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Mi nombre es Zayd

Cuento extraído del libro Lluvia Púrpura de Begoña Ramírez y Francisco


Javier Martín
06/03/2012 - Autor: Franjamares - Fuente: franjamares.wordpress.com

Mi nombre es Zayd; que significa abundancia. El afán por tener nace de la íntima creencia
en la escasez. Si uno piensa que carece continuamente de cosas es imposible que llegue a
sentirse pleno. Parecido a un pozo sin fondo, donde el deseo nunca es satisfecho, semejante
a una escalada exponencial en la que nunca puedes alcanzar la cima, así sientes que la
abundancia nunca llega a tu vida. Siempre queremos más y más, y mucho más… Porque
teniendo nos sentimos seguros, porque le damos el valor de lo que somos a las cosas que
logramos tener y esta identificación es errónea, nunca llenará tu corazón de paz, ni tu mente
de sosiego y silencio, es frustración continua intercalada de escasos instantes de fugaz
satisfacción por tener y disfrutar el nuevo juguete.

Tal vez debería pensar de otra manera. Concebir que, para sentirme colmado, no necesito
invertir en cosas que no valen realmente nada. La conciencia sin forma se hace consciente de
sí misma a través de mí. Eso soy, eso somos. Tengo que reconocerme a mí mismo y esa no
es sino una búsqueda espiritual. Para saber de esta pregunta me han ido llegando ecos y
señales de muchos caminos. La Biblia, a pesar de su letra menuda y sus hojas finas, siempre
fue una valiosa lectura, llena de símbolos y arquetipos; Sin embargo, el Dios Yahvé del
antiguo testamento resultaba decepcionante; su carácter implacable, vengativo y justiciero,
se alejaba de mi sentido íntimo de la religiosidad. Se parecía demasiado a un teniente con
quien topé en la infantería de marina, que no dejaba de repetir en el fragor de las maniobras:
¡Yo soy aquí vuestro único Dios, y se hace la voluntad de mis santos cojones!

Los evangelios me hablaron con más dulzura de la piedad y el amor de Cristo, pero su
puesta en escena en la iglesia y en la calle ahondaba sobre todo en el pecado, el sufrimiento,
la crucifixión y la muerte; la luz de la resurrección apenas era una anécdota en el contexto de
aquella enorme cruz llena de sudor, sangre y pecado. En los pasos altos y duros del piquete
de Semana Santa, dolorosa formación procesional, se machacaba con pasión esta idea. El
teniente Yavhe escogía a los mejores para cada desfile. Aquel año me libré.

Más tarde cayó sobre mis manos el Libro de los Milagros, un largo texto dictado a una
psicóloga atea por canalización y escritura automática. Interesante la teoría, pero sus ecos
disociativos entre la mente separada, el ego, y la mente recta o espíritu santo, me causaron
una cierta esquizofrenia, que no llegué a superar (seguro que por torpeza mía) con los 365
ejercicios que el libro complementaba. Tal vez no era mi momento para ese libro.

Por la red pesqué un día un libro titulado Yoga-Vasishtha, más conocido como Mahara-
mayana; sus treinta y dos mil versos escritos por el sabio indio Valmiki, primer poeta que se
expresó en lengua sánscrita, su atenta lectura y la figurada vivencia de sus enseñanzas,
hicieron sentirme a veces tan liviano como para alzarme por encima de las limitaciones de la
materia, experimentando entonces cierta exaltación espiritual: una beatitud de la que hice
partícipe al prójimo (el más inmediato mi mujer); o sea, me sentí buena gente, aunque eso
creo que ya lo era.

El sufismo sopló entonces en mi oreja como brisa de oasis. Supe que las raíces de al-
Andalus seguían dando tallos, flores y frutos en el pensamiento contemporáneo, que habían
etiquetado con las siglas PAC (pensamiento andalusí contemporáneo). Por la red compartí
ideas e impresiones con estos artistas, que bebían y llenaban la renovada fuente de la que
todos bebíamos. El dátil de los viejos sabios andalusíes aún conservaba su principio de
energía, su exotismo y su dulzura, y quise comerlo sin demora pues bajo aquel sabor y
aquella sombra me sentía como en casa. El amor de los místicos andaluces por el Corán me
hizo aprender el árabe clásico para poder leer el libro sagrado en la misma lengua de su
revelación. Aquella caligrafía dibujada, el sonido de sus consonantes, parecían despertarme
una íntima y profunda sintonía con el Islam y su idea iconoclasta de la religión. Creo que
también acabé conectado con esta cultura por mi carácter renuente, por llevar la contraria,
yendo a contracorriente de la islamófobia, idea que se trataba de propagar incitada por
intereses inconfesables, orquestada por el aparato logístico de los things tanks occidentales y
justificada por terrorismos con turbante.

El profeta Muhámmah (la paz y las bendiciones sean con Él) fue un espejo de misericordia e
iluminación al que quise emular subiendo al cielo con mi mujer a caballo de nuestro amor;
algo parecido a lo que hizo el profeta de la mano del arcángel Gabriel, a lomos de Alborac,
mientras soñaba junto a su esposa Aisha en Jerusalem. Nos convertimos, abrazando los
cinco pilares del Islam. Íbamos a la mezquita, rezábamos en total entrega y sumisión a
Allah. Éramos parte de la Umma, la comunidad musulmana, y de la humanidad entera, y nos
sentíamos en perfecta estabilidad, orden y armonía con todo el Universo; nuestro libre
albedrío nos daba la racionalidad de aquella decisión de pertenecer al Islam, palabra que
significa además de sumisión a Dios, paz, armonía orden y serenidad.

La paz duró poco. El terrorismo llamado yihadista (que alzaba falazmente,


ensangrentándola, la bandera del Islam) ya venía actuando sin piedad, sembrando el terror,
en distintos puntos del planeta; algo que ocurría en casual retroalimentación, principalmente,
con el fundamentalismo republicano estadounidense. Los extremos se tocan. Habían sido
derribadas las torres gemelas, el miedo visceral se apoderaba de la población. Y los poderes
coercitivos ya tenían motivos patrióticos y carta blanca.

Un día luminoso irrumpió la policía en casa. Lo revolvieron todo: sacaron el Corán de la


estantería, el ordenador del escritorio, todas las carpetas del cajón y finalmente me
apresaron. Salí sin despedirme de mi esposa y mis hijos con una gruesa brida de polietileno
uniendo mis muñecas por atrás. Nadie aclaraba los cargos en mi contra. Solo me decían que
estaba detenido. Una nueva ley antiterrorista cayó sobre mis humildes derechos humanos;
con esa ley me subieron clandestinamente a un avión de los servicios secretos y volamos
varias horas hasta algún lugar, luego supe que en el caribe. Al salir a rastras del avión en
aquella bahía, de la que sentía su calidez y olor, no pude ver en cambio nada: ni el color de
sus aguas, si eran azules o turquesas, ni el brillo de sus palmeras, ni ningún hombre sincero
de los que crece en la palma, ni por supuesto a ninguna guantanamera; una capucha negra
modelo inquisición, cubría toda mi cabeza. En los interrogatorios me torturaban para que les
dijera los nombres de los otros miembros de la trama de financiación irregular del grupo
terrorista al que supuestamente me hacían pertenecer. Gritaban que mi ordenador estaba
lleno de pruebas. Listas de entrega de cantidades de miles de personas. Y aquello sí era
cierto: durante un tiempo me hice cargo del cobro periódico del zakat, tercero de los pilares
del Islam, un tributo fijo de todos los musulmanes para ayudar a un hermano que había
sufrido un accidente y cuya familia estaba pasando grandes necesidades.

Mañana me ponen en libertad, que yo sepa sin cargos… Ha sido una pesadilla de diez años:
algo para olvidar. Algo para recordar también pero sólo en lo que ha supuesto de duro reto y
sabiduría para mí y para mi familia. He sufrido en mis propias carnes la impotencia, el
abuso, la mentira, la ira, la avaricia, la vanidad… he sido un cabeza de turco de todas las
violencias de la mente sicótica humana, recreada en el ruin imperio militar capitalista y sus
“contrarios armados”. Esa parte del hombre que como dijo el profeta Jesús “no sabe lo que
se hace”, que está separada de la fuente, que no es sumisa del amor de Dios que habita en
nuestro corazón, pero sí del miedo y el oprobio que conforman nuestra falsa e insaciable
identidad.

Mi nombre es Zayd y ahora la abundancia llena mi vida.


Franjamares, Lluvia Púrpura, 2012

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