momento tan solemne como era el
de la ratificación de la Alianza (cf. Dt 4,10; 9,10; 18,16), sea significando la totalidad de la comunidad
israelita convocada para oír el cántico de Moisés (cf. Dt 31,30), sea también para designar la asamblea
de todo Israel una vez ya establecido en la tierra prometida (cf. Jos 9,2). Otros textos recurren también al
término qahal para significar la asamblea de Israel reunida en celebración cultual, tanto en tiempo de la
monarquía como después del exilio (cf. 1Cro 28,8; Neh 8,2).
En la tradición del AT, tres elementos constituyen la realidad de la Ekklêsia: el acto de reunirse; la
asamblea convocada; la comunidad israelita que, en cuanto pueblo de Yahveh, especifica la existencia
misma de Israel.
a) En el mundo grecorromano sólo los hombres que gozaban del derecho de voto se consideraban
pertenecientes a la ekklêsia; a la qahal Yahveh tenían acceso hombres, mujeres y niños.
b) La Ekklêsia entre los griegos se refería sobre todo a la asamblea circunscrita a la polis, dotada por
una constitución estatal de una cierta autonomía. Entre los judíos, la Qahal abrazaba a todos los
miembros de un único Israel disperso por todo el país.
c) La Ekklêsia de los griegos era una institución de origen profano que daba al elemento religioso un
puesto marginal, derivado de antiguas tradiciones mitológicas. La Qahal del AT estaba vinculada
con el origen y la existencia de Israel en cuanto pueblo de Yahveh, basada en la elección gratuita de
parte de Dios, que funda la exigencia a vivir una vida digna de la Qahal de Yahveh.
d) Entre los griegos, la Ekklêsia se convocaba para deliberar sobre los problemas de la vida de la polis
y decidir con su voto una determinada solución a los problemas discutidos. Luego, su decisión venía
sancionada en un segundo momento por la divinidad protectora de la polis, que daba a la decisión un
cierto carácter sagrado. Entre los israelitas, se trataba de la asamblea de todo el pueblo de Yahveh,
que se reunía a escuchar la palabra de Dios. La asamblea de Israel reunida sobre el Horeb para
ratificar el pacto de la Alianza constituyó el modelo de todas las otras asambleas a lo largo del AT
(cf. la Qahal del pequeño resto: Esd 10; Neh 8,13).
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tiempo de los padres ratificada en una nueva alianza que supera el pacto sinaítico (cf. Ez 36,23-27; Jr
31,31-34).
El rebajamiento más profundo de la Qahal Yahvé consistió en que, siendo el pueblo elegido y
mimado por Dios, se encuentre ahora no sólo esclavizado por señores paganos, sino, sobre todo, por
dioses extraños (cf. Jr 5,19; 16,13; Dt 28,64). Ezequiel descubre en este castigo la reivindicación y
manifestación de la gloria del Dios de Israel (Ez 12,15). El Señor, sin embargo, hará que un pequeño
resto salga libre de este juicio severo. Para rehabilitar la gloria de su nombre, Yahvé reunirá a su pueblo
disperso y manifestará de nuevo su gloria (Ez 26,22; cf. 36,20.24).
Esta restauración de la Qahal escatológica mediante la convocación de los hijos de Israel dispersos
en la diáspora es presentada por Jeremías y Ezequiel como otro gran evento salvífico de la omnipotencia
del Señor y, en concreto, como un segundo éxodo. El vástago de David abrirá con esto una nueva época
de salvación nueva, la de los tiempos mesiánicos, que son expresados por el profeta en clave de una
nueva liberación del yugo de la esclavitud egipcia (Jr 23,7; Ez 20,9.14.22.41), con la que el Señor
muestra su fidelidad a sus promesas (Ez 20,42; 16,60).
Esta Qahal Yahvé se basa en la renovación espiritual de su ser, y es descrita por Jeremías y
Ezequiel con la categoría de una alianza nueva y eterna a establecer con la casa de Israel y de Judá,
unidas otra vez en la realidad espiritual y aun empírica del único pueblo de Yahvé (Jr,31,31-34). Se basa
en un pacto nuevo que supera al antiguo por su permanencia ininterrumpida (cf. Is 55,3; 59,21; 61,8; Ez
16,60; 37,26) y por la transformación interior realizada por el Señor en sus miembros (Ez 36,26-28;
16,60-63) con dones que evocan el comienzo de los tiempos mesiánicos (Jr 31,33-34). Ambas profecías
desembocan en el binomio yo seré su Dios – ellos serán mi pueblo.
Esta acción salvífica de recoger el resto del rebaño de todas las tierras en que vive disperso, se la
atribuye Yahvé a sí mismo en calidad de Pastor (cf. Jr 23,3). La imagen adquiere relieve especial en el
contexto mesiánico (cf. Ez 11,17; 28,25; 34; Is 40,11), cuando el Señor haga suscitar a David un vástago
justo, que será el Pastor único (Ez 37,23), es decir, auténtico y descendiente de David, y apacentará a las
ovejas de la Qahal mesiánica y les servirá de pastor fiel, en posición a los muchos perversos pastores
preexílicos (cf. Ez 34,22-23).
Estrechamente unido con la convocación de la Qahal está el tema de la peregrinación a Sión, para
celebrar en presencia de Yahvé esta segunda liberación de la esclavitud y renovar la alianza y
constituirse así en una enseña viva de la gloria del Señor ante las naciones (cf. Is 11,9-12). La Qahal
Yahvé adquiere aquí un carácter marcadamente cultual.
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Estas tendencias centrípetas no quedan circunscritas a la Qahal Yahvé, considerada en su realidad
nacional y en sus límites visibles. Para Isaías, Sión–Montaña de Yahvé y Jerusalén–Ciudad Santa, son el
centro de la historia de su pueblo y de todas las naciones (cf. Jr 3,14-18; 14,21). Desde esta morada de
Dios se irradiará la palabra y la doctrina divinas, que manifestarán al mundo su voluntad (Is 2,2-4).
Este horizonte de universalismo mesiánico de salvación logra una expresión más marcada en el
Deutero–Isaías (Is 43,5-9), donde probablemente el tema de la congregación de Israel se entrecruza con
el de convocación y reunión de todas las naciones (Is 45,20-25). Pero es en Is 56,7-8 donde el tema de la
convocación de los extranjeros implica una invitación a participar de los bienes mesiánicos en
fraternidad con los hijos de Israel.
En una perspectiva claramente escatológica, el profeta habla una vez más de la congregación de
todas las naciones para servir a Yahvé y ser testigos de su gloria (Is 66,18). Zacarías invita a los
desterrados en Babilonia a volver a la patria y congregarse en la ciudad, y no duda de la presencia de
Yahvé en Jerusalén (Zac 2,10-12), y contempla el triunfo de la futura Jerusalén, habitada no sólo por los
hijos de Israel, sino por otros convertidos al yahvismo (Zac 12,1-14).
1º. En la reflexión teológica de Israel, después del exilio, se entrecruzan las diversas dimensiones de la
Ekklêsia del AT, a saber, su significado universal y local, su dimensión empírica e ideal, su perspectiva
pasada, presente y futura. En el período del exilio y de la diáspora, aún con la aparición de las
comunidades locales, permanece viva la idea de la grande comunidad de Israel. Este significado de la
única Qahal de Yahvé no se reduce a una añoranza del pasado o a una pura esperanza escatológica. Se
trata más bien de una realidad que está realizándose en el presente y en una situación histórica
determinada. La reflexión teológica postexílica atribuyó ciertos matices ideales a la imagen
deuteronomista del Israel nómada y concibió a veces la Qahal escatológica aprisionada en un marco
intramundano.
2º. El griego profano hizo suyo el término Ekklêsia para designar la asamblea política de ciudadanos de
un pueblo o ciudad; el griego de la diáspora reservó el vocablo synagôgê para indicar la comunidad
religiosa judaica y el lugar mismo de la asamblea local. Esto influyó para que la Iglesia del NT
recurriera la término Ekklêsia a fin de expresar la conciencia que tenía de sí misma, de ser la verdadera
Qahal Yahvé, el verdadero pueblo de Dios de los últimos tiempos en su dimensión universal y en sus
realizaciones locales, distinguiéndose así de la sinagôgê hebraica.
3º. La reflexión teológica postexílica concibió la Qahal Yahvé como una comunidad religiosa y no
nacional. Después del hundimiento político de Israel, prevaleció un significado religioso de la Qahal,
como el de la etapa de la formación del pueblo en su vida nómada, antes de tomar posesión de su país y
privado todavía de la organización estatal y de un templo que fuera el centro de su vida en cuanto
comunidad esencialmente cultual y religiosa.
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proyectar su reflexión teológica hacia el Israel del desierto, descubriendo en el pueblo peregrinante el
tipo ideal de la Ekklêsia (cf. Dt 9,10; 10,4; 18,16).
5º. Entre estas formas de aparición de la Qahal Yahveh, la asamblea del pueblo de Dios en el Sinaí se
presenta como la imagen originaria de la Ekklêsia isarelítica.
6º. En el AT se habla por vez primera de Israel como la ‘eda entera de israelitas en un nexo directo con
la celebración de la pascua originaria antes de la liberación de la esclavitud de Egipto. Entonces, Israel
comenzó a ser la comunidad de Yahvé no en su asamblea sinaítica, sino en la primera pascua, celebrada
en ambiente familiar y con dimensión del Israel total (cf. Ex 12,3.6.19.47).
7º. Otra forma de aparición de la comunidad israelítica fue la asamblea de Israel en el momento solemne
de la erección del templo sobre el monte Sión (cf. 1Re 8,14.22.25).
8º. En el postexilio, una nueva forma de existencia de la Qahal está marcada por el surgimiento del
judaísmo como religión profesada por los hijos dispersos de Israel. Una pequeña grey de éstos, que ha
tenido la suerte de volver a su tierra, se reúne en asamblea para celebrar, en espíritu de fiesta general
para todos los miembros de la comunidad, la proclamación de la ley de Esdras, y para comprometerse a
observar así como la Qahal-Yahvé aceptó en la asamblea del Sinaí el compromiso de la Torah..
9º. En este período hay realizaciones de asamblea de carácter local impuestos por la situación de
diáspora. Ante la imposibilidad de personificarse en Jerusalén y en el templo como centro de reunión de
todos los hijos de Israel, los dispersos permanecen fieles al vínculo de su pertenencia a Israel y, por
tanto, a la comunidad del templo, reuniéndose en asambleas locales o synagogales, y en otras células
eclesiales más reducidas, como por ejemplo en casa de un profeta u otro miembro destacado de la
comunidad local, para celebraciones cultuales de oración comunitaria, de escuchar la palabra de Yahvé
en la Escritura y de ofrenda de sacrificios (Sal 22,23.26).
10º. Un signo de continuidad entre estos momentos de la Ekklêsia del AT y las formas de aparición de la
Ekklêsia de Cristo nos lo ofrece la comunidad de Qumram, que ha dejado testimonios de la conciencia
que tuvo de constituir la asamblea de Dios y, por tanto, la comunidad de los últimos tiempos, que,
establecida por el Maestro de justicia y por su fe en él, recoge el resto fiel a las promesas de Dios y a su
ley.
1º. Indica la asamblea cristiana in actu, es decir, reunida para un servicio litúrgico, la escucha de la
palabra de Dios, la celebración de la eucaristía (cf. 1Cor 11,18; 14,4-35), la reunión de los cristianos en
una casa para un acto litúrgico (1Cor 16,19; Rm 16,5; Flm 2).
2º. Designa a los cristianos residentes en una ciudad u otra unidad territorial determinada. Pero la
dimensión litúrgica constituye uno de los factores vitales más determinantes (cf. Hech 5,11; 8,1;
11,22.26¸12,1.5; 15,22; 20,28; 1Tes 1,1, 2,14; 1Tes 1,4; Gál 1,2.22; 1Cor 1,2; 2Cor 1,1; Rm 16,1; Flp
4,15; Col 4,16; Ap 1,4; 2,23; 22,16).
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3º. En sentido universal, abraza a todos los fieles de esta nueva comunidad mesiánica de salvación,
a todo el nuevo pueblo de Dios disperso por el mundo (Hech 8,3; 9,31; 1Cor 12,28; 15,9; Flp 3,6; Col
1,18.24; Efe 1,22; 3,10.21; 5,23-32; 1Tim 3,15).
Con el crecimiento sorprendentemente rápido (Hech 2,41-47; 4,4; 5,14; 6,7) de la comunidad de
Jerusalén y con la proclamación del mensaje cristiano más allá de los muros de Jerusalén y de las
fronteras mismas de Israel entre los gentiles (Hech 9,31-32; 11,19-30) empiezan a actuar en la Iglesia de
Cristo dos tipos de fuerzas: unas tienden a desvincularla progresivamente del centro de Jerusalén,
abriéndola a horizontes más universales; otras (la comunión con la Iglesia madre, la Didajé de los
Apóstoles, la dirección apostólica de las nuevas comunidades) hacen que la Iglesia, sin perder su
dimensión unitaria, se inserte en la vida de las comunidades locales, asimilando sus tradiciones y
legítimas diferencias.
Con la proliferación de las comunidades locales, y con la aceptación de sus diversas tradiciones y
diferenciaciones, el vocablo Ekklêsia pasa a designar la comunidad local residente en un lugar
determinado. Esta acepción implica una vinculación ineludible de la Ekklêsia con el lugar, es decir, con
los componentes concretos que constituyen la localidad de la comunidad eclesial residente en ese lugar y
con las demás comunidades locales, a base de las cuales se realiza la única Ekklêsia de Cristo. La idea
de esta Ekklêsia en su dimensión universal, es decir, como nuevo Pueblo de Dios que ha venido con
Cristo a ocupar el puesto del antiguo Israel, está presente en la acepción local de la Ekklêsia; el Israel de
la Nueva Alianza se actualiza con su misma naturaleza en cada Ekklêsia local.
Teniendo esta comunidad a Cristo por cabeza, ¿por qué el término Ekklêsia va unido al genitivo
tou Theou? (cf. 1Tes 2,14; 2Tes 1,4; 1Cor 1,1; 10,32; 11,16.22). En Rm 16,16, san Pablo habla de la
Iglesia de Cristo o sus equivalentes (cf. 1Tes 1,1; 2Tes 1,1) y habla de Iglesia de Dios en Jesucristo (cf.
2Tes 2,14), siendo ésta el cuerpo de Cristo. Este dato tiene una única explicación: Pablo (y la comunidad
cristiana primitiva, cuyo uso lingüístico él sigue) no ha formado él mismo esta denominación Ekklêsia
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tou Theou, sino que la ha recibido del judaísmo pero con un nuevo sentido: es el nuevo pueblo de Dios
instituido por Cristo y congregado en torno a Cristo. Lo nuevo de la comunidad cristiana está en que ella
no es solamente la Ekklêsia tou Theou, sino al mismo tiempo la Ekklêsia tou Christou. Al echar mano la
comunidad cristiana de este término Ekklêsia para designar su ser eclesial, proclama al mismo tiempo
que en cuanto Ekklêsia de Cristo, es continuación y superación del pueblo de Dios del AT, abierta sin
discriminación a todos los creyentes en Cristo.
Pablo designa a la Iglesia de Cristo con la expresión «Israel de Dios», radicada en el AT (Gál
6,16), contraponiendo al Israel según la carne (1Cor 10,8) la comunidad mesiánica de creyentes en
Cristo (Gál 3,29; Rm 9,6-8). El fundamento de esta trasposición está en la elección y vocación de los
israelitas en sus padres, y en la liberación del pueblo de Israel de su esclavitud de Egipto. Jacob y sus
descendientes (Gn 32,29) unieron siempre a este nombre la promesa divina de su elección y de su
destino salvífico como pueblo de Dios entre los demás pueblos de la tierra.
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La comunidad cristiana primitiva se dio a sí misma la expresión «Pueblo de Dios» porque tenía
conciencia de constituir el pueblo de Dios heredero de las promesas escatológicas, y porque ella se
consideró prefigurada en el Israel de la Antigua Alianza y vio en sí cumplidas las promesas mesiánicas.
Al considerarse la Iglesia como verdadero Israel, comunidad mesiánica abierta a judíos y gentiles, no se
colocó en una línea de continuidad directa del pueblo judío meramente empírico e histórico, sino del
pueblo de Dios del AT.
La tesis teológica de Mt está centrada en el tema de la relación viejo Israel y verdadero Israel: con
la reprobación de Israel viene a la existencia del verdadero Israel, abierto a judíos y gentiles, a quien
será entregado el Reino de Dios para que dé fruto abundante. En torno al término laos encontramos
trazada toda una teología de la “historia salutis”. El tema central es la creación del Israel espiritual o la
comunidad mesiánica de los tiempos escatológicos, equipada del don del Espíritu del Señor resucitado,
que sucede al viejo Israel, obstinado en su incredulidad frente al Mesías. Las personas, los
acontecimientos, las instituciones del AT son prefiguraciones que anuncian y, en cierto modo, orientan
hacia las cosas del NT como una preparación y un anuncio aún encubierto.
Otra expresión que los cristianos de la comunidad primitiva se dieron a sí mismos para manifestar
que constituían el verdadero Israel, fue el término «los santos» (Hech 9,13; 26,10; Rm 15,25-26.31;
1Cor 16,1; 2Cor 8,4). El término se aplica después a otras comunidades locales en estrecha comunión
con la Iglesia madre (Hech 9,31.41). Pablo designa con él prevalentemente a los cristianos de origen
gentil (1Cor 1,2; Rm 1,7; Flp 1,1; Col 1,2; Ef 1,1). El término es aplicado también a todos los creyentes
en Cristo, superando todas las fronteras locales (1Cor 6,1-2; Rm 8,27; 16,2; Efe 1,15; 5,3; 6,18; Col
3,12). El pueblo de Israel habían recibido esta misma denominación sobre el fundamento de una
santidad óntica (pueblo elegido por Dios) y con el imperativo de traducirla en una santidad ética en
todos los aspectos de su vida (Ex 19,4-5; Nm 16,3-4; Dt 33,3). Los profetas garantizan la continuidad de
este término en la historia de la salvación, traspasándolos del Israel empírico al nuevo Israel
escatológico (Am 3,12; Os 2,20,23; Is 4,2-4; 6,13; Dn 7,18-22).
La denominación «Israel espiritual» es aplicada a la Iglesia sólo en los escritos paulinos. En Gál
6,16 se trata del bautismo como sacramento de incorporación a la Iglesia, que es el Israel de Dios, en el
cual ha hallado cumplimiento el Israel empírico de los padres. En Rm 91,13 afirma Pablo que la
descendencia carnal de Abraham no basta para ser hijo del patriarca ni para pertenecer al Israel
espiritual. La fe de Abraham es la que hace hijos de Dios y miembros del pueblo de las promesas
divinas. El Israel infiel es el Israel según la carne, al cual se contrapone la Ekklêsia tou Theou o el Israel
kata pneuma, comunidad de creyentes en Cristo compuesta de judíos y gentiles (1Cor 10,8).
El término laos es empleado en el NT 140 veces, más de la mitad en los escritos lucanos. En unos
textos designa al pueblo de Israel en su realidad histórico-salvífica del pasado (Lc 2,32; Hech 4,20;
12,11; 13,17-24). En otros, se habla de este mismo pueblo bajo la dimensión de su presente histórico. Y
en otros se llama así a la comunidad de creyentes en Cristo, compuesta de judíos y gentiles. Lo decisivo
del vocablo no es su uso, sino la realidad significada con esta palabra.
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con los hijos del pueblo de Israel a una misma mesa en el convite de bodas o en el reino de los cielos
(Mt 8,11-12; 22,8-10; 23,38-39; Mc 12,9-10; Lc 14,21-24).
En la historia de la salvación, pueblo de Dios y alianza son dos realidades inseparables. Una
alusión al nuevo pueblo de Dios se encuentra en la institución de la anámnesis por Jesús (Mc 14,24; Mt
26,28; Lc 22,20). Con la muerte redentora de Cristo pro multis, Dios se ha adquirido este nuevo pueblo.
La Nueva Alianza con el nuevo pueblo no es un mero plan de Dios, sino una nueva manifestación más
clara de un mismo y único plan histórico-salvífico, que ha llegado a su cumbre.
En los Hechos, la Iglesia de Cristo es el nuevo pueblo de Dios (Hech 15,14). Es un testimonio a
favor de la admisión de los gentiles, por voluntad de Dios, en el pueblo de Dios. Es un testimonio
(basado quizá en Zac 2,15) que garantiza tanto la continuidad como la distinción respecto del pueblo de
Dios de la Antigua Alianza. De muchos pueblos (ethné) surge ahora un pueblo (laos); al lado de los
judíos creyentes en el mensaje cristiano aparece en escena otro pueblo de conversos de la gentilidad,
fruto del trabajo misional de la Iglesia apostólica.
Santiago considera el bautismo de Cornelio como un signo de que Dios quiere crearse con los
conversos de entre los gentiles un pueblo nuevo (Hech 18,10; Rm 9,24-26). El apóstol recuerda que
fueron los profetas los que preanunciaban la conversión de los gentiles al aducir el testimonio de Am
9,11-12. Superado ya el particularismo judaico, los gentiles están llamados también; sobre ellos ha sido
invocado el nombre de Dios, pertenecen también a Dios (St 2,7; Is 63,19). Santiago ve el cumplimiento
de la profecía de Amós en la venida del Mesías en la persona de Jesús, descendiente de David, en lo que
se refiere a la restauración de la casa de David en la forma espiritual del reino mesiánico. No se trata de
una ruptura con el viejo Israel, sino de la superación de un aspecto todavía imperfecto de la noción de
Dios vinculada a la descendencia carnal. La Iglesia primitiva tiene conciencia de ser aquel pueblo
escatológico que supera, en múltiples aspectos, la realidad de Israel, como lo han anunciado los profetas
(cf. Jr 32,37-41; 24,7; 30,22; 31,31-34; Ez 11,20; 14,11; 36,28; 37,23.27; Os 2,3-4; Zac 8,8; 13,9).
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En la narración paulina de la última cena (1Cor 11,25) se insinúa el pensamiento de la Nueva
Alianza. La comunidad primitiva vive con la conciencia de ser el pueblo de Dios del tiempo
escatológico. El fundamento es la Nueva Alianza establecida por la muerte de Cristo.
El texto bíblico más importante para llamar a la Iglesia pueblo de Dios en la Nueva Alianza es Ex
19,6-8: Israel, que ya existía como pueblo, en sentido biológico, y como comunidad cultual, es creado
pueblo de Dios. A estas palabras se refieren también los textos de los profetas sobre la Nueva Alianza
(Os 2,21-24; Jr 31,31-34; 32,38-40; Ez 37,23-29). El mismo Cristo se refirió a ellas en la última cena, y
a Ex 24,8: “esta es mi sangre de la Nueva Alianza” (Mt 26,28 y par.). Cristo es el mediador de esta
Nueva Alianza: con la sangre de la alianza, derramada en la cruz, ha constituido el pueblo de Dios de
esta Nueva Alianza, la Iglesia.
En la cena del Señor se realiza la institución de esta Nueva Alianza, de la kainê diathêkê
profetizada por Jr 31,31-34. Esta Nueva Alianza viene propiamente ratificada con la muerte expiatoria
del Siervo de Dios. El pan y el cáliz eucarísticos hacen presente y realizan la muerte redentora de Cristo,
y con ella la nueva economía escatológica, inaugurada con el nuevo pueblo de los tiempos
escatológicos. La economía vieja e Israel hallan cumplimiento en el nuevo pueblo de Dios de la Nueva
Alianza. Basados en la misma argumentación, hemos de afirmar el nexo íntimo de 1Cor 10,1-22 con el
pensamiento del nuevo pueblo de Dios.
La teología del pueblo de Dios en la Nueva Alianza penetra también el contexto teológico de 2Cor
(cf. 3,6-10). En 2Cor 6,16, las referencias a Lv 26,12 y Ez 37,27 consideran a la Iglesia como pueblo de
Dios de la Nueva Alianza. Esto equivale a decir que la misión del pueblo de la Antigua Alianza pasa a
un nuevo pueblo, que ha sido elegido por Dios y puesto bajo su protección como pueblo de elección,
ocupando el puesto del pueblo de Dios del AT. La promesa hecha al antiguo pueblo de Dios se cumple
ahora en el nuevo pueblo de Dios.
En Gálatas, la Iglesia es considerada como legítima sucesora del pueblo de Dios de la Antigua
Alianza. En 3,7.26-29 habla Pablo de la verdadera descendencia de Abraham. En la teología paulina,
todos los bautizados en Cristo, tanto judíos como gentiles, son considerados hijos de Abraham, con la
misma plenitud de derechos que sus descendientes carnales, porque todos son uno en Cristo y todos
constituimos un pueblo en Cristo. A partir de este momento en que la nueva economía ha sido
inaugurada en Cristo, para pertenecer al nuevo pueblo de Dios ya no es decisiva la descendencia carnal
de Abraham sino la fe en Cristo. Esta nueva creación en Cristo introduce un elemento también nuevo en
la teología del pueblo de Dios: el Israel, el pueblo elegido, que Dios ha hecho su propio pueblo, debe
transformarse en el nuevo Israel de Dios, en el que tanto circuncisos como incircuncisos gozan de
iguales derechos. Este es el sentido de Gál 6,16.
Para Pablo, el destino del pueblo elegido para ser el pueblo de Dios, constituye un problema
teológico (cf. Rm 9-11). A la luz de la experiencia de Damasco y de la revelación recibida en Corinto
(cf. Hech 18,10), Pablo ha llegado a la conclusión de considerar a la Iglesia como el nuevo pueblo de
Dios y portador de las promesas de Dios hechas a Israel. En Rm 9,6-9, los hijos de la promesa, que
reconocen a Dios en Cristo por la fe, son considerados como verdadera descendencia de Abraham, a los
que en nada aventajan los descendientes de Abraham según la carne. En Rm 9,24-29 (donde se hace
referencia a Os 2,1 y 2,25 y a Is 10,22-23) Pablo reconoce una equiparación de los cristianos gentiles
con el pueblo de Dios, y el fundamento de esta paridad está en el hecho de que Israel, como pueblo de
Dios, excepción hecha del pequeño residuo santo, ha sido infiel a su destino, por no haber reconocido a
Jesús como el Mesías que le había sido prometido y enviado. Un pueblo, que hasta ahora era no-mi
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pueblo, los paganos, ahora es mi-pueblo, la Iglesia; pero también el resto del antiguo pueblo de Dios un
día será salvo, llegará a pertenecer al pueblo de Dios escatológico (cf. Rm 11,1).
En la carta a los Efesios no aparece expresamente la noción del pueblo de Dios, pero se encuentra
muy claro en el contexto. Hay elementos que constituyen el pueblo de Dios en la Nueva Alianza: 1º. La
aceptación del Evangelio por la fe, que hace a uno miembro del pueblo de Dios; 2º. La unción con el
Espíritu Santo (Ef 1,13-14). En la situación concreta de la predicación misional, la constitución del
pueblo de Dios sigue estos pasos: escuchar la palabra de Dios (creer) y bautizarse. En la aceptación del
Evangelio por la fe adquiere este pueblo aquello que por el camino de la ley en vano esperó conseguir el
pueblo de Dios del AT, la vida. Pues el Evangelio no es sólo un mensaje, sino fuerza vivificadora
cuando es aceptado por la fe. El fundamento óntico de esta nueva existencia cristiana es el Espíritu, que
ya en el AT era simplemente un principio sobrenatural de vida. El cristiano recibe este Espíritu en el
bautismo y en la unción con el nombre del Dios uno y trino (cf. Ef 1,13). La palabra de Dios y el
Espíritu de Dios constituyen juntamente el pueblo de Dios escatológico, en que ya no existe ningún
muro de separación y cuya misión más noble consiste en exaltar las gracias y gloria de Dios.
En Tt 2,13-14 se habla de la Iglesia como pueblo escogido (laos periousios: cf. Ex 19,5-6; Dt 7,6;
14,2). La humanidad entera, redimida por la muerte expiativa de Jesús, está llamada a formar el nuevo
pueblo de Dios. Aquí se nombra a Cristo como aquel a quien este pueblo pertenece. La Iglesia es, por
tanto, el pueblo santo de Dios de la Nueva Alianza, ya que ella es el pueblo de Cristo.
En la carta a los Hebreos, sin aclaración alguna previa, textos aplicados originariamente al pueblo
de Dios de la Antigua Alianza han sido traspasados a los cristianos como pueblo. Cristo es el Mediador
y garante de la nueva Alianza. Los cristianos son el pueblo de esta alianza. Tres veces aparece el
término laos. La Iglesia es el pueblo de Dios peregrinante que debe permanecer en espera del descanso
sabático definitivo. Cristo es el Sumo Sacerdote que presta expiación por los pecados de su pueblo
(2,17), lo cual tiene su explicación en el hecho de que Jesús consideró su sacrificio en la cruz por el que
se adquirió el nuevo pueblo, como cumplimiento y consumación de la Pascua del AT; el sacrificio de la
cruz es el antitipo del tipo veterotestamentario de la fiesta de la Pascua. Heb 13,12 habla de Cristo
derramando su sangre por la santificación de su pueblo. La Iglesia es el pueblo que nació del sacrificio
de Jesús en la cruz. Es un pueblo que peregrina hacia el descanso definitivo en Dios (3,7-4,11). El
pueblo de Dios de la Antigua Alianza, que peregrina a través del desierto hacia la tierra prometida, es
tipo del pueblo de Dios escatológico, que ha experimentado ya el cumplimiento de la promesa y, sin
embargo, se halla todavía en camino hacia su plenitud y se ve sometido a la prueba. Heb 8,10 nos habla
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de la nueva alianza que Dios establecerá después de aquellos días con Israel. Este es el único pasaje del
NT en que el pensamiento de la alianza aparece en inmediata conexión con la idea de pueblo de Dios.
La misión del viejo pueblo de la alianza ha pasado a la Iglesia; ella es el verdadero Israel según el
espíritu y en ella se han cumplido las promesas de Dios.
1Pe 2,9-10, por su conexión con la casa espiritual (2,5), y que mediante Ef 2,20-22 está
relacionado con el pensamiento paulino del cuerpo de Cristo, constituye un punto de partida para una
profunda consideración e inteligencia de la Iglesia. Se aplican a los recién convertidos a Cristo los
títulos gloriosos que en el AT fueron exclusivos del pueblo de Israel. Toda la Iglesia es el pueblo propio
de Dios (laos eis peripoiêsin) adquirido por la sangre de su Hijo. El texto acentúa que este pueblo debe
su existencia a una elección libre y plenamente gratuita de Dios. La comunidad cristiana logra la
suprema realización de su ser en el ministerio sacerdotal, ya que toda ella participa de un sacerdocio
regio. Ser pueblo de Dios significa dependencia de Dios (sentido positivo) y un doble sentido de
exclusividad: este pueblo no pertenece a otro Dios, y solamente este pueblo pertenece a Dios. Se trata de
una elección que es, al mismo tiempo, separación.
En Ap se designa a la Iglesia como el pueblo de los elegidos, marcados con el sello de Cristo, y
representa al Israel escatológico, elevado a dimensiones cósmicas. Integrado por gentes de todas las
naciones, forma una asamblea cultual que se halla en la tierra, pero está unida a la comunidad cultual
celeste, como anticipación del pueblo glorioso de la nueva Jerusalén (7,2-12). Ap 18,4 aplica a la Iglesia
el apelativo dado por Yahvé a Israel: «mi pueblo» (Jr 51,45). Es el pueblo preanunciado por los profetas
(Ap 21,3). Cristo, el Kyrios Resucitado, es la Cabeza de este nuevo pueblo de Dios.
Conclusión
Hay una relación entre el antiguo y el nuevo pueblo de Dios: éste es la herencia legítima de aquél
y su continuación, basada en la unidad de acción salvífica de Dios, que parte de la elección de Israel y se
continúa a todo lo largo de la historia de la salvación. El nuevo pueblo de Dios es el cumplimiento y la
consumación del viejo Israel de Dios. Es un pueblo nuevo, creación escatológica en virtud de la obra
redentora de Cristo, en el cual se basa esencialmente la novedad y discontinuidad del nuevo pueblo de
Dios respecto al viejo Israel.
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