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ESCUELA DE GRADUADOS
DOCTORADO EN CIENCIAS HUMANAS,
MENCIÓN DISCURSO Y CULTURA
Docentes:
Dr. Gustavo Blanco Wells
Dr. Mauricio Mancilla Muñoz
Dr. Iván Oliva Figueroa
Dr. Gonzalo Saavedra Gallo (coordinador)
Estudiante:
Edison Leiva Benavides
Este ensayo trata sobre las nociones de identidad puestas en tensión desde fines del siglo
pasado en el escenario histórico y sociocultural de la posmodernidad. Específicamente, los
enfoques abordados en este ensayo aluden a dos perspectivas complementarias: por una
parte, la orientación psicosocial, encarnada en las teorizaciones que desde la psicología
social se han formulado a propósito del sí mismo (self); y por la otra, el enfoque culturalista
en antropología, centrado en el concepto de identidad cultural.
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dispositivos que procesan información, tanto de los referentes internos como del medio
social, y de su mutua interacción. Además, dichos procesos son entendidos como expresión
de relaciones causales, a partir de las cuales la identidad es, a la vez, un producto mental y
un mediador entre el organismo y el ambiente.
Henri Tajfel y John Turner enfocan el abordaje de los procesos que contribuyen a la
conformación de la identidad psicosocial: primero Tajfel, a través de la teoría de la
identidad social, y a continuación Turner, con su teoría de la autocategorización, intentan
explicar la identidad como proceso cognitivo situado en el contexto de las relaciones
intergrupales (Tajfel, 1984; Turner, 1990). Según la primera teoría, los grupos a los que se
pertenece tienen un papel relevante en la definición que hace cada uno de sí mismo, junto
con la significación emocional y valorativa que el sujeto le da a dicha pertenencia: para
Tajfel, las personas están motivadas a mantener y proyectar un sí mismo coherente y
positivo, lo cual se logra en buena medida a través de las evaluaciones más favorables de
los grupos a los cuales pertenecen (Tajfel, 1984).
Si bien Tajfel explica la formación del sí mismo a partir de la identificación con ciertas
categorías sociales disponibles en cada contexto cultural, estas categorías tienen valor
instrumental pues organizan y simplifican la información que el individuo obtiene del
medio social, a la vez que estructura grupalmente la sociedad según los intereses y valores
de los grupos dominantes; por eso, puede decirse que las categorías sociales emergen como
categorías cerradas, con atributos preestablecidos que son impuestas, sin posibilidad de
modificación: sólo cabe aceptarlas o resistirse a ellas.
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Ambas teorías representan aportaciones significativas al tema desde la tradición psicosocial
europea, al definir la identidad en función de la pertenencia grupal y de su valoración en las
condiciones concretas de las relaciones intergrupales. El interés especial de la investigación
de Tajfel y Turner radica en que, si bien explican la producción de la identidad a nivel
intrapsíquico, lo hacen sin dejar de lado la dimensión social del fenómeno: sus teorías
articulan el proceso cognitivo de categorización y de pertenencia social, siendo la identidad
la estructura psicológica que vincula al individuo con el grupo.
Esto supone la emergencia del sí mismo al mundo con el que interactúa: en la idea de
persona desarrollada por Mead resalta como característica crucial la de ser objeto para sí
misma, y la capacidad de construir imagen de sí mismo a partir de la interacción con los
demás. Esta imagen no es un proceso interno construido de modo autónomo por el sujeto,
sino que es resultado de las concepciones que los otros tienen sobre un individuo y que se
expresan en la comunicación simbólica. Según Mead, los conceptos de sí mismo (self) y yo
(I) hacen referencia a las relaciones entre la persona y la sociedad: mientras el yo “es la
reacción del organismo a las actitudes de los otros”, el sí mismo “es la serie de actitudes
organizadas de los otros que adopta uno mismo” (Mead, 1990: 169). En otras palabras, el sí
mismo como objeto de conocimiento del yo, que es la parte activa, crítica de la identidad:
es aquel componente que es capaz de tomar distancia de uno mismo y auto-observarse.
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Este autor señala que los individuos se consideran similares entre sí con base en su
pertenencia a categorías idénticas o parecidas, por lo cual la adscripción grupal sería fuente
de homogeneidad; pero a la vez se definen como diferentes en cuanto personas, es decir, su
distintividad está dada por rasgos propios y no compartidos por los demás miembros de
dichas categorías. El rol de las representaciones es asegurar la especificidad de los grupos,
y también situar a individuos y grupos en el contexto sociocultural, permitiendo construir
una identidad compatible con el sistema normativo y axiológico imperante. Para Doise, la
interacción y el contexto poseen importancia crucial en la elaboración de las
representaciones: lo que es valorado en la representación de sí mismo puede variar de
cultura en cultura, de época en época, de categoría en categoría.
Desde una perspectiva cercana a la psicología cultural, Bruner (2001) releva el papel de la
cultura como conocimiento implícito del mundo, a partir del cual las personas despliegan
conductas eficaces en contextos dados, fundamentalmente a través de la negociación. Este
autor explora los procesos de creación y construcción de significados y producciones
simbólicas utilizadas por los individuos para conocer su entorno y situarse en él: desde este
enfoque, el significado es un fenómeno que ya está mediado culturalmente, por lo que su
existencia depende de un sistema previo de símbolos compartidos. Así, en el uso del
lenguaje como modo de relación, surgen las transacciones como elemento central,
definiéndose éstas como “… esos tratos que se basan en una serie de supuestos y creencias
comunes respecto del mundo, el funcionamiento de la mente, las cosas de que somos
capaces y la manera de realizar la comunicación” (Bruner 2001: 67).
Ahora bien, en la medida en que se explican las acciones y los sucesos humanos que
ocurren alrededor principalmente bajo la forma de una narración, relato o drama, es
concebible que la sensibilidad a la narrativa proporcione el principal vínculo entre la propia
sensación del self y la sensación de los demás en el mundo (Bruner, 2001).
Desde esta perspectiva, la teorización sobre la identidad, sí mismo o self ha sido abordada
principalmente por Gergen (1996, 2006), con la influencia de algunas teorías de fines del
siglo XX, que han abordado la identidad entendiéndola como construcción discursiva desde
una perspectiva posmoderna. Entendido como producto relacional, el lenguaje es el medio a
través del cual no sólo se expresan las experiencias vitales, sino que también se les confiere
sentido y se tratan de hacer inteligibles para el sí mismo y para las otras personas. Esta
concepción construccionista del lenguaje pone de relieve su función generadora de
significados, la cual permite la coordinación de la acción humana social.
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A partir de sus trabajos acerca de los usos de la narrativa en psicología, Gergen propone un
análisis del lenguaje como proceso social a pequeña escala. En esta perspectiva, define las
autonarraciones como “la explicación que presenta un individuo de la relación entre
acontecimientos autorrelevantes a través del tiempo” (Gergen, 1996: 164). Las
autonarraciones son los relatos que las personas hacen sobre sí mismas, son los discursos
que se enarbolan sobre el propio yo situado en la vida social, y representan lenguajes
disponibles en la esfera pública, que se traducen en relaciones y prácticas sociales
diferentes; como resultado, el sí mismo formulado desde la perspectiva construccionista es
un producto que se logra a través de la autonarración en la vida social.
El relato que el individuo hace de sí mismo, para ser inteligible en la cultura a la que éste
pertenece, debe emplear las reglas de uso común mencionadas anteriormente, para lo cual
las construcciones narrativas de amplio uso cultural ofrecen una gama de recursos
discursivos para la construcción social del yo, formando un “conjunto de inteligibilidades
confeccionadas” (Gergen 1996: 175): Si bien el número de formas de relato potenciales
tiende al infinito, determinadas formas de relato se emplean con mayor facilidad que otras;
por consiguiente, las convenciones narrativas no rigen la identidad, sino que inducen
determinadas acciones y desalientan otras (Gergen 1996).
Gergen asigna a estos relatos la función de servir como vehículos que permiten la
inteligibilidad propia y la de los demás: están insertos en la acción social, favoreciendo que
los acontecimientos sean socialmente visibles y permitiendo su comprensión para
acontecimientos futuros.
Las identidades se construyen mediante narraciones, y éstas a su vez son propiedades del
intercambio comunitario: en apariencia la narración es individual, pero el logro de
reconocimiento para la identidad se basa en el diálogo. Con el fin de sostener la validez
narrativa del relato identitario dentro de una comunidad, se requiere una negociación
exitosa cada vez, y esto representa un desafío para la convivencia. En otras palabras, la
narración se negocia socialmente, ya sea en forma pública, ya sea elaborando un relato
previo y destinado a auditorios imaginarios, en un ejercicio anticipatorio de su posible
aceptación o rechazo (Gergen 1996).
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En este enfoque, el sujeto es también una construcción social: la noción del yo no sólo es el
enunciado de una forma de autoconciencia, sino que la palabra yo en sí misma, como una
entidad lingüística preexistente al individuo, es lo que permite la existencia de una agencia
consciente. De esta forma, la enunciación de la propia existencia es permitida sólo por los
términos socialmente construidos que empleamos para realizar tal acción: el sujeto no es
más que el engranaje de operaciones lingüísticas en las cuales se desenvuelve, como una
“construcción conversacional” (López-Silva 2013). En consecuencia, la persona identifica
un sentido compartido de sí mismo solamente en las formas conversacionales en las que
participa, surgiendo esta identificación desde los roles sociales que uno desempeña en
ciertos contextos.
Así, Gergen señala que cuando el sujeto no soporta el exceso de información que proviene
de esta multiplicidad contextual, el sí mismo se satura, posteriormente se fragmenta y
finalmente es vaciado (Gergen 2006). El sujeto se diluye en medio de la polifonía
conversacional, y se escinde para permanecer como un mero entrecruzamiento de narrativas
ajenas, fenómeno denominado “sujeto multifrénico”, lo cual sería, para el autor, la
característica principal del sujeto posmoderno.
En este estado de cosas, la inteligibilidad del sujeto depende del grado en que los otros
participantes en la trama conversacional confirman y legitiman el rol que el sí mismo toma
en la red conversacional, y así, el sujeto es una negociación constante e inestable, que lo
hace vivir en una condición de constante interdependencia precaria:
En su reemplazo, postula una concepción relacional del yo, según la cual la conciencia de
su construcción llevaría a plantear que quién y qué somos es el resultado de cómo somos
construidos en diversas relaciones sociales (Gergen 2006).
De manera similar, Cabruja (1996) asume que las diversas construcciones identitarias que
emergen en el discurso socialmente construido se producen en una red intersubjetiva que,
como efecto del lenguaje, construye el yo en referencia con el otro u otros, proceso del cual
también participan los demás. Sin embargo, esta autora señala la persistencia de un rasgo
moderno en la construcción posmoderna de la identidad: si bien predomina la posibilidad
de transitar a través de múltiples identidades, aún se conserva la dicotomía entre individuo
y sociedad como una visión individualizada del sujeto, tensionado por la contraposición
entre la fijeza de la identidad y su movilidad.
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Además, agrega que las dos versiones de la identidad, la moderna y la posmoderna, se
producen simultáneamente: por una parte, una visión moderna, psicologizada de los
procesos sociales, que revela la persistencia de la concepción del sujeto como libre y
autónomo, del individuo como un núcleo desde donde todo es creado y definido, con el
efecto de no considerar las restricciones sociales, culturales, económicas y políticas propias
de la hegemonía discursiva liberal y de la sociedad de consumo; por su parte, desde lo
posmoderno la identidad es vista como fruto de la elaboración conjunta de cada sociedad a
lo largo de su historia, algo indefinido y borroso que de algún modo se relaciona con el
lenguaje, las normas sociales, el control social y las relaciones de poder: es decir, con la
producción de subjetividades (Cabruja 1996).
En la versión moderna del sujeto, hay cierta correspondencia entre la identidad y la cultura:
en efecto, las aproximaciones esencialistas a los temas culturales postulan que la identidad
se deriva de la cultura, particularmente desde perspectivas que relevan los procesos
socializadores como mecanismos de endoculturación. En este caso, existe un marco de
referencia cultural claro, desde el cual se define la integración del sujeto en la vida social:
“La identidad cultural de un pueblo viene definida históricamente a través de múltiples
aspectos en los que se plasma su cultura, como la lengua, instrumento de comunicación
entre los miembros de una comunidad, las relaciones sociales, ritos y ceremonias propias, o
los comportamientos colectivos, esto es, los sistemas de valores y creencias” (González
Varas 2000, citado en Molano 2007: 73).
Esta concepción de identidad supone una igualdad ontológica de los miembros del
colectivo, a la manera de la solidaridad mecánica descrita por Durkheim. En efecto, desde
este concepto “fuerte” de identidad cultural (Brubaker y Cooper 2001, en Rivero y
Martínez 2016), se deriva una noción homogeneizadora, con dos implicancias relevantes:
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por una parte, la invisibilización del conflicto y la diferencia al interior de las fronteras
identitarias, y por otra, la construcción de alteridad respecto de quienes están más allá de
las fronteras, en términos absolutos; además, la naturalización de las fronteras conlleva el
borrado tanto de la historicidad como de las prácticas y las condiciones sociales en su
construcción.
Stuart Hall (2010) explica la crisis de identidad del sujeto como parte de un proceso más
amplio de cambio que está afectando los procesos y estructuras de las sociedades modernas
y socavando las bases que daban un anclaje estable en el mundo social a las personas. Esto
produce la experiencia de una identidad fragmentada: pérdida de un sentido de sí mismo
estable, con un profundo descentramiento del sujeto en un sentido doble, porque descentra
a los individuos tanto de su lugar en el mundo cultural y social como de sí mismos. Hall
ofrece un concepto de identidad asociado al sujeto posmoderno como sucesor del sujeto
ilustrado –es decir, una concepción individualista del sujeto centrado y unificado, dotado de
razón, consciencia y acción– y del sujeto sociológico o relacional, cuya identidad se forma
en la interacción entre el yo y la sociedad, en un diálogo continuo con los mundos
culturales “de fuera” y las identidades que éstos ofrecen.
En cambio, Hall describe al sujeto posmoderno como carente de una identidad fija o
permanente: ésta es formada y transformada continuamente con relación a los modos en
que somos representados en los sistemas culturales que nos rodean; es decir, está definida
histórica y no biológicamente. El sujeto asume diferentes identidades en momentos
distintos, las que no están unificadas en torno a un yo coherente, sino que más bien
coexisten identidades contradictorias que se movilizan en distintas direcciones, de modo
que nuestras identificaciones continuamente están sujetas a cambios: “Si sentimos que
tenemos una identidad unificada desde el nacimiento hasta la muerte, es sólo porque
construimos una historia reconfortante o ‘narrativa del yo’ sobre nosotros mismos” (Hall
2010: 365).
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Hall atribuye la fragmentación de las identidades a un fenómeno de dislocación o
descentramiento del sujeto a partir de una serie de quiebres ontológicos y epistemológicos
en los discursos sobre el conocimiento de lo humano: el pensamiento marxista y su
desplazamiento de la agencia individual; el descubrimiento del inconsciente freudiano y la
puesta en entredicho de la racionalidad humana; la lingüística estructural de Ferdinand de
Saussure y sus consecuencias para la comprensión del lenguaje y su dimensión social; el
trabajo de Michel Foucault sobre las formas de poder que operan a través del discurso; y
más recientemente, el impacto del feminismo como crítica teórica y como movimiento
social. Éstos son los cambios mediante los cuales el sujeto de la Ilustración, dueño de una
identidad estable y fija, fue descentrado hacia identidades abiertas, contradictorias,
incompletas y fragmentadas del sujeto posmoderno.
b) Épica. De origen literario, la épica alude a una forma narrativa que da cuenta de
acontecimientos de naturaleza mítica, en que se produce el despliegue de diversas formas
de heroísmo. En este contexto, proponemos un uso un tanto distinto de este concepto, más
cercano a su empleo coloquial, definiéndolo como un relato de carácter auto-laudatorio que
enlaza el destino personal de los individuos con una gesta colectiva; más que tratarse de un
relato explícito, nos referimos a un repertorio implícito de ideas e imágenes que en su
conjunto articulan una narración que tiene una finalidad auto-justificatoria, o al menos que
provee un contexto de significados –que por cierto, son parte del repertorio cultural– que
permite dotar de sentido a la identidad de un grupo social, cultural o étnico. Por ejemplo,
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podemos referirnos a la épica de los habitantes valdivianos de los “rucos” con posterioridad
al Gran Terremoto de 1960: relatos que dan cuenta de la hecatombe, del sufrimiento, de la
solidaridad, la organización y la superación de la adversidad que hoy son parte importante
de la memoria colectiva de los vecinos del Barrio Inés de Suárez y, muy probablemente,
esté presente de algún modo en su identidad cultural. O podemos mencionar también la
épica del movimiento de resistencia mapuche iniciado con las acciones de recuperación en
la comunidad Temucuicui en 2003: la confrontación con el Estado y con los empresarios
agroforestales, la lucha organizada y el recuerdo reverencial hacia los jóvenes muertos,
desde Alex Lemun hasta Camilo Catrillanca. En este caso los contenidos de la épica están
asociados probablemente al heroísmo y el martirio, la injusticia del despojo y el valor moral
de la resistencia.
Ahora bien, planteamos tres posibles respuestas que instrumentan los individuos y grupos
sociales ante la crisis de la identidad cultural que caracteriza el devenir posmoderno: el
retorno y aferramiento a la tradición, la construcción de identidades alternativas, y la
afirmación del solipsismo identitario. Es importante señalar que estas estrategias no son
necesariamente categorías excluyentes entre sí.
En lo que respecta a las fronteras de la identidad cultural, es posible que éstas experimenten
endurecimiento y rigidización, dificultando e incluso impidiendo el tránsito de ideas,
innovaciones, perspectivas divergentes y sobre todo vínculos e intercambios con personas y
grupos con identidades diferentes. En este caso, no es exagerado decir que las fronteras de
la identidad cumplen una función de contención-retención de los miembros, y otra función
de defensa ante los extraños: más que frontera, sería pertinente hablar de un muro cultural.
Acerca de la épica, nos parece útil aplicar el “mito de la pureza comunitaria” desarrollado
por Richard Sennet (2001), como un conjunto de creencias y prácticas que apuntan a la
búsqueda y preservación de una identidad fundamental –la familia bien constituida, la
verdadera fe, la comunidad indígena no champurria, el chileno patriota–, no contaminada
de contenidos culturales extraños, degradados, impuros. Desde esta mistificación, lo ajeno,
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lo distinto, lo disruptivo es percibido como amenazante para la propia seguridad ontológica,
y es objeto de diversas formas de hostilidad.
Es probable que las fronteras de esta identidad cultural sean altamente permeables y
móviles, pues su vocación innovadora demanda un estado de apertura a los flujos de
información proveniente del medio. También es posible que estas formas de identidad
neocultural sean reconocibles generacionalmente entre sujetos jóvenes, que manejan con
soltura los canales y códigos de la sociedad de la información; además, es poco probable
que sujetos juveniles, de la generación millenial e incluso los que vienen tras ellos, se
sientan atraídos por la tradición.
La épica puede basarse en un relato refundacional, que tienda a mirar con desdén las viejas
formas de identidad cultural, y en la búsqueda de causas justas que abrazar; pero éstas ya
no se inscriben en la tradición política o gremial clásicas del siglo anterior. En el espíritu de
los nuevos movimientos sociales, la cuestión ya no trata de las condiciones materiales de
vida o de los derechos humanos de primera y segunda generación; las nuevas luchas tienen
un carácter identitario, e incluso transcienden a la condición humana para interesarse por la
suerte del planeta, desde perspectivas ambientalistas e incluso posthumanas. Probablemente
la épica esté teñida de pesimismo ante las visiones catastrofistas del futuro y por lo tanto lo
identitario tiene el carácter de un refugio –y en este caso, esta identidad comparte un punto
con la identidad tradicionalista–, o como es más probable, los participantes de esta
identidad neocultural estén animados por el optimismo incurable del perseguidor de
utopías.
c) Afirmación del solipsismo identitario. A diferencia de las dos estrategias previas, ésta se
aplica a sujetos individuales que no mantienen conexiones relevantes con otros sujetos en
términos de comunidad o asociación. Es el individuo que no reconoce identidad cultural
alguna o, más probable, está disociado y enajenado respecto de los elementos identitarios
que le corresponde por origen social, étnico, político, territorial, etc. De algún modo, se
asemeja al homo neoliberal descrito por Araujo y Martuccelli (2012) en un estudio sobre la
sociabilidad chilena del cambio de siglo: el sujeto solipsista pareciera exhibir con orgullo
su falta de identidad cultural, y más bien padece alguna especie de hipertrofia del yo;
premunido de un programa utilitarista ante la vida, desconfía de cualquier clase de
pertenencia colectiva y se retira a una identidad mínima, acotada a los actos del consumo y
de la exposición, donde lo cultural es un producto de valor funcional o fuente de estatus,
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validado sólo como recurso simbólico que le permite sustentar su diferenciación respecto
de los demás.
Más que una frontera de la identidad cultural, tenemos que hablar de una frontera del yo,
cuya porosidad está condicionada al valor de uso de los intercambios; en un patrón
relacional más bien narcisista, la frontera del yo cumple funciones más bien defensivas y de
preservación de la identidad yoica: más que una frontera donde se verifican transacciones y
contactos, estamos en presencia de una fortaleza similar a los límites de la identidad
tradicionalista.
La épica del solipsista es la del éxito y logro personal (y su contra-épica: “los demás son
unos fracasados”); su trofeo es la imagen de sí mismo en las plataformas digitales: es el
joven que sube su fotografía a Instagram y espera nervioso el conteo de los me gusta.
Esencialmente despolitizado, no está interesado en los asuntos públicos, y cree
profundamente en que cada cual debe velar por sí mismo.
Cabe señalar que, más que carecer de una identidad cultural –lo que resulta casi imposible–,
carece de una conciencia de ella: es el sujeto que reniega de su origen popular, o que oculta
sus ancestros indígenas, o modifica su apariencia física para adoptar una identidad
“prestada” por razones de conveniencia. Es la imagen de la alienación cultural.
V. Reflexiones finales
Sin embargo, no es igual de sencillo cuando se trata de la identidad cultural: como ocurre
con las raíces de los árboles, las bases de la identidad cultural son profundas y gobiernan
con fuerza la conducta social, pero están fuera de la vista y por lo tanto resulta difícil
percatarse de su influencia.
Por otra parte, sí es claro que un elemento clave para el esclarecimiento de la identidad es el
análisis de las fronteras y el estudio de su uso como espacio transaccional, como
lúcidamente puntualizó Barth en su estudio sobre la identidad étnica. Por otra parte, la
búsqueda (o reconstrucción) de una épica puede ser propuesta como un eje exploratorio
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para conocer, desde una perspectiva narrativa, el proceso por el cual los sujetos
individuales y colectivos hacen hablar a su identidad cultural.
Bibliografía
Barth, Frederik (comp.). 1976. Los grupos étnicos y sus fronteras. La organización social
de las diferencias culturales. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.
Bruner, Jerome. 2001. Realidad mental y mundos posibles. Los actos de la imaginación que
dan sentido a las experiencias. Barcelona: Gedisa.
Molano, Olga. 2007. “Identidad cultural. Un concepto que evoluciona”. Revista Opera, 7:
69-84.
Montero, Maritza. 2000. “El sujeto, el otro, la identidad”. Akademos, 2, (2): 11-30.
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Rivero, Patricia; Martínez, Virginia. 2016. “Cultura e identidad. Discusiones teóricas-
epistemológicas para la comprensión de la contemporaneidad”. Revista de
Antropología Experimental, 16 texto N° 8: 109-121.
Sennet, Richard. 2001. Vida urbana e identidad personal. Los usos del orden. Barcelona:
Ediciones Península.
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