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Programa Académico de Formación General

2019-2

LAS MUJERES DE PARÍS


(César Vallejo)

París, 1924

P
ara el neomundial que por primera vez visita París, hay una cosa en la gran urbe, que
él, más que ningún otro, constata de inmediato: la escasa población infantil. Caminará
por las opulentas avenidas; verá la recova divina de siglos en el Louvre; irá a los paseos
lacustres; se sentará a la diestra de los palacios trascendentales y casi metafísicos;
espectará a Moliere en la Comedia Francesa; verá las olimpiadas en Longchamp; mas pocas
veces oirá reír o llorar a un niño. En los halls de los hoteles y de las residencias particulares, se
asomará de mañana o de tarde, y será rara una vocecilla, una carrera, un berrido de gracia e
inocencia.

París, desde este respecto, es árido y desolado. La mujer, por lo general, en medio de su
jolgorio de boulevard, da una extraña impresión de esterilidad. Si sonríe, lo hará mostrando un
rictus negativo, del cual acaso ha desaparecido toda señal humana de mujer. Ella parece haber
violentado el ritmo espiritual de su sexo, hacia un rol desconocido en la vida del hogar. Trabaja
al lado del hombre, en el bureau, en el taller, en la fábrica, en la campaña, y, de esta manera,
vive las mismas preocupaciones y luchas por la existencia que él, en las que para nada entra el
instinto angular frente a la especie, el regazo gentilicio, el pectoral arranque matriz. Se supera o
se rebaja, no se sabe; pero se desnaturaliza.

Un médico de América me decía:


-En París la mujer ya no es mujer. Tiene horror a ser madre. Esto es escalofriante.
Yo le respondo:
-Es la miseria.
-No hay miseria mayor que la de Rusia y de Alemania; y sin embargo, en Rusia y en Alemania
la natalidad supera actualmente en un setenta por ciento a la de Francia.
-Entonces es la civilización...
El doctor se echa a reír. Repongo:
-Entonces es la raza.
No atino a explicarme. Mi amigo tampoco. Me dice él en crudo:
-Oiga usted. Yo soy médico y visito los hospitales de París. Yo conozco esto. Hay mujeres aquí
que para procurarse un aborto pagan miles de francos.
Recuerdo entonces a míseras mujeres de América, que dan -su vida por la vida del hijo que
llevan todavía en las entrañas. EI médico me arguye:
-Eso es primitivo, brutal, antiestético, feo. Los griegos de Alejandría no comprenderían
semejante atentado a la euritmia e integridad del mármol femenino.
-Entre la Manca de Milo y una madre que da a dos manos el seno a su bebé, yo, naturalmente,
me inclino ante ambas: las dos cosas puede ser la mujer, al mismo tiempo.

[El Norte, Trujillo, 4 de abril de 1924]

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