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ABC recordaba el episodio 40 años después, aunque sin entrar en muchos detalles. El
reportaje, publicado en abril de 1958, se tituló: « La Rusia trágica y una intervención de
Alfonso XIII». Estaba firmado por el vizconde de Pegullal, que se veía «capacitado para
escribir sobre ello», puesto que en la época de los hechos, tras el triunfo de la
Revolución rusa y poco antes de la formación de la Unión Soviética, era secretario en la
embajada de San Petersburgo y vivió los «aciagos momentos en primerísima línea».
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La matanza
El destino de la Familia Real rusa se conoció pocas semanas después de aquella reunión
que recordaba en ABC el vizconde de Pegullal. El 30 de julio de 1918, el Ejército imperial
había llegado a la localidad de Ekaterimburgo para salvar al zar, su esposa y sus hijos. Al
parecer, los bolcheviques los tenían retenidos en la casa Ipátiev. pero cuando
aparecieron allí no encontraron ni al Nicolás II ni a nadie. No supieron entonces, ni
tampoco Alfonso XIII, empeñado en salvarlos, que todos ellos habían sido brutalmente
asesinados 13 días antes. Los cadáveres no estaban allí ni aparecieron en ningún otro
sitio.
ABC ya había apuntado en fechas anteriores que, «por tercera o cuarta vez en el breve
espacio de unas semanas, las agencias de información europeas han recogido el rumor
de que el ex zar Nicolás de Rusia ha sido asesinado». El rumor procedía del Gobierno
inglés, que aseguraba haber recibido un comunicado de Gobierno ruso dando cuenta del
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fusilamiento de este el 16 de julio, «después de haberse descubierto una conspiración
contrarrevolucionaria que tenía por objeto llevarse a la zarina y al zarevitch». Igualmente,
seguía sin ser confirmado.
En esas mismas fechas, Alfonso XIII cablegrafió al Rey Jorge V de Inglaterra y al káiser
Guillermo II de Alemania para pedirles ayuda. En el mensaje enviado a este último, el
monarca español describía a los Romanov como una familia «desventurada» y prometía
que, de permitir que el zar, su mujer y sus hijos se refugiaran en España, ninguno de
ellos intervendría en ningún asunto político hasta el final de la Primera Guerra Mundial.
Y a los pocos días recibía las respuestas de ambos en las que manifestaban no tener
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inconveniente en que España recibiera a la familia del zar.
«Según “The Times”, dos de las potencias interesadas han dado ya su consentimiento
para el traslado – recogía ABC el 9 de agosto –. Y el diario francés “Gaulois” escribía:
“Debemos recordar que el soberano español supo siempre mostrarse protector,
caballeroso, abnegado, no solo de los grandes, sino de los pequeños. Acogió bajo su
protección a cuantos sufrieron injustamente las hostilidades, tendió su mano generosa a
cuantos necesitaban de auxilio y les dio su poderoso apoyo. Ha de recaer ciertamente
sobre España un verdadero honor al haber arrebatado a la infortunada viuda del zar y a
sus hijas de las brutales venganzas y de las horribles vejaciones que les sometían los
maximalistas de Unión de Social-Revolucionarios».
La familia imperial rusa, con el zar en medio, un año antes de que todos fueran
fusilados y acuchillados - ABC
Fusilados y acuchillados
Estaba claro que tanto la prensa como los principales dirigentes europeos seguían
desconociendo el destino de los Romanov. En la madrugada del 16 al 17 de julio de 1918,
toda la familia había sido trasladada al sótano de la casa Ipátiev, en Ekaterimburgo, con
el pretexto de tomarles una fotografía. Sin embargo, cuando la confiada familia se colocó
para la instantánea, el responsable del escuadrón, Yákov Yurovski –que había llegado el
13 de julio para ejecutar la orden– entró en la habitación con el revólver en la mano y
varios soldados armados con fusiles. En ese momento se les comunicó que habían sido
condenados a muerte. E inmediatamente después, Nicolás II, su mujer, sus hijas (Olga,
Tatiana, María, Anastasia y Alexei), varios sirvientes, el doctor y el perro fueron fusilados
y acuchillados salvajemente.
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El comunicado oficial hizo referencia poco después solo a la condena a muerte del zar
Nicolás II, al que el nuevo gobierno comunista consideró «culpable ante el pueblo de
innumerables crímenes sangrientos». Alfonso XIII, sin embargo, siguió creyendo que
podía salvar a la esposa y sus hijos. Vivió el resto del mes de agosto con cierta euforia y
esperanza. Incluso el Papa Benedicto XV se mostró públicamente convencido del éxito de
las gestiones españolas, asegurando que el asunto ya había sido negociado con los
bolcheviques y resuelto.
Pruebas de ADN
Alfonso XIII fue poco a poco perdiendo la esperanza de encontrarles con vida.
Aumentaban los rumores de que habían muerto, pero no aparecían los cuerpos. El
Gobierno soviético no volvió a realizar declaraciones sobre el paradero, el tema estaba
zanjado para ellos. Tampoco desmintieron la información recabada en 1919 por el
investigador monárquico Nikolai Sokolov, quien aseguró que los ejecutores «desnudaron
a los cadáveres y los subieron a un camión para trasladarlos a una mina de sal, pero el
vehículo se averió y los bolcheviques decidieron, precipitadamente, cavar una zanja poco
profunda a orillas de la carretera. Y para dificultar el reconocimiento de los cuerpos, los
rociaron con ácido sulfúrico antes de rellenar la fosa».
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Los esfuerzos de Alfonso XIII no habrían podido llegar a buen puerto en ningún caso. En
primer lugar, porque el Gobierno ruso mintió en todo momento al Rey español,
haciéndole creer que estaba vivo para ganar tiempo en la construcción de su imperio
comunista. Lenin y sus secuaces ordenaron el asesinato y luego, además de ocultarlo,
intentaron obtener un reconocimiento oficial de España hacia su régimen con aquella
mentira. Y, en segundo, por la indiferencia de países como Gran Bretaña y Alemania, que
no quisieron involucrarse más activamente en la posible salvación del Zar. Francia
tampoco movió un solo dedo. Estados Unidos, igual, que en los últimos años había
mirado con recelo a Nicolás II por las acusaciones de antisemita. Y aunque Dinamarca y
Suecia quisieron colaborar, sus propuestas solo recibieron respuestas frías por parte de
los ingleses.
Ochenta años después, Boris Yeltsin calificó de «vergonzoso» aquel crimen, que aún hoy
es considerado como una especie de herida sin cicatrizar de la historia del país. « Inclino
mi cabeza ante las víctimas de un asesinato despiadado», dijo el presidente ruso ante el
mausoleo de la familia Romanov.
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