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William Smellie
de
Vidas literarias y características
1800
James Fieser.
La vida de David Hume
Es una ardua tarea dar cuenta imparcial de un autor que ha sido objeto de tanta
alabanza y de tanto oprobio como Hume. Pero debe intentarse.
Hume nació en Edinburgo el 26 de abril de 1711 (según la cronología antigua).
Tanto por parte del padre como del lado materno descendía de familias respetables. La
familia de su padre pertenecía a una de las ramas del conde de Hume y su madre fue
hija de sir David Falconer, presidente del Colegio de Jueces. Su familia, sin embargo,
no era opulenta y, puesto que era uno de los hermanos menores, tenía un patrimonio
muy escaso. Su padre murió cuando Hume era niño y él, junto con una hermana y un
hermano mayor, se quedaron al cuidado de su madre, quien dedicó toda la atención a la
crianza y educación de sus hijos. Hume atravesó los caminos ordinarios de la educación
con gran éxito y muy pronto descubrió una pasión poco común por la literatura. Esta
última circunstancia sugirió a sus amigos la idea de que la jurisprudencia sería un
empleo apropiado para él. Pero el joven Hume tenía una aversión insuperable por todo
excepto por las disquisiciones de la filosofía y el aprendizaje en general. Nos cuenta
que, cuando se suponía que debía estudiar a Voet y Vinio, Cicerón y Virgilio eran los
autores que devoraba en secreto.
Sin embargo, su estrecha fortuna fue incapaz de soportar este plan y trató de
emprender un papel más activo en la vida. Con este objetivo fue a Bristol en el año
1734 y obtuvo recomendaciones para alguno de los más eminentes comerciantes de esa
ciudad. En pocos meses descubrió que tal clase de negocios le resultaban fastidiosos y
desagradables. De modo que para llevar a cabo sus estudios con el mayor éxito, así
también como para permitirse vivir de su pequeño capital, se retiró del país situando su
residencia principal en La Fleche, en Anjou. Allí compuso su Tratado de la naturaleza
humana, que no publicó hasta regresar a Londres en el año 1739. Comenta Hume al
respecto:
"Nunca hubo intento literario más desafortunado que mi Tratado de la
naturaleza humana. Cayó totalmente muerto de la prensa, sin alcanzar la distinción
siquiera de suscitar los rumores entre los fanáticos”. (2)
Esta queja es curiosa y confirma el dicho popular de que un escritor es el peor
juez del mérito o demérito de su propia obra. El Tratado de la Naturaleza humana de
Hume, tal como él mismo nos comunica, no suscitó la atención del público, ya fuera de
alabanza o censura. ¡Y con razón! Cuando era mucho más joven, leí ese libro con gran
fogosidad y con gran aplicación. Percibí que algunas partes eran tan ingeniosas como
brillantes, y otras tan envueltas en la oscuridad que me era imposible comprender su
significado. Naturalmente, en aquel período de mi vida atribuí esa aparente oscuridad a
mi propia incapacidad y por dicha razón, a menudo me sentía avergonzado al admitir
que lo había leído, ya que no podía hablar del libro con claridad. Años después lo
estudié de nuevo atentamente y, entonces, percibí un ingenioso truco literario, si puedo
usar tal expresión. Cuando Hume empieza un ensayo o dobla la esquina de una
discusión, la mayoría de las veces permanece astutamente bajo una posición
aparentemente sencilla, a la cual el lector casi siempre da su aprobación. Sin embargo,
desde ese momento el lector está completamente desconcertado, pues cuandoquiera que
se admita estas posiciones plausibles o se aprueben descuidadamente, es tal a fuerza de
los razonamientos de Hume y tal la belleza y la energía de su elocuencia que ningún
lector puede resistir el torrente. El decano Swift dice que la mejor forma a conquistar a
una mujer es cogerla por la trenza. Pero la única manera exitosa de conquistar a Hume
es cogerle por la nariz.
En el año 1742, Hume publicó en Edinburgo la primera parte de los Ensayos.
Este trabajo tuvo una recepción más favorable por parte del público y, de alguna
manera, le consoló de su desilusión anterior. En 1745, fue invitado por el marqués de
Annandale, quien estaba entonces indispuesto tanto de mente como de cuerpo, para ir a
vivir con él aInglaterra, donde Hume permació durante doce meses. Y gracias a su
nueva posición social añadió una considerable suma a su pequeño capital. Fue entonces
cuando recibió una invitación del general St. Clair para que le asistiera como secretario
en una expedición en contra de Canadá, pero que acabó en sólo una incursión en la
costa de Francia. En 1747, el general St. Clair invitó de nuevo a Hume para asistirle con
el mismo puesto cuando fue como embajador a las cortes de Viena y Turín. Vistió
entonces el uniforme de oficial y, en calidad de ayuda de campo del general, fue
presentado en dichas cortes. Tal como nos cuenta, estos dos años fueron la única
interrupción de sus estudios con que se encontró en el transcurso de su vida. Pero él los
pasó agradablemente; sus servicios, unidos a su frugalidad, pronto le permitieron
acaudalar alrededor de unas mil libras.
Hume supuso que su Tratado de la naturaleza humana no había tenido éxito
más por la manera en que estaba escrito que por el contenido. Por lo que, usando su
propia expresión, lanzó nuevamente la primera parte de aquel trabajo en su Ensayo
sobre el entendimiento humano, que publicó mientras vivía en Turín. Pero, al principio,
esta obra no tuvo mucho más éxito que la anterior. Hume, sin embargo, aunque debió
haber sentido aquellas desilusiones, no se desalentó del todo. En 1749 volvió desde
Londres a Escocia y vivió en la casa de campo de su hermano, donde compuso la
segunda parte de su Ensayo, que denominó Discursos Políticos, así como su Ensayo
sobre los principios de la moral, que según afirma en otra parte del Tratado, se presenta
por primera vez. Muy poco después, A. Millar, su vendedor de libros en Londres, le
comunicó que sus anteriores publicaciones, exceptuando la del desafortunado Tratado,
empezaban a ser objeto de conversación, que la venta de ellas aumentaba gradualmente
y que se hacían necesarias nuevas ediciones para responder a las demandas del público.
Sobre el asunto, comenta Hume picaronamente:
"En un año salieron dos o tres respuestas de reverendos y reverendísimos;
entonces me di cuenta, por el pasamano del Dr. Warburton, de que se empezaba a
estimar los libros en buena compañía ". (3)
En el año 1751 Hume abandonó el campo y volvió a Edinburgo, al que
enfáticamente lama verdadero escenario de un hombre de letras. (4) En 1752 publicó
sus Discursos Políticos, el primer trabajo suyo que tuvo éxito desde el principio. En el
mismo año apareció su Investigación sobre los principios de la moral, "el cual," nos
dice, "de todos mis escritos históricos, filosóficos o literarios, es incomparablemente el
mejor". (5) Pero el público era de una opinión contraria, dado que el libro fue tratado
con total descuido o desprecio.
En el mismo año, se le nombró bibliotecario por el Colegio de Abogados, de
cuya oficina sólo recibió un trivial emolumento. Pero, a su vez, le dio la dirección sobre
una colección genial de libros y manuscritos. Cuando hablamos de esta biblioteca sería
imperdonable no contar una verdad sobre la que tiene experiencia diaria cualquier
hombre de letras de Edinburgo. La colección, especialmente la de libros impresos,
excede grandemente la de cualquier biblioteca de Gran Bretaña. Además, en ella se
permite alegre y atentamente el acceso gratuito para su estudio. Pero debo decir más
sobre este asunto. El uso ocasional de libros o manuscritos de una biblioteca pública es
el privilegio más valioso. El Colegio de Abogados, sin embargo, no sólo concede este
privilegio, sino que, además, permite que cualquier miembro del Colegio, por medio de
su firma, pueda complacer a sus amigos con los libros que extrajeran por un tiempo
razonable. Y tales demandas son, en las ocasiones adecuadas, mayoritaria y
liberalmente concedidas. El Colegio hace más. Los hombres de letras, aceptando ceder
una cierta cantidad, a menudo adquieren el privilegio de sacar libros. Desde hace cien
años Escocia está en deuda con esta noble colección y la generosidad de sus
propietarios, pues son muchas las obras de genio y de enseñanza que ha posibilitado que
sus hijos, en este tiempo, se hayan convertido en figuras tan distinguidas dentro de casi
todos los departamentos de la ciencia. Yo, sin embargo, no debo omitir a sus poderosas
ayudantes. Las bibliotecas de la Universidad de Edinburgo y de la Escuela de Físicos
son grandísimas y están particularmente enriquecidas con libros de Medicina, Anatomía
e Historia Natural. El acceso a estas bibliotecas es igualmente fácil en lo que se refiere a
ello por parte del Colegio de Abogados. Así que, volviendo, fue en unas condiciones tan
favorables donde Hume, al tener la oportunidad de consultar casi todas las fuentes
originales, forjó el plan de escritura de su Historia de Inglaterra. Comenzó con la
ascensión de la Casa de Estuardo y después se centró en cierta clase de movimiento
retrógrado. Admite que sus expectativas sobre el éxito de su trabajo eran optimistas:
"Pero qué triste desilusión tuve. Fui atacado por un grito de reproche, de
desaprobación y de toda clase de aborrecimiento. Ingleses, escoceses e irlandeses,
conservadores y liberales, eclesiásticos y sectarios, liberales y religiosos, patriotas y
cortesanos, unidos en su furia contra el hombre que se había atrevido a llorar por el
destino de Carlos I y el conde de Strafford. Y, después de que el hervor de su ira
hubiera llegado al punto más alto, lo que aún era más mortificador; parecía que el libro
se hundía en el olvido".(6)
Algún tiempo después publicó en Londres su Historia natural de la
religion, a lo que comenta:
"Su entrada pública fue bastante oscura. Sólo el Dr. Hurd escribió un
panfleto en contra, con toda la petulante falta de liberalidad, la arrogancia y la
grosería que distinguen la escuela de Warburton. Este panfleto me consoló algo
por la recepción indiferente que tuvo mi obra".(7)
Dos años después del fracaso del primer volumen de su Historia de Inglaterra, a
saber, el de 1756, publicó el segundo, que incluía el periodo entre la muerte de Carlos I
y la Revolución. Esta obra produjo menos resentimiento entre los liberales y tuvo una
recepción más favorable por parte del público.
"No sólo se levantó por sí mismo, sino que ayudó a reflotar a su desafortunado
hermano ".(8)
En el año 1759, Hume publicó su Historia de la Casa de Tudor. El clamor
suscitado por este trabajo fue casi el mismo que se produjo contra su historia de los dos
primeros Estuardo. El reinado de Elisabeth era particularmente ofensivo. Así nos dice:
"Pero ahora me había endurecido contra las manifestaciones de estupidez
pública y seguí en mi retiro de Edinburgo, alegre y pacíficamente, para terminar
en dos volúmenes el periodo más antiguo de la historia inglesa, que ofrecí al
público en 1761, con éxito regular, pero tolerable".(9)
Sin embargo, a pesar del clamor general y de los muchos y rudos ataques, los
escritos de Hume adquirían gradualmente más y más reputación. Y recibió de los
vendedores más dinero por ejemplar de lo que se le había dado a ningún otro autor en
Gran Bretaña antes de ese período. Ahora se encontraba no sólo independiente, sino
opulento, por lo que se retiró a su país natal de Escocia con el deseo de no abandonarla
nunca de nuevo. En aquel entonces pasaba de los cincuenta años cuando, en el año
1763, recibió una invitación del conde de Hertford para prestar sus servicios en su
embajada de París, con la cercana perspectiva de convertirse en su secretario. Sin
embargo, al principio, Hume rechazó esta oferta, a causa de su edad y de la reticencia
que sentía para entremezclarse otra vez con la alegre compañía de la metrópoli francesa.
Pero cuando su señoría repitió la invitación, Hume al fin aceptó. Después se le nombró
secretario de la embajada. En el verano de 1765, se llamó a casa a lord Hertford para
ser nombrado lord Teniente de Irlanda y Hume estuvo a cargo hasta la llegada del
duque de Richmond, hacia el final de aquel año. Al principio del año 1766 Hume dejó
París y al verano siguiente fue a Edinburgo, con la idea de disfrutar de un agradable
retiro entre amigos filosóficos, de los que particularmente abundan en esa ciudad no
muy grande. Un caballero inglés Aymat, de gran sensatez y educación, vivió en
Edinburgo durante un año o dos. Un día me sorprendió con un curioso comentario. “No
hay una ciudad en Europa -me dijo-, que disfrute de un privilegio tan singular y tan
noble”. Yo pregunté que cuál era ese privilegio. A lo que contestó: “Aquí estoy, en lo
que se llama la cruz de Edinburgo, y puedo en unos pocos minutos estrechar la mano a
cincuenta hombres de genio y de enseñanza”. El hecho es bien conocido. Pero para un
nativo de esa ciudad, que ha pasado todos sus días familiarizado con ello y que no ha
viajado a otros países, dicha circunstancia, aunque muy notable, le pasa inadvertida. A
los extraños, sin embargo, les causa una profunda impresión. Aunque en Londres, París
y otras grandes ciudades de Europa tengan a muchos hombres de letras, es difícil el
acceso a ellos. Y, tras haberlo obtenido, la conversación es, durante un momento, tímida
y tensa. En Edinburgo, el acceso a los hombres de talento no solamente es fácil, sino
que de inmediato y con la mayor libertad conversan y comparten sus conocimientos
entre los desconocidos despiertos. Los filósofos de Escocia no tienen secretos. Dicen lo
que saben y manifiestan sus sentimientos sin disfraz o reserva. Este generoso rasgo era
notable en el carácter de Hume. No ofendía a nadie, pero cuando la conversación giraba
alrededor de objetos particulares, ya fueran morales o religiosos, expresaba sus propios
puntos de vista con libertad, con fuerza y con una dignidad que rendía honor a la
naturaleza humana.
En el año 1767, Hume fue invitado por el señor Conway para trabajar para un
ministro y él, tanto por el carácter de la persona, como por sus relaciones con lord
Hertford, se abstuvo de rechazarlo. Regresó a Edinburgo en 1769 con una gran fortuna,
ya que poseía una renta de mil libras al año. Y, aunque ya estaba en una edad avanzada,
disfrutaba de plena forma y tenía el propósito de gozar de la vida con comodidad y de
ver como aumentaba su reputación.
Al final del año 1775 comenzó a sufrir un desorden intestinal. Al
principio no le alarmó, pero pronto comprendió que le sobrevendía mortificación
y, por supuesto, un rápido final. Sin embargo, a pesar del gran declive de su
cuerpo, su alegría y su disposición usual no le abandonaron. Consideraba que un
hombre de sesenta y cinco años al morir sólo acorta algunos años de
enfermedades y, quizás también, de angustia y ansiedad. Hume concluye su vida
con un pequeño boceto de lo que él comprendía que era su carácter y su
disposición:
"Soy o, más bien, fui, un hombre de disposición humilde, de
temperamento ordenado y de talante alegre, abierto, social y claro, con
capacidad de afecto, pero poco dado a la enemistad y de gran moderación en
todas mis pasiones. Incluso mi amor por la gloria en el campo de las letras,
pasión dominante en mí, nunca agrió mi temperamento, a pesar de mis
frecuentes desilusiones. Mi compañía no era inaceptable por los jóvenes
despreocupados, así como tampoco por los estudiosos y los hombres de letras; y
como me complacía especialmente la compañía de mujeres discretas, no tenía
razón para estar disconforme con su acogida" (10).
Aunque Hume creyó que la enfermedad que le afligía iba a ser fatal, tal como
nos comunica una carta del brillante y excelente Dr. Adam Smith para William Strahan
(del cuál tenía una opinión tan favorable que le dejó a cargo, con plenos poderes, de
todos sus manuscritos, algunos de los cuales, y particularmente el de su vida, se
publicaron posteriormente); sin embargo las súplicas de sus amigos le convencieron
para que probara los efectos de un largo viaje. Consecuentemente, al final de abril de
1776, partió hacia Londres; y cuando iba a la altura de Morpeth, se encontró con el Dr.
Adam Smith y John Home (11), un caballero bien conocido por su genio poético y, en
particular, por sus escritos teatrales. Estos dos caballeros viajaban desde Londres
esperando encontrar a Hume en Edinburgo. Home regresó con él y "se ocupó de él",
según nos dice Smith, "durante toda su estancia en Inglaterra, con todo el cuidado y la
atención que podría esperarse de un temperamento tan perfectamente amigable y
cariñoso" (12).
La enfermedad de Hume pareció ceder ligeramente ante el ejercicio y el cambio
de aires, ya que cuando llegó a Londres parecía gozar de mucha mejor salud que cuando
llegó a Edinburgo. Se le aconsejó que fuera a Bath a beber sus aguas, lo que, durante
algún tiempo, surtió tan buen efecto sobre él que empezó a tener esperanzas de recobrar
la salud. Sus anteriores síntomas, sin embargo, regresaron con la violencia habitual.
Desde ese momento, renunció a toda esperanza de vida y de bienestar. Pero se sometió a
su destino con alegría extrema y complacencia. Cuando regresó a Edinburgo, aunque se
encontraba mucho más débil, nunca le abandonó el buen ánimo. Su ánimo era tan bueno
y su conversación y su entretenimiento siguieron hasta tal punto de la forma
acostumbrada que, a pesar de todos los malos síntomas, pocos de sus amigos podían
creer que su final se aproximaba tan rápidamente. El doctor Dundas, al despedirse de
Hume un día le dijo: “Le diré a tu amigo, el coronel Edmonstone, que cuando te he
dejado estabas mucho mejor y recobrándote.”
“Doctor, -contestó Hume-, como creo que usted no querría decir nada que no sea
cierto. Debería usted decirle que me muero tan rápido como mis enemigos desearían, si
tengo alguno, y tan serena y alegremente como querrían mis mejores amigos.” (13)
Poco tiempo después, el coronel Edmonstone fue a ver a Hume para despedirse
por última vez de él. Pero de camino a casa no pudo evitar escribir una carta enviándole
de nuevo un eterno adiós. Tales eran la magnanimidad y la fortaleza de ánimo de Hume
que sus amigos más íntimos y afectivos sabían que no se arriesgaban a ofenderle
tratándole o escribiéndole como a un moribundo. Por casualidad, Adam Smith visitó a
Hume cuando éste estaba leyendo la carta del coronel Edmonstone y se la enseñó
inmediatamente. Después de estudiar atentamente la carta, Smith señaló que su aspecto
no parecía bueno; sin embargo, pese a ello, dijo:
“Es tan grande tu alegría y tu ánimo que no puedo sino mantener alguna débil
esperanza sobre tu recuperación”. Hume contestó:
“Tus esperanzas no tienen fundamento. Una diarrea continua de más de un año
de duración sería una enfermedad muy mala a cualquier edad. A mi edad es mortal.
Cuando me acuesto por las noches me siento más débil que cuando me levanto. Y,
cuando me levanto por la mañana, más débil que cuando me acosté la noche anterior.
Me doy cuenta, además, de que algunas de mis partes vitales, están afectadas, por lo que
me moriré pronto.”(14) Smith contestó: “Si así ha de ser, al menos tienes la satisfacción
de dejar a todos tus amigos y, en particular, a la familia de tu hermano, en una buena
situación”. (15) Hume dijo que sentía tanto esa satisfacción que unos días antes, leyendo
los Diálogos de los muertos de Luciano, que entre todas las excusas que las almas poco
dispuestas a embarcarse en el bote de Carón para atravesar el río Styx, no había ninguna
que le fuera bien a él. No tenía casa que amueblar, ni niños que abastecer, ni enemigos
por los que deseara que se le vengara. “No puedo imaginarme que excusa podría darle a
Carón para obtener un breve aplazamiento. He hecho todas las cosas importantes que
me había propuesto y nunca esperé dejar a mis parientes y amigos en una situación
mejor que en la que ahora probablemente les deje: por tanto no puedo más que morir
satisfecho.”
Entonces se entretuvo inventado algunas excusas cómicas que podría darle a
Carón e imaginándose las probables respuestas que podrían ajustarse al personaje de
Carón. “Después de reflexionar sobre ello algo más”, dijo, “pensé qué podría decirle:
“Buen Carón, he estado corrigiendo mis trabajos para una nueva edición, dame
un poco más de tiempo para que pueda ver cómo recibe el público los cambios.”
“Pero Carón contestaría, “cuando hayas visto la respuesta de éstos querrás hacer
nuevos cambios. Nunca acabarán tales excusas, de modo que, honesto amigo, haz el
favor de embarcar.” Pero Hume dijo:
“Yo podría aún apremiarle diciéndole; “ten un poco de paciencia, buen Carón,
he estado intentando abrir los ojos del público. Si vivo unos pocos años más puede que
tenga la satisfacción de ver la caída de algunos de los sistemas dominantes de
superstición. “ Pero Carón perdería la paciencia y la decencia y diría: “Tú, pícaro
esquivo, eso no va a ocurrir en los próximos cien años. ¿Crees que te voy a conceder un
permiso para tanto tiempo? Móntate en el bote ahora mismo, pícaro gandul, que no
paras de dar largas.”” (16)
Aunque Hume hablaba frecuentemente de su próximo final con gran facilidad,
nunca alardeó de magnanimidad. Nunca mencionaba el tema excepto cuando la
conversación lo sugería naturalmente. Hume se encontraba ahora tan débil que inlcuso
la compañía de sus colegas más íntimos le cansaba; su alegría era tan grande, su
complacencia y su sociabilidad estaban todavía tan enteras que no podía abstenerse de
seguir hablando con cualquier amigo que estuviera con él, con un esfuerzo mayor que lo
que la debilidad de su cuerpo le permitía. Entonces, Smith, de acuerdo con el deseo de
Hume, abandonó Edinburgo y se fue a vivir a Kirkcaldy con su madre, que vivía en ese
pueblo. El brillante y famoso Dr. Black, profesor de química en la universidad de
Edinburgo, se encargó de escribir ocasionalmente a Smith sobre el estado de salud de su
amigo. Consecuentemente, el 22 de agosto, el Dr. Black escribió a Smith la carta que
sigue:
“Desde mi última carta, Hume ha pasado este tiempo con bastante facilidad,
pero está mucho más débil. Se sienta, baja las escaleras una vez al día y se entretiene
leyendo, pero es raro que vea a alguien. Encuentra que incluso la conversación de sus
amigos más íntimos le oprime y le fatiga; afortunadamente, no la necesita, ya que no
siente ni ansiedad, impaciencia o desánimo, y se lo pasa muy bien con la ayuda de
libros divertidos.”
Al día siguiente, Smith recibió una carta del mismo Hume, de la cuál lo que
sigue es un extracto.
"Mi más querido amigo (Edinburgo, 23 de agosto de 1776),
Me veo obligado a usar la mano de mi sobrino para escribirte, ya que no
puedo levantarme hoy. Me consumo muy rápidamente y anoche tuve algo de
fiebre, que esperaba pudiese ponerle punto final a esta tediosa enfermedad más
rápidamente. Pero desafortunadamente, casi ha desaparecido.”
Tres días después, Smith recibió la siguiente carta de Dr. Black.
"Estimado señor (Edinburgo, 26 de agosto de 1776),
Ayer, alrededor de las cuatro de la tarde, el señor Hume expiró. La
cercanía de su muerte se hizo evidente durante la noche del jueves al viernes,
cuando su enfermedad se hizo excesiva y pronto le debilitó tanto que ya no
podía levantarse de la cama. Hasta el final se mantuvo plenamente consciente y
sin demasiado dolor ni desasosiego. No mostró impaciencia en ningún
momento; pero siempre que tenía ocasión de hablarle a alguno de los que le
rodeaban lo hizo con cariño y ternura. No consideré oportuno escribirle para que
viniera, ya que me enteré de que había dictado una carta para usted pidiéndole
que no viniera. Cuando se debilitó mucho, le costaba gran esfuerzo hablar y
murió en una disposición mental tan feliz que nada podía superarla."
"Así que murió,” dijo el señor Smith al señor Strahan en su carta,
"nuestro queridísimo e inolvidable amigo, cuyas opiniones filosóficas serán
juzgadas diversamente por los hombres, aprobándolas, probándolas o
condenándolas, según coincidan o no con las suyas propias, pero sobre cuyo
carácter y conducta difícilmente puede haber diferencias de opinión. Su
temperamento, sin duda, parecía ser más felizmente equilibrado, si se me
permite usar tal expresión, que el de quizás ningún otro hombre que haya
conocido jamás. Incluso cuando menos le sonreía la fortuna su grande y
necesaria frugalidad nunca le impidió ejecutar actos de caridad y generosidad
cuando la ocasión se presentaba propicia para ello. La frugalidad no se basaba en
la avaricia sino en el amor a la independencia. Su naturaleza extremamente
amable nunca debilitó ni la firmeza de opinión ni la constancia en sus
resoluciones. Su constante bromear era la efusión genuina de su buena
naturaleza y su buen humor, templados por la delicadeza y la modestia; y sin la
más mínima sombra de malignidad, que es con frecuencia la desagradable fuente
de lo que se llama ingenio en otros hombres. El significado de su burla nunca
fue el de mortificar, por lo que, lejos de ofender, pocas veces sucedía que no
agradara o deleitara aun a aquellos de los ella que era objeto. Para sus amigos,
quienes eran frecuentemente los objetos de dicha burla, no había, quizás,
ninguna otra de sus grandes y afables cualidades que contribuyeran más a la
buena acogida de su conversación. Y esa alegría de temperamento, tan agradable
en sociedad, pero que tan frecuentemente lleva tintes de frivolidad y
superficialidad, venía en él acompañada de la aplicación más seria, el
conocimiento más extenso, la máxima profundidad de pensamiento y una
capacidad de comprehensión sobre todas las cosas. Mirándolo todo, siempre le
he considerado, en su vida como y desde su muerte, como probablemente lo más
cercano a la idea de un hombre perfectamente sabio y virtuoso, tanto quizá como
la debilidad de la naturaleza humana permitiría.
Adam Smith."
Su Vida, así como también la carta de Adam Smith a Strahan, están escritas con
gran candor y sinceridad. Hume, quizá como cualquier hombre de genio, tuviese
repuntes de temperamento, que felizmente contrapesaba con un modo de razonamiento
firme y decisivo. Sus trabajos tuvieron tantos y a menudo tan groseros ataques por parte
de tantos autores, que aunque no se dignase a contestarles por escrito, sin embargo,
frecuentemente ponía de manifiesto en la conversación los resentimientos que sentía a
causa de los insultos de estudiosos inferiores poco delicados y, a menudo, ignorantes.
En todos los casos de este tipo, su modo impulsivo de expresión, los movimientos
rápidos e inteligentes de sus ojos y los gestos de su cuerpo, descubrían la agudeza de
este sentimiento y las mayores muestras de desprecio, así como de aversión.
Un autor, sin embargo, el doctor Campbell, profesor de Etica en la Universidad
de Aberdeen, un hombre instruido, valioso y de ingenio, escribió un libro bastante
extenso en contra de la obra de Hume Ensayo sobre los milagros, en un estilo y una
manera tal y tan a la manera de un caballero, que Hume nunca habló de él sino con el
mayor respeto; y a menudo dijo que, de todos sus adversarios, el doctor Campbell no
sólo era el más agudo, sino que también era el que escribía con el mejor temperamento
y en los términos más elegantes y suaves, si bien impulsivos. En la primera edición de
la Enciclopedia Británica, que se publicó en Edinburgo en el año 1771, bajo la acepción
compendio, como un ejemplo de lo que entonces yo pensaba que era el modo mejor y el
más útil de compendiar libros, hice un pequeño resumen del Ensayo sobre los milagros
de Hume y de la respuesta de Campbell a éste. Aún pienso que ya que el artículo es
corto, una transcripción de éste puede ser de algún valor, especialmente para los lectores
jóvenes.
“Ha ocurrido tan pocas veces que controversias en filosofía y mucho más en
teología, se hayan llevado a cabo sin producir enfrentamientos personales entre las
partes, que debo considerar mi situación en el presente como algo extraordinario. Tengo
razones para agradecerle la civilizada y considerada manera con la que ha conducido la
disputa contra mí en un tema tan interesante como es el de los milagros. Cualquier
pequeño síntoma de vehemencia del que antes me permitía quejarme cuando me hizo el
honor de mostrarme el manuscrito ha sido eliminado, descartado o expiado por las
amabilidades que van mucho más allá de las que yo tenga derecho a pretender. Es
natural que imagine que daré algún giro para evadir la fuerza de sus argumentos y para
retener mi antigua opinión en el mismo punto de la controversia entre nosotros. Pero me
es imposible no ver la brillantez de su exposición y los muchos conocimientos que usted
mostrado al oponérseme.
“Me considero muy honrado de que una persona de tanto mérito me haya
considerado digno de una respuesta y, ya que considero que el público le hace justicia
en cuanto a la brillantez y buena composición de su pieza, espero que no tendrá ninguna
razón para involucrarse con un antagonista, al cual quizás, con rigor, usted se habría
atrevido a ignorar. Le debo el que nunca haya sentido una inclinación tan violenta a
defenderme como ahora al ser justamente retado por usted y pienso que podría
encontrar algo con consistencia al menos que presentar en mi defensa. Pero como fijé la
resolución al principio de mi vida de que siempre dejaría al público juzgar entre mis
adversarios y yo, sin dar ninguna respuesta, me debo adherir de forma inviolable a esta
resolución. De lo contrario mi silencio en cualquier ocasión futura, sería interpretado
como que soy incapaz de contestar y sería un triunfo contra mí.
“Quizás pueda divertirle saber de dónde surgió la primera idea del argumento
que usted ha atacado tan vigorosamente. Paseaba por el claustro del colegio jesuita de
La Fleche, una ciudad en la que pasé dos años de mi juventud, y conversaba con un
jesuita de cierto talento e instrucción, que me estaba contando cierto milagro sin sentido
llevado a cabo recientemente en su convento, cuando cedí a la tentación de discutirle.
Dado que tenía la cabeza llena de los temas de mi Tratado sobre la naturaleza humana,
que estaba componiendo en aquel momento, se me ocurrió este argumento
inmediatamente y pensé que comprometió mucho a mi compañero. Pero al final me hizo
la observación de que era imposible que ese argumento tuviera ninguna solidez, ya que
operaba igualmente tanto contra los evangelios como contra los milagros católicos.
Consideré apropiado admitir esta observación como una respuesta adecuada y
suficiente. Creo que por lo menos admitirá que la libertad de este razonamiento lo hace
de alguna forma extraordinario al haber sido el producto de un convento de jesuitas,
aunque tal vez piense que se favorece su sofistería simplemente por el lugar de su
nacimiento.”
En el año 1762 el propio Hume se puso del lado del celebrado Rousseau cuando
por sentencia del Parlamento de París éste último iba a ingresar en prisión por publicar
su famosa novela Emilio. Hume estaba en Edinburgo entonces. Tal como nos cuenta,
una persona de mérito, pero cuyo nombre no menciona, le escribió desde París que
Rousseau tenía la intención de venir a Gran Bretaña para procurarse un asilo de la
persecución en una tierra donde reina la libertad y donde se estimula el genio y toda
clase de literatura. Al mismo tiempo, Rousseau le pidió a Hume su protección y
recomendación para cuando llegara a Londres. En consecuencia, Hume escribió a varios
de sus amigos en Londres en pro de este famoso exiliado. Del mismo modo le escribió a
éste, asegurándole su entusiasmo y su fuerte deseo de hacer todo lo que estuviera en su
poder para servirle. Hume, al mismo tiempo, pidió a Rousseau que viniera a Edinburgo
y le ofreció un retiro seguro en su propia casa por cuanto tiempo deseara. Los
principales motivos de Hume para hacer este ofrecimiento eran la celebridad de
Rousseau, su genio y talento, en particular, la persecución que sufría por parte de los
fanáticos de su propio país, junto con él estado débil y enfermo de su cuerpo ocasionado
por el paso de sangre a través de la uretra. Esta disfunción, como la mayoría de las
destemplanzas crónicas, le hacían estar de mal humor y, por supuesto, hacían su
temperamento y sus acciones frecuentemente raros y desagradables, especialmente para
los extraños. Parece que Hume, en algunos puntos de la controversia, no fue lo
suficientemente indulgente con la condición débil y dolorosa del cuerpo de su
antagonista. El dolor, cuanto continúa largo tiempo, no sólo induce la debilidad general,
sino que también nubla y corroe la mente, haciéndola suspicaz e impaciente. Es
probable que esta circunstancia fuera la causa principal de la ruptura que ocurrió entre
estos dos hombres instruidos y de gran ingenio. Sin embargo, Hume, durante toda la
controversia, trata a Rousseau con humanidad y respeto. Sin duda, se defiende
vigorosamente contra las calumnias e insinuaciones de su ilustre oponente y tenía pleno
derecho a hacerlo.
A instigación de Hume, Rousseau llegó a Inglaterra en la primevera de 1766 y
Hume le procuró una residencia agradable en una casa de campo que pertenecía al señor
Davenport, un caballero distinguido por su cuna, su fortuna y su mérito. La casa está
situada en la región de Derby y se llama Wooton. En cuanto Rousseau llegó a Wooton,
quedó encantado con la situación del lugar, así como con la campiña de alrededor, y
escribió a Hume, en los términos más educados y agradecidos, sobre cuánto estimaba su
amistad y protección.
Cuando de camino a Gran Bretaña, una tarde en Calais, Hume le preguntó a
Rousseau si aceptaría una pensión del rey de Inglaterra, suponiendo que se lograra,
Rousseau contestó que tenía cierta dificultad en responder la pregunta, pero que lo
comentaría con lord Marschall, que era gran amigo suyo. Animado por esta respuesta,
Hume, tan pronto como llegó a Londres solicitó al general Conway, entonces secretario
de Estado, así como al general Graeme, secretario y chambelán de la reina, una pensión
para Rousseau, que fue prontamente concedida, con la única condición de que el asunto
debería permanecer en secreto. Esta condición fue enormemente del gusto de Rousseau,
a quien le encantaba esconder los favores que ocasionalmente recibía y, especialmente,
en lo relacionado a asuntos económicos, pues pensaba que degradaban el espíritu de
independencia que él siempre, por lo menos, pretendió poseer. Pero Hume durante
alguna temporada se había ocupado meticulosamente del bienestar y el interés de
Rousseau, que continuamente se quejaba tanto de dolor físico como de pobreza,
descubrió con sorpresa que la última de estas quejas era falsa. Usaba este último
artificio (ya que, como señala Hume, el primero no lo era) para resultar, como hombre
de genio, más interesante y para despertar la compasión del público.
El tiempo que Hume pasó con Rousseau le dio la posibilidad de descubrir
gradualmente su carácter. “Finalmente me di cuenta”, dice, “que este hombre de genio
ha nacido para el tumulto y las tormentas”. Pero como Hume había hecho todo lo
posible para acomodar a Rousseau y hacer confortable su situación, a él nunca se le
ocurrió que el mismo iba a ser víctima de su furia y mal humor. El origen de la ruptura
entre estos dos grandes hombres se originó a partir de una circunstancia ridícula. Horace
Walpole, quien no resultaría ser un gran amigo de Rousseau, escribió una carta bajo el
nombre ficticio del rey de Prusia Federico invitándole a ir a residir a su corte en Berlín.
Hume no tenía conocimiento de este asunto. Pero Rousseau, es difícil conjeturar por qué
circunstancias difíciles, imaginó que Hume había escrito y hecho circular esa carta con
el objetivo de confundirle y burlarse de él. Hume, en este asunto más que tonto, excusa
a Walpole llamándolo una broma inocente. Pero cuando se tienen en cuenta el genio, el
temperamente y el estado convaleciente del cuerpo de Rousseau, en vez de una broma,
fue una auténtica crueldad y tuvo, por error natural, el triste efecto de convertir a dos
amigos cordiales y celebrados en enemigos mortales.
Rousseau, aunque Hume le procurase el disfrute de una pensión de su Majestad,
actuó en virtud de alguna caprichosa idea de independecia y la noción de que su mejor
amigo podía traicionarle, por lo que se negó a aceptarla. Hume, a través de cartas
amistosas, presionó a Rousseau para que aceptase la pensión. Pero este último persistió
en su negativa obstinadamente e incluso reprochó a Hume, en términos extremadamente
indecentes, el que se hubiese encargado con tanto éxito de servirle y de hacer la vida
más fácil.
Tras haber circulado copias de la supuesta carta escrita en nombre del rey de
Prusia por toda Europa fue finalmente publicada en la Crónica de St. James. Fue en este
periódico donde Rousseau vio por primera vez este escrito descarado e imprudente.
Rousseau escribió inmediatamente a los editores de la Crónica de St. James quejándose
amargamente de la impostura e insinuando indirectamente que la fingida carta había
sido escrita por Hume. Cuando Hume leyó que Rousseau sospechaba que él era el autor
de la carta, esto le hizo sentir una gran incomodidad. Hume puntualiza que después de
la gran atención y los benéficos servicios que había concedido a Rousseau gracias a su
insistente perseverancia, de pronto se convirtió en objeto de su resentimiento y de su
oprobio, por ningún otro fundamento que una tonta y absurda sospecha. Hume, a pesar
de este triste asunto, siguió cuidando y protegiendo a Rousseau tanto por medio de
cartas amistosas como por su buen hacer. Pero después de todo, Rousseau se deshizo de
cualquier escrúpulo y acusó abiertamente a Hume de enemigo traidor, no dando otras
razones que las que eran evidentemente caprichosas, frívolas y despreciables. Sólo
mencionaré un ejemplo. La primera noche después de que estos dos notorios hombres
abandoran París, rumbo a Gran Bretaña, durmieron juntos en el mismo camarote.
Rousseau, en la última carta que escribió a Hume, que es de una longitud enorme, dice
que Hume, durante la noche, había pronunciado varias veces con vehemencia inusual
“Je tiens J.J.Rousseau”. Sin embargo, reconoce que no sabía si Hume estaba dormido o
despierto. La expresión suena fuerte en francés, pero, como muchos verbos, tenir
frecuentemente se usa de muchas maneras diferentes y a veces incluso opuestas.
Rousseau interpretó la expresión así: “tengo a Rousseau en mi posesión o lo tengo bien
sujeto”. Cada vez que se repetían estas palabras Rousseau nos cuenta que temblaba
horrorizado. Estas y algunas otras circunstancias insignificantes del mismo tipo
originaron una ruptura total entre los dos grandes hombres.
Durante la publicación periódica de “The Edinburgh Magazine and Review” en
el año 1773, el entonces reverendo doctor Henry, en aquel tiempo uno de los ministros
de esta ciudad, un clérigo muy trabajador, así como un compañero divertido y de buen
humor, sacó el segundo volumen de su History of Great Britain. Se dice que el doctor
Henry, le pidió a Hume seriamente que hiciera una reseña de ese volumen en la revista,
a lo cual accedió. Cuando apareció el manuscrito, después de leerlo, los elogios que
aparecieron eran tan exagerados que los editores, en mi presencia, estuvieron de acuerdo
en que el informe de Hume no pretendía más que ser una burla del autor. Por tanto, para
que fuera considerado nuevamente, se encargó a uno de entre éstos, quien mantuvo de
nuevo la misma opinión y, en consecuencia, llevó tan lejos los encomios que ninguna
persona podría errar el significado implícito del escritor. Se terminó de componer la
edición del manuscrito y se enviaron a Hume las pruebas de imprenta para que las
examinara y corrigiera. Para sorpresa de los editores, Hume les escribió una airada carta
quejándose, en los términos más elevados, de las libertades que se habían tomado con
su manuscrito y manifestando que la reseña que había hecho de la Historia del doctor
Henry era absolutamente sincera. Dadas las circunstancias, se canceló el artículo de
Hume y se escribió otro por un miembro de la Sociedad, condenando el libro con
términos quizás excesivamente severos. Así pues, no sólo se malogró la intención de
Hume de servir al doctor, sino que produjo el efecto contrario.
No se puede omitir otra circunstancia de la vida de Hume. Cuando era joven
presentó la solicitud para ser profesor de Filosofía Moral en la Universidad de
Edinburgo. Los clérigos escoceses dieron la voz de alarma. Ellos entendían que Hume,
desde su punto de vista, era un ateo o, como mínimo, un deísta. Consecuentemente,
entendían que estaba muy poco indicado para enseñar ética a la juventud de un país
cristiano. Sus reconvenciones surtieron efecto y se rechazó su solicitó Hume. Desde ese
momento, como era natural, concibió una arraigada antipatía hacia la mayoría de los
clérigos escoceses. Esta antipatía no era, sin embargo, indiscriminada, pues mantenía
estrechas relaciones sociales y de amistad con varios de los ministros de la Iglesia de
Escocia, tales como el célebre doctor Robertson, el doctor Blair, el doctor Wallace, el
señor Jardine, el doctor Wishart, el doctor Drysdale, el señor Home (autor de una
billante y popular tragedia de Douglas) y otros muchos. Estos caballeros “reverendos e
instruidos” discrepaban de las opiniones religiosas o filosóficas de Hume, pero eran
muy sensibles a su genio como autor y a su valor como hombre.
Mencionaré otra anécdota. Una tarde de verano fui a cenar con lord Kames.
Poco después, el valioso, respetable y provechoso reverendo de esta ciudad, el doctor
John Warden, llegó a casa de lord Kames con la misma intención. Lord Kames en aquel
momento estaba dictándole a su secretario. Cuando su señoría hubo terminado, nos
condujo a una sala que estaba más al norte porque la noche era singularmente calurosa.
Aquí llevábamos conversando durante algún tiempo cuando Hume se nos unió. La
conversación continuó de la manera más agradable. Recientemente se había publicado
un sermon escrito por un tal Edwards con el extraño título de “Usefulness of Sin” [La
utilidad del pecado]. El doctor Warden nos contaba que el había leído el sermon. Hume
repitió las palabras: “La utilidad del pecado. Supongo que el señor Edwards acepta el
sistema de Leibniz, según el cual todo es para bien, pero”, añadió entonces con su
habitual agudeza y firme manera de expresarse, “¿qué diablos hace este tipo con el
infierno y la condenación?”. Cuando Hume hubo pronunciado estas palabras, por una
razón que yo nunca adivinaré, el doctor Warden tomó su sombreró y abandonó la sala.
Lord Kames le siguió y le presionó para que volviera, pero él lo rehusó obstinadamente.
Tras una pesada enfermedad, Hume murió a los sesenta y cinco años de edad en
Edinburgo, el veinticinco de agosto de 1776. En su momento, ya di a mis lectores
algunos detalles de su muerte extraidos de las cartas del doctor Black y el doctor Smith.
Algún tiempo después de la muerte de Hume, se publicaron en Londres dos
ensayos atribuidos a él; uno Sobre el suicidio y otro Sobre la Inmortalidad del alma.
Estos ensayos, tanto por el estilo como por la forma de argumentar, parecían
manifiestamente producciones genuinas de Hume. Hubo un momento en el que
pretendí, en esta vida de Hume, dar una visión resumida de los argumentos contenidos
en estos ingeniosos y plausibles ensayos. Pero, después de una reflexión más sopesada,
considerando la sofistería de tales razonamientos y los injuriosos efectos que podría
tener sobre la sociedad, ya que un resumen de ellos sólo sería otro modo de administrar
el veneno que contienen, debo ahora renunciar a tal propósito y concluir con unas pocas
notas generales.
Después de todo, Hume fue uno de esos extraordinarios personajes que algunas
veces, aunque pocas, aparecen, como meteoros luminosos, en casi todos los países
civilizados de Europa. En la elegancia de sus composiciones, en la destreza y la fuerza
de su razonamiento, en el buen humor y lo bromista de su conversación, así como en la
uniformidad de su conducta y su carácter, no se le podía superar. Antes de su muerte,
Hume había escrito su testamento, en el cuál, además de otras asignaciones, destino
cierta suma para la construción de su tumba, la cuál el ordenó que se erigiera en el
cementerio de Calton, situado sobre una elevada y hermosa colina casi dentro de la
Ciudad de Edinburgo. Como él mismo, su tumba se construyó con piedras macizas y sin
adornos, con esta simple inscripción: “David Hume, Esq.” Después de que se terminara
la tumba, un día de verano estaba dando un paseo tranquilo sobre la colina de Calton, en
compañía del bien conocido doctor Gilbert Stuart y el doctor John Brown, autor de lo
que se llama “sistema físico browniano”. El doctor Brown, que era un hombre de
maneras rudas y soeces, se dirigió a un tallista que estaba trabajando con una piedra y le
dijo: “Amigo, esta es una construcción fuerte y maciza. ¿Cómo crees que el caballero
honrado puede salir el día de la resurrección?” El tallista contestó astutamente: “Señor,
ese asunto lo tengo asegurado; he dejado la llave debajo de la puerta.”
Notas
3. Ibid., p. 10.
4. Ibid. p. 11.
5. Ibid. p. 11.
8. Ibid.
9. Ibid., p. 13.
14. Ibid.
15. Ibid.
16. Ibid.
17. Hume envió la siguiente carta al autor de Delineation of the Nature and
Obligation of Morality [Delineación de la naturaleza y obligación de la
moralidad]:
“Señor,