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Los perros hambrientos

Simón Robles, el viejo jefe de familia, hábil narrador de cuentos e historias, también
gusta tocar la flauta y la caja, además de poner apelativos a las cosas. Entre sus más
curiosos apodos está el dado a un caballo muy flaco: “Cortaviento”, y a una gallina
estéril: “Poniaire”.
Juana, la esposa de Simón, ya entrada en años y con la experiencia y sabiduría
natural de las mujeres de su edad.
Vicenta, la hija mayor, aún soltera, ágil y espigada, quien se dedica a tejer bayetas y
frazadas. El relato menciona también que en una ocasión, durante una fiesta
celebrada en Saucopampa, la sacó a bailar el cholo Julián Celedón (luego célebre
bandolero), pero su padre se opuso a que la cortejara pues aquel ya tenía ya muy
mala fama.
Timoteo, joven, muy robusto y empeñoso. Se enamora de Jacinta, hija de unos
emigrados indios y la lleva a su casa, luego que la muchacha queda huérfana de
padre.
Antuca, muchacha de aprox.12 años, pequeña y lozana, que se dedica a pastorear el
ganado. Sale temprano de casa junto con los perros conduciendo las ovejas al
campo, para regresar al atardecer. A veces se encuentra con otro pastorcillo, el
Pancho, de su misma edad, con quien se entretiene contándose mutuamente
historias y cuentos. Con las penurias causadas por la sequía se vuelve muy delgada y
pálida, y lamenta que su desarrollo corporal se trunque de esa manera, a pocos
años de convertirse en una mujer casadera.
Mateo Tampu, es un indio joven y fornido, agricultor muy laborioso, que tiene su
propia choza y su chacra. Aparece en el relato adoptando a un perrillo para que le
ayudara en el pastoreo de ovejas. Lleva la vida sencilla y laboriosa del campesino,
junto con una esposa amorosa, la Martina, que le da dos niños, pero todo se
malogra cuando es llevado por la fuerza a enrolarse al ejército. Su ida trastoca el
hogar al dejar a su esposa sola y con la inmensa responsabilidad de cuidar a su
familia y sus tierras.
Martina Robles, hija de Simón Robles, esposa de Mateo Tampu, madre de Damián y
de otro niño de meses de nacido cuyo nombre no se menciona en la obra. Cuando
su marido es llevado por los gendarmes entra en una gran desesperación pero no
pierde la esperanza de que retorne. Al final, da la impresión de ser una madre
irresponsable al dejar al pequeño Damián, de 7 años, solo en la casa, mientras ella
se lleva al hijo mas chico para ir a buscar alimentos donde los padres de Mateo, que
vivían en un pueblo lejano llamado Sarún. La razón que da para abandonar a
Damián, es que alguien debía esperar en casa la vuelta de Mateo. No se sabe más
de ella luego de su partida.
Damián, hijo de Mateo Tampu y de Martina Robles. Es un niño que sufre al igual
que todos la desgracia de la sequía. En su caso es abandonado por una madre que
decide partir en busca de alimentos. Junto con el perro Mañu y una oveja queda
solo en casa. Al final muere de hambre y sus restos, que son defendidos de los
cóndores por el fiel Mañu, son recogidos por Rómulo Méndez, quien lo lleva donde
Simón Robles, el abuelo que le da cristiana sepultura.
Los hermanos Celedonios, Julián y Blas Celedón, bandoleros serranos, dedicados al
abigeato o robo de ganado. Julián es el que más destaca y tiene dotes de líder.
Debido a un conflicto que tuvo con su patrón, quien lo acusó sin pruebas de ladrón,
Julián tuvo que matarlo y así empezaron sus días de criminalidad. Ambos hermanos
viven siempre al filo del peligro, evadiendo las emboscadas que le tiende el
Culebrón, el jefe de gendarmes, su peor enemigo. Tienen su guarida o refugio en
Cañar, cerca al río Marañón. Al final sucumben tras ser acorralados por los
gendarmes.
Venancio Campos, amigo de los Celedonios y bandolero como ellos.
Elisa, bella chinita (muchacha indígena) del pueblo de Sarún, amante de Julián
Celedón, de quien espera un hijo.
El alférez de gendarmes Chumpi, apodado el Culebrón. Representa a las fuerzas del
orden. Es un cholo con bigotes, trigueño, alto y fornido. Tenaz perseguidor de los
Celedonios, solo logrará su cometido utilizando un ardid infame: envenena unas
papayas que los hambrientos bandoleros, acorralados en una cueva, devoran con
fruición.
Don Fernán Frías y Cortés, subprefecto de la provincia, blanco y costeño. Es uno de
esos funcionarios que merced a sus influencias son enviados desde Lima a las
provincias y cuyo interés es solo hacer dinero de manera venal, para retornar luego
a la capital con el botín ganado. Ordena al alférez Chumpi a apresurar la captura de
los Celedonios, vivos o muertos, ya que necesitaba de un logro con que presumir
antes de volver a Lima.
Don Cipriano Ramírez, es el patrón u hacendado, dueño de la hacienda de Páucar.
Tiene una esposa joven y un hijo, todavía niño, llamado Obdulio. En sus tierras
trabajan los indios o aldeanos de los contornos, contratados como peones. Don
Cipriano es un hombre generoso cuando le conviene, pero a la vez un patrón
despiadado, que sabe aplicar el látigo. Durante el periodo de sequía ayuda a sus
peones dándoles alimentos, haciéndoles creer a cada uno que únicamente con él se
mostraba generoso. También recibe a otros indios que vienen de lejos, dándoles
parcelas de tierra y alimentos, a fin de retenerlos para futuras siembras y cosechas.
Pero la sequía se prolonga demasiado y don Cipriano termina por suspender la
entrega de subsistencias. Los aldeanos se rebelan (entre ellos Simón), y don
Cipriano no duda en ordenar dispararles para hacerlos retroceder. Como
consecuencia de ello mueren tres personas, hecho ante el cual el hacendado se
muestra indiferente.
Don Rómulo Méndez, empleado de la hacienda de Páucar y brazo derecho de don
Cipriano.
"Don Roberto Poma" , es quien regala a zambo y wanka a la familia Robles
El indio Mashe (contracción de Marcelo) y su familia: su esposa Clotilde y dos hijas,
de las que solo se menciona el nombre de la mayor, Jacinta. Junto con otros
comuneros indígenas había sido expulsado de Huaira (comunidad lejana) por el
terrateniente don Juvencio Rosas. Mashe llega hasta la hacienda de Páucar,
propiedad de don Cipriano Ramírez, a quien ruega para que lo reciba como peón o
trabajador de la tierra, aunque tiene la mala fortuna de llegar en plena sequía. El
hacendado le da una parcela y un poco de trigo para que subsista mientras dure la
sequía, pero esta se prolonga mucho y al suspenderse la ayuda alimenticia, Mashe
muere enfermo y agotado.
Jacinta, la hija de Mashe, es una muchacha en edad de tener marido, pero por culpa
de la sequía debe postergar su deseo. Timoteo se fija en ella y tras la muerte de
Mashe lo lleva a casa de sus padres. Estos la aceptan y queda sobreentendido que
terminarán casándose y formando un nuevo hogar.

Wanka, la perra, madre de muchas camadas, animales que son muy apreciados por
la comunidad pues desde temprana edad son acostumbrados a vivir en el redil junto
con las ovejas y adiestrados para ser hábiles cuidadores de rebaños. Otros son
criados para ser guardianes de casa. “....¿Raza? No hablemos de ella. Tan mezclada
como la del hombre peruano...”, nos aclara el narrador. Entre los hijos de Wanka se
cuentan Güeso, Pellejo, Mañu, Chutín, etc. Wanka, como todo perro, es fiel al amo
mientras éste le da comida y abrigo pero cuando este vínculo se rompe a
consecuencia de la sequía, pesa más el instinto primario canino. Wanka mata a una
oveja del rebaño y se lo devora; los otros perros la imitan. Por tal falta es exiliada del
hogar de los Robles, junto con los demás perros. Finalmente cuando las lluvias
regresan y finaliza la sequía, Wanka retorna y Simón lo perdona.
Zambo, hermano y pareja de Wanka. Le pusieron ese nombre por el color oscuro de
su pelaje. No tiene un rol muy llamativo en el relato. Sin embargo tiene un trágico
final al igual que el resto de los perros, pues muere envenenado y es devorado por
el Pellejo (su hijo), quien por ende comparte su triste final.
Güeso, hijo de Wanka y Zambo, y hermano de Pellejo. En torno a su figura están sin
duda las páginas más emocionantes del relato. Tras vivir como un simple perro
ovejero, de pronto es apartado de su mundo por obra de unos bandoleros, el Julián
y el Blas Celedón, quienes le quieren convertir en perro conductor de reses robadas.
Güeso se niega rotundamente al principio, incluso es azotado y marcado con hierro
como castigo. Tiene también un intento frustrado de escape. Odia a aquellas
personas que le arrebataron su vida tranquila. Pero surge un cambio radical cuando
ve que aquel “humano”, el Julián, realmente se preocupa por él y lo atiende como a
un miembro de su familia, curándole sus heridas y dándole comida. Termina
encariñándose con su nuevo amo, quien feliz, le desata y lo junta con otro perro, el
Güenamigo. Ambos perros se convierten en un gran auxilio para los Celedonios
pues aparte de ayudarles en el arreo de reses, sus ladridos advierten las
emboscadas de los gendarmes. Al final Güeso compartirá el triste final de los
bandoleros: morirá abaleado junto con el Julián y el Blas.
Pellejo, hijo de Wanka y Zambo, y hermano de Güeso. Durante la sequía encabeza
junto con Wanka y Zambo la jauría de perros hambrientos que deambulan en busca
desesperada de alimento. Muere tras devorar el cuerpo del envenenado Zambo.
Mañu, es hijo de Wanka y Zambo. Muy cachorro aún, es llevado por Mateo, esposo
de Martina y padre de Damián. Este último, todavía infante, en su media lengua
llama “mañu” al perrillo (en vez de decirle “hermano”), y así se queda con ese
nombre. Cuando Mateo es enrolado en el ejército, Mañu asume el gran
compromiso de cuidar a la familia. Demuestra su valor y fidelidad al defender el
cadáver de Damián de las aves de rapiña. Regresa al hogar de los Robles,
enrolándose en las tareas de pastoreo, pero al ver que no hay comida disponible
huye y se une a la manada de perros hambrientos. Morirá víctima del hambre, en
una escena muy conmovedora, en donde la Antuca le acompaña en sus últimos
instantes.
Shapra, el guardián del hogar de los Robles. Reemplaza en esa función al perro
Tinto, muerto de una dentellada por Raffles. Muere abaleado durante una incursión
que hace con otros perros en una chacra de maíz.
Raffles, perro de raza fina, de pelaje amarillento, enorme y feroz, que junto con
otros similares guarda la casa-hacienda de don Cipriano. Durante la sequía, Raffles y
su jauría se dedican a despedazar a los perros chuscos y hambrientos que
deambulan por los contornos de la hacienda, pero ante el crecido número de estos,
el hacendado prefiere encerrar a sus canes en un cuarto, desde donde ladran cada
vez que sienten cerca la presencia de los perros vagos.
Chutín, hijo de Wanka y Zambo, fue un obsequio que el hacendado don Cipriano le
hizo a su menor hijo, Obdulio, ante la insistencia del chicuelo de tener un perrillo a
su lado, en vista de no poder juguetear con el Raffles y los otros perros feroces de la
hacienda. Le pusieron ese nombre por ser chusco (chuto) pero se ganó la simpatía
de toda la familia y desplazó en las preferencias a Raffles.
Güenamigo, perro de pelo lacio y amarillento, de propiedad de los Celedonios,
entrenado para la conducción del ganado mayor (vacas y toros) robado. Se hace
amigo de Güeso, de quien aprende el arte de arrear las reses. Ambos compartirán el
mismo destino al morir abaleados al lado de sus amos.
Resumen por capítulos

I. Perros tras el ganado


El relato empieza mencionando los ladridos de los perros pastores que
conducían un rebaño de ovejas. La pastora es Antuca, una chiquilla de doce
años. Es una “china”, como les dicen a las muchachas indígenas del norte del
Perú.

II. Historias de perros


Wanka y Zambo provenían de Gansul, de la afamada cría de don Roberto
Poma. Los perros son criados, antes de que abran los ojos, en el rebaño,
amamantados por las ovejas; de esa manera se acostumbran tempranamente
con el ganado. A Zambo le pusieron ese nombre por ser de color prieto; en
cambio, nadie pregunta al Simón Robles por qué puso el nombre de Wanka a
la perra (lo cual era una alusión a una tribu guerrera de la sierra central
peruana). La perra se convirtió en madre de muchas camadas, cuyos
miembros fueron repartidos entre los habitantes del pueblo y de otros lugares.
Simón les ofrecía ya sea como perros ovejeros o como guardianes de casa.
Muchos de ellos ganaron fama. Güendiente, el perro del repuntero Manuel
Ríos, manejaba excepcionalmente a las vacas. Máuser, el perro de Gilberto
Morán, muere en una explosión de dinamita, durante una obra de
construcción de carretera; Tinto, el perro guardián de la casa de Simón Robles,
es muerto por el feroz Raffles, enorme perro de don Cipriano Ramírez, el
hacendado de Páucar, siendo reemplazado por el ya mencionado Shapra como
guardián del hogar. Quien de alguna manera venga a Tinto es Chutín, otro hijo
de Wanka y Zambo, el cual fue regalado al niño Obdulio, hijo del hacendado
Cipriano, quien se rindió ante la insistencia del niño de tener un perrito de
compañía. Chutín se ganó la preferencia de todos en la casa hacienda, en
desmedro del feroz Raffles. Cuando el rebaño de Simón Robles aumenta y se
necesita más ayuda en el pastoreo, los Robles deciden quedarse con dos
perros de la siguiente parición de Wanka. A ellos les colocan los nombres de
Güeso y Pellejo debido a una historia que Simón narra sobre una viejita que
para no ser asaltada disimuladamente se quejaba: “estoy hecha puro Hueso y
Pellejo”, llamando de este modo a sus perros que tenían esos nombres. Los
perros al oír el llamado de su ama ingresan al cuarto de la vieja y se lanzan
contra el ladrón, “haciéndole leña”. Cuando el Timoteo objeta la historia
haciendo notar que cómo podía ser que unos perros guardianes dejaran entrar
a un ladrón en casa y encima necesitaban que su ama los llamara, el Simón
Robles se limita a sentenciar: “cuento es cuento”. Y el narrador pone como
ejemplo la historia de un curita de Pataz quien luego de narrar con mucha
emoción y patetismo la pasión y muerte de Nuestro Señor, vio atónito como
todos los feligreses lloraban a moco tendido. El cura tuvo que finalizar diciendo
que como era una historia ocurrida hace mucho tiempo, bien podía ser solo
cuento.

III. Peripecia de Mañu


Mateo Tampu era un joven y robusto campesino, muy laborioso, casado con
Martina Robles (hija de don Simón Robles). Tenía su propia choza y su chacra, y
como necesitaba un perro pastor para su rebaño de ovejas que cada día crecía
más, solicita a su suegro que le obsequiará un cachorrillo. Simón le da permiso
para que coja uno de los perritos de la última camada de Wanka. Mateo
escoge al azar uno y lo mete a su alforja, acomodándolo para que quedara con
la cabeza afuera. Se despide de su suegro y retorna a su casa. Damián, su
pequeño hijo, en su media lengua llama Mañu al perrito (en vez de decirle
“hermano”), y con ese nombre se quedó. Todo prosperaba en la familia y la
Martina dio luz a otro niño. Pero un día, mientras Mateo trabajaba en su
chacra, aparecen dos gendarmes o policías, quienes le piden su libreta de
conscripción militar. Como no la tenía se lo llevan violentamente, a pesar de
las súplicas de Martina, quien es abofeteada por uno de los gendarmes. La
pobre esposa queda sumida en la más profunda tristeza; sin embargo, guarda
la esperanza de que su esposo retornara, aunque sin tener una idea cabal de
qué se trataba eso de “servir en el ejército”. Ante la ausencia del esposo cobra
importancia el Mañu, como guardián no solo del rebaño sino del pequeño
Damián, a quien sigue a todos lados.
IV. El puma de sombra
Los perros ladran de noche porque sienten la presencia de un enemigo (un
puma o un zorro). Los hombres se alertan, sueltan a los perros y salen a
merodear. Luego esperan el retorno de los perros. Simón aprovecha para
contarles una historia: el puma de sombra. Les relata que estando solo en el
Paraíso, Adán le pide a Dios que no exista la noche y que fuera siempre de día.
El Señor le pregunta la razón de ese pedido y Adán le responde que por miedo
a la oscuridad. Entonces Dios le hace ver una visión: un puma enorme se
acerca bramando y corriendo, ante el terror de Adán, pero cuando ya lo tenía
cerca, éste ve que se le pasa por encima: era solo una sombra. Dios le explica
entonces que así es la noche, pura sombra. Luego Adán le pide a Dios
compañía, ya que todos los animales la tenían menos él, y viendo que tenía
razón, Dios se lo concede, creando así a la mujer. Y termina Simón señalando
que la mujer surgió por el miedo del hombre a la noche. Los perros regresan
fatigados y todo indica que solo se trata de un puma de sombra, como el de la
historia de Simón.(relatada antes)

V. Güeso cambia de dueño


Un día Vicenta pide permiso para acompañar a su hermana Antuca en el
pastoreo, pues quería ir al campo a buscar ratanya (una planta que servía para
dar tinte morado a los tejidos). Su padre aprovecha para encargarle que trajera
pacra (hierba que servía para engordar al ganado). Cumplido su cometido,
Vicenta se despide de su hermana. De pronto aparecen dos jinetes con aire
amenazante. Vicenta se esconde detrás de una roca y los reconoce: son los
cholos Julián y Blas Celedón, hermanos bandoleros, muy temidos en la región.
Recuerda que años atrás ella había bailado con el Julián en una fiesta pero su
padre se había opuesto a que la cortejara pues el cholo ya tenía muy mala
fama. Julián atrapa a Güeso con un lazo, pues quería un perro de la muy
afamada cría de los Robles para entrenarlo como conductor de ganado
robado. Wanka y los otros perros se acercan ladrando a los intrusos y a su
encuentro les sale Güenamigo, el perro de los bandoleros, pero Julián lo
contiene para evitar una pelea desigual. Wanka espera solo la orden de su ama
para lanzarse contra los forajidos, pero el Blas apunta su carabina amenazando
con disparar, por lo que Antuca se apresura a alejar a sus perros y calmarlos.
Cuando se entera por boca de ellos mismos de que se trataban de los famosos
“Celedonios” queda helada de conmoción. Suplica llorando por su perro, pero
los bandoleros la amenazan y se llevan a Güeso arrastrándolo por el camino.
No bien se alejan, la Vicenta sale de su escondite y se va a consolar a su
hermana, quien no cesaba de llorar.
VI. Perro de bandolero
Los bandoleros se llevan a Güeso, pero este, muy terco, no quiere avanzar. Lo
flagelan; finalmente, el Blas lo marca con hierro candente. Muy adolorido, no
le queda al perro sino seguir a los bandoleros para no recibir mayores
maltratos. Luego de un largo recorrido llegan a una cabaña, donde los reciben
una pareja de esposos llamados Martín y Pascuala. Los bandoleros se
alimentan y se disponen a dormir, dejando a Güeso atado a una viga con una
soga. El perro intenta escapar, royendo la soga. Ya estaba a punto de romper la
última hebra cuando es descubierto por Julián. Lo ata entonces con una soga
de cerda. Gueso se siente entonces perdido, sin esperanza ya de huir. Muy de
mañana parten los Celedonios y llegan a Cañar, un valle profundo lleno de
monte tupido, escondite ideal de ladrones, a cuyo lado corre el río Marañón.
Después de cierto tiempo, Güeso se acostumbra con sus nuevos dueños y
termina por encariñarse con Julián, quien lo suelta y lo junta con el
Güenaamigo para que aprendiera a ser perro abigeo o conductor de reses
robadas. Güeso conoce entonces a los amigos de los Celedonios: el Santos
Vaca, el Venancio Campos, bandoleros todos. Un día Güeso ve de lejos a
Antuca y a su rebaño; parece recordarlos pero luego de un rato regresa
corriendo donde Julián, decidiendo así su destino, el ser un “perro de
bandolero”. El amor de Julián es Elisa, bella chinita del pueblo de Sarún, a
quien embaraza. Su peor enemigo es Chumpi, apodado el Culebrón, un alférez
de gendarmes, el cual le sigue tenazmente los pasos pero siempre era burlado.
El Güeso y el Güenamigo se convierten en aliados valiosísimos de los
Celedonios ya que con sus ladridos avisan cuando los gendarmes se hallan
cerca.

VII. El consejo del rey Salomón


En aquel año no hubo buenas cosechas. Las lluvias escasearon y las mieses de
la mayoría de las chacras no alcanzaron su plenitud. La comida empezó a
escasear. Los
Robles se enteran que las chacras de la Martina se han perdido y que para
colmo, recibe la visita de su cuñada, la cual tenía problemas con su marido y
no quería volver donde él. Aprovechando este percance, don Simón cuenta la
historia de un hombre que no era feliz debido a que su esposa siempre le
causaba problemas y lo comparaba con su anterior marido, el “difuntito”,
diciendo que éste había sido más bueno. El hombre, desesperado, visita al rey
Salomón, el cual le aconseja sabiamente que vaya a ver lo que hacía un arriero
con su burro, en un cruce de caminos, y que haga lo mismo. El hombre
observa que el arriero, cada vez que su burro quería ir en la dirección contraria
a la que él quería, le sonaba las orejas con un palo; el animal le obedecía
entonces. Entonces el hombre va a su casa, y cuando su esposa le sale a su
encuentro amenazando con irse, coge un palo y le da duro, tal como vio hacer
al arriero con su burro. La mujer le suplica entonces que no la pegue más, y
desde ese día no volvió a molestar al marido.

VIII. Una chacra de maíz


La casa-hacienda de Páucar, propiedad de don Cipriano, contaba con una
represa que almacenaba el agua de una quebrada. De modo que en torno a
ella verdecían los alfalfares y germinaban los maizales, lo que contrastaba con
la desolación del contorno. A una de esas chacras de maíz ingresan los perros
Manolia y Rayo, seguidos por Shapra y Wanka. Se alimentan de la pulpa jugosa
de los choclos aún tiernos. Guiados por su fino olfato, Zambo y Pellejo los
imitan. Pero el hacendado decide frenar los estragos. Una noche, don Rómulo
Méndez, el empleado de la hacienda, coloca una trampa, donde al día
siguiente muere Rayo, aplastado por una piedra enorme. Los demás perros
huyen pero Shapra y Manolia sucumben bajo las balas de los guardianes. Los
sobrevivientes no volvieron más a la chacra de maíz.

IX. Las papayas


Don Fernán Frías, el subprefecto de la provincia, encomienda una misión al
alférez Chumpi, conocido como el Culebrón: capturar a los Celedonios, vivos o
muertos. Chumpi recibe la colaboración de los hacendados y ordena arrear
unas vacas a Cañar, refugio de los Celedonios, como señuelo para atrapar a los
bandidos. A Cañar llega el cholo Crisanto Julca, para avisar a los Celedonios
que había divisado una vacada de la que podían echar mano fácilmente. Sin
sospechar la trampa se duermen esa noche. De madrugada los despiertan los
ladridos de los perros. Se dan cuenta entonces que los gendarmes estaban
muy cerca. Tratan de huir por una quebrada, pero notan que han sido
rodeados. En la balacera mueren el Crisanto y el Güenamigo. Los hermanos
Celedonios se ocultan en una cueva, junto con el fiel Güeso. Allí resisten varios
días, sin comida ni agua. Un gendarme, cansado de esperar, se acerca a la
cueva dispuesto a acabar con los Celedonios, pero estos lo matan a balazos.
Una esperanza renace en los Celedonios cuando ven asomar de lejos a su
amigo, el Venancio Campos, junto con un segundo suyo. Pero el Venancio no
se atreve a enfrentar a los gendarmes, superiores en número. Pasan los días y
a los mismos gendarmes se les agotan las provisiones. Ya no hay ni frutas qué
coger de los árboles a excepción de unas cuantas papayas que recién pintaban
de maduras. Simulan entonces retirarse, pero antes, el Culebrón envenena las
frutas que quedaban, utilizando una jeringuilla que para el efecto había
comprado en el pueblo. Los hermanos bajan entonces de su escondite
confiados, y sacian la sed con el agua de un arroyo. Pero no encuentran nada
para comer, y solo divisan las papayas, las que se apresuran a derribar y
devorar ávidamente. Blas siente primero los estragos del veneno, luego Julián.
Caen ambos al suelo, retorciéndose de dolor, y entonces llega el Culebrón y los
remata a tiros. Güeso trata de defender a su amo, y es también baleado,
cayendo muerto al lado de Julián.

X. La nueva siembra
Luego de un año malo para las cosechas, las nuevas lluvias parecen anunciar
una naciente época de fecundidad del suelo. Don Cipriano, junto con sus
empleados y peones, ara y siembra los campos, ayudado por las yuntas de
bueyes. Los granos de trigo y cebada son depositados en los surcos. Junto con
su mayordomo don Rómulo Méndez, don Cipriano es el último en abandonar
las labores. Regresan ambos a la casa-hacienda donde les espera la comida
lista. Esa noche llueve, por lo que se presiente que la siembra promete una
buena cosecha.

XI. Un pequeño lugar en el mundo


Pero las lluvias solo duraron una semana. Luego la sequía continuó. El indio
Mashe y cincuenta indígenas, quienes habían sido expulsados de Huaira por el
terrateniente don Juvencio Rosas, llegan hasta la hacienda de Páucar y ruegan
a don Cipriano Ramírez para que los reciba. El hacendado los acoge porque iba
a necesitar trabajadores para las futuras siembras. Les da permiso para que se
asienten en sus tierras, así como cebada y trigo para que coman, mientras
durara la sequía. Mashe, quien tiene una esposa y dos hijas solteras, es
recibido temporalmente por la familia Robles, mientras busca un pequeño
lugar en el mundo donde vivir. El Timoteo observa detenidamente a una de las
hijas de Mashe, la Jacinta. Pero la época es tan mala, al punto que no se puede
estar pensando en buscar pareja.2

XII. “Virgen Santísima, socórrenos”


Gente muy devota de los santos, cada uno de estos tiene la virtud de conceder
favores específicos, que los creyentes invocan con rezos y demás ceremonias.
La favorecedora de las lluvias es la Virgen del Carmen del pueblo de
Saucopampa. La gente decide sacarla en procesión. Los Robles se unen al
cortejo. Simón recordaba una anécdota del pueblo de Pallar, cuando la imagen
de la Virgen que cargaban los fieles cayó sobre las rocas destrozándose
completamente; la gente, mientras tanto, seguía cantando el tradicional
himno: “Eso se merece nuestra Señora, eso y mucho más, nuestra Señora”.
Pero Simón, incansable narrador, esta vez ni siquiera intenta traer a colación su
historia pues el ánimo de la gente se hallaba por los suelos. Su mujer y sus
hijos iban tras él, en silencio. Timoteo deseaba más que nadie que se acabara
la sequía para poder sembrar y a la vez tomar como su mujer a la Jacinta.

XIII. Voces y gestos de sequía


Pasaron varios días desde la procesión y seguía sin llover. Las sementeras ya
habían muerto pero los campesinos seguían anhelando la lluvia. Esta llega al
fin pero solo dura algunos días. La sequía continúa. Un cielo azul alumbrado
por un sol ardiente cubre el horizonte. Wanka pare pero sus cachorros son
arrojados a una poza. Era la única manera de librarles de una muerte más
penosa por el hambre. Simón guarda las semillas de trigo, arveja y maíz para el
año entrante. Hombres y animales en medio de la tristeza gris de los campos,
vagan languidecientes, fatigados y descarnados.

XIV. “Velay el hambre, animalitos”


El ganado no tenía qué comer y es dejado suelto en los campos. Pero apenas
encuentran alimento con qué calmar el hambre: solo paja seca, chamiza e ichu
reseco. Uno tras otro los animales son sacrificados y comidos por los
campesinos. Los perros llevan la peor parte. Muy flacos, deambulan por el
pueblo en busca de sustento que casi nunca encuentran. Una vez Juana
regresa indignada a su bohío luego de visitar la capilla de San Lorenzo, en
Páucar: habían robado el manojo de espigas que cada año se ofrendaba al
santo. Para ella era un sacrilegio nefando. La Antuca seguía saliendo a pastear
a las ovejas junto con sus perros, pero ya no era como antes. Ella misma había
enflaquecido y para colmo, ya no se encontraba con el Pancho. Viendo el
paisaje tan desolador y sus animales raquíticos, les dice tristemente: “Velay
(he aquí) el hambre, animalitos”.

XV. Una expulsión y otras penalidades


En una ocasión la Antuca se percata que sus tres perros (Wanka, Zambo y
Pellejo) están devorando a una oveja. Grita a los perros tratando de alejarlos,
pero estos le ladran agresivamente. Antuca, llorando, regresa a su casa
contando lo sucedido. Los perros vuelven al hogar de los Robles pero son
expulsados a garrotazos y hondazos. Por su parte el indio Mashe levanta su
choza cerca a un alisar, en la parcela que le había sido otorgado por don
Cipriano. Pero no tenía cómo dar el sustento a su familia. Su hija, la Jacinta,
sale entonces a buscar algo. Regresa con los restos de la oveja que los perros
habían devorado. Mashe y toda la familia se alegran y preparan la comida con
las piltrafas, que para ellos es un festín.

XVI. Esperando, siempre esperando


Martina decide ir a Sarún, donde vivían sus suegros, pues su cuñada le había
contado que allí si abundaba comida. Lleva a su menor hijo, todavía bebé, pero
deja en la casa a su hijo mayor, Damián, niño de 9 años, acompañado sólo por
el perro
Mañu, y con una modesta ración de trigo. Le encarga que en caso de que ella
demorara y se acabara la comida, llamara a la vecina, doña Candelaria, para
que le ayudara a matar la única oveja que quedaba. Y si tardaba más, que
fuera donde su abuelo, el Simón Robles, que vivía en un trecho no tan lejano.
Damián y el Mañu pasan los días cuidando a la oveja y comiendo trigo tostado.
Cuando se les acaba la comida, Damián llama a gritos a doña Candelaria, la
cual no responde. Una noche se roban a la oveja. Damián se encamina
entonces a la casa de don Simón. Pero desfalleciente, cae en el camino. Un
cóndor planea encima, tratando de acercarse al cuerpo. Mañu, su fiel
compañero, lo defiende heroicamente, pero Damián muere de hambre y sed.
Don Rómulo, quien pasa por allí, recoge el cadáver del niño y lo lleva a la casa
de don Simón Robles, quien de inmediato lo entierra en el cementerio. Al día
siguiente Simón va a la casa de la Martina y la encuentra vacía y desolada. Se
da cuenta entonces que su hija se había ido definitivamente.

XVII. El Mashe, la Jacinta, Mañu


El indio Mashe lleva una gruesa culebra a su casa, le corta la cabeza y la cola, lo
asa y se lo come compartiéndolo con su familia. Pero rara vez tenía la suerte
de encontrar algo qué comer. Hasta que un día cayó enfermo y ya no se pudo
levantar. El perro Mañu se suma a la labor de pastoreo del rebaño de ovejas
cuidado por la Antuca y el Timoteo. Pero no recibe ninguna ración de comida,
por lo que abandona la casa de los Robles y se reúne con los perros
expulsados. Mashe agoniza en su lecho, y antes de morir, le confiesa a Clotilde,
su mujer, que él fue quien robó el manojo de espigas de la capilla de San
Lorenzo de Páucar. Jacinta es llevada por Timoteo a su casa, donde Simón la
recibe. Esto era señal que el viejo aceptaba a la chica como pareja de su hijo.

XVIII. Los perros hambrientos


Las jaurías de perros hambrientos deambulan por todo lado. Un día Antuca va
a recoger agua y encuentra al perro Mañu tirado sobre las piedras, con la
lengua afuera y agonizante. Siente mucha pena por el animal y se queda
acariciándole durante un largo rato, hasta que la voz de su madre lo vuelve a
las tareas cotidianas. Los perros llegan a invadir la casa hacienda de don
Cipriano. Raffles y los demás perros enormes de la hacienda son encerrados
para evitar que se pelearan con los callejeros, muy numerosos. Zambo husmea
en busca de comida, pero las personas ya no botan ni las cáscaras de los
alimentos. Pellejo recuerda que tiempo atrás una vez una señora muy buena,
doña Chabela, le había dado una semita, y confiadamente se le acerca, pero
esta vez aquella la expulsa cruelmente, hiriéndole con un tizón ardiente. Los
perros hambrientos invaden el comedor de don Cipriano, asustando a su
familia. Son expulsados a patadas y garrotazos. Pero esta vez don Cipriano
decide terminar con el problema. Ordena colocar pedazos de carne
envenenada alrededor de la casa. Muchos perros comen el fatal bocado, entre
ellos Zambo, cuyo cuerpo es devorado por Pellejo, el cual muere igualmente
víctima del tósigo. Con la extinción de los perros, los zorros y pumas
aprovechan para atacar al ganado, por lo que los campesinos hacen guardia de
noche. Algunos incluso imitan el ladrido de los perros. Rendidos por tantas
penurias, indios y cholos se reúnen frente a la casa hacienda de don Cipriano,
rogándole que les diera comida, mientras esperaban la lluvia para iniciar las
labores. Pero don Cipriano se niega, aduciendo que ya no tenía más grano para
repartir. El Simón Robles le replica entonces, diciéndole que ellos sabían que
alimentaba a su ganado con cebada, como si un animal valiera más que un
cristiano. Don Cipriano y su mayordomo se retiran amenazantes y la masa de
hombres intenta forzar la puerta de la casa. Se escuchan disparos. Tres indios
caen muertos. Los demás huyen. Los tiradores son los empleados del
hacendado; incluso al pequeño Obdulio, el hijo de don Cipriano, porta un arma
que su padre le ha enseñado a usar. La sequía se prolonga por algunos meses
más.
XIX. La lluvia güena
Llega noviembre. El cielo se cubre de nubes densas. Y las primeras gotas de
lluvia levantan polvo. Es, indudablemente, el fin de la sequía. El júbilo estalla
entre los hombres y animales. Una tarde Simón Robles miraba desde el
corredor y una sombra le hizo volver hacia otro lado. Era la perra Wanka,
escuálida, quien retornaba para ocupar su puesto de guarda de ovejas, de las
que solo quedaban dos pares. Simón la llama y la perra se acerca a restregarse
cariñosamente a su amo. Conmovido, Simón la acaricia y le habla con ternura,
llorando de emoción. “Y para Wanka las lágrimas y la voz y las palmadas del
Simón eran también buenas como la lluvia”.

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