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El siglo de los cirujanos – Jürgen Thorwald

Henry Steven Hartman, abuelo materno del autor, provenía de una familia de
alemanes emigrados a Norteamérica. Su padre y su abuelo se habían visto
obligados a aprender de la rudimentaria medicina de la época para trabajar
extirpando hernias y fístulas; pero para cuando nació Henry Steven, la práctica
médica ya se estaba desarrollando en escuelas como Harvard, donde recibió sus
estudios superiores, los cuales perfeccionó viajando por Europa. Así, logró
entrevistarse con hombres cuyos nombres dejarían huella en la historia de la cirugía.
Finalmente, murió en 1922, en Suiza, de un ataque al corazón.
Ephraim McDowell, un doctor rural de Danville, fue el héroe de su juventud, pues
había sido el primero en lograr abrir con éxito el cuerpo de una mujer viva que
padecía de un tumor quístico muy avanzado. Tal hecho se dio en una época en la
que los cirujanos se negaban a abrir la cavidad abdominal por temor al desarrollo
de una peritonitis mortal, lo cual era inminente en este contexto, por lo que dicha
intervención estaba penada. Más de medio siglo después, la cirugía abdominal fue
aprobada. Más adelante, John Collins Warren, profesor de cirugía del
Massachusetts General Hospital, se convirtió en el ídolo de sus años de
aprendizaje. En 1843, Henry Steven fue testigo por primera vez de una serie de
operaciones efectuadas por Warren, cuyo modelo de decisión, dureza y sangre fría,
le hicieron reconsiderar el hecho de convertirse en un buen cirujano.
El siglo de la cirugía moderna empezó con el descubrimiento de la narcosis, el 16
de octubre de 1846 en el Massachusetts General Hospital, fecha que se interpreta
como el resultado final de una tendencia soterrada durante casi 50 años. Para ese
momento, Henry Steven ya se había graduado, pero a causa de un compromiso de
índole privada no se había podido decidir a realizar un viaje de estudios por Europa.
La historia de la concertación de este descubrimiento empezó en enero de 1845,
cuando Henry Steven se encontraba recibiendo una clase dictada por Warren; de
pronto, este paró de hablar y presentó a Horace Wells, dentista de Crawford,
diciendo que él afirmaba haber descubierto algo que eliminaba el dolor de las
operaciones quirúrgicas. Warren dijo no tener ningún caso por el momento, por lo
que invitó a alguno de los asistentes que padeciera de la dentadura a probar el
método de Wells: el gas hilarante. El voluntario, que no era un estudiante sino un
oyente desconocido, liberó fuertes gritos al extraerle Wells la muela, llevándose este
último, la burla de todos los presentes. La razón de su derrota: Las personas
adiposas y alcohólicas, como el forastero, no reaccionan a la acción del gas
hilarante. La misma historia pareció repetirse un año después, cuando William
Morton, presentado nuevamente por Warren en la misma arena, dijo haber
descubierto un gas que hacía insensible al dolor a quien lo respirara; sin embargo,
la suerte sí acompaño a este, pues la contextura y hábitos de Gilbert Abbot, a quién
le extraerían un tumor del maxilar, se prestaba a la efectividad del anestésico, que
no era más que gas hilarante. Testigo de tal hazaña, Henry Steven decidió iniciar
su viaje a Europa para hallarse presente en la conquista de la anestesia en el viejo
continente, la cual inició en Londres, donde Robert Liston la aplicaría para una
amputación. Este hecho generó que la anestesia por éter se difundiera con tanta
celeridad, que a Henry Steven le fue imposible seguirla; sin embargo, decidió
dirigirse a Edimburgo pues un artículo titulado “Parto sin dolor” le llamó mucho la
atención. Allí fue recibido por James Simpson, quien se había atrevido a aplicar
anestesia en las parturientas a pesar de no saberse si el éter acallaba solo los
dolores de parto o si también suprimía las contracciones. Pero este anestésico no
era el éter, pues a Simpson le disgustaba el hecho de que al tomarlo en cantidades
elevadas ocasionaba fuertes ataques de tos; era el cloroformo. Inicialmente la
Iglesia desaprobó su uso en las parturientas valiéndose de las palabras bíblicas
“¡Parirás a tus hijos con dolor!”, pero una vez que la noticia de que la reina Victoria
había dado a luz bajo los efectos del cloroformo, la lucha por su uso se apaciguó.
El 20 de febrero de 1848, llegó a Henry Steven la noticia del suicidio de Horace
Wells, quien había sido condenado por haberle rociado ácido a una mujer bajo los
efectos de sustancias narcóticas que por muchos años había estado probando en
sí mismo a fin de encontrar la mejor anestesia, dándole fin a su vida en la cárcel por
autonarcosis. A partir de ese hecho, Henry Steven indagó sobre los acontecimientos
ocurridos entre el fracaso de Wells y el triunfo de Morton. Este último no era un
hombre de sueños como Wells; solo quiere conquistar riqueza, y tras haber
escuchado el testimonio de una señorita que aseguraba no haber sentido dolor al
haberle extraído una muela Wells, Morton se decidió por adquirir gas hilarante en el
laboratorio del profesor Jackson, quien, le recomendó utilizar éter sulfúrico. Morton
realiza una extracción dental utilizándolo y se da cuenta de que el descubrimiento
de Wells era un hallazgo de incalculable valor. Pidió a su paciente y a dos testigos
firmar una declaración en la que, debido a sus propósitos mercantiles, alude al éter
como una sustancia misteriosa preparada por él; y ya que no puede patentarla,
patenta el método con que la hace inhalar: el balón de vidrio. El éxito de Morton
obliga a Wells y a Jackson a escribir aludiéndose a sí mismos como los verdaderos
descubridores de la anestesia, iniciándose una lucha que duró más de diez años.
La narcosis se convirtió en un bien común y en la práctica se superó el método
patentado por Morton. A inicios de agosto de ese mismo año, Henry Steven retornó
a Norteamérica, donde recibió una carta procedente de Alemania, donde se le
comunicaba que un joven médico llamado Ignaz Semmelweis, que trabajaba en el
hospital de obstetricia de Viena, sostenía que la fiebre puerperal, mal que se llevaba
muchas vidas luego de una cirugía, era consecuencia de la transmisión de
sustancias infecciosas por las manos de los médicos y estudiantes, quienes no se
lavaban convenientemente las manos luego de practicar autopsias. Henry Steven
ignoró la carta, tal y como lo hicieron todos los médicos prestigiosos. Tuvo que
aparecer Joseph Lister, profesor de la Universidad de Glasgow, para que la asepsia,
cuyas bases habían sido sentadas por Semmelweis, se difundiera por el mundo.
En 1854, Henry Steven viajó a la ciudad india de Khanpur con el fin de estudiar la
“antigua cirugía india”. Para ello, gracias al contacto con el doctor Lala Rai, uno de
los pocos jóvenes indios que habían estudiado en Inglaterra sin renunciar a
mantenerse en contacto con la medicina hindú, visitó al litotomista Mukerji, quien
operaba cálculos vesicales hurgando en las vejigas de sus pacientes, los cuales
luego eran dejados en manos de la naturaleza. Al día siguiente, Henry Steven
concertó otra visita con Lala Rai, sin embargo, unos terribles dolores en la pelvis lo
indispusieron, terminando expulsando un cálculo vesical a través de la orina. La
grotesca imagen del tratamiento a los que padecían este mal en India, lo obligó a
acudir ante el médico inglés Irving de Lucknow, uno de los pocos que residían en
ese país. A través del reconocimiento que éste le realizó, Henry aprendió que los
progresos de la medicina debían ser enjuiciados en primer término desde el punto
de vista del que sufre y nunca con el criterio del que jamás ha padecido. El
diagnóstico fue la presencia de dos piedras de gran tamaño, por lo que Irving le
recomendó trasladarse a París, para que Civiale le extirpe los cálculos sin dolor. Sin
embargo, de camino a allí, a Henry Steven le acometió nuevamente un cólico
nefrítico producto de las incesantes sacudidas del viaje en ferrocarril. Le escribió a
Civiale, pero le comunicaron que él había abandonado París y no regresaría hasta
dentro de tres días. Su estado no le permitía esperar tanto, así que mandó a llamar
al doctor Maisonneuve, enemigo de Civiale, quien le extrajo un fragmento de cálculo
que había adelantado su camino al exterior, y le propuso acudir al hospital donde
operaba para que se convenza de que la operación de sus cálculos no revestía
importancia. Henry Steven salió de allí convencido de visitar a Civiale. Días
después, él lo reconoció con habilidad extraordinaria y le extrajo los cálculos en tres
sesiones. Meses después, ese mismo año, Henry Steven viajó al cuartel turco de
Escutari, que hacía de hospital del cuerpo expedicionario inglés de la guerra de
Crimea. Allí, los hombres no se quejaban del dolor gracias a la anestesia, pero
morían de fiebre purulenta, quedando develado el nuevo enemigo de la cirugía.
En 1866, Henry Steven, luego de haber pasado cuatro años en la guerra civil
norteamericana en calidad de cirujano, recibió una carta de James Syme, la cual
era una contestación a su desesperada impotencia de verse rodeado de centenares
de moribundos víctimas de la fiebre purulenta. Allí, Syme me comunicaba estar
convencido de que su yerno, Joseph Lister, se hallaba en camino a vencerla. Así,
Henry Steven decidió viajar a Glasgow, donde los hospitales habían sido
construidos bajo el sistema de pabellones, ya que ciertas observaciones parecían
demostrar que la distribución de heridos en edificios aislados disminuía la aparición
de fiebre purulenta. Al entrar a uno de ellos, Henry Steven se sorprendió al no notar
aquel característico olor a pus, lo cual se debía al uso de fenol: la base del
tratamiento de heridas de Lister. Él creía en la idea de Pasteur sobre la existencia
de microbios que iniciaban procesos de putrefacción, por lo que confeccionó un filtro
que los retuviese en su camino hacia la herida: el vendaje con fenol. Pero Lister fue
más allá, pues decidió lavar manos e instrumental con esa misma sustancia y
construir un pulverizador de fenol para destruir a los gérmenes que flotaban en la
atmósfera que rodeaba la zona de la operación. Despreciado por su patria, Lister
viajó a Alemania, donde experimentó el triunfo. Paulatinamente a ello, en el pueblo
de Wollstein, Robert Koch demostraba la verdad de lo que habían supuesto Pasteur
y Lister; por lo que Henry Steven, desalentado por la inutilidad de sus esfuerzos en
hacer comprender a sus compatriotas la efectividad de la asepsia, decidió visitarlo.
En su pequeño laboratorio, Henry Steven vio por primera vez a los cocos: el origen
de la fiebre purulenta. Así, Koch logró demostrar que existen gérmenes patógenos
vivos muy resistentes; pero Virchow se opuso a él, por lo que Koch los decide hacer
visibles con la aplicación de ciertos colorantes y valiéndose del microscopio, los
fotografía, quedando así completamente difundida la aplicación de la asepsia. Sin
embargo, la meticulosidad de esta iba en contra a la velocidad operatoria, y el fenol
producía numerosas lesiones epidérmicas e intoxicaciones a los cirujanos, por lo
que su uso fue reemplazado por un esterilizador de vapor diseñado por Terrier, el
cual en poco tiempo fue introducido en todas las salas de operaciones del mundo.
Sin embargo, aún había un lugar en el cual este vapor no podía ejercer su acción
antiséptica: las manos de los cirujanos. Esto se solucionó al crear William Halsted
unos guantes de goma tan fina, que protegían las manos sin dificultar el trabajo.
Hacia 1880, se produjo un episodio funesto para Henry Steven: la muerte de su
esposa Susan, quien falleció a causa de un tumor en el píloro, el cual estrechaba la
salida del estómago. Al enterarse indirectamente a través del doctor Vauban, Henry
Steven buscó desesperadamente a algún colega que pudiera practicarle una
gastrectomía, descrita en primera instancia por Jules Péan. Decidió viajar a Viena
para verificar una realizada por Billroth, pero al regresar, Susan ya estaba muerta.
La paciente de Billroth también falleció a los pocos días. Fue necesario esperar
hasta 1885 para que su técnica se perfeccionara, convirtiéndose en punto de partida
de un tipo de cirugía de estómago encaminada a combatir toda clase de tumores.
En 1898, Louis Rehn, jefe del hospital de Frankfurt, contó a Henry Steven la historia
de la primera sutura al pericardio, zona que, en 1876, cuando sucedió, era
considerada intangible por la cirugía: Un hombre acuchillado tenía una perforación
en su pericardio, el cual Rehn logra suturar resolviendo arriesgarse a lo que hasta
entonces se había considerado imposible logrando tocar a un corazón latiente.
La lucha de la cirugía por la conquista del cuerpo humano se centró en 1902 en la
apendicitis. En junio se llevaría a cabo la coronación del rey Eduardo VII, hecho que
había conducido a Henry Steven a Inglaterra, sin embargo, una apendicitis, o
peritiflitis como era conocida en esa época, lo había indispuesto. En Norteamérica,
John Murphy defendía la extirpación del apéndice en cuanto se presentara la
mínima sospecha de su inflamación, cerrándose así el paso al peligro de una
supuración, y a pesar de que muchos cirujanos progresistas norteamericanos se
adhirieron a su tesis, Europa se resistía. Ese fue el motivo de la gravedad de la
situación del rey: desde el inicio de su enfermedad hasta darse la operación habían
transcurrido diez días. Si el rey hubiera muerto, el tratamiento médico que regía allí
con respecto a la apendicitis habría sido objeto de muchas críticas.

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