Como una gota testaruda desintegrándose en un cazo de
metal, como la cadencia de la fatiga, como los chillidos que vienen de fuera, hay una idea que se atrinchera en mi cabeza y que quiere ver la luz.
Te miro y te reconozco. Y pienso que no sé quién eres
porque apenas soy capaz de saber quién soy yo. Porque no me recuerdo en esta mujer que está aburrida de respirar este aire que expulso, envenenado de sangre, hasta encharcar mis pulmones de asco, rabia y fracaso. El fracaso huele a perro mojado, ¿no lo has notado? Toma aire. Yo me ahogo en él.
No almaceno fuerzas para el invierno porque habitamos en el
hielo, dejando que nuestros dedos, que nuestros labios, se adhieran a él. Solo arrancándonos la piel podríamos avanzar un paso más para volver a sentir como la escasa humedad de la planta del pie se hiela instantáneamente al entrar el contacto con el suelo gélido, con el aliento de niebla.
¿Recuerdas como se llamaban aquellos pájaros que morían de
amor? ¿Aquellos que siempre iban en pareja y que si uno de ellos se escapaba, o fallecía, a los pocos días, el otro agonizaba de tristeza? Pues no es cierto. Siempre supe que no era cierto. No mueren de amor y tampoco necesitan ser dos. Esa es la historia que cuenta el dependiente de la tienda para que compres dos en vez de uno, para que tu conciencia no te permita salir de ahí reivindicándote a ti misma en lugar de hacerlo en la mirada de los demás. Pero somos especialistas en creer mentiras. De eso va la vida. De creer. Y no hay verdades capaces de sanar tanta mirada seca y tanto corazón deshidratado. De esos desperdicios vamos a alimentarnos a partir de ahora.
No soporto más este frío, este pozo al que me he tirado
como una adolescente insensata que solo atiende a las señales de peligro cuando ya no le quedan uñas para arañar la piedra.