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es

3. LA SABIDURÍA DE ULISES
O LA RECONQUISTA DE LA ARMONÍA PERDIDA

Pues bien, ahora te hablaré del viaje de Ulises, el que


Homero nos relata en la Odisea y que durará al menos diez
años, tras la terrible guerra de Troya. Si tienes en cuenta
que ese conflicto ya ha alejado a nuestro héroe de los su-
yos durante diez largos años, hace al menos veinte años
que Ulises no está «en su sitio», cerca de su familia, allí
donde debería vivir. Ahora bien, él nunca ha querido esta
guerra. Ha hecho todo lo posible para no participar en
ella y sólo por obligación abandona su patria, Ítaca, la ciu-
dad de la que es rey, a Telémaco, su hijo aún muy peque-
ño, a su padre, Laertes, y a Penélope, su mujer. Se trata de
una obligación moral, claro, pero no por eso menos gra-
vosa: a pesar de su deseo de quedarse allí donde está su
casa, cerca de los suyos, Ulises no puede por menos que
mantener su compromiso con Menelao, rey de Esparta, a
quien el joven príncipe Paris acaba de arrebatarle su es-
posa, la bella Helena. Ulises, en el sentido griego del tér-
mino, está «abatido»: le han desplazado de forma violenta
de su sitio natural, del lugar que le pertenece y al que asi-
mismo pertenece, alejado a la fuerza de los que lo rodean
y que constituyen su mundo humano. Sólo tiene un de-
seo, volver a casa cuanto antes, recuperar su lugar en el or-
den del mundo que la guerra ha trastornado. Pero por mul-

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titud de razones su viaje de vuelta resultará increíblemente


arduo y difícil, sembrado de obstáculos y de pruebas casi
insuperables —lo que explica la longitud y duración del
periplo que el héroe tiene que realizar—. Además, todo
se desarrollará en una atmósfera sobrenatural, en un
mundo mágico y maravilloso que no es el mundo huma-
no, un universo poblado de seres demoniacos o divinos,
benévolos o maléficos, pero que de todas formas no son
una muestra de vida normal y, como tales, representan una
amenaza: la de no volver jamás a su estado inicial, ni recu-
perar nunca una existencia humana auténtica.

I. VISTA EN PERSPECTIVA. EL SENTIDO DEL VIAJE Y LA SABIDURÍA


DE ULISES: DE TROYA A ÍTACA O DEL CAOS AL COSMOS

Está claro que yo podría contarte una a una las diferen-


tes etapas del viaje, sin indicarte su sentido. Son lo bastan-
te entretenidas en sí mismas como para leerlas aun sin
entenderlas, y estoy seguro de que te complacerían. Pero
sería una verdadera lástima, te perderías mucho y apenas
tendrían significado. Para empezar porque ya existen de-
cenas de obras, entre ellas las dedicadas a los niños, que
han contado las peripecias del viaje de Ulises. Después y
sobre todo, porque las aventuras del rey de Ítaca no ad-
quieren su verdadero relieve más que una vez que se po-
nen en perspectiva a partir de lo que acabamos de ver jun-
tos: la aparición, con la teogonía y la cosmogonía, de una
sabiduría cósmica, de una nueva y apasionante definición
de la vida buena para los mortales, de una «espiritualidad
laica» de la que Ulises es quizá el primer representante en la
historia del pensamiento occidental. Si para los que van a
morir la vida buena es la vida en armonía con el orden cós-
mico, entonces Ulises es el arquetipo del hombre auténtico,

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del hombre sabio que sabe lo que quiere y al mismo tiempo


adónde va. Y es por eso por lo que, aunque retrase un poco
el momento del relato —pero tranquilo, que llegaremos a
ello lo antes posible—, voy a proporcionarte algunas cla-
ves de lectura que te permitirán darle su verdadero senti-
do a esta epopeya y percibir toda su hondura filosófica.

Hilo conductor 1. Hacia la vida buena y la sabiduría de los mor-


tales: un viaje que va, como la teogonía, del caos al cosmos

Para empezar, debemos saber que todo comienza por


una serie de fracturas, una sucesión de desórdenes que va
a ser necesario afrontar y calmar. Como en la teogonía, la
historia parte del caos y termina en el cosmos. Ahora bien,
ese caos original posee todo tipo de rostros distintos. Para
empezar1, lo primero que salta a la vista es, evidentemen-
te, la propia guerra, situada bajo la influencia de Eris
—como testimonia el episodio de «la manzana de la dis-
cordia» que ya te he relatado al principio del libro—. Este
conflicto es terrible, miles de jóvenes perderán en él la
vida en combates de una crueldad espantosa. En aquella
época, como en nuestros días, la guerra es atroz: no sólo
es sanguinaria y brutal, sino que representa un desarraigo
sin igual para unos soldados llevados a la fuerza lejos de
sus hogares, lejos de toda civilización, de toda dicha, lan-
zados a un universo que no tiene nada que ver con lo que
la vida buena, la vida en armonía con los demás, con el
mundo, debería ser.
Pero una vez ganada por los griegos, gracias en buena
medida al ardid de Ulises con su famoso caballo de made-
ra, la guerra se prolonga en un segundo momento de caos
total, el saqueo de Troya. Digámoslo claramente: llega
muy lejos, demasiado lejos. Es totalmente desmesurado,

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marcado con el sello de la hybris más demencial. Los sol-


dados griegos, que han perdido diez años de su vida en
unas condiciones tan espantosas que nunca conseguirán
reponerse, se han vuelto peores que animales salvajes.
Cuando entran en la ciudad asediada, se complacen en
matar, violar, torturar, destrozar todo lo que es bello e in-
cluso sagrado. Áyax, uno de los guerreros griegos más va-
lientes, llegará a violentar a Casandra, hija del rey Príamo
y hermana de Paris, en un templo dedicado a Atenea. A la
diosa no le hace gracia, pues Casandra es una joven muy
amable. La verdad es que ella lleva también una maldi-
ción funesta que le viene de Apolo. El dios de la música se
ha enamorado de ella y, para ganar sus favores, le otorga
un don maravilloso: el de adivinar el porvenir. Casandra
acepta pero, en el último momento, rehúsa ceder a los
avances del dios... que se lo toma muy a mal. Para vengar-
se, le lanza un terrible sortilegio: siempre podrá adivinar
correctamente el porvenir —lo que está dado está dado, y
no se quita— pero nadie la creerá. Y así, Casandra suplica
a su padre que no deje entrar el caballo de Troya en la
ciudad: en vano, nadie la escucha...
Pero de todos modos ésa no es razón para violarla, y
mucho menos en un templo de Atenea. Y todos los grie-
gos se comportan de la misma manera, de modo que los
Olímpicos, incluso aquellos que como Atenea apoyaron a
los griegos contra los troyanos, se sienten asqueados por
el nuevo caos que se añade inútilmente al que la guerra
por sí misma ya constituye: la grandeza se mide por la ca-
pacidad de mostrarse digno y magnánimo no sólo en la
adversidad, sino también en la victoria —y en este caso los
griegos se comportan de forma muy mediocre—. Senci-
llamente, se comportan como cerdos. Frente a semejante
oleada de hybris, Zeus debe obrar con severidad: desenca-
denará tormentas sobre las naves de los griegos cuando,

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una vez finalizado el saqueo de Troya, quieran volver a sus


casas. Además, para escarmentarlos y hacerles reflexio-
nar, sembrará cizaña entre los jefes, sobre todo entre los
dos reyes más grandes, los dos hermanos, Agamenón, que
ha dirigido los ejércitos durante todo el conflicto, y Me-
nelao, rey de Esparta y marido engañado de la bella Hele-
na enamorada de Paris... Y he aquí que nos encontramos
con no menos de cinco tipos diferentes de caos que se
acumulan y se añaden unos a otros: la manzana de la dis-
cordia, la guerra, el saqueo, la tormenta y las rencillas en-
tre generales —los dos últimos explican ya por su parte
las primeras dificultades de Ulises para volver a su casa—.
Pero en lo que a él atañe, todavía habrá cosas peores:
como veremos enseguida, en el transcurso de su viaje
atraerá sobre sí el odio eterno de Poseidón al reventar el
ojo de uno de sus hijos, un Cíclope llamado Polifemo.
Ulises apenas pudo actuar de otro modo: el Cíclope, un
monstruo espantoso dotado de un único ojo en medio de
la frente, pasaba el rato devorando a sus compañeros. Ha-
bía que dejarlo ciego para poder huir. Pero Poseidón tam-
bién tiene que defender a sus hijos, aunque sean malva-
dos, y nunca le concederá su perdón a Ulises: cada vez
que tenga oportunidad, hará todo lo que pueda para
amargarle la vida e impedirle regresar a Ítaca. Ahora bien,
sus poderes son grandes, muy grandes, y los problemas de
Ulises van a estar en consonancia...
Por último, una forma de caos que Homero menciona
desde el principio de esta historia y que Ulises deberá
afrontar hasta el final, y que no es desdeñable: en su au-
sencia, los jóvenes de Ítaca, su patria querida, han sem-
brado un desorden inimaginable en su palacio. Conven-
cidos de que hace mucho tiempo que Ulises ha muerto,
deciden ocupar su lugar no sólo al frente de Ítaca, sino
también junto a su mujer, que trata desesperadamente de

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permanecer fiel a su marido. Les llaman los Pretendien-


tes, porque pretenden el trono y a la vez la mano de Pené-
lope. También se comportan un poco como los griegos
en Troya, como puercos: cada noche van a festejar a casa
de la reina, para su gran desesperación y la de su hijo Te-
lémaco, que es todavía demasiado joven para expulsarlos
él solo, pero la cólera y la indignación presiden su vida de
la noche a la mañana. Los Pretendientes beben y comen
todo lo que encuentran y todo lo que pueden, sin freno,
como si estuvieran en su casa. Poco a poco van merman-
do todas las riquezas que Ulises ha acumulado para los
suyos. Cuando están borrachos cantan, bailan como dia-
blos y se acuestan con las criadas. Incluso hacen proposi-
ciones deshonestas a Penélope; en resumen, son insopor-
tables y la casa de Ulises, lo que los griegos llaman su oikos,
su lugar natural, ha pasado también del orden al caos.
Cuando Ulises reinaba allí, era como un pequeño cos-
mos, un microcosmos, un mundo pequeño y armonioso,
a imagen del que Zeus había instaurado a escala del uni-
verso. Y hete aquí que, tras su partida, todo se pone patas
arriba. Si seguimos la analogía, podemos decir que los
Pretendientes se comportan en la ciudad como «mini-Ti-
fones». Para Ulises, la primera finalidad del viaje consiste
en llegar a Ítaca para volver a poner las cosas en su sitio,
para hacer que su oikos, su casa, vuelva a ser un cosmos
—por lo que nuestro héroe es en verdad «divino»—. Por
otro lado, al hablar de él, le llaman a menudo «el divino
Ulises». Al principio del poema de Homero, el propio
Zeus afirma que es el más sabio de todos los humanos,
porque su principal destino es comportarse en la tierra
como el señor de los dioses a nivel del Gran Todo. Aun-
que mortal, es un Zeus pequeño al igual que Ítaca es un
mundo pequeño, y el objetivo de su viaje tan penoso,
como de su vida entera, es hacer que la justicia, es decir la

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armonía, reine por las buenas o por las malas si hace falta.
Zeus no permanecerá insensible a este proyecto que le
recuerda al suyo. Cuando sea necesario, ayudará a Ulises
durante su regreso hacia el último y terrible combate con-
tra los portadores de caos y desarmonía que son esos Pre-
tendientes repletos de hybris...

Hilo conductor 2. Los dos escollos: dejar de ser hombre (la tenta-
ción de la inmortalidad), dejar de estar en el mundo (olvidar
Ítaca y detenerse en el camino)

Ahora sabes de dónde viene y adónde va Ulises: del


caos al cosmos, a escala suya, claro está, que es humana
pero que refleja el orden cósmico. Es un itinerario de sa-
biduría, un camino penoso, tortuoso al máximo, pero
cuyo fin, al menos, está perfectamente claro: se trata de
alcanzar la vida buena aceptando la condición de mortal
que es la de todo ser humano. Ulises, como ya te he di-
cho, no sólo quiere reencontrarse con los suyos, sino tam-
bién volver a poner su ciudad en orden, porque un hom-
bre no es hombre sino en medio de los demás. Aislado y
desarraigado, separado de su mundo, no es nada. Esto es
lo que Ulises dice claramente cuando se dirige al buen
rey de los feacios, el sabio Alcínoo (enseguida veremos
con qué motivo), de quien admira el gobierno armonioso
y la paz que hace reinar en su isla:

El objeto más querido de mis deseos, te lo juro, es esta


vida de todo un pueblo en armonía, cuando en las mansio-
nes vemos a los convidados sentados en largas filas para es-
cuchar al aedo (era costumbre que un narrador, que llamaban
«aedo», cantase historias acompañándose de una cítara, costumbre
que volveremos a encontrar en tiempos de los castillos, con los trova-

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dores) cuando el pan y las viandas abundan en las mesas y cuan-


do yendo a la crátera (así llamaban al recipiente donde metían el
vino puro para mezclarlo con agua) el escanciador viene a ofre-
cer y verter el vino en las copas. Ésa es, a mi parecer, la más
hermosa de las vidas... Nada hay más dulce que la patria y
los padres; ¿de qué sirve, en el exilio, la casa más rica en tie-
rra extranjera y lejos de los suyos? (Odisea, canto IX).

La vida buena es la vida con los suyos, en su patria, pero


esta definición no debe entenderse en un sentido moder-
no, «patriótico» o «nacionalista». No es el famoso «Traba-
jo, Familia, Patria» del mariscal Pétain lo que Ulises ten-
dría, de antemano, en la mente. Su visión del mundo se
basa en la cosmología, no en la ideología política: para un
mortal, una existencia lograda es la que se ajusta al orden
cósmico, donde la familia y la ciudad no son más que los
elementos más evidentes. Al armonizar su vida con el or-
den del mundo, hay infinidad de aspectos personales y
Ulises va a explorarlos casi todos: por ejemplo, hay que to-
marse tiempo para conocer a los demás, a veces para com-
batirlos, a veces para amarlos, para civilizarse uno mismo,
para descubrir culturas diferentes, paisajes infinitamente
diversos, conocer el trasfondo del corazón humano en sus
aspectos menos evidentes, medir nuestras propias limitacio-
nes en la adversidad: en resumen, uno no se convierte en
un ser armonioso sin pasar por una multitud de experien-
cias, que en el caso de Ulises ocuparán un tiempo conside-
rable de su vida. Pero más allá de su dimensión casi iniciáti-
ca en el plano humano, incluso de los aspectos cosmológicos,
esta concepción de la vida buena posee también una di-
mensión propiamente metafísica. Mantiene un lazo muy
profundo con cierta representación de la muerte.
Para los griegos, lo que caracteriza a la muerte es la
pérdida de la identidad. Para empezar, y ante todo, los

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desaparecidos son los «sin-nombre», incluso «sin-rostro».


Todos los que abandonan la vida se convierten en «anóni-
mos», pierden su individualidad, dejan de ser personas.
Cuando en el transcurso de su viaje (más adelante te con-
taré en qué circunstancias) Ulises se ve obligado a descen-
der a los infiernos donde moran los que ya no tienen vida,
se apodera de él una sorda y terrible angustia. Contempla
con horror a toda esa gente que reside en el Hades. Lo
que le inquieta por encima de todo es la masa indistinta
de esas sombras a las que nada permite identificar. Lo que
le aterra es el ruido que hacen: un sonido confuso, una
algarabía, una especie de rumor sordo en donde ya no es
posible reconocer una voz, y mucho menos una palabra
con sentido. Esa despersonalización es lo que, a ojos de
los griegos, caracteriza a la muerte, y la vida buena debe
ser, en la medida de lo posible y durante el tiempo que se
pueda, todo lo contrario a esa grisalla infernal.
Ahora bien, la identidad de la persona pasa por tres
puntos fundamentales: la pertenencia a una comunidad
armoniosa —un cosmos—. Una vez más, el hombre no es
en verdad hombre más que entre los hombres y, en el exi-
lio, no es nada —es por lo que, además, el destierro de la
ciudad es, en opinión de los griegos, lo mismo que una
condena a muerte, el castigo supremo que se inflige a
los criminales—. Pero hay una segunda condición: la me-
moria, los recuerdos, sin los cuales uno no sabe quién es.
Hay que saber de dónde venimos para saber quiénes so-
mos y adónde tenemos que ir: a este respecto, el olvido es
la peor forma de despersonalización que pueda conocer-
se en la vida. Es una pequeña muerte dentro de la existen-
cia, y el amnésico, el ser más desdichado de la tierra. Hay
que aceptar la condición humana, es decir, a pesar de
todo, la finitud: un mortal que no acepta la muerte vive
en la hybris, en una desmesura y una forma de orgullo que

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llevan a la locura. Se toma por lo que no es, un dios, un


Inmortal, como el loco se cree César o Napoleón...
Ulises acepta —ya te he dicho cómo: rehusando la
oferta de Calipso— su condición de mortal. Guarda todo
en su memoria y sólo tiene una idea fija: recuperar su lu-
gar en el mundo y poner su casa en orden. En esto es un
modelo, un arquetipo de la sabiduría de los antiguos.
Pero es también esta perspectiva desde la que hay que
comprender los terribles obstáculos que va a hallar en su
camino. No son sólo, como en una novela policiaca o una
del Oeste, desafíos destinados a poner en evidencia y re-
saltar el valor, la fuerza o la inteligencia del héroe. Se trata
de pruebas infinitamente más profundas, dotadas de un
sentido fuerte y a la vez preciso. Si el destino de Ulises,
como le dice explícitamente Zeus al principio del poema,
es regresar a su casa y poner en orden su ciudad para vol-
ver a hallar su lugar preciso cerca de los suyos, los obstácu-
los que Poseidón le va a colocar no los elige, como si dijé-
ramos, al azar. Se trata de desviarlo de su camino y su
destino, de hacerle perder el sentido de su existencia y de
impedirle alcanzar la vida buena. Los obstáculos que salpi-
can su itinerario son tan filosóficos como el objetivo del
viaje. Pues no hay más que dos formas de conseguir apar-
tar a Ulises de su destino, si al menos se renuncia de entra-
da a matarlo, como hace Poseidón: el olvido y la tentación
de la inmortalidad2. Tanto el uno como la otra impiden
que los hombres sean hombres. Si Ulises olvida quién es,
también olvidará adónde va, y nunca alcanzará la vida bue-
na. Pero si aceptase asimismo la oferta de Calipso, si cedie-
se a la tentación de ser inmortal, dejaría en ese instante de
ser un hombre. No sólo porque se convertiría en un dios,
sino también porque la condición de esta «apoteosis», de
esta transformación en divinidad, sería el exilio: tendría
que renunciar para siempre a vivir con los suyos, a su sitio,

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de modo que lo que perdería sería su propia identidad.


Paradoja que impulsa todo el trayecto del héroe y da senti-
do al conjunto de la epopeya: al aceptar la inmortalidad,
Ulises se convertiría en algo parecido a un muerto. En últi-
ma instancia ya no sería Ulises, el marido de Penélope, el
rey de Ítaca, el hijo de Laertes... Sería un exiliado anóni-
mo, un sin-nombre, condenado toda la eternidad a no vol-
ver a ser él mismo, lo que a ojos de un griego es una buena
definición del infierno. Conclusión: la inmortalidad es
para los dioses, no para los humanos, y no es lo que uno
debe buscar desesperadamente en esta vida.
Por eso, lo que amenaza a Ulises a lo largo de todo el
viaje es la pérdida de los dos elementos constitutivos de
una vida lograda: la pertenencia al mundo y la pertenencia
a la humanidad, al cosmos y a la finitud. Ulises se verá sin
cesar amenazado por el olvido: en el país de los lotófagos,
cuyo alimento hace perder la memoria; al pasar junto a las
Sirenas, cuyo canto hace perder la cabeza; al arriesgarse a
ser convertido en cerdo por Circe, la maga; cediendo al
amor de Calipso, de quien Homero nos cuenta explícita-
mente, desde el canto I, que «quiere derramar sobre él el
olvido de su Ítaca» cuando él «sólo querría ver elevarse un
día el humo de los fuegos de su tierra...». De nuevo, el olvi-
do amenazará a Ulises en forma de sueños funestos, y estas
pérdidas de conciencia le harán cometer, como verás, terri-
bles errores ante el dios de los vientos, Eolo, o del sol, He-
lios. El olvido bajo todas sus formas, la tentación de aban-
donar su proyecto de vuelta, es lo que le llevaría a renunciar
a encontrar su lugar preciso en el cosmos. Pero la otra ame-
naza no es menor: como acabamos de ver, ceder al deseo
de inmortalidad volvería a Ulises inhumano.
Por eso es absurdo tratar, a toda costa, de localizar so-
bre un mapa las etapas de su viaje. Nunca se ha logrado, y
eso que, por una razón de fondo, podría haberles ahorra-

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do mucho trabajo a los que piensan que se trata de un viaje


real. El mundo por el que transita Ulises no es un mun-
do real. Claro está que el autor de la Odisea, sea quien sea
—no se sabe con certeza si fue realmente Homero quien
escribió esta obra, o si incluso tuvo varios autores, pero no
importa—, ha mezclado lo real y lo imaginario de modo
que ciertas indicaciones corresponden a lugares muy rea-
les. A veces es posible identificar tal isla, tal ciudad, tal
montaña, etcétera. Pero el sentido profundo del mundo
por el que transita el héroe no tiene nada que ver con la
geografía. Es un mundo imaginario, por no decir filosófi-
co, poblado de seres que no son del todo hombres ni del
todo dioses: como verás, los feacios, los Cíclopes, Calipso,
Circe, los lotófagos, son gente rara, ajena al mundo —en
alemán se diría Weltfremd—, sobrenaturales. El proyecto
de situar el viaje de Ulises sobre un mapa es absurdo, no
tiene interés: no percibe lo esencial, a saber, que durante
un tiempo, precisamente el de su viaje, Ulises ha salido
del cosmos. Está, como quien dice, entre dos aguas, y para
elegir, con toda la valentía, la astucia y la fuerza de las que
sea capaz, deberá volver a ser un hombre de verdad y re-
anudar el contacto con el mundo real.
La última amenaza que pesa sobre él, y que explica el
lado irreal de su periplo y de los seres con los que se cruza,
es, sencillamente, la de no ser ya un humano auténtico, un
mortal, y de no estar ya tampoco introducido en el mundo,
el cosmos. Se trata de esto, no de navegación ni de la guía
Michelin... Ulises escapará a esos dos escollos y Tiresias, el
adivino con el que se cruza en los infiernos, se lo anunciará
de forma suavizada: en primer lugar, volverá a casa, pero
a costa de terribles adversidades, y en segundo lugar, mori-
rá muy viejo, todo lo contrario que Aquiles... Total, que va a
reencontrarse con el hombre y el mundo, la finitud y la
gente verdadera por un lado, Ítaca y la realidad de un rin-

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cón del cosmos en el que hay que poner un poco de orden


por otro. En suma, al menos la vida verdadera, la vida bue-
na para los mortales...
Veamos ahora cómo y a qué precio.

II. EL VIAJE DE ULISES: ONCE ETAPAS HACIA UNA SABIDURÍA DE


MORTAL

En general se diferencian once etapas en el trayecto


que lleva a Ulises de Troya a Ítaca, de la guerra a la paz.
Pero en la obra de Homero, en la Odisea, no se presentan
«en orden», según la cronología seguida en realidad por
Ulises, sino en flash-back, como se diría en el lenguaje ac-
tual. En el cine, un flash-back es una «vuelta atrás»: en lí-
neas generales, es cuando en un momento dado el relato
cronológico se interrumpe para contar lo que pasó antes,
cómo hemos llegado hasta aquí, al punto en el que esta-
mos. En este caso, la Odisea comienza en el momento en
que Ulises es prisionero de Calipso: es aquí donde se sitúa
el episodio que te he contado nada más empezar, ese en el
que Zeus envía a Hermes a ordenarle a la ninfa que deje
partir al héroe. Y es aquí donde ella le propone la inmor-
talidad y la eterna juventud, y también, y ahora lo sabes,
donde él rechaza esta oferta en apariencia magnífica, pero
en realidad mortal para él. Y asimismo es en este periodo
cuando los Pretendientes en Ítaca, muy lejos de Calipso y
de Ulises, devastan su palacio y tratan de arrebatarle su si-
tio al mismo tiempo que su mujer. Pero antes de llegar
aquí, y aunque el viaje no ha terminado del todo, ya han
pasado muchas cosas...
En primer lugar, nos enteramos de que Ulises abando-
na por fin la isla de Calipso, donde habría pasado una
temporada muy larga —quizá siete años, quizá más, quizá

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menos: en esta isla el tiempo apenas cuenta, pues está si-


tuada fuera del mundo conocido y obedece reglas que no
son las de la realidad ordinaria—. Calipso no puede opo-
nerse a Zeus. Debe obedecer, dejar partir a Ulises. Lo
hace con la muerte en el alma, pues está realmente ena-
morada de él y sabe que se quedará sola. Pero sin embar-
go lo hace con amabilidad. Le proporciona lo necesario
para construir una balsa: un hacha, buenas herramientas,
cuerdas sólidas, madera. Luego le ofrece agua, vino y co-
mida para su futuro viaje. Ulises cree que por fin va a po-
der volver a casa. Pero es olvidar un poco pronto el odio
que le sigue profesando Poseidón desde que, mucho an-
tes de llegar a la isla de Calipso, le reventó el ojo a su hijo,
el Cíclope Polifemo. Desde lo alto del cielo, Polifemo ve a
Ulises remando en «la mar de los peces», como dice siem-
pre Homero... y estalla en una cólera terrible. Compren-
de que sus colegas, los dioses del Olimpo, han aprovecha-
do su ausencia —había ido de fiesta al otro lado del
mundo, a la tierra de sus amigos los Etíopes— para deci-
dir en consejo dejar que Ulises vuelva por fin a su casa,
mientras que él hace todo lo posible por impedirlo. Posei-
dón no puede ir contra el resto de los dioses, sobre todo
contra Zeus —si no, seguramente mataría a Ulises—. Pero
a pesar de todo, puede poner su grano de arena y retrasar
en gran medida su proyecto sembrando numerosos obs-
táculos en su camino, cosa que hace desde el principio.
Ya han pasado diecisiete días desde que Ulises aban-
donara la isla de Calipso, diecisiete días que mal que bien
navega en su balsita, cuando Poseidón desencadena la
más terrible tempestad jamás vista. Las olas son gigantes-
cas, el viento infernal. Está claro que los troncos de árbol
que Ulises ha unido pacientemente con cuerdas se sepa-
ran poco a poco: una balsa no está hecha para resistir
una tormenta semejante. Al final, nuestro hombre se ha-

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lla encaramado sobre una especie de viga de madera, en


medio de olas desatadas, y tras dos días de horror, sin co-
mer ni dormir, en medio del frío y la sal, comprende que
se va a ahogar sin remedio. Y entonces es cuando Ino,
una divinidad marina, acude en su auxilio: le ofrece un
chal blanco y le dice que se quite sus últimas ropas, que
se cubra el pecho con esta tela y que se sumerja con toda
confianza: no le pasará nada malo. Ulises duda, se pre-
gunta —ponte en su lugar— si no es una estratagema
más, un ardid más de Poseidón para hacerlo desapare-
cer. Pero a pesar de todo, y como en realidad carece de
otro recurso, se lanza. De todas formas, no se pierde nada
por intentarlo.
Sale airoso: acaba llegando sin demasiada dificultad a
una isla magnífica en la que vive un pueblo, los feacios,
cuyos reyes, Alcínoo y Areté, son personas muy buenas y
acogedoras. De paso hay que decir que durante todo ese
episodio Atenea vela y hace todo lo necesario para que
Ulises salga del apuro sin sufrir daño. Alcínoo y Areté tie-
nen una hija, la encantadora Nausícaa, que debe de tener
unos quince o dieciséis años. Ella recoge a Ulises, que se
halla en un estado espantoso de suciedad y cansancio. Los
cabellos revueltos, el rostro tumefacto, cubierto de mugre
y sal: parece más un espantapájaros que un héroe. Pero
Atenea sigue vigilando. Procura que Nausícaa no se asus-
te y que vea a Ulises como es «de verdad», más allá de las
apariencias desastrosas. Nausícaa hace que lo laven, que
lo vistan decentemente, que lo unjan con un buen aceite
que le devuelva una figura humana... Luego lo conduce
al palacio de su madre, donde lo reciben como a un ami-
go. Alcínoo comprende enseguida que está frente a un
ser excepcional. Incluso le propone la mano de su hija,
Nausícaa, que Ulises rechaza con educación diciendo sen-
cillamente la verdad: su mujer Penélope, su ciudad y su

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hijo lo esperan. Pero de nuevo la tentación es grande y la


trampa del olvido casi habría podido funcionar...
Le hacen regalos suntuosos, se organizan juegos, unas
cenas grandiosas, una fiesta magnífica en el curso de la
cual un aedo, esa especie de trovador del que ya te he ha-
blado y sin el cual una fiesta griega no sería digna de ese
nombre, narra precisamente la guerra de Troya. Ulises no
lo soporta. Se echa a llorar y, aunque se oculta, Alcínoo se
da cuenta y no puede evitar preguntarle la razón de esas
lágrimas. En este punto del relato es cuando Ulises desve-
la su verdadera identidad: él es en realidad Ulises, el hé-
roe de la guerra de Troya cuyas hazañas acaba de cantar el
aedo. Todos los asistentes contienen el aliento. El desdi-
chado aedo se calla, obligado ante semejante concurren-
cia. Y le ruegan a Ulises que continúe él mismo el relato:
¿quién mejor que él para narrar sus aventuras?
Aquí es donde comienza el famoso flash-back, donde la
vuelta atrás nos permitirá llenar los agujeros, saber lo que
de verdad sucedió desde el final de la guerra de Troya
hasta la llegada a la isla de Calipso (sabemos lo de des-
pués, pero de lo anterior aún no sabemos nada...). Ulises
empieza, pues, a contarlo todo ante el rey, la reina y sus
invitados, fascinados por el relato que sigue...
Comienza recordando la situación original, la escena
primigenia en cierto modo: la guerra de Troya acaba de
terminar. El espantoso saqueo ha llegado a su fin, y por su
causa los Olímpicos están furiosos con los griegos. Como
ya te he contado, Zeus les envía una tormenta y siembra la
discordia entre ellos. El regreso de Ulises no puede comen-
zar bajo peores augurios. Tanto que inmediatamente des-
pués de su partida o casi, arriba con sus compañeros a una
comarca hostil, el país de los cicones, un pueblo de guerre-
ros con los que cualquier entendimiento parece imposible.
De nuevo la guerra. Ulises y sus amigos saquean la ciudad

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—como saquearon Troya—, matan y masacran con saña a


sus nuevos enemigos y sólo perdonan a un hombre y a su
familia: un tal Marón, un sacerdote de Apolo. En agradeci-
miento, Marón le regala a Ulises varios odres de un vino
delicioso, absolutamente fuera de lo común, dulce y fuerte
a la vez, que más tarde se revelará muy útil... Pero no nos
anticipemos. Por el momento, Ulises y sus soldados hacen
la fiesta en la playa. Es el descanso de los guerreros, pero
no es prudente. Los pocos cicones que han escapado a la
muerte van a buscar ayuda al interior del país y, en plena
noche, vuelven y caen como águilas sobre los griegos. A su
vez masacran a una gran cantidad. Los supervivientes hu-
yen tan deprisa como pueden. Suben a sus barcos y se apre-
suran a abandonar el país que, decididamente, no les ha
sentado nada bien, salvo el vino de Marón. Seguimos en la
época de los conflictos y el caos.
Sin embargo, hasta aquí todo normal, por así decirlo:
nos enfrentamos a una ciudad de verdad, Troya; a un país
de verdad, el de los cicones; a barcos de verdad; a seres hu-
manos, hostiles y sin embargo «comedores de pan» como
Ulises y sus amigos... Hay caos por doquier, cierto, pero
nada mágico todavía. En la siguiente etapa Ulises saldrá del
mundo real para entrar en el imaginario. Y allí afrontará
obstáculos que ya no son del todo humanos, ni incluso na-
turales, sino, mejor dicho, «sobrenaturales»: su sentido no
se dejará delimitar en materia de geografía ni de estrategia
política o militar, sino de mitología y de filosofía.
Ulises y sus compañeros acaban de hacerse a la mar,
como dice Homero, «con el alma afligida y llorando a sus
amigos, pero a pesar de todo aliviados por haber escapa-
do a la muerte...». Zeus no está contento y siempre por los
mismos motivos: los griegos suman un saqueo a otro, un
desorden a otro, y eso hay que detenerlo. De nuevo des-
encadena una terrible tempestad. Las velas de las naves se

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rasgan por la tremenda fuerza del viento. Tienen que


continuar a remo —los barcos de aquella época utiliza-
ban ambos medios de propulsión—. Día y noche, Ulises y
sus hombres reman con todas sus fuerzas... hasta que por
fin llegan de nuevo a tierra firme. Allí, abatidos de can-
sancio, permanecen dos días y dos noches sobre la arena,
sin poder hacer otra cosa más que dormir y tratar mal que
bien de recuperarse. Luego, el tercer día, vuelven a po-
nerse en camino, pero debido a las olas, las corrientes y el
viento que se ha levantado, se extravían. No tienen la me-
nor idea de dónde se encuentran. Están totalmente per-
didos, sin medios para orientarse, y con razón: Zeus los ha
llevado a un paraje que está fuera del mundo. Esto nos
hará comprender la naturaleza de la isla a la que llegarán
al cabo de diez días, extenuados una vez más.
Se trata de una isla cuyos habitantes son personas muy
raras. No comen pan, ni carne, como los humanos norma-
les, sino que sólo se alimentan de un manjar, una flor: el
loto. Por esta razón les llaman «lotófagos», lo que en grie-
go quiere decir sencillamente «comedores de loto». No
busques en un diccionario para ver de qué vegetal se trata:
no lo encontrarás. Es una flor imaginaria, maravillosa, una
especie de dátil que además posee una particularidad muy
notable: quien lo prueba pierde en el acto la memoria. To-
talmente. Se vuelve por completo amnésico y no se acuer-
da de nada. Ni de dónde viene, ni qué hace allí, y menos
aún hacia dónde va. Es feliz así y ya está. Eso le basta. Claro
que el contraste entre esta flor, tan bonita como deliciosa,
y la amenaza terrible que representa para Ulises es total. Si
alguna vez tiene la desgracia de tragar aunque sólo sea un
bocado, todo su destino se tambaleará: ya no querrá volver
a su casa, ni siquiera se le ocurrirá, y así es cómo se le esca-
pará de las manos la posibilidad de una vida buena. Ade-
más, tres de sus compañeros ya lo han experimentado y el

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resultado es calamitoso. Son casi irrecuperables. No dejan


de sonreír con cara de bobos, dichosos de vivir por fin el
presente, y no quieren ya ni oír hablar de volver a su casa.
Como nos dice bellamente Ulises:

Tan pronto como uno de ellos prueba esos frutos de


miel, no quiere regresar ni informar; todos querrían que-
darse con estos comedores de dátiles y, colmados de esos
frutos, aplazar para siempre la fecha de regreso... Tuve que
llevarlos a la fuerza, deshechos en lágrimas, y encadenarlos
tumbados bajo los bancos, en el fondo de sus navíos. Luego
ordené a mis fieles compañeros que se apresuraran a em-
barcar. ¡A bordo y a los remos! Tenía miedo de que, si co-
mían esos dátiles, los demás olvidasen también la fecha del
retorno (Odisea, canto IX).

Los lotófagos son, sin duda, encantadores, dulces y


amables como su flor, pero Ulises sabe muy bien que aca-
ba de escapar por los pelos y que la peor de las amenazas
no es a la fuerza la que imaginamos: puede tener un ros-
tro amable y la dulzura de la miel. Así que ha vuelto a la
mar, aliviado por haber salido tan bien librado. Sin em-
bargo, la etapa siguiente le reserva una prueba terrible.
Tras algunos días de navegación a remo, Ulises y sus com-
pañeros llegan a la isla de los «Ojos redondos», llamados
también «Cíclopes».
Al igual que los lotófagos, se trata de seres aparte, pero
mucho menos simpáticos. Ni hombres ni dioses: son in-
clasificables. Veamos cómo los describe Ulises en el relato
que hace ante Alcínoo y Areté:

Son unos brutos sin fe ni ley, que tienen tanta confianza


en los Inmortales que no plantan ni labran la tierra con sus
manos. Sin trabajo ni semillas, el suelo les proporciona todo,

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cebada, trigo, viñedos y vino de gruesas uvas que los aguace-


ros de Zeus engordan para ellos. En su país no hay ágora
que juzgue o delibere; pero en lo alto de sus montes o en el
interior de sus cavernas, cada uno, sin ocuparse del próji-
mo, dicta su ley a sus mujeres e hijos (Odisea, canto IX).

Está claro que esa gente, como los lotófagos, no es pro-


piamente humana. ¿La prueba? Ni cultivan la tierra, ni tie-
nen leyes. Sin embargo, tampoco son dioses, pero nos en-
teramos de pasada de que éstos les protegen y, según parece,
de forma muy eficaz puesto que no tienen que trabajar
para vivir... Estamos en ese mundo neutro, intermedio en-
tre el de los hombres y los bienaventurados, que va a carac-
terizar todo el viaje de Ulises desde que sale del mundo
real, tras el sangriento combate con los cicones, hasta que
regresa a Ítaca. La isla de los «Ojos redondos» rebosa de
alimentos. Los compañeros de Ulises van de caza y vuelven
cargados de víveres con los que llenan las bodegas de sus
naves. Todos se disponen a partir pero Ulises, y éste es un
rasgo esencial de su carácter, es un hombre que siente cu-
riosidad por los demás. No sólo es astuto; es inteligente y
su deseo es adquirir nuevos conocimientos y experiencias
que lo enriquezcan y amplíen su horizonte intelectual. Así
pues, se dirige a sus compañeros en estos términos:

Fiel tripulación, el grueso de nuestra flota permanecerá


aquí; pero me llevaré mi navío y mis hombres; quiero tan-
tear a estas gentes y saber lo que son, unos bandidos sin jus-
ticia, un pueblo de salvajes, o gente acogedora que respeta a
los dioses (Odisea, canto IX).

Como ves, la expedición que lleva a cabo no tiene otro


fin que el conocimiento, lo que nos permite observar otra
faceta de la sabiduría griega: un imbécil no sabría alcan-

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zar la vida buena, y si el objetivo final es hallar su sitio en


el orden cósmico, su realización conlleva un recorrido
que ofrece al ser humano la ocasión de ampliar y desarro-
llar su visión del mundo y su comprensión de los seres
que lo habitan. Esta curiosidad sana, sin embargo, no está
exenta de peligro, como nos demostrará desgraciada-
mente el encuentro de Ulises con el Cíclope Polifemo.
Con una tripulación de doce hombres muy escogidos,
Ulises visita la isla. Y allí descubre una caverna elevada a la
que dan sombra unos laureles: es a la vez la morada del
Cíclope y el establo donde sus rebaños de cabras y ovejas
se cobijan con él durante la noche:

Aquí era donde nuestro monstruo humano tenía su mo-


rada. Aquí vivía solo, apacentando sus rebaños, sin tratar a
nadie, siempre apartado y sin pensar en otra cosa que no
fuera el crimen. ¡Ah, monstruo sorprendente! No se pare-
cía nada a un buen comedor de pan, a un hombre, sino más
bien a un pico cubierto de bosque que se destaca sobre la
cima de los montes... (Odisea, canto IX).

En efecto, Polifemo es alto como una montaña. Con su


único ojo en medio de la frente y su fuerza titánica, es
sencillamente terrorífico y Ulises empieza a preguntarse
si, al final, la curiosidad no es un mal defecto... Pero quie-
re saber a qué atenerse. Al ver que Polifemo no está en
casa, que su morada está vacía —el Cíclope ha llevado a
pastar a sus rebaños a los campos cercanos—, entra con
sus compañeros en la cueva del monstruo. Precisión im-
portante: ha tomado la precaución de llevar con él las
doce ánforas del delicioso vino que Marón, el sacerdote
de Apolo, le ha regalado por haber tenido la bondad de
respetar su vida y la de su familia. La caverna rebosa de ali-
mentos: estantes plagados de quesos deliciosos, establos lle-

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nos a reventar de corderitos, recipientes de metal reple-


tos de leche... Los compañeros de Ulises sólo tienen una
idea en la cabeza: apoderarse de todas esas vituallas y huir
deprisa sin más. Pero Ulises quiere saber quiénes son esas
criaturas extrañas y no abandonará la caverna sin haber
visto a Polifemo, para su desdicha y sobre todo para la de
sus compañeros que van a perder la vida en condiciones
atroces. Porque Polifemo es un verdadero monstruo.
Ulises y sus amigos se instalan y se disponen a esperar. Al
caer la noche encienden una gran fogata. Se calientan y
comen algunos quesos para pasar el rato. Cuando regresa y
ve semejante espectáculo, Polifemo empieza por infringir
todas las leyes de la hospitalidad. En la casa de los griegos,
al menos en la de los que «comen pan y respetan a los dio-
ses» como verdaderos humanos, la costumbre quiere que
primero ofrezcan de comer y beber a sus huéspedes antes de
hacerles cualquier pregunta. Polifemo les hace sufrir un in-
terrogatorio: quiere saber sus nombres, enterarse de quié-
nes son, de dónde vienen. Ulises se da cuenta de que el en-
cuentro tiene mal cariz. En lugar de contestarle, pide
hospitalidad a Polifemo. De paso le recuerda, como una
amenaza encubierta, el respeto debido a los dioses. El Cíclo-
pe se troncha de risa: no le importan los dioses, ni siquiera
Zeus, el más eminente de todos. Según dice, él y sus seme-
jantes son mucho más fuertes. Y uniendo el gesto a la pala-
bra, coge por las piernas a dos de los compañeros de Ulises y
les aplasta de cabeza contra el suelo. Antes de que sus sesos
dejen de esparcirse, los despedaza miembro a miembro y se
hace la cena con ellos... Luego se duerme tranquilamente.
Asqueado y con el alma rota por el disgusto y el senti-
miento de culpabilidad —su curiosidad ha sido lo que ha
arrastrado a sus compañeros a la muerte—, Ulises piensa
primero en matar a Polifemo con su espada. Pero cambia
de opinión. El Cíclope, que como te he dicho posee una

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fuerza inimaginable, ha bloqueado la entrada de la cueva


con una roca enorme y, ni siquiera reuniendo todas sus
fuerzas, Ulises y sus amigos serían capaces de moverla ni
un centímetro. Si consigue matar al Cíclope, Ulises per-
manecerá para siempre prisionero en su cueva. Así que
hay que encontrar otra solución. Pasan la noche, atroz, a
la espera de un mañana que se anuncia espantoso. Y lo es,
en efecto. Para desayunar, Polifemo, siguiendo el mismo
ritual sangriento, devora otros dos hombres de Ulises.
Después, tranquilamente, sale con sus corderos sin olvi-
darse de cerrar cuidadosamente la puerta de la gruta con
el enorme bloque de piedra. Imposible huir. Ulises re-
flexiona. Y se le ocurre una idea. Junto a uno de los esta-
blos ve en el suelo una viga de madera, una especie de
maza de olivo del tamaño de uno de los mástiles de su
barco, y con sus hombres se apodera de ella. La tallan en
punta con sus espadas, como si fuera un lápiz enorme.
Una vez que la estaca está bien afilada, la ponen al fuego
para endurecerla y calentarla al máximo...
Polifemo vuelve por fin y, como de costumbre, sacrifi-
ca a otros dos nuevos tripulantes para cenar. Ulises, como
segunda parte de su plan, le ofrece entonces el vino, néc-
tar delicioso pero de alta graduación, que le ha regalado
Marón y que ya te he dicho que un día le sería de gran
utilidad. El Cíclope, que no ha bebido nada mejor en su
vida, se toma una tras otra tres o cuatro cráteras bien lle-
nas, lo que hace que ahora esté completamente borracho.
Le pregunta a Ulises su nombre, prometiéndole que, si
contesta, le hará un suntuoso regalo. Ulises inventa sobre
la marcha una historia, tercera y última parte de su estra-
tagema: se llama «Nadie», outis, palabra que en griego re-
cuerda inevitablemente al término metis, astucia, a la que
se parece mucho... El Cíclope, cínico, le anuncia el regalo
en el que piensa: ya que Ulises le ha dicho su nombre,

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«Nadie», le hará un gran favor: a él se lo comerá el último.


Y con una gran risotada, el Cíclope se tumba y se duerme
enseguida para digerir el vino y la carne humana que se
acaba de comer...
Ulises y sus compañeros vuelven a poner la estaca a ca-
lentar. Ahora está dura como el bronce y puntiaguda
como una lanza. La madera se pone al rojo, es hora de
actuar. Con la ayuda de sus compañeros, Ulises agarra su
nueva arma y la hunde en el ojo del monstruo haciéndola
girar. La escena vira al horror: la sangre brota y borbotea,
las pestañas se carbonizan, el Cíclope aúlla. Se arranca la
estaca y busca desesperadamente a los culpables para ex-
terminarlos... sin dar con ellos, porque ahora está ciego
del todo, y te imaginas que los otros se hacen pequeños,
se esconden y permanecen en silencio en los rincones
más ocultos de la caverna. Por mucho que hace, Polifemo
no consigue ponerle la mano encima a ninguno de ellos.
Entonces empuja la roca y abre la puerta para pedir soco-
rro. Grita con todas sus fuerzas. Sus hermanos acuden en-
seguida y le preguntan qué le pasa: ¿lo han herido con
engaño o con fuerza? ¿Y quién? Polifemo responde, des-
de luego, que ha sido con engaño... y «Nadie», como cree
que se llama Ulises. Los otros le toman la palabra. No en-
tienden nada: «Si nadie te ha herido —le dicen—, enton-
ces nada podemos hacer por ti. ¡Arréglatelas solo!».
Abandonado por todos, Polifemo se instala delante de
la entrada de su gruta, decidido a no dejar salir a nadie,
precisamente, y a vengarse de la forma más terrible. Pero
Ulises ha pensado en todo. Ha trenzado cuerdas y ata a
los corderos de tres en tres. Los hombres se deslizan de-
bajo, se agarran con fuerza a sus vientres, y así franquean
la salida sin despertar la atención del gigante... Entonces
todos echan a correr lo más rápido que pueden hacia el
barco que los espera al pie de la montaña.

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Ulises, sin embargo, no quiere que la cosa quede así.


No puede dejar de gritarle su odio a Polifemo: si no le
dice quién es, el castigo no será perfecto. Es necesario
que el Cíclope sepa quién lo ha vencido. En su carrera
hacia la salvación, Ulises se detiene, se gira y grita en di-
rección a Polifemo: «Sepas, pobre imbécil, que soy yo,
Ulises, y no “Nadie” quien al cegarte te ha dado el castigo
que merecías»... Es un error. Ulises no debería haber ce-
dido a esta forma insidiosa de hybris que es la jactancia.
Habría hecho mejor callándose, partiendo sin decir nada
más, como sus compañeros le suplicaban que hiciera.
Pero hay que decir que se debe a su identidad como a la
niña de sus ojos: después de todo, ella es lo que está en
juego a lo largo de este viaje. El monstruo arranca la cima
de una montaña y la lanza en dirección de la voz que aca-
ba de escuchar... A punto está de destruir la nave. Pero lo
peor es que invoca a su padre, Poseidón. Le suplica que
castigue a su vez al descarado que ha osado burlarse de
uno de sus hijos. Veamos en qué términos (te los indico
porque marcan bien el perfil de los obstáculos que espe-
ran a Ulises a partir de ahora):

¡Oh, señor de la tierra! (Poseidón es el dios del mar, pero reina


también en la tierra porque le pertenecen todos los ríos y también
puede provocar terremotos con su tridente). ¡Oh, dios de azul ca-
bellera, oh, Poseidón, escucha! Si es verdad que soy tu hijo,
si aspiras al título de padre, haz por mí que ese ladrón de
Ilión (nombre griego de la ciudad de Troya), ese Ulises, hijo
de Laertes, que reside en Ítaca, no vuelva jamás a su casa. O al
menos, si la suerte le permite volver a ver a los suyos y su ex-
celsa morada, en la tierra de sus padres, haz que tras pasar
muchas calamidades, en una nave prestada y privado de to-
dos sus compañeros, vuelva para encontrar la desdicha en
su hogar (Odisea, canto IX).

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Y, en efecto, tal es el porvenir que espera a Ulises. Volve-


rá a su casa, es verdad, pero tras haber sufrido mil calami-
dades. Todos sus compañeros, sin excepción, encontrarán
la muerte. Su navío naufragará, y regresará a Ítaca en un
barco que le prestan los feacios, y allá encontrará (de nue-
vo se cumplirá el deseo de Polifemo) el desorden más to-
tal... Según la expresión en adelante canónica, Ulises y los
suyos vuelven al mar «con el alma afligida, contentos de
escapar a la muerte, pero llorando a sus amigos...».
Te resumo rápidamente las cuatro etapas siguientes,
que tú mismo podrás leer muy fácilmente.
Ulises llega primero a casa de Eolo, dios del viento, que
le da la bienvenida. Con la mejor voluntad le hace un re-
galo de lo más valioso: un saco de piel, hermético, que
guarda en su interior todos los vientos desfavorables para
su viaje. Está claro que Ulises no tiene más que dejarse
llevar por los vientos que subsisten todavía por encima del
agua: como son suaves y todos van en la buena dirección,
está convencido de que llegará sano y salvo a Ítaca. No se
puede ser más amable. Ulises lo agradece con lágrimas en
la voz, y vuelve a la mar, apretando contra él el magnífico
regalo. Pero sus marineros, que no hilan muy fino, se ima-
ginan que se trata de un tesoro que Ulises quiere guardar
para él solo. Comidos por la curiosidad, aprovechan un
momento de descuido del héroe —el sueño ha vencido a
Ulises— para abrir el saco en el preciso momento en que
se avistan las costas de Ítaca. ¡Maldición! Los vientos con-
trarios salen fuera y, sin poderlo evitar, la nave pierde su
rumbo y se aleja de la isla. Ulises está loco de ira y, sobre
todo, terriblemente decepcionado. Todo es culpa suya,
no debía haberse dormido, dejar de vigilar: ceder al sue-
ño es una forma de olvido, olvido de sí y del mundo, tran-

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sitorio, es cierto, pero suficiente para que todo vuelva a


ser un drama. Por mucho que Ulises suplique a Eolo
cuando retrocede hasta su isla, el dios de los vientos no
quiere saber nada: si Ulises tiene tan poca suerte seguro
que es porque un dios poderoso tiene algo contra él y
ante eso no hay nada que hacer...
Y así es cómo Ulises y sus compañeros están de nuevo
perdidos, por completo extraviados. Al cabo de seis días
agotadores y por azares del viaje, llegan a otra tierra, el
país de los lestrigones. En esa época de su viaje, Ulises to-
davía está al mando de una flota importante de varias na-
ves que se detendrán en una ensenada resguardada que
forma un pequeño puerto natural donde todo parece es-
tar en calma. Por prudencia, Ulises toma la precaución
de dejar su propio barco aparte, en una cala, atado a las
rocas por medio de sólidas amarras. Envía a tres hombres
a hacer un reconocimiento. Al acercarse a la ciudad, ven a
una joven, a decir verdad una especie de giganta, que está
sacando agua de un manantial. Aunque muy joven, es tan
alta como un platanero adulto. Es la hija del rey del lugar,
Antifates el Lestrigón, y les propone conducirlos al pala-
cio de su padre. Allí los desdichados conocen a los padres,
dos seres monstruosos, altos como montañas. Antifates
no se anda por las ramas. Atrapa a uno de los marineros y
le hace sufrir la misma suerte que había reservado Polife-
mo a los amigos de Ulises: le estampa la cabeza contra el
suelo y lo devora crudo. Estos gigantes, como dice Home-
ro, no son «comedores de pan». Está claro que no son
humanos, sino monstruos, y hay que huir a toda prisa.
Pero es demasiado tarde. Todos los gigantes del pueblo
que domina el puerto en el que están anclados los navíos
han acudido, y reclaman también su parte de carne fres-
ca. Agarran enormes bloques de piedra y los lanzan con-
tra las naves, aplastando a los hombres y destrozando más-

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tiles y cascos. La matanza es espantosa. Todos los barcos


son destruidos en un momento y los marineros que había
en ellos son devorados allí mismo. Solamente Ulises esca-
pa con su barco y los pocos supervivientes. Al ver el horri-
ble espectáculo corta las amarras con su espada y se hace
a la mar a toda velocidad, con el alma destrozada, conten-
to de escapar a la muerte, pero llorando a sus amigos, se-
gún la expresión de Homero que, decididamente, se vuel-
ve repetitiva...
Varios días más de navegación y otra isla aparece en el
horizonte. Ulises sigue sin saber dónde está, pero necesi-
tan víveres, agua y alimentos. Toman la decisión de llegar
hasta allí. Ulises y sus marineros, abatidos de cansancio,
pasan dos días con sus noches reponiendo fuerzas. Se
quedan en la playa, sin visitar la isla. Al tercer día, Ulises
el curioso no aguanta más: envía a algunos marineros a
hacer un reconocimiento. A lo lejos ve salir humo de la
chimenea de una casa. Al aproximarse, encuentran al
borde del camino lobos y leones en libertad. Aterroriza-
dos, echan mano a su espada preparándose para un ata-
que, pero no les ocurre nada. Es más, esos animales, en
general salvajes, tienen unos ojos, una mirada podríamos
decir, muy extraños: profundos y suplicantes, de aspecto
humano. Mansos como perritos, acuden a frotarse contra
las piernas de los amigos de Ulises, que no creen lo que
están viendo. Continúan su camino y oyen una voz mag-
nífica, mágica, que sale de la casa.
Es la voz de Circe, la hechicera, la tía de Medea, otra
hechicera que después encontraremos en otras historias.
Circe se aburre un poco, sola en su isla. Le gustaría mu-
cho tener compañía, y sobre todo poder conservarla. Invi-
ta a los marineros a sentarse y les ofrece una bebida. Nun-
ca lo hubieran hecho. Se trata de una poción mágica que
inmediatamente transforma en animales a los que la be-

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ben. Un golpe de varita mágica y ya tenemos a los amigos


de Ulises convertidos en cerdos. Circe los conduce ama-
blemente a la cochiquera donde les da comida para cer-
dos: agua y algunas bellotas. Su parecido con los cerdos es
absoluto, aunque en su interior siguen siendo humanos.
Conservan su alma y para ellos es un verdadero espanto
verse reducidos a su nuevo estado. Y al mismo tiempo
comprenden de golpe la mansedumbre de los lobos y de
los leones con los que se cruzaron en el camino: es evi-
dente que se trata de seres humanos que Circe ha conver-
tido en animales de compañía.
Por suerte, Euríloco, uno de los marineros, se ha olido
la trampa. Ha rehusado beber la mixtura que le ofrecía
Circe. Escapa y corre a toda velocidad a buscar a Ulises, a
quien relata todo lo que ha visto. Ulises coge su lanza y su
espada y se pone inmediatamente en camino para liberar
a sus compañeros. Es muy valiente, pero hay que decir
que no tiene ni idea de cómo lo conseguirá. Como siem-
pre que la dificultad se hace insuperable, el Olimpo se
despierta. Hermes, el mensajero de Zeus, interviene.
Ofrece a Ulises un antídoto, una hierba que si la toma
enseguida, le volverá inmune a los encantos de Circe.
Además le da unos consejos: cuando vea a Circe tiene que
beberse la poción. No le pasará nada. Entonces Circe com-
prenderá quién es. Deberá levantarse y amenazarla con su
espada como si quisiera matarla. Ella liberará a sus com-
pañeros y les devolverá su figura humana, pero a cambio,
invitará a Ulises a compartir su lecho y hacer el amor con
ella. Deberá aceptar, pero con una condición: que jure
por el Éstige que nunca intentará perjudicarlo.
Todo sucede como está previsto, y como Circe es subli-
me —es una especie de divinidad, como Calipso—, Ulises
se aficiona, con lo cual se queda un año entero en sus bra-
zos, haciendo el amor, bebiendo, comiendo, durmien-

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LA SABIDURÍA DE LOS MITOS

do... Cada día vuelve a empezar la misma historia. Lo que


lo acecha de nuevo, sin duda ya lo has comprendido, es la
tentación del olvido. Circe hace lo posible para que no
piense en nada, sobre todo en Penélope y en Ítaca, para
que se quede con ella, calentito en su lecho. Una vez más
Ulises bordea la catástrofe —una catástrofe muy dulce,
cierto, pero no menos calamitosa—. Por una vez serán sus
marineros quienes lo saquen del atolladero. Comienzan a
estar hartos, a impacientarse, ellos, que no tienen a Circe
para ocuparse de ella todas las noches... Van a ver a Ulises
y le obligan a ponerse en marcha.
Contra todo pronóstico, Circe se toma las cosas bastante
bien. Después de todo, no se puede conservar un amante a
la fuerza y si Ulises quiere regresar a toda costa, que regre-
se. Esto es más o menos lo que se dice. Ulises organiza los
preparativos de la partida, pero sigue sin saber dónde se
encuentra, y no tiene ni la menor idea de qué tendría que
hacer para llegar a su isla. Circe lo ayudará, pero el consejo
que le da estremece: tendrá que hallar la entrada del reino
de Hades, el reino de los muertos, y llegar a él para consul-
tar a Tiresias, el adivino más famoso. Sólo él podrá decirle
a Ulises lo que le espera en la continuación de su viaje y
cómo retomar su camino... Ni que decir tiene que a Ulises
no le entusiasma la siniestra perspectiva que le ofrece la
hechicera. Pero no hay nada que hacer y tiene que ir.
Y aquí se sitúa la famosa estancia de Ulises en el Hades,
lo que habitualmente llamamos «Nekya». No insistiré en
la angustia que asaltó a Ulises a la vista de ese pueblo de
sombras del que se eleva un griterío permanente, tan con-
fuso como siniestro. Una vez más, lo que caracteriza a los
muertos —y aterroriza al héroe— es que han perdido su
individualidad. Para darles un poco de vida, para que
vuelvan a tomar color y empiecen a hablar, sólo hay un
medio: tras haber sacrificado un carnero, es necesario

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que beban un vaso de sangre fresca. Así es cómo consigue


Ulises mantener una conversación con Tiresias y luego
con su madre, Anticlea, a la que trata en vano de besar:
cuando intenta abrazarla, sólo abraza el vacío. Los muer-
tos no son más que sombras que no tienen nada de real.
Y también es aquí donde Aquiles le hace la terrible revela-
ción, reduciendo a la nada los milagros del heroísmo gue-
rrero: preferiría mil veces ser esclavo y estar vivo en un
pueblo pequeño, que ser un héroe glorioso en el reino de
los muertos. Como ya te he dicho, Tiresias le informa
de que acabará por llegar a casa, pero después de haber
visto morir a todos sus compañeros y hundirse su nave. El
final del viaje está asegurado, pero el trayecto se anuncia
fatal, todo por culpa de Poseidón que quiere vengar el ojo
reventado de su hijo...
Los episodios que siguen son tan conocidos, se han rela-
tado tantas veces, que no serviría de nada volver a resumir-
los. Hay que leerlos, sobre todo en el texto original antes
que en las innumerables versiones edulcoradas que encon-
tramos en los libros para niños. Es un inmenso placer.
Ulises y sus compañeros empiezan por enfrentarse a
las Sirenas, esas mujeres-pájaro (y no peces como a menu-
do se cree) cuyo canto es tan seductor que se vuelve mor-
tal: su encanto irresistible atrae inexorablemente a los
marineros hacia los arrecifes donde naufragan. Bajo una
apariencia de lo más atractiva, son temibles, como atesti-
gua el hecho de que están siempre rodeadas de rocas pla-
gadas de huesos blanqueándose y de carne pudriéndose.
Un detalle llama la atención: para proteger a sus marine-
ros, Ulises les tapona las orejas con cera. Así no corren
peligro de ceder al sulfuroso encanto de las mujeres-pája-
ro. Pero en cambio él, como en el caso de Polifemo y Cir-
ce, quiere saber, cueste lo que cueste: su ansia por cono-
cerlo todo, por probarlo todo, permanece intacta. Así que

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se hace atar al mástil y ordena a sus hombres que aprieten


sus ataduras si le diera la locura de dejarse seducir. Por
supuesto, el canto de las Sirenas no le deja indiferente. Al
cabo de algunos minutos lo hubiera dado todo por reu-
nirse con ellas, pero esta vez sus hombres han comprendi-
do. Como prometieron, aprietan más las cuerdas que re-
tienen a su jefe atado al mástil y, finalmente, todo acaba
sin problemas. Ahora Ulises es el único hombre que co-
noce el canto de las Sirenas y que sigue con vida, así como
uno de los pocos que ha visitado el Hades una primera
vez antes de volver un día.
Tras una segunda estancia muy breve en la isla de Cir-
ce, que completa las palabras de Tiresias y le da algunos
consejos más, Ulises vuelve a hacerse a la mar. Ahora vie-
ne el episodio de las «Planctas», las rocas móviles que
aplastan a los barcos que allí se aventuran, tanto más ho-
rribles cuanto que a su alrededor se esconden seres pavo-
rosos: Caribdis, un monstruo femenino cuya boca es tan
enorme y voraz que engulle todo lo que encuentra en los
parajes, provocando un gigantesco torbellino permanen-
te. Se puede evitar adentrándose en el mar, pero allí uno
cae sobre Escila, otro monstruo femenino cuyo cuerpo es-
pantoso termina en seis horrorosas cabezas de perro. Se-
guro que de ellos nace la expresión «caer de Caribdis en
Escila»*. Seis marineros de Ulises son atrapados por las
cabezas y hallan una muerte atroz en las fauces de Escila.
La predicción de Tiresias comienza a cumplirse y Ulises
se da cuenta del peligro de volver solo al hogar.
Para reponer fuerzas llega a la isla del dios Helios, el
sol. Está poblada de bueyes magníficos. Pero son anima-
les sagrados que pertenecen a Helios y está terminante-

* Esta expresión francesa sería la equivalente en español de «Salir


de Málaga para entrar en Malagón». [N. de la T.]

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mente prohibido tocarlos. Su número posee un valor cós-


mico: es igual al número de días que componen un año.
Y como Helios lo ve todo, sería absurdo abandonarse. Circe
les ha proporcionado víveres, que se contenten con eso.
Pero un viento del sur impide a la tripulación continuar
su ruta durante más de un mes. Los marineros, escasos de
comida, no aguantan más. Una noche que Ulises se va a
dormir mientras ellos están en vela —y este sueño simbo-
liza de nuevo la tentación del olvido— sus hombres come-
ten lo irreparable: asan una hermosa vaca, luego otra, y se
dan un festín. El olor del humo despierta a Ulises, que
acude. Demasiado tarde; sólo puede constatar el desastre.
Da la orden de hacerse a la mar pero, por supuesto, Zeus
castiga a los culpables. De nuevo desencadena una horri-
ble tempestad y todos los amigos de Ulises hallan en ella
la muerte. Sólo él sobrevive agarrado a un trozo de made-
ra. La deriva lo lleva a la isla de Calipso, la encantadora
ninfa que lo mantendrá prisionero durante años.
Y así se cierra el círculo: nos encontramos en el punto
de partida del relato. Ulises se acabará marchando de la
isla de Calipso y llegará a la tierra de los feacios en las con-
diciones que conocemos, para finalmente partir hacia Íta-
ca donde Atenea le ayudará hasta el final a masacrar a los
Pretendientes, a encontrar a su hijo, a su mujer y a su pa-
dre, así como a poner orden en su oikos, su casa y su rei-
no... Llegados a este punto, abandonamos los episodios
del viaje que quería contarte.
Dos consideraciones más a guisa de conclusión, para
subrayar el alcance filosófico de este viaje iniciático: una
sobre la «nostalgia» real o imaginaria de la obra de Ho-
mero, y otra sobre la seducción que Ulises ejerce a su alre-
dedor, y especialmente sobre las mujeres.

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