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Las cinco vías


Relectura de los argumentos para probar la existencia de Dios
en Santo Tomás de Aquino
Seguramente las cinco vías para probar la existencia de Dios pertenecientes a la
Suma Teológica sean los párrafos popularmente más conocidos de Santo Tomás de
Aquino. Incluso puede observarse con frecuencia que en algunos cursos de Introducción
a la Filosofía o de Historia de la Filosofía, como por ejemplo los que se suelen dictar en
el nivel medio, la enseñanza del pensamiento de Santo Tomás queda práctica o
completamente reducida a este tema.
Ello no deja de ser curioso por varias razones. Principalmente, porque lejos están
las cinco vías de ser el tema principal en la doctrina tomista. No lo son ni cualitativa ni
cuantitativamente. Entre las más de quinientas quaestiones de la Suma Teológica, por
ejemplo, sólo una de ellas está específicamente dedicada a la existencia de Dios como
problema y, dentro de esta cuestión, las vías se encuentran desarrolladas en uno sólo de
sus tres artículos. Y no aparecen al final de la obra, como conclusión cúlmine, sino en
su mismísimo comienzo, casi como una introducción (dentro de una obra que el mismo
Santo Tomás consideraba además como introductoria y para principiantes).
La reducción de la enseñanza del pensamiento de Santo Tomás al tema de las
célebres cinco vías conlleva en consecuencia el riesgo de que haya gente que considere
que son esas vías lo único o lo más importante de la doctrina del autor, lo cual, por ser
erróneo, es ya de por sí algo poco positivo.
A esto se suma que, muchas veces, la exposición y explicación de estos afamados
argumentos no es del todo precisa o acertada, y puede conducir a una mala comprensión
del texto. Las resultantes de este hecho son desfavorables; o bien algunos terminan
estando en desacuerdo con el Aquinate sin haber comprendido bien lo que quiso decir, o
bien –lo cual no es menos lamentable– sin haberlo comprendido correctamente, creen
estar de acuerdo con él.
Esto no sucede principalmente dentro del ámbito académico o especializado
(aunque también allí encontramos casos), sino, como se ha dicho, en un ámbito más
amplio, del lector común, que ha tenido con el pensamiento tomista un contacto no
pormenorizado o incluso ocasional.
Si a continuación le dedicamos algunas páginas a la relectura y análisis del texto
de las conocidas cinco vías de Santo Tomás para demostrar la existencia de Dios, no es
porque las consideremos el tema más importante en sus escritos, sino con la intención
de, dada su popularidad, intentar aclarar algunos puntos y favorecer su mejor
comprensión, dentro de nuestras limitadas posibilidades.1
Haremos mención en primer término a la estructura común de los cinco
argumentos y luego pasaremos al texto mismo del autor, planteando objeciones y
realizando aclaraciones en caso de considerarlas útiles u oportunas. A partir de la
comprensión de las vías, señalaremos también algunos temas aledaños a fin de conocer
mejor la riqueza de la metafísica de Santo Tomás.
Sepa disculpar el lector el carácter árido que por momentos pueda tomar el texto
debido a algunas precisiones de orden técnico.

1
Debemos mencionar que en gran medida la presente relectura ha sido posible gracias a las enseñanzas
que hemos recibido del lic. Juan Pablo Roldán, a quien aprovechamos para agradecer.
2

Estructura de los argumentos:


Las famosas cinco vías de Santo Tomás2 son argumentos a posteriori, es decir,
argumentos que parten desde los efectos para llegar a la causa de los mismos. Si
pudiésemos «ver» la esencia de Dios esta metodología no sería necesaria, pero lo cierto
es que no podemos. El camino que tenemos para llegar a la existencia de Dios ha de
partir entonces desde lo causado por él, las creaturas, que sí son accesibles a nuestro
conocimiento. 3
Los argumentos siguen un esquema similar en sus enunciados, al menos tal como
se presentan en el célebre texto de la Suma Teológica.

Podemos señalar cuatro pasos en dicho esquema:

1) El punto de partida:
Puesto que lo que aquí se está tratando de demostrar, a saber, la existencia de Dios, no
es algo evidente para nosotros (quoad nos)4, es necesario que el argumento empiece por
algo que sí conozcamos con claridad. Por eso las vías empiezan considerando un dato
de la experiencia que no esté sujeto a discusión. En este tipo de datos se apoyarán
entonces las pruebas, teniendo cada una de ellas un punto de partida diferente e
independiente de las demás, aunque, y sobre esto volveremos más tarde, puede
señalarse una unidad metafísica que las enlaza a todas.

2) El principio de causalidad:
Una vez señalado el punto de partida, se sigue la indagación por la causa del mismo.
Santo Tomás realiza una explicación causal de lo que se ha admitido en cada uno de los
comienzos de las vías, explicación que variará según el punto de partida con el cual
haya comenzado cada uno de los argumentos, y desarrollándola en mayor o menor
medida según el caso.

3) La imposibilidad de regresión al infinito:


Tras la explicación de la causalidad, señalará el autor el carácter imposible de sostener
una cadena causal que se prolongue, en sentido retroactivo, indefinidamente. Llega así a
la conclusión de una primera causa.5

4) «lo que todos entienden por Dios»:

2
S. Th. I, 2, 3. Las citas correspondientes a los argumentos utilizadas aquí pertenecerán a estas páginas
de la obra de Santo Tomás, salvo que se indique lo contrario.
3
En ello se basa la crítica de Santo Tomás a la posibilidad de un argumento “ontológico” como el de San
Anselmo: «Porque así como para nosotros es manifiesto por sí mismo que el todo es mayor que su parte,
así para los que ven la misma esencia divina es manifestísimo por sí mismo que Dios existe, ya que su
esencia es su existir. Pero porque no podemos ver su esencia, llegamos a conocer su ser no por sí mismo,
sino por sus efectos.» S.C.G. I, 12
4
S. Th. I, 2, 1
5
Este tercer paso no se encuentra presente en la formulación de la cuarta y quinta vía, según el texto de la
Suma Teológica.
3

Rigurosamente hablando, las vías de Santo Tomás concluyen en la existencia de un Ser


con tales y cuales características. Resta simplemente señalar que ese Ser es justamente
lo que se entiende por Dios.
Detengámonos aquí en alguna objeción posible: ¿Quién dice que si hay un primer
motor inmóvil, o una causa eficiente primera, o un ser necesario por sí mismo, ese sea
justamente Dios? Pues bien, ante un interrogante de estas características se ha de tener
presente lo siguiente: cuando se pretende demostrar la existencia de algo o alguien, es
preciso considerar implícitamente y de modo al menos impreciso cómo sería aquello o
aquel cuya existencia se está tratando de demostrar. Santo Tomás no pone en duda el
hecho de que la noción de una Causa Eficiente Primera, por ejemplo, coincida con la
noción de Dios. Y por más objeciones que se quiera manifestar al respecto, ha de
tenerse en cuenta que esta metodología es la única manera posible de demostrar la
existencia, no sólo de Dios, sino de lo que fuere, si es que no hay de ella evidencia
inmediata. Si quisiésemos, por ejemplo, demostrar la existencia de los unicornios,
deberíamos en primer lugar ponernos de acuerdo en una definición nominal, es decir, en
qué es lo que entendemos por «unicornio» (supongamos: un animal similar al caballo,
con un cuerno en la frente), y luego, si llegáramos a demostrar que efectivamente
existen animales similares al caballo pero con la particularidad de que poseen un cuerno
en su frente, sin inconvenientes podríamos concluir que los unicornios existen. Santo
Tomás, como se ha dicho, no se toma el trabajo de aclarar este punto, probablemente
por considerarlo una aclaración innecesaria, aunque es posible que no lo sea tanto en los
tiempos que corren.

Una vez señalado el esquema general que sigue Santo Tomás en sus vías, pasemos
al análisis de las mismas, basándonos principalmente, como hemos dicho, en el afamado
texto de la Suma Teológica.

Primera vía: del movimiento


A decir del mismo Santo Tomás, la primera de las vías es la más clara de todas.
En ellas el autor explicitará algunas cuestiones que han de ser tenidas en cuenta en las
vías posteriores, sin necesidad de volver a explicarlas, como es el caso de la
imposibilidad de regresión al infinito.
El punto de partida de la vía es, como hemos señalado, algo que no está puesto
en duda: hay cosas que se mueven. Es preciso, sin embargo, aclarar a qué hace
referencia el Aquinate al hablar del movimiento de las cosas. El lenguaje
contemporáneo ha reducido el significado de «movimiento» a «movimiento locativo»,
es decir, el moverse de lugar. No es este, empero, el uso que Santo Tomás hace del
término, si bien este limitado significado no está excluido de lo que más ampliamente
movimiento significa.
El término movimiento designa, en la filosofía clásica, al cambio en general. Para
decirlo con mayor precisión y en lenguaje más técnico, el movimiento es: el paso de la
potencia al acto.
Queda aclarado así que el punto de partida es entonces para Santo Tomás el
siguiente: hay cosas que cambian, es decir, entes que pasan de estar en potencia (tener
la posibilidad de adquirir una perfección) a estar en acto (poseer esa perfección).
Cualquiera haya sido la física (en sentido moderno) y la cosmogonía a la que haya
adherido Santo Tomás en su momento, no tiene ello la menor incidencia en lo que en la
primer vía se está tratando.
4

Sobre este hecho se aplica entonces el principio de causalidad, formulado de la


siguiente manera: «todo lo que se mueve es movido por otro» - o bien, si quiere
traducirse: todo lo que cambia, cambia porque otro produce ese cambio.
Pero ¿por qué? La explicación de Santo Tomás se desarrolla justamente apelando
a los términos de acto y potencia. Si moverse (cambiar) significa pasar de la potencia al
acto, es decir, pasar de la posibilidad de tener una perfección a tenerla de hecho,
entonces se comprende que quien está en potencia respecto a una perfección no la posee
todavía y no puede, en consecuencia, dársela a sí mismo. Si pudiera dársela a sí mismo,
sería porque ya la posee, en cuyo caso no estaría respecto de ella en potencia, sino en
acto, y el autoentregársela sería superfluo y absurdo. Si deseo, por ejemplo, que el agua
alcance una determinada temperatura que aún no posee, es evidente que no bastará con
llenar la pava y esperar que el agua se caliente «sola». Necesitaré de algo que ya tenga
esa temperatura (por ejemplo, el fuego de la hornalla) y se la pueda «transmitir» al agua.
En resumen, para que algo pase de estar en potencia a estar en acto respecto de algo, se
necesita de algo, un otro, que ya esté en/tenga ese acto.

« [...] nada se mueve más que en cuanto está en potencia respecto a aquello para lo que
se mueve. En cambio, algo mueve en cuanto está en acto, ya que mover no es otra cosa
que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que
está en acto, a la manera como lo caliente en acto, como el fuego, hace que un leño,
que está caliente en potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora bien, no es posible
que una misma cosa esté, a la vez, en acto y en potencia respecto a lo mismo, sino
respecto a cosas diversas: pues lo que es caliente en acto no puede al mismo tiempo ser
caliente en potencia, sino que en potencia es, simultáneamente, frío. Es, por lo tanto
imposible que algo sea motor y móvil en cuanto a lo mismo y de la misma manera,
como también es imposible que algo se mueva a sí mismo. Por lo tanto, todo lo que se
mueve es movido por otro.»

También respecto de esto, sin embargo, puede surgir un interrogante. ¿Qué pasa
en el caso de los seres vivos? ¿No son estos los que se mueven a sí mismos? ¿No es el
mismo Santo Tomás quien define al ente vivo como «sustancia a la cual corresponde
según su propia naturaleza moverse a sí misma»6?
Ciertamente, lo que caracteriza al movimiento vital, según la misma doctrina
tomista, es la espontaneidad. El ente vivo es aquel que realiza una acción que
permanece dentro del sujeto, es decir el que es causa eficiente de sus propios cambios.
Sin embargo, aquí se han de tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, la
espontaneidad del movimiento vital no es absoluta. Si bien es cierto que el ente vivo
obra sobre sí mismo, esto no niega le existencia de influjos externos para que dicho
obrar sea posible. Que los factores externos no alcancen para explicar el movimiento del
ser vivo no significa que no existan tales factores. Una planta, por ejemplo, realiza la
fotosíntesis; la realiza ella, sobre sí misma. Sin embargo, no podría realizarla sino
gracias a los factores externos.
En segundo lugar, la inmanencia de la operación vital no implica la negación de la
distinción entre motor y móvil. Lo que ocurre en el ente vivo es que tanto el motor
como el móvil pertenecen a la misma unidad sustancial, de modo que una parte del ente
es motor y otra parte es móvil, como por ejemplo cuando el corazón produce la
circulación de la sangre a través del cuerpo.

6
S. Th. I, 18, 2
5

De modo que, aún considerando que el ente vivo es aquel que es causa eficiente de
su propio cambio, teniendo en cuenta estas aclaraciones, no cae en nulidad el principio
metafísico según el cual todo lo que se mueve es movido por otro.7

Aclarado esto, continuemos con la vía. En el caso de que un motor (que causa el
movimiento en otro) sea también móvil (se mueva) y en virtud del principio de
causalidad ya mencionado, se comprende que este motor-móvil debe ser a su vez
movido por otro motor. Lo mismo valdría también para este otro motor, si es que éste se
moviese, y así sucesivamente. Aquí aparecen entonces dos opciones: o la cadena de
motores-móviles es infinita y no tiene un comienzo, o existe un motor que sea el
primero pero que él mismo no sea móvil, ya que de lo contrario, en cuanto móvil, sería
movido por otro.
¿Por qué rechaza Santo Tomás, como muchos otros lo habían hecho
anteriormente, la primera de las opciones, manifestando la imposibilidad de una
regresión al infinito? Después de todo, si se puede creer y dar por razonable la
existencia de un Ser Infinito, ¿no podría pensarse que es igual de razonable sostener la
existencia de una cadena infinita de motores?
Intentemos resolverlo por la vía de reducción al absurdo: ¿qué sucedería si la
cadena de motores-móviles fuese infinita? Si la cadena de motores móviles fuese
infinita ¿cuándo llegaría el movimiento hasta alguno de los motores intermedios?
Jamás. Cada motor intermedio de la cadena debería «esperar»8 una cadena infinita, es
decir debería «esperar» infinitamente. Lo cual significa tanto como decir que nunca
llegaría hasta él el movimiento, y entonces de hecho no habría movimiento, que es
justamente lo contrario a la evidencia que se ha aceptado en el punto de partida.
En conclusión, siendo imposible la existencia de una cadena indefinida de
motores-móviles (salvo que neguemos la realidad del cambio, considerada evidente en
el punto de partida), debe existir un motor que sea el primero, que sea el comienzo de la
cadena, que cause el movimiento en otro/s pero que él mismo no se mueva. Debe
existir, en definitiva, un primer motor inmóvil.

«Si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a
este otro. Pero no se puede proceder al infinito, porque así no habría un primer motor
y, en consecuencia, no habría tampoco motor alguno puesto que los motores segundos
no mueven si no por el movimiento que reciben del primero, como el bastón no mueve
nada si no es movido por la mano. Por lo tanto, es necesario llegar a algo que sea el
primer motor y que no sea movido por nadie; y esto es lo que todos entienden por
Dios.»

Surge, empero, una nueva dificultad. Según el pensamiento de Santo Tomás, no


hay ninguna razón estrictamente filosófica por la que se pudiese afirmar la creación del

7
El principio es aplicable incluso a los movimientos vitales superiores, que son los espirituales. «La
espontaneidad vital significa en efecto que el movimiento del viviente no le viene mecánicamente desde
afuera, sino de adentro, en cuanto según una parte de si propio es motor y según otra es movido. Esto lo
demuestra muy claro el análisis del movimiento voluntario, que depende de la actuación de una
tendencia, la cual depende a su vez de la aprehensión de un objeto deseable. Esta aprehensión no es a su
vez explicable sino como efecto de un objeto que mueve a la inteligencia a conocer, es decir, que la
actualiza. De modo que la inteligencia, así como la tendencia y el movimiento voluntario, son otros
tantos motores movidos (movens motum); no pasan al acto sino mediante la acción de un acto distinto de
ellos mismos.» R. Jolivet, Metafísica, Ed. Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1957, p. 265
8
El término posee un matiz temporal que en este caso no es del todo apropiado, como se verá a
continuación. Lo utilizamos solamente porque lo consideramos útil a los fines de la intelección.
6

mundo en el tiempo. Que lo creado haya tenido un comienzo en el tiempo es, para el
Aquinate, una verdad revelada que conocemos a través de la fe, pero no un dato
racional. No repugna a la razón la posibilidad de que el mundo haya existido desde
siempre.9
La prueba de la existencia de Dios sería sin duda más fácil si diésemos por
verdadero que el mundo ha comenzado a ser en algún momento, pues es más sencillo
observar que todo lo que comienza a ser tiene una causa. Pero al no aceptar este dato
como una verdad inobjetable y necesaria para nuestro conocimiento natural, Santo
Tomás debe plantear sus demostraciones de la existencia de Dios de modo tal que sean
válidas también en el hipotético caso de que el mundo haya existido desde siempre, sin
un comienzo en el tiempo.10
Pero ¿no se contradicen esta hipótesis y lo expuesto en la primera vía? Si hemos
dicho que algo se mueve porque fue movido por otro, y que, si este otro se movía, fue
por haber sido movido por un tercero, y así sucesivamente, hasta llegar a la existencia
necesaria de un primer motor, ¿cómo sostener la posibilidad de un mundo desde
siempre existente? ¿Esta posibilidad no es más bien compatible con la existencia de una
cadena infinita de motores, una cadena que no tenga un comienzo?
Aquí se manifiesta uno de los frecuentes errores en la lectura de la vía por el
movimiento. Santo Tomás no realiza un análisis retrospectivo en el sentido temporal; no
dice que un móvil se mueva porque antes lo haya movido un motor, el cual fue a su vez
movido antes por otro motor, y así sucesivamente. Santo Tomás dice claramente que lo
que mueve es movido por otro, en el momento mismo en el que se mueve.
Rigurosamente hablando, un motor es motor mientras mueve; si ha movido
anteriormente, entonces fue motor, ya no lo es. Pero no es de ex-motores de lo que habla
nuestro autor. Santo Tomás no está haciendo referencia a motores y móviles
accidentalmente subordinados en el pasado, sino a motores y móviles esencialmente
subordinados en el presente, y así lo expone también a través del ejemplo del bastón y la
mano.11
9
S. Th. I, 46; S.C.G., II, 38
10
«Si se admite con la fe cristiana que el mundo y el movimiento han tenido un comienzo en el tiempo,
nos situamos en la posición más favorable que existe para demostrar la existencia de Dios. Pues si el
mundo y el movimiento han tenido un comienzo, la necesidad de establecer una causa que haya
producido el movimiento y el mundo, aparece por sí misma. Todo lo que se produce ex novo requiere, en
efecto, una causa que sea el origen de esta novedad, pues nada puede hacerse pasar a sí mismo de la
potencia al acto o del no ser al ser. Así como una demostración de este género es fácil, cuando se supone
la eternidad del mundo y del movimiento resulta difícil. Y, sin embargo, es a este modo de demostración,
relativamente difícil y oscuro, al que vemos que Santo Tomás da la preferencia. Resulta que, en su
pensamiento, una demostración de la existencia de Dios por la necesidad de un creador que haga
aparecer en el tiempo el movimiento y todas las cosas, no sería nunca, desde el punto de vista
estrictamente filosófico, una demostración exhaustiva. [...] Demostrar la existencia de Dios ex
suppositione novitatis mundi, sería, a fin de cuentas, hacer de la existencia de Dios una verdad de fe
subordinada a la creencia que otorgamos al relato del Génesis; ya no sería una verdad filosófica y
probada por razón demostrativa.» E. Gilson, El tomismo, Ed. Univ. de Navarra, Pamplona, 1989,
pp.103-104
11
“Se trata de no equivocar el camino cuando se intenta probar contra los ateos la existencia de un
primer pirncipio. Hemos advertido que el peligro no es imaginario. ¡Cuántos pensadores bien
intencionados, cuyo propósito es demostrar a Dios, no se ponen a probar – o así lo creen ellos al menos
– el comienzo del mundo! Y en una u otra versión sacan a relucir de nuevo el argumento del huevo y la
gallina: - ¿De dónde viene la gallina? – De un huevo. - ¿Y el huevo?? – De otra gallina. - ¿Y la primera
gallina? – Del primer huevo. - ¿Y el primer huevo?... Aquí el razonador se embrolla; pero Sto. Tomás
sonríe. Por lo que a él toca, no pone objeción alguna a que se pase indefinidamente de huevo a gallina y
de gallina a huevo. Y entonces ¡qué es de la demostración de Dios? (...) Cuando Sto. Tomás presenta los
famosos cinco caminos por los que intenta llegar a Dios, no recurre a idea alguna de comienzo. Habla
siempre de dependencias actuales, quiero decir del instante considerado, sea éste cual fuere, un primer
7

Por ello la correcta lectura de la demostración tomista no es: hay movimiento, por
lo tanto debió existir un primer motor inmóvil, sino más bien: si ahora hay movimiento,
es porque ahora existe un primer motor inmóvil.
En consecuencia, la supuesta contradicción entre esta primera vía y la posibilidad
de la «eternidad del mundo» no es más que aparente y se sigue de una incorrecta
interpretación del texto.

Segunda vía: de la causalidad eficiente


La segunda de las vías tomistas toma como punto de partida la causalidad
eficiente. Dice Santo Tomás:

«Encontramos pues que en el mundo de lo sensible hay un orden de causas


eficientes.»

Recién en esta segunda vía utiliza Santo Tomás el término «causa», si bien la
noción aparecía ya en el primer argumento. 12 Por causa entendemos, como es sabido,
«aquello de lo que algo depende en su ser o en su hacerse» y por «causa eficiente»
entendemos «aquello de lo que fluye la acción que hace que algo sea, o que sea de algún
modo». Es decir, el autor parece partir del hecho evidente de que hay entes que con su
acción producen otros entes.
Por lo demás, el trazado de esta vía es claramente similar al de la primera.
El principio de causalidad que aplica Santo Tomás en este segundo argumento es
evidente:

«No encontramos, y no es posible, que algo sea causa eficiente de sí mismo,


porque en ese caso sería anterior a sí mismo, lo cual es imposible.»

En efecto, para que algo pudiese producir su propia existencia, necesitaría por lo
pronto existir, y con ello resulta manifiesto lo contradictorio de semejante hipótesis.
Una vez aplicado el principio de causalidad, Santo Tomás vuelve a explicar, como
lo hiciera en la primera vía, la imposibilidad de regresión al infinito, y lo hace de la
siguiente manera:

«No es posible proceder al infinito en las causas eficientes, porque en el orden de las
causas eficientes lo primero es causa de lo intermedio y la intermedio, sean estas
muchas o una sola, es causa de lo último. Suprimida pues la causa, se suprime el
efecto. Por lo tanto, si no hubiera un primero en las causas eficientes, no habría ni
último ni intermedio. Si se procediera entonces al infinito en el orden de las causas

instante, si lo hay, o cualquier otro. Santo Tomás afirma, por cierto, la imposibilidad de una regresión al
infinito, y la necesidad de llegar a un Primero, sin el cual toda la serie de los eslabonamientos de
causalidad que componen la vida del mundo descansaría en el vacío. Pero no busca ese primero
remontándes a lo largo de la duración, sino po rencima de ésta. La duración misma debe proceder de él,
por lo tanto, para explicarla juntamente con todo lo que arrastara, es menester sobrevolarla, en lugar de
seguir su corriente, y progresar verticalmente en el orden de las dependenias causales, en la seried de las
condiciones encadenadas de que penden los hechos de experiencia, hasta la Condición suma.” A. D.
Sertillanges, La idea de creación, Bs. As., Ed. Columbia, 1969, pp. 55-56
12
Sobre las semejanzas y diferencias entre la primera y segunda vía cfr. E. Gilson, op. cit., pp. 131 y ss.
8

eficientes, no habría primera causa eficiente y así no habría ni efecto último ni causas
eficientes intermedias, lo cual es evidentemente falso.»

La conclusión resulta entonces clara:

«Es necesario afirmar que existe una causa eficiente primera, a la cual todos
denominan Dios.»

Hasta aquí no parece haber mayores dificultades. Para contemplar mejor el


alcance de esta conclusión, sin embargo, permítasenos volver a considerar el punto de
partida. Allí no sólo se señala la existencia de la causalidad eficiente, sino que lo que
escribe Santo Tomás es que en el mundo de lo sensible hay un orden de causas
eficientes. Se trata pues, de tomar en consideración varias causas eficientes que se
encuentran subordinadas entre sí.
Como hemos señalado ya anteriormente, la subordinación en la que piensa Santo
Tomás no es una subordinación accidental en el tiempo (hacia el pasado), sino una
subordinación esencial en el presente. Es decir, no se trata de causas que causan efectos,
y que hayan sido previamente causadas por otro, sino de causas ordenadas que
concurren subordinadamente en un mismo efecto. Esta subordinación implica entonces
pensar en causas que producen no sólo la existencia del efecto, sino de causas que
causan la causalidad de otras causas, produciendo todas ellas el efecto de manera
subordinada. Hay que tener en cuenta entonces que cada causa causa por el influjo de la
causa que la «antecede», es decir, hay que pensar en causalidad causada, tal como por
ejemplo se da en el caso de la causalidad instrumental.
Teniendo en cuenta estas aclaraciones, la conclusión de la segunda vía de Santo
Tomás nos habla entonces de un Dios que no es solamente el primero que causó alguna
vez alguna/s causa/s segunda/s, sino que habla sobre un Dios que, en primer lugar, es el
primero que causa en cualquier hecho causal que se de aquí y ahora. En segundo lugar,
este Dios es la causa primera no sólo del ser del efecto último que se considere en cada
caso, sino también la causa del ser de las causas y de la causalidad de las mismas (ya
que el obrar brota del ser de estas causas segundas, que es causado por la causa
primera).13
Lo que se señala en la conclusión es, en definitiva, la causa no de otra causa, sino
más propiamente la causa del «orden de causas eficientes». Por eso podemos llegar a
conclusiones tales como que ninguna cosa da el ser, sino en cuanto obra por virtud de
Dios, y que Dios es la causa del obrar de todos los entes que obran.14

Una objeción surge muchas veces, de modo casi inmediato e instintivo, ante este
planteo. Si la acción de las causas segundas es causada por la causa primera, la
causalidad del ente finito no sería entonces realmente del ente finito, sino causalidad de
Dios... Si Dios es en definitiva causa de todo, entendido esto de manera estricta ¿qué
queda entonces para el ente creado? ¿No reduce esto la acción causal de las creaturas a
la nulidad?
La mayoría de nuestras experiencias parecen habernos acostumbrado a la idea de
que, en el caso de la convergencia de varias causas, la primacía de una de ellas aminora

13
Téngase presente que, en la metafísica de Santo Tomás, Dios causa el acto de ser (esse), que es la
fuente de toda perfección y operación en el ente creado. No es sólo causa de la existentia de los entes.
Sobre la distinción entre acto de ser y existencia en la metafísica de Santo Tomás véase: Alvira, Clavel y
Melendo, Metafísica, Eunsa, Pamplona, 2001, p. 34.
14
Tales son justamente los títulos de las cuestiones 66 y 67 de la S.C.G. III.
9

la eficiencia de otra. Esto de hecho es así en múltiples situaciones, cuando la


convergencia de las causas es tal que una causa realiza una parte del efecto y otra otro.
Si dos bueyes, por ejemplo, tiran de un mismo carro y uno de ellos tira más que el otro,
resulta evidente que el otro tira menos que el primero.
Sin embargo, en las relaciones entre la causa primera y las causas segundas no se
trata de este tipo de coordinación sino, como hemos señalado, de una subordinación de
una causa a otra.15 En este caso, la causalidad de la causa primera, lejos de disminuir la
eficiencia de las causas segundas, la fundamenta y la hace posible. La actividad propia
de la causa segunda no se ve menoscabada por la dependencia respecto de la causa
primera, sino todo lo contrario; cuanto mayor sea esa dependencia, más se acrecienta la
actividad de la causa segunda.
Es desacertada la alternativa que surge del interrogante sobre si la actividad la
otorga Dios o es de la creatura. Lo que aquí se intenta señalar es que la actividad es de
la creatura porque la otorga Dios. Y cuanto más otorgue Dios, mayor será la eficiencia
de la actividad de la creatura.
En pocas palabras, más obramos cuanto más obra Dios en nosotros. Los
caminos que a partir de esta perspectiva se abren para la reflexión en el campo de la
ética y la vida espiritual, como podrá intuir el lector, son de suma trascendencia y
riqueza.

El problema se suele agravar al considerar la actividad libre de las creaturas


racionales. Si todo obrar de la creatura es en primera instancia causado por Dios, ¿no
transforma esto a los entes finitos en marionetas de una causalidad superior de la cual
dependen completamente, tanto en su ser como en su obrar y en su modo de hacerlo?
¿Cómo seguir sosteniendo la libertad de los entes racionales ante esta perspectiva?
La supuesta oposición entre la libertad humana y Dios ha sido expuesta ya en
múltiples oportunidades y de diversas maneras. Es de hecho una de las habituales
piedras fundamentales del humanismo ateo, quien para defender la libertad del hombre
considera necesario postular la inexistencia de Dios. Ciertamente no es un tema que
podamos desarrollar ampliamente en estas páginas, pero nos limitaremos al menos a
señalar algunos puntos que pudiesen favorecer la posterior reflexión al respecto.
Si entendiésemos por libertad una suerte de «absoluta independencia» resulta claro
que lo expuesto hasta aquí sobre la doctrina de Santo Tomás imposibilitaría hablar de
ese tipo de libertad en el hombre. Si tenemos en cuenta que el hombre no es
absolutamente independiente en su ser, y por lo tanto, no lo es tampoco en su obrar,
como se ha señalado, ese tipo de libertad es para el hombre metafísicamente imposible

15
«El mismo efecto no se atribuye a la causa natural y a la virtud divina en el sentido de que sea hecho
en parte por Dios, y en parte por el agente natural, sino que es producido todo por ambas causas,
aunque en modos distintos, así como el mismo efecto se atribuye todo al instrumento y todo también a su
causa principal» dice Santo Tomás (S.C.G. III, 70) Ya habíamos señalado que los ejemplos de
causalidad instrumental pueden ayudar a comprender mejor esta subordinación entre Dios como causa
primera y la creatura como causa segunda. Es conveniente, sin embargo, señalar también las limitaciones
de dicha analogía. Una de ellas estriba en lo siguiente: si bien un determinado obrar del instrumento
depende del obrar de quien lo utilice, ontológicamente permanece la independencia de aquel respecto de
éste. El ser del instrumento no depende de quien lo maneja, o al menos no de modo absoluto, ya que el
instrumento no es creado (producido total y absolutamente, de la nada) por quien hace uso de él. Por lo
tanto, siempre hay algo del instrumento que escapa a su utilizador, cosa que no sucede en la dependencia
de la creatura respecto de su Creador. Dios le da el ser a sus creaturas, y de esta perfección brotan todas
las demás, incluso el obrar. Por ello el ser es el acto de todos los actos; «ya que nada tiene actualidad sino
en cuanto que es. De ahí que el mismo ser sea actualidad de todas las cosas» (S. Th. I, 4, 1, ad 3).
Puesto que todo lo que hay en la creatura proviene de su acto de ser, y el acto de ser proviene de Dios,
nada hay en la creatura que no provenga de Dios, incluso su obrar.
10

(además de ser algo cuya búsqueda parece desaconsejable, ya que conduciría al


aislamiento). Habría que preguntarse entonces si de hecho la libertad humana es eso, o
qué es en su defecto.
En cuanto se considera al libre albedrío como la capacidad de autodeterminación
de la voluntad, es decir, la posibilidad de que la voluntad decida si querer algo o no y
qué querer, no aparece ninguna contradicción con la tesis de Dios tal como se viene
exponiendo. En primer lugar digamos que, siendo la decisión humana un acto de una
causa segunda, vale para ella lo ya mencionado anteriormente: la causalidad primera de
Dios no la suprime, sino que la fundamenta y la hace posible. A esto debe añadirse lo
siguiente: en ningún momento se ha dicho que la causalidad primera de Dios imponga
necesidad en el obrar de las causas segundas. Santo Tomás, de hecho, manifiesta todo lo
contrario.16 Teniendo en cuenta esto, queda clara la posibilidad de que la causa segunda
libre, como lo es el hombre, se sustraiga a la causalidad Divina. El hombre es aquel que,
por su libertad, puede voluntariamente seguir el camino de causalidad que proviene
desde la Causa Primera, o no. Claro que es esta otra perspectiva antropológica a la
expuesta en el párrafo precedente; aquí la libertad ya no es considerada como absoluta
independencia, sino como dependencia voluntariamente querida.
La cuestión sigue siendo delicada, de todos modos. El interrogante inmediato
apuntará a los actos moralmente malos. Si Dios es causa primera de nuestros actos, ¿es
también causa primera de nuestros actos malos? A la reflexión metafísica y
antropológica, hay que sumar ahora la reflexión ética.
Es desde allí desde dónde se ve con mejor claridad que la libertad no es un fin en
sí mismo. No somos libres para elegir sin más, sino libres para elegir bien. De lo
contrario cualquiera de nuestras decisiones sería igual de válida a cualquier otra, lo cual
es manifiestamente falso y nuestras experiencias cotidianas no paran de demostrárnoslo
por si hiciera falta. Ahora, si la libertad es para el bien, podemos decir que cuando
elegimos bien, nuestra libertad se muestra de manera verdaderamente eficiente; cuando
elegimos mal, en cambio, nuestra libertad muestra cierta deficiencia. Si junto con el
pensamiento de Santo Tomás y buena parte de la tradición del pensamiento cristiano
logramos pensar el bien en la línea del ser y el mal en la línea del no-ser (puesto que se
trata de una privación), y tenemos presente una vez más que el ser en última instancia
proviene de Dios, se nos manifiesta el hecho de que, cuanto más obremos bajo el influjo
de Dios (causa primera en la línea del ser) más estamos obrando en la línea del bien, y
en consecuencia nuestra libertad es más eficiente. Obrar independizándonos del influjo
de Dios en cambio nos conduce a obrar en la línea del no-ser, que es la línea del mal,
encaminando nuestra libertad hacia la ineficiencia y lejos de su verdadero fin.
En última instancia, la filosofía de Santo Tomás y el pensamiento cristiano lejos
están de considerar a Dios y la libertad humana como realidades contrapuestas o incluso
contradictorias, sino íntimamente ligadas, dependiendo la segunda del primero tanto
desde el plano metafísico como también desde el plano moral. Yo soy más libre (mi
libertad funciona mejor) cuanto más obre Dios en mí.
Insistimos: el tema merece sin lugar a dudas un tratamiento más profundo, que
excede los límites de estas páginas. Si lo hemos traído a colación aquí es solamente para

16
S.C.G. III, 72 («Las providencia divina no excluye de las cosas la contingencia») y 91: «que se
entienda que aquellas cosas que están en nosotros no están sujetas a la determinación divina como
recibiendo de ella necesidad». En la cuestión 73 señala Santo Tomás que la providencia divina no
excluye la libertad del albedrío. En las cuestiones 90 y 91 el Doctor Angélico escribe sobre el concurso
divino y la libertad humana, si bien no se dedica puntualmente a tratar el tema de la relación entre ambas,
sino a señalar la verdad de cada una.
11

realizar un esbozo de posible respuesta a una objeción a los alcances de una de las vías
de Santo Tomás, que es el tema que nos ocupa, y al cual retornamos a partir de aquí.

En resumen, la segunda de las vías conduce a la conclusión de que, siempre que


hay causalidad eficiente, Dios es la Causa Primera. ¿Una Causa que es causa de sí
misma, entonces? Ciertamente no, ya que habíase señalado que es imposible que algo
sea causa eficiente de sí mismo, y ello vale también para Dios. Dios, en el pensamiento
de Santo Tomás, no es causa sui, sino la Causa Primera Incausada.
Cuando alguien como Bertrand Russell nos dice entonces que «si todo debe tener
una causa, entonces Dios debe tener una causa», está claro que la objeción no toca a la
segunda vía, puesto que no se plantea en ella que todo deba tener una causa, sino que
nada es causa de sí mismo, que no es lo mismo. Afirmar que «todo debe tener una
causa» anularía justamente la conclusión de la vía, que es la existencia de un Ser que no
posee causa alguna.
Sin embargo, insiste Russell: «Si puede haber algo sin causa, tanto podría ser el
mundo como Dios». Bien, que para Santo Tomás no sólo puede haber, sino que
necesariamente hay algo sin causa quedó ya lo suficientemente claro. ¿Por qué no
suponer entonces que tal característica pudiese ser atribuible al mundo directamente, o
bien a algún ente finito, en lugar de tener que atribuírsela a un Ser Divino? En la
filosofía de Santo Tomás, ningún ente finito puede tener esta característica, es decir que
todo ente finito es necesariamente causado. Las características que debieran darse en un
ente para que sea incausado no las encontramos en ninguna de las cosas del mundo en
particular ni en el mundo como totalidad. Pero sobre esto volveremos más adelante al
hablar de la cuarta vía.

En referencia al orden de causas eficientes podríamos preguntarnos también y


finalmente: ¿no es entonces superflua la actividad causal de las causas segundas? ¿No
podría Dios causar directamente la totalidad de un determinado efecto sin la
intervención de causas intermedias? Y la respuesta a esta última pregunta, dentro de la
perspectiva cristiana de la metafísica de Santo Tomás, es que sí. En nada necesita la
Causalidad Primera de las causas segundas, así como en nada necesita el Ser divino de
la entidad de sus creaturas.17
¿Por qué entonces hay causas segundas? La pregunta no parece tener otra
respuesta que esta: porque Dios quiere. Y este «Dios quiere» nos conduce a la idea de
que «Dios nos quiere». Nos situamos así ante la posibilidad de intuir la absoluta libertad
divina y su amor gratuito por los entes creados, a los cuales hace participar de su Ser y
su obrar sin que hubiera para Él ninguna necesidad de ello.18

17
He aquí otra diferencia respecto de la causalidad instrumental. El pintor no puede pintar un cuadro sin
pincel de la misma manera que si lo pintara utilizando el instrumento. Dios en cambio puede producir un
efecto sin intermediarios. La acción del ente finito nada agrega a la Causalidad Divina. Esta diferencia se
fundamenta en la señalada en la nota 13.
18
«Si la cosa natural produce su efecto propio, no es superfluo que Dios lo produzca, porque la cosa
natural no lo produce sino por virtud divina; ni tampoco es superfluo, si Dios por sí mismo puede
producir todos los efectos, el que los produzca por algunas otras causas; pues no se debe esto a
insuficiencia de la virtud divina, sino a su inmensa Bondad, por la cual quiso comunicar a las cosas su
semejanza, no sólo en cuanto a que fuesen, sino también en cuanto a que fuesen causa de otras; pues de
estos dos modos alcanzan en general todas las creaturas la semejanza divina.» (S.C.G. III, 70)
12

Tercera vía: de lo posible y lo necesario


La tercera vía planteará algunas nuevas dificultades. Muchas veces ha sido
considerada la más «tomista» de todas las vías, así como también la más universal y
aquella a la que, en última instancia, se reducirían las demás. Estas valoraciones las
retomaremos más adelante, sobretodo al comparar la suerte histórica que ha corrido la
vía número cuatro.
Lo primero que mencionará Santo Tomás en este tercer argumento es la existencia
de lo possibile –que en muchas oportunidades y con buen tino se traduce por
«contingente»– y lo necesarium. El punto de partida empero no se reduce a esto, sino
que parece ser un tanto más complejo. Pero antes de avanzar, será oportuno que nos
detengamos en los mencionados términos. ¿Qué es para Santo Tomás lo posible y lo
necesario?
Al hablar de lo posible, Santo Tomás explica que se trata de lo que puede ser o no
ser. Intentemos ganar mayor comprensión. El término «posible» es utilizado en filosofía
muchas veces para designar aquello que puede o podría existir, sin que se considere su
existencia real, o incluso considerando su inexistencia (en cuyo caso se trataría de lo
que no es, pero podría haber sido o llegar a ser). Con frecuencia podemos encontrar
estas ideas en los filósofos racionalistas en cuyas elaboraciones filosóficas hay una
primacía de lo ideal por sobre lo real, a la que se suele denominar justamente: «primacía
de lo posible». Esta actitud filosófica, sin embargo, no es compatible con la de Santo
Tomás, quien se destaca por su marcado realismo. La actitud de Santo Tomás es la de
partir desde lo real, como lo evidencia la estructura de las vías expuesta al comienzo de
estas páginas. De modo que no podemos pensar que Santo Tomás esté utilizando el
término possibile en este sentido.
Si, como anticipamos, possibile se traduce correctamente por contingente, vuelven
a presentarse diferentes opciones. «Contingente» podría hacer referencia a aquello que
es, pero podría no haber sido. Es, probablemente, el modo más habitual de utilizar este
término. Y si así lo hiciera Santo Tomás, podríase considerar este punto de partida
como universal, ya que para el pensamiento cristiano todos los entes, en cuanto creados
libremente por Dios, son pero podrían no haber sido. De esta manera, la tercera vía
tomista partiría de la contingencia universal, llegando a partir de ella a la existencia de
un Ser Necesario. Sin embargo, este mismo grado de contingencia universal anularía o
desdibujaría al menos la tesis de la participación en diversos grados de perfección, que
es una constante del pensamiento de nuestro autor, con lo cual se hace lícita cierta
sospecha. Esta sospecha se robustese cuando, continuando con el texto, descubrimos
que Santo Tomás habla de una pluralidad de entes necesarios... Si la contingencia fuese
considerada del modo expuesto en este párrafo, sería universal y habría un sólo Ser
Necesario, es decir, No-contingente; en ese caso, hablar de muchos entes necesarios,
como hace Santo Tomás, resultaría contradictorio.
Una tercer acepción de possibile (contingente) hace referencia, por último, a lo
que es, pero puede dejar de ser. Aquí «contingente» lo podríamos tomar como
sinónimo de «corruptible», mientras que «necesario» sería lo «incorruptible», es decir,
aquello que, una vez que es, no deja ya de ser. Hablar de una pluralidad de necesarios
en este último sentido no presenta ninguna incompatibilidad con el pensamiento del
Aquinate y parece ser una tesis más cercana a aquella otra según la cual las perfecciones
de los entes se dan en grados diversos. Y hablar de lo posible o contingente como
equivalente de corruptible, parece coincidir con lo que el mismo Santo Tomás expone
13

en los comienzos de la vía, al hablar de generación y corrupción. Por tales razones será
ésta la manera en que consideraremos más apropiada la interpretación del texto.19
Dice entonces Santo Tomás:

«La tercera vía es tomada de lo posible y lo necesario, y consiste en lo siguiente: Entre


las cosas encontramos algunas que pueden ser o no ser, pues encontramos algunas que
se generan y se corrompen y por consiguiente tienen posibilidad de ser o no ser. Es
imposible, empero, que las cosas que son tales hayan existido siempre, pues lo que
puede no ser, alguna vez no fue. Si, por lo tanto, todas las cosas son tales que pueden
no ser, alguna vez no existió nada. Pero si esto es verdadero, entonces tampoco ahora
habría nada, pues lo que no es no comienza a ser sino gracias a algo que es. De modo
que si alguna vez no hubo nada, fue imposible que algo comenzara a ser, y de este
modo no habría nada, lo cual es evidentemente falso. Por lo tanto, no todos los entes
son posibles, sino que es preciso que entre las cosas haya algo que es necesario.»

Resumiendo podemos decir entonces que hay evidentemente entes corruptibles,


pero que no es posible que todos los entes sean tales.
«Lo que puede no ser, alguna vez no fue», dice el autor, y esta es la frase que
plantea dificultades. Veamos; si todos los entes fueran corruptibles, entonces habría que
considerar lo siguiente: si es posible que desde siempre20 hubieran existido solamente
entes corruptibles. Y Santo Tomás responde a esto negativamente, porque si
consideramos a los entes de manera particular, ¿podría pensarse en un ente corruptible
que en un tiempo infinito no se haya corrompido? A un ente semejante, en rigor de
verdad, no le corresponde el nombre de corruptible. De modo que, si supusiésemos un
mundo desde siempre existente, habría que afirmar que no todos los entes son
corruptibles, ya que si lo fueran, cada uno de ellos alguna vez no hubiera existido y en
consecuencia alguna vez no hubiera existido nada.21
Esta última opción, a saber «alguna vez no hubo nada» es a todas luces
inaceptable. Como reza el tradicional principio: de la nada, nada viene. De la nada
absoluta no puede provenir algo, como es evidente. Por lo tanto: si efectivamente hay
algo, entonces no es verdad que alguna vez no hubo nada. Y si no es verdad que alguna
vez no hubo nada, entonces tampoco es verdad que todos los entes sean corruptibles. En
conclusión, existe algo necesario, sea uno o sean muchos.
Hasta aquí se extiende el complejo punto de partida de la tercera vía tomista. Y
recién sobre este hecho aplica Santo Tomás el principio de causalidad, el cual hace
referencia a la causa de la necesidad de algunos entes y no, como a veces se plantea, a la

19
Coincidimos en este punto con la lectura de la tercera vía que realiza A. L. Gonzalez Álvarez
(Teología Natural, Eunsa, España, 1991, pp. 133 y ss.), y no así, por ejemplo, con la explicación de la
misma que realiza R. Jolivet (op. cit, pp. 337 y ss.)
20
Recuérdese lo ya expuesto sobre la imposibilidad de negar filosóficamente que el mundo haya existido
desde siempre, según el pensamiento de Santo Tomás.
21
Nos queda la pregunta, sin embargo, si no podría considerarse el tema no desde el punto de vista de
cada ente en particular, sino tomándolos en su conjunto. ¿No podría pensarse en una sucesión infinita de
entes corruptibles, cada uno de los cuales alguna vez no haya sido, pero habiendo existido en ese entonces
otro, que dejó de ser luego? Es decir, si los entes A, B y C son corruptibles, es imposible que alguno de
ellos particularmente haya existido desde siempre. Sin embargo, ¿es contradictorio pensar en la
posibilidad de que el ente A haya existido, mientras B y C no, y que A se haya corrompido cuando B ya
comenzó a existir, y que B se haya corrompido cuando ya haya comenzado a existir C, y así
sucesivamente? En este caso permanecería como verdadero el que todo lo corruptible alguna vez no fue,
pero no resultaría tan segura la conclusión de que si todo fuese corruptible alguna vez no habría existido
nada. La cuestión nos resulta difícil, salvo que se acepte la tesis de que en un tiempo infinito se den
necesariamente todas las posibilidades, lo cual incluiría la nada como posibilidad.
14

causa de los entes contingentes. La existencia de éstos ha sido tomada en consideración


simplemente para llegar a aquellos que no lo son.

La necesidad en un ente puede darse por sí mismo (per se) o por otro (ab alio, es
decir, siendo causada). Los entes cuya existencia no se explica por sí misma, no tienen
en sí mismos la causa de su necesidad, por más que sean incorruptibles. Es decir, hay
entes que, en razón de su perfección, una vez que son no dejarán ya de ser, pero que
podrían no haber sido y que, por lo tanto, no poseen en sí mismos la razón de su
existencia. Tales entes incorruptibles son entonces necesarios, pero necesarios por otro.
Si un ente recibe su necesidad de otro, puede que la reciba de quien es necesario
por sí mismo, o de alguno que también sea necesario por otro, en cuyo caso se repetirían
las opciones. Pero no se puede continuar infinitamente en una cadena de entes cuya
necesidad es causada (imposibilidad de regresión al infinito). La conclusión es
entonces manifiesta: hay un Ser que es necesario por sí mismo.

«Todo lo que es necesario o bien tiene la causa de su necesidad en otro o bien no la


tiene. En aquellos cuya necesidad es causada, no se puede proceder hacia el infinito en
los <necesarios>, así como tampoco en la serie de causas eficientes, como ya se ha
probado. Por lo tanto se debe aceptar que existe algo que es necesario por sí mismo,
algo que no tiene en otro la causa de su necesidad sino que es causa de la necesidad de
los otros. A este todos llaman Dios.»

Cuarta vía: de los grados de perfección


Ya hemos mencionado la doctrina de la participación al hablar de la tercera vía.
Esta doctrina, empero, se hace explícitamente presente en el cuarto de los argumentos
de Santo Tomás, que es incluso denominada a veces como la vía «de la participación».
A diferencia de la vía anterior, la cuarta ha sido desprestigiada en varias
oportunidades, discutida y algunas veces directamente no tenida en cuenta, como si
fuese una suerte de «desliz» platónico, una concesión a esa línea de pensamiento
realizada por un pensador supuestamente no tan cercano a ese espíritu y sí fuertemente
aristotélico. Esta valoración histórica se ha modificado, sin embargo, en los filósofos
seguidores de Santo Tomás a partir del siglo último, a punto tal que ha pasado a ser
considerada por muchos de ellos como la central de las vías y la que mejor expresa el
núcleo de la metafísica tomista.
¿Por qué tanta divergencia? Si la lectura de la tercera vía presentaba algunas
complicaciones, observaremos que en el caso de la cuarta surgirán otras tantas,
especialmente si nos ceñimos al texto de la Suma Teológica, que es la base de nuestro
análisis. Pasemos entonces al texto de Santo Tomás:

«La cuarta vía es tomada de los grados que encontramos en las cosas. Encontramos
pues en las cosas que algo es más o menos bueno y verdadero y noble, y así, de la
misma manera sucede en cuanto a las demás [perfecciones]. Pero el más y el menos se
predican de las diversas cosas según que se aproximen de diverso modo a algo que es
lo máximo, como lo más cálido es lo que más se aproxima al máximo calor. Por lo
tanto existe algo que es verísimo, óptimo y nobilísimo, y consecuentemente el ente
máximo, pues las cosas que son máximamente verdaderas son máximamente entes,
como dice el filósofo en el libro II de la Metafísica. Aquello que es llamado lo máximo
en algún género es causa de todo lo que es de ese género, como el fuego, que es lo
15

máximamente cálido es causa de todo lo caliente, como está dicho en el mismo libro.
Existe, por lo tanto, algo que es causa del ser de todas las cosas y de su bondad y de
cualquier perfección, y a este llamamos Dios.»

Podemos resumir el texto en cuatro puntos centrales:

1- Existen grados de perfección en los entes (hay más y menos).


2- El más y el menos se miden en relación al máximo.
3- Existe el Máximo.
4- El Máximo (Dios) es causa del más y del menos.
Una primera lectura del texto daría la impresión de que Santo Tomás está
refiriéndose aquí a la causalidad ejemplar (y ahí se subrayaría el matiz platónico). De
las perfecciones limitadas llegaríamos a la existencia de la Perfección Absoluta, molde
y paradigma de aquello que participa de esta perfección. La pregunta que
inevitablemente surge, sin embargo, es cómo se llega de la existencia de las
perfecciones limitadas a la Perfección Absoluta.
En efecto, Santo Tomás parece decir sencillamente que si hay grados de
perfección, hay un máximo de esa perfección. Pero la cuestión no es tan simple.
¿Siempre que hay grados, existe el máximo? Al revisar los puntos de la argumentación,
algo no parece funcionar correctamente en el pasaje del punto 2 al punto 3, y al lector
puede surgirle la sospecha de que en el fondo se trata de un procedimiento falaz.
Si, por ejemplo, una cosa es más grande que otra, ¿debemos concluir que existe
«la Grandeza» máxima? Si un instrumento musical tiene mayor volumen que otro,
¿implica eso que exista el «Volumen Máximo»? Evidentemente hay aquí algo que no
parece concordar con la realidad.
Y aún si aquello fuera cierto surgiría todavía este otro inconveniente lógico:
parecería necesario tener una cierta intuición a priori de lo que sería «la Grandeza» para
poder reconocer, por comparación con ella, qué es más grande y qué lo es menos, ya
que « el más y el menos se predican de las diversas cosas según que se aproximen de
diverso modo a algo que es lo máximo, como lo más cálido es lo que más se aproxima
al máximo calor». Quien no conociera entonces el máximo, al menos confusamente,
mal podría saber qué tanto se le aproxima algo.
Seguramente todos podríamos diferenciar algo más cálido de algo menos cálido,
pero difícilmente alguno se animaría a decir que logra diferenciarlo por compararlo con
algo que fuese «lo Cálido en sí», cuya no sólo existencia sino también conocimiento
habría que presuponer para que la diferenciación fuese posible (el mismo ejemplo que
Santo Tomás utiliza para ilustrar el argumento y facilitar su comprensión parece, en
consecuencia, oscurecer más de lo que aclara). Y tanto más extraño sería esto si lo
aplicamos al caso de Dios, pues significaría que para poder diferenciar los grados de
perfección en las creaturas habría que tener un cierto conocimiento de Dios como
Perfección Máxima, en cuyo caso caeríamos en una postura ontologista y el intento de
probar la existencia de Dios resultaría superfluo.
Amor Ruibal ha planteado con claridad las dificultades con las que parece que nos
enfrentamos aquí. Nuestra inteligencia, al toparse con las perfecciones limitadas de las
cosas, puede a través del proceso de abstracción (doctrina a la que adhiere el mismo
Santo Tomás) captar esas perfecciones de modo abstracto y universal. Tenemos el
concepto abstracto de «calor», o de «grandeza», o de «blancura», por ejemplo, y ello es
posible gracias a que hemos conocido entes cálidos, o grandes, o blancos, que tenían
16

dichas perfecciones de modo limitado. Pero afirmar por ello que «el calor», «la
grandeza» o «la blancura» existan subsistentemente, fuera de nuestra inteligencia, sería
otorgar existencia real a conceptos que no son más que ideales.22
«Los grados de perfección en las cosas, aunque no suponen más realidad que las
cosas mismas sobre que recaen, no pueden menos de originar en el entendimiento un
concepto supremo en su orden, que por su naturaleza prescinde de los grados reales o
sirve de tipo a todos los grados posibles. Esta idealidad típica de las cosas es ley
psicológica, intrínseca a la naturaleza de la idea, cuya forma es la abstracción. Más
¿podemos lógicamente deducir del tipo supremo ideal y subjetivo la realidad objetiva
del mismo? Ya sabemos que para esto sería necesario admitir que las ideas tienen por
sí mismas objetividad, lo cual es reconocer verdadero el realismo platónico. Sin esto,
tal deducción es evidentemente un sofisma, y manifiesto el tránsito ilegítimo del orden
ideal al orden real, según atrás queda expuesto. Si el argumento se apoyase en la
gradación de los entes en cuanto expresan contingencia, no podría ponerse en duda su
legitimidad, pero ya no sería la prueba deducida de la variedad de perfecciones, en
cuanto tales, sino el de lo necesario y no necesario que también presenta el Aquinense.
Pero como derivado de las gradaciones de perfección, en cuanto por sí mismas, acusan
la existencia de un tipo absoluto, no prueba cosa alguna, sino la existencia de la idea
abstracta con que se miden aquellas gradaciones. Si fuese válido el argumento aludido
de Santo Tomás, seríalo igualmente el argumento ontológico de San Anselmo, que
Santo Tomás no acepta, porque tiene la misma base e idéntica razón de ser.»23
Tal parece ser, entonces, el traspié del Aquinate en su formulación de la cuarta vía,
traspié que haría comprensible la desconfianza y el desprestigio que este argumento ha
generado en algunos autores.

Sin embargo, como hemos mencionado, la valoración ha cambiado radicalmente


en muchos seguidores del pensamiento tomista en los últimos tiempos, lo cual resultará
también comprensible si nos adentramos en el núcleo de la metafísica participacionista
de Santo Tomás, trascendiendo incluso la literalidad del texto de la cuarta vía tal como
se presenta en la segunda cuestión de la primer parte de la Suma Teológica.

Dos cosas deberemos tener en cuenta al respecto. En primer lugar la doctrina del
acto y la potencia en la filosofía del Aquinate. Sobre estos dos conceptos ya hemos
hablado al analizar la primera vía, pero procuraremos ahora profundizar un poco más.
Al hablar sobre el movimiento (cambio) señalábamos que se trataba del paso de la
potencia al acto. En este caso lo conceptos son considerados en un aspecto, digamos así
«dinámico»; hablamos del acto y la potencia como estados («estar en potencia», «estar
en acto»). En este sentido, el acto y la potencia son incompatibles, es decir, no pueden
darse simultáneamente: no puede un sujeto estar en acto y en potencia respecto a lo
mismo y al mismo tiempo, pues no se puede tener y no tener a la vez una determinada
perfección.
Pero este no es el nivel más profundo de análisis, pues se puede hablar de acto y
potencia, no ya como estados, sino como co-principios. En este segundo sentido, acto
sigue siendo la perfección y potencia la capacidad de recibir una perfección, pero

22
No porque se trate de accidentes (como en el caso de los ejemplos aquí utilizados), sino porque se trata
de abstracciones. Lo mismo vale también para las substancias: al conocer a los hombres, formamos el
concepto de «Hombre» en nuestra inteligencia, pero no es lícito concluir a partir de ello que exista «el-
Hombre-en-sí»
23
A. Ruibal, Los problemas fundamentales de la filosofía y del dogma, Xunta de Galicia, 1995.
17

considerados de una manera, digamos así, «estática», en cuanto ambos constituyen


elementos de un mismo ente.
Ejemplifiquemos: hemos dicho anteriormente que cuando calentamos el agua, el
cambio que en ella se produce consiste en pasar de estar en potencia respecto a una
temperatura determinada a estar en acto. Pero si consideramos el agua «estáticamente»
observamos que allí hay un sujeto (el agua) que recibe una perfección (el calor). El agua
está caliente, en consecuencia, pero no es «el calor», sino que el calor se da en ella.
Tenemos entonces una potencia (en este caso, una sustancia) que recibe un acto (en este
caso, un accidente) que la perfecciona. Agua y calor se dan simultáneamente, el
segundo perfeccionando a la primera, la primera recibiendo, limitando según su
capacidad, siendo el sujeto del segundo. Aquí nos encontramos con el acto y la potencia
como co-principios constitutivos de un mismo ente.
Estos conceptos estaban ya presentes en la filosofía de Aristóteles, en la que
encontramos dos tipos de composición acto-potencial: la de sustancia y accidentes, ya
mencionada, y la de materia y forma, exclusiva de los entes físicos. A estos dos tipos de
composición se añade en la metafísica de Santo Tomás uno más: la composición entre
esencia y acto de ser (esse). Todos los entes tienen como su perfección más íntima el
ser, gracias al cual existen. Pero cada ente es distinto de otro, es decir, todos son pero
tienen diferentes modos de ser. Por ello hay multiplicidad de entes. Es decir que,
entonces, en todo ente encontramos el acto de ser, fuente de todas sus perfecciones y el
modo de ser que hace que un ente sea este y no aquel, como un recipiente que es el
sujeto del mencionado acto, lo recibe y limita. La esencia es justamente este modo de
ser de cada ente, que es potencia respecto del ser, que es el acto.

El segundo punto a tener en cuenta, y que se comprende teniendo presente el


primero, es el de los diversos tipos de perfecciones. Sin entrar en excesivos detalles,
digamos que la metafísica tomista distingue en los entes las propiedades
predicamentales de las propiedades trascendentales.
Las propiedades predicamentales se refieren al modo de ser del ente (es decir, se
derivan de su esencia) y son la substancia (si es un hombre, o un perro, o un potus, una
roca...) y los accidentes (sus cualidades, su tamaño, sus acciones, su ubicación, sus
relaciones...). Se derivan de la esencia del ente, es decir, de lo que el ente es, y
distinguen a un ente de otro, por eso no son perfecciones que den en todos los entes (no
todos los entes son hombres, o perros, o grandes, o inteligentes, o padres, ni se
encuentran en el mismo lugar...).
Las propiedades trascendentales, en cambio, se derivan del acto de ser. Y, puesto
que el tener el ser es lo que todos los entes tienen en común, estas propiedades se dan en
todos los entes (trascienden el ámbito predicamental, de ahí su denominación). Todos
los entes son, todos los entes son verdaderos, todos los entes son buenos, etc.24
Las perfecciones predicamentales, que se derivan de la esencia, implican en sí
mismas limitación, pues la esencia es una especie de límite. Por ejemplo, no puede
pensarse en un «Hombre Infinito», ya que la misma idea de «hombre» implica finitud.
Las perfecciones trascendentales, en cambio, no implican, de suyo, limitación, por ello
no hay contradicción alguna, por ejemplo, en hablar de «Ser Infinito» o «Verdad
Infinita».

24
Claro está que estos temas que mencionamos son tratados aquí de manera sumamente escueta. La
referencia a las propiedades trascendentales de los entes es, sin embargo, ineludible para una adecuada
interpretación de la cuarta vía y de la doctrina de la participación en la filosofía de Santo Tomás. Para
adentrarse más en estos temas véase, por ejemplo, Alvira, Clavel y Melendo, op. cit., pp. 65 y ss (Los
predicamentos), 79 y ss. (La estructura de acto y potencia en el ente) y 153 y ss. (Los trascendentales)
18

Pues bien, si leemos atentamente el texto de la cuarta vía y nos ayudamos además
con otros textos de Santo Tomás, observaremos que nuestro autor está pensando en las
perfecciones trascendentales cuando realiza el ascendente camino desde el ente finito
hasta Dios.25

Teniendo en cuenta estas aclaraciones, volvamos a formularnos el interrogante


planteado anteriormente: ¿por qué la existencia de grados de estas perfecciones conduce
a la conclusión de que existe la Perfección en grado máximo?
Lo que se da en diversos grados evidentemente se da en muchos. Es decir, para
que podamos comparar y hablar de diversos grados, es preciso que una misma
propiedad se de en una pluralidad. Y también es preciso, para que haya grados diversos,
que aquella misma propiedad que se da en muchos, se dé en ellos de modo limitado. En
algunos de modo más limitado, en otros de modo menos limitado, por eso justamente
hay diversos grados. La gradualidad y la multiplicidad implican limitación.
Si una misma perfección se da en muchos («en todos» podríamos decir en este
caso, ya que se trata de perfecciones trascendentales) y en consecuencia se da en ellos
de modo limitado, eso indica que estos entes poseen esa perfección, pero no son esa
perfección (si la fueran, la poseerían de modo absoluto). Es decir, su esencia no es esa
perfección, sino que la tiene y a la vez la limita al modo de un recipiente (ya que la
perfección no puede ser límite de sí misma).
Aquí la doctrina del acto y la potencia aparece claramente, pues estamos hablando
de un sujeto (potencia) que tiene esa perfección común (acto). Si tenemos en cuenta
entonces que la potencia no puede darse a sí misma el acto respecto del cual es potencia,
eso implica que dicha perfección la tiene recibida. ¿Recibida de quién? En última
instancia de aquel que es el acto.
En definitiva, si los entes poseen el acto de ser, pero no son el Ser, eso indica que
su limitado acto de ser lo tienen recibido de aquel que es el Ser Máximo, de Aquel que
ya no «posee» el ser, sino que es el mismo Ser Subsistente, Acto Puro de Ser, Ser por
esencia. Y a ese Acto Puro de Ser «llamamos Dios».
El acceso al nivel máximo de perfección a partir de la participación de esas
perfecciones en los entes finitos no se basa entonces en la causalidad ejemplar (aunque
ciertamente la implica), sino en la causalidad eficiente, como aclara el mismo Santo
Tomás en la última parte del texto de la tan discutida cuarta vía.

Por ser esta la argumentación que toca el núcleo mismo de la metafísica, bien
pueden reducirse a él las vías precedentes. La realidad de la que Santo Tomás parte en
cada una de las vías antecedentes es una realidad acto-potencial que no se explica sino
por un Ser que es actualidad pura. Siendo Dios el Acto Puro de Ser, resulta claro que es
por ello el Primer Motor Inmóvil (primera vía), ya que, en cuanto Acto Puro y carente
de toda potencialidad, no puede pasar de la potencia al acto para adquirir una nueva
perfección, pues es toda perfección. Lo mismo vale para la noción de Primer Causa
Incausada (segunda vía), ya que en cuanto Pura Perfección resulta claro que es fuente de
las perfecciones de las demás cosas pero Él mismo no recibe su perfección de ningún
otro. Por último, en cuanto Acto Puro de Ser, Dios es evidentemente el Ser Necesario
Por Sí Mismo (tercera vía), y fuente de la necesidad de otros, cuyo ser causa.

25
En consecuencia el ejemplo de lo cálido que el mismo Santo Tomás plantea en el texto de la cuarta vía
debe ser considerado como eso: un ejemplo, una analogía que no ha de ser considerada de modo literal.
19

Es justamente este cuarto argumento el que permite llegar al atributo principal de


Dios (el ser el mismo SER), a partir del cual pueden con relativa facilidad derivarse sus
demás atributos.26

Indudablemente cuenta la cuarta vía con un punto de partida universal, pues parte
de la existencia de los entes finitos y considera las perfecciones trascendentales, que son
propiedades de todo ente en cuanto tal, como ya se ha señalado. Y así nos conduce
también a una verdad universal, a saber: todo ente finito es causado por Dios, que es
en definitiva el tema sobre lo que versan todas las vías.
En este ascenso desde la finitud a lo Infinito, desde los entes al Ser, Santo Tomás
logra entrelazar armoniosa y exitosamente la doctrina aristotélica del acto y la potencia
con una cosmovisión marcada por la participación vertical de matiz platónico en la que
los entes limitados no son otra cosa que reflejos imperfectos de algo superior que es su
molde y causa. Esta armonización la logra a través de lo que sin duda sí es uno de los
temas centrales de su pensamiento: la distinción entre esencia y acto de ser en el ente.
Considerar esta vía como la más explícitamente metafísica e incluso como la más
tomista de todas no parece ser en consecuencia desatino alguno.

Quinta vía: del gobierno de las cosas


Este título es la denominación original de la vía, aunque a veces recibe otros
nombres. Se la suele denominar también la vía «del orden del mundo» o la vía «de la
causalidad final».
En cuanto a la primera de estas variantes, permítasenos decir algunas cosas.
Respecto de la idea misma del orden, pueden darse dos matices diferentes.
Algunos pensadores se fundamentan sobre todo en una mirada «global» y señalan el
orden del mundo considerado como un todo, en el que los particulares se relacionan
entre sí conformando una unidad armónica, sea en un sentido estético, utilitario, o el que
fuere («orden extrínseco»). Pero también se puede centralizar la observación en los
particulares mismos, y reflexionar sobre el orden que en cada uno de ellos se da de
modo individual («orden intrínseco»). Un matiz no va en desmedro del otro, claro está,
sino que se hayan íntimamente entrelazadas. El orden que surge de la unión de todos los
entes naturalmente no es independiente del orden interno de cada uno de ellos en
particular.
En el texto de la Suma Teológica, Santo Tomás parece adoptar principalmente este
segundo matiz, el del orden intrínseco, con la observación centrada en el ente
individual, a punto tal que la vía seguiría siendo válida si existiera un solo ente.
Diferente es el matiz que encontramos en la versión de la Suma Contra Gentiles, donde
el autor se refiere de modo más claro a la multiplicidad y a la unidad entre estos
elementos múltiples.27

26
En cuanto al tema del «primer nombre de Dios» (también denominado «esencia metafísica» en algunos
manuales) en la metafísica de Santo Tomás, la primacía del nombre Ser nos parece indiscutible, aunque
haya algunos fragmentos en el comentario al De divinis nominibus de Diosnisio Areopagita que hacen
posible la polémica. En el pensamiento cristiano hay para tal primacía, además de razones metafísicas,
fundamentación en la revelación (Ex. 3,14)
27
S.C.G. I, 13 («cosas contrarias y disonantes que concuerden en un orden», «cosas de naturalezas
diversas concuerdan en un solo orden»)
20

Un rastreo histórico de cada una de las vías mostraría claramente que en sus
párrafos Santo Tomás no pretende exponer un pensamiento original y novedoso, sino
más bien resumir en breve algunas de las demostraciones de la existencia de Dios con
las que ya contaba la tradición filosófica hasta entonces, aunque Santo Tomás las
«retoque» a veces y las fundamente sobre principios propios de su pensamiento. Es
evidente la influencia de Aristóteles (a quien Santo Tomás incluso cita explícitamente
en la Suma Teológica, en la cuarta vía), ya hablamos de la influencia platónica, y habría
que mencionar también a Avicena, Alfarabí, San Alberto Magno, Maimónides, entre
otros.28 En el caso concreto de un argumento que parta del orden del mundo el rastreo
histórico sería, empero, una empresa probablemente interminable, ya que la idea de un
universo ordenado que invita a pensar en una Inteligencia Ordenadora del mismo está
sumamente presente en el pensamiento cristiano, en el pensamiento medieval en general
y también el pensamiento antiguo anterior.29 Se trata probablemente de una de las
intuiciones metafísicas más tradicionales, habituales y cercanas al sentido común. Es
por ello el tipo de argumentación más popular.
La noción de orden suele conducir a la idea de un ordenador, no sólo a nivel
cósmico, sino en diversas situaciones concretas. Un adolescente que entra en su cuarto y
lo encuentra aseado, con la cama hecha, el piso barrido y cada prenda en su cajón o
estante correspondiente, no tendrá ninguna dificultad para suponer que su madre, o
alguien más en su defecto, anduvo por ahí. De esa manera sabe algo que no vio con sus
ojos basándose en algo que sí ve, pasando de los efectos a la causa, que es el método
que Santo Tomás utiliza en sus cinco vías. Sin embargo, debe aclararse que la quinta vía
no puede reducirse a la proposición «si hay orden, entonces es probable que haya
alguien inteligente que ordena». La quinta vía no es una cuestión de probabilidades. Si
el razonamiento fuese «no hay casi ninguna posibilidad de que el orden universal se
deba al azar, por lo tanto no se debe al azar, sino a una inteligencia ordenadora», la
prueba evidentemente no tendría validez. Santo Tomás de hecho no razona por este
camino. Por ello la referencia a la causalidad final es central en este punto.
En cuanto a la denominación de la vía como la «de la causalidad final» hay que
decir entonces que su nombre es acertado en cuanto Santo Tomás habla en este
argumento de la finalidad de los entes y llega a Dios como causa de ella. Sin embargo es
oportuno aclarar que la conclusión de la vía no es la existencia de Dios como Causa
Final sino como Causa Eficiente de la finalidad, que no es lo mismo (aunque las tesis
estén relacionadas entre sí y la idea de Dios como fin último de la creación también está
presente en la filosofía del Aquinate). En definitiva, la quinta vía no habla expresamente
sobre Dios-Omega, sino que concluye en la existencia de Dios-Alfa, al igual que las
vías anteriores.

Pasemos ahora sí al texto de nuestro autor.


El punto de partida de la última vía de la Suma Teológica no es universal, sino
que se restringe a los entes que no poseen conocimiento. Dice Santo Tomás.

«Vemos pues que las cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales,
obran por un fin, como se ve en el hecho de que siempre o muy frecuentemente obran

28
Referencias más puntuales a los orígenes filosóficos de cada una de las vías pueden encontrarse en E.
Gilson, El tomismo, pp. 93 y ss.
29
Es sabido que por ejemplo entre los filósofos presocráticos, Anaxágoras ya había hablado sobre la
existencia de un Intelecto (Noũs) para explicar el cosmos, y por esa misma línea han seguido las
reflexiones de Sócrates en torno al tema. En la versión de la S.C.G. (I, 13), sin embargo, hace Santo
Tomás una mención explícita de San Juan Damasceno.
21

de la misma manera para conseguir lo que les es óptimo. De donde resulta evidente que
llegan a su fin de modo intencional y no al acaso.»

Una vez más notaremos aquí que el núcleo de la argumentación se encuentra en el


punto de partida y que el éxito y aceptación de la demostración depende de una buena
lectura y aceptación de lo que en él se propone. Es justamente este punto de partida la
parte históricamente más discutida del argumento.
Hablar de finalidad en los entes con conocimiento no plantea mayores
dificultades. El análisis de nuestra experiencia humana revela cómo conocemos o
concebimos metas y objetivos, tendemos hacia ellos y dirigimos nuestras acciones para
lograr la consecución de los mismos. También en los animales descubrimos que se
dirigen a determinados fines en base a su conocimiento (aunque no conozcan el fin en
cuanto tal); y así nuestras mascotas tienden hacia el plato de comida al haberlo captado
con los sentidos, y hacia él se encaminan. La cuestión se torna un poco más dificultosa
al hablar de los entes sin conocimiento (o incluso en las operaciones de los entes
cognoscentes, pero que no implican intervención del conocer).
Santo Tomás es muy claro al respecto: «todo agente obra por un fin». Tratemos
de considerar, para evitar confusiones, qué significa y qué no, en la filosofía de Santo
Tomás, este principio. Claramente no está diciendo el autor que algunos agentes obren
por un fin, ni que lo hagan a veces. El principio es aplicado a todos los agentes, siempre
y cada una de las veces que obran, a punto tal que si no habría finalidad los agentes no
obrarían.30
Pero tampoco está diciendo Santo Tomás en ningún momento que los agentes que
obran por un fin (es decir, todos) tengan por qué conocer el fin hacia el cual se dirigen;
en la quinta vía que estamos tratando se habla justamente sobre entes sin conocimiento,
y se dice que ellos que también tienden hacia sus fines, aunque no tengan obviamente
ningún conocimiento de ello. Una lectura panpsiquista del principio de finalidad no
concuerda evidentemente con la doctrina tomista.
Tampoco se dice en ningún momento que, en todos los casos concretos, nos sea
posible discernir a nosotros cuál es la finalidad que persigue el agente; para ello habría
que analizar cada caso en particular.
Por último, tampoco está diciendo el Aquinate que los fines hacia los cuales se
dirigen los agentes se cumplan o sean alcanzados necesariamente. La consecución del
fin puede verse frustrada por diferentes factores, pero ello no alcanza para cuestionar el
principio de finalidad que estamos tratando. Más bien todo lo contrario. A veces, en
efecto, no se alcanza la consecución de los fines naturales, tal como lo evidencian
algunas criaturas deformes. Puede hablarse entonces de excepciones que parecerían
hacer tambalear la idea de que exista efectivamente un orden natural. Pero nótese que
Santo Tomás en ningún momento habla sobre una regularidad absoluta en la que los
entes obrasen siempre de la misma manera, sino que aclara que ello sucede «siempre o
muy frecuentemente». Aquí es donde podemos tomar en su máxima validez la popular
expresión de que «la excepción hace a la regla», en el estricto sentido de que si hay
excepción, es porque hay regla. Si descubrimos una falla, la falla sólo puede ser tal en

30
«Si el agente no obrase para algún efecto determinado, todos los efectos le serían indiferentes. Y lo que
se ha indiferentemente respecto de muchas cosas no obra más la una de ellas que la otra; por lo cual del
contingente respecto de ambas no se sigue algún efecto sino mediante algo que esté determinado a una.
Sería pues imposible que obrara. Luego, todo agente tiende hacia algún efecto determinado, que se dice
fin suyo.» S.C.G. III, 2
22

tanto y en cuanto se opone a un determinado orden. Sin orden no habría fallas, sin
reglas no habría excepciones.31

Lo que la frase todo agente obra por un fin está diciendo es que todas las
operaciones van en una dirección determinada. Cuando uno obra, obra algo
determinado. Obrar algo indeterminado es no obrar.32 Toda acción lleva impresa una
dirección; toda acción está, en consecuencia, orientada.
Y esto vale también, como hemos dicho, para los entes sin conocimiento. Las
plantas, por ejemplo, realizan la fotosíntesis, y dicha operación se orienta a su
crecimiento y desarrollo (que es un bien para la planta; ya señalaba el texto de Santo
Tomás que los entes se dirigen hacia sus fines «para conseguir lo que les es óptimo»).
¿Sería erróneo entonces decir que la planta obra para alcanzar su desarrollo? ¿Sería
erróneo decir que los perros tienen ojos para ver, y las aves tienen alas para volar?
El mecanicismo ha expandido la desconfianza en estas ideas, y prefiere decir que
la planta hace la fotosíntesis no debido a que tiende a un fin, sino debido a la estructura
de la planta, así como diría que el perro ve porque tiene ojos, pero no que los tenga para
ver. Es decir, el mecanicismo insiste en limitarse a hablar de la causalidad eficiente y
negar la causalidad final. Quizás porque interprete la finalidad como algo extrínseco y
añadido al cambio (y en consecuencia a la acción y al agente). Pero no es esa la
perspectiva de Santo Tomás. Desde luego que no deshecha la explicación por las causas
eficientes, pero señala que justamente en ellas está ya presente la finalidad.
Retomando nociones expuestas previamente, podríamos decir en definitiva que
nada pasa de la potencia al acto, sino gracias a algo que está en acto y que es motor del
móvil. El motor obra gracias al acto que posee, acto que, en cuanto perfección
determinada, tiene en consecuencia una dirección determinada (finalidad).
Como señala el mismo Santo Tomás, «no de cualquier virtud procede cualquier
acción, sino que del calor [procede] la calefacción, y del frío la refrigeración; por lo
cual también las acciones, según la diversidad de los [principios] activos, difieren en la
especie. [...] así como en el entendimiento que preconcibe existe toda la semejanza
[imágen] del efecto, a la cual se llega mediante la acción del que entiende, así también
en el agente natural preexiste la semejanza del efecto natural, por la cual la acción se
determina a este efecto; pues el fuego engendra al fuego, y la oliva a la oliva. Por lo
tanto, así como el agente por entendimiento tiende a un fin determinado, mediante su
acción así también el agente por naturaleza. Luego, todo agente obra por un fin.»33

Ahora bien, ¿por qué la existencia de la finalidad en los entes sin conocimiento
habría de conducirnos a la existencia de Dios?
La cuestión está en notar que la finalidad supone una inteligencia. Como producto
de la acción, el fin es evidentemente lo último. Pero como explicación de la tendencia (y
causa de toda otra causalidad en la acción) el fin es lo primero; sin causalidad final no
hay operación de la causa eficiente, y por ello es el fin la causa de todas las causas. El

31
«No se halla falta sino en aquellas cosas que se ordenan a un fin; pues no se considera que alguien
falte porque no alcance a aquello para lo cual no es: se le imputa como falta al médico el que no logre
sanar la naturaleza, y no así al constructor o al gramático. Pero hallamos falta en aquellas cosas que se
hacen según un arte, como cuando el gramático no habla rectamente; y también en las que son según la
naturaleza, como se ve en los partos monstruosos. Luego, tanto el agente según la naturaleza como el
agente según un arte y a propósito obran por un fin.» S.C.G. III, 2
32
En un sentido coloquial, por ejemplo, se puede decir que Fulano va «hacia ninguna parte», pero no en
un sentido estricto; si «va», va hacia alguna parte, en alguna dirección. Si alguien, estrictamente
hablando, no va en ninguna dirección, entonces sencillamente no va.
33
S.C.G. III, 2
23

fin es causa en cuanto está en la intención, y esta causalidad solamente es posible si el


fin es concebido o conocido por alguien. Es decir, que si el fin es lo primero en la
intención, supone un cognoscente en cuya intención está el fin, por eso no hay finalidad
si no hay conocimiento. Claramente podemos percibir esto con ejemplos del mundo
artificial, como el que utiliza el mismo Santo Tomás. La flecha se dirige hacia un fin,
que es el blanco. Pero ella misma no puede dirigirse hacia el blanco de modo
intencional pues no tiene noticia alguna de la existencia y ubicación del mismo. Por ello
el dirigirse de la flecha hacia el blanco supone la acción del arquero, que sí tiene
conocimiento del fin.
Esto es aplicable a la naturaleza. Si todos los entes obran por un fin, incluso los
entes que no tienen conocimiento, pero la finalidad sin conocimiento es imposible,
entonces eso significa que los entes sin conocimiento son dirigidos hacia sus propios
fines por una inteligencia.

«Aquellas cosas que no tienen conocimiento no tienden al fin si no son dirigidas por
algo que sí posee conocimiento e inteligencia, como la flecha es dirigida por el
arquero. Por lo tanto existe alguien inteligente, por quien todas las cosas naturales son
ordenadas hacia su fin, y a este llamamos Dios.»

¿No podría acaso recurrirse a otras explicaciones, que no sean necesariamente la


de una Inteligencia Ordenadora? Veamos algunas.
Podría decirse, por ejemplo, que los entes naturales se comportan de determinada
manera debido a las leyes de la naturaleza, y punto. Pues bien, nada hay para objetar
ante la afirmación de que las cosas se comporten así o asá debido a las leyes naturales.
Lo que sí merece objeción es el «y punto», si es que no se quiere quedar uno en el plano
meramente científico. Pues esta explicación no resuelve el problema en cuestión, en
todo caso mejora la pregunta, que pasa a ser entonces: ¿Por qué hay leyes en la
naturaleza?34
La existencia de las leyes naturales no anula la tesis de un orden natural, sino todo
lo contrario, es una de las principales razones que patentizan su existencia. Las leyes
pertenecen al orden y hablar de las primeras implica hablar del segundo, y es la causa de
este orden lo que se está buscando en la quinta vía.
Las leyes no llegan a explicarse a sí mismas en el plano metafísico. Lo que en
ellas se manifiesta es una necesidad física (que hace referencia a lo que es de hecho,
pero podría ser de otra manera), no una necesidad metafísica (lo que es de derecho y no
podría ser de otra manera). En última instancia, las leyes naturales manifiestan que hay
regularidad donde podría no haberla35, lo cual nos acerca nuevamente a la idea de un
Ordenador, no sólo inteligente sino también libre.
Otra objeción posible consistiría en decir que el orden natural que vemos
actualmente es producto del azar (y no de una inteligencia). Dicha objeción sí suele
moverse en el ámbito de las probabilidades, sobre el que hemos hablado ya. Podríamos
plantearla del siguiente modo: Es razonable que, si escuchamos por ejemplo una pieza
musical, nos surja de modo espontáneo la idea de que alguien, un compositor, ha
ubicado intencionalmente las diferentes notas y figuras musicales de esa manera. Lo
mismo ocurre cuando nos topamos con un texto; la combinación de las palabras nos

34
Lo dicho también al hablar de la teoría de la evolución. Sin entrar en el debate sobre la validez o no de
tal teoría, aun suponiéndola acertada, permanece la pregunta «¿por qué hay evolución?», ya que esta sería
una ley de la naturaleza.
35
La existencia de «excepciones» a la que anteriormente hacíamos referencia, sirve también para
visualizar este punto.
24

indica que el escrito ha sido causado por un autor, quien ha dispuesto intencionalmente
esas palabras de ese modo. Ahora bien, si pusiésemos en una bolsa todas las palabras
que Dostoievski utilizó en un determinado párrafo y las arrojásemos luego sobre papel,
¿qué probabilidades hay de que obtuviésemos como resultado el mismo párrafo?
«Ninguna» estaría tentado de decir el lector. Pero la respuesta no es acertada. Se podrá
decir que las probabilidades son pequeñas, mínimas, irrisorias. Y tanto menores serían
si en lugar de intentarlo con palabras lo hiciésemos con las letras sueltas, y menores aún
si en lugar de un párrafo lo intentásemos con Crimen y Castigo. Pero por minúsculas
que fuesen las probabilidades, la respuesta «ninguna» seguiría siendo inexacta. La
diferencia entre «muy pocas» y «ninguna» sigue siendo abismal, pues es la diferencia
entre algo y nada. En consecuencia, el interrogante que surge es: si existe aunque sea
una mínima posibilidad de que el azar produzca Crimen y Castigo, ¿por qué negar que
exista la posibilidad, por pequeña que fuera, de que el azar haya producido el orden en
el mundo?
Sin embargo la idea es en sí misma contradictoria. Si desde un principio sólo hay
azar, ¿en qué podríamos fundamentarnos para considerar que algo es «orden» y
denominarlo como tal? Si en algún momento sólo hubo absoluto azar, entonces jamás
habrá más que eso, pura azarosidad, absurdidad y sinsentido. 36
La única verdadera objeción posible es la que deshecha de raíz la existencia del
orden y considera que el mundo es puro caos. Esta posición metafísica es de principio
radicalmente distinta a lo que Santo Tomás considera una evidencia y se sitúa en una
vereda diametralmente opuesta en cuanto al punto de partida. A partir de ahí, la
discusión y diálogo entre ambas perspectivas filosóficas ya no es posible.

Por último resta considerar si esta Inteligencia Ordenadora es necesariamente


Dios, como señala Santo Tomás. Podría pensarse, tal como hace Kant, que en última
instancia este tipo de argumentos concluye en la existencia de un demiurgo ordenador
de la naturaleza, pero no necesariamente en un Dios creador. Sin embargo, semejante
lectura de la conclusión implicaría ver el orden de los entes como algo que les es
extrínseco, que no es de lo que habla Santo Tomás. La finalidad y el orden en los entes
les es íntimo como su propia naturaleza, pues en definitiva se trata de lo mismo. El
autor de dicho orden es entonces el mismo autor de la naturaleza de los entes, es decir,
el Creador de los mismos. Y su gobierno es también íntimo a la creatura, no le adviene
como algo externo sino que brota de su mismo núcleo.

36
Tal es el inconveniente de la hipótesis del «milagro de los monos dactilógrafos» de E. Borrel, similar a
los casos que utilizamos aquí. Existe la posibilidad matemática de que unos monos tecleando al azar sobre
máquinas de escribir lleguen a reconstruir La Ilíada, o incluso todos los libros de todas las bibliotecas del
mundo. Pero claro está que el ejemplo no es aplicable a la hipótesis de un azar absoluto y originario, ya
que, como bien señala R. Jolivet «para que el “milagro de los monos dactilógrafos” sea
matemáticamente aceptable, es preciso que haya primero (¡naturalmente!) monos y máquinas de
escribir, pero también es necesario un ser inteligente, capaz de dar un sentido al “conjunto” de letras y
de signos llamados La Ilíada. De lo contrario, los hipotéticos monos, con sus máquinas igualmente
hipotéticas, después de haber fortuitamente compuesto La Ilíada, compondrán indefinidamente otros
“textos” que no tendrán ni más ni menos sentido que La Ilíada, es decir, que serán, como ella, hechos
brutos absolutamente sin sentido» (Metafísica, Ed. Lohlé, Bs. As.. 1957, p. 357) La hipótesis en
definitiva no concluye en la posibilidad de que del azar nazca el orden, sino en la posibilidad de que, por
azar, se coincida con un orden ya preexistente. Nada tienen para decir los cálculos de probabilidades
sobre la hipótesis de que surja el orden del azar absoluto, por ser irracional la hipótesis.
25

Consideraciones finales
La teología natural versa sobre dos grandes temas: la existencia de Dios y su
esencia. Los argumentos de Santo Tomás que aquí hemos retomado y analizado se
refieren, como es obvio, al primero de ellos. Son, sin embargo, importantes y de gran
ayuda además para lo que es el segundo capítulo de esta disciplina filosófica, ya que las
vías no sólo señalan que Dios existe, sino que nos hablan también sobre algunas
características de este Dios existente. Cada una de las cinco vías nos muestra un
«aspecto» de Dios, alguno de sus nombres, y no resulta dificultoso notar la
complementariedad y mutua implicancia de estos nombres, y cómo a partir de ellos se
derivan a su vez otros que permiten al pensador aproximarse un poco más al inagotable
misterio de la esencia divina. La simplicidad (no-composición), la bondad, la infinitud,
la eternidad, la unidad divinas, su carácter personal, su omnipresencia y omnipotencia,
su providencia y otros atributos pueden ser conocidos a partir de las características que
en Dios descubrimos basándonos en las afamadas cinco vías.37
Siempre será necesario, empero, tener presente la limitación del conocimiento de
Dios que puede llegar a tener nuestro limitado intelecto, aún en el mejor de los casos.
Por mucho que podamos profundizar en estos temas, la esencia de Dios seguirá siendo
al ser humano incomprehensible y lo que podamos decir sobre ella desde la teología
natural o filosófica será inevitablemente poco.
Poco no es lo mismo que nada, es verdad, y en este sentido el pensamiento
cristiano no tiene por qué rechazar toda posibilidad de acceso natural al tema de Dios.
«Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver con la inteligencia a
través de sus obras» dice claramente San Pablo.38 Pero así como no nos parece
adecuada una posición de tipo agnóstico, habremos de estar atentos también para no
caer en posiciones de tipo racionalista que redujeran a Dios a lo poco que nuestro
conocimiento racional puede llegar a conocer de Él. Sobre este peligro nos alerta en
múltiples oportunidades el mismo Santo Tomás, partidario de la denominada teología
negativa.39 Es de recomendar que el cristiano tenga siempre presente las limitaciones de
su conocimiento natural racional y se acuerde de aquella alerta que Pascal profería
contra las tendencias del racionalismo: «Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de
Jacob, no de los filósofos y de los sabios.»40

Por último: Platón dice en su Timeo que «descubrir al hacedor y padre de este
universo es difícil, pero, una vez descubierto, comunicárselo a todos es imposible.»41

37
Para al tema de los atributos divinos en Santo Tomás de Aquino cfr. S. Th., I, 3-26
38
Rom, 1, 20.
39
«La substancia divina excede con su inmensidad toda forma que nuestro entendimiento alcance; y así
no podemos aprehenderla conociendo qué es, sino que tenemos alguna noticia de ella conociendo qué no
es» S.C.G. I, 14. «Se llega al conocimiento propio de alguna cosa no sólo mediante afirmaciones, sino
también mediante negaciones [...] entre uno y otro modo de conocimiento propio hay esta diferencia: que
habiendo obtenido mediante afirmaciones el conocimiento propio de una cosa, se sabe qué es la cosa y
cómo se distingue de las demás; mientras que habiendo obtenido el conocimiento propio de la cosa
mediante negaciones, se sabe que es distinta de las demás, pero se sigue ignorando qué es ella. Y tal es el
conocimiento propio que se tiene de Dios a través de las demostraciones.» S.C.G. III, 39. «Por lo cual
Dionisio dice (De la Teol. Mist. cap. 2) que nos unimos a Dios como a algo desconocido; lo cual en
verdad ocurre así en tanto que de Dios conocemos lo que Él no es, mientras que qué es Él queda
totalmente ignorado.» S.C.G. III, 49.
40
La cita pertenece al célebre Memorial del pensador francés. En cuanto a su opinión sobre las
demostraciones y argumentaciones racionales sobre Dios cfr. Pensamientos, 242 (según la numeración de
Brunschvicg).
41
Tim., 28 c
26

Resta entonces preguntarnos sobre el poder de convencimiento de los argumentos para


probar la existencia de Dios como los que aquí se han expuesto.
Al conocer las vías de Santo Tomás o algunas otras argumentaciones de este tipo,
se plantea la cuestión, para quienes acepten su valor probatorio, de si pudiesen ser útiles
estos argumentos para «convencer» a quienes no tengan respecto de la existencia de
Dios una posición tomada o incluso a quienes tengan una posición contraria. La validez
moral de semejante intento no es un tema para desarrollar aquí, sólo nos limitaremos a
opinar que el intento es válido y que bienvenida sea toda tendencia al diálogo entre
posiciones divergentes. Sin embargo, llamativamente o no, la experiencia tiende a
demostrar que estos intentos lejos están de dirigirse habitualmente al éxito, y esto por
varias razones.
En primer lugar, para que el diálogo sea posible, hay que estar de acuerdo en
algunas cuestiones previas. Con alguien que adhiere a una cosmovisión materialista y
considera a lo físico como lo único real existente, o con alguien de posición
gnoseológica empirista/sensista que considera que lo único cognoscible es lo que
captamos con los sentidos, o con alguien adhiriente al positivismo que acepta a las
ciencias positivas como única garantía de verdad, la discusión sobre la existencia de
Dios se torna inútil por falta de coincidencia en los presupuestos.
En segundo lugar, existen verdades que además de ser «intelectuales», envuelven
toda una serie de cuestiones existenciales, éticas, afectivas... En muchos de nuestros
juicios entran en juego los hábitos, las costumbres, la formación adquirida, la voluntad,
las pasiones, etc. Y al tratarse de verdades que envuelven la vida entera estos factores
suelen tener todavía un mayor protagonismo a la hora de inmiscuirse en las operaciones
intelectuales. Al grupo de estas verdades, que trascienden lo meramente cognoscitivo,
pertenece también – y quizás como ningún otro – el juicio «Dios existe», que puede
entonces no ser aceptado por diferentes factores. Es decir, bien puede suceder que
alguien no vea que Dios existe porque, por la razón que fuere, sea ésta consciente o no,
no puede o no quiere verlo.42
En tercer lugar, tengamos en cuenta que, así como existen argumentos a favor de
la existencia de Dios, también los hay en contra de la misma. Algunos de ellos han sido
someramente mencionados en estas mismas páginas (la libertad humana, por un lado, y
la existencia del mal, por otro). Estos contra-argumentos se convierten a veces en
verdaderos obstáculos para que la existencia de Dios sea aceptada sin más, a pesar de
los argumentos a favor que pudieren presentarse. Se trata de un tema que sin lugar a
dudas merece un tratamiento aparte y un desarrollo más amplio del que aquí podemos
llevar a cabo.

Por último, y pasando ya exclusivamente a las cinco vías de Santo Tomás,


podemos preguntarnos si las dificultades para ser aceptadas que ellas suscitan en algún
lector son o no principalmente dificultades de razonamiento.
Para reflexionar mejor sobre este punto permítasenos recordar una distinción
utilizada en la época escolástica entre intelecto (intellectus) y razón (ratio). Ambos
términos, claro está, hacen referencia a la inteligencia, pero vista en dos diferentes
aspectos. El intelecto es la inteligencia en su función intuitiva, en cuanto la inteligencia
«capta», «ve» las cosas y su modo de ser. La razón es la inteligencia en su función
discursiva, en cuanto «conecta» datos entre sí, pasa de una verdad a otra para alcanzar
verdades nuevas o fundamentar verdades ya conocidas. De la primacía que se otorgue a

42
Somos conscientes de que estas afirmaciones también pueden ser utilizadas de modo inverso por
quienes no aceptan la existencia de Dios y consideran que quienes opinan lo contrario se están dejando
llevar por razones extra-intelectuales.
27

uno u otro brotan no sólo tipos distintos de filosofía y de filosofar, sino incluso
diferentes estilos de «tomismos» y también diferentes modos de encarar los argumentos
planteados en las vías.
Puesto que se trata de argumentaciones, podría sospecharse que lo central en
nuestro tema sería razonar correctamente. Si otorgáramos primacía a la ratio, las cinco
vías serían principalmente una cuestión de razonamiento y las eventuales dificultades se
plantearían primordialmente por falta de rigor en el mismo. Todo aquel que supiese
razonar de modo correcto no debería tener con los argumentos mayores complicaciones.
No se comprendería entonces que un buen razonador encontrase dificultades para una
buena lectura, comprensión y eventual aceptación de lo planteado en el texto de Santo
Tomás.
Si en cambio otorgamos primacía al intellectus, las principales dificultades no son
ya las de razonar correctamente, sino las de ver bien. Lo central no será conectar los
datos y seguir los silogismos, sino sobretodo captar lo que se plantea en el punto de
partida y lo que en él está implicado. Aceptando éste no sería tan arduo llegar a la
conclusión. Se trataría de aplicar el esprit de finesse más bien que de afilar el esprit de
géométrie, por utilizar términos pascalianos. O si se prefiere, se trata más bien de una
cuestión del corazón, en el sentido bíblico del término.
Aceptar el punto de partida de las vías, como hemos dicho, es aceptar la
composición acto-potencial del ente finito y, en última instancia, la metafísica
participacionista que nos conduce ascendentemente desde lo múltiple a lo Uno, de lo
causado a la Causa, de lo móvil a lo Eterno, de lo finito a lo Infinito, de lo compuesto a
lo Simple, de lo ordenado al Ordenador. En definitiva, para quien con su mirada
intelectual logra intuir el carácter creatural de las cosas, la existencia de Dios
obviamente no representa mayores dificultades.
Claro está que esto no significa que sea lícito restarle rigor a lo que en las vías
haya de silogístico, pero sí que la cuestión central no está tanto en saber discurrir, sino
en abrir profundamente los ojos a la realidad que se nos presenta como dato inicial y a
partir del cual podemos avanzar.
Que a veces resulte más difícil ver que razonar no es algo que debiera
sorprendernos. Logar una límpida y profunda mirada de las cosas exige muchas veces
un esfuerzo ascético mayor al que exige el entrenamiento en el rigor silogístico. No
sería raro que las principales dificultades referentes al poder de convencimiento de las
cinco vías de Santo Tomás para demostrar la existencia de Dios tuviesen su raíz en
estas incapacidades de lograr la pureza de la mirada, en esta indocilidad intelectual de la
que todos somos víctimas en mayor o menor medida. Pero es en dicha pureza en lo que
a nuestro entender estriba justamente la sabiduría hacia la cual ser humano por
naturaleza tiende.

Martín Sušnik

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