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Necesito hoy

Tener amarrados los pies


En el aire se que soy
Nada más que menos
De lo que podría ser
Planta, Soda Stereo.

Vino en bici. Vino en bici a mi casa a pasarme la lengua. Puedo así socavar las palabras,
como puedo describir el roce frío de su arito. Esa vez, la primera, es demasiado única para
recrear, pero tan potente como para volver a sentir la embestida, dilatada y feroz. Sábado,
en bici, ese acabar avergonzado de quien no puede. Aquel que apila negativas en el
cuerpo. El mismo que es tan fugaz como para manchar las sábanas en un gol que no fue y
que se siente áspero en la garganta.

Subimos al ascensor encastrados igual que un tetris de carne y metal. Acuclillada en un


vértice espié si los mensajes deshicieron la dureza en el camino. Unas horas atrás el titubeo
del “sì” era la luz azul del celular en mis pupilas. Era el sapo que se adapta y corre riesgo de
cocerse. Un “no” con subtítulos que dicen “trampa mortal”. El deseo de volver a tener a
alguien tendido en el sillón, dispuesto a completar el registro del sabor de las personas,
precedió a la dirección de mi departamento. En las fotos que ví tenía unos años menos y
más pelo, pero la decisión de raparse a cero era un claro acierto. Su cabeza lustrosa y
redonda me tentaba a deslizar la mano o la lengua y testear el poco pelo que amenaza a
salir, esa insuficiencia que se transforma en espuma con el descuido. Supuse que usa
anteojos por el ligero achinamiento que hizo para enfocarme y los pliegues suaves que tiene
a los costados de las sienes.

Cumplimos el protocolo de solteros a rajatabla. Un repaso de películas, series, música,


viajar, un ping-pong tibio de política, lo suficiente para evitar estar ante el enemigo
declarado. Ni vino, ni birra, fue nuestra única excepción entre todos los pasos obligados. La
guitarra y un par de acordes imposibles. Antes de que lo pudiera invitar a desnudarse, justo
después de besarnos, me desvistió con pericia y terminé siendo una mesa sin banquete.
Lamer en un acto reflejo y de desesperación para encontrarse con lo inesperado. En un
casillero tildé: vainilla, roble, té negro. Hubo casilleros para amargo, agrio, ácido, neutro.
Todo se trataba de la saliva chorreando, completar los casilleros, volver a probar. La
mayoría de las veces el hambre fue tal que incorporó dientes, otras, sólo el juego de entrar
y salir para luego saboreame a mi. Mi propio jumanji, el canibalismo del deseo. De todas las
veces que jugué este juego, quizá fue la más arriesgada, un ser aleatorio, completamente
random y en bici. Un sábado que las sábanas necesitaban contrarrestar tanta muerte del
día pasado. La noche anterior se trató del secreto verde de dos mujeres solas, como suelen
estar las mujeres en restos.

Ella se fue de casa con la mirada aliviada, su pelo negro enmarcando sus ojos rasgados y el
cuerpo entumecido. -Bajemos ahora así no lo hago esperar- dijo. En mi mente ensayé mil
respuestas, la miré y agarré sus bolsos para que evite hacer fuerza. Yo también me sentí
aliviada y con el cuerpo cansado por sentir miedo. -Tené cuidado, no sabés quién es, puede
ser peligroso- Tiene razón, también pienso cuánto vale saber quién es alguien si no está
para el abrazo. Temí que el aura negra quede adherida a mi casa, a la urgencia no la calma
los rituales, terapia o el tarot, ni siquiera todo junto. Porque a la urgencia no le importa la
contradicción o la certeza. La urgencia es en lo que pienso mientras me lavo el cuerpo,
cepillo cada parte para raspar la piel vieja. Repaso con el agua las piernas firmes, la forma
redonda de la cadera, la erección sútil del torso. Me limpio para recibirlo nueva de una
historia que me tuvo en la fila de una farmacia 24 horas para bajar la fiebre, para aplacar las
gracias. Ropa interior de algodón, la de la suerte, la que tiene los elásticos sutilmente
vencidos, la que se pliega y se mete. Esencia de jazmín en la nuca y la casa con un
sahumo de palo santo, porque a los extraños también se les da la bienvenida.

Así que ahí estaba él en bici y con la precisión justa para tildar vainilla, roble, té negro. No
importaba la torpeza de sus palabras, ni su voz chillona y con un dejo de cheto devenido en
músico pobre. Más peso fue la habilidad del tango suave que bailaron sus dedos sobre la
piel que habita la sombras. Los hombres que tocan cuerdas suelen tener una habilidad
especial en las manos, firmeza para tocar en el traste indicado y flexibilidad justa para
estirar las cuerdas y hacerlas vibrar. Le pedí que no hable, lo único que necesitaba saber lo
podía marcar o escribir en el papel que estaba en la mesa de luz. Un fibra azul y una
naranja, amo las fibras naranjas tanto como leer al día siguiente el menú que se forma cada
vez. Miré nuestro reflejo a través del ventanal de mi habitación, no me resistí a la tentación
que algún vecino pueda adivinarnos en la penumbra. En cuatro una figura única de dos
cabezas, con las bocas abiertas, encastrados. A penas, si una mano en mi cuello y la otra
empujando mi espalda hacia abajo, hasta encontrar lo más profundo de la cama, hasta
terminar.

Se fue en bici, sin hablar y determinado, como la madrugada de sábado de los que están
solos. A cumplir su tarea de virilidad valiente y con sabor a final en la boca. En bici y con el
bulto apretado toda la fragilidad de una masculinidad que no resiste el tiempo.

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