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Revista de Psicoanálisis de la Asoc. Psic. de Madrid (2011), n.

º 63

El analista, la simbolización y la ausencia


en el encuadre analítico
Sobre los cambios en la práctica y la experiencia analítica*

ANDRÉ GREEN

Tyger, lyger burning bright


In the forests of the night
What immortal hand of eye
Dare frame thy fearful symmetry.
W. BLAKE, «The Tyger»,
Songs of experience

A la memoria de D.W. Winnicott


[...] Pero algo
Me impone esta aventura indefinida,
Insensata y antigua, y persevero
En buscar por el tiempo de la tarde
El otro tigre, el que no está en el verso.
J.L. BORGES, «El otro tigre»,
El Hacedor

Todos los analistas saben que una condición esencial para que un pacien-
te se decida a comenzar un análisis reside en el displacer, la incomodidad cre-
ciente y, por último, el sufrimiento. Ello es cierto en el caso del individuo y,
también en el grupo constituido por los psicoanalistas. El psicoanálisis, y no
sorprenderé a nadie diciéndolo en voz alta, después de todas las apariencias de
florecimiento atraviesa una crisis y experimenta un profundo malestar —para
limitarnos a este eufemismo. Las causas de este malestar son tanto internas
como externas. Durante mucho tiempo las defensas lograron dominar las
causas internas y minimizar su importancia. En la actualidad, y por el displa-

* Este trabajo es uno de los relatos oficiales del XXIX Congreso Psicoanalítico Internacional,
Londres, 1975. Publicado en la Revista de Psicoanálisis de la Asociación Psicoanalítica Argentina, tomo
XXXII, n.º 1 de 1975.

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cer que nos impone, es el exterior el que nos compele a no postergar más el
análisis. Cabe esperar que tengamos en nosotros lo que deseamos que exista
en nuestros pacientes: un deseo de cambio.
Un análisis de la situación presente debería desarrollarse en tres niveles:

1. Un análisis de las contradicciones entre el psicoanálisis y el medio social.


2. Un análisis de las contradicciones en el seno de las instituciones psi-
coanalíticas, esas formaciones intermedias entre la realidad social, por un lado,
y la teoría y la práctica psicoanalíticas, por el otro.
3. Un análisis de las contradicciones en el seno de la práctica y de la teoría
psicoanalítica mismas.

La dificultad reside en articular estos tres niveles entre sí. Si se los mez-
cla, nos vemos llevados a la confusión, si se los separa, a la escisión. Si el tercer
nivel nos proporcionase sólo motivos de satisfacción, tenderíamos a ignorar a
los otros dos. No siempre es así y ello, sin duda, no deja de relacionarse con
los dos primeros niveles. De todas maneras, me veré obligado a postergar
para más tarde el ambicioso objetivo de una articulación entre los tres niveles.
En la actualidad, ya es una tarea bastante amplia examinar algunas contradic-
ciones de la práctica y de la teoría analítica generadoras del malestar. Al reali-
zar el análisis lúcido y valiente de las «Dificultades encontradas en el camino
del psicoanálisis» (originadas en el público, en los pacientes, en los analistas),
Anna Freud (1969) nos recordaba que éste abría el camino al conocimiento
del hombre a partir de la experiencia negativa de la neurosis. En la actualidad,
tenemos la oportunidad de aprender de nosotros mismos, a partir de nuestra
propia experiencia negativa. Es posible que del malestar actual puedan surgir
una elaboración y una transformación.
En este trabajo consagrado a las modificaciones recientes producidas
por la práctica y la experiencia psicoanalíticas, desearía deslindar los tres pun-
tos siguientes:

1. El papel del analista en una concepción más amplia de la contratrans-


ferencia, incluyendo su elaboración imaginativa.
2. La función del encuadre analítico y sus relaciones con el funciona-
miento mental a través de los efectos de simbolización que allí se desarrollan.
3. El lugar del narcisismo contrapuesto y complementario del de las re-
laciones de objeto, tanto en la teoría como en la técnica.

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

I. Los cambios en el campo psicoanalítico

La evaluación del cambio: valoración objetiva y valoración subjetiva

He decidido limitarme a los cambios recientes y, por lo tanto, y contra


mi voluntad, me veré obligado a abstenerme de señalar de qué forma, y desde
sus comienzos, el psicoanálisis se modificó constantemente, tanto en el inte-
rior de la obra de Freud (en ese sentido, basta con releer cronológicamente la
serie de los artículos técnicos del «Método psicoanalítico de Freud» (1903)
hasta «Análisis terminable e interminable» (1937), como en los trabajos de
sus primeros colegas. Entre éstos, Ferenczi, al que debemos reservar sin duda
un lugar aparte, había mostrado hacia el final de su obra, a través de esfuerzos
patéticos y contradictorios, a menudo con mucha torpeza, el camino del por-
venir (1928, 1929a, 1929b, 1931, 1933). Pero, aunque el cambio es continuo, la
toma de consciencia, por su parte, al igual que en la cura, es discontinua. A
menudo, tal como efectivamente ocurre en la actualidad, la idea de un cambio
anunciado veinte años antes por algunos autores aislados se convierte en una
realidad cotidiana para todo analista. De ese modo, la lectura de la bibliogra-
fía psicoanalítica muestra que ya en 1950 Balint titula uno de sus artículos
«Changing Therapeutical Aims and Techniques in Psychoanalysis» («El cam-
bio en los objetivos terapéuticos y las técnicas en el psicoanálisis») y que en
1954 Winnicott en «Metapsychological and Clinical Aspects of Regression in
the Psychoanalytical Set up» («Aspectos metapsicológicos y clínicos de la
regresión en el marco del encuadre psicoanalítico») plantea desde ese mo-
mento las bases para nuestra comprensión actual del problema.
En un primer enfoque, ese problema es abordado en forma «objetiva»,
ya que se intenta estudiar al paciente «en sí» y en la mayor parte de los casos
sin tener en cuenta al analista. Khan (1962, p. 39) elabora el impresionante
catálogo de los casos que imponen nuevas exigencias a la situación analítica.
Encontramos en él las denominaciones conocidas ahora por todo analista:
estados límite, personalidades esquizoides (Fairbairn; 1940), personalidades
«como si» (H. Deutsch, 1942), trastornos de la identidad (Erikson, 1959),
déficits específicos del yo (Ego specific defects, Gitelson, 1958), seudo Self
(Winnicott, 1956), carencia fundamental (Balint, 1960).1 La lista se prolonga
si recordamos también algunas contribuciones francesas: las estructuras pre-
genitales (Bouvet, 1956), el pensamiento operatorio en los pacientes psicoso-
máticos (Marty y de M’Uzan, 1963), el antianalizando (J. McDougall, 1972).
Por último, las que atraen ahora la atención son las personalidades narcisistas

1. Proporcionaremos aquí los datos y las referencias señaladas por Khan que posiblemente no
correspondan con los de nuestra bibliografía, ya que ésta tiene en cuenta elaboraciones ulteriores.

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(Kernberg, 1970, 1974, Kohut, 1971). La antigüedad de la mayor parte de las


descripciones encontradas por las investigaciones diagnósticas recientes (La-
zar, 1973) induce a preguntarse si el cambio actual se origina simplemente en
el aumento de frecuencia de estos casos.
El cambio anunciado hace más de veinte años se ha efectivizado. En la
actualidad, corresponde avizorar el cambio que se anuncia. En lugar de perseve-
rar en el camino objetivo, me orientaré más bien hacia el camino subjetivo.
Tomaré como hipótesis de trabajo la de que la toma de consciencia del cambio
actual que se inicia concierne a la modificación en el analista. No pretendo abor-
dar aquí ni la forma en que el analista puede verse afectado por la actitud del
medio social a su respecto, ni la influencia introducida por nuestros procedi-
mientos de selección, de formación o de comunicación. Aunque unos y otros
desempeñan un papel indudable, me limitaré a la práctica y a la teoría surgidas a
partir de la situación analítica, es decir a la visión de la realidad psíquica tal como
puede percibirse en la situación analítica, tal como el paciente induce al analista
a que la viva y la imagine. En última instancia, en efecto, para que haya cambios
hace falta que el analista pueda comprenderlos y dar cuenta de ellos. No consi-
deramos, de todas maneras, que corresponda negar los cambios en lo que se
refiere a los pacientes, sino que éstos se encuentran subordinados a los cambios
de sensibilidad y de percepción en el analista. Del mismo modo en que la visión
del mundo exterior del paciente se encuentra sometida a la visión de su realidad
psíquica, igualmente nuestra visión de su realidad psíquica se encuentra someti-
da a la visión que tenemos de nuestra propia realidad psíquica.
A mi parecer, los analistas toman una consciencia cada vez mayor del papel
que desempeñan tanto en su aprehensión del paciente en el transcurso de sus
primeros encuentros como en el momento de la instalación de la situación ana-
lítica y del desarrollo del análisis. El material del paciente no les es exterior y,
aunque más no sea a través de la experiencia de la transferencia, son parte cons-
titutiva de ella. El analista interviene incluso en la formalización de la comunica-
ción del material del paciente (Balint, 1962; Viderman, 1970; Klauber, 1972; Gio-
vacchini, 1973). Balint (1962) decía en 1961 en un congreso, «Because we analysts
belong to different analytical tongues, patients speak differently to us that is
why our languages here are different».2 Entre el paciente y el analista se instaura
una relación dialéctica. Por profundos que sean los intentos del analista por co-
municarse con el paciente, en su propia lengua, éste, a su vez, y si quiere que, se
le comprenda, sólo puede responder en la lengua del analista. En su esfuerzo de
comunicación, el analista no puede menos que mostrar lo que oye, a través de su

2. Puesto que nosotros los analistas pertenecemos a lenguas analíticas diferentes, los pacientes nos
hablan en forma diferente y, por ello, nuestros lenguajes son aquí diferentes.

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

experiencia subjetiva del efecto producido en él por el discurso de su paciente,


sin poder pretender a la absoluta objetividad de su escucha. Alguien como Win-
nicott (1949 y passim) mostrará de qué forma, ante un caso difícil, se verá obliga-
do a pasar a través de una experiencia personal más o menos crítica, homóloga o
complementaria de la de su paciente, para tener acceso a un material hasta el
momento oculto. Se observa con una frecuencia cada vez mayor que los analis-
tas interrogan sus propias reacciones ante lo que comunican a sus pacientes y las
utilizan en sus interpretaciones, junto a, o preferentemente a, el análisis de conte-
nido de lo que se les comunica: efectivamente, el objetivo del paciente es el efecto
de su comunicación en mayor medida que la transmisión del contenido. Pienso
que una de las contradicciones principales con las que tropieza en este momento
el análisis es la necesidad —y la dificultad— de lograr que coexistan y armonicen
el código interpretativo surgido de la obra de Freud y del análisis clásico con los
originados en los aportes de la técnica y de la teoría de estos últimos veinte años,
tanto más cuanto que los mencionados en último término no constituyen un
cuerpo homogéneo de pensamiento. Un cambio esencial en el análisis actual se
origina en el hecho de que el analista oye —e incluso no puede no oír— lo que
hasta el momento era inaudible. No pretendo afirmar por ello que en la actuali-
dad los analistas tengan un oído más aguzado que en épocas pasadas —a menu-
do se deplora lo contrario— sino, más bien, que oyen también otra cosa que
antaño no superaba el umbral de la audibilidad.
Esta hipótesis cubre un campo más vasto que las opiniones que sugieren
una extensión del concepto de contratransferencia (P. Heimann, 1950; Racker,
1968), en su sentido tradicional. Como Neyraut (1974), pienso que la contra-
transferencia no se limita a los efectos afectivos negativos o positivos produci-
dos por la transferencia, sino que incluye todo el funcionamiento mental del
analista tal como es influido no sólo por el material del paciente sino también
por sus lecturas o sus discusiones con sus colegas. Es posible hablar incluso de
una precesión de la contratransferencia en relación con la transferencia, sin la
cual no sería posible elaboración alguna de lo que es transmitido por el pacien-
te. Al encarar la situación de este modo, no abandonamos los límites de lo que
Winnicott (1960b) asigna a la contratransferencia, restringiéndola a la actitud
profesional. Esta concepción ampliada de la contratransferencia, además, no
implica una concepción ampliada de la transferencia.
Considero que esta forma de aprehender la situación se justifica por el
hecho de que los casos difíciles, a los que aludíamos antes, son, precisamente;
los que al mismo tiempo ponen a prueba al analista y solicitan su contratrans-
ferencia —en sentido estricto— y le exigen una contribución personal mayor.
Al adoptar este punto de vista, me sentiré también más cómodo, ya que sólo
puedo pretender hablar en mi nombre: ningún analista, en efecto, puede por

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sí solo proporcionar una imagen global de la condición analítica actual en su


conjunto. Espero no ilustrar en exceso la observación de Balint (1950), que
afirmaba que la confusión de lenguas se produce en el campo de los analistas,
ya que todos se aferran a su lengua analítica. En la multiplicidad de los dialec-
tos originados en la lengua analítica fundamental (Laplanche y Pontalis, 1973),
intentamos ser políglotas, pero nuestros esfuerzos son limitados.

El debate acerca de las indicaciones del psicoanálisis y las contingencias


de la analizabilidad

Desde hace más de veinte años, la bibliografía analítica y los congresos


de analistas relatan las peripecias de un debate interminable entre los partida-
rios del análisis clásico, que reducen el campo psicoanalítico (Eissler, 1953,
1958; Fenichel, 1941; A. Freud, 1954; Greenson; 1967; Lampl de Groot, 1967;
Loewenstein, 1958; Neyraut, 1973; Sandler et al., 1973; Zetzel, 1956) y los
partidarios de la extensión del campo psicoanalítico (Balint, Bion, Bouvet,
Fairbairn, Giovacchini, Kernberg, Khan, M. Klein, Little, Milner, Modell,
Rosenfeld, Searles, Segal, Stone, Winnicott).3 Los primeros temen la intro-
ducción de parámetros deformantes y llegan incluso a objetar la denomina-
ción de transferencia en lo referente a las reacciones terapéuticas de los pa-
cientes mencionados en el capítulo precedente (cf. la discusión en Sandler et
al., 1973) o, en caso de aceptarla, los califican como intratables (Greenson,
1967). Los segundos pretenden preservar lo esencial de la técnica psicoanalí-
tica (rechazo de las manipulaciones activas, mantenimiento de la neutralidad,
aun si ésta es más acogedora, referencia principal a la transferencia con una
utilización variable de la interpretación), adaptarse a las necesidades de los
pacientes y abrir nuevos horizontes para la investigación.
Esta división es más relativa de lo que parece. Ya no es posible contrapo-
ner en forma válida los casos que corresponden al terreno seguro del análisis
clásico y aquellos en los que el analista se sumerge en pantanos inciertos. En la
actualidad, en efecto, muchas, sorpresas son posibles en el interior mismo del
terreno seguro: aparición de un núcleo psicótico oculto, regresiones inespera-
das, dificultades de movilización de algunas capas profundas, rigidez de las
defensas del carácter. A menudo, todos estos rasgos conducen a análisis más o
menos interminables. Un trabajo reciente de Limentani (1962) pone de relie-
ve la fragilidad de nuestras previsiones, tanto en lo referente a los pacientes

3. En relación con estos autores no proporcionamos bibliografía alguna ya que toda su obra está
consagrada a este problema (cf. bibliografía).

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

como a los candidatos. Y con mucha frecuencia el material clínico de un tra-


bajo se basa en igual medida en el análisis de candidatos y en el análisis de
pacientes. «Adecuado para el análisis no es un sinónimo de analizable» («sui-
table for analysis is not synonymus with analysable»). Ello refuerza el escep-
ticismo de los que consideran que una evaluación previa a la instauración de la
situación analítica es ilusoria. Los mejores pueden verse engañados. La defi-
nición de criterios objetivos de indicación de análisis (Nacht y Lebovici, 1955)
y de pronóstico de los casos límite; por ejemplo (Kernberg, 1971), es intere-
sante, pero su valor es relativo. En el caso de la evaluación por parte de un
tercero, Limentani señala que sus concepciones teóricas, sus afinidades per-
sonales, la resonancia de aquél con el paciente, influyen de forma notable en la
decisión final. Parece difícil trazar límites objetivos y generales a la analizabi-
lidad que no tengan en cuenta ni el grado de experiencia del analista ni sus
dotes específicas, ni sus orientaciones teóricas. Toda limitación será transgre-
dida regularmente por el interés acordado a un paciente, quizás en una com-
plicidad común, pero con el deseo de intentar una nueva aventura. Por otra
parte, se lee con frecuencia bajo la pluma de partidarios de una restricción del
campo de las indicaciones del psicoanálisis una observación que contradice
los propios principios que enuncian. En lugar de que se nos diga lo que co-
rrespondería y lo que no correspondería hacer, sería más provechoso saber
qué es en realidad lo que hacemos. En efecto, como lo decía Winnicott (1954),
es posible que ya no tengamos opción. Por mi parte, no creo que todos los
pacientes sean analizables, pero prefiero pensar que no lo son en mi opinión.
No ignoro que los resultados no concuerdan con nuestras ambiciones y que
los fracasos son menos infrecuentes de lo que desearíamos. Sin embargo, y al
igual que en medicina o psiquiatría, no podemos contentarnos con un enfo-
que objetivo del fracaso, que puede ser cuestionado nuevamente por la pa-
ciencia del analista o por un análisis ulterior. Debemos interrogarnos también
acerca de su significación subjetiva para el paciente. Winnicott nos ha señala-
do la necesidad de repetir el fracaso del medio exterior y conocemos el senti-
miento de omnipotencia que ello suscita en el paciente, tanto si mejora des-
pués del tratamiento como si persiste en la misma actitud. Es posible que el
único fracaso cuya responsabilidad nos incumba sea el de nuestra imposibili-
dad en lograr que el paciente entre en contacto con su realidad psíquica. Los
límites de la analizabilidad sólo pueden ser los del analista, alter ego del pa-
ciente. Para concluir, diré que la verdadera inquietud de la indicación de aná-
lisis es la evaluación por parte del analista de la distancia que separa su capaci-
dad de comprensión y la comunicación de un paciente dado, así como la del
efecto posible a través de esta distancia de lo que él puede comunicarle, a su
vez, que sea susceptible de movilizar el funcionamiento mental del paciente

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en el sentido de la elaboración en situación analítica. Por parte del analista, es


igualmente grave engañarse en lo referente a sus propias posibilidades que
engañarse acerca del paciente. De este modo, por el contrario, podría existir
en la familia analítica un lugar para cada uno, tanto si se consagra al análisis
clásico como a las extensiones del campo psicoanalítico o, por último, caso
más general, si combina ambos tipos de actividad.

La revisión del modelo de la neurosis y el modelo implícito


de los estados límite

¿Es así afectado, o no, el núcleo del análisis clásico, es decir la neurosis?
Corresponde interrogarse acerca de ello. No enfocaremos el problema de las
causas de la disminución de las neurosis, muchas veces comprobada, problema
que exige un profundo análisis. Considerada en el pasado como el campo de lo
irracional, la neurosis sería encarada en la actualidad, más bien bajo el signo de
una triple coherencia: neurosis infantil, neurosis adulta, neurosis de transferen-
cia. En ella domina el análisis de la transferencia y, a través del análisis de las
resistencias, sus nudos se desatan casi por sí solos. El análisis de la contratrans-
ferencia puede limitarse a la localización de los elementos conflictivos presentes
en el analista, que perjudican el desarrollo de la transferencia. En el límite, el
papel del objeto constituido por el analista es anónimo e intercambiable. Del
mismo modo que entre los elementos de la pulsión el objeto es el más fácil de
sustituir, igualmente tanto en la técnica como en la teoría su papel es secunda-
rio. La metapsicología que se origina en ello remite a un individuo capaz de
desarrollarse por sí solo, con la ayuda limitada del objeto en el que sin duda se
apoya, aunque sin perderse nunca en él ni, tampoco, perderlo.
El modelo implícito de la neurosis en Freud se basa en la perversión (la
neurosis como negativo de la perversión). En la actualidad, es posible dudar que
los psicoanalistas sigan adoptando este punto de vista. El modelo implícito de la
neurosis y de la perversión se basa ahora en la psicosis. Esta evolución se había
bosquejado ya en la última parte de la obra de Freud. La consecuencia de ello es
que en la actualidad los analistas tienen en cuenta en menor medida la perver-
sión subyacente a la neurosis que a la psicosis. No se debe afirmar que toda
neurosis se inscribe en una psicosis subyacente, sino que nos interesamos en
menor medida en las fantasías perversas de los neuróticos que en los mecanis-
mos de defensa psicóticos, que observamos aquí bajo una forma discreta.
En realidad, nuestra escucha es solicitada de acuerdo con un código doble.
Es ello lo que me inducía a decir más arriba que en la actualidad oímos algo
diferente, que en el pasado era inaudible. Y es ello también lo que inducía a

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algunos autores (Bouvet, 1960) a afirmar que el análisis de una neurosis no


concluye hasta que esta capa sea tocada, aunque lo sea en forma superficial. En
la actualidad, la presencia de un núcleo psicótico en una neurosis, en caso de que
aparezca como movilizable, impresiona en menor medida al analista que las
defensas inmovilizadas y rígidas. Es ello lo que nos induce a plantearnos el
problema de la autenticidad de estos pacientes, una autenticidad que incluso
puede estar ausente pese a una aparente fluidez. Cuando finalmente se accede al
núcleo psicótico, llegamos a lo que corresponde designar sin duda como «la
locura privada del paciente». Probablemente es ésta una de las razones que in-
ducen a que el interés se desplace ahora hacia los estados límite.
En adelante, utilizaré convencionalmente la denominación estados lími-
tes no para designar una variedad clínica que podría ser contrapuesta a otra
(por ejemplo, los seudo Self, los trastornos de identidad o la carencia funda-
mental), sino como concepto clínico genérico susceptible de dividirse en una
multiplicidad de aspectos. Quizás convenga considerarlos como estados lí-
mite de la analizabilidad. Es posible que los estados límite desempeñen en la
clínica moderna el papel que en la teoría freudiana desempeñan las neurosis
actuales, con la diferencia de que se trata de realizaciones durables; suscepti-
bles de presentar evoluciones diferentes. Sabemos que lo que caracteriza a
estos cuadros clínicos es la falta de estructuración y de organización, no sólo
en relación con las neurosis sino también en relación con las psicosis. En este
caso, a diferencia de la neurosis, se comprueba lo siguiente: la ausencia de una
neurosis infantil, el carácter polimorfo de la «neurosis» adulta, lo impreciso
de la «neurosis» de transferencia.
El campo analítico contemporáneo oscila entre dos extremos. En uno de
ellos se sitúa la «normalidad» social que permitió que J. McDougall (1972)
realizase una interesante descripción clínica bajo el nombre de antianalizando.
Se observa en ese caso el no desencadenamiento del proceso analítico en una
situación analítica a la que, sin embargo, se acepta, una transferencia muerta
desde el principio pese a los intentos del analista de ayudar e incluso de provo-
car su manifestación. El analista se siente capturado en el sistema de los obje-
tos momificados de su paciente, paralizado en su actividad, incapaz de suscitar
en él toda curiosidad acerca de sí mismo. El analista se encuentra en una situa-
ción de exclusión objetal. Los intentos de interpretación son considerados por
el paciente como la locura del analista; lo que lo conduce muy pronto a la
descatectización de su enfermo y a la inercia, a través de una respuesta en eco.
En el otro extremo se sitúan los estados cuya característica común reside en el
hecho de que tienden a la regresión fusional y a la dependencia en relación con
el objeto. Las variedades de esta regresión son múltiples, desde la beatitud
hasta el terror y desde la omnipotencia a la impotencia absoluta. Su intensidad

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oscila entre la expresión manifiesta e índices discretos de su presencia. Por


ejemplo, a través de un aflojamiento asociativo extremo, una imprecisión del
pensamiento, una manifestación intempestiva en el diván, como si el paciente
intentase comunicar a través de un contacto corporal directo, o incluso, más
simplemente; cuando la atmósfera analítica se hace pesada y penosa. En di-
chos casos son indispensables la presencia y la ayuda del objeto (Nacht, 1963).
Lo que se le solicita al analista es algo más que sus capacidades afectivas y su
empatía; es en realidad, su funcionamiento mental, ya que en el paciente, las
formaciones del sentido son puestas fuera de circuito. En este caso la contra-
transferencia recibe su significación más amplia: la técnica del análisis de la
neurosis es deductiva, la de los estados límite inductiva, lo que determina su
carácter aleatorio. Cualesquiera sean las variedades descriptivas, las causas in-
vocadas y las técnicas diferentes preconizadas, es posible deslindar tres hechos
que se observan en la gran mayoría de los autores que han descripto estos
estados (es imposible citarlos, ya que su número es elevado):

1. Las experiencias de fusión primaria que señalan una indistinción suje-


to-objeto con confusión de los límites del Yo.
2. Modo particular de simbolización asumido en la organización dual.
3. La necesidad de la integración estructurante por parte del objeto.

Entre estos dos extremos («normalidad» y regresión fusional) se ubica una


multiplicidad de mecanismos de defensa contra esta regresión, que agruparé en
cuatro polaridades fundamentales. Las dos primeras constituyen mecanismos de
cortocircuito psíquico; las dos últimas constituyen mecanismos psíquicos de base.

1. La exclusión somática. La defensa a través de la somatización se realiza


en este caso en las antípodas de la conversión. La regresión disocia el conflicto de
la esfera psíquica excluyéndolo en el soma (y no en el cuerpo libidinal) a través
de una defusión de la psique y del soma, cuyo resultado es el de una formación
asimbólica a través de una transformación de la energía libidinal en energía neu-
tralizada (utilizo el término en un sentido diferente al de Hartmann) puramente
somática, que en algunos casos puede poner en peligro la vida del sujeto. Me
apoyo aquí en los trabajos de Marty, de M’Uzan y David (1963) y de M. Fain
(1966). Corresponde evitar la desintegración del yo originada en un encuentro
destructivo para sí mismo y para el objeto a través de una exclusión que tiene el
valor de un verdadero acting out dirigido hacia el cuerpo no libidinal.
2. La expulsión a través del acto. El acting out es la contrapartida exter-
na del acting in psicosomático. Presenta el mismo valor evacuador de la reali-
dad psíquica. La función transformadora de la realidad del acto o su función

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

comunicativa se desvanece ante su objetivo de expulsión. El acto, y el hecho


es sin duda importante, se realiza a través de una relación de anticipación
consumadora del objeto.
Estos dos mecanismos determinan un notable efecto de ceguera psíqui-
ca. El sujeto se ciega en lo referente a su realidad psíquica, tanto en lo referido
a las fuentes somáticas de la pulsión como a su punto de culminación en la
realidad exterior, cortocircuitando todo el espacio de la elaboración. En am-
bos casos el analista tiene la impresión de encontrarse fuera de contacto con la
realidad psíquica del paciente que debe construir a través de la imaginación en
las profundidades del soma o, si no, en el nexo de las acciones sociales, que
son objeto de una sobrecatexia que eclipsa el mundo interior.
3. La escisión. El mecanismo de escisión propiamente dicho permane-
ce en la esfera psíquica. Todas las otras defensas descriptas por los autores
kleinianos, la parte comúnmente admitida de su contribución: la identifica-
ción proyectiva e introyectiva, la negación, la idealización, la omnipotencia,
la defensa maníaca, etc., son secundarias en relación con este mecanismo.
Los efectos de la escisión son múltiples. Oscilan desde la protección de una
zona secreta de no contacto, en la que el sujeto se encuentra absolutamente
solo (Fairbairn, 1940; Balint, 1968) y en la que su verdadero Self se encuen-
tra protegido (Winnicott, 1960a, 1963a) o, también, que oculta una parte de
su bisexualidad (Winnicott, 1971), hasta los ataques en relación con los pro-
cesos de conexión en el pensamiento (Bion, 1957, 1959, 1970; Donnet y
Green; 1973) y la proyección de las partes malas del Self y del objeto (M. Klein,
1946), con una neta renegación de la realidad. El analista se encuentra en
este caso dentro de la realidad psíquica, pero se siente separado de una parte
inaccesible de ésta, o, si no, observa cómo sus intervenciones son reducidas
a la nada, ya que es vivido como un agente persecutorio e intrusivo.
4. La decatectización. Me refiero aquí a una depresión primaria, casi en
el sentido físico del término, constituida por una decatectización radical que
busca obtener un estado de vacío, de aspiración al no ser y a la nada. Se trata,
en mi opinión, de un mecanismo que debe ser situado en el mismo nivel que
la escisión, diferente de la depresión secundaria con objetivo reparatorio des-
cripta por los autores kleinianos. En este caso el analista se siente identificado
con un espacio vacío de objetos o se encuentra fuera de éste.

Estos dos mecanismos parecen indicar que el dilema fundamental del


paciente, más allá de toda otra maniobra defensiva; se resume en la alternati-
va: delirar o morir.
El modelo implícito de la neurosis nos remitía a la angustia de castración.
El modelo implícito de estos estados límite nos remite a la contradicción cons-

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André Green

tituida por el par angustia de separación-angustia de intrusión. En ello se origi-


na la importancia del concepto de distancia (Bouvet, 1956, 1958). El efecto de
esta doble angustia, que en algunos casos asume formas torturantes, afecta, en
mi opinión, y fundamentalmente, no a la problemática del deseo, como ocurre
en la neurosis, sino a la formación del pensamiento (Bion, 1957). Hemos des-
cripto junto con J.L. Donnet (1973), bajo el nombre de psicosis blanca lo que
consideramos como el núcleo psicótico fundamental, caracterizado por el va-
cío del pensamiento, la inhibición de las funciones de representación, la bitrian-
gulación en la que la diferencia de los sexos que separa dos objetos oculta la
escisión de su único objeto bueno o malo, ya que el sujeto se encuentra bajo la
acción de los efectos combinados de la presencia intrusiva persecutoria y de
la depresión por pérdida de objeto.
La presencia de mecanismos de base que corresponden a la línea psicótica
y sus derivados no bastan para caracterizar los estados límite. El análisis, en
efecto, nos muestra la superposición de éstos con los mecanismos de defensa
descriptos por A. Freud (1936). Muchos autores señalan con diversas designa-
ciones el doble sector de la parte psicótica y neurótica de la personalidad (Bion,
1957; Gressot, 1960; Bergeret, 1970; Kernberg, 1972; Little y Flarsheim, 1972).
La coexistencia de este doble sector puede originarse en una situación de sofo-
cación,4 de equilibrio entre, por un lado, principio de realidad y libido sexual y,
por el otro, el principio de placer y la libido agresiva, ya que toda actividad del
placer, todo despertar del yo en relación con la realidad se encuentra infiltrado
por elementos agresivos. A la inversa, sin embargo, toda destructividad es suce-
dida por una forma de recatectización objetal libidinal bajo una forma muy
rudimentaria, puesto que los dos aspectos de la libido (sexualidad y agresivi-
dad) se encuentran deficientemente separados. Estos pacientes muestran una
gran sensibilidad ante la pérdida, pero también posibilidades de recuperación
objetal mediante un objeto sustitutivo frágil y peligroso (Green, 1973). Esta
aptitud se observa también en el funcionamiento mental a través de las activida-
des de ligadura y desligadura. La consecuencia en lo referente al analista es, en
este caso, la sobreestimación o la subestimación permanente de su función ob-
jetal y del grado de evolución del proceso analítico.

La psicosis blanca

Precisemos lo que hemos observado en la «psicosis blanca». En este nú-


cleo psicótico sin psicosis aparente, las relaciones que nos muestra el sujeto

4. En el sentido en que se dice, en ajedrez, que el rey está «ahogado» (N. del T.).

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

no son duales sino triangulares, es decir que la madre y el padre se encuentran


representados en la estructura edípica. Sin embargo, lo que distingue en pro-
fundidad ambos objetos no son las distinciones de su sexo ni sus funciones.
La diferenciación pasa por dos criterios: lo bueno y malo por un lado, la
inexistencia (o la pérdida) y la presencia dominadora por el otro. Por una
parte, lo bueno es inaccesible, como fuera de alcance o nunca presente en
forma lo suficientemente duradera, por la otra lo malo invade en permanen-
cia y desaparece sólo por un breve lapso. Se comprende entonces que se trata
de una triangulación basada en una relación entre el sujeto y dos objetos si-
métricamente contrapuestos que forman sólo uno; se origina en ello la expre-
sión de bitriangulación. En la mayor parte de los casos se describen estas
relaciones únicamente en función de las relaciones amor-odio; lo que no es
suficiente. Lo que añadimos es la implicación de estas relaciones en el pensa-
miento. En efecto, la presencia invasora conduce al sentimiento de influencia
del delirio y la inaccesibilidad a la depresión. En ambos casos, el pensamiento
se ve afectado. ¿Por qué? Porque en ambos casos es imposible constituir la
ausencia. En efecto, el objeto siempre intrusivamente presente, penetrando
en permanencia en el espacio psíquico personal, moviliza una contracatexia
permanente para luchar contra esta efracción que agota los recursos del Yo o
lo obliga a deshacerse de ella a través de la evacuación de la proyección expul-
siva. Al no estar nunca ausente, no puede ser pensado. A la inversa, al no
poder el objeto inaccesible ser llevado nunca al espacio personal o, en todo
caso, nunca en forma suficientemente duradera, tampoco puede formarse de
acuerdo con el modo de una presencia imaginaria o metafórica. Si aunque
sólo por un momento ello fuese posible, el objeto malo lo expulsaría. Y, del
mismo modo, si el objeto malo cediese el lugar, el espacio psíquico; que sólo
puede ser ocupado por el objeto bueno en forma extremadamente temporal,
se vería vacío por completo. Este conflicto conduce a la idealización divini-
zante de un objeto bueno inaccesible (desconociéndose en forma activa el
resentimiento contra esta falta de disponibilidad) y a la persecución diabólica
por parte del objeto malo (desconociéndose también la afección que esta si-
tuación implica). En los casos a los que nos referimos, la consecuencia de esta
situación no conduce ni a una psicosis manifiesta en la que los mecanismos de
proyección se desplegarían con amplitud, ni a una depresión franca en la que
el trabajo de duelo podría realizarse. El efecto obtenido es la parálisis del
pensamiento que se traduce a través de una hipocondría negativa del cuerpo y
más particularmente de la cabeza: impresión de tener la cabeza vacía, de agu-
jero en la actividad mental, imposibilidad de concentrarse, de memorizar, etc.
La lucha contra estas impresiones podrá conducir luego a una actividad arti-
ficial de pensamiento, rumiaciones, pensamiento compulsivo de naturaleza

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seudo-obsesiva, divagaciones subdelirantes, etc. (Segal, 1972). Se podría con-


siderar, quizás que éstos son sólo los efectos de una represión, pero precisa-
mente, no es así. Cuando un neurótico se queja de los mismos fenómenos,
existen muchas razones que inducen a pensar, como el contexto permite ha-
cerlo, que lucha contra representaciones de deseos rechazadas por el Superyó.
Cuando se trata de un psicótico, somos nosotros quienes inferimos la exis-
tencia de fantasías subyacentes. En mi opinión, éstas no están «detrás del va-
cío» como en el neurótico, sino «después» del vacío, es decir que estamos en
presencia de formas de recatectización. Considero así que es en el espacio
vacío donde se acumulan en un segundo momento las mociones pulsionales
brutas, apenas elaboradas. La posición del analista ante estos fenómenos se ve
afectada por la estructura del paciente. El analista responderá al vacío a través
de un intenso esfuerzo de pensamiento, para intentar pensar lo que el pacien-
te no puede pensar y que se traducirá a través de un esfuerzo de representa-
ciones fantaseadas para no dejarse dominar por esta muerte psíquica. Inversa-
mente, ante las proyecciones secundarias de carácter delirante podrá experi-
mentar una confusión o, incluso, una estupefacción. El vacío provocó el relleno,
el exceso de completud, el vaciamiento. La búsqueda del equilibrio de los
intercambios es difícil de resolver. Si mediante la interpretación se llena con
excesiva prontitud el vacío, se repite así la intrusión del objeto malo; si, por el
contrario, se deja ese vacío tal cual, se repite la inaccesibilidad del objeto bue-
no. Si el analista siente confusión o estupefacción, ya no podrá contener el
exceso de completud que se difunde sin límites. Y si, por último, se responde
a este exceso de completud a través de un exceso de actividad verbal, lo único
que se hace, con las mejores intenciones, es responder mediante el talión in-
terpretativo. La única solución es la de ofrecer al paciente la imagen de la
elaboración, situando lo que nos ofrece en un espacio que no será ni el del
vacío ni el del relleno comprimido, ni el del «esto quiere decir esto otro», sino
el del «esto podría querer decir esto otro». Es el espacio de la potencia y de la
ausencia ya que, como Freud fue el primero en apreciarlo, la representación
del objeto, fuente de todo pensamiento, se constituye en su ausencia. Cabe
añadir, sin embargo, que el lenguaje nos impone aquí límites, puesto que,
como es evidente, «querer decir» no significa expresarse en palabras que vehicu-
lizan un contenido, sino, para el paciente, intentar transmitir una comunica-
ción bajo las formas más elementales: una aspiración a través de un movi-
miento hacia el objeto, cuya meta, por su parte, es también sumamente im-
precisa. ¿Es acaso esto lo que justifica la recomendación de Bion (1970) de
lograr un estado sin memoria ni deseo, sin duda para dejarse habitar lo mejor
posible por el estado del paciente? La meta por alcanzar es la de trabajar con
el paciente en una doble operación: proporcionar un continente a sus conte-

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

nidos y proporcionar un contenido a su continente, pero teniendo siempre en


cuenta la movilidad de los límites y la polivalencia de las significaciones, al
menos en el espíritu del analista.
El análisis tomó como punto de partida los pensamientos de deseo debido
a que nació con la experiencia de la neurosis. En la actualidad podemos afirmar
que hay pensamientos de deseo sólo porque hay pensamientos, acordando a
este término una amplia extensión que incluye sus formas más rudimentarias.
El temor de que el interés que se concede en la actualidad, al pensamiento pro-
ceda de una intelectualización carece de fundamentos. Desde los primeros bos-
quejos de Freud, en efecto, la originalidad de la teoría psicoanalítica fue la de
ligar el pensamiento a la pulsión. Se debe incluso ir más lejos en esta afirmación
y decir que la pulsión es la forma incoativa del pensamiento. Entre la pulsión y
el pensamiento se encuentra toda una serie de eslabones intermedios y diversi-
ficados, de los que Bion proporcionó una formulación original. Sería sin em-
bargo insuficiente concebirlos a través de relaciones jerárquicamente escalona-
das: mociones pulsionales, afectos, representaciones de cosa, representaciones
de palabra, se comunican unos con otros y se influyen mutuamente en su es-
tructura. Ello, incluso, es lo que caracteriza a las formaciones del inconsciente;
pero el espacio psíquico se encuentra contenido dentro de límites, en ellos las
tensiones son tolerables y las realizaciones más irracionales constituyen logros
del aparato psíquico, no sólo porque el sueño realiza el deseo, sino también
porque el sueño es, por su parte, la realización del deseo de soñar. Se ha compa-
rado a menudo la sesión analítica con el sueño. Sin embargo, si esta compara-
ción se justifica es porque del mismo modo en que el sueño se encuentra conte-
nido dentro de ciertos límites (la abolición del polo perceptual y del polo mo-
tor), la sesión, por su parte, también se encuentra contenida por las condiciones
del contrato analítico. Esta contención es la que facilita el mantenimiento de la
funcionalidad específica de los diversos elementos de la realidad psíquica. Todo
ello, sin embargo; se verifica en lo referente al análisis clásico de la neurosis y
está sujeto a revisión en los casos difíciles.

II. Problemas actuales surgidos a partir de la evolución paralela


de la teoría y de la práctica

En la evolución paralela de la teoría y de la práctica psicoanalítica es


posible distinguir tres movimientos. Por falta de espacio, sólo puedo señalar
aquí su esquema cuya exactitud, al igual que la de todo esquema, es relativa,
ya que la realidad, más compleja, ignora los límites netos y las diversas co-
rrientes se interpenetran.

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1. En un primer movimiento, la teoría analítica se centra en la realidad


histórica del paciente. Descubre el conflicto, el inconsciente, las fijaciones,
etc. Después de la segunda tópica se encaminará hacia el estudio del Yo y de
los mecanismos de defensa (A. Freud, 1936) que se prolonga en la psicología
psicoanalítica del yo (Hartmann, 1951). En la práctica, se trata del estudio de
la transferencia (Lagache; 1952) y de las resistencias, a través de la aplicación
de las reglas, empíricamente establecidas, del método psicoanalítico, sin in-
troducir innovaciones técnicas.
2. En un segundo movimiento, el interés se desplaza hacia las relaciones
de objeto, comprendidas en un sentido muy diferente según, por ejemplo,
Balint (1930), Melanie Klein (1940, 1946), Fairbairn (1952, 1960), Bouvet (1956),
Moddell (1969), Spitz (1956, 1965), Jacobson (1964). Paralelamente, el con-
cepto de neurosis de transferencia es reemplazado progresivamente por el de
proceso psicoanalítico, considerado como forma de organización en el tiem-
po de la cura del desarrollo interno de los procesos psíquicos del paciente, o
de los intercambios entre el paciente y el analista (Bouvet, 1954; Meltzer, 1967;
Sauguet, 1969; Diatkine y Simon, 1972).
3. En un tercer movimiento, se precisa una evolución que se ocupa fun-
damentalmente del funcionamiento mental del paciente (Bion, escuela psi-
cosomática de París), mientras que en la práctica se plantean interrogantes en
lo referente a la función del encuadre analítico (Winnicott, 1954; Little, 1958;
Milner, 1969; Khan, 1962, 1969; Stone, 1961; Lewin, 1954; Bleger, 1966; Don-
net, 1973; Giovacchini, 1972a) como condición de posibilidad del conoci-
miento del objeto analítico y del cambio buscado por su instrumentalidad
específica. El interrogante es, al mismo tiempo, epistemológico y práctico.

Para clarificar el problema, diremos que la situación analítica es el con-


junto de los elementos comprendidos en la relación analítica, en cuyo seno un
proceso es observable en el tiempo, proceso cuyos nódulos están constitui-
dos por la transferencia y la contratransferencia, gracias a la instauración y
delimitación del encuadre analítico.5
Volvamos a lo concreto. En un análisis clásico y después de las sorpresas
del comienzo, el paciente asimila finalmente todos los elementos de la situa-
ción que permiten que el análisis se desarrolle (regularidad de los horarios,
duración fija de las sesiones, posiciones respectivas del diván y del sillón, limi-
tación de la comunicación a la verbalización, asociaciones libres, fin de las
sesiones, interrupciones regulares, modalidades de pago, etc.). Dominado por
la extrañeza de lo que sucede en él, olvida el encuadre, y permite muy pronto

5. Esta definición completa es la proporcionada por Bleger (1966).

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

que la transferencia se desarrolle, como para aferrar esa extrañeza a un objeto.


Sólo ocasionalmente los elementos del encuadre proporcionan material para
la interpretación. Como señaló correctamente Bleger (1966), junto con otros
autores, el encuadre constituye un fondo silencioso, mudo, una constante que
permite un cierto juego de las variables del proceso. Es un no Yo (Milner,
1952) cuya existencia se revela sólo por ausencia. Sería posible compararlo
con el cuerpo silencioso de la salud, pero Winnicott nos sugiere una mejor
comparación: la del ambiente facilitador.
Nuestra experiencia se ha enriquecido a través del análisis de pacientes que
no pueden utilizar el encuadre como ambiente facilitador. Ello no se debe sólo
a que no logran utilizarlo, sino que todo ocurre como si en algún lugar de sí
mismos lo dejasen intacto en la no utilización a la que recurren (Donnet, 1973).
Nos vimos entonces llevados del análisis del contenido al análisis del continen-
te, es decir, del encuadre mismo. En otros niveles es posible encontrar equiva-
lencias: el «holding» descrito por Winnicott consiste en los cuidados del objeto
externo; el «container» estudiado por Bion, en la realidad psíquica interna.
Aun considerando al análisis como una «two bodies psychology», ya no era
posible estudiar en él las relaciones de objeto. Era necesario interrogarse tam-
bién acerca del espacio en que estas relaciones se desarrollaban, sus límites y sus
rupturas, así como acerca del desarrollo temporal en el que evolucionamos con
su continuidad y sus discontinuidades.
Es posible que se presenten dos situaciones. La primera, ya citada, es
aquella en la que el encuadre silencioso induce a que se lo olvide, se encuentra
como ausente. Es en ese nivel donde el análisis se desarrolla entre personas, lo
que permite ingresar a las subestructuras de éstas, a los conflictos intrapsíqui-
cos entre las instancias (Rangell, 1969) e, incluso, analizar relaciones de objeto
parcial, que permanecen encerradas en un conjunto funcional en la medida en
que la atmósfera de la sesión es fluida y los procesos de claridad relativa. Las
interpretaciones pueden ofrecerse el lujo de ser sutiles. La contención de las
personas relega a un segundo plano la contención del encuadre.
La segunda situación es aquella en que el encuadre hace sentir su presen-
cia. Se tiene la impresión de que algo ocurre contra él. Esa impresión puede
existir en el paciente, aunque se observa fundamentalmente en el analista. Este
último siente el efecto de una tensión que actúa como una presión interior que
lo hace consciente de tener que operar por y en la situación analítica, como
para preservarla de una amenaza. Esta tensión lo hace ingresar en un mundo
que sólo puede entrever y que le impone esfuerzos imaginativos. Es éste el caso
en que el análisis se desarrolla no entre personas sino entre objetos. Todo ocu-
rre como si las personas hubiesen perdido su realidad para dejar el lugar a un
campo objetal deficientemente definido. Repentinamente, puede surgir la vi-

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André Green

vacidad de algunas representaciones, emergiendo de un campo impreciso, pero


en los límites de la figurabilidad. Sucede a menudo que el analista experimenta
impresiones menos netas aún, que no asumen ni la forma de imagen ni la de
recuerdos de momentos anteriores de la cura. Éstas parecen reproducir a través
de la expresión de movimientos internos algunas trayectorias de condiciones
pulsionales, que suscitan sensaciones de envolvimiento y de desenvolvimiento.
Se realiza un trabajo intenso en relación con estos movimientos y se logra final-
mente hacerlos comunicable para la consciencia del analista, antes de que éste
pueda transformar, a través de una mutación interna, estos contenidos en se-
cuencias de palabras mediante la verbalización que permitirá comunicarlas al
paciente en el momento adecuado. Cuando el analista llega a una especie de
puesta a punto interior y a menudo antes de la verbalización el trastorno afec-
tivo se transmuta en un sentimiento de satisfacción por haber llegado al modo
de explicación coherente que desempeña el papel de una construcción teórica,
en el sentido que Freud otorga a este término cuando se refiere a las «teorías
sexuales» de los niños. Poco importa, por el momento, que esta teoría sea ver-
dadera o falsa —siempre será posible rectificarla ulteriormente a la luz de otras
experiencias—; lo que importa es el haber logrado ligar lo informal y detenerlo
en una forma. Todo ocurre como si fuese el analista el que logró acceder a un
resultado análogo a una representación alucinatoria del deseo, tal como ocurre
en el niño o en el neurótico. Se habla a menudo del sentimiento de omnipoten-
cia consecutivo a la realización del deseo alucinatorio. La omnipotencia, sin
embargo, comienza antes. Se origina en el éxito que consiste en haber transfor-
mado a través de la ligadura lo informal en una forma que tiene sentido y que
puede servir como modelo de desciframiento para una situación futura. Sin
embargo, si es el analista quien debe realizar este trabajo de elaboración, ello se
origina en el hecho de que el paciente, por su parte, sólo logra una forma de
estructuración mínima, insuficientemente ligada como para tener sentido, lo
suficientemente precisa apenas como para que todas las formas de pensamien-
to del analista, desde las más elementales hasta las más evolucionadas, se movi-
licen y efectúen el trabajo de simbolización —siempre emprendido y nunca
concluido— aunque sólo sea forma provisoria.
La descripción que acabamos de proporcionar puede aplicarse tanto a
algunos momentos críticos de un análisis clásico —cuando se abordan los
niveles más profundos— como a una comparación más amplia con la atmós-
fera general del análisis de estos casos difíciles, por oposición a los del análisis
clásico. Sin embargo, lo que corresponde recordar es que ese trabajo es posi-
ble sólo a través de la comprensión del encuadre analítico y de las garantías
ofrecidas por su constancia, que reemplaza en este caso a la contención de la
persona. Ello permite mantener el aislamiento de la situación analítica, la im-

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

posibilidad de la descarga, lo íntimo del contacto reducido a la esfera de lo


psíquico, la certeza de que este pensamiento loco no desbordará los límites
del consultorio analítico, de que el lenguaje que utiliza como vehículo es el de
una metáfora; la seguridad de que la sesión concluirá, de que otra le sucederá
y de que su penosa verdad, más verdadera que la realidad, se disipa una vez
que la puerta se cierra tras el paciente. De ese modo, considero más apropiado
decir que el encuadre es lo que permite el nacimiento y el desarrollo de una
relación de objeto que afirmar que su instauración reproduce una relación de
objeto. Hemos centrado esta descripción en el funcionamiento mental en
mayor medida que en las expresiones de las pulsiones y de las defensas que
constituyen su origen, debido a que en relación este pensamiento loco no
desbordará los límites del consultorio analítico, el funcionamiento mental
sigue siendo un vasto campo por explorar.
Cuando la teoría de las relaciones de objeto comenzó a desarrollarse, se
intentó desde un primer momento describir las acciones mutuas (en términos
de procesos internos) del yo y del objeto. No se tuvo suficientemente en
cuenta el hecho de que en la expresión «relación de objeto» lo más importante
era la palabra «relación». Queremos decir con ello que hubiera sido conve-
niente que nuestro interés se centrase en aquello que se encuentra entre los
términos que estas acciones unen o entre los efectos de las diversas acciones.
Para decirlo de otro modo, el estudio de las relaciones es el estudio de los
vínculos en mayor medida que el de los términos unidos por éstos. Lo que le
confiere al material su característica propiamente psíquica, responsable del
desarrollo intelectual es la naturaleza del vínculo. Este trabajo fue diferido
hasta el momento en que Bion se ocupó de él en lo referente a los procesos
internos y en que Winnicott lo hizo en lo referente al estudio de los intercam-
bios entre lo interno y lo externo.
Consideremos en primer lugar este último caso. Sólo conocemos lo que
ocurre en el interior del paciente a través de lo que él nos comunica, mientras
carecemos del conocimiento de la fuente de la comunicación y de lo que se
desarrolla entre estos dos límites. Sin embargo, podemos superar nuestra ig-
norancia de este espacio interno a través de la observación del efecto de la
comunicación en nosotros, de lo que se produce entre nuestras impresiones
afectivas, corporales incluso, y nuestro funcionamiento mental. No es posi-
ble, sin duda, afirmar que lo mismo ocurre en el paciente sino sólo que lo que
ocurre en nosotros proporciona un análogo, un homólogo de ello. Y despla-
zamos entonces el conocimiento de lo que se desarrolla en nuestro espacio
interno al espacio entre él y nosotros. La comunicación del paciente —dife-
rente de lo que vive y siente— se sitúa en el espacio transicional entre él y
nosotros, del mismo modo que nuestra interpretación vehiculizada por la

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comunicación. Conocemos gracias a Winnicott la función del campo transi-


cional, del espacio potencial que une y separa a la madre y al niño, creador de
una nueva categoría de objetos. En nuestra opinión, el lenguaje es el heredero
de los primeros objetos transicionales.
He aludido más arriba al trabajo de simbolización y desearía explicar ahora
por qué los procesos internos del analista tienen como objetivo la construcción de
la simbolización. La concepción del símbolo a la que me refiero aquí va más allá
de la utilización restringida que tiene en el psicoanálisis, pero corresponde con
bastante exactitud a su definición original. El símbolo es un «objeto cortado en
dos que constituye un signo de reconocimiento cuando sus portadores pueden
reunir ambos pedazos» (Dictionnaire Robert). ¿No es acaso lo que ocurre en el
encuadre analítico? En esta definición, nada indica que ambas partes del símbolo
sean iguales. De ese modo, aun cuando el trabajo analítico compele al analista a un
gran esfuerzo, que lo induce a formar en su mente una imagen del funcionamien-
to mental del paciente, él completa lo que le falta al paciente. Hemos dicho que
reemplazaba la parte que nos falta para comprender la relación entre las fuentes
de la comunicación y la formación de ésta, a través de la observación en él de
procesos homólogos. Al fin de cuentas, sin embargo, el verdadero objeto analíti-
co no correspondería al paciente ni al analista, sino a la unión de ambas comuni-
caciones en el espacio potencial que entre ellos se encuentra, limitado por el en-
cuadre que se quiebra ante cada separación y se reconstituy en toda nueva reunión.
Si consideramos que cada una de las partes en presencia: el paciente y el analista,
está constituida por la unión de dos partes (lo que viven y lo que comunican) y en
la que una es el doble de la otra —utilizo aquí la palabra doble con la significación
de una relación de homología amplia, admitiendo la existencia de diferencias—,
es posible considerar que el objeto analítico se encuentra constituido por dos
dobles que pertenecen uno al paciente y el otro analista. Para comprender el he-
cho de que los pacientes se refieren constantemente a ello es suficiente con escu-
charlos. En efecto, para que se produzca la formación de un objeto analítico, una
condición esencial reside en que puedan establecerse relaciones de homología y
de complementariedad entre el analista y el paciente. No es la apreciación de lo
que sentimos o comprendemos lo que determina nuestra formulación de la inter-
pretación. Ésta o la abstención de interpretar se basa en todos los casos en la
evaluación de la distancia que media entre lo que el analista se apresta a comunicar
y lo que el paciente puede recibir para formar el objeto analítico (lo que designa-
mos como distancia útil y diferencia eficaz). En esta perspectiva, el analista no se
limita a desvelar un sentido oculto, sino que construye un sentido que nunca se
constituyó antes de la relación analítica (Viderman, 1970); diremos que forma un
sentido ausente (Green, 1974). La esperanza en la cura se basa en la idea de
un sentido potencial (Khan, 1974) que permitirá la reunión en el objeto analítico

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

del sentido presente y del sentido ausente. Esta construcción, sin embargo, no es
nunca gratuita. Aunque no puede pretender la objetividad, puede pretender una
relación de correspondencia, de homología, con lo que escapa a nuestra aprehen-
sión, en el presente o en el pasado. Constituye un doble de ésta.
Esta concepción, que recurre al concepto de doble (Green, 1970, 1974), nos
permite superar el diálogo de sordos entre aquellos que consideran que la regre-
sión en la cura, sin sus formas extremas, es la reproducción cuasi objetiva del
pasado (tanto si ésta se refiere a acontecimientos como a procesos internos), y
aquellos que dudan de la posibilidad de alcanzar tales estados o de la objetividad
de nuestra reconstrucciones. En realidad, la regresión en la cura es siempre meta-
fórica. Constituye un modelo reducido y reestructurado del estadio infantil, aun-
que con una relación de homología con éste, al igual que la interpretación que
esclarece su sentido pero que no tendría efecto alguno si no existiese una relación
de correspondencia. En mi opinión, la función esencial de todas las variantes del
análisis clásico, tan criticadas, tiene como único objetivo buscar y preservar las
condiciones mínimas de la simbolización a través de la variación de la elasticidad
del encuadre analítico. Todos los trabajos que se refieren a la simbolización en las
estructuras psicóticas o prepsicóticas dicen lo mismo, aunque lo hagan en térmi-
nos diferentes. El paciente iguala pero no simboliza (ecuación simbólica descrita
por H. Segal, 1957). Concibe al otro de acuerdo con el mismo modelo que a sí
mismo (reduplicación proyectiva estudiada por Marty et al., 1963). Ello recuerda
también la descripción de Kohut (1971) de las transferencias en espejo. Para el
paciente el analista no representa a la madre, sino que es la madre (Winnicott,
1954); la idea del «como si» se encuentra ausente (Little, 1958). Podemos referir-
nos también al concepto del acting out directo (M’Uzan, 1968). A partir de ello
llegamos a la conclusión de que se trata, en ese caso, de la forma que caracteriza la
relación dual. Por otra parte, se ha señalado en múltiples oportunidades el estado
de indiferenciación entre el Self y el objeto, la anulación de los límites hasta la
fusión narcisista. La paradoja reside en el hecho de que sólo con muy escasa fre-
cuencia esta situación conduce a un estado caótico e informe, mientras que por lo
general y muy pronto emergen las figuras de la dualidad en el conjunto indiferen-
ciado. A las relaciones duales que caracterizan los intercambios con el objeto es
posible añadir lo que designaré como relaciones duales internas al propio Self y
que se observan en la importancia que asumen los mecanismos de doble inver-
sión (contra la propia persona y en el otro) que según Freud se encuentran pre-
sentes con anterioridad a la represión (Green, 1967b). De ese modo, es posible
acoplar a la idea de un espejo en los intercambios con el representante del objeto
externo, la de un espejo interno del Self en relación consigo mismo. Todo ello
parece indicar que la capacidad para la reflexión constituye un elemento funda-
mental para lo humano. Se explica así la necesidad del objeto, como imagen de lo

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semejante (véase el artículo de Winnicott acerca del papel de espejo de la madre,


1971). En su gran mayoría, es probable que las estructuras simbólicas sean innatas.
Sin embargo, y gracias al estudio de las comunicaciones animales y a los trabajos
psicológicos y psicoanalíticos, sabemos en la actualidad que requieren la interven-
ción del objeto para pasar de la potencialidad a la realización en un momento dado.
Sin objetar la verdad de las descripciones clínicas, debemos relativizar
ahora esta dualidad. Por desorganizada que sea, la verbalización introduce
una distancia entre el Self y el objeto. Pero podemos suponer desde ya que a
partir de la creación de lo que Winnicott designa como el objeto subjetivo se
bosqueja una triangulación muy primitiva entre el Self y el objeto. Si nos
ocupamos ahora del objeto constituido por la madre, nos vemos obligados a
admitir la presencia de un tercero. Cuando Winnicott nos dice que lo que se
designa como bebé no existe, aludiendo así a la pareja que constituye con los
cuidados maternos, nos vemos tentados a añadir que esa pareja constituida
por la madre y el niño no existe sin el padre. El niño, en efecto, es la figura de
unión de la madre y el padre. Todo el problema reside en el hecho de que por
una preocupación de realismo —aun en las construcciones imaginarias más
osadas— buscamos saber lo que ocurre en la mente del paciente solo (es decir
con su madre), sin lograr reflexionar acerca de lo que ocurre entre ambos.
Ahora bien, entre ambos se encuentra el padre, siempre presente en algún
lugar del inconsciente de la madre (Lacan, 1966), aun si es odiado o negado.
Es cierto que el padre se encuentra ausente en esta relación, pero decir que lo
está significa que no se encuentra ni presente ni inexistente, sino que tiene una
presencia (hasta la intrusión) y la pérdida (hasta la aniquilación). Es cada vez
mayor el número de analistas que tiende a considerar que cuando verbalizan
la experiencia a través de la comunicación no se limitan a esclarecerla, sino
que reintroducen la presencia potencial del padre, no a través de una referen-
cia explícita a éste, sino mediante la simple introducción de un elemento ter-
cero a esta dualidad comunicativa.
Cuando recurrimos a la comparación del espejo —utilizada por Freud
por primera vez y a la que vuelvo a referirme, admitiendo que puede tratarse de
un espejo deformante— se olvida siempre que el par constituido por la imagen
y el objeto requiere al elemento tercero que representa el espejo mismo. Del
mismo modo, cuando se habla de la relación dual en el análisis, se olvida este
elemento tercero representado por el encuadre que constituye su homólogo. Se
suele decir que el encuadre representa al holding y los cuidados maternos. Se
descuida, sin embargo, el trabajo del espejo mismo, tan manifiesto en el análisis
de los casos difíciles. Diremos que la contrapartida psíquica de la actividad físi-
ca de los cuidados maternos es la única habilitada para reemplazar metafórica-
mente la actividad física, ya que esta última queda reducida al silencio por el

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

encuadre. La situación puede evolucionar hacia la simbolización bajo esta con-


dición. El funcionamiento psíquico del analista ha sido comparado con la acti-
vidad fantaseada de ensueño de la madre (Bion, 1962) y ello, sin duda, es una
parte constitutiva del holding y de los cuidados maternos. Frente a la descarga
difusa del paciente que se despliega en la superficie en forma invasora, el analista
responde, sin dejar de recurrir a sus cualidades de empatía, a través de un dispo-
sitivo de elaboración que supone la inhibición de la meta de la pulsión. El efecto
de esta disminución de la inhibición de meta en el paciente impide toda reten-
ción de la experiencia requerida por la constitución de huellas mnémicas, de la
que depende la actividad de rememoración, tanto más cuanto que la descarga se
encuentra infiltrada por elementos destructivos que se contraponen a la consti-
tución de vínculos y cuyos ataques afectan los procesos de pensamiento. Todo
ocurre como si el que procediese a la inscripción de la experiencia que no pudo
realizarse fuese ahora el analista. Ello da lugar a la idea de que esos pacientes se
encuentran dominados en mayor medida por conflictos actuales (Giovacchini,
1972c, 1973). La respuesta a través de la contratransferencia es la que hubiese
debido producirse por parte del objeto.
La pulsión busca la satisfacción a través del objeto, pero cuando ésta no
es posible debido a la inhibición en relación con la meta impuesta por el en-
cuadre, permanece abierto para ella el camino de la verbalización y de la ela-
boración. ¿Qué es lo que determina que esta elaboración se encuentre ausente
en el paciente y que deba ser reemplazada por el analista? En el funciona-
miento psíquico normal, cada uno de los materiales a los que recurre el apara-
to psíquico se encuentra provisto de una funcionalidad específica y de una
vectorización (de la pulsión a la verbalización) que permite formar relaciones
de correspondencia entre las diversas funciones (ejemplo: relaciones de iden-
tidad de percepción con la identidad de pensamiento).
El funcionamiento psíquico se basa, en su totalidad, en una serie de rela-
ciones que remiten unas a otras. El ejemplo más simple es la correspondencia
del sueño nocturno y de la fantasía de deseo diurno. Otras relaciones más
complicadas podrían inducir a comparar procesos primarios-procesos secun-
darios. Estas relaciones son no sólo de oposición, sino también de colabora-
ción; de no ser así, en efecto, no podríamos pasar de un sistema a otro y
traducir, por ejemplo, un contenido manifiesto en contenido latente. Sabe-
mos, sin embargo, que se logra sólo a través de un trabajo intensivo. Al traba-
jo del sueño le corresponde así el trabajo del análisis del sueño. Lo dicho
implica así que estas relaciones pueden instaurarse sobre la base de una distin-
ción funcional: la de que el sueño sea considerado como un sueño, de que un
pensamiento sea considerado como un pensamiento, etc., y, al mismo tiempo,
que el sueño sea algo más que un sueño, un pensamiento algo diferente de un

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André Green

simple pensamiento, etc. Volvemos a observar aquí la doble naturaleza del


vínculo: reunión y/o separación. Se trata de lo que designamos como las rela-
ciones internas de simbolización. Éstas unen los diferentes elementos de una
misma formación (en el sueño, las fantasías, los pensamientos, etc.) y las for-
maciones entre sí, garantizan al mismo tiempo la continuidad y la disconti-
nuidad de la vida psíquica. Por parte del paciente, y en el trabajo analítico, ello
implica que considere al analista al mismo tiempo como lo que es y como lo
que no es, al mismo tiempo como él y como distinto de él, pero siendo capaz
de realizar la distinción y, recíprocamente, que el analista pueda tener la mis-
ma actitud para con el paciente.
En las estructuras a las que nos referimos, existe una gran dificultad para
establecer relaciones internas de simbolización debido a que los diversos ti-
pos son utilizados como cosas (Bion, 1962, 1963), los sueños, lejos de consti-
tuir un objeto de la realidad psíquica ligado al cuerpo (Pontalis, 1974), delimi-
tando un espacio personal interno (Khan, 1972c), tienen una función de eva-
cuación; cuando son posibles, las fantasías pueden representar una actividad
compulsiva destinada a colmar un vacío (Winnicott, 1971) o son considera-
dos como hechos (Bion, 1963), los afectos tienen una función de representa-
ción (Green, 1973), los actos ya no tienen el poder de transforman la realidad.
En el mejor de los casos, sirven para desempeñar una función de comunica-
ción, pero por lo general alivian la psiquis de una intolerable cantidad de estí-
mulos. En realidad, todo el funcionamiento psíquico se encuentra impregna-
do por el modelo del acto, consecuencia de una imposibilidad de reducir las
cantidades masivas de afectos que el pensamiento no ha podido elaborar o
que conducen sólo a una caricatura de este último (Segal, 1972). Bion (1963)
desarrolló ampliamente este estudio del funcionamiento mental interno. Siem-
pre que no se lo limite a las relaciones cuantitativas y que se incluya en él el
papel del objeto en su capacidad de transformación, el punto de vista econó-
mico asume aquí toda su importancia. La función del encuadre es también la
de tolerar las tensiones extremas y reducirlas mediante el aparato mental del
analista, para acceder finalmente a los objetos de pensamiento susceptibles de
ocupar el espacio potencial.

El narcisismo y la relación de objeto

Sin habérnoslo confesado, nos encontramos ahora, de hecho, ante una


tercera tópica elaborada a partir del espacio analítico en términos de Self y de
objeto. Pero mientras el objeto pertenece a la más antigua tradición psicoana-
lítica, el Self, de aparición reciente, sigue siendo un concepto impreciso, utili-

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

zado en muy diferentes sentidos (Hartmann, 1950; Jacobson, 1954; Winnicott


1960a; Lichtenstein, 1965). El resurgimiento del interés acerca del narcisismo,
después de que éste fuera eclipsado por la perspectiva de la relaciones de ob-
jeto, señala la dificultad de profundizar la investigación en este último sentido
sin que se manifieste la necesidad de una perspectiva complementaria, de la
que surgió el concepto de Self. Sin embargo, toda discusión seria sobre el
tema debe abordar el problema del narcisismo primario. Pese a la utilización
de argumentos aparentemente convincentes, su total refutación por parte de
Balint a expensas del amor primario no impidió que algunos autores defen-
diesen su autonomía (Grunberger, 1971; Kohut, 1971; Lichtenstein, 1964).
Rosenfeld (1971b) lo relacionó con la pulsión de muerte, aunque subordinán-
dolo a las relaciones de objeto. La incertidumbre de nuestras opiniones sobre
el tema se origina probablemente en Freud quien, después de introducir el
narcisismo en la teoría, se desinteresó muy pronto del tema para inclinarse
hacia la pulsión de muerte: conocemos las reticencias que esta última suscitó
en los analistas. En mi opinión, y al asimilar la pulsión de muerte a la agresivi-
dad originariamente proyectada sobre el objeto, es decir incluso cuando se
trata de un objeto interno en una dirección centrífuga, la escuela kleiniana,
que continuó Freud en este punto, mantuvo la confusión.
El retorno al narcisismo no se limita a las referencias explícitas que se rea-
lizan en relación con él. Una tendencia cada vez más difundida tiende a la de-
sexualización del campo analítico, como si se volviese en forma subrepticia a
una concepción restrictiva de la sexualidad. Por el contrario, hemos observado
el desarrollo de las concepciones que se refieren a un Yo central no libidinal
(Fairbairn, 1952) o a un estado de ser (being) al que se le niega toda cualidad
pulsional (Winnicott y sus discípulos). En mi opinión, sin embargo, en lo refe-
rente a ello se han enfocado sólo los problemas relacionados con el narcisismo
primario, como lo entrevió, pese a todo, Winnicott (1971), aunque sin ser pre-
ciso sobre el tema. La causa reside en que el narcisismo primario ha sido objeto
de definiciones contradictorias por parte de Freud. El término, en algunos ca-
sos, designa lo que permite la unificación de las pulsiones autoeróticas y contri-
buye al sentimiento de unidad individual, mientras en otros designa una catexia
originaria del Yo no unificado sin referencia alguna a la unidad. Los autores se
apoyan en algunos casos en una de las definiciones y en otros en la otra. En mi
caso, me basaré en el segundo aspecto. A diferencia de Kohut, considero que,
efectivamente, la orientación de las catexias es la que caracteriza la naturaleza
narcisista primitiva, y que la cualidad de las catexias (el Self grandioso, la trans-
ferencia en espejo y la idealización del objeto), que comprende eventualmente
al objeto bajo la forma de «self object», es secundaria. Estos aspectos son relati-
vos al narcisismo unificador y no al narcisismo primario propiamente dicho.

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André Green

B. Lewin (1954) nos ha recordado que en la situación analítica el deseo


de dormir, es decir de lograr una regresión narcisista tan completa como sea
posible, domina la escena, del mismo modo en que constituye el deseo último
del sueño. El narcisismo del dormir y el narcisismo del sueño son distintos.
Llama la atención que la tríada oral que él describe comporte una relación
doble (comer-ser comido) y una tendencia hacia el cero (caer en el dormir).
Después de su descripción del falso Self, al que se puede considerar también
como un doble, ya que culmina en la formación en la periferia del Self con la
creación de una imagen de sí conforme al deseo de la madre, en un notable
artículo, Winnicott llega a la conclusión de que el verdadero Self es silencioso
y aislado, en un estado de no comunicación permanente. El título mismo de
su trabajo es revelador: «Communicating and non Communicating Leading
to the Study of Certain Opposites» (1963a). También en este caso la cons-
trucción de los opuestos se encuentra en relación, aparentemente, con un es-
tado de no comunicación. Winnicott considera que esta falta de comunica-
ción no es en absoluto patológica, ya que busca la protección de lo más esen-
cial para el Self que nunca debe comunicarse y que el analista debe saber
respetar. Hacia el final de su obra (véase el agregado de 1971 al artículo sobre
los objetos transicionales; Winnicott 1974) al proporcionar una formulación
más radical de estos problemas, la que reconoce el papel y la importancia del
vacío, Winnicott fue aún más lejos, aparentemente, más allá del espacio de
protección que encierra a los objetos subjetivos. Por ejemplo, «Emptiness is a
prerequisite to gather in» («el vacío es un prerrequisito para la reagrupación
interna») y «It can be said that only out of non existence can existence start»
(«podemos afirmar que la existencia sólo puede partir de la no existencia»)
(Winnicott, 1974). Todo ello nos invita a replantear la hipótesis metapsicoló-
gica de Freud del narcisismo primario absoluto, no como referencia a la
unidad sino como tendencia a llegar lo más cerca posible del grado cero de la
excitación. Nos vemos incitados a hacerlo tanto debido a que la clínica acen-
túa cada vez más nuestra sensibilidad ante el hecho, como partiendo del pun-
to de vista técnico, debido a que un autor como Bion (1970) —¡y se trata sin
embargo de un kleiniano!— aconseja al analista llegar a un estado sin memo-
ria ni deseo, estado de lo incognoscible pero punto de partida de todo conoci-
miento. Aunque minoritaria entre los analistas, esta concepción del narcisis-
mo ha sido objeto de reflexiones fructíferas, aunque centradas en la mayor
parte de los casos en su aspecto positivo que se modela sobre la base del esta-
do de saciedad posterior a la satisfacción y que permite el restablecimiento de
la quietud. La teorización de su contrapartida negativa suscitó muchas resis-
tencias. Todos los autores, sin embargo, reconocieron que la meta de la ma-
yor parte de las maniobras defensivas de los estados límite y de las psicosis era

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

la de luchar no sólo contra las angustias primitivas de carácter persecutorio,


con la amenaza de aniquilación que les es inherente, sino también contra la
confrontación con el vacío que es probablemente el estado más intolerable,
temido por los sujetos y cuyas cicatrices dejan un sentimiento de insatisfac-
ción permanente.
Mi experiencia personal me señala que los retrocesos, las recrudecencias
agresivas, los derrumbes periódicos después de progresos sensibles señalan la
necesidad de mantener a toda costa una relación con un objeto interno malo.
Cuando el objeto malo pierde su poder, la única solución posible parece ser la
de hacerlo reaparecer, proceder a su resurrección bajo la forma de otro objeto
malo que se asemeje como un hermano al anterior y con el que el sujeto se
identifica. Lo que está en juego, más que la indestructibilidad del objeto malo
o el deseo de lograr su control por este medio, es el temor de que esa desapa-
rición deje al sujeto ante el horror del vacío, sin que el tiempo logre nunca
proporcionar un sustituto mediante un objeto bueno, disponible, sin embar-
go. El objeto es malo, pero es bueno que exista, aunque no exista como buen
objeto. La sucesión de las destrucciones y de las reapariciones que hace pen-
sar en un hidra con múltiples cabezas repite, al parecer, el modelo de una
teoría —en el sentido utilizado anteriormente— de la construcción del obje-
to, del que Freud decía que se lo conoce en el odio. Pero esta repetición com-
pulsiva parece originarse en el hecho de que en este caso el vacío sólo puede
catectizarse en forma negativa. El abandono del objeto no conduce a la catec-
tización de un espacio personal, sino a una aspiración tantalizante a la nada
que arrastra al sujeto hacia un abismo sin fondo, hasta la alucinación negativa
de sí mismo. En una medida mucho mayor que la agresividad, que es sólo una
consecuencia de ella, esta tentación de la nada constituye la verdadera signifi-
cación de la pulsión de muerte. ¿Es acaso favorecida, creada por la carencia de
cuidados maternos? Cabe preguntarse a qué se debe qué se requieran tan-
tos cuidados para evitar su aparición. Debido a que en relación con el objeto
algo no se ha producido, lo único que sucederá es esta huida hacia la nada,
como si se buscase el estado de quietud y de reposo posterior a la satisfacción
a través de su contrario, la inexistencia de toda esperanza de satisfacción. Se
trata de la solución de la desesperación, cuando se abandona la lucha. Aun los
autores que valorizan en gran medida el dominio de la agresividad se vieron
obligados a reconocer su existencia (Stone, 1971). Se observan sus huellas en
el núcleo de la psicosis (psicosis blanca) al igual que en lo que recientemente
se ha designado como el «blank self» (el Self blanco, Giovacchini, 1972b).
De ese modo, debemos reunir los dos efectos del narcisismo primario: el
efecto positivo, posterior a la regresión después de la saciedad, y el efecto
negativo, que convierte el vacío y la nada en reposo mortífero.

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André Green

Hemos propuesto una teoría del narcisismo primario (1967b) como es-
tructura y no sólo como estado que, junto a todo el aspecto positivo (en el
sentido de visible y notorio) de la relación de objeto, tanto buena como mala,
tiene en cuenta el aspecto negativo (en el sentido de invisible y silencioso).
Este aspecto negativo se forma gracias a la introyección, al mismo tiempo de
los cuidados maternos que constituirán la relación de objeto y de la estructura
que enmarca a estos cuidados mediante la alucinación negativa de la madre en
el momento de su ausencia. Se trata del reverso del que la realización alucina-
toria del deseo es el anverso. El espacio así delimitado, junto al de las relacio-
nes de objeto, es un espacio neutro susceptible de alimentarse parcialmente
con el de las relaciones de objeto, diferente de él, para constituir el fundamen-
to de la identificación cuando las relaciones favorecen la continuidad del sen-
timiento de existencia (que constituye el aspecto personal secreto) o, por el
contrario, evacuándose a sí mismo a través de una autosuficiencia ideal que se
reduce progresivamente hasta la aniquilación (Green, 1967b, 1969a). Pero la
formulación no puede limitarse a términos de espacio. La decatectización
radical afecta también al tiempo a través de una desenfrenada capacidad para
suspender la experiencia (mucho más allá de la represión) y para crear «mo-
mentos vacíos»6 en los que no puede producirse simbolización alguna (cf. la
preclusión [forclusión] en Lacan, 1966).
La clínica que corresponde a esta teoría aparece efectivamente en la cura y
es ella la que impone el máximo de incitación al funcionamiento imaginativo del
analista, mientras que, a menudo, el exceso de las proyecciones determina un
efecto de estupefacción. Pero aun en el análisis clásico algo de ello subsiste, lo
que nos lleva a replantear el problema del silencio en la cura. No basta con
decir que junto a los intercambios de la comunicación el paciente preserva en él
una zona de silencio. Se debe añadir que el análisis se desenvuelve como si dele-
gase esa función silenciosa en el silencio del analista. El análisis se desarrolla así
entre los dobles de la comunicación y el cero del silencio. Pero sabemos que en
algunas situaciones el silencio puede ser vivido como un silencio de muerte, lo
que nos sitúa frente a difíciles opciones teóricas. En un extremo la técnica pro-
puesta por Balint, que intenta organizar la experiencia en la menor medida po-
sible, dejándola desarrollarse bajo la acogedora protección del analista y su tes-
timonio activo y favorecer así el «new beginning» (nuevo comienzo). En el
otro, la técnica de los kleinianos, cuya meta, por el contrario, es la de organizarla
al máximo a través de la verbalización interpretativa. ¿Pero no es acaso contra-
dictorio afirmar que las relaciones de objeto de la parte psicótica de la persona-
lidad han sido sometidas a una formación precipitada y responderles mediante
interpretaciones que probablemente reproduzcan la misma precipitación?

6. Temps morts, literalmente tiempos muertos (N. del T.).

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

¿No es acaso peligroso atiborrar el espacio psíquico, cuando se debe facilitar


la constitución de la catexia positiva del espacio vacío? ¿Qué es lo que se estructu-
ra de ese modo? ¿El esqueleto de la experiencia o su carne, que el paciente necesita
vivir? Señaladas estas reservas, debo manifestar mi respeto por la dificultad de los
casos de los que se ocupan los kleinianos. Entre ambos extremos se sitúa la técnica
de Winnicott, que tiene en cuenta al encuadre, recomienda la aceptación de estos
estados informes y la actitud no intrusiva, supliendo verbalmente la carencia de
los cuidados maternos para asistir a la emergencia de una relación con el Yo y con
el objeto hasta el momento en que el analista puede convertirse en un objeto
transicional y el espacio analítico en un espacio potencial de juego y área de la
ilusión. Precisamente, coincido con la técnica de Winnicott, aspiro a ella aun sin
dominarla y pese al riesgo de inducción de la dependencia, debido a que es la
única, según creo, que le otorga el lugar que le corresponde a la idea de ausencia.
El dilema que contrapone la presencia intrusiva —que conduce al delirio— y el
vacío del narcisismo negativo —que conduce a la muerte psíquica— se modifica
a través de la transformación del delirio en juego y de la muerte en ausencia en la
creación del campo intermedio del espacio potencial. Ello obliga a tomar en cuen-
ta el concepto de distancia (Bouvet, 1958). La ausencia es presencia potencial,
condición de posibilidad no sólo de los objetos transicionales, sino también de los
objetos potenciales requeridos para la formación del pensamiento (véase el con-
cepto de no pecho, de Bion, 1963, 1970). Estos objetos no son objetos presentes o
materializables, sino objetos de relaciones. Es posible que el análisis sólo apunte a
la capacidad de estar solo del paciente (en presencia del analista) (Winnicott, 1958),
aunque en una soledad habitada por el juego. La concepción que sostiene que de
lo que se trata es de transformar los procesos primarios en procesos secundarios
es excesivamente rígida o excesivamente ideal. Sería quizá más exacto decir que de
lo que se trata es de instituir una articulación entre procesos primarios y secunda-
rios, mediante procesos a los que sugiero que se designe como terciarios (1972),
cuya única existencia es la de ser procesos de relación.

Observaciones para concluir

En este caso concluir no quiere decir cerrar el trabajo sino abrir la discu-
sión, cediendo la palabra a otros. La solución de la crisis que atraviesa el psi-
coanálisis no depende sólo de su accionar, pero él dispone de por lo menos
una parte de las cartas a través de las que se jugará su destino. Su futuro de-
penderá de la forma en la que sabrá conservar la herencia freudiana e integrar
sus adquisiciones posteriores. Freud no disponía de saber anterior alguno. Se
requería sin duda su genio creador para inventar el psicoanálisis. La obra de
Freud se ha convertido en nuestro saber. Pero un analista no puede practicar

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André Green

el psicoanálisis y mantenerlo en vida aplicando un saber. Debe también dar


pruebas de creatividad, en la medida de sus posibilidades y es ello, quizá, lo
que incitó a algunos de nosotros a desplazar los límites de la analizabilidad.
Llama la atención que la tentativa del análisis de estos estados haya determi-
nado un notable auge de teorías imaginativas. En exceso, según algunos: es
decir, demasiadas teorías y demasiado imaginativas. Todas estas teorías tienen
en común el intento de construir una prehistoria allí donde no es posible
recoger ningún testimonio de historia. Ello indica sobre todo que no es posi-
ble prescindir de un mito de los orígenes, del mismo modo en que el niño
pequeño se ve obligado a construir teorías, una novela incluso, acerca de su
nacimiento y de su infancia. Nuestro papel, sin duda, no es el de imaginar,
sino el de explicar y transformar. Sin embargo, Freud tuvo el coraje de escri-
bir «Without metapsychological speculation and theorizing —I had almost
said phantasying— we shall nor get another step forward» (1937). No pode-
mos aceptar que nuestras teorías sean fantasías. Lo mejor, sin duda, reside en
aceptar que sean, no la expresión de la verdad científica, sino una aproxima-
ción, un análogo de ésta. No es erróneo entonces construir un mito de los
orígenes, si sabemos que sólo puede tratarse de un mito.
En los veinte últimos años se ha observado un desarrollo considerable del
punto de vista genético dentro de la teoría psicoanalítica (véase la discusión de
Lebovici y Soulé, 1970). Sin penetrar en la crítica de las concepciones psicoana-
líticas del desarrollo, muchas de las cuales, en mi opinión, utilizan una concep-
ción no psicoanalítica del tiempo, considero que ha llegado el momento de
ocuparnos en mayor medida de los problemas de la comunicación, sin restrin-
girla a la comunicación verbal, sino incluyendo en ellas sus formas más incoati-
vas. Es esto lo que me indujo a insistir acerca del papel de la simbolización, del
objeto, del encuadre analítico y también de la no comunicación. Es posible que
se logre así encarar los problemas de comunicación entre los analistas. En el
exterior del campo analítico sorprende a menudo que aquellos cuya profesión
es la de escuchar a los pacientes tengan tanta dificultad para escucharse entre sí.
Mi deseo es que este trabajo, que muestra que todos debemos enfrentar proble-
mas semejantes, contribuya a esta escucha recíproca.

RESUMEN

El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico. Sobre


los cambios en la práctica y la experiencia analítica
Mi trabajo ha seguido una línea rectora personal, aunque teniendo en
cuenta las contribuciones psicoanalíticas ajenas.

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

1) El objetivo de poner el acento en el cambio en el analista era señalar


que además de los cambios en el paciente resultaba necesario tener en cuenta
el doble constituido por el cambio en el analista, gracias a la capacidad de este
último de construir en su funcionamiento mental, por complementaridad,
una figura homóloga a la del paciente.
2) El problema de las indicaciones de análisis fue enfocado desde el án-
gulo de la evaluación del paciente y desde el de la evaluación del efecto movi-
lizador de la comunicación del analista en relación con el funcionamiento
mental del paciente, es decir con la posibilidad —variable en cada caso y de
acuerdo con cada analista— de formar un objeto analítico (un símbolo) a
través de la reunión de las dos partes.
3) La descripción del modelo implícito de los estados límite, al ubicar en
posición dominante a la escisión (condición de la formación de un doble) y a
la decatectización (como aspiración al punto cero), nos señala que los estados
límite plantean el problema de los límites de la analizabilidad en el dilema
delirar o morir.
4) El interés en relación con el encuadre analítico y con el funcionamien-
to mental intentaba articular las condiciones de formación del objeto analíti-
co a través de la simbolización, tomando en consideración en la relación dual
la intervención del tercero constituido por el encuadre.
5) El lugar del narcisismo primario aporta una ilustración complementaria
a lo que precede. Es decir que junto a la formación de los dobles de la comuni-
cación de las relaciones de objeto se cierne un espacio personal, dominio narci-
sista catectizado positivamente en el Self silencioso del ser o negativamente en
la aspiración al no ser. En el espacio potencial entre el Self y el objeto se ubica la
dimensión de la ausencia, esencial para el desarrollo psíquico.

El presente artículo no tiene la pretensión de responder a la crisis del


Psicoanálisis, sino tan sólo la de destacar algunas de las contradicciones de un
pluralismo teórico y de una práctica no homogénea. Hemos intentado sobre
todo proporcionar una imagen de ella que refleje una experiencia personal y
le otorgue una forma conceptual.

SUMMARY

The analyst, symbolization and absence in the analytic setting (on chan-
ges in analytic practice and experience)
This paper has been guided by a personal theme while taking into ac-
count the psychoanalytic contributions of others.

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André Green

1) The emphasis placed on the changes within the analyst was designed
to show that, as well as changes within the patient, one must also consider the
double created by the changes within the analyst, due to his capacity for cons-
tructing, by complementarity, in his mental functioning, a figure homolo-
gous to that of the patient.
2) The problems of indications for analysis has been approached from
the point of view of the gap between the analyst’s understanding and the
patient’s material, and from that of the evaluation of the mobilizing effect of
the analyst’s communication on the patient’s mental functioning, i.e. on the
possibilty —which varies with each case and with each analyst— of forming
an analytic object (a symbol) by the meeting of the two parties.
3) The description of the implicit model of a bordeline state by putting
splitting (a condition for the formation of a double) and decathexis (as a stri-
ving towards the zero state) in the dominant position shows us that borderli-
ne states raise the question of the limits of analysability in the dilemma bet-
ween delusion and death.
4) The attention given to the analytic setting and to mental functioning
attempted to structure the conditions necessary for the formation of the analy-
tic object through simbolization, by taking into account the intervention of
the third element, which is the setting, in the dual relationship.
5) The place of primary narcissism gives us a point of view which com-
plements the preceding one. In other words, alongside the doubles of com-
munication of object relations is an encapsulated personal space which is a
narcissistic domain, positively cathected in the silent self of being, or negati-
vely cathected in the aspiration towards non-being, The dimension of absen-
ce, essential to psychic development, finds its place in the potential space
between the self and the object.

This paper does not claim to solve the crisis facing psychoanalysis, but only
to raise some of the contradictions inherent in a theoretical pluralism and a hete-
rogeneous practice. We have above all, attempted to formulate an image of psy-
choanalysis which reflects personal experience and gives it a conceptual form.

RÉSUMÉ

L’analyste, la symbolization et l’absence dans le cadre analytique. (A propos


des changements dans la pratique et l’expérience analytiques)
Ce travail a suivi une ligne directrice personnelle, tour en tenant compte
des contributions psychanalytiques des autres.

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El analista, la simbolización y la ausencia en el encuadre analítico

1) L’accent mis sur le changement chez l’analyste avait pour but de mon-
trer que, outre les changements chez le patient, il fallait compter sur le double
fourni par le changement chez l’analyste, grace à la capacité chez ce dernier de
construire dans son fonctionnement mental, par complémentarité une figure
homologue de celle du patient.
2) Le problème des indications d’analyse a été abordé sous l’angle de la
mesure de l’écart entre la comprensión de l’analyste et le matériel du patient
et sous celui de l’évaluation de l’effet mobilisateur de la communication de
l’analyste sur le fonctionnement mental du patient, c’est-à-dire sur la possibi-
lité —variable en chaque cas et pour chaque analyste— de former un objet
analytique (un symbole) par la reunión des deux parties.
3) La description du modèle implicite des états limites en mettant en
position dominante le clivage (condition de la formation d’un double) et le
désinvestissement (comme aspiration vers le point zéro) nous indique que les
états limites posaient le problème des limites de l’analysabilité dans le dilem-
me délirer ou mourir.
4) L’intérêt porté au cadre analytique et au fonctionnement mental ten-
tait d’articuler les conditions de formation de l’obet analytique par la symbo-
lisation en prenant en considération dans la relation duelle l’intervention du
tiers constitué par le cadre.
5) La place du narcissisme primaire apporte une vue complémentaire à ce
qui précède. C’est-à-dire qu’à côté de la formation des doubles de la communi-
cation des relations d’objet se cerne un espace personnel, domaine narcissique
investi positivement dans le self silencieux de l’être ou négativement dans
l’aspiration au non-être. Dans l’espace potentiel entre le self et l’objet prend
place la dimension de l’absence, essentielle pour le développement psychique.

Le présent article n’a pas la prétention de répondre à la crise de la psycha-


nalyse, mais seulement de relever quelques-unes des contradictions d’un plu-
ralismo théorique et d’une pratique non homogène. Nous nous sommes sur-
tout efforcé d’en donner une image qui reflète une experience personnelle et
lui donne une forme conceptuelle.

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