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El neorrealismo en perspectiva
A 65 años de su estreno, Roma, ciudad abierta es el motivo perfecto para repasar los
entretelones de una película-hito y el movimiento cinematográfico que impulsó.
Exterior. Roma, fines de 1944. La Ciudad Eterna acaba de ser rescatada de los
alemanes; los nazis huyen y los estadounidenses ingresan silbando a las muchachas.
El olor a pólvora sigue en el aire, pero en la Via Nazionale un libretista de varieté hace
caricaturas para ganar su almuerzo. De pronto, un sujeto le toca el hombro. “¿Es
usted Fellini?”… “Depende, ¿le debo dinero?” Roberto Rossellini celebra la ocurrencia
con una carcajada.
En la biografía de Hollis Alpert, Fellini cuenta que conocía a Rossellini, pero que nunca
esperó que el director lo convocara a trabajar con él. Ese día, el plan era que Fellini le
echara una mano para convencer al actor Aldo Fabrizi de tomar parte en un corto que
empezaría a rodarse en los próximos días con guión de Sergio Amidei. La propuesta
sonaba a cosa de locos: el trabajo en la industria del cine no existía y Cinecittá,
dañada por las bombas, apenas era un refugio infecto de prisioneros y soldados. Pero
Rossellini explicó que contaba con el auspicio de cierta condesa que estaba dispuesta
a poner una suma de dinero para rodar la historia de Don Morosino -un sacerdote que
durante la ocupación alemana había sido fusilado por la SS por ayudar a la
resistencia- siempre y cuando Fabrizi, y ningún otro, hiciera el papel del cura
martirizado.
Convencer a Fabrizi fue muy duro. Alegaba que hacer un corto sería un retroceso en
su carrera, además, su oficio era comediante y el público jamás lo aceptaría en un
papel tan sombrío. Al final, pidió un millón de liras (cinco mil dólares al cambio de la
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Licenciado en Comunicaciones por la Universidad de Lima y Magister en Literatura por la Pontificia
Universidad Católica del Perú. Se desempeña como guionista de televisión y docente universitario.
época) y que la película fuera un largometraje. Sin saber cómo, Rossellini aseguró al
actor que así sería. Una noche en que Amidei y Fellini trabajaban en la idea del
segundo guión, que se basaría en las pandillas juveniles que vagaban por la capital
durante la guerra, Rossellini sugirió unir ambas historias y Amidei otorgó su
bendición. Así se resolvió una de las condiciones de Fabrizi, pero el proyecto creció
tremendamente; superaba el aporte de la condesa por la participación de su actor
favorito, de modo que inició una periplo alucinado para alcanzar las mejores
condiciones posibles.
Rossellini reclutó como la protagonista femenina a la actriz Anna Magnani, con quien
entonces sostenía un romance impreciso, y convenció a varios amigos sin pergaminos
de actor (un arquitecto, un periodista, un carnicero) para que actuaran en un filme
quimérico que no tenía presupuesto, pero sí un título grandioso: Roma, ciudad
abierta. Además, vendió su cama, una cómoda antigua y un ropero con espejo. En el
mercado negro buscó agenciarse de película virgen, pero sólo consiguió algunas latas
vencidas. El resto del equipo se logró gracias a la ayuda del Cuerpo de Señales del
Ejército Aliado acantonado en Roma, quienes también intercedieron para la firma de
los permisos correspondientes.
La filmación, como era de esperar, resultó por demás azarosa. Algunos pasajes del
guión tenían antecedentes en la vida real y Rossellini insistió en usar los mismos
escenarios, aunque ello implicara desplazar a todo un batallón de artillería. Se rodaría
como película muda y los actores doblarían después sus propias voces. Pero mientras
se filmaban estas tomas, el equipo de producción cambiaba de cabeza cada tres días
por diferencias irreconciliables, Fellini se liaba a golpes con los soldados ebrios de
Piazza Barberini y Rosselini resistía el acecho de agentes del viejo régimen fascista
que pululaban por las locaciones. La única columna que daba seguridad a todo el
proceso era la fuerza de voluntad de sus artífices.
El director Carlo Lizzani, que participó como técnico cuando tenía 22 años,
reconstruyó los pormenores en Celuloide, una película de 1995 que contó con el
apoyo de los guionistas Pirro y Scarpelli. En él Rossellini es un malabarista ingenioso
para administrar los escasos recursos, además de un seductor tan eficaz como su don
de gentes, lo que finalmente le valió mantener a flote la nave. Amidei es un tipo
endurecido por la guerra, intransigente aún en cosas triviales. Anna Magnani se
atormenta pensando en el amor y sus posibilidades. Fabrizi llora al leer el guión de
Roma… y se pregunta cuál será el destino de la comedia después de la guerra. Todo
en medio de textos que de pronto se disparan como lecciones a considerar: “En el
cine nada es seguro” (Rossellini), “Los actores nunca decimos la verdad” (Magnani),
“Por favor, no use su inteligencia para ser estúpido” (Amidei al productor Pepino
Amato).
Su estreno en Italia, en 1945, reportó críticas funestas. La película iba en contra del
estándar cinematográfico en vigencia: la luz era deficiente, la imagen deplorable -a
causa del material caduco-, la historia era demasiado realista y las torturas de los
nazis apenas tolerables. El público no estaba habituado a ver gente común en roles
protagónicos y mucho menos escenarios reconocibles. En fin, calamitoso. Pero el cine
italiano tiene más de una impronta fantástica en sus pliegues. Si se mira con
atención, está salpicado de ofuscación y delirio, y se sabe que cuando ambos
confluyen sobrevienen los milagros más inverosímiles.
Rossellini había decidido forzar la aceptación del filme rodando algunas escenas más
que se insertarían convenientemente, cuando las luces se cortaron de improviso. Lo
que sigue a continuación ha sido narrado en mil versiones donde los personajes
difieren en detalles, pero la historia es la misma: un soldado norteamericano –ebrio
en algunos testimonios, miope en otros, fugitivo de algún cornudo italiano furioso en
otro más- tropezó con los cables que alimentaban la cámara y las luces. Tratando de
evitar cualquier incidente, Fellini lo hizo ingresar y el hombre quedó fascinado. Se
presentó como Rod E. Geiger, aseguró ser productor y pidió una copia del filme para
distribuirlo en América.
La realidad en un espejo
Incluso el mismo Rossellini transitó ese camino de ensayos. Antes de la guerra había
rodado algunas piezas breves que le granjearon cierto reconocimiento, pero sobre
todo la admiración de Vittorio Mussolini, hijo del Duce, quien durante la guerra le
encargaría dirigir algunos trabajos con temas patrióticos. De esta época se sabe poco,
más allá de las continuas diferencias con Mussolini, para quien las ideas del director
resultaban demasiado lejanas del pueblo. Para el proyecto de la guerra de Abisinia,
por ejemplo, Rossellini había encargado a un inescrutable Michelangelo Antonioni la
elaboración del guión; pero lo que más desorientaba al hijo del Duce era que a pesar
de tratarse de ficciones, el estilo no difería mucho del documental, con poca acción y
muchas tomas contemplativas de escenarios naturales.
En cierto modo, el neorrealismo se presentó como una elongación del verismo, que
representó exageradamente cada escena de la vida diaria de la República de Weimar,
desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta el advenimiento del
nacionalsocialismo (1918-1933). El verismo fue la respuesta pictórica a la crisis de
entreguerra de artistas como George Grosz, Rudolf Schlichter y Otto Dix, que con
duros trazos reprodujeron, por ejemplo, a los mutilados. Como ocurriera con los
veristas, para este nuevo cine no era necesaria una técnica perfecta, ni siquiera un
resultado estéticamente bello. “El realismo no es más que la forma artística de la
verdad –decía Rossellini- Cuando la verdad es reconstituida, se alcanza la expresión.
El objeto de una película realista es el mundo, no la historia, no el relato”.
En los años cincuenta, Italia asiste a una progresiva esterilización del movimiento
neorrealista. La impronta filoestadounidense del democristiano Alcide De Gasperi
propició una decidida restauración condicionada por el Plan Marshall, con lo cual los
modelos de solidaridad posbélica se rompieron y la re-industrialización del cine se
estructuró de acuerdo a ciertos indispensables, entre ellos la materia de sus historias.
La política cultural apuesta por el optimismo capitalista y la exposición de las penurias
de un pueblo vencido comienza a ser vista con fastidio por el poder.
Por otro lado, desde el partido moderado se promovieron leyes como la de Andreotti,
que negó, entre otras cosas, el derecho a la exportación a las producciones en
cooperativa. Y las distribuidoras, cada vez más partícipes de la órbita estadounidense,
empezaron a reclamar ciertos estándares de calidad en la imagen, el sonido y el
color.
ALPERT, Hollis. Fellini. Javier Vergara Editor S.A. Buenos Aires, Argentina. Traducción
de Floreal Mazía. 1988.
LIZZANI, Carlo. Celuloide. Dirigida sobre argumento de Ugo Pirro y Furio Scarpelli.
Italia, color, 110’. 1995.
VERDONE, Mario. Storia del cinema italiano. Roma, Newton Compton, 1995.