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Publicado originalmente en 2004, The Psychoanalytic Quarterly, Volume 73, (1), pp. 5-46;
Reproducido con autorización. Traducción al castellano: Dr. Carlos Rodriguez Sutil (Quipú, Instituto de
Formación en Psicoterapia Psicoanalítica y Salud Mental, Madrid).
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Psicoanalista en práctica privada en Nueva York. Supervisora del Programa de Formación Postdoctoral
en Psicoanálisis y Psicoterapia de la Universidad de Nueva York. Miembro fundador de Psychotherapists
for Social Responsibility. Internacionalmente reconocida como lider de las teorías de género y
psicoanalisis. Entre sus principales obras: The Bonds of Love: Psychoanalysis, Feminism and the
Problem of Domination (Lazos del amor, Paidos); Like Subjects, Love Objects: Essays on Recognition
and Sexual Difference; y Shadow of the Other: Intersubjectivity and Gender in Psicoanálisis.
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Stolorow y Atwood (1992) advierten que acuñaron el término intersubjetivo independientemente, y que,
a diferencia de Stern (1985), no pensaron que tuviera implicaciones evolutivas. Yo (Benjamín, 1977,
Publicado en Intersubjetivo, 2004 Vol.6 (1).
llegamos a sentir la experiencia del otro, como un ser separado de nosotros pero
conectado, con el que actuamos de forma recíproca. ¿Cómo llegamos al sentido de
que “existen otras mentes ahí” (véase Stern, 1985)?
Al destacar esta experiencia fenomenológica de las otras mentes estoy
enfatizando – como otros críticos intersubjetivos del cartesianismo freudiano – la
cualidad recíproca y la influencia mutua de la interacción entre los sujetos, el tráfico
confuso de las calles con dos sentidos. Pero este reconocimiento teórico de la
influencia intersubjetiva no nos debería cegar ante el poder de la experiencia psíquica
real, que muy a menudo coincide con la de una calle de sentido único – en ella
sentimos como si una persona fuera el agente y la otra el paciente. Una persona es el
sujeto y la otra el objeto – como nuestra teoría de las relaciones objetales ha reflejado
tan a menudo. La auténtica dificultad reside en reconocer que el objeto de nuestros
sentimientos, necesidades, acciones y pensamientos es en realidad otro sujeto, un
centro de ser equivalente (Benjamin, 1988, 1995 a).
1978) he hecho uso del término según fue introducido en filosofía por Habermas (1968), y desde ahí
llevado a la psicología por Trevarthen (1977, 1980), con objeto de centrarme en el intercambio entre
diferentes mentes. Considero, como Stern, que el reconocimiento de las otras mentes (de la subjetividad
del otro) es un logro evolutivo crucial. Pero, a diferencia de Stern, he considerado todos los aspectos de la
interacción con el otro mutuamente generada, desde la temprana contemplación recíproca hasta los
conflictos sobre el mutuo reconocimiento, como parte de la trayectoria de ese desarrollo intersubjetivo
(Benjamín, 1988). La principal diferencia entre la teorización de Orange, Atwood y Stolorow (1997) y la
mía propia no es, como ellos creen (véase Orange, 2002), que yo piense que el analista debería centrarse
clínicamente en ayudar al paciente a reconocer la subjetividad del analista (o de cualquier otro), a
expensas de la propia subjetividad del paciente. Considero, más bien, que dicha implicación en el
reconocimiento mutuo del otro surge de manera natural a partir de la experiencia de ser reconocido por el
otro, como componente esencial de las respuestas de apego que requieren una regulación y sintonización
mutuas y, por tanto y en definitiva, suponen más un placer que una obligación.
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Una parte sustancial de este artículo y de las descripciones sobre mis ideas acerca del tercero
aparecieron en un artículo escrito y desarrollado en colaboración con Lewis Aron (Aron y Benjamin,
1999); debo, por tanto, gran reconocimiento a Aron por la elaboración de estas ideas.
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Considero, por tanto, esencial no reificar al tercero, sino que hay que
considerarlo primariamente como un principio, una función o una relación, más que
como una “cosa” en la forma en que la teoría o las reglas de la técnica son cosas.
Intento distinguirlo de las máximas superyoicas o de los ideales que el analista
mantiene en su yo, a menudo agarrándose a ellos como se agarra a un clavo ardiendo
el que se está ahogando. Pues en el espacio de la terceridad no es que nos
mantengamos ante un tercero sino que, según la feliz expresión de Ghent (1990),
cedemos ante él.5
Diremos, elaborando esta idea, que el tercero es aquello ante lo que cedemos,
y la terceridad es el espacio mental intersubjetivo que facilita la cesión o es el
resultado de ella. Según mi concepción, el término cesión se refiere a un cierto dejarse
ir del sí mismo y, por tanto, implica también la capacidad para captar el punto de vista
del otro sobre la realidad. La cesión nos lleva, por tanto, al reconocimiento – ser capaz
de mantener la conexión con la mente del otro mientras que se acepta su
individualidad y diferencia. La cesión implica la liberación frente a todo intento
coercitivo o de control.
El ensayo de Ghent articula una distinción entre la cesión y su falso doble,
siempre a mano, la sumisión. El punto esencial está en que la cesión no se aplica a
alguien concreto. De aquí surge la distinción entre dar y entregar a alguien, una
persona o cosa idealizada, y dejarse ir para estar con ellos. Con esto quiero decir que
la cesión requiere de un tercero, que seguimos cierto principio o proceso mediador
entre el sí mismo y el otro.
Mientras que en el ensayo seminal de Ghent, la cesión se consideraba en
principio como algo que el paciente necesita hacer, mi meta es considerar, por encima
de todo, la cesión del analista. Deseo ver de qué manera facilitamos nuestra cesión y
la del paciente si trabajamos de manera consciente para construir un tercero
compartido – o, dicho de otra manera, cómo nuestro reconocimiento de la influencia
mutua nos permite crear juntos la terceridad. Así amplío el contraste que establece
Ghent entre la sumisión y la cesión hasta formular una distinción entre la
complementariedad y la terceridad, la orientación hacia el tercero que media entre “Yo
y Tú”.
5
El trabajo de Ghent sobre la cesión sirvió de inspiración para mis primeras formulaciones sobre estas
ideas, presentadas en una conferencia en su honor que patrocinó la Universidad de Nueva York en su
Programa Posdoctoral de Psicología, en mayo de 2000.
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EL PROBLEMA DE LA UNICIDAD
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Con gran sorpresa para nosotros, Lacan (1975) argumentaba que Alice Balint había retratado a ciertos
aborígenes haciendo justamente eso.
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EL UNO EN EL TERCERO
Una cuestión importante que quiero atender aquí es cómo pensamos que los
seres humanos desarrollan al tercero simbólico en la práctica. En este punto me
separo de Lacan (1975). El problema más profundo que afecta a la visión edípica del
padre como representante del tercero (concepto tanto lacaniano como kleiniano) está
en que desatiende los orígenes primitivos del tercero en la díada materna. Lacan nos
dice que la terceridad del habla es un antídoto contra el asesinato, a “tu realidad”
frente a “mi realidad”, pero esta idea del habla se pierde la primera parte de la
conversación. Esta es la parte en la que los observadores de bebés han realizado una
aportación imborrable a nuestros conocimientos. En mi concepción de la terceridad, el
reconocimiento no se constituye de entrada por el lenguaje verbal; más bien, comienza
por la experiencia no verbal temprana de compartir un patrón, una danza, con otra
persona. Por consiguiente, he propuesto (Benjamin, 2002) un tercero naciente o
potencial – diferente del que se halla en la mente de la madre – presente en los
primeros intercambios de gestos entre la madre y el niño, en la relación que ha sido
llamada unicidad. Considero que este intercambio inicial es una forma de terceridad, y
sugiero que al principio subyacente de resonancia o unión afectiva lo llamemos el uno
en el tercero – literalmente, la parte del tercero que está constituida por la unicidad.
Para que el tercero simbólico actúe realmente como un tercero real – en lugar
de como un conjunto de demandas perversas o persecutorias, como veíamos en el
caso de Rob – se necesita la capacidad para acomodarse a un conjunto de
expectativas creadas de mutuo acuerdo. La forma primitiva que asume esta
acomodación es la creación de patrones (así como la alineación con y la reparación de
los mismos), y la participación en conexiones basadas en la resonancia afectiva.
Sander (2002), en su discusión sobre la investigación infantil, denomina a esta
resonancia ritmicidad, y la considera uno de los principios fundamentales de toda
interacción humana (el otro es la especificidad). Las experiencias rítmicas ayudan a
construir la capacidad para la terceridad, y la ritmicidad puede ser vista como el
principio modelo que subyace a la creación de patrones compartidos. El ritmo
constituye la base de la coherencia en la interacción entre personas, así como la
coordinación entre las partes internas del organismo.
Sander (2002) ilustró el valor del reconocimiento y la acomodación específicos
al estudiar cómo los recién nacidos que eran alimentados cuando lo reclamaban se
adaptaron más rápidamente a los ritmos circadianos que aquellos que eran
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EL TERCERO COMPARTIDO
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Cuando se lo ofreció, ella dijo que suponía que él esperaba que le diera
un poco. Él vivió esto como un ejemplo de la forma en que ella nunca
agradecía de todo corazón lo que él hacía por ella, y que siempre desconfiaba
de sus motivos. (pág. 321)
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En un trabajo posterior, Feldman (1997) exponía la forma en la que el analista puede provocar de
manera inconsciente el estancamiento al verse envuelto en proyecciones y puestas en acto (enactments).
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compartidos, sin un espacio para colaborar y compartir, cada cosa es o tuya o mía,
incluyendo la percepción de la realidad. Sólo una persona puede comer; sólo uno
puede estar en lo correcto.
La tarea analítica en un caso como este consiste en ayudar al paciente a crear
(o reparar) un sistema que permita compartir y tener mutualidad, en el que ahora tú
das un bocado y ahora lo doy yo, como cuando te comes una galleta con tu pequeño.
El pequeño puede insistir a veces en el “todo mío”, pero la delicia de permitir que
mamá tome un bocado, o de dejar que haga como que lo toma, así como jugar a
apartar la galleta de pronto, es a menudo un placer mayor. El paciente de Feldman
estaba intentando decirle que en el sistema mutuo el tercero era negativo; no había
una terceridad intersubjetiva en la que ambos pudieran comer, probar y escupir juntos.
Según mis conocimientos de la complementariedad, si el analista se siente
impulsado a proteger su interior, observando al tercero desde la realidad del paciente,
esto generalmente es un signo de la ruptura que ya está ocurriendo en el sistema de
colaboración, comprensión y sintonización. El analista necesita al tercero en el uno, es
decir, mantener el pensamiento independiente; pero, evidentemente, esto no se puede
lograr rechazando el amoldarse. Para captar la intención del paciente y reestablecer
una realidad compartida, el analista necesita encontrar un camino para amoldarse,
para acomodarse, que no le haga sentirse forzado: el uno en el tercero. La importancia
para la clínica de la construcción del tercero compartido es, en mi opinión, un útil
antídoto contra la pretérita, y a menudo persecutoria, idealización de la interpretación;
incluso en sus formas modificadas, como la de Steiner (1993), que reconoce la
necesidad de que el analista se acomode a la necesidad del paciente de sentirse
comprendido, pues lo considera menos importante para el cambio mental que la
adquisición de comprensión.
En lugar de considerar la comprensión – es decir, el tercero – como algo que
debe ser adquirido, la concepción relacional la toma como un proceso interactivo que
crea una estructura dialógica: un tercero compartido, una oportunidad para
experimentar el reconocimiento mutuo. Este tercero compartido, el diálogo, crea el
espacio mental para el pensamiento como una conversación interna con el otro
(Spezzano, 1996).
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necesaria asimetría del masoquismo. Del mismo modo, la madre necesita tener en
mente la idea de que gran parte del malestar del niño es efímero, para así ser capaz
de calmar este malestar sin disolverse en una unicidad ansiosa con el mismo.
Una contribución importante a la investigación sobre la infancia es, como
Fonagy et al. (2002) han destacado, la explicación de cómo la madre puede demostrar
su empatía hacia la emoción negativa del bebé, y a pesar de ello mostrar al bebé
mediante un “marcador” – una forma exagerada de reflejo – que no es su propio miedo
o malestar. Fonagy et al. argumentan que las madres se ven impulsadas a marcar de
forma muy sobresaliente su manera de reflejar los afectos para diferenciarlos de las
expresiones emocionales realistas. El bebé se siente calmado por el hecho de que la
madre no está sufriendo sino que está reflejando una comprensión de sus
sentimientos (del bebé). Este comportamiento, el contraste entre los gestos de la
madre y su nivel de tensión afectiva, es percibido por el niño. Yo desearía sugerir que
esto constituye una comunicación protosimbólica y constituye el fundamento de la
capacidad simbólica.
Dicha diferenciación incipiente entre la representación gestual y la
cosa/sentimiento da inicio al tercero simbólico. Es algo esencialmente reflexivo,
apoyándose en el tercero materno – la capacidad de la madre para distinguir su
malestar de aquel del niño y para representar a este último como una necesidad más
que como una urgencia en la propia mente. Este es el lugar en el que coinciden la
autoregulación y la regulación mutua, permitiendo la diferenciación con empatía en
lugar de la confusión proyectiva. Vemos así la sinergia de la función de sintonización,
el uno en el tercero, con la función de diferenciación y contención, el tercero en el uno.
La madre necesita experimentar el tercero en el uno y no relacionarse meramente con
un simple tercero moral, puesto que el tercero degenera en un simple deber si no
existe una unicidad identificatoria al sentir conectados la urgencia del niño y su alivio,
su placer y su alegría.
Permítaseme dar un ejemplo escrito por alguien que era él mismo padre y
escribía sobre una experiencia parental, lo que ya es un dato importante, pero incluso
más importante para mí, personalmente, es que fue escrito por Stephen Mitchell, cuya
muerte posterior fue una gran pérdida. Representa la declaración, por parte de uno de
los fundadores de la teoría relacional, sobre la importancia del principio de
acomodación al ritmo del otro en la creación del tercero compartido. Mitchell (1993)
subrayaba la diferencia entre sumisión al deber y cesión ante el tercero, lo que estoy
llamando el tercero en el uno:
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RUPTURA Y REPARACIÓN
Puede que no exista dogma más importante para superar esta vergüenza y
censura en el trabajo analítico que la idea de que el el reconocimiento continuamente
se está rompiendo, que la terceridad siempre se derrumba hacia la dualidad, y que
siempre estamos perdiendo y recuperando el punto de vista intersubjetivo. Debemos
recordar siempre que la ruptura y la reparación son parte de un proceso más amplio,
un concomitante del imperativo por participar en una interacción bi-direccional. Esto se
debe a que, como dijo Mitchell (1997), el convertirse en parte del problema es la forma
de convertirse en parte de la solución. En este sentido, la cesión del analista significa
una aceptación profunda de la necesidad de verse implicado en puestas en acto y en
estancamientos. Esta aceptación se convierte en la base de una nueva versión de la
terceridad que nos anima a confrontar con honestidad nuestros sentimientos de
vergüenza, inadecuación y culpa para admitir la relación simétrica en la que debemos
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convierte en usted cada uno de esos yoes, y más se disuelven nuestros límites. Mi
esfuerzo por poner a salvo mi equilibrio mental refleja en espejo tu esfuerzo. Esta
reacción de autoprotección a veces se manifiesta de forma sutil: el rechazo del
analista a acomodarse, la aparición de silencios molestos, un comentario distanciador
expresivo de la retirada del analista ante el ritmo del intercambio emocional mutuo,
ante el uno en el tercero. Esta reacción es anotada, a su vez, por el paciente, que
piensa “el analista ha preferido su propio equilibrio mental en lugar del mío, prefiere
que sea yo el que se tome por loco antes de aceptar que sea él el que esté
equivocado”.
Este deterioro de la interacción todavía no puede ser ni representado ni
contenido en el diálogo. El tercero simbólico – la interpretación - aparece simplemente
como el esfuerzo del analista por ser el único equilibrado, y, en esa medida, hablar
sobre ello no parece ser de ninguna ayuda. Algunos tipos de observaciones parecen
aumentar la vergüenza que experimenta el paciente por su desesperación y culpa al
mostrar la rabia al analista. Como ha señalado Bromberg (2000), el intento de
representarse verbalmente lo que está pasando, el compromiso simbólico, puede
incrementar la evitación disociativa del analista ante el abismo con el que el paciente
está siendo amenazado. Al revisar esas sesiones en la supervisión nos encontramos
con que, precisamente, “cazar” uno de los momentos de disociación del analista – que
quizá se puede descubrir en la aparición de un enfoque sutilmente distanciador que
desvía el tono o la temática de la sesión – se pone de relieve la puesta en acto
(enactment) y puede ser desenredada de forma productiva.
Britton (2000) ha descrito la restauración de la terceridad en términos de la
recuperación, por parte del analista, de su capacidad de autoobservación, de forma
que “dejamos de hacer algo en nuestra interacción con el paciente que probablemente
no éramos conscientes de estar haciendo”. Yo caracterizaría esto, siguiendo a Schore
(2003), como la recuperación por parte del analista de su autorregulación, haciéndose
así capaz de salir de la disociación y de volver a una contención afectivamente
resonante. Otra forma de describirlo, como plantean Slavin y Kriegman (1998), es que
el analista tiene que cambiar, y en muchos casos esto es lo primero que lleva al
paciente a creer que ese cambio es posible. Aunque no existe una receta para este
cambio, sugiero la idea de que ceder en lugar de someter es una forma de evocar y
sancionar este proceso de abandonar la decisión de convertir nuestra vivencia en la
única operativa. Hacer esto – cosa que según creo sólo se ha podido clarificar
recientemente y que era poco observado antes de la literatura de inspiración relacional
e intersubjetiva 8 - es encontrar un modo diferente de regularnos a nosotros mismos,
un modo en el que aceptamos las pérdidas, los fracasos, los errores y nuestra propia
vulnerabilidad. Y a menudo, si no siempre (como mantiene Renik, 1998 a) debemos
tomarnos la libertad de comunicar esto al paciente.
Para reemplazar nuestra concepción del analista conocedor por una visión
intersubjetiva del analista como participante responsable quizá lo más importante es
reconocer nuestros propios conflictos (Mitchell, 1997). El analista que puede reconocer
un fallo o un fracaso, que puede experimentar y expresar arrepentimiento, ayuda a
crear un sistema basado en el reconocimiento de lo que se ha desatendido, tanto en el
pasado como en el presente. Se dan casos en los que el enfrentamiento del paciente y
el posterior reconocimiento por parte del analista de un error, una preocupación o una
emoción concreta propia constituyen el momento más importante de sintonización
mutua (Jacobs, 2000; Renik, 1998 a). Pues, como ha ilustrado Davies, el paciente
puede necesitar que el analista asuma el peso de la maldad, para mostrar su
tolerancia y su disposición para proteger al paciente. El analista carga con su
responsabilidad por haber herido, aunque su acción represente una puesta en acto
inevitable. Un sistema diádico que crea un espacio seguro para dicho reconocimiento
8
Véase Bromberg, 2000; Davis, 2002, 2003; Renik, 1998 a, 1998 b; Ringstrom, 1998; Slavin y
Kriegman, 1998; Schore, 2003; y Slochower, 1996.
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Drucilla Cornell (2003) ha explicado el principio de Ubuntu, de gran importancia en los procesos de
conciliación sudafricanos, como una expresión del “yo voy primero”.
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todo (Ringstrom, 1998). A pesar de esto y aparte de nosotros, sus colegas en este
acontecimiento, Steiner (1993) rechazó la respuesta que recibió de la paciente como si
fuera una proyección, porque sentía que “se me estaba haciendo responsable por los
problemas de la paciente además de por los míos propios” (pág. 144). No parece tener
en cuenta la simetría entre su propia reacción y la de ella, que debía sentirse
perseguida debido a que él “suponía que ella [es decir sólo ella] era la responsable de
lo que estaba pasando entre nosotros” (pág. 144). Es decir, que en lugar de abrirse y
mostrar que en verdad él se estaba sintiendo responsable y que había ido demasiado
lejos, rechaza la posibilidad de confirmar las observaciones de la paciente de que
“respecto a la cuestión de la responsabilidad, ella sintió que yo a veces adoptaba un
tono estricto por lo que sentía que yo estaba rechazando mi propia contribución...
aceptar mi propia responsabilidad” (pág. 144).
Aunque Steiner reconoce su tendencia a quedar atrapado en la puesta en acto
(enactment), y la necesidad de que el analista tenga la suficiente apertura mental y
capacidad de indagación para poder ser ayudado por el feed-back del paciente, insiste
en que el analista debe enfrentarse a ello fiándose de su propio entendimiento, de la
misma forma en que insiste en que al paciente finalmente se le ayuda gracias al
entendimiento más que por el hecho de ser entendido. Tanto el analista como el
paciente se ven retenidos en su nivel de comprensión individual, el tercero sin el uno,
en lugar de hacer uso de su contención mutua, aunque asimétrica (Cooper, 2000). La
definición que hace Steiner de la contención excluye la posibilidad de un tercero
compartido, de la creación de un sistema diádico que sirva para contener, en virtud del
mutuo reflejo en la interacción. Rechaza, por tanto, el uso del campo intersubjetivo
para transformar el conflicto sobre la responsabilidad en un tercero compartido, un
objeto de reflexión conjunta10. Y rechaza el valor de reconocer su propia
responsabilidad porque asume que la paciente tomará dicha apertura como un signo
de la incapacidad del analista para contener; el analista no se debe embarcar ni en
“una confesión que simplemente hace que el paciente se angustie, ni en una negación,
que el paciente ve como falsa y defensiva” (Steiner, 1993, pág. 145).
¿Pero en qué se apoya la suposición de que se angustiará a la paciente o lo
percibirá como una debilidad más que como una virtud (Renik, 1998 a )? ¿Por qué no
la aliviaría saber que el terapeuta es capaz de aceptar ideas sobre su propia debilidad,
y por tanto de ser lo suficientemente fuerte como para disculparse y reconocer su
responsabilidad porque ella se siente herida? A mí me parece que es la comunidad
analítica la que debe cambiar de actitud. Aceptar la inevitable participación del analista
en dichas puestas en acto, como parece hacer Steiner, también implica la necesidad
de soluciones participativas. Rendirse ante lo inevitable puede servir de base para el
comienzo de una acomodación mutua y de una relación simétrica con el tercero moral.
En este caso se concreta en el principio de soportar la responsabilidad (“yo aguantaré
el golpe si tú lo aguantas”).
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N. de T. la autora parece estar jugando con el doble sentido del verbo “to reflect”: reflejar y reflexionar.
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acontecimientos que habían tenido lugar en su primera infancia. Entonces pude decir
lo que no había podido ser dicho antes: qué imposible era, por lo doloroso, que Aliza
sintiera que repetía de alguna forma las acciones de su madre con su propia hija, en la
actualidad. Pero igualmente imposible era para mí cargar con el peso de ser esa
madre, debido a que entonces me convertiría en una terrible amenaza para ella.
Aliza respondió a esta descripción de su dilema con un reconocimiento
sorprendido de qué verdad era, y cómo esto paralizaba cualquier acción por mi parte,
cualquier intento de comprensión. Estaba asombrada de que yo hubiera sido capaz de
tolerar mantenerme con ella en una situación tan amenazadora. De nuevo fui capaz de
reiterar mi pena por no haber podido evitar el evocar el sentimiento de que se hallaba
ante una madre peligrosa que niega lo que hace. La respuesta de Aliza consistió en
llegar espontáneamente a la convicción de que debía asumir, a toda costa, el peso de
tener una madre destructora del equilibrio mental, en su interior. Se sentía muy afligida
por las dificultades que yo había vivido para permanecer con ella en aquella época.
Su reacción fue, en verdad, tan intensa, que tuve un momento de
preocupación, ¿estaba forzando a mi paciente? Sin embargo, cuando volvió después
de unas vacaciones de verano de dos meses, y durante todo el año siguiente, Aliza
habló de lo cambiada que se sentía, tan fuerte después de esa sesión que a menudo
se maravillaba y se preguntaba si era la misma persona. Ahora dispone de la
experiencia de que su amor sobrevivió a la destructividad de nuestra interacción, de
mis errores y limitaciones.
Según fue avanzando nuestro proceso de reparación y de investigación
retrospectiva compartida, Aliza y yo volvimos a crear un modo de acomodación
anterior que puso de nuevo en acción nuestra antigua experiencia de hallarnos en
armonía. Ella era capaz de reactualizar experiencias sobre la reverencia y la belleza
en las que mi presencia evocaba su amor infantil por el rostro de su madre, el éxtasis y
el gozo que habían confirmado su sentido sobre mí y su propia bondad interna
(Mitrani, 2001). Habíamos creado una terceridad, un diálogo simétrico en el que cada
una de nosotras respondía desde la posición del perdón y la generosidad, creando un
espacio seguro entre nosotras y en nuestras mentes para poder asumir
responsabilidad. La transformación de nuestro tercero compartido nos permitió ir más
allá de la vergüenza, a través de la desilusión, y aceptar los límites de mi subjetividad
analítica. No obstante, espero haber dejado claro que la apertura de sí mismo no es
una panacea, que el reconocimiento de la responsabilidad por parte del analista sólo
puede producirse elaborando la angustia profunda relacionada con los sentimientos de
pérdida y destructividad.
La noción del tercero moral se vincula, por tanto, con la aceptación de la
inevitable ruptura y de la reparación, lo que nos permite situar nuestra responsabilidad
respecto de los pacientes y del proceso en el contexto de una compasión testimonial.
Esta noción me parece imprescindible para abrazar la necesidad intersubjetiva, el
imperativo relacional de participar en una interacción bidireccional. Si no podemos
evitar implicarnos en la interacción, es plenamente necesario que nos orientemos
hacia ciertos principios sobre la responsabilidad. Esto es lo que quiero decir con el
tercero moral: la aceptación (es de esperar que dentro de nuestra comunidad) de
ciertos principios como fundamento de la terceridad analítica. Una actitud hacia la
interacción en la que los analistas se enfrentan con honradez a sus sentimientos de
vergüenza, inadecuación y culpa causantes de las puestas en acto y de los
estancamientos. En este sentido, la cesión del analista significa la aceptación de la
necesidad de implicarse en un proceso que a menudo está fuera de nuestro control y
comprensión. Existe, por tanto, una necesidad intrínseca de esta cesión, no surge de
una demanda o solicitud planteada por el otro. Este principio de necesidad se
convierte en nuestro tercero de acuerdo con un proceso al que activamente sólo
podemos dar forma de acuerdo con ciertos procedimientos “legales”, en la medida en
que también nos alineamos y nos acomodamos con el otro.
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