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El giro animal1

Evelyn Galiazo

La década de los ’90, y con ella el segundo milenio, finalizaron con el escándalo de
la encefalopatía espongiforme bovina, uno de los más enloquecedores y significativos
affaires coprotagonizados por hombres y animales. En el acontecimiento de la vaca loca se
juegan la violencia del poder y del deseo, la necesidad de comer y la tentación del amor
como pasión devoradora. Ante los estragos que provocó la proteína patológica, científicos
de muy diversas disciplinas se dispusieron a estudiar en toda su dimensión las causas y las
consecuencias de la crisis sanitaria.2 Mientras las grandes contradicciones de los
mecanismos de producción de la cría hiperindustrializada obligaron a estos investigadores a
concentrarse en el desplazamiento de los vínculos entre los actores de la cadena
alimentaria, otros pensadores cuestionaban, desde otro lugar, los planos sobre los que se
desplazan las fronteras entre hombres y animales.
En 1997 el tradicional coloquio filosófico de Cerisy-la-Salle se dedica enteramente
a esta problemática3 y en 1998 aparecen tres textos –ya clásicos– consagrados por completo
a ella: Le silence des bêtes. La philosophie à l’épreuve de l’animalité, de Élisabeth de
Fontenay, la compilación interdisciplinaria coordinada por Boris Cyrulnik, Si les lions
pouvaient parler. Essais sur la condition animale, y por último, Zoos. Histoire des jardins
zoologiques en Occident (XVIe-XXe siècle), de Eric Baratay y Elisabeth Hardouin-Fugier.
Uno relee toda la filosofía occidental siguiendo el hilo conductor de la animalidad, otro
aborda las representaciones del animal que manejan las distintas ciencias en el mundo
moderno, y el último describe los objetivos que acunan cinco siglos de apropiación de la
fauna salvaje. De la compañía y la domesticación al sacrificio, del totemismo a los avances
en torno al psiquismo y el descubrimiento de que algunos animales sueñan (y por lo tanto
tienen inconsciente), de la explotación simbólica y económica a la tortura por simple
diversión, de la metamorfosis a la manipulación genética, de la vergüenza de los orígenes al
orgullo de la dominación civilizatoria, los tres volúmenes, en conjunto, recorren la curva
completa de la historia del vínculo entre humanos y animales. Pero principalmente, al
relevar el estado de los conocimientos y las interrogaciones sobre el enigma de la
animalidad, dan cuenta de una inquietud apremiante que atraviesa en forma transversal todo
el pensamiento contemporáneo.
Sobre la base de esta prevalencia temática –que incluso tal vez pueda llamarse
imposición–, durante los días 5 y 6 de agosto de 2010 se realizó en Buenos Aires el
Coloquio Internacional “El giro animal. Imaginarios, cuerpos, políticas”, cuyo título mismo

1
Publicado en Pensamiento de los Confines Nº 27, Buenos Aires, Guadalquivir, 2011.
2
Aunque el primer animal infectado se registró en 1986, recién en marzo de 1996 el Ministro de Salud del
Reino Unido declaró que la EEB es transmisible al hombre, a pesar de que se detectaron casos desde 1991. Al
respecto puede consultarse M. Hirsch y P. Duneton, L’affolante histoire de la vache folle, París, Balland,
1996.
3
M-L. Mallet (dir.), L’animal autobiographique. Autour de Jacques Derrida, París, Galilée, 1999.

1
invitaba a reflexionar sobre el debate acerca de la animalidad con relación a la categoría
teórica de “giro”.4 La convocatoria del encuentro partía de una constatación: la cuestión
de la (in)distinción entre lo humano y lo animal emerge como clave decisiva para entender
una serie de anudamientos y tensiones de la cultura y la política actuales. Aunque esto
resulte indudable, ¿es legítimo hablar de un giro?, ¿qué supondría arriesgarse a hacerlo?
La noción de “giro” remite a un cambio de dominante en la historia de las ideas.5 Si
bien la pregunta y la preocupación por los animales siempre estuvieron presentes en la
cultura, sólo desde hace algunas décadas los animales abandonaron los márgenes del interés
histórico. Como señala Michel Pastoreau, en el pasado hubiera sido impensable dedicarle
un estudio exclusivo a los animales, meros satélites que acompañaban las idas y vueltas de
los verdaderos temas de la historia. La situación se modificó recién en los últimos veinte
años. “En la actualidad –dice Pastoreau– (…) su estudio ocupa uno de los primeros lugares
en las investigaciones y se encuentra en el cruce de varias disciplinas. En efecto, no puede
ser sino ‘transdocumental’ y ‘transdisciplinario’, dos adjetivos que (…) hoy están un poco
desgastados a raíz del uso abusivo que se hizo de ellos, pero que califican perfectamente a
las investigaciones que debe realizar todo historiador que se interese por el animal”.6
Considerado según su relación con el hombre, el animal atañe a todos los grandes
temas de la historia social, económica, material, cultural, religiosa, jurídica y simbólica.
Pero los animales tienen también su propia historia más allá del hombre.7 Luego de siglos
de asediar desde afuera, en saberes imperfectos y mal fundamentados, los discursos sobre el
hombre, los animales han abandonado el anonimato y las grietas de los grandes
monumentos discursivos para alcanzar finalmente la forma del pensamiento riguroso y de
la cientificidad. Se vuelvo necesario explorar dicha cristalización, no para buscar suaves
continuidades ni desarrollos lineales que permitan detectar el secreto origen de un
problema, sino para reponer –tirando de los hilos enredados la procedencia– los términos
básicos de una discusión; para indicar no un gran cambio único, un giro, sino una serie
compleja de transformaciones, de fisuras, de brechas y redistribuciones que coagularon en
nuevas formas de positividad con respecto a lo animal.

1. Hacia una ontología [de lo] salvaje

“La naturaleza es envolvente; me cubre y es sexualmente viva, sólo esto: viva.


También estoy truculentamente viva, y lamo mi hocico como el tigre después
de haber devorado el venado.”

4
Coloquio organizado por New York University, New York University en Buenos Aires y San Francisco
State University, coordinado por Gabriel Giorgi, Fermín Rodríguez y Álvaro Fernández Bravo.
5
Sobre la noción de “giro teórico” pueden consultarse C. Koelb and S. Noakes, The Comparative Perspective
on Literature: approaches to theory and practice, New York, Cornell University Press, 1988 y R. Chow, “In
the name of Comparative Literature”, in Ch. Bernheimer (ed.), Comparative literature in the age of
multiculturalism, Baltimore and London, Johns Hopkins University Press, pp.107-116.
6
M. Pastoreau, Una historia simbólica de la Edad Media occidental, Buenos Aires, Katz, 2006, p. 27.
7
Cfr. R. Delort, Les animaux ont une histoire, Paris, Seuil, 1993.

2
“Más allá del pensamiento no hay palabras: se es.”
Clarice Lispector, Agua viva

Foucault introduce los conceptos de biopoder y biopolítica para dar cuenta de la


transición que se produjo en las sociedades occidentales cuando la concepción soberana del
poder fue reemplazada por otra de tipo gubernamental. Como resultado de esta
transformación “es en la vida y a lo largo de su desarrollo donde el poder establece su
fuerza”.8 El ingreso de la especie en tanto apuesta de juego de las estrategias políticas exige
una redistribución de los saberes, ya que para mantener y potenciar la vida es preciso
conocer y dominar la verdad que la sostiene.9 Por ende, surgen nuevos campos de
empiricidad y nuevas ciencias, que recortan objetos también inéditos. Si la ruptura
producida a fines del siglo XVIII en el régimen del discurso científico es efectivamente el
reverso epistemológico de los procesos biopolíticos, entonces Las palabras y las cosas
constituye el correlato necesario del corpus conformado por Defender la sociedad,
Seguridad, territorio y población, El nacimiento de la biopolítica y el último apartado de
La voluntad de saber.
Las palabras y las cosas despliega, en la severidad de su irrupción histórica, el paso
del análisis de las riquezas a la economía política, de la historia natural a la biología, y de la
gramática general a la filología comparada. Las tres disciplinas reemplazadas respondían a
una misma disposición de los saberes: la mathesis universal como campo homogéneo de
representaciones ordenables. De acuerdo con este a priori histórico, la historia natural
ordenaba el conjunto de los seres en un sistema de nombres que designaban con exactitud
sus vecindades y diferencias. Sobre la trama de infinitas variaciones de la naturaleza, o
mejor dicho, sobre la representación total de esa trama que se postula continua, la historia
natural imprimía una cuadrícula en la que todos los individuos y todos los grupos,
conocidos o desconocidos, encontraban su lugar. En este contexto, “un animal o una planta
(…) es lo que no son los otros; no existe en sí mismo sino en la medida en que se
distingue”.10 Cada designación –y por lo tanto cada identidad– depende de la relación
diferencial que establece con las demás designaciones posibles.
La isomorfía entre el reino animal y el sistema de la lengua se mantuvo intacta hasta
que, a fines del siglo XVII, el problema de la vida desató el nudo entre delimitación y
denominación. Mientras los naturalistas hallaron el fundamento de la semejanza y el género
en una lengua bien hecha, es decir, en un uso concertado de los nombres, la vida no fue más
que una categoría de clasificación, una entre tantas otras, relativa como todas ellas al
criterio que se tuviera en cuenta –y según el cual lo vivo ocupaba estos o aquellos casilleros
de la taxonomía universal. Pero con el surgimiento de la anatomía comparada, las unidades
orgánicas adquirieron profundidad y espesor, y dejaron de hallar su identidad en el juego de

8
M. Foucault, Historia de la sexualidad. 1 La voluntad de saber, México, Siglo XXI, 1997, p. 167.
9
Cfr. F. M. Gallego, “Foucault: Biopolítica y epistemopolítica”, Actas del I Congreso Internacional de
Epistemología y Metodología: “Investigación científica y biopolítica”, Buenos Aires, UNLa, en prensa.
10
M. Foucault, Las palabras y la cosas, México, Siglo XXI, 1993, p. 145.

3
las representaciones para descubrirla en un principio de cohesión interna que las convirtió
en entidades organizadas o, valga la redundancia, en organismos vivos. En adelante, el
fundamento del sistema de la naturaleza pasó a depender de esta organización, que remite a
la vida misma, a las funciones esenciales y órganos primarios que la sostienen, esos resortes
ocultos por la envoltura de la piel que el bisturí comenzó a dejar a la vista.
Según Foucault, las leyes de racionalidad de la ruptura epistemológica no deben
buscarse en la succes storie metafísica de Lamarck.11 Visto en su profundidad arqueológica,
el progresismo de Lamarck no trastoca en ningún sentido el a priori de la ciencia de los
vivientes. Su creencia en la fuerza del movimiento es banal. Sin embargo, a la hora de
reflejar la concepción negativa de la historia que se deprende del pensamiento lamarckiano,
Foucault emplea exactamente los mismos términos que elige para describir la biopolítica:
“Con relación a él [el continuo], la historia no puede desempeñar más que un papel
negativo: cuenta y hace subsistir o descuida y deja desaparecer”.12 Como si la sustitución
del derecho de sustracción (la facultad de apropiarse de los bienes, los servicios, el tiempo
y el cuerpo de sus súbditos), por una gestión calculadora de los medios que aseguran,
administran y potencian la vida, fuera lo que gestó la posibilidad de reflexionar en forma
positiva sobre eso que Lamarck no logró concebir más que negativamente. De ser así, el
tipo de poder que hizo posible la superación de tal obstáculo epistemológico habría
heredado de éste su formulación característica. La sociedad que atraviesa su “umbral de
modernidad biológica” es tanto la que abandona la noción de una historia que hace subsistir
o deja desaparecer, como aquella signada por un poder para hacer vivir o dejar morir.13
A contrapelo de Lamarck y su grandiosa e imparable marcha de la vida hacia su más
alta perfección, Cuvier elabora una teoría fijista que introduce una discontinuidad radical en
la escala de los seres. Por un lado, esta discontinuidad quiebra el cuadro de la naturaleza y
causa una alteración irreparable en el saber “como modo de ser previo e indiviso entre el
sujeto que conoce y el objeto de conocimiento”.14 Por otro –pero en íntima vinculación–,
permite descubrir la historicidad propia de la vida ya no como la línea simple de una
sucesión probable, exterior a los seres, sino como modalidad fundamental de lo vivo, como
principio de desarrollo interior de todo lo viviente.15 Una de las consecuencias cruciales de

11
Cabe recordar que bajo una máscara transformadora, las intuiciones lamarckianas sobre el incesante
movimiento del universo reproducen la gradación continua sobre la que descansa el pensamiento clásico, ya
que suponen un perfeccionamiento progresivo de las especies en ininterrumpido cumplimiento de sí mismas.
Esta falsa plasticidad –tan cercana al modo prefijado en que progresan las mónadas de Leibniz, de las que no
puede decirse con rigor que verdaderamente cambian– concibe al devenir mediante el cual las especies se
transforman unas en otras como un cierto recorrido trazado sobre el cuadro de la naturaleza, en cuya trama
tanto las variables como la jerarquía que las ordena ya están instauradas. Desde los prototipos arcaicos,
simples y defectuosos, hasta el grado de complejidad suprema que alcanzan las especies terminales, todo está
previamente pautado si el continuo –como sostiene Lamarck– precede al tiempo y es su requisito.
12
M. Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 156, el subrayado es mío.
13
Se ha repetido hasta el agotamiento que frente al antiguo poder absoluto y soberano de matar o dejar vivir,
Foucault caracteriza la biopolítica como el sabio poder de hacer vivir o dejar morir.
14
Cfr. M. Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 247.
15
“Es inútil insistir aquí (…) sobre la manera en que la doble problemática de la vida y del hombre vino a
redistribuir el orden de la episteme clásica. Si la cuestión del hombre fue planteada –en su especificidad de ser

4
este hallazgo fue la modificación de los grandes valores imaginarios en el dominio de la
naturaleza. La historia natural jerarquizaba la categoría de los vegetales en virtud de su
estructura visiblemente diferenciada. El despliegue de todas sus partes hacen de la planta un
objeto trasparente para un pensamiento en cuadro, donde reina su imagen en calma, pero
desde que la vida es consagrada a la historia, se dibuja bajo la forma de la animalidad:

“A partir del momento en que los caracteres y las estructuras se escalonan en


profundidad hacia la vida, el animal se convierte en figura privilegiada, con sus
osamentas ocultas, sus órganos cubiertos, tantas funciones invisibles y esta fuerza
lejana, en el fondo de todo, que lo mantiene con vida. Si lo vivo es una clase de seres,
la hierba es la que enuncia mejor su límpida esencia; pero si lo vivo es una
manifestación de la vida, es el animal el que deja percibir mejor lo que es su
enigma”.16

Es el misterio de la vida lo que desencadena el giro animal de la nueva episteme;


una vida cuyo “enigma” –como dice Foucault– se halla en la dimensión interna del animal,
encriptado como un extraño y peligroso equilibrio entre el ser y el no ser. En la oscuridad
de su noche, las bestias encarnan la zona de contacto entre la vida y la muerte. A través de
la respiración y la alimentación incorporan sustancias inorgánicas que su cuerpo vuelve
orgánicas de manera incesante. Estas sustancias inorgánicas, así como las sustancias
orgánicas muertas, ingresan a los cuerpos vivos, con los que se combinan, determinándolos
y siendo determinadas por ellos. Por otra parte, el animal es sede de la transformación
inversa cuando la corrupción de la muerte devuelve al polvo sin vida sus grandes
arquitecturas funcionales. La muerte –que acecha a lo vivo por todas partes– “lo amenaza
también desde el interior, pues sólo el organismo puede morir y la muerte sorprende a los
vivientes desde el fondo de su vida”.17 El animal es portador de esa muerte con la que lucha
fieramente pero contra la cual al final perderá la batalla. Pertenece a su naturaleza misma el
encerrar dentro de sí un germen de contranaturaleza, una avidez lujuriosa, insaciable en su
círculo ciego de destrucción. El cuerpo de los animales se torna recipiente de esa naturaleza
derrochadora sin medida, indiferente sin medida, exenta de piedad, de justicia y de
miramientos, que Nietzsche describe a lo largo de toda su obra y por cuyos poderes
inquietantes Foucault asimila las Lecciones de anatomía comparada a Las 120 jornadas de
Sodoma.18
La equivalencia simbólica entre Sade y Cuvier ya había sido insinuada con
anterioridad en un capítulo de la Historia de la locura. A propósito de la cuestión de los

viviente y en su especificidad en relación con los seres vivientes–, debe buscarse la razón en el nuevo modo
de relación entre la historia y la vida: en esa doble posición de la vida que la pone en el exterior de la historia
como su entorno biológico y, a la vez, en el interior de la historicidad humana, penetrada por sus técnicas de
saber y de poder. Es igualmente inútil insistir sobre la proliferación de las tecnologías políticas, que a partir de
allí van a invadir (…) el espacio entero de la existencia”. M. Foucault, La voluntad de saber, ed. cit., pp. 173-
174.
16
M. Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 271.
17
M. Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., pp. 271-272.
18
Cfr. M. Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 272.

5
confines del hombre Foucault señala que así como la muerte es el límite temporal de la
vida, la locura es su límite inferior: el loco es el que recorre la curva completa de la caída
humana hasta llegar al arrebato animal. Por eso, durante los siglos XVII y XVIII, los
esfuerzos por desarrollar una zoología positiva conviven con una fauna temible y fabulosa
que presta sus mil rostros al bestiario de la demencia. “Los insensatos” describe el
imaginario animal de la época clásica –esa frontera en la que hombre y animal se
encuentran– como un paisaje lleno de maravillas amenazantes. Lejos de representar una
positividad natural en la que insertarse, el hombre debe ser extirpado de ese espacio
infernal que remite al furor desatado, y convertirse en su término contrario. El hecho de que
el hombre occidental haya vivido dos mil años sobre su definición de animal razonable no
supone el reconocimiento de un orden común que abarca razón y animalidad, sino la
manera en la que el hombre se distancia de la sinrazón de la naturaleza. Puesto que para la
conciencia clásica la razón nace de la ética y no a la inversa, “la separación razón-sinrazón
se realiza como una opción decisiva donde se trata de la voluntad más esencial, y quizá la
más responsable del sujeto”.19 Esta valoración ética de la racionalidad es la causa de que a
principios del siglo XIX se haya dejado morir a Sade en el nosocomio de Charenton. Sade
no estaba loco en sentido estricto, su insensatez no involucraba una perturbación de la
razón sino un desafío a la buena conciencia clásica. En los textos de Sade, el deseo sin ley
ni ataduras convoca esa rabia despiadada que envuelve a todas las formas de existencia. Por
confirmar que la naturaleza sólo sabe ser mala y que la vida desplegada en total libertad no
puede separarse de la muerte, Las 120 jornadas de Sodoma son perfectamente equiparables
con las Lecciones de anatomía comparada.
Sin embargo, ni la representación de un placer enardecido por el sufrimiento, ni las
descripciones más escatológicas –en el doble sentido del término– condenaron a Sade, sino
el hecho de que su obra era el testimonio intolerable de otro escándalo mayor: el de la
condición humana. En tanto que ésta tiene a la sinrazón como origen de toda racionalidad,
es ilícito hablar de una naturaleza humana porque la humanidad no es la circunstancia
irrecusable del hombre sino un estatuto que adquiere en forma condicional. La época
clásica no explicaba los fenómenos de la locura sobre la base de un determinismo natural
sino refiriéndola a una libertad contemporánea de la razón, pero dado que la decisión es el
movimiento constitutivo del intelecto, la elección fundamental se realiza como su apuesta
necesaria, como prerrequisito de su libre ejercicio y a la vez como primera elección del
mismo, ejecutada sobre el fondo de un inconmensurable peligro conjurado. La locura
supone la elección opuesta, la deliberada revocación de la razón; una decisión contranatura
o inhumana, tomada libremente en pos de la libertad absoluta. Según Foucault, lo que
entonces la locura evidencia no es el monstruo interior sino la bestialidad ajena de la que el
hombre se ha eximido: “La animalidad que se manifiesta rabiosamente en la locura, despoja
al hombre de todo aquello que puede tener de humano (…) para colocarlo en el grado cero

19
M. Foucault, Historia de la locura en la época clásica, tomo I, México, FCE, 1990, p. 220.

6
de su propia naturaleza.20 Igual que Sade, la animalidad de la locura expresa la inmoralidad
de lo irrazonable, la vergüenza de lo inhumano.
Por su relación oscura con el mal y el peligro que suponen –riesgo moral antes que
físico–, los locos eran tratados en hospitales donde las cerraduras, las rejas y las cadenas
eran las principales terapéuticas. Tales prácticas de confinamiento, más cercanas a la doma
que a la cura, no hacían más que exaltar la imagen del animal en el perturbado.21 Tal vez
por algo de esto Élisabeth de Fontenay propuso, de modo sugerente, reescribir algunas
afirmaciones del Prefacio a la primera edición de la Historia de la locura reemplazando las
palabras “loco” y “locura” por “animal” y “animalidad”.22 Si la internación de los locos en
“establos humanos” es el castigo que merecen por haber renunciado a su raciocinio, por
haber denegado la facultad del entendimiento a favor de una animalidad furiosa, los
aspectos más terribles de su salvajismo –no el de los extraviados sino el de las prácticas que
los reducen– no se dirigen contra ellos sino, en ellos, contra esa bestialidad de la que el
hombre pretende haberse emancipado, y en última instancia, contra los mismos animales.
Leído como pretende de Fontenay este prefacio –que luego Foucault excluyó de las
ediciones siguientes– insinúa que el animal fue la víctima principal del saber taxonómico,
el prisionero que en primera instancia urgía liberar de la “reja de las denominaciones”:

“No he querido hacer la historia de ese lenguaje sino más bien la arqueología de ese
silencio. Se podría hacer una historia de los límites –de esos gestos oscuros,
necesariamente olvidados desde que han sido efectuados-, por los cuáles una cultura
rechaza algo que será para ella el Exterior; a lo largo de su historia, ese vacío cavado,
ese espacio en blanco por medio del cual se aísla, la designa tanto como sus valores.
Porque a sus valores, ella los recibe y los mantiene (…) pero en esta región de la que
queremos hablar ejerce sus elecciones esenciales, efectúa la partición que le da el
aspecto de su positividad; aquí se encuentra el espesor original donde se forma.
Interrogar una cultura sobre sus experiencias límites es cuestionarla (…) sobre un
desgarramiento que es como el nacimiento mismo de su historia”.

Aunque el privilegio imaginario que adquiere la animalidad en la episteme del siglo


XIX no representa ninguna liberación –y está lejos de serlo desde el momento en que la
anatomía comparada nace sobre la mesa de vivisección–, al menos cuestiona la forma de
ese saber que separa lo razonable de lo irrazonable y se interroga acerca de lo que hay de

20
M. Foucault, Historia de la locura en la época clásica, ed. cit., p. 235.
21
Extrañamente, el encierro es contemporáneo de la exhibición morbosa que hace de la insensatez un
espectáculo. Según Foucault, sobre esta coexistencia de ocultamiento y exposición gravita la gran paradoja de
la experiencia clásica de la locura. También Derrida observa que la estructura teórico-teatral derivada del
saber autópsico, “la inspección objetivante de un saber que precisamente (…) mira el aspecto de un zôon cuya
vida y fuerza han sido neutralizadas bien por la muerte, bien por la cautividad, bien simplemente por la ob-
jetivación que expone ahí adelante, a mano, ante la mirada y des-vitaliza mediante la simple objetivación
sabia al servicio académico de una sociedad sabia” es lo que garantiza la analogía entre el parque zoológico y
las instituciones psiquiátricas. Cfr. J. Derrida, Seminario La bestia y el soberano, Vol. 1, Buenos Aires,
Manantial, 2010, pp. 327-356.
22
Cfr. E. de Fontenay, Le silence des bêtes. La philosophie à l’épreuve de l’animalité, Paris, Fayard, 1998, p.
19 y ss.

7
racional e irracional en la naturaleza. La nueva jerarquía del animal depende directamente
de la reconceptualización de la vida como impulso fundamental que se opone al ser tanto
como el movimiento a la inmovilidad. La vida comienza a entenderse como la raíz de toda
existencia y el ser es el no ser de la vida, la naturaleza inerte, la vida doblegada por la
violencia de la muerte. Pero esta fuerza primitiva arranca a los seres de la nada y los monta
sobre su inextinguible movimiento sólo para terminar destruyéndolos y reintegrándolos en
el todo universal de la naturaleza. Por su parte, la apropiación que esos mismos seres hacen
de la vida, al realizarla mediante su existencia precaria, también saquea, arrasa, consume y
mata. Es decir que lo que viene a nombrar la vida, a través de la figura múltiple y dispersa
de los animales, es el ser y el no ser indisociables de todos los seres, la síntesis de una
tensión esencial, un modo de existencia que se define como borde, como abismo. Así
caracterizada, la vida no podrá ser comprendida jamás por una ontología que permanezca
atada a los hechos físicos. Como potencia plena y violencia ciega, esa vida que supera los
límites materialistas se vuelve por completo refractaria a la ontología mecanicista. En el
siglo XIX, el ser biológico se autonomiza del ser extenso en general y demanda una
ontología absolutamente novedosa, que Foucault califica de “salvaje”.23 Será salvaje
aquella ontología no domesticada por la lógica en la que centelleen simultáneamente el ser
y el no ser, en la que el brillo de la fuerza más poderosa pueda coincidir, en la misma
experiencia, con la opacidad de la impotencia suprema. Tal ontología no reconocerá como
verdadera la creencia en la antítesis de los valores y habrá de contener, por necesidad, una
crítica al conocimiento:

“En relación con la vida, los seres no son más que figuras transitorias y el ser que ellos
mantienen, durante el episodio de su existencia, no es más que su presunción, su
voluntad de subsistir. A tal grado que, para el conocimiento, el ser de las cosas es
ilusión, velo que hay que rasgar para volver a encontrar la violencia muda e invisible
que las devora en la noche. La ontología del anonadamiento de los seres vale pues
como critica del conocimiento; pero no se trata tanto de fundamentar el fenómeno, de
decir a la vez su límite y su ley, de relacionarlo con la finitud que lo hace posible,
cuanto de disiparlo y de destruirlo como la vida misma destruye los seres: porque todo
su ser no es más que apariencia”.24

Al rastrear una serie de cortes y sustituciones que pusieron en tela de juicio los
saberes de la Modernidad, Foucault anticipa la proliferación actual de indagaciones en
torno al animal. Como arriesga de Fontenay, en su obra puede leerse el intento de construir
una arqueología del silencio de las bestias –proyecto no siempre explícito pero de todos
modos contundente– no sólo porque el problema de la animalidad gravita de principio a fin
sobre el debate biopolítico, sino también porque su producción temprana detecta y enfatiza
la manera en que la migración de ciertos conceptos del discurso científico al filosófico
condujo al cuestionamiento crítico del conocimiento, considerado hasta entonces

23
Cfr. M. Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 272.
24
M. Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 273.

8
básicamente como antropología. En este sueño antropológico la filosofía descubría, desde
Kant, el fundamento del conocimiento, la definición de sus límites, y la verdad de toda
verdad. Lejos de describir el hueco que dejará el hombre como el vacío que profundiza una
carencia, Foucault se refiere a él como el despliegue de un espacio en el que por fin será
posible pensar de nuevo. “El fin del hombre es el retorno al comienzo de la filosofía” –
afirma.25 Para Foucault, el fin del hombre como realidad espesa y primera de cualquier
conocimiento representa el amanecer de un pensamiento nuevo. Una ontología salvaje,
capaz de velar otros sueños: el de la monstruosa inocencia de los animales y el de la
posibilidad nietzscheana del filósofo loco.

2. Hacia un posthumanismo hermenéutico

“Es posible que se excluya para siempre el derecho de pensar a la vez


el ser del lenguaje y el ser del hombre; (…) que haya allí una especie
de hueco imborrable (justo aquel en el que existimos y hablamos), y
sería necesario remitir hacia el reino de las quimeras cualquier
antropología en la que se planteara la cuestión del ser del lenguaje,
toda concepción del lenguaje o de la significación que intentara reunir,
manifestar y liberar el ser propio del hombre. Quizá es allí donde está
enraizada la elección filosófica más importante de nuestra época.
Elección que sólo puede hacerse en la prueba misma de una reflexión
futura”.
Michel Foucault, Las palabras y las cosas

La crisis epistemológica de fines del siglo XVIII instaura las condiciones para el
surgimiento de la economía política, de la biología y de la filología histórica al buscar el ser
de lo representado del otro lado o afuera de la representación. Al enfrentarse, en esa
búsqueda, con que el poder del trabajo, la fuerza de la vida y la capacidad de hablar son
“representaciones no representables”, las nuevas empiricidades evidencian su carácter de
fundamentos o “trascendentales”. En el trabajo, la vida y el lenguaje la representación “se
presenta como una metafísica […] que jamás será evadida ella misma, que sería planteada
en un dogmatismo inadvertido y que jamás haría salir a plena luz la cuestión de su
derecho”.26
Cuando la cuestión de tal derecho salió finalmente a la luz, comenzó a vislumbrarse
que Dios no es ningún más allá del saber sino un cierto más acá de nuestras frases, el
pliegue gramatical de nuestras ideas. La revelación de que estamos dominados y transidos
por el lenguaje rectificó el itinerario de las investigaciones, que abandonaron el rumbo
incierto de los contenidos mentales para dirigirse hacia la realidad histórica, espesa y
consistente de la lengua. Se sabe que esta nueva dirección fue llamada, con posterioridad,

25
M. Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 332.
26
M. Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 238.

9
“giro lingüístico”, y que en su espectro se agruparon –también a posteriori– los aportes de
muy diferentes autores y corrientes.
El concepto de “giro lingüístico”, tan repetido que ya forma parte del más explícito
horizonte de sentido de nuestra época, hace referencia a un viraje definitivo en la
interrogación filosófica. La nueva orientación del pensamiento confirió relieve estratégico a
la lingüística, disciplina a la que August Schleicher ya le había impreso un claro viraje
naturalista a principios del siglo XIX. Con su teoría organicista, la relación entre lenguaje y
vida dio un vuelco paradigmático de la metáfora a la realidad: la lengua, antes caracterizada
a la manera de un sistema orgánico por la interconexión funcional de todas sus partes,
comenzó a ser considerada como un verdadero cuerpo viviente, dotado de vida propia más
allá de quién la hable. Este tránsito ya permite hablar de una deriva biopolítica en el estudio
del lenguaje dado que –como señala Espósito–, la lingüística “constituye el cauce por
donde discurre la politización integral de la antropología”, que a su vez opera como
intermediario semántico entre la biología y la política.27 Sin embargo, la verdadera
dimensión biopolítica del giro lingüístico no debe buscarse en tales documentos
biolingüísticos sino en el rol primordial que Nietzsche desempeña en esta genealogía.
Rodeando al lenguaje para hacerlo aparecer en sí mismo y en su plenitud, Nietzsche
demuestra que el pensamiento habla desde hace miles de años sin saber lo que es hablar y
ni siquiera que habla. Al desenmascarar las ilusiones de la autoconciencia y la noción
positivista de hecho, la perspectiva nietzscheana pauta el auge y la nueva amplitud de la
interpretación, que adquiere estatuto ontológico. Con el salto de un pasado que creía en el
sentido a un presente que cree en el significante, Nietzsche no sólo mata a Dios en el
interior de su lenguaje sino que también mata al hombre. Como dice Foucault:

“A través de una crítica filológica, a través de cierta forma de biologismo, Nietzsche


encontró de nuevo el punto en el que Dios y el hombre se pertenecen uno a otro, en el
que la muerte del segundo es sinónimo de la desaparición del primero y en el que la
promesa del superhombre significa primero y antes que nada la inminencia de la
muerte del hombre.” 28.

Desde el momento en que desarticula la noción de sujeto moderno, denunciando su


ficcionalidad y alentando su superación, en Nietzsche puede leerse el intento de ir más allá
del humanismo en pos de un trans o posthumanismo. El “biologismo” nietzscheano al que
se refiere Foucault implica tanto una crítica a la racionalidad occidental como una
alternativa frente a la violencia del humanismo identitario –que para Nietzsche es la otra
cara de la misma moneda. En los textos de Nietzsche, la fórmula aristotélica que definió al
hombre como “animal que posee un lenguaje” cederá su espacio a expresiones que se

27
Cfr. R. Esposito, Tercera persona, ed. cit., p. 58 y ss. y 67 y ss. Esposito también comenta que un grupo de
teóricos reunido en torno a Schleicher publicó una serie de trabajos destinados a elaborar el nexo necesario
entre lenguas y razas, vínculo que según ellos descansa en el sustrato biológico de la estructura material de
cada lengua.
28
M. Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 332.

10
multiplican. Entre ellas, la de “animal en busca de sí mismo” y la de “animal
indeterminado” rompen con la caracterización tradicional del existente humano en la que el
habla se presenta como su propiedad exclusiva, dando cuenta de que en realidad el hombre
carece de toda propiedad o mejor, de que su única propiedad es su carencia.
A lo largo de toda su obra Nietzsche denuncia que, entre los mitos que animan
nuestras palabras, el antropocentrismo no ocupa un lugar menor. Si el hombre se constituye
en tanto tal mediante la instauración de una frontera única e indivisible dibujada sobre la
lengua, es en ese espacio metafísico donde acontece el conflicto político decisivo que
suscita y determina todas las grandes cuestiones acerca del hombre y del animal. En el
esfuerzo nietzscheano por conquistar ese desarraigo de la antropología –al que, según
Foucault, se halla consagrado el pensamiento contemporáneo– la cuestión política de la
animalidad se vuelve “una cuestión de palabras. De saber lo que una palabra, y la palabra
‘palabra’, quiere decir”.29 Por Nietzsche es legítimo sostener en sentido fuerte que el “giro
animal” no representa un verdadero cambio de paradigma, sino otra vuelta de tuerca del
giro lingüístico, su devenir biopolítico.
Heredero de Nietzsche, el pensamiento derridiano de la huella, además de la crítica
a las teorías estructuralistas sobre el signo y la denuncia del lugar trascendental que se
arroga el lenguaje, lleva en sí una profunda reflexión sobre la vida. “No hay verdad ni
realidad sin huellas”, sostiene Derrida en Hormigas. El término concierne de modo
diferencial a todos los vivientes porque remite a las marcas y rastros que a su paso éstos
inevitablemente dejan en la zona no empírica de la lengua. Puesto que dicho “paso” alude
tanto a un recorrido específico como a la mera existencia, es decir, al pasaje general del ser
por la vida, la huella debe pensarse –en consonancia con algunos desarrollos de Peirce, por
quien Derrida sentía una profunda simpatía– como índice existencial de la vida.
Derrida subraya que es una vida aquella “vida de la conciencia” que preocupaba a la
fenomenología. La estructura fenomenológica mínima, el simple aparecer o
autopresentación del yo como presente viviente, se constituye en todos los casos como
autobiografía porque la simple instancia del autos no se manifiesta como tal más que en
cuanto signo (grafo) de vida (bios). El hecho mismo de presentarse supone a la vida, a los
rastros que toda vida imprime y con los que se auto-afecta. “La animalidad –insiste
Derrida– la vida del ser vivo, al menos cuando se pretende poder distinguirla de lo
inorgánico, de lo puramente físico-químico inerte o cadavérico, se la define normalmente
como sensibilidad, irritabilidad, y auto-motricidad, espontaneidad apta para moverse, para
organizarse y afectarse ella misma, para marcarse ella misma, trazarse y afectarse con
huellas de sí mismo”.30
Es preciso evitar un equívoco. Ni el lenguaje ni la vida son realidades efectivas –por
no comprender esto Shleicher confundió a la lengua con un organismo– ni tampoco
realidades últimas, sino las figuras que organizaban la episteme del siglo XIX, y en cierta

29
J. Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo, Madrid, Trotta, 2005, p. 95.
30
J. Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo, ed. cit., p. 67.

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forma todavía la nuestra. Desde esta perspectiva, lo relevante del “giro lingüístico” es su
potencial para volverse contra sí mismo, para deconstruir –o simplemente exponer– las
empiricidades que se construyeron en su nombre. No sólo pretendió poner la metafísica
bajo la órbita del lenguaje sino también cuestionar el lugar del lenguaje como fundamento y
principio explicativo. Tanto para Nietzsche como para Foucault y Derrida, el lenguaje y la
vida no remiten a ninguna determinación biológica última; son, en cambio, claves de
acceso crítico, herramientas deconstructivas de esas supuestas realidades. Por eso, si en la
actualidad es significativo hablar de un giro animal del pensamiento, esto no indica ni una
vuelta al vitalismo, ni la aceptación de una perspectiva biológica de la cultura, ni mucho
menos una suerte de piedad por las bestias. Más bien señala una manera de pensar, en el
pensamiento [del] animal, aquello que ya nos acompaña según el modo de lo impensado.

3. Hacia una política de la experiencia del afuera

“Un mundo fantástico me rodea y me es. Oigo el canto loco de un


pájaro y aplasto mariposas entre los dedos. Soy una fruta roída por un
gusano. Y espero el Apocalipsis orgásmico. Una masa disonante de
insectos me rodea, luz de candil encendido que soy. Entonces me
desorbito para ser. Estoy en trance. Penetro en el aire circundante. Qué
fiebre, no consigo parar de vivir. En esta densa selva de palabras que
ha envuelto frondosamente lo que siento y pienso y vivo, y que
transforma todo lo que soy en algo mío que sin embargo está
completamente fuera de mí”.
Clarice Lispector, Agua viva

La soberanía de lo racional silencia otros sentidos del logos, del logos como legein,
como léxico y, al mismo tiempo, articula una tesis negativa sobre el animal. El
logocentrismo no es otra cosa que el sacrificio simultáneo o convergente de los animales y
de los discursos privados de logos. Deconstruir este gesto hegemónico no exige tan sólo
cuestionar su legitimidad nunca demostrada. Además de abandonar la idea de que la lengua
es una carencia o una privación de los animales, es necesario que el pensamiento se
mantenga atento a su potencia creativa. La resistencia animal demanda tanto la
deconstrucción del antropocentrismo metafísico como la creación de un lenguaje inédito,
alejado de lo exclusivamente humano.
Bataille y Derrida señalan la codependencia que existe entre animalidad y
pensamiento poético. Para el primero, la manera correcta de hablar acerca del animal no
puede ser más que abiertamente poética, en tanto que la poesía no hace otra cosa que
describir lo indescriptible.31 También para Derrida el pensamiento sobre el animal depende
del pensamiento poético porque ambos obedecen a la ley de lo que no puede ser pensado
pero sí soñado. La poesía y la animalidad son aquello que “no se queda quieto en los

31
Cfr. G. Bataille, “La animalidad” en Teoría de la religión, Madrid, Taurus, 1981, p. 25.

12
nombres, ni siquiera en las palabras”.32 Construida de repeticiones fonéticas, la poesía
busca ser como un ladrido o un rebuzno que vacía de significado a las palabras. El lenguaje
poético es una máquina de convertir los conceptos en ruidos, ruidos que sugieran lo que
ninguna palabra puede decir.33 Y en esa intermitencia que oscila entre la indecible plenitud
de sentido y la extinción del sentido, centellea el devenir animal de la lengua, su deslizarse
hacia lo incognoscible.
Por su parte, en la Teoría estética Adorno sostiene que la constelación animal-loco-
payaso constituye una de las capas fundamentales de la esfera del arte.34 El arte recuerda la
prehistoria en el mundo animal a través del elemento payaso, cuya contemplación llena de
alegría a los hombres porque el género humano no ha tenido tanto éxito en la represión de
su semejanza con los animales como para no regocijarse con esa mínima liberación al
reconocerla de pronto representada. Si lo propio del arte es su abismal rechazo frente a la
realidad imperante, su dinámica inmanente de oposición a lo dado, el artista –que es la
encarnación de esa resistencia– no encontrará jamás en la sociedad un lugar apropiado. 35
Como los animales salvajes en el zoológico, habrá de permanecer siempre extraño a ella,
inadaptado o desubicado. Para bien de los animales, aún hay en el mundo selvas vírgenes,
islas desiertas y océanos recónditos que el hombre todavía no ha conquistado. Al escritor,
en cambio, ningún ámbito real le ofrece las condiciones necesarias para sentirse como pez
en el agua. Sólo cuenta con ese espacio, siempre vacío, que no hemos sabido llamar de otro
modo que literatura.
Anne Sauvagnargues señala el vínculo que lo animal, en tanto anómalo del hombre,
mantiene con el “anomal”–ese animal extraño en su propia manada– en la filosofía de
Deleuze. Para Sauvagnargues, tomar de Georges Canguilhem la noción de lo “anomal” y
transladarla al terreno de la cultura le permite a Deleuze pensar el estilo y la creación
literaria como variación anómala, encarnada en lo que Deleuze llama “literaturas menores”.
En el pensamiento deleuziano el devenir-animal es condición real del arte, dado que
extrapolar los devenires humanos es explorar y continuar sus líneas de fuga y de abolición,
aventurarse en los devenires animales de la cultura.36

En la estela de Nietzsche, estos autores detectan en lo animal un reservorio de


fuerzas creativas. Por otra parte es sabido que reconocen en la escritura y el arte un
importante potencial para ensayar nuevas formas de organización de la vida más allá de
toda subjetividad. De ahí lo inhumano de dichas prácticas, su animalidad, y el hecho de que
la energía animal encuentre en ellas la morada donde desplegarse.

32
J. Derrida, “Che cos’è la poesia?” en Poesia, I, 11, novembre 1988.
33
Especialmente el futurismo, movimiento que explotó el poder y la fuerza sonora de la onomatopeya quizás
como ningún otro.
34
Th. Adorno, Teoría estética, Madrid, Akal, 2004, pp. 163-164.
35
Th. Adorno, Teoría estética, ed. cit., pp. 298-299.
36
A. Sauvagnargues, Deleuze. Del animal al arte, Buenos Aires, Amorrortu, 2006. G. Lucero analiza en
profundidad esta cuestión en “El canto de las ratas: arte, animalidad y política”, en Rodrigo Duarte y Romero
Freitas (comps.), Deslocamentos na Arte, Belo Horizonte, Associação Brasileira de Estética, (en preparación).

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Según Foucault la literatura como tal surge cuando el lenguaje se configura en una
forma de difícil acceso, replegada sobre su propio enigma y referida por completo al acto
puro de escribir. “La literatura (…) remite el lenguaje de la gramática al poder desnudo de
hablar y ahí encuentra el ser salvaje e imperioso de las palabras” –afirma. La literatura es la
simple manifestación de un lenguaje que no tiene otro precepto que afirmar su existencia
escarpada; se repliega en un perpetuo regreso sobre sí misma, como si su discurso no
pudiera tener otro contenido que decir su propia forma, ni otra finalidad que irradiar el
fulgor de su ser.37 Sin embargo, “desde que han sido admitidos nuevos modos de ficción en
la obra literaria (lenguaje neutro que habla sólo y sin lugar, en un murmullo ininterrumpido,
palabras extranjeras que irrumpen desde el exterior, taraceado de los discursos con un modo
diferente cada uno), vuelve a ser posible leer, según su propia arquitectura, textos llenos de
discursos parásitos, que habían sido por ello mismo expulsados de la literatura”.38 En este
sentido, Clarice Lispector, Virginia Woolf, John Berger, Antonio Di Benedetto, Mario
Bellatin, Jõao Guimarães Rosa, Griselda Gambaro, Lucía Puenzo, J. M. Coetzee, J. R.
Ackerley, Wilson Bueno, César Aira, Felisberto Hernández, Amelie Nothomb, Michel
Houellebecq –entre tantos otros– confirman la enmienda de Foucault y obligan a repensar
la narrativa como una reflexión sobre el acto de la escritura indisolublemente ligado al
pensamiento de y sobre lo animal.
Desde las fábulas de La Fontaine hasta las ficciones de fines del siglo XX, se
proyecta una curva ideológica y procedimental que con bastante nitidez se desvía de las
formas iniciales de representación del animal. Para Julieta Yelin, el punto de inflexión de
esta transformación lo instauran las historias animales de Franz Kafka, a partir del cual la
literatura habría dado un vuelco. El “giro animal” que la literatura sobre animales lleva a
cabo a partir de Kafka explica, según Yelin, tanto la decadencia contemporánea del
bestiario y la fábula moral como la apertura a nuevas modalidades más ligadas a la continua
mutación. 39 Estas nuevas fabulaciones buscarían, por un lado, explorar las posibilidades del
simbolismo animal –desplegar sus límites, ampliar sus mecanismos para generar nuevos
efectos–, y por otro, imaginar nuevas formas de figuración de la interioridad animal que
escapen a la reificación –ausencia total de pensamiento– y a la psicologización o recreación
de una conciencia idéntica a la humano. En diversos trabajos Yelin analiza el modo en que
el vaciamiento de la metáfora animal da como resultado la proliferación de devenires-
animales y cómo, en la búsqueda de un lenguaje capaz de improvisar una experiencia no-
humana, los símbolos animales son sustituidos por seudosímbolos. Estos “conservan su
aspecto tradicional, su aire enigmático y reconfortante, pero reemplazan el enigma que todo

37
Cfr. M. Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., pp. 293-294.
38
M. Foucault, “La trasfábula”, en Entre filosofía y literatura, Buenos Aires, Paidós, 1999, p. 290. (Subraya
el autor)
39
J. Yelin, “El giro animal en la literatura latinoamericana actual”, Boletín del Centro de Estudios de Teoría y
Crítica Literaria de la UNR, Nº 16, Rosario, (en prensa). Al respecto también puede consultarse J. Yelin,
“Nuevos imaginarios, nuevas representaciones. Algunas claves de lectura para los bestiarios latinoamericanos
contemporáneos”, LL Journal, Vol. 3, Nº 1 (2008).

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símbolo revela finalmente por un sinnúmero de significaciones contradictorias y ambiguas
que lo vuelven impenetrable”.40
El giro animal de la literatura denuncia el fin de una tradición para la que el sentido
de las cosas cabía en un enunciado, y el nacimiento de un discurso que describe esa
inadecuación. Podría decirse que el Snark de Lewis Carroll modeliza esa estrategia de
extrañamiento mediante la cual los relatos intentan plasmar la reptante relación que los
animales establecen con los nombres que los representan. Mitad tiburón, mitad serpiente, el
Snark o Serpiburón es el animal mitológico cuya captura es el objeto del texto. Pero es
también una “palabra-valija”, una palabra siempre vacía.41 Darle contenido parece ser el
desafío continuamente renovado de la literatura. Y en la frustración anticipada de tal
tentativa reside todo su encanto exótico, ya que ella muestra lo que en el Prefacio de Las
palabras y las cosas Foucault señala con respecto a unos animales fabulosos enumerados
por una enciclopedia china: no su imposibilidad sino la nuestra, el límite de nuestro
pensamiento.

40
M. Robert, Kafka, Buenos Aires, Paidós, 1970, p. 101, citado por J. Yelin, “El giro animal en la literatura
latinoamericana contemporánea”, en Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria de la UNR
Nº 16, “en prensa”.
41
L. Carroll, “Prefacio” a La caza del Snark. Un agonía en ocho paroxismos, Buenos aires, Altamar, 1957,
pp. 19-22.

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