MacWilliams dedica las últimas líneas de este apartado a aclarar cómo, pese a
la corriente crítica que floreció en ciertos círculos intelectuales desde los que se
atacaba la supuesta misoginia freudiana, lo cierto es que Freud alertó con
frecuencia acerca de los peligros del patriarcado, animó a las mujeres a la toma
de posiciones de poder en lo intelectual y lo profesional y concibió siempre la
envidia del pene como el efecto de una teoría sexual infantil que debía
examinarse, trabajarse y resolverse.
El self histérico
El sentido del self del histérico, su visión de sí, es la de alguien tan pequeño,
tan temeroso y tan defectuoso en su capacidad de afrontar la vida como pueda
esperarse de alguien que vive el mundo como excepcionalmente grande y
extraño. Pese a que las personalidades histéricas pueden aparecer como
controladoras y manipuladoras, su estado mental subjetivo está en las
antípodas de toda seguridad. De hecho, si bien en ocasiones pueden aparecer
con un estilo manipulador que recuerda al de los psicópatas, en el caso de la
histeria este funcionamiento responde a su descomunal anhelo de seguridad y
aceptación. De hecho, no es la búsqueda de placer, sino los intentos de
acceder a un espacio de seguridad en medio de un mundo que resulta
atemorizante, los esfuerzos por estabilizar la autoestima o por aprender a
manejar circunstancias que asustan a través de la invocación (o provocación)
de las mismas, las necesidades de expresión de la hostilidad inconsciente, o
bien una combinación de estos motivos lo que origina el matiz característico de
su funcionamiento relacional.
La autoestima en la histeria está a menudo en función de su posibilidad de
sentir que se tiene tanto nivel y poder como aquellos a los que se ve como
poderosos, aquellos a los que temen y admiran. El apego a un objeto
idealizado (y en especial el mostrarse como vinculados a un objeto de estas
características) puede facilitar una suerte de autoestima derivada en la forma
“esta persona tan potente es parte de mí”.
Por otro lado, la convicción de que la valía personal a los ojos del otro reside
exclusivamente en el atractivo sexual puede generar reacciones depresivas
importantes en personalidades histéricas que deben afrontar el paso de la edad
y la pérdida de ese tipo de cualidades (encarnadas con brillantez en el cine, por
ejemplo, por la Blanche de “Un tranvía llamado deseo” o por el Gustav de
“Muerte en Venecia”). Algo que debe hacer pensar en la necesidad de
garantizar y potenciar otras fuentes de autoestima en aquellos pacientes con
este tipo de características.
El vacío que caracteriza a estas últimas (y que pretende llenarse por esa vía de
la vanidad y la seducción) no es lo central en las personalidades que se
constituyen en un modo histérico, y en las que lo fundamental es el temor a ser
rechazadas. De hecho, cuando la histérica no se siente amenazada, puede
mostrarse cálida y cuidadosa de una forma por completo auténtica,
imponiéndose entonces los aspectos más afectuosos sobre los defensivos y
destructivos, con los que aquellos se hallan en conflicto.
Los fenómenos transferenciales fueron observados por primera vez por Freud
en pacientes cuyo sufrimiento se ubicaba en el ámbito de lo histérico, lo cual no
es algo en absoluto casual. Toda la concepción freudiana de la histeria gira en
torno al hecho de que lo que no es recordado conscientemente se mantiene
activo en el inconsciente, y se expresa a través de los síntomas, las puestas en
acto o la actualización en el presente de escenas que pertenecen al pasado. El
presente es percibido de un modo confuso, como si siguiesen ahí los peligros y
las afrentas vividas en el pasado, en parte porque la persona histérica vive con
demasiada ansiedad como para permitir que le lleguen vivencias e
informaciones que refuten tal creencia. Además, los histéricos viven en gran
medida en función de los demás, y son muy expresivos en lo emocional, lo cual
hace que hablen con facilidad de lo que sienten y de las formas en que
reaccionan, en especial con el terapeuta. Todo esto facilita que, en el encuentro
entre un terapeuta varón y una paciente histérica, se pongan de manifiesto los
conflictos centrales de esta última. Así, Freud (1925) se desesperaba cuando,
en sus comienzos, y pese a sus intentos de mostrarse como un médico
bondadoso, no dejaba de ser visto por sus pacientes histéricas como una
presencia masculina provocadora con la que era casi inevitable sufrir, discutir o,
en ocasiones, rendirse al enamoramiento.
McWilliams señala con justeza cómo, hasta hace muy poco, era fácil escuchar
a residentes de psiquiatría teniendo conversaciones “de hombre a hombre” en
las que se lamentaban –jocosamente en ocasiones- de lo desesperantes que
eran sus pacientes histéricas. Algo que incluso ahora llega a suceder cuando
se charla acerca de pacientes borderline (de los que el DSM destaca sus
rasgos histéricos), que generan con frecuencia reacciones
contratransferenciales muy despectivas. Y es que, como recuerda Bollas,
aunque la histeria ha desaparecido como entidad diagnóstica, asistimos al
retorno de lo reprimido a través del concepto contemporáneo de Trastorno
Límite de la Personalidad.
Diagnóstico diferencial
McWilliams subraya que las condiciones psicopáticas y narcisistas son las que
pueden confundirse con más facilidad con las personalidades histéricas, dado
que comparten en ocasiones ciertas formas de presentación en lo superficial.
Durante décadas, muchos autores han apuntado una cierta afinidad entre la
histeria y la psicopatía, representada de forma muy impactante por los
frecuentes enamoramientos de mujeres histéricas por hombres de
funcionamiento psicopático.
Allen, D.W. (1977). Basic treatment issues. In M.J. Horowitz (ed.) Hysterical personality (pp.
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Blatt, S.J. y Levy, K.N. (2003) Attachment theory, psychoanalysis, personality development, and
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