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II.

LA PRAGMÁTICA

5. La finalidad explicativa y reconstructiva de la teoría del derecho. A) El carácter convencional del


lenguaje teórico

Según la concepción predominante, la ciencia jurídica y más aún la teoría del derecho son
discursos puramente descriptivos y avalorativos. Se trata de una concepción que es fruto de
diversas tradiciones, fuertemente enraizadas aún en la cultura filosófico-jurídica, sobre todo en la
de orientación analítica: el principio weberiano del carácter no valorativo de las ciencias sociales,
la idea kelseniana de pureza —en particular, de la teoría del derecho—, la epistemología del
primer neopositivismo lógico y su descalificación de los juicios de valor como carentes de sentido
y, finalmente, el método técnico-jurídico y el modelo apolítico de jurista transmitido por la
pandectística alemana y consolidado entre finales del siglo XIX y comienzos del XX en todas las
ramas de la ciencia del derecho. De ello resulta una metajurisprudencia normativa bastante
alejada de las características y el papel efectivos de la ciencia jurídica tal y como los pondría de
manifiesto una metajurisprudencia descriptiva29. Porque de hecho la ciencia jurídica no ha sido
nunca puramente descriptiva y avalorativa. Sobre todo, como mostraré en el próximo parágrafo,
en las actuales democracias constitucionales ni siquiera podría serlo, a causa del específico
estatuto normativo que les confiere la estructura de su propio objeto; y ello hasta el punto de que
la negación de su ineliminable dimensión normativa desemboca de hecho, en paradójico contraste
con las estimables razones deontológicas que la motivan —la neutralidad científica, la defensa del
positivismo jurídico y el valor metacientífico, además de político, de la separación entre derecho y
moral—, en su enmascaramiento ideológico. Esta dimensión pragmática y valorativa es del todo
evidente y comúnmente reconocida en lo que concierne a la dogmática jurídica, desarrollada —
como explicaremos mejor más adelante— sobre la base de esa específica actividad cognoscitiva
que es la interpretación, esto es, el análisis del lenguaje de las leyes positivamente existentes en
un ordenamiento dado. Como mostró el propio Kelsen, esta actividad conlleva siempre, a causa de
los márgenes de indeterminación e imprecisión del lenguaje legal, espacios de discrecionalidad
interpretativa llamados a ser colmados por opciones y juicios de valor que le confieren una
inevitable dimensión prescriptiva30. Pero también en la teoría del derecho es inevitable una
dimensión prescriptiva, ligada a su finalidad explicativa. Y lo es bajo dos aspectos: el primero, del
que hablaré en este parágrafo y con mayor amplitud en los §§ 9 y 10, es el carácter convencional o
estipulativo de los conceptos y las tesis primitivas elaborados por la teoría del derecho. El
segundo, al que me referiré en el próximo parágrafo, es la inevitable presencia en los actuales
sistemas complejos de derecho positivo, articulados en varios niveles normativos, de antinomias y
lagunas estructurales no resolubles directamente por el intérprete y que no obstante la lógica del
discurso teórico exige resolver. El primer aspecto de la dimensión pragmática de la teoría es con
seguridad el más sencillo. A diferencia de lo que ocurre con los conceptos y enunciados de la
dogmática, vinculados al léxico y al discurso legales, los conceptos y postulados de la teoría son
fruto de definiciones «estipulativas» o «asunciones», es decir, de decisiones justificadas no por los
usos lingüísticos del legislador, sino por las estrategias explicativas seguidas por el propio teórico.
Como se verá en los §§ 9-12, esta naturaleza convencional y por lo tanto normativa de las tesis
primitivas se hace totalmente explícita y transparente gracias al empleo del método axiomático,
en virtud del cual en el desarrollo de la teoría postulados y definiciones resultan claramente
distinguidos, en tanto que libres asunciones, del resto de tesis que se deducen de ellos como
teoremas. Es claro que la teoría es tan avalorativa y lógicamente verdadera en la derivación de los
teoremas como fruto de opciones en lo que concierne a la formulación de sus premisas. Pero
evidentemente esto vale para cualquier teoría, incluida la teoría «pura» de Hans Kelsen,
justamente en razón del carácter convencional y artificial del lenguaje teórico, con independencia
de su formalización. Las opciones que gobiernan la construcción de dicho lenguaje y, en particular,
las definiciones de los conceptos que en él se expresan, son de naturaleza diversa. En la mayor
parte de los casos se trata de opciones de carácter teórico, justificadas por mostrar en el
desarrollo mismo de la teoría mayor capacidad explicativa que otras posibles opciones
alternativas. En estos casos, se trata por lo general de redefiniciones de términos del lenguaje
teórico-jurídico corriente: piénsese, por ejemplo, en la asunción como término primitivo de
‘causa’, que es una expresión del lenguaje civilista cuya extensión se ampliará aquí del campo de
los negocios jurídicos al de todos los actos relevantes en tanto que productores de efectos
jurídicos; o en la redefinición del término ‘imputación’ (D3.3), tomado de los usos de los penalistas
y extendido aquí a todas las relaciones de un sujeto con cualquier tipo de comportamiento, de
figura deóntica, o de situación jurídica que se le atribuya como autor o titular; o en la redefinición
del término ‘forma’ (D9.1), extendido a su vez, como requisito de su existencia o validez, a todos
los actos jurídicos lingüísticos que llamaré ‘formales’. En otros casos se trata de redefiniciones de
términos del lenguaje teórico-político: como ‘poder’ (D10.1) ‘libertad’ (D11.15), ‘autonomía’
(D11.14), ‘igualdad’ (D11.35) ‘esfera pública’ (D11.36), ‘representación política’ (D12.4) o
‘separación de poderes’ (D12.8), que tienen a sus espaldas una larga y compleja tradición
filosófica. Otras veces se trata de conceptos nuevos o al menos extraños al léxico jurídico
corriente, cuya introducción ha parecido necesaria en atención a los fines explicativos de la teoría:
como, por ejemplo, ‘expectativa’ (término primitivo), ‘actuación’ (D2.7), ‘norma tética’ (D8.3),
‘norma hipotética’ (D8.4), ‘acto formal’ (D9.2), ‘acto informal’ (D9.3), ‘conformidad’ (D9.14),
‘coherencia’ (D9.15), ‘garantía primaria’ (D10.39) y ‘garantía secundaria’ (D10.40). Y en otras
ocasiones se trata de opciones guiadas por razones de carácter extrínseco y, por así decirlo,
estético, como la mayor simplicidad o el carácter incisivo de los conceptos definidos basándose en
ellas, o su mayor proximidad —que en igualdad de condiciones resulta decisiva— a los usos
lingüísticos consolidados: pensemos, por ejemplo, en la definición que propondré de ‘acto jurídico’
(D5.2) como cualquier comportamiento que produzca efectos jurídicos, o en otras más cercanas a
los usos corrientes como las de ‘sujeto jurídico’ (D7.4), como cualquier sujeto que sea centro de
imputación de actos o situaciones, o ‘capacidad de obrar’ (D7.9), como idoneidad de un sujeto
para ser autor de actos jurídicos. En algunas ocasiones, no obstante, se trata de opciones a las que
no son extrañas otras de carácter ético-político, dictadas por los específicos fines reconstructivos
perseguidos por el teórico a la vista de las implicaciones prácticas que sugieren. Pongo dos
ejemplos, esclarecedores ambos de la dimensión pragmática de los conceptos y de las
construcciones teóricas. El primero se refiere al concepto de ‘ilícito’. La definición que propondré
del mismo en el § 9.4 como ‘acto informal prohibido’ (D9.4) no es por cierto más «verdadera» que
la definición kelseniana de ‘ilícito’ como cualquier acto al que el ordenamiento conecta una
sanción. Pero son muy diferentes las implicaciones que una y otra definición generan en el plano
teórico, así como los efectos que consienten o sugieren en el plano práctico. Con arreglo a la
definición kelseniana, un comportamiento prohibido para el que no estén previstas sanciones no
es un acto ilícito: la guerra no defensiva, por ejemplo, aun prohibida por el derecho internacional y
por muchas constituciones estatales, al no estar sancionada ni por aquél ni por éstas no puede
configurarse como ilícita e incluso en algunos casos es concebida en sí misma por el propio Kelsen
como una sanción31. Por el contrario, con arreglo a la definición de ilícito como acto prohibido
que aquí se propone, también la guerra puede calificarse como ilícito, mientras que la ausencia de
sanciones queda configurada como una laguna de garantías que exige ser colmada. El segundo
ejemplo se refiere a los ‘derechos fundamentales’ y a su llamado ‘universalismo’. También la
definición que aquí se propondrá de tales derechos como aquellos intereses y expectativas
conferidos universalmente a todos en tanto que personas o ciudadanos y/o capaces de obrar
(D11.1) no es más verdadera que la más habitual, que los identifica con aquellos derechos,
generalmente establecidos en las constituciones, que reflejan valores universalmente
compartidos. La diferencia reside en que la primera es una definición formal, idónea para explicar
la estructura lógica de los derechos fundamentales como parámetros de la igualdad jurídica, con
independencia de sus contenidos y del valor asociado a ellos. La segunda, en cambio, si se
entiende que de hecho no existen valores universalmente compartidos, será una definición que
designa una clase vacía y que, por consiguiente, carece de toda capacidad explicativa; y, en caso
contrario, desembocará en una definición que sugiere tesis ético-cognoscitivistas y antiliberales,
basadas en la idea de que son universales —en el sentido de que deben ser universalmente
aceptados y compartidos puesto que son objetivamente justos— los valores expresados por los
derechos que se afirman en las constituciones de los países occidentales. Y podría desarrollarse un
discurso análogo en relación con otros muchos conceptos, como ‘norma’, ‘validez’, ‘vigencia’,
‘competencia’, ‘responsabilidad’, ‘esfera pública’, ‘laguna’, ‘antinomia’, ‘separación de poderes’,
‘constitución’, etcétera. Es claro, en todos los casos, que las definiciones y asunciones basadas en
esta clase de opciones, por más que estén argumentadas y puestas a prueba, no son en modo
alguno tesis asertivas, calificables como «verdaderas» o «falsas», ni siquiera en el sentido relativo
en que lo son las tesis dogmáticas, referido a los contenidos normativos contingentes dictados por
el legislador. Son por el contrario tesis estipulativas, en las que siempre están sobreentendidos
segmentos normativos del tipo «se decide (o se propone) asumir el siguiente postulado» o
«asociar a tal término tal o cual significado»: por ejemplo, «entender ‘derecho subjetivo’ en el
sentido de (o como equivalente a) ‘expectativa de prestación o de no lesión’» (D10.20).
Naturalmente, los diferentes criterios pragmáticos de opción —y en primer lugar el de la máxima
fecundidad explicativa— hacen que la formulación de los postulados y las definiciones sólo en
principio sea arbitraria. De hecho, las opciones llevadas a cabo a partir de aquellos resultan en
buena medida obligadas. Y más aún, como veremos, cuanto más se avanza en el desarrollo de la
teoría y más va creciendo, con su alcance empírico y explicativo, la red de conceptos y enunciados
a los que están directa o indirectamente vinculadas. Se podría repetir un discurso en parte análogo
al desarrollado en relación con los términos teóricos por cuanto se refiere a las tesis teóricas, que
reformulan principios tomados de la teoría y la filosofía políticas e introducidos explícita o
implícitamente, como principios de derecho, en normas del derecho positivo. Piénsese en el
principio de igualdad, en los derechos de libertad, o en los derechos sociales, formulados
habitualmente —como el habeas corpus, o los derechos a la salud y a la educación— por normas
constitucionales explícitas; o en principios implícitos en la estructura del estado de derecho, como
el principio de legalidad, que resulta de nuestros cuatro postulados del positivismo jurídico (P10,
P11, P12 y P13), el principio de la paz y del monopolio jurídico de la fuerza (P16), o los principios
de separación de poderes (D12.8) y de representación política (D12.4). Se trata, en todos estos
casos, de principia iuris et in iure, pertenecientes y, por lo tanto, internos al derecho positivo que
es objeto ya sea de la teoría o de la dogmática. Eso no quita que, en sede teórica, hayan de ser
reformulados, con independencia del análisis dogmático de sus formulaciones legislativas, como
elementos o connotaciones normativas de los modelos teóricos que tienen tras de sí: por ejemplo,
el principio de contradicción en el proceso es un principio teórico que, en el marco de una teoría
de las garantías procesales, ha de ser formulado con independencia de cuál sea su disciplina
contingente e incluso de su presencia o ausencia en los ordenamientos tomados como su
referencia empírica32. Es evidente que estos principios son normativos, como lo es el modelo de
derecho al que pertenecen. Sin embargo, lo analizado y definido por la teoría es la estructura
formal del modelo, mediante cuya explicación, por otra parte, contribuye no sólo a la descripción
sino también a la reconstrucción de su objeto. Así, por ejemplo, la teoría formula el concepto de
‘validez’, identificando sus condiciones formales y sustanciales requeridas por el paradigma
constitucional: por un lado, la conformidad de los actos normativos con las que llamaré ‘normas
formales’, por otro, la coherencia de sus significados con las que llamaré ‘normas sustantivas’
acerca de su producción. O reformula el principio de estricta legalidad penal, definiendo las
condiciones para su satisfacción —y entre todas ellas, en primer lugar, la taxatividad de los tipos
penales— y caracterizándolo como una regla semántica dirigida al legislador acerca de la
formación del lenguaje legal. Y formula los conceptos de ‘derechos fundamentales’, ‘derechos
patrimoniales’, ‘garantías primarias’ y ‘secundarias’ y ‘separación de poderes’, enunciando sus
características estructurales y por tanto las condiciones requeridas para su tutela o satisfacción.
Algunos de estos principios han sido inventados sin más por la ciencia jurídica. Piénsese, por
ejemplo, en el principio de la «rigidez» de las constituciones, basado en la tesis obvia de que una
constitución totalmente flexible, es decir, modificable mediante los mismos procedimientos
previstos para las leyes ordinarias, es en realidad una ley ordinaria, con independencia de cómo la
llamemos. De hecho, durante mucho tiempo las constituciones se consideraron flexibles, en
ausencia de garantías institucionales explícitas como el procedimiento especial de revisión y el
control de constitucionalidad de las leyes, justamente porque lo eran en el imaginario de los
juristas, que ni siquiera concebían la posibilidad de una ley que vinculase a la ley. Pero ese
imaginario cambió gracias también a la teoría: piénsese, en particular, en la teoría kelseniana de la
estructura escalonada del ordenamiento, que, a pesar de la identificación de la «validez» de las
normas con su «existencia» por parte de Kelsen, ha contribuido como ninguna otra a promover la
introducción, en las democracias posteriores a la segunda guerra mundial, tanto del juicio de
constitucionalidad de las leyes existentes pero inválidas, como de los procedimientos agravados
para la revisión de la constitución

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