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Taller de crónica en la Feria de las flores

Maestro: Martín Caparrós

Director de Fotografía: León Darío Peláez

Medellín, Colombia, del 4 de agosto al 9 de agosto de 2009

Organizadores:
Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y Colombia es Pasión

Relator, Monitor:
Juan Miguel Álvarez

Maestro: Martín Caparrós


Cronista y novelista. Desde hace 35 años trabaja en prensa, radio y televisión. Ha ganado
varios premios por sus novelas y sus crónicas, entre los que destaca el Premio de Periodismo
Rey de España y el Premio Planeta de Novela 2004. Es uno de los escritores latinoamericanos
con los que más se identifica el doble ejercicio de la escritura de ficción y de no ficción, y ha
sido uno de los máximos defensores de la inexistencia de fronteras entre estas dos formas de
narración.

Director de Fotografía: León Darío Peláez


Se inició como reportero gráfico en el diario El Mundo, de Medellín. Desde 1997 es el editor
gráfico de la revista Semana. Ha realizado ocho exposiciones individuales y ha sido finalista del
Premio Nuevo Periodismo Cemex+FNPI. Su obra ha sido incluida en varios libros de fotografía
entre los que destaca Colombia, fotografías por la libertad de prensa, editado en Suecia por la
Fundación para la libertad de prensa, FLIP, y Reporteros sin fronteras.

Introducción

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Esta relatoría es un resumen de los días del taller y de las ideas que se discutieron.
Siguiendo la pauta del maestro Martín Caparrós, se dejaron párrafos completos con la
voz de quien los dijo; también, hay ideas concretas resultado de las diversas opiniones
de los participantes.

DÍA UNO: Fue en el auditorio 2 de la Biblioteca EPM. Comenzó con la presentación


protocolaria de los patrocinadores del taller, organizadores y el maestro Martín
Caparrós quien, como entrada, dijo a los talleristas: «Aprovechen este momento. Es
inusual que en nuestra profesión tengamos cinco o seis días para repasar qué estamos
haciendo en el día a día. Los talleres de la Fundación son útiles en muchas cosas pero
quizás son más útiles porque nos sirven para dar un paso al costado y revisar qué
estamos haciendo en nuestro trabajo. Entonces, más allá de los inconvenientes este es
un buen momento».
En seguida, Juan Diego Mejía, el asesor y experto en costumbres e idiosincrasia
antioqueña, comenzó con la entrevista a personajes representativos de la Feria de las
flores.
El primero en hablar fue Juan Guillermo Londoño Atehortúa, un silletero
tradicional y dueño de una finca cultivadora de flores en el corregimiento de Santa
Helena, zona donde nació la tradición de las silletas, a unos cuarenta minutos del casco
urbano de Medellín. «Hay que entender la palabra silletero», dijo Londoño, «viene de
carguero. Antes de que en Colombia se desarrollara el transporte, esta región
montañosa se recorría a mula y a pie. Las gentes importantes contrataban personas
llamadas cargueros cuyo trabajo era cargar a estas personas de un pueblo al otro. Eran
jornadas de cuatro o cinco días. Los cargueros se amarraban unas sillas sobre la
espalda y el hombre que lo contrataba se sentaba allí y así viajaba».
Después, habló de la tradición del cultivo de flores en Santa Helena: «Me atrevo
a decir que los campesinos de Santa Helena fueron los primeros cultivadores de flores
en Antioquia y en Colombia, desde los años cuarenta. Acá sólo habían flores nativas
que ahora están en extinción y que son más de treinta variedades: narcisos, nardos,
pensamientos, pascuitas, azucenas, estrellas de Belén, tritomas, agapantos, lirios
azules, siemprevivas, galias, hortensias, entre muchas más. No existían flores de

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invernadero: pompones, crisantemos, rosas bogotanas, clavel de exportación. Y como
había que transportarlas se inventaron los armazones de madera para echárselos sobre
la espalda y llevar las flores de un lugar a otro. Esos armazones se llamaron silletas».
Su intervención terminó con una invitación a su finca y a ser silletero por un día:
«Ustedes tienen que hacer la silleta, asesorados por mi papá o por mí; luego, ayudan a
recolectar las flores, cargan la silleta y se toman la foto, para que entiendan qué es un
silletero».
Siguieron Germán y Leonardo Jiménez dos de los trovadores más importantes
de la ciudad y explicaron datos básicos de la trova antioqueña: «Esta trova tiene
diferentes variantes pero tiene una matriz que es la Cuarteta. Distinto a los países del
Caribe cuya matriz es la décima. Esta Cuarteta es octosílaba y la rima está en el
segundo verso y en el cuarto». Ejemplo:
Yo soy Leonardo Jiménez
Bienvenidos al festín
Esperamos que disfruten
Su estadía en Medellín

Un saludo para ustedes


Los del nuevo periodismo
Nosotros nos presentamos
Los del viejo repentismo

Siguieron con una Redondilla: «Es la primera cuarteta que tiene la Décima: rima
el primer verso con el cuarto y el segundo con el tercero». Ejemplo:
Aquí están estos troveros
Y todos estos señores
Está la familia Flores
Nuestros grandes silleteros

Estamos en este día


Actuando de repentistas
Pa’ todos los periodistas
Por don Juan Diego Mejía

Aquí, Juan Diego Mejía hizo una pausa con las trovas y le dio la palabra a
Martha Atehortúa, una silletera. Le preguntó por el atuendo. Ella vestía traje de

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campesina de la región: «Antes era como cada una pudiera salir a desfilar. Ahora, la
organización hizo que todas saliéramos uniformadas: falda, chalina y blusa». Explicó
que el recorrido del desfile siempre tenía la misma distancia: 2.4 km, con los 90 kilos de
peso en promedio por cada silleta sobre la espalda. Después, aclaró: «Soy silletera
porque me gusta, por tradición, porque nada más rico que hacer lo que uno quiere,
además se combina arte y flores. Como silletera he conocido muchos países y mucha
gente».
Antes de seguir con la familia Flores, Juan Diego Mejía pidió que los trovadores
hicieran la transición. «La que sigue se llama Trova dobleteada, son dos cuartetas, y
dice»:
Esto es trova dobletiada
y hacerla es una fortuna,
mejor dicho son dos trovas
hechas por el precio de una

Ya oyeron a doña Martha


con la información completa
alce la mano el quiera
levantarse una silleta

Es una cultura linda


que le queremos y quiero
esa cultura bonita
de todos los silleteros

Y el jueves, un día antes


pasar una noche buena
armando allá su silleta
y parrandeando en Santa Helena

«Don Floro», dijo Juan Diego Mejía dándole paso al personaje, «¿de dónde
viene la familia Flores?». Don Floro respondió: «Somos una familia campesina pero
hace dos años nos vinimos para Medellín por las necesidades y por las oportunidades
que le da Medellín a sus habitantes. Aunque la cacharrería y la finca siguen en Jardín
[pueblo del suroriente antioqueño] y los administra Lirio, uno de mis hijos. Nosotros
regalamos flores, sonrisas y amor». Juan Diego amplió la participación preguntándole a
Rosa María, hija de don Floro, a qué se dedicaba en Medellín mientras no participaba

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en la Feria de las Flores y ella dijo: «Con Pedro Clavel Ramos, mi marido, montamos
una microempresa de textiles, aprovechando las oportunidades que nos daba la
Alcaldía. La ropa la diseño yo. Por ejemplo, toda la ropa que usa la familia la diseño
yo».
Para cerrar el panel inaugural, Juan Diego pidió a los trovadores que le
recomendaran a los talleristas qué debían hacer en la Feria en los días que vendrían.
Antes de comenzar la trova, Marinillo explicó que harían una modalidad de versos
decasílabos llamada «Trova correada»:

Qué pueden hacer en esta feria


en la ciudad donde tanto ignora
yo los invito para que el viernes
vayan al festival de la trova

Y si quieren todos conocer


hay nuestras músicas tradicionales
yo los invito a los pies descalzos
pa’l festival de los festivales

Pero es que le viernes 7 de agosto


es para hacer un programa entero
antes de ir a ver nuestra trova
vaya al desfile de silleteros

Desfile de autos antiguos


es una cosa que’s la verraquera
y para rematar el domingo
está el de los carros de escalera

Momentos antes, los trovadores explicaron que una de las dificultades de la


competencia en el Festival de la Trova era cuando imponían temas o palabras que
debían usarse en la composición. Por petición de los trovadores, los talleristas
impusieron la palabra fríjoles. La trova que improvisaron, a pesar de que sí habló del
grano, no usó la palabra precisa. Caparrós preguntó, entonces, qué problema tenían
con esa palabra que no la habían mencionado. Marinillo respondió que las esdrújulas
eran el coco de los trovadores pero aclaró que podía rimarse con díjoles. O similares.
Después, Caparrós preguntó cómo se formaba un trovador y ellos respondieron:
«Como todas las artes, un trovador necesita talento natural pero se va educando con la

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lectura y con la práctica de una cantidad de ejercicios que adiestran la capacidad de
rimar. También es importante mantenerse informados y tener cultura general». «¿Pero
van armando una especie de miniarchivo en el que van recordando qué palabras riman
entre sí?», insistió Caparrós, «me imagino que para armar una cuarteta se debe tener
uno o dos versos más o menos hechos de antemano para poderse concentrar en los
otros dos que tienen que ser más de ocasión». Los trovadores explicaron que más que
tener versos prefabricados, lo que debían hacer era concentrarse en saber cómo iba a
terminar la cuarteta y a partir de ahí construir los versos anteriores.
Luego, explicaron que ellos habían tenido una escuela de trovadores donde
enseñaban a los niños competencias para el manejo escénico, principios de música y
poesía, proyecto que duró tres años. «La trova en Antioquia, como en muchas regiones
del país y como en muchos otros países —los decimistas cubanos o el contrapunteo
venezolano—, es una tradición oral de origen campesino pero con el tiempo llegó a la
ciudad. En Medellín empezaron los festivales de la trova hacia 1975 y hace cinco años
Juan Diego Mejía, este señor que está aquí que era secretario de Cultura, le dio la
altura y la dignidad que hoy tiene como evento de ciudad. A esta edición han llegado
130 trovadores de todo el país. Nuestra idea como organizadores es poner esta
manifestación a la altura de otras en el mundo e integrarla a otras formas de
improvisación, por eso hemos invitado a trovadores e improvisadores emblemáticos de
otros países».

A media tarde, tras breves aclaraciones sobre el orden de la semana, Caparrós


comenzó a discutir los primeros temas de posibles crónicas. Para ello, dejó que cada
tallerista expusiera sus ideas. Lo hizo en dos rondas. La primera, en la que cada uno
liberó preocupaciones iniciales para luego recibir del maestro una instrucción más
precisa o las probables dificultades que le veía a la investigación y redacción de la idea.
En la segunda ronda, los talleristas podían replantear el tema o afirmarlo. De nuevo,
recibieron comentarios del maestro, unos para impulsar al tallerista, otros para hacerlo
ver que era preferible seguir buscando.
Caparrós siempre planteó preguntas sobre la logística necesaria o mínima para
llevar a buen puerto cada proyecto de crónica: cuánto tiempo requería el cronista para

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el desplazamiento, para la investigación, para hacer la inmersión, para regresar a
escribir; así mismo, las horas más convenientes para estar en el lugar de los hechos y
si era factible estar en esos instantes. Sobre esto, cada tallerista se autoevaluó y midió
sus capacidades y posibilidad de maniobra en una ciudad que tiene recorridos de hasta
dos horas de un lugar a otro, a pesar de su sistema de transporte masivo.
Tras el debate, Caparrós explicó que muchas de las ideas presentadas sonaban
como si fueran exposición de ideas personales sobre un tema «y eso no es lo que
queremos hacer aquí», dijo. «Sino, contar historias, poner en escena… esa es la
diferencia básica de una crónica con el resto de las formas del periodismo, supongo
que lo saben, pero es eso: contar historias, narrar escenas, poner personajes en esas
escenas que a su vez cuentan sus historias, y eso es lo que tenemos que hacer en
estos días. Lo que hemos escuchado hasta este momento son el concepto sobre el cuál
vamos a escribir crónicas».
Para calmar la ansiedad de los talleristas, citó una idea que había escrito cuatro
años atrás: «Los cronistas son los que no tienen ni idea. Uno sale con la idea de
encontrar formas de poner en escena el orgullo paisa y de pronto se le cruza un
chancho pintado de verde cabalgado por una valquiria peliroja y sigue al chancho
pintado de verde. El orgullo paisa pasará a mejor vida. En ese sentido es muy distinta la
actitud de quien está haciendo una crónica, que la de quien sale con una tarea muy
precisa, muy definida, con la que tiene que cumplir pase lo que pase. Eso es una gran
ventaja que tenemos, que me llevaría —si me dejara llevar— al tema de la actitud del
cazador que es uno de mis caballitos de batalla, pero que dejo para mañana».

DÍA DOS: Fue en la finca de los Londoño Atehortúa, en Santa Helena. El grupo se
reunió en una terraza y se agrupó en forma circular en torno al maestro, quien dio paso
a una nueva ronda de deliberaciones sobre las ideas de crónica de los talleristas. Tras
escucharlos a todos, hizo una única advertencia: «Uno no debería aproximarse a una
historia con la idea de que es ridícula, pues hacerlo es ya una especie de prejuicio en el
sentido estricto que hace que cualquier forma que uno mire esté teñida por eso; para
empezar hay que ir a mirar con más amplitud, a ver qué es lo que uno ve, no a
confirmar si es ridículo y de qué forma es ridículo».

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A continuación, dio comienzo a la charla teórica con un la lectura de «Por la
crónica»1, texto que escribió para su participación en el Congreso de la Lengua
celebrado en Cartagena en 2007, no sin antes pedir a los talleristas que tomaran nota
de las inquietudes que les suscitara el texto.
Tras la lectura, el grupo manifestó su primera preocupación: el dilema de la
objetividad vs la subjetividad, sobre todo el hecho de perder credibilidad si se notaba
mucho la subjetividad, por ejemplo, en el uso de la primera persona.
Caparrós explicó: «Suelo dar un ejemplo: si aquí alguno de ustedes tuviera que
resumir para su periódico lo que yo acabo de leer, tuvieran que escribir veinte líneas
porque tienen un editor generosísimo que les dice que pueden aspirar a las veinte
líneas sobre este tema que no le interesa a nadie e incluso me piden el texto y yo estoy
en un día raramente amable y les doy el texto, y lo tienen ahí, y lo transcriben puro
textual, sin siquiera decir “hacía frío”, para que quepa en veinte líneas van a tener que
elegir cuáles fragmentos incluir y cuáles excluir, y eso ya es la subjetividad trabajando.
En el estadio aparentemente más objetivo, aparentemente más neutral, lo que hacen es
poner a trabajar su subjetividad en el sentido de lo que han aprendido, lo que tienen, lo
que les parece el mundo, para decidir qué es más importante transcribir: si el párrafo tal
o el párrafo cual.
»Cada elección pone en juego lo que uno es y es eso a lo que llamamos
subjetividad. Por eso, me parece que hay que volver a pensar esas palabras; hay una
especie de larga tradición de exaltar la objetividad, cuando no hay discurso posible
objetivo. Esa idea de objetividad es técnicamente inviable y no porque uno sea una
mala persona y quiera empapar con sus arteras ideas sobre el mundo o aquello que
uno da para engañar a toda esa gente y llevarla a pensar lo que uno quiere que
piensen. ¡No! Más allá de cualquier intención, de cualquier subjetividad, no hay forma
de que suceda una narración objetiva.
»Y aquí llegamos al paso siguiente que es el de ser neutral, cuando dicen: “El
periodista no juzga los hechos sino que los presenta”. Tres cuartos de lo mismo… uno
decide qué hechos presenta y qué de los hechos le parece digno de ser presentado y
                                                            
1
Puede leerse en http://congresosdelalengua.es/cartagena/ponencias/seccion_1/13/caparros_martin.htm

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qué de los hechos no se lo parece. Insisto: más allá de cualquier intencionalidad dolosa
es inevitable elegir entre una cosa y otra, y ahí no hay neutralidad posible.
»Lo que hay es decencia, en todo caso; ni objetividad ni neutralidad, hay
decencia. Hay la sensación de decir: “Hago todo lo posible para contar lo que creo
merece ser contado, hago todo lo posible para reproducir textual las tres frases que
valen la pena”, pero no más que eso. Por eso digo: una de las cosas que me gustan de
la primera persona es que pone en evidencia este proceso, que es lo que siempre se ha
ocultado.
»Los medios necesitan presentar un discurso supuestamente objetivo,
supuestamente neutro para que el lector no se pregunte quién me está diciendo esto,
desde qué intereses, desde qué subjetividades, desde qué sector, desde qué negocio,
desde qué clase, qué partido, sino “esto es, esta es la realidad, la verdad, te doy una
pintura objetiva”. Por eso, el interés principal de esa prosa lavada, delgadita, de los
medios es justamente negar la intermediación, convencer al lector de que ahí no hay
intermediación, no hay un aparato cultural o ideológico que está contándote algo sino
que eso es lo que es.
»Contra eso, la primera persona se hace cargo, de que no hay tal posibilidad de
poner la realidad en una página, de que todo lo que uno puede hacer es dar una
mirada. Es decir: “Yo honestamente creo que lo que vale la pena contar de este asunto
es esto”. La primera persona lo dice. Allí donde la prosa neutra, la tercera persona, el
diario tradicional lo niega, lo esconde, lo disimula, la primera persona se hace cargo.
»Ahora, hay una diferencia tajante entre escribir en primera persona y escribir
sobre la primera persona. Hay un periodista argentino que trataron de inflar
últimamente, que me parece la quintaesencia de eso. Cuando lo mandaron a la guerra
en Irak, el día que tiraron abajo la estatua de Sadam que fue el símbolo del día del fin
de la guerra, su relato decía: “Yo estuve allí… yo vi cómo caía…”, ¡y a mí qué me
importa! Lo importante del hecho de que estuviera allí me lo tenía que hacer saber
contándome las cosas que nadie más podría haber visto, que él que estaba allí.
»Estoy completamente a favor de escribir en primera persona. Repito: no sobre
la primera persona. Pero esa escritura en primera persona tiene que justificarse
ofreciéndote algo que no tendrías si no hubiera allí un sujeto. La forma más torpe de

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poner esa primera persona es decir “yo estuve allí”. Tenemos que ser más astutos, más
inteligentes, hacer que nuestra presencia circule a través del texto.
»La primera persona ni siquiera tiene porqué ser gramatical. A veces hay textos
escritos en tercera persona que son muy en primera, donde la presencia del sujeto que
mira y que cuenta es más fuerte que en textos en primera persona. No es una cuestión
gramatical, es una cuestión de dónde y cómo se sitúa el narrador para contar lo que
está contando».
Ante eso, el grupo preguntó: «¿Y qué pasa con las crónicas que hablan de la
primera persona, un ejercicio que hace con frecuencia la revista Soho y que acaba de
ocupar primeros lugares en el Premio Nuevo Periodismo CEMEX+FNPI?». Los
talleristas se referían no sólo a «Seis meses con el salario mínimo» escrita por Andrés
Felipe Solano, también a «El humanitario negocio de vender tu cuerpo para la ciencia»
escrita por Leonardo Faccio y publicada en la revista Etiqueta Negra.
«En principio, estoy en contra», respondió Caparrós. «En principio me disgusta
esta idea del turismo de riesgo: “¿Si me paso de obrero cinco días voy a poder contar
cómo son los obreros?”. Sabiendo que el viernes te vas a tu casa, que es muy otra, y
no a casa de un obrero que el lunes debe volver a la fábrica. Sin embargo, no logro
teorizarlo bien como para sostener mi posición y de vez en cuando me encuentro con
estas crónicas que me parecen buenas, la del muchacho que hizo de cobayo o como la
de Andrés Felipe Solano, que me parece hizo una muy buena crónica con la premisa de
ocupar el lugar de otro.
»Esto que estamos discutiendo tiene que ver con una pregunta simple pero de
respuesta ambigua: ¿A qué llamamos crónica? Para mí la palabra crónica es tanto un
sustantivo como un adjetivo, es la intención —que muchas veces fracasa— de hacer
algo más que un artículo para salir del paso o un reporte de prosa lavada; la crónica es
una ambición de contar de otra manera, de buscar temas, situaciones, personajes que
no sean los habituales de un cubrimiento informativo y de poner en escena las cosas.
Es decir, en vez de decir “esto es conmovedor”, contar algo que conmueva. Hacerlo,
por supuesto, toma mucho más esfuerzo, más tiempo y más espacio.
»En general la prensa clásica diría: “Se produjo un choque en la calle tal y la
avenida cual, hubo cuatro muertos, la escena era dantesca”. En la crónica se trata de

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narrar una escena dantesca. Y si se hace bien, el lector debería emocionarse sin decirle
“andá emociónate”.
»Y esa es otra de las cosas que también me interesa de lo que convinimos en
llamar crónica: en esta forma de periodismo uno le produce al lector la ilusión —no creo
que sea más que una ilusión— de que él está eligiendo cómo reaccionar, qué pensar
sobre eso. Digo que es una ilusión porque cuando uno lo hace más o menos bien está
guiando muy fuertemente esa reacción. No nos engañemos, no creamos que somos
hermanitas de la caridad desparramando la buena palabra por el mundo. Cuando uno
escribe tiene intenciones más o menos fuertes según los casos y si le sale lo que está
intentando produce determinado tipo de reacción en la respuesta del lector; pero la
produce el lector, uno no le dice “esto es indignante”, hace que se indigne».
La siguiente inquietud del grupo fue como una queja sobre la tijera de los
editores, sobre todo cuando el reportero trataba de incluir en su nota datos distintos,
descripciones del lugar o de los personajes, cosas así. Según algunos talleristas
muchos editores evitan esos datos por más de que estén sustentados en elementos
informativos. A lo que Caparrós respondió:
«Sí. Eso es un problema que se plantea aquí en la Fundación todo el tiempo: da
la sensación de que muchas de las cosas que hablamos están pensadas para un
mundo feliz; de hecho, cuando la FNPI cumplió diez años hicieron una encuesta para
saber cómo había funcionado el trabajo en ese tiempo. La trabajó un sociólogo brillante
colombiano llamado Germán Rey y una de las cosas que más me sorprendieron es que
más del 60 por ciento de los asistentes a los talleres de la FNPI habían cambiado de
trabajo al año siguiente a su asistencia al taller; claro, uno viene acá y conversa, pero
cuando regresa al medio te dicen: “Escribí las 25 líneas rapidito y no me rompás las
bolas”. De todas maneras, creo que muchos de los elementos que discutimos aquí
pueden servirles y usarlos en estos días, y pueden incorporarse en su trabajo diario en
una práctica no tan extrema. Es decir, les pueden servir también para contar 25 líneas.
Esperaría que así fuera».
«¿En este momento en que se están reduciendo los espacios de publicación, en
qué medida se hace necesario la presencia de un cronista en el lugar de los hechos

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durante una o varias semanas, si a la postre lo que le importa al editor es el dato?», fue
la siguiente pregunta del grupo.
«Pasa algo muy raro con esto de la crónica en los últimos cuatro o cinco años»,
dijo Caparrós, «ser cronista está de moda o, por lo menos, ocupa un lugar respetable o
un lugar que da reconocimiento o una mínima admiración y salen artículos que hablan
del tema, pero es pura paja. Eso no se condice con la presencia más o menos extensa
de ese tipo de material en nuestros medios escritos. ¡Para nada! Hay como una especie
de boom que es un ¡plop!: el estallido constante de una burbuja que se regenera todo el
tiempo. No hay muchos espacios para eso. El editor se ha inventado una figura
extrañísima que es el lector-no lector; por eso piensa que si se publica una crónica de
unos 15 mil caracteres va a ser una piedra que hundirá el periódico hasta el fondo del
océano. Entonces, hay muy poco espacio para publicar crónica y toca pelearlo mucho.
»Pero siempre ha sido así. Cumplí 35 años en el periodismo y siempre ha sido
así. La única diferencia es que ahora está esta nube de pedos según la cual la
crónica… la crónica…, pero la realidad sigue siendo más o menos la misma de antes.
Siempre he tenido que pelear como un perro para que no me corten artículos y esa es
una decisión que cada cual toma: en qué medida se va a pelear, en qué medida tiene
ganas de pelearse por su crónica. Hacerlo o no es una decisión personal, pero si decide
pelear por defender la idea de escribir crónicas lo más seguro es que le sobrevengan
algunos problemas: quizás deba dejar algún trabajo, pelearse con el jefe, etcétera.
Insisto, estamos hablando de algo que tiene mucho prestigio y muy poca realidad».
La siguiente preocupación del grupo fue por cuestiones metodológicas: el
método de investigación o de recolección de datos, la búsqueda, la entrevista y la forma
de acercarse al otro, el uso de libretas o de grabadora, entre varias más.
«Les voy a contar lo que yo hago, lo que a mí me sirve», comenzó Caparrós. «Mi
trabajo de cronista consiste en buscar principios de la historia. Me veo como un cazador
de principios, un buscador de principios. El principio de una historia tiene que ser esa
situación, esa imagen, esa escena, ese croquis de un personaje que deje ganas de
seguir leyendo. Como lector, me doy cuenta que un texto es bueno cuando al cabo de
diez o quince minutos de leer digo: “Y a mí ¿por qué carajos me puede importar cómo
se crían ovejas en Turkmenistán? Si llevo diez minutos leyendo sobre la cría de ovejas

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en Turkmenistán, digo: “Carajo, este tipo es bueno. Me está agarrando con algo que no
me importa en absoluto”. Ese efecto comienza con el principio. Una frase, una pequeña
escena, una imagen que hace que uno diga: “Acá hay algo. Voy a seguir”. La lectura de
una crónica tiene que competir contra todos los estímulos que hay diariamente y la
primera arma que uno tiene para pelear contra todos esos estímulos es el principio del
texto. Por eso, digo que una de las bases del trabajo es salir a buscar principios.
»Suelo pensar que cuando encuentro un buen principio quedo contento, digamos
aliviado; si encuentro otro y otro más, y al cabo tengo cinco o seis principios digo:
“Bueno esto está empezando a funcionar”, porque significa que pueden ser reaperturas
del texto. Creo que una crónica debe estar armada en unidades menores, capitulitos,
que empiezan y terminan en un buen cierre. Entonces, esos principios que no usé para
abrir la crónica, los uso para abrir los capitulitos.
»Ir y mirar mucho, de verdad mirar mucho. Estar atento a todo lo que hay
alrededor. Es a lo que llamo la actitud del cazador: es esta sensación adrenalínica que
de ahora en más todo lo que vea puede ser usado en mi favor, para mi relato. Estar
trabajando en una crónica es estar en esa sensación en la que todo es posible de ser
integrado, por lo tanto necesita que uno esté muy atento.
»Cuando uno recorre el camino que hay entre la casa y el trabajo, va
desprevenido, lo ve todos los días, cree que conoce todos los detalles, no se pregunta
por las cosas que ve porque le parecen obvias y esa es la actitud nuestra de casi todos
los días. Pero cuando uno sale a hacer una crónica, entra en esa actitud del cazador en
la que debe buscar por todos lados para encontrar cosas: “¿Por qué ese tacho termina
diciendo ‘ado’? ¿Qué dirá del otro lado? ¿Será un tacho que dice ‘Sagrado’ y por tanto
esas flores tienen un valor ceremonial?”… Qué se yo. Pero eso es la máquina
funcionando, esa adrenalina, esa excitación es lo que a mí más me gusta de todo esto;
esa excitación que hace que uno piense al otro día que todas las hipótesis que tiene
son maravillosas, pero que van a desmentirse durante el resto de la semana. Trabajar
en la crónica es desmentir todas mis hipótesis del primer día.
»En general, el periodismo descarta el escenario. Se centra en el personaje, en
datos. Vas a ver a un ministro y lo que importa es el ministro. Aquí retomo lo que dije
antes: si vas a ver a un ministro, la próxima vez puedes mirar al costado, escuchar

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cómo le habla al ordenanza, puedes ver lo que hace con la mano mientras habla.
Debes tratar de escuchar lo que no se dice, de ver lo que no se muestra. De otra forma,
uno se convierte en un escribano que sirve para hacer público lo que alguien con cierto
poder quiere mostrar en un medio de comunicación.
»Mirar, escuchar, oler… ¿Por qué hay tan pocos olores en el periodismo, tan
pocos sabores? La vida está llena de estímulos que uno debería poder reproducir en el
periodismo.
»Y después, la forma de contactarse con la demás gente. Finalmente —
fatalmente—, uno termina por vaciar mucho de lo que hace en diálogos, encuentros,
charlas. A mí no me gustan mucho estas entrevistas de confrontación; me gusta lo
contrario, hacer que la persona con la que hablo se sienta lo más cómoda posible, que
me cuente largamente las cosas que yo sé que me quiere contar, aunque me esté
aburriendo y que no necesariamente voy a usar, pero así se va armando un pequeño
espacio de entendimiento.
»Cuando alguien te está diciendo algo que te importa mucho, hay que poner toda
la atención y ver cómo vas a seguir y cómo no la vas a cagar y cómo vas a hacer una
pregunta que tome en cuenta todo eso. Pero hay ratos en que te están diciendo cosas
que no te sirven para nada, que no las vas a usar, que no te interesan. Ese es el
momento de mirar a la persona, de armar la descripción, de ver qué te interesa: las
manos, el escote, la corbata, los anteojos, la mueca que hace con la comisura de los
labios hacia abajo. Es el momento de trabajar en la imagen.
»En esas situaciones otra cosa que me resulta bastante es el silencio. Me gusta
escuchar mucho, hacer las preguntas más simples que en general son las más difíciles
de contestar; me gusta dar tiempo para que hablen y me gustan los silencios después
de que han terminado de responder. Cuando alguien termina de hablar, nos
precipitamos a hacer la siguiente pregunta, como para que no parezca que no tenemos
nada más qué preguntar. Pero si mantenemos el silencio, tendremos resultados
sorprendentes. La gente no soporta el silencio. Admiro la gente que, entrevistada, hace
un punto final y se calla la boca y te podés quedar dos minutos en silencio y el otro se
va a quedar callado. Pero el 98 por ciento no se queda en silencio. Si hace un punto y
vos te quedás callado, al cabo de unos segundos sigue diciendo las cosas que no

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necesariamente tenía preparadas para decir. Primero te lanzó todo lo que ya sabía, lo
que estaba dispuesto a declarar. En el momento del pos silencio empieza a improvisar.
»Una entrevista es una situación delirante, un absurdo, un aborto de la cultura.
Es una situación muy rara en la que uno tiene patente de corso para preguntar cosas
que generalmente no le pregunta a nadie, entonces hay que aprovecharla creando esta
ficción que es la sensación de intimidad; probablemente, cuanto más podamos
incrementar esa sensación de intimidad, más útil nos sea».
Sobre este punto, un tallerista comentó que su problema tenía que ver con
propiciar ese ambiente de intimidad, de resolver la situación con una buena forma para
romper el hielo. Caparrós explicó:
«Lo que hago es preguntarle cosas muy sencillas: dónde nació, su procedencia,
quiénes eran sus padres, qué recuerdos tiene de cuando era chiquito, etcétera.
Empiezo con algo muy lejano, muy tranquilo, donde no haya ninguna tensión en juego.
Es cierto que hacerlo así implica perder tiempo porque después no vas a hablar mucho
de sus padres —o quizás sí—.
»Otra cosa que no dije antes —cuando me refería a los momentos en que
alguien nos está contando algo que no necesariamente nos interesa— es la sorpresa.
Muchas veces es en esos momentos cuando aparece algo que uno no estaba
buscando porque no sabía que podía buscar, porque no sabía que existía y de pronto
ese dato te sorprende y uno dice “esto es lo mejor”. Hace muy poco estaba
entrevistando a una chica pescadora filipina y la conversación estaba aburridísima,
además era con intérprete y se hacía muy lento, hasta que le pregunté qué quería
hacer en la vida y respondió “Soldado”, a partir de allí todo cambió y llegué por azar
absoluto. Entonces, en esos momentos en que uno está perdiendo el tiempo pueden
llegar a ser momentos decisivos, por eso siempre hay que tener tiempo para perder,
porque sino uno va a lo que ya sabía se vuelve como el turista que compra la postal del
lugar al que ya viajó».
Lo último que Caparrós explicó sobre su método fue el guión. «Desde el primer
día que me meto en el tema, trato de armar un guión: “Necesito un personaje diciendo
tal cosa, luego los datos sobre tal otra, después una escena en la que fulano haga tal
cosa…”. Ese guión lo voy revisando permanentemente porque mi idea inicial

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seguramente cambia mientras sigo en el tema. Ese guión me tranquiliza mucho porque
te permite saber qué necesitás, a dónde hay que ir, qué personajes buscás y eso te va
dando la idea sobre qué más hay qué conseguir».
Antes de terminar esta charla teórica, el grupo le preguntó si tomaba notas o
grababa audios. El maestro respondió:
«Escribo. No tomo notas. Voy redactando. Las notas que tomo ya están escritas,
después le hago alguna corrección. El trabajo que hago después es de edición, pero en
el sentido cinematográfico de la edición: veo las distintas escenas que tengo que ir
poniendo una detrás de la otra, pongo lo que yo llamo tejido conectivo entre las
escenas que es lo que necesito para hilvanar y que no había escrito antes.
»También escribo algo en medio del escenario. Si lo hacen les va a quedar
mucho mejor. Unos quince minutos, se apartan y narran lo que están viendo. Les va a
quedar mucho mejor porque lo tienen ahí.
»Una cosa que no he podido entender es por qué los periodistas creen que citar
a alguien es traducir lo que dijo esa persona al idioma periodistic —habría que poner un
nombre—. ¡Traducen! Son intérpretes simultáneos. Y me parece increíble porque tan
informativo como lo que dice alguien es la forma en que lo dice: las palabras que dice,
la cadencia con que lo dice, las construcciones gramaticales que usa. A veces me
cabreo mucho cuando me entrevistan y me descubro diciendo palabras que yo sé que
no digo. Ya estoy grande y he trabajado un par de meses con las palabras y sé que hay
palabras que decido no decir, y me encuentro con que hay entrevistas en que salgo
diciendo: “No obstante”, y yo no digo no obstante. Entonces si hay que reproducir lo que
digo, no pueden poner no obstante. Esto, en serio, me parece una parte decisiva de la
información y del relato que uno está ofreciendo que lo que dicen los personajes sea lo
que dicen los personajes, incluso con las dilaciones; pero a los periodistas les molesta
mucho que una frase no termine correctamente y que de vueltas y que de pronto quede
inconclusa y haya que retomarla de otra manera y siempre emprolijan; para los
periodistas la gente habla como el director de la real academia, pero la real academia
de la truchada, porque por lo general como los periodistas hablan muy mal, el idioma
que le conceden a la gente que entrevistan es bastante malo, pero es supuestamente
correcto.

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»Aquí se abren una cantidad de cosas. La última que acabo de recordar es lo
que yo llamo la plaga de las segundas palabras. El que yo llamo periodistic escribe
mucho con las segundas palabras. Llamo segundas palabras a esas que uno escribe
cuando ya se le ocurrió otra pero le parece que no es suficientemente elegante. Cuando
se le ocurrió “Hospital” y escribe “Nosocomio”; cuando se le ocurrió “Murió” y dice
“Falleció”. Cuando ha dicho varias veces la palabra “Dice” y empieza a usar “Asevera”,
“Afirma”, “Expresa”, que además cada una es distinta. El idioma no es idiota, no es que
tenga 28 palabras distintas para decir siempre lo mismo, tiene 28 palabras distintas
porque cada una tiene un matiz. Entonces cuando alguien dice, dice. Cuando alguien
asevera, asevera. No es lo mismo decir que aseverar, son acciones diferentes. Esto es
la plaga de las segundas palabras, que hace que el periodistic, el idioma este de
mierda, sea como una especie de monumento a la cursilería, y nos creemos más cultos
y elegantes porque sabemos cuatro sinónimos. Y no es cierto que un texto sea más
bonito cuando no se repite una palabra. Un texto es más bonito cuando cada palabra
dice lo que quiere decir, cosa que por supuesto no nos sucede nunca, nunca nadie es
capaz de llegar a eso, pero acerquémonos lo más posible a eso. Lo que implica usar la
palabra que corresponde en cada momento».
Con estas palabras terminó la charla. En lo que restó del día, la tarde y la noche,
los talleristas dedicaron su tiempo a la reportería de su crónica.

DÍAS TRES, CUATRO Y CINCO: Fueron días de completa reportería y escritura. Así
mismo, el maestro quedó a disposición del grupo y recibió preguntas o inquietudes de
uno y otro, que vinieron a vaciarse en breves sesiones grupales: el martes en horas de
la tarde, otra más el miércoles en la mañana y la del jueves en horas de la tarde. La
diferencia con las sesiones anteriores fue que Caparrós pidió que los talleristas
hablaran de su experiencia y de lo que ellos creían de su oficio. De aquel cruce de
opiniones quedaron las siguientes conclusiones:
-En la crónica cabe todo. La pregunta ¿cabe en la crónica? No cabe. Lo
interesante es buscar qué más cabe en la crónica. Y no qué no cabe. Lo que no se
justifica es que quede mal hecho; todo es posible incluir en una crónica siempre y
cuando quede bien hecho.

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-Ser condescendiente con el lector, en el sentido de creer que el autor debe
pensar la escritura teniendo en cuenta la tontería del lector, puede ser un error. Es una
falta de respeto por el lector. Una actitud respetuosa con el lector es estar seguro de
que es mucho más inteligente que el autor; que el autor debe exigirse mucho para
llegar al nivel que el lector exige. Es mejor estar convencido de que lo que se va a
escribir llegará a un público que es muy difícil de satisfacer porque tienen grandes y
justificadas expectativas. Si el periodista cree que hace un texto para idiotas, su trabajo
cada vez será más idiota.
-Cuando el cronista se concentra en la historia, empieza a aparecer la historia. Si
el cronista está pendiente de dos historias, es como si estuviera pendiente de cuál le
salta al cuello. Es mejor dedicarse a una historia y trabajar la hipótesis. De todos
modos, nadie puede estar seguro de que va a funcionar bien lo que está haciendo,
intentarlo hace parte del oficio. Pero sí es mucho mejor jugar las fichas a una historia en
concreto y ver qué pasa.
-Es mucho más fácil contar una historia extraordinaria, que una ordinaria. Ante lo
habitual hay que aguzar mucho más el instinto para descifrar qué es lo que vale la pena
ser contado. Esa es la decisión básica: decidir hacia dónde mirar, dónde se pone el
foco de la mirada. Muchas crónicas que hubieran podido ser buenas se dañan porque
el cronista miró, justo, al lado. Hay que confiar en el instinto. Pensar que si algo le llama
la atención es probable que le llame la atención a otros.
-Las cifras y los datos duros son necesarios porque dan la impresión de cosas
concretas dentro de la crónica. En muchas ocasiones, es conveniente tener
conocimiento de datos duros sobre el tema antes de ir al trabajo de campo porque
pueden ser una guía. En otras, puede no ser conveniente puesto que tientan prejuicios
que pueden desviar el foco del cronista.
-El tono se construye deliberadamente, no por azar. El tono se encuentra en
otros tonos. Para descubrir el tono de cada uno es conveniente preguntarse: ¿Cómo
escribo? ¿Qué hago cuando escribo? ¿En qué estoy pensando al componer oraciones?
-El oficio del cronista es elegir palabras. Cuál palabra es más precisa y apropiada
para cada caso. El cronista debe saber qué palabras siente propias, cuáles le gusta
usar y cuáles no. Y si decide usar una palabra que no usa nunca es porque significa

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algo especial. Es necesario que el cronista tenga la posibilidad de decidir sobre las
palabras que usa.
-El primer o los dos primeros párrafos son muy importantes y no sólo porque son
el gancho para que el lector siga en la crónica, sino porque le dicen al lector: “Te voy a
contar esta historia más o menos de esta manera”. Es decir, en tal tono. Lo que sigue
de ahí en adelante es copiarse a sí mismo, copiar la forma en que narró esas primeras
oraciones a lo largo de todo el texto.
-Lo ideal de un texto sería si cada una de las palabras que lo compone es
absolutamente necesaria, caso en que si una de esas palabras no estuviera debería
notarse que hace falta.
-En un punto, el trabajo del cronista consiste en quitar de un texto todo lo que le
sobra. Algo que no es fácil porque, como autor, el cronista tiende a enamorarse de sus
propias palabras y de las escenas que construye.
-Escribir en un dialecto común latinoamericano, en un dialecto neutro, puede
llegar a ser una especie de pastiche inverosímil que no es neutro ni es otra cosa.
Escribir es bucear en las riquezas del propio idioma. Esta discusión surge mucho ahora
porque hay algunos medios que se leen en varios países de América Latina y sus
editores buscan que no haya palabras inentendibles, que cada palabra usada sea
común al continente. Pero tampoco hay nada que sea tan críptico.
-Hay dos temas distintos: uno, qué hace uno con las palabras propias; otro, qué
hace uno con las palabras del lugar. Con las propias Caparrós es partidario de no
intentar la neutralización. Con las del lugar, dijo: «Si uno puede dejar claro a qué se
refiere sin necesidad de pararse en un banquito y hacer señales, mejor. Con un poco de
astucia pueden ponerse en un contexto, en una frase en que se expliquen por sí solas».
-Lo único que enseña a escribir es leer. La lectura es como un cronista se
entrena, es la forma en que se absorbe las palabras, los ritmos, las estructuras que uno
va usar.
-Es un privilegio extraordinario tener una profesión como la nuestra en la que los
demás piensan que vale la pena hablar con vos, contarte qué piensan y cómo ha sido
su vida.

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DÍA SEIS: jornada final. La cosa fue más o menos así: cada autor presentó lo que
escribió. Unos alcanzaron toda la crónica; otros, apartes. Luego, el grupo leyó texto a
texto y cada uno recibió cuestionamientos y sugerencias, incluso loas. Caparrós
siempre medió en esos comentarios. En ocasiones, se detuvo en detalles de la
construcción de la historia, de la escritura, del uso de las palabras; en otras, explicó lo
que él hacía o había hechos en casos parecidos. De esta jornada final salieron las
siguientes conclusiones:
-Muchas veces uno se deja hablar por el lenguaje y particularmente por sus
lugares más comunes, que son los más humillantes. Y eso pasa todo el tiempo: los
lugares comunes son comunes porque uno los tiene establecidos en la lectura y en la
escritura. Hay que tener cuidado con esas formas hechas del lenguaje porque cuando
se usan terminan por hacer decir al autor cosas que no quería decir.
-Muchas veces pasa que uno pone palabras sin darse cuenta que no agregan
nada. Hay que preguntarse si las palabras que uno pone dicen lo que uno quiere decir.
Y para preguntarse eso se necesita tiempo.
-La mayoría de los periodistas tienen ese tic de esperar hasta el último momento
para escribir lo que tienen que escribir. Aun cuando tenga diez días para terminar
minutos antes del cierre. Y eso explica ciertas cosas: el estado módicamente
calamitoso de nuestra prensa. Cuando se termina el texto días antes de la entrega,
puede tener el tiempo para leerlo después, para leerlo con distancia. Ese tiempo es
necesario para darse cuenta si lo que escribió estaba bien. No hacerlo atienta contra la
calidad de la prosa.
-Una crónica está hecha de diferentes planos, hablando en términos
cinematográficos: planos cortos donde la historia de alguien te interesa particularmente,
planos generales donde la narración es panorámica y planos medios donde ni se llega
completamente al detalle ni se es panorámico del todo.
-Una de las revisiones básicas que el cronista debe hacer es la de verificar los
tiempos verbales para homogeneizarlos y lograr la coherencia que deben tener.
-Es sorprendente la cantidad de comas que se inmiscuyen entre los sujetos y los
verbos. La coma no es una pausa para respirar. Ese es el error con las comas. Las

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comas son signos de puntuación que tienen que ver con la arquitectura de un texto e
importan sobre el significado del texto, no sobre el sonido.
-Los adjetivos son palabras tramposas. Una de sus triquiñuelas se nota cuando a
un sustantivo se aplican dos adjetivos que se contradicen entre sí, o redundan. Los
adjetivos o van a distintas cualidades y se complementan; si no, con uno alcanza. Pero
cuando se usan dos para lo mismo y uno es muy fuerte y el otro débil causa un efecto
contradictorio. Otra triquiñuela es cuando se adverbian adjetivos absolutos. Por
ejemplo: «Muy perfecto», «Poco perfecto», «Bastante perfecto», perfecto es perfecto,
después de lograda la perfección no es posible seguir perfeccionándose.
-Para hacer avanzar el relato, para que se vean acciones en el relato, se usan
los verbos. En un relato no siempre se tiene que avanzar, pero hay momentos en que
sí, en que el personaje y la historia se tienen que mover y para eso están los verbos.

Este taller se despidió con una sesión en la que los reporteros gráficos liderados
por León Darío Peláez mostraron en archivo de power point las mejores imágenes que
tomaron de cada una de las historias. Acompañaron al grupo algunos periodistas de la
ciudad, el asesor cultural Juan Diego Mejía y personas que apoyaron el taller en
detalles variados.
La FNPI dio quince días para que cada cronista diera punto final a la crónica o a
lo que logró durante el taller, para optar por un lugar en el libro ¡Que viva la fiesta!

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