Me miré en el espejo resquebrajado de los baños de la estación gasolinera.
¿Qué es lo que hay de malo
conmigo? Aun si no estoy lo que se dice en excelente estado, mi cara es perfectamente normal. Redonda, con dos orejas del mismo tamaño, ojos del mismo color y una boca capaz de abrirse y cerrarse. Todo está en su lugar, no hay nada de qué quejarse. Y la nariz, me olvidaba de la nariz… Una nariz es una cosa peligrosa; siempre se corre el riesgo de prestarse al ridículo. Pues bueno, imagínense que -y lo digo sin jactarme- tengo una nariz maravillosamente ordinaria, una nariz a la que no le sobra ni le falta nada. Y las narices así de banales son más bien raras. Algunas se ponen rojas a la menor emoción o están siempre resfriadas. Otras te hacen sombra o incluso se ríen en tu cara. Pero la mía, en cambio, es la discreción en persona. Es una nariz sobria y moderada. Una nariz de buen gusto. Entonces, ¿qué hay de malo conmigo? A las otras personas les pasan cosas. A mí, me caen encima. Ahora, aun cuando todo va bien, en realidad no va tan bien porque yo sé que en algún momento se pondrá mal. Es como si me hubieran implantado en el culo o en la oreja un detector de alegría para hacérmela pagar: cada vez que estoy contento sé que me va a costar. La suerte siempre me ha encontrado una mala cara, yo nací con el pie izquierdo. Cuando todo marcha sobre ruedas puedo bien saber que una hermosa cagada se prepara, nunca falla, sólo basta esperar. El día de hoy había comenzado bien, y sin embargo, es hoy que me salió mi primera cana, ahí está, lo estoy viendo: he comenzado a envejecer. Y así me quejaba yo frente al espejo en esos baños que olían a perfume de violeta sintética, y mis pensamientos iban acompañados de una deliciosa orquesta de agua que se iba por el inodoro, camioneros que se subían la bragueta con la colilla del cigarro entre los labios y cuyas jetas eran aún más lamentables que la mía. Ver esas caras tan devastadas me subió un poco la moral. Había a quien le iba peor, no todo estaba perdido. Por cierto, si necesitan ponerme un nombre para poder imaginarse mejor mi cara, pueden llamarme gris. Pero es mejor que no me llamen nada, porque cuando me llaman generalmente es para decirme una estupidez.