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04/11/2017 - 20:22 Clarin.

com Mundo

Centenario de la revolución rusa

La "Revolución de Octubre", luces y


sombras de un hecho crucial del Siglo XX
Se cumplen 100 años de la toma del poder de los bolcheviques en Rusia, y la
posterior construcción de la URSS.

Cuando el 7 de noviembre de 1917 los bolcheviques irrumpieron en el Palacio de Invierno de San Petersburgo, hogar de
la familia imperial, el barroco reloj de oro sobre la chimenea se detuvo. Desde ese día, y durante cien años, sus
manecillas marcaron las 2.10. Una azarosa alegoría de un tiempo que comenzaba a cambiar con la llegada de la
revolución. Una revolución que dio un giro a la historia mundial, creando el primer Estado socialista.
En “Octubre”, el icónico filme repleto de épica de Sergei Eisenstein, se refleja esa gesta histórica en blanco y negro,
mostrando hordas de soldados, marineros y obreros corriendo en forma arrolladora para tomar por asalto la residencia
del zar.
La historia suele ser menos espectacular que la ficción, aunque la mayoría de las veces más cruel. Los soldados y
marineros comunistas no fueron tantos, pero sí ocuparon puentes y puntos relevantes de lo que entonces era la capital
del Imperio Ruso, y que se llamaba Petrogrado. Respondían al ala radical de la izquierda rusa, el partido bolchevique
liderado por Vladimir Ilych Lenin, que le arrancó el poder a un débil y dubitativo gobierno de transición.
En marzo ya había caído el zar Nicolás II y la familia real estaba detenida. El gobierno de transición no encontraba el
rumbo. Los bolcheviques venían con la convicción ideológica necesaria, preñada de décadas de miseria, pobreza y
represión brutal impuestas por el imperio zarista.
Lenin, la figura central de la rebelión, tenía dos frases determinantes. “La revolución no se hace, sino que se organiza”,
decía, y lo plasmó con mano de orfebre en los turbulentos años que siguieron. La otra apuntaba, sin eufemismos, a la
esencia ideológica que tendría: “La victoria de la revolución será la dictadura del proletariado y el campesinado”.
Así fue. El Estado se convirtió en el poder supremo para organizar, distribuir, controlar y ejecutar las políticas que
consideraba más beneficiosas para el país. Los bolcheviques se afianzaron en el poder, pero en medio de una sangrienta
guerra civil. Durante cuatro años lucharon con el Ejército Blanco formado por fuerzas nacionalistas, pro-zaristas,
apoyados por potencias extranjeras.

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En 1921 llegó la victoria, donde fue determinante el liderazgo del “comisario” León Trotsky, jefe del Ejército Rojo. Un
año después, en 1922, se crea la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y comienza una nueva era donde la
Guerra Fría marcará el ritmo del orden mundial.
La temprana muerte de Lenin, en 1924, trastoca la revolución obrera y despierta las rivalidades en la
nomenclatura comunista. Joseph Stalin es catapultado al poder. Rápido, despojado de toda compasión, comienza a
sofocar los grupos opositores dentro del Partido Comunista. Uno de los primeros es Trotsky, que debe partir al exilio
para terminar siendo asesinado por un agente estalinista una década y media después.
Stalin también tenía sus frases. “La violencia es el único medio de lucha, y la sangre el carburante de la historia”, decía.
Y lo puso en práctica sin remordimientos en la II Guerra Mundial, donde los combatientes rusos -que entregaron sus
vidas a borbotones- fueron fundamentales para derrotar al nazismo.
Convirtió a la Unión Soviética en una potencia, que compitió de igual a igual con sus rivales capitalistas de Occidente.
Lo hizo en el campo militar y científico, ganando incluso en algunos planos, como el desarrollo espacial. También hizo
del espionaje su herramienta operativa por excelencia. Hacia adentro, para controlar a los que osaban rebelarse. Hacia
afuera, para tejer estrategias de control y poder.
Pero estos éxitos se cimentaron sobre el horror. El Estado dejó de ser comunista para convertirse en autarquía. En
agosto de 1937 comenzó una de las épocas más oscuras de la Unión Soviética. Las purgas se sucedieron una tras otra,
con un Stalin obsesionado por las “traiciones”.
En dos años hubo 1,5 millones de detenidos acusados de ser enemigos del pueblo, traidores o espías. Más de
680.000 fueron ejecutados. Los demás enviados a campos de trabajos forzados, a los siniestros “Gulag”, donde morían
irremediablemente.
Hasta hace poco era un tema tabú en Rusia. Lo mismo ocurría entre los simpatizantes de los Partidos Comunistas
dispersos por el mundo. Justificaban con algunas falacias, entre ellas que era la única manera de enfrentar al
imperialismo y sus artimañas.
Hace una semana el presidente ruso, Vladimir Putin, quien nunca antes había cuestionado a Stalin, sorprendió
rompiendo ese tabú. “Este terrible pasado no se puede borrar de la memoria nacional. Las represiones no
respetaban ni el talento, ni los méritos ante la patria, ni la lealtad. Cualquiera podía caer víctima de acusaciones falsas”,
dijo al inaugurar en Moscú el “Muro del Dolor”, un monumento a las víctimas del estalinismo. Hay que tener en cuenta
quién lo dice: Putin se formó como oficial en la temible KGB soviética.
La muerte de Stalin, aislado en la locura, cambió las cosas a partir de 1953. Hay dos periodos importantes luego. Uno
relativamente corto gobernado por Nikita Krushchev, y otro más extenso por Leonid Brézhnev. Ambos inmersos en las
contrariedades de la Guerra Fría y en las graves cuestiones internas.
En ese periodo ocurren las invasiones soviéticas a Hungría (1956) y a Checoslovaquia (1968) para ahogar las
aspiraciones democráticas de su gente. También comienza la guerra en Afganistán contra los talibanes, el apoyo al
vietcong en la guerra de Vietnam y la crisis de los misiles en Cuba.
Luego viene el ascenso del último dirigente soviético, Mijail Gorbachov, con quien se inicia el “deshielo” y la etapa
terminal de la URSS. El campo comunista moría como consecuencia de la rivalidad con Estados Unidos que Ronald
Reagan agudizó con una carrera armamentista que Moscú no pudo igualar.
Gorbachov abre el país con dos procesos conocidos como “Perestroika” (reestructuración) y “Glasnost” (transparencia),
en un intento por evitar la crisis. Sin demasiadas alternativas, produce una mutación hacia una forma básica del
capitalismo. No tuvo suerte.
El sistema había colapsado y el mundo había cambiado tanto que ya no había lugar para reformas. El satélite de
repúblicas soviéticas estalló en mil pedazos. La URSS se disolvió en diciembre de 1991, astillando el sueño que muchos
creían posible y dándole a EE.UU. una efímera hegemonía.
La revolución rusa fue un acontecimiento decisivo en la historia del Siglo XX. Resultó esencial en la construcción de
nuevas miradas y recorridos humanos. Pero como siempre ocurre con la historia, es construida por hombres, tan falibles
como la vida misma. La semana pasada, el director del museo Hermitage en San Petersburgo, Mijail Piotrovski, volvió
a poner en marcha el reloj del Palacio de Invierno. Un acto revolucionario, para una nueva era.

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