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EL SENTIDO DE LA VIDA

MONASTICA
LOUIS BOUYER
del Oratorio

PREFACIO

El presente libro se dirige en primer lugar a los monjes. Quiere


simplemente mostrarles que su vocación en la Iglesia no es, y nunca
ha sido, una vocación particular. La vocación del monje es y sólo es la
vocación del bautizado. Pero es la vocación del bautizado que llegó,
diría, a lo extremo. Quienquiera se haya revestido de Cristo ha
escuchado el llamado de la búsqueda de Dios. El monje es aquél para
quien este llamado se hizo tan insistente que no puede responder
mañana sino hoy mismo. No espera que pase la figura de este mundo
para ver a Aquél que todavía se encuentra más allá. Él se adelanta
abandonando todo lo de este mundo para encontrarlo desde ahora.
Pero hay que decir que este libro se dirige, al mismo tiempo,
a todo cristiano. Si es verdad que el llamado: “sed perfectos como
vuestro Padre celestial es perfecto” apunta, de una u otra manera, a
cualquiera que quiere ser hijo de Dios, se puede invertir lo que
acabamos de decir. En toda vocación cristiana hay un germen de
vocación monástica. Se puede desarrollar más o menos; su desarrollo
mismo puede tomar muchas formas diferentes. Pero este germen no
podría ser ahogado sin que sucumba con él el germen propio de la
vida en Jesucristo. No se puede, en efecto, ser hijo de Dios sin
escuchar en lo más profundo de su corazón la voz que nos grita:
“Venid al Padre”, sin estar preparados a responder con un sacrificio
total.

1
Los autores modernos glorifican la espiritualidad posterior a
San Francisco de Sales haber dejado de modelar al cristiano que vive
en el mundo sobre la base monástica. Esta alabanza es relativamente
ambigua. Si se admira la sagacidad con la cual el santo ha sabido
distinguir entre la esencia de la vida monástica, la cual, una vez más,
se confunde con la vida cristiana integral, y sus accesorios. –si se lo
felicita de que haya desanimado a los cristianos que viven en el
mundo a imitar el monacato por sus apariencias para adoptar y sólo
adoptar de él sus principios vitales, nada mejor. Si se sobreentiende
que abriría a algunos la esperanza de un cristianismo sin austeridades
no buscando sino sólo a Dios, en una palabra, sin penitencia y sin vida
interior, no se puede sino dirigir a los llamados discípulos de san
Francisco de Sales la acusación más grave. La oración y la penitencia
son las bases de toda vida cristiana, porque sin ellas la caridad no es
sino una palabra vacía de sentido. Rechazarlas o arrojarlas a la
periferia es negar al evangelio que se convierta en el todo de nuestra
vida. Pero no se puede dar a Cristo un lugar limitado en una vida.
Quien rehúsa darle todo, rehúsa darle algo.
Si se prefiere expresarse en términos más ambiciosos,
diremos que el sentido de este libro, si es que lo tiene, es mostrar que
no hay un humanismo integral más que el humanismo radicalmente
escatológico. Ciertamente el cristiano debe amar el mundo en el
sentido del que habla san Juan que dice que Dios amó tanto al mundo
que le dio a su Hijo único… Pero esto no quiere decir que el cristiano
deba aspirar a instalarse en el mundo y a servirse del evangelio para
este fin. Tal interpretación sería la más ridícula, al mismo tiempo que
la más escandalosa de las paradojas. Esto quiere decir que el cristiano
debe aspirar a salvar al mundo salvándose él primero. “El Señor está
cerca: que pase este mundo y que venga su Reino…”, la sinceridad
con la que volvemos a decir estas palabras de los primeros cristianos
será la prueba de autenticidad de nuestro cristianismo.
Es muy probable que tales declaraciones preliminares
choquen a muchos cristianos de hoy. Tanto mejor, pues escribimos
para despertarlos de un sueño dorado. Como muchos otros, nuestros
contemporáneos fuimos formados en la ilusión de que, al lado de la

2
ascesis negativa, crucificante de siglos anteriores, había lugar para
una ascesis positiva, constructiva, que no rechazaba nada de este
mundo pero que consagraba todo a la gloria de Dios. La experiencia
de la vida, y la del ministerio sacerdotal más que toda otra, se
encontraba confirmada por el estudio de la Escritura y de la tradición:
esta ilusión no es sino una tentación, la primera y más elemental de
las tentaciones que el diablo ha intentado con Nuestro Señor. Ésta
reposa, como todas las tentaciones, sobre la mentira de una
confusión previa. Que el esfuerzo cristiano deba apuntar a una
consagración universal de nosotros mismos y del mundo, floreciente
en un gozo que no se puede marchitar, no hay duda. Pero la cruz es
precisamente el Camino que conduce hacia allí y no hay otro. Si este
libro pudiera convencer a algunos de que no hay “cristianismo sin
lágrimas”, se realizarían los deseos de su autor.

Londres, 30 de julio de 1949.

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3
PRIMERA PARTE
TEORÍA

4
CAPÍTULO PRIMERO

BUSCAR A DIOS

¿Cuál es el sentido de la vida monástica? Esta pregunta es


primordial. Se adopta el monacato como un camino. Nos
comprometemos a esto sin saber a dónde nos lleva, es como si nos
sumiéramos en una impasse. Ad quid venisti? Si esta pregunta no
siempre se la hace el espíritu del monje, o si éste no es capaz de dar
siempre una respuesta emanada del alma entera, su trabajo es vano;
según la palabra del Apóstol: lucha dando golpes en el aire.
Notemos que se pueden dar muchas respuestas muy
diferentes, entre las cuales alguna no estará desprovista de una parte
más o menos amplia de verdad. Pero mientras no se llegue a la
respuesta, ninguna llegará a lo esencial. Mientras nos quedemos allí,
el monacato permanece como una planta sin raíces profundas. Puede
tener hojas, quizás algunas flores, pero ningún fruto. Finalmente se
seca y cae. O también, y lo que es peor, se seca en el lugar; pero
continúa ocupando ese lugar inútilmente. Entonces tenemos esta
doble desgracia: la de no llenar su fin en la Iglesia y la de disimular por
las apariencias.
La respuesta más general a nuestra pregunta es, quizás, la
menos alejada de la verdad, pero la rodea sin llegar al núcleo: La vida
monástica, puede decirse, es la vida contemplativa. Nada más
verdadero, en cierto sentido, pues es esencial a la vida monástica ser
una forma de vida donde la contemplación predomina, pues en
ninguna parte se persigue más eficazmente y se realiza más
puramente la contemplación como en la vida del monje. Sin embargo
esta característica es demasiado vaga. Por su sólo enunciado, no
significa nada que sea específicamente cristiano. Los Terapeutas, que
tanto admiraba Filón, hubieran podido calificar de este modo su ideal.

5
Y de hecho, Filón se inspira en ellos en su tratado De la vida
contemplativa. Lo mismo habría que decir de todos los sabios de
Oriente. Incluso nada nos obliga a considerar una vida definida de
este modo como necesariamente religiosa. La prueba está en que
Aristóteles no ve en la $\@H 2,TD0J46ÎH1 sino la cima de la vida
intelectual.
En el extremo opuesto de esta respuesta demasiado general
encontramos una que es muy particular. La vida monástica sería la
vida penitente. Lo ventajoso de tal definición es que parte de un
concepto específicamente cristiano. La penitencia, la :,JV<@4”
(metánoia), es la primera noción lanzada por el Bautista para
preparar la venida del Mesías y a la cual se plegaría de inmediato la
predicación de éste. Por otra parte vemos que la penitencia es un
rasgo, el rasgo fundamental del monacato cristiano. No hay que
perderlo nunca de vista, si no se quiere perder de vista el realismo del
condicionamiento humano donde el monacato se introduce y al cual
se adapta. Pero no es más que un punto de partida. Quien se quede
allí no verá sino el comienzo del camino. Cuanto mucho, se
condenaría a desconocer, o simplemente a ignorar la orientación.
Esta última, en efecto, es el término, y no el origen, que sólo puede
proporcionarla.
Tal visión, a decir verdad, alcanza al monacato a través de las
instituciones modernas, las cuales manifiestan, junto a un fervor
infinitamente precioso y respetable, una peligrosa tendencia a tomar
la parte por el todo, lo inmediato por lo principal. Además hay que
temer que sea simplemente bajo el imperio de un romanticismo
prendado de contrastes fáciles cómo lleguemos a esta concepción. El
monje que se repite un sempiterno “memento mori” no es sino el
engendro de un apetito desordenado de la vida puramente instintiva.
Los dos están ligados por una estrecha correlación que el psicoanálisis
ha develado fácilmente.

1
Se lee fonéticamente: “bíos theorétikos” (vida del conocimiento)(NT)

6
¿Aceptaremos, entonces, una noción admitida
corrientemente por nuestros contemporáneos, comenzando por los
eclesiásticos: el fin de la vida monástica es la celebración perfecta de
la liturgia? Aunque provocada por un renacimiento monástico
evidentemente tributario del “Génie du christianisme”, esta tercera
definición podría reivindicar más de un testimonio antiguo. ¿En
cuántas cartas de fundación medievales no leemos que los monjes
son “propter chorum fundati” (fundados para el coro)? Se puede decir
que semejante definición tiene, en todo caso, el mérito de expresar
un hecho indiscutible: en Occidente como en Oriente, los
monasterios son los lugares de elección del culto litúrgico. Por otro
lado, veremos que este lugar que ocupa la liturgia en lo exterior de la
vida monástica corresponde a una importancia interior que no es
menor. Sin embargo, no se puede decir simplemente que la liturgia
sea el fin de la vida monástica. En tanto que la liturgia, según el
sentido original de la expresión, es un “servicio público”, en la Iglesia,
no ha sido confiada sólo a los monjes sino al conjunto del clero. Si, de
hecho, los monjes hoy son una parte importante del clero, el hecho,
por notorio que sea, es accidental. Todos los grandes legisladores
monásticos, comenzando por san Benito, lo ignoran. Definir a los
monjes por su ejecución colectiva, incesante y también lo más
perfecta posible, de este “servicio”, sería confundirlos con los
canónigos regulares, que son otra cosa. Lo que distingue a los monjes
no es una función exterior, por más ligada que esté a las realidades
interiores y, no hay que temer decirlo, no es incluso un “servicio”, por
más elevada que sea la noción. El sentido de la vida monástica está
dado por una realidad fundamentalmente interior, la cual constituye
su propio fin, lejos de buscarle alguna utilidad, por más altruista y
pura que sea la noción.
Con mayor razón, estos mismos motivos valdrían para
impedirnos creer, como la gente en el mundo a quienes el nombre de
“benedictino” sugiere de inmediato la idea de sabio, que ninguna
forma de ciencia podría volverse el fin de un instituto o de una
existencia monástica. No temamos, sin embargo, demorarnos un
instante en esta idea. Ella no merece para nada ser rechazada con

7
desdén. En primer lugar es cierto que corresponde a un hecho
histórico. Los monasterios medievales, tanto en Bizancio como en el
occidente carolingio, han sido los conservatorios de una cultura
intelectual y sin ellos todo hubiera perecido. Si no hubiesen estado
allí y si no hubiesen sido otra cosa que lo que fueron, no cabría duda
que el Renacimiento, que tomó algunos de sus rasgos esenciales, no
hubiera sido posible. Es decir que fueron, aunque indirectamente,
responsables de los elementos siempre vivos de nuestra cultura y sin
los cuales no podríamos siquiera imaginar lo que hubiese sido. Hay
que agregar a esto que en la fundación de ciertas grandes
instituciones monásticas (pensemos en el Vivarium de Casiodoro), o
quizás, la mayoría de las veces, en su evolución (pensemos en la
Congregación de san Mauro), las preocupaciones intelectuales más
elevadas han jugado un rol innegable. Cuidémonos de ver allí una
deformación, como quieren hacer los defensores de la segunda
definición (monje igual penitente). Hombres tales como Mabillon,
desde el sólo punto de vista monástico, han dado tanta gloria a la
institución a la que pertenecían como para que ella sintiera algún
escrúpulo en aceptar esta otra gloria, relativamente extrínseca, que
ellos le han conferido.
En efecto, se trata de un tipo de cultura intelectual que es
producto natural de la vida monástica, aun cuando no pueda ser su
fin2. Pues, como veremos, es el resultado espontáneo de una práctica
monástica esencial sobre la cual habremos de extendernos
ampliamente: la lectio divina. Y el vínculo es tan efectivamente
natural que se podría llegar a decir de monjes que se dan cuenta de
su incapacidad cultural, probablemente sean también incapaces de
dicha práctica. De todos modos, dicho esto, los argumentos que son
válidos contra la idea de que la liturgia sería el fin del monacato, lo
son también contra los que quieren colocar en su lugar alguna forma
de ciencia o de cultura.
Todavía hay otro sentido que se quiere dar a la vida
monástica y que no se puede desechar sin examen. Los modernos no

2
Añado que, por otra parte, no puede mantenerse el producto por mucho tiempo
sin que se vuelva su fin.
8
lo advirtieron sino los historiadores. Pero adoptando el punto de vista
de estos últimos, hallaríamos mucho que decir para justificar esta
última hipótesis. Queremos simplemente hablar del apostolado.
Aunque nuestra visión actual del monje y de la vida monástica haga
más o menos completa abstracción de tal consideración, el pasado le
da un gran peso. Podemos, en efecto, preguntarnos si hubo alguna
vez misioneros que hayan ejercido una influencia tan vasta y también
tan determinante como la de los monjes, particularmente los
benedictinos de las “dark ages” y de la alta edad media. El
cristianismo de las comarcas nórdicas, por hablar sólo de ellas,
comenzando por el “norte” al menos desde los bordes del Sena, es
obra de ellos. Hay que añadir que nunca una obra propiamente
apostólica ha superado tan naturalmente, y como espontáneamente,
a una obra civilizadora, en el sentido más amplio de la palabra, como
ha sido ésta. Francia le debe a los monjes ser una tierra de pan llevar3
tanto como ser un país cristiano. Por más insólita que sea la
constatación, no hay quizás en la historia un caso de humanismo
cristiano tan “integral” como éste – quiero decir que se haya
extendido a las realidades sociales y “carnales”, como dice Péguy,
tanto y más que en el dominio intelectual. Pero la lección principal
que se podría sacar es quizás que el humanismo cristiano es uno de
los logros que no se realiza nunca tan bien como cuando se busca otra
cosa. De todos modos, lo que es seguro es que un apostolado en las
antípodas de lo que los modernos ponen bajo el término de
proselitismo, es como el carisma de la sociedad monástica para el
conjunto de la sociedad cristiana, incluso de la sociedad a secas.
Pensamos, evidentemente, en un apostolado que descansa y se
sumerge en la realidad profunda, mientras que desprecia la simple
apariencia, y que procede más del ser que del hacer. La mediocre
eficacia, hasta aquí, de métodos apostólicos modernos, calcados de
las propagandas políticas, inclinaría a creer que todavía los monjes,

3
Tierra de pan llevar: La destinada a la siembra de cereales o adecuada para este
cultivo. (DRAE) (NT)

9
en este dominio, tendrían que prestar algunos servicios a la Iglesia y
al mundo. Pero, precisamente, no los prestarán sino siendo ellos
mismos. El medio más seguro de no lograrlo sería tomar como fin lo
que sería sólo un resultado.
En definitiva, pues, el sentido de la vida monástica no es, no
puede ser dado por nada de todo lo precedente. Por más dignos que
sean de suscitar adhesión, de inflamar entusiasmo, ni el apostolado,
ni la ciencia, ni la alta cultura intelectual, ni la misma liturgia, ni la vida
penitencial, ni la vida contemplativa tomada en sí misma, pueden
orientar y definir la vida del monje. Lo que él busca, si es
verdaderamente monje, no es algo. Es a Alguien.
Cuando el postulante se presenta en el monasterio, san
Benito lo pone en manos de uno de esos “seniores”, de esos ancianos
cuya sabiduría, sobrenatural y realista a la vez, juega un papel tan
grande en la antigua literatura monástica. Pues bien, el anciano, el
“abad” en el primer sentido de este término, lejos de lanzarse sobre
el candidato, va más bien a purificar su vocación de todos los falsos
atractivos. Por cuidadoso que sea en “ganar almas”, o más bien
porque se supone que sabe lo que es eso, deberá, no sin cierto humor
que nos recuerda el lazo estrecho entre santidad y sanidad, moral e
intelectual, decepcionar el fervor del neófito. San Benito le revela, sin
contemplaciones, todo lo que nos espera de duro y de
aparentemente prosaico en la vida del monje. Todo esto no es tanto
para instruir al postulante sobre el monasterio sino para instruir al
monasterio sobre el postulante.
Y en eso san Benito es directo y formal: “super eum omnino
curiose intendat et sollicitus sit si vere Deum quaerit…” (que vele
sobre ellos con todo cuidado y esté atento si el novicio
verdaderamente busca a Dios). Después de esto sigue lo del opus Dei,
la obediencia y los oprobios. No se trata, por consiguiente, ni de
cultura ni de apostolado. La vida contemplativa es en todo caso
supuesta. La vida penitente está implicada en las dos últimas
menciones. La liturgia, o más precisamente el opus Dei, está
explícitamente nombrada, pero sólo en dependencia de la cuestión
primordial: “¿busca verdaderamente a Dios?”

10
Afirmémoslo sin ambages: un instituto monástico que cese de
preguntar esto a sus postulantes o que deslizase otra pregunta en el
mismo orden, cesaría de golpe de tener el título de monástico.
La búsqueda, la verdadera búsqueda donde todo el ser está
comprometido, no a algo sino a Alguien, a Dios, es en definitiva el
monacato.

Para que lo que se busca sea verdaderamente a Dios, hay que


buscarlo como a una persona. Pues bien, Martin Buber, ese filósofo
judío muy nutrido de la mística de los hassidim donde un último filón
viviente de la tradición profética se prolonga hasta nosotros, lo dijo
en términos excelentes: la persona no puede ser buscada como una
persona sino en el diálogo. Sólo en la relación del Yo al Tú es cómo la
persona permanece para nosotros como persona. Cualquiera de
quien se tenga el hábito de hablar como de un tercero, deja de ser
persona para nosotros. Nos demos o no cuenta de esto, no es sino
una cosa.
La vocación monástica (¿no está allí el sentido de la palabra
vocación, que significa llamado?) supone pues que Dios es alguien
que se ha revelado a nosotros por medio de una palabra, alguien que
nos ha llamado. Y responder a la vocación monástica es responder a
alguien.
Una palabra ha roto el silencio y nos ha despertado de la
sombría soledad donde nuestra alma, perdida entre las cosas, se
adormecía. Esta palabra llama a una respuesta, una respuesta que
solicita el volver a escuchar, de escucharla mejor, de no cesar de
escucharla, para escucharla y para responderle sin cesar. Pensemos
en el niño Samuel que duerme en el templo. Una voz resuena, una
voz dirigida a él mismo. Una voz que no dice otra cosa que su nombre:
“¡Samuel!” Y el niño exclama: “¡Habla Señor, que tu servidor
escucha!” Pensemos en san Antonio, “el Padre de los monjes”. Él está
en la iglesia. Se lee el Evangelio. Él escucha la palabra de Cristo: “Si
alguien quiere ser mi discípulo, que renuncie a sí mismo, cargue con

11
su cruz y me siga…”4 Comprende que no es una palabra en el aire, sino
que alguien le habló a alguien, que es Dios quien ha hablado y que es
a él a quien Él habló… De inmediato responde al llamado y hace lo
que acaba de escuchar. La vocación monástica es eso o nada.
Una palabra divina, la palabra que anuncia el evangelio, un
día penetró en nuestro corazón. De pronto comprendimos que era a
nosotros a quien llamaba. Y salimos a la búsqueda de Aquél que
llamaba, llamándolo a su vez nosotros, llamándolo de tal modo que
todo nuestro corazón, toda nuestra vida estaba en nuestra voz.
El Cantar de los Cantares es el poema y el drama de este
llamado y de esta respuesta. La voz del amado atravesó la noche. Y
esta voz no puede ser olvidada. La amada no puede pensar en otra
cosa. ¡Delicioso e intolerable recuerdo! Delicioso porque esta palabra
fugitiva por su solo acento, prometía un gozo que supera todo otro
gozo. Intolerable, porque no hay modo, con este recuerdo en el
corazón, de encontrar reposo. Imposible no salir, no dejar todo al
instante, para buscar, para encontrar la presencia que esta palabra
atestigua. Por un instante, el amado estuvo muy cerca. Nada podría
hacer dudar sobre su presencia a aquella que fue despertada por su
voz. Ella no cesa de escuchar esta voz en el recuerdo. Pero quiere
volver a escucharla, no más en el recuerdo sino volverla a escuchar
ahora y siempre. Ella quiere encontrar esta presencia que se brinda y
se esconde, precisamente porque su palabra es un llamado. Ella
quiere encontrarla para no perderla, y para esto, en la noche ella
responde a la noche de donde surgió la voz. Es decir que el alma parte
a su vez llamándolo…

8 ¡La voz de mi amado!


Helo aquí que ya viene,
saltando por los montes,
brincando por los collados.

4
En realidad, el pasaje del Evangelio que escucha san Antonio es: «Si quieres ser
perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los
cielos; luego ven, y sígueme.» (Mt. 19,21) (Cfr. “Vida de San Antonio” de san
Atanasio) (N.T.)
12
9 Semejante es mi amado a una gacela,
o un joven cervatillo.
Vedle ya que se para
detrás de nuestra cerca,
mira por las ventanas,
atisba por las rejas.

10 Empieza a hablar mi amado,


y me dice:
«Levántate, amada mía,
hermosa mía, y vente.

11 Porque, mira, ha pasado ya el invierno,


han cesado las lluvias y se han ido.
12 Aparecen las flores en la tierra,
el tiempo de las canciones es llegado,
se oye el arrullo de la tórtola
en nuestra tierra.
13 Echa la higuera sus yemas,
y las viñas en cierne exhalan su fragancia.
¡Levántate, amada mía,
hermosa mía, y vente!

14 Paloma mía, en las grietas de la roca,


en escarpados escondrijos,
muéstrame tu semblante,
déjame oír tu voz;
porque tu voz es dulce,
y gracioso tu semblante.»

He aquí la respuesta de la amada:

1 En mi lecho, por las noches, he buscado al amor de mi alma.


Busquéle y no le hallé.

13
2 Me levantaré, pues, y recorreré la ciudad.
Por las calles y las plazas
buscaré al amor de mi alma.
Busquéle y no le hallé.

3 Los centinelas me encontraron,


los que hacen la ronda en la ciudad:
«¿Habéis visto al amor de mi alma?»
4 Apenas habíalos pasado,
cuando encontré al amor de mi alma.
Le aprehendí y no le soltaré5

Vox dilecti dilactæ. Orígenes vio allí todo el contenido del


cántico y todo el contenido de la vida ascética y mística.
Notemos bien cómo el sentido de esta voz que se hace oír,
del llamado que nos dirige y la nostalgia invencible que nos impulsa a
buscarla cueste lo que cueste, a tientas, tropezando en las tinieblas,
no puede desarraigarse del corazón humano. La consciencia de cada
hombre, la consciencia colectiva de la humanidad donde cada
consciencia individual emerge, encuentra este llamado en lo más
profundo de sí misma. Una inquietud que se desarrolla tanto más
cuanto que la misma consciencia se eleva, se desprende y se purifica
cada vez más. Y esta inquietud será para ella un enigma, tanto que,
por mucho tiempo, no podrá llegar a esta idea, a este recuerdo del
llamado emanado de la noche, a este llamado que, por no haberse
escuchado de inmediato, no se hace escuchar más sino siempre como
un recuerdo, pero como un recuerdo fascinante, como un recuerdo
que atrae el presente hacia él.
El mito platónico de la reminiscencia no tiene otro significado.
Se diría que vimos, una vez más, otra luz y contemplado en ella otro
mundo. Después hemos caído en un pesado sueño nocturno. Pero he
aquí que toda belleza, todo pensamiento del que se carga para
nosotros la visión de este mundo en que estamos, recuerda

5
Cantar, 2,8-14 y 3,1-4a
14
irrefutablemente otra cosa. ¿No crea en nosotros un deseo, una
atracción desproporcionada con lo que él nos puede ofrecer? Así en
todas las cosas que nos interrogamos nos repiten, por su silencio, que
está más allá, Aquel que siempre nos espera…
¿Nos lo repiten? Sí, sin duda, pero sumergidos en este mundo
como estamos, inclinados a dejarnos encantar por la música de sus
voces, todo nos ensordece poco a poco en sus sentidos. Más
avanzamos en el mundo, en el transcurso de nuestra vida como en el
transcurso de la historia, más su materia parece adensarse. Diríamos
que poco a poco se vuelve opaca a las claridades venidas de más lejos
que, al principio, nos conmovían hasta el corazón. Pero ¿no somos
más bien nosotros quienes tratamos de adormecer el intolerable
llamado sumergiéndonos en las delicias que se vuelven tanto menos
capaces de satisfacernos cuanto que nos esforzamos por ahogar el
obsesivo recuerdo?
Wordsworth, en su “Ode on the intimations of immortality”,
expresó este otro drama, el de un hombre que se vuelve sordo a una
voz que lo llama más allá de este mundo, pero para probar que él
pierde así la alegría misma de este mundo.

“No es sino un sueño y un olvido haber nacido:


El alma que con nosotros se levanta, estrella de nuestra vida,
En otro lado su ocaso ha tenido
Y viene a lo lejos;
No es en un entero olvido,
No es en un total despojo
Sino arrastrando nubes de gloria es que venimos
De Dios, nuestra patria…”

Sin embargo, sobre el hijo que crece, el mundo ejerce su


atracción: la de los trabajos, las penas y las alegrías que no lo superan.
Un día, quizás, se dará cuenta, no sin cierta angustia, que la infancia
de la que él mismo se había escapado, lo abandonó:

“Hubo un tiempo donde la pradera, el bosquecillo y el río,

15
La tierra y cada cosa que se veía me parecían
Revestidas de una luz celestial:
La gloria y la frescura de un sueño.
Ahora no es como antaño:
Dónde yo vaya,
La noche o el día
Las cosas que ya he visto, no puedo verlas más.”

No obstante, son las mismas cosas que se ofrecen a la vista.


Pero esta mirada no sabe ir más allá porque quiso detenerse ahí. El
hombre, entretanto, sabe bien que no puede engañar a su corazón.

That there hath past away a glory from the earth!


(Es una gloria que se escapa de la tierra)

¿Una gloria? Digamos un reflejo, o mejor un eco. Es esta voz


divina ahogada por todos los pesos de la historia humana, pero no sin
dejar en el corazón humano un vacío abierto donde se pierden todas
las otras promesas, es esta voz a la vez olvidada e inolvidable que
resuena de nuevo en el Evangelio. Entonces, para aquellos que
verdaderamente la han comprendido, es decir, que comprendieron
que se dirigía a ellos mismos, no hay modo de dudar ni aun de
quedarse atrás. Pensaban lamentar el pasado, diría Newman, pero
ellos suspiran ahora detrás del futuro. No es que ellos quisieran
volverse niños sino que quieren ser Ángeles y ver a Dios, quieren ser
inmortales, coronados de amaranto, vestidos con vestiduras blancas,
con palmas en las manos, delante de su trono…6
Pero esta vez ya no quedan dudas. La palabra escuchada
desde el inicio es la que nos invita. Hay que abandonar todo, sin

6
They think that they regret the past when they are but longing after the future. It
is not they would be children again but that they would be angels and would see
God: they would be immortal beings, crowned with amaranth, robed in white, and
with palms in their hands, before His throne (Parochial and plain Sermons, IV, 17,
p.262) Notemos que este texto disipa, explicándolo, la ilusión de una preexistencia
en la que Wordsworth se apoyaba en Platón.
16
retorno. Si no ¿quién sabe si todavía se hará oír? Y no oírla más sería
no vivir más. Hay que dejarlo todo para una búsqueda que no se
acabará más.
Pues he aquí el misterio: aquí abajo, la palabra nunca
resonará sino para llamarnos a reunirnos con ella, a través de un
nuevo silencio, en un más profundo desierto. La Presencia que nos
atrae tras ella no se realiza sólo una vez sino siempre y sin cesar.
Haberla encontrado aquí abajo no quiere decir no buscarla cada vez
más. Quien se deja seducir por esta voz no podrá nunca más
detenerse, instalarse. Habrá que ir siempre más adelante en la noche
y el silencio del despojo, del vacío, de la nada.
Esta palabra que nos llama, es la palabra que nos había
creado y que quiere volvernos a crear. Pero no nos hará de nuevo sin
que nos volvamos como niños recién nacidos bajo su soplo de vida.
Sólo en la cruz abrazaremos la Presencia…
Abordamos aquí el tema fundamental en la más antigua
sistematización de la espiritualidad monástica, tal como se la puede
encontrar en un san Gregorio de Nisa o en un Evagrio Póntico. El
primero nos dice: “Encontrar a Dios es buscarlo sin cesar. En efecto,
aquí buscar no es una cosa y encontrar es otra cosa, sino que la
ganancia de la búsqueda es seguir buscando. El deseo del alma es
colmado por el hecho de permanecer insaciable, pues ver a Dios es
propiamente no saciarse jamás de desearlo.”7
Es el tema no simplemente del éxtasis, sino de lo que
Gregorio de Nisa llamará la XBX6J”F4H8, es decir no sólo la salida
de sí, sino el perpetuo trascender de sí. Como Gregorio lo dice en otra
parte: “Cuando el alma, tanto como puede, ha entrado a compartir
sus bienes, la Palabra la atrae de nuevo a la participación de su
trascendente belleza por una renuncia, como si ella no tuviera parte
aún en estos bienes. Así, a causa de la trascendencia de los bienes que
siempre descubre a medida que progresa, le parece siempre no estar
sino en el comienzo de la ascensión. Es por esto que la Palabra repite:

7 Vida de Moisés, PG t.44, col.405 CD


8
Se lee fonécaticamente: “epéktasis” y se traduce: extensión, alargamiento(NT)
17
“¡Levántate!” a la que ya se levantó, “¡Ven!” a la que ya vino. Aquél
que ya verdaderamente se levantó, tendrá siempre que levantarse;
aquél que corre hacia el Señor, nunca le faltará un vasto espacio. Así
aquél que sube nunca se detiene, yendo de comienzo en comienzo,
por comienzos que jamás se acaban.”9

Esta Palabra que nos busca y nos encuentra para que


nosotros le respondamos también buscándola, como vemos, es todo
el Evangelio y es todo el cristianismo. Y, por su parte, la vida
monástica no es otra cosa sino, ni más ni menos, que una vida
cristiana cuyo cristianismo lo es todo. Es una vida cristiana que se abre
enteramente, sin rechazo, sin tardanza, a la Palabra; abrirse a ella y a
ella entregarse es la respuesta que la Palabra espera, - que espera y
que suscita la misma palabra creadora y recreadora.
De este movimiento que la anima – pues, como vemos, la vida
monástica es esencialmente un movimiento y no un “estado” -, san
Agustín nos ha dejado una imagen incomparable. Si nos atrevemos,
diríamos que esto debe ser como el mito del monacato, tomando el
término :Ø2@H10 en el sentido platónico, no de leyenda sino de
poema, no de “pathetic fallacy”, sino de verdad muy rica y muy
grande para dejarse agotar o alcanzar por el discurso, por los
8`(@411. Es la epopeya interior del Ciervo, de ese ciervo que
atraviesa el salmo XLI. “Quemadmodum desiderat cervus ad fontes
aquarum, ita desiderat anima mea ad te Deus.” ¿Pues quién canta
así? Nosotros, si nosotros bien lo queremos. “Es todo el cuerpo de la
Iglesia. Los catecúmenos cantan el Quemadmodum cuando se dirigen
a la piscina bautismal. Pero aquellos que ya han recibido la fe no están
sino más sedientos de la visión. Como el ciervo desea la fuente,

9
Comentario al Cantar; col.876 C
10
Se lee “mitos” (NT)
11
Se lee “lógoi”
18
deseemos, bautizados, esta fuente de la que nos habla en otra parte
la Escritura diciendo: En ti está la fuente de vida. Pues es él mismo la
fuente y la luz: en Tu luz veremos la luz…En efecto ¿qué dice una vez
más el Ciervo? Mi alma tiene sed de Dios vivo - ¿De qué sed se trata,
pues? – Cuando vuelva y me muestre delante del rostro de Dios. De
eso es de lo que tengo sed: de venir y mostrarme ante su rostro.
Tengo sed en mi peregrinar. Tengo sed en mi carrera. Me quitaré la
sed con su venida. Pero, ¿cuándo vendré? Esta venida que para Dios
es tan pronta, ¡cómo tarda a merced de mi deseo! ¿Cuándo vendré y
me mostraré delante del rostro de Dios? El deseo que habla de este
modo es aquél que dice en otro lado: una sola cosa pido al Señor y la
reclamo de él: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida.
¿Por qué esto? Para contemplar, dice, la belleza de su casa. ¿Cuándo
vendré y me mostraré delante del rostro del Señor? Esperando, yo
medito, entretanto corro, entretanto estoy en camino, antes de venir,
antes de aparecer. Mis lágrimas han sido mi pan día y noche, mientras
me decían todos los días: ¿dónde está tu Dios?”
Cualesquiera que sean los gozos del mundo, el alma, en
efecto, no ve más que una ausencia. Pero el dolor de esta ausencia
alimenta el deseo. “Mientras que el gozo del mundo resplandece
alrededor nuestro, todo el tiempo que estamos en este cuerpo, que
estamos en el exilio, lejos del Señor, se me dice cada día: ¿dónde está
tu Dios? Pero al pagano que me dice eso, ¿no podría decirle yo
también: dónde está tu Dios? Entretanto su Dios puede señalármelo
con el dedo… En efecto, él encontró a su Dios, un Dios que puede
aparecer a los ojos de la carne.
Pero, no es que yo no tenga a nadie a quien pueda mostrar;
sino que aquél que me insulta no tiene ojos que puedan verlo. Él
puede mostrar a su Dios, el sol, a los ojos de mi cuerpo, pero ¿a qué
ojos le podría yo mostrar al creador del sol?... Y sin embargo yo
también busco a mi Dios para, si pudiese, no sólo creer sino además
ver. Veo, en efecto, todo lo que hace mi Dios pero no veo a mi Dios
que hace todo eso”. El Ciervo, o el alma, recorre pues el mundo
entero y le pide la presencia que testifica todo y que nada abandona.
“Pero porque deseo, como el Ciervo, la fuente de las aguas, y porque

19
a su lado está la fuente de la vida y del conocimiento… ¿qué haría yo
para encontrar a mi Dios? Consideraría la tierra: la tierra ha sido
hecha. Grande es su belleza, pero tiene un autor. Qué maravillosas
las semillas y todo lo que crece, pero todo eso tiene un creador.
Muestro la grandeza del mar extendido por todas partes; me
sorprendo, admiro, busco a su autor. Levanto los ojos al cielo, hacia
la belleza de las estrellas; admiro el esplendor del sol iluminando
nuestros trabajos, la luna consolando las tinieblas de la noche. Todas
estas cosas son maravillosas, dignas de alabanza y más que
sorprendentes, son más que terrenales: son celestiales. Pero mi sed
no se satisface aún. Admiro, alabo estas cosas, pero es de su autor de
quien tengo sed.”
Dejando atrás los más altos esplendores del mundo, el alma
entra en sí misma, se ve más noble que el cuerpo y que es ella, y no
el cuerpo, la que busca y esta búsqueda la mueve. Y para verse no
tiene necesidad de los ojos del cuerpo, sino, al contrario, se retira de
todas las realidades corporales que la traban y la perturban. Se retira
en sí misma para verse a sí misma, para conocerse a sí misma. “El Dios
del alma ¿no sería tal como ella es? De hecho Dios no puede ser visto
si no es por el alma, pero el alma se ve a sí misma de tal modo que no
lo puede ver aún a Él. En efecto, ella busca algo que sea
verdaderamente Dios y que no puedan insultarla aquellos que dicen:
¿dónde está tu Dios? Ella busca una inmutable verdad, una sustancia
indefectible. Pero el alma no es así: decrece, progresa, cambia,
ignora, se acuerda, olvida; de pronto quiere aquello y de pronto ya no
lo quiere. De esta mutabilidad Dios no está afectado…”
Ni uno ni otro periplo, tanto dentro como afuera, ha
encontrado aún su término: la fuente de luz y de vida. “Buscando a
mi Dios entre las cosas visibles y corporales, no lo he encontrado.
Buscando su sustancia en mí mismo, como si fuera semejante a mí,
tampoco lo encontré. Comprendo que mi Dios está más allá de mi
misma alma. Así pues, para alcanzarlo por mi inteligencia, he
meditado estas cosas y he derramado mi alma más allá de sí misma.
¿Cuándo, entonces, mi alma alcanzará, lo que está más allá de sí
misma? Si permanece en sí misma no se verá más que a sí misma. Y

20
cuando ella se vea, no será a Dios al que vea… He, pues, derramado
mi alma más allá de sí misma, y no tengo más nada que esperar sino
sólo a Dios.”
Henos aquí en el colmo de la ¦BX6J”F4H (epéctasis)12, “En
efecto, es más allá del alma donde está la Casa de Dios donde él
habita, donde me mira, donde me ha creado, donde me gobierna,
donde vela sobre mí, donde me estimula, donde me llama, donde me
dirige, donde me guía, donde me conduce hacia el fin.” Esta Casa de
Dios es la luz inaccesible de su trascendencia. Pero he aquí el gran
misterio de la fe: este Dios que mora tan lejos por encima nuestro,
por encima de todo lo creado y que, sin embargo, se hace tan próximo
a nosotros por su amor, “este Dios que habita en lo secreto de su
altísima morada, tiene también un tabernáculo sobre la tierra. Su
Tabernáculo sobre la tierra es la Iglesia todavía peregrina. Mas es ahí
donde hay que buscarlo, porque es en su tabernáculo donde
encontramos el camino que nos lleva a su casa…”
Toda la economía de nuestra redención, es decir de nuestro
regreso al Padre, se sostiene en la paradójica dualidad de este
misterio: que el Dios que habita en la luz inaccesible nos ofrece, en el
claroscuro de la fe, su presencia velada para conducirnos a su
presencia radiante. “Por eso yo entraré en el lugar de su Tabernáculo.
Pues afuera del lugar de su tabernáculo me perdería en la búsqueda
de mi Dios.” Al contrario, en el tabernáculo, es decir en la Iglesia, el
Ciervo encuentra las huellas, los vestigios inmediatos de la presencia
divina. Los descubre en las almas rescatadas que forman este
tabernáculo, en la santidad que Dios les infunde.
En el culto espiritual que ellas le rinden, él percibe el eco de
la misma liturgia celestial. “…Él avanza entre esas cosas en el
tabernáculo, aún más, las excede. Y por más admirable que sea el
tabernáculo, queda confundido cuando llega a la misma casa de
Dios”. Pues es en éste santuario donde todas las oscuridades se
disipan. “Es ahí que reconoce, que comprende. Elevándose en el
tabernáculo, llega a la Casa. Entretanto él admira a los miembros del

12
Se traduce como “extensión / alargamiento (de una palabra)” (NT)
21
tabernáculo, es conducido hasta la Casa de Dios. Él percibe una cierta
dulzura; persigue no sé qué encanto secreto, como si de la Casa de
Dios hubiese resonado algún instrumento melodioso. Mientras
avanzaba en el tabernáculo, oyó una música interior, se dejó guiar por
su dulzura que se deslizaba y resonaba hasta él arrancándolo de todos
los ruidos de la carne y de la sangre, y él llegó hasta la Casa de Dios.”
Cuando en una casa de la tierra hay sonidos de coros y de
sinfonía, sabemos que allí se da una fiesta, sea por un nacimiento o
sea de bodas. “En la casa de Dios, la fiesta es eterna, allí se celebra
todo lo que pasa. Es la fiesta eterna, el coro de los Ángeles, la visión
de Dios presente, el gozo sin ocaso. Es un solo día de fiesta, sin
comienzo y sin fin. De esta fiesta eterna, perpetua, resuena en los
oídos del corazón un suave y musical eco, siempre y cuando el mundo
no arroje allí su tumulto. Pero para aquél que avanza hacia este
admirable tabernáculo de Dios, su corazón se funde en los acentos de
esta fiesta, y el Ciervo avanza arrebatado hacia las fuentes de las
aguas…”
Sin embargo, este arrebato es sólo un destello. Pronto, el
peso de la carne y del mundo se hacen sentir. Y las primeras gotas
que el Ciervo había logrado beber, atizan en él el deseo de las fuentes,
es decir, la esperanza, su único consuelo presente, y por otra parte su
eterno tormento. “No obstante, hermanos, porque permanecemos
en el exilio lejos del Señor todos nuestros días sobre la tierra y nuestro
cuerpo perecedero hace sentir al alma su peso, mientras que nuestra
morada terrenal abaja al alma absorbida por todo tipo de cuidados,
si sucede que las nubes se disipan y que, marchando por nuestro
deseo, llegamos un instante hasta a oír las fuentes y a asir por
nuestros esfuerzos algo de la morada divina, volvemos a caer bajo el
peso de nuestra debilidad en lo acostumbrado y nos entretenemos
en nuestras habituales preocupaciones. Y como allí habíamos
encontrado en qué gozarnos, aquí no nos falta de qué lamentarnos.
En efecto, este Ciervo alimentándose de sus lágrimas día y noche,
arrebatado por su deseo hacia las aguas, es decir hacia lo íntimo de la
dulzura de Dios, derramando su alma más allá de sí misma para tocar
lo que está más allá de su alma, avanzando en el lugar del tabernáculo

22
admirable hasta la casa de Dios, conducido por la belleza de una
música interior e inteligible a despreciar todo lo que es exterior para
ser arrebatado hacia dentro de sí mismo, es sin embargo todavía un
hombre, es alguien que aún gime aquí abajo, llevando una carne
frágil, bamboleándose entre los tropiezos de este mundo. Hay que
volver en sí, entonces. Volviendo de tan alto y viéndose en tales
tristezas, comparándolas a lo que había comenzado a ver y que
después de lo cual, habiéndolas visto, se había arrojado de allí, se dice
a sí mismo: ¿por qué estás triste, alma mía, y por qué te me turbas?
He aquí que nos hemos regocijado de no sé qué dulzura interior, que
pudimos entrever con la agudeza del alma y como en un relámpago
algo de lo inmutable. ¿Por qué, entonces, te turbas y por qué estás
triste? ¡No dudes de tu Dios! No te faltan respuestas para aquellos
que te dicen: ¿dónde está tu Dios? Ya experimenté algo de lo
inmutable. ¿Por qué todavía tú me turbas? ¡Espera en Dios!”13
Esta es una búsqueda tal, como vemos, que llevó a un Pascal
a poner en labios de Dios el: “Tú no buscarías si no me poseyeras.”

Sin embargo, me atrevería a hacer una corrección a tal


palabra, diría que no traduce todavía lo más profundo, lo más
maravilloso de lo que se descubre en la misma búsqueda.
Volvamos una vez más, volvamos incansablemente sobre lo
que dijimos al comienzo: la persona sólo es buscada como persona en
el diálogo. Por el sólo hecho de dirigirnos a ella con un “tú”, esa
persona ya es alguien para nosotros. Pero no se le puede decir “tú” a
Dios si no es Él quien toma la iniciativa. Es por esto que nuestra
búsqueda no será sino y sólo una respuesta. Y justamente es eso lo
que ella descubrirá y progresará más. Descubrirá que antes que
nosotros lo buscáramos, era Él quien ya nos buscaba. “Tú no me
buscarías, podría decir Dios, si yo no te poseyera.”

13
Enarratio in Psalmum XLI, passim – El Padre MARÉCHAl, s.j., tiene un buen
comentario de este texto en el tomo 2 de sus Études sur la Psychologie des mystiques,
París, 1937, pp.180 ss., a pesar de exprimir un poco demasiado ciertos términos.
23
Finalmente, más avanzamos en la noche donde este llamado
se ha dirigido a nosotros, nos ha arrebatado y luego nos ha dejado
solos de nuevo, más comprenderemos que la noche misma estaba
toda llena de Dios. Esta noche, - éste será el más inesperado y
turbador de nuestros descubrimientos – a decir verdad, la viviremos
sólo nosotros, como veremos. Cuando creemos ir detrás de Dios con
todo nuestro impulso, continuamos, el hombre viejo en nosotros
continúa, huyéndole veladamente, desesperadamente. Eso sólo crea
la oscuridad; eso sólo crea la distancia. Pero cuando creamos haberlo
alcanzado, reconoceremos que es Él quien nos ha alcanzado y que no
había cesado, a lo largo de nuestra búsqueda, de estar no tanto
delante nuestro como detrás nuestro… El descubrimiento de la
gracia, el descubrimiento del amor que nos ama gratuitamente, que
nos ama a pesar de ser pecadores, que nos ama en nuestro pecado,
pero que nos conducirá por caminos oscuros que sólo él conoce, del
pecado a la santidad, es finalmente éste el gran descubrimiento. Es
verdaderamente Dios, entonces, el que se nos revela como Aquél que
nos habla, como Aquel cuya Palabra, por segunda vez, nos saca de la
nada al ser, como Aquél que no hemos buscado tanto, sino que lo
descubrimos buscándonos. Es él, el Pastor que dejó a las noventa y
nueve ovejas en lugar seguro para buscar y salvar a aquella que se
había perdido; es él el Padre del hijo pródigo que lo reencuentra en
la ruta y lo estrecha en un abrazo, cuando su hijo apenas había
comenzado el camino del reencuentro…
Así, detrás de este tema místico del Ciervo corriendo hacia las
aguas, tal como san Agustín acaba de desarrollarlo para nosotros, nos
queda reconocer como contrapunto lo que yo llamaría el tema
profético del Lebrero14 corriendo detrás del Ciervo. Es precisamente
el objeto de un poema de Francis Thompson, The Hound of Heaven,
quizás la más grandiosa ilustración que haya sido jamás ofrecida del
G(VB015 divino.
Yo le huía a lo largo de las noches y de los días,

14
Lebrero (de liebre) es el cazador (NT)
15
Se lee: agápe
24
yo le huía a lo largo de los arcos de los años,
yo le huía a lo largo del laberinto
de mi espíritu; en medio de las lágrimas,
me escondía de él como bajo una carrera de risas.
Hacia deslumbrantes esperanzas me lanzaba,
y volvía a caer, precipitado
al fondo de titánicas tristezas de sorprendidos temores,
lejos de esos pasos poderosos que me seguían, que me
[perseguían…
Pero de una caza sin prisa,
de una marcha imperturbable,
tan rápida como ellos la desean, ¡majestuosa insistencia!
resuenan – y una voz resuena,
más insistente que los pasos –
“¡Todo te traiciona, a ti que me traicionas!”

El ciervo perseguido por este lebrero celestial va a implorar


un refugio a todas las creaturas. Pero las amistades terrenales se
ocultan de aquél a quien la caza divina persigue. Y las cosas mismas
son impotentes para protegerlo, huiría hasta el brocal del mundo, iría
a molestar con sus gritos a las puertas de oro de las estrellas:
Fear wist not to evade as Love wist to pursue.
“¡El temor no sabe huir como sabe perseguir el amor!”
Haya él logrado con los vientos a rodar cuesta abajo
a lo largo de las sabanas del azul del mar,
Still with unhurrying chase
and unperturbed pace,
deliberate speed, majestic instancy,
came on the following feet, and a voice above their beat –
“Naught shelters thee, who wilt not shelter me…”
Siempre una caza sin prisa,
de una marcha imperturbable,
tan rápida como ellos la desean, ¡majestuosa insistencia!
Los pasos lo persiguen siempre,
y la voz domina su ruido:

25
“¡Nadie te ofrece un refugio, oh tú que no quieres ofrecérmelo!”

La inocencia de los niños ¿no ignoraría al menos la


bienaventurada maldición que pesa sobre aquél a quien Dios
persigue? Pero como él cree encontrar en sus miradas la respuesta a
su mirada ávida de una simpatía creada, le parece que su Ángel se los
arranca. Y los hijos de la naturaleza, no más que los de los hombres,
no le guardan la simpatía que él había creído descubrir en ellos. Lo
que él reconocía, en fin, en lo que había tomado como “los ojos
sonrientes de la mañana o los sollozos rojos del atardecer”, es su
ilusión y que ellos no pueden comprender al hombre.
Entretanto la caza se aproxima lentamente:

Nigh and nigh draws the chase,


with unperturbed pace,
deliberate speed, majestic instancy,
and past those noised Feet
a voice comes yet more fleet –
“Lo! naught contents thee, who content’st not me…”
Siempre más próxima está la caza,
con una imperturbable marcha,
tan rápida como ellos la desean, majestuosa insistencia,
y dejando atrás sus pasos resonantes
una voz viene y vuela hacia mí:
“... ¡He aquí que nada te contenta, oh tú que tampoco me contentas!”
Ahora el alma está despojada de todas sus defensas y de
todas sus armas. Espera, en la angustia, el golpe único y final. Un grito
de reproche y de dolor sube en ella:

¡Ah! Tu amor es pues


una rama, ¿sería como una rama inmortal
que no soporta otra flor que la suya?
…Si la pulpa ya es tan amarga, ¿cómo será el carozo?

26
Sin embargo, las brumas donde todas las cosas y todos los
seres amados han sido tragados uno por uno, a veces se disipan por
la mitad dejando como entrever las eternas almenas. Las brumas no
vuelven a cerrarse sin que haya aparecido, con sus vestiduras de
púrpura, Aquél que llama. Pero ¿qué puede cosechar pues de la
muerte?
No hay respuesta a esta pregunta, pero:

Ahora, luego de esta larga persecución,


el ruido se hace más cercano;
esta Voz me rodea como un mar espumoso:
… “¡Tú te huyes porque tú me huyes!
¡Ser singular, lamentable y fútil!
¿Por qué, pues, alguien te amaría más que nadie
si nadie más que yo puede hacer algo de la nada?...
El amor humano tiene necesidad del mérito:
¿Qué has merecido tú,
la más fangosa arcilla de toda la limosa arcilla?
¡Ay, no sabes qué poco digno eres de cualquier amor!
¿Qué quieres encontrar para amarte
sino yo y sólo yo?
Todo lo que yo te he tomado, lo he tomado
no para que sufras
sino para que puedas buscarlo en mis brazos.
Todo lo que tu error pueril
cree perdido, yo lo guardo para ti en la patria.
¡Levántate, toma mi mano y ven!”
Los pasos se han detenido cerca de mí;
mi tristeza, después de todo, ¿es más
que la sombra de su mano extendida para acariciarme?
“Ah, fondest, blindest, weakest!
I am He Whom thou sleekest!
Thou dravest love from thee, who dravest Me… “
… “¡Ah, tan querido, ciego, débil!
Yo soy aquél al que buscas:

27
¡Tu rechazas el amor, si tú me rechazas!”

“Buscar a Dios”, buscarlo como a una persona, como la


persona por excelencia y no sólo como al “Tú” al cual se dirigiría todo
nuestro amor sino como el “Yo” que se ha dirigido primero a
nosotros, cuya Palabra de amor dirigida a la nada nos sacó de ella una
primera vez, dirigida a nuestro pecado nos vuelve a sacar de nuevo:
ser monje no es otra cosa. Ser monje es ser simplemente un cristiano
integral. Y visto en esta luz, el cristiano no es sino el hombre devuelto
por la Palabra del Evangelio a la vocación que la Palabra creadora le
había intimado: responder a la Palabra del G(VB016 por la palabra
de la fe, para, finalmente, volver a encontrar a Dios cara a cara.
Comentado el Cantar de los Cantares, Orígenes nos dice que la Iglesia,
en la antigua alianza, había escuchado solamente la voz del Esposo,
mientras que, en la nueva alianza, le es ofrecida la visión de su rostro.
Y agrega que el devenir de la vida cristiana no está hecho sino de este
pasaje. El monje es aquel que no se limita a aceptarlo pasivamente,
de algún modo, cediendo a la gracia perezosamente y como a su
pesar, sino que es aquel que responde de todo corazón a la llamada
donde ha entendido que Dios ponía todo lo suyo. Es de esos violentos
que no dejarán que el Reino divino caiga sobre ellos como de
improviso, sino que se apoderarán de él anticipadamente. Para ello
él juega su vale todo, quema sus naves. Al hombre que cree que su
vida es todo su haber, pareciera consentir, incluso provocar una
mortal renuncia. Al hombre que sabe que el ser vale más que el tener
y que el ser que vale no es el que pasa sino el que permanece, se
manifestará como el único verdadero humanista. Ya que el hombre
sólo nace por la Palabra divina, y no será él mismo sino en el día, en
que liberado de la nada que lo inmoviliza, entregado totalmente a la
Palabra que lo suscita, podrá descubrir, en fin, el Rostro que le
prometía el ser en él prometiéndole su propia imagen.

16
Se lee: agápe
28
29
CAPITULO II

LA VIDA ANGELICA

Recordemos esta frase de Newman que hemos citado al


pasar: “Cuando ellos lamentan el pasado, no es sino al futuro a lo cual
ellos aspiran. No es que quieran volver a ser niños sino que quisieran
ser Ángeles y ver a Dios…”17
Toda la antigüedad cristiana entendió la vocación del hombre
como una vocación a compartir la vida angélica en cuanto que ésta se
definía como la visión de Dios. En la misma medida, en consecuencia,
en que la vocación monástica no es otra cosa que un llamado a la
realización más perfecta, la más directa posible de la vocación
humana y cristiana, es natural que ese nombre de “vida angélica”,
$\@H G((g846`H, le haya sido aplicado por excelencia. Como lo
dicen todavía hoy las Constituciones de la Congregación benedictina
inglesa: “primarium officium nostrum est in terra praestare quod
angeli in cœlo”, “nuestro primer oficio es hacer en la tierra lo mismo
que hacen los Ángeles en el cielo.”
Se entiende, pues, ya el sentido de esta aplicación. Decir que
la vida monástica es vida angélica no significa, en primer lugar, que
sea una vida pura, sino que quiere decir que es una vida celestial en
cuanto que cielo, en la Escritura, es el lugar donde vemos a Dios. El
monje es aquél que realiza, que tiende al menos a realizar en todo
momento la palabra del Apóstol: “conversatio nostra in cœlis est”.
Una vez más, de la vida monástica no se puede decir nada
más bello ni mejor si no que es la vida cristiana rompiendo todos los
lazos, todas las ataduras con el mundo que le impide ser íntegra. Pues
bien, en la Escritura, la vida cristiana aparece como animada por un
movimiento, por un impulso que no se puede calificar de otro modo
que de ascensional. Es éste el sentido, simbólico si se quiere, pero no

17
Cfr. pág.16
30
sólo simbólico, que la antigüedad cristiana ha visto en el fenómeno
místico del arrebato, acompañado en los santos por una levitación
incluso corporal. Pensemos en el éxtasis de santa Teresa de Ávila y de
san Juan de la Cruz, conversando entre ellos de las cosas divinas en la
reja del Carmelo y elevados juntos sobre la tierra sin que se dieran
cuenta. Pensemos, en la Biblia, la asunción de Elías, arrebatado al
cielo en un carro de fuego. El transcurso de la vida del Hijo de Dios en
la tierra, su Resurrección como penúltimo estadio que se acaba y se
cumple en la Ascensión. Y que ésta no es un incomprensible
abandono de los suyos sino el coronamiento de su obra redentora,
que ya lo anunciaba en el discurso después de la Cena: “les conviene
que yo me vaya…” La Carta a los Hebreos nos permite comprenderlo
efectivamente, ya que ésta es, en su totalidad, una exégesis de este
misterio cuando nos dice que Cristo ha penetrado en los cielos
superiores, en el Santo de los Santos del cielo, como nuestro
precursor. Del mismo modo, toda eucaristía, celebrando este
“éxodo”, este paso de la tierra al cielo que Cristo nuestro jefe realizó
primeramente por todos nosotros, culmina en la elevación del Per
quem hæc omnia; tras lo cual, llegados a la presencia divina, nos
atrevemos a dirigirnos con la libertad gloriosa de los hijos de Dios a
Aquél que mora en la luz inaccesible para decirle: “Padre nuestro que
estás en el cielo…”
Esta anticipación, en la fe y el sacramento, de nuestro destino
ya realizado en la persona del segundo Adán permite a san Pablo esta
expresión en principio desconcertante: “ustedes están resucitados,
ustedes están sentados en los cielos con Cristo Jesús” (Ef.2,6). Es lo
que detalla la carta a los Hebreos, en esta letanía de afirmaciones
prodigiosas: “Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión,
a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles,
reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los
cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados
ya a su consumación, y a Jesús, mediador de una nueva Alianza, y a la
aspersión purificadora (es decir místicamente presentado sobre el
propiciatorio celestial) de una sangre que habla mejor (en la
presencia misma del Juez celestial) que la de Abel.” (Hebr.12,22-24)

31
Si queremos entender a fondo el sentido de la vida cristiana,
y por tanto del monacato, no podríamos tener más en cuenta que
esta tendencia, este tema ascensional, en la espiritualidad antigua.
Toda noción de la vocación del hombre que lo ligara definitivamente
a la tierra, implicaría una mutilación mortal del cristianismo. El
hombre no es él mismo, tal como Dios lo quiere, que cuando acepta,
y más que aceptar, cuando él desea ardientemente superarse. Pero
esta superación supone y entraña una huída gloriosa fuera de los
límites de este mundo. La única vida que es digna del hombre tal
como, si nos atrevemos decir, Dios lo espera no es una vida
simplemente humana, es una vida angélica.
Sin duda, existen otros temas fundamentales en la
espiritualidad cristiana primitiva aparte del de la Ascensión: hay que
citar en primer término, el del retorno al paraíso, más o menos
confundido por otra parte con el del milenio, es decir, con el reino
terrenal de Cristo, en un mundo regenerado por una primera
resurrección. ¿No tendríamos allí una posibilidad de detenernos en
perspectivas menos descentradas? ¿No podría nuestra esperanza
descansar simplemente sobre una regeneración de nuestro universo,
sobre una glorificación de la carne resucitada, encontrando a su
alcance, por decirlo así, una felicidad que sacia plenamente?
Es inútil insistir sobre el esfuerzo apasionado de tantos
cristianos hoy, no solamente para interpretar así los temas del
milenio o del paraíso encontrado, sino también para darles un
carácter último, para satisfacer toda aspiración humana, incluso
esclarecida por el evangelio, una vez más en el interior de las
flammantia mœnia mundi. Si ellos reivindican además el título de
“hijos de la resurrección”, estos cristianos parecen entenderlo como
si debiera hacerlos por segunda vez “hijos de la tierra” y no tanto del
cielo.
Totalmente opuesto, es preciso decirlo, es el testimonio de la
tradición católica. Ella también cree en la resurrección de los cuerpos
y, en torno a esto, en la transfiguración del mundo. Cree en esto
incluso más quizás que nuestros cristianos “modernos”, pues estas
expresiones no tienen en modo alguno un sentido dudosamente

32
metafórico. No son tampoco del todo una retórica generosa
destinada solamente a remediar el esfuerzo humano, las
conclusiones de los que la Escritura llamaría “la carne y la sangre”.
Son la expresión teológica de la fe en una nueva creación que debe
ser, tanto como la primera, una obra totalmente divina de Dios sólo,
resucitando a los muertos, no como figura de lenguaje sino en toda
su realidad.
Sólo para la tradición, repetimos, esta visión no es la del
término sino la de las preliminares. No sólo el milenio, tanto en la
patrística como en el apocalipsis, es siempre un período simplemente
intermedio (y por otra parte ya sobrenatural), sino que la idea del
retorno al paraíso –y muy precisamente al paraíso terrenal- aparece
explícitamente a los ojos de los Padres, como la expresión de un
retorno a una fase preparatoria que la caída había interrumpido. San
Ireneo, Orígenes, san Ambrosio, Teofilacto, para no citar sino algunos
nombres, son formales: el retorno del cristiano al paraíso no es sino
una primera etapa, como la introducción del hombre en el paraíso no
había significado en modo alguno una instalación final sino, muy por
el contrario, la preparación a la prueba que debía permitirle acceder
al cielo, a la morada eterna de Dios entre los Ángeles. Esto explica que
la vida propiamente paradisíaca, en la antigua Iglesia, sea
simplemente la vida de los bautizados. La vida eterna, al contrario, es
una vida celestial. La vida paradisíaca está esclarecida por las visitas
angélicas e incluso divinas. La vida eterna es la vida en la misma
mansión divina, y es por esto que se desarrolla en la presencia
ininterrumpida de Dios que es el privilegio de los Ángeles. Entre las
dos, como entre la Resurrección de Cristo y su Sentarse a la derecha
del Padre, tiene necesariamente su lugar la ascensión.
A este respecto tenemos un tercer tema esencial en la
espiritualidad antigua, del que podemos considerar que vincula el del
paraíso encontrado con el de la ascensión, el del arrebatamiento al
cielo superior: es el tema del oriente, es decir: en ese punto de la
tierra de donde debía elevarse “el Sol inmortal que nos devuelve la
vida por sus rayos”, y de donde debía elevarnos con él hasta el
“inaccesible” santuario de la divinidad. Cristo-oriente, llevando con él

33
hasta el santuario celestial a la humanidad arrancada de las
profundidades del Sheol, sin que ella pudiese detenerse en la
superficie de la tierra, tal es la visión suprema del cristianismo
tradicional. Tal es la manera que el monje debe mantenerla en él, sin
ceder en nada, él menos que nadie.
Se nos dirá, quizás, que nos movemos aquí en un mundo de
símbolos. Sin duda, las realidades que tocamos son demasiado
inefables como para que podamos alcanzarlas de otro modo. Pero
cuidémonos de servirnos de esta palabra símbolo para evaporarlas
arbitrariamente. Nos encontramos exactamente aquí en la línea
divisoria entre una espiritualidad que sólo querría interesarse en Dios
tanto como podría servir en la tierra, y una espiritualidad que se
interesa en la tierra sólo en cuanto que ella nos lleva a Dios. La
primera puede tomar todos los elementos que quiera al cristianismo,
pero nunca será cristiana en el fondo. La segunda es el cristianismo,
simplemente, sin adjetivos ni correctivos que, pretendiendo explicar
o justificar, no hacen sino reducir y adulterar. Y es por eso que el
movimiento, el impulso que la segunda implica es el sentido mismo
del monacato.
Todo esto, para entenderlo, exige que recuperemos una
visión grandiosa del mundo y de la historia que fue la de nuestros
padres. Muy a menudo, lamentablemente, nuestro cristianismo,
estrecho y restringido, no retuvo sino sólo los fragmentos de esta
visión.
Incluso no lo entenderíamos más, reducidos a este estado, y
estos fragmentos nos parecerán fácilmente supervivencias que
tiraríamos con gusto por la borda. Es así que los pensamientos que
hemos meditado hasta aquí muchas veces han debido suscitar en
nuestros espíritus, como una objeción natural, el pensamiento de
Pascal: “el hombre no es ni ángel ni animal, y la desgracia es que si
quiere hacerse ángel se hace bestia”. Estamos lejos, ciertamente, de
desconocer la verdad profunda de este pensamiento y contamos con
que más adelante podremos sacar de ella todas sus enseñanzas. Pero
tomándola en un sentido estricto (y que no es del todo el que Pascal
tenía en vista), se vuelve absolutamente falsa y no expresa más –

34
perdonando la expresión - que una teología sentada entre dos sillas18,
es decir un ideal cristiano paralizado y abortado.
Al contrario, para toda la antigüedad cristiana, el hombre es
esencialmente, en virtud misma del designio más primitivo de su
creación, un Ángel sustituto. Llamarlo a la vida angélica no es en
absoluto llamarlo a una mutilación, todo lo contrario, es recordarle
su vocación integral, la única que le permite consumarse
enteramente. En efecto, a falta de seguir esta vida angélica, él no sería
sino un monstruo fracasado, ni ángel ni bestia, incluso tampoco un
hombre.
Toda la Escritura supone (en muchos lugares aflora la idea,
aunque no sistematizada) que es otra creación, anterior sin duda a la
de los seis días, o quizás más bien superior, la creación de los Ángeles.
Desde que Dios aparece, es rodeado de los elohim, de los seres
celestiales. Cuando va a poner punto final a la obra del Hexamerón,
delibera con ellos y les dice: “hagamos al hombre a nuestra imagen”.
Cuando el hombre pecó, Dios se dirige a ellos de nuevo: “vemos que
él se ha vuelto como uno de nosotros, capaz de conocer el bien y el
mal. Impidámosle ahora extender la mano, tomar (su fruto) del árbol
de la vida, comerlo y vivir eternamente.”
Continuando la antigua tradición rabínica y reteniendo todo
el cuadro cósmico y supra-cósmico donde se inscribe la visión que san
Pablo o san Juan se hacen del drama redentor, la tradición de los
Padres jamás admitió la existencia de un mundo material separado
de una creación más amplia, de un universo espiritual. Más
exactamente, para esta tradición, el mundo, total y uno, es
inseparablemente materia y espíritu. Lo que nosotros llamamos el
mundo material, no es sino el reflejo de un reflejo. El mundo es ante
todo una protección viva y libre de las Ideas de Dios, todas reunidas
hasta allí en su divino Logos. Estas Ideas sobre las cuales el Espíritu de
vida se posó y que se han como animado, en todas y cada una, de una
vida propia se hicieron los espíritus creados. El coro que forman es

18
“Être assis entre deux chaises»: locución francesa que significa estar en una
situación incierta, inestable, peligrosa. (NT)
35
como la imagen creada de la Imagen increada del Padre eterno, el
Logos.
Pero ellos mismos a su vez, piensan, y en esto mismo son
imagen de su creador. Su fiat, entonces, extendiéndose a los
pensamientos de sus pensamientos como a los suyos propios, los
proyecta fuera de ellos y fuera de él. Y es el mundo visible,
objetivación común, puede decirse, de los múltiples pensamientos
angélicos, como el mundo invisible es una objetivación distinta de los
múltiples aspectos del único pensamiento del Padre. Así el Verbo es
a la vez unigénito en la eternidad y primogénito en la creación.
Tendríamos que representarnos, pues, el universo material
como un espejo ofrecido al espiritual, como un jardín de espíritus que
los reúne y que les es confiado, puesto que es a su imagen que él ha
sido hecho. Es como la franja de su vestimenta; las olas de su luz son
como el tornasol de la ropa ondulante del cual el creador ha querido
adornar a su creatura invisible. De ahí esta idea que remonta tan alto
en la tradición judía (aparece particularmente en los relatos del Éxodo
sobre la construcción del tabernáculo) donde todas las cosas aquí
abajo son la reproducción de modelos celestiales. Sobre lo cual se
inserta otra idea, tan frecuentemente aparente en san Pablo, en
particular, que es la de las misteriosas relaciones entre los Ángeles y
los elementos de nuestro mundo, en el plano de la creación, de tal
modo que, a los Ángeles, dirá la carta a los Hebreos, todo les ha sido
sometido en la economía presente. Ellos son los rectores del cosmos,
los príncipes del siglo presente.
Es así como la Sabiduría matizada cuyo cristal de la creación
se irisa descomponiendo y recomponiendo en los juegos de una
multiplicidad armoniosa, la luz resplandeciente de su Verbo,
deslumbrante de una blancura sagrada, cuyo apocalipsis lo hace el
Imperator cósmico.
Sobre estas bases, el universo establecido reposaba en el
gozo, en esta primera aurora de la creación evocada por el libro de
Job: “cuando las estrellas de la mañana cantaban en coro y que todos
los hijos de Dios la aclamaban” (Job, 38,7). De hecho, es bajo la
imagen de un coro inmenso resonando la gloria divina, en la

36
unanimidad del amor orquestado por el Verbo, cómo la antigüedad
cristiana se ha representado el mundo primordial. En este universo
totalmente espiritual, todo era canto en el origen. A la jerarquía de
las potencias creadas en la unidad corresponde la simpatía y la
sinfonía de la liturgia cósmica donde el innumerable panegírico de la
que nos habla la Carta a los Hebreos, glorificaba a una sola voz al
creador.
A través de esta cadena continua de la creación, donde la
sociedad trinitaria de las personas divinas se ha como extendido y
propagado, pasa y vuelve a pasar, en efecto, el flujo del ágape
creador y de la eucaristía creada. Descendido poco a poco hasta el
último confín de la nada, el amor creador de Dios revela todo su poder
en la respuesta que evoca, en la alegría del reconocimiento por el
cual, desde el amanecer de su ser, las creaturas refluyen libremente
hacia Aquél que les ha dado todo. De este modo este coro inmenso
del que hemos hablado, según los Padres, se nos aparece finalmente
como un corazón innumerable, palpitando en una incesante diástole
y sístole, difundiendo en amor paternal la gloria divina, luego
recogiéndola sin cesar hacia su inalterable fuente en amor filial.
Sin embargo, una disonancia se ha introducido en la universal
armonía, pues un obstáculo ha surgido que quisiera detener en la
creación la oleada desbordante de la infinita pericoresis19 divina.
Entre las criaturas espirituales, todo un sector se ha desprendido y
como hundido de la gran rosa mística florecida alrededor de la
Trinidad. En su extremo se encuentra una de las más altas, si no la
más alta de las potencias creadas: Lucifer, el astro de la aurora por
excelencia, el Príncipe de este mundo sensible donde acababa de
romperse la última ola de luz, resonar el último eco de la gran
eucaristía. ¿Qué pasó, entonces? ¿Qué intervino? El orgullo,
simplemente. Tan maravillosamente elevado por la gracia del
creador, tan cerca del centro y de la fuente de todo, el espíritu creado
ha querido hacerse él mismo el centro, como si él mismo hubiese

19
Este término viene del griego B,D4PfD0F4H, que se traduce: vuelta periódica –
revolución. (NT)
37
podido ser la fuente. Con él, aquellos que lo han seguido, desviando
la mirada del divino modelo del que habían procedido, la han hundido
en el espejo de las cosas, no queriendo contemplar ni amar sino su
propia imagen. Al mismo tiempo han hecho una barrera al
movimiento espontáneo de respuesta que remontaba de las capas
más lejanas de la creación hacia el Creador, ávidos como estaban de
frenarlas para sí mismos.
Pero desde que se produjo este desgraciado freno, alejada de
la fuente de amor, de espaldas al centro de gloria, la porción del
universo gobernada por el espíritu de orgullo lo vio aplastarse sobre
ella y ella incluso hundirse debajo suyo. Las primeras tinieblas se
extendieron bajo el vuelo del ángel aterrador. Abandonando el coro
donde palpitaba la eterna vida, el mundo, nuestro mundo, entró en
el frío reino de la Muerte.
Pretendiendo hacerse el corifeo, en el lugar del Verbo, del
coro cósmico, y finalmente ocupar hasta el lugar del Padre, la fuente
de todo, Lucifer, es, en efecto, el primero en consumar la
fundamental mentira. Queriendo detener en él el movimiento de la
vida, no podía trasmitirla sino sólo fijarla.
Sin embargo, allí mismo se encontraría la raíz de una
salvación posible del mundo desviado. Esencialmente ordenado al
mundo espiritual, el mundo material le ha sido positivamente dado
en virtud del designio creador. La suerte de uno está ligada a la suerte
del otro. Pero, no obstante, no se confunde con él. Pues toda la
creación, tanto del mundo material como del mundo espiritual, sigue
siendo la obra de Dios solo. Sólo la divinidad podía dar el ser
autónomo al pensamiento angélico como a su propio pensamiento,
proporcionar al espíritu creado su espejo en la criatura sensible, como
ella misma se reflejaba primero en él.
Queriendo Dios salvar al mundo caído bajo el imperio del
diablo, va a dar, pues, a la creación del mundo una consecuencia
inesperada de Ángeles y prepararles así un descubrimiento más
desconcertante todavía.
Este rostro del espíritu creado que reflejaba las aguas puras y
transparentes de la materia primordial, este rostro sobre el cual el

38
narcisismo de Satanás lo había amorosamente inclinado hasta la
caída, Dios va a animarlo. Confiriéndole la existencia autónoma a lo
que la materia detentaba de espíritu en potencia, Dios suscita, en el
seno mismo de la creación física contaminada por el espíritu puro, un
espíritu carnal, pero del que la inocencia podría restaurar el universo.
Sin duda, la caída y la opresión del diablo han echado un
manto de sombra sobre todo el mundo del que él había sido hecho
príncipe desde el origen. Pero no puede hacer que la existencia de
este mundo, a él confiado pero del que abusa, no se le escape
finalmente. Como en todo ser, sea cual fuere, las fuentes del mundo
sensible finalmente se encuentran sólo en Dios. Dios, pues, sigue
siendo el único en saber lo que todavía puede germinar de Él en este
reino usurpado por otro.
No sólo, en el fondo, el mundo escapa a este otro, sino que lo
que va a escapársele, precisamente, es lo que él más amaba: su
propia imagen. Dicho de otro modo, lo que aquí él tenía de espíritu
en potencia en la materia va a tomar vida bajo el vuelo del propio
Espíritu de Dios. Nuestra tierra, sacada del caos, reflorece en un
nuevo jardín de Dios, y en este Paraíso, aparece el Hombre mismo.
Restaurando directamente en el mundo la imagen divina que su
príncipe enceguecido había desfigurado en sí mismo, el Hombre es
creado como el Salvador posible del mundo.
Este segundo momento de la creación es el principio de todo
un orden nuevo. Hasta aquí, del Espíritu increado había procedido el
espíritu creado, luego la materia, espejo del espíritu finito, la había
prolongado como en otro infinito. Ahora, un orden inverso parece
bosquejarse para remediar la carencia del primero. De la misma
materia, remontándose hacia el creador, se desprende un nuevo
espíritu. Llevándola en el movimiento ascensional de su propia
creación, él la restablecerá en el circuito, bloqueado por Satanás, de
la acción de gracias, de la eucaristía cósmica. Así el Mundo, caído con
su príncipe, sería liberado de la noche y de la muerte por el mismo
hijo de la tierra introducido en el coro de los hijos de Dios.
Satanás, sin embargo, no está desarmado ante esta réplica
del Creador. En virtud del designio primero de Dios, que no se

39
arrepiente, el mundo de donde el hombre surgió, si se escapa hacia
la cima o hacia lo hondo, permanece suyo entre los dos extremos. Por
toda esta realidad carnal donde el mismo espíritu del hombre aparece
algo incapaz de tocar los resortes más profundos de su inteligencia y
de su libertad, el diablo tiene demasiado espacio por donde tentarlo.
En el paraíso terrenal, la serpiente está en su casa. Puede libremente
desarrollarse, bajo una forma aplicada a este espíritu de un nuevo
género que es el hombre, la sugestión inicial del Mal. A la igualdad
con Dios, que no podría ser reivindicada por el orgullo de los espíritus
de luz en un ser que se sabe de la arcilla terrenal, el Tentador, el
príncipe de la mentira, va a mezclar la ilusión del desenfreno de las
codicias sensuales.
El hombre cederá a ello. El Redentor posible de la tierra será
la suprema conquista del espíritu rebelde. A esta libertad que Satanás
había sentido brotar debajo de él como una restauración posible de
Dios del imperio que el demonio le había sustraído, Satanás, incapaz
de ahogarla, se mostrará por desgracia demasiado capaz de seducirla.
Y éste será el segundo drama, prolongación del primero: la caída del
hombre, estrépito de la caída de Satanás. En lugar de que el mundo,
en el hombre, sea arrancado del imperio del diablo, lo vemos
precipitándose, por el hombre, en la esclavitud del pecado y de la
muerte. Por el consentimiento del hombre a la rebelión de los
Ángeles, la libertad subsistente del mundo, que parecía haber sido
arrebatada en la creación humana de la fatalidad demoníaca, se
vuelve una libertad cautiva.
Se ve, entonces, cómo en el universo, el hombre había
aparecido como un Ángel sustituto. Nuevo Lucifer, debía retomar el
lugar vacío dejado por el primero, en el coro de la eucaristía universal.
Nacido del mismo mundo que su primer príncipe había llevado a la
ruina, este nuevo dueño de la tierra, Adán, estaba destinado a
reintegrarla en el pleroma del amor divino, a reintroducirla en el reino
de luz y de vida.
Abdicando, al contrario, de su libertad bajo el imperio del
demonio, no hizo sino aportar a éste, con una conquista inesperada,

40
una dominación más íntima sobre las cosas. De ahora en más, a causa
del hombre, la tierra está positivamente maldita.
Pero a Dios no le faltan recursos. La revelación de las
posibilidades creadoras de su amor no llegó a su término. Como hubo
rescatado una primera vez al mundo recreando en él la imagen divina
que sus mismos trasmisores habían enturbiado, por segunda vez Dios
va a rescatar al hombre mismo dándole a conocer al modelo eterno
de esta imagen: el Verbo en persona. Esta superación de la creación
que el hombre había inaugurado, este enderezamiento de la línea
creadora descendida primeramente de Dios a la materia por el
espíritu creado va a proseguirse. Después que el espíritu creado ha
resurgido de la materia misma a pesar de la primera caída, el Espíritu
increado, a pesar de la segunda, va a elevar a la humanidad hasta el
cielo. Como el hombre, espíritu encarnado, había nacido en la
inocencia de la materia profanada por el Espíritu puro, de la
humanidad mancillada va a nacer a su vez el Hijo de Dios hecho carne,
de la misma carne de pecado, pero escapando de su mancha. El
Espíritu divino trabaja la humanidad culpable como había trabajado
la materia oscurecida. Como Yahvé había plantado, en un mundo ya
cansado de presencias maléficas, el jardín de Edén, y como había
hecho florecer al hombre creado a su misma imagen, he aquí que
aparece en la humanidad arruinada por la falta de Adán, este “paraíso
animado” que es la Virgen María, como la llaman los Padres. La
sombra del Espíritu extendiéndose sobre ella, como en el origen de la
humanidad terrenal lo fue la materia como madre del hombre, María
se hace Madre de Dios, dando a luz en él a la humanidad celestial. Así
el hombre nacido del primer Adán será salvado y el mundo caído con
él se encontrará elevado en el segundo.
Cuanto más amargo el fracaso de la primera iniciativa
salvadora de Dios en Adán, tanto más brillante el éxito de la segunda
en Jesús. No sólo los hijos de la tierra, y la tierra misma en ellos y con
ellos, van a ser de ahora en más elevados hasta el coro de los Ángeles
para llenar allí la brecha satánica, sino que el Hijo del hombre,
reuniendo en él a toda la humanidad, recuperando en ella a toda la
creación, se identifica en adelante al eterno Corifeo: al Verbo, a la

41
eterna alabanza del amor del Padre. Definitivamente, la creación,
separada del Creador por Satanás, se encuentra reunida en Cristo. A
su término, ella vuelve a su fuente, no para reabsorberse en ella, sino
para descubrir en ella una floración inmarcesible.
Vemos, en efecto, no solamente restaurada la liturgia
cósmica a su divino ejemplar. Por la encarnación del Verbo en la
humanidad, ella misma encarnación del espíritu creado, todas las
cosas son recapituladas en su divino Modelo y el coro de los espíritus
es reunido en el propio corazón de la divinidad. Jesús reconduce a la
humanidad al paraíso terrenal por la resurrección; por la ascensión,
lo lleva a la esfera angélica de donde se hundió en el abismo el
príncipe de este mundo. Finalmente, penetrando hasta el santuario
celestial, nos hace sentar con él a la derecha de Dios, nos hace entrar
con él, y todo el universo con nosotros, hasta el seno del Padre del
cual procede toda paternidad. En el Cristo total, en la humanidad
celestial cuyo principio es Jesús, el hombre, asociado al coro de los
ángeles, es iniciado en el cántico propio del Verbo. Esta divinización
que el orgullo de Satanás había soñado, que su mentira nos prometía,
la vemos aquí realizada, pero en otro sentido, por la humillación del
Hijo eterno. En lugar de ser el botín del egoísmo, espejismo del
orgullo, ella será el milagro de la humildad, don supremo del Amor.
Es así que esta vocación de Ángel sustituto que da sentido a
la misma creación del primer hombre, se cumplió en desmedro de la
prevaricación en la que éste cayó. En una perfección inesperada, por
la nueva creatura (en la que aparece el §FP"J@l z!*V:, el Hombre
último), el mismo Dios hecho hombre la realiza para divinizar al
hombre.

En estas perspectivas (que, una vez más, son las de los Padres,
o por decir mejor, el plan providencial que la tradición nos ayuda a
discernir a través de la Escritura), se entiende que el cristianismo se
resume en el camino que lleva al hombre perdido a la vida angélica,

42
según la verdad más profunda de su ser. La interpretación patrística
de la parábola de la oveja perdida nos muestra cómo este camino,
esta verdad, esta vida, se encuentran siempre en Jesús. Las noventa
y nueve ovejas en el redil son el 6`F:@l (cosmos) de la creación
espiritual, del que nuestro propio mundo no es sino la franja inferior,
lejos de ser el todo. La centésima oveja, perdida, es la humanidad con
todo su mundo propio, este universo material del que ella es la
cabeza. El pastor, abandonando en plena noche el redil, para penetrar
en las hondonadas oscuras y desoladas de una montaña maldita a la
búsqueda de la única oveja perdida, es el Verbo abajándose hasta
nosotros. Como si la inmensidad del mundo angélico que permaneció
fiel no fuera nada para él y el Padre, al lado de la endeble creatura
exiliada por su propia culpa en el fondo de la noche, vemos que sale
de la casa paterna y desciende a lo más profundo del abismo.
Compartiendo todas sus angustias, despojándose de su propia gloria,
él la encuentra en el abismo. Entonces la carga sobre sus hombros y
rehace, curvado bajo el peso de la carga, el camino doloroso que ella
había descendido, y la lleva al redil. Como ambos vuelven a aparecer
cubiertos con las mismas llagas, confundiendo su sangre, la alegría
universal de las ovejas fieles, siempre presentes bajo la mirada del
Padre, se transfigura. Es como si, descubriendo un aspecto todavía
insospechado de la Sabiduría y del amor divino, la eucaristía cósmica
se agrandara al infinito…
Vemos aquí, en otros términos, al hijo pródigo recobrado por
el Padre, reintroducido en la sala del banquete donde se celebra la
fiesta eterna de aquellos que están “todos los días con Él”. Nuestra
eucaristía terrenal, reproduciendo místicamente la “del gran Pastor
de las ovejas”, aparece entonces como nuestra reintegración a la
liturgia eterna por el mismo Verbo, que Filón describía como el Sumo
Sacerdote de la creación. Es exactamente la visión que el Apocalipsis
despliega ante nuestros ojos.
En el capítulo cuarto, esta visión nos muestra la glorificación
ininterrumpida en las moradas celestiales del que está sentado en el
Trono. Los cuatro Seres vivientes, como los elementos de la creación
material, los veinticuatro Ancianos, como los representantes de los

43
mundos angélicos, glorifican sin fin a Aquél ante quien arden las siete
lámparas del Espíritu. Con ellos, a continuación de los ancianos que
arrojan sus coronas delante del trono, pulsando sus cítaras o
elevando sus copas de oro llenas de perfume, las miríadas de miríadas
de espíritus incorpóreos repiten el trisagio: “Santo, Santo, Santo es el
Señor Dios todopoderoso, el que era, el que es y el que vendrá…”
Pero he aquí que en el capítulo siguiente aparece un nuevo
personaje. Está revestido de debilidad, lleva la enfermedad en una
carne sufriente donde brillan como nunca las marcas de sangre. Sin
embargo, se encuentra en el lugar de la luz inaccesible, en el centro
mismo del arcoíris de esmeralda, toma asiento y sus mismas heridas
irradian el más insostenible resplandor de la claridad inmortal.
Las mismas voces que glorificaban al Invisible, ahora cantan:
“Digno es el Cordero inmolado de recibir el poder, la riqueza, la
sabiduría, la fuerza, la honra, la gloria y la bendición!...”
De inmediato, entonces, aparece una nueva multitud. No son
Ángeles sino hombres los que la componen. Una muchedumbre de
toda raza, tribu, pueblo y lengua se presenta delante del trono y del
cordero. Están vestidos con vestiduras blancas y tienen palmas en las
manos y cantan, ellos también, su cántico. Pero es un cántico nuevo
donde aparece una palabra nueva, la de la salvación, que dice la
manera particularmente admirable en la que se ha manifestado para
ellos el amor de Dios: “La salvación es de nuestro Dios que está
sentado en el trono, y del cordero.” Ellos, en efecto, son rescatados.
El cordero los rescató de la esclavitud, y de ahora en adelante, en
todas partes, hasta el seno del Padre, lo siguen, vírgenes como él y
como él indemnes a la mentira.
He aquí, pues, la visión primitiva donde se fijó para siempre y
el sentido de la creación y el del cristianismo. La creación entera no
es sino una sola realidad espiritual: un vasto coro de espíritus dilatado
como una vasta, luminosa pero frágil corola alrededor de este cáliz
inmarcesible, de este Corazón eterno de todas las cosas, la Trinidad.
Y el cristianismo es el descenso inaudito de “Uno de la Trinidad” en
las tinieblas exteriores para encontrar allí al pétalo desengastado de
la maravillosa corona. Es el descenso del Verbo, es nuestra subida con

44
Él. Con él debemos volver a este coro donde la voz se ha callado para
llevar a nuestro mundo a la alabanza divina.
A esta voz marchita que conocemos demasiado, que nos
sopla palabras mentirosas en la noche, creadoras de la muerte, hace
falta que imponga silencio la misma voz del Verbo, reanimando los
labios de nuestra propia carne. Entonces, en el lugar vacío dejado por
Lucifer, el pétalo de nuestra humanidad, blanco y rojo, lavado en la
Sangre redentora y marcado con la gloria misma de la divinidad, se
cerrará como una joya más sublime que aquella de cuyo brillo se
apagó en el círculo restaurado de la creatura unánime.
Allí está todo el sentido de la existencia humana. Allí y no en
otro lugar. En efecto, no tenemos aquí abajo, nos dice san Pablo,
ciudad permanente. Y es por eso que debemos permanecer siempre
aquí como peregrinos y viajeros. Pero la que nosotros esperamos está
en los cielos. Nuestra patria es la Jerusalén celestial. Abrahán fue el
primero en su busca, luego todos los demás patriarcas, profetas y
testigos de Dios y del Cordero. Fue por ella que él dejó, olvidó su
patria terrenal y penetró en el desierto, no escuchando sino sólo la
Voz celestial que lo llamaba. De otro modo, como dice la carta a los
Hebreos, si su nostalgia hubiera sido sólo por una patria en la tierra,
no les quedaba a ellos sino retornar a ella. Pero la que ellos buscaban,
y que nosotros también buscamos, rodeados de una gran y luminosa
nube, es otra ciudad. Es aquella cuyas puertas no se cierran ni de día
ni de noche. Es aquella donde deben confluir todos los tesoros de la
creación. Es aquella, por tanto, que no tiene necesidad ni de la luz del
sol o de la luna, ni de ninguna luminaria creada, pues el Cordero y
Aquel que está sentado en el trono son la única lámpara que la
ilumina.
Hacia esta ciudad celestial, una montaña nos eleva, esta
mística montaña de Sion que nos describe el capítulo XIV del
Apocalipsis.
Los rescatados, una vez pasado el río bautismal, suben allí en
una blanca teoría20. Ésta, vibrante de himnos donde la salvación

20
2,jD\", en griego: ceremonia religiosa, contemplación (NT)
45
conquistada hace eco a la intemporal adoración de las potencias
hipercósmicas, se eleva hacia la piedra angular: Cristo, reunión del
cielo y de la tierra, de la Iglesia de los primogénitos inscritos en los
cielos y de la Iglesia de los rescatados sobre la tierra. En estas alturas
en las que avanzan “los vírgenes, aquellos que no se han manchado
con mujeres”, podemos ver allí la vida monástica. Pues la vida
monástica, hay que insistir en esto, es el más puro impulso de la vida
cristiana. El monasterio es el vértice de la Iglesia peregrina. O si se
prefiere, es la realización anticipada de su destino eterno. Y lo es
porque es esencialmente, como la Ciudad del cielo, un coro de
adoración, una sociedad litúrgica.
Siguiendo la grandiosa imaginación de Dionisio, el pseudo-
areopagita, la Jerarquía eclesiástica es, en efecto, el ícono y la
prolongación de la Jerarquía celestial, por la cual, a ésta última, de
algún modo, aspira la humanidad. Y el monasterio es la sociedad
terrenal en todo identificada o tendiendo a identificarse con esta
“Jerarquía”, es decir, a este Orden sagrado cuyo principio es la
adoración al Padre invisible con el acuerdo de todos realizado por
Cristo, Orfeo divino. Su vida cotidiana es sólo una extensión de la
Eucaristía donde somos llevados, en el Misterio de Jesús, a la
incesante celebración del Padre por los espíritus incorpóreos. Como
lo dice magníficamente san Gregorio de Nisa:
“Toda la creación no es sino un solo templo de Dios que lo ha
creado. Pero, habiendo intervenido el pecado, como la boca de
aquellos que han sido vencidos por el mal se había callado, que la voz
de alegría no había más resonado y que el acuerdo de aquellos que
celebraban había sido destruido, la creatura humana, no tomando
más parte en la fiesta sagrada de la naturaleza hipercósmica, hizo que
las trompetas de los profetas y de los apóstoles hayan resonado,
como esos cornos de los que habla la Ley, pues preparaban la venida
del verdadero Unicornio (la Palabra monogénica). Según la virtud del
Espíritu, ellas han hecho, pues, un eco sostenido a esta palabra de
verdad a fin de que el oído de aquellos que el pecado había
endurecido se abriese y que hubiese de nuevo una sola fiesta en la
armonía, siendo plantados los tabernáculos de la creación terrenal

46
muy cerca de las Potencias sublimes y supereminentes que están
alrededor del altar celestial… Así, excitad vuestras almas a entrar en
el coro de los espíritus, tomando a David como maestro, conductor y
corifeo, y cantad a una sola voz con él la dulce palabra que repito:
¡bendito sea el que viene en nombre del Señor!”21
El monasterio es el tabernáculo plantado en la cima de la
montaña de la contemplación, muy cerca de los tabernáculos
eternos. Pues, así como la división del espíritu entre las realidades
divinas y las realidades terrenales, entre la única Palabra de Verdad y
las múltiples mentiras del tentador, nos ha hecho sucumbir y
deslizarnos hacia el abismo, la virginidad de aquellos que siguen al
cordero dondequiera que vaya, es decir, la unificación perfecta de sus
pensamientos y de sus deseos en la aspiración hacia el cielo, los
reunirá al coro unánime. “A aquellos que tienen la vida repartida
entre la carne y la sangre, Dios, en su amor por los hombres, ha hecho
la gracia de la virginidad, de tal modo que la virginidad, tendiéndole
como una mano salvadora a la naturaleza humana caída bajo el
imperio de las pasiones, la hace participar de la pureza, levantándola
y conduciéndola a mirar hacia lo alto. Es por esto, yo creo, que la
fuente de la inmortalidad, el mismo Señor nuestro Jesucristo, no
entró en el mundo por el camino de las nupcias, para manifestar, por
el modo de su encarnación, este gran misterio: que sólo la pureza es
digna de recibir la parusía y la venida de Dios… Tal es, pues, la
potencia de la virginidad que permanece en el cielo cerca del Padre
de los espíritus, que toma parte en el coro de las potencias
hipercósmicas y que obra la salvación de los hombres. Llevando Dios
a comulgar por ella a la vida humana, eleva al hombre al deseo de los
bienes celestiales, establece un lazo de familiaridad entre el hombre
y Dios y por su intermedio produce la armonía entre las naturalezas
en este punto extrañas…”22
Decíamos al comienzo: no es a la pureza a lo que apunta
directamente el término de vida angélica aplicada a la vida monástica,
sino al carácter celestial de una vida en la presencia de Dios,

21
Oratio in diem natalem Christi, P.G., t.46, co. 1128-1129.
22
San Gregorio de Nisa, De Virginitate, cap.III, P.G., t.44, col.324
47
totalmente consagrada a glorificar esta presencia. Pero vemos aquí el
sentido que toma la misma pureza virginal, evidentemente esencial
al estado monástico, en referencia a este fin sobrehumano de la
asociación reunida en la liturgia cósmica. Como ya lo decía Plotino de
las almas agrupadas alrededor del Uno: “Cuando canta, el coro
siempre hace un círculo alrededor del corifeo. Pero suele pasar que
gira hacia los espectadores. Sin embargo sólo cuando gira hacia Él
canta como es debido y su círculo es perfecto.”23
En la sociedad monástica, como en la sociedad incorporal que
nos describe el Apocalipsis en los cielos, la presencia divina
permanece como único centro luminoso. Y la comunidad de los
monjes agrupados en torno al altar, en todo lo que hace en cuanto al
oficio, pero no sólo al oficio, es comunidad de alabanza, la iglesia de
la alabanza divina: ut in ómnibus glorificetur Deus24. Es decir que el
monasterio debe ser como la encarnación terrenal de este ágape
divino que el coro de los ángeles refleja directamente de la Santísima
Trinidad. Es necesario que allí se pueda cantar con toda verdad: Ubi
cáritas et amor, ibi Deus est. En efecto, no es sino en el amor fraterno
consumado donde Dios quiere habitar. ¿No es él mismo la inalterable
perfección del mutuo amor? Pero además no debe jamás olvidar la
sociedad cenobítica el carácter totalmente celestial de sus
fundaciones. Debe cantar el ¡Ecce quam bonum et quam jucundum
habitare fratres in unum! no como una instalación descansada en una
pura pero terrenal felicidad, sino como un grito de exultación que la
transporte in cœlestibus, y, más alto todavía, in sinu Patris. Como la
alabanza sola puede ser la base, sólo la alabanza debe ser el fin de
esta asociación de las almas virginales. El lazo de su fraternidad no
tiene nada de natural: es totalmente sacral, procediendo todo del
Padre de las luces, es en primer lugar la oración común de la eucaristía
y luego su difusión a través de la salmodia de las horas, quien le da su
forma y su carácter. Grandes comunidades bizantinas, los
“acemetas”, “aquellos que nunca duermen”, han querido realizar una

23
Enéadas 9, VIII, 38
24
Este lema aparece en las obras benedicitinas, sobre todo en las ediciones impresas,
bajo la sigla UIOGD. San Benito la dice al final del capítulo LVII de su Regla. (NT)
48
manifestación tangible en su laus perennis. Divididos en varios coros
relevándose sin interrupción en el oratorio, no querían que la
celebración litúrgica común cesara un solo instante. Este ejemplo no
debe ser imitado literalmente pero su espíritu debe ser el de todo
monasterio. Se traducirá en la vida cotidiana de cada monje, por un
esfuerzo apacible, pero constante, hacia la oración perpetua, según
el espíritu de estos monjes orientales quienes, por la oración de Jesús
de la que hablaremos, querían siempre tener el Nombre de Jesús en
los labios para guardarlo siempre en el corazón.
¡Admirables perspectivas! Nos hacen ver en el monasterio la
vanguardia de la Iglesia peregrina en marcha hacia los cielos. Éste es
para aquella, en efecto, como el vivo testimonio de las promesas
divinas: del mundo nuevo donde Dios será todo en todos y hacia el
cual las miradas de la fe no deben cesar de elevarse. Promesa y más
que promesa: realización ya anticipada o, al menos, esbozada…
Pero, se dirá, tal ideal ¿no separa de hecho al monje de sus
hermanos en humanidad? ¿No encierra, por la fuerza de las cosas, en
una comunidad cerrada, este G(VB0 (ágape) fraterno que debería
irradiarse, católico, a través de toda la humanidad?
Creerlo sería justamente estar de acuerdo con la confianza
que rechaza la fe. Justamente porque ellos están “in statu
angelorum”, los monjes pueden amar a todos sus hermanos en
humanidad como se debe, con el más eficaz de los amores. Porque
ellos son semejantes a los ángeles, pueden ser como los ángeles, los
“guardianes de sus hermanos” con toda verdad. La montaña de Sion
es la ciudadela de Jerusalén al mismo tiempo que es el santuario,
porque ella es el santuario.
En tanto pertenezcan siempre a la tierra por sus cuerpos, a
pesar de todo, los monjes pueden y deben cumplir ciertas
prestaciones terrenales respecto a la sociedad humana común. Ellos,
de hecho, ya han cumplido magníficamente en el pasado. Pero no
está allí el servicio propio que brindan y su irremplazable ayuda. Solo
Dios conoce, solo los ángeles conocen quizás con Él, lo que hace por
el mundo esta sociedad que, en medio del mundo, no es más del
mundo. Solo Dios sabe la fecundidad múltiple, la protección

49
sobrenatural aportada al mundo por estas brechas hacia el cielo…
Super muros tuos, Jerusalem, constitui custodes: non tacebunt die
noctuque, neque cessabunt laudare Dominum!25 (Sobre tus murallas,
Jerusalén, he colocado centinelas, ni de día ni de noche cesarán de
alabar al Señor).

CAPITULO III

MUERTE Y VIDA NUEVA

La vida monástica, plenitud de la vida cristiana, primicias de


la vida celestial, nos introduce - por eso que hemos llamado su
humanismo escatológico - en la vida angélica. Pero el hombre no
puede acceder a la vida angélica sin una muerte y una resurrección
previas. “Nadie puede ver a Dios sin morir”: la elevación misma de las
consideraciones a las cuales nos hemos entregado hasta aquí, exige

25
Sobre la concepción bíblica y patrística de las relaciones entre el mundo angélico
y el mundo humano, tal como lo hemos resumido en este capítulo, nos permitimos
remitir al lector al Apéndice A de nuestro libro sobre la Vida de san Antonio, Ed. de
Fontenelle, 1950. Cf. igualmente en el Dictionnaire de Théologie Catholique, el
artículo del P. Arnou, Platonisme des Pères, a propósito de la noción agustiniana del
mundo inteligible.
50
que afrontemos ahora esta palabra sin más tardanza y que la
meditemos en todo sentido.
Cuando Moisés está en el Sinaí y Dios le ha prometido que
estaría con él para conducir a su pueblo, Moisés le pide:26 “Te ruego,
hazme ver tu gloria”, y Dios le responde: “Tú no puedes ver mi rostro,
pues nadie puede ver a Dios sin morir”.
Y cuando Manoaj, que será el padre de Sansón, ve al Ángel de
Yahvé subir en la llama del sacrificio, él mismo grita: “vamos a morir,
pues hemos visto a Dios”27. En la visión de Isaías, los serafines que
están en la constante presencia de Dios para servirlo, se velan el
rostro con sus alas para no verlo a Él28.
Como lo dirá la carta a los Hebreos: “Cosa terrible es caer en
las manos del Dios vivo29” y además: “Nuestro Dios es un fuego
devorador:”30
Todos estos textos convergen en un mismo sentido: “Nadie
puede ver a Dios sin morir”, eso quiere decir que la visión de Dios,
para el hombre, significaría la muerte. La idea allí es una idea de base
de toda la revelación judía. Sólo que la hemos perdido y mucho, pues
sin ella, todo el sentido de lo sagrado, es decir en definitiva, todo el
sentido de Dios es lo que se pierde. Quien no haya comprendido que
Dios es para el hombre, incluso para toda creatura (pensemos de
nuevo en los serafines de la visión de Isaías), el Soberano, el
Totalmente Otro, el Puro, el Inaccesible, no sabe lo que es Dios. Su
religión no será sino una idolatría. La realidad divina es tal que su
contacto es abrumador para nuestra realidad, para cualquier otra
realidad que no sea la misma realidad divina.
Sin embargo, el Nuevo Testamento nos invita
deliberadamente a esta visión divina. “Bienaventurados los de
corazón puro”, nos dice el mismo Cristo, “porque ellos verán a

26
Ex.,33,18.20
27
Jc.,13,22
28
Is.,6,2; cfr. v.5
29
Heb.,10,31
30
Ibid,12,29 (recuerda a Ex.,24,17)
51
Dios”.31 “Nosotros lo veremos cara a cara”, precisa san Pablo, y
agrega: “Yo lo conoceré como él me conoce a mí”32 Y en san Juan
igualmente leemos: “la vida eterna es conocerte a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado Jesucristo”33, pues, nos dice san Juan:
“Nadie ha visto a Dios, sino el hijo único de Dios que está en el seno
del Padre, él nos lo ha dado a conocer”34.
¿Quiere esto decir que sería abrogada la terrible palabra del
Antiguo Testamento por el Nuevo: “Nadie puede ver a Dios sin
morir”? No, sino que ahora toma un sentido nuevo. En efecto, es
necesario que el hombre, a pesar de todo, a pesar incluso del pecado
que atrae sobre él el rayo de la santidad divina, llegue a ver a Dios.
Ése es su destino. Es la realización de la gran promesa profética: “Tus
ojos verán al rey en su belleza”35. Y este ver debe darle la vida, la vida
verdadera, la vida misma de Dios: “En tu luz veremos la luz, en ti está
la fuente viva”.
Pero, como dice san Pablo: “La carne y la sangre no pueden
heredar el reino de los cielos”. Dicho de otro modo, el ser natural,
manchado por el pecado, no puede acceder a Dios y a la fuente de la
vida que se encuentra en Él, sin pasar por una total refundición. No
siempre puede y no podrá jamás ver a Dios sin morir, pero ahora en
este sentido, que hace falta morir para ver a Dios y, así, vivir ya no
más una vida mortal sino la vida de los inmortales, la vida de los
ángeles en el cielo. La carta a los Hebreos que, si recordamos, nos
presenta a Cristo como nuestro precursor y nuestra cabeza en el
tabernáculo celestial, en la presencia de Dios, nos dice que él mismo
penetró allí “a través del velo de su carne”, es decir, pasando por la
muerte36. Y san Pablo nos dice a nosotros mismos: “De ahora en

31
Mt.5,3
32
1Cor.,13,12
33
Jn.17,3
34
Jn.1,18
35
Is.33,17
36
Hb.10,20
52
adelante ustedes están muertos, y sus vidas están escondidas con
Cristo en Dios”37.
Por consiguiente, como vemos, no hay opción, en cierto
modo, entre una mística de la cruz y una mística de la resurrección,
como a veces se ha imaginado. El cristianismo no conoce sino una sola
mística, la mística de la ascensión. Pero la ascensión al cielo supone
la ascensión sobre la cruz. Una lleva a la otra. Una produce la otra.
Están ligadas a tal punto que son inseparables. San Juan,
particularmente, manifiesta esto con un sentido tan vivo que las dos,
muerte y exaltación, aparecen como confundidas en la continuidad
de una sola visión: “Como Moisés, en el desierto, ha elevado a la
serpiente, así tiene que ser elevado el hijo del hombre para que
aquellos que crean en él tengan vida eterna”, le dice a Nicodemo38.
Lo que precede muestra que él piensa en la ascensión: “Nadie ha
subido al cielo sino el que descendió del cielo…”39 Pero lo que sigue
inmediatamente rodea la cruz: ”pues tanto ha amado Dios al mundo
que entregó a su hijo único…”40 En fin, en su último discurso público
Jesús exclama: “Cuando yo haya sido elevado sobre la tierra atraeré
a todos los hombres hacia mí.” De pronto pensamos en su
glorificación, y no nos equivocamos. Pero el evangelista agrega en
seguida: “Diciendo esto, él indicaba de que muerte debía morir.”41
Antes de insistir sobre esta contrapartida de vida, de vida
divina inseparable de la muerte cristiana, escrutemos esta necesidad
previa de muerte, sin la cual la vida cristiana, la vida angélica del
monje no sería sino una ilusión privada de sustancia.
La necesidad previa de morir, implicada en la ascensión a la
vida celestial, no hace sino tratar a fondo la exigencia tan simple
formulada por Cristo cuando dijo: “Nadie puede servir a dos señores,
Dios y Mammón…” No se puede, como monje, vivir totalmente para

37
Col.3,3
38
Jn.3,14
39
Jn.3,13
40
Jn.8,28
41
Jn.12,22,23
53
el mundo venidero sin haber dejado del todo el mundo presente. Y
morir no es otra cosa.
Hay, en efecto, un irreductible antagonismo entre el mundo
venidero, el "Æã< :X88T<, el mundo del reino de Dios, y el mundo
presente, el "Æã< @âJ@l, porque éste es el mundo donde reina el
diablo. “No amen el mundo ni lo que se encuentra en él”, nos dice san
Juan, “pues el mundo entero está en poder del Maligno”, y él mismo
nos cita la inexorable palabra del Maestro: “no ruego por el
mundo…”.
Sin duda - no está allí - en el evangelio no hay un dualismo
entre un mundo de materia, como tal y condenado, y un mundo del
espíritu, intangible, inmortal. Todo lo que ha sido hecho, lo ha sido
por Dios. Todo, al salir de sus manos era bueno. Todo lo recreado por
virtud de la resurrección debe también serlo.
Pero lo que la palabra mundo designa, en los textos que
acabamos de citar, en particular los primeros, es propiamente
hablando, una “economía”, una organización de todas las cosas.
“Mundo”, en efecto, para los antiguos no es una simple designación
cómoda para una masa inorgánica que parecería simplemente de
seres y cosas. La idea antigua de 6`F:@H implica siempre un orden,
un orden unificado en el cual, como en una red (que en sí es el ser de
base más bien que una abstracción), todo, seres y cosas, se encuentra
atrapado. Es en este sentido cómo el mundo presente está
condenado por el mundo venidero, y que la venida del mundo
venidero debe anonadar al mundo presente, porque, una vez más, el
mundo venidero es el reino de Dios, mientras que el mundo presente
es el reino de Satanás. Sin duda, este anonadamiento no hace sino
preludiar a la resurrección. Pero la resurrección, creación nueva, no
puede cumplirse sin pasar por la etapa intermedia de un nuevo caos.
“Es necesario que lo corruptible se revista de incorruptibilidad y lo
mortal de inmortalidad”. Pero nos queda que “la carne y la sangre no
pueden heredar el reino de Dios”. Si sufrimos, si morimos con Cristo,
reinaremos con él; pero no reinaremos sin haber sufrido, sin haber
muerto. “Si alguien quiere venir en pos de mí”, nos dice – “venir en

54
pos de él, ¿a dónde? al seno del Padre – “que cargue primero con su
cruz, renunciando a sí mismo, y me siga” – “me siga”, ¿por qué
camino? por el de la cruz, no hay otro que conduzca in sinu patris.
Así, pues, en la misma medida en que el monje adelanta la
vida presente para alcanzar la vida eterna, debe romper con este
mundo de tal modo que quede muerto para el mundo. San Pablo nos
lo dice una vez más: “Ustedes están muertos con Cristo respecto a los
elementos de este mundo… Consideren pues sólo las cosas de arriba
y no las que están en la tierra, porque ustedes están muertos y sus
vidas están escondidas con Cristo en Dios.” 42
Quizás entendamos en estas condiciones, esta desconcertante
familiaridad con la muerte, buscada y querida por los primeros
monjes, por todos los grandes monjes. Cuidémonos del doble escollo
de ver allí una desviación mórbida – una especie de necrofilia – o, lo
que sería más grave, de esfumar, de rebajar lo serio en ella. San
Antonio, cuya vocación nace de la escucha de las palabras de Cristo
que acabamos de citar: “Ustedes no pueden servir a Dios y a
Mammón… Si alguien quiere ser mi discípulo que cargue con su cruz
y me siga”, san Antonio, el padre de los monjes, irá a establecerse no
en cualquier gruta sino precisamente en un sepulcro. Los antiguos
monjes de Egipto o de Palestina lo imitarán. La antigua espiritualidad
rusa, donde sin embargo florecerá el monacato más gozoso, más
iluminado por la idea pascual, descansa sobre la personalidad
extraordinaria de san Antonio de Petchersk, un verdadero enterrado
vivo. Hoy todavía, el Monte Athos, ese conservatorio de la
espiritualidad de los Padres del desierto, considera a sus reclusos,
esos ermitaños que se han emparedado vivos en un hueco de la
montaña, como los modelos de su ascesis.
No interpretemos en absoluto estos hechos de apariencia
extraña a la luz de las ideas más o menos románticas. No se trata allí
de un simple Memento mori enseñado por una mímica pintoresca.
No se trata, en efecto, de recordar que un día uno deberá morir. Se

42
Col.2,20.3,2-3
55
trata de estar muertos efectivamente. “Ustedes están muertos y sus
vidas están escondidas con Cristo en Dios…”
Esto se desprende directamente de la profesión monástica, si
es verdad que debe verse allí, con la más antigua tradición, como un
nuevo bautismo. Ahora bien, no hay otro bautismo cristiano que el
bautismo en la muerte de Cristo. “Nosotros que hemos sido
bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte”43.
“Porque uno solo ha muerto por todos”, y agrega san Pablo, “todos
han muerto. Y él murió por todos, a fin de que los que viven no vivan
más para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.”44
En efecto, nos explica finalmente, “para mí (de ahora en más) la vida
es Cristo, y la muerte, una ganancia.”45
Más precisamente, queremos saber ¿en qué único sentido
aceptable puede ser tomada esta fórmula que hace de la profesión
monástica un nuevo bautismo, aunque evidentemente no haya sino
un solo bautismo, el bautismo que inicia toda vida cristiana? La
muerte mística implicada en todo bautismo - que para todo cristiano
no monje, no es sino una realidad interior sin prolongación inmediata
en la realidad objetiva - en la profesión monástica, por la profesión
monástica, se vuelve una realidad pura y simple. La profesión
monástica consuma este alejamiento efectivo del mundo que no se
hace sino uno con la muerte.
O bien, si esto no es así, no sería más que una comedia
escandalosa. ¿Por qué, en efecto, el monje está dispensado de las
obligaciones sociales comunes de la humanidad? ¿Por qué no tiene
que trabajar por la ciudad terrenal? ¿Por qué no tiene que penar para
mantener una familia? ¿Por qué, en principio, como lo reconocía el
código de Justiniano, está liberado de toda obligación de defender a
la patria amenazada o invadida? La razón de todo esto es la misma
para el habitante de un monasterio y para el habitante de un
cementerio. Es porque tanto uno como el otro no pertenecen más a
la humanidad terrestre. A él se aplica literalmente la palabra de la

43
Rom.6,3
44
2Cor.5,14-15
45
Filp.1,21
56
carta a los Hebreos: “no tenemos aquí abajo una ciudad permanente,
sino que buscamos la futura.”46
Si esto es sólo una vana palabra y no una realidad verdadera,
si el monje no lleva literalmente una “vida muerta”, sólo es un falso
monje, no es del todo un monje.
Sin embargo la objeción salta a la vista. A menos que se haga
de la profesión monástica, como los monjes del Jainismo hindú, un
verdadero suicidio, haga lo que haga, el monje, de hecho,
permanecerá con seguridad en la tierra, y la vida que llevará, después
de la profesión monástica, permanecerá, como antes, en su sustancia
como en sus detalles, una vida terrenal. ¿De qué realidad, entonces,
es susceptible todo lo que acabamos de decir? Cuando llegamos a
hacernos esta pregunta, el sentido de la mortificación está cerca de
revelársenos. Es aquí, en efecto, que conviene escuchar y que pueden
entenderse estas otras palabras de san Pablo: “muero cada día”47 y
“hagan morir en sus miembros todo lo que es terrenal”48
No se trata de una muerte puramente “espiritual”, eso no
significaría nada. No puede tratarse sino de una muerte real, dicho de
otro modo, física, como lo es nuestra presencia en este mundo. La
realidad física de esta muerte y la realidad de las renuncias esenciales
incluidas en la profesión monástica son una misma cosa: renuncia a
las cosas de este mundo por la pobreza, renuncia a nuestro propio
cuerpo por la castidad, renuncia a nuestra voluntad (es decir a su libre
uso en acciones concretas) por la obediencia.
Detallar la aplicación de estas exigencias será el objeto de
nuestras conversaciones sobre la BD">4H (praxis) monástica. Aquí,
donde vemos primero la 2,TD\" (teoría), lo que importa es insistir
sobre el realismo de todas estas exigencias. Si es solamente en
principio que se renuncia, si es sólo a una propiedad abstracta y no a
su uso concreto, no se es monje del todo. Sería como todos los
cristianos. Lo que distingue al monje del cristiano que no es monje es

46
Hebr.13,14
47
1Cor.15,31
48
Col.3,5
57
lo que lo compromete, no sólo al principio de la renuncia (todo el
mundo está comprometido a ella por el bautismo), sino a su realidad
efectiva, tan inmediata como sea posible.
Apresurémonos en agregar que, por otra parte, la renuncia
de principio, si no es en sí misma una comedia, debe llevarnos a todos
a renuncias de hecho. Pero, si para los demás, el lazo es más o menos
mediato, para el monje es inmediato. Una vez más, el monje es de
esos violentos que no se contentan con prepararse a acoger el reino
de Dios para cuando éste venga sino que pretenden ellos mismos
apoderarse de él de inmediato. Pero esta pretensión sería una chanza
si no es acompañada de una renuncia inmediatamente efectiva. No
se podrá vivir desde ahora, como el monje que se compromete, de la
vida del reino hasta tanto no se muera desde ahora a la vida de este
mundo. “Ya no vivo yo”, dice san Pablo, “es Cristo quien vive en mí.”49
La segunda parte de la frase no puede ser real y efectiva si no se
corresponde en la exacta medida con la primera.
Esto a su vez nos lleva a lo que da sentido a la mortificación
del monje – lo que de hecho, como hemos dicho, es otra cosa que una
mórbida necrofilia – y a lo que la hace posible. “Ya no vivo yo, es Cristo
quien vive en mi”, esta palabra se debe comparar con aquella que ya
dijimos y cuyo sentido no hemos agotado: “Porque ustedes están
muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios” y el
apóstol agrega de inmediato: “Cuando se manifieste Cristo, que es
nuestra vida, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de
gloria.”50 ¿Qué quiere decir sino que esta muerte encuentra su
sentido y su posibilidad en una vida? Pero una vida actualmente
escondida, aunque no esté de ningún modo destinada a serlo para
siempre, todo lo contrario. Dicho de otro modo, lo que da sentido a
la vida muerta del monje, lo que sólo la hace posible, es que es una
vida de fe, vida en la fe.
Sin la fe, el monacato sería una empresa totalmente
irracional. Sin la fe, sería conducirlo al fracaso, al no sentido, a la pura
imposibilidad. Pero, a la inversa, en la fe, la muerte que está allí tan

49
Gal.2,20
50
Col.3,3-4
58
profundamente inscrita, se transfigura, exactamente como en san
Juan, recordémoslo una vez más, toda mención de la Cruz se
transfigura en una evocación de la ascensión gloriosa. Y como la fe
sola da su virtud al monacato, el monacato solo ofrece a la fe, a la vida
de la fe, a la vida en la fe, el pleno desarrollo de la que es susceptible
aquí abajo. Nada más característico hay en la Vida de Antonio, por san
Atanasio, que todo lleva a la fe, pero a una fe integral, total.
En efecto, sólo la fe puede dar sentido, el único sentido
admisible, a este paradójico amor a la muerte del que el monje parece
poseído. Hay que ver bien aquí todo el problema, o más bien, todo el
misterio.
¿Cómo puede el monje realizar la perfección del cristianismo,
precisamente cuando acude al encuentro de la muerte, mientras que
la muerte aparece en la Sagrada Escritura como el último, el supremo
enemigo de Dios? Como dice expresamente el autor de la Sabiduría:
“Dios no hizo la muerte”51, y san Pablo concuerda cuando nos dice:
“Por el pecado entró la muerte en el mundo…”52, viendo en la muerte
y el pecado simplemente personajes que han prestado sus máscaras
al mismo actor del drama cósmico: el diablo. ¿Buscar la muerte no es,
entonces, buscar al diablo? A esta pregunta se impone una primera
respuesta que contiene toda la solución. Si el monje va al encuentro
de la muerte es, simplemente, porque Cristo lo ha hecho, y lo ha
hecho por obediencia al Padre: “…Obediente hasta la muerte y de la
muerte en cruz”53 El monje, a este respecto, toma simplemente en
serio la palabra de san Pedro: “Cristo murió por ustedes dejándoles
un ejemplo para que siguieran sus huellas”54. Deseando la muerte,
tendiendo hacia ella, no hay otro deseo, según la misma inspiración
de san Pablo, que “hacerme semejante a Cristo en la muerte”55. En la
medida en que el monje quiere ser un imitador de Cristo, mejor aún,
quiere ser asimilado a Cristo según toda la gracia bautismal, es como

51
Sabiduría de Salomón, 1,13
52
Rom., 5,12
53
Filip.2,5
54
1Pe.2,21
55
Filip,3,10
59
quiere entregarse a la muerte diciendo como Cristo y en Cristo: “es
por eso que el Padre me ama, porque yo doy mi vida para recobrarla.
Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo… este es el mandato
que recibí de mi Padre”56
Esta respuesta, decimos, contiene toda la solución. Es en
Cristo solamente que tiene un sentido, su sentido, esta carrera hacia
la muerte, aparentemente tan escandalosa. Pero decir esto es en
primer lugar rebrotar el problema. Si solo en Cristo, en la conformidad
con él, es como se encuentra el sentido místico de una ascesis
deliberadamente crucificante, ¿cuál es el sentido en el mismo Cristo?
¿Cómo Dios, este Dios que nos ha dicho que no hizo la muerte, que él
mismo dice “es un enemigo el que ha hecho eso”, cómo puede pedirle
a su Hijo y a todos los suyos en él que mueran?
Hemos llegado al corazón del misterio. Ninguna solución
racional puede satisfacernos. Solamente hay que aceptar el misterio.
Pero para aceptarlo hay que sondear la profundidad de este misterio.
Precisamente porque la muerte es el último, el supremo
enemigo de Dios, Cristo sale a su encuentro, y el monje detrás de él.
Cristo vino al mundo para reconducir al hombre al paraíso desde
donde podrá elevarse a la visión de Dios. El monje sigue a Cristo para
volver a ser él mismo. Ahora bien, ¿qué es pues lo que retiene alejada
a la humanidad? ¿Qué es pues lo que la retrae del trato con los
ángeles si no son las cadenas que su pecado le ha forjado y que la atan
a Satanás? Pero de este poder adquirido sobre ella por el maligno, el
test supremo es justamente la muerte. La muerte que Dios no ha
hecho es como la creatura del diablo, la obra maestra monstruosa por
la cual él retiene a la humanidad alejada de Dios. Es imposible
entonces vencer al diablo, liberar al hombre, reconducirlo al paraíso,
sin afrontar a la muerte. Mientras no se haya llegado a eso, lo esencial
quedará por hacer. Mientras el diablo no haya sido encontrado en ese
lugar, su plaza fuerte por excelencia, no se podrá decir que se lo haya
vencido, que la humanidad esté liberada y la vida angélica
reconquistada.

56
Jn.10,17.18
60
De este modo el enfrentamiento deliberado de la muerte por
parte del monje nos conduce al aspecto fundamental de la ascesis
monástica en la tradición de los Padres. Quiero decir su aspecto
agonístico, su aspecto de lucha y, más precisamente, de lucha contra
los demonios.
Para la Vida de san Antonio, la vocación del monje, en
definitiva, es una vocación de luchador. El monje se hace
verdaderamente monje, es verdaderamente iniciado al monacato
como tal, en la medida en que descubre experimentalmente este
aspecto. Más precisamente, no sale del noviciado, no entra en la vida
propiamente monástica sino a partir del momento en que él constata
en su propia experiencia que, según la expresión de san Pablo,
“nuestra lucha no es con la carne y la sangre sino con los principados,
las potencias, los soberanos de este mundo tenebroso, con los
espíritus del mal que habitan en los espacios”.57
¿Por qué el monje se retira al desierto? ¿Es para gozar de la
soledad, de la tranquilidad y de la despreocupación, propicias en el
seguimiento de la vida interior? Es decir demasiado poco, si se
considera el conjunto de la antigua literatura, quedarse con esta idea.
Como lo ha demostrado perfectamente Karl Heussi, quedarse con eso
sería descuidar lo que parece principal para todos los antiguos
monjes.
Si el monje se interna en el desierto, impulsado por el Espíritu
de Dios, es exactamente por la misma razón por la cual, según los
evangelios, Cristo mismo se ha dirigido allí: para ser tentado por el
diablo, más exactamente, para ser puesto a prueba por él, para
probar victoriosamente sus fuerzas, las fuerzas de la gracia divina
contra él.
Esta es, en efecto, una idea que puede parecernos extraña,
pero que los Padres la han sacado de la Escritura y de la tradición de
Israel (y para ellos esto es tan importante como para sus fuentes): el
desierto es el hábitat del diablo. Que ellos piensen eso, que la
Escritura lo enseñe, no debería parecernos tan difícil de entender

57
Ef.6,12
61
luego de haber hablado de la gran visión del mundo espiritual que fue
la de toda la antigüedad cristiana. Recordemos que el hombre fue un
primer redentor del mundo. Es un ángel sustituto, aparecido en el
mismo seno del mundo alejado de Dios por los ángeles caídos para
llevarlo a Dios por su obediencia. Por consiguiente, en todo lugar del
mundo donde la humanidad está presente y subsiste, no suprimida
todavía por la muerte, el poder de Satanás está amenazado, su reino
está puesto en jaque, su misma presencia retrocede. Inversamente,
allí donde el hombre no ha aparecido, el diablo permanece como el
único dueño del terreno. En el desierto, por tanto, y allí solamente, él
está en su casa. Internarse en el desierto, para el hombre revestido
del espíritu de Dios, será pues provocar al demonio en su propio
refugio.
Estas consideraciones nos hacen ahora comprender mucho
más a fondo esta elección deliberada hecha por los primeros monjes
de establecerse en medio de la soledad, en sepulcros abandonados.
Si el desierto es el lugar donde el diablo, aún no repelido por la
aparición de la humanidad, está inmediatamente presente, la
sepultura es el lugar donde él vuelve a ser, donde él se ha llevado una
primera victoria, donde él ha recobrado el terreno disputado por su
rival suprimiéndolo.
De este modo, el espíritu sorprendentemente realista de los
antiguos veía a Satanás particularmente próximo y seguro de él cerca
de los sepulcros. Yendo a buscarlo allí, era su desafío más audaz. Bajo
la forma de la muerte, el diablo encuentra en este mundo su
manifestación soberana. Vencido allí, él estará totalmente derrotado.
La vida, la vida divina comunicada en la encarnación y la resurrección
final de Cristo y de todo su cuerpo místico, debe ser la epifanía por
excelencia de Dios. De la misma manera, la muerte es la epifanía
suprema de Satanás. Es por eso que sin ofrecerse a la muerte no se
podría triunfar sobre él definitivamente. Luego en la muerte es cómo
el monje, lo mismo que Cristo, debe vencer a Satanás, si alguna vez lo
vence.

62
A veces nos ha chocado ver en los antiguos autores de vidas
monásticas calcar más o menos, para cantar el ÿ(ã<58 (lucha) de sus
héroes, esas vidas fantásticas que gustaban en la antigüedad pagana
y de las cuales la más conocida fue el Heracles de Antístenes. Pero
habría que comprender el sentido profundo de esta imitación. Lo
mismo que el de la asimilación de Cristo a Hércules, tan familiar a los
Padres también y que Ronsard había retomado en un poema que
intitularía El Hércules cristiano. Para entenderlo, pensemos en
Alcestes de Eurípides. Thanatos, el Dios de la muerte, acude a la
tumba donde la reina Alcestes acababa de descender. Pero Hércules
surge en ese momento, lo derrota y lleva a la vida a la joven muerta.
De esta leyenda, los Padres han sacado la imagen que necesitaban
para hacer entender a sus contemporáneos la intervención de Dios
en Jesucristo en su tránsito por este mundo. Jesús mismo es el
verdadero Hércules imaginado por la leyenda; solo él pudo afrontar a
aquél que la segunda carta a los Corintios llama “el dios de este
mundo”59, aquél, dice la carta a los Hebreos “que posee el poder de
la muerte, es decir, el diablo, de modo que Jesús libraría a aquellos
que, por temor de la muerte, estaban sumergidos en la esclavitud”.60
Y el monje, imitador de Cristo por excelencia, lo es por
excelencia, precisamente, en tanto se encuentre enteramente
conforme a él en el acto esencial de su misión: la muerte libremente
aceptada, la muerte concebida como una lucha, como una lucha no
sólo con nosotros mismos o con el mundo sino como la lucha con el
enemigo de Dios.
El primer interés de estas consideraciones es quizás
aclararnos sobre un punto esencial. Entregándose a la muerte, no es
la misma muerte lo que busca el monje. No hay lugar en su
pensamiento y en sus afectos para ninguna necrofilia, simplemente
porque de ningún modo es la muerte lo que ama y lo que quiere. Lo
que quiere no es la muerte en sí misma sino lo que Cristo ha hecho

58
Se pronuncia “agón” (NT)
59
2Cor.4,4
60
Hebr.2,14.15
63
muriendo. El monje experimenta todo el horror natural del hombre
por la muerte en sí, y además ve en ella el objeto de un horror
propiamente sobrenatural: la marca por excelencia del reino
demoníaco que él desea solamente quebrar. Si, sin embargo, él
tiende hacia la muerte, con todo el peso de la gracia divina, de la
gracia de conformidad a Cristo a la cual él quiere entregarse sin
ninguna resistencia, como Cristo en este mundo tendía hacia la Cruz,
es en el pensamiento expresado por el tropario de Pascua que la
liturgia bizantina repite incansablemente: “Por Su muerte, él venció a
la muerte, dando la vida a aquellos que están en los sepulcros”. Lo
que ama, lo que desea, es la Cruz de Jesús, y en la cruz no es la muerte
lo que lo atrae, la muerte que es todo lo que ven aquellos que se
detienen a mirar, sino la vida triunfante que la fe sola proclama.
Nada más importante que penetrar en estas verdades. Si esta
mirada de la fe acaba esfumándose, toda la ascesis cristiana, esta
escuela de vida, de vida sobreabundante, de vida eterna, se
ennegrece al instante como un cadáver en descomposición. Si la
muerte de Cristo, con todo lo que ella tiene de único, no es más lo
que deseamos, si es sólo la muerte sin más, el Espíritu abandona de
inmediato nuestra ascesis y ella no respira más que la podredumbre.
San Pablo nos presenta al apóstol, cristiano perfecto, como “llevando
sin cesar la muerte de Cristo en su propio cuerpo”, pero agrega
enseguida “para que también la vida de Jesús se manifieste en
nuestros cuerpos”.61 Este final pierde de inmediato todo su sentido
si, en lo principal, el acento descansa sobre la muerte misma y no en
su complemento: la muerte de Cristo.
Lo hemos dicho y sin cesar lo repetimos: en tanto que es una
vida de fe, la vida del monje debe ser una vida muerta. Pero esto
significa que no es cualquier vida muerta sino una vida de la cual la
muerte está totalmente iluminada por la fe, más precisamente por lo
que la fe nos hace descubrir de absolutamente único en la muerte de
Jesucristo. Muy a menudo, muy constantemente, desde la
antigüedad cristiana, se ha comparado la actitud del asceta cristiano

61
2Cor.4,10
64
frente a la muerte con la del filósofo platónico. El platonismo, hay que
reconocerlo, ha prestado al ascetismo cristiano, más precisamente al
ascetismo monástico, ciertas fórmulas, ciertas imágenes de lo más
acertadas. Pero estas fórmulas, estas imágenes no son válidas sino a
condición de ser totalmente transfiguradas por su nuevo entorno. Si,
al contrario, - como sucede en medios cristianos donde la savia
cristiana no se eleva más - estas fórmulas, estas imágenes retoman su
primer sentido y dan su luz, su atmósfera en la meditación del
Evangelio, la luz divina se convierte en tinieblas.
Toda la filosofía platónica, como toda la ascesis cristiana,
puede ser considerada como una preparación a la muerte, como una
disposición a aceptar la muerte, como una búsqueda de la muerte. Y
además, como la ascesis cristiana, no tiene de ninguna manera un
gusto mórbido por la destrucción sino un deseo profundo por la vida,
la vida verdadera, la vida inmortal. Platón, como el monje, no desea
la muerte como un camino, o por sí misma, sino por el más allá hacia
donde nos conduce, y ese mismo más allá lo concibe como la vida, la
vida que es sólo vida, º Ô<JT HTZ.
Pero ahí se detiene la concordancia. El platónico espera esta
vida de la misma muerte. Es la muerte la que posee la vida y que se la
dará como un don. Para recibir la vida se trata simplemente de morir,
no forzada sino voluntariamente, deliberadamente. Pues el obstáculo
para la vida verdadera es justamente lo que la muerte destruye: la
vida corporal.
El cuerpo, Fä:" (soma), no es sino una tumba, F-:" (sema),
para el alma. Una vez que el alma haya comprendido esto, lejos de
resistir a la muerte, se entregará a ella sin ninguna resistencia, como
a la bienaventurada reparación del loco aturdimiento que la había
hecho descender en el cuerpo, y podrá al fin volver a vivir
verdaderamente.
Nada de todo eso concierne al cristiano. Si él busca la vida en
la muerte, no la espera para nada de la muerte. Si la muerte es hoy el
amo de la vida, habría que decir más bien que es la tirana, una tirana
que sólo la domina para aplastarla. La muerte no dará jamás la vida,
la vida será reconquistada sobre la muerte con una lucha esforzada.
65
No es muriendo simple y totalmente que se vivirá sino muriendo de
una muerte tal que ella mate a la misma muerte, lo que sólo pudo
hacer la muerte de Cristo. Pues no es la vida en un cuerpo mortal la
que ha estropeado la vida del alma. Todo lo contrario, es la muerte
del alma la que estropeó al cuerpo y lo hizo mortal. La vida será
reconquistada por la resurrección, no del alma sola sino del ser
humano en su unidad, inseparablemente cuerpo y alma. Y si el paso
por la muerte puede conducir a la resurrección, es solamente para
que el alma, vivificada en Cristo, pueda ser capaz de quemar, como
un hierro candente, la muerte del cuerpo y volatilizarla en su propia
llama.
El monje se dirige a la muerte porque cree que este milagro,
el más grande de todos, se ha cumplido en la muerte de Cristo;
porque cree que Cristo es la Vida, la Vida misma de Dios, y que
haciendo suya la muerte física, ha arrebatado al maligno todo su
poder y todo su imperio y por esto los ha reducido a la nada. Se dirige
a la muerte, además, porque cree que Cristo vive en adelante en él,
bautizado, más que él mismo; porque cree, en fin, que en él mismo
se reproducirá, de la misma manera, lo que ha pasado en Cristo.
La muerte del monje, esta muerte deseada, buscada día tras
día, no es sino la declaración suprema de su fe, de su fe en Cristo
venciendo la muerte en sí mismo, de su fe en Cristo presente en los
suyos para vencerla en ellos. La mortificación del monje finalmente
no es otra cosa que su testimonio dado a Cristo, el testimonio de su
fe, por el cual ésta demuestra que no es sólo una mirada del espíritu
sino un compromiso de todo el ser.
De este modo alcanzamos la idea última que es también la
idea fundamental del monacato, la única justificación de la aparición
del monacato en la historia de la Iglesia. Esta idea es que monacato y
martirio, - martirio, recordémoslo, significa en griego testimonio – no
son sino una sola y misma cosa. El monacato surgió en la Iglesia en un
momento preciso, al final del siglo III y comienzo del siglo IV, cuando
desaparecía el martirio. El monacato en la Iglesia no es otra cosa que
el martirio reapareciendo bajo una nueva forma exigida por las
circunstancias modificadas.

66
Al comienzo, la Iglesia aparece en conflicto abierto con el
mundo. Luego el mundo parece hacer la paz con ella. ¿Pero podía la
Iglesia, podrá ella hacer la paz con el mundo? No, si entendemos el
mundo, con la Sagrada Escritura, del modo que decíamos
anteriormente. Si el mundo no apremia más exteriormente a la Iglesia
a la lucha, es la Iglesia la que, interiormente, debe tomar sobre sí la
lucha. Aquí abajo no podría, en efecto, dejar de ser militante, es decir
combativa. Transigir con el mundo, aceptar con alivio ser liberada del
conflicto, sería para la Iglesia renunciar a ser triunfante. Sólo aquél
que haya luchado será coronado. Sólo aquél que haya luchado hasta
la muerte recibirá la corona inmarcesible prometida al vencedor. La
corona de gloria es sólo para aquellos que hayan llevado la corona de
espinas…
De este modo, en fin, el sentido de la muerte para los mártires
es lo que nos hará fijar la atención en el sentido que debe tener para
los monjes.
El auténtico mártir cristiano de ningún modo es un estoico
que llega a una alegre indiferencia respecto de toda la creación, y que
Corneille62 nos presenta bajo los rasgos de Polieucto. Si queremos
buscar una imagen fiel en la literatura, habría que preguntarle al
santo Tomás Becket, de Eliot63, en Murder in the Cathedral (Asesinato
en la Catedral). Él se entrega a la muerte sin temblar pero no sin sufrir,
sin frases declamatorias para rechazar lejos de él todo resto de la
creación sino, al contrario, se entrega en un impulso de amor que lo
lleva inseparablemente hacia sus hermanos y hacia el Padre. El mártir
cristiano no se entrega a la muerte por odio a la vida, menos aún de
la vida corpórea, sino al contrario, porque sabe, como Aquél a quien
imita y prolonga los sufrimientos en su propia carne, que “no hay
amor más grande que dar la vida por los que se ama.”
Pero son los mismos mártires de la historia los que deben
hablarnos. Nadie puede hacerlo mejor que el primero cuyos textos
nos han conservado las novíssima verba (últimas palabras).

62
Pierre Corneille, (1606-1684) escritor francés. (NT)
63
Thomas S. Eliot (1888-1965) Literato y dramaturgo inglés nacido en Estados
Unidos, Premio Nobel de literatura. (NT)
67
Retomémoslas en toda su riqueza palpitante de vida, que se inmola
para fructificar y renacer ya no más egoísticamente sola sino
indefinidamente múltiple en todo el cuerpo de Cristo. Evoco,
evidentemente, a san Ignacio de Antioquía, este obispo del siglo II,
llevado de Siria a Roma para sufrir allí el martirio y que fue jalonando
todo el camino con epístolas que son como un itinerario del alma
cristiana en marcha hacia Dios por el camino real de la cruz.
Aquella que lo precede al acercarse a los romanos está llena
de esta glorificación de la cruz, que no es glorificación de la muerte
como tal sino de la muerte con Cristo. “Escribo a todas las iglesias y
les hago saber a todas que muero de buena gana por Dios, con tal que
ustedes no me lo impidan” (los romanos, en efecto, trataban a través
de relaciones más o menos influyentes de obtener esa gracia).”Yo los
conjuro: no tengan hacia mí una benevolencia intempestiva. Déjenme
que sea pasto de las fieras por medio de las cuales podré encontrar a
Dios. Soy trigo de Dios y seré molido por los dientes de las fieras para
llegar a ser pan puro de Cristo. Sean más bien complacientes con las
fieras para que ellas sean mi tumba y no dejen nada de mi cuerpo
para que una vez que me duerma no sea una carga para nadie.
Entonces seré verdaderamente discípulo de Jesucristo: cuando el
mundo no vea más mi cuerpo. Imploren a Cristo por mí, para que por
medio de esos instrumentos, llegue a ser una víctima para Dios…
¡Pueda yo alegrarme de las fieras que me han sido preparadas! Deseo
que estén listas para mí y yo las acariciaré para que me devoren a
toda prisa, no como hicieron con algunos que por temor no los han
tocado. Si por testarudez no lo quisieran, yo las forzaré para que lo
hagan. Perdónenme, sé lo que es bueno para mí. Recién ahora
empiezo a ser un discípulo. Que ningún ser visible e invisible, por
celos, me impida ir al encuentro de Cristo. Fuego y cruz, tropillas de
fieras, maceraciones, descuartizamientos, dislocación de huesos,
mutilación de miembros, aplastamiento de todo el cuerpo bajo la
muela, que los peores azotes del diablo caigan sobre mí, con tal que
yo encuentre a Jesucristo.
“De nada me servirán los placeres del mundo ni los reinos de
este mundo. Es bueno para mí morir (y adherirme así) a Cristo Jesús

68
que reinar hasta los confines de la tierra. Todo mi deseo y mi voluntad
están puestos en aquel que murió y resucitó por nosotros. Se acerca
el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor, hermanos,
no me priven de esta vida, no quieran que yo muera. Lo que anhelo
es Dios, no me entreguen al mundo ni me seduzcan con las cosas
materiales. Déjenme recibir la luz pura. Cuando esté allí, recién yo
seré un hombre. Si alguien tiene a Dios en sí, que entienda lo que
quiero y que tenga compasión de mí, comprendiendo lo que me
apremia… Mi amor terrenal ha sido crucificado; no hay más en mí el
fuego por lo material sino un agua viva que susurra en mí: ¡ven al
Padre! No me deleita más el alimento corruptible ni los placeres de
esta vida. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de
Jesucristo, de la raza de David, y por bebida deseo su sangre, es decir,
el amor incorruptible.”64
El primer punto que impacta en este texto es, si se puede
decir, lo que atrae el deseo del mártir. No tiende hacia la muerte sino
para encontrar allí a Cristo, o, lo que sería lo mismo, para ser allí
encontrado en él. No considera aquí a la muerte sino como el lugar
donde debe hallar a Cristo, identificarse con él de alguna manera.
Y esto se aclara si estamos atentos a un segundo punto: la
abundancia de las imágenes eucarísticas, pero al mismo tiempo su
transposición constante de Cristo al cristiano. Ignacio desea hacerse
él mismo el trigo de Dios. Su aspiración personal al martirio se hace
uno con su deseo de la carne de Cristo crucificado, de su sangre que
es “el amor incorruptible”, como lo dice en un magnífico resumen.
Esta comparación es tanto más notable cuanto que la
eucaristía es, junto con el martirio, el otro gran tema de las cartas de
Ignacio de Antioquía. Y para él la eucaristía es conjuntamente la
realización de la unidad de la Iglesia en Dios y la manducación real de
Cristo crucificado y resucitado, asimilándonos todos y cada uno a él
mismo. De este modo podemos sintetizar el conjunto de su doctrina
diciendo que el martirio, a sus ojos, es como la contrapartida de la
comunión eucarística. Mejor aún: aparece como la justificación, la

64
Carta de san Ignacio de Antioquía a los Romanos, del cap. IV a VII.
69
prueba de alguna manera experimental, de la realidad de la
eucaristía. Por la eucaristía, los cristianos han entrado en el ciclo
católico del amor divino, comunicado al mundo, recibiendo a Cristo
crucificado y asimilándolo. Por el martirio, la realidad del ágape de
Dios derramado en su corazón resplandece triunfalmente y la verdad
de su asimilación a Cristo se hace al mismo tiempo un hecho de
experiencia.
Es hasta ahí donde hay que ir si queremos dar todo su sentido
a las palabras ardientes de este texto. Y es, en efecto, una doctrina
constante, a través de las actas auténticas de los mártires, esta
creencia en el realismo místico de la presencia de Cristo resucitado
revelándose en el martirio, en la muerte del mártir. El martirio, si lo
vemos tal como la antigüedad lo ha visto, se consuma en una
verdadera experiencia mística donde el cristiano toca, por así decirlo,
la realidad de esta asimilación que había obrado la eucaristía entre él
mismo y Cristo muerto y resucitado.
Cuando la joven Felicitas, esperando el martirio en la prisión,
grita de dolor en el momento del parto, uno de sus carceleros le dice:
“Si tú gritas así ahora, ¡cómo será cuando estés en el anfiteatro!” –
“No, le responde ella sin dudar, será Otro el que sufrirá en mí.” Todo
lo que encierra de riquezas esta palabra tan simple, la encontraremos
desplegada en las actas del martirio de Policarpo. Veamos las últimas
palabras del amigo de Ignacio que recogió sus propias epístolas:
“Habiendo elevado los ojos al cielo dijo: Señor Dios omnipotente,
Padre de tu hijo muy amado y bendito Jesucristo, por quien hemos
recibido tu conocimiento, Dios de los ángeles y de las potencias y de
toda la creación, al igual que de la raza de los justos que viven en tu
presencia: te bendigo porque me has juzgado digno de este día y de
esta hora para que yo sea contado entre tus testigos y tome parte en
el cáliz de tu Cristo para la resurrección de la vida eterna, del alma y
del cuerpo, en la incorruptibilidad del Espíritu Santo. Pueda, entre
ellos, ser recibido hoy delante de ti como sacrificio pingüe y
aceptable, según lo que tú has preparado, manifestado
anticipadamente y cumplido, oh Dios verdadero donde no hay
mentira. Por esto y por todo te alabo, te bendigo, te glorifico por el

70
eterno y celestial Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu hijo muy amado, por
quien a ti, con él y el Espíritu Santo, sea la gloria ahora y por todos los
siglos. Amén. Una vez pronunciado el amén y acabado su oración, los
verdugos encendieron el fuego. Habiendo surgido una gran llama,
nosotros a quienes nos fue dado ser testigos, vimos un prodigio que
hemos retenido para poder anunciarlo a los demás. El fuego formó
como una bóveda y, como la vela de un barco henchida por el viento,
el fuego rodeó el cuerpo del mártir, y él mismo, en el centro, no
aparecía como una carne consumida sino como un pan en su cocción,
como el oro y la plata que arden en el fuego. Y nosotros respirábamos
el perfume como el humo de incienso o de otro aroma precioso.” 65
Aquí, el sacrificio del pontífice mártir aparece como una última
eucaristía donde él mismo sería el pan del altar transubstanciado en
Jesucristo.
Si con tales escritos nos acercamos a los relatos de muertes
monásticas que la antigüedad cristiana nos ha igualmente trasmitido,
estaríamos sorprendidos de encontrar en ellas esta misma
transfiguración de la muerte, por la presencia de Cristo, Cristo, una
vez más, “venciendo a la muerte con su muerte”. Leamos primero, de
la pluma de san Gregorio de Nisa, la muerte de la que acababa de ser
testigo, de su propia hermana, la abadesa Macrina. Todos los temas
que hemos seguido, vamos a encontrarlos reunidos en esta muerte
de la que no diría que es una apoteosis, este término evocaría un
pensamiento demasiado pagano, sino más bien un paso del cristiano
en Jesucristo, por la adhesión perfecta a Aquél en el triunfo final de
su lucha suprema:
“Comenzaba a ponerse el sol sin que ella disminuyera en nada
el vigor de su espíritu, pero viendo mucho más claramente la belleza
de su esposo al que se acercaba, se apresuraba aún más para ir a su
encuentro. Así, deteniendo fijamente su mirada en él, ya no fue más
a nosotros sino a él a quien dirigió su palabra (pues su pequeño lecho
estaba vuelto hacia el Oriente). Con las manos juntas, hablaba con
una voz tan baja que apenas podíamos oírla; pero su oración era tal

65
Martirio de san Policarpo, XIV y XV
71
que no podíamos dudar de que se dirigía a Dios y que sólo él debía
escucharla.
“Señor, decía ella, tú nos libras de la aprehensión de la
muerte. Tú haces que el fin de esta vida sea para nosotros el comienzo
de una verdadera vida. Tú nos dejas dormir por un tiempo y tú nos
despiertas por el sonido de la trompeta que tocará al fin de los
tiempos. Tú confías como un depósito en la tierra, la tierra de
nuestros cuerpos que tú has formado con tus manos y que tú lo
reclamarás revistiendo de inmortalidad y de gloria lo que en nosotros
es mortal y deforme. Tú nos has librado de la maldición y del pecado,
habiendo querido por amor a nosotros estar cargado de uno y del
otro. Tú has destrozado la cabeza de la serpiente que había hecho que
el hombre, al desobedecerte, se hiciera su esclavo. Tú has roto las
puertas del infierno, y derribando a aquél que era el dueño de la
muerte, nos has abierto el camino de la resurrección. Tú has dado a
aquellos que te temen el signo de tu santa cruz para confundir a este
irreconciliable enemigo y poner nuestras vidas a seguro. Dios eterno,
a quien he amado siempre con todo mi corazón desde el vientre de
mi madre y a quien desde mi infancia hasta este momento, he
consagrado mi cuerpo y mi alma, dame Señor un ángel de luz que me
conduzca con los santos Padres a un lugar de refrigerio y reposo. Tú,
Dios mío, que hiciste trizas esta espada llameante cuyo brillo nos
hacía temblar y has perdonado a uno de los que fueron crucificados
contigo una vez que recurrió a tu misericordia, acuérdate de mí, por
favor, en tu Reino, puesto que yo también he crucificado mi carne
contigo, habiendo sido traspasada como con los clavos por temor y
por la aprehensión que he tenido de tus juicios. Que este caos
espantoso no me separe de tus elegidos. Que este espíritu envidioso
de la felicidad de los hombres no se encuentre en absoluto en mi
camino para que no me impida ir a ti. Que mis faltas desaparezcan
delante de tus ojos. Y puesto que tú tienes el soberano poder de
perdonar los pecados de los hombres, perdóname aquellos que la
enfermedad de la naturaleza me ha hecho cometer en mis acciones,
en mis palabras y en mis pensamientos, a fin de que abandonando
este cuerpo, me encuentre purificada de mis manchas y que así tú

72
recibas mi alma entre tus manos como un perfume precioso
derramado en tu presencia.
“Profiriendo estas palabras, ella hizo el signo de la cruz sobre
sus ojos, su boca y su corazón. Su lengua poco a poco se iba secando
enteramente por el ardor de la fiebre extrema y ya no podía hablar
claramente ni ser escuchada. Nosotros sabíamos que rezaba porque
ella movía las manos y los labios.
“Llegada la noche, trajeron una lumbrera. Abriendo los ojos
para mirarla, ella manifiesta su deseo de decir Vísperas. Pero
faltándole la voz, cumple como puede por el movimiento de las
manos y de sus labios lo que tenía en el corazón. Luego de decir
Vísperas de esta manera, lleva la mano sobre su rostro para hacer la
señal de la cruz, y eso nos hizo saber que las Vísperas habían acabado.
Y lanzando un gran y profundo suspiro, acabó su vida con su
oración.”66

Platón decía que toda la vida no debía ser sino una


preparación a la muerte. Veamos en qué sentido se puede decir esto
en la vida del monje. Las muertes como la del relato que acabamos
de leer, como la del mismo Cristo, son en efecto transfiguradas por la
vida que ellas coronan y consuman. No son más la fatalidad a la cual
el pecado nos destinaba inexorablemente. Son el sacrificio
libremente consentido por la fe en Jesucristo, por la fe que
literalmente nos transporta en él, el sacrificio que toda una vida de
abnegación produce como su fruto acabado, a la hora en que el
dueño de la viña lo reclama. Entonces, la fe habiendo tomado
posesión de todo el ser, cuando llega la hora del poder de las tinieblas,
este poder no tiene nada en el monje, en el cristiano perfecto, que le
pertenezca. La hora más grande, la del total abandono, se vuelve la
hora de la victoria: la fe recobra la luz divina en lo más profundo de

66
San Gregorio de Nisa, Vida de Macrina, XI
73
las tinieblas del mundo y puede decir, en esta misma hora: “Padre, la
hora ha llegado, glorifica a tu Hijo para que él mismo te glorifique…”
Hay que morir, habíamos dicho primeramente, porque la vida
que buscamos, la vida angélica, es la del mundo venidero, y no se
puede alcanzar el mundo venidero sin morir al mundo presente. Pero
morir al mundo presente en la fe en Cristo, en Cristo muerto y
resucitado, no es morir simplemente. Es vencer al poder mismo de la
muerte que dominaba toda la vida del mundo presente haciendo de
ésta una perpetua esclavitud. Es encontrar en el gran acto de
reparación de fe y de amor, la filiación divina que habíamos perdido.
Es - muriendo a una vida humana desfigurada a imagen del diablo por
la cual ella misma se había vuelto mortal - renacer a la vida angélica,
a la vida que reanima en nosotros la impronta restaurada del Hijo de
Dios, la Imagen inmarcesible del Logos de luz y de vida.

CAPITULO IV

LA LUZ INACCESIBLE

Todo el sentido de la vida monástica está dado por la


búsqueda de Dios. Por tanto es una vida angélica, y por consiguiente
una vida que tiene como anticipo la muerte y logra las primicias de la
resurrección. Pero todo esto nos vuelve a decir que la vida monástica

74
es vida contemplativa, es decir, si se quiere ser más preciso, que su
ideal debe ser la visión de Dios. La eternidad, en donde la muerte
cristiana nos introducirá, estará llena, en efecto, por esta visión de
Dios cara a cara que es el todo en la vida de los ángeles y de los santos.
Y la eternidad sola, sin duda, es capaz de esta visión entendida en la
plenitud de su sentido. Una vez más, “nadie puede ver a Dios sin
morir”. Pero ya hoy, entre las sombras de la fe, es posible una cierta
visión, visión de algún modo crepuscular, y es a esta visión a la que
debe tender el monje.
El monje, como hemos dicho, es desde el comienzo alguien
que no se contenta con que Dios sea un “él”, un ser del cual se habla
en tercera persona. Es alguien a quien Dios le habló primero
llamándolo, que escuchó bien este llamado, o que este llamado se ha
apoderado de él de tal modo que arde en responder para que el
diálogo se establezca y no cese más en adelante. El monje es alguien
que, como Jacob, dice al ángel que lo visitó por la noche: “no te dejaré
partir hasta que no me hayas bendecido”. Y luchará con él en las
tinieblas hasta que los primeros rayos del día le permitan discernir el
contorno del rostro divino. El monje es aquél para quien Dios es una
persona, una persona que se puede, que se quiere encontrar, una
persona para cuyo encuentro uno abandona todo lo demás. “Tus ojos
verán al rey en su hermosura”: esta promesa mueve todo el esfuerzo
del monje, después de haberle hecho caer de las manos todos los
objetos terrenales que embelesan a los demás.
La vocación monástica estaría como enucleada si se
descuidase este elemento místico. La vida monástica, privada de esta
energía, no sería sino un comportamiento sin alma. Y, aunque el
monje contase con toda la perfección de las virtudes cenobíticas, no
habría todavía comenzado a ser monje si no experimentase en él esta
atracción invencible a estar, finalmente, “solo con el solo”, solus cum
solo.
Esta búsqueda de Dios, de la que tanto hemos hablado, no
tendría sentido si ella misma no tuviese ese sentido. Que no se vaya
a decir: “las gracias místicas no se dan a todos, no es cuestión,
entonces, de confundir su búsqueda con la búsqueda de la perfección

75
monástica.” Tal frase es sólo verdadera si se confunde abusivamente
la vida mística con ciertas experiencias psicológicas particulares, que
no son en absoluto necesarias a la perfección ni son deseables para
todos. Al contrario, es un conocimiento de Dios, un conocimiento
bastante directo para merecer al menos el nombre de visión
crepuscular que le aplicamos y sin la cual no existe perfección
cristiana. Un monje que se desinteresase de este conocimiento y que
pretendiera todavía buscar a Dios como se debe, sería como este
hombre del que habla Kierkegaard, que sabe que nadie todavía llegó
al polo norte, pero que se forma una conciencia con eso para decir a
sus vecinos y amigos: “Voy al polo norte”, mientras piensa sólo en dar
una vuelta por el puerto sin siquiera tener en mente la idea de
embarcarse.
El monje verdadero, en cambio, que no lo es sólo por la
exterioridad de las observancias sino por el interior de su corazón, es
alguien que sabe que emprendió el ascenso al Tabor. ¿Y qué
significaría este ascenso si no lo llevase a la cima donde la gloria divina
se le aparecería en la irradiación de Cristo transfigurado? Ver esta luz
del Tabor, esa debe ser su más profunda aspiración.
Una vez dicho esto hay que considerar lo que tiene de
prodigioso tal deseo. Hace falta que el hombre desee eso, que el
llamado de Dios, la promesa de Dios empuje a desear eso, se dé
cuenta también que no puede desearlo si no es con temor y temblor.
Esta luz de la gloria divina, esta luz donde Dios reside, esta nube
luminosa donde nos invita él mismo a entrar, hay que considerarla al
mismo tiempo como lo que la Escritura llama una luz inaccesible: NäH
BD`F4J@<, como la montaña del Horeb cuando Dios había
descendido en ella y a la cual uno no podía acercarse sin ser
fulminado.
Al contrario, escuchamos hace poco a san Agustín
recordarnos que se podía ver fácilmente a los dioses antiguos. El
poeta Lucrecio, en una página por otra parte magnífica, nos muestra
el gozo fácilmente colmado de los devotos de Cibeles al contemplar
el rostro de su diosa; pero ¿qué era este rostro cuya vista los saciaba?
Un simple ídolo. Y lo mismo, Lucio, en las Metamorfosis de Apuleyo,
76
describiéndonos su iniciación a los misterios de Isis, exclama con
seguridad: “He sido transportado entre los astros, luego regresé a mi
propio lugar; he hollado el umbral de Proserpina (la diosa de los
infiernos) y me acerqué a todos los dioses”… Pero esto no es sino una
manera pomposa de evocar las ceremonias simbólicas donde las
potencias naturales estaban consideradas a revelarse al iniciado. ¡Y
qué iniciado! Como dice un sabio inglés, historiador de estas
religiones mistéricas, con todo las más religiosas de la antigüedad:
“Estas divinidades no estaban verdaderamente hastiadas en materia
de adoradores”.
El Dios de Israel, al contrario, el mismo que llamamos nuestro
Dios, es un Dios escondido. Recordemos una vez más estos textos:
“Qué cosa terrible es caer en manos del Dios vivo…”, “Nadie puede
ver a Dios sin morir”. Cuando Isaías tuvo la visión de Yahvé entre los
serafines, exclamó: “Desgraciado de mí, porque soy un hombre
pecador y mis ojos han visto al Santo…” Y Jacob, cuando se despierta
de su sueño donde se le aparece la escala santa, cuál fue su primera
reacción sino la de exclamar: “¡Qué terrible es este lugar; aquí está la
casa Dios, la puerta de los cielos, y yo no lo sabía!”
De esta santidad de Dios debe estar penetrado el monje. Él es
aquél que, como Moisés, ha sido llamado a escalar la montaña que
fulmina a los que la tocan. Él no descenderá de allí sin haber sido
revestido él mismo de la luz increada. Recordemos a Moisés
descendiendo del Sinaí sin sospechar que su propio rostro se había
vuelto radiante. Desgraciado el monje si olvida que “el lugar donde
está es un lugar santo.”
El monje consciente de su vocación de ir al encuentro con
Dios, sería un insensato si ésta no lo atrapara de un sentimiento,
diríamos, propiamente religioso, como para darle al término una
significación que lamentablemente parece casi haber desaparecido
de nuestro pensamiento. La “religión” es, en efecto, o debería ser un
sentido habitual de lo que es Dios y de lo que le es debido. Dicho de
otro modo, del sentido de lo sagrado. Ahora bien, no se puede negar
que este sentido esté extrañamente abolido en nuestros días, incluso
en aquellos cuya vocación o estado los llama a manifestarlo a los

77
demás. En efecto, nos podemos confundir sobre la santa libertad
filial, a la cual la gracia del Evangelio nos llama a relacionarnos con
Dios, cuando lo consideramos sea como un gran camarada, sea como
fuente de beneficios inagotablemente ofrecida a nuestras
imposiciones. Sin embargo es muy cierto que estas dos imágenes
corresponden mayormente a nuestro comportamiento hacia Dios.
Esto quiere decir que no es Dios a lo que damos el nombre de Dios
sino un ídolo hecho de nuestras imaginaciones y pensamientos
totalmente humanos. Entonces, no nos equivoquemos: lejos de
magnificar el amor del Padre, nosotros lo degradamos. Pues lo que
hace su grandeza inaudita es que así nos ama Aquél que es el que es,
es decir el Santo, sin disminuir nada ni en nada rebajar su santidad.
La santidad divina. Hay una obra notable de un historiador y
filósofo religioso alemán en la que, hace unos veinte años, se ha
esforzado en delimitar su concepto por medio de un análisis
fenomenológico de lo que las manifestaciones religiosas de la
humanidad tienen de absolutamente específico en tanto que
religiosas. Estamos hablando del libro sobre Lo Sagrado de Rudolf
Otto. Sin que se pueda aprobar todo en esta obra, difícilmente se
podría subestimar la reanimación de un concepto terriblemente
extinguido para nosotros. Pero el efecto de escándalo producido en
cantidad de piadosos autores o pensadores por este libro, dice
mucho, en verdad, sobre la necesidad de tales análisis. A veces uno
podría preguntarse si con el “buen Dios”, el “pequeño Jesús”, y
algunos otros ídolos pueriles de una imaginación cristiana
degenerada, Dios no está como muerto para los mismos cristianos, al
menos tanto como para estos revoltosos a los que Nietzche ha dado
la fórmula de su rechazo. ¿Hay blasfemias más terribles y más
irremediables que las de aquellos que la profieren de rodillas
imaginándose en eso que glorifican a Aquél a quien insultan? La
imagen ridícula que se han hecho y según la cual obran cuando
pretenden adorarla, la ofende mucho más directamente que la
ignorancia del odio.
Si en el monje la búsqueda de Dios es seria, si esta búsqueda
debe y quiere seriamente llegar a encontrarlo y verlo, debe partir

78
evidentemente de un rechazo total de tales caricaturas. El monje no
iría detrás de Dios si divagara yendo detrás de tan miserables ídolos.
El monje no puede tener ninguna simpatía, ninguna debilidad por
estas representaciones de una pobreza inconscientemente blasfema.
En primer lugar él es alguien que sabe que Dios no es eso en absoluto.
Y si no lo sabe, no puede ser monje porque no puede buscar a Dios,
porque lo que busca entonces no tiene nada en común con el Dios
que se ha revelado a los profetas y en Jesucristo.
El monje, al contrario, es aquél que comienza por saber que
Dios es grande, que es el Señor, el Puro, el Inaccesible, el Totalmente
Otro. Tales son, en efecto, las ásperas pero saludables verdades que
el término “Santo” debe recordarnos.
La santidad de Dios no significa solamente, ni en primer lugar,
una rectitud moral absoluta. Esta rectitud de una inamisible67
perfección, no es sino la manifestación de una indefinible calidad
intrínseca de la divinidad que hace que ella sea Dios. Y es más bien
esta calidad la que toca que no lo abarca el vocablo de “santo”, y que
sus diferentes sinónimos no pueden designar sino oblicuamente, al
modo de los serafines de Isaías, cantando el Sanctus mientras velaban
sus rostros.
La soberanía de Dios, o mejor, el hecho de que cualquier otro
ser sea al lado suyo como una pura nada, no es sino un elemento
relativamente secundario, como un reflejo de su grandeza sobre la
que la supera infinitamente. Decir que su santidad hace de Él el Puro,
el Inaccesible, es ya decir mucho más. Es colocarlo en una categoría
aparte. El primer sentido del término “Santo” o “Sagrado” es
justamente esto: lo que está aparte. Esto es lo mismo que decir que
su grandeza es tal que la misma palabra se vuelve inadecuada.
Cuando se trata de él, todas las palabras mueren, las más elevadas
como las más bajas. Son como pájaros a los cuales les falta el aliento
por haberse aventurado en una atmósfera tan purificada que se
vuelve irrespirable. Finalmente, se nos ha quitado todo recurso
menos esta designación enteramente negativa: el Totalmente Otro.

67
inamisible: que no se puede perder. (NT)
79
Ahí está el sentido de una paradoja esencial que hay que
señalar de inmediato. A pesar de los términos luminosos de los que
nos hemos servido hasta ahora para hablar de la contemplación, una
característica distintiva de la mística judía y cristiana es insistir sobre
el carácter tenebroso de la contemplación del verdadero Dios. El
anónimo genial que se esconde bajo la figura de Dionisio el
Areopagita puso especialmente de relieve este otro tipo de metáfora,
pero sería erróneo creer que ha sido el creador o el introductor de la
misma en el cristianismo. Si, para él, la teología mística se define
como una entrada en la tiniebla divina, es según una tradición que,
para san Gregorio de Nisa y Orígenes, se remonta a un tema esencial
de la Biblia: el de la tiniebla luminosa, la de la nube irradiante en la
que Moisés entró al subir al Sinaí llamado por el mismo Dios, para
encontrarlo y hablar con él cara a cara. Este tema, antes de haberse
ubicado en el corazón de la mística cristiana, estaba en el centro de
la mística judía. En efecto, se orienta enteramente sobre esta
bienaventurada Schekinah de luz y de vida que se había posado sobre
el tabernáculo, que luego había invadido el templo de Salomón, pero
a modo de una nube impenetrable, arrancando del rey esta
exclamación: “¡El Señor se complace en habitar en la oscuridad!”68
Vemos aquí un corte tajante entre una mística
profundamente cristiana, como la de Dionisio, y la mística
neoplatónica la cual, sin embargo, no teme tomar prestado
vocabulario y conceptos que a menudo han disimulado mucho su
originalidad. Mientras que el Dios de Plotino es el Uno, es decir un
concepto humano, purificado solamente por su absoluta simplicidad,
el Dios de Dionisio, nos lo dice explícitamente, está más allá del Uno,
porque está más allá de todo concepto sacado de las creaturas. Sólo
la Tiniebla completa, respecto de todas las claridades terrenales o
celestiales, puede ser la morada de su inaccesible luz. También
Dionisio opondrá a la teología catafática - que nos habla de Dios en
términos positivos pero necesariamente tomados de las analogías

68
1 Re.8, 12 Entonces Salomón dijo: « Yahveh quiere habitar en densa nube.” (BJ)
80
creadas - la teología apofática69, que sólo puede sugerirnos el infinito
negando metódicamente toda afirmación de este tipo sobre Aquél
que está más allá de toda idea que ninguna inteligencia creada o
creable pueda hacerlo.
Hay que volver a este desconcierto total para comenzar sólo
a sospechar quien es Dios. Hablar de Él, hablar de buscarlo, hablar de
verlo es literalmente no saber lo que se ha dicho durante tanto
tiempo y que no se ha llegado a captar de este Mysterium
tremendum.
Pero la insuperable belleza del cristianismo, la grandeza sin
par de la vocación monástica se revelan cuando, llegado a este temor
sagrado del que se puede decir en verdad que es el único comienzo
de la verdadera sabiduría, se ve brotar allí lo que será el río del gozo
que sacia plenamente. Pues el Misterio divino, que es el Mysterium
tremendum, el misterio que comunica un temor del cual ningún otro
se le aproxima, nos revela el Evangelio en su plenitud, y nos revela a
un mismo tiempo que es también el Mysterium fascinans, el misterio
soberanamente deseable.
Mejor dicho, sólo revelándonos toda su grandeza es como
nos revela también su suprema atracción. Dios no empieza a ser
conocido como Dios de amor sino allí donde es conocido como el
Señor que habita en una luz inaccesible. La gracia, de la cual la
revelación es pura y simplemente la revelación del Dios en el
Evangelio a la cual concurrían todas las revelaciones fragmentarias
hechas a los profetas, la gracia es, en efecto, “el don de Dios” del que
hablaba Jesús a la Samaritana. Y la grandeza del don de Dios no tiene
otra medida que la grandeza del mismo Dios. Pues el don de Dios no
es sólo un don que Dios hace sino el don por el cual Dios se dona. El
Inaccesible viene él mismo a nosotros. El Puro elige como tabernáculo
esta vasija de barro que somos.
Él mismo, Yahvé, el Dios de santidad, ya en el oscuro combate
de Jacob con el Ángel, provocaba al hombre a decirle: ”No te dejaré
partir hasta que no me hayas bendecido”. Él no nos ha revelado su

69
(del griego apóphasis, enunciado negativo, opuesto a phasis, enunciado
afirmativo) Negativo (NT)
81
grandeza sino revelándonos su increíble deseo: que deseemos
nosotros mismos su comunión. Y esta revelación de su grandeza no
puede, en efecto, tal como él nos ha hecho, sino penetrarnos de un
deseo incoercible70 de contemplarlo, de verlo cara a cara. Al mismo
tiempo que ella nos atraviesa del temor reverencial de su santidad -
de la cual un tenebroso rayo ciego es la creatura, aniquilado el
pecador -, ella no puede no conmovernos de una nostalgia inquieta
de volver a Aquél de quien hemos nacido. Delante del Santo, el alma
humana, como todo conocimiento creado a Su imagen, está llena del
presentimiento de que él es su Bien infinito, un Bien que sobrepasa
toda saciedad pero que no puede dejar de desear cuando sólo lo ha
entrevisto, que no puede desde ese momento dejar vivir en nosotros
ningún otro deseo junto al deseo de ver a Dios.
Newman, en su poema El sueño de Gerontius, ha expresado
maravillosamente este doble e inseparable movimiento del hombre,
de la creatura caída, a la primera revelación de la Santidad divina. A
pesar de saber que esta santidad la herirá, la quemará hasta los
tuétanos, el alma que ha percibido la presencia próxima del Dios
santo no puede contenerse, escapando al ángel que la modera, de
precipitarse hacia ella. Si a esta hoguera inextinguible debe ella
misma consumirla, qué importa, pues no puede más vivir que
sumergida en su luz, tan pronto ha creído ver su reflejo.
Los salmos más fuertemente marcados por la impresión
sagrada producida en el hombre por la Presencia divina en el
santuario son también aquellos donde esta nostalgia de la misma
Presencia se ha traducido con mayor fuerza:

Como suspira la cierva tras las fuentes de agua,


así mi alma suspira por ti, oh Dios.
Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo:
¿cuándo iré y me presentaré ante el rostro de Dios?
…¡Mi alma se consume suspirando por los atrios de Yahvé;
mi corazón y mi carne se estremecen detrás del Dios vivo!71

70
Irreprimible (NT)
71
Salmo 42 (41), 2,3, y Salmo 84 (83),3
82
A este deseo, suscitado por la misma Palabra divina que
golpea al hombre de temor ante la majestad temible de Yahvé, el
Nuevo Testamento ha prometido una realización inesperada: “Nadie
ha visto nunca a Dios, nos dice san Juan, pero el Hijo único de Dios
que está en el seno del Padre nos lo ha revelado”72. En labios del
mismo Jesús no dudará en poner esta plegaria: “Padre, aquellos que
tú me has dado quiero que estén conmigo donde yo esté, para que
vean mi gloria que tú me has dado”73. En fin, toda su visión del
cristianismo la resumirá en estas palabras: “Sabemos que, cuando se
manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es”74.
San Pablo se expresa por su lado en términos que no implican menos:
“Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en
un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma
imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es
Espíritu.”75
El monje es exactamente el cristiano que ha reconocido en
Jesús “el camino, la verdad, la vida”, y que quiere ser lógico con este
descubrimiento, un descubrimiento tal que no debería dejar tibio ni
indiferente a ninguno de aquellos que lo han hecho. Que en Jesús, el
Dios escondido se revele, que el Inaccesible mismo haya venido a
nosotros para conducirnos hasta él, la ofrenda por Dios mismo,
debería apoderarse de todo nuestro deseo, mover en adelante todo
nuestro esfuerzo. Sería éste el caso del monje, si es que el monje no
lo es sólo por el hábito. El monje, como el visionario del Apocalipsis,
ha visto una puerta abierta en el cielo. Y esta puerta es Aquél que
puede decir: “Nadie viene al Padre sino por mí”. Para él todo, en
adelante, se resuelve atravesando esta puerta, sumergiéndose en la
visión que esta puerta abre sobre lo invisible.
Los hebreos, repetimos, habían descubierto al mismo tiempo
en la Schekinah la santidad y la hésed, la grandeza inconmensurable

72
Jn, 1,18
73
Jn. 17,24
74
1 Jn.3,2
75
2 Cor.3,18
83
y el amor infinitamente misericordioso de Yahvé. La columna de
fuego y de nube, la nube cargada de rayos del Sinaí, los habían
prosternado delante del Soberano, el Inaccesible. Pero en esta nube
que revestía a Moisés de una luz nunca contemplada por los mortales,
habían sido iniciados en una alianza inaudita. El Dios del cielo, el Dios
que no habita en ninguna casa hecha por la mano del hombre, había
descendido hasta ellos. Mejor: les había dado su ley. Había hablado a
aquél que los representaba, como a su amigo. Y no era en modo
alguno para un breve encuentro sin futuro. El sello de la alianza había
sido el descenso de la nube encendida sobre el tabernáculo
emplazado, la tienda del encuentro entre Dios y el hombre. De ahora
en más, el Dios del cielo, el Dios al que ningún hombre puede
acercarse, se había hecho el compañero de ruta de su pueblo en la
búsqueda de la ciudad futura. Y cuando este pueblo había parecido
fijarse definitivamente sobre la montaña de Sion, el Dios que no
habita en casa hecha por mano de hombre, había sin embargo
condescendido en invadir con la nube sagrada, donde su presencia se
entregaba a la vez que se ocultaba, el santuario salomónico.
Cuando el orgullo del pueblo lo había obligado a desmentir su
falsa seguridad de tener ahora a Dios a su merced, como a cualquier
Baal de la alianza cananea, Yahvé destruyó este santuario donde se
había pretendido encerrarlo. Pero este castigo no había sido sino el
preludio y el medio de una gracia más elevada. Ya, la Schekinah habría
podido decir al pueblo:”Les conviene que yo me vaya”. A la visión de
fe de Ezequiel, la Schekinah desaparecida del Templo profanado, se
había mostrado como la compañía invisible de los exiliados en su
exilio, de los afligidos en su aflicción, de los cautivos en su esclavitud.
Y la otra visión del profeta, visión de esperanza, le había prometido
que recuperarían visiblemente un santuario sobrenaturalmente
reconstruido para habitar allí para siempre con el pueblo nuevo de
una nueva y eterna alianza, saciada por su contemplación vivificante.
Eso es lo que se cumple hoy para nosotros. “En efecto – dice
la segunda carta de Pedro - no es siguiendo fábulas ingeniosamente
inventadas como conocemos el poder y la venida de nuestro Señor
Jesucristo, sino después de haber sido testigos oculares de su

84
majestad. Porque él recibió de Dios Padre el honor y la gloria, cuando
la sublime Gloria le dirigió esta voz que decía: «Este es mi Hijo muy
amado en quien me complazco». Nosotros hemos escuchado esta voz
que venía del cielo cuando estábamos con él en la montaña santa. Así
ha sido confirmada para nosotros la palabra profética a la cual
ustedes hacen bien en prestar atención, como a una lámpara que
brilla en un lugar oscuro hasta que despunta el día y la estrella
matutina se levanta en sus corazones”.76
En la Transfiguración, la nube luminosa donde Dios se
ocultaba, descendió sobre el Tabor. Los discípulos fueron esta vez
invitados a entrar en ella. Allí contemplaron a Jesús, al que hasta ese
momento ellos conocían sólo “según la carne”, como el foco
irradiante de este esplendor divino.
Dicho de otro modo, como lo insinúa san Juan en su prólogo,
la Schekinah se ha establecido en adelante en la humanidad del
Salvador. El templo reconstruido, ya no más por mano de hombre,
donde la nube habita visible para siempre para los suyos, es su cuerpo
resucitado. Y es en la transfiguración definitiva de esta resurrección
cómo nos hace él contemplarlo por la fe para que, según lo que dice
san Pablo y que ya citamos, “viendo la gloria de Dios como en un
espejo, seamos transformados a su imagen”.
Así, esta gloria divina, este resplandor de una luz sin igual, de
la que Dios decía en la antigua alianza “No daré mi gloria a ningún
otro”, la contemplamos ahora en Cristo, “como a rostro descubierto”,
según lo que dice san Pablo. Como san Juan además dice: “Hemos
visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único”. La gloria
inalienable de Dios se nos ha comunicado, pues su luz inaccesible vino
a nosotros en Cristo. Ella traspasó en él, por la virtud del Espíritu, ese
velo de la carne que nos la ocultaba. En adelante, a pesar de que nadie
ha visto jamás a Dios, quien lo ha visto, ha visto al Padre.77
Todo esto quiere decir que la subida al Tabor de la
contemplación, que la entrada en la nube luminosa donde habita Dios
y la visión de Cristo transfigurado es todo una misma cosa. Si el monje

76
2 Pe.1,16-19
77
cfr. Jn.14,9 ; 1,18 (NT)
85
es alguien atrapado por la Santidad divina, y que sólo desea
contemplar cada vez más la gloria divina, entonces el monje es en
primer lugar un discípulo de Cristo, un amigo de Cristo más
precisamente, como Pedro, Santiago y Juan.
¿En qué sentido hay que tomarlo? No se trata simplemente
de ocupar al monje en una meditación afectiva e imaginativa de la
vida de Jesús “según la carne”. Se trata de una realidad ontológica y
de la fe que debe adueñarse.
El monje es aquel que vive no sólo con Cristo sino, según la
extraordinaria expresión paulina, en Cristo. El sentido sacramental de
ese hábito que lleva, reavivando el significado de la vestidura
bautismal, es revestirse del mismo Cristo. Como su aspiración se
confunde con la de los mártires, ésta puede expresarse con las
palabras de Ignacio de Antioquía: “alcanzar a Cristo” (se podría
también traducir: obtenerlo)78. O, mejor todavía, con Antonio, el
Padre de los monjes, no habrá otro fin que realizar literalmente la
palabra del Apóstol: “No soy yo quien vivo sino Cristo quien vive en
mí”.
Henos de nuevo aquí llevados a preguntar: ¿se trata de
realizar lo que los modernos entienden por “experiencia mística”? Sí
y no. Sí en un sentido, pues si algún estado psicológico particular no
pudiese ser asignado como fin del monje, es seguro que lo que
nosotros abrazamos bajo este vocablo debe aparecer como normal
en la vida monástica. Sin embargo es mejor decir, usando un término
más rico y más simple, que la contemplación entendida como la
entendía san Gregorio Magno, el discípulo por excelencia de san
Benito, es el clima natural del monje.
“Hay en la contemplación, dice, un gran esfuerzo del espíritu
cuando se eleva hasta las cosas celestiales, cuando fija su atención en
las cosas espirituales, cuando trata de pasar más allá de todo lo que
es visible, cuando se estrecha para poder ser dilatado. Y algunas
veces, en efecto, lo lleva y toma vuelo por encima de la oscuridad de
su ceguera obstinada, de modo que se eleva un poco hacia la luz

78
Carta de s.Ignacio a los Romanos, 5,2
86
infinita, furtivamente y de una manera imperfecta. Pero, a pesar de
todo, inmediatamente vencido, vuelve a él y regresa suspirando en la
oscuridad de su ceguera, al salir de esta luz en la cual él pasó
palpitando”79
Mientras tanto, no dejemos de insistir en esto, esta
contemplación del monje no se define en primer lugar por el estado
de espíritu particular que se supone en aquél que es el sujeto, sino
más bien por su objeto sobrenatural. Invertir las cosas, siguiendo una
tendencia muy moderna, sería romper definitivamente esta relación.
Esta experiencia de la contemplación cristiana no es una experiencia
individualista, que cada uno rehace para sí, como si fuera
prácticamente el primero, o incluso el único en hacerla. No tenemos
que descubrir a Dios. Él se revela de una vez para siempre. Ya está.
“Todo está cumplido”. No tenemos que esperar ninguna revelación
nueva. “Hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos
tiene”, dice san Juan como algo irrevocablemente hecho80. ¿Qué
podemos agregar a esto?
Pues de ningún modo este conocimiento es comunicado por
medio de una revelación individual, particular. Jesucristo, en quien
Dios se revela entregándose, es el único Esposo de una única Esposa,
la Iglesia. La Iglesia no busca la verdad, el conocimiento de Dios. Los
tiene. No busca otra cosa sino la ciudad de paz donde podrá habitar
en particular con el Bienamado. La vida cristiana individual, por
excelencia la vida monástica, no es pues sino una inserción por la fe,
por la oración de la fe, por la recepción de los misterios de la fe, en
esta vida de Iglesia. Es por eso y sólo por eso que ella compartirá los
tesoros de sabiduría y de ciencia (gnosis) que están escondidos (y
revelados) en Cristo Jesús.
En cuanto contemplativo, el monje no tiene, pues, que ser un
descubridor de continentes nuevos, ni en consecuencia el sujeto de
experiencias inauditas o excepcionales. No tiene más que dejarse
absorber enteramente por estas realidades de la fe que le han sido
propuestas desde el momento en que creyó, pero en las cuales toda

79
Homilías sobre Ezequiel, II, 11,12ss.
80
1Jn. 4,16.
87
una vida de desprendimiento y de oración no sería demasiado para
que él las penetre y que ellas lo penetren un poco.
Es en este sentido que hay que decir del monje que él es ese
“verdadero gnóstico” del que hablan no sólo Clemente de Alejandría
sino también san Ireneo, y que cuyo fin es contemplar en la Escritura,
en la santa Liturgia, en fin, en su alma iluminada por la revelación
bíblica y eucarística, “el misterio de Dios, es decir, Cristo”.
La Escritura, en efecto, la Palabra de Dios, es y será siempre
el lugar fundamental de la contemplación monástica. Además hay
que entenderla, abordarla, frecuentarla en el espíritu de la antigua
Iglesia, tan bien expresada por un Orígenes. Para el monje, para el
contemplativo, para el “gnóstico”, la Escritura no es un libro
cualquiera distinguido por el hecho de tener a Dios por autor. Es algo
muy distinto a un libro. Es todo un mundo espiritual, un universo
nuevo, un Cosmos de pensamientos vivos que son los mismos
pensamientos de Dios. Digámoslo mejor: es el conjunto de los
pensamientos de Dios sobre nuestro mundo, invadiendo al mismo
mundo desde lo interior, como una nueva Palabra creadora pero
infinitamente más eficaz que la primera por ser mucho más íntima,
para reformarlo según el ideal divino. La Palabra es el plan de Dios
que se descubre al alma imponiéndose a ella con marcas de fuego.
Pues este plan no es en absoluto una idea abstracta sino un misterio
de vida. Es el misterio de la Cruz, es decir, el misterio de una persona:
el misterio de Jesús, Dios hecho hombre y recreando al hombre y al
mundo muriendo con la muerte de Adán y consumando en él mismo
la muerte del mundo para hacerlo renacer en su propia resurrección.
Pero este misterio personal no puede permanecer como
simple objeto del pensamiento. En la celebración litúrgica (y
recordemos que para la antigüedad toda lectura de la Sagrada
Escritura era al menos un embrión de celebración), el misterio
deviene una realidad presente, la realidad de ahora en más para
nosotros, en la que entramos efectivamente, o que más bien toma
posesión en nosotros: “Cristo en ustedes, esperanza de la gloria” dice
san Pablo. Celebrando los santos misterios, participamos de la Cruz,
participamos de Jesús. La Misa nos hace comulgar en el misterio

88
redentor, la Comunión, en el mismo Redentor. Entonces, en la
salmodia sagrada, el mismo Cristo, Palabra eterna de Dios, habla en
nosotros a Dios; el Espíritu, que intercede en nosotros con gemidos
inefables, encuentra en nuestros labios las mismas palabras que él ha
inspirado desde siempre.
De este modo, finalmente, nuestra alma realiza la palabra del
Apóstol, retomada por el Padre de los Monjes: “No soy yo quien vivo
sino Cristo quien vive en mí”. Dicho de otro modo, la vida de la fe, la
vida en nosotros del Misterio se vuelve simplemente nuestra vida. Y
la contemplación, en el sentido cristiano, monástico, de la palabra, es
esto y no otra cosa.
De este modo, “ver a Dios” – en el sentido exacto que san
Juan da a esta palabra en su prólogo – no es del todo lo mismo que el
éxtasis neoplatónico. Es reconocer poco a poco, con un conocimiento
personal - pero en el sentido de que uno llega a comprometerse
totalmente y no en el de uno que se hubiese desprendido por sí
mismo - los grandes actos personales donde Dios se ha revelado
como !(VB0 (Ágape), como Amor creador y recreador. O lo que
quiere decir lo mismo, es reconocer en la humanidad del Crucificado
la “gloria” del Todopoderoso. Es reconocerla porque uno mismo
entrará a compartir esta humanidad santa, se abrirá a ella por la fe y
el Espíritu que la inunda los habrá llenado con su plenitud.
Tal es camino según el cual el monje - y por eso no vivirá más
sino por la fe en Aquél que ha amado - descubrirá, con la Iglesia y en
ella, el alba de la visión del Tabor. Así reconocerá en Jesucristo que
“Dios es luz y que no hay en él tinieblas”, porque “Dios es Amor”. Y
reconocerlo por la fe viva que debe llegar a ser como la respiración
de toda la vida del monje, será ya amarlo con su mismo amor
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo.81

81
Sobre el tema luz-tinieblas en la mística cristiana, y en particular para una
justificación de la interpretación de la tiniebla dionisiana que se ha encontrado aquí,
cf. VI. Lossky, Essai sur la Théologie mystique de l’Église d’Orient, Paris, 1944, pp.29 y
ss.
89
CAPÍTULO V

IN SPIRITU

La contemplación, la visión crepuscular, posible en esta vida,


de la luz tabórica, he aquí como el corazón de la vida monástica. Pero
a este corazón sólo el Espíritu divino puede hacerlo latir.
De hecho, el monje es, debe ser en la Iglesia, el “Espiritual”,
el B<gL:"J46ÎH82 por excelencia. Todos los cristianos han recibido
el Espíritu, por el misterio del Santo Crisma, pero en todos no se
manifiesta igualmente. Se puede incluso preguntar si el mal más
grave que sufre nuestra cristiandad no es haber más o menos
“apagado el Espíritu”, para retomar una expresión de san Pablo. ¿Qué
lugar ocupa, en nuestra devoción contemporánea, la consideración
del Espíritu Santo, y de su don al comienzo de la vida cristiana? Es de
temer que no se pueda dar a semejante pregunta, una respuesta que
sea a la vez franca y valiente. Un religioso, no hace mucho, no ha
creído exagerado intitular un libro sobre el Espíritu Santo como “el
Dios desconocido”. ¿Cómo pues hemos llegado a provocar una
aplicación tan dura de tal reminiscencia?

82
Se pronuncia “pneumatikós” (NT)
90
Es probable que el deterioro sufrido en nuestro pensamiento
por la teología de la Confirmación no haya sido poca cosa. La noción
vaga y pobre que en el final de la edad media latina se nos ha
transmitido ha llevado en el mismo descuido al sacramento y a Aquél
que se nos da en él.
¿Quién, pues, de nosotros pensaría hoy en hacer descansar
toda una espiritualidad verticalmente sobre los tres misterios del
Bautismo, del Crisma y de la Eucaristía, como lo hacía un Nicolás
Cabasilas en el siglo XIV? Desde el momento en que no se ve allí el
gran don del Espíritu sino una gracia acordada para fortalecernos y
hacer de nosotros soldados de Cristo, es inevitable que el Sacramento
del Crisma no juegue otro papel sino el de una especie de sacramental
sin fin preciso. Más importante que otros puesto que está reservado
al Obispo, pareciera en compensación no responder a nada muy claro
ya que no se ve que la metáfora que se le aplica suponga algo más
que la que ya tenía en la simple unción de óleo del futuro bautizado.
Pero esta doctrina limitada, mostrada recientemente, descansa
totalmente en la pseudo-teología de los falsos decretales e ignora
pura y simplemente el conjunto de la teología crismal de los Padres.
Lamentablemente tuvo como primera consecuencia, tender a
hacernos ignorar al Espíritu haciéndonos desconocer su colación
solemne a los bautizados83 .
La confirmación, en efecto, es exactamente el cumplimiento,
la perfección de la iniciación cristiana, por ser la comunicación del don
sobre el cual esta iniciación se orienta como a su fin: el don del
Espíritu.
Por su resurrección, Cristo ha sido constituido como segundo
Adán, porque ha sido constituido Espíritu vivificante. De hecho él es
la cabeza de la humanidad nueva, en la medida en que este Espíritu
lo anima y que es lo propio del Espíritu de Dios. Una vida cristiana que
no se dilata en vida en el Espíritu Santo, permanece pues
radicalmente incompleta. Si la vida monástica, al contrario, se define

83
Cf. nuestro artículo: On the Meaning and Importance of Confirmation, vol.VII,
nº 2 de The Eastern Churches Quarterly, 1948
91
como la vida cristiana integral, es necesario que sea la realización de
la vida en el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo ha tenido desde siempre en la Iglesia como
sus testigos privilegiados. Los primeros fueron naturalmente, los
apóstoles y los discípulos después de Pentecostés. La Iglesia de
Jerusalén se nos aparece en la irradiación de las lenguas de fuego. En
el círculo apostólico, se puede decir que los mártires han sucedido en
esta función de testigos del Espíritu. Hemos ya insistido
suficientemente sobre el carácter carismático del mártir, tal como lo
entendió la antigüedad. Del hombre que se ofrecía a reproducir en su
carne los mismos sufrimientos de Jesús, se creía que Cristo “devenido
Espíritu vivificante” tomaba tangiblemente posesión. Recordemos
solamente el relato del martirio de Policarpo. Pensemos sobre todo
en la frase de Felicitas: “Otro sufrirá en mí”.
Por ese lado se explica la extraordinaria devoción a los
confesores de la que el pueblo cristiano daba ejemplo84.
La actitud de los fieles en cuanto a ellos, los hacía suponer
evidentemente que estaban llenos del Espíritu Santo, y en este punto
no era sólo carismas lo que se esperaba de ellos. Las mismas
exageraciones sobre esta creencia son bastante reveladoras. Parece
que hubo un caso en el que se llegó a considerar que el hecho de
haber sido confesor de la fe hacía las veces de la ordenación
sacerdotal. De todos modos, como lo muestra la correspondencia de
san Cipriano sobre esta cuestión espinosa que planteaba la
reintegración de los lapsi en la Iglesia, no es dudoso que los
confesores se arrogaran, con la aprobación general, la capacidad de
absolver a los penitentes.
Llegado el momento, quienes debían suceder a los mártires y
a los confesores fueron los monjes. Las antiguas vidas monásticas son
unánimes en cuanto a la afluencia de fieles a sus lugares de retiro.
¿Qué se les pedía? Dos cosas: *b<":4H 6"Â Õ-:"85, es decir,

84
Se sabe que este término de confesores designaba primitivamente a los cristianos
detenidos a la espera inminente del martirio.
85
Se pronuncia “dínamis kai rema” (NT)
92
milagros y palabras inspiradas. El gentío que se apretuja en torno a
ellos está ávido de lo que estaba ávido el gentío que se apretujaba en
torno a Jesús. Innumerables enfermos esperaban la curación por
medio de su oración o de su simple contacto. Los corazones turbados
están ansiosos de encontrar al lado de ellos la palabra inspiradora que
los iluminará.
Esto es lo que permite entender una afirmación que se repite
a menudo en nuestros antiguos textos: los monjes, se nos dice,
conservan en la Iglesia el lugar que habían tenido, en la antigua
alianza, los profetas. Ellos son los sucesores de estos taumaturgos que
hablaban en nombre de Dios como lo fueron un Moisés o un Elías.
Sin embargo hay en ellos, en estos profetas de la nueva
alianza, más que en los de la antigua. No solamente manifiestan la
presencia del Espíritu sino que la trasmiten. El monje perfecto, para
los antiguos, es siempre el B"J¬D B<gL:"J46`H86, el Padre
espiritual. Hay que tomar el término en su sentido más literal y más
fuerte. Es decir que son, al menos eso se cree, realmente capaces de
engendrar espiritualmente, capaces de una paternidad en esta vida
del Espíritu que es la verdadera vida cristiana, plena y entera. De ahí
viene la palabra “abad” por el cual se los designa, sacado de “abbas”,
es decir “padre”. El uso monástico primitivo no reservaba este título
a los superiores de comunidades. Era patrimonio de todo monje que
llegaba a la cumbre de la vida monástica y por lo mismo se había
hecho capaz de comunicar el Espíritu.
Sobre este punto, como sobre muchos otros, el monacato
oriental se ha mostrado sorprendentemente conservador. En pleno
siglo XIX, en Rusia, encontramos en boca de san Serafín de Sarov esas
palabras a un discípulo que nos las ha trasmitido, luego de una visión
donde al santo starets se le había aparecido la luz del Tabor: “Demos
pues gracias al Señor por su bondad infinita hacia nosotros. Como tú
lo has notado, yo no había hecho incluso el signo de la Cruz; bastó
solamente que hubiese orado a Dios con el pensamiento, en mi
corazón, diciendo interiormente: Señor, hazlo digno de ver

86
Se pronuncia : pater pneumatikós (NT)
93
claramente con sus ojos corporales este descenso del Espíritu con que
tú favoreces a tus servidores cuando te dignas aparecérteles en la luz
magnífica de tu gloria. Y como vez, mi amigo, el Señor atendió
inmediatamente esta plegaria del humilde Serafín”87. Un “padre
espiritual” del siglo V no se hubiera expresado de otro modo.
Hagámonos, entonces, la pregunta que Montovilov, el
discípulo de Serafín, había comenzado por hacerle: “¿Qué es la vida
en el santo Espíritu?” Parece que se podría responder, según san
Pablo, que la vida en el Espíritu es la respiración de una atmósfera
nueva, la cual ella sola sustenta esta vida que es la vida verdadera, el
Ð<JTH .TZ.88
En efecto, el Espíritu, en el sentido bíblico primitivo, es el
soplo de vida que, pasando sobre los huesos secos de la visión de
Ezequiel, les da vida. Es él quien, al principio, en las narices de Adán,
había suscitado su débil imagen, el alma. Sin embargo, comparado al
hombre en quien vive y respira el mismo Espíritu, el primer hombre,
esta alma viviente, no era sino carne. El último Hombre, al contrario,
es decir el hombre último y definitivo, el Cristo resucitado, es hecho
“Espíritu vivificante”. Esto quiere decir que no tiene sólo una simple
vida de Creatura a imagen de Dios, porque está dotada de inteligencia
y voluntad. Su vida, en su misma humanidad, es en adelante la vida
de Dios¸ su inteligencia de ahora en más está llena del mismo
conocimiento de Dios y su corazón ama lo que Dios ama, con el mismo
amor con que él ama.
De todo esto resulta la entrada a un mundo nuevo. No
solamente el universo sensible ya no es más la patria de aquél que ha
recibido el Espíritu, sino que el universo es quien se revela a él, que
aunque comprenda el mundo espiritual creado, desborda
decididamente la esfera de lo creado. No es más el mundo como
objeto separado, colocado de alguna manera fuera de Dios, el que
conocía aquél en quien vive el Espíritu. Es el mundo tal como Dios lo
proyectaba creándolo: un mundo donde todos los seres y todas las

87
citado por V. Lossky, Essai sur la théologie mystique de l’Église d’Orient, p.226
88
1 Tm.6,14 (la frase en griego se pronuncia: ontos zoé – NT)
94
cosas comulgan entre ellos comulgando con Dios. Es el mundo
inmenso y uno de la Sabiduría divina, donde la fecundidad sin medida
de la vida divina se revela en la multiplicidad jerarquizada de la
creación, pero sin quebrarse ni separarse. Pues todo se encuentra allí
recogido en la unidad inquebrantable del pensamiento y de la vida
divinos. Todas las cosas se vuelven transparentes a Dios. Dios mismo
se hace todo en todos.
El mundo del Espíritu es la creación, pero es la creación
consumada, superando el desgarrón del pecado, volviendo a
sumergirse en su curso, animada porque esta Alma única es su vida al
mismo tiempo que ella es la de Dios. Es el mundo que nada distingue
más que el pensamiento de Dios sobre él, el cual no es otro que el
pensamiento que Dios tiene de sí mismo. También es la realización
perfecta de esta Sabiduría divina donde todo lo que ha sido hecho se
encuentra en la unidad final de la Esposa, la cual descubre su
verdadera personalidad consumando su unión con el Esposo, es decir
el Verbo eterno. La humanidad reunida en la Iglesia, la sociedad del
mundo de los espíritus, el mundo mismo en su unitotalidad acabada,
la creatura en su plenitud, se vuelve así hija de Dios desposándose
con el Hijo único, haciéndose “una sola carne con él”, no teniendo con
él sino un solo Espíritu: el Espíritu de Dios.
Esta realidad escatológica, es decir, de una eternidad última,
hacia la cual tiende el mundo donde las energías del Reino de Dios
han sido liberadas por la ascensión del Hijo hecho hombre, esta
realidad del mundo vista por la fe, para el hombre nuevo, el hombre
del Espíritu, se hace la realidad. Dicho de otro modo, en lugar de
presentirla simplemente detrás del mundo natural, tal como es para
los sentidos o para la sola razón razonadora, es en el interior de la
contemplación inmediata que tiene de ella cómo el hombre ve en
adelante este mundo de carne. De este modo ya no es solamente otro
mundo el que el Espíritu revela al hombre lo que él posee, sino este
mundo mismo, por eso es que le revela el sentido: eso hacia lo que
tiende este mundo, eso de lo cual actualmente no es sino un esbozo
fallido que el obrero divino está retomando para insuflarle al final su
propia vida.

95
Si el Espíritu, en efecto, nos revela un mundo nuevo, o
renovado, es porque él pone en nosotros y nos hace encontrar en los
otros una vida nueva. Vida nueva que no es otra cosa que la Vida del
Anciano de días89. Este mundo donde los seres no se oponen más
entre ellos, no más entre ellos que con su creador que se ha vuelto su
Padre, no se lo descubre sino viviendo uno mismo de la vida que debe
animarlo, como eternamente anima Dios. Y esta vida, es el ágape, es
decir el amor del que san Juan nos ha dicho que “Dios es amor”. El
Espíritu solo, en efecto, puede darnos la experiencia del ágape. Pues
el mundo no conoce en absoluto esa vida. Ella misma es el alma de
esta Sabiduría que estaba escondida en Dios desde toda la eternidad
y de la cual la Iglesia constituye la revelación multiforme.
Pues el Espíritu consumó con su llama el sacrificio de
reconciliación humanamente inacabable que Elías había hecho
preparar, tal como había consumado el sacrificio de la alianza
preparado por Abrahán90. Y el ágape es precisamente el amor
sacrificial, el amor que realiza la unidad entre Dios y nosotros, porque
es propiamente divino, es amor creador y redentor. En efecto, no es
el amor que se apodera para gozarse de un bien hallado. Al contrario,
es el amor que se despoja del bien que tiene, que se despoja de sí
mismo. Es el amor que da, es el amor que se da. Sólo Dios es capaz,
propiamente hablando, de dar, él a quien todo le pertenece. Y sólo él,
el Infinito, puede siempre darse sin jamás perderse. En Dios, el
Espíritu es exactamente este Don, en quien el fondo de la vida divina,
del ser divino, se descubre, como distinto al ser estereotipado de la
creatura detenida sobre sí misma. Es pues el Espíritu comunicado de
Dios al hombre quien derramará en nuestros corazones el amor que

89
Se refiere al pasaje de Dn.7,13: Seguía yo mirando en la visión nocturna, y vi venir
sobre las nubes del cielo a un como Hijo de Hombre, que se llegó al anciano de
muchos días y fue presentado ante éste. (Biblia comentada por A. Colunga, OP y M.
Cordero, OP, que comentan lo siguiente: “Ese anciano, venerable por sus días y por
sus cabellos blancos, no es otro que el Eterno, que va a juzgar a los reinos de las
naciones”) (NT)
90
El autor se refiere a los sacrificios tanto de Elías en el monte Carmelo (1 Re.18,17-
39) como al de Abrahán en su alianza con Yahvé (Gn.15,9-21), donde el fuego enviado
por Dios juega el rol principal en ambos sacrificios. (NT)
96
hace, que es la vida de Dios. El Espíritu nos la hará vivir a todos juntos
transportándonos a todos en Dios mismo, o si se prefiere, poniendo
a Dios en nosotros, en la fuente de todos nuestros pensamientos y de
todos nuestros afectos.
Cuando se dice esto se puede comprender en qué sentido el
Espíritu procura el don de profecía, ilumina al monje y hace de él el
guía de la humanidad en la búsqueda de su patria verdadera. No es
que el Espíritu tenga que revelarnos cosas propiamente nuevas. Una
vez más decimos que en el Evangelio se nos ha revelado todo lo que
pueda y deba ser revelado, puesto que se nos ha dado todo. Pero el
Espíritu nos descubre el sentido de las Escrituras. En efecto, de lo que
nos hablan las Escrituras, bajo el dictado del mismo Espíritu, no podría
tener sentido para quien no tiene en sí ese mismo Espíritu. No se las
pueden comprender tanto como se las comprende en su materialidad
dividida, y en ese caso uno sería un maestro de exégesis. Solamente
se las penetra en la medida en que se ve a través de ellas
desprenderse y reunirse las líneas convergentes de un plan, de un
designio único. A través de la historia providencial de Israel, a través
de la progresiva reanudación de toda la historia del mundo en la
historia de este pueblo de Dios en los comienzos insignificantes en
apariencia, pero cuyo fin apocalíptico invadirá el universo, la unidad
de este designio se afirma poco a poco para ponerse de acuerdo con
él. Opuesta a la sabiduría de poco alcance y necesariamente dividida
de los hombres, la Sabiduría divina que va de un extremo al otro del
mundo y contiene toda la historia, dispone de todas las cosas
“suaviter fortiterque” (con firmeza y suavidad). Haciendo concurrir
todo para el bien de los que lo aman, Dios nos revela la unidad, la
simplicidad que nos abraza en lo que san Pablo llama el misterio. Este
misterio de la Sabiduría es Cristo, es su Cruz. Es Cristo recapitulando
en él todas las cosas, haciendo la paz por su sangre, reconciliando el
mundo con Dios, reuniendo a los hijos de Dios dispersos en un solo
cuerpo. Es su Cruz revelándonos todos los tesoros de Sabiduría y de
ciencia escondidos en este abismo divino que es ágape y que el
Espíritu solo puede sondear. Es la Cruz llenando el mundo,
consumando su historia y precipitándola del tiempo alterado del

97
pecado en el eterno presente de la redención. De esto y sólo de esto
está llena la Escritura. Pero nada de todo esto tiene sentido para
quien no tiene el Espíritu de Dios en él. Quien lo posee, al contrario,
sólo ve en la Escritura el despliegue de este “gran misterio”, de “Cristo
en nosotros esperanza de la gloria” sin cansarse de detallar sus
riquezas.
Sin embargo, el misterio de la Sabiduría divina no puede ser
captado por un alma sin que ella a su vez se deje captar y se haga
instrumento de su realización. Por lo cual el don profético está ligado
con un lazo más estrecho al don taumatúrgico.
Entendemos aquí dos dones capitales del Espíritu
considerados en su raíz más profunda. La profecía, en este sentido, es
el descubrir el designio de Dios revelado en la Escritura y realizándose
en el mundo. Es una entrada en los pensamientos secretos del
corazón de Dios que nos hace entrar también en el corazón de los
hombres, puesto que éste último ha sido hecho por Dios para Dios y
no se revela sino a aquél que conoce su divino Modelo, que es
también su fin. Y el milagro por excelencia, que orienta y condensa
sobre él todos los otros, es la obra de la nueva creación, por la cual
este designio divino, hasta ahí escondido en Dios, se realiza en el
mundo por la virtud misma de la Palabra que él ha revelado. El
milagro es el ágape divino desplegando sus energías a través del
mundo natural paralizado por el pecado en la muerte.
Como el monje, en tanto hombre del Espíritu, será profeta
porque está lleno de la visión de la Sabiduría, será por consiguiente
taumaturgo porque el misterio de amor que es la clave de esta
Sabiduría se obrará en él y por él. Como el Espíritu crea en él sentidos
espirituales que hacen que en medio de este mundo vea lo que es
Dios y como él lo ve, crea en él un corazón espiritual, por el cual el
amor creador y redentor invade este mundo para recrearlo. Por su
misma oración contemplativa, donde su fe ve el gran designio de Dios
realizarse infaliblemente, su amor – que es el mismo amor de Dios,
una vez más, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo,
- de hecho lo realiza. Así, de una manera puramente interior e
independiente de tal o cual manifestación, común o, al contrario,

98
extraordinaria, que Dios puede asignarle, el monje, en este mundo
golpeado mortalmente por el pecado, reintroduce las primicias de la
inmortalidad. La presencia del monje en el mundo, por más
despreocupado que esté de este mundo precisamente para ser él
todo de Dios, sostiene al mundo en la vida verdadera asegurando en
medio de él la presencia eficaz de la única fuente de esta vida.
Sin embargo, por más elevadas que ya sean estas
consideraciones sobre la vida en el Espíritu Santo, no alcanzan todavía
lo esencial. No llegaremos a la cumbre, y tampoco al centro de la
enseñanza de san Pablo sobre el Espíritu Santo sino con esta palabra
donde él nos dice que “el Espíritu sondea las profundidades mismas
de Dios”. Toda la eficacia del Espíritu y de su presencia operante en
un alma, en lo que se refiere al mundo que debe salvar, no encuentra,
en efecto, tanto su base o su fin sino en lo que el Espíritu produce en
nosotros en lo que se refiere a Dios. Para que el Espíritu nos haga
capaces de tal actividad sobrenatural en este mundo, es necesario,
en efecto, que primero establezca en nosotros un contacto
propiamente sobrenatural con Dios. Pero esta misma actividad, lejos
de dar su sentido al encuentro y a la conjunción con Dios, no tendrá
valor de eternidad mientras no esté finalmente al total servicio de la
única unión a Dios.
Reunimos aquí una verdad que debería aparecernos como
fundamental en toda nuestra visión del cristianismo, pero de la que
hay que confesar que en nuestros días está muy olvidada. Si, por otro
lado, hay una verdad a la cual la vida monástica debe rendir
testimonio, es ésta en primer lugar. La verdad de la que hablamos es
simple. Debería resultar como una evidencia inmediata de las grandes
afirmaciones sobre la santidad divina que recordamos en el capítulo
precedente a éste. Es simplemente que Dios, y no nosotros, debe ser
el fin de nuestra religión.
Toda religión que no es idolatría o una magia disfrazada debe
proponerse como fin no explotar a Dios en provecho del hombre sino
de llevar al hombre a glorificar a Dios. Por otra parte no hay ninguna
oposición entre la realización del verdadero bien del hombre y la
gloria de Dios. Como lo dice magníficamente un san Ireneo: Gloria

99
Dei, vivens homo, es decir que Dios pone su gloria para dar la vida, el
Ð<JTH .T¬ (ontos zoé), a los hombres. Pero inversamente, los
hombres no vivirán para Dios sino en la medida en que se conviertan
a él por él, donde lo reconocerán como el único fin al que deben
servir. No es pues ningún recurso nuevo de la inteligencia o del
corazón puesto por el Espíritu al servicio de nuestra acción en este
mundo que constituya su don esencial. Sólo la capacidad que pone en
nosotros de conocer y amar a Dios merece ser considerada como don.
La vida monástica es fundamentalmente “teocéntrica”. Es
decir que nos saca de nosotros mismos y del mundo para orientarnos
directamente a Dios. Supone en nosotros el reconocimiento del valor
no sólo trascendente de Dios, sino infinitamente por encima de toda
comparación con la de cualquier objeto creado, o incluso del mundo
entero en su perfección suprema. El gran don del Espíritu es
revelarnos eso y hacérnoslo apreciar, “por la fe que se ejerce
(literalmente: que despliega sus energías) por la caridad”.
Una vez más, “solo el Espíritu, sondea las profundidades de
Dios”. Solo el Espíritu puede darnos un conocimiento de Dios que
supera o bien a un conocimiento radicalmente inadecuado, o a un
conocimiento puramente negativo. El Espíritu, porque nos hace
hombres nuevos, hombres que participan de la naturaleza divina,
como no duda en decirlo la segunda carta de san Pedro, el Espíritu
nos da de Dios el único conocimiento que esté a su nivel, porque es
un conocimiento por connaturalidad.
En efecto, es necesario elevarse hasta tales afirmaciones.
Propiamente hablando, nadie conoce a Dios sino sólo Dios. El Espíritu
es el que nos lo da a conocer en alguna medida, porque nos asimila a
él.
La obra propia del Espíritu, que hace que se revele en
nosotros como el Espíritu Santo, es que no vivamos más en nosotros
mismos sino en el otro. El don del Espíritu es el don por excelencia
que libera de la prisión de la individualidad. Él abre todo lo que está
cerrado, derriba todas las barreras, aniquila todas las oposiciones. Él
es, en Sí mismo, esta coincidentia oppositorum de la que la filosofía y
la mística de Nicolás de Cusa – el pensador cristiano que quizás mejor

100
haya sentido el pozo entre la criatura finita y el Creador infinito, con
la necesidad de franquearlo – habían hecho su inaccesible ideal.
La gran obra del Espíritu es la de transportarnos en Cristo,
Sabiduría de Dios. Tener el Espíritu en sí, siendo personalmente
distinto de Cristo, es no existir más fuera de Él. Es no vivir más en la
autonomía nefasta por la cual el pecado ha denotado la distinción
puesta por la creación entre nosotros y Dios, en el lugar en que la fe
debía tomar apoyo sobre esta misma distinción para volver a la
unidad libre y fecunda del ágape. Por el don del Espíritu, coincidimos
en fin con la idea que Dios tenía de nosotros, tal como está en él
mismo. El Espíritu, insertándonos en Cristo, nos hace vivir y nos hace
ser como Dios nos piensa eternamente en su Verbo. Es decir, que nos
vuelve a colocar en la totalidad del pensamiento divino sobre la
humanidad y sobre el mundo. Él restaura la innumerable y armoniosa
riqueza de las relaciones que Dios quiso para nosotros y los otros
seres. Pero sobre todo, nos vuelve a sumergir en la unidad infinita del
Verbo donde nuestras limitaciones se desvanecen, donde la vida que
viviremos en nosotros mismos no será más que la misma vida de Dios
comunicada. Así escapamos de nuestra soledad, de la soledad de toda
creatura, de toda la creación separada de su creador por el pecado.
En adelante, literalmente, “ya no soy yo quien vive, es Cristo quien
vive en mi”.
Al mismo tiempo, justamente porque somos restituidos a
nuestro Modelo eterno, porque venimos de colocarnos en el ideal
que Dios concebía de nosotros al crearnos, lejos de ser reabsorbida
nuestra misma existencia, nuestra creación encuentra finalmente su
acabamiento que la caída había diferido. Pues no somos realmente
nosotros mismos, o lo que quiere decir lo mismo, no somos lo que
Dios proyectaba al crearnos sino cuando somos hijos de Dios. Pero no
podemos ser hijos de Dios sino siendo asimilados a su Hijo único. Y
esta asimilación no se realiza sino en la medida en que tenemos en
nosotros al Espíritu Santo, Espíritu del Padre, Espíritu del Hijo, por
quien el Padre y el Hijo son uno en la distinción misma de ellos.
Nuestra adopción por el Padre realizada en el Hijo por el don del
Espíritu es de este modo la cumbre de la creación. Se puede decir que

101
la creación no acaba sino cuando esta adopción es un hecho
cumplido. El monje perfecto, es decir el monje que se ha convertido,
con toda la fuerza del término, en “el hombre del Espíritu”, es el
hombre escatológico, el hombre de los últimos tiempos en quien la
eternidad prometida al hombre se encuentra presagiada, inaugurada
desde aquí abajo.
Hablar, como acabamos de hacerlo, del don más personal que
nos hace el Espíritu es hablar de pronto de la Trinidad. Pues las
personas de la Trinidad son precisamente impensables en calidad de
personas si no es en su conjunto. Además no es sorprendente que el
don del Espíritu, ese don que al fin de cuentas no es sino el mismo
Espíritu y no otra cosa que él, sea llamado en el evangelio pura y
simplemente “el don de Dios”, don en el que Dios, a la vez, es el que
da y el que es dado.
El Espíritu en nosotros es exactamente el lazo viviente de
nuestra pertenencia a la Santísima Trinidad. Por este don la Trinidad,
que es un mundo en sí misma, el único mundo realmente perfecto,
se hace también nuestro mundo.
La vida de la Santísima Trinidad tiene como su alma en la
persona del Espíritu, porque el Espíritu, en un sentido todavía más
profundo que aquél que hemos captado hasta ahora, es el Don por
excelencia, mientras que la vida trinitaria es todo reciprocidad en el
don mutuo. Para nosotros, el Espíritu Santo es primeramente el don
en el que Dios, siéndonos dado, nos hace darnos a nosotros mismos.
El gran don de Dios, el don más propiamente divino es eso, en efecto,
si es verdad que Dios es amor y que este amor, que es Dios, es un
amor que da, que se da él mismo.
Es por esto que el don del Espíritu que se hace a una creatura
representa para ella tal eclosión. Todo lo que en el ser limitado
implica detenerse y que por el pecado se vuelve repliegue y cerrazón,
en el momento en que el Espíritu lo toca estalla en una primavera
inesperada que ningún invierno podrá marchitar.
Quizás no hay texto cristiano que haya expresado más
fuertemente como las Odas de Salomón, esos cánticos joánicos de la
primitiva Iglesia, la impresión de esta primavera divina propagada por

102
el Espíritu de Dios a través de la creación. La tercera de las Odas
exclama:

Él me ama.
Yo no hubiera podido amar al Señor si él no me hubiese amado
primero.
¿Quién puede, en efecto, comprender el amor si no es aquél que
ama?
Yo amor al amado y mi alma lo ama.
Donde está su cuerpo, allí también estoy yo y no le resultaré más
un extraño.
Pues no hay odio cerca del Señor altísimo y muy
misericordioso.
Me he fundido en él, pues aquel que ama ha encontrado a
aquél que él ama:
porque lo amo a él, el Hijo, yo me volveré Hijo.
Sí, quien adhiere al inmortal será él mismo inmortal,
aquél que se complace en la vida, él mismo vivirá.
Tal es el Espíritu del Señor sin mentira, que instruye a los
hombres para que conozcan sus caminos.
Sed sabios, comprended y velad. Alleluia.91

Pero es sobre todo la octava oda la que describe esta


floración en el hombre del mismo amor de Dios, en términos
primaverales que evocan directamente a la juventud del Cantar de los
cantares:

Abrid, abrid vuestros corazones al gozo del Señor, y que


vuestro amor afluya del corazón a vuestros labios,
para producir frutos para el Señor.92

Floración, pero floración que supone un estallido, un


desgarrón sacrificial, voluntariamente consentido por la creatura que,

91
III. Oda, 2-13
92
VIII. Oda, 1-2
103
fijada en el egoísmo de su pecado, sabe ahora que sólo la muerte del
sacrificio puede devolverle la vida del amor.

Mi corazón ha sido cortado,


su flor aparece
y la gracia allí ha germinado,
y ha llevado frutos para el Señor.
Pues el Altísimo me ha hecho un corte por su Espíritu Santo,
…Él me ha llenado de su amor
y su herida se ha vuelto para mí la salvación.
…Un agua expresiva se aproximó a mis labios,
liberalmente derramada por la fuente del Señor.
Yo he bebido y me he embriagado del agua viva e inmortal.
Y mi embriaguez fue sensata:
abandoné mi vanidad (es decir, mi nada)
y me volví hacia el Altísimo, mi Dios.93

Este tema de la ebriedad espiritual, de la sobria ebriedad, ya


era conocido por Filón. Lo volvemos a encontrar hasta en el texto
primitivo de un himno del oficio divino:
Læti bibamus sobriam
Ebrietatem Spiritus…94

Es pariente próximo del de la muerte mística, la cual será tan


cara a Orígenes y nutrirá toda la meditación de los Padres griegos
sobre la Cruz, medio providencial de la divinización de las creaturas
pecadoras. Tanto uno como el otro envuelven esta idea tan esencial
a la mística cristiana, a la mística del Espíritu, de un arrebato, es decir
una vez más, de un éxtasis del hombre fuera de sí mismo, fuera de los
límites de lo creado, fuera de los flammantia moenia mundi95 que
hablaba Lucrecio, hasta el abismo encendido de la luz inaccesible.

93
XI. Oda,1-8
94
Himno de Laudes del lunes en el breviario monástico, cuya traducción es:
“Bebamos alegremente la sobria ebriedad del Espíritu”
95
“Resplandores de la bóveda celestial”
104
Pero al lado de estas imágenes violentas donde se afirma la
santidad terrible del suelo sagrado en el que el Espíritu nos hace
permanecer, encontramos las imágenes de una serenidad superior
donde florecen el gozo y la paz incomparables que sólo el ágape
divino puede verter en el corazón del hombre. Son, en particular,
siempre en las Odas de Salomón, las imágenes musicales que
describen maravillosamente la repentina animación de un mundo
hasta ahí inerte, desde el instante en que el Espíritu de vida lo ha
tocado.

Como la mano se pasea sobre la cítara y las cuerdas hablan,


Así habla en mis miembros el Espíritu del Señor,
y yo hablo en su Amor96

El cántico de la alabanza, exultante porque es amante,


amante porque es amada, es, en efecto, la expresión espontánea del
alma que florece y fructifica en Dios al soplo del Espíritu.
Pues lo propio de la vida divina, tal como es vivida en la
Trinidad, por la Trinidad misma, es apertura y don de sí. Y en la
Trinidad, lo propio del Espíritu es ser lazo de esta unión, de esta
unidad sui generis del ser divino donde no se es plenamente uno
mismo sino siendo relación amante. Lo que él es en la Trinidad, él lo
vive en nosotros, y es así que hace de nuestras personas creadas
también, que seamos plenamente creadas no siendo más que
referencia amante al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.
Por el Espíritu, por la experiencia de la vida en el Espíritu
Santo, el secreto, el misterio de la vida de Dios en la Santísima
Trinidad se abre a nosotros de alguna manera. Lo comprendemos por
él por lo mismo que, por él, nos hacemos partícipes.
Dios, en el origen de todo, de las realidades eternas tanto
como de las temporales, es Padre. Es decir que no posee su vida, su
ser que dándolo a otro. Ese Otro es el Hijo. El Hijo no es así él mismo
que siendo dado, como el Padre no es sino dándose.

96
VI. Oda, 1.
105
Pero si el origen del Hijo es un don primordial del Padre, que
hace que él no sea él mismo que siendo Padre, la vida mutua del
Padre y del Hijo no es más que Don. En este Hijo que su amor esencial
ha como proyectado en la existencia, el amor del Padre reposa y se
complace. Y el Hijo recíprocamente ama al Padre y lo ama con el amor
con que es amado, puesto que todo igualmente en el Hijo, procede
del Padre, reproduce al Padre en una fidelidad perfecta. Este don por
el cual el Padre se comunica con el Hijo y en el cual igualmente el Hijo
se relaciona él mismo con el Padre, de modo que su distinción en ellos
se consuma en la reunión de un mutuo amor, es el Espíritu, el Amor,
el Don sustancial. En la misma Trinidad, por consiguiente, el Espíritu
es lo que da al ser procedente ser plenamente él mismo dándose y
volver a aquél de quien procede, en el interior mismo del mismo
vuelo de amor que impulsa Éste hacia él.
Es exactamente lo mismo el Espíritu en nosotros; él es don de
amor del Padre por el cual nosotros lo amamos en el Hijo, por el cual
nosotros mismos nos realizamos plenamente haciéndonos hijos, es
decir, retornando libremente a nuestra fuente, a la fuente, el Padre.
En la cosmogonía del Génesis, el Espíritu nos es representado
como una enorme ave de fuego planeando sobre la masa acuosa y
aún informe del caos primordial. Incubando, por así decir, el huevo
del mundo ¿qué ser nuevo, amasado de materia y de espíritu, el
divino pájaro quería suscitar? El hombre-hijo de Dios, el hombre
viviendo la misma vida de Dios, verdadero fénix de inmortalidad
destinado a surgir de un polvo esencialmente mortal.
El monje es el hombre que el Espíritu ha suscitado, ya no más
del caos primordial, todavía dócil a la Palabra creadora y al Soplo de
vida que se expresaba por ella. Él es el hombre surgido de las cenizas
sacrificiales donde la muerte libremente consentida ha consumado el
pecado con la vieja humanidad adámica. Pero este hombre renacido
de Cristo, renacido ya no más simplemente del caos sino de la muerte,
es el hombre del Espíritu vivificante. Su corazón de carne se ha vuelto
templo del verdadero Dios. En él Dios comienza a ser todo en todos.
De ahora en más él escapa a la tierra. Sube de sus profundidades
oscuras hacia las profundidades radiantes de las cuales el ave de

106
fuego había descendido hasta nosotros. Él no contempla más desde
fuera a la zarza de fuego. Él mismo arde sin consumirse en las
lámparas del Espíritu, en torno al cordero inmolado al lado del trono.

107
CAPÍTULO VI

PER FILIUM

Al prometer a sus discípulos el don del Espíritu, Jesús les dice:


“El Consolador tomará de lo mío y os lo anunciará”97. Toda la Misión
del Espíritu, efectivamente, se refiere a Cristo. Ya lo hemos dicho,
aquél en quien mora el Espíritu se encuentra como transportado
fuera de sí mismo, para subsistir en adelante en Cristo. Si, según las
expresiones que acabamos de emplear, toda la misión del Espíritu se
refiere a Cristo, se puede decir también justamente que ella está para
que nosotros mismos nos refiramos a él. Afirmar, como lo hemos
hecho, que el monje perfecto es el hombre del Espíritu, quiere decir
que es el hombre en quien Cristo está perfectamente formado.
De hecho uno de los temas fundamentales de la piedad
monástica ha sido siempre la imitación de Cristo. La vocación de
Antonio encontró su origen en esta palabra escuchada en la iglesia:
“Si alguien quiere ser mi discípulo, que renuncie a sí mismo, cargue
con su cruz y me siga” (ver nota 4 en pág. 12). El monje es un hombre
que escucha esta palabra como una palabra dirigida a él, y que se
esfuerza en ponerla en práctica. El conjunto de su vida de renuncia
encuentra allí y sólo allí su significación. Es alguien que simplemente
tomó en serio el ideal ofrecido por san Pedro a los cristianos: “Cristo
sufrió por vosotros dejándoos un ejemplo para que sigáis sus
huellas.”98 El progreso de la vida monástica, en este camino de
penitencia dolorosa que es su propio camino, no tiene otra referencia
que una conformidad progresiva a la imagen, al modelo de Cristo.
Sin embargo el término imitación es insuficiente. Más
exactamente, si expresa una verdad esencial, la expresa de una

97
Jn. 16,14
98
1 Pe.2,21
108
manera que, a falta de precisiones ulteriores, corre el riesgo de
prestarse a equívoco. La imitación de que se trata no puede
contentarse con ser una copia de lo exterior. Es necesario que sea una
verdadera asimilación. Hay, en efecto, dos maneras posibles de imitar
un ser. Una es aquella que consiste en captar por fuera toda una serie
de comportamientos propios de ese ser, luego esforzarse en
reproducirlos bien o mal. Surgida de una división juiciosamente
reunida, le faltará siempre una unidad interna. La reproducción que
ofrecerá del modelo permanecerá necesariamente privada de alma.
Será difícil que no se deslice insensiblemente hacia la caricatura.
La otra imitación es aquella del ser que procede
efectivamente de aquél que imita, en lugar de ajustarse a él
artificialmente. Esta imitación será de ordinario tanto más verídica
cuanto que la preocupación de copiar, en el sentido que acabamos
de definir, estará ausente de ella. Pues resultará de una intuición que
sube directamente del ser y de su unidad profunda, en lugar de ser el
producto reflejo de una inteligencia razonadora que se ocupa
fatigosamente en recomponer lo que ella ha comenzado por desunir.
Con ella habrá un parentesco real entre la imagen y su modelo, al
igual que lo hay entre los seres a causa del lazo de una generación
verdadera.
En el otro caso, al contrario, la similitud siempre será un
encuentro forzado y no una continuidad natural.
Por tratarse de imitar a Cristo, la imitación como simple copia
no sólo es insuficiente sino que es absurda e indecente. Querer
lanzarse a esto es desconocer voluntariamente quién es Él y quienes
somos nosotros. El peligro de la caricatura tomará forma de
blasfemia. No se imita a Cristo por afuera porque él es único, el Único
muy Amado del Padre, a cuyo lado nadie puede agregar nada que no
sea aplastado por la comparación. No se lo imita sino siendo
asimilado a él, en el sentido fuerte de la expresión, de tal modo que
se esté recogido en él e inseparable de él. La frase de san Pablo toma
aquí toda la fuerza de su literalidad mística: “Ya no vivo yo, es Cristo
quien vive en mí”.

109
Dependiendo de esta verdad previa puede tener sentido la
otra frase paulina que dice: “El Espíritu da testimonio a nuestro
espíritu de que somos hijos de Dios”…
En efecto, no hay imitación acertada del Hijo de Dios sino
siendo realmente hijos de Dios. Como lo recuerda san Juan, no sólo
ser llamados por este nombre, sino ser verdaderamente lo que eso
significa. Sin embargo, una vez más, no es y no puede haber sino un
solo Hijo de Dios que es Jesús. En consecuencia, no hay otra manera
de hacerse hijos de Dios que hacerse Jesús de algún modo.
La enseñanza del Nuevo Testamento sobre el principio de la
vida cristiana concuerda en todo con esta conclusión. San Pablo nos
declara que siendo bautizados hemos muerto con Cristo a nuestra
vida natural de hijos de Adán para resucitar en Jesucristo. Ahora,
como hemos visto, lo que distingue a la vida monástica de toda otra
forma de vida cristiana, es desde ahora esforzarse en hacer que esta
muerte se haga tan efectiva como sea posible, para que la vida
resucitada, vivida en Cristo Jesús, lo sea también. El monje ideal, se
podría decir, será el monje al que Cristo habrá completamente
evacuado de su propio yo para tomar él su lugar.
Para que todo esto sea posible, hay que admitir que la
relación que debe unirnos a Cristo es distinta que la que une o puede
unir a dos hombres en general, o a dos personajes de la historia. De
hecho, es notable que san Pablo nos describa esta relación en
términos absolutamente inusitados.
Vale la pena que nos detengamos en estas expresiones. No
hay otro modo de entender seriamente el carácter totalmente
diferente que debería ser aquel de nuestras relaciones con Jesús. Sin
esto, naturalizaríamos el cristianismo y no conoceríamos más a Cristo
sino “según la carne”, como dice san Pablo.
Un primer detalle que de por sí es ya muy revelador nos es
dado por los verbos que emplea san Pablo para hablar de Cristo y de
nosotros. Todos tienen en común el prefijo FL<, “con”, implicando
aquí la idea de una acción de la que nos convertimos en sujetos, pero
que primero es la de otro. Nos habla también de sufrir con Cristo para

110
ser conglorificados con él99, de conrresucitar con él y de ser co-
sentados con él en los cielos100, de ser convivificados con él101, de co-
reinar con él102, de conmorir con él y de convivir con él103, en fin, lo
que resume todo es ser conformados a Cristo104.
Los adjetivos, por otra parte, van a la par con los verbos: de
este modo, conforme (Fb::@DN@H) (con la idea de ser conformados
a la imagen del Hijo, en Rom.8,29, o que nuestros cuerpos sean
conformados al cuerpo de su gloria, en Filp.3,21), o el intraducible
Fb:NLJ@H105de Rom..6,5, supone que devendríamos como una sola
planta con Cristo, injertados en él, insertados en él por el bautismo.
O estas expresiones no tienen sentido, o bien ellas suponen
que la vida cristiana rechaza la autonomía, el aislamiento, implica
entrar a compartir las mismas acciones de Cristo, no es sino una
participación en la misma vida de Jesús.
En efecto, en este contexto hay una expresión típicamente
paulina que se esclarece y que, recíprocamente, obliga a dar un
sentido de conjunto más que moral, verdaderamente místico a los
términos que acabamos de ver. Es la expresión X< OD4FJè, “en
Cristo”. Su extraordinaria superabundancia en los escritos paulinos es
el primer punto que impacta. Se encuentra allí, en efecto, una
centena de veces106.
Sin duda, la expresión no tiene en todas partes la fuerza que
posee, al menos, en algunos textos. La pobreza de prefijos en las
lenguas semíticas ha podido, como se dijo, impulsar a Pablo a

99
Rom.8,17: ,ÇB,D FL:BVFP@:,< Ç<" 6"Â FL<*@>"F2ä:,<
100
Ef.2,6: º:"H FL<Z(,< 6"Â FL<,6V24F,<
101
Ef.2,5; Col.2,13: FL<".T@B@\0F,<
102
2Tim.2,12: FL:$"F48,bF@:,<
103
2Tim.2,11; cf.Rom.6,5: ,Æ… FL<"B,2V<@:,<
104
Filp.3,10: FL::@DN4.`:,<@H
105
Se pronuncia “sumfutós”.
106
X< OD4FJè, o bien X< OD4FJè z30F@Ø, o también X< 6LD\è, X<
"bJè, en las frases donde Cristo es evidentemente el antecedente
111
desviarse maquinalmente sobre la preposición X< (en) sin poner
siempre allí una intención formal. Pero, una vez más, cuando sobre todo se
acerca al uso habitual de la expresión X< OD4FJè (en Cristo) y a los verbos
extraños que le hemos visto forjar, no hay duda que esta fórmula tiene de
ordinario para él una de las significaciones más importantes. Ella no significa
que estemos sólo asociados a los actos de Cristo sino que a él mismo, a su
ser, estamos unidos de manera permanente. Más aún: nuestra vida, desde
el instante que estamos unidos a él, no puede proseguirse fuera de él. Él es
para nosotros, como el agua lo es para el pez y el aire para el pájaro, la
atmósfera que respiramos, el medio vital fuera del cual no podríamos
subsistir.
Por más fuertes que sean estas expresiones, no agotan
todavía las riquezas de la mística envuelta en el X< OD4FJè (en
Cristo). Para llegar a esto hay que relacionar esta locución a dos
grandes nociones paulinas las cuales se esclarecen por su mutua
relación. Una es la idea que Cristo es como un Segundo Adán, que
constituye también el Hombre último; y la otra es la designación de
la Iglesia por la expresión: el Cuerpo de Cristo.
Las dos concurren para mostrarnos que nuestra interioridad
respecto a Cristo no es sólo la de un ser vivo respecto a su medio vital.
Es la de un órgano respecto al ser vivo al que pertenece. Cristo es el
Segundo Adán y al mismo tiempo el Último Hombre, no del todo
porque sería, como Adán, el punto de partida de una raza nueva, sino
más bien porque, al contrario, renueva la raza vieja recapitulándola
en él mismo. La vida cristiana es una vida que no es sólo llevada bajo
la dependencia de Cristo, sino la vida misma de Cristo, circulando en
nosotros porque nosotros hemos sido insertados, incorporados a él
en el bautismo. Sólo se podría comparar esta relación entre nosotros
y él como la relación del niño antes de nacer con su madre que lo lleva
en su seno si no fuera que no se trata de una fase embrionaria,
prenatal, de nuestra vida, sino de su pleno desarrollo más personal.
Cuando esta gran realidad ha comenzado a apoderarse de
nuestro espíritu, podemos entender en alguna medida otras
expresiones de san Pablo aún más desconcertantes que todas
aquellas que hemos encontrado hasta ahora. Es así cómo él empleará,

112
para hablar de Jesús y de lo que él es para nosotros, todo tipo de
sustantivos, como si Jesús no sólo procurara las realidades más
preciosas sino que él las fuera para nosotros. Lo llamará como nuestra
sabiduría, nuestra justicia, nuestra paz y nuestra reconciliación, etc.…
Esto es para tomarlo al pie de la letra. La entrada en la vida X<
OD4FJè (en Cristo) es como la entrada en un universo nuevo donde
en adelante Cristo y sólo Cristo, debe hacernos las veces de todo.
¿No irá aún más lejos hasta el punto de hacer uso de una
audacia inaudita y designar a Jesús ya no por medio de sustantivos
sino por un verbo en infinitivo, y el verbo que expresa la acción
esencial es la de vivir? Escribirá, en efecto en la carta a los Filipenses,
¦:@Â ("D JÎ H-< OD4FJ`H, fórmula literalmente intraducible a la
que se debilita mucho diciendo “Cristo es mi vida”.
Más bien hay que decir: “Para mí, vivir es Cristo”107. ¿Cómo
llevar más lejos nuestra asimilación a Cristo y a la vez toda su
suficiencia para con nosotros, desde el momento en que estamos en
él y él en nosotros por su Espíritu?
Solamente cuando se ha considerado todo esto se puede
comenzar a presentir lo que quería san Antonio cuando buscaba
realizar al pie de la letra la palabra del Apóstol: “No soy yo quien vivo,
es Cristo quien vive en mí”.
Entonces se esclarecen igualmente dos de las doctrinas
fundamentales de san Pablo, la del “cuerpo de Cristo” y la del
“misterio”. En ellas es en donde se encuentra finalmente los dos polos
de lo que podemos llamar la mística del monacato.
Cuando san Pablo nos habla del “cuerpo de Cristo”, es
evidente que hay textos donde este cuerpo es la Iglesia, otros, donde
simplemente es el cuerpo del resucitado. En el primer caso, la Carta a
los Efesios nos habla de “la Iglesia, que es su cuerpo”108, al igual que
en la Carta a los Colosenses nos decía: “El es la cabeza del cuerpo, de
la Iglesia”109. En el segundo caso, tenemos el gran texto eucarístico de

107
Filp.1,21
108
Ef. 1,23
109
Col. 1,18
113
la primera carta a los Corintios, donde el cuerpo de Cristo recibido en
el sacramento es comparado con su sangre110. Pero, tercer caso, hay
textos donde el término de “cuerpo” aplicado a la Iglesia es puesto
directamente en relación con la comunión eucarística, justo en el
momento en que ésta es definida como la comunión en el “cuerpo”
del resucitado. Así: “… el pan que partimos ¿no es la comunión con el
cuerpo de Cristo? Porque hay un solo pan, todos nosotros somos un
solo cuerpo porque hemos participado de un solo pan”111. Estos
textos hacen que uno se pregunte inevitablemente si hay,
propiamente hablando, dos cuerpos de Cristo, uno “físico”, que
estaría presente en la eucaristía, y el otro “místico”, que sería la
Iglesia. Pero la Iglesia, no existiendo sino por la participación en esta
humanidad de Jesús, hecho “Espíritu vivificante” que le es ofrecido en
la eucaristía, es ella misma “la plenitud de Aquél que se completa él
mismo plenamente en todos”112.
Así, como lo dirá un san Agustín, deberemos finalmente
volver a esta idea que en el cristianismo, sobrenaturalmente, no hay
otra cosa sino Cristo: el Cristo total, totus Christus, Cabeza y cuerpo,
Unus Christus amans seipsum.
Es la misma conclusión que nos encamina por otro camino a
la segunda noción paulina que acabamos de recordar: la del misterio.
El misterio, en el lenguaje de san Pablo, es el gran secreto de la
Sabiduría divina. Es como el centro, el nudo, del plan divino concebido
desde toda la eternidad y puesto en obra en los últimos tiempos para
realizar definitivamente el reino de Dios a pesar de la rebelión de las
creaturas. De pronto es la revelación más profunda de los recursos
del poder y del amor divinos, ignorados por las más altas inteligencias
creadas. Locura para los griegos, escándalo para los judíos, este
misterio es la cruz de Jesús con todas sus prolongaciones y sus
resultados, y es también el mismo Jesús, pero “Jesús crucificado”, que
es precisamente “escándalo para los judíos, locura para los paganos”.
Es Jesús y su cruz, en tanto que “plugo (a Dios) hacer habitar en él

110
1Cor.11,24
111
1Cor.10,16-17
112
Ef.1,23
114
toda la plenitud y reconciliar todas las cosas con él, haciendo la paz
por la sangre de su cruz”113. Más aún, es “recapitular todas las cosas
en Cristo”114, es decir, retomar en él toda la historia mal comenzada
del hombre y del universo, llevando todas las cosas, por la cruz, a la
unión con Dios y entre ellas en el ágape.
El “misterio” reviste pues la misma realidad que el “cuerpo de
Cristo”, la misma visión de unidad final entre nosotros y Cristo, pero
añadiendo allí el acto por el cual esta unidad se realiza: el acto de
amor recreador y salvador donde Cristo, entregándose obediente a
su muerte, nos ha devuelto la vida por la fuerza de su resurrección.
Es el “misterio”, en otras palabras, que hace de él el Segundo Adán,
término al igual que principio de una humanidad nueva y eterna,
renacida del cielo después de haber nacido de la tierra.
En estas perspectivas, el ideal de la vida monástica es realizar
por la muerte efectiva del hombre viejo, la plena participación en el
misterio del hombre último, de modo que nos hagamos el cuerpo de
Cristo, con toda la fuerza posible de la palabra. De ese modo, nuestra
meditación de los grandes temas paulinos nos conduce más allá de
ellos mismos, hasta los temas propiamente joánicos.
Se puede decir que el pensamiento de san Juan parte de esta
unidad perfecta con Cristo hacia la cual nos eleva progresivamente el
pensamiento de san Pablo. La gran similitud de la viña, o más
exactamente de la cepa (vid), de la que Jesús dice: “Yo soy la vid,
vosotros los sarmientos”, nos pone inmediatamente un paso más
lejos a la posición donde se detiene el pensamiento de san Pablo
sobre el “misterio” o sobre el “cuerpo de Cristo”. No solamente, por
san Juan, Cristo y nosotros formamos un solo organismo del cual él es
la cabeza y nosotros somos el cuerpo, no sólo lo que se produce en él
tiene un poder misterioso de renovarse en nosotros, sino que Cristo
es, de pronto, la plenitud de la cual nosotros no hacemos más que
recibir “gracia sobre gracia”. El pensamiento joánico incluso no se
detiene en lo que san Agustín, diríamos, llamará el Cristo total, o lo
que san Pablo, bajo una forma menos concentrada, llamaba “Cristo

113
Col.1,18-20
114
Ef.1,10
115
completándose perfectamente en todos”. Para él, simplemente,
Cristo es de pronto el todo. No es él el que deba prolongarse en
nosotros. Somos nosotros los que debemos, por así decir, entrar en
él. Él no dice “Yo soy la raíz y vosotros los sarmientos”, sino “Yo soy la
vid, implicando de ese modo que Cristo y nosotros no somos otra cosa
sino Cristo solo.
Al mismo tiempo, san Juan nos aclara sobre la razón de esta
plenitud perfecta de Cristo en él mismo, que no es tanto extenderse
en nosotros mismos sino en recogernos en él. “En él, nos dice, estaba
la vida, y la vida era la luz de los hombres”. La Vida, la Luz, estos dos
términos, en san Juan, agotan, podría decirse, la irradiación creadora.
“Vivir”, es ser como Dios es. “Ver la Luz”, es conocerlo tal cual es.
Ahora bien, como san Juan nos lo dice, en Jesús “seremos semejantes
a él, porque lo veremos tal cual es”. Para él, en efecto, Jesús es a la
vez Dios mismo y la plenitud de toda la irradiación divina que la
creatura puede reflejar. Pues él es la eterna Palabra de Dios,
revelándose él mismo a él mismo, revela al mismo tiempo todo lo que
puede y quiere dar de él a la creatura. Además ningún ser particular
puede agregar nada a Jesús. Todo lo contrario, sólo encontrándose
en él es como todo ser puede, en fin, ser plenamente lo que debe ser.
“Hijitos, lo que seremos no ha sido aún manifestado, pero lo que
sabemos es que somos hijos de Dios y seremos semejantes a él
porque lo veremos tal cual es”.
Incluso si la lección patrística de los versículos 3 y 4 del
prólogo es dudosamente auténtica, no es dudoso que exprese un
pensamiento muy específicamente joánico: “Todo lo que ha sido
hecho, en él era vida”. Dicho de otro modo, solamente en la Palabra
eterna que es Jesús y no en la existencia de los seres, es cómo los
seres, tanto para sí mismos como para Dios, vivirán la “vida
verdadera”.
Entendemos, entonces, que san Juan sólo conozca a un solo
Hijo de Dios, al único, Jesús. San Pablo no dudaba en llamarnos hijos
a nosotros, cuidando de reservarle a él el título de Primogénito. Pero
para san Juan, por más verdad que sea llamarnos hijos de Dios, pues

116
lo somos, no hay otro Hijo que el Unigénito. Es decir que somos hijos
solamente cuando nos hacemos uno en Él.
Es necesario llegar a esta cima de la contemplación cristiana
sobre el Hijo para captar el sentido último de la ascesis monástica. La
muerte de sí mismo, el renunciamiento a la voluntad propia, el
anonadamiento del yo, todo eso se explica por la sola voluntad de
adelantar el último día. Pues, en efecto, viviremos verdaderamente
porque no viviremos más en nosotros mismos sino en Él, que es la
Vida, que quiere ser nuestra vida. O mejor aún, solo Él vivirá, Él en
quien todo ha sido creado, por quien será encontrado todo aquel que
estaba perdido y que él vino a buscar y salvar.
Estos pensamientos nos llevan de nuevo hasta el límite del
misterio insondable: el de la Trinidad, el de la vida eterna de la
divinidad. Esta vida, diríamos, se encuentra, según dice Dionisio de
Roma, recapitulada en la unidad por la procesión del Espíritu. Pero en
primer lugar, a partir de la unidad original del Padre, fuente y raíz de
toda la divinidad, decía la antigua teología, ella se difunde y se
multiplica en el Hijo. Y el Hijo, en Él mismo, realiza toda la infinita
fecundidad del Ágape que hace el impulso y como la pulsación de la
vida divina. El Hijo, así es necesariamente el Unigénito muy Amado
del Padre115. No basta decir que el Padre lo ama, hay que decir que él
es todo su amor, que el Padre que es el amor mismo, no podría amar
sino a él, pues nada podría amar después de él. Él es la plenitud de lo
amable y de lo amado, respondiendo perfectamente a la plenitud del
amor paternal.
La creación del mundo, la creación misma de una infinidad de
mundos, no podría agregar nada de amable al Único. Pues, para el
Padre, él encierra en sí mismo un mundo infinito, el mundo eterno.
En efecto, en él el Padre contempla todas las posibilidades de su
Sabiduría creadora realizadas desde toda la eternidad. Sobre él hace
reposar para siempre su Schekinah, esta Presencia de él mismo en su
obra que da a ésta ser en la fuente del ser, de brillar en el seno de la
luz que no conoce tinieblas. De él, en fin, irradia toda la gloria divina,

115
“Hijo muy amado” en hebreo y en griego, es sinónimo de “Hijo único”
117
es decir, Dios revelándose a sí mismo todo lo que él es difundiendo
su inaccesible luz.
Nuestro mundo, después de esto, no será más que una
refracción a través de la nada de algunos rayos de este resplandor
infinito. No agregará nada. Incluso no conseguirá nada si no es
colocándose de nuevo en este fuego de donde fue sacado, como una
chispa que no habría sustraído nada de la zarza ardiente que no
puede consumirse.
Pero el Hijo, para el Padre, es mucho más que todo eso. Pues
no es sólo este todo infinito que supone la idea de un mundo eterno
y divino. A decir verdad, este mundo él lo abraza en él mismo. Este
mundo no es distinto de Él, en cuanto plenitud de la Sabiduría. Pero
Él, en cuanto persona, en cuanto Hijo, trasciende en el mismo seno
de Dios la propia Sabiduría de Dios. Pues el amor no busca solamente
el Todo, la plenitud que sacia, sino que tiende aún más hacia el Único,
el irremplazable. El amor es personal tanto en su fin como en su
origen. En el amor todo el ser, toda su esencia, se da y se recobra.
Pero, en el amor hay algo más, algo que es de otro orden. El amor es
alguien que desea comulgar con alguien, con otro como él. Si el
impulso primero del amor divino es una palabra, es la Palabra, es
justamente ahí donde se revela el porqué. La Palabra es comunicación
no de algo sino de alguien a alguien, que suscita y llama. Y es a esta
Palabra divina, resonando eternamente sin tener que salir del
corazón paterno para descubrir allí un corazón filial, que se aplican
perfectamente los versos de Newman:

I wish only to speak with thee for speaking sake,


I wish to hold with thee conscious communion.

Deseo hablarte solamente por hablarte:


Deseo entrar en una comunión consciente contigo.

Jesús es, pues, el muy Amado del Padre, desde toda la


eternidad, porque él es en él mismo el mundo donde se despliega
toda la fecundidad creadora de la vida paterna, en una plenitud

118
insuperable. Y lo es, además, a título superior, porque él es el Único,
cuya persona, para Aquél que lo ama y lo engendra amándolo, vale
infinitamente más y mejor que cualquier otro mundo.
No podemos ser, pues, amados por el Padre, y por eso mismo
ser simplemente, en el verdadero sentido divino del término, sino
confundiéndonos, de alguna manera, con este Único, deviniendo
miembros de su cuerpo y, por eso mismo, elementos de este todo
que él lleva en sí mismo eternamente.
¿Quiere decir que la mística cristiana, la mística de Cristo, de
la que la ascesis monástica es solo la condición, tendría por término
si no el “panteísmo” al menos alguna forma de “pancristianismo”? La
muerte de sí mismo, tan esencial en la vida del monje, en la vida del
cristiano perfecto, ¿significaría un efectivo anonadamiento de
nuestras personalidades y, más generalmente, de la creación como
existencia distinta?
Ciertamente no. Creerlo sería ceder al error más radical que
viciaría de arriba abajo nuestra interpretación de todo lo que hemos
podido decir hasta aquí. Si es muy verdadero que la vida monástica
supone la mortificación de todo individualismo, la muerte misma del
“yo”, conduce a la liberación y al florecimiento definitivo de la
persona, de nuestras personas, y de la creación entera como de la
persona última cuya eclosión final, al contrario, debe dar su sentido a
la historia.
Aquí, las pobres palabras humanas, las imperfectas analogías
humanas, evidentemente se resquebrajan. Pero aunque fuese a
precio de aparentes contradicciones, no hay que consentir en
sacrificar ninguno de los polos de la maravillosa realidad.
No podemos ser como Dios nos quiere y nos ve desde toda la
eternidad si no es en Cristo. Nuestra vida no será digna de ese nombre
de vida sino cuando no seamos ya más nosotros los que vivamos sino
sea Cristo quien viva en nosotros. Debemos pues volver a él, nuestro
modelo eterno. Debemos morir a nosotros mismos para revivir en el
Único, en el Hombre eterno, último, donde Dios mismo será todo en
todos. Pero esto no significa en absoluto ninguna desaparición,
incluso ninguna resorción de nosotros en él. Los dones de Dios son

119
irrevocables, y si la división y la separación de la caída es un mal que
hay que superar, la existencia distinta de la creación, de cada creatura
personal, es un bien positivo, eternamente querido por Dios, que no
se trata de suprimir sino de perfeccionar.
¿Cómo puede conciliarse esto con todo lo que precede? Una
imagen, un tema fundamental de toda la mística cristiana, de toda la
mística “crística”, desde san Pablo y san Juan, puede solo ayudarnos
a entreverlo. Es el tema del Esposo y de la Esposa, que son “dos en
una sola carne”, el tema de las bodas del Cordero.
Para san Pablo, al mismo tiempo que la Iglesia es el cuerpo de
Cristo, “la Plenitud de Aquél que se completa perfectamente en
todos”, - términos que dicen de la unidad que tiene con Cristo, - la
Iglesia es la Esposa de Cristo. Es aquella que Cristo ha amado a tal
punto de entregarse por ella, - términos que dicen que es distinta a
él, y no sólo distinta sino además destinada por él mismo a una
perfección propia por la cual no ha dudado en sacrificarse.
Para san Juan, por su parte, el fin de toda cosa no es un puro
y simple regreso de todas las cosas en su modelo divino donde se
evaporaría su propia figura. Al contrario, se trata de la aparición en el
gran día de una misteriosa figura escondida hasta ese momento en
Dios: la Esposa del Cordero. “Ven, yo te mostraré a la Novia, la Esposa
del Cordero, y él me condujo en el Espíritu sobre una alta y grande
montaña y me mostró la Ciudad santa, Jerusalén, que descendía del
cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios…”116 Expresión que
coincide con la de san Pablo: “…Vuestra vida está escondida con
Cristo en Dios; cuando aparezca Cristo, vuestra vida, entonces
también vosotros apareceréis con él en la gloria”117.
El uso cristiano de esta imaginería nupcial procede en línea
directa de la enseñanza de Oseas, retomada por Ezequiel, que había
presentado a Israel como la Esposa de Yahvé, para nada amable por
ella misma sino hecha tal por la inmensa y loca generosidad del amor
con que Dios la amaba.

116
Apoc. 21,10-11
117
Col. 3,3-4
120
Ya el Cantar de los cantares, al igual que el epitalamio del
salmo 45 (44), Eructavit cor meum verbum bonum (me brota del
corazón un poema bello), había retomado y desarrollado este tema
(al menos si lo interpretamos como Israel los interpretó) a tal punto
que de allí sacó una mística de las bodas. Lo que de pronto tiene de
notable, incluso antes de pasar al Nuevo Testamento, es el uso sin
precedente que hace de estas imágenes del Esposo y de la Esposa. Al
trivial simbolismo sexual de todas las religiones naturistas - detenidas
en el estadio mágico y que no tomarían de las relaciones del hombre
y de la mujer sino sólo su elemento animal y pre-humano – lo
sustituye, en efecto, un simbolismo propiamente nupcial, es decir el
simbolismo de una unión de personas. En la carne asumida por el
espíritu, en adelante más que la carne lo que está en vista es el don
mutuo de dos vidas, de dos conciencias, de dos seres que lejos de
fundirse uniéndose, cada uno se realiza el uno para el otro.
Pero para entender verdaderamente lo que significa este
simbolismo inspirado, hay que remontarse a la noción del hombre y
de la mujer, que es el de la Palabra divina. En el relato del Génesis, la
Mujer aparece sacada del Hombre. Ella no es sino una parte de él
mismo que se ha separado. Pero, por otro lado, esta vida que ella ha
recibido de él, que permanece la del hombre, no la posee
verdaderamente sino volviendo a él para desposarlo. Sólo entonces
ella se vuelve “madre de los vivientes” y al mismo tiempo ella
encuentra un nombre que le es propio, es decir una personalidad
verdadera. Hasta ahí era solo la sombra del hombre. Entonces, sin
dejar de ser “carne de su carne y hueso de sus huesos” y, al contrario,
volviéndola en su plenitud original de lo que supone la expresión, ella
se hace su igual. Como él mismo, como Dios del cual él mismo era la
imagen, ella se hace verdaderamente maestra de su vida donándose.
Las oscuras profundidades de este relato arcaico se
esclarecen con Cristo y la Iglesia. Pues es con respecto a ellos como el
misterio del Hombre y de la Mujer es ese “gran misterio” del que
habla el Apóstol.
Por allí entendemos el verdadero sentido de esta mística
nupcial de la que san Pablo ha sido como el iniciador en el cristianismo

121
y a la cual Orígenes ha dado, en vísperas de la primavera monástica,
sus cuadros de pensamientos, sus moldes de expresiones definitivas.
El retorno de la humanidad a Cristo en la Iglesia significa, a
esta luz, no un fin y un cese del ser creado, del ser distinto, sino un
acabamiento, una perfección que lo eterniza.
Al ser limitado, cerrado, se sustituye para nosotros un ser
verdaderamente a imagen de Dios, porque a nuestra vida se sustituye
una vida como la de Dios, que es donación mutua y, de algún modo,
tal como las personas de la Trinidad, relación subsistente.
En el ser creado que ha renunciado a la nefasta autonomía
del pecado, la personalidad verdadera es la que, lejos de abismarse,
aparece en el momento en que se consuma la unión con Cristo. Cada
alma se hace hijo de Dios, llevando cada una verdaderamente su
imagen, y la humanidad entera se hace Hija de Dios en el Hijo. Es decir
que lejos de perderse en Aquel al cual adhiere y se abandona, sólo allí
ella se encuentra. Descubriendo en esta experiencia nunca hecha
todavía por la creatura, pero donde la creación se consuma, de que
hay más felicidad en dar que en recibir, verifica que si aquel que
quiere salvar su vida la pierde, sólo, aquél que acepta perderla la
encuentra.
La humanidad se despierta entonces a la vida verdadera
cuando cesa de quererse por sí misma y sólo se quiere por Cristo y en
él. Al mismo tiempo descubre también, notémoslo bien, que la
existencia particular no florece en otro lado sino en la vida colectiva
unánime. En efecto, sólo la Iglesia es la totalidad de la humanidad
regenerada destinada a ser la única Esposa del Hijo único y que es
desde ahora la novia del Cordero. Pero esto no quiere decir en
absoluto que la humanidad viviría en Cristo a precio de una fusión de
hombres que suprimiese la indefinida variedad de sus rostros
personales. Esto quiere decir, al contrario, que la Iglesia, en un
sentido mucho más profundo que el que se aplicaba a Eva, es la
madre de los vivientes. Ella es Madre no a la manera en que lo fue
Eva, es decir de un pueblo cuyo nacimiento sería un desgarro y el
principio de innumerables oposiciones. Ella lo es, al contrario, del
pueblo que nace por la reunión en un solo cuerpo de los hijos de Dios

122
dispersos. Ella es nuestra Madre, ella, la Jerusalén celestial en tanto
que nos engendra a la vida en el amor de Cristo. Lo que quiere decir
que nos da poder ser verdaderamente en el amor que nos reúne en
ella, como ella misma recibe la verdadera vida en el amor que la une
al Hijo eterno.
Así vemos florecer como la eclosión de múltiples pétalos en
la única rosa mística, esta mística del Solus cum Solo que es
necesariamente la vida monástica, en el corazón mismo de la vida
unánime de la Iglesia. No hay oposición sino la más profunda, la más
íntima armonía. Cada alma particular está destinada a la unión con el
Verbo en el interior de la unión de la Iglesia a Cristo. Los dos se
encargan recíprocamente y se condicionan. Mucho más aún: los dos,
en el fondo de todo, no son sino uno. A eso hay que llegar.
Por un lado, no hay mística auténtica en el cristianismo sino
en una inserción siempre más profunda en la vida de la Iglesia.
Participar en la celebración católica del misterio de Jesús es el único
medio que tenemos de vivir realmente “en Cristo Jesús”. Como dice
san Agustín: aquél que no está en el cuerpo de Cristo, ¿cómo podrá
tener en él el Espíritu de Cristo?
Pero por otro lado, la celebración del misterio en la liturgia de
la Iglesia sería una formalidad vacía si cada alma en el sufrimiento de
su propia carne no tomara a pecho lo que falta a los sufrimientos de
Cristo por su Iglesia. La objetividad de la vida sacramental es lo que
exige, al mismo tiempo que la funda, la subjetividad de la vida
ascética. Cada alma, por su parte, según una vía necesaria y
rigurosamente “monástica” en el sentido etimológico, es decir allí
donde hay que avanzar solo y despojado de todo para encontrar a
Cristo solo, despojado, vacío de sí mismo, en el abrazo de la Cruz,
debe revivir “el misterio”, es decir “Cristo en vosotros, esperanza de
la gloria”. Y esto no es necesario para ella sola, para su salvación
individual. La Iglesia solo posee su vida colectiva y una, católica, en la
medida en que cada alma escuche en ella el llamado individual de
Cristo a renunciar a todas las cosas, a cargar su cruz y a seguirlo.
Solamente el alma comprometida en su camino monástico, es decir
en el camino del despojo voluntario que es la condición y medida de

123
nuestro revestirnos de Cristo, es de esas células vivas sin las cuales el
Cuerpo de Cristo embotado por la osificación de la esclerosis, cesaría
de crecer, dejaría de vivir.
Al igual que Cristo, que en el aislamiento trágico de la Cruz,
preparaba, provocaba la feliz reconciliación de todas las cosas entre
sí y con Dios, el monje, en el aislamiento de su irremplazable
vocación, es el principal artesano del “gran misterio” de unidad, “de
modo que nos rencontrásemos todos en la plenitud de Cristo,
llegando a la estatura perfecta de su edad adulta”, - Unus Christus
amans seipsum.

CAPÍTULO VII

AD PATREM

Adolf von Harnack, el gran teólogo del protestantismo liberal,


resumiendo todo su pensamiento religioso en su libro sobre La
Esencia del Cristianismo, declaraba no ver sino sólo la Paternidad de
Dios. En el sentido descolorido, racionalizado, naturalizado en que él
lo entendía, esta frase no expresa sino una trivialidad desesperante:

124
una vaga confianza en una vaga bondad divina. Pero si se la coloca en
el corazón del dogma cristiano, aceptado en su plenitud y en su
densidad, ella revela efectivamente el centro y el fondo de esta
paternidad.
Todo el Evangelio vuelve a decirnos en un solo rasgo estas dos
verdades fundamentales: Eternamente Dios es Padre; él es el Padre;
y ha querido ser al fin de los tiempos nuestro Padre.
Dios es Padre porque su vida se atiene a una sola cosa:
engendrar un Hijo eterno, amarlo y recibir su amor en la procesión
del Espíritu. Dios ha querido hacerse nuestro Padre, por eso ha
enviado a su Hijo único, para que seamos todos adoptados en Él,
formando su cuerpo, viviendo en su mismo Espíritu.
Debemos llegar finalmente a esta doble verdad. En ella deben
condensarse y unificarse todas las meditaciones que hemos
proseguido, en una sola visión intuitiva que retiene toda la sustancia
remontando múltiples canales hacia la única fuente.
A María Magdalena, que quería aferrarse al resucitado como
para inmovilizarlo cerca de los suyos, Cristo le decía: “No me toques
que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y
diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.”118
Poco antes él había dicho a los suyos: “Salí del Padre y he venido al
mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre.”119 Se puede
decir que toda su obra es llevarnos a este retorno.
De Cristo y de nosotros, la primera carta de san Pedro declara:
“Erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al pastor y
guardián de vuestras almas.”120 Y del Padre y de Cristo, la carta a los
Hebreos dice por su parte: “el Dios de la paz que suscitó de entre los
muertos a nuestro Señor Jesús, el gran Pastor de la ovejas…”121 En
esta reunión por Cristo de las creaturas extraviadas lejos de su origen
y en este retorno de Cristo mismo de las profundidades del Sheol
hasta el seno del Padre donde lleva con él a la oveja perdida de

118
Jn.20,17
119
Jn.16,28
120
1Pe.2,25
121
Hebr.13,20
125
nuestro universo, santo Tomás escribirá toda la parte de la Summa
que concierne a la salvación, como había escrito en la difusión de la
vida a partir del Padre todo lo concerniente a la creación.
Ya la visión que Plotino se hacía de Dios y del mundo traía
todo a una emanación general a partir del Uno, luego a una
reintegración de todas las cosas en él. Pero aquí no se trata en
absoluto ni de una degradación de la divinidad ni de una reabsorción
del mundo en su fuente. Se trata de un don, de una comunicación
gratuita que no duda incluso frente al riesgo de perderla; y este don
suscita un retorno de amor que, lejos de abolir el don, lo consuma.
Pues esto último es el último don de Dios, el de ir a buscar y salvar lo
que estaba perdido y de haber así derramado su propio amor hasta
el corazón de creaturas ingratas y rebeldes.
Desde el comienzo de estos estudios, habíamos dicho que
teníamos que representarnos la vida cósmica como la pulsación de un
corazón inmenso donde circula el mismo Agape, difundido como
amor paternal, recogido como amor filial. La vida divina no es sino la
expansión en la eternidad de este amor cuya fuente es el Padre, y su
reflujo hacia Él. El Hijo, hemos dicho, es el producto, incluso antes de
ser el objeto, de este amor eterno que hace a la vida de Dios y lo
multiplica en la fecundidad de una generación eterna que en absoluto
lo divide. Pues el Hijo, amando al Padre como él es amado, amándolo
con el amor mismo con que él es amado, no es sino referencia al
Padre. Así toda la divinidad, comunicándose a partir del Padre en la
generación del Hijo, es recapitulada en el Padre por la procesión del
Espíritu. Este es el Amor sustancial en el que el Padre y el Hijo son uno
al término de la vida trinitaria como eran uno en su origen.
Este origen, en efecto, es el Padre, del cual todo procede. Y
es al Padre de quien procede que el Hijo vuelve en la procesión del
Espíritu, puesto que en esta procesión él comulga con el Padre al
punto que no puede distinguirse de él.
La última procesión por la cual se cierra el círculo infinito de
la vida trinitaria no tiene otro principio que el Padre, aunque el Hijo
esté allí plenamente asociado, Él sobre quien, eternamente, el
Espíritu reposa, de tal modo que el Padre y el Hijo son como un solo

126
principio del único Espíritu. En Dios mismo, por consiguiente, el
Ágape aparece inseparablemente como el principio de la distinción y
de la unidad, de la fecundidad que comunica la vida y de la comunión
que la reúne. Y como esta comunicación desciende del Padre, esta
comunión allí asciende. Así, en todas partes, tanto al partir como al
regresar, sólo Él, sólo en Él se deriva todo y se trae de nuevo. La
Trinidad no es sino el despliegue de lo que el Padre lleva Él, y por otra
parte, el movimiento vital que lo atraviesa todo no tiende hacia otra
parte sino hacia Él de donde este movimiento emana.
Lo que sucede en el mundo no es sino la imagen y como la
proyección de lo que sucede en Dios. A la recapitulación de la Trinidad
en Aquel de quien procede corresponderá el retorno al Padre “de
quien toda paternidad que se pueda nombrar en el cielo o en la tierra
ha recibido su nombre”. Volvamos a trazar por última vez esta visión
del universo y del movimiento que lo anima, y que habíamos
esbozado al comienzo. Del Padre invisible procede eternamente,
como su Imagen perfecta, el Hijo único. A su vez la Imagen del Hijo se
multiplica en el espejo de la creación angélica. El cosmos espiritual
despliega como a través del prisma de la nada la luz pura
directamente emanada del Padre. Luego el mundo material, como un
último eco, recoge y fija en su imagen inanimada el último vestigio,
en el límite del no-ser, del espíritu primordial.
Entonces, siguiendo la ley primera de la creación, el espíritu
creado lleva hacia el Verbo, su divino ejemplar, el mundo sensible. El
mundo de los espíritus, por esto mismo, se reúne y comunica en este
cosmos inteligible que es el Hijo, donde toda sabiduría está incluida
en una inseparable unidad. En el Verbo, en fin, el Espíritu que procede
del Padre lleva a Él, con el Hijo único, los innumerables hijos de Dios
que cantaban a coro la mañana de la creación y en la que la eucaristía
arrastraba en su reflujo a toda creatura.
Esta ley primera, en virtud de la cual la creación está animada
por el mismo Espíritu de Dios, está tan profundamente inscrita en su
ser que la desobediencia y la caída no pudieron hacerla fracasar.
Como un embalse hace solamente subir el agua sin detenerla, ellas
han simplemente suscitado esta creación segunda, más maravillosa

127
aún que la creación primera, y que por sí misma, sube hacia el Padre
en lugar de descender.
En el mundo sensible, que los espíritus puros habían
intentado inmovilizar para su servicio en lugar de llevarlo hacia el
Padre, el llamado de lo alto suscitó al hombre este espíritu nacido de
la carne. Del hombre seducido por el espejismo egoísta de la magia
satánica, el soplo de vida divina hizo nacer el Hombre-Dios, el Adán
celestial, el Hijo del hombre que se eleva sobre las nubes del cielo al
encuentro del Anciano de días122. Así, finalmente, a pesar de todo, el
Hijo reunió en un solo cuerpo, el suyo, a los innumerables hijos de
Dios dispersos, Al término, cuando todas las cosas le hayan sido
sometidas, él mismo entregará el Reino al Padre, de modo que Dios
sea todo en todos.
La cruz de Cristo no tiene otro sentido que el de abrir el paso
a este retorno. Y la vida cristiana, la vida monástica donde ella se
decanta y se desprende de todos los movimientos parasitarios que le
disminuyen o le turban este impulso, está totalmente ocupada en
introducirse en este paso. No apunta sino a cumplir con esta
recapitulación donde el universo debe ser llevado por la misma
recapitulación de la Trinidad en el Padre.
Además, hay que agregar, al término de estos desarrollos
progresivos que despliegan y multiplican de un plano al otro el mismo
tema, lo que hace la misteriosa unidad. La teología tomista de las
misiones divinas muestra luminosamente cómo, por una persona de
la Santísima Trinidad, ser enviado por el Padre a las creaturas y
proceder eternamente de Él no son sino una sola cosa. La misión del
Hijo como Redentor del mundo, como aglutinante de la creación
disgregada por el pecado, reconciliador del hombre con Dios, nos
parece que es otra cosa que su generación eterna. En efecto, en la
verdad última de las cosas, se trata allí de una sola y misma realidad.
Desde toda la eternidad, engendrando a su Hijo, por el mismo acto
por el que lo engendra, el Padre lo destina a la Cruz. Más aún, para
Dios, para quien el tiempo no existe, el Hijo eterno, naciendo del seno

122
Ver nota 87 (NT)
128
del Padre, produce, como incluido en su propio nacimiento eterno, la
generación de la creatura nueva. Ésta nace en el tiempo a la Gloria
participada del Único, por la Cruz a la cual, eternamente, se entrega.
Pero por sí mismo, no es sino un solo y mismo acto recibir la gloria
heredada del Padre eterno y darla a los múltiples hermanos entre los
cuales él es el primogénito.
De modo semejante, la misión del Espíritu Santo en los
corazones que él fusiona con el Corazón sagrado del Hijo hecho
hombre es sustancialmente una con su procesión intemporal. Su
producción eterna como Don del amor del Padre, posándose sobre el
Hijo y remontando al Padre, envuelve en ella su procesión temporal.
En este flujo y reflujo de amor por el cual el Hijo está unido al Padre y
todo se consuma eternamente en Aquél de quien todo emana
eternamente, la expansión del amor divino a las creaturas y el retorno
final que ellas le hacen están como sumergidas. Pero esta
participación nada agrega que no fuese desde toda la eternidad.
Toda vida, toda luz no es, pues, sino la luz de esta gloria
personal del Padre que es su Hijo y la vida de este Amor personal del
Padre y del Hijo que es el Espíritu. El mundo, la historia sólo están
llenos de lo que llena la eternidad: ese movimiento inmutable que, en
las otras dos personas, desciende del Padre y sube allí. Abyssus
abyssum invocat in voce cataractarum tuarum!... 123
Si todo esto es verdad, si incluso se tratara, como decimos, de
la verdad suprema a la cual todo el cristianismo está suspendido, se
verá pronto la consecuencia. Hay que saber que una religión donde la
mirada se detiene y descansa antes de llegar a la fuente primera, al
último término que es el Padre invisible, permanecerá como un
cristianismo incompleto. Digamos más: mientras no lleguemos a eso,
nos faltará lo esencial.
Formas modernas de espiritualidad, prisioneras de lo que hay
de sensible y, por tanto, de puramente humano en el Evangelio,
correrían el riesgo de hacérnoslo olvidar. Pero ellas nos harían al
mismo tiempo desconocer el sentido de la encarnación, la

123
Sal.42(41),8: Abismo que llama al abismo, en el fragor de tus cataratas (NT)
129
justificación de lo que hay efectivamente de humano y, por tanto, de
sensible, en la religión de Jesucristo.
No temamos en decirlo: sería una falsa adoración de Jesús
aquella que, primero, no viese en él y no adorara sino sólo al hombre
nuestro hermano y que, por consiguiente sería incapaz, por el Hijo,
elevarse hasta el Padre. Decir esto, lejos de no quitar nada al amor y
a la veneración sin límite que debe suscitar la santa humanidad del
Salvador, da a esta veneración, a este amor, aquello sin lo cual estos
sentimientos perderían su sentido. Nadie ha amado más y mejor a
Jesús que san Bernardo, y con un amor más humano. Pero nadie nos
ha cuidadosamente prevenido contra la tendencia de mantenerse en
aquello que él no teme llamar un amor carnal del Salvador.
En efecto, no podremos amar, adorar como debería ser, la
humanidad de Jesús sino sólo conociéndolo “según el Espíritu” y no
“según la carne”. Dicho de otro modo, la mirada que debemos tener
de esta humanidad para venerarla como se debe es la mirada de la
fe. Es la mirada que nunca ve esta humanidad como si subsistiese en
sí misma sino siempre como subsistiendo en la persona del Hijo
eterno. Pero esta persona, a su vez, permanece desconocida para
nosotros tanto tiempo como que su subsistencia, precisamente, no
es reconocida como la de una relación, la de una referencia viva con
el Padre.
En una palabra, el cristianismo no puede ser reducido a lo que
se ha llamado un “Jesuanismo”: una adoración de Jesús que impediría
ver a Cristo, es decir al Ungido del Padre, y que de pronto se lo
destronaría pretendiendo honrarlo. Como el Hijo en su humanidad es
el perfecto adorador del Padre, y en su divinidad es sólo referencia al
Padre, no se lo puede adorar – y no como un simple ídolo de nuestra
imaginación – sin apuntar a su divinidad a través de su humanidad, y
por su propia persona divina, elevarnos a la del Padre.
“Adorar al Padre”, tal es el sentido último de este culto en
Espíritu y en Verdad que aquél que es la Verdad misma de Dios ha
venido a establecer sobre la tierra. Pero al Padre ¿no se le podría
aplicar, quizás, al igual que al Espíritu, la palabra de san Pablo sobre
“el Dios desconocido”? En la medida en que pensemos en eso, su

130
figura ¿no es para nosotros una de las más deterioradas por una
imaginación religiosa insípida?
El Padre no es el “Dios Bueno” de la gente buena, esta pálida
divinidad antropomórfica, concebida simplemente como una
inagotable fuente de una insípida benignidad. El padre es el misterio
abismal sobre el cual desemboca la fe y donde ella se pierde, como
en el océano de la divinidad. El Padre, dice magníficamente san
Ireneo, es el Dios invisible. Como es la fuente de todo lo que es, y de
la divinidad misma, no se lo puede alcanzar directamente. Él envía
hacia nosotros a las otras personas divinas. Nos abraza por el Hijo y el
Espíritu como por sus dos sagradas manos, infinitamente santas y
venerables. Pero a él mismo, nadie lo podría enviar. Él es el Principio.
Nadie lo podría ver si no el Hijo en quien él se revela a nosotros como
se ha revelado a sí mismo.
A él se aplican las expresiones litúrgicas de una infinita
majestad: Domine Sancte, Pater omnipotens, æterne Deus. Él es el
Señor Santo, el Padre todopoderoso, el Dios eterno. Al Hijo y al
Espíritu, sin duda, convienen también estas expresiones, pero en
tanto que se refieran a Él. A Él ellas pertenecen absolutamente. Por
más categóricas que sean la Sagrada Escritura, la tradición antigua, la
liturgia sobre la plena y real divinidad de Jesús y del Paracleto, cuando
dice “Dios” sin más es siempre del Padre de quien se trata. Es a Él que
se elevan todas las doxologías, por el Hijo en el Espíritu Santo. Él es el
propiamente el Dios que permanece en una luz inaccesible.
A Él se aplican en un sentido supereminente los términos
Fuente, Origen, Raíz, tanto para la divinidad como para todo lo que
de ella procede. Elevándonos a Él nos sumergimos en lo inefable.
Llegándonos a Él, superamos todo lo que espíritu puede concebir. No
sólo todas nuestras imaginaciones, sino todos nuestros conceptos se
desvanecen aproximándonos a Él. En Él se abren estas profundidades
sin fondo de lo que Eckhart llamaba la “Deidad”, trascendente a todo
lo que podemos decir o pensar de Dios, sea usando las palabras, los
símbolos, las verdades más altas de la revelación. No nos queda más
que el grito de los serafines que cantan sin cesar velándose el rostro:
“Santo, Santo, Santo…”

131
Sin embargo no es menos esencial sostener que este
Inexpresable es el mismo Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Es este
mismo Inefable el que encontramos, o más bien el que viene a
nosotros, en la expansión del amor eterno que es la Trinidad, en el
reflejo de este mismo amor que es la creación y la redención. Llamar
a Dios Padre, decir que el Padre es Dios absolutamente, quiere decir
que toda la inmensidad confusa y abrumadora, por un lado, y esta
comunicación de una infinita generosidad que la revelación nos
descubre, por otro lado, son una misma cosa. Allí está propiamente
el misterio. Este consiste en la identificación perfecta, que no
podemos entender pero que hay que creer antes de contemplarla
eternamente en el seno de la gloria divina, entre el Absoluto y el
Amor. La Realidad que supera toda calificación, y la generosidad sin
límite del Ágape, viene a tomarnos a nosotros mismos, nuestra nada,
por objeto, en Cristo. Adorar a Dios como el Padre, es descubrir en
una viva intuición que no son allí dos cosas sino una misma cosa, o
más bien alguien, Yahvé, el Dios vivo, el Padre de Cristo, nuestro
Padre.
No se ha captado el centro y el nudo vital de la fe sino cuando
se ha captado esto. Pues al igual que no se ha comprendido algo de
Dios a tal punto que no se ha comprendido de que él es amor, no se
ha comprendido nada del amor divino que nos revela el evangelio a
tal punto que no se ha percibido, en el claroscuro de la fe, que este
amor es uno con la grandeza, la pureza, la santidad terrible de Yahvé.
Y esto es precisamente la revelación del Padre: el Absoluto vivificado
por el Amor, el Amor magnificado por el Absoluto.
Nos engañamos a nosotros mismos cuando nos parece que el
nombre de padre cubre solamente la noción que podemos
humanamente hacernos del amor divino, abstracción hecha de toda
evocación de su grandeza, de su elevación infinita por encima de los
mortales. La palabra padre, en toda la riqueza de sus asociaciones
antiguas, era más propiamente religiosa. El padre, para los mismos
antiguos latinos, no era solamente “genitor”, aquel que está cerca
nuestro pues sabe de qué somos hechos. El padre era igual e
inseparablemente la epifanía numinosa, la manifestación augusta en

132
la humanidad del poder divino. Los reyes eran padres, y los dioses
más grandes lo eran también en el sentido de que eran personas
sagradas.
Por más lejos que el cristianismo, rescatando de la paternidad
divina la idea de un inmenso amor por los hombres, haya evacuado
estas asociaciones fundamentales del nombre de Padre, ha
desarrollado los armónicos más allá de todo límite. Pues el hecho
mismo de que Aquél “que mora en una luz inaccesible” haya “amado
tanto al mundo que le dio a su Hijo único para que aquél que crea en
él no perezca sino que tenga la vida eterna”, es el hecho de esta
conjunción inaudita, impensable para el hombre natural, que
constituye propiamente la gran revelación del Amor que es al mismo
tiempo la gran revelación de Dios. En efecto, la medida sola del Ágape
puede causar el hecho de que sea el Soberano, el Puro, el Inaccesible
el que ame y nos ame hasta ese punto.
A decir verdad - según la mordaz palabra de Huxley, dicha por
otra parte detrás de una sonrisa - cuando decimos que Dios es Padre,
estamos muy inclinados a pensar en que él es solamente un abuelo.
Es decir, queremos retener de él sólo la bondad creyendo que la
engrandecemos vaciándola de toda exigencia. Pero ya en el plano
humano, el verdadero amor, el amor verdaderamente viril y creador
no es el que consiente a todo sino más bien aquel que exige tanto
cuanto da. Es el amor del padre porque educa, y no el del abuelo que
malcría. Con mucha más razón, Dios no puede ser Amor, en un
sentido que no sea al final ridículo, si primero Dios no es Dios.
De este modo, la grandeza del Amor del Padre que el Hijo nos
ha revelado y que el Espíritu ha derramado en nuestros corazones es
tal solo porque no abaja en absoluto al Padre sino al contrario, ella
nos eleva hasta Él.
El Padre, en efecto, ha manifestado su amor por nosotros
enviándonos dos paracletos para buscarnos, para encontrarnos y
llevarnos a Él. Este título de Paracleto, que Cristo se ha atribuido a sí
mismo antes de remitirlo al Espíritu, nos esclarece admirablemente
sobre el misterio de nuestra adopción, es decir, de la extensión hasta
nosotros de la paternidad divina.

133
La traducción habitual que se nos da la empobrece mucho. El
término inglés “Comforter” (consolador), que supone la idea general
de una infusión de fuerzas, superando la simple “consolación”, la
sanación de las fuerzas mortecinas, es mejor pero aún insuficiente. El
Paracleto, a decir verdad, juega un doble rol que, por otra parte, es
indivisible. A modo de abogado, que al mismo tiempo que es el
consejero y como el tutor de su parte, la sostiene, anima y reconforta,
la representa eficazmente cerca del juez o del soberano. De este
modo, con el poder dado por éste, provisto de una autoridad que
emana de la suya, eleva hasta él a aquellos a los que ha sido enviado.
Es en este sentido que “tenemos un Paracleto cerca del
Padre, Jesucristo, el justo, que es la propiciación por nuestros
pecados, y no sólo por los nuestros sino por los del mundo entero”124.
Lo que expresa tal declaración es que, a pesar de todo lo que podía
prevenir nuestro acceso cerca del Padre, en aquél mismo que él había
enviado a nosotros y que había elevado hacia él, todas las barreras
han sido rotas, toda distancia abolida. Por esto es que este mismo
Padre del cual tenemos en adelante nuestro primer Paracleto,
“siempre vivo para interceder en nuestro favor”, ha enviado a
nuestros corazones “al otro Paracleto”.
Pero el Espíritu, este “otro Paracleto” que el Padre nos ha
enviado a pedido del primero, a nuestro propio corazón donde el
reside, no hace sino consolarnos y “confortarnos”. Al mismo tiempo
que “da testimonio en nuestro mismo espíritu de que somos hijos de
Dios, coherederos de Cristo”, él “intercede por nosotros con gemidos
inefables”. Pues, como lo explica el apóstol, nosotros no sabemos lo
que hay que pedir. Pero es el Espíritu en nosotros el que hace que
podamos entrar en el misterio supremo y gritar a Dios “Abba”, es
decir “Padre”, colocando en esta sola palabra toda la oración de la fe
que nos asimila al único amado, y hace de su herencia celestial
nuestro propio patrimonio125.
El misterio, al fin de cuentas, es éste: que el Padre del Único
lo haya hecho “el primogénito entre muchos hermanos”. No sólo lo

124
1Jn.2,1
125
Cf. todo el capítulo 8 de la Carta a los Romanos.
134
ha querido desde toda la eternidad “primogénito de toda la creación”
llamada a difundir a través del infinito de la nada la infinita plenitud
del Único, sino que ha querido además, al fin de los tiempos, que
apareciese como “el primogénito de entre los muertos”. Esto significa
que “suscitando de entre los muertos al gran pastor de las ovejas” ha
querido conferir la gracia de la adopción al mismo mundo sacado del
pecado.
Habiéndonos purificado del pecado en su misma sangre, el
Hijo único, exaltado de la tierra, sube así hacia el cielo, llevando
consigo a muchos pródigos. En él es el mismo Padre el que descendió
a ellos sin abandonar el trono celestial. En él además subimos al
Padre, hasta la casa paterna, hasta el seno paterno donde nos recoge
el abrazo doloroso de los brazos extendidos sobre la Cruz. Cristo,
descendido hasta nosotros por la carne tomada de la Virgen, nos lleva
al Padre “a través del velo de su carne”, por la Cruz. De Verbo eterno,
alabanza divina del Padre de eternidad, se ha hecho, en el tiempo, el
sumo sacerdote de la humanidad. Aparece como el autor y el
consumador de la eucaristía cruenta por la cual la creatura misma, a
pesar del pecado, puede acceder al resplandor incorruptible de la
gloria divina. Lejos de celarnos, el Único permanece así por nosotros,
los innumerables pródigos, como lo muestra la Carta a los Hebreos,
como nuestro intercesor y nuestro Precursor cerca del Padre. Es con
esta actitud y esta función, presagiando, preparando y ya
consumando nuestro encuentro con el Padre, cómo él está en
adelante en el santuario celestial donde lo seguimos por la fe.
Sobre la tierra, la eucaristía que celebramos se une a su único
sacrificio, ofrecido perpetuamente sobre el altar celestial. No es otra
cosa que nuestra presentación al Padre, que nuestra propia ascensión
hacia el Padre, en Cristo, por su Cruz. Es ahí donde se revela desde
ahora que en Jesucristo no sólo somos llamados hijos de Dios sino que
lo somos. Celebrándola, asimilados, incorporados a Cristo por el
Espíritu, adoramos al Padre, vamos al Padre, vivimos, como el Hijo,
Ad Patrem.

135
Si, finalmente, el monje realiza la plenitud de la vida cristiana
es porque realiza la plenitud de la adopción. En efecto, deviene
plenamente hijo del Padre celestial porque ha abandonado
plenamente los cuidados y las inquietudes de la tierra. Habiendo
cesado de obrar por el único alimento corruptible, de ahora en más
“el mismo Padre celestial lo alimenta”. Su pobreza es la condición de
su anexión a la herencia de Cristo. Dejó de ser esclavo en el reino de
Mammon, para ser hijo del rey en el reino de los Cielos.
Pero sobre todo ha escuchado el llamado “Sed perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto”. Renunciando a la vida
dividida entre la tierra y el cielo soltando los lazos que lo ataban a la
tierra, se ha dejado llevar por el Hijo elevándose en las alturas hacia
ese santuario y esa morada donde Él mismo fue para prepararnos allí
un lugar.
Pues el monje no es otra cosa que este “peregrino”, este
“viajero” que estaba en busca de la “patria celestial”. En la gran nube
de testigos de la fe, entre los cuales está Abrahán, que “creyó en Dios
y fue justificado”, él es el último con el cual toda su cohorte entra en
fin en el gran descanso, el definitivo Sabbat donde los Patriarcas no
habían podido entrar antes de nosotros. Él también ha oído y
escuchado fielmente el llamado: “Deja tu patria, la casa de tu padre y
ve al país que te daré”. Él es el hijo de esta Madre que ha olvidado sus
propios padres terrenales, pero que se halla Madre de los mismos
hijos de Dios. En fin, reconoce que esta Madre no es más ninguna
Jerusalén terrenal, manchada por el lodo del pecado, sino la Ciudad
Santa, la Jerusalén de lo alto, “la que desciende de Dios, adornada
como una Esposa es adornada por su Esposo”. Lavada en el agua
bautismal, sin mancha ni arruga de vejez debida al pecado, sumergida
en la fuente eterna, inmaculada, descendida como Madre en la
Virgen, sube ella misma como Esposa en la Iglesia. Revestida de la
misma luz de Dios y del Cordero, se eleva del desierto de la vida
monástica como una columna de incienso, en el “iubilus” de los
Alleluia. Con ella, la fe de Abrahán penetra en fin en los cielos.

136
La búsqueda de la humanidad entera no termina sino con el
monje, con el cristiano que no tiene aquí abajo ciudad permanente
sino que espera aquella cuyos fundamentos son eternos. Buscando a
Dios, y sólo a Dios, como lo hace, encuentra en Cristo la plenitud
radiante de la cual los demás se habían oscuramente acercado como
a tientas. La fuente, en él, ha surgido y murmura en el corazón “Ven
al Padre”. No teniendo más amor por las cosas terrenales, puesto que
su Eros, su amor terrenal, ha sido crucificado, el Amor divino, el
Ágape, lo lleva y lo arrebata in sinu Patris.

137
SEGUNDA PARTE

PRÁCTICA

138
CAPÍTULO I

DESAPEGO Y DESPOJO

La vida monástica está dominada por la visión de un fin a


alcanzar que le da todo su sentido: la búsqueda de Dios, de Dios tal
como se nos revela a nosotros como buscándonos Él mismo, en su
Palabra, en el Evangelio de Jesucristo.
Pero el esfuerzo suscitado por esta visión se inscribe en las
líneas de una realidad más concreta. Supone la toma de conciencia
de todo el condicionamiento humano, de la humanidad tal como es,
de hecho, en el presente. Sin la visión de fe esta toma de conciencia
sería solamente desesperante. Suponiendo que a pesar de todo
pudiese suscitar una ascesis (como por ejemplo lo muestra el
budismo), esta ascesis sería sin alma. Inversamente, a falta de
conjugar la contemplación de las grandes realidades de la fe con una
percepción lúcida del estado presente del hombre, la mística que
anima la ascesis sería una pura mirada del espíritu. Si se ha entendido
cuán vital es esta mística que compromete al ser por entero, se
entenderá también que permanecer ahí sería un sinsentido mortal.

139
Por otra parte hay que ver que la práctica monástica no tiene
que yuxtaponerse desde fuera a la teoría. Ella deriva a causa de lo que
acabamos de decir, a causa del carácter vital de esta teoría. El punto
donde la práctica surge por sí misma de la teoría es también el punto
central de esta última. Hemos tocado esto en nuestro estudio
intitulado Mort et vie nouvelle (Muerte y vida nueva). Todo se
contiene en esta palabra en la que nos hemos esforzado en retomarla
bajo todos sus aspectos: “Nadie puede ver a Dios sin morir”. El monje
es el hombre que quiere ver a Dios porque Dios mismo lo ha llamado
a eso. Pero es también, como hemos dicho, aquél que ha reconocido
que no podrá encontrarlo sino en el abrazo ensangrentado de la cruz.
Fuera del reconocimiento de este hecho, su deseo estaría desprovisto
de todo realismo. Desconocería lo que somos, que estamos llamados
a tan alto. En consecuencia, no se podría encontrar el camino que
lleva de nuestra bajeza natural a esta sobrenatural elevación.
Este camino, una vez más, es el via crucis. Es porque lo sabe,
que el monje es monje. El estudio de la práctica monástica será
entonces un estudio de la forma concreta que debe revestir la
aplicación de la palabra del Salvador: “El que quiera ser mi discípulo,
que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga”.

De hecho, si abordamos la vida monástica por el exterior de


su práctica, por el detalle de sus prácticas, lo primero que nos
impactaría sería el desapego y el despojo. El monje es alguien que
renuncia, que se renuncia a sí mismo. Precisamente se distingue de
los demás porque abandona la vida de los demás.
Sin embargo, allí se distingue de pronto la importancia
propiamente inicial, fundamental de la teoría: cualquiera fuese la
importancia, en sí misma, capital del desapego en la vida del monje,
este desapego por sí mismo, hecha la abstracción de lo que lo motiva,
sería totalmente ineficaz. Perseguido por fuera del fin que debe ser el
suyo y que solo la teoría que hemos expuesto puede abastecerlo,

140
permanecería enteramente vano y podría fácilmente volverse
perjudicial dándose fines falaces entre los cuales el menos falaz sería
no tomarse a uno mismo como fin. Pues el monje no se renuncia ni
renuncia a nada por renunciar. Es decir, su renuncia no implica
ninguna condena. Sólo lo mueve una preferencia. En esto reside el
rasgo distintivo de toda ascesis cristiana. Sin este rasgo no hay
práctica ascética, de la más elemental a la más heroica, que pueda
sostener este calificativo.
El monje no condena a las creaturas a las cuales renuncia,
puesto que es por su Creador que él renuncia, es decir, por Aquél que
las ha hecho, y hecho de tal modo que ellas sean todas una imagen o
al menos un vestigio de él mismo. El monje no las abandona, pues,
porque las crea malas, al contrario, las abandona porque las sabe
buenas, pero aprendió a descubrir en esa bondad justamente la
imagen o el vestigio de la Bondad perfecta. Se puede decir que
habiendo escuchado a Dios hablarle por su misma creación, cuando
estaba tentado en detener su admiración en las cosas, éstas le dicen
al asceta cristiano: “¿Por qué me llamas bueno? Uno solo es bueno…”
Notemos cómo la idea cristiana de la ascesis está ligada a la
idea del sacrificio, a tal punto de ser indiscernible. Pues bien, no sería
un sacrificio deshacerse de objetos malos o dañosos. El valor del
sacrificio, al contrario, se mide evidentemente por el valor intrínseco
de lo que se sacrifica. Renunciar al pecado no es del todo hacer un
sacrificio. Las fórmulas modernas de devoción invadidas por el
sentimentalismo, corren el riesgo de abusar todo el tiempo
solicitándonos hacer el sacrificio a Dios de todas nuestras miserias y
de todas nuestras debilidades. A decir verdad, cuando se emplea tales
expresiones es reírse de las palabras. Es muy verdadero que el
hombre que sufre, que el hombre que está al borde de sus fuerzas
debe aprender a sacar de su mismo estado la materia de un sacrificio.
Pero el sacrificio no será de su sufrimiento ni de su agotamiento. Al
contrario, será de la fuerza, de la salud que podría tener o podría
recuperar, y que abandona a Dios si eso le place.
Otro modo de entender el sacrificio o la renuncia, vicia la
noción desde la base. No se sacrifica, no se renuncia sino como

141
homenaje, explícito en el caso del sacrificio, al menos implícito en el
caso de la renuncia, a la infinita bondad divina. Pero lo que la hace
reconocer, en uno u otro caso, por infinita, y por tanto divina, es el
hecho de que todos los otros valores, por más reales que sean,
aparecen como nulos en comparación. Uno se comporta con todos
ellos como si lo fueran de hecho, ante la mirada del Único que nos ha
captado enteramente y sin divisiones. Por consiguiente, desde el
instante en que el valor abandonado nos parece en sí mismo dudoso
o discutible, el homenaje lo es también. El Dios al que se sacrifica lo
que se cree malo puede parecernos relativamente mejor. No es más
el mejor absolutamente. Lo mismo es decir que no se lo considera
más verdaderamente, en acto, como siendo Dios. Sacrificio o
renuncia pierden de golpe toda envergadura propiamente religiosa.
Lejos que el verdadero desapego monástico pueda obtenerse
por un puro y simple desprecio del mundo, como harían creer
demasiados tratados ascéticos invadidos por esquemas de
pensamiento neoplatónicos, pues no hay renuncia monástica válida
que no esté precedida y como sostenida por una efectiva estima de
la creación.
Un gran Abad decía no hace mucho, cuando sospechaba de
un postulante que deseaba el claustro simplemente por miedo a la
vida: “Amigo ¿Usted nunca estuvo enamorado?”. Si el joven
candidato a la ascesis se apresuraba a responder: “¡Oh, no! ¡Jamás,
Padre!”, el Abad le replicaría irónicamente: “¿Cómo entonces usted
quiere amar al Creador si no es capaz de amar a una creatura?” Se
entiende que no hay nada en común entre este diálogo y la idea
romántica de Don Juan que se hace monje por desesperar de amor.
Al contrario, lejos de volverse hacia el Creador por no haber podido
gozar a gusto de la creatura, se trata de comprender que todo lo que
podría darnos o sacar de nosotros una creatura no es nada cuando el
Creador entra en juego.
El monje, ahora y siempre, es aquel que busca a Dios, ni más
ni menos. Él se aleja de todo simplemente para no ser retenido por
nada en su impulso, en su carrera hacia el Único. Es por esto que él se
alejará sobre todo, quizás, de lo que reconoce como lo más precioso.

142
Pues allí está lo que lo arriesgaría a detenerse, a inmovilizarse,
mientras que lo que él quiere es la liberación de todas las trabas. Sólo
tiende a sumergirse, a caer irrefrenablemente en el abismo infinito.
Cuando se ha comprendido esta primera verdad, no hay que
temer ir demasiado lejos en las exigencias de la ascesis. Y, de hecho,
hay que decir que lo que la ascesis cristiana nos pide no es sólo el
desapego, es el despojo. Hay, en efecto, un matiz entre estas dos
palabras que importa precisar. Este quiere decir que no se debe
renunciar sólo a las creaturas que nos rodean, sino que se debe
además renunciar a sí mismo.
Por otra parte, las dos están ligadas. Y es finalmente la
necesidad del despojo lo que explica la necesidad del desapego.
Porque hay que renunciar primeramente a sí mismo, es que hay que
renunciar al resto.
En efecto, cuando se dice lo que hemos dicho, de la esencial
bondad reconocida a todo lo que se renuncia por el creador en la
creación, se podría estar tentado de sorprenderse que haya que
renunciar a ello. Si todas las cosas no son, como lo hemos afirmado,
sino imágenes o vestigios de Dios, ¿no deberían ser naturalmente
todas transparentes entre Él y nosotros, entre nosotros y Él?
¿No deberíamos reunirlo todo a través de su obra y en sí
misma? ¿Por qué hay que apartarse de ella? ¿O por qué hay más bien
que atravesarla por una brecha heroica, pero que la hiere y nos mata
con ella? La razón está en el pecado. El pecado ha falseado nuestras
relaciones con la cosas falseando la actitud natural de nuestra alma,
de nuestro pensamiento y de nuestro querer, Encorvados sobre
nosotros mismos por la tendencia más profunda de nuestro ser, en
lugar de tender directamente a Dios, relacionamos todo a nosotros
en lugar de referir todo a Dios. Es por eso que para encontrarlo,
importa despojarnos de nosotros. Y para despojarnos de nosotros
tenemos que finalmente desapegarnos de todo, - de todo lo que
siendo finito, puede ser poseído por nosotros, - para encontrar en fin
al único Infinito que no podemos acaparar por nuestro egoísmo, el
único que no se puede encontrar sino dándose a él.

143
Las cosas no harían una pantalla entre nosotros y Dios, las
creaturas no nos disimularían al creador en lugar de anunciárnoslo, si
de nuestra parte no hubiera una tendencia a reflejarnos en ellas, en
lugar de encontrar en ellas su modelo y el nuestro, nosotros que
fuimos hechos directamente a imagen del creador. Y es por esto que
los desapegos más heroicos no nos servirían de nada sin el despojo.
Si, privados de todo, permaneciéramos dueños y señores de nosotros
mismos sobre las ruinas del universo exterior, nuestro orgullo,
nuestro pecado dicho de otro modo, llegaría simplemente a su colmo.
Se habría vuelto propiamente satánico. Pero, como naturalmente,
nuestro ser personal está tan ligado al del mundo al cual por nuestro
cuerpo nos sumergimos con todas nuestras fibras vivas, el despojo de
nuestro yo egoísta se hará conjuntamente con el desapego del
mundo, de ese mundo que tan fácilmente nos colma, colma nuestro
deseo de referir todo a nosotros.
Todo esto nos advierte la profundidad a la cual debe enfocar
el esfuerzo de la renuncia ascética. Para ser libre en la búsqueda de
Dios, el monje debe desapegarse, despojarse. Pero no se trata para
él, se ve, de salvaguardar su libertad. Se trata de conquistarla. No sólo
debe cuidar apegar su corazón a lo que podría encontrar a lo largo de
la vida que lo lleve al Único, sino que, desde el punto de partida, tiene
que desapegarlo, desapegarlo de sí mismo, que es el más difícil de los
desapegos, pues supone propiamente hablando de una división que
corta en carne viva. Hay que literalmente partirse en dos, cortar esta
ligadura que nuestro hábito inveterado, mejor dicho: que nuestra
herencia moral y espiritual ha establecido entre nuestro yo amante y
nuestro yo amado. Hay que enderezar el camino encorvado que, a
través de las cosas, nos lleva de nosotros a nosotros, para que venga
en fin a conducirnos de nosotros a Dios. Mientras tanto, una vez más,
esto no puede hacerse, no sólo sin una brecha a través del mundo,
sino con un desgarrón esencial de nosotros mismos, de nuestro
corazón fijado en la crispación sobre sí mismo.
Y, siempre, debemos recordar que todo el esfuerzo en este
sentido no serviría de nada: peor aún, se volvería perjudicial si,
olvidando que se trata de redescubrir el infinito valor de Dios, tornase

144
a negar el nuestro o el del mundo. Se trata de perder todo en cuanto
nuestro, en cuanto más bien poseído –en el fuerte sentido de la
palabra- por la potencia mortal del egoísmo y del orgullo, para
encontrar todo al servicio del poder vivificante del Amor.

El monje renuncia a la propiedad. Es decir que él abandona la


posesión de los bienes materiales. Ninguna creatura puede ser suya,
tampoco ninguno de los objetos de la industria humana.
Los demás hombres se fatigan y se esfuerzan por adquirir su
parte en la obra divina. Ellos mismos obran no sólo para labrarse un
dominio que sea el suyo, sino para marcar allí como el sello de su
posesión, incorporando algo de su inteligencia y de su corazón. El
monje se fatigará más que todos, pero sin esperar ninguna
recompensa en este orden. No sólo él renuncia a toda idea de hacer
suya una porción cualquiera de la creación sino que él se prohíbe de
no atribuirse nada incluso de aquello a lo que podría imprimir el signo
tangible de su trabajo. Sus manos se rehúsan a tomar nada de lo que
pasa delante de él. Incluso no retendrán más de lo que ellas mismas
hubieran podido hacer, impregnando lo mejor de su alma.
Lejos, sin embargo, de despreciar nada de este mundo donde
Dios ha colocado al hombre, como planta de elección en el jardín que
las manos divinas han plantado, el monje reconoce allí por doquier la
impronta de estas manos sagradas. ¿Cómo se podría estar tentado de
despreciar estas cosas de las que él se desapega? La Palabra que
escucha le descubre, con una amplitud y una delicadeza innegables,
la poesía sobrenatural de la naturaleza entera y de cada uno de sus
elementos. La liturgia a la que él sirve los bendice y los consagra.
Suponiendo que él no fuese por sí mismo sensible al perfume de Dios
que permanece en todas sus obras, el cosmos litúrgico y bíblico donde
él se mueve lo penetraría con una todopoderosa suavidad. La poesía
cósmica de un Claudel y su optimismo exultante no es sino un reflejo
o un fluir de la alegría espiritual con la cual el salterio nombra y evoca

145
cada creatura para sacar de ella la alabanza al creador. En la medida
en que el monje participa en Cristo de la pureza restaurada de la
creación primitiva, redescubre la belleza de cada cosa
redescubriendo que no es sino una huella de Dios. Esto no impide que
en esta belleza no pueda más detener y fijar su mirada, tampoco que
lo que es el sostén le pueda ofrecer ninguna instalación, ningún
reposo que él acepte. Lo que él quiere es la fuente de vida y no los
canales por los cuales esta vida se derrama hasta él. Le parece que en
adelante detenerse en estos canales sería lo mismo que obstruirlos o
atascarlos. No es que no pueda amar todo lo que tocan sus manos,
todo lo que ven sus ojos, no se trata de que no lo ame, sino de que su
amor no desee estos bienes más que lo que ellos mismos son y no
pueda poseerlos.
Para él, el trabajo, por el cual Dios, de alguna manera, acaba
su propia obra a través del hombre, ha retomado, diríamos, la
plenitud de su sentido redentor. Pero las obras hijas de sus manos, no
mucho más que la obra fraterna del universo prehumano, no pueden
inmovilizarlo. El trabajo más personal que él pueda brindar en este
mundo, aquel que le demandaría lo mejor de lo que tiene de sí, no
apunta a ninguna apropiación del mundo. No tiende más que a
quebrar la costra, la caparazón cuya presencia en este mundo
tendería a envolverlo, para restaurar a las cosas, donde él mismo se
prolonga, la fluidez a través de la cual él mismo pasará hacia Dios. Su
trabajo no es la edificación de una morada, ni tampoco una tienda
pasajera, sino la brecha de una ruta, sin cesar amenazada de
obstrucción, por la cual él debe escaparse hasta el único lugar que lo
puede recobrar: lo Eterno.
El monje renuncia a la familia. En la castidad perfecta, en
efecto, no es sólo que renuncia a los más atrapantes gozos de la
tierra, es más aún, es a la sociedad que es sin embargo la imagen
misma de la sociedad celestial. En la unión del hombre y de la mujer,
su fe le muestra la imagen predestinada de la unión de Cristo y de la
Iglesia. En la vida familiar, y más precisamente en la paternidad, él
abandona la imagen misma de la paternidad divina, fuente de la vida
trinitaria.

146
Es que él no quiere la imagen sino la sustancia. No es que él
desconozca la belleza, la santidad que hay en la fecunda unión de los
cuerpos donde los corazones se entregan y se multiplican. Lo que él
teme es que esta belleza, que esta santidad participada lo retengan
de acceder prontamente, de acceder enteramente a la plenitud que
ellas evocan. Lo que él quiere es que Cristo y sólo Cristo viva en él,
para que Dios sea todo desde ahora en todo.
Finalmente, el monje renuncia a sí mismo. La obediencia lo
despoja de su propio yo. Sin embargo él sabe mejor que nadie, él que
ha oído y escuchado el llamado de Dios, que ese yo es querido por
Dios, amado por Dios como si él fuera único e irremplazable. Él sabe
que nada, que ninguna creatura de la tierra, ni de los infiernos, ni
celestial, podría separarlo del amor con el que Dios lo ama en
Jesucristo. Sabe que es por él que Jesucristo se entregó, que es a él a
quien ha amado como si hubiese sido el único en el universo. “He
derramado esta gota de mi sangre por ti…”
Pero no quiere que ese yo, bajo su forma actual y pasajera,
pueda interponerse ante “lo que seremos” y “que no ha sido aún
manifestado”. Más allá de su yo presente, él apunta a encontrar la
idea que Dios se ha hecho de él desde toda la eternidad, tal como Él
la tiene en sí mismo. Cerca de este ideal que Dios tiene sobre él, toda
la realidad de su yo terrenal y sensible empalidece y desvanece como
una estrella en el día.
En todas sus renuncias, el monje no tiende pues sino a la
plenitud. Sabe que lo que abandona no es malo; sabe, al contrario,
que es todo lo que Dios ha llamado “bueno” después de haberlo
hecho con sus propias manos. Pero es la Bondad misma del Creador
lo que él busca. Él no rehúye de las creaturas sino lo parcial y pasajero,
para alcanzar lo total e inmutable. No es por miedo o por disgusto de
vivir que deja este mundo. Es porque todo lo que es atractivo en la
vida ha despertado en él una atracción por una vida más alta.
Más exactamente, no es por un bien sin límite que él
abandona un bien limitado. Es por Alguien, por Aquel de quien todos
los seres, todas las demás personas, la suya propia que está en el
origen de todo lo que ha hecho, de todo lo que es, en adelante le

147
hablen. Y no puede soportar que nada ni nadie, ni su misma persona,
le escondan al mismo tiempo a este Único que le revela todo eso.

De lo que precede, debe seguirse que la única significación de


las renuncias que está en la base de la vida monástica, es escapar a
todo lo que anquilosa, a todo lo que pueda inmovilizar al alma en su
búsqueda de Dios. De ahí resulta que tan pronto los abandonos
incluidos en los votos monásticos no tengan ningún valor si no
permanecen perpetuamente actuales. Se vuelven una pura vanidad
si la práctica vuelve a ligar los lazos cortados al comienzo.
Es ahí donde nos apunta la rutina, inseparable del
establecimiento en la vida monástica como en un estado estable y
permanente. ¿De qué nos serviría haber dejado todo si, en detalle,
retomamos de hecho lo que hemos dejado una vez?
Sin embargo, esa condición humana que es la nuestra, antes
como después de la profesión monástica, nos mantiene en una
constante tentación de llegar allí. Si estamos muertos en principio a
este mundo, permanecemos en este mundo, antes como después,
hacemos uso de este mundo, frecuentamos siempre a los hijos de
este mundo, y aún menos podemos escaparnos de nosotros mismos.
La vida aquí abajo no puede proseguirse sin una cierta
apropiación de hecho de los objetos, sea cual fuere su legitimidad.
Todo lo que tenemos en adelante a nuestra disposición, fuese un
estilete o tabletas, nos dice san Benito, no es más nuestro y no debe
ser considerado por nosotros ni por nadie como siendo nuestro. Esto
no impide que lo usemos, y que no podamos usarlo de modo
sustancialmente diferente del uso que le daría un auténtico
poseedor. De ahí la amenaza permanente, el riesgo inevitable de lo
que san Benito llama el vicio de la propiedad. En nuestro
comportamiento exterior, y sobre todo quizás interior, la tendencia
es tan fuerte a hacer uso de los que no es más nuestro, puesto que ya
más nada es nuestro, como si algo lo fuera todavía.

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Los libros que están a nuestra disposición, los objetos
familiares de los que nos servimos, la misma obediencia que nos ha
sido confiada, con los instrumentos que ella supone, tantas otras
ocasiones de rehacernos en acto la mentalidad de propietarios de la
que nos hemos virtualmente despojado una vez para siempre.
Agreguemos que el riesgo es demasiado real, menos numerosos y
más pobres son los objetos que detentamos, más nos atamos a ellos
con más fuerza que la gente en el mundo, distraída por la multitud y
la diversidad de sus bienes, no se vuelcan quizás sobre sus propias
riquezas. Si no estamos sin cesar en alerta y siempre en defensa
contra este peligro, nuestra profesión monástica no es más que un
señuelo. Incluso puede volverse una trampa más bien lamentable,
por su sutileza, que el atractivo de las posesiones mundanas.
¿De qué le serviría a uno mismo haber fingido dejarlo todo si
nuestra atadura debía ser al fin de cuentas simplemente exacerbada
por la rareza y la precariedad de nuestras conquistas sobre el mundo?
Lo mismo, no podemos huir de toda sociedad terrenal. El
monasterio, para nosotros, en un sentido, remplaza necesariamente
a la familia. Es inevitable también que los afectos, las simpatías
espontáneas correspondan más o menos a lo que hubieran sido los
movimientos de nuestro corazón en la sociedad familiar. Pero si todo
eso no está dominado, si la tendencia jamás apagada da libre curso
de particularizar estrechamente nuestra vida en una camaradería
terrenal, fuese ésta la más depurada de las amistades ¿de qué nos
serviría entonces haber renunciado al matrimonio y a los lazos
paternos? Y suponiendo que nada de todo eso nos amenaza, si
nuestra adhesión a la sociedad monástica misma, en su conjunto, se
naturaliza, si esta sociedad se vuelve nuestro verdadero hogar y
nuestro descanso, y no solamente la conjunción dinámica de
esfuerzos comúnmente orientados sobre la “Jerusalén de arriba,
nuestra única madre”, ¿de qué nos serviría haber entrado en esta
milicia?
Ella debería ayudarnos a caminar sin tregua, y vemos que nos
inmoviliza. Desde el instante en que pensamos en la comunidad
cenobítica, en su establecimiento, en sus trabajos temporales, en sus

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fines particulares y limitados, del mismo modo que un padre de
familia pensaría lo concerniente a los suyos, nuestra entrada al
monasterio ha perdido todo su sentido.
Esta estrechez, este endurecimiento de nuestra mirada sobre
la vida monástica es una tendencia demasiado natural para que jamás
se la pueda vencer. Si uno se abandona a ella, se ha matado por eso
la justificación de esta vida. Si nosotros mismos carnalizamos a la
institución que debería espiritualizarnos, ¿qué podemos esperar
todavía de ella?
Tengamos en cuenta que la instalación en un hogar terrenal,
por la vía del matrimonio, a pesar del riesgo que comporta en ella
toda la inercia, es santa por sí misma y medio de santificación, aunque
éste sea indirecto. Pero la instalación en esta paradójica sociedad que
es el cenobio monástico es un puro sinsentido. Pues esta sociedad
sólo existe para ayudarnos, por el impulso de la comunidad, a no
instalarnos del todo.
Incluso hasta la obediencia puede volverse una trampa en
una atmósfera invadida por la rutina. Una confianza totalmente
humana en un superior, librándonos del esfuerzo, a menudo doloroso
y probado, que pide cualquier responsabilidad, no nos da a cambio la
liberación de nuestro yo egoísta. Nos libera de sus preocupaciones
pero no de su misma instalación. Puede al contrario llegar a facilitarla
si se espera poco de la cosa. Cuando se interpreta la obediencia
misma como una simple descarga de responsabilidades, como sucede
con cualquier hábito simplemente bien montado de obedecer algo en
concreto, el camino que conduce a ello es fácil y rápido.
Sin ir más lejos, como nuestro yo es astuto para obedecer
materialmente arreglándose, adaptándose superficialmente a las
exigencias, vamos incluso a su encuentro, pero de tal modo que no
tengamos tanta prontitud en obedecer que porque, prácticamente,
no hay modo de prescribirnos otra cosa sino lo que deseamos. Por
más advertida que esté la autoridad de un superior en sus
prescripciones, cuando se encuentra ante un alma dotada de esta
falsa docilidad, tanto más peligrosa cuanto que será más ingenua,

150
más inconsciente de sí misma, el bien de la obediencia quedará
abortado.
Alguien que fue testigo, en el transcurso de la última guerra,
de la ocupación alemana en Bélgica y en Francia, observaba con
humor la reacción totalmente diferente de uno y otro pueblo ante las
órdenes terminantes del ocupante. Una orden cualquiera era
anunciada por una Kommandantur (Comandancia), las poblaciones
francesas, una vez conocida la orden, recriminaban abiertamente,
protestaban que no se plegarían a ella. Luego, refunfuñando, se
conformaban a ella. Los belgas, al contrario, se amontonaban en
silencio delante de los carteles con las órdenes o las prohibiciones.
Los comentaban entre ellos apaciblemente para captar su alcance
exacto. Luego lo aplicaban literalmente… pero de manera que
paralizaban el efecto querido por la misma literalidad de su
obediencia.
Lo mismo sucede en las buenas reacciones de los monjes ante
las voluntades de los superiores. Las más inaccesibles no son siempre
las de aquellos que parecen tener más trabajo en someterse. Son más
bien aquellos que casi se adelantan a la orden, pero de tal manera
que, no se sabe cómo, la vuelven siempre al punto ineficaz. Sin que
jamás desobedezcan, logran hacer lo que se les antoja. Vemos aquí
una singular variante de la parábola de los dos hijos: el que dice que
no y luego lo hace; el que dice que sí, pero se sustrae de obedecer. Se
equivocaría aquel que creyera que esto es raro que pase en los
claustros.
De una manera general, el peligro del acostumbramiento en
la vida monástica es quizás replegarse muy fácilmente a sus
coacciones. Éstas, con todo, no tienen otro sentido que molestar en
nosotros al hombre viejo en su instalación, en sus comodidades, en
su confortable replegarse sobre sí. Pero es singularmente retorcido
para acomodarse a situaciones que se creerían las menos propicias al
reposo y a la relajación. Si incluso le hace falta algún tiempo para eso,
llegará siempre, si no se vigila, a perforar su agujero y a caer en su
invisible torpeza.

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Por esta razón es primordial, en la prosecución de la vida
monástica, no ver en ella en primer lugar un estado sino una carrera,
un correr donde, según las expresiones de Gregorio de Nisa citadas al
comienzo de este libro, la carrera a realizar es un correr sin fin. Según
la exhortación y el ejemplo de san Antonio, el monje no debe medir
la virtud al tiempo pasado en retiro sino en el deseo y en la resolución.
“Él mismo no se acordaría del tiempo pasado sino que día tras día,
como si comenzara en la ascesis, se esforzaría en progresar repitiendo
continuamente la palabra de san Pablo: “Olvidando lo que dejé atrás
me lanzo hacia lo que está adelante, corriendo con todas mis fuerzas
hacia la meta”(Filp.3,14)126. Para mantenerse constantemente
despierto, el monje sólo tiene que traer consigo sin cesar frente a su
espíritu la consideración que ya se nos ha impuesto a propósito de la
castidad pero que tiene un alcance general. Ninguna de estas tres
renuncias fundamentales rechaza nada de positivamente malo. Son
realidades buenas en sí mismas, realidades que, francamente
aceptadas, podrían ser positivamente santificantes. El monje, sin
embargo, las ha dejado de una vez para siempre, se prohibió su uso
normal para no sentirse cargado por nada que pese en su correr hacia
Dios. Pero ahora, si se vuelve a ellas sin confesárselo, pierde todo.
Pierde el bien de la renuncia y no puede encontrar el bien de la
aceptación positiva, puesto que ha rechazado de una vez para
siempre esta posibilidad. Nada más lamentable pues, porque nada es
más falso que la vida del monje cuya práctica cotidiana desmiente
sordamente el principio inicial. ¿De qué serviría haber deshecho las
ataduras a las que teníamos derecho, para cargarnos con ataduras
injustificables? Éstas se volverían tanto más paralizantes cuanto que
estaríamos francamente en la posibilidad de reconocerlas. El monje
que llega a eso es verdaderamente ese hombre que un demonio lo ha
dejado para volver a él con otros siete peores.
El hombre del mundo puede servirse de los bienes que posee,
de la obra que se da a sí mismo creándola, en su progreso hacia Dios.

126
Vita Antonii, 7; PG, t.XXVI, col. 853 A
152
El monje ya no, pues recuperando por lo bajo una u otra de estas
cosas, reniega del voto fundamental de su vida.
El hombre casado en Cristo, el padre de familia puede, por
sus amores humanos, elevarse hasta el amor a Dios. El monje no, pues
sus ersatz127 de afecto marital o paternal no son más que una
infidelidad pura y simple al amor divino que lo urge.
El hombre que es dueño de sí mismo puede ordenar su
camino hacia Dios. El monje que tiende a ser como era antes no
tiende sino a rechazar el yugo de la servidumbre de Cristo. Es la
grandeza de la vocación del monje la que lo ha situado a este todo o
nada. No hay para él una vía intermedia entre el sacrilegio y la
santidad. Lo que él ha rechazado para siempre es exactamente la
posibilidad de los términos medios. Que lo recuerde siempre. Que
recuerde al mismo tiempo que la libertad, la libertad total de seguir a
Jesús, de buscar a Dios, es el bien invalorable que él ha pagado por
este rechazo. ¿Cómo podría querer recuperarlo para regatear el pago
ya consentido, de ahora en más sin compensación? ¡Bienaventurada
necesidad aquella donde se debe conservar la libertad una vez
adquirida! Que no olvide sólo que no hay otro medio de preservarla
que la de conquistarla incesantemente.

CAPÍTULO II

127
Se traduciría del alemán como compensación o sustitución (NT)
153
LA ORACION

¿Cuál es camino que el desapego, el despojo ha abierto a la


búsqueda de Dios si no la oración? Dios nos ha llamado, nos ha
buscado por una Palabra que ha tocado nuestro corazón. Hablándole
como él nos ha hablado, con una palabra donde todo el corazón sube
a los labios, es como a su vez nosotros le respondemos, lo buscamos.
De este modo el monje es esencialmente hombre de oración.
La oración es su tarea propia. Si alguna tarea humana común,
incluso que pueda ser llamada a cumplirla por las circunstancias, no
debe ser considerada por él como su tarea, es porque la oración es y
permanece su trabajo. Si los otros trabajos que pueda hacer no se
tornan en oración, o tienen para él otro sentido que el de ayudar por
así decir a su oración, el monje ha renegado de su vocación.
La oración es su trabajo, pero es también su descanso.
Evidentemente es penosa la vida del monje. Y lo que quizás tenga de
más penosa es la perpetua presencia de estas renuncias
fundamentales que hemos meditado: renuncia a las posesiones
terrenales, a los afectos terrenales, a su propia voluntad. Si el monje
no quiere ser tentado de buscar allí compensaciones vergonzosas y
ocultas, un solo camino se abre para él. Y precisamente, para
constreñirse él mismo a comprometerse con todo su ser, ha tapado
los otros caminos. Este camino que lo conduce a lo alto, y al que le
han sido cerradas todas las salidas horizontales, es la oración. En la
oración respirará la atmósfera sobrenatural que lo purificará, que lo
decantará de todas sus laxitudes, del peso de la carne, de la acedia
del alma solitaria que se lamenta haber dejado a los hombres sin
haber encontrado a Dios. La oración reanimará, refrescará, renovará
sin cesar las fuerzas desgastadas por un ritmo acelerado por la
perpetua tensión en la cual vive aquel que de una vez para siempre
renunció a lo imperfecto por lo perfecto.

154
Mucho más que su trabajo o su descanso, la oración es
simplemente la vida del monje. Su vida no comprende la búsqueda
de Dios como una ocupación entre otras. Su vida está identificada con
esta búsqueda. De igual modo hay que decir que su vida no es más
que oración, que la oración es su vida.
Las otras religiones tienen horas particulares consagradas a la
oración. En una época tan moderna se ha creído igualmente tener el
deber de asignárseles una a los monjes. Quizás haya habido un error,
pues la dispersión del mundo moderno es tan general que amenaza
incluso hasta el recogimiento de los claustros. No estaría mal,
entonces, que hubiese un momento de particular concentración en
vista a la oración. Pero esto no puede significar que fuera de esta hora
el monje no tuviese que hacer más oración. Esto quiere decir que
debe poner todo su empeño para que el resto de su tiempo, al
contrario, permanezca efectivamente ocupado por la oración. A las
fuerzas centrífugas siempre latentes, la hora particular de oración
debe ser un contrapeso. Pero su tiempo de oración es toda la jornada.
Él está colocado aparte en la Iglesia precisamente para el coloquio
con Dios.
En el cuerpo de Cristo, los sacerdotes son como las manos,
destinadas a producir acciones sagradas. Los monjes son como los
labios. Por ellos la voz de la Amada se hace oír sin cesar al Amado.
Ellos perpetúan la presencia de Cristo entre nosotros, según la
magnífica expresión de la carta a los Hebreos, Semper vivens ad
interpellandum pro nobis: “Siempre vivo para interceder en nuestro
favor” (Hebr. 7,25).
Por otra parte, todo en la vida del monje, apunta a permitirle
alcanzar la plenitud de la oración. La soledad le está asegurada para
que no tenga sino a Dios con él. El silencio le es impuesto para que
toda causa de distracción sea eliminada. Una vez realizado este vacío
por las dos grandes prácticas monásticas negativas, tenemos dos
prácticas positivas: la lectio divina y el oficio que las llenarán. Una
hará resonar la voz divina que nos solicita en primer lugar. La otra
tendrá a cargo la respuesta que esta voz espera de nosotros, que
incita en nosotros.

155
El monje debe perpetuamente ser sensible a esta situación
privilegiada. El mundo, al contrario del monasterio, es sólo una
organización de la “diversión” en el sentido pascaliano. Parece sólo
hecho para provocar la ausencia: la ausencia de Dios, la ausencia
paralela de nuestro yo más profundo, más verdadero. Interpone
entre nosotros y Dios una realidad simplemente cortical, pero en el
detalle curioso de la cual el espíritu se pierde y se hunde. De este
modo él pierde a aquél que debía buscar y se pierde a sí mismo, pues
no es sólo la ausencia divina la que el mundo produce para el hombre,
sino que además es hasta el olvido de esta ausencia. El mundo distrae
del vacío que la ausencia crea en nosotros, lo llena falazmente de una
proliferación cancerígena de actividades que ahogan la vida que éstas
parecen dilatar. La vida del mundo, en efecto, y del mundo moderno,
industrializado, “americanizado”, no es sino exactamente “una
ausencia total de vida interior”, según el dicho de un personaje de
Claudel.
El privilegio del monje, que lo arranca de una vida parasitaria,
que le devuelve conjuntamente la posibilidad de una vida personal y
de una vida con Dios, le crea un deber. Mejor dicho, este privilegio es
su deber. Él, que puede, como no lo pueden los demás, buscar a Dios,
lo debe hacer por ellos. El monasterio, en el mundo de los hombres,
es la ventana abierta sobre “el Sol de los espíritus. Si esta ventana se
oscurece o se cierra, toda la humanidad lo padece. No sólo rezando
por sus intenciones el monje es valioso e irremplazable para sus
hermanos. Es simplemente rezando. Su oración más contemplativa,
mas absorta en Dios, es una función a la vez esencial de la humanidad
y es aquella que solo él puede cumplir bien. Si él no la cumple, nadie
podrá cumplirla en su lugar. La falta de esta actividad irremplazable
significaría la asfixia del cuerpo místico.
Entonces, si el monje salvaguarda celosamente las dos
condiciones iniciales de su vida de oración que acabamos de señalar,
la soledad y el silencio, no es por su lado el mantener un lujo egoísta,
sino que es una imperiosa necesidad que le incumbe para que pueda
cumplir su función. La tarea de la que es responsable en la Iglesia,
para la Iglesia, es la de rezar, la de rezar sin cesar y lo mejor posible.

156
Pretender esto sin permanecer solo y sin callarse, sería burlarse del
mundo. Sería tomar a la vez un compromiso y excusarse de poder
cumplirlo.
Cuando se ha entendido esta verdad elemental, no hay más
argumentos falaces que pueda dispensar al monje de la soledad. Ante
todo hay que saber lo que se quiere. Si el monje quiere ser monje, si
él cree realmente que allí está su vocación fundamental, ninguna
preocupación “apostólica”, en el sentido que se da hoy a esta palabra
y que no es el de la antigüedad, en el sentido de un “activismo”,
puede darle un pretexto colorido para evitar lo que constituye al
monje. El monje es llamado con este nombre porque es solitario:
monos quiere decir “solo”. Si renuncia a serlo, renuncia a ser monje.
Digamos las cosas con toda franqueza. De dos cosas, una: o
se cree verdaderamente que el monje, en cuanto hombre de oración,
cumple una función irremplazable en la Iglesia, o no se lo cree. Si lo
cree, no hay más “necesidad de almas” que pueda justificar una
deserción de su misión. Esto no quiere decir que la caridad no pueda
exigir que el monje, en ciertos momentos y en ciertas condiciones,
cumpla una tarea clerical. Pero eso quiere decir ciertamente que él
no podría ser “apóstol”, en este sentido, dejando por eso de ser
monje. Al contrario, no podría llegar a ser apóstol sino siendo
primeramente monje. El apostolado no intervendrá en su vida
jaqueando su obra monástica. Debería ser más bien como el
coronamiento de ésta.
Hemos visto, en efecto, que la paternidad espiritual aparecía
en los antiguos como la expansión natural de una vida monástica
lograda. Esta idea muy bien nos muestra cómo puede y cómo no
puede combinarse el apostolado con la vida monástica. Si se quiere
una imagen que resuma la distinción capital que queremos tener
aquí, diríamos que la toma de contacto con el mundo, si la caridad lo
exige, y cuando lo exige, debe siempre hacerse por un progreso
último más allá de la soledad misma, y no por una regresión más acá
de ésta. Dicho de otro modo, el monje no podrá regresar al mundo y
hacerle algún bien sino en la medida en que previamente haya sacado
de la soledad todo lo que ésta pudo darle. Entonces será capaz de

157
transportar su soledad con él y poco importará que la deje
materialmente por una hora. Si no, un apostolado mal preparado no
podría por su parte llenar en nada la pérdida seca de una soledad
malgastada.
Todo esto quiere decir que el apostolado monástico sería una
vanidad, tanto que haría penetrar nuevamente el mundo en el alma
del monje, en lugar de penetrar el Espíritu. El mismo mundo se hace
maestro del monje. Que esta verdad se haya vuelto tan difícil de
admitir para muchos de nuestros contemporáneos, revela cuánto
hemos perdido el sentido de las cosas del Espíritu. Conocemos la
humorada que se encuentra en los apotegmas de los Padres: las dos
especies de personas que el monje debe huir son, dichas con humor,
los Obispos y las mujeres. Se entiende bien el sentido de este dicho.
No hay nada ni nadie en el que el monje pueda desconfiar más sino
de aquellos que quieren hacerle prestar servicio al mundo, como de
aquellas que quieren hacerle amar al mundo, sin tener en cuenta su
deber fundamental: buscar a Dios. Una vez que se ha perdido la base
de su vida, todo lo que se pretendía edificar sobre ella fracasando
evidentemente, sería pueril justificarlo por una negligencia tan
radicalmente ruinosa. ¿Qué de más vano es pretender colgar de un
clavo un objeto precioso y delicado, si se comienza sacando el clavo
de su lugar?
Si es así lo que podría parecer a priori la mejor dispensa de la
soledad monástica, ¿qué decir de las demás? Un monje que acepta
con gusto, con mayor razón busca ocasiones para salir del
monasterio, y reniega por lo tanto de su vocación. Pues el
monasterio, porque es el lugar de la soledad, es el lugar de su
vocación. Un monje fuera del monasterio será siempre un pez fuera
del agua. Esto es, o debería ser, tan evidente que se tendría vergüenza
de insistir en esto.
Por ejemplo, no es ciertamente superfluo recordar que el
mismo monasterio, si bien es una sociedad, no es sino una sociedad
de solitarios, y mejor aún, una sociedad que no tiene otro fin que
poner en común el esfuerzo en pos de la soledad. No es que la vida
en sociedad no pueda ser santificante por sí misma. Lo es en la familia

158
cristiana. Pero si el monje ha renunciado a la familia, es porque ha
renunciado a este medio, real pero imperfecto, de santificación que
es la vida de sociedad cristianizada por el medio más perfecto de la
vida solitaria. Si el monasterio se vuelve para él simplemente como
otra familia, caemos en esas compensaciones inconfesadas, en esos
ersatz (ver nota 127) a los que se ha renunciado y que implican el
fracaso total de una vida monástica. Una vez más, no se tiene todavía
la satisfacción legítima de una tendencia natural, y no se tiene
tampoco el provecho sobrenatural que se puede sacar de su
sacrificio. No se tiene, pues, nada en absoluto sino una vida donde
todo está en falso. Vale más la simple aceptación de los dones de Dios
que un rechazo no sólo estéril sino inevitablemente viciado.
El cenobitismo no es un fin en sí mismo. La más antigua
tradición monástica es unánime sobre este punto. San Benito adhiere
a ella sin dudar. Para él, el cenobio es y sólo es una escuela de la
soledad128. En consecuencia, un cenobita con virtudes
exclusivamente domésticas puede ser una especie de célibe amable
y piadoso; pero esto no le da ningún título para llevar el nombre de
monje. No dudemos en decir que mejor le hubiera valido aceptar el
casamiento, con los sacrificios inherentes a la paternidad, que
practicar esta vida que tiene la tranquilidad del celibato sin tener el
heroísmo del mismo celibato. Hay que volverlo a decir
incansablemente: quien dice monje, dice solitario. Aquél que no es
verdaderamente solitario, que no desea serlo, no es monje, no desea
una vida monástica.
Lo que distingue a la sociedad monástica de la sociedad
familiar, es que no tiene su centro de gravedad en sí misma. Los
esposos cristianos encontrarán a Dios en la vida de sociedad que ellos
han constituido. Lo lograrán si no hay un egoísmo de dos, porque es
esencial a su sociedad ser fecundos y, por ese lado, arrancarlos de
ellos mismos. Pero una sociedad cerrada en el plano humano, como
es la sociedad monástica, no se justifica sino por una apertura
inmediata al plan divino. Es en vista a esto que se organiza. Pero no

128
RB. cap. I y 73
159
lo encontrará de otro modo que obteniendo la soledad para sus
mismos miembros y preparándolos a ella. La sociedad monástica no
es un hogar que nos fije a la tierra santificándola. Es una tropa en
marcha que debe arrancarnos, al contrario, para santificarnos a solas
con Dios. Si esto no se entiende, mejor sería permanecer en el
mundo. Pues hay dos caminos para encontrar a Dios: el camino
indirecto de la unión con las creaturas, el camino directo de la
renuncia a las creaturas. Entre los dos no tenemos sino las formas más
tristes del pecado, porque son las más estériles. Nada más lamentable
que esas existencias religiosas que han renunciado a los amores
humanos santificantes, sin renunciar a las ataduras terrenales que
traban el amor divino. ¡Nunca más sacrificios ilusorios como esas
ofrendas de frutos secos!
Estas consideraciones no apuntan de ningún modo a excluir
la idea de que la comunidad monástica pueda (y deba), en cierto
sentido, volverse la familia del monje. Diremos más adelante (en el
capítulo VII sobre la Misa) cómo, en la celebración común de la
eucaristía y del oficio, la comunidad monástica deviene una
prefiguración e incluso una inauguración de la familia celestial. Es en
este sentido también que la idea, tan fuertemente afirmada por san
Basilio, de la familia monástica considerada como comunidad de
caridad posee un valor permanente. Pero todo esto supone que se
conserva siempre una noción plenamente sobrenatural del
fundamento y de la naturaleza de esta sociedad. Cuando se ha
comprendido esto, la soledad hacia la cual el cenobio, por si mismo,
nos encamina, no parece más una opresión sino una dilatación.
Entonces, su observancia material, lejos de ser ella misma cercenada,
rebajada, se prolonga espontáneamente en una realización espiritual
que no conoce límite.
En efecto, así como tan necesario es el sostén de la soledad
material, así tan falto de significado sería si este sostén no nos
orientara hacia la soledad espiritual. ¿De qué serviría haber dejado el
mundo corporalmente si nos quedamos tan absorbidos allí con el
pensamiento?

160
¡Qué importante es vigilar en lo que yo llamaría las huidas de
la soledad! Quiero decir: esas múltiples ocasiones que se nos ofrecen
necesariamente de desertar de ella espiritualmente, incluso cuando
observásemos hasta el escrúpulo la realidad material de esta soledad.
¿Para qué huir del mundo hasta el claustro si dejamos que el mundo
se introduzca allí y allí nos encuentre?
La correspondencia es la primera. Allí también, el pretexto de
la caridad cubre tan fácilmente, a nuestros propios ojos, la curiosidad
insaciable del espíritu, rebelde a la idea de permanecer solo consigo.
Los ecos del mundo no son menos dañosos a una vida monástica que
la audición inmediata de sus ruidos. Con mucha más razón de nada
vale haber renunciado a sus obras si se conserva de ellas las
preocupaciones. Sé de monjas enclaustradas a más de mil kilómetros
de París, que están tan bien informadas sobre el mundo, que
encuentran apartamentos en la capital para sus amigas que ni ellas
solas podrían haberse enterado. El altruismo que despliegan bajo esta
forma no es seguramente el fin por el cual están detrás de las rejas…
Lo que vale en cuanto a la correspondencia, vale con mayor
razón para los diarios o la radio. Es conocida la historia de ese viajero
en el antiguo Egipto que desembarca en una isla donde dos solitarios
estaban enclavados desde tiempo inmemorial. Apenas puso el pie allí,
los vio acudir y oye que le preguntan BäH Ò 6`F:@H, “¿cómo está
el mundo?” No valía realmente la pena atrincherarse hasta ese punto
para permanecer, o volverse, tan sorprendentemente cautivados.
Pues es un hecho que la gente del mundo fácilmente se harta de lo
que allí sucede. Pero si los religiosos no apagan por sí mismos la
preocupación de las cosas temporales, es muy cierto que el poco
alimento que ellos le dan tanto más la excitará. En tal caso, el remedio
es peor que la enfermedad. Cuando se piensa que hay claustros
donde la política hace que los monjes se levanten unos contra otros,
que es lo que se vio desde la época bizantina pero que seguramente
no ha desaparecido con ella, uno se pregunta ¡pues para qué sirven!
Hay una última categoría de preocupaciones mundanas que
no por eso es la menos apta para paralizar el efecto de la soledad
material. Son las preocupaciones intelectuales. Diremos, y en

161
abundancia, el lugar normal que toma en la vida monástica el trabajo
intelectual y, lo que va más lejos, el lazo natural entre la oración
monástica y una cierta forma de cultura. Todo esto no impide que el
monasterio sea una “academia del pensamiento”. Es una de las
maneras sutiles de desnaturalizar su soledad el hacer de ella el medio
no de una vida propiamente espiritual sino de una vida intelectual. El
claustro no es una torre de marfil preparada para los “sabios de este
mundo”. Creerlo, o comportarse como si se creyese, es quizás la
última, pero también la más insidiosa de las formas de
aburguesamiento que amenazan a la milicia monástica. Si los
monasterios han jugado legítimamente, y deberían jugar todavía, el
papel de centros iluminadores de la inteligencia cristiana, no lo harán
sino a condición de permanecer al frente de la Iglesia peregrina. Pues
ésta está comprometida no en la búsqueda científica sino en la
búsqueda del “Dios de todas las ciencias”; lo que no es en absoluto lo
mismo. Si se olvida esto, ahí también se perderá el propio bien de la
vida monástica y el propio bien de una vida cristiana de búsquedas
sumergidas en el mundo. Será un monasterio de vanguardia
(infaliblemente perdido en la niebla) de los que se llaman, o de los
que ellos mismos se llaman, los intelectuales católicos: no hay lugar
donde con más seguridad la adœquatio rei et intellectus rengueará de
los dos pies. Incapaz de esclarecer a un mundo al que no pertenece
más sobre problemas que no puede entender sino
experimentándolos, incapaz igualmente de difundir la luz increada,
sólo sería una lámpara apagada bajo el celemín, asfixiada por su
propio humo.
El ejercicio de la inteligencia es sin embargo esencial al monje,
puesto que es esencial a la oración de la fe. Pero conviene decir que
una inteligencia que no llega a amar no tiene más sentido para él, no
es más una fuente luminosa, es una cortina frente a la fuente, al “Sol
de los espíritus”.

162
Para que la búsqueda, y la continua salvaguarda de la soledad
no sea una tarea estéril y cansadora, es necesario, por supuesto, que
esté animada por el amor: por el amor de Aquél que no se ve, y que,
aquí abajo, no se ve más con los ojos de la sola inteligencia que con
los ojos del cuerpo. Newman tiene esta frase admirable: “San Pedro
definió a un cristiano por el hecho de que él ama a Aquel a quien no
ha visto”. ¡Cuánto debe ser esto del verdadero monje y qué sentido
da a la soledad que él persigue! De esta soledad, y no de ninguna otra,
es verdadero decir por la fe Nunquam minus solus quam cum solus:
“Nunca estoy menos solo que cuando estoy solo”129
Parece que en nuestro mundo, cada vez más fascinado por la
diversión, los mismos cristianos, los mismos monjes constatan alguna
dificultad en realizar tales palabras, tales pensamientos.
Sinceramente, sin duda, pero abusando de una manera muy extraña,
cuántos son los religiosos hoy que creen, o se inclinan a creer, que
una vida de soledad con Dios es una evasión frente a la caridad. Les
parece que un ideal de este tipo no pudo introducirse sino por una
perversión del cristianismo. Ha sido necesario, piensan, que fuese
contaminada por el ideal contemplativo del helenismo para que estas
concepciones “místicas” se extendiesen. Un cristianismo cuyo ideal
es la anacoresis no sería más cristianismo, a su entender, sino un neo-
platonismo larvado. A la caridad paulina, a su ardor “apostólico”, lo
habría sustituido el glaciar “Solus cum Solo” de Plotino.
A decir verdad, lo que más bien deberíamos preguntarnos es
si aquellos que piensan de este modo, lejos de haber superado, como
san Agustín, el neoplatonismo para llegar al Evangelio, no han caído
simplemente por debajo del nivel alcanzado por los supremos
esfuerzos de las espiritualidades precristianas. Un finísimo y perspicaz
analista contemporáneo, el obispo anglicano Kirk, hacía no hace
mucho una observación que muchos de nosotros deberíamos
meditar. Pasando revista a numerosos estudios históricos de
inspiración protestante que oponen a la tendencia mística lo que

129
Theofrasto sitado por S.Jerónimo; Adversus Jovinianum, 1, 47.
163
llaman la tendencia profética, identificándola con una corriente
activista, hacía observar que las descripciones hechas de esta última,
desde que se mantiene esa oposición, culminan no siendo sino
descripciones disfrazadas de religión primitiva. Uno encuentra allí, en
cuanto se escarba la superficie, simplemente la idea de un dios que
sirve como fuente de energía a tomar y explotar en beneficio de la
humanidad. Pero la idea es la ausencia del Dios personal que vale por
sí mismo y que vale infinitamente más que todo lo demás.
Esta idea, o más bien esta realidad, que es sin embargo el
corazón del Evangelio, imposible recobrarla sin volver al “Solus cum
Solo” de Plotino, fue dotándola de un sentido que él entreveía apenas
o no lo entreveía del todo. Además, lo menos que se puede decir es
que la intuición que, en él, galvaniza y agita oscuramente el helenismo
moribundo estaba suscitado, como lo reconoce uno de los más sabios
intérpretes de su pensamiento, por aspiraciones más emparentadas
con la Biblia que con Fedón130. Negar esto no es negar una
paganización posible del Evangelio, sino, al contrario, es rechazar la
más radical novedad que el alma antigua haya presentido en el
anuncio de la Palabra divina.
Pues se trata, al fin de cuentas, de volver siempre al gran
pensamiento de Martin Buber que recordábamos al principio. ¿Es
algo o es a Alguien lo que buscamos cuando buscamos a Dios? Si es a
Alguien, no hay otra manera de encontrarlo que escucharlo y
responderle. Pero no hay modo de escucharlo si no se ha comenzado
por hacer callar las voces que tapan o que nublan Su voz.

Y esto es también porque la soledad no sería suficiente para


encontrarlo si esta soledad no está acompañada por el silencio.
Hablamos del silencio que uno se impone a sí mismo, suponiendo el
otro por la misma soledad. Pero cuánto importa este silencio lo
entenderemos cuando hayamos captado este hecho seguro: entre las

130
E. Bréhier, La philosophie de Plotin, Paris, 1928, pp.7-8
164
voces que nos impiden escuchar la voz divina, la nuestra es quizás la
más ensordecedora. El diálogo se mata en su fuente si uno de los
interlocutores, sobre todo aquél que puede a lo sumo responder, se
obstina en no callarse.
La soledad nos preserva de estar invadidos por el mundo.
Pero ¿de qué nos serviría si retrocedemos fuera de nosotros mismos?
Para tener alguna eficacia, el silencio, como también la
soledad, debe empezar por ser materialmente realizada lo mejor
posible. Desconfiemos siempre de la tendencia moderna de
“espiritualizar” indebidamente las observancias. ¡Frecuentemente a
lo que tiende es a evaporarlas! Recordemos sin cesar que el
monacato, con su éxodo inicial, supone o bien la necesidad de una
base material para la ascesis, o bien no tiene más razón de ser. “El
silencio benedictino”, decía un monje desengañado, “consiste en
callarse cuando uno no tiene ganas de hablar”… Tanto es necesaria a
la ascesis una sana libertad, sobre todo en un punto tan delicado,
tanto importa que esta libertad no disuelva la espontaneidad que ella
protege.
Apenas sería menos peligroso, por otra parte, creer que
bastaría con reforzar las exigencias materiales para realizar la
verdadera ascesis. Las necesidades de la vida cenobítica han hecho
que donde se impone el silencio vocal perpetuo se deban permitir los
signos. Pero la tentación es grande (y la facilidad también) de
encontrar en los signos, una vez que esto se hace, una posibilidad
simplemente más irreprimible de escapar al verdadero silencio. Los
monjes de comunidades donde la regla no es tan estrictamente
interpretada, y que por consiguiente no tienen esta compensación,
se callan absolutamente al menos en los lugares conventuales: el
oratorio, el refectorio, el capítulo, o bien después de Completas. Los
monjes más rigurosos en principio podrán, gracias a los signos,
cambiar la regla en cualquier lugar.
Sin llegar al ejemplo de ciertos cartujos que prefieren cantar
en falsete en el coro antes que tomar clases de canto que turbarían
el silencio, todo monje debería decirse constantemente que sería una
locura dilapidar un tesoro como el del silencio. La liturgia oriental,

165
cuya impronta monástica está tan marcada, está llena de oraciones
contra el espíritu de la vana palabrería.
¿Por qué esta insistencia? Una vez más, porque nada mata
con más seguridad la vida de oración que el movimiento espontáneo
del alma que se fuga. Pues bien, allí está exactamente lo que mueve
al charlatán. Aquel que no sabe quedarse solo, se distrae del coloquio
con Dios por los otros. Aquel que no sabe callarse se distrae por sí
mismo. Divertido, llevado por la marea de sus mismos pensamientos,
se pierde a la deriva, en lugar de volver a la fuente. ¿Cómo podría
recoger enteramente su alma para ir hacia Dios, como debe ser, si él
mismo la provoca todo el tiempo a escaparse? ¿Cómo, sobre todo,
podría volver en sí para encontrarse allí con Dios, siempre presente
por la gracia en ese punto del alma por la cual la imagen divina
adhiere a su propio modelo, si siempre está fuera de sí?
Como sucede en cuanto a la soledad, tales advertencias
implican que el silencio material, básicamente necesario, no sería
nada si no se prolongase en un silencio interior. Al dominio sobre los
pensamientos debe seguirle el dominio de las palabras, pues uno
orienta al otro. El primero da su sentido al segundo.
El monje no debe pues dejarse absorber por sus tareas y
ocupaciones diversas. Debe, sin cesar, sin rigidez pero sin debilidad,
rechazar los pensamientos que lo distraen suscitados por estas
tareas. Pero sobre todo no debe dejarse absorber por sí mismo. Pues
aquí está, evidentemente, la tentación mayor de los solitarios, y se
acrecienta en la medida en que ellos lo son verdaderamente. No
teniendo otra cosa en que distraerse, como Montaigne, se consideran
sin cesar, se controlan, se aprecian, se enrollan en sí mismos131.
Cuando se está así, puede decirse que el alma se estanca en sí misma.
En estas condiciones los ejercicios más directamente ordenados al
progreso espiritual, como el examen de consciencia, llegan a volverse
contra él. Llevando todo a uno mismo, encerrándose en sí mismos,
todo se vuelve agrio, todo se vuelve estéril.

131
cf. Ensayo XVII del libro II
166
Sería, por otra parte, erróneo creer que basta para paliar este
defecto, componerlo por algunas prácticas altruistas, como una
intercesión detallada. La raíz del mal es más profunda. Atenerse a eso
es arriesgarse a tener una vida en mosaicos, compartida entre un
narcisismo asfixiante y una polvareda diseminada de intenciones.
Esta distracción organizada nos mantendría fuera de nosotros, sin
necesariamente arrancarnos de nosotros por la verdadera caridad.
Los cartujos, tan conscientes como son de su papel de intercesores,
rehúyen generalmente aceptar alguna intención particular. Sin llegar
a eso, es necesario que nosotros recordemos siempre que es la
pureza del impulso vertical hacia Dios lo que acrecentará en nosotros
la caridad, tanto ante los hermanos como ante el Padre. La
multiplicación cuantitativa de las preocupaciones horizontales corre
el riesgo más bien de reintroducirnos en esta dispersión del mundo
del pecado de la cual ante todo hay que corregirse. Recordemos el
dicho de Orígenes: Ubi peccatum, ibi multitudo. La vida espiritual se
extiende y se profundiza no en proporción al número de sus objetos
sino, al contrario, por su simplificación, con tal que ésta se realice en
el plano conveniente, en el único plano sobrenatural, en Dios que
trasciende lo uno y lo múltiple. La última trampa que importa evitar
es la de confundir el cuidado de nuestras necesidades, aun nuestras
necesidades espirituales o nuestras necesidades altruistas muy
elevadas, con la búsqueda de Dios. Muchos apotegmas de los Padres
repiten que el monje que todavía se da cuenta de que reza no ha
comenzado todavía a rezar como se debe. Hay que entender que la
gran cuestión no es saber para qué se reza sino a Quien se reza. La
oración o es un verdadero diálogo o no lo es, esto es lo que hay que
recordar siempre.
Es por esto, en fin, que el cuidado del silencio interior, que es
la condición última de la verdadera oración, no debe caer en un
escrúpulo, demasiado frecuente a decir verdad. La caza de las
distracciones no debe llegar a constituir una distracción mayor,
mucho más nefasta que las demás. Sería el caso, desde el momento
en que se creyera que las palabras o los pensamientos de la oración,
sea que se trate de una oración vocal o de una oración mental,

167
constituyese el centro último donde se aplicase toda nuestra
atención.
Diciendo esto, no queremos de ningún modo hacer nuestra la
ingenuidad de Thomassin, en su Tratado del oficio divino.
Respondiendo a la objeción protestante de que la Iglesia daba el
Oficio para que lo reciten a veces las personas que no entienden
mucho el latín, el excelente oratoriano replicaba: “¡Tanto mejor! Al
menos a ellos no los distraerá de la oración el sentido de las palabras”.
Tal respuesta implica una noción radicalmente falsa de la relación
natural entre la oración vocal y la oración mental, noción,
lamentablemente, muy ampliamente difundida entre los modernos.
Sin nada de estas oposiciones artificiales y falsas, se trata, al contrario
de realizar lo que corresponde a una justa psicología de la palabra.
Los estudios contemporáneos en esta materia nos han convencido
del error imputable de los análisis de los gramáticos. Una frase, por el
espíritu que la dicta, no se construye por la acumulación de los
sentidos separados de las diferentes palabras que la componen. Es el
sentido general el que toma las palabras y las organiza según una
lógica vital, sin particiones, del cual la lógica analítica de los
gramáticos sería la autopsia más bien que la síntesis. Lo mismo debe
ser nuestra oración. A través de la multiplicidad necesaria de las
palabras y de las ideas, como todo corazón que habla al corazón, es
necesario que tienda hacia la inefable comunicación del solo al Solo,
más allá del intercambio de palabras, del intercambio de miradas
donde se encuentra de golpe todo lo que se había dicho, y descubre
todo lo que no se puede decir.

Así, por el sentido mismo que se describe a través del


laberinto de estas eliminaciones sucesivas, entrevemos quizás el
objeto que va a llenar el vacío asegurado por la soledad y el silencio.
Este objeto es sólo Dios, pero el Dios de Jesucristo. Es decir que no es
ninguna realidad antropomórfica, nada que pueda abrazar una

168
imagen o un concepto. Es el Dios de la fe, el Dios revelado y el Dios
escondido todo junto. Dicho de otro modo, es el misterio. Pero no es
cualquier misterio, es el misterio de Dios-Trinidad. Pero tampoco es
un modo de ver abstracto, teórico de la Trinidad sino que es la
revelación en Jesucristo. Finalmente es, pues, el Misterio de Jesús.
Tantos puntos que se encadenan, tantas etapas que nuestra
meditación debe recorrer una tras otra.
El hecho de que la soledad y el silencio deban desarrollar en
nosotros el sentido del misterio, que finalmente restablece el sentido
de Dios, es quizás por falta de comprensión, porque nosotros
entendemos muy mal la imperiosa necesidad de la soledad y el
silencio. El misterio irrita a nuestro espíritu más que ningún charlatán
y entrometido. Pues nada más les falta sino el sentido del respeto, de
ese respeto sin medida que demanda lo sagrado. Sin ese respeto, sin
ese temor religioso, lo sagrado mismo se desvanece. La soledad es la
atmósfera fuera de la cual lo sagrado no podría vivir en nosotros. Del
mismo modo hay que decir que mientras rechace el misterio,
mientras no se oriente hacia el misterio, nuestra oración
permanecerá vacía de Dios. Todas las especies de ídolos podrán
disputársela. Dios, el Dios verdadero, permanecerá ausente.
No nos acercamos a Él sino en la medida en que Aquél que se
busca sea el Totalmente Otro, el Desconocido, el Incognoscible, que
no tiene nada que ver con los otros seres de nuestro mundo, ni con
los pensamientos de nuestro corazón. Pero entonces ¿cómo buscar a
Dios puesto que no se Le conoce, puesto que es Aquel que nadie ha
visto jamás? Él atrae hacia Sí, hay que responder, a aquellos a los que
justamente un instinto seguro que los eleva más allá de ellos mismos
los atrae al abismo de la soledad y del silencio. No se Lo conoce antes
de haberlo encontrado porque, recordémoslo, es él quien nos busca
cuando creemos buscarlo. Para el alma que camina hacia Él, Él es el
invisible centro de este torbellino donde parecen hundirse y perderse
todos esos seres que no son Él, y nosotros con ellos. Y es como un
vértigo que nos atrae hacia Él, pero un vértigo singular donde en el
centro del temor, de un temor con el que ningún otro temor se puede
comparar, yace como un atractivo más inigualable aún. Mysterium

169
tremendum, pero también Mysterium fascinans nos dicen esos
admirables análisis de Rudolf Otto sobre lo Sagrado y que ya hemos
comentado.
Los salmos, veremos enseguida, son la oración del monje por
excelencia, primeramente porque están llenos de ese sentimiento. En
ningún otro canto religioso se respira tanto la impresión de la
majestad temible de Dios cuya existencia anonada por comparación
a todas las otras. Y tampoco en ninguno de los himnos que estén
atravesados por un llamado tan profundo del alma hacia ese Dios, hay
una convicción tan íntima, y de antemano, tan exultante, de la
proximidad a la que nos llama a estar con Él.
El misterio paradojico de este Rex tremendæ majestatis, que
es también Deus cordis mei et Rex meus, se abre a nosotros, antes
que descubrirse propiamente hablando, en la revelación trinitaria. No
es que ella nos lo haga comprender, no es ése el sentido. Es más bien
hacernos entrar allí. Yahvé, el Dios que no tiene casa hecha por la
mano del hombre en la que pueda habitar, está sin embargo presente
con Israel, en esta nube irradiante de su Shekinah donde ha entrado
Moisés. Estará en ellos por el soplo del Espíritu que anima a sus
profetas. En el cristiano, el corazón del hombre se hace templo del
Espíritu. En adelante, adoptado por Dios, el hombre vive con el Hijo,
vive con el cuerpo místico. En la palabra hecha carne, la Shekinah de
luz y de vida, la Sabiduría que había hecho los mundos, permanece
con nosotros. Así el Padre, el Señor Santo, el Padre todopoderoso, el
Dios eterno, se hace nuestro Padre.
En la lectio divina, el Padre nos habla por el Hijo. En el oficio
divino, el mismo Espíritu que ha derramado su amor en nuestros
corazones, le responde por nosotros, es decir además por el Hijo,
puesto que Él y nosotros, en adelante, somos uno. Entre las dos
prácticas se extiende toda la vida de oración del monje. Ella fluye y
refluye de la lectio al oficio y del oficio a la lectio. Es la meditación
incesante de la Palabra divina por la cual el Misterio se ha revelado a
nosotros, sin perder nada de su inaccesible grandeza. Es el retomar
incesante de la Alabanza divina donde el Verbo canta, con las palabras
que son las suyas, el mismo cántico del Espíritu. Es decir bastante que

170
el lugar de la oración del monje, al mismo tiempo que la soledad y el
silencio, es Jesucristo. Algunos gnósticos la llamaban la Palabra
emanada del silencio. Nosotros podemos apropiarnos el término.
Todo este inmenso esfuerzo del desprendimiento de las criaturas y
de sí mismo que el monje se impone, no tiene otro fin que dejarle
lugar a Jesús, a Jesús que nos habla de Dios, que es el todo de la
oración cristiana.
San Juan Clímaco nos dice que la memoria de Jesús debe ser
también continua en nosotros como la respiración. El nombre de
Jesús pegado, por así decir, a nuestra respiración nos hará solo
encontrar el sentido de la soledad con Dios132. En esas expresiones
tenemos en germen toda la mística hesicasta que será la del
monacato antiguo.
La ºFLP\" (hesiquía), el perfecto apaciguamiento del cuerpo
y del espíritu, tal es el fin primero al cual debe tender la soledad
silenciosa del monje. En este silencio y en esta perfecta ausencia de
turbación, los antiguos le aconsejaban apaciguar hasta el ritmo de su
respiración. Cuando haya llegado allí, que susurre, llenando
lentamente su pecho con cada bocanada de aire puro: “Señor Jesús,
Hijo de Dios vivo…”, luego, exhalando el aire viciado del cuerpo: “…sé
paciente conmigo porque soy un pecador”. En esta oración
indefinidamente repetida, cuyo ritmo llegará a concordar con el ritmo
mismo de su vida física, todo se encuentra. La adoración del Padre,
como el Dios vivo, el Dios que posee solo en él el Espíritu de vida, se
realiza por el reconocimiento adorante de la Soberanía de Jesús. La
humildad de la creatura, del pecador, pero también la confianza filial,
se renuevan sin fin.
Poco a poco, la oración se simplificará aún más, pero con una
simplificación que no tiene nada en común con la abstracción. Pues
la mirada de la fe se concentrará cada vez más puramente en la
plenitud única que es JESÚS. Y finalmente el monje no encontrará otra
cosa que decir sino este único Nombre, cargado con todo su amor, o

132
P.G. t. 88, col. 112 C.
171
más bien con todo el amor de Dios derramado en nuestros corazones
por su Espíritu133.

CAPÍTULO III

PENITENCIA Y MORTIFICACIÓN

Hemos hablado de las relaciones que la renuncia debe zanjar


para que el monje busque eficazmente a Dios. Hemos dicho de los
obstáculos que la soledad y el silencio deben apartar para que se
opere el encuentro. Esto que decimos implica que el pecado es el
motivo por el cual debe buscarse a Dios, aunque la presencia de Dios
invada por entero su obra. Sin el pecado, todo nos hablaría de Dios.

133
Sobre todo esto, ver las admirables Centurias de san Máximo el Confesor, P.G., t.
90, col. 1421, 1424, 1441. Para un breve, pero muy sugestivo, comentario cf. M.
Viller, la Spiritualité des premiers siècles chrétiens, Paris 1930, pp. 174 y ss. Los muy
emotivos Relatos de un peregrino ruso muestran hasta qué punto esta tradicional
devoción monástica era viva en el pueblo ruso hasta no hace mucho tiempo. El
rosario occidental, recitado apaciblemente pero con un profundo fervor, tiende
exactamente hacia la misma simplificación de la oración y de la vida, recogidas en
Cristo por su Madre.
172
El amor de las creaturas nos llevaría a amar a Dios. Y si no hay religión
que se pueda pensar sin una ofrenda de todo lo que se tiene, de todo
lo que se es, esta ofrenda nunca hubiera tenido necesidad de una
inmolación para cumplirse. La más pura felicidad humana, sin el
pecado, nos habría conducido, por sí misma, a la beatitud
sobrenatural.
Con todo, estas implicaciones no bastan. Tenemos que
darnos cuenta de que la vida monástica no está solamente
condicionada por el pecado y su necesaria reparación. El pecado no
hace sino darle algunas características particulares, sean éstas
fundamentales. El pecado es su razón de ser. La vida monástica es
reparación del pecado.
Pero el pecado no se repara simplemente por una
compensación de sus consecuencias. No se trata simplemente de
corregir el desequilibrio inicial que ha ocasionado en el desarrollo de
la vida humana. Creer eso, obrar como si se lo creyera es, sin
embargo, la tendencia espontánea, casi invencible, de los creyentes
de hoy. Todo lo que hagamos y digamos a este propósito, daremos
siempre la impresión de que el pecado es simplemente una inercia a
vencer, una inercia natural, que la caída habría a lo sumo acentuado.
Todo el tiempo que se permanece allí, no se ha comenzado siquiera
a entrever la realidad.
La negligencia en la que estamos respecto a una verdadera
noción del pecado, atiene a nuestro endurecimiento en el verdadero
sentido de lo sagrado. Allí donde el sentido de Dios se ha perdido,
¿cómo se podría mantener el sentido de la ofensa hecha a Dios? Pero
esto no es tanto un empobrecimiento de nuestra humanidad cuanto
un olvido de lo que la supera. Si el pecado se reduce, para nosotros,
en una vaga fuerza de inercia, no es porque solamente perdimos de
vista el carácter sobrenatural del mismo. Es simplemente que hemos
olvidado el carácter humano. No vemos más que se trata de un acto
donde nuestra consciencia está comprometida, de un drama donde
nuestra persona está en juego. El estado que resulta de todo esto se
nos aparece entonces como una simple desgracia, extraña, en el
fondo, a nosotros mismos, y de la cual no habría sino que paliar las

173
consecuencias. Pero la verdad es que se trata de una falta que hay
que expiar. No son precauciones, incluso heroicas, ni recetas incluso
sobrenaturalmente sabias las que la repararán. Sobre el primer punto
recaen las renuncias fundamentales de la vida monástica, y sobre el
segundo, la soledad y el silencio, durante tanto tiempo que no se los
podrá ligar explícitamente a una conversión personal, a la penitencia.
Ahondando pues la realidad que hay que poner bajo el término de
penitencia, y su relación con todo lo que hay de mortificante en la
vida monástica, es como nos encontramos ahora conducidos.

La vida monástica, decimos, no está solamente condicionada


por el pecado. Está directamente en función de éste.
Los Padres griegos han elaborado sobre este punto una
doctrina precisa, muy poco conocida hoy. Parece haber encontrado
en san Máximo el Confesor su exposición más coherente134. Según
san Máximo, después del pecado, se abren a la humanidad dos
caminos para su reparación. Uno es el camino indirecto de la familia.
Prolongando la humanidad más allá de la muerte de los pecadores,
mantiene en sí una posibilidad de resurgimiento, de conversión. El
otro es el camino directo de la castidad consagrada a Dios, ella sola
comprometiéndose inmediatamente en la creación del hombre
nuevo, renunciando a prolongar la antigua creación del hombre
caduco. El primer camino le impedía morir y se le dejaba por tanto la

134
El Padre von Balthasar, en Liturgia cósmica, Máximo el Confesor, ha percibido la
importancia de este pensamiento. Pero confundido en una visión naturalista de la
santidad del matrimonio tal como la entienden nuestros contemporáneos, no llega a
captar su valor permanente.
174
esperanza de un futuro resurgimiento. En el segundo, se la deja morir,
pero por esa muerte, se la crea nuevamente.
El asceta, por consiguiente, es de esos violentos que no se
contentan con alargar el campo donde podrá instalarse el Reino
cuando venga, sino que quieren hacerlo descender hoy sobre la
tierra. Después de eso, poco importa que la historia se detenga, ella
no tendría otro sentido que llegar a esto.
Estos dos caminos, piensan los Padres en general, están tanto
el uno como el otro, al lado de lo que sería el camino “natural” de
acceso a Dios, si no hubiese habido pecado. Pues existiendo la
sociedad humana bajo una forma distinta de las que conocemos,
habría sido santificada en sí misma. Pero el pecado no deja más que
dos posibilidades: o bien una sociedad humana que reservará la
posibilidad de santificación prolongándose más allá de sí misma; o
bien una santificación actualmente realizada en el sacrificio de la
posteridad. No es del todo ocioso desarrollar estas consideraciones al
comienzo de una meditación sobre la penitencia. Muy fácilmente,
desde que se ha llegado a esta noción y que se quiere, como es
necesario, decir más de lo que hasta aquí se dijo, nuestros espíritus
modernos se rebelan. Les parece muy evidente que se nos empuja a
algo antinatural. A este prejuicio invencible de nuestros
contemporáneos hay que responder que la vida que pasa al costado
de la penitencia no es más natural que la que se compromete con ella.
Si aquél que “crucifica su carne con sus codicias” está fuera de la
naturaleza, aquél que “alimenta su propia carne y que la ama” no se
corresponde mucho más con ella. La “naturaleza” humana, es decir el
hombre tal como Dios lo había querido sin el pecado, no es algo del
pasado; es una posibilidad que nunca se realizó y que no se realizará
jamás. El hombre o no puede más vegetar por debajo de aquello a lo
que Dios lo llama, reservando sin embargo, si permanece en la línea
de los mandamientos divinos, un mañana mejor, o bien responde
inmediatamente al llamado divino quemando las naves. Uno y otro
son posibles. El matrimonio es santo, en este sentido, como lo dice
san Pablo, “para la procreación”. Pero la virginidad penitente es más
santa, por la consagración inmediata y total que solo ella realiza. Hay

175
que elegir. De hecho, el que ha elegido el camino indirecto,
imperfecto, podrá en él vivir más perfectamente que aquél que eligió
el camino directo. Pero cada uno de los dos caminos permanece lo
que es y es totalmente vano e irreal imaginar un camino que
combinara las satisfacciones de uno y la generosidad del otro. Como
dice el proverbio inglés: “No se puede a la vez comer una torta y
guardarla para otra oportunidad…”

¿Qué es, entonces, propiamente hablando, la penitencia, y


cómo es necesaria la mortificación que ella implica a la eclosión de la
vida eterna?
A la primera pregunta hay que responder que la penitencia es
lo que san Juan Bautista, el solitario por excelencia, el ideal del monje,
como decían los antiguos, ha predicado con el término :,JV<@4"
(metánoia). Lo que hay poner sobre este vocablo, es la palabra
conversión, que lo expresaría mejor. Y es así también porque, en la
visión tan realista y tan penetrante de san Benito, lo que llama
“conversio morum” es el principio primero del camino penitente
donde el monje debe comprometerse.
La conversión es, etimológicamente, el cambio de rumbo.
Desde el pecado, la humanidad seguía una cierta línea. La conversión
rompe con esta línea para comprometerse con otra. Más
profundamente, como la etimología lo muestra una vez más, la
:,JV<@4" será un cambio de espíritu tan radical que exige una
completa ruptura con el pasado. El hombre nuevo que se desarrollará
en el nuevo camino, supondría la muerte anterior del hombre viejo.
Se entiende que la penitencia así definida, si incluso,
propiamente hablando, no es antinatural, es ciertamente
sobrenatural. Si ella no tuviera su fundamento místico en la unión
sacramental con Cristo crucificado, por el bautismo y la eucaristía, la
penitencia no sería sino un suicidio.

176
Lo hemos dicho con bastante insistencia y precisión para
dispensarnos de volver a esto. Pero ahora es el momento de decir
más bien la contrapartida. La unión mística con Cristo, en su misterio
de muerte vivificante, permanecería por su lado como una pura
quimera si no se tradujese en una realidad cotidiana. “Mortificar los
miembros que están en la tierra”, “tratar con dureza su cuerpo y
mantenerlo sujeto”, “morir cada día”, tales son algunas de las
fórmulas muy realistas donde san Pablo expresa esta verdad. A
nosotros nos toca ahora ver la traducción en la vida monástica.
Estas expresiones paulinas dicen bastante que se trata, en la
ascesis penitente, de otra cosa que de desligarse de los lazos o de
apartarse de los obstáculos. Si uno se estuviese en eso, no se iría más
lejos de un abandono de lo superfluo por lo esencial. Pero la
penitencia incluye aún más: es una privación de lo necesario. Si no
fuera así, el empleo del término mortificación sería puramente una
hipérbole. Pues bien, este no es el caso. Es una muerte verdadera que
exige de nosotros la “conversio morum”, la adopción de las
costumbres tradicionales de la vida penitente en lugar de las
costumbres de la vida satisfecha que dejaría el pecado no reparado.
El monje, en efecto, es primeramente alguien que se priva. Y
no hay privación en sentido estricto sino a partir del momento en que
se corta con lo necesario. Nos daremos perfectamente cuenta de esto
si consideramos cuáles son las privaciones materiales que están en la
base de la vida monástica.
Ellas suponen que la vida que llamamos natural, si no es mala
en sí misma, en su sustancia creada por Dios, es en todo caso mala en
su ejercicio actual del que somos responsables. Pero no hay modo de
separar el uno del otro si no es en lo abstracto. En lo concreto, si se
quiere reformar el ejercicio, hay que herir mortalmente la sustancia.
Sin duda, siempre repetimos, esta muerte no será eficaz si no es
sostenida por la fe. Pero esto no quiere decir que por eso será menos
real. Pues la fe es una primera mortificación real que compromete a
todas las demás. ¿No es acaso una renuncia de lo visible por lo
invisible, del presente por lo futuro?

177
El monje se priva en primer lugar de su alimento. Notemos
que no se trata simplemente de la ascesis puramente psicológica a la
cual los modernos están inclinados a reducir las mortificaciones de
este orden. No es solamente, no es directamente la mortificación del
gusto a lo que los antiguos monjes apuntaban. La frugalidad hubiera
bastado. Lo que ellos contrariaban era el fin principal de la
alimentación: la repleción, la saciedad. La especie de euforia que
sigue, no hablo de una comida exagerada sino de una buena comida,
una comida que estaríamos tentados de calificar de normal, de
natural, era el sentimiento que perseguía su ascesis alimentaria. O
esto no significa nada, o esto significa que es justo la satisfacción de
la naturaleza lo que rechazaban. Y es lo que debe significar la palabra
mortificación, a menos que sea una expresión exagerada, puesta de
lado.
Lo mismo en cuanto al confort. Los antiguos monjes
mantenían mucho una práctica ascética que llamaban la
“chamœnia”, de una palabra griega que significa “acostarse en el
piso”. El cuerpo, según ellos, nunca debía permitirse una adaptación
recíproca entre el mundo y él. Debía constreñirse a permanecer allí
como en falso, nunca cómodo.
En fin, los monjes de la antigüedad insistían sobre todo quizás
en la privación que nos parecería la más antinatural: la del sueño.
Ellos querían que el alma no aceptara, o nunca aceptara para proteger
su cuerpo, esta especie de mortaja cotidiana que constituye la calma,
el descanso, la refección más indispensables a una vida equilibrada.
Es inútil obrar con astucia con estos hechos fundamentales
de la tradición monástica. No suponen el ideal de una ascesis que
fuera simplemente una higiene del alma. Supondrían más bien lo que
se estaría tentado en llamar un esfuerzo mórbido. Y, además, si el
término mortificación tiene un sentido, no se ve cómo la realidad que
designa evitaría producir esta impresión.
Ni decir que los higienistas más perspicaces no estén
inclinados a presentir ellos mismos la precisión del instinto que
impulsa a los monjes por este camino. Galeno ya notaba que “había
siempre que levantarse de la mesa con un poquito de hambre”. Más

178
cercano a nosotros, Carrel135 ha mostrado el daño para nuestra
facultad de adaptación, y por tanto para nuestra vitalidad, con el que
se paga el placer del confort. Sin embargo, estas mismas
observaciones, más que no permitirnos llevar la ascesis hacia las
regiones seguras de una “vida conforme a la naturaleza”, nos harían
sospechar de la irrealidad de tal noción. La naturaleza del hombre
actual es una naturaleza viciada. Si no se la hiere, ella se hiere a sí
misma. Esto es lo que tales observaciones nos hacen ver. Ellas nos
dejan presentir que la locura de la ascesis será quizás la única
verdadera cordura, pero no nos dicen por qué. Sólo lo pueden las
miradas de la fe. Notemos que las tres mortificaciones esenciales: en
el alimento, en el confort, en el sueño, apuntan a la misma cosa bajo
diferentes formas. Se la toman con el acomodarse, el instalarse, con
el gozo apacible y satisfecho de este mundo. ¿Por qué es pues tan
importante que el monje, que el hombre que busca a Dios rechace lo
que, una vez más, parece tan natural?
La única respuesta posible es que esta apariencia es una
trampa. Lo es, porque lo que parece un derecho elemental del
hombre ya no lo es más. Vivir simplemente, hacer uso del mundo
como si estuviese hecho para nosotros (lo que la Palabra de Dios sin
embargo nos afirma), ya no lo podemos más, no tenemos más
derecho a eso. Reconocer esto es la base de la penitencia. Pero
nosotros nunca lo reconocemos en serio antes de haberlo hecho en
realidad. Gozar tranquilamente de los bienes de este mundo supone
una buena consciencia frente al creador del mundo. Esta buena
consciencia ya no podemos tenerla más. Abandonarnos a las más
sanas alegrías terrenales, incluso cuando usáramos de ellas de la
manera más moderada, sería mantener en nosotros un
malentendido, la más nefasta de las ilusiones. El apaciguamiento, la
tranquilidad que son la consecuencia normal de la satisfacción de las
necesidades elementales, nos dejarían vivir en una falsa seguridad. La
paz en que nos establecería esta satisfacción sería una paz engañosa.
A decir verdad, no sería sino un embotamiento de la consciencia, un

135
Dr. Alexis Carrel, cirujano francés (1873-1944) (NT)
179
estancamiento en un falso paraíso terrenal que ya no es posible para
nosotros.
La razón última por la cual el monje debe huir aquí abajo de
todo descanso, de toda instalación, de todo acomodamiento, es que
la primera cosa que debe hacer para encontrar a Dios es la de
reconocerse pecador. Ahora bien, un pecador que obra y se siente
con Dios como en su casa, es un pecador que todavía no ha empezado
a tomar consciencia de su situación. Con mayor razón no es cuestión
para él de reparar porque incluso no ve que sea necesario.
Al contrario, el pecador arrepentido, en vía de convertirse en
un pecador eficazmente penitente, es aquél que dice al Padre, como
el hijo pródigo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. No soy
digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como uno de tus
jornaleros”…
La mortificación debe tener como primer efecto mantener en
nosotros un espíritu tal sin el cual la vida del monje careciera de toda
seriedad. Este espíritu, la tradición monástica lo ha definido con el
término de compunción. Los grados de humildad a los cuales san
Benito lleva toda la espiritualidad de su regla, no hacen sino detallar
esta profundidad progresiva. Se trata, en suma, de establecerse y de
mantenerse en el pensamiento fundamental que nuestra vida parte
sobre un error, sobre una falta. Ella debe pues retomarse (aquí
interviene la :,JV<@4") con un arrepentimiento, con una reparación.
El principio no podría ser ningún otro que la aceptación del
sufrimiento como la única ley verdaderamente natural de nuestra
vida sobre las bases en que nosotros mismos lo establecimos. Una
discordancia, un desacuerdo fundamental con el designio de Dios, es
lo que san Pablo llama “la ley de nuestros miembros” (cf. Rom. 7,5),
es decir la ley que nuestra naturaleza viciada se ha formado. Tomar
consciencia de esto, tomar consciencia de la oposición necesaria
entre esta “ley” y la ley divina, es el principio de la penitencia. Pero
mientras vivamos en la ilusión de un acuerdo posible entre nuestra
existencia y el orden general de la creación, no habrá modo de que
tomemos consciencia de la realidad que por desgracia es la nuestra.
De ahí el vínculo necesario entre penitencia y mortificación. La

180
mortificación no nos hará comprobar por la sola inteligencia sino en
la experiencia de la vida cotidiana, la única convincente al respecto,
que somos indignos de los más elementales dones de Dios. Aceptada,
querida por nosotros, ella no será un simple reconocimiento
abstracto, inerte de este hecho. Nos llevará a colocarnos por nosotros
mismos en nuestro verdadero lugar, el único donde la gracia pueda
encontrarnos y levantarnos.
Aquí uno podría preguntarse si este desarrollo y este cuidado
sistemático del sentido doloroso de un desacuerdo básico entre
nosotros y Dios no se opone a la búsqueda de la ºFLP\" (hesiquía), de
la seguridad profunda de una vida de unión a Él que dimos como fin
a la oración. Nada de eso. Newman, en una de esas fórmulas firmes y
flexibles propias de él, destruye la confusión. “To be ease, nos dice, is
to be unsafe”. Podríamos traducir: “ponerse cómodo es ponerse
fuera de la verdadera paz”. La oración de Jesús de la que hemos
hablado, que debe conducir al perfecto descanso en Él, toma al
contrario su apoyo en un acto de humildad cada vez más profundo.
Cada aspiración que nos eleva hacia Aquel que llamamos en una
adoración cada vez más serena: “Señor Jesús, Hijo de Dios Viviente…”,
supone el abajamiento cada vez más prosternado del “Sé calmo
conmigo que soy un pecador…”
Lejos, entonces, de que haya oposición, debemos darnos
cuenta de la interacción necesaria entre la verdadera oración y la
verdadera penitencia. Nuestra oración sólo será lo que deba ser en la
medida en que sintamos en nosotros la necesidad de la gracia. Pero
no lo comprobaremos sino en la medida en que seamos penitentes.
Inversamente, por otra parte, nuestra penitencia solo será generosa,
y sobre todo será eficaz en la medida en que la misma gracia nos
abrirá los ojos del corazón sobre lo que nosotros somos sin ella. Y esto
sólo la oración puede conseguirlo.
Volvamos a esta última idea. Por el momento, provistos de
las consideraciones precedentes, debemos, ahora que a propósito
podemos, precisar las exigencias de la penitencia. Cae por su propio
peso que las tres grandes prácticas penitenciales de la privación de
alimentos, del confort, del sueño, no pueden ser aplicadas sin una

181
prudente discreción. Es justo ahí donde se encuentra la justificación
primera de la vida cenobítica. Los monjes vinieron para vivir juntos
bajo la autoridad de un superior, para combinar la emulación en la
penitencia con la moderación necesaria que pide la presencia
perpetua cerca nuestro de un juez objetivo por ser independiente.
Pero decir esto quiere decir que la discreción, la moderación
en el uso de la penitencia es primero asunto del superior o del
director. El monje viene a ponerse entre sus manos para asegurarse
a este respecto. Pero él, lo que debe buscar al amparo de esta
salvaguardia, lo que es su propio asunto del cual ninguna iniciativa de
otro puede dispensarlo, es la realización de una penitencia tan real,
tan generosa como sea posible. Desde el momento en que el superior
debe animar al monje, en lugar de retenerlo en este camino, es
porque este monje no busca a Dios verdaderamente. A partir de este
momento todo lo que podría hacer para entrenarlo, no tendría otro
valor que el de las admoniciones dirigidas a un muerto. El nervio, el
impulso irremplazable de la búsqueda de Dios es el esfuerzo personal
según una mortificación tan pujante cuanto es posible.
No podemos dejar que seamos las víctimas de un falso
humanismo nacido en el Renacimiento y que es la negación implícita
de todo lo que supone el monacato. A menos que se trate de un
llamado muy especial, no debe por cierto destruirse su salud a riesgo
de quebrar en sí la energía de todo progreso, de todo esfuerzo
consciente y voluntario. Pero el cuidado de la salud no debe tomarse
como pretexto para que no domine al monje. Más generalmente, su
fin no puede ser un equilibrio armonioso del alma y del cuerpo, tal
como lo proponen los humanistas “cristianos” desde el siglo XVI.
El monje sabe primeramente que tal equilibrio es quimérico.
No se puede creer en él sin desconocer las condiciones creadas en la
vida humana por el pecado. “El Espíritu en nosotros lucha contra la
carne y la carne contra el Espíritu”. Sin duda esto no significa,
nosotros mismos lo hemos dicho, que el alma y el cuerpo sean
enemigos irreconciliables. Sino que esto significa, al menos en la vida
presente, que el alma debe, siempre según san Pablo, “tratar
duramente al cuerpo para mantenerlo sujeto”.

182
No hay que decir que el monje no apunte también a un cierto
equilibrio. Pero es el equilibrio escatológico de la resurrección, y el
único camino para llegar a ello es siempre la cruz. Todo otro
equilibrio, aunque accesible, lo que no sucede, sería a los ojos del
monje un puro y simple estancamiento. Él huye pues, del descanso,
de la instalación, como de la pura y simple parálisis del impulso que
debe llevarlo hacia Dios. Que este impulso sea necesariamente
doloroso, es lo que se nos manifiesta cada vez más. Pero este dolor
es aquel que nos arranca de una mortal anquilosis. Además el
monacato, como ya hemos dicho, es el único verdadero humanismo,
el único que salva integralmente y para siempre al hombre entero.
Pero es porque es un humanismo decididamente escatológico. A este
respecto no hay duda de que esto parecerá siempre malsano a
aquellos que confunden la salud y la comodidad, al menos aparente,
en el mundo de hoy.

El efecto de esta ascesis penitencial debe ser, al fin de


cuentas, ponernos delante de Dios en el estado de quien sabe que no
tiene más derecho de los que ya tiene, por pocos que sean. No se
trata de inculcarnos una idea de esto. Aquí debemos ir más allá de la
simple psicología. Es, por otra parte, la razón última por la cual la
tradición monástica ha considerado siempre como radicalmente
insuficiente una ascesis puramente espiritual. Hay que darse cuenta
de esta situación nuestra: no considerarse solamente como pobres
sino serlos de hecho.
Bien decimos que si Cristo no ha creído poder sacarnos de
nuestra miseria de otro modo sino tomando sobre él toda la realidad,
sería inverosímil que nosotros en esto pudiésemos ahorrarnos el
esfuerzo. Descubrimos aquí a qué obedece este lugar invadente que
han tomado los pobres en la religión de Israel. Después de la
predicación de los grandes profetas, sobre todo la de Jeremías,
después de la experiencia del exilio y de la dispersión, la consciencia
religiosa judía ha reconocido que el único hombre que pudo ser

183
agradable a Dios es el pobre; no solamente aquel que trata de tener
sentimientos de pobre, sino aquél que acepta serlo, que quiere serlo.
No hay otro modo de colocarse frente al rostro de Dios donde su
gracia debe encontrarnos para tocarnos.
El siervo de Yahvé de las grandes profecías isaíacas es el pobre
por excelencia, es el indigente, el proscripto, aquél a quien los
hombres no hacen ningún caso y al que Dios quiso quebrar por el
sufrimiento. Los salmos que nos conducen más cerca del Evangelio no
son sino la oración de este pobre ideal. Entre los evangelistas, san
Lucas se distinguirá por la insistencia con la cual pone el acento sobre
esta pobreza necesaria, y necesariamente realista, de aquel que
quiere ser hijo de Dios, que quiere entrar en el Reino del Padre. En
Lucas, Cristo no se contenta con decir “Bienaventurados los pobres
de espíritu”. Dice: “Bienaventurados los pobres”, simplemente, y para
cerrar la puerta a toda escapatoria, agrega “Infelices los ricos”.
Los Padres han tenido un sentido muy fuerte de esta
exigencia central de la palabra divina, que el Evangelio debía llevar a
su colmo. A sus ojos, el hecho de que la oración de los monjes es el
salterio implica que sean en efecto los pobres, pues el salterio no es
sino la oración de los pobres, al igual que el Evangelio de las
bienaventuranzas está dirigido solo a los pobres. Escuchemos más
bien los términos en los cuales un gran espiritual de la Escuela
francesa ha resumido su doctrina y la de san Agustín en primer lugar.
“Los pobres que nos acompañan a menudo cuando vamos a
la Iglesia, o que, por una providencia que ha remarcado san Juan
Crisóstomo, están sentados en las puertas del templo donde se hace
la oración, deberían hacernos recordar nuestro estado por el suyo y
enseñarnos a suplicar de la manera en que ellos nos suplican. Pues la
Escritura no deja nunca de repetirnos que Dios sólo escucha la
oración del pobre. Los salmos parecen sólo destinados a instruirnos
en esta verdad; y nosotros no podemos meditarla demasiado ni
examinar en ella las consecuencias y la extensión.
Los príncipes han sido despreciados, y el pobre ha sido
socorrido en su indigencia. Los orgullosos ha sido rechazados, y el
humilde ha sido ennoblecido. Este pobre es un mendigo que no se

184
atribuye nada a sí mismo, que espera todo de la misericordia de Dios,
que clama todos los días a la puerta de su maestro, que golpea para
que le abran, que está desnudo y temblando de frío, que pide alguna
vestimenta, que tiene los ojos abajados a la tierra, y que se golpea el
pecho. Esto es un mendigo, esto es un pobre, esto es un corazón
humilde que Dios sostiene con un poderoso auxilio. Este pobre es una
multitud de familias; este pobre es una multitud de pueblos, una
multitud de Iglesias. Es también una sola Iglesia, un solo pueblo, una
sola familia. ¡Cuántas enseñanzas escondidas bajo estas figuras!
¡cuán profundas! En efecto, es un gran misterio que toda la Iglesia no
sea sino un pobre, y que todos los santos no compongan sino un solo
pobre, el único que es escuchado.”136
Además, como agrega Duguet, tenemos que reconocer en
esta pobreza una pobreza culpable. Esta humildad nuestra no es
simplemente la de la creatura que reconoce que todo lo que posee es
porque lo ha recibido. Es la humildad del pecador que sabe que ha
profanado la primera gracia, la de la creación, y que la gracia
redentora, no solo no le es debida sino que debería, si Dios sólo fuera
justo, serle rechazada. El monje es en primer lugar, el hombre que se
da cuenta de este estado de pecado en que están todos los hombres,
pero que los demás no aceptan, no reconocen. Para que él lo
reconozca es necesario que él salga del vacío. Es necesario que su
penitencia personal le haga confesar sus pecados personales, le haga
aceptar la justa consecuencia. Pues reconocerse pecador mientras
nos refugiamos detrás de la universalidad del pecado para esquivar la
responsabilidad personal, es perfectamente vano. Es necesario que
un acto, que una seguidilla de actos retomen y marquen toda nuestra
vida obligándonos a endosar el pecado no tanto en cuanto falta
general anónima, sino nuestra. La cultura progresiva de la humildad,
según san Benito, no tiene otro fin. De este modo ella da su
significación a todas las mortificaciones del monje. Éstas lo obligan a
decirse, con toda la convicción que exige de nosotros la realidad, pero

136
L.DUGUET, Traité sur la prière publique ; 7ª ed. Paris, 1713, pp.142 y ss. Las frases
en cursiva son una serie de citas de la Enarratio in Psalm. K106 de S. Agustín.
185
que no se obtendrá sin una humillación efectiva y voluntaria: “Tú eres
ese hombre”.
Sin embargo el reconocimiento preciso de todas sus faltas por
parte del monje no basta si fueran como faltas o errores que se
confesara a sí mismo o a sus hermanos los hombres. Es necesario que
venga a confesarlas a Dios propiamente como pecados: “he pecado
contra el cielo y contra ti… “, no hay confesión eficaz mientras no se
llegue a esto. Y esto es a lo que tiende la contracción de todo lo que
viene de Dios: colocarnos no en la condición de algunos indigentes,
sino en la de pecadores: “no soy digno de llamarme hijo tuyo…”
Henos aquí llevados a la interacción necesaria de la oración,
de la oración de la fe y de la penitencia. Uno solamente se reconoce
pecador delante de Dios cuando la relación con Dios se funda sobre
la fe en Jesucristo, en la consideración de la Cruz vista primeramente
como el gran, el personal reproche que Dios dirige a cada uno de
nosotros. Sin embargo la Cruz de Jesús no atravesará nuestro corazón
sin que se vuelva nuestra cruz. No basta mirar la cruz para
comprender el sentido. Es necesario subirse a ella.
Quizás entreveamos la profundidad sobrenatural de esta
guerra a la satisfacción natural que constituye la ascesis penitencial
que hemos descrito. En el estado presente de la humanidad, se puede
decir que toda consciencia viva es necesariamente dolorosa. Es un
hecho muy conocido que las sensibilidades exquisitas son aquellas de
corazones perpetuamente desgarrados. Inversamente, la felicidad
terrenal, la felicidad humana más natural y más sana, tienden
indiscutiblemente a un embotamiento de la consciencia. La
satisfacción de las necesidades alimentarias o sexuales se prolonga
espontáneamente en el sueño. El sueño es la felicidad hacia la cual se
orientan todas las voluptuosidades terrenales. La confusión
romántica entre el amor, la muerte y el éxtasis poético de una mística
puramente terrenal es singularmente luminosa. La paz adonde la
humanidad tiende a huir del dolor que la acosa, es al final la paz del
no-ser. La felicidad no es sino un estupefaciente.
Al contrario, la ascesis monástica tiende a despertar a todo
precio este ser invenciblemente somnoliento que es el hombre caído.

186
Lo priva del sueño que le parece, que sin embargo es su necesidad
fundamental. Lo priva del sosiego del confort donde olvidaría el
contacto doloroso entre él y el mundo, tal cual son ahora el uno para
el otro. Lo priva de la repleción que llenaría sus deseos físicos
apagándolos. Por todas estas vías, lo mantiene a la vez despierto y
sufriente. Pero este sufrimiento físico que le inflige no es sino la señal
del estado de desacuerdo que es el suyo en tanto pecador. Lo lleva a
la única consciencia que no es más o menos un sueño sino
verdaderamente consciencia actual, consciencia total.
En esta consciencia solamente, en esta consciencia incapaz
de reposo, de apaciguamiento, él se encuentra ante Dios, allí donde
él está, si todavía está: en su pecado. Él se encuentra así donde Dios
lo busca, donde Dios lo encuentra en Jesucristo, en Jesucristo hecho
pecado y maldición para salvar a los pecadores entre los cuales el
monje se reconoce como el primero…
Cuando uno está allí, entiende quizás lo que dijo san
Jerónimo, que la tarea del monje, por oposición a la del sacerdote, no
es la de predicar sino la de llorar. Se entiende también la importancia
dada por la mística antigua del don de lágrimas. El misal romano nos
ha conservado una oración pro petitione lacrimarum137. Nada mejor
que retomarla para resumir la enseñanza tradicional que quisiéramos
haber sintetizado:
Omnípotens et mitíssime Deus, qui sitiénti pópulo fontem
vivéntis aquæ de petra produxísti : éduc de córdis nóstri durítia
lácrimas compunctiónis ; ut peccáta nostra plángere valeámus,
remissionémque eorum, te miseránte, mereámus accípere.138 En

137
Evidentemente se trata del Misal Romano antes de la reforma del Concilio
Vaticano II. (NT).”
138
En “Cuadernos Monásticos” nº 124, el P.Pedro E. Alurralde, osb, cita esta oración
en su artículo “Los tres bautismos”:
“En el antiguo Misal Romano se leía una hermosa oración pidiendo el don de
lágrimas, y que puede traducirse así: «Señor, que hiciste brotar de la piedra -para el
pueblo sediento- una fuente de agua viva, Tú que eres misericordioso, haz brotar
lágrimas de compunción de la dureza de nuestro corazón, para que podamos llorar
nuestros pecados y así merecer tu perdón» (Pro petitione lacrimarum 21).” (NT)

187
efecto, para el pueblo sediento Dios, el Dios todopoderoso y sin
embargo lleno de dulzura, hace brotar la fuente de agua viva. Los que
están saciados de los bienes de este mundo, no podrían beber de allí.
Esta fuente se ofrece solamente a aquellos cuyo corazón de piedra
fue golpeado con la vara del castigo divino. Sin lágrimas de
compunción, el corazón de carne que Dios espera de la humanidad
nueva no podría ser recreado en nosotros. Pero aquél que llora sus
pecados, el perdón le es ofrecido por la gracia divina, y el primer don
es derramar semejantes lágrimas.
La penitencia, finalmente, debe entregarnos los frutos de la
Cruz. Pero no puede hacerlo de otro modo que clavándonos en la
cruz. El Corazón triturado del hombre-Dios por quien el Espíritu
santificador y reconciliador se expande en la humanidad, no puede
comunicarlo sino a corazones quebrantados. Nuestros pecados son
los que han destrozado el Corazón del Justo; ¿cómo podríamos
querer que él nos lave si el nuestro rehúye pasar por la misma
prueba? Sería vano que descansemos sobre el Amor de Dios que
Cristo nos ha manifestado si olvidamos que este Amor no nos es
conocido sino como Amor crucificado. Pero son nuestras ofensas, una
vez más, las que lo han crucificado. ¿Podría ser que devolvamos amor
por amor, podría ser más bien que el mismo amor de Dios venga a
nosotros, sin que, de nuestra parte, nos ofreciésemos en la Cruz?
Sin embargo, ofrecerse en la Cruz no significa de ningún modo
complacerse en el dolor. De nosotros, como de Cristo, se tiene que
poder decir: “Considerando el gozo que se le ofrecía, soportó la Cruz
sin temer la ignominia”139. No es, lo que sería el colmo del dolorismo
malsano con el cual la verdadera ascesis no tiene nada que ver, cómo
debemos buscar o esperar algún dulcor lacrymarum, algún placer
sacado de las lágrimas mismas. Por la cruz, por la cruz iluminada por
la fe, por nuestra cruz confundida con la de Cristo, es cómo llegamos
al gozo verdadero. Más allá de la cruz, más allá de toda cruz, en la
eternidad bienaventurada donde “no existirá la muerte, ni duelo, ni
grito, ni dolor, ni nada semejante”140, se extiende la región del gozo

139
Hebreos, 12,2
140
Apoc. 21,4
188
que permanece, de aquel gozo que el mundo no puede dar, pero que
tampoco puede quitar. Pero ya aquí abajo, ahora, bajo la cruz, si la
cruz es verdaderamente la gran experiencia de la fe, este gozo
escondido para el mundo se irradia en el corazón penitente. Entonces
uniéndose por adelantado a Cristo en su gloria como se une ya en su
pasión, el penitente puede hacer suya la oración del santo y del justo
ante la Cruz: “Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo para que tu
Hijo te glorifique…”141

141
Jn. 17,1
189
CAPÍTULO IV

EL TRABAJO

“El hombre no es ni ángel ni animal, nos dice Pascal, y la


desgracia es que el que quiere ser ángel es animal”. La advertencia
tocaría directamente al monje al que una ascesis realista no
establecería en una consciencia muy aguda, diría, de la condición
humana actual como la suya y de donde él tendría que partir en su
búsqueda de Dios.
La mirada sobrenatural, escatológica, que debe ser la del
monacato auténtico ha degenerado a veces en una visión irrealista.
El antiguo monacato conoció una verdadera secta, la de los euquitas
(rezadores), que rechazaban toda ocupación terrenal con el pretexto
de consagrarse exclusivamente a la oración. Nos equivocaríamos si
creyésemos, por otra parte, que el peligro de la ilusión no existiría
para los monjes enérgicamente mortificados. El trabajo, el trabajo
con el sudor de la frente es, según la Escritura, la mortificación
primera de la humanidad pecadora. No sería una ascesis muy realista
la que descuidara la mortificación básica a la que ningún hombre
escapa, para ingeniarse inventando todo tipo de cosas que caerían en

190
el puro artificio. Notemos que las tentaciones de este tipo parecen
amenazar periódicamente a los institutos monásticos. Los
monasterios bizantinos, los monasterios clunystas han ido decayendo
por el camino de la ociosidad. Cuando un monasterio se funda,
generalmente los primeros monjes están sobrecargados de
preocupaciones materiales y aspiran al día en el que su vida estará
suficientemente organizada para asegurarse el placer de la
contemplación. Pero cuando llega el momento en el que la vida de la
comunidad se equilibra, es muy raro que no se pase de la raya, que
no ceda a la idea de que se podrá tener una vida mucho más fructífera
en el plano espiritual no distrayéndose más con tareas terrenales
cuya necesidad ha desaparecido. Y el resultado es siempre el mismo
según la historia: sin que se pueda determinar un momento preciso
donde el error se ha consumado, se va deslizando del otium
contemplationis a una decadente holgazanería piadosa que entre sí
no tienen nada en común.
A partir de ese momento, el monasterio es todo menos un
monasterio. Puede todavía conservar por un tiempo una vida
decente. En adelante ha cesado de caminar en la vía de los
mandamientos divinos. No es más una escuela del servicio divino. A
lo sumo es una casa de retiro de rezagados que han renunciado a
proseguir la búsqueda de Dios. Contra esta desviación insidiosa, la
más pérfida de las amenazas que pesan sobre el desarrollo de una
comunidad monástica, hay que recordar sin cesar la doctrina común
de todos los grandes legisladores monásticos: el trabajo, el trabajo
penoso es en sí una práctica ascética. Es la más indispensable de las
prácticas ascéticas, porque, repetimos una vez más, es la más
fundamental.
Nos lo dice san Pablo. San Pacomio, san Basilio, san Benito,
luego los primeros ermitaños como san Antonio nos lo dicen: “Aquél
que no quiera trabajar que no coma”. El monje debe trabajar, y
trabajar primero manualmente; porque él no puede huir del mundo,
renunciar al mundo, mortificar su propia carne a tal punto de no
comer más, de no vestirse, de no tener un techo donde refugiarse.
Sería, pues, escandaloso que, gozando de todas estas cosas como

191
todos los demás hombres, no se lo procure por sí mismo, como
aquellos están obligados a hacerlo. Si, en cierto sentido, el monje
huye y debe huir del mundo, es de sus goces que huye. Pero no es
cuestión para él que huya de las tareas del mismo mundo. Más que
todo otro cristiano, el monje debe repetirse la palabra de Cristo: “he
venido no para ser servido sino para servir”.
Incluso no basta con decir del monje que él no debe huir de
las tareas de los demás hombres. Hay que agregar que no debe
incluso sustraerse de sus preocupaciones, ciertamente al menos de
las más graves y legítimas. Recuerdo haber visto pasar un día un grupo
de religiosos en una pequeño pueblo del Île de France. Un niño,
sorprendido de sus vestimentas, preguntó delante de mí a su madre,
parada en el umbral de la casa, quiénes eran. No puedo olvidar la
respuesta. No había en el tono ninguna animosidad sino una tristeza
tanto más impresionante. “No te preocupes de ellos, hijito, le dijo,
ellos son felices; no tienen mujer, ni hijos, ni preocupaciones…”
Me parece que no se puede decir nada más grave contra los
religiosos. Nada podría legitimar su apartamiento respecto del
mundo si éste los eximiera de las grandes preocupaciones queridas
por Dios que son a la vez la prueba y el honor de sus hermanos en
humanidad. Si evidentemente estas preocupaciones el monje no las
experimenta por sí mismo, la caridad le hace llevar las de los demás
como si fuesen suyas. El hecho mismo de que él haya reducido sus
propias necesidades debe hacerlo libre de practicar la caridad
fraterna sin restricciones. Los demás hombres pueden en alguna
medida estar dispensados de preocuparse de los extraños, porque él
debe preocuparse de ellos. De esto no puede excusarse.
Y aquí, como para la mortificación, hay que repetir: la caridad,
antes que pretender ser espiritual, debe comenzar por ser corporal.
El monje que pretende amar las almas de sus hermanos los hombres
y que es sordo, indiferente o ignorante respecto de sus
preocupaciones más absorbentes, se burla del mundo. Tranquilizado
por su lado a este respecto, si esta tranquilidad lo cierra a las
dificultades del otro, no hace sino aprisionarlo en el egoísmo.

192
De un modo más general, es importante darse cuenta que
una sociedad monástica, presente en medio de la sociedad humana,
no debe nunca estar allí o parecer parasitaria. Incluso en el plano
material, o digamos al menos en el plano terrenal (precisaremos esta
distinción enseguida), es necesario que el monje produzca para la
humanidad que lo rodea, más de lo que se le pide. Los monasterios
que lo han olvidado, que llegaron para vivir de la generosidad de los
laicos, todos han llegado a irremediables decadencias. Pero si esto fue
en épocas en que la fe generalmente expandida hacía que todos
admitieran que las prestaciones espirituales que el monasterio daba
a la ciudad lo dispensaran ampliamente de las otras prestaciones,
¿qué diríamos hoy? En un mundo donde casi nadie es capaz de
comprender tal razonamiento, ¿cómo evitarían los monjes parásitos
ser monjes escandalosos? La situación es agravada particularmente
por el hecho de que los trabajadores modernos tienen un sentido tan
fuerte del deber universal de producir. Una sociedad monástica que
gasta sin producir correlativamente haría hoy el efecto de un
verdadero cáncer.
Consideraciones de este género son las que explican la
amplitud con la cual la hospitalidad benedictina fue practicada
siempre. Son también las que nos permiten comprender que los
monjes hayan podido llenar, en otras épocas, la tarea civilizadora que
hemos recordado, sin por eso perder de vista del todo su objeto
principal, incluso único. Sin decir que los monjes que enseñaron a sus
vecinos a hacer crecer el trigo allí donde se extendían los matorrales
o las marismas devolvían ampliamente en caridad práctica y efectiva
lo que el mundo podía haberle prestado para su establecimiento
terrenal.
Diciendo todo esto, por nada del mundo olvidemos lo que
tanto hemos afirmado: que la tarea del monje es la oración. Pero la
oración, si no quiere caer en la hipocresía, no puede dispensar al
monje de la solidaridad terrestre con la humanidad. Una vez más,
puesto que goza de esta solidaridad, no puede ser cuestión para él
permanecer simplemente como formando parte. Que su tarea propia
sea la oración debe, al contrario, significar para él que debe gozar tan

193
poco de la solidaridad de la que hablamos que le sea más fácil que a
nadie compensar, y por sobre todo, lo que él pueda aportar al tesoro
común. La vida se san Antonio nos muestra a éste acrecentando su
trabajo, y al mismo tiempo acrecentando la caridad fraterna, a
medida que reducía sus propias necesidades.
Si volvemos a pensar en la palabra de Cristo que
recordábamos hace un momento: “el hijo del hombre ha venido para
servir y no para ser servido”, tiene que ser evidente que el monje no
podría bajo ninguna consideración ser dispensado del trabajo
propiamente servil. Todo lo que, en tanto hacemos por el otro,
supone en el otro una dependencia respecto de nosotros, o, con más
razón, un envilecimiento, el monje debe hacerlo para él mismo. Y, se
entiende, lo que él debe rechazar que se le haga, debe estar pronto a
hacerlo para los demás. Es por esto que las comunidades que tienen
hermanos han mantenido la costumbre para todos los padres de
servir la mesa por turno. La idea de que un monje pueda tener servicio
doméstico parece una ridiculez tan evidente que basta enunciarlo
para que sea insostenible.
¿Quiere decir que el monje debe también necesariamente
llevar a cabo las tareas materiales no serviles que pide su existencia?,
¿es necesario que produzca él mismo su alimento, que confeccione él
mismo sus hábitos, etc...? Parece que no. El monje está a este
respecto en la misma situación que los otros miembros de la sociedad
humana. Una cierta división de tareas es indispensable para que se
acompañe con un mutuo intercambio de prestaciones por parte de
cada uno. Si el monje cumple un trabajo intelectual que le permite
ganar su pan, puede ser dispensado en alguna medida del trabajo
manual no servil. Todavía queda, en el trabajo de las manos, un
elemento de humillación saludable que no es el mismo
aparentemente en el trabajo del espíritu y que hace deseable que
todo monje, cada tanto, realice labores que le cuesten el sudor de la
frente. De una manera u otra, lo que vale para el conjunto del
monasterio vale para cada uno de sus miembros; es necesario que
den a la ciudad terrenal el equivalente de lo que le pide de costoso y
penoso, e incluso más.

194

Después de todo esto nos queda que el trabajo del monje, en


tanto que produje una obra terrenal, debe mantener siempre en su
vida un lugar secundario. No es su obra. No es la tarea que lo
especifica entre los hombres. Al mismo tiempo que debe trabajar
como es debido, debe mantenerse en él un despojo necesario
respecto a la obra hecha. Incluso obrando en una tarea terrenal, el
monje debe siempre mirar la construcción celestial. Todos los
cristianos, sin duda, deben hacerlo. Pero, para ellos, la prosecución
del fin último puede permanecer más o menos mediata. Para el
monje no puede dejar de ser inmediata.
Los antiguos decían que no se debe dar al monje una tarea
que acapare su espíritu. Declaraban que no hay que hacerle cortar
piedras a lo largo de la jornada. No podría llevar a cabo semejante
tarea y continuar al mismo tiempo pensando en Dios como es su
deber. Pero puede tejer canastos pues esto deja al mismo tiempo
suficientemente libre el espíritu para aplicarse a la oración.
En suma, el monje no debe trabajar en la ciudad terrenal, a
pesar de que trabaja en ella, sino como un huésped que no se siente
en su casa. Él paga más escrupulosamente en la misma medida su
cuota, pero no se encariña con este lugar de paso, ni a nada de lo que
deba dejar allí para cumplir con su deuda. Todo eso será destruido. Él
lo sabe, y es el hombre que sólo trabaja desde ahora, incluso
colaborando pasajeramente con otro, en la obra eterna. Lo que él
hace, incluso dando una mano a la ciudad terrenal, es sólo para
edificar la ciudad celestial y para hacerse él mismo primeramente una
piedra bien acondicionada de la misma.
En esta doble exigencia es quizás donde reside, más que en
ninguna otra parte, el valor ascético irremplazable del trabajo
monástico. Por un lado hay que trabajar y esforzarse más
generosamente que nadie. Pero al mismo tiempo hay que rechazar,
quebrar, suprimir todo apego a lo que lo hace visible, terrenal. Nadie

195
puede tener más consciencia de lo que hace que el monje, pues toda
su vida, estando consagrada a Dios, hace que todo lo que lo ocupa se
vuelva sagrado. Pero lo que haga sobre este plano, justamente no
vale más que este mismo plano. No es para nada su obra, es
solamente un aparte necesario, pero que no encuentra su propio
sentido.
Sin embargo, hay una tarea largamente confiada a los monjes
de hoy en Occidente y que parece plantear problemas particulares. Y
es la tarea sacerdotal. En gran número, desde la Edad Media, pero
sobre todo desde épocas más recientes, los monjes son llamados al
sacerdocio. En consecuencia, los monasterios mismos, a menudo, se
encuentran colectivamente comprometidos en tareas apostólicas
donde aquellos de entre los monjes que no son sacerdotes pueden
encontrarse más o menos arrastrados.
Se podría estar tentado de pensar que aquí la oposición
interna que acabamos de analizar en el trabajo monástico va a
resolverse. Sería un grave error que nunca fue cometido por los
antiguos. Al contrario, basta con leer el tratado Sobre el Sacerdocio
de san Juan Crisóstomo, o más bien, la correspondencia y los poemas
de san Gregorio Nacianceno para descubrir cómo el conflicto creado
por una vocación sacerdotal superponiéndose a la vocación
monástica les parecía agudo. En efecto, es sólo el conflicto señalado
más arriba, simplemente llevado a su máxima tensión.
Para comprenderlo, baste recordar lo que hemos dicho, al
comienzo de esta segunda parte, sobre el principio de la ascesis
cristiana, y sobre todo de la renuncia. Se trata siempre de una
preferencia de lo absoluto y no de una condena de lo relativo. En
consecuencia, hemos agregado, será más preciosa la realidad
considerada, y más necesario podrá ser su abandono, aunque más
doloroso. Bien entendido, el fin que persigue en los demás la obra
sacerdotal se une al que el monje persigue en él mismo. A priori,
parecería ser sólo una comunicación por la caridad de lo que el monje
ha en sí mismo recibido. En los casos en los que llega a ser sólo
efectivamente eso, la obra sacerdotal se volverá como la expansión
natural de la obra monástica. Pero ¡qué ingenuidad o qué pretensión

196
no sería creer que la situación, en el plano concreto, pueda ser
siempre tan simple!
De hecho, la tarea sacerdotal se encarna primeramente y se
particulariza en responsabilidades particulares, locales, cuyo cuidado
va a entrar en un inevitable conflicto con el unum necessarium (lo
único necesario) que busca el monje. Pues estas mismas
responsabilidades van a demandarle actividades mucho más difíciles
de conciliar con las exigencias propias de su vida que las actividades
que resulten de una tarea simplemente material, incluso intelectual.
A todo esto, de nada sirve responder que toda tarea sacerdotal está
movida por una exigencia de caridad y que el ejercicio de esta caridad
compensará para el monje la imperfección de sus ejercicios que haya
llevado. Decir esto es olvidar que el monje no ha adoptado sus
ejercicios sino porque le han parecido necesarios, en cuanto para él,
a la realización de la caridad perfecta. De nada sirve, pues, prometerle
una compensación en lo que él buscaba precisamente, cuando le han
sustraído los medios, sin darle otros equivalentes en su lugar.
De lo que más huye el monje, cuando huye de la vida
matrimonial, no es tanto de los amores simplemente humanos como
de la particularización en estos de la caridad. Pero es precisamente
esta particularización la que encuentra el sacerdote. Y es en este
punto en el que vemos cómo el conflicto, lejos de ser suprimido, entre
el fin inmediato del trabajo y el fin que persigue el asceta trabajando,
es llevado al extremo cuando se trata de una tarea sacerdotal. En esta
tarea, el mismo precio de la obra perseguida en las almas que le son
confiadas exige del sacerdote un don de sí de una profundidad
inigualable. El sacerdote debe literalmente hacerse todo a todos. El
monje debe despojarse de todo y de todos. ¿Hay todavía una solución
posible?
Ciertamente, pero no puede encontrarse de modo perfecto si
no es en la relación de esta paternidad espiritual de la que dijimos su
importancia sin par para la mentalidad monástica antigua. Dicho de
otro modo, desde que el sacerdocio obliga al monje a dejar el cuadro
del monasterio y a liberarse al menos de ciertas de sus exigencias, es
necesario que el monje, para entregarse a las tareas del sacerdote sin

197
peligro y sin remordimientos, haya perfeccionado lo esencial de su
tarea monástica. Es necesario que sea llevado por el camino de las
prácticas monásticas fielmente llevadas a cabo, al estadio de la
paternidad espiritual que le permitirá entregar a los demás lo que él
ha recibido sin, por eso, perderlo.
Pero expresarse así supone siempre que el monje no verá en
su sacerdocio una excusa para abandonar a medio camino todo lo que
hace de él un monje. Al contrario, es necesario que vea allí una
exigencia de llevar a fondo, a un ritmo acelerado, el desarrollo que
sólo la vida monástica, tomada con todas sus exigencias, pueda
asegurarle. A menos que sea simplemente el naufragio de la vida
monástica, la colación del sacerdocio debe ser una invitación a una
urgencia nueva de preceder a la humanidad común en el camino de
la perfección cristiana. Entendido de este modo, se comprende que
en Oriente el sacerdocio sea a menudo conferido a los monjes
llamados Megalosquemes, o “monjes del gran hábito”, es decir
aquéllos que se consideran han perfeccionado su desarrollo
monástico, como la consagración suprema del don de paternidad
espiritual correlativa a un tal estadio. Para los monjes de Occidente
que lo reciben generalmente en nuestros días, mucho antes, no debe
ser una dispensa apartada de las obligaciones monásticas, sino una
exigencia superior de su realización, tan pronta y completa como sea
posible. Si la Iglesia confía el sacerdocio a los monjes en tanto monjes,
no es porque quiera dispensarlos de ser monjes. Lo que les pide es
que lo sean con el máximo de generosidad, persuadida de que no hay
camino más eficaz para hacerse dignos de un estado llamado de
“perfección adquirida” que emprender y seguir fielmente el camino
de la “perfección por adquirir”

198
CAPÍTULO V

LECTIO DIVINA

Todas las prácticas que hemos visto hasta el presente


tendían, por caminos diversos, a atravesar en nosotros ese vacío de
la humildad que la gracia debe llenar. Nos queda ahora descubrir por
qué caminos la misma gracia viene a aquellos que la esperan y se
preparan para acogerla.
Si la gracia, como tantas veces lo hemos repetido, es primero
una Palabra dirigida a nosotros por Dios, y luego la creación nueva
que esta Palabra debe producir en nuestro corazón, se entiende el
lugar sin par que la regla de san Benito hace a la Palabra divina. No
hay práctica monástica en la que el santo patriarca haya insistido
tanto como la de la lectura. De qué lectura se trata lo precisa en el
último capítulo de la regla (RB 73), completado por el capítulo 42: es
la de la Sagrada Escritura, iluminada por los Padres y más
especialmente por las Vidas y los dichos de los primeros monjes, tales
como los cita por ejemplo un Casiano.
Esta lectura puede decirse que es la práctica monástica. Ella
debe ser para el monje lo que son los Ejercicios para el Jesuita, la
oración metódica para el Sulpiciano, la oración contemplativa para el
Carmelita, etc... Muchas veces uno se sorprende de que la regla no
hable de la oración142. Pero es porque la lectura, para toda la antigua

142
En la lengua francesa hay una distinción entre “prière” y “oraison” que se pueden
traducir en español “oración, rezo, plegaria” en ambos casos. El autor en esta frase
habla de la “oraison”. El capítulo II de esta segunda parte trata sobre “La prière”. En
199
literatura monástica, comprende todo lo que ponemos en la oración
y mucho más.
Nada más notorio que el papel invadente, absorbente de la
Palabra divina en la vida de los antiguos monjes. San Antonio escucha
en las lecturas litúrgicas del Evangelio su vocación. Las palabras de la
Escritura son además las que mueven su andar, las que inspiran toda
su espiritualidad. De igual modo para todos los primeros monjes de
Egipto: se nos muestra teniendo siempre en la mano la Escritura, no
cesando de meditarla, teniéndola espontáneamente en los labios. Los
Capadocios fueron los primeros que introdujeron en la vida
monástica un elemento de cultura intelectual, lejos en absoluto de
suprimir en eso el primado de la Escritura, le aportarán un nuevo
relieve. Las obras de Orígenes, san Basilio y san Gregorio compondrán
la Filocalia, verdadero tesoro de todo lo que el pensamiento sabio del
gran alejandrino pueda proporcionar a la inteligencia de la Biblia. Los
monjes medievales no se apartarán ni una línea del camino así
trazado. Los recientes trabajos de Dom Jean Leclrecq muestran hasta
qué punto ellos permanecen inmersos en la Escritura. Las oraciones
de un Jean de Fécamp no son sino centones escriturarios, traduciendo
una asimilación tan perfecta de la Biblia que no se puede distinguir lo
que es un grito del corazón de lo que es una reminiscencia. Se puede
decir otro tanto de sus contemporáneos, los monjes bizantinos. Los
trabajos iconográficos de J. D. Stefanescu revelan hasta qué punto los
frescos del Athos están saturados de una meditación totalmente
bíblica. En nuestros días además, un observador contemporáneo,
Dom Théodore Belpaire, ha revelado como el trazo más saliente de la
espiritualidad athonita, un constante uso de la Escritura y la
familiaridad con sus mínimos detalles se nota en los monjes de la
santa montaña a veces despojados de cualquier otra instrucción.
Para ser capaz de entender que la “lectura” haya adquirido, o
guardado, tal importancia en la espiritualidad monástica, hay que
recordar que “lectura”, en la tradición a la cual nos referimos, no
tiene del todo el sentido que damos ordinariamente a este término.

la página 159 vemos que distingue la “prière”(oración) de la lectio divina y del opus
Dei, poniendo estas dos últimas como prácticas positivas para la “prière”.(NT)
200
Sería erróneo creer que la diferencia sea únicamente en el objeto: la
Palabra de Dios y lo que a ella lleva. Ella está de igual modo en el
sujeto. No se lee, en el sentido de la lectio divina, como lo hacemos
de ordinario, es decir, para haber leído. Se lee para leer. La lectura es
como una conversación con un amigo, que se gusta por sí misma y no
simplemente por lo que ella nos enseña.
Hay que alejar primero de esta lectura toda idea utilitaria,
aunque fuera ésta apostólica. No se trata de leer para retener una
idea o una fórmula a la que se pueda recurrir. La lectio es como la
cultura intelectual: su valor no está en lo que se pueda adquirir sino
en lo que pueda devenir. Sin embargo es verdad que esta lectura
desinteresada no puede ser entendida haciendo abstracción de su
objeto. Al contrario, es una consciencia viva de aquél que le da este
carácter, y ella mantiene recíprocamente esta misma consciencia. El
punto capital es comprender por qué la lectio, es llamada lectio
divina. Es porque la Biblia no es, lo sabemos por los antiguos monjes,
un libro como los otros. Orígenes aquí ha dicho una palabra decisiva:
la Biblia es un mundo, un cosmos de una riqueza indefinida y de una
unidad viviente. Es un mundo de sentidos espirituales, una creación
nueva, interior y que renueva la significación respecto a la primera.
Pues la Biblia es Palabra de Dios, lo que quiere decir esta
Palabra que ha creado el mundo y que ahora quiere recrearlo. En el
mundo oscurecido por el pecado, privado de su poder de expresar el
designio de amor del Dios vivo, esta Palabra se ha reintroducido
progresivamente por los profetas. En Cristo, se expresa totalmente.
Los apóstoles la comunican en su unitotalidad. La Biblia no es sino el
documento de esta expresión, en la historia, de la Palabra recreadora,
resonando en el interior de la creación para retomarla y rehacerla.
Es necesario que pensemos, en efecto, que la humanidad de
un hombre no está hecha simplemente de su carne y de su alma. Sus
palabras, como sus pensamientos, son parte integrante de ella. Así las
palabras de Cristo son un elemento esencial de su humanidad santa.
Si se puede decir que el Sagrado Corazón encarna al Hijo de Dios más
particularmente en tanto Amor redentor, se puede decir también que
la Biblia es su encarnación en calidad de Verbo. Y aquí no hay que

201
separar las palabras evangélicas de las palabras de los profetas o de
los apóstoles. En unas la única Palabra divina se aproximaba ya a
nosotros. En las otras es conservada para siempre actual por la Iglesia
que es el cuerpo y donde los doctores son los labios de Cristo. Al igual
que entender la Biblia es entender a Cristo, ignorar la Biblia, según la
expresión enérgica de san Jerónimo, es ignorar a Cristo.
Para llegar efectivamente a entender así la Biblia y adoptar a
este respecto las reacciones que esto comporta, hay que entender
que es una historia, y qué historia incomparable es. Esta historia es la
del pueblo de Dios, del qahal143, de la X6680F\" (ekklesía=iglesia), es
decir de la asamblea convocada por la Palabra de Dios y poco a poco
tomando figura humana y divina bajo su soplo de vida. Primeramente
la Palabra se dirige a esta multitud desmembrada que el pecado había
producido. Entonces ella obra allí una purificación y una segregación
progresiva. La descendencia de Abrahán es colocada aparte. El pueblo
de Israel es arrancado de Egipto. En el pueblo carnal un “resto”, que
será el Israel según el Espíritu, es poco a poco liberado de las
tribulaciones del exilio. Este “resto” en fin, sobre la Cruz donde muere
Jesús, se reducirá al único “Servidor” fiel.
A partir de ese momento, como la historia creadora del
pueblo de Dios lo había conducido de la multitud al único, ella va a
encaminarlo de este único a la plenitud universal. Sin que se quiebre
de nuevo esta unidad santa del cuerpo de Cristo sacado poco a poco,
bajo la inspiración de la Palabra creadora, de la multitud caótica que
era la antigua raza adámica, el Único va a extenderse a la catolicidad.
En Cristo atrayendo todo hacia él después de su “elevación”, van a ser
recogidos y reunidos en un solo cuerpo los hijos de Dios dispersos,
hasta que nos rencontremos todos para formar un solo Hombre
perfecto, llegado a la eterna perfección de su edad adulta.
Una vez que hemos visto el conjunto de este designio, que al
mismo tiempo es el designio de Dios cumpliéndose por el Misterio de
la Cruz, la inteligencia de la Escritura se ilumina y puede volverse el
todo de nuestra meditación. De esto resulta inmediatamente que la

143
“Qahal” se traduce del hebreo como “asamblea de Dios”. (NT)
202
Escritura, en efecto, se despliegue en tres planos. Estos tres planos no
son paralelos, pero hay que decir más bien que se engendran uno al
otro. El primero es el plano de la historia de Israel. El segundo es el
plano de la historia de Cristo. El tercero es el plano de la historia de la
Iglesia edificándose por nuestra propia historia. Sobre los tres planos
se trata de la misma realidad: del pueblo de Dios, es decir de la nueva
creación suscitada en el interior de la antigua para restaurarla y
perfeccionarla. Por consiguiente, en la Biblia todo se refiere a
nosotros. Pues todo tiende a producir a Cristo y su misterio, y en el
Misterio de Cristo la gravitación todopoderosa de la gracia divina nos
atrae invenciblemente.
Cuando se ha captado eso, las discusiones estériles entre
partidarios de la exégesis literal y los partidarios de la exégesis
espiritual no tienen más objeto. La letra de la Escritura, a condición
de que se la tome en toda su unidad comprensiva en lugar de dividirla,
no es otra cosa que este movimiento, que este impulso, que esta
creación que del pueblo saca Cristo y en Cristo renueva la multitud
que somos. Así comprendemos que toda la Biblia esté atravesada por
el encadenamiento de grandes temas cuya aplicación última se hace
totalmente a nosotros en Cristo. De ellos debe apoderarse la
meditación alimentada por la lectio divina.
He aquí el primer tema de la redención, del rescate. En una
fase inicial, es el tema de la Pascua judía, el pueblo rescatado de la
servidumbre egipcia por la mano fuerte y el brazo extendido de
Yahvé. Orientándose hacia la espiritualización a través de la
enseñanza de los profetas, y de aquellos especialmente que harán y
formularán la experiencia de la purificación de Israel por el
sufrimiento inocente, este tema, en Cristo, se transforma en aquel de
la Cruz, liberación del demonio, pasaje al Padre. En fin, para nosotros
la redención, la Pascua es el traspaso del reino y del poder de las
tinieblas al reino de la luz. El bautismo es nuestro Mar Rojo y, llegados
a la ribera de la nueva creación, podemos cantar, como nos invita el
Apocalipsis, el cántico de Moisés dándole su sentido definitivo.
Después del tema de la redención, está el tema del éxodo. En
la partida de Abrahán, en la peregrinación de Israel en el desierto, en

203
lo que el mismo Jesús llamará su “éxodo”, es decir, el camino que lo
lleva por la cruz a la gloria, en nuestra propia condición de “viatores”,
de “extranjeros y viandantes sobre la tierra”, la carta a los Hebreos
nos invita a ver una sola realidad elaborándose poco a poco bajo la
presión creciente de la Palabra.
De igual modo el establecimiento en la tierra prometida, el
retorno de los deportados, el acceder de Cristo en el tabernáculo
celestial, nuestra introducción definitiva en el Reino de Dios, no son
sino realizaciones progresivas, preparándose, engendrándose una a
la otra en el mismo designio final de Dios.
En fin, la edificación de Jerusalén, la ciudad-templo, su
reconstrucción después del exilio, magnificada por la visión de
Ezequiel, la edificación por Cristo sacrificado de su propio cuerpo, la
Iglesia, como del santuario del Espíritu, la edificación última de la
Jerusalén celestial, todo esto no es sino una sola realidad, la de la gran
obra que la humanidad recobrada por Dios debe cumplir, que es la
obra de Dios, pero que también es la obra de la fe.
De estas ascensiones progresivas por las cuales cada uno de
estos temas de la Escritura resplandece en sucesivas floraciones,
¿cuál es en fin el sentido último si no que el designio de Dios es
fundamentalmente escatológico? Es decir que no es ninguna
realización acabada de este mundo que pueda corresponder tal cual
a esto. El exilio y la ruina se introducen en la historia de Israel y de
Jerusalén como para desmentir la tendencia invencible en un pueblo
de carne a dárselas de verdadero pueblo de Dios y a confundir la
ciudad que él mismo construyó con la ciudad de Dios. En esta
experiencia desconcertante, se afirma por primera vez la
imposibilidad de confundir la primera creación con la segunda, la
necesidad, después de la primera alianza, de una alianza nueva, que
ella sola puede ser la eterna alianza. De donde la trasposición
necesaria de las primeras realizaciones de la historia sagrada a otras,
que propiamente coronarán a la historia trascendiéndola cada vez
más radicalmente. De donde también, pues las dos cosas están
ligadas, el sentido misterioso del dolor inocente, del fracaso aparente
por los cuales el resto despreciado, el Servidor desconocido, preparan

204
con la única preparación eficaz en este mundo la Ciudad cuyos
fundamentos son eternos.
La lectura de la Escritura no puede ser así comprendida fuera
de un contexto muy definido. Estas líneas de fuerza, este sentido –
con todo lo que la palabra pueda expresar de dinamismo – no se
descubren sino a quien la lee volviendo a sumergirla y sumergiéndose
él mismo en la tradición viva de la Iglesia. Esto supone que a la lectura
de la Escritura se une, como san Benito nos invita a ello, la lectura de
los Padres. No es que los Padres deban proporcionarnos la explicación
de todas y cada una de las dificultades de interpretación que surjan
de los textos escriturarios tomados en particular. Pero ellos nos
comunican el sentido de los grandes objetos religiosos que hacen la
unidad y como la profundidad de las Escrituras. Nos habitúan a buscar
y encontrar allí lo que hay que descubrir, el misterio de Cristo y de su
Cruz preparándose, condensándose a través de la historia, luego
resplandeciendo y desarrollándose hasta la plenitud última.
La liturgia misma es el lugar de este misterio. En ella es cómo
permanece perpetuamente actual, perpetuamente viva y consciente,
con la misma consciencia que han tenido y han depositado en sus
textos los Padres. También la sola vida litúrgica puede proporcionar,
iluminada por los Padres y vivificándolas, el clima donde practicar la
lectio divina, si se quiere sin ilusión captar la sustancia. En la liturgia
solamente, la Palabra sagrada conserva, podríamos decir, su carácter
de Palabra siempre inmediatamente pronunciada por un interlocutor
siempre presente y que siempre hace presente por su propio poder
lo que él proclama.


Pero frente a la Palabra dirigida así a nosotros, es necesario
que adoptemos la actitud interior que ella nos pide. Para
establecerse, para establecer la comunicación sin la cual la Palabra de
Dios misma estaría condenada a ser sólo un flatus vocis144, el diálogo
pide una respuesta. Además esta respuesta debe ser mucho más que
verbal, como la Palabra divina por su lado es acto en su máximo

144
Se podría traducir como “soplo de voz” (NT)
205
punto, es encarnación. Es necesario que la lectura, para aquél que la
hace, implique una expectativa y un compromiso de todo su ser.
Es también por qué la lectura ideal de la Palabra divina,
siendo la práctica monástica por excelencia, no puede ser practicada
en su perfección humanamente realizable fuera de la vida monástica.
Sólo es posible allí donde la Palabra encuentra un alma que la escucha
y va al encuentro de la obediencia recreadora. Lo mismo hay que
decir que sólo es posible allí donde la vida se ha organizado sobre las
bases mortificantes del trabajo y de la penitencia, en una oración
incesante. Esto debe ser para nosotros y para nuestra recepción de la
Palabra lo que ha sido para la humanidad de Jesús en quien la Palabra
se ha encarnado. Como la encarnación del Verbo ha sido una
consagración de Jesús por el sacrificio, el descenso de la Palabra en
nuestro corazón debe machacar este corazón. Y como Jesús no ha
sido conducido al sacrificio desde afuera y como a pesar de él, sino
por el movimiento más espontáneo de su corazón, es necesario
igualmente que el oyente de la Palabra ayude a este aplastamiento
de su corazón de piedra, a falta del corazón de carne de la nueva y
eterna alianza jamás recreado en su pecho.
Esforcémonos en precisar todas las exigencias incluidas en lo
que acabamos de decir.
La misma lectio divina es en primer lugar un trabajo. No es de
ningún modo una lectura ociosa que se hace sin esfuerzo, como se
podría seguir un espectáculo. Ella pide un esfuerzo, un esfuerzo para
el cual aportaremos todos nuestros recursos humanos para
comprender esta comunicación que bajo nuestra condición humana
Dios nos hace a propósito. Todo lo que nosotros pondríamos por obra
para entender una creación literaria simplemente humana, cae de su
peso que debemos ponerlo por obra, en la medida de nuestros
medios, para la inteligencia de la Palabra de Dios. Es una cultura cuyo
desarrollo, sin ser buscado por sí mismo, debe ser un fruto
espontáneo de la vida monástica y de la meditación que constituye el
corazón de ésta. Esta cultura es la del Medioevo pre-escolástico, o
más generalmente monástica, como fue la de san Agustín luego de
haber sido la de Orígenes. La cultura de la que se trata es

206
desinteresada, como toda cultura verdadera. Pero su desinterés no
es del todo la del gozo intelectual decadente que se las daba por su
propio fin. Es la de una inteligencia de la Palabra divina, cultivada por
sí misma y llevándola a sí, utilizando para sus fines propios todos los
recursos de la experiencia y de la reflexión humanas. Nacida de la
lectio divina, de la cual, a decir verdad, no es sino su prolongación, es
de la misma lectio, de su realización más perfecta posible, a lo que
tiende el conjunto de esta cultura. Si su tipo invariable está dado por
su definición, sus formas son susceptibles de variar al infinito. El
movimiento y el esfuerzo que la animan naturalmente deben bastar
para ponernos en guardia contra toda tentación de reconstrucción
arqueológica de lo que fue la cultura agustiniana o cluniacense.
Puesto que se trata para nosotros de comprender la Escritura como
los antiguos la comprendían, se trata de aplicar allí todos nuestros
recursos como aplicaban ellos los suyos.
Por consiguiente, sería un absurdo creer que referimos lo que
hacían los Padres, cuando leían las Escrituras, produciendo
artificialmente más o menos unos malos pastiches de sus propias
interpretaciones. Es necesario, al contrario, que saquemos de los
métodos históricos y críticos todas las posibilidades que nos da
nuestra época, como ellos han sacado en la suya de la filología que
conocían y practicaban. Sin entrar, y sobre todo sin perdernos en los
tecnicismos de las búsquedas exegéticas modernas, sería
imperdonable descuidar lo que ellas nos aportan, no sólo por sus
resultados precisos sino por su actitud de conjunto respecto a los
textos y los problemas que plantean, en la medida en que esto
concurra a una inteligencia mejor de la Biblia. Un san Agustín, un san
Jerónimo, un Orígenes más aún, si hubieran tenido a su alcance las
posibilidades que nosotros tenemos, habrían aprovechado mucho
más de lo que la mayoría de entre nosotros nos contentamos. Pero
queda bien entendido que eso es solamente un punto de partida, el
punto de partida necesario para un contacto tan amplio, si puedo
decir, tan adhesivo como sea posible a la realidad objetiva de la
Escritura. Sobre esta base debe apoyarse y elevarse la contemplación,
que siempre va en sentido espiritual.

207
Se comprenderá, después de lo que hemos dicho más arriba,
que el sentido espiritual del que ahora hablamos no debe ser jamás
una fantasía lujuriosa simplemente colgada a un realismo playo y sin
profundidad. El sentido espiritual auténtico, proveniente de una
inteligencia verdadera de los mismos Padres y no de una imitación
ridícula de sus procedimientos cuando no de sus debilidades, es
totalmente otra cosa. El redescubrimiento de este movimiento de
enriquecimiento, por adelanto y transposición de los temas
fundamentales, es lo que hemos reconocido ser el movimiento de la
historia bíblica y a la vez del progreso de la revelación escrituraria. Se
trata de abrirse al gran gesto de Dios entrando en un mundo perdido
lejos de él y de dejarse penetrar al punto de volverse él mismo en su
momento actor, o mejor, de dejar al único actor cumplir en nosotros
su designio. Se trata de iniciarse a través de todas las Escrituras al
único misterio de Cristo y de su Cruz, de Cristo en nosotros, esperanza
de la gloria. Se trata de entrar en los pasos y sobre todo en la
inspiración profunda de esta Sabiduría que es la de Dios y no la del
hombre y de la cual todo el designio vuelve a hablar de lo inmenso y
de una empresa de la gracia de Dios que nos busca.
El descubrimiento de este misterio, la entrada en esta
sabiduría, debe ser muy evidente no puede ser un asunto puramente
intelectual. El misterio es esencialmente sacramental. Renueva en
nosotros aquello que nos es dicho. No puede pues ser cuestión
comprenderlo sin prestarse a ser al mismo tiempo la materia de su
obra creadora. Orígenes distingue muchas categorías entre los
lectores de la Palabra. Primero están aquellos que la escuchan con
placer, pero simplemente como si fuera una música que les encanta
en el momento, sin apoderarse verdaderamente de ustedes de modo
permanente. Luego están aquellos que la beben como un vino
generoso que los embriaga con un entusiasmo sagrado. Pero sólo los
verdaderos auditores verbi, son aquellos que se vuelven, que la
misma Palabra los hace por su propia virtud factores verbi. Son
aquellos, dicho de otro modo, a los que esta Palabra, que es siempre
la palabra de la cruz, impacta a su vez. Son aquellos que descienden
al lagar con el divino viñador de la viña mística y que ellos mismos

208
concurren a esta fractura de sí mismos, condición necesaria para su
renacimiento y el de sus hermanos. Serán los portadores de la palabra
al lado de ellos, sólo si primeramente los ha tocado y marcado con su
impronta de fuego.
Nada de esto sucederá por mucho tiempo sin que la lectura
se vuelva personal. Y, de nuevo, unimos la armonía natural y de algún
modo necesaria entre la lectio divina y la vida monástica. Recordemos
que la vocación de Antonio, y de muchos otros monjes después de él,
se encontró en una palabra evangélica que él ha escuchado y
obedecido, como una palabra dirigida a él mismo, con toda la fuerza
de su significación y de sus exigencias. Lo mismo es necesario que la
palabra encuentre en nosotros un corazón dispuesto a aplicársela.
Sería necesario que la leyéramos siempre persuadidos de que ella
está indisolublemente urdida, para nosotros, para cada uno de
nosotros en cada instante de la vida, de exigencias y de promesas.
Leyéndola sin cesar, deberíamos decirnos: “¿Qué me pide? ¿Qué me
da?” Y esto no debe ni puede hacerse en abstracto. Lo mismo que es
importante que penetremos en el sentido de la Escritura, es necesario
que nosotros nos penetremos de ella. Esto pide una apertura de
nosotros mismos que no podrá obrarse si no es por la rumia de la
Palabra que aportará en su vivificante contacto todo el detalle de
nuestra existencia, todas las profundidades de nuestra alma y los
pliegues de nuestro corazón.
Encontramos allí el inagotable aspecto de las aplicaciones
morales de la Escritura, a las cuales los antiguos daban una tan justa
importancia. Ellas son el último producto de la elaboración, de la
asimilación de nuestra lectura, sin lo cual ésta carecería de su fin, por
no haber verdaderamente encontrado, en toda su realidad, al alma
que apuntara la Palabra. Pero estas serán fructíferas, evitarán el
artificio vacío sólo si están guiadas por un cuidado doble realismo.
Realismo de la gran visión teológica del misterio, realismo de la
presencia viva de nosotros mismos ofrecida a su revelación y a su
irradiación. Es de nuevo el lugar para decir cuán estrechamente se
condicionan los dos. Pues del misterio de Cristo y de su cruz en las
Escrituras se puede decir con seguridad lo que dice san Agustín del

209
misterio eucarístico: es el misterio de nosotros mismos que está aquí
presente. Cristo ha vivido lo que ha vivido sólo para revivirlo en
nosotros, y no habremos verdaderamente comenzado a vivir antes de
haber comenzado a vivir en Cristo, a revivir su misterio.
Así la nuestra necesaria presencia en la lectio nos lleva a un
último punto, que es sin duda el más importante, aquel que podría en
cierta medida suplir la deficiencia de los demás.
Es necesario que la lectura sea obrada en la fe. Lo que esto
significa, al fin de cuentas, es que leyendo la Escritura debemos
mantenernos en la viva y operante certeza que Dios mismo está
personalmente presente en su Palabra, todas las veces que ésta toca
un corazón humano. Ella es Palabra, Palabra dirigida a nuestras
personas y recreadora de éstas, porque permanece eternamente la
Palabra personal del Padre. Cada vez que la leemos, debemos estar
seguros de que Dios está allí y nos la dice, con todo su amor, todo su
poder, todos sus dones y todas sus exigencias. Así la lectura debe
finalmente resolverse en un perpetuo y cada vez más inmediato
encuentro entre Él y nosotros. Y cuando ella sea así, y es a lo que
enteramente tiende, habremos pasado de la lectura a lo que la
mística puede guardar de más puro y más elevado.
La conclusión, si es necesario formular una después de lo que
acabamos de decir, reunirá lo que decíamos al comenzar. La lectura
conocerá en nosotros estos desarrollos interiores sólo si
verdaderamente nos hace entrar en la Biblia como en un mundo. El
monje es aquél que ha dejado este mundo para reunirse al mundo
que viene. Este otro mundo, la Palabra divina sola puede aportárselo.
Pero ella sólo se lo aportará si él se deja absorber enteramente por
ella. Y esto pide, evidentemente, que la lectio divina no sea, en la vida
monástica, una práctica entre otras, la ocupación fraccionada de
ciertas horas. Es necesario que esta lectura se vuelva una lectura
asidua, y asidua a tal punto y de tal modo que el monje se sumerja en
ella y la viva literalmente sin salir más de ella. Es necesario que los
pensamientos de Dios sustituyan sus pensamientos, los sentimientos
de Dios a los suyos, que llegue a adquirir ese <@ØH OD4FJ@Ø, esta
“mentalidad de Cristo” de la que nos habla san Pablo. Entonces la fe

210
en la Palabra aplacará por así decir la mirada dirigida al mundo
presente y desde ahora el monje vivirá en el eterno futuro.

CAPÍTULO VI

OPUS DEI

El mismo san Benito nos dice en el capítulo 43 de la Regla:


Nihil operi Dei præponatur, “Nada anteponer a la obra de Dios”. Que
el oficio divino esté en el centro de la vida del monje, eso es evidente.

211
Pero ¿cómo hay que entenderlo? Ya hemos evocado esas cartas
medievales que dicen que los monjes propter chorum fundati (son
fundados para el coro). Si por eso se entiende que su función propia
sería asegurar la celebración del oficio, nos equivocaríamos, como ya
dijimos. Pues ellos no tienen otro fin que buscar a Dios, por los
caminos de esta vida contemplativa y penitente que nos hemos
esforzado en describir.
Lo que es verdad, por ejemplo, es que el oficio divino es en
cuanto a este fin, el medio eminente y a la vez una realización
anticipada.
Es medio porque lleva al monje a la oración. El oficio es
propiamente para el monje la schola orationis. Es la realización
anticipada porque el coro eclesiástico, y más particularmente el
monástico, prefigura esta alabanza colectiva perfecta de la cual sólo
el cielo aportará la plena realización.
Entre estos dos aspectos, la interacción es por otra parte
evidente. Es porque el coro inicia a la vida del cielo que él prepara, y
porque la prepara eficazmente ya se le asemeja.
Pero ¿qué es lo que constituye lo esencial del oficio divino?
En occidente todavía hoy, y en todas partes desde su origen, es la
salmodia, es decir la recitación, o mejor el canto de los salmos. La
importancia dada a esta práctica por los antiguos no podría ser
suficientemente destacable. A pesar de que fue más o menos común
a todos los cristianos de la antigüedad, su cumplimiento sistemático
y cada vez más perfecto aparece desde el comienzo como uno de los
trazos esenciales del monacato. La educación de Eustoquia por Paula
en vistas a la vida monástica está dominada por la iniciación a la
salmodia. Casiano, a partir de su gira por los monasterios de Egipto,
sacará la idea de que la formación de los monjes en la oración y su
formación en el conocimiento y en la recitación de los Salmos son una
sola cosa. Tiene una expresión admirable para describir el
conocimiento material del salterio que ellos tenían y su adhesión a
sus palabras: declara que cuando ellos lo recitan, no parece tanto que
lo recitan como que lo improvisan a medida que lo van recitando.
Entre la salmodia entendida y practicada de este modo y la lectio

212
divina tal como la hemos explicado, la unión es evidente. En las
grandes lecturas de Maitines, el Oficio inicia la lectio divina. La
prolonga o la recuerda en las lecturas de las demás horas. Pero, en la
salmodia, aporta la respuesta del hombre a la Palabra de Dios recibida
en la lectio. Solamente, lo que hace al valor único de esta respuesta,
es que está suscitada por la misma Palabra divina. Mejor aún: ella
misma es la palabra divina. Pues, si es verdad que sólo Dios habla bien
de Dios, se podría decir también que sólo Dios sabe hablar de Dios. El
Espíritu divino, nos dice san Pablo, es el único que puede enseñarnos
a dirigirnos a Dios como se debe. Pero ¿con cuales palabras queremos
que él nos haga expresar sino más bien que con aquellas que él mismo
dicto a este fin?
Se puede pues decir que si el ejercicio fundamental del monje
es escuchar la Palabra de Dios en la lectio divina, su ejercicio final será
aprender a responderle en la salmodia. Lectio y salmodia son como
su respiración y su expiración, como la diástole y la sístole del corazón
recreado en él por el Espíritu.
Así entendemos en qué sentido, con Casiano y todo el
monacato antiguo, podemos decir que la educación del monje en la
vida de oración se hará una sola cosa con su asimilación de los Salmos.
Es necesario que el monje consagre todos sus esfuerzos a penetrar en
la letra para acoger el espíritu. El estudio del salterio, la iniciación a
una salmodia que viene del corazón, he aquí sin duda una de las más
grandes tareas del monje.
Es una tarea, en efecto. Pues el salterio no puede ser
comprendido, menos aún practicado, sin un esfuerzo. Pero no se
puede rehusar este esfuerzo sin por eso rehusar de ser monje, si no
por lo exterior. A este respecto, ninguna oración, ninguna devoción
juzgada más fácil podría dispensarnos del trabajo necesario para que
una salmodia se vuelva nuestra devoción, como es debido. Nada
puede remplazar, nada puede desplazar a ésta.
Es necesario primeramente que el monje conozca, y ante
todo conozca materialmente los Salmos. No se puede entrar de
buenas a primeras en la salmodia, y si se queja muy a menudo de no
poder entrar allí del todo, es simplemente porque no parece

213
considerar seriamente otro modo de entrar. Los antiguos monjes,
cuya memoria no se había estropeado como la nuestra por la
abundancia de libros y la facilidad de la escritura, sabían
ordinariamente los salmos de memoria. Muchos monasterios han
conservado al menos la práctica de cantar las Horas menores y
Completas sin libro. Haciendo esto, corresponden sin duda a la
intención del santo legislador de los monjes de Occidente, puesto que
quiere que se diga Completas sin luz y que expresamente ha
concebido las Horas menores para que se puedan decir fuera del
coro, lo que, para la época, significaba prácticamente decirlas de
memoria.
Si no sólo el conocimiento sino la costumbre material es
deseable, a pesar del peligro de la rutina, es porque no se rezarán los
salmos sino cuando a esto lleve un interés completamente
independiente de la curiosidad. En efecto, no serán oraciones para
aquellos que las digan sino cuando éstos puedan tener la impresión,
como los monjes de Casiano, de encontrar allí su propio bien. Esto
supone una adhesión habitual a la inteligencia profunda de los
sentimientos que ellos expresan, por lo demás exclusivas de lo
desconocido y del por conocer.
Lo que nosotros explicamos aquí dice bastante que el
conocimiento material del salterio no serviría de nada si no
proporcionase su base a una inteligencia profunda y sabrosa de su
significado. Todo lo que hemos dicho a propósito de la lectura
escrituraria en general se encuentra aquí, dotado de una urgencia
muy especial.
En primer lugar es necesario que el monje, en cuanto sea
posible, llegue a un perfecto conocimiento histórico del sentido de
las palabras que repite como suyas. La edificación que descansa sobre
malentendidos y contrasentidos es siempre una edificación precaria
y cuyo valor es muy dudoso. Pero, aquí más que nunca, puesto que
se trata de hacer suyo todo lo que dice, la inteligencia material, lejos
de excluir a la inteligencia espiritual, debe ella misma concurrir a
engendrarla. Ya hemos dicho lo suficiente acerca de cómo esto era
posible y era debido como para dispensarnos de volver a decirlo. Lo

214
importante es ver, a partir de una comprensión histórica que sea
suficientemente íntima y sintética, todo lo que se lee en las
perspectivas de Cristo y de la Iglesia, consideradas como
cumplimiento del antiguo testamento. Para ayudarnos a esto,
algunos comentarios patrísticos siguen siendo irremplazables. Hay
que citar en primer lugar las Enarrationes in Psalmos de san Agustín.
Lo que hemos citado a propósito del salmo Quemadmodum (salmo
41) puede bastar como prueba y como explicación de lo que
afirmamos. Quien lea y medite estos comentarios y los demás
tratados patrísticos del mismo género aprenderá a decir los Salmos
como sus propias oraciones aprendiendo a decirlos en el cuerpo de
Cristo, como la misma oración de Cristo. De un modo más preciso, y
utilizando los mismos recursos de la exégesis contemporánea, un
inventario y una meditación de los grandes temas de la oración de
los salmos nos ayudará más eficazmente a hacer nuestra propia
oración. Como en la meditación de los demás temas escriturarios, es
necesario siempre que Israel, a propósito de cada uno de ellos, nos
conduzca a Cristo, y que de Cristo se haga la aplicación a nosotros
mismos, por nuestra incorporación a Él.
Hay que comenzar por discernir y por profundizar dos
amplios temas dinámicos que animan el conjunto de los salmos, que
hacen que su oración sea acción.
El primero de estos temas es el de la lucha. Mencionándolo
enseguida tocamos de golpe el obstáculo mayor que nuestros
contemporáneos nos previenen tan a menudo. A ellos les parecen
oraciones definitivamente en desuso para los cristianos, excepto
algunos versículos. Las maldiciones, los gritos de odio, o simplemente
la atmósfera guerrera que allí se respira ¿no son irreductiblemente
antagónicas con la revelación evangélica de la caridad?
Sin embargo, si la Iglesia, como lo hace en su tradición
unánime, nos presenta el salterio como la oración cristiana, como la
oración de Cristo en su cuerpo místico, hay que admitir que esta
suposición encierra uno o muchos malentendidos.
El primero es creer que el Ágape, que el amor de caridad
revelado en el Evangelio, suprime el conflicto del mundo donde

215
estamos llamados a vivir. Creerlo es una de las tendencias casi
invencibles del espíritu moderno. Pero la cruz, la realidad sangrienta
de la cruz, es una desmentida permanente opuesta a esta tendencia.
Sin embargo, la Cruz de Jesús también libera el alma de
verdad incluida en el error que apuntamos. Lo hace mostrando más
elocuentemente que cualquier otra explicación cómo el sentido
doloroso del conflicto inherente a toda religión humana un poco
profunda es a la vez confirmado y transformado por el Evangelio. Lo
que hay que odiar, lo que hay que maldecir, contra lo que hay que
luchar sin ningún compromiso posible, no es contra “la carne y la
sangre”, como nos dice san Pablo. Es decir que el largo grito de guerra
que constituyen los salmos no debe ser proferido por hombres contra
otros hombres. Sobre este punto, la protesta desgraciada de los
cristianos modernos contra el salterio no se equivoca. El nuevo
testamento nos invita aquí a una superación decisiva del antiguo.
Pero tanto aquí como allí la superación debe ser trasposición y no
puro y simple abandono. Si no hay que luchar de hombre a hombre,
no quiere decir que no haya que luchar. Esto que significa que la lucha
debe ser llevada contra un enemigo misterioso y a la vez
trascendente a la humanidad en general, - lo que nos impide
identificarlo con alguno de nuestros hermanos, - e interior a cada uno
de nosotros – lo que nos obliga a decirnos a nosotros mismos las
palabras más terribles del salterio.
Una vez obrada esta trasposición necesaria, aparece más
verdadero para el Israel nuevo que para el Israel carnal que nuestra
vida sobre la tierra sea de un extremo al otro un solo y vasto conflicto.
También los salmos, precisamente porque son la expresión poética
más perfecta de un canto de guerra, deben permanecer como el
canto de la Iglesia militante. Y deben ser muy especialmente el canto
de los monjes, si es verdad, como lo hemos subrayado, que la lucha
plenamente consciente y deliberada contra el diablo sea el carácter
más profundo de la vida monástica.
El segundo tema dinámico que atraviesa y sostiene a todo el
salterio es lo que nosotros podemos llamar el deseo de la teofanía,
de la manifestación de Dios. Es evidente que este tema está desde el

216
origen estrechamente ligado al primero. Israel, en el momento más
fuerte de la lucha, invoca a Yahvé como su omnipotente auxilio. Él
solo, apareciendo en el corazón del conflicto, puede llevar a la ruina
a su adversario.
Las innumerables alusiones hechas al éxodo en el salterio, a
la intervención de la columna de fuego y de humo para resguardar a
Israel de la persecución egipcia y aterrar al ejército del Faraón, son
igualmente recuerdos de esta misma idea. Se puede decir que en este
acontecimiento el pensamiento de Israel ha tomado cuerpo.
Pero, recíprocamente, el sentido último de este conflicto que
el nuevo testamento, lejos de suprimirlo, nos descubre como dotado
de una extensión y de una profundidad ante todo insospechadas, es
el de derribar los obstáculos que nos separan de Dios, que no nos
permiten verlo. Es un poder, en nosotros y por debajo de nosotros,
que nos impide encontrar a Dios como Él mismo nos llama a buscarlo.
La cruz de Cristo significa que la Palabra misma que nos llamaba a ella
ha debido desgarrarse contra este obstáculo. Nuestra lucha y la
teofanía divina no son sino los dos aspectos complementarios del
misterio cósmico que encuentra en Cristo su unidad. Ver a Dios,
“Contemplar al Rey en su hermosura”, “¡Oh, si tú rasgaras los cielos y
descendieses!”, he aquí el deseo, he aquí el grito que la Palabra divina
descendida hasta nosotros quiere suscitar en nosotros. De este grito,
de este deseo, no hay salmo que no esté sordamente o lúcidamente
atravesado. Si toda la existencia del monje está suspendida en la
Búsqueda de Dios, y si, como decíamos en las primeras páginas de
este libro, es Dios quien nos encuentra y no tanto que nosotros lo
encontramos en esta búsqueda, los salmos, vemos, son todavía bajo
este título la oración monástica por excelencia.
Los dos grandes temas dinámicos que hemos puesto a la luz
prosiguen su contrapunto alrededor de tres temas estáticos,
estrechamente ligados ellos también. Podemos llamarlos el tema de
Cristo, el tema del pueblo, el tema de la nueva creación.
Los Salmos están ocupados por una serie de figuras cuyos
trazos se recubren y se recomponen en la figura de Jesús. Al igual que
han sido necesarios cuatro evangelios diferentes para dar a nuestros

217
ojos su relieve a esta figura única que desborda todo marco humano,
era necesaria esta convergencia providencial de las figuras de la
esperanza judía para preparar la revelación del misterio personal “en
quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia”. Repasando unos tras otros estos diferentes rostros de la
misma esperanza, es cómo podemos meditar mejor su cumplimiento
trascendente.
El Mesías, es decir el Rey ungido por Dios, como otro David,
puede llevar en la tierra un reino que se confundirá con el reino
divino, - como fue la primera fórmula de la esperanza israelita,
también es la fórmula suprema de la fe cristiana. Dos salmos como el
2 y 109(110)145 nos lo presentan bajo su primer aspecto de triunfador.
Él es en primer lugar el que lleva, y lleva a su término, las guerras de
Yahvé, es decir, por nosotros, este conflicto cósmico e hipercósmico
que llena la historia y cuya resolución la hará resplandecer en la
eternidad bienaventurada donde Dios será por fin todo en todos. De
ahí, como nos lo describe el salmo 71(72), él es también el Juez: aquél
a quien Yahvé ha confiado su Día, aquél que seleccionará
definitivamente el buen grano y la cizaña, poniendo fin al conflicto de
las fuerzas mezcladas del bien y del mal por la eliminación suprema
de estas últimas.
Pero ya en el salmo 109 aparece el carácter sacerdotal, de un
sacerdocio misterioso, directamente emanado de Dios, como el de
Melquisedec, que confiere a esta realeza una naturaleza supra
terrestre. En tales perspectivas es como se deben interpretar los
salmos sacrificiales, estrechamente coordinados a la idea de la
victoria del Rey elegido de Dios. Del sacrificio por lo demás, el sentido
último: la ofrenda de sí consentida sin reservas al Dios que habla y
que llama, se descubre en salmos como el 49(50) y 50(51). La fórmula
que da el 39(40) habrá de ser retomado literalmente por la carta a los
Hebreos: “Está escrito de mí en tu libro que haré tu voluntad: Dios
mío, yo consiento en esto y tu ley está dentro de mi corazón”.

145
Las numeraciones doble de los salmos corresponden a la versión Vulgata, la que
se sigue en la Liturgia de las Horas, y la de la Biblia hebrea entre paréntesis (NT).
218
Notemos que es exactamente ésta la definición dada por Jeremías de
lo que sería la nueva alianza, la que Ezequiel calificará de eterna146.
En tal sacrificio, el elegido de Dios aparece como debiendo
ser, al mismo tiempo, tanto el sacerdote como la víctima. Pues del
Mesías hemos aprendido, de Jesús muriendo en persona, a aplicar los
salmos inspirados por el tema del Servidor fiel en Isaías. Grito de
angustia y de fe invencible a pesar de todo, el salmo 21(22) vuelto a
decir por Jesús en la Cruz, como el 68(69) que retomará san Pablo
cada vez que hablará de la Cruz de Jesús, deben volverse la expresión
privilegiada de nuestra identificación con Jesús en el martirio de la
ascesis.
Como los salmos propiamente mesiánicos proyectan su luz
sobre el conjunto de los salmos reales, mostrando de qué
profundidades era susceptible la idea del Hijo de David, estos salmos
del servidor iluminan todos los salmos del justo sufriente o
perseguido, lo mismo que todos los salmos penitenciales. Nunca un
grito de dolor, de una pureza trágica más intensa había subido hacia
Dios que la queja del salmo 87(88): es la oración paradójica del
hombre que dice a Dios que se siente abandonado de Dios mismo. ¿Y
qué expresión más rica y más indefinidamente matizada que el
sentimiento del pecado podría encontrarse en los salmos llamados
penitenciales (6, 31, 37, 50, 101, 129, 142 de la Vulgata; 6, 32, 38, 51,
102, 130, 143 del hebreo)? Pero el dolor y el arrepentimiento
humanos, tan plenamente expresados en las palabras de los salmos
judíos solo descubren la luz en lo más profundo del abismo cuando lo
retoma la oración cristiana. Entonces, en efecto, el único justo
sufriente por todo el pueblo, aquél que no ha conocido el pecado
pero que ha sido hecho pecado y maldición para rescatar a aquellos
que están bajo la maldición, es el que en nosotros los pronuncia.
Sobre estos labios de los cuales jamás hubiésemos creído que
pudieran decirlos, estos llamados de angustia se vuelven palabras de
un omnipotente consuelo.

146
Jer. 31,33; Ez.37,26
219
Con estos últimos salmos, la solidaridad misteriosa que une
al rey con su pueblo nos invita a pasar del tema del rey al tema del
pueblo.
Se trate de los grandes salmos históricos, prometiendo las
últimas liberaciones, recordándonos las primeras intervenciones
creadoras por las cuales Dios ha tomado en mano la historia del
hombre, o bien se trate de los salmos graduales, nutriendo el
patriotismo sagrado de Israel elevando ya de la ciudad que los
hombres han construido a la que sólo Dios construirá, la Iglesia tiene
en el salterio himnos donde está encerrado todo su destino.
Asamblea de aquellos que la Palabra busca y reúne de los cuatro
vientos, ciudadela donde Dios mismo es la salvaguarda de los suyos,
santuario donde mora para siempre con ellos, y por otra parte
tabernáculo donde él peregrina con ellos de la tierra al cielo, ninguno
de sus aspectos terrenales ni de sus perspectivas celestiales está
ausente del salterio.
En torno a la asamblea, en torno al pueblo, creado para el
pueblo, recreado por la creación definitiva del pueblo de Dios
definitivo, el mundo entero encuentra en el salterio, como un tercer
y último tema envolviendo los otros dos, su evocación conforme a las
miradas que son la de la fe sobre el cosmos y su devenir. Instrumento
de alabanza, vuelto mudo por el pecado pero que el Día de Yahvé
reanimará, tal se revela el universo en los tres grandes salmos por
excelencia de Laudes, el 148, el 149 y el 150. El hombre, el cristiano,
el monje que los pronuncia se vuelve, en el Verbo encarnado, el
sacerdote cósmico. De toda la vida universal, absorbida por la vida
humana, regenerada ella misma por la vida de la Palabra hecha carne,
ellos inauguran la eterna liturgia que remitirá del cosmos este coro
cantando con las mismas voces de los ángeles que estaban en el
mundo en su primera mañana.
Si ahora tratamos de reunir los sentimientos que el salterio,
organizado alrededor de esta doble serie de temas, solicita del
corazón que los repita en el Espíritu que los ha dictado, ¿qué
encontramos?

220
Lo más profundo es sin duda una inquieta nostalgia de Dios.
Sean las evocaciones de la ciudad-santuario que provocan los
cánticos de la subida, sean las reminiscencias sedientas del
Quemadmodum (salmo 41), sea la gran visión de paz del Quam
dilecta (salmo 83), o la aflicción del Super flumina Babylonis (salmo
136), ¿dónde, pues, encontraría el alma en búsqueda de Dios tal
aspiración detrás de su presencia, de en medio del exilio de este
mundo y de esta vida?
Pero esta nostalgia, para que sea nuestra, debe ser la
nostalgia del hijo pródigo. Es necesario que sea el grito de la humildad
penitente. Y es aquí, más que en otra parte, que los salmos parecen
irremplazables, inigualables. Son más que nada la oración del pobre,
la oración de ese pobre del que san Agustín nos dice que es “una
multitud de familias, una multitud de pueblos, una multitud de
Iglesias, y también una sola Iglesia, un solo pueblo, una sola familia,
un solo rebaño”. No es sino en la confianza filial, donde la fe cristiana
ha llevado a fondo esta humillación penitencial, donde mejor se
puede hallar la expresión de quien es el autor y consumador de la fe,
que ha retomado para excitar tal confianza en los corazones. Quiero
decir la imagen del divino Pastor del salmo 22(23): “El Señor es mi
pastor, nada me falta; me hace descansar en las aguas tranquilas,
restaura mi alma”...
Finalmente, la espera escatológica, la espera de la fe
pendiente de la esperanza del día de Yahvé, del día en que Cristo
aparecerá en la gloria y en que su pueblo, con él, aparecerá también,
¿cómo decirla y crearla mejor en nosotros sino por las palabras de los
salmos del Reino de Yahvé? Ella se funde ya en la alabanza, en esta
alabanza universal donde todas las cosas cantarán, según las palabras
de Juliana de Norwich, cuando todo será Bien, porque Dios será todo
en todos. El grito final de los salmos Cantate Domino147 y Dominus
regnavit148, los salmos de la entronización de Yahvé en su reino, es la
mejor refutación a la idea de que los salmos podrían ser siempre

147
salmos 95 y 149 (NT)
148
salmos 96 y 98 (NT)
221
superados en la vida presente; ¿no nos conducen ya a la mañana del
día sin crepúsculo?
Pero el opus Dei no se limita a colocar los salmos en nuestros
labios por azar. Según la tradición monástica primitiva, le hace
corresponder a las diferentes horas del día. Luego de lo que
acabamos de decir de los salmos tomados en sí mismos, cuán fácil es
retomar la renovación cotidiana de su sentido comunicado por la
hora en la cual los diremos y la elección que ha guiado esta hora.
En las vigilias de la noche149, los grandes salmos históricos
llenan la vigilia de la fe que espera la última aurora por el recuerdo de
los presagios pasados. Así la expectativa del futuro definitivo se
alimenta de la realización sin reproches de los acontecimientos en los
que Dios ya intervino y se ha comprometido irrevocablemente.
En la aurora y en la puesta del sol, correspondiendo al doble
sacrificio de los perfumes de los que aún ofrecemos el incienso
simbólico con el Benedictus y el Magnificat, los salmos de alabanza
abren y cierran el día en lo que es el origen y será el término de la
creación: la única gloria de Dios, resplandeciendo en el gozo de las
creaturas. En las Horas menores del domingo y del lunes, el gran
salmo 118(119) nos mantendrá en la meditación de la ley, es decir de
la Palabra divina, rumiada bajo todos sus múltiples aspectos. O bien,
en las Horas de la semana, los salmos graduales150, en su incesante
llamado a la fe confiada, nos harán apoyarnos siempre de nuevo en
Dios y sólo en él a lo largo de la jornada, tanto al comienzo como al
final de todos nuestros actos y de todos nuestros pensamientos.
El anochecer, en fin, el In manus tuas de los salmos 4, 90(91)
y 133(134) nos llevará entre las manos santas y venerables de las que
hemos salido, y al abrazo de las que la voz que nos proyectó en el ser
nos vuelve a llamar y nos atrae.

149
El autor manejará el esquema de salmos tal cual están en la Regla de san
Benito.(NT)
150
Salmos 119 al 127 (NT)
222
¿Cómo asimilará el monje los inagotables tesoros de la
oración sálmica? La primera condición para llegar a eso es sin duda
que descubra en primer lugar su incomparable belleza. Si la Biblia es
un mundo, y si ese mundo no es sino el mundo de todos los días
llevado a las perspectivas del plan divino, los salmos son allí como el
microcosmos que condensa toda la belleza en el traslúcido cristal de
su alabanza. Este pasaje que es preciso que el monje realice desde las
bellezas que no son sino un reflejo, a la fuente de las bellezas, a la
Belleza sin par de la Fuente única, el esplendor de los Salmos lo llevará
espontáneamente mejor que cualquier laboriosa industria. Su belleza
literaria es inseparable de su belleza espiritual. Una se funde en la
otra como las irisaciones de la aurora en la blanca claridad del día.
Es necesario que la luz y el canto de los salmos iluminen y
regocijen su vida entera como llenaban la vida de los primeros
cristianos, luego de haber llenado el alma del mismo Mesías. Para eso,
que comience pues por entregar su propia vida. Que suscite y exprese
sus sentimientos más personales retomando sus mismas palabras. El
Renacimiento cristiano puede ofrecerle, lo mismo que los autores
medievales resucitados por Dom Jean Leclercq, ejemplos
infinitamente atractivos e irresistibles de esta fusión de un alma en
los pensamientos del Espíritu Santo. Citemos solamente, a título de
información, los admirables ejercicios que terminan la Sancta Sophia
del gran benedictino inglés Dom Agustín Baker, o las exquisitas Preces
privatæ del obispo anglicano Andrewes que Newman tradujo con
tanto amor y fervor.
En cambio, a los ritmos amplios como el mundo y la historia
que lo llena, que son los del oficio divino, la oración sálmica tomará
posesión de él y le enseñará por una experiencia interior esos
pensamientos de Dios que no han subido al corazón del hombre. Ella
lo conducirá, fortiter suaviterque151, en esos caminos que sólo él ha
trazado yendo al encuentro de nuestro corazón a través del corazón
desgarrado de Dios hecho Hombre. Ella lo llevará hasta ese Corazón,
centro y sol de todos los corazones, donde el Espíritu no cesa de

151
Se traduce: “Con firmeza y suavidad” (NT)
223
susurrarnos: Veni ad Patrem, ni de responderse en nosotros mismos:
¡Ecce venio!

CAPÍTULO VII

LA MISA

Toda la religión, y al mismo tiempo toda la historia de la


humanidad, se encuentra resumida en la parábola del hijo pródigo.
La historia de la consciencia religiosa del hombre, presentido por el
Espíritu divino en su gracia solícita, es el drama del hijo pródigo que
toma consciencia de su estado de hijo perdido, voluntariamente
perdido. Cuanto más se profundiza esta consciencia, tanto más surge
el deseo de volver al Padre... Deseo nostálgico, deseo angustiado

224
también: ¡cuántos obstáculos no cubrirán su camino de regreso! Y a
su término ¿qué acogida le espera al pródigo? Incluso si una
irresistible confianza lo atrae hacia el Padre, al que siente haber
ofendido, como aquél que no es más que su único refugio, ¿qué será
ahora el rencuentro? Y si incluso el Padre está dispuesto a olvidar
todo, él, el hijo desgraciado y culpable, desgraciado sólo porque es
culpable, ¿cómo podrá, después de su falta, sentirse como en su casa
en la casa paterna? Sin embargo, más vale para él encontrar este
techo, aunque fuese volviendo como esclavo fugitivo, que
permanecer en el eterno, en el universal exilio que representa en
adelante cualquier otro lugar. Helo aquí, pues, que retoma, con el
corazón lleno de pesar y sin embargo palpitante de esperanza, este
camino ascendente, rocoso, que le había parecido tan fácil
descender... Pero apenas hizo sus primeros pasos y ya encuentra en
la misma ruta al Padre, con los brazos abiertos de par en par, ir a su
encuentro, ir mientras que a los ojos de los demás, el hijo perdido no
parecía incluso orientarse hacia el hogar abandonado hacía poco. Y el
hijo puede apenas balbucear los primeros vocablos de las palabras de
lamento y de sumisión que él había preparado: “He pecado contra el
cielo y contra ti, no soy digno de ser llamado hijo tuyo...” Antes que
haya podido proponer ser reducido al simple rango de los servidores,
el Padre dio órdenes de que vuelvan a tratar al hijo indigno como si
fuese el Único, el Bienamado. Que se lo vista con ropas regias, que se
le coloque el anillo en el dedo, que se mate para él animales cebados
y que la casa se llene de luz y de cantos... Sí, pues hay más alegría ante
los Ángeles – y ante Dios mismo – por un solo pecador que se
arrepiente que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad
de arrepentirse.
La reconciliación se ha, pues, obrado. Pero es el ofendido el
que ha corrido con los gastos. Es el Padre el que vencerá los
obstáculos acumulados que espantaban al hijo. Es el Padre el que
absolverá la ineluctable reparación que parecía tan imposible como
necesaria al mismo hijo. Éste desesperaba de no poder nunca
encontrar el lugar que él mismo había abandonado. Pero la
generosidad sin límites del Padre le reservaba incluso uno mejor.

225
Una vez más, todo el Evangelio y la vida religiosa de la
humanidad salvada, está en el retorno a Dios. El dolor no está
ausente. No puede estar ausente. Pero, por muy profundo, por muy
desgarrador que sea, un hecho inaudito, un hecho inesperado lo
transfigura, transfigura toda la situación. Y este hecho es que Dios
mismo ha venido al hombre para que el hombre pueda volver a Dios.
Y lo que la parábola no puede expresar directamente, pues el misterio
es muy grande, es que Dios también es el primero que carga sobre sí
el dolor a vencer. Él ha asumido todo en su Hijo único, en su Hijo fiel,
para que los infieles, aunque ellos mismos no piensen para nada en
esto, no se preocupen incluso seriamente en volver. Detrás de la cruz
de Jesús, detrás de la cruz donde están extendidos y clavados los
brazos del único Hijo, del único Servidor fiel, están también los
mismos brazos del Padre que están extendidos para estrechar sobre
su pecho y confundir en el corazón abierto de Hijo muy amado,
desgarrado por las faltas, los innumerables hijos infieles. Tal es el
misterio de la Cruz, misterio del amor del Padre. Pues, nos dice san
Pablo, en esto ha manifestado el Padre el carácter incomparable de
su amor por nosotros, en que Él por nosotros ha entregado a su Hijo
a la muerte, cuando nosotros éramos todavía impíos...
La Redención, la salvación del mundo efectuada, es que la
Cruz, así entendida, llega a invadir al mundo, a llenar la historia de
cada hombre y la de toda la humanidad. De esta extensión de la Cruz,
la Misa está allí para ofrecernos esta posibilidad. La Misa es el retorno
al Padre en Cristo, que vino a nosotros de parte del Padre – vino a
nosotros y volvió al Padre, llevándonos esta vez en él mismo, por la
obediencia, a través de la muerte.
El monje, hemos dicho desde el comienzo, es alguien que sólo
vive para este retorno al Padre. Y es porque la vida del monje es
crucifixión; pues, entre Dios y el hombre pecador, no hay otro camino
que aquel que Dios mismo ha abierto: el camino de la Cruz. Pero esta
crucifixión del monje sería vana, no sería sino un suicidio estéril si no
se realizase por una participación en la misma Cruz de Cristo. Por la
Misa se puede realizar esta participación, y es porque el Suscipe del

226
monje sólo tendrá sentido envuelto, por así decir, en el ofertorio de
la misa, como su carta de profesión en el mantel del altar.
Es necesario, pues, que cada día la Misa ponga primero ante
nosotros el misterio de la Palabra divina que nos busca y nos llama:
ahí está todo el sentido de la misa de los catecúmenos152; luego el
misterio de la misma Palabra divina que suscita en nosotros la única
respuesta eficaz, es decir que nos tritura para recrearnos: allí está
todo el sentido de la inmolación eucarística en el corazón de la misa
de los fieles. Y tanto en una como en la otra, el llamado que nos toca,
la respuesta que nos mueve y nos lleva más allá de todos los
obstáculos, hasta el seno del Padre, una y otra nos son dadas en
Cristo. Pues la Misa, finalmente, bajo todos sus aspectos, no es sino
la realización perpetua de la Palabra del apóstol: “Cristo en ustedes,
esperanza de la Gloria”.
Es necesario que en toda Palabra de Dios que nos hace
escuchar la Iglesia, pero más especialmente en esta lectura de una
excepcional solemnidad que es la primera fase de toda misa,
escuchemos sin cesar la Voz divina que nos llama, así como la escuchó
Antonio, el padre de los monjes, precisamente en el evangelio de la
misa. Cada lectura del Evangelio, cada anuncio del Evangelio en la
celebración eucarística, debe hacer resonar en nosotros esta voz que
el mártir Ignacio de Antioquía escuchaba en él y que decía “¡Ven al
Padre!”
Después de lo cual, cada consagración eucarística a la cual nos
unimos, o que se opera por nuestro ministerio, si el sacerdocio ha
coronado nuestra consagración monástica, debe aparecernos como
el punto culminante de la palabra, del Fiat, inspirado por la Palabra
divina a la humanidad misma, a nuestra humanidad, en Cristo. En esta
palabra humana de total abandono que la sola Palabra divina de don
total ha podido engendrar, se produce la nueva creación. Se produce
en el desgarramiento de la cruz. Pero ella es sin embargo la creación
no solamente nueva, sino eterna. Pues es la reconciliación obrada, la

152
Antes de la reforma litúrgica post conciliar, en la Misa había una primera parte
llamada “de los catecúmenos” que llegaba hasta lo que hoy llamamos “liturgia de la
Palabra”. (NT)
227
creación unida en sí misma y reunida a su creador, la nueva y eterna
alianza. ¿Y qué es pues esta alianza indestructible que se hace una
con una creación inmortal, nacida en la muerte del Dios hecho
hombre? Es, nos dicen los últimos profetas, la creación en la
humanidad de un corazón nuevo: el corazón de carne puesto en el
lugar del corazón de piedra de la antigua humanidad adámica, el
corazón desgarrado de Cristo, de Cristo abriendo su corazón a la
humanidad entera para que ella entre allí y se establezca para
siempre, como el arca de la eterna alianza.
A pesar de su aspecto inicial, fundamental, de inmolación, la
Misa así entendida, como el retorno acertado a Dios de la humanidad
pródiga y perdida lejos de él, desborda y exulta de gozo. Es en ella, es
decir participando en ella y haciendo, por una fe viva, entrar toda
nuestra vida en ella, que entendemos cómo la liturgia puede decir
que “por el madero de la cruz la alegría vino al mundo”. Vista en todas
sus perspectivas, que se confunden con las perspectivas de la
esperanza cristiana, de esta esperanza que ha movido toda la
búsqueda del monje, comprendemos cómo la Misa es
fundamentalmente eucaristía. Ella es, en efecto, “la acción de
gracias” en la plenitud de sus sentidos, es decir, finalmente retorno
exultante, jubiloso, retorno a Dios in hymnis et canticis de todo lo que
había procedido de él pero se había perdido lejos de él, in terra
longinqua, dice el Evangelio, in regione dissimilitudinis, dicen los
Padres. La Misa resplandece en el canto del Prefacio, su centro
irradiante, como la gran alabanza en la que el hombre obra como
sacerdote universal, en el mismo Verbo, eterno sumo sacerdote de la
creación, para dedicar finalmente con él mismo el mundo entero a
Dios. Es el gozo que resplandece en este retorno, es el gozo que sólo
Cristo ha podido aportar al mundo, como sólo él le dio la paz, aquella
que se funda sobre la reconciliación con Dios. Es el gozo del espíritu
creado redescubriendo la belleza de este mundo del cual él está
establecido como sacerdote restaurándole su transparencia,
llevándolo a la fuente, en el reflujo del ágape, del amor divino
volviendo en fin a su casa.

228
¡Qué deseable sería que la cristiandad rencontrase este
sentido primero de la Misa: este sentido teocéntrico, esta
reorientación de toda la humanidad, del universo entero sobre su
única auténtica casa; este retorno universal obrado en Cristo
crucificado y elevado al cielo; este retomar todas las cosas en la
marea inmensa del amor divino, refluyendo en amor filial hacia la
fuente paterna! Allí, una vez más, está el único verdadero gozo, el
único gozo donde todas las cosas pueden encontrarse reunidas e
inmortalizadas en una primavera eterna, en esta alegría
incomparable que se encuentra más bien en dar que en recibir, gozo
que es el gran secreto de Dios, el gran misterio de Jesús y de su cruz
cuyo canto eucarístico es la proclamación.
Pero el monje está como persona dispuesta a recobrar este
sentido. Pues es por otra parte el sentido de toda su vida, si es verdad
que ella se inscribe enteramente en esta única línea de retorno al
Padre, de la liberación de todo lo que lo frenaría, de todo lo que lo
apartaría. El monje debe pues sentirse transportado en la eucaristía
como en su medio natural. Ella actualiza para él la realidad de fe sobre
la cual descansa su profesión y la vida que conlleva. Acordado al gozo
eucarístico, él puede y debe darle una resonancia que no ensordezca
ninguna desarmonía: toda su alma debe literalmente fundirse en el
canto eucarístico. Y como la eucaristía da su sustancia sobrenatural al
acto de donación donde su vida se resume, su vida debe también
prolongar la eucaristía (el retorno desbordante de gozo hacia la casa
paterna) hasta en sus menores detalles.
Al mismo tiempo, y por el mismo hecho que remite en Cristo,
por la cruz, al Padre, la Misa reintegra al hombre al coro de los
Ángeles. Cuando le es dado a la humanidad celebrar la eucaristía, por
este mismo hecho es reintegrada a este coro celestial que el
Apocalipsis nos descubre en el mundo invisible. Durante este
intermedio maléfico de la caída del Príncipe de este mundo, de la
caída de los hombres con el mundo, recordemos que el inmenso
rebaño de los mundos espirituales reunidos en torno al Pastor eterno
no había cesado de cantar a su alrededor el Sanctus de la adoración.
Pero faltando sólo una oveja entre las cien dejaba una fisura que las

229
otras noventa y nueve no podían omitir, lo mismo que el Pastor.
Desde que la humanidad celebra la eucaristía, que la Cruz ha pues
conseguido, la brecha está colmada. El gozo de los ángeles estalla. Al
himno de los serafines se agrega el Gloria de los Ángeles de la
encarnación, glorificando después la gloria intemporal de Dios, esta
gloria nueva que él se ha adquirido por la reconciliación del mundo
caído. Y son nuestras mismas voces, ahora, las que se funden con las
de las potencias incorpóreas, para repetir a su vez: “Santo, Santo,
Santo, es el Señor de los ejércitos. Llenos están los cielos y la tierra de
su gloria”, y la aclamación a Aquél que ha obrado la reconciliación,
que es siempre Aquél que viene a nosotros, y Aquél que por otra
parte nos lleva hacia el Padre: “Bendito aquel que viene en nombre
del Señor”.
Así, desde ahora, en la celebración eucarística, el monje
descubrirá la realización de su vocación angélica, de su vocación de
hombre a ser un ángel sustituto. Desde esta tierra, iniciado en el
cántico de los serafines, estará con ellos; arrancado de las sombras de
este mundo crepuscular, su fe (esta gran fe de la que san Atanasio
hace la característica esencial del monje) lo transportará a esa
mañana recobrada de la creación primitiva donde los Hijos de Dios
cantaban a coro. Desde aquí abajo, igualmente, esta celebración
esencialmente coral, colectiva, eclesiástica de la Eucaristía, se
realizará en plenitud por él, en el monasterio, su familia y su patria,
realizando en el coro, en torno al altar, la Iglesia de la alabanza divina,
esta panegiria, esta asamblea de fiesta en la cual la carta a los
Hebreos ve la figura de la Iglesia eterna. Así la eucaristía aparecerá
para él, en tercer lugar, como la realización ya obrada de la reunión
en un solo cuerpo de los hijos de Dios dispersos. En esta asamblea, en
este coro eucarístico donde la vida monástica encuentra su expresión
religiosa más alta para la glorificación del Cordero inmolado, el mismo
monje encontrará el céntuplo prometido ya en esta tierra a aquellos
que hayan abandonado por Cristo a toda la sociedad humana. Vista
desde la fe, llegando como a tocar su objeto en la comunión
eucarística, la sociedad de alabanza a la cual la celebración la
integrará será para él las primicias incesantemente renovadas de esta

230
comunión fraterna donde todos los afectos creados se rencontrarán,
definitivamente sobrenaturalizados, en el seno de la visión beatifica.
La experiencia de la comunidad eucarística se volverá para él
como la iniciación terrenal a la comunión de los santos. El monasterio
aparecerá para él en la irradiación de esta epifanía de Cristo que
reúne en una glorificación común la sociedad de los solitarios, no
tendrá más trabajo en hallar en su fraternidad, sobre elevada al plano
de la gracia, la promesa y ya el esbozo de esta universal reunión que
se consumará, una vez consumada la separación del sacrificio mismo,
en la eternidad reconquistada.
Finalmente, la Misa, alimento de inmortalidad, aportará a su
fe el único alimento que puede sostenerla, el viático del que tiene
perpetua necesidad para esta vida esencialmente peregrina del
monje, “buscando la ciudad futura, cuyos fundamentos son eternos,
la Jerusalén celestial, nuestra Madre”. Él allí encontrará a la vez, en el
maná celestial, en el Pan vivo y vivificante descendido del cielo y que
se hace uno con la carne del Hijo del hombre, la saciedad cuya
demora es susceptible aquí abajo, y la renovación, la profundidad
siempre creciente de este deseo de los bienes eternos que debe
moverlo sin cesar y llevarlo hacia el mundo futuro, con un impulso
siempre acelerado.
Recibiendo bajo un velo traspasado por los ojos de su fe
aquello mismo que él espera por recompensa en la patria, ¿cómo no
encontrará allí la fuerza de la paciencia en este exilio lejos de
Jerusalén que es para él la vida presente? Pero este mismo velo que
le esconde y además le oculta a Aquél que ya le abandona ¿no
excitará mejor que el resto esta aspiración, esta búsqueda que debe
hacerse en él siempre más vehemente, que debe hacerle transformar
el desierto de su exilio en el camino, doloroso pero feliz, de un éxodo
hacia el Padre? Este último aspecto, este aspecto escatológico de la
eucaristía es aquel al cual el monje en definitiva debe siempre volver,
no del todo como a un punto de vista donde inmovilizarse, sino
justamente como a la perspectiva siempre huidiza que lo lleva sin
tregua, hacia el infinito, y no lo deja detenerse en ninguna línea de
horizonte. Pan que sacia, que restaura y rehace en esta marcha sin

231
tregua que debe ser la suya, la eucaristía será sobre todo para él el
pan que le excita el hambre: el alimento que alimenta ante todo el
deseo. Que vuelve sin cesar, ante el pan eucarístico, a la última estrofa
del Adoro te devote:

Jesu quem velatum nunc aspicio,


Oh Jesús, a quien oculto ahora veo,

Oro fiat illud quod tam sitio:


haz, te ruego, aquello que tanto deseo:

Ut te revelata cernens facie


¡que contemplándote a cara descubierta

Visu sim beatus tuaæ gloriæ.


sea feliz con la visión de tu gloria!

Es a esto a lo que él apunta, es esto lo que da a su vida su


sentido último. ¿Cómo no se mantendría con todo su ser hacia esta
eternidad donde lo espera Aquel del cual hizo todo para buscarlo,
cuando no lo separe más que esta impalpable espesura dejada por el
trigo divino entre la visión y la fe, entre la oscuridad de la fe donde él
trabaja, pena, sufre, se sacrifica y muere, y las claridades sin ocaso de
la gloria donde él descansará, se regocijará, exultará, triunfará, vivirá
de aquel que es asimismo no sólo la fuente de luz y de vida, sino la
Vida y la Luz mismas?
La eucaristía del monje debe pues, como la de los primeros
cristianos de la Didaché, culminar siempre con el grito del vidente en
el Apocalipsis: “¡Ven Señor Jesús! ¡Ven pronto!” ¡Que pase este
mundo y venga tu gloria!”
Entonces, Aquel que ya la habrá recibido, en sí mismo, en lo
más profundo de su ser, responderá: “He aquí que vengo enseguida
y mi recompensa está conmigo. Aquel a quien encuentre fiel, le daré
una corona de gloria y un lugar cerca del trono de mi padre...” Y el
monje a su vez responderá, encadenando su eucaristía con su vida
cotidiana que re comienza, tomando sus palabra a Aquel mismo con
el que se identifica en la alabanza: “Ecce venio... He aquí que yo vengo
para hacer tu voluntad, pues tú eres mi Dios. Que se haga en mí según
tu Palabra”
232
CONCLUSION

SABIDURIA Y GNOSIS

Llegados al término de este estudio, no podemos evitar


hacernos una pregunta. Entre los múltiples caminos que se abren a la
existencia humana ¿qué lugar corresponde al camino monástico? Con
relación al esfuerzo muchas veces milenario de la humanidad para
salir del caos donde el pecado original la ha precipitado, ¿dónde hay
que colocar al monacato cristiano?

233
En nuestro mundo occidental donde el monacato en el
interior del mismo cristianismo, ha aparecido, cuando se manifiesta,
el esfuerzo humano para escapar de la barbarie primitiva se
concentra en eso que se llama la filosofía.
La filosofía, según Sócrates, es la búsqueda de la sabiduría.
Así pues vemos a los Padres, después de haber designado al
cristianismo en general con el título de verdadera filosofía, aplicar
más precisamente este término a la vida monástica. Ellos la
nombrarán “nuestra filosofía”, o además la “vida filosófica”. Era una
manera de decir a sus contemporáneos que la sabiduría objeto de sus
deseos, sólo el cristianismo, y especialmente ese cristianismo
incandescente que es el monacato, podía allí conducirlo.
¿Pero qué representa exactamente esta idea de una
Sabiduría en la que la búsqueda era el todo de la filosofía? ¿De dónde
pues había venido la noción?
La Sabiduría parece haber nacido al mismo tiempo que las
grandes naciones organizadas, centralizadas por la función real. Se la
descubre poco más o menos simultáneamente en Asiria y en Egipto,
hacia el final del segundo milenio antes de Cristo, a la sombra del
trono. En Asiria es el libro de Ahikar, en Egipto son las sentencias de
Amen-em-opé cuyas fórmulas ofrecen ya sorprendentes analogías
con las que se encontrará más tarde en los Sabios de Israel. En este
estadio, la Sabiduría se presenta como un arte empírico de gobernar
a los hombres, dudando desarrollarse en el sentido de una psicología
de la actividad humana en general, o en la de una simple receta para
una existencia lograda.
Sus creadores son los representantes de una clase nueva. La
constitución de los grandes imperios, que sustituían al gobierno
tribal, donde el jefe mandaba con pocos intermediarios, parecía
haber tenido como primera consecuencia su aparición. Se trata de
aquellos que se llamarán los “hombres del rey”. Escribas encargados
de fijar y de aclarar asuntos de una extensión y de una complejidad
desconocidas hasta entonces, ellos inventarán probablemente la
escritura para este fin. Su importancia para un ejercicio eficaz de la
autoridad los llevará pronto, por la fuerza de la realidad, a ser, si no

234
los detentores oficiales, al menos los depositarios efectivos de la
misma. Colocados entre el soberano inaccesible y el pueblo
innumerable, un poco como entre la espada y la pared, ellos tendrán
que hacer frente a los problemas desconocidos hasta entonces. Para
salir de esto, ellos inventarán sin casi saberlo, con la escritura, el
cálculo, la geografía, la historia, los primeros rudimentos de la
economía política. Pero más quizás que por estas técnicas en
elaboración, su logro estará condicionado por su experiencia de los
hombres, su capacidad para instruirse con el buen sentido en el arte
de manejarlos. Formando pronto una casta, con la natural tendencia
de todas las castas de pasar su puesto a sus descendientes, se
preocuparán muy pronto de recoger para trasmitirla esta
acumulación de observaciones, recetas, reflexiones. Tal será la
primera sabiduría. Se la comparará no sin razón a las lecciones dadas,
en una especie de Escuela de ciencias políticas, por los antiguos
salteadores del poder a sus sobrinos segundos, apresurados por
entrar tras ellos en “carrera”.
Con la realeza, la casta de los funcionarios, que no se separa
más de ellos, se trasplantará en Israel, y transportará allí la sabiduría
que le es propia. Eso explica el sabor sorprendentemente prosaico
que guardan en las Escrituras los libros sapienciales. Es simplemente
el olor del terruño primitivo. Pero basta referirse a esto, a antologías
como las de Ahikar o de Amen-em-opé para constatar cómo, de
hecho, la trasposición es sin embargo de pronto considerable.
Es que, como pasaba en Israel con la realeza, la Sabiduría,
como la misma realeza, va a saturarse allí de la religión israelita. Esto
era tanto más fácil cuanto que la sabiduría había sido siempre
religiosa, al modo evidentemente en que lo era o había nacido. El rey
de Egipto o de Asiria al ser considerados ellos mismos como una
epifanía de la divinidad, era un deber fundamental de los “hombres
del rey” una práctica religiosa correcta. Pero decir eso no implicaba
seriamente una espiritualización considerable tanto para la Asiria
como para el Egipto de ese tiempo. Esto será distinto en Israel.
La historia de Samuel y de Saúl muestra que es al amparo de
una alianza con el profetismo yahvista que la realeza podrá

235
implantarse allí. La elaboración propiamente israelita de la Sabiduría
se verá pues coincidir en el espacio y en el tiempo con lo que
llamamos la religión deuteronómica, es decir un poderoso esfuerzo,
al cual el rey Josías dará su apoyo para hacer pasar a la vida y a las
instituciones de Israel el espíritu de los grandes profetas. Es
demasiado poco hablar aquí de concomitancia. La evolución de la
sabiduría y la de los legisladores e historiadores deuteronómicos van
al encuentro uno del otro. Hay tal parentesco entre las fórmulas a las
cuales se llega de una parte y de otra que se tiene la impresión que
las dos corrientes mezclan sus aguas y que las dos escuelas
intercambian o confunden sus discípulos.
Este rencuentro es de una importancia incomparable. Se
puede decir que el producto de esto será el primer ejemplo de lo que
llamaríamos un humanismo religioso. Por un lado, tenemos el don de
Dios, la revelación trascendente de las exigencias y de las promesas
de Yahvé. Por el otro, el más grande y más considerable esfuerzo
humano que aún se haya hecho, al menos en Occidente, para tomar
plena consciencia de los datos de la existencia humana y dominarlos
gracias a una experiencia maduramente acumulada y reflexionada.
Todo un tesoro de psicología concreta, de pensamiento en vías de
sistematización pero todavía muy cerca de lo real, cae bajo el juicio
de la Palabra divina. Inversamente, la Palabra misma es acogida por
una humanidad no tanto más gastada y desprovista, sino salida de la
adolescencia, ya en plena madurez, a veces cerca, si no de la
senilidad, al menos de una vejez contemplativa donde la experiencia
se deposita y se decanta.
Entonces no es más una fe infantil, sino una fe confirmada por
la más rica y más digerida de las experiencias que va a hacer decir a
los Sabios de Israel: “El todo del hombre es el temor de Dios y guardar
sus mandamientos”. Recíprocamente, al mundano refinado, ya
hastiado, que parece haber sido el Eclesiastés, la inspiración divina
permitirá trasponer el desencanto de su “vanidad de vanidades” en
un primer bosquejo de pura esperanza en Dios.
Lo más notable, y lo que parece casi evidentemente
providencial, es que cuando uno está ahí, el objeto terrenal que la

236
Sabiduría guardaba en Israel va a serle quitado. El exilio que provoca
el hundimiento de la realeza va a quitarles a los hombres del rey su
razón de ser. Pero la Sabiduría que ellos han capitalizado, que han
comenzado a refundir en el crisol del Espíritu, no por eso
desaparecerá.
Penetrada ya de espíritu religioso y yahvista, no teniendo más
salida en la tierra, ella va a volverse hacia el Cielo. Esencialmente
humana, experimental, psicológica, ahora va a aplicar todo su tesoro
de observación y de meditación, atravesada ya por la palabra divina,
a los problemas divinos donde el hombre mismo se encuentra
comprometido. Llega en el momento preciso para acometer el
problema que el exilio y la ruina de Jerusalén planteaba a la
consciencia religiosa de Israel, al alma de un Jeremías: el problema
del mal y del sufrimiento inocente. El libro de Job aplicará allí todos
los recursos de esta Sabiduría que, con él por primera vez, deja la
tierra. Y, por primera vez, la Sabiduría misma llegará a presentir que
ese problema se supera en el misterio, en un secreto del que solo Dios
tiene la clave.
Conjuntamente se opera una transformación inevitable de la
misma noción de la Sabiduría. Ya un Salomón, el rey sabio por
excelencia, nos era presentado como buscando la sabiduría no tanto
por la experiencia y la meditación sino por la oración. La Sabiduría,
ahora, se vuelve un don de Dios que solo él da a quien quiere, -lo que
no significa en absoluto que ella descuide la experiencia o desconozca
la necesidad de un esfuerzo personal. Finalmente, ella se elevará de
tal manera que no será más una opinión del hombre que poco a poco
él ha construido de los elementos de su experiencia, sino el plan
eterno de Dios que deja entrever al hombre en la medida en que Él lo
quiere y como a él le place. Ya para Job, Dios parece ser el único Sabio.
La Sabiduría dicha de Salomón nos mostrará su designio providencial
cumpliéndose en la historia a contrapelo de las pretensiones y
cálculos de los sabios de este mundo.
Cuando se llega a eso, no hay más que dar un paso para llegar
a la F@N\" ¦< :LFJ0D\å de san Pablo. Esta “sabiduría en el
misterio”, como él la llama, permanece desconocida e incognoscible

237
para los hombres. Tampoco los Griegos, que han perseguido a su
modo el desarrollo de la sabiduría puramente humana, como
tampoco los judíos, los cuales tendían a llevar la Torá, la ley divina, a
explicaciones totalmente humanas, pudieron pretender eso. Pero
esta sabiduría es hasta tal punto trascendente, hasta tal punto propia
de Dios, de tal modo escondida en Dios que los mismos Arcontes, las
potencias espirituales que rigen el cosmos, no tienen acceso a ella.
Dominando, superando a todas las Sabidurías humanas en
conflicto que separan al hombre del hombre, que separan al hombre
de Dios en el fraccionamiento de su racionalismo sacado del pecado,
la Sabiduría divina aparece como la gran reconciliadora. Ella
desmiente las falaces pretensiones del hombre apoyado sobre su
razón y su experiencia mundanas. Pero aporta la salvación que
buscaban vanamente todos los “amantes de la sabiduría”, todos los
N48`F@N@4. Ella reconcilia al hombre con él mismo superando la
división del pecado, reconcilia a los hombres entre sí, nos reconcilia
con Dios. Ella obra, pues, en fin esta coordinación de la existencia
humana que la sabiduría de la realeza había perseguido desde los
orígenes. Pero es Dios el que obra y es desde adentro que él obra.
Esta Sabiduría ha sido revelada en Jesucristo. Pero sería
demasiado poco decir que es él el revelador. Para nosotros, él mismo
es la Sabiduría divina. Lo es precisamente en el misterio de su muerte
reconciliadora, lo cual es como el nudo del plan divino. En este
misterio, encontramos la vida por su muerte, de modo que no seamos
más nosotros que vivimos sino Él quien vive en nosotros. El misterio,
en efecto, es propiamente que los hijos de Dios dispersos sean
reunidos en un solo cuerpo, el de Jesús crucificado y resucitado. La
Sabiduría, así pues, si se identifica con Cristo, se identifica todavía
mejor con la Iglesia, en tanto ésta es la “plenitud de Aquél que se
completa plenamente en todos”. El gran misterio que está en el
corazón de la Sabiduría es, al fin de cuentas, esta unión y esta
conjunción de Cristo y de la Iglesia que hacen de los dos una sola
carne, en el desgarramiento de su cruz.
Los textos eminentemente misteriosos de la antigua
literatura sapiencial en Israel preparaban estas últimas

238
identificaciones. Nos mostraban en la Sabiduría como una segunda
personalidad, femenina presente al lado de Dios y en Dios, su
auxiliadora y su modelo en la creación del universo, al comienzo y al
término de la historia. Así, la tradición cristiana verá de la Sabiduría
revelada en Jesucristo una primera aparición, como a título de
primicia, en la Virgen María, Madre creada de Cristo y en él de toda
nueva creación, y una última epifanía, en la Iglesia de los tiempos
escatológicos, plenitud final de Cristo todo en todos.
Mientras tanto, cuando la “Sabiduría en el misterio” se
ofrecía así a los hombres, ¿qué sucedía con la Sabiduría primitiva,
totalmente humana? ¿Qué evolución había podido perseguir fuera de
la irradiación de la Palabra divina? Atravesando Grecia por el Asia
menor, rencontrando el espíritu positivo y curioso de los Jonios, había
conocido en una primera fase un desarrollo inesperado, sobre los
planos del estudio de la naturaleza y de la abstracción racional. De la
acumulación de conocimientos prácticos necesarios al comercio y a la
agricultura, los Jonios van a alzarse con un primer ensayo de ciencia
cosmológica, de inteligencia sistemática de la NbF4H (fysis), es decir
de ese vasto mundo natural donde la sociedad está sumergida y de
dónde saca todos sus recursos. De los procedimientos de mensura y
de agrimensura hasta ahí puramente empíricos, ellos sacarán al
mismo tiempo el esbozo de una matemática racional.
Más tarde, en Ática, los sofistas reaccionarán contra estas
prolongaciones de la Sabiduría que tienden a hacerle perder de vista
su fin primitivo. Ellos la llevarán al arte de conducir a los hombres y
de allanarse al mismo tiempo su camino en la sociedad. Pero el golpe
de timón será tan fuerte que ellos estarán muy cerca de hacerla
zozobrar pura y simplemente en el simple “savoir faire” cuya
tentación siempre los había fascinado. Con los recursos, inagotables
al espíritu griego, del discurso sutil y capcioso, harán de esto un arte
de convencer que corre el riesgo de no tener mucho en común con el
arte de encontrar la verdad.
Sócrates realizará el restablecimiento decisivo. Tornando la
dialéctica contra sí misma, forzará a estos jóvenes ambiciosos como
un Cebes o un Simmias a preguntarse, antes de querer “triunfar en la

239
vida”, lo que vale este triunfo. Magnificada por la imaginación
metafísica genial de un Platón, su método llegará a hacer de la
búsqueda en sí, de la verdad eterna, de la Idea del Bien, el fin de esta
sabiduría que se busca a sí misma, la “filosofía” que Sócrates había
sustituido a la sabiduría lograda pero falaz de los sofistas.
A su vez, Aristóteles va a reaccionar, para llevar más cerca de
lo real el pensamiento platónico perdido en las nubes del mundo
inteligible. Sin descuidar, muy al contrario, el elemento ético, él
volverá a dar un lugar de base al elemento cosmológico, científico.
Después de él, sin embargo, la filosofía helénica tenderá
pronto a evadirse del racionalismo positivo en el que había querido
encerrarse. Con la decadencia de un pensamiento donde la razón
acaba de minarse a sí misma, el estallido de la ciudad antigua y de sus
cuadros creará una inquietud religiosa que transformará la filosofía
en una búsqueda de la salvación. El más fiel heredero de Platón y de
Aristóteles, Plotino, no escapará a esto mucho más que los demás.
Pero él buscará la salvación en el interior del racionalismo, por medio
de la más extraordinaria tentativa de mística racional que jamás haya
aparecido. En torno a él, sin embargo, habrá poco o nada del cuidado
de la herencia propiamente helénica. Es por una toma de contacto
con lo que el Oriente guardaba de más racional cómo se podrá más
bien escapar al destino. No obstante, en sus búsquedas, el
intelectualismo griego, si no el racionalismo, permanece
inquebrantable. Del conocimiento es cómo siempre se espera la
salvación: de la (<äF4H (gnosis).
¿Qué es, en efecto, esta gnosis que aparece casi al mismo
tiempo que el cristianismo y que más o menos lo confundirá a un
Plotino? Es un esfuerzo para arrancar al Universo su secreto, para
descifrar en el simbolismo de las religiones orientales, los “misterios”
que entonces afluyen hacia el Occidente, la clave de todas las cosas,
del mundo, del hombre. De este conocimiento por el cual el espíritu
del hombre, tal como el de los dioses, dominará el universo, se hace
una idea casi mágica. Por este conocimiento, se piensa, el hombre se
igualaría a los dioses. Se divinizaría si pudiese solamente adquirir el

240
conocimiento que ellos tienen de la realidad suprema, y por ese lado
él se inmortalizaría.
A esta gnosis, que echaría mano de todo y, en su universal
sincretismo, tentaría incluso de asimilar las verdades del Evangelio,
san Pablo opone lo que él llama la ¦B\(<TF4H (epignosis), la
“supergnosis”. Esta epignosis no es la obra mágica de los hombres,
sino el don gratuito de Dios. A los humildes le es acordada, y no al
orgullo de los espíritus soberbios. La fe es el único medio de
adquirirla. Lo mismo hay que decir que no es una conquista de la
inteligencia autónoma, sino una gracia consentida a la oración y a la
pureza del corazón. No es de ningún modo un conocimiento que se
pueda adquirir por un camino de pura inteligencia. Ella supone, al
contrario, un compromiso de sí, pues es inseparable del amor. ¿No es
el descubrimiento del amor de Dios, del amor de Dios que nos amó
primero, pero que busca y crea nuestro amor? Ella es, en efecto, el
reconocimiento, en el corazón de la sabiduría de Dios, de este
“misterio” que es el centro y el todo. El “misterio de Cristo”, el
“misterio de su cruz”, no es sólo el amor inaudito que Dios ha tenido
por nosotros y de la que la sabiduría da testimonio, sino es que Dios
es amor.
También un amor movía la búsqueda de la gnosis, como lo
era el alma de la mística plotiniana, luego de haber sido la gran ley
cosmológica del aristotelismo, el imán de la reminiscencia platónica
atrayendo a las almas a rencontrar este Bien contemplado en la
existencia anterior y perdido por la caída en ésta. Pero este amor que
la sabiduría de los griegos había conocido, era el ªDTH (eros), el
deseo insaciable que agita en vano a la creatura. Aquel que la
Sabiduría de Dios revela en el Evangelio, en el misterio de la Cruz, es
el ÿ(VB0 (ágape), el don que Dios mismo hace a su creatura, ese Don
que es también su “naturaleza” eterna, para retomar el primer
término sobre el cual se había orientado la sabiduría helénica.
La epignosis de san Pablo realiza la divinización soñada por la
gnosis. Pero no es el producto de una mágica simpatía de una
metamorfosis de la creatura en su divino modelo: es el fruto del don

241
libremente consentido de Aquél al cual ella en cambio se abandona.
Es como un intercambio de miradas donde los corazones,
indisolublemente, se reconocen y se entregan.

No es necesario decir mucho más para entender cómo el


monacato es a la vez el heredero y el que cumple toda la tradición
sapiencial y gnóstica. La sabiduría buscaba un arte de vivir, pero un
arte de vida esencialmente “político”, en el antiguo sentido de la
palabra: que no salva al individuo de la multitud sino que salva a la
multitud por el éxito del individuo de élite. Poco a poco, había
aprendido, en Israel, a recibir de Dios este arte, reconocido por
eminentemente sobrenatural, acogiendo completamente la gracia
divina con la apertura y la inteligencia en que una humanidad llegada
a la plena consciencia de sí misma era solo capaz. En el cristianismo
monástico, es decir simplemente el cristianismo en su máxima pureza
e intensidad, la “Sabiduría de la Cruz” toma finalmente posesión de la
humanidad consiente a ella para llevar a cabo estos pensamientos de
Dios que no son nuestros pensamientos, según sus caminos que no
son los nuestros.
La gnosis, rama evolucionada de la sabiduría, buscaba no
directamente vivir sino conocer. Sin embargo, su conocimiento del
hombre, del universo y de su común misterio, tiende
irresistiblemente hacia la vida, bajo su forma más alta, por el hecho
de que tiende a lo que llamamos hoy la mística: un conocimiento que
sea identificación, identificación al supremo inteligible que es
también el Ser supremo. En el misterio que es el corazón
ensangrentado y resplandeciente de la Sabiduría divina, la epignosis
del monje descubre, en un conocimiento experimental de la Cruz que
se aplica a él mismo, el secreto sabor, el secreto de la inmortalidad.

242
Así el monje es el único heredero auténtico de todo el
movimiento que ha llevado nuestra humanidad occidental, desde el
despertar de su consciencia. Sólo él está en la línea recta de sus
aspiraciones más altas y más profundas, como las más constantes.
Sólo él toca, sólo él realiza sus más íntimos deseos, aquellos que
mueven toda una existencia pero de la cual, quizás, jamás se tendrá
una clara consciencia. El monje, por su vigilancia armada de ascesis y
alimentada de oración, ha llegado por la humanidad a esta
consciencia de sí que sólo se realiza en el descubrimiento del Otro. Él
ha reconocido, él realiza en fin el verdadero rostro del hombre
revistiéndose de la Imagen del hombre último, del último Adán, de
Dios hecho hombre.
El monje de este modo es el único verdadero humanista. Pues
él no recoge del pensamiento antiguo sólo los restos momificados,
sino el alma que los atraviesa. Solo él lo lleva a ver el día hacia el cual,
chocando contra el techo y las paredes de la caverna platónica, este
pensamiento tendía vanamente. Decíamos al comenzar: lo que el
hombre busca cuando cree sólo buscar la patria terrenal, como la
presentaba Platón, es la patria celestial, pues es la única que puede
ser la suya; es más que una patria, es el Padre. Y el secreto que la
insaciable curiosidad de su espíritu busca descifrar, no es el secreto
de un universo muerto: es el secreto de una palabra, de la Palabra
que el Padre nos dirige en todas las cosas. Pero no se descubre el
misterio de la Palabra, no se encuentra al Padre si no se está movido
por su mismo Espíritu. No es necesario que uno se entregue a un
conocimiento frío y libresco, sino a un conocimiento que lleve a amar,
que ya es amor, pues está emparentado y reconocido con el amado,
que le hace reconocer como amándolo primero. Este conocimiento,
o más bien, este reconocimiento, es el via crucis que sólo nos permite
avanzar, como solo él ha permitido al otro venir a nuestro encuentro.
Es por esto que el único humanismo cuyo logro pueda ser total y
definitivo debía ser un humanismo radicalmente escatológico: no
aquel que capitaliza tesoros muertos en torno a un corazón
esclerotizado, sino aquel que sacrifica las más vivas ternuras para
encontrar el céntuplo más allá de la muerte.

243
INDICE

Prefacio...........................................................................................1

Primera parte – Teoría.....................................................................3


Cap. I – Buscar a Dios.......................................................................4
Cap. II – La vida angélica.................................................................30
Cap. III – Muerte y vida nueva........................................................51
Cap. IV – La Luz inaccesible.............................................................76
Cap. V – In Spiritu...........................................................................92
Cap. VI – Per Filium........................................................................110
Cap. VII – Ad Patrem.......................................................................127

Segunda parte – Práctica................................................................141


Cap. I – Desapego y despojo...........................................................142
Cap. II – La oración..........................................................................157
Cap. III – Penitencia y mortificación................................................176
Cap. IV – El trabajo..........................................................................194
Cap. V – La lectio divina..................................................................203
Cap. VI – Opus Dei...........................................................................216
Cap. VII – La Misa............................................................................229

244
Conclusión – Sabiduría y gnosis......................................................238

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