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Wittgenstein creía que la lógica formal era la mejor manera de mostrar la estructura compartida entre el lenguaje y el mundo. En su obra Tractatus logico-philosophicus, argumentó que solo podemos hablar de aquello que puede ser representado por proposiciones verdaderas o falsas sobre hechos del mundo, y que la filosofía debe curarnos de intentar hablar sobre lo que no puede ser expresado de esta manera, como la propia forma lógica.
Wittgenstein creía que la lógica formal era la mejor manera de mostrar la estructura compartida entre el lenguaje y el mundo. En su obra Tractatus logico-philosophicus, argumentó que solo podemos hablar de aquello que puede ser representado por proposiciones verdaderas o falsas sobre hechos del mundo, y que la filosofía debe curarnos de intentar hablar sobre lo que no puede ser expresado de esta manera, como la propia forma lógica.
Wittgenstein creía que la lógica formal era la mejor manera de mostrar la estructura compartida entre el lenguaje y el mundo. En su obra Tractatus logico-philosophicus, argumentó que solo podemos hablar de aquello que puede ser representado por proposiciones verdaderas o falsas sobre hechos del mundo, y que la filosofía debe curarnos de intentar hablar sobre lo que no puede ser expresado de esta manera, como la propia forma lógica.
Wittgenstein entra a la historia del pensamiento a través de lo que, en sentido muy
amplio, se denomina filosofía analítica. Su primera gran obra, escrita en las trincheras, es el Tractatus logico-philosophicus. Parece que el objetivo fundamental de Wittgenstein en esta obra (en consonancia con la problemática general del neopositivismo) es separar dentro del lenguaje aquello de lo que se puede hablar de aquello de lo que no se puede hablar y, por tanto, aquello que se puede pensar de aquello que no se puede pensar. La cuestión central es, por tanto, la de los límites del lenguaje y el pensamiento. Es decir, los límites del sentido. En cualquier caso, en esta obra Wittgenstein parte, en cierto modo, de ideas similares a las del atomismo lógico de Russell: entre el lenguaje y el mundo hay una correspondencia, un isomorfismo, y la lógica formal es el instrumento más apropiado para poner de manifiesto esa estructura profunda que comparten el mundo y el lenguaje. ¿Cómo es posible que una proposición (que es algo lingüístico) sea algo así como una representación, dibujo, mapa o copia de un hecho (que es algo “real”)? Contestamos: es posible porque el mundo y el lenguaje tienen algo en común. A eso que tienen en común le llama Wittgenstein la forma lógica: cada nombre tiene como referente un objeto. Si una proposición representa un estado de cosas posible, entonces la proposición tiene sentido. Si el estado de cosas representado no es sólo posible sino que es real, entonces la proposición es, además, verdadera. Pero para que una proposición tenga sentido no es necesario que sea verdadera; basta con que respete la forma lógica del mundo. El conjunto de todos los mundos posibles (existentes o inexistentes) constituye la realidad. La forma lógica de la proposición es también la forma lógica del mundo, el único modo en que nosotros podemos pensar el mundo. Pues bien, el principal problema al que se enfrenta este se puede enunciar de la manera siguiente: todos los conocimientos de la ciencia pueden expresarse en un lenguaje formalizado, pero lo que no puede expresarse en dicho lenguaje es la propia idea de “lenguaje formalizado”, la exigencia de formalización, el modo de cumplir esas exigencias, etc. La solución de Wittgenstein: la propia forma lógica no puede ser dicha en el lenguaje, pero puede ser mostrada. La función de la filosofía como análisis crítico del lenguaje es fundamentalmente terapéutica: la filosofía nos “cura” de nuestro obstinado empeño en “decir” aquello que no puede “decirse” (aquello de lo que no cabe construir proposiciones que puedan ser verdaderas o falsas de los objetos del mundo) y, en esa medida, nos cura de los disparates y del absurdo al que pueden conducirnos nuestras aspiraciones metafísicas: “De lo que no se puede hablar, hay que callar” (Tractatus, 7)