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PAREDES, Javier (Coord.), Historia Universal Contemporánea.

De la Primera Guerra
Mundial a nuestros días. Barcelona, Ariel, 2002

SUMARIO
VOLUMEN II
De la Primera Guerra Mundial a nuestros días

PRIMERA PARTE: LA ÉPOCA DE ENTREGUERRAS

1. El derrumbe de la civilización occidental. La crisis social y económica,


1914.1939,
por José RAMÓN DIEZ ESPINOSA
2. La cultura en la primera mitad del siglo XX, por MERCEDES MONTERO
3. Comunicación y propaganda política, por JULIO MONTERO
4. La sociedad internacional en el período de entreguerras, por JOSÉ Luis NEILA
HERNANDEZ
5. Las democracias europeas en el período de entreguerras, por ALEJANDRO R.
DIEZ TORRE
6. Los regímenes totalitarios: comunismo, fascismo y nazismo, por JAVIER
PAREDES
7. Estados Unidos, 1917.1945, por NIGEL TOWNSON
8. lberoamérica en la primera mitad del siglo XX, por M. a LUISA Martínez DE
SALINAS ALONSO
9. Asia y África entre las dos guerras mundiales, por MARÍA JESOS MERINERO
MARTÍN
10. La Segunda Guerra Mundial, por ANTONIO MANUEL MORAL RONCAL

SEGUNDA PARTE: EL MUNDO ACTUAL

11. Los fundamentos del mundo actual. La división tripartita del mundo,
1945.1989, por José RAMÓN DIEZ ESPINOSA
12. Las transformaciones culturales tras la Segunda Guerra Mundial: nuevos
prismas, nuevas perspectivas, por ALVARO FERRARY
13. Comunicación social y generalización de la cultura de masas, por JAVIER
CERVERA GIL
14. La evolución de Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX, por
MANUEL MORAN ORTI
15. El bloque soviético: la URSS y la Europa del Este durante la segunda mitad
del siglo XX, por RICARDO M. Martín DE LA GUARDIA y GUILLERMO A. PÉREZ
SANCHEZ
16. Las democracias del centro y norte de Europa durante la segunda mitad del
siglo XX, por ALFONSO BRAOJOS GARRIDO
17. La evolución política de Europa Meridional durante la segunda mitad del
siglo xx, por MARIA JOSÉ ALVAREZ PANTOJA
18. La construcción europea, por ANTONIO MORENO JUSTE
19. Las naciones iberoamericanas. De la Segunda Guerra Mundial a la
actualidad, por M.a LUISA MARTINEZ DE SALINAS ALONSO
20. El mundo asiático-africano, desde el proceso descolonizador hasta nuestros
días, por RICARDO M. MARTIN DE LA GUARDIA y GUILLERMO A. PÉREZ
SANCHEZ
21. Las relaciones internacionales. Conflicto y cooperación en una sociedad
globalizada, por JUAN CARLOS PEREIRA CASTAÑARES

CAPÍTULO 1: EL DERRUMBE DE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL. LA


CRISIS SOCIAL Y ECONÓMICA, 1914-1939
Por JOSÉ RAMÓN DIEZ ESPINOSA
Profesor Titular Historia Contemporánea, Universidad de Valladolid

1. EL DERRUMBE DE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL


«Esto es algo más que una guerra perdida. Un mundo ha llegado a su fin.
Debemos buscar una solución radical a nuestros problemas.» Las palabras de
Walter Gropius resumen la esencia del crítico período que se inicia en 1914 y
concluye treinta años después: el derrumbe de la civilización occidental.
El orden vigente en 1914 respondía a unas características precisas (E. J.
Hobsbawm). La civilización occidental era capitalista en su funcionamiento
económico, liberal en su estructura jurídico-constitucional, burguesa por la
imagen de su clase hegemónica, y brillante por los avances logrados en la ciencia
y el conocimiento. Además, Europa ocupaba la posición central en este sistema,
responsable de su difusión por gran parte del mundo a tenor de su capacidad
técnica e industrial, militar y política. En los treinta años que siguieron a la Gran
Guerra, el entramado de la civilización occidental experimenta, sin embargo, un
proceso de erosión que afecta lo mismo a sus valores que a su núcleo
propagador. Un fenómeno compendia el hundimiento de los valores occidentales:
la crisis y quiebra de las instituciones de la democracia liberal (J. J. Linz). De los
28 Estados europeos, sólo 12 preservan las formas democráticas en 1938
(apenas cinco en 1941); en el mismo período, el número de regímenes
democráticos en el mundo se reduce a la mitad (a la tercera parte en 1941).
En la descomposición del cuadro de valores liberales concurren cuando menos
tres procesos paralelos. Primero, la aparición de una constelación de ideologías
antisistema (comunismo, variantes autoritarias y fascismo) como alternativas
superiores o réplicas del modelo liberal, capitalista y burgués. En una época
marcada por la guerra ideológica, el deterioro de la legitimidad democrática
responde no sólo ala capacidad movilizadora de los grupos antisistema que
llegan al poder sino, sobre todo, al efecto acumulativo de las alternativas
antidemocráticas presentes en cada país; subestimar esta realidad supondría,
por ejemplo, reducir el arraigo de las ilusiones antidemocráticas en la sociedad
alemana al estricto respaldo del partido nazi. Segundo, el avance de fuerzas
irracionales en las construcciones científicas y filosóficas asesta un duro golpe a
la creencia en un orden racional en el mundo. Las funciones que en la tarea
cognoscitiva correspondían a la razón, la abstracción y el principio de la
causalidad, son ahora desempeñadas por la relatividad y el vitalismo, a la vez
que se redescubre el valor del instinto y la intuición. Además, una cultura del
pesimismo se apodera de una parte de la intelectualidad de posguerra, cuya
actividad creadora alimenta el debate sobre el agotamiento y la capacidad
regeneradora de la civilización occidental. Tercero, el inadecuado
funcionamiento del sistema económico internacional. El deseo de restaurar el
modelo de desarrollo capitalista de la preguerra tropieza con una dificultad tras
otra. Las distorsiones de posguerra y la deficiente recuperación de los años
veinte concluyen hacia 1929-1932 en una convulsión social y económica de
alcance universal e intensidad y duración sin precedentes. La Gran Depresión
anuncia el fin de la economía capitalista mundial, entre la incapacidad de
políticos y políticas económicas al uso y la desesperación de millones de
desempleados. La crisis desterrará durante medio siglo el liberalismo económico
de la escena internacional.
A la crisis de los fundamentos se añade el declive de Europa, máximo exponente
de la civilización occidental. Su tradicional supremacía salta en añicos con la
Gran Guerra. La decadencia europea, que genera una vasta literatura sobre la
conveniencia de vertebrar los Estados Unidos de Europa en respuesta a la
merma de capacidades del continente (J. P. Fusi), ofrece una doble lectura. Por
una parte, la guerra y las dificultades del inmediato proceso de recuperación
frenan la actividad económica europea e impiden recuperar la antigua posición.
Por otra, el conflicto fortalece de forma relativa o absoluta la posición de sus
competidores en la economía internacional. Antes de la guerra, Europa
dominaba la economía mundial gracias al poder financiero y monetario de
Londres ya la fuerza industrial y comercial de Berlín. En la posguerra, el centro
de gravedad de la economía internacional se desplaza hacia el oeste, desde el
viejo continente a Estados Unidos, nuevo titular del poder financiero y
monetario, de la fuerza industrial y marítima. Entre 1913 y 1929 se repliega la
participación europea en la distribución mundial del producto social (del 50 al 37
%), industrial (del 57,6 a147,1 %) o comercial (del 58,4 al 48 %) ante al avance
de Estados Unidos. Resulta significativo el nuevo reparto de la producción
industrial mundial: en 1913, la producción conjunta de Gran Bretaña, Alemania y
Francia superaba la de Estados Unidos (35,8 y 35,4 %, respectivamente); en
1929, la participación de las tres potencias europeas se ha reducido ante el
asombroso crecimiento de la nación norteamericana (27,6 y 42,2 %,
respectivamente).
El ciclo marcado por la europeización del mundo concluye ante la irrupción de
un fenómeno que se extiende por la propia Europa y el resto del planeta, el
americanismo, según el término acuñado en los años veinte. Estados Unidos es el
nuevo modelo a imitar y su influencia trasciende del sistema productivo para
alcanzar las pautas del consumo, las costumbres o las formas de esparcimiento
colectivo.

1.1. EL COSTE DE LA GUERRA Y DE LA PAZ: EL DECLIVE DE EUROPA


La catástrofe bélica transforma intensamente la realidad europea. Los niveles de
producción, alimentación, materias primas, capital, etc., han empeorado con
respecto a 1913, las labores de reconstrucción no concluyen hasta 1924, y los
índices de renta nacional de preguerra sólo se recuperan en 1925. A la demora
en la reconstrucción contribuyen las consecuencias económicas directas de la
guerra, la inestabilidad social y el efecto agregado de algunas decisiones
políticas adoptadas en la posguerra (D. H. Aldcroft).
Entre los trastornos directos de la guerra figura en primer lugar el coste
demográfico, estimado en 50-60 millones de hombres y que afecta a la parte más
productiva de la fuerza de trabajo. Bajas militares (8,5 millones), pérdidas civiles
(cinco millones) y déficit de no nacidos (10-12 millones) equivalen al crecimiento
natural de 1914-1919, es decir, la población europea de 1920 era la misma que
en la preguerra. Las pérdidas estimadas para Rusia (26 millones de déficit
demográfico entre guerra, revolución, guerra civil y no nacidos) y las
estimaciones de la epidemia de gripe de 1918-1919 y otros conflictos de
posguerra completan el balance. En segundo lugar, la disminución de las
reservas de capital por la destrucción física, el desgaste del material y la
maquinaria, la insuficiente renovación de los equipos y el freno a la inversión.
Tercero, el espectacular endeudamiento de los países beligerantes como legado
financiero. El problema procede no tanto de las ingentes necesidades de la
guerra (225.000 millones de dólares) como del método empleado en su
financiación: el déficit presupuestario. Los gastos fueron cubiertos en escasa
medida con los impuestos (45.000 millones) y en su mayor parte por créditos
bancarios. La deuda pública experimenta un vertiginoso aumento y se multiplica
por cinco en el conjunto de beligerantes (excluida Rusia), por doce en Gran
Bretaña, por veintiocho en Alemania. Aún más, como los préstamos resultaron
insuficientes para costear los gastos de guerra se disparó la impresión de billetes
y la circulación monetaria con respecto a las reservas en metálico. Desde
entonces, la rápida inflación de los precios y la depreciación de la moneda
completaron la degradación financiera de los beligerantes, y en cuarto lugar, la
contracción del producto. La guerra frena la evolución de la renta y del producto
europeos en un valor equivalente a ocho años de crecimiento (I. Svennilson). En
1920 algunos países -Gran Bretaña e Italia-igualan los niveles de actividad
económica de la preguerra; otros como Suecia, Noruega y Suiza incluso los
superan; pero la tendencia mayoritaria impone un descenso del 30 % en
Alemania, Francia, Bélgica y Austría, cuando no mayor (Rusia desciende al 13 %
de las cifras de preguerra).
Las consecuencias del conflicto no fueron exclusivamente económicas. La guerra
desató una oleada revolucionaria que alteró la estabilidad de las estructuras
sociales. El origen de la conmoción debe buscarse en el malestar que se apodera
de todos los países beligerantes en los últimos años de la guerra, y no tanto en la
repercusión internacional de la Revolución de Octubre, que por emulación o
rechazo sí aceleró el proceso cuando éste había comenzado.
La solidez del consenso suscrito por fuerzas políticas, agrupaciones
socioeconómicas e intelectuales en torno a la guerra patriótica, se agrietó a
medida que la concurrencia de factores psicológicos (cansancio por la guerra y
efectos de la propaganda bélica), económicos (problemas de escasez, carestía y
mercado laboral) y políticos (ampliación o garantía de las libertades públicas)
debilitaba el respaldo social de los gobernantes (J. Andrés Gallego). La
disconformidad -simplificada en la trilogía pan, paz y libertad-genera desde 1917
un amplio movimiento reivindicativo que se extiende por todo el continente, no
sólo por la Rusia zarista. El malestar de la población se exterioriza en huelgas
(Rusia, Suecia, Alemania, Gran Bretaña, Austria e Italia), motines militares
(Rusia, Francia, Alemania, Italia, Gran Bretaña, Austria, Bulgaria, Turquía y
Portugal) y alcanza su mayor virulencia en las revoluciones bolcheviques (Rusia y
Finlandia). El cese de las hostilidades libera fuerzas reprimidas en la etapa
nacionalista y pone a prueba el grado de adaptación de las estructuras estatales
a las demandas sociales: si el orden vigente es un obstáculo, desaparecen el
sistema y sus representantes; si es capaz de absorber y canalizar las
expectativas populares, se mantiene el sistema con renovados dirigentes.
Mediara la ruptura o la reforma de las estructuras, la guerra modifica la
correlación de fuerzas sociales. Los representantes del orden tuvieron que ceder
ante el vuelco político y los nuevos ataques al capitalismo. Al desprestigio de las
clases dirigentes se superpone el protagonismo de la clase obrera, materializado
en el avance de las organizaciones sindicales y el ascenso de los partidos
socialistas a responsabilidades de gobierno (A. Agosti, E. Collotti). El movimiento
sindical experimenta en estas fechas la mayor transformación de su historia. El
incremento de los efectivos sindicales en cada país hace que se triplique el
número mundial de afiliados: de 15 a 46 millones entre 1913 y 1921. Por otra
parte, en el otoño de 1918 un estallido socialdemócrata alcanza Alemania,
Hungría, Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda y Suiza. Los avances electorales
y la entrada en el poder de los representantes obreros dominan el ciclo político
de posguerra. De ahí que la redistribución del poder se concrete en reformas que
afectan al trabajo industrial ya la agricultura: conquistas obreras salariales y
normativas jornada de ocho horas, avance de los convenios colectivos, etc.) y
reformas agrarias en una veintena de países que tratan de fragmentar las
grandes propiedades y redistribuir la tierra a los pequeños agricultores, sin
llegar al extremo de la fórmula soviética de eliminar al agricultor independiente.
El declive europeo se relaciona, en último término, con una serie de decisiones
políticas que a largo plazo dificultaron la reconstrucción (D. H. Aldcroft, E.
Michel). Cabe mencionar, entre otras, las directrices de los acuerdos de paz, la
ausencia de un programa general de ayuda, y las implicaciones de la crisis
económica de posguerra.
El seísmo de fronteras ocasionado por el Sistema de Versalles desintegró el
espacio económico único de la preguerra y creó más problemas que los que
resolvió. El nuevo orden territorial que surge de la fragmentación de los grandes
Imperios (alemán, austro-húngaro y turco) desmantela los grandes espacios
económicos, desorganiza los sistemas de comunicaciones y rompe las unidades
monetarias existentes. La multiplicación de Estados nacionales «balcaniza» la
Europa centro-oriental a través de unidades administrativas, comerciales,
monetarias, etc., carentes de sentido económico. A la ruptura del espacio abierto
de preguerra contribuye también el aislamiento soviético, con el cierre de
fronteras y la adopción de un modelo basado en principios opuestos a los del
resto del mundo.
La cuestión de las reparaciones y deudas de guerra enrareció más la
reconstrucción por la incapacidad de los gobiernos para dar una respuesta
satisfactoria e inmediata al problema. Los acuerdos de paz no tratan
específicamente la cuestión, salvo en los casos de Hungría y Bulgaria. Además,
las potencias aliadas no aciertan a vincular o ajustar directamente las deudas y
las reparaciones. Como Francia y Gran Bretaña eran los mayores deudores de
Estados Unidos y también los destinatarios principales de las reparaciones
alemanas, deudas y reparaciones podrían haber sido compensadas a través de un
ajuste directo de Alemania con Estados Unidos. Desestimada esta opción, será en
la posguerra cuando se negocien las deudas aliadas entre las partes interesadas
y se fije la elevada cuantía de las reparaciones alemanas (33.000 millones de
dólares según la Comisión de Reparaciones en 1921).
Pieza complementaria de la laboriosa reconstrucción europea fue el fracaso en la
organización de un programa de ayuda internacional para la recuperación de los
países devastados por la guerra. La causa de la precaria cooperación
internacional debe buscarse en la política aislacionista de Estados Unidos, único
país capacitado para suministrar los fondos necesarios para la reconstrucción. El
auxilio exterior se limitó a una modesta lucha contra el hambre ya un fugaz
esfuerzo para paliar las carencias de materias primas, capital y bienes de
consumo. La retirada norteamericana abandona a su suerte a Europa y retarda el
proceso de recuperación.
La reconstrucción se agrava, finalmente, por las políticas gubernamentales
adoptadas con motivo de la crisis económica de posguerra. Una vez terminado el
conflicto, los agentes económicos y algunos gobiernos se apresuraron a adaptar
la economía a los tiempos de paz y retornar así a la prosperidad de la preguerra.
Sin embargo, el ajuste iba a resultar más difícil de lo esperado e implicó graves
consecuencias para la economía europea.
La economía internacional conoce en 1919 un auge extraordinario con la
liberación de la demanda de bienes de equipo y de consumo reprimida durante la
guerra. El crecimiento se acompaña de una fuerte alza de precios (demanda
superior a una producción no recuperada todavía de la guerra) y beneficia a los
países que afrontan el repentino auge de la demanda en las mejores condiciones:
entre otros, Estados Unidos, Gran Bretaña y Japón. El auge resultó, no obstante,
tan intenso como fugaz. La grave recesión de 1920-1921 se traduce en un
drástico descenso de los precios, la producción y las exportaciones así como en
un súbito aumento del desempleo. Aunque la depresión puede calificarse de
manifestación típica de una crisis de reconversión (el auge anterior cesa cuando
los niveles de producción se restablecen y la demanda se estabiliza), algunos
autores han destacado el papel gubernamental en la génesis de la contracción (J.
Neré, J. Morilla).
La política económica de los gobiernos osciló entre dos respuestas diferenciadas:
a) los países que consideraban prioritario el regreso a la normalidad de la
preguerra y primaron el camino de la deflación: el mundo anglosajón, Japón y los
países neutrales apostaron por la realización de un esfuerzo enérgico para
amortizar la deuda, equilibrar el presupuesto y evitar la inflación monetaria; b)
las naciones que por razones diversas (nueva correlación de fuerzas en el poder,
magnitud de la destrucción física y/o la derrota moral) no vieron tan factible el
restablecimiento de la normalidad y optaron por mantener el déficit
presupuestario para financiar las tareas de reconstrucción: las autoridades de
Francia, Alemania, Austria, Hungría o Checoslovaquia prefirieron hinchar los
déficit para costear los crecientes gastos derivados de la reconstrucción del
aparato productivo y de las zonas afectadas, gastos sociales en pensiones,
subsidios, etc., antes que someter ala depauperada población al esfuerzo
deflacionario; en el caso de Alemania las reparaciones añadieron una nueva
partida de gasto.
La solución deflacionaria supuso, allí donde se aplicó, la puesta en práctica de
políticas fiscales y monetarias restrictivas que terminaron con la inflación pero
dificultaron aún más la reconstrucción o el pago de reparaciones de los países
centroeuropeos apegados al déficit presupuestario. Para éstos, se encareció la
obtención de créditos con la política monetaria restrictiva de aquellos, al tiempo
que se obstaculizaron sus exportaciones por la brusca reducción de
importaciones implícita en la deflación anglosajona. Así se agravaron los
problemas de los países centroeuropeos. Todos ellos, y especialmente Alemania,
prosiguieron políticas inflacionistas hasta culminar en el hundimiento de su
sistema monetario.

1.2. LOS BENEFICIOS DE LA GUERRA: EL ASCENSO DE ESTADOS


UNIDOS
La postración europea contrasta con la pujanza de otras economías que conocen
sustanciales incrementos de su producción durante los años de conflicto (G.
Dupeux, J. Morilla). La guerra les ha proporcionado tres posibilidades de
crecimiento: sustitución de anteriores importaciones de los beligerantes con
producciones propias, absorción de la demanda procedente de los países en
guerra, y abastecimiento de los mercados internacionales o coloniales
desatendidos por Europa. Estados Unidos fue el gran beneficiario, pero no el
único; en menor medida, Japón y otros países de la periferia de la economía
internacional (Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, Argentina o Brasil)
protagonizan una clara expansión del sector industrial, al tiempo que los países
de ultramar, en conjunto, aumentan su producción primaria.
Fortalecido por una intervención breve, pero decisiva, en la guerra, y libre de las
convulsiones sociales del viejo continente, Estados Unidos se transforma en la
mayor economía del mundo, principal potencia comercial y mayor acreedor. La
fuerte demanda de los países en guerra y de las áreas antes abastecidas por
Europa estimuló el aparato productivo de Estados Unidos de tal modo que el
producto nacional bruto se duplica entre 1914 y 1920, lo mismo que la renta
nacional entre 1916 y 1920. La producción de petróleo representa dos tercios de
la producción mundial, la de electricidad iguala la europea, y la de acero supera
la mitad de la producción mundial.
Estados Unidos aprovecha la demanda del tiempo de guerra y las dificultades de
los demás países para convertirse, además, en la primera potencia comercial.
Primer exportador del mundo, sus mercancías inundan los mercados mundiales
(el valor de las exportaciones alcanza en 1920 un nivel récord con más de 8.000
millones de dólares). Asimismo, Estados Unidos ocupa, tras Gran Bretaña, el
segundo lugar mundial por el valor de las importaciones (más de 5.000 millones
de dólares en 1920) y absorbe casi el 40 % de las importaciones de materias
primas y alimentos básicos que realizan los quince países con un comercio más
intenso. Entre 1913 y 1920 la participación norteamericana en el comercio
mundial aumenta del 22,4 al 32,1 %, en tanto que la presencia europea, incluida
la Unión Soviética, se reduce del 58,4 a 149,2 %.
La guerra, por último, invirtió la condición financiera de Estados Unidos, de
deudor de 3.700 millones de dólares en 1914 a acreedor neto de una cantidad
similar en 1919. El flujo de capitales que genera el gran saldo excedente en el
comercio de mercancías, la emisión de préstamos a los aliados, la liquidación de
títulos norteamericanos en poder de los extranjeros y la asunción del papel
desempeñado por los prestamistas europeos en la financiación de los países
sudamericanos, explican el cambio financiero.

2. EL AMERICANISMO INVADE EL MUNDO


«Oh, Dios mío, hazme americano; es mi aspiración más anhelada en este mundo.
En América todo es mejor que aquí, más grande y más rápido. En realidad, no lo
sé pero me lo imagino.» Millones de europeos -y Hellmuth Krüger entre ellos-
cambiaban su suerte por la de los trabajadores norteamericanos, sobre todo si
éstos vivían , en Detroit. Aquí, en el centro de la industria más dinámica del país
más desarrollado del planeta, el ideal de la sociedad de los años veinte parecía
hacerse realidad. Una encuesta realizada en plena prosperidad revelaba que de
cien familias obreras, 98 poseían plancha eléctrica; 76, máquina de coser; 51,
lavadora; 49, fonógrafo; 47, automóvil; 36, radio; y 21, aspirador. Estados Unidos
es la tierra de promisión en los años veinte. Su crecimiento es tan prodigioso que
el producto nacional bruto aumenta un 50% (de 62.500 a 93.600 millones de
dólares), la producción industrial un 80% y la renta media per cápita casi un 30
%.
La hegemonía de Estados Unidos y el deseo unánime de los gobiernos de
restaurar lo antes posible el sistema económico liberal de preguerra determinan
que la prosperidad se asocie aun modelo -de deficiente funcionamiento, como se
comprobará-que responde a los siguientes principios: a) un extraordinario
crecimiento de la oferta (producción en masa) a partir de las sustanciales
ganancias obtenidas en la productividad del trabajo; b) un nivel de demanda
suficiente para asegurar la salida de la producción aprecios remuneradores; el
dinamismo económico se relacionaba con una creciente capacidad de consumo
de la población; y c) los correspondientes sistemas internacionales de relaciones
comerciales y financieras que facilitarían la propagación de la prosperidad a
escala del planeta; de ahí la necesidad de un orden comercial regido por la libre
circulación de hombres, mercancías y capitales y de un orden monetario estable
que regulara la circulación monetaria nacional y los pagos internacionales.
Las esperanzas depositadas en la eficacia del modelo guardan estrecha relación
con la restauración del orden político y económico burgués que tiene lugar en los
años veinte (C. S. Maier). La refundación burguesa es, en primer lugar, política.
Hacia 1921-1923 concluye el ciclo revolucionario de posguerra y se inaugura una
nueva etapa con el dominio de las fuerzas conservadoras, a veces con un sesgo
autoritario, en el gobierno de las principales potencias del mundo. El viraje
político es allanado por la debilidad de las organizaciones obreras, que se
debaten entre la escisión ideológica (socialismo y comunismo) y la incapacidad
para transformar el orden vigente. Ni la audiencia electoral y política de los
partidos socialistas se concreta en reformas sustanciales, ni los partidos
comunistas, a excepción de la URSS, consiguen superar su aislamiento. La
rivalidad alcanza al movimiento sindical y determina la evolución enfrentada de
las asociaciones internacionales (Segunda y Tercera Internacional, Federación
Sindicalista Internacional e Internacional Sindical).
La restauración no es sólo política, sino también económica y social. La
correlación de fuerzas entre el capital y el trabajo se modifica ante la ofensiva en
bloque de la burguesía. Con el fin de la posguerra se cierran las fisuras en la
sociedad burguesa y los dirigentes empresariales son conscientes de que las
circunstancias han cambiado y de que la balanza empieza a inclinarse de su
parte. Se intensifica el control patronal sobre el ciclo productivo ala vez que
aumenta el desempleo y quedan en muchos casos sobre el papel los logros
salariales y normativos de la posguerra. La ofensiva del capital define también el
signo de la conflictividad laboral, con un descenso del movimiento huelguístico y
un aumento de los cierres patronales en pro de recortes salariales o de la
prolongación de la jornada de trabajo. Los empresarios combaten la influencia
sindical mediante la creación de sindicatos patronales y la realización de obras
sociales dentro de la empresa. El sindicalismo, debilitado por la pugna entre
socialistas y comunistas, entra en una fase de declive que se refleja en el
acusado descenso de la tasa de sindicación en el mundo industrializado (entre
1922 y 1925, el número de afiliados desciende de 9 a 2 millones en Alemania, de
8,3 a 5,5 en Gran Bretaña, de 5 a 3,5 en Estados Unidos).

2.1. LA PRODUCCIÓN EN MASA


El espectacular progreso en la producción es el primer componente del modelo
económico, aunque deba matizarse de inmediato que el crecimiento no siguió un
ritmo uniforme en todos los países ni en todas las actividades económicas (G.
Dupeux, M. Beaud). Los avances productivos se concentran en Estados Unidos y
en los sectores nuevos de la industria, estimulados por las innovaciones
tecnológicas y organizativas: industria química, electricidad, automóvil y energía
petrolífera.
La industria del automóvil compendia el signo de los tiempos y alimenta el mito
de las transformaciones de los años veinte. La producción mundial se
cuadruplica (de 1,5 millones de unidades a 5,7 entre 1921 y 1929), gracias al
impulso de la fabricación norteamericana que acapara más del 80 % de la oferta;
el parque automovilístico mundial evoluciona de modo similar: de 14 a 35
millones de vehículos en circulación, de los que 26,5 millones corresponden a
Estados Unidos, mientras Francia y Gran Bretaña disponen cada una de 1,3
millones de unidades. El lugar de privilegio de Estados Unidos en la producción
mundial le corresponde, entre los fabricantes, a Henry Ford; la producción de las
fábricas Ford crece de manera exponencial (200.000 unidades en 1913, un millón
en 1919 y más de cinco millones en 1929). El número de automóviles por cada
mil habitantes revela las acusadas diferencias internacionales: hacia 1929 había
200 en Estados Unidos, 23 en Francia y Gran Bretaña, ocho en Alemania, tres en
Italia y 0.1 en la Unión Soviética.
La producción masiva en las nuevas industrias fue posible por el aumento de la
productividad, pues el volumen de mano de obra permaneció constante en los
años veinte. De nuevo, la industria del automóvil sirve de paradigma: el proceso
de fabricación de cada unidad se había acortado en 1914 a 93 minutos, pero
desde octubre de 1925 es lanzado un nuevo automóvil cada diez segundos. El
logro de una mayor productividad se vincula ala racionalización de la producción
(M. Beaud, M. Crouzet), expresión que engloba los siguientes procesos:
-Mecanización, a través de la sustitución del trabajo humano y la máquina de
vapor por motores eléctricos y de combustión. El cambio en la jerarquía de las
fuentes de energía se manifiesta en un repliegue del carbón ante el gran avance
de la electricidad y el petróleo. La producción de electricidad se multiplica por
seis entre 1919 y 1929 y su participación en la producción mundial de energía se
duplica entre 1914 y 1929 (del 30 al 70 %). Su regular suministro, limpia
utilización y fácil fraccionamiento explican la creciente electrificación de los
medios de producción. Por su parte, la oferta de petróleo casi se triplica entre
1919 y 1929 (de 76.000 a 205.000 toneladas). El motor de combustión se difunde
en la agricultura y los transportes (sobre todo, industria del automóvil). Su
cómodo transporte facilita la implantación de nuevas industrias cerca de los
centros urbanos.
-Estandarización de la producción. La oferta se reduce a un pequeño número de
mercancías tipo. Comisiones especializadas en Estados Unidos y Alemania tratan
de hacer más racional y rentable la producción. La oferta de cada sector
industrial se restringe a una tipología muy concreta al unificarse los modelos de
piezas y máquinas. Así, en Estados Unidos se reducen las formas de las botellas
de 210 a cuatro, los ladrillos de 66 a cuatro, los neumáticos de 287 a 32.
-Organización más racional del trabajo en industrias y oficinas mediante la
aplicación de los principios esbozados por F. W. Taylor antes de la guerra
(taylorismo). La gestión científica del trabajo impone el cronometraje en el
proceso productivo, con la eliminación de los tiempos muertos y la asignación del
tiempo preciso a cada movimiento y operación. El taylorismo transforma al
obrero en mera unidad de trabajo y permite la fabricación más delicada sin mano
de obra especializada. En Europa, entre 1919 y 1928 se crean seis institutos
encargados de elaborar una verdadera metodología del taylorismo y de la
dirección empresarial.
-Organización de la producción en cadena (fordismo) .La aplicación del
taylorismo tiene en H. Ford su referencia obligada con un nuevo proceso
productivo (trabajo en cadena) en el que todas las piezas se entregan al obrero.
La descomposición al máximo de las tareas y la imposición de una cadencia a los
trabajadores permiten elevar la productividad. El método se utiliza igualmente
en Francia, sobre todo en la industria del automóvil (Renault, Citroen) y otras
industrias mecánicas.
-Concentración empresarial. La masiva inversión de capital que requieren los
avances tecnológicos y la renovación del aparato productivo, así como la
conveniencia de controlar la competencia en los mercados (producción y precios)
favorecen el reagrupamiento empresarial y la presencia en la estructura
económica de trusts, cárteles y konzern. El empuje del capitalismo
norteamericano hace de Estados Unidos la sede principal de las grandes
empresas. La mitad del capital invertido en empresas industriales y comerciales
procedía en 1929 de las doscientas mayores compañías industriales. Las grandes
firmas se afianzan en la industria del automóvil (Ford, General Motors y
Chrysler), electricidad (General Electric y Westinghouse), siderurgia (U.S. Stell),
química o red bancaria. Firmas semejantes se extienden por otros países. En
Francia, las grandes empresas controlan el mercado del automóvil (Renault,
Citroen y Peugeot) o del caucho (Michelin). En Alemania, I.G. Farben es el mayor
complejo químico del mundo, Siemens Konzern y AEG acaparan el 80 % de la
producción eléctrica, cinco firmas suministran el 75 % del hierro y del acero, etc.
Los gigantes industriales y bancarios tratan, además, de superar la estrechez de
los mercados y las dificultades de la competencia mediante alianzas nacionales e
internacionales con las que planifican el reparto de los índices de producción, las
ventas y las zonas de exportación (cárteles europeos del acero o del aluminio, los
cárteles franco-alemanes de potasio y sustancias colorantes, etc.).

2.2. CONSUMO Y SOCIEDAD DE MASAS. LA AMERICANIZACIÓN DE LAS


COSTUMBRES
El segundo componente del modelo económico inspirado en Estados Unidos
implica una salida masiva de la producción (consumo de masas). No se trata sólo
de producir sino, sobre todo, de vender (M. Beaud, G. Dupeux). La importancia
de una demanda dinámica explica, en primer lugar, el imparable progreso de la
publicidad como factor determinante del mercado. Para forzar el consumo,
grandes firmas industriales y comerciales recurren a una amplia gama de
métodos (prensa, radio, cartel, luminosos multicolores, etc.). Sólo en Estados
Unidos la publicidad supone una inversión equivalente al 2 % de la renta
nacional de 1929, ocupa a más de 600.000 personas y consume más de la mitad
de la producción de la industria de la imprenta.
Crece, en segundo lugar, la capacidad adquisitiva de la población. Cuando Ford
aumenta progresivamente el salario de sus empleados (cinco dólares diarios en
1914, seis en 1919 y siete en 1929) lo hace consciente de que una mejor
retribución repercute en el crecimiento de la demanda de sus automóviles. Ford
trata así de evitar las crisis recurrentes de superproducción y subconsumo. Esta
política salarial no es, sin embargo, práctica habitual en otros sectores y
economías. La compra del automóvil más popular en Estados Unidos (Ford T)
equivale en 1922 a tres meses de trabajo; en Francia el precio del vehículo
Citroen más corriente representa más de 15 meses de salario de un obrero
cualificado.
En tercer lugar, se expande a gran escala el crédito a los consumidores. La nueva
política salarial se complementa con el gasto de los ingresos aún no percibidos.
Se produce así el gran cambio en las pautas del consumo de las sociedades
industriales: frente al valor del ahorro, glorificado en el pasado, el consumo-
disfrute que supone el crédito (M. Nouschi). Estados Unidos es la nación pionera
en la implantación de sistemas crediticios a gran escala. Las grandes empresas
de automóviles crean sus propias sociedades de crédito y en 1929 el 60 % de las
operaciones se hacen a través de la venta a plazos, y del mismo modo se
financian las compras de máquinas de coser y lavar, aparatos de radio,
mobiliario, etc. El crédito multiplica la capacidad de consumo y el
endeudamiento personal en créditos a corto y largo plazo asciende en Estados
Unidos a 6.500 millones de dólares en los primeros años treinta. El sistema de
crédito se extendería por todo el mundo y teóricamente hasta la economía más
modesta podría adquirir en cómodos plazos las novedades de la oferta.
El consumo esboza la aparición de una civilización de masas. La transformación
de las condiciones de vida y de trabajo se acompaña en estos años de cambios en
el grado de urbanización de la población (G. Ambrosius). En la preguerra, sólo
Gran Bretaña contaba con una población mayoritariamente urbana; en 1930,
Estados Unidos y Alemania superan el 50 % de cuota de urbanización (56 % y 75
%, respectivamente). Pero el principal cambio corresponde al crecimiento de las
grandes aglomeraciones, con más de 100.000 e incluso un millón de habitantes.
Gran Bretaña se sitúa en el primer lugar mundial (45% de la población), seguida
de Austria (32,5 %) y Alemania (más del 30 %). Sólo en el continente europeo, el
número de ciudades de más de un millón de habitantes pasa de 7 a 16. El
gigantismo urbano toma forma en Londres (8,2 millones de habitantes), Berlín
(4,3), Nueva York (6,9), Detroit (3,4), etc.
Las concentraciones urbanas e industriales sirven de escenario para el
desarrollo de medios de comunicación que transforman los años veinte en la
edad dorada del espectáculo y de la cultura de masas (M. Crouzet, E. J.
Hobsbawm). Prensa, radio y cine generan a su alrededor una poderosa industria
del ocio. Junto a la prensa de grupos surge una prensa de masas que trata de
lograr tiradas a base de ilustraciones y noticias sensacionalistas; algunos
rotativos de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia alcanzan tiradas millonarias
al tiempo que las grandes empresas periodísticas dan satisfacción a todo tipo de
público (mujeres, amas de casa, niños, etc.). La radio irrumpe con tal fuerza que
en apenas una década se convierte en un lujo popular en muchos países; en
Estados Unidos el número de receptores progresa de 100.000 en 1922 a ocho
millones en 1929; en Gran Bretaña, tres millones en 1929; en Alemania, cuatro
millones en 1932. Pero fue el cine el entretenimiento favorito de la población. La
formación de grandes compañías que monopolizan la producción (Universal,
Paramount, MGM, United Artist, Warner Bros, en Estados Unidos; la UFA en
Alemania), la inversión empresarial orientada a la construcción de salas de
exhibición (en Alemania 30 asientos por 1.000 habitantes), y una política de
precios populares, permiten que a finales de la década la población de ciudades
medias y grandes frecuentara una sala de cine una vez por semana.
La infraestructura del entretenimiento facilitó la difusión del americanismo, que
trasciende del sistema productivo para afectar a las costumbres y formas de
esparcimiento colectivo. En sus diversas manifestaciones, la cultura popular se
impregna de la influencia norteamericana, pese a las voces que denuncian la
difusión de valores ajenos a la tradición nacional y que perturban las costumbres
con hábitos mundanos e insanos. El americanismo representa una concepción del
ocio muy distinta de la que ofrecen en estos mismos años las ideologías
enfrentadas en democracias y dictaduras. Aquél apuesta por el escapismo y la
evasión de los problemas cotidianos; éstas emplean el entretenimiento como un
instrumento más de la movilización y educación política de los ciudadanos (G.
Dupeux, J. R. Díez Espinosa).
Los cánones norteamericanos tienen en el cine su vehículo por excelencia.
Hollywood es el centro imaginativo del planeta. Estados Unidos llega a producir
800 películas al año y los films norteamericanos inundan las salas de exhibición.
Alemania y Gran Bretaña tratan inútilmente de frenar la avalancha con la fijación
de cuotas de pantalla que preserven la producción nacional. El americanismo
renueva gustos musicales y bailes de sociedad: los ritmos americanos causan
estragos (boston, onestep, shimmy, foxtrott, charleston, y, sobre todo, jazz) y las
competiciones masivas de baile se internacionalizan. Se modifica también la
estética personal; entre las mujeres, la moda flapper difunde la imagen de la
frivolidad: figura sin talle y sin pecho, vestido por encima de la rodilla,
maquillaje, gusto por el cigarrillo y el alcohol; entre los hombres, la moda
impone abultadas hombreras de algodón, pantalones que se estrechan abajo y
zapatos terminados en punta. El legado alcanza, en fin, los más pequeños
detalles: el crucigrama y el diábolo engrosan la lista de entretenimientos; el reloj
de pulsera sustituye al de bolsillo, lugar éste reservado al chicle; bares
americanos difunden un nuevo placer, el cóctel, etc.

2.3. EL MARCO INTERNACIONAL: RESTABLECIMIENTO DEL PATRÓN


ORO
El funcionamiento del modelo económico exigía un adecuado marco institucional
que aportara seguridad en las transacciones económicas internacionales. La
preocupación por restaurar el sistema económico liberal de la preguerra, en
especial los principios del patrón oro, se agravó con la inflación de los primeros
años veinte. El caos monetario amenazaba con arruinar las certidumbres
burguesas (valor del ahorro, moral del trabajo) ala vez que entorpecía la
recuperación mundial. La vuelta a la normalidad tiene como punto de referencia
la Conferencia Internacional de Génova en 1922 (J. Morilla, C. P. Kindleberger).
Los acuerdos alcanzados se orientan en una doble dirección: estabilidad
monetaria y restablecimiento de la convertibilidad de las monedas en oro.
La estabilidad monetaria y la vuelta a la ortodoxia presupuestaria, requisitos
para normalizar los precios internacionales, tiene como principal escenario la
Europa centro-oriental. Entre 1921 y 1924, se sanean las finanzas, y si es
necesario se crean nuevas monedas, en los países bálticos, Polonia,
Checoslovaquia, Hungría y, sobre todo, Alemania. La estabilización monetaria
alemana se acompaña del arreglo de las reparaciones y de una corriente de
capitales procedente de Estados Unidos y Gran Bretaña (Plan Dawes). Por otro
lado, los participantes en la Conferencia de Génova acuerdan un sistema
monetario internacional que revisa el patrón oro clásico, gold exchange standard
( «patrón-cambio-oro» ). Ante la escasez de oro en muchos países, el sistema
admite que la cobertura de las monedas pueda estar constituida por reservas
tanto de oro como de divisas convertibles a su vez en oro (divisas clave). De este
modo, el sistema se descentraliza y el tradicional papel ejercido por Londres
podía ser asumido también por Nueva York, en reconocimiento al liderazgo de
Estados Unidos en la economía mundial.
La reordenación monetaria estimula la circulación internacional de capitales. El
protagonismo le corresponde a Estados Unidos con 17.000 millones de dólares
invertidos en el exterior en 1929 y una red bancaria de 238 sucursales repartidas
por 38 países, y, en menor grado, a Gran Bretaña, cuya inversión en 1927 es
similar ala de preguerra; mientras, Francia y Alemania pasan de prestamistas a
prestatarios. Los flujos de capital internacional tienen dos destinos preferentes.
El primero es el continente europeo. Austria, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría,
Polonia, Grecia, Rumania, y, sobre todo, Alemania (más de 4.000 millones de
dólares entre 1924 y 1929) emplean el capital importado en restaurar las
monedas, resolver deudas y reparaciones de guerra, y estimular la recuperación
agraria e industrial. Una segunda corriente de capital internacional se dirige a
los países de ultramar (Argentina, Brasil, Sudáfrica, India y Canadá) para el
fomento de la exportación de productos primarios, infraestructuras y proyectos
industriales.
La regulación monetaria interior, la convertibilidad de todas las monedas
nacionales mediante el nuevo patrón común y el curso efectivo de los préstamos
internacionales, aportan sendas dosis de estabilidad a las transacciones. Se
completa así el entramado del modelo económico de los años veinte. En la
práctica, sin embargo, tanto la esfera de la producción y del consumo como el
sistema de intercambios internacionales encierran múltiples elementos de
inestabilidad.

2.4. LOS LIMITES DE LA PROSPERIDAD. LAS DEFICIENCIAS DEL


SISTEMA
Los años veinte evocan una era de prosperidad en Estados Unidos, pero en el
resto del mundo industrializado y en el conjunto de países de producción
primaria la situación no es tan brillante. El mito de una época dorada -posterior a
la Gran Guerra y previa a la Gran Depresión-encierra una realidad
contradictoria, pues ni el crecimiento fue homogéneo en el tiempo o en el
espacio ni la expansión fue uniforme en el conjunto de la estructura económica
(D. Aldcroft, G. Dupeux, H. Morsel). La depresión de la agricultura, la
inadecuada estructura industrial europea, las graves limitaciones de la demanda
y los obstáculos a la libre circulación de hombres, mercancías y capitales, son
algunas deficiencias en el funcionamiento del sistema económico.
La depresión de la agricultura refleja la incapacidad del mercado internacional
para absorber a precios remuneradores una producción creciente. La producción
agrícola aumenta por la entrada en cultivo de las últimas tierras vírgenes, los
esfuerzos de modernización y mecanización en los países nuevos y la
recuperación de la producción europea. Como la elasticidad de la demanda no es
indefinida, el menor ritmo de crecimiento demográfico y la rigidez de los
productores para adaptarse a las condiciones cambiantes del mercado hacen que
los años de prosperidad se presenten para la agricultura en forma de plaga. Los
stocks invendibles se acumulan y la caída de los precios entre 1920 y 1929 es
catastrófica: 66 % el trigo en Canadá y 50 % en Estados Unidos, 80 % el maíz, 37
% el arroz, 40 % el algodón. Economías orientadas a la exportación de granos
como Europa oriental, América Latina e incluso Canadá, se desequilibran ante
las oscilaciones del mercado.
La crisis de transformación de la estructura productiva europea resume el
desigual comportamiento de los sectores industriales. El auge norteamericano se
basa en una serie de industrias nuevas de tendencia claramente expansiva
(química, electricidad, automóvil y energía petrolífera); por el contrario, el tejido
industrial europeo se caracteriza por la lenta aparición de estas actividades y por
la concentración en producciones tradicionales que habían contribuido al
crecimiento de la preguerra, pero que ahora presentan una tendencia al
retroceso o estancamiento (textil, carbón, siderurgia, naval, etc.). El problema
estructural europeo consiste en. un exceso de capacidad productiva de las
industrias básicas y en la necesaria adaptación a los cambios en las pautas de la
demanda (I. Svennilson). La mayor parte de los países europeos debe afrontar en
los años veinte un doble problema, pues ala incapacidad de competir con Estados
Unidos en los mercados de los productos en expansión (maquinaria y equipos de
transporte) se suma la falta de competitividad de la industria tradicional -en
decadencia-en mercados que están saturados por efecto de la sustitución de
importaciones en los países nuevos. Aunque sea Gran Bretaña la economía que
sufre con mayor intensidad el fracaso de la modernización de la estructura
productiva, el conjunto de la Europa industrial participa del estancamiento y de
la lentitud del ajuste.
La capacidad de consumo de la población conoce graves restricciones por la
pérdida de renta de los agricultores, el volumen de desempleo y el desigual
reparto social de los beneficios industriales. El descenso del precio de los
productos alimenticios básicos y la disminución de la capacidad de compra hacen
de los agricultores el sector social más desfavorecido en los años veinte, tanto en
los países de producción orientada al mercado exterior como en los países
industrializados. La crisis de rentabilidad de las explotaciones tiene su origen en
la brecha creciente entre unos gastos en ascenso (el agricultor no puede eliminar
la adquisición de herramientas y productos manufacturados de precios en alza) y
unos ingresos estancados o presionados a la baja; incluso, el recurso al
incremento de la producción para compensar la desfavorable relación de precios
no hizo sino deprimir aún más los ingresos. El nivel de vida de los agricultores se
resiente. En Estados Unidos, la agricultura ocupa ala cuarta parte de la
población total pero sólo proporciona el 8,8 % de la renta nacional; en Alemania,
la participación de los agricultores en la población (30 %) tampoco se
corresponde con la distribución de la renta nacional (16 %). La situación se
agrava en áreas agrícolas y grandes exportadoras de alimentos, como Europa
centro-oriental y América Latina, donde los efectivos agrarios representan más
de la mitad o incluso tres cuartas partes de la población. En estas condiciones, la
desaparición de la renta neta de las explotaciones agrava el endeudamiento de
los cultivadores.
Un nuevo freno de la demanda, principal exponente de las dificultades del
sistema económico, procede del desempleo. A diferencia del paro ocasional de la
preguerra, los países occidentales soportan una elevada tasa de desempleo con
un alto contenido estructural, bien por la crisis de los sectores industriales
tradicionales, bien por los procedimientos ahorradores de mano de obra de las
nuevas industrias. La desocupación se extiende por ambas orillas del Atlántico y
demuestra que la prosperidad fue desigual y menos vigorosa en Europa. En
Estados Unidos, la crisis de 1921 dispara la tasa de desempleo hasta el 11,2 %
(4,7 millones de parados) para reducirse en el resto de la década aun promedio
del 4 %. En Europa, los efectos del reajuste de posguerra son similares, pero se
agravan cuando el desempleo no se reduce y se mantiene por encima de110-12
%. En Gran Bretaña, el índice de paro supera e116,6 % en 1921 y no será
inferior en los años veinte al millón de desempleados (12% de la población
activa). En Alemania, la estructura económica es incapaz en los años de
prosperidad de absorber el mercado de trabajo y la tasa de desocupación
promedia más del 10 %, para alcanzar el nivel más alto en 1926 (18 %, es decir,
dos millones de desempleados).
La desigual distribución social del crecimiento es otro foco de inestabilidad. El
aumento de la producción no repercute en una mejora proporcional del nivel de
vida. Las ganancias de productividad se reparten de manera muy desigual entre
los beneficios empresariales y las rentas salariales: en Estados Unidos los
beneficios crecen un 62 %, los dividendos un 65 %, mientras los salarios sólo un
17 %. La insuficiente progresión de los salarios y la distribución asimétrica de la
renta amenazan acorto plazo un modelo económico basado en la adecuación de
la demanda a los logros de la productividad. El análisis comparado de la
producción y los salario entre 1925 y 1929 refleja que en los países industriales,
con la excepción de Alemania, la tasa de crecimiento anual de la producción casi
triplica la de los salarios en Estados Unidos (3,6 y 1,4 %, respectivamente),
Francia (4,2 y 1,7 %) y Gran Bretaña (3,1 y 1,3 %). La restauración del orden
económico internacional de preguerra no está libre de problemas. El más
importante, las restricciones impuestas a la libre circulación !de hombres y
mercancías (M. Crouzet, J. P. Brunet). La pregonada ausencia de controles
contrasta con las prácticas seguidas por Estados Unidos, que cierra sus puertas
al mundo de los hombres y de las mercancías, o por Gran Bretaña, patria del
liberalismo, cuyo gobierno interviene para financiar la salida de sus trabajadores
en paro o para proteger su industria de la competencia internacional.
Los flujos migratorios se interrumpen por las trabas impuestas al transvase de
mano de obra. Estados Unidos, primer centro de inmigración del mundo, limita
el aflujo de la preguerra mediante las leyes de 1921 (Quota Act) y 1924 (National
Origins Act), que fijan un sistema de cuotas según la nación de origen que
reduce la entrada anual de inmigrantes al 2 % de los instalados en 1890 (máximo
de 162.000). La selección trata de consolidar la primacía anglosajona y debilitar
la afluencia de europeos centro-orientales y meridionales o de asiáticos. Similar
objetivo nacionalista anima las medidas adoptadas en países como Canadá,
Australia y Nueva Zelanda, que prefieren la afluencia de británicos y europeos
noroccidentales mientras dificultan la afluencia asiática y del colectivo no
anglosajón.
También la circulación de mercancías se enrarece. El mundo se divide a causa de
las barreras proteccionistas y el trasiego de mercancías debe soportar unos
derechos arancelarios muy superiores a los de preguerra. Estados Unidos (tarifa
Fordney-McCumber de 1922) aumenta la protección aduanera el 18 % y autoriza
al presidente a modificar el arancel en un 50 % para igualar los costes de
producción en el extranjero. Gran Bretaña abandona el liberalismo
paulatinamente y teje una red proteccionista para la defensa de sus industrias
clave (Ley de Salvaguardia de la Industria de 1921). Los nuevos países de
Europa central y oriental aspiran a su independencia económica e impulsan el
desarrollo industrial al abrigo de la fortificación aduanera. La oleada
proteccionista inunda los circuitos comerciales internacionales. Los derechos
aduaneros representan por término medio un 37 % ad valorem a la entrada en
Estados Unidos, 41% en España, 32% en Polonia, 29% en Argentina, 27 % en
Australia, Checoslovaquia y Hungría, 23 % en Yugoslavia, 18% en Francia, etc.
La agudización del proteccionismo frena los flujos del comercio internacional e
invierte la tendencia observada en la preguerra, cuando el comercio había
crecido a un ritmo superior a la producción: entre 1913 y 1929 el aumento del
comercio internacional en volumen (27 %) se sitúa por debajo del crecimiento de
la producción mundial (34,5 %).
Finalmente, el sistema monetario internacional es otra fuente de trastornos para
la economía mundial; incluso no faltan autores que ven en su funcionamiento la
causa de la Gran Depresión. Las carencias del gold exchange standard se han
relacionado con la forma en que se restauró el patrón oro (C. P. Kindleberger, D.
H. Aldcroft). Por la inexistencia de un plan sistemático para estabilizar
simultáneamente las monedas, cada país actuó por separado y alineó su moneda
en el marco del patrón oro cuando mejor convino a sus necesidades; de ahí el
prolongado proceso de estabilización. Además, la elección de tipos de cambio no
fue del todo correcta al no ajustarse a las variaciones de los costes y precios
desde la guerra. El resultado fue un sistema de tipos de cambio desequilibrado
desde el principio con la desalineación de algunas monedas (subvaloración de la
moneda francesa y sobrevaloración de la libra esterlina). Por último, la
descentralizacjón del sistema produjo más inconvenientes que ventajas. El papel
que Londres había desempeñado en la preguerra no encuentra relevo en los años
veinte ante la incapacidad británica y la resistencia de Estados Unidos para
asumir la responsabilidad de ,dirección. La ausencia de liderazgo, la falta de
cooperación, incluso la rivalidad, entre los centros financieros de Nueva York,
Londres y París condicionaron la eficacia del orden monetario internacional.
Si la forma en que se restauró el sistema monetario no fue la más idónea, las
condiciones en que se desenvolvió tampoco favorecieron su éxito. El mercado
internacional de capitales así lo demuestra (B. Droz, J. Morilla). La rentabilidad
de la inversión internacional no fue suficiente para mantener su atractivo
durante mucho tiempo. Los capitales extranjeros fomentan un aumento de la
capacidad productiva que no es compensada en los mercados por las
restricciones que impone el proteccionismo. Este desequilibrio y las exigencias
financieras del mercado interior explican que la inversión de Estados Unidos en
el extranjero apenas represente un 3,9 % de la riqueza nacional. Además, la
búsqueda de una mayor rentabilidad provoca un cambio sustancial en el flujo de
la inversión internacional, pues los capitales se transforman en colocaciones a
corto plazo que se desvían de las actividades productivas hacia operaciones que
ofrecen un mayor beneficio: la especulación en el mercado bursátil.

3. LOS AÑOS DE LA CATÁSTROFE


«¿Es que estamos aquí para no hacer nada? Nosotros, los nacidos desempleados,
exigimos trabajo, no limosnas, y os preguntamos: ¿qué va a pasar? Escuchad el
fallo del tribunal universal: nos disteis la vida, dadle sentido ahora» La burbuja
multicolor de la prosperidad estalla, la ilusión de emular el modelo de consumo
norteamericano se desvanece, y la prioridad en los primeros años treinta es
sobrevivir. Todas las naciones, excepto la Unión Soviética, todos los sectores
económicos y todas las clases sociales se ven afectadas por una crisis del
capitalismo sin precedentes, expresión de las disfunciones acumuladas
anteriormente.

3.1. EL DESEMPLEO Y OTRAS LACRAS SOCIALES


El lamento del poeta E. Kastner captura la imagen que la mayoría de la
población recibió de la convulsión de los años 1929-1932: el progreso imparable
del desempleo. Hacia 1929, el número de parados en el mundo se aproximaba a
los 10 millones; en los peores momentos de la recesión la cifra se había
triplicado: más de 13 millones en Estados Unidos, 15 millones en el conjunto de
Europa, seis millones en Alemania, tres millones en Gran Bretaña, etc. La
intensidad del fenómeno varía según los países, pero ninguno consigue escapar
de esta enfermedad social que aqueja a la civilización occidental: tasas de
desempleo del 22 % en Gran Bretaña y Bélgica, 24% en Suecia, 27% en Estados
Unidos, 29% en Austria, 31% en Noruega, 32% en Dinamarca, y al menos 44 %
en Alemania (B. Gazier, E. J. Hobsbawm).
Estas tasas, aunque elevadas, no bastan para entender la angustia y miseria de
estos años. El dramatismo del desempleo proviene, sobre todo, de la
insuficiencia de los sistemas de protección vigentes (P. Flora, G. Ambrosius). O
no existían, como en Estados Unidos, o no eran adecuados para atenuar la
situación de necesidad, pues los niveles de protección eran modestos (25-30%
del salario bruto), la duración del subsidio era breve (15-26 semanas), y sólo una
pequeña parte de los trabajadores se beneficiaba del seguro de desempleo (60%
en Gran Bretaña, 40% en Alemania, y menos del 25 % en el resto de países). La
privación de empleo y la limitada protección conducen a la exclusión social del
desocupado. La miseria impulsa «marchas de hambre» y otras movilizaciones de
desempleados en Gran Bretaña (1931), Estados Unidos (1932) y Francia (1935).
Los desahucios se multiplican y los sin techo se apiñan en aglomeraciones
miserables (humpies de Perth y Liverpool, hoovervilles de Michigan, bidonvilles
de Lyon, kühle Wampe de Berlín). Bandas de mendigos y vagabundos recorren
comedores y asilos de beneficencia en busca de sustento y cobijo; se crea incluso
la Comunidad Internacional de Vagabundos para encauzar las necesidades de
este colectivo postergado. El desastre material y el hundimiento moral integran
una crisis que parece interminable y que en ocasiones concluye en el suicidio,
forma súbita de desprenderse del lastre del infortunio. En 1932 Alemania
alcanza un triste récord internacional: 260 suicidios por cada millón de
habitantes, frente a los 85 en Gran Bretaña, 133 en Estados Unidos y 155 en
Francia.
El trabajo divide a la población en dos grupos, entre quienes han perdido el
empleo y quienes aún lo conservan. Pero, en general, todas las clases sociales,
con razón o sin ella, se sienten perjudicadas (B. Gazier, B. Droz). Las deudas
contraídas por los agricultores se agravan por la disparidad de precios agrícolas
e industriales, ingresos y gastos. La baja continuada de las cotizaciones agrícolas
disminuye la remuneración de la producción mientras que el nivel de gasto
(impuestos, utillaje, deudas hipotecarias) es difícil de reducir; muchos
agricultores se ven obligados a concertar nuevos préstamos para hacer frente a
los intereses de las deudas, según refleja el aumento de la carga hipotecaria en
Alemania, Hungría, Polonia, Bulgaria y Estados Unidos. Salvo en los casos en que
pudieron replegarse en una producción de subsistencia, los modestos
propietarios son desposeídos por los grandes bancos acreedores, se convierten
en aparceros de sus propias tierras y más tarde son expulsados de las
explotaciones. En Estados Unidos la Metropolitan Life Insurance Co. se hizo con
más de 7.000 propiedades durante los años de la depresión.
Entre los asalariados y funcionarios la crisis deparó situaciones muy diversas,
incluso paradójicas, pues en ocasiones aumentó el poder adquisitivo de algunos
colectivos sociales. Del análisis comparado de los efectos de la depresión en
Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, Francia y Suecia se desprende que
quien conservó el empleo se benefició de una mejora de su nivel de vida porque
la reducción de los salarios y sueldos fue compensada por una caída aún mayor
de los precios. El aumento del poder adquisitivo fue real, pero no tan relevante
como para disipar la sensación general de retroceso. Las rentas del capital, en
último término, sufren la pérdida de beneficios. Las ganancias de las empresas
disminuyen drásticamente (del 20 al 80 %) en la mayor parte de los países o se
hunden en Estados Unidos y Alemania, arrastrando ala quiebra a numerosas
empresas industriales y comerciales. En Estados Unidos se registran 22.009
quiebras en 1929, 31.822 en 1932; en Alemania, 9.832 quiebras en 1929, más de
12.000 un año después. En esta situación, los poseedores de los medios de
producción tratan de atenuar la caída de las rentas a través de la redistribución
de la inversión; para ello, los empresarios sacrifican la inversión destinada ala
renovación y ampliación de instalaciones en favor de los beneficios repartidos
entre los propietarios.

3.2. EL OCASO DEL CAPITALISMO LIBERAL


Desempleo, miseria, reducción de rentas, ruina de los agricultores, etc., tienen
su origen en el derrumbamiento generalizado de la actividad económica en los
años de la Gran Depresión. La espectacular contracción de la producción
industrial, la violenta caída de los precios de la producción primaria y la quiebra
de los fundamentos del liberalismo económico presagian el fin de la economía
capitalista mundial (H. Morsel, B. Gazier).
Las fuerzas depresivas golpean con mayor intensidad a la industria que a otras
actividades, y, por tanto, a los países industriales más que al resto. Así se refleja
en la evolución del volumen de la producción industrial. Asignada una base 100
al año 1929, el índice de la producción industrial mundial, excluida la URSS,
desciende hasta 64 en 1932. Las pérdidas se concentran en los cuatro países
más industrializados: en Estados Unidos y Alemania la producción industrial se
contrae hasta el índice 53, es decir, casi la mitad; en Gran Bretaña y Francia
hasta los valores 83 y 77, respectivamente. A distancia, un segundo grupo de
países afectados está compuesto por Bélgica, Holanda, Suiza, Austria y Canadá.
Las pérdidas sufridas por estas nueve economías representan el 90 % de la
contracción industrial mundial. Por el contrario, la Unión Soviética constituye la
gran excepción y se afianza como alternativa al capitalismo: la producción
industrial crece rápidamente (índice 183) bajo el impulso del proceso de
industrialización acelerada.
La crisis repercute también en la producción primaria. Materias primas y
productos agrícolas experimentan una violenta caída de las cotizaciones en el
mercado mundial (19 % el trigo, 20 % el azúcar, 30 % la seda, 42 % el caucho, 43
% el café, 46% la lana, etc.), acelerada por los propios productores cuando
pretenden compensar las pérdidas con un aumento de la oferta. Las
consecuencias fueron desastrosas para los productores agrícolas de los países
industrializados y para las economías orientadas ala exportación de productos
primarios (E. J. Hobsbawm). Según un informe de la Sociedad de Naciones en
1931, las fuerzas depresivas arruinaban las economías de Argentina, Australia,
Bolivia, Brasil, Canadá, Colombia, Cuba, Chile, Egipto, Ecuador, Finlandia,
Holanda, Hungría, India, Indias Holandesas, Malasia, México, Nueva Zelanda,
Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela. El episodio brasileño resume las
contradicciones y el desorden de la economía capitalista: mientras que el
desempleo reduce a la miseria y al hambre a millones de trabajadores, los
plantadores brasileños tratan de frenar la caída de precios con la destrucción de
un millón y medio de toneladas de café, es decir, una producción equivalente al
consumo mundial durante un año (el café llega a reemplazar al carbón en las
locomotoras de los trenes).
Más grave que el hundimiento de la actividad productiva fue la quiebra del
modelo económico internacional. El sistema liberal prebélico, precariamente
restaurado en los años veinte, es incapaz de ofrecer respuestas eficaces a la
depresión. La reunión de los representantes de 70 países en la Conferencia de
Londres de 1933 sancionó la fallida búsqueda de una solución solidaria y global
en el marco de la economía liberal. Ya no era posible la vuelta atrás. Los
postulados de la política económica tradicional (libre circulación de los factores
productivos y sistema de pagos multilaterales) son sustituidos por el
proteccionismo y el abandono general del patrón oro, del mismo modo que
cambia el paradigma de la relación entre el Estado y la economía con un
aumento del intervensionismo estatal (G. Ambrosius).
La desintegración de la economía internacional. se refleja, en primer lugar, en el
desmantelamiento del sistema mundial de comercio multilateral. Entre 1929 y
1932 el comercio mundial descendió un 25 % en volumen y, a causa de la caída
de los precios, un 69 % en valor. El derrumbe se relaciona con tres estrategias
sucesivas o simultáneas de la política comercial. La primera recurre ala
protección aduanera para reservar el mercado interior ala producción nacional y
evitar la competencia extranjera. La protección se refuerza allí donde era
tradicional (en Estados Unidos se acentúa con la tarifa Hawley-Smoot de 1930) y
se extiende a los países que permanecían más o menos fieles al librecambio: en
1931, Gran Bretaña abandona definitivamente el libre comercio, elemento
esencial de su identidad económica desde 1840. La renuncia británica ilustra la
difusión del proteccionismo, pues, uno tras otro, los Estados denuncian los
tratados comerciales que contienen la cláusula de nación más favorecida y se
entregan a la guerra de tarifas (la cláusula desaparece del 60 % de los 510
acuerdos comerciales firmados entre 1931 y 1939).
La práctica proteccionista se generaliza. Más de veinte países imponen aumentos
generales de los aranceles y otros cincuenta elevan los derechos arancelarios
sobre artículos concretos o grupos de mercancías. Como el resultado no podía
ser otro que la inoperancia de las medidas aduaneras de cada país, la política
comercial modifica su estrategia mediante restricciones cuantitativas (sistemas
de cupos que limitan la importación de determinados productos), trabas
administrativas (exigencias de condiciones físicas, higiénicas, burocráticas),
cuando no prohibiciones directas a las importaciones. Hasta 32 países aplicaron
esta perfeccionada modalidad de proteccionismo.
Finalmente, los Estados trataron de paliar las consecuencias del bloqueo
comercial con soluciones de emergencia como la firma de tratados bilaterales y
convenios multilaterales regionales. En su forma más sencilla, el bilateralismo
consistió en el intercambio de mercancías de valor parecido; operaciones
compensatorias fueron el cambio de carbón alemán por café brasileño,
fertilizantes artificiales alemanes por algodón egipcio, cerdos y huevos de
Hungría por carbón de Checoslovaquia, etc. Suerte diversa acompañó a las
tentativas de superar el comercio bilateral mediante convenios multilaterales, al
menos regionales. Gran Bretaña y Francia intensifican las relaciones con sus
Imperios coloniales. Así, los Estados miembros de la Commonwealth reunidos en
Ottawa (1932) suscriben el imperial preference system. La fijación de aranceles
preferentes, facilidades de importación dentro del ámbito interestatal y aumento
de las restricciones fuera de él refuerzan los intercambios de tal modo que en
1939 el 42 % de las importaciones y el 50 % de las exportaciones británicas
tienen su origen y destino en la zona imperial. En el caso de Francia, tras la
convocatoria de la Conferencia Imperial de París (1935), los intercambios con su
Imperio colonial representan el 33,8% de las importaciones y el 33,1 % de las
exportaciones. El resto de las experiencias multilaterales (conferencias de
productores agrarios del sureste europeo, Tratado de Roma –1934-entre Italia,
Austria y Hungría, o Grupo de Oslo –1930 de los países escandinavos, Holanda,
Bélgica y Luxemburgo) apenas tuvieron efectos prácticos.
La desintegración económica se relaciona también con el abandono del
fundamento del intercambio internacional, el patrón oro. La prioridad de los
gobernantes era mantener la estabilidad monetaria, pues sin monedas estables y
de valor de cambio fijo no habría confianza ni posible recuperación de la
inversión. Debía evitarse la devaluación monetaria, desastre equivalente a la
muerte del capitalismo. La adhesión de las autoridades a la ideología del patrón
oro explica que la práctica totalidad de países aplique inicialmente la receta
liberal tradicional, es decir, la austeridad deflacionista.
La deflación ofrece dos modalidades (B. Droz, M. Nouschi). En su forma
presupuestaria trata de sanear las finanzas públicas. El Estado se auto impone el
equilibrio presupuestario mediante la reducción del gasto público (personal y
asignaciones) y el control de los medios de pago en circulación. La deflación
económica, por otra parte, pretende recuperar la rentabilidad de las empresas
favoreciendo la caída de los .componentes del precio de coste, en especial los
salarios. La reducción de los medios de pago y de los créditos bancarios
provocaría la caída de los precios interiores y el relanzamiento de la producción
y las exportaciones. Así pues, la nivelación del presupuesto y el recorte de los
salarios y precios fueron los instrumentos de la política económica para combatir
el descenso de la producción y el creciente desempleo.
Ambas aplicaciones deflacionarias fracasaron. La austeridad presupuestaria fue
una ilusión vana por el propio efecto de la depresión, que hace disminuir los
ingresos fiscales y aumentar los gastos derivados del desempleo, las ayudas a
empresas amenazadas de quiebra y las subvenciones para estimular la
producción o favorecer su disminución. Tampoco la deflación económica
consiguió el saneamiento automático, pues la creciente importancia del capital
fijo y los inelásticos gastos generales de las empresas impidieron la reducción
deseada de los precios de coste. A medida que la política deflacionaria no
alcanza las metas propuestas, la devaluación o supresión de la convertibilidad de
las monedas fue el remedio último y necesario al que recurrieron los gobiernos.
En 1929 Argentina, Uruguay, Brasil y Australia suprimían la convertibilidad oro o
reducían el valor de su moneda; en 1931, Gran Bretaña abandona el patrón oro y
arrastra a los países del área de la libra esterlina; a finales de 1932, hasta 35
naciones se habían desvinculado del oro; en 1933 le llega el turno a Estados
Unidos; en 1934 a Checoslovaquia, Italia y Austria; en 1935 a Bélgica y Rumanía;
en 1936 Francia, Polonia, Suiza y Letonia son los últimos en abandonar la
fidelidad al patrón oro. El espacio económico único y libre de intercambios se
fragmenta y el mundo se divide en bloques monetarios ajustados ala
regionalización de las relaciones económicas internacionales (zona dólar, zona
libra esterlina, bloque marco, bloque oro).
Los cambios en la economía internacional se completan con un giro decisivo en
la política económica nacional. La Gran Depresión es el punto de inflexión que
separa la época de la concepción clásica del Estado como salvaguardia del orden
de la época caracterizada por el moderno Estado intervencionista. La creencia en
los poderes de autorregulación de la economía explica que la reacción de los
gobiernos fuera unánime. Las autoridades consideraban la crisis accidental,
temporal y normal, y, por tanto, no se plantearon intervenir (L. A. Rojo). Avalada
por importantes teóricos del ciclo económico (Schumpeter, Hayek, Robbins), la
pasividad es la única respuesta políticamente correcta ante una crisis ala que se
atribuye la función de sanear ineficacias y corregir erróneas asignaciones de
recursos. Alcanzado un nivel suficiente de saneamiento, la recuperación de la
actividad económica se haría realidad; cualquier pretensión de adelantar la
reactivación mediante la intervención estatal sólo lograría reforzar y prolongar
en el tiempo desajustes que una depresión posterior y más intensa acabaría de
solventar.
El colapso de las economías, sin embargo, cuestiona de forma radical la
funcionalidad del sistema liberal capitalista e induce a nuevas formas de
actuación que aumentan la responsabilidad estatal en la esfera económica. El
intervencionismo adopta múltiples formas, pero trata siempre de regularizar la
economía, equilibrar la producción y el consumo, y restablecer las expectativas
de inversión; en definitiva, preservar el sistema capitalista aunque para ello
tenga que sacrificar el sagrado principio de la iniciativa privada (M. Crouzet, J. P.
Brunet). En todos los países, sea su régimen autoritario o democrático, se
instaura una economía dirigida con medidas similares: refuerzo del
proteccionismo, deflación o devaluación, subvenciones a empresas agrícolas e
industriales en dificultades, estímulo ala concentración empresarial, fomento de
obras públicas y planes de empleo, control de los cambios monetarios,
reglamentación de ciertos precios y salarios, etc. Las diferencias estriban en la
intensidad del intervencionismo y del grado de modificación de la estructura
económica. Las experiencias nacionales se sitúan a lo largo de un continuum que
tiene en un extremo la planificación total de la Unión Soviética y el modelo
autárquico de Alemania, Italia y Japón, y en el otro la actuación anticíclica de
Estados Unidos, Gran Bretaña, Suecia o Francia, basada en una adecuada
política monetaria, fiscal y de redistribución de rentas sin necesidad de alterar la
estructura económica.
La quiebra del enunciado liberal sobre la no intervención estatal en la economía
fue al principio un mero producto de la improvisación. El esbozo de políticas
económicas expansivas carecía aún de una base teórica sólida. Por ello, la crisis
del capitalismo liberal aceleró la revisión de las teorías económicas dominantes.
Los diagnósticos elaborados en los años veinte por algunos economistas sobre la
incapacidad de la economía liberal para superar sus desequilibrios toman cuerpo
definitivo cuando J. M. Keynes presenta una contrapropuesta general del modelo
clásico (L. A. Rojo, G. Ambrosius). La intervención económica estatal encuentra
aquí su más lograda justificación; como la economía de mercado no garantiza el
pleno empleo de los recursos -ni la venta total de los bienes, ni la inversión de
todo el capital ahorrado, ni el pleno empleo de la mano de obra-, la política
económica debe evitar el subempleo duradero a través de medidas globales, en
concreto, encauzar la demanda económica por medio del gasto público. De esta
forma, según Keynes, se ponía en marcha un circuito que permitiría a la
economía salir por sí misma de la crisis.

3.3. LA COMPRENSIÓN DE LA CATÁSTROFE


Universalidad, duración e intensidad de las fuerzas depresivas confieren a la
contracción de 1929-1932 un carácter excepcional. Su comprensión requiere
atender a dos cuestiones básicas que han centrado el debate historiográfico; los
orígenes de la crisis y la naturaleza de las fuerzas que condujeron a la depresión
mundial.
La controversia sobre la génesis de la crisis afecta al significado del crack
bursátil y al carácter estrictamente norteamericano de la crisis. El discurso
oscila entre la centralidad de Estados Unidos y la existencia de múltiples focos
depresivos en la economía internacional. Una primera: lectura convierte el crack
bursátil de Nueva York en el verdadero origen de la depresión mundial (M.
Niveau). Tras un período de alza entre 1926 y 1929 que duplica el índice
general, los valores se desploman en el otoño de 1929 (la baja de las cotizaciones
el 29 de octubre anula de golpe las alzas de los doce últimos meses) y prosiguen
en descenso hasta 1932, cuando el promedio de las cotizaciones representa
apenas la tercera parte del valor de 1926. El hundimiento de la Bolsa pondría en
marcha los mecanismos de la crisis en Estados Unidos y en el resto del mundo:
desarticulación del sistema financiero, quiebra de empresas comerciales e
industriales, descenso de las tasas de inversión, caída de los precios, aumento
del desempleo y retracción del consumo.
Para la mayoría de los autores, vincular el inicio de la depresión mundial con la
crisis bursátil de Estados Unidos constituye una simplificación tan cómoda como
excesiva, porque la economía internacional ofrecía múltiples focos depresivos
con anterioridad al otoño de 1929. La crisis habría empezado por todas partes
mucho antes del crack bursátil y su violencia respondería al sincronismo de los
cambios aparecidos en la economía internacional (B. Droz, J. Mortilla). Diversos
signos anuncian el deterioro de la coyuntura económica; la caída de los precios
de algunas materias primas es manifiesta en 1925 y se generaliza desde 1927; la
actividad económica alcanza techo en Alemania en abril de 1929, en Gran
Bretaña en junio, y en Estados Unidos en julio; la caída bursátil se produce en
Alemania desde 1927, en París y Londres desde marzo de 1929, etc. Así pues, la
crisis es internacional y el episodio de Wall Street una demostración más de las
distorsiones del modelo de crecimiento.
Más complejo resulta desentrañar la naturaleza de las fuerzas depresivas. En
principio, dos tipos de explicaciones capitalizan el debate, según se atribuya la
primacía a las fuerzas reales o a las fuerzas monetarias; el abanico de
explicaciones se complica, no obstante, porque ambos discursos encierran
múltiples variantes. La brevedad exige simplificar las diversas interpretaciones
de la depresión en los términos siguientes.
Los partidarios de las fuerzas reales centran el análisis en los problemas de
superproducción y subconsumo, en el desajuste entre la oferta y la demanda.
Para algunos autores, el problema reside en la esfera de la oferta (L. Robbins, B.
Nogaro): la producción primaria y/o industrial aumenta aun ritmo mayor que la
capacidad de absorción de los mercados y no encuentra salida aprecios
remuneradores. La oferta se intensifica gracias a las ganancias de productividad,
llega a superar incluso el crecimiento de la renta nacional, y los mercados se
saturan (superproducción). Por el contrario, según otros planteamientos, las
fuerzas depresivas se sitúan en la esfera del consumo, en concreto, en la
desigual distribución de la renta nacional. El reparto social del crecimiento es
tan desequilibrado que sólo una modesta fracción de la sociedad disfruta de la
capacidad adquisitiva necesaria para sostener la demanda en un nivel alto,
mientras amplias capas de la población están condenadas al subconsumo (J. K.
Galbraith, J. Néré, M. Escudero). La depresión responde entonces a una
insuficiente demanda por el desmedido aumento de la tasa de ganancia del
capital y de la tasa de explotación del trabajo. En cualquier caso, medie la
saturación de los mercados o la disminución de la demanda, se asiste al
agotamiento de las oportunidades de inversión.
Quienes plantean la naturaleza monetaria de las fuerzas depresivas consideran
que la contracción obedece ala errónea actitud de gobiernos y responsables
monetarios, y no a disfunciones estructurales de la economía internacional. De
nuevo pueden distinguirse dos versiones. La primera se ha centrado en Estados
Unidos y desvela la ineptitud de las autoridades monetarias (Reserva Federal),
que con una política restrictiva transforman una crisis ordinaria en una
catástrofe mundial (M. Friedman, A. J. Schwartz). Su pasividad explicaría la
reducción en un tercio de los recursos monetarios entre 1929 y 1932, el bloqueo
de la inversión y el consumo, la mayor desconfianza de los depositantes y
ahorradores, y, sobre todo, la asfixia de numerosos bancos y empresas. Las
quiebras bancarias de 1930 marcan el tránsito de la crisis a la depresión. Una
segunda lectura va más lejos y trasciende del episodio de Estados Unidos y de
acciones monetarias concretas para vincular la depresión al ámbito de políticas
macroeconómicas inadecuadas (P. Temin, C. P. Kindleberger). La deflación
monetaria es parte de la política deflacionista general, y la deflación, a su vez, es
la solución que exige la ideología del patrón oro para remediar los males de la
economía. El mantenimiento de políticas monetarias y fiscales restrictivas
cuando era obvia su ineficacia lleva a la economía mundial a una recesión aún
mayor.
La controversia sobre los orígenes norteamericanos o internacionales de la crisis
y sobre la naturaleza real o monetaria de las fuerzas depresivas da paso a la
unanimidad cuando se trata de analizar el protagonismo de Estados Unidos como
amplificador de la depresión. Su condición de primera potencia industrial,
primer exportador y, tras Gran Bretaña, segundo mayor importador le otorgan
una posición central en el sistema económico mundial (D. Aldcroft, C. P.
Kindleberger). A través de mecanismos comerciales y financieros, la economía de
Estados Unidos condicionó el alcance y la profundidad de la depresión.
Los mecanismos comerciales se corresponden con el papel de Estados Unidos en
la distribución de los intercambios internacionales. Pese a absorber sólo el 12,5
% de las importaciones mundiales, el mercado norteamericano era
especialmente valioso para la suerte de las exportaciones de muchos países de
producción primaria y de buena parte de la producción manufacturada europea.
La limitación de los gastos de consumo e inversión, la caída de .precios
consiguiente y el proteccionismo de la tarifa Hawley-Smoot reducen
drásticamente la demanda de exportaciones; en apenas tres años, las
importaciones de Estados Unidos disminuyen un 70 % en valor (de 4.400 a 1.323
millones de dólares) y un 43 % en volumen. Los países de producción primaria y
las naciones industriales europeas que habían colocado parte de sus productos
en el mercado norteamericano se veían así seriamente afectadas.
El mecanismo financiero por el que Estados Unidos mediatizó la severidad de la
depresión mundial fue la reducción de los préstamos exteriores antes y después
de 1929. Una primera repatriación de capitales había tenido lugar con motivo de
la especulación bursátil; inversiones y préstamos en el exterior se reducen de
forma considerable y se desvían a Wall Street. Una vez desencadenada la crisis
bursátil, el hambre de liquidez del sistema bancario norteamericano paraliza las
exportaciones de capital y acelera la segunda retracción de las inversiones
exteriores. La repatriación de los créditos afecta decisivamente a todos aquellos
países endeudados (Alemania, Europa oriental y América del Sur) que habían
reconstruido sus economías gracias a los préstamos exteriores; la quiebra
bancaria centroeuropea fue su consecuencia inmediata. De esta forma, los
efectos depresivos se duplicaron en numerosas economías que no sólo se veían
privadas de la ayuda exterior en forma de créditos sino que, además, eran
incapaces de compensar este déficit con un aumento de las exportaciones,
sujetas como estaban ala caída de precios ya la contracción del mercado
norteamericano.
El subempleo crónico de los factores productivos y la desintegración de los
mecanismos comerciales y financieros delatan el deterioro de la economía
internacional. Con el cambio de la política económica se detuvo el declive
mundial, pero el impulso no fue suficiente para alcanzar el pleno empleo de los
recursos. La recuperación resultó débil, desigual, y en 1939 aún no se había
superado la crisis: el aumento de la producción industrial se interrumpió con la
recesión de 1937-1938, el desempleo se mantuvo, excepto en Alemania, en
niveles muy elevados, el comercio siguió arrinconado por la autarquía y el
bilateralismo, etc. Sólo el rearme y la guerra proporcionaron una solución a los
problemas de los países industriales.

CAPÍTULO 2: LA CULTURA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XX


Por MERCEDES MONTERO
Profesora de Historia Contemporánea, Universidad de Navarra

1. LA CRISIS DE LA CULTURA DE LA MODERNIDAD


En el primer capítulo del tomo anterior, dedicado a analizar el sustrato
ideológico del liberalismo, ya se explicó con cierto detalle la cultura de la
modernidad. y en esas mismas páginas ya se anunciaba la crisis de la cultura de
la modernidad, que se produjo precisamente durante el período de entreguerras,
etapa a la que se dedica el presente capítulo. Pues bien, antes de describir la
crisis y de exponer sus manifestaciones, así como las soluciones que se dieron a
la crisis de la cultura de la modernidad, conviene que repasemos, aunque sólo
sea muy brevemente, sus características y el proceso histórico en el que se
construyó la cultura de la modernidad.
El hombre del mundo contemporáneo se ha autocomprendido de una forma
determinada y de acuerdo con ella ha intentado construir el mundo en el que
vive. Esa autocomprensión ha descansado sobre la convicción esencial de
entenderse así mismo como un ser radicalmente libre, no dependiente de nada ni
de nadie. Éste es el núcleo básico de la cultura de la modernidad, el rechazo
consciente de cualquier norma ajena al hombre mismo que pueda regular su
actuar. y ese núcleo encierra en su interior toda una serie de conceptos decisivos
para entender el mundo de hoy: la subjetividad, el individualismo, la pura
inmanencia y la debilitación de los vínculos sociales con el consiguiente aumento
de poder del Estado, para mantener cierta cohesión entre ese conjunto de
individuos encerrados en su subjetividad.
La génesis de la cultura de la modernidad ha sido larga. Hunde sus raíces en el
nominalismo del bajo medievo, que puso las bases del individualismo y la
subjetividad. Asimiló en el siglo xv al Estado moderno, todavía balbuciente pero
ya con vocación de poder absoluto. El tándem individualismo/estatismo se vio
poderosamente reforzado en el siglo XVI por una doble vía: el confesionalismo
derivado de la Reforma y la razón de Estado de Maquiavelo. También es del siglo
XVI la filosofía de la inmanencia de Descartes, que hizo que esa cultura en
formación renunciara decididamente a conocer a Dios por medio de la razón,
centrándose en el estudio del mundo material, con el consiguiente desarrollo de
la ciencia moderna. El siglo XVIII elaboró una especie de gran síntesis de todo lo
anterior, basada en el predominio de la razón, que se convirtió en el fondo del
movimiento revolucionario. De éste derivó en el siglo XIX el liberalismo, y con él
se manifestó en su plenitud la cultura de la modernidad: un hombre liberado de
cualquier instancia trascendente, cuya conciencia autónoma decide qué es el
bien y qué es el mal, ciegamente confiado en el progreso material y, por ello,
seguro siempre de acertar. Bien se apreciaba que ese modo de vivir afectaba, de
momento, sólo a unos cuantos, la burguesía mercantil; pero se tenía la esperanza
de llegar a todos con el tiempo, mediante la instrucción pública y la ampliación
progresiva del sufragio.
Los presupuestos de este estilo de vida se estimaban seguros, firmísimos. No
había más que fijarse en los resultados; el mundo entero sometido al
expansionismo colonial de Occidente; una técnica en constante superación y al
servicio del bienestar del hombre; el avance del liberalismo político había
proporcionado paz a Europa (el siglo XIX es el más pacífico de la historia), había
alumbrado dos nuevas naciones (Italia y Alemania) y estaba seguro de poder
terminar pronto con los pocos despotismos que aún persistían. Además, la
concepción antropológica liberal (el hombre sin norma externa, abandonado a su
conciencia individual autónoma) se presentaba como la única capaz de asegurar
la armonía final de la sociedad. Este clima espiritual de satisfacción, seguridad y
tranquilidad se mantuvo en Europa hasta 1914. Éste fue el mundo que se
derrumbó después de la Primera Guerra Mundial.
El 11 de noviembre de 1918, alas 11 horas, comenzó a aplicarse el Armisticio de
Compeigne, que puso fin a la Gran Guerra. Había sido el conflicto más pavoroso
de la historia: unos diez millones de muertos, veintidós millones de heridos, la
mitad de ellos mutilados. Pero no sólo habían muerto las personas; había muerto
una civilización. En 1919, escribía Paul Valéry: «Nosotras, las civilizaciones,
sabemos ahora que somos mortales.»
Crisis significa juicio, y se juzga algo cuando empieza a funcionar mal. El año
1919 es la fecha del comienzo de la crisis cultural, del juicio aun mundo que se
ha tornado incomprensible. Era general la creencia en el dominio del hombre,
mediante la razón, la ciencia y la técnica. y cuando parecía que todo estaba en
sus manos, sobrevino la más terrible catástrofe conocida hasta el momento.

2 . LAS MANIFESTACIONES CULTURALES EN EL PERÍODO DE


ENTREGUERRAS

2 .1. LA CARENCIA DE NORMA, NÚCLEO DE LA CRISIS


Las abrumadoras cifras de víctimas de la Gran Guerra hicieron que ese mundo
claro, preciso, exacto, ordenado y prometedor se volviera repentinamente
incomprensible. Habían desaparecido los puntos de referencia, como supo
expresar en otro verso Paul Valéry: «la tempestad ha sacudido el barco con tal
violencia, que las lámparas mejor suspendidas han caído al suelo» Igualmente
pueden servirnos para entender la magnitud de la crisis unas palabras que José
Ortega y Gasset escribió en 1923 en la Revista de Occidente: «muchas gentes
comienzan a sentir la penosa impresión de ver su existencia invadida por el
caos». No fueron muchos los que en aquellos primeros momentos lograron
percibir lo que estaba ocurriendo; y menos aún los que lograron ofrecer
orientaciones coherentes. En el período de entreguerras sólo una minoría de
hombres de indudable talento y sensibilidad, observadores atentos de la realidad
, llegaron a ser conscientes de lo que pasaba. Fueron estos personajes: Valéry,
Malraux, Kafka, Spengler, Ortega, Toynbee, Dawson, Scheller, Hartman, Husserl,
Heidegger, Mann, Proust, Aldous Huxley, los hombres de la escuela de Frankfurt,
Gramsci, Pío XI, Maritain, Eliot y algunos otros más.
Quizá nadie denunciara con más agudeza que Franz Kafka el núcleo central de la
crisis. Según el escritor checo, lo que hacía al mundo íntimamente
incomprensible era que, desde la perspectiva de la cultura de la modernidad,
faltaba una ley; los problemas del hombre moderno -altamente civilizado pero
profundamente infantil al mismo tiempo-derivaban de haber erigido en ley su
capricho. Franz Kafka clausura así los mitos consoladores del siglo XIX que
hacían del progreso y el mero avance material el camino hacia la felicidad. El
hombre necesitaba saber qué tenía que hacer, le era imprescindible una
referencia, una ley, una norma de conducta.

2.2. LAS ARTES PLASTICAS Y LA CONSTRUCCIÓN DE MUNDOS


POSIBLES
«Toda la vida cultural del período de entreguerras -ha escrito Juan Pablo Fusi-[...]
estuvo de alguna manera marcada ante todo por la conciencia de la crisis de la
civilización europea y occidental que provocó la Primera Guerra Mundial.» Ante
un mundo incomprensible, las artes plásticas dieron una respuesta radical:
prescindieron de ese mundo y se volcaron en la construcción de mundos nuevos.
Puesto que intuían que las piezas estaban mal encajadas, mal colocadas,
sintieron que era necesario intentar nuevos montajes. El movimiento innovador
en este ámbito venía de lejos, del último tercio del siglo XIX; incluso antes de la
Gran Guerra se había llegado ya ala abstracción y al cubismo. Sin embargo,
ahora, después del terrible conflicto, el intento se acometió con una violencia
desconocida hasta el momento. Un hombre que se entendía íntimamente como
no dependiente de nada ni de nadie se dispuso a crear su belleza. Los pintores,
escultores, músicos... más importantes de estos años -época de un prodigioso
despliegue artístico-vinieron muchos de ellos a coincidir en que el hombre no era
ni persona ni siquiera individuo, sino simple agregado de elementos fortuitos.
Así, como dice Gonzalo Redondo, «las distintas manifestaciones artísticas
tendieron a omitir el retrato, se negaron a que en sus obras se reconocieran los
objetos, y buscaron eliminar toda referencia al tema o al contenido. Se quiso una
ruptura completa. y por eso se quiso incluso la destrucción del concepto clásico
de arte».
La ruptura con lo anterior fue total. Y, en consecuencia, se buscaron nuevos
materiales de trabajo. Lo propio de un hombre -un artista, en este caso-
encerrado en sí mismo era que encontrara esos materiales en su yo. Los hubo
que bucearon en el ámbito de la inconsciencia, de los sueños, de la alucinación;
otros en la infancia del hombre y del mundo, en la memoria. Se hizo el culto al
primitivismo. Se quiso el absurdo. Se intentó una consciente inversión de los
valores tradicionales.

2.3. LA MÚSICA Y LA PINTURA


Los músicos rechazaron la vieja armonía y de ahí surgirán los serialistas
dodecafónicos, cuyo método fijó Schonberg. Siguiendo su línea, Alban Berg
estrenó en 1925 la ópera dodecafónica más importante, Wozzeck. Las nuevas
tendencias no pararon ahí: se amplió la escala musical a otros grados inferiores
al semitono; algunos (Alois Haba, Ferruccio Bussoni) construyeron escalas en
sexto tono; la rebelión contra la tiranía melódica, unida a todo lo anterior, llevó a
echar mano de simples ruidos como factores esenciales de la nueva música.
Pasando al ambiente de la pintura, es necesario mencionar en primer lugar al
grupo De Stijl (1917-1926), de los Países Bajos, los denominados neoplasticistas:
Piet Mondrian, Georges Vantongerloo, Theo van Doesburg. Las parecidas
conclusiones a las que habían llegado cada uno durante su período de
investigación individual fueron reforzando su unidad y, en 1918, habían
alcanzado a reducir la forma y el color hasta un nivel puro y elemental. Este
movimiento, que supuso una de las más tajantes rupturas con todo lo anterior, no
buscaba la práctica del arte en el sentido tradicional, sino «la construcción de un
nuevo contorno, según leyes creadoras, derivadas de un principio fijo» (Theo van
Doesburg). Piet Mondrian se propuso un arte puro y al margen de cualquier
vinculación con el mundo visible. Redujo las variaciones de color y forma a
cruces y rectángulos. Mediante áreas rectangulares en blanco y gris construyó el
espacio puro, y con áreas también rectangulares de los colores primarios azul,
rojo y amarillo, la forma pura. Su extremada sensibilidad y su esfuerzo le
permitieron lograr un exquisito sistema de ritmos verticales y horizontales, una
maravilla de color equilibrado. Mondrian hizo del neoplasticismo un movimiento
singularmente bello y lúcido, muy intelectualista.
2.4. LA ESTÉTICA DEL COMUNISMO
La Revolución rusa de 1917 supuso para muchos artistas la oportunidad
auténtica de crear un nuevo mundo. Según se dijo, «el arte es el arma más
potente de la organización de las fuerzas colectivas en la sociedad clasista, es la
fuerza de la clase del proletariado» (Proletkult, noviembre de 1919). Había que
construir la estética del comunismo, y en ese ambiente surgieron las
abstracciones de Vasily Kandinsky y Kasimir Malevitch. El primero, a pesar de
numerosos viajes anteriores y estancias largas en el extranjero, pasó los años
que median entre 1914 y 1921 en Rusia, principalmente en Moscú, donde ocupó
un cargo en la comisaría popular de educación; casi desde los comienzos de su
producción pictórica, Kandinsky hizo hincapié en los aspectos puramente
pictóricos del color y de la forma, consiguiendo con ello unas obras bellísimas
donde se desmaterializaba por completo el mundo objetivo. Kasimir Malevitch,
por su parte, fue muy favorecido por el gobierno bolchevique, consiguiendo
destacados puestos administrativos y docentes relacionados con las artes
(director del Instituto de Arte de Vitebsk). Pero debido a sus relaciones con
artistas alemanes fue detenido en 1930 y se destruyeron muchos de sus
manuscritos. Malevitch propuso el estilo reductivo y abstracto del suprematismo
como alternativa a las formas artísticas anteriores, que consideraba inadecuadas
para su época. Observó que las proporciones que tenían las formas en el arte del
pasado se correspondían con las de los objetos del natural, que están
determinados por su función. En cambio, él proponía un arte autorreferencial en
el que las proporciones, la escala, los colores y la disposición obedeciesen a leyes
intrínsecas no utilitarias: una ruptura total con el mundo exterior.
La poesía futurista de Mayakosvski, las simbolistas de Aleksandr Blok o las
novelas de Babel, también fueron fruto del ambiente de la revolución. Y, sobre
todo, el grupo que se llamó a sí mismo constructivista (Tatlin, Rodchenko,
Stepanova), cuyo deseo era construir una vida nueva, mediante la elaboración de
un arte distinto ligado a la industria. Sin embargo, poco pudo de hecho llevarse a
la práctica; tanto por las dificultades de todo tipo por las que atravesó el país en
aquellos años, como por la poca simpatía con que Lenin contemplaba estos
esfuerzos. De hecho, en 1928, muchos artistas estaban en la cárcel o silenciados;
los más afortunados habían decidido emigrar al extranjero.
Pero hubo una nueva manifestación artística a la que Lenin concedió
extraordinaria importancia: el cine. Daba la oportunidad de rehacer la realidad
mejor que cualquier otro arte, gracias a la técnica del montaje, cuyo
descubrimiento se debió aun realizador soviético, Sergei Mihailovich Eisenstein.
El cine no presentaba la realidad tal como fue, sino como convenía que hubiera
sido a quienes mandaban. Obras maestras de Eisenstein son El acorazado
Potemkim (1925) e Iván el Terrible (1945).

2.5. EL OCASO DE LA RAZÓN: DADAÍSMO, SURREALISMO,


EXPRESIONISMO
A pesar de los problemas de los artistas rusos, en el resto de Europa la
revolución estética no se detuvo. Si el neoplasticismo estaba pretendiendo un
arte puro, el movimiento dadá se empeñó en buscar mundos nuevos y mejores a
través del azar, la casualidad y lo fortuito. Componentes de este grupo fueron el
poeta rumano Tristan Tzara, el también rumano Marcel Janco, pintor y escultor,
y el alsaciano Hans Arp. Una de las creencias básicas de este último era que «el
arte es un fruto que crece del hombre como el fruto de la planta o el niño de la
madre». Su devoción por lo abstracto era consecuencia de su compromiso para
con un arte que fuera espontáneo, sensual e irracional, como el nacimiento, el
crecimiento o cualquier otro proceso natural. Paul Klee entendía que el artista no
servía para nada ni regulaba nada: simplemente transmitía. Nombres como
Picabia, Man Rayo Marcel Duchamp deben incluirse también en el movimiento
dadá. El mismo término, que carecía totalmente de sentido, era ya una
manifestación de lo que sentían sus inspiradores ante el mundo que tenían
delante.
Fue un dadaísta, André Breton, el que lanzó en 1925 el manifiesto de un
movimiento nuevo, el surrealismo. Perseguía éste la reproducción sin freno de la
vida sin sentido, porque entendía que la irracionalidad era la única vida
auténtica. Pintó como antes, pero su tema era el absurdo y su norma la quimera.
Según Salvador Dalí, la pintura surrealista quería ser «la fotografía en colores de
un mundo caótico, literalmente trastocado». El belga René Magritte, influido por
Giorgio da Chirico, quiso despojar a los objetos de sus funciones peculiares con
el fin de plasmar una imagen que impresionara de manera irracional. Son muy
conocidas sus pinturas de cascabeles, unas veces flotando en el aire y otras
ocupando cuerpos humanos o sustituyendo alas flores de los arbustos. El impacto
turbador que tienen esos objetos al ser representados en un ambiente no
familiar, se ve intensificado por la fría corrección académica con que están
pintados, tanto ellos como lo que tienen a su alrededor. Otros representantes de
este nuevo movimiento fueron hombres como Paul Eluard, Max Ernst, Luis
Buñuel, Joan Miró y Cocteau.
La pintura surrealista tomó pronto dos direcciones, la abstracción y la
figuración. Joan Miró es probablemente la figura más importante del surrealismo
abstracto. Entre los figurativos destaca Salvador Dalí, con una técnica precisa
vinculada a asociaciones insólitas y una atmósfera onírica y delirante. Así
justificó el propio pintor su estilo: «toda mi ambición [...] consiste en materializar
las imágenes de la irracionalidad concreta con la más imperialista furia de
precisión. Para que el mundo de la imaginación y de la irracionalidad concreta
pueda ser tan evidente objetivamente, con la misma coherencia, con la misma
densidad persuasiva, cognoscitiva y comunicable que las del mundo exterior de
la realidad fenoménica». También el cine participó del surrealismo, gracias a
Luis Buñuel, cuyas dos producciones más interesantes en este sentido serían Un
perro andaluz (1928) y La edad de oro (1930), donde contó con la colaboración
de Max Ernst y Salvador Dalí.
Pablo Picasso se hizo presente en todos estos movimientos a partir de sus
portentosas cualidades artísticas. Entre 1925 y 1935, después de una etapa
hedonística de inspiración clásica, puso el método cubista al servicio del mundo
onírico del surrealismo. Gracias a personajes de tal potencia como los que se han
citado, el surrealismo puede considerarse como el movimiento estético e
intelectual más influyente de los años de entreguerras.
Otro gran movimiento artístico fue el expresionismo, que se dedicó a ahondar en
el arte de los pueblos primitivos, en el de los inexpertos, los niños, los enfermos
mentales, mostrando así su desconfianza ante la razón, destructora -a su
entender-de la armonía del mundo. Hombres de esta tendencia fueron Franz
Marc o Chagall, y también artistas ya conocidos entonces, como Matisse, Picasso
o Braque, que se adentraron también en aquellos años por esta búsqueda. El
alemán Franz Marc (muerto en combate durante la Primera Guerra Mundial)
puede considerarse el precursor de esta línea. Pintor de animales inmersos en la
naturaleza -contemplados generalmente con espíritu panteísta-puede calificarse
de expresionista porque asoció, arbitrariamente, un valor simbólico a los colores.
En su correspondencia especificó, por ejemplo, que «el azul es el principio
masculino, severo, amargo, espiritual e intelectual. El amarillo es el principio
femenino, suave, jovial y sensual. El rojo es la materia, brutal y pesada el color
que ha de ser combatido y vencido por los otros dos!». Conforme a estas teorías
han de interpretarse sus obras. El ruso Marc Chagall, aunque conservó en cierta
medida la figuración, no intentó nunca representar el mundo de manera literal ni
lógica, ni tampoco retratar la realidad de la vida cotidiana; antes bien, su interés
se centraba en los aspectos poéticos e irracional es de la imaginación. Fuera de
Europa el expresionismo encontró una gran acogida en la escuela de los
muralistas mexicanos, cuyos principales representantes fueron Diego Rivera,
José clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros.
La tendencia expresionista influyó también en la música, sobre todo en Francia
(el llamado «grupo de los seis»: Darius Milhaud, Arthur Honegger, Francis
Poulenc, Georges Auric, Louis Durey y Germaine Tailleferre) y en la gran figura
del compositor ruso Igor Stravinsky. El cine participó igualmente de la tendencia
expresionista, especialmente el cine alemán. Películas que participan de esta
estética son Nosferatu, el vampiro (1922, F. W. Murray) y las primeras de Fritz
Lang: La cansada muerte (1921), El doctor Mabuse (1922), Los nibelungos
(1924), Metrópolis (1926).
El expresionismo fue recogido también por la arquitectura. En este sentido es
necesario hablar de la escuela de diseño, construcción y arte Bauhaus, fundada
por Walter Gropius en Weimar en 1919. En su primera etapa, hasta 1925, se
centró en proclamas y sueños de matiz utópico-expresionista. A partir de esa
fecha comenzó una nueva singladura y una nueva dirección, de contenido
claramente racionalista. En 1933 fue clausurada por los nazis. Otros notables
arquitectos racionalistas serían el suizo Le Corbusier y el norteamericano Frank
Lloyd Wright.

2.6. LA CIENCIA
Puede decirse que igual que el hombre del siglo xx se entendió voluntariamente
autónomo de toda norma, el arte quiso también verse libre de cualquier valor,
como deseoso de desentenderse de toda responsabilidad humana. En paralelo
con el mundo artístico, la ciencia del período de entreguerras también enterró
las herencias recibidas del siglo XIX. El cambio más decisivo y espectacular se
verificó en la física, donde el equilibrado universo newtoniano dio paso a las
teorías de Einstein: el universo era tetradimensional, recurvado sobre sí mismo y
finito, aunque sin límites. El cambio era tan radical que estas teorías fueron
rechazadas por muchos; aunque investigaciones físicas posteriores fueron dando
cada vez más la razón a Einstein. El arrumbamiento de las viejas concepciones
físicas y la portentosa rapidez de nuevos descubrimientos (en astrofísica, en
estructura del átomo), lo único que aseguraban era que nada era seguro.
Conmovida por la indeterminación y la incertidumbre, la física se centró en la
descripción, renunciando a la explicación. Parecía imposible «comprender» la
naturaleza.

3. LAS SOLUCIONES A LA CRISIS

3.1. EL INCREMENTO DE LA AUTORIDAD SOBRE LA SOCIEDAD


Si artistas y científicos se limitaron en buena medida a ser testigos de la crisis,
sin aportar soluciones para resolverla, no faltaron -en otros ambientes-intentos
de solucionarla. Para muchos no había salida posible desde la perspectiva de un
hombre radicalmente autónomo, sin norma. Por ello, buena parte de las
respuestas que se dieron en aquellos años quisieron encontrar un principio
ordenador de la conducta humana.
Un grupo de soluciones fueron las que propusieron el aumento de la autoridad
sobre la sociedad, ya se tratara de una autoridad política o moral. En el primer
caso tenemos las diversas dictaduras que aparecieron durante el período de
entreguerras, no sólo en Europa (Mussolini sería el exponente más clásico) sino
también en Asia y América. Como escribe Juan Pablo Fusi, «en las conferencias
que pronunció en Oxford en 1926, el historiador francés Elie Halévy argumentó
que, como consecuencia del aumento del poder del Estado y de la extensión de
las ideas socialistas y nacionalistas que la guerra había provocado, el mundo
había entrado irreversiblemente en la era de las tiranías». Hombres como
Getulio Vargas (Brasil), Juan Vicente Gómez (Venezuela), Mustafá Kemal
(Turquía), Reza Jan Pahlevi (Persia), Primo de Rivera (España), Venizelos (Grecia)
o Pildsudski (Polonia), se dieron cuenta de la caída del liberalismo y entendieron
que la solución era una autoridad fuerte, en manos de un personaje emblemático
-ellos mismos-que puesto al frente del país, y con energía, enseñara cuál era la
dirección.
Más atención vamos a prestar, sin embargo, a aquellas soluciones basadas en la
dirección del conjunto social por el prestigio y la influencia de una autoridad
moral. Dentro de estas propuestas cabe hablar básicamente de tres: las diversas
formulaciones humanistas, las filosofías de los valores y las teorías de los ciclos
históricos.

Los humanismos
Se suele hablar, con acierto, de la calidad literaria de estos años de
entreguerras. Ello es debido a la hondura con que percibieron y sintieron la
crisis muchos escritores e intelectuales de aquel momento. Puesto que el
problema era importante, no se ahorraron recursos estilísticos para manifestarlo.
El análisis de la crisis de la cultura se centró -comprensible y necesariamente-
sobre lo que le estaba pasando a su autor, el hombre, para intentar comprenderlo
y ofrecer soluciones. Fueron años en que se propusieron los más dispares
humanismos, las formas más radicales y distintas de entender al ser humano.
Análisis muchos de ellos honrados y de talento, pero en bastantes ocasiones
faltos de objetividad, poco serenos, cargados también de dramatismo; con
aciertos, pero parciales, pues intentaron dar soluciones sin renunciar al
inmanentismo, el más hondo fundamento de la cultura en crisis.
Esto último precisamente es lo que se observa en los planteamientos humanistas
de André Gide, basados en una conducta guiada exclusivamente por lo que
halaga el propio placer, huyendo de cualquier compromiso. Sin llegar a los
extremos del escritor francés, fue ésta una actitud muy extendida durante los
años veinte, los también llamados locos o felices veinte: los del Art Déco, el jazz,
el. fox-trot y el tango. Era una , forma de percibir, siquiera vagamente, la muerte
de todas las promesas anteriores. Sólo quedaba aquello, lo que se entendía como
la vida real, y ésta había que pasarla lo mejor posible. Sumidas también en el
inmanentismo, aunque más equilibradas y serenas, fueron las aportaciones de
Thomas Mann o André Malraux. En La montaña mágica (1924), Thomas Mann
realizaba un profundo análisis de su época, tomando como escenario un
sanatorio para tuberculosos en Suiza. Los enfermos, el edificio, las
conversaciones vanas y las ocupaciones intrascendentes de unos personajes
condenados a muerte antes o después, servían al autor alemán para presentar el
panorama vital de su época, el de una cultura enferma también de muerte. y en
Doctor Faustus (1948) señalaba la necesidad de un orden, de una norma,
cualquiera que ésta fuera, como posible freno a tanta disolución. André Malraux,
por su parte, se lanzaría a defender la calidad humana por la vía de la
revolución, convencido de que había que aceptarlo todo pues nada objetivo
existía. y así, entre 1926 y 1937, lo encontraremos en cualquier lugar donde
haya conflicto y lucha (Camboya, China, España), descubriendo con fascinación
culturas no europeas, desilusionado de la suya propia. Con Los conquistadores
(1928) y La condición humana (1932), creó las novelas de la revolución. Lucha
similar, pero interna, fue la de Unamuno, que intentaría apoyar su humanismo
inmanentista en un «querer creer», como salida de la crisis. Batalla parecida
mantuvo el escritor y ensayista inglés Aldous Huxley. Expuso de manera cruda
las limitaciones del hombre en obras como Contrapunto (1928), buscando a
partir de entonces, con ansiedad, una solución. En Brave New World (Un mundo
feliz, 1932) vaticinó humorísticamente el reinado del cerebro humano
desprovisto de alma; aunque bajo la capa literaria lo que en realidad estaba
manifestando era la urgencia de sanear la mente humana. En su producción
posterior pretendió una síntesis ambiciosa que armonizara la confusión política,
ética y religiosa de la época sobre una realidad espiritual invisible. Al rechazar la
trascendencia cristiana, Huxley sólo fundamentó esta realidad espiritual en un
eclecticismo místico derivado de las religiones orientales; para terminar
reduciendo esas pretendidas experiencias místicas a simples reacciones
somáticas producidas por el uso de las drogas.
Otros intelectuales de este período volvieron la vista a los ideales humanistas de
la Antigüedad. Entre ellos el poeta francés Paul Valéry y el gran filólogo alemán
Werner Jaeger.
Filosofías de los valores y teorías de los ciclos históricos
Dentro del complejo tema de las soluciones distintas a qué es el hombre, nos
encontramos con los autores que orientaron su pensamiento a las filosofías de
los valores. Para éstos, el descubrimiento y descripción de los valores, permitiría
al hombre hacerlos suyos y adecuar a ellos su conducta; con lo cual podría
superarse el desorden liberal que había conducido a la crisis.
La gran figura de este ámbito fue el filósofo bávaro Max Scheler, que tuvo el
innegable mérito de ver con toda claridad el problema de la cultura europea e
intentó contribuir con todas sus energías a resolverlo. Para Max Scheler los
valores son esencias inmutables, trascendentes al sujeto, pero limitadas al
ámbito de la inmanencia consciente. Pero estos valores que Scheler describe con
tanta agudeza son sólo reales en cuanto dados en la intuición, y no precisamente
como realidades en sí. Este autor queda aprisionado por unos planteamientos
inmanentistas que no acaba de romper, aunque rechace el inmanentismo
groseramente materialista. Otro pensador que abordó igualmente los problemas
de la ética y de los valores fue Nicolai Hartmann que, aunque se basó en Scheler,
construyó un sistema propio. Deudora en cierta medida de estas filosofías de los
valores, puede considerarse la aportación del pensador español José Ortega y
Gasset. La cuestión que le preocupó siempre ya la que dedicó sus mejores
energías es el núcleo de su obra principal La rebelión de las masas (1929): la
relación entre el ejemplar y sus dóciles. Ortega captó, como muchos de sus
mejores contemporáneos, que la existencia misma de la civilización, de la
cultura, estaba amenazada por la ausencia de normas. La dificultad consistía en
cómo transmitir las normas del hombre noble a unas masas en universal crecida.
Ortega recoge la tesis de Verweyen de que la moral nació de la renuncia a todos
los impulsos que envilecen al hombre, y las masas no parecen dispuestas a
renunciar a nada: eran incluso animadas a que a nada renunciasen. «El fondo de
La rebelión de las masas -dice Gonzalo Redondo, un buen conocedor del
pensador españoles la creencia de Ortega en que él es uno de esos nobles con
una filosofía salvadora, un hombre selecto destinado a innovar -que es salvarla
cultura. Lo plasma bellamente al afirmar que la unidad que innova la historia no
es el héroe (conforme decían Nietzsche o el mismo Verweyen), ni las masas
(según creía Marx). La unidad innovadora es la interacción del yo y su
circunstancia histórica, del noble y de las muchedumbres. No se ha de olvidar
que desde la perspectiva orteguiana ni las élites -los hombres ejemplares-ni los
hombres-masa son identificables con clases o grupos sociales, sino con modos de
comportamiento, esquemas mentales y concepción de la vida.» Un liberal puro,
elitista y selecto era Ortega (el ejemplar), cuyos planteamientos casaban
demasiado con una época que no era ya la del liberalismo, sino la de la
democracia (unas masas que no estaban dispuestas a ser sus dóciles, como dejó
bien patente la evolución política de la Segunda República española).
El segundo gran intento de un humanismo ordenador de la crisis fueron las
interpretaciones cíclicas de la historia. Para los que elaboraron estas teorías, la
crisis en que se debatía la civilización occidental no era otra cosa que el fin de un
determinado ciclo cultural. Si se estudiaba la dinámica de los ciclos culturales
que habían terminado podría dibujarse el boceto de los tiempos que quedaban
por venir.
El primero de estos grandes intérpretes fue el alemán Oswald Spengler. Para
éste, las cosas no tenían un porqué; sencillamente, sucedían. El hombre no tenía
que indagar las causas de lo que pasaba, sino limitarse a observar. Spengler
distinguió en la historia ocho grandes culturas, la última de ellas la de Europa
occidental. Estableció también una detallada morfología de las culturas: tras su
origen, un «verano», un «otoño» y un «invierno», que era el fin. Dentro de cada
cultura quedaba excluida la posibilidad de todo progreso que no fuera el
puramente evolutivo y ciego del desarrollo racial. Su relativismo extremo no le
impedía afirmar la posibilidad de establecer una ley que predeterminara la
historia: extraída del pasado, de alguna manera permitiría controlar el futuro.
Las teorías de Spengler encontraron entusiastas seguidores y también muchos
detractores (su libro La decadencia de Occidente, 1918, fue inmediatamente
traducido a varios idiomas). Entre los detractores se encontraba Arnold Toynbee.
Éste, aunque hacía suya la idea de Spengler de una sucesión de culturas en la
historia, ampliaba su número y las estudiaba con detalle. Para Toynbee, una
civilización nacía de la tensión entre el desafío de un ambiente y la respuesta que
un grupo de hombres lograba dar ante el desafío. Si la respuesta, siempre
colectiva, resultaba satisfactoria, nacía una civilización. Después de su
nacimiento podía desarrollarse o morir; lo primero era fruto de la
autodeterminación, lo segundo del rechazo de la autodeterminación. Toynbee no
negaba la existencia de ciertos elementos comunes a todas las culturas, ni que la
ciencia y la ética pudieran trascender los límites de una civilización concreta.

3.2. SEGUNDA SOLUCIÓN: EL ORDENAMIENTO DEL CONJUNTO DE


INDIVIDUOS MEDIANTE EL INCREMENTO DEL PODER DEL ESTADO
Puede decirse que las diversas dictaduras políticas de los años veinte se
presentaron como «personales», es decir, basadas en la voluntad de un hombre
concreto que pretendía «saber» lo que había que hacer. Hubo también, por el
contrario, otros regímenes políticos en estos años que aseguraron fundamentar
su poder -poder omnímodo del Estado-no en una voluntad personal, sino en la
«impersonal» fórmula de la «voluntad del pueblo».
Estos sistemas políticos desecharon el liberalismo por entenderlo como
profundamente injusto, causante del desorden de la sociedad. Pero, sin
abandonar los planteamientos cerradamente inmanentistas de esta ideología,
buscaron una norma ordenadora, derivada no de la autoridad de Dios, de un rey
o de unos pocos (que entonces sería una norma «subjetiva» ), sino del conjunto
de individuos, con capacidad de afectar a todos; por ello, tenía que ser a la
fuerza «objetiva». Estos sistemas políticos -que por estar basados en una
pretendida «voluntad del pueblo» vamos a denominar sistemas democráticos-
fueron básicamente dos: el sistema democrático popular o comunismo, cuya
norma ordenadora era la clase social; y el sistema democrático racial o nazismo,
cuya norma ordenadora era la raza. Para ambas construcciones totalitarias, la
crisis del mundo occidental terminaría cuando la estructura social fuera justa, es
decir, cuando todo estuviera ordenado en torno a los intereses de la clase
proletaria o a los de la raza aria. Stalin y Hitler fueron la encarnación práctica de
estos planteamientos (que ideológicamente se habían formulado ya en el siglo
XIX).

3.3. TERCERA SOLUCIÓN: LOS NEOLIBERALISMOS O LA VUELTA A LA


ILUSTRACIÓN
La tercera de las soluciones aportadas a la crisis de la modernidad fue contraria
a las anteriores. Hubo un grupo de pensadores para quienes la crisis de la
civilización se debía no a la ausencia de norma, sino, por el contrario, a la
persistencia en el modo de vivir de los hombres de las antiguas normas
trascendentes. Entendían estos personajes que el liberalismo había caído porque
no se había logrado llevarlo a la práctica con toda su radicalidad. Era necesario,
por tanto, comenzar el camino desde el principio, y para ello su propuesta fue la
vuelta a la Ilustración; por entender que en ese período se habían formulado con
precisión los elementos de la cultura occidental y para, a partir de ellos, volver a
repetir todo el proceso, esta vez sin atemperar. Entendieron que la tarea del
momento era crear y aplicar un moralismo -una manera de comportamiento
individual y colectivo-sin fondo alguno religioso (trascendente). Por ello
practicaron un ataque decidido al cristianismo en general ya la Iglesia católica
en particular, pues veían en ellos la fuente de los valores antiguos que se trataba
de subvertir. No era el momento de frenar nada -como indicaban las otras
posturas-, sino de acelerar el proceso de disolución. Representantes de este
modo de pensar fueron los miembros de la escuela de Frankfurt y el comunista
italiano Antonio Gramsci.
Médicos psicoanalistas, filósofos, economistas, sociólogos, teóricos de la
política.., tales fueron los componentes de la escuela de Frankfurt, creada
hacia1922 en esa ciudad alemana, en torno al Instituto de Investigación Social.
Sus hombres más característicos fueron Eric Fromm y Herbert Marcuse; sus
puntos básicos, la intención decidida de volver a los principios racionalistas de la
Ilustración para vivirlos de manera absolutamente radical y el neomarxismo
(conjunto de teorías que, recogiendo el tema de la liberación total del hombre,
rechazaba los métodos brutales del comunismo soviético y no veía contradicción
alguna entre las teorías de Marx y el pensamiento científico burgués).
Partiendo de una concepción del hombre absoluta y totalmente materialista y
basándose también en los planteamientos de Freud, llegaron a identificar la
felicidad con la libertad sexual sin traba alguna. Insatisfechos por el rumbo que
tomaban los acontecimientos en la Rusia leninista, los hombres de Frankfurt
convinieron en afirmar que la plenitud -la liberación total del hombre-no llegaría
al final del proceso (como aseguraban los comunistas), sino que era posible gozar
de ella de inmediato. y el modo adecuado era el sexo.
Por ser marxistas los hombres de Frankfurt eran partidarios de un Estado fuerte.
En torno a sus planteamientos, con el paso de los años, fue conformándose el
concepto de socialismo democrático. Según este planteamiento, es el Estado el
que debe hacerse cargo de la gerencia de los asuntos comunes, el hombre no
participa en el gobierno de estas cuestiones colectivas; sin embargo, se le
permiten todo tipo de libertades en el orden individual, entendiendo por
libertades individuales fundamentalmente las sexuales.
El comunista italiano Antonio Gramsci, el otro representante de los
neoliberalismos, tenía varios puntos comunes con la escuela de Frankfurt:
básicamente el marxismo, la convicción de que es el Estado el que debe
conformar la sociedad y la necesidad de volver a la Ilustración. Gramsci pasó en
prisión los últimos once años de su vida, encarcelado por Mussolini. Allí escribió
su obra más importante, los Cuadernos de la cárcel, que serían difundidos a
partir de 1945 por otro comunista italiano, Palmiro Togliatti. Gramsci, a pesar de
aceptar los presupuestos básicos del marxismo, hizo también, sin embargo, su
reflexión crítica. En rigurosa teoría marxista, la tendencia tendría que ser a que
el número de pobres fuera progresivamente en aumento, y que estos pobres
fueran –además-cada vez más pobres; ya la inversa: que el número de ricos fuera
menguando y éstos fueran cada día más ricos. La realidad estaba negando de
forma evidente este supuesto: frente a la teoría del choque inevitable entre
proletariado y capital, lo cierto es que el proletariado, en cuanto mejoraba sus
condiciones de vida, se diluía como clase social y aceptaba los planteamientos y
el modo de vida burgueses. Modificando el análisis de Karl Marx (para quien la
realidad se componía de una estructura -las relaciones económicas-y una
superestructura -la religión, la filosofía, la cultura ), Gramsci llegó a la
conclusión de que la auténtica estructura es la cultura, y que, en cambio, las
relaciones económicas pertenecían propiamente a la superestructura. Luego la
verdadera revolución debía de ser la revolución cultural; no había que dejarse
engañar por los falsos problemas de las relaciones económicas (la
superestructura). Por lo tanto, en pura lógica marxista, lo que el Estado debía
controlar eran los medios de producción cultural: la enseñanza, la edición de
libros, los medios de comunicación social, el teatro... Desde estos centros se
podía difundir en la sociedad una forma de entender la vida y de comportarse
(cultura) contraria ala de la burguesía, constantemente frenada por la rémora de
las viejas normas de inspiración cristiana; por el contrario, la nueva cultura sería
plenamente racional, no trascendente, firmemente enraizada por tanto en los
principios de la Ilustración.
Al igual que la revolución comunista tenía sus revolucionarios profesionales, la
revolución cultural debería contar con los suyos, los llamados intelectuales
«orgánicos». Ellos serían los encargados de conformar un nuevo sentido común,
naturalista y racionalista, que los hombres aceptaran y vivieran sin darse cuenta,
como aceptaban y vivían –inconscientemente-el viejo sentido común burgués.
Los planteamientos de aquellos que proclaman la vuelta a la Ilustración podrían
resumirse en tres puntos básicos: una concepción del individuo como sexo y casi
nada más (Sigmund Freud..la escuela de Frankfurt); un racionalismo máximo
que permitiría la implantación en el hombre de un nuevo sentido común y para
quien el individuo sería un simple producto cultural (Antonio Gramsci); y, algo
común a todos ellos, el convencimiento de que es la opinión predominante la que
propone los valores por los cuales ha de guiarse el conjunto social.

4. LA IGLESIA Y LOS CREYENTES EN LA CRISIS CULTURAL


San Pío X, Benedicto XV, Pío XI y Pío XII son los papas que ocupan el solio
pontificio durante la primera mitad del siglo xx. San Pío X (1903-1914) hubo de
enfrentarse al modernismo, una corriente que -dentro de la Iglesia católica-
pretendía realizar la crítica liberal de la fe cristiana. Se trataba de adaptar los
contenidos de la fe a los planteamientos filosóficos de la ideología liberal-
progresista, ponerla «al día» eliminando todo lo que en ella no pudiera resistir
un análisis racional y científico. San Pío X respondió al modernismo mediante
una serie de directrices doctrinales, y también con el impulso de la acción de los
católicos y la intensificación de la piedad.
En cuanto a las directrices doctrinales, son básicos dos documentos, el decreto
Lamentabili y la encíclica Pascendi. El primero era una lista de 65 proposiciones
erróneas. El segundo, un escrito doctrinal, denso y largo, donde se exponía
sistemáticamente la doctrina inarticulada del modernismo. La encíclica se
enfrentaba con tres ámbitos en los que esta corriente era especialmente
combativa: el dogmático-filosófico, con su insistencia en la evolución de la
formulación práctica del dogma; el llamado modernismo historicista, con su
intento de reconstruir el contenido real de la enseñanza de Cristo mediante la
crítica racionalista; y el modernismo político, dirigido a reconciliar la Iglesia con
el socialismo.
San Pío X impulsó en todo momento la acción social de los católicos, algo que ya
había iniciado su antecesor León XIII (1878-1903). Había que recristianizar una
entera sociedad que, en muchos ámbitos, rechazaba expresamente los
presupuestos de la Iglesia y la «injerencia clerical». El papa animó a los fieles a
participar en la Acción Católica, institución que -en la mente del papa-estaba
compuesta de las múltiples obras que los católicos podían llevar a cabo en
servicio de la iglesia, de la sociedad civil y de todos los hombres. Un sentido muy
amplio de Acción Católica que después , -en tiempos de Pío XI, su sucesor-
cobraría perfiles mucho más concretos. Con san Pío X el concepto de Acción
Católica venía a ser equivalente a toda la actividad realizada en el mundo por los
católicos, en cuanto que tales.
El pontificado de Benedicto XV (1914-1922) coincide con los años de la Primera
Guerra Mundial y el comienzo del denso período de entreguerras. Benedicto XV
dedicó muchos de sus esfuerzos a conseguir la paz, a la vez que puso en marcha
una eficaz acción caritativa, promoviendo el intercambio de prisioneros
inválidos, consiguiendo que otros fueran hospitalizados en la neutral Suiza.
Su sucesor, Pío XI (1922-1939), fue una de las figuras más vigorosas de la
primera mitad del siglo xx y uno de los pocos testigos privilegiados que -en el
período de entreguerras-acertaron a entender la hondura de la crisis en la que se
debatía el mundo. Antes de su elección como romano pontífice, Achille Ratti (su
nombre de pila) tuvo ocasión de conocer bastante a fondo dos de las ideologías
entonces en auge: el comunismo y el fascismo. Era nuncio en Varsovia en 1920
cuando el ejército rojo soviético se lanzó al asalto final de Polonia, que logró en
última instancia rechazar el ataque; ya partir de 1921 fue arzobispo de Milán, el
centro de acción de Benito Mussolini y sus fascistas. En 1929, siendo ya papa,
Pío XI nombraría secretario de Estado a Eugenio Pacelli (futuro Pío XII), que
desde 1922 había sido nuncio en Munich y había asistido al ascenso del nazismo.
En Roma se concentraba en los años treinta un conocimiento y una experiencia
de primera mano de los movimientos totalitarios que entonces barrían Europa.
Ninguno de ellos parecía una buena alternativa a la crisis de la ideología
liberalprogresista. Pío XI percibió hondamente el problema cultural y dedicó
buena parte de sus esfuerzos como romano pontífice a ofrecer al mundo unas
nuevas formas de organización de la vida social. y fue consciente de que para
ello se hacía necesaria la presencia activa de los católicos en la sociedad civil
contemporánea. En este sentido, fueron dos las armas que Pío XI se aprestó a
utilizar. En primer lugar, la organización de los fieles en las filas de la Acción
Católica; en segundo lugar, la propuesta de la doctrina corporativista a través de
la encíclica Quadragesimo anno.
Con la organización de la Acción Católica el objetivo que se quería conseguir era
que los laicos abandonaran la actitud relativamente pasiva que habían tenido
hasta entonces, y que se lanzaran ala cristianización de un mundo que se les
escapaba de las manos. La Acción Católica en tiempos de Pío XI se convirtió en
algo muy distinto a lo que venía siendo hasta el momento. Se la dotó de un
contenido muy concreto: la Acción Católica era un apostolado auxiliar de la
Iglesia, cuya finalidad era que los laicos participaran en el apostolado jerárquico.
El militante de la Acción Católica quedó convertido así en una longa manus de la
jerarquía, idea reforzada por otra muy repetida, la de que los fieles de la Acción
Católica alcanzarían con su actividad a donde los mismos sacerdotes no podían
alcanzar. En este sentido, la responsabilidad de los laicos quedaba muy difusa, y
la jerarquía no raramente comprometida por la acción de éstos en los ámbitos
políticos, económicos, sociales, etc.
Ante la quiebra del liberalismo y la imposible aceptación de sus alternativas
totalitarias (comunismo, nazismo, fascismo), Pío XI propuso otra opción en la
encíclica Quadragesimo anno (1931). Para entonces el crash económico de 1929
había terminado con las últimas esperanzas de la ideología liberal, ya que se
había hundido por completo su concepción económica, el único baluarte al que
todavía no afectaba la crisis. Algo había que hacer para sustituir el sistema
completo y Pío XI proponía dos soluciones: la reforma de las instituciones y la
enmienda de las costumbres. Era en la primera donde realizaba la apología del
corporativismo, presentándolo como sistema capaz de reconstruir la estructura
social, tan distante de la disolución producida por el liberalismo como del
estatismo extremado de las posturas colectivistas. El corporativismo era una
apuesta por la revitalización de la sociedad frente al Estado todopoderoso; un
intento de que cobraran fuerza los llamados «cuerpos intermedios» entre el
individuo y el Estado. En esos años se constituyeron regímenes llamados
corporativistas en algunos países de Europa, como Austria y Portugal. Se trató
siempre, sin embargo, de sistemas autoritarios, empeñados en revigorizar la
sociedad desde el Estado, algo contradictorio en esencia.
Otra línea católica de acción social, distinta del corporativismo y a veces en
pugna con él, fue el sindicalismo. Durante el período de entreguerras, pero en
muchos casos nacidos con anterioridad, se desarrollaron los movimientos
católicos obreros, como respuesta a la necesidad de que el apostolado de los
obreros fuera llevado acabo por los mismos obreros. Pionero en este campo fue
el sacerdote belga Joseph Cardijn, que puso en marcha en 1919 la Juventud
Sindicalista, que en 1925 tomaría el nombre de JOC (Jeunesse Ouvriere
Chrétien). El ejemplo fue pronto imitado por Francia (1927) y otros países
europeos y americanos.
No fueron soluciones las que faltaron para intentar salir de la crisis cultural. El
debate quedaría en suspenso por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y
los años posteriores a su desenlace, ocupados no en hacer teorías, sino en
reconstruir materialmente el mundo. Sería en la década de los sesenta, con sus
sorprendentes alteraciones culturales, cuando volverían a plantearse de forma
aguda -y ahora ya sentidas por todo el cuerpo social-las cuestiones que durante
los años treinta habían señalado y debatido un grupo reducido de intelectuales,
artistas y pensadores.

CAPITULO 3 : COMUNICACIÓN y PROPAGANDA POLITICA


Por JULIO MONTERO
Profesor de Historia de la Comunicación Social, Universidad
Complutense

Los medios de comunicación, como cualquier otro factor social y cultural, han de
explicarse en su contexto, porque carecen de sentido fuera de él. No es sólo
-aunque constituya un importante referente-su dependencia respecto al mundo
de la cultura, ya de élites, ya popular. Es también su radical inserción en el
ámbito económico; porque no hay comunicación en la contemporaneidad sin
actividad empresarial paralela, salvo para los medios o las áreas geográficas
marginales. Por último -y esta relación tiene una especial relevancia en la época
que ahora se trata-, no hay comunicación sin dependencias políticas, en la
medida en que ésta se concibe como medio de difusión, de movilización y de
propaganda ideológica. Es necesario, por tanto, precisar los grandes trazos que
caracterizan este período, para abordar luego el estudio de la comunicación
social.
Tras delinear ese cuadro general, es preciso señalar las características más
importantes del mundo de la comunicación de los años que discurren entre las
dos guerras mundiales. En este dominio específico hay que abordar, al menos,
dos cuestiones fundamentales. La primera se refiere a los ciclos revolucionarios
en el mundo de la comunicación que se inician en el período. Ya se indicó cómo
la prensa de masas había conformado la oleada más importante de cambios
desde el siglo XIX. Entre 1918 y 1940 -en realidad hasta 1945 se mantiene su
crecimiento y difusión. Poco antes -con el cine en 1895hizo su aparición el
entretenimiento como actividad directamente vinculada a la comunicación. Por
último, tuvo lugar un cambio radical: los «aparatos» que facilitan el
entretenimiento en el hogar; el fonógrafo primero, la radio desde 1922 y luego la
televisión. La segunda cuestión clave en la comunicación de estos años es la
utilización persuasiva –propagandística-de los diversos medios. Es verdad que
estos dos trazos se refieren fundamentalmente al mundo occidental. Habrá que
insistir de nuevo en que la exportación de los sistemas informativos occidentales
va señalando la línea de avance y penetración del colonialismo, o de la
occidentalización si se prefiere, en las otras áreas geográficas. Pero hay que
subrayar también que los diversos movimientos emancipadores utilizan
ampliamente los medios de comunicación -entendidos al modo occidental-como
altavoces de sus reivindicaciones independentistas.

1. EL CONTEXTO HISTÓRICO
En términos generales se puede hablar de tres etapas entre 1918 y 1939. La
primera, va de 1918 a 1924. Fueron los años de crisis -económicas, sociales y
políticas-inmediatas al fin de la guerra, marcadas por las destrucciones y las
duras sanciones a Alemania. La segunda {1924 a 1929), fueron los llamados
«felices años veinte». Las inversiones norteamericanas permitieron una mejora
económica y, a la vez, , construir un clima de distensión en las relaciones
internacionales (el espíritu de Locarno). En 1929 estalló la Gran Depresión. Sus
efectos fueron desastrosos: devaluaciones, millones de parados, falta de crédito,
industrias cerradas, acumulación de productos sin vender. Las expectativas
positivas abiertas en 1924 se esfumaron. En los ámbitos coloniales -incluida
Iberoamérica, aunque su situación fuera especial la crisis, que se tradujo pronto
en una reducción del comercio internacional, tuvo efectos aún más negativos:
sus sistemas productivos estaban orientados ala venta de materias primas. La
contracción de los mercados dejó sin recursos a los gobiernos y sin trabajo ala
población de estos países. Al finalizar la Gran Guerra -como se llamó a la Primera
Guerra Mundial hasta que estalló la segunda-las imposiciones de los vencedores
condujeron a la práctica disolución de los Imperios centrales. Esto provocó un
clima de enorme tensión internacional. Alemania, por ejemplo, no reconoció las
fronteras impuestas por el Tratado de Versalles, ni sus pérdidas territoriales;
además de la imposibilidad de pagar las reparaciones fijadas. Así, los actos de
fuerza franceses y la resistencia pasiva germana se sucedieron hasta 1923.
Desde entonces, los cambios de gobierno en ambos países y la mediación
norteamericana comenzaron a posibilitar la concordia. Alemania reconoció sus
nuevas fronteras occidentales y aceptó el pago de las reparaciones. Los
norteamericanos -con el apoyo británico-lograron una reducción de las
cantidades fijadas e hicieron préstamos a Alemania, que pudo iniciar su
reconstrucción económica y disminuir sus tensiones sociales internas. Esta
relativa bonanza política, económica y social se quebró por los efectos de la Gran
Depresión. Desde entonces cada país intentó salvar su economía. Los
norteamericanos retiraron los préstamos a Alemania, que se hundió de nuevo. En
este clima se produjo el ascenso de Hitler.
La crisis económica que asoló Europa en la más inmediata posguerra permitió,
por ejemplo, la expansión del cine norteamericano por unos países
empobrecidos. Luego, desde la crisis de 1929, la industria cinematográfica, en
los países europeos en que aún existía, también se hundió. En Estados Unidos,
los bancos se hicieron con el control de las empresas productoras, que realizaron
prácticas similares alas de otros sectores económicos: las concentraciones
horizontales fueron las más frecuentes. Por ejemplo: las ocho grandes
productoras controlaban más del 95 % de las butacas de las salas de proyección
en Estados Unidos. En Europa, el intervencionismo estatal no perdió ocasión de
hacerse con un cine arruinado en la Italia fascista y la Alemania nazi; pero
tampoco los gobiernos de Francia y Gran Bretaña renunciaron a ese control
mediante la censura. También la concentración fue la solución que se impuso en
la prensa escrita europea. Igual ocurrió con las empresas de radio, aunque se
emplearon procedimientos formalmente distintos en cada caso: monopolios
estatales o cadenas nacionales de emisoras.

1.1. EL MUNDO OCCIDENTAL


En esta área, fueron varios los procesos políticos claves. El primero, el triunfo
revolucionario y posterior consolidación del primer Estado socialista en Rusia.
Luego, la proliferación de regímenes autoritarios primero y la aparición,
después, de los fascismos en Italia y Alemania. Por último, la intensificación del
intervencionismo estatal en las economías nacionales y en la vida civil. Por otra
parte, las destrucciones de la guerra asolaron Europa. Para Estados Unidos -el
gran suministrador de productos y capitales, primero a los aliados y luego a toda
Europa-supuso, por el contrario, su asentamiento hegemónico definitivo en el
mundo. En esos años Europa perdió definitivamente el predominio en los
mercados mundiales. La comunicación en general y la producción y distribución
de noticias en particular no escaparon a esta regla general.
Una de las grandes novedades del siglo xx fue el triunfo bolchevique en la Rusia
de 1917. Supuso el establecimiento y consolidación del primer régimen
socialista. Lo que hasta entonces se percibía como una mera utopía, se
concretaba en una realidad. Un espectacular clima recorrió Europa: esperanza
para unos, gran miedo para otros. Las reivindicaciones obreras crecieron en
intensidad y también las acciones revolucionarias que aspiraban a seguir el
modelo ruso.
Las débiles economías de la posguerra y las graves carencias de amplios
sectores de la población dieron alas a los movimientos revolucionarios
(anarquistas, socialistas y comunistas) de cada país. Las diversas tácticas
comunistas impulsadas desde Moscú tienen una gran importancia no sólo en el
ámbito de los enfrentamientos políticos y sociales, sino también -y para nosotros
tiene singular interés-en el propagandístico. En efecto, la comunicación en todos
los campos se puso al servicio de las consignas políticas. El cine y la radio
ocuparon -junto con la prensa y el mundo editorial-un lugar clave en el
entramado persuasivo de la agil prop. Inicialmente el comunismo intentó el
control de la II Internacional y de los partidos socialistas de cada país. Luego,
desde la crisis de 1929, incrementó sus reivindicaciones sociales y conspiratorio
-revolucionarias en solitario: se afirmaba que cualquier grupo o doctrina política
obrerista no vinculada a la III Internacional comunista suponía una traición a la
causa de la revolución socialista. Por último, decidieron apoyarse en los aliados
de clase (socialistas) y de izquierda (partidos demócratas) para combatir al
fascismo desde mediados de los años treinta. A la vez, socialistas y anarquistas
comenzaron a acercarse al cine ya utilizarlo con fines propagandísticos y
persuasivos.
El intervencionismo estatal tuvo su auge, aunque existiera anteriormente,
durante la Gran Guerra. La situación de excepción había llevado a aumentar los
poderes discrecionales de los gobiernos, por falta de control efectivo por parte
de los parlamentos. Luego fue difícil hacer retroceder las cosas a los años
anteriores. Además, las crisis económicas inmediatamente posteriores a la Gran
Guerra justificaron la continuidad del intervencionismo estatal: reorganización
económica, implicaciones económicas de los tratados de paz, etc. Por si fuera
poco, la intensidad y amplitud de la Gran Depresión llevaron a los gobiernos a
una decidida intervención en la economía. El intervencionismo tuvo distinta
intensidad en cada país. Los Estados totalitarios -la Rusia soviética, la Alemania
nazi y la Italia fascista-practicaron el control estatal de la dirección económica:
con planes específicos (Rusia y Alemania) o con métodos menos rígidos, como en
Italia. En los países democráticos, el intervencionismo fue más suave en la
forma, aunque no menos efectivo: controles de la producción para evitar la caída
de los precios, construcción de obras públicas, y adopción de medidas sociales
para paliar los efectos del paro.
Desde luego, la intervención del Estado en la vida civil no se limitó a la
economía. Los gobiernos descubrieron durante la Gran Guerra -y muchos desde
antes-la importancia fundamental de la propaganda, especialmente del «frente
interior». Los gobiernos pusieron todos los medios para evitar la difusión tanto
de las ideas bolcheviques como de cualquier crítica que rompiera la estabilidad
social. Coincidieron la consideración de la Rusia soviética como el gran enemigo
para la estabilidad de los gobiernos occidentales y las experiencias de la
propaganda de guerra en el interior de cada país. Hay que subrayar que el
empeño se centraba en evitar esta difusión entre las masas populares, no a las
discusiones políticas en los parlamentos, o en la prensa y, menos aún, en libros y
ensayos. En el fondo, los dirigentes políticos pensaban que -por falta de
instrucción-las clases populares eran gentes poco preparadas para resistir la
manipulación de la propaganda revolucionaria. En consecuencia -y desde su
«lógica»los gobiernos debían «preservarlos» de aquel mal.
Un ejemplo de estas concepciones, aunque con un enfoque y necesidades
distintas, se dio durante el New Deal norteamericano. Éste supuso dos
intervencionismos: uno económico y otro de carácter propagandístico. El triunfo
de Rooselvelt en las elecciones de 1932 inauguró unos años de intervención
gubernamental en la vida económica. El nuevo presidente hubo de enfrentarse a
la campaña conjunta de empresarios y financieros, y la oposición del partido
republicano. Sus enemigos contaban con abundantes medios de comunicación,
por ejemplo la cadena de periódicos y noticiarios cinematográficos de Hearst. El
gobierno hubo de preparar sus posiciones intervencionistas ante la opinión
pública. El presidente tenía facilidad para llegar a la gente a través de la radio y
de la prensa escrita, como demostró reiteradamente en sus campañas
presidenciales. También el cine tenía un papel que cumplir en la divulgación de
los objetivos económicos y sociales del gobierno: en esta tarea colaboraron
hombres procedentes del cine radical de los años inmediatamente anteriores y
vinculados a una campaña general en el uso alternativo y movilizador de los
documentales y noticiarios cinematográficos.
Por otro lado, los fascismos -respuestas de protesta a la situación política y
económica de la posguerrase autopresentaron como antiliberales y
anticomunistas. Desde el punto de vista social, sus masas proceden primero de
las clases medias y bajas. Se fundan en el carisma de unos jefes ante los que no
cabe la crítica por representar personalmente lo más auténtico de cada nación. A
la vez se produce una continua movilización política de las masas en torno a
principios y reclamaciones nacionalistas. Parte de su solidez inicial fue posible
por la doble combinación de la represión, con una propaganda elemental,
sencilla e insistente: enemigos fáciles de identificar (judíos, liberales, socialistas
y comunistas) y planes de acción enérgicos e inmediatos: primero su
marginación y, luego, la liquidación. Se estructuraron políticamente como
regímenes totalitarios de partido único, en los que no se respetaron los derechos
y libertades de los ciudadanos. La oposición política interior se redujo por la
fuerza y se puso fuera de la ley. En política exterior concretaron su nacionalismo
en ambiciones imperialistas.
El cine y la radio jugaron un papel básico en estos regímenes por su inmediatez
en hacer llegar a las masas las consignas. Además, en la medida en que actúan
más inmediatamente sobre los sentimientos para conseguir adhesiones o
rechazo, los dirigentes fascistas los emplearon amplia y deliberadamente. El
recurso totalitario a la propaganda se inspira en el reconocimiento de su
necesidad tras el éxito de los británicos en su empleo durante la guerra y,
además, en su propia concepción cerrada y reduccionista del hombre y la
sociedad. Al afirmar que la pertenencia a un grupo -raza, clase social, o nación-
hace a sus miembros superiores, a los demás sólo les queda aceptar la
«doctrina» que todo lo explica. Por eso los dirigentes de los Estados totalitarios
han de difundir sus principios ideológicos para conseguir su aceptación. Eso sin
renunciar al uso de la fuerza para imponer su particular punto de vista. Cuando
se ha conseguido el poder -da igual cómo-se cierra el camino al cambio de
sistema. Desde entonces la política consiste en cambiar la vida de la gente para
que lo acabe aceptando. En este proceso se puede comenzar por la propaganda,
seguir con el control de la educación y la información, y terminar en procesos de
reeducación o simplemente de liquidación física de los resistentes.
La utilización e influencia de la propaganda por los regímenes totalitarios no se
limitó al «frente interior» durante los años de entreguerras: también jugó un
importante papel en las relaciones exteriores. Bastará señalar cómo los nazis
supieron crear, mediante la propaganda, una «quinta columna» primero y una
aceptación amplia después, en Austria antes de su ocupación en 1938. Las
batallas diplomáticas en torno a la guerra civil española supusieron también
enfrentamientos entre los medios de comunicación muchas veces dirigidos desde
los gobiernos. La no intervención es un éxito alemán: no sólo diplomático, sino
-sobre todo al principio-propagandístico. En estos procesos las innovaciones
técnicas fueron tan importantes como las observaciones sobre la respuesta de las
masas a las técnicas de persuasión que se iban poniendo en marcha. En
concreto, los avances de la radio de gran potencia y onda corta y el sonoro en el
cine -a partir de 1927-, rompieron las fronteras y multiplicaron la intensidad de
la influencia de los mensajes en las masas. Los gobiernos comenzaron avalorarlo
cada vez más: probablemente sobrevaloraron su importancia.
La propaganda cinematográfica no sólo se manifestaba en noticiarios y
documentales; el cine de ficción estaba también empapado de ideología. Por
ejemplo, para Lenin el cine era el mejor medio de propaganda. Mussolini
potenció los estudios cinematográficos de Cinecitta. En la Alemania nazi,
Goebbels estaba empeñado en utilizar el cine como elemento de propaganda, en
sentido positivo y negativo; por ejemplo, tras la conquista nazi de París, ordenó
que no se produjeran en la Francia ocupada más que películas «tontas». Antes se
había impulsado el cine «de montaña» en la Alemania prenazi, que presentaba
positivamente algunos de los valores cercanos a los que luego potenciaría el III
Reich. Ya con Hitler en el poder, Leni Rifenstahl producirá películas
propagandísticas del partido y del nuevo Estado.

1.2. LAS AREAS COLONIALES


El mundo extra occidental -salvo el caso japonés-no suele tratarse, desde nuestra
perspectiva, más que como espacio colonial de Occidente. La Gran Guerra tuvo
importantes consecuencias en el mundo colonial. Al concluir se comenzaron a
plantear aspiraciones independentistas de pueblos de África y Asia. Los motivos
fueron varios. Por un lado, la guerra debilitó a los Imperios centroeuropeos y al
otomano. Por otro, se habían desarrollado corrientes nacionalistas, sobre todo en
Asia, impulsadas por jóvenes nativos formados en Europa. Al callar las armas se
planteó qué hacer con los territorios coloniales de Alemania y Turquía.
Británicos y franceses consideraron que debían perder sus colonias.
La nueva organización internacional que siguió a la guerra estableció la
existencia de una jurisdicción internacional para los asuntos coloniales. Las
potencias deberían dar cuenta de su gestión de los territorios que les habría
encomendado el organismo internacional, teóricamente, titular de su soberanía:
la Sociedad de Naciones. La práctica fue que se mantuvo el sistema colonial, y la
distribución de los mandatos coincidió con el mapa de los acuerdos bilaterales
entre franceses y británicos.
Este sistema es el origen de los problemas del Oriente Próximo. Los británicos
controlaron Irak, el emirato de Transjordania y Palestina, y los franceses Siria y
el Líbano. Cuatro factores marcaron la evolución de los acontecimientos en esta
región en el período de entreguerras. Primero, se mantuvo la división anterior
hecha por los turcos. En segundo lugar, los franceses y británicos incumplieron
sus compromisos con los pueblos islámicos durante la guerra. Luego, surgió el
nacionalismo árabe. Los europeos intentaron sembrar la división entre los
árabes. Los británicos concediendo las independencias por separado a Irak
(1922), Arabia y Egipto (ambos en 1932), con lo que se impedía su unidad. Los
franceses dividiendo los territorios: separando el Líbano de Siria. El cuarto
factor fue Palestina y el conflicto entre árabes y judíos. Los británicos hicieron a
ambos promesas incompatibles y se vieron atados por ambas partes. El problema
se recrudecería tras la Segunda Guerra Mundial.
En Africa, el nacionalismo no adquirirá fuerza hasta después de la Segunda
Guerra Mundial, aunque entre los pueblos islámicos ya habían expresado deseos
de independencia de los turcos. En el continente negro, el problema consistió en
qué hacer con las colonias alemanas. Togo y Camerún pasaron a Francia, los
británicos se hicieron con Tanganika. Ruanda y Burundi fueron para Bélgica y
África del Sudoeste para la Unión Sudafricana.
El segundo país en que triunfó una revolución marxista fue Mongolia. El
nacionalismo también se desarrolla en el Oriente asiático. En 1911 ya había
surgido en china el partido del Kuomintang, primero más liberal con Sunt Yat-sen
al frente, y después más militarizado bajo Chang Kaishek: de su sector más
radical nacería, en el futuro, el partido comunista de Mao Tse-tung. En la India,
desde 1886 existía el Partido del Congreso, expresión del nacionalismo hindú. Su
mayor extensión e influencia llegaron en 1921 con Jawaharlal Nehru. Y en el
ámbito del nacionalismo indio islámico, en 1906 había surgido la Liga
Musulmana de Ali Jinnah. En Indochina, Ho Chi Minh había fundado la Liga de
Vietminh, y en Indonesia, Sukarno fundó el Partido Nacional Indonesio. En suma,
aunque con procedencia en algunos casos anterior a la Gran Guerra, es en los
años veinte cuando el nacionalismo en el mundo colonial del sureste asiático
empieza a adquirir vigor.
Los diversos nacionalismos iniciaron muy pronto la difusión de sus ideologías.
Entre las primeras soluciones acudieron ala creación de una prensa adicta. Este
planteamiento manifiesta su dependencia de Occidente. Primero en su origen:
las minorías nacionalistas se habían educado en Occidente y allí habían
elaborado sus principios nacionalistas. Luego, porque acudieron a los mismos
medios que se empleaban allí, la prensa. No es extraño que no pensaran en los
nuevos medios -radio y cine-más cercanos a los ambientes populares, porque
-para entonces-el nacionalismo se impulsaba desde élites intelectuales y sociales
educadas -en muchos casos-en Europa. y en esos ambientes se despreciaba por
entonces -precisamente por «popular»el cine y la misma radio en buena parte.
En Iberoamérica estos años son de profundos cambios sociales, económicos y
políticos. En lo social: revolución demográfica, éxodo rural, procesos de
industrialización y urbanización que provocan variaciones y tensiones étnicas
entre la población. A esto se une una profunda desigualdad social entre el
reducido número de grandes propietarios latifundistas y empresarios -que
controlan la vida de cada país en todos los sectores-y amplias masas de
desposeídos. En lo económico la dependencia del gran vecino del norte, Estados
Unidos, es casi total. De otra parte, falta de capital para la industrialización, el
alto grado de analfabetismo impide formar una de mano de obra especializada y,
junto a ello, la agricultura practica métodos de explotación rudimentarios. Por
último, en el ámbito político, se producen procesos originales -aunque con un
cierto paralelismo de fondo respecto a Europa-, que presentan crisis de los
sistemas democráticos. En resumen: las enormes diferencias económicas y
sociales, la presión de Estados Unidos para establecer regímenes
presidencialistas fuertes -que en la práctica son dictaduras-, mantuvieron a
Iberoamérica en el subdesarrollo. Los nacionalismos iberoamericanos fueron
«antiyanquis». Estados Unidos contestó con un mayor rigor por conservar el
control político y económico en sus manos. Al .estallar la Segunda Guerra
Mundial, las potencias occidentales disminuirán sus compras a Iberoamérica, lo
que empeorará aún más la situación.
2. EL MODELO INFORMATIVO OCCIDENTAL
Ya se señaló en el capítulo correspondiente al siglo XIX que el modelo -los
modelos para ser exactos-de comunicación que se adoptan en todo el mundo,
están en estrecha dependencia con los dominantes en Estados Unidos y Europa
occidental. Poco a poco éstos se extienden a otros ámbitos. Primero fueron los
reducidos grupos dirigentes de las colonias (funcionarios, oficiales del ejercito y
élites indígenas que se beneficiaban del sistema colonial) los que crearon
periódicos. Eran un remedo de los occidentales: para empezar solían imprimirse
en las lenguas metropolitanas, aunque -sobre todo, en territorios islámicos-a
veces fueran bilingües. Por otra parte, nada tiene de extraño, por cuanto la
práctica totalidad de estas poblaciones eran analfabetas y no podían leer las
lenguas nativas que hablaban. Ya se ha indicado que cuando los grupos
nacionalistas quisieron hacerse presentes en la vida pública de las colonias, uno
de los primeros medios que emplearon fueron –precisamente-los de
comunicación social: en concreto la prensa escrita. Aunque el paralelismo sea
forzado por lo anacrónico, esta prensa nacionalista vendría a suponer algo
similar a la prensa política europea de mediados del siglo XIX. En cualquier caso,
valga o no el paralelismo, sí hay una cosa clara: el procedimiento era occidental.
Igual que los modelos de industrialización han supuesto un traslado a otras áreas
de los procedimientos occidentales, y no siempre han podido ser inducidos para
llegar a los mismos resultados, también los sistemas informativos han seguido
unas pautas ya ensayadas en Occidente para su puesta en práctica. En la medida
en que se ha producido una adaptación y no una copia mimética -imposible por
las enormes diferencias culturales, de estructura y estratificación sociales,
económicas y políticas-, los resultados han sido variados. Sin embargo, esas
diferencias nos hablan más de la adaptación de un mismo modelo, que de
experiencias propiamente originales.
Ya se ha señalado que la comunicación en el mundo occidental desde el triunfo
de las dos revoluciones industriales, se articuló en torno a ciclos renovadores. El
primero de la contemporaneidad se centró en la extensión de la información a un
mercado de masas creciente. El segundo, se organizó alrededor de una oferta
enfocada a la organización del ocio y de la diversión y el entretenimiento. Los
hitos en esta evolución -desde la aparición de la prensa dirigida a las masas han
venido cuajando con mayor intensidad en Estados Unidos. A veces, desde el
punto de vista cronológico, era Europa la pionera: el ejemplo de la prensa y del
cine lo manifiestan bien claramente. Sin embargo, diversos factores diferenciales
posibilitaron su mayor repercusión y su más hábil explotación comercial en
Estados Unidos. La enorme distancia existente entre la amplitud de los mercados
europeos y norteamericano es el elemento fundamental que explica esta
diferencia. Dentro de este mismo hay que subrayar varios aspectos diferentes. El
primero, es el empeño empresarial norteamericano de las ventas masivas, lo que
implica una reducción de precios -de costes de producción y distribución-que
exige innovaciones tecnológicas, y de estrategia de ventas, continuas. El
segundo, es más general y está relacionado con el establecimiento y aumento
continuo de nuevas formas de vida urbana. Las verdaderas novedades en la
creación de los espacios urbanos se dan en las ciudades norteamericanas. No es
sólo que éstas crezcan más y más deprisa que las europeas. Es que las del viejo
continente lo hacen en espacios definidos ya desde hacía decenios y han de
ajustar sus soluciones a esta limitación estructural. En cambio, las
norteamericanas pueden resolver -y lo hacen efectivamente-su crecimiento sin
estas limitaciones. El resultado son nuevas soluciones para los nuevos problemas
que plantean los procesos de urbanización millonaria. En definitiva se trata de
una diferencia de ámbitos urbanos -lo que acabó definiendo modos de vida
distintos-en los que se desarrolla la comunicación de masas y el entretenimiento.

2 .1. LAS NUEVAS REVOLUCIONES EN LA COMUNICACIÓN (1918-1940)


Desde principios del siglo xx puede considerarse asentado el ciclo de la difusión
masiva de las noticias a través de la prensa diaria. Es cierto que la situación a
este respecto era muy variada en cada área geográfica, pero también hay que
señalar que el camino hacia ese estadio estaba bien definido. Había que reducir
costes de producción y distribución, atender a los ingresos publicitarios y, como
base de todo el entramado, multiplicar las ventas. Este factor fundamental
exigía, a su vez, suficiente concentración de población en grandes y modernas
ciudades, con capacidad para adquirir aquel producto informativo. En definitiva,
gentes alfabetizadas y con recursos por encima de la mera subsistencia.
El siguiente ciclo en la comunicación durante la edad contemporánea se centró
en una nueva oferta: organizar el disfrute del ocio, mediante la diversión y el
entretenimiento. Lo primero que hay que destacar es que esta oferta en sí misma
no constituía una novedad. Desde luego, las sociedades -desde su origen-han
tenido unos tiempos en los que el descanso de sus tareas habituales permitía
momentos -días, semanas-de expansión y recreo. Es obligado destacar también
que la organización del entretenimiento ha tenido formas concretas muy
distintas de unas culturas a otras; aunque canciones y bailes, en medio de un
ambiente festivo intensificado por el consumo de estimulantes -alcoholes muchas
veces-no suelen faltar en ninguna. En cuanto a su origen, y hasta bien entrado el
siglo XX, estas manifestaciones estaban vinculadas a la existencia de ferias y
mercados anuales o estacionales, o bien a celebraciones religiosas. No era
extraño tampoco que ambas circunstancias coincidieran. La industrialización y la
vida urbana rompieron estas tradiciones, como tantas otras, propias de
sociedades agrarias. En este aspecto, la idea clave consistía en ofertar
diversiones en cualquier época del año. De algún modo suponía un cambio de
vida: hasta entonces era frecuente que la oferta de entretenimiento viajara en
busca de sus clientes de feria en feria y de festival en .festival; ahora sería el
público el que buscaría la diversión en lugares estables. En las ciudades había un
número suficiente de gente para hacerlo posible.
Desde el punto de vista tecnológico, la explotación empresarial de este aspecto
de la comunicación fue posible, en primer lugar, por la aparición de la luz
eléctrica. Ésta no sólo proporcionó luz en las ciudades -y con ella la seguridad
para salir por las noches-, sino que se constituyó también en uno de los
elementos básicos de su publicidad -y de su posibilidad física-en las grandes
urbes. No se trata sólo de locales de music-hall o variedades diversos. La
electricidad -su luz-también hizo posible desde el cine hasta la iluminación de
espectáculos que hasta entonces sólo eran posibles en pleno día: encuentros
deportivos en grandes estadios, por ejemplo.

a) La comunicación como oferta de ocio y entretenimiento fuera del


hogar: el auge del cine
La oferta del entretenimiento tuvo casi desde el principio una doble dirección. La
primera se dirigía a hacer salir alas gentes de su domicilio para unirse a otros
-cuantos más mejor-y divertirse con ellos. Quizá sea el cine el espectáculo que
mejor refleje esa línea de actuación: los locales, cada vez más confortables y
socialmente diferenciados, ofrecían un espectáculo repetible hasta el
agotamiento del mercado y, a la vez, fácilmente renovable. Con frecuencia se
establecía un recorrido a los productos -las películas-que se estrenaban en
locales elegantes y se iban pasando a los de carácter secundario: en barrios 'o
zonas más deprimidos. El flujo no cesaba y llegaba a formar parte de la oferta
itinerante de los feriantes en las zonas más atrasadas y de menor población, en
sus formas marginales de explotación. Así se cerraba el ciclo que encadenaba lo
«revolucionario», lo moderno, la oferta urbana, con lo tradicional -las ferias de
zonas rurales-en regresión.
La importancia del cine en el mundo de entreguerras fue muy grande. La
innovación técnica principal de estos años fue la incorporación del sonido.
Respondió a motivos económicos: la Warner Brothers se hundía y buscaron en el
sonido un nuevo aliciente de sus productos. A finales de 1926 se estrenó El
cantor de jazz. La película fue un éxito. La década de los treinta estuvo marcada
por la Depresión. Se reflejó en la proliferación de películas de gánsters: no era
nuevo, pero el sonido de los tiros, frenazos, etc., incrementó su expresividad.
Hubo también revistas musicales, aventuras con componente de idilio amoroso,
western, las novelas femeninas o novelas de Dickens, la comedia social de Frank
Capra o biografías de personajes ilustres. Cuando hacia 1936 ya se respiraban
aires de guerra, Hollywood se inclinó hacia el realismo y se observó un auge de
los documentales. En Europa durante los años treinta irrumpiría con fuerza el
cine de propaganda, especialmente en los Estados totalitarios. También en
Europa se desarrollaron cinematografías menores, como las de Dinamarca,
Holanda o Checoslovaquia. La producción española, que comenzaba a
incrementarse de manera regular, quedó interrumpida por la guerra civil.
Desde la perspectiva de la comunicación en general o del arte, la industria o la
propaganda, en particular, el cine se constituyó -ya se ha dicho-como elemento
esencial. Durante los años veinte y treinta, alcanzó su primera madurez como
arte. Para entonces había dejado de ser un espectáculo de feria y se intensificaba
su empleo como recurso y lenguaje estético. Los movimientos artísticos y
culturales de la época le incluyen entre sus manifestaciones más importantes.
Precisamente fueron algunos de los cineastas de las vanguardias artísticas
-dadas y surrealistas sobre todo- los que al centrar sus películas en los
problemas humanos, descubrieron la eficacia de la imagen como instrumento de
ideologización. El ejemplo del cine soviético desde 1921 fue clave en este
aspecto. Hombres como Eisenstein o Pudovkin, enraizados en las experiencias
estéticas de las vanguardias, son los creadores de un cine que reúne la
expresividad con el uso persuasivo. De otra manera, los expresionistas alemanes
prepararon también fines propagandísticos posteriores, aunque ellos no siempre
los buscaran.
Desde el punto de vista empresarial, al terminar la Gran Guerra se produjo un
profundo cambio en el mundo cinematográfico: la próspera industria
norteamericana emergió en 1918 más fuerte que nunca por la liquidación de la
competencia extranjera, especialmente francesa. Las gentes del cine fueron
movilizadas durante la guerra, o emigraron hacia Norteamérica; se cerraron
muchos estudios; descendió el índice de audiencias en comparación con el
norteamericano; los equipos europeos quedaron técnicamente atrasados y les
faltaba capital. En fin, al finalizar la guerra, la mitad de los cines del mundo
estaban en Estados Unidos; en 1939 aún tenían el 40 %. Por otra parte, en 1923
el 85 % de las películas proyectadas en Francia eran norteamericanas. En Gran
Bretaña, las películas propias no alcanzaban el 2 % de las exhibidas. La
cinematografía europea -la francesa que era la más poderosa-se ajustó a las
nuevas circunstancias. Pathé liquidó las sociedades de producción extranjera (en
Italia, Londres, Berlín y Nueva York) y su fábrica de película virgen. Del mismo
modo actuaron otras sociedades y, así, los fundadores del cine francés cedieron
el control de sus empresas a banqueros, por la precariedad de la situación y la
necesidad de grandes inversiones para asumir las transformaciones que lo
hicieran competitivo.

b) El disfrute del ocio en el hogar


La otra oferta sobre la organización del ocio y la diversión estaba orientada al
disfrute en el propio hogar, al entretenimiento en casa. También aquí el
despegue empresarial exigió novedades técnicas fundamentales. Igual que el
coche pasó a formar parte del inventario familiar del norteamericano medio,
también lo hicieron el tocadiscos y el aparato receptor de radio. Desde 1940
también lo intentó la televisión, pero su empleo masivo escapa al período que
aquí nos hemos fijado. Lo destacable es que el tocadiscos -el fonógrafo-fue el
primer aparato que rompió las paredes del music-hall y de los teatros de
variedades e introdujo la diversión en el hogar. Se convirtió en un mueble más de
casa. Hasta entonces el piano constituía la única forma de diversión no impresa
en las casas particulares y, evidentemente, eran pocas en proporción las casas
que lo poseían. El nuevo invento -el nuevo mueble de la dotación casera
imprescindible-definió a toda una generación; como el aparato de radio lo hizo
con la siguiente y el aparato de televisión con la que vino a continuación. y cada
uno de ellos no sustituyó al anterior. Todos han sabido convivir desde entonces.
A la vez, el empeño por entretener el ocio en las sociedades urbanas
contemporáneas invadió otros medios de comunicación que existían con
anterioridad, en concreto -y sobre todo-la prensa periódica. En este caso es
preciso distinguir también dos aspectos. El más evidente es que este tipo de
ofertas se venían haciendo en la prensa desde hacía decenios. Es más, uno de los
formatos periodísticos que más éxitos había venido cosechando a lo largo de su
historia era precisamente el que buscaba la distracción del lector: con historias
verdaderas o ficticias -al estilo romántico o al realista-, con noticias sobre
personas distinguidas, con relatos sobre países exóticos y «pasatiempos»
variados. Indudablemente, los contenidos concretos habían ido variando y
ajustándose a los gustos de los compradores. También es cierto -y ya se señaló en
su lugar-que esta prensa -de periodicidad semanal, mensual o menor aún-tuvo
generalmente buena acogida, aunque sus cabeceras no solían ser muy
numerosas. El acontecimiento ahora es su multiplicación. Un dato dará idea del
crecimiento de este fenómeno: hacia 1900 hay ya en Estados Unidos más de 50
de estas publicaciones periódicas no diarias con más de 150.000 ejemplares de
difusión por número: son los magazines.
En esta carrera por atender el ocio del público -en este caso tanto urbano como
rural-los magazines se diversificaron. Desde los primeros de finales del siglo
XVIII, a las ediciones dominicales de los diarios a mediados del siglo XIX, había
pasado mucho tiempo y se comenzaba apercibir un cambio radical: la
incorporación mayoritaria de la mujer al mundo de la lectura. Es verdad que este
proceso se dio primero en Europa, pero donde mayor intensidad alcanzó fue en
Estados Unidos. En efecto, hay prensa específica para mujeres en 'Europa desde
mediados del siglo XIX y antes. También es cierto que la alfabetización de la
mujer, aunque más lenta que la de los hombres, también se va consiguiendo a lo
largo de esos mismos años. No se puede olvidar; ala vez, que la incorporación de
las mujeres ala vida civil pública seguía un ritmo notablemente más lento que su
alfabetización y que donde mayor velocidad alcanzó fue en Estados Unidos. Estos
dos factores actuaban en el mismo sentido, pero a ritmos muy distintos; por eso
posibilitaron el desarrollo de unos magazines especialmente orientados a las
mujeres en los que predominaban las narraciones cortas, los poemas, artículos y
noticias sobre asuntos importantes, etc. Solían tener una impresión de gran
calidad. Antes de que tomaran fuerza los primeros movimientos feministas
norteamericanos, la principal y más influyente publicación periódica para
mujeres fue, durante casi medio siglo, el Godeys Ladys Book. Esta atención
específica a las mujeres lectoras no era en realidad más que un aspecto de un
proceso mucho más amplio. En la medida en que la mujer constituye alrededor
de la mitad de la población es normal que se buscara ese mercado específico.
Pero, en realidad, sólo estamos ante el primer caso de atención de un segmento
social, por parte de una prensa decididamente orientada a la fragmentación del
mercado, a la atención de necesidades informativas particulares de grupos
específicos. Ahora cabía atender la demanda de información especializada, sobre
aspectos concretos de ésta, con una intensidad que no interesaba al gran
público: deportes en general o algunos en particular; temas de geografía, o de
historia asuntos de música o de teatro..., o simplemente evasión: relatos,
resúmenes de novelas o ensayos, crucigramas y «pasatiempos» de diversas
formas, etc. La fragmentación de las audiencias no es, como puede apreciarse,
un fenómeno nuevo.
A la vez, la prensa clásica afrontó la competencia de tabloides y magazines
intentando una oferta semejante a la que ofrecían éstos. El empeño por las
primeras noticias perdía interés relativo por la competencia de la radio, y la
posibilidad real de la casi instantaneidad. Como la clientela de lectores se
mostraba cada vez más exigente en Europa y Estados Unidos, los diarios
aumentaron su oferta. Esto se tradujo en el incremento de las páginas, por
cuanto se ampliaron los temas sobre los que se ofrecía información y se
diversificaron los contenidos, que atendieron, cada vez, a más curiosidades
específicas. En definitiva, un intento que condujo ala desideologización relativa
de la prensa; no porque faltara una línea editorial, sino porque ésta se
difuminaba en medio de una multiplicidad de informaciones que carecían de
implicaciones específicas en las luchas políticas del momento.

2.2. EL MUNDO DE LAS NOTICIAS: DIARIOS y RADIO


La prensa diaria conoció serias dificultades en los años de entreguerras. Los
problemas vinieron de varios frentes. El primero, las crisis económicas. En
Europa se percibió en seguida: las devaluaciones en cascada de las monedas
obligaron a subir los precios de venta; la publicidad se redujo notablemente por
la crisis general; la competencia de la radio y -algo menos-de los noticiarios
cinematográficos obligaron a mejorar la presentación -nuevas inversiones-
cuando peor era la situación. En Estados Unidos la crisis llegó con el crack de
1929 y la depresión consiguiente. La respuesta fue similar a la que se había
producido en otros sectores económicos. Ya se ha referido el caso del cine: la
concentración acelerada de empresas. El segundo frente de problemas provino
de una curiosa mezcla de ingredientes ideológicos y de ajuste a los mercados
nacionales. Los primeros, supusieron la puesta en duda de la eficacia de la plena
libertad de expresión. Tanto fascistas y autoritarios, como revolucionarios
socialistas y comunistas, la despreciaban, aunque la usaran a su servicio
mientras conseguían el poder. Para ellos, la prensa tenía sentido en la dedicación
plena a la defensa de unos sistemas totalitarios, en los que la información se
identificaba lisa y llanamente con la «propagación» de las «excelencias» de los
regímenes respectivos. Por otra parte, la divergente evolución política de los
países europeos acentuó estos extremos; más aún cuando la exaltación
nacionalista generada por la guerra no permitía fisuras en la defensa de lo que
se afirmaba como propio: aunque fuera la falta de libertad de expresión. En unos
momentos en los que no cabía oponerse a las líneas predominantes para salvar el
mercado de compradores, la prensa europea se ajustó en demasía a estas
tendencias. En tercer lugar -y ya se ha mencionado-la búsqueda de un puesto en
la oferta de entretenimiento y la fragmentación de las audiencias hizo a los
diarios clásicos más voluminosos. Este simple hecho físico hizo que la
información política se diluyera, cada vez más, en un conjunto variado y
abigarrado de noticias, pasatiempos, informaciones muy variadas, relatos,
curiosidades, tiras cómicas, etc. En definitiva, la prensa dejaba de tener el
monopolio de la información. Su peso, con todo, se mantuvo alto, a pesar de
estas limitaciones, en lo que se refiere a la conformación de la opinión pública.
Ya se ha indicado que una respuesta -puramente empresarial-fue la
concentración. La vida impuso otras: la desaparición de un buen número de
cabeceras. Tampoco faltaron las respuestas novedosas. En la prensa diaria la
más importante se produjo en Estados Unidos. El intento consistió en volver -de
otra manera-al sensacionalismo de antaño. Si la tendencia general de los
periódicos hasta entonces era aumentar el volumen, los nuevos diarios ofertaron
justamente la contrario: pocas páginas y en formato aproximado de la mitad a los
predominantes. Habían nacido los tabloides. Además, se trataba de hacerlos
atractivos y fáciles de leer: grandes titulares y abundantes fotografías: debían
entrar por los ojos de unos compradores que apenas sabían inglés. Los artículos
eran breves y tajantes en sus opiniones: nada de matices o de dudas. En 1919, el
New York Daily News triunfó con estas medidas. En 1930 tiraba millón y medio
de ejemplares diarios. El Daily Mirror de Hearst pasó a imitarle, igual que otros,
por lo general con buenos resultados. Por otra parte, en Estados Unidos la crisis
no incidió tanto como en Europa en las empresas periodísticas. Entre otras cosas
porque la anterior existencia de cadenas de periódicos ya había supuesto una
primera concentración bastantes años antes. En cualquier caso, las cabeceras
que se mantuvieron lograron aumentar sus tiradas -en Estados Unidos y en
Europa-a pesar de las crisis económicas. En términos globales, el conjunto de
ejemplares creció de manera constante entre 1920 y 1940 en Gran Bretaña,
Francia, Alemania y España, aunque hubiera algún descenso circunstancial y
estancamientos en los años más duros de la recesión.
La radio, hasta 1920, estuvo supeditada a aplicaciones militares y técnicas e
Industriales de las compañías radiotelegráficas, pero aún no se utilizaba como
medio de comunicación social. El 2 de noviembre de 1920 nació la radiodifusión
pública: un ingeniero de la Westinghouse emitió desde Pittsburg un reportaje
sobre la elección presidencial de Harding. Desde entonces se inició la
proliferación de emisoras. Sólo durante 1922 en Estados Unidos se concedieron
690 licencias para otras tantas emisoras de radio y después surgirían cadenas
como RCA, AJT o NBC. Franklin D. Roosevelt supo utilizar el medio para hacer
llegar a los norteamericanos sus puntos de vista políticos. Promocionó su New
Deal mediante las famosas «charlas junto al fuego»: mensajes políticos radiados
con los que pretendía «entrar» en los hogares de Estados Unidos. Con todo, ya
pesar de estas experiencias de uso persuasivo, en Norteamérica la radio tuvo un
carácter fundamentalmente comercial. En Europa las primeras emisoras
pertenecían a empresas privadas, pero pronto se produjo la intervención de los
gobiernos que no estaban dispuestos a prescindir del control del nuevo medio.
Era un reconocimiento de su poder, tanto en el campo del entretenimiento como
en la información y la propaganda. Este aspecto, no se olvide, tuvo una
importancia clave durante estos años de entreguerras. Más si se tiene en cuenta
que las ondas radiofónicas no tenían fronteras, podían emitirse en «dirección» a
cualquier país, en cualquier idioma, desde cualquier lugar.
En Gran Bretaña, el control de la radio fue estatal. Una única concesión para una
entidad paraestatal, aunque con autonomía respecto de los gobiernos: en 1927
se creaba la British Broadcasting Corporation (BBC), que intentó mantener unos
niveles culturales elevados y afirmaba rendir homenaje a la objetividad en sus
informaciones. También en Francia, desde 1923, la radio fue un monopolio
estatal, aunque existía la posibilidad de que se establecieran concesiones a
emisoras privadas. En España hubo un régimen mixto, aunque con gran
autonomía para las empresas una vez conseguida la licencia de emisión.
Inicialmente la radio cumplió funciones en dos campos diversos de la
comunicación: el entretenimiento y la información. Sobre el primero ya se ha
tratado. Respecto al segundo, las empresas periodísticas intentaron primero
evitar la transmisión de noticias por las ondas. El empeño era inútil, pero
intentaron -con apoyos gubernamental-es limitar su capacidad informativa de
diversas maneras: imponiendo un tiempo mínimo desde que se produjera el
acontecimiento hasta su difusión por ondas, señalando horarios para los
boletines informativos, etc. Por fin adoptaron, por ejemplo en Francia, la solución
que parecía más evidente y que en Estados Unidos llevaba tiempo en
funcionamiento: las cadenas de periódicos mayores controlaron también las
cadenas de radio. La expansión y triunfo de la radio fueron rápidas: en 1939
existían 31 millones de aparatos en Estados Unidos, 10,2 en Alemania, 9,8 en
Gran Bretaña y 5,2 en Francia. La radio percibida primero como enemiga de la
prensa acabó siendo su aliada: las revistas que publicaban las programaciones
radiofónicas e informaban sobre sus programas y planes pronto alcanzaron
tiradas millonarias. En fin, la integración de información y entretenimiento del
ocio comenzaban un largo recorrido, ahora desde la unidad de empresas. La
comunicación comenzaba a concebirse como un todo unitario, que no sólo
empleaba medios diversos, sino que atendía también necesidades sociales
diversas.

3. COMUNICACIÓN Y PROPAGANDA
La propaganda política comprende múltiples actividades que suelen simplificarse
en cinco tipos de acciones: simplificar, desfigurar, orquestar, contagiar y
desmontar la del enemigo. A la vez, se requiere un cierto control sobre los
medios de comunicación y -al menos-capacidad para evitarla difusión de las ideas
contrarias. La censura, por tanto, se nos presenta como la primera actividad, es
una cuestión previa, de la propaganda política que realizan los gobiernos. No es
propiamente propaganda, pero sin ella ésta no es posible en la práctica de
manera eficaz. Su carácter es más bien negativo: se trata de evitar que
determinadas ideas o valores, que los Estados consideran indeseables por
cualquier concepto, no tengan cabida, o no la tengan en aquellos medios en que
más pueden influir. En este sentido, su primera función es evitar que se
presenten argumentos que cuestionen los principios generales de la política del
gobierno y sus aplicaciones prácticas e inmediatas. En segundo lugar, la censura
política ha de eliminar la presentación de alternativas a las soluciones
gubernamentales. Por último, ha de impedir que se difundan soluciones, métodos
y aspiraciones diversas a las del ejecutivo.
Tras la Gran Guerra, los medios de comunicación ofrecieron diversidad, rapidez
y una relativa fiabilidad a coste razonable. Estas posibilidades las emplearon los
gobiernos para desarrollar la diplomacia al más alto nivel y, después, intentando
orientar la opinión pública en el sentido de sus intereses. En esa tarea las
agencias internacionales de noticias desempeñaron un importante papel. Wilson
aportó a las relaciones internacionales la llamada «diplomacia abierta». En ese
sentido, la opinión pública empezó a tener mucho peso en las relaciones
internacionales, al suscitar interés por la política internacional. Esto llevó a
intentos de control indirectos sobre la información internacional. En este campo
específico de la comunicación el papel clave correspondía a las grandes agencias
internacionales de noticias. Éstas, ya se señaló anteriormente, mantenían
relaciones muy fluidas con los gobiernos respectivos. De hecho, parte del control
que los gobiernos tenían sobre política internacional dependía de la penetración
y capilaridad de sus agencias internacionales de noticias. De ahí se deducía que
la extensión de las redes de corresponsales de éstas en las zonas más conflictivas
se consideraba, en parte, una tarea de Estado y se utilizaba la influencia
diplomática para confirmar posiciones informativas de privilegio a las agencias
propias. Por eso no es extraño que se produjeran aparentes contradicciones. Por
ejemplo, Estados Unidos y Gran Bretaña, mientras defendían teóricamente la
libertad en el intercambio informativo, pretendían desplazar a la agencia Havas
de Oriente para asegurar el monopolio del control informativo del Próximo
Oriente.
La idea que postulaba el libre intercambio informativo se concretaba en la
defensa de una política de libre concurrencia informativa. Pero pronto estos
planteamientos, independientemente de las fricciones con las agencias
nacionales de tanta importancia en este período, chocaron con el auge de los
nacionalismos autoritarios. Los regímenes totalitarios de la URSS, Italia,
Alemania y Japón mantenían unas férreas políticas defensoras de sus
nacionalismos y no contemplaban la posibilidad de una información libre.
Pretendían un control absoluto de las informaciones encaminado exclusivamente
a la defensa de sus intereses políticos. En unos casos -Italia, Japón, Alemania-de
carácter expansionista. En otros, por ejemplo el de la Rusia soviética, para
justificar la dictadura comunista. En el resto del ámbito occidental, en 1934 se
estableció que quedaban abolidas las fronteras informativas y por tanto se
dejaba la información internacional al mercado de la libre competencia. La
realidad es que los norteamericanos exportaron su modelo de libre circulación de
la información, excepto en los países totalitarios, y -en buena parte-controlaron
el flujo de informaciones internacionales. El control de las agencias tenía la
ventaja de la discreción y, a la vez, una enorme eficacia sobre el conjunto del
sistema informativo, porque en ellas se iniciaba el proceso informativo. Los
comunicados de las agencias definían el contenido de la prensa y de los boletines
radiofónicos. Su interpretación y valoración en los medios podía ser mediatizada
por los gobiernos y, por último, los noticiarios cinematográficos construían sus
programas sobre los acontecimientos que la prensa señalaba como
fundamentales. Así se cerraba el ciclo para el público: la radio daba noticia
escueta de lo ocurrido; la prensa lo valoraba y completaba con más datos y
comentarios y, por último, los noticiarios cinematográficos «mostraban» con
imágenes la «verdad» de lo sucedido.
En resumen, y por lo que se refiere a la prensa escrita y radiofónica, y en los
países democráticos, no hubo demasiados problemas para los periódicos en lo
que se refiere al ejercicio de la libertad de expresión. De todos modos, conviene
recordar que los gobiernos de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia conocían
-a través de las agencias de noticias que les privilegiaban en estas
informaciones-las noticias que les podrían afectar antes de que llegaran a los
medios informativos. Así tenían, habitualmente, tiempo para hacer
«recomendaciones» a la prensa. Es verdad que el clima de tensión y el auge de
los nacionalismos respectivos consiguieron que los informadores adoptaran
libremente en sus artículos un tono que los dirigentes políticos consideraban
«responsable»: es decir, que defendían y justificaban las acciones de sus
gobiernos.
Por lo que se refiere al cine la situación era muy otra. Aquí, la actuación de la
censura no era un secreto, ni se llevaba en oculto: su existencia era tan patente y
manifiesta que habitualmente aparecía antes de los títulos de crédito en cada
película. Otra cosa era cómo se presentaba y, sobre todo, cuáles eran sus
conexiones reales con los gobiernos. Dicho de otro modo: no había inconveniente
en aceptar que existía censura en el cine y que ésta actuaba; lo que se procuraba
ocultar -en algunos casos-era su relación directa con los intereses
propagandísticos de los Estados. La convicción por parte de los gobiernos de que
la censura cinematográfica era inevitable probablemente fuera anterior a la Gran
Guerra. También, para entonces, se hizo evidente que su función política debería
aparecer camuflada entre temas de moralidad y decencia pública. Del mismo
modo, su control no podía escapar a los gobiernos, aunque esta realidad
permaneciera oculta. Los países anglosajones recurrieron al expediente de la
censura «voluntaria» ejercida por un organismo emanado por la propia industria.
En realidad, hoy sabemos que esta solución, más que manifestar la
independencia gubernamental de la censura, fue un modo de sustraer sus
decisiones al control de los parlamentos, precisamente porque el organismo
censor no era estatal.
Así, desde mediados de los años veinte por lo menos, existieron fuertes vínculos
entre el cine y la propaganda y movilización política, que, además, eran
enormemente novedosos. Algunos elementos de este fenómeno corresponden a
la nueva realidad estatal resultante del triunfo de la revolución bolchevique en
Rusia: está empeñada en conseguir una buena imagen en el extranjero donde los
gobiernos la presentan con tintes sombríos y amenazadores. Además, la
situación de crisis política y social que provoca la crisis de 1929 lleva a las
autoridades soviéticas a impulsar el desarrollo de los partidos comunistas
nacionales para contar con instrumentos aptos para aprovechar o provocar
movimientos revolucionarios generados por el clima social y económico
deteriorado. Uno y otro elemento se apoyan institucionalmente en el Kuomitang,
en teoría la ayuda internacional al obrero, en realidad un instrumento de la
propaganda soviética en Occidente. Tienen origen independiente los intentos
aislados de algunas personalidades en Europa occidental. En seguida los
apoyarán los propios partidos y sindicatos socialdemócratas y anarquistas. Los
esfuerzos de unos y otros convergerán: no tanto por el acuerdo entre partidos
sino por la circulación de los hombres del cine que protagonizan estos
movimientos, menos adscritos a la disciplina de un partido u organización que
defensores de un ideal que sirven desde diversas alineaciones políticas. Unas se
centran en las producciones de ficción: desde el cine francés del Frente Popular
(lean Renoir), a las iniciativas empresariales de Willi Munzenberg (en la
Alemania prehitleriana). Otras se centran en la realización de documentales y
noticiarios alternativos en ámbitos geográficos bien diversos: en Europa, Joris
Ivens es uno de los protagonistas principales; en Estados Unidos, la Film and
Photo League primero y Frontier Films después, mantendrán esta línea de
acción; en Japón no hubo continuidad por la represión de las autoridades
imperiales.
En definitiva, al estallar la nueva conflagración, en 1939, nadie ignoraba la
importancia clave del cine en la conformación de las mentalidades. Si antes de
que la guerra estallara ya se usó el cine para transmitir valores y divulgar
ideologías, ningún gobierno dejaría de utilizar semejante arma en el momento
supremo de la crisis. No hay que olvidar, además, que la movilización afectó de
manera más intensa a los sectores más amplios y populares de la población.
Parecía efectivamente que un lenguaje dirigido a los sentimientos, más que a la
razón, tendría una incidencia más intensa en los sectores -sociales o geográficos-
en los que el analfabetismo era más extenso. Para estos grupos humanos el cine
y la radio fueron los medios de comunicación más importantes; entre otras cosas
porque con frecuencia eran los únicos a los que realmente tenían acceso directo.

4. LOS SISTEMAS INFORMATIVOS EN LAS ÁREAS COLONIALES Y


ASIMILADAS
Al producirse la decadencia política del Islam, a partir de finales del siglo XIX, se
rompe la unidad del mundo árabe y se inicia la aparición de los nacionalismos en
el mundo musulmán. Las primeras manifestaciones de la prensa en el mundo
islámico se dieron en África. Fue de carácter colonial y escrita en francés, o en
inglés, ya a principios del siglo XIX. Estos periódicos representaban
sencillamente los intereses de la Administración colonial. La primera prensa
islámica autónoma aparece hacia 1870. En Egipto y en el Marruecos español se
produjeron las primeras manifestaciones de ésta. Curiosamente, aunque era de
carácter nacionalista, se escribía en inglés, o en español. El motivo de esta
aparente paradoja es de ámbito políticogeneral, y está en relación con la crisis y
desaparición del Imperio otomano tras la Gran Guerra y con el despertar
nacionalista en sus territorios. El periodismo se presentó como un instrumento
nacionalista -antiturco desde el sentir occidental-que promovieron las élites
nativas educadas en el mundo occidental. No olvidemos que nacionalistas como
Ali Jinah se formaron en Gran Bretaña. En Egipto, Irán o Líbano, primero, junto
con Marruecos y Argelia después (ya en los años veinte), fue donde la prensa
floreció gracias al desarrollo de las ideologías y sentimientos anticolonialistas.
Ya se ha mencionado que la primera prensa en África fue la de carácter colonial.
Las primeras manifestaciones de la prensa puramente africana en el mundo
negro, y ya en el último cuarto del siglo XIX, fue de carácter nacionalista.
Apareció en la región de Costa de Oro, Sierra Leona y Liberia (una nación
africana que siempre ha sido independiente). Como en el caso del mundo
islámico, la primera prensa de carácter nacionalista estaba escrita en francés o
inglés. Pero fue en el África occidental, durante el período de entreguerras,
donde aparecieron los primeros periódicos en lenguas de los indígenas de la
región y estuvieron impulsados por misioneros. Ésta se convirtió en aglutinante y
movilizadora de movimientos anticoloniales. Inicialmente las publicaciones
fueron apenas papeles sueltos de carácter radical y panfletario. Aparecieron
primero en los territorios que en la actualidad son Kenia y Uganda. De estas
páginas sueltas nacerían los primeros periódicos propiamente dichos. El primer
periódico en lengua vernácula del Africa negra nació en Nairobi en 1925. Lo
editó Johnstone Kaman (que luego adoptó el nombre nativo de Jomo Kenyatta).
En cuanto a la radio, su desarrollo fue muy escaso en la época de entreguerras.
Se limitó aun reducido número de europeos colonialistas, quienes además eran
los únicos poseedores de receptores, que escuchaban las emisiones que eran de
carácter musical y noticias, en ambos casos procedentes de Londres. Las
primeras emisoras de radio aparecieron en Sudáfrica (1924), Kenia (1927) y
Salysbury (1932). Poco después, entre 1934 y 1936, la radio se extendería a
Sierra Leona, Costa de Oro y Nigeria. Pero mantuvo hasta la Segunda Guerra
Mundial el carácter-señalado: emisiones para los europeos residentes en las
colonias. En fin: no se puede, por tanto, hablar propiamente de una radio
africana en el período de entreguerras.
Desde la guerra del opio (1840-1842) el mundo asiático mantuvo un
enfrentamiento entre los modos de vida de Occidente y los tradicionales de
Oriente. En lo que se refiere a los medios de comunicación, en Asia apenas hubo
un desarrollo de importancia hasta 1945 cuando, coincidiendo con los últimos
momentos de la Segunda Guerra Mundial, surgieron los sentimientos
nacionalistas o independentistas anticoloniales que encontraron en la prensa su
vehículo canalizador. En la India aparecieron 41 periódicos -muchos de vida
efímera-desde finales del siglo XIX. En China, durante la guerra contra Japón
(1937-1945) se creó la agencia de noticias Xinhua, que se convirtió en otra forma
de resistencia contra el enemigo. Un caso aparte es Japón. El Imperio del Sol
Naciente vio nacer sus primeros periódicos en la revolución Meiji (1868). Se
trataba de una prensa para intelectuales y de la clase alta. Con todo, de algún
modo como la europea de la época de la Ilustración, constituyó un elemento
importan te en la modernización del país. Las primeras agencias de noticias
niponas aparecieron a finales del siglo XIX, y gracias a la prosperidad económica
de Japón ya las victorias sobre Rusia y China se desarrollaron notablemente en el
siglo xx. En 1914 surgió la agencia Kokusai, en 1918 la Toho, y la Nippon Denpo
en 1926. Todas unidas formaron la agencia Domei para luchar contra el
monopolio práctico que ejercían las agencias americanas Associated Press y
United Press. Las agencias niponas presentaron siempre el expansionismo
japonés a la medida de las necesidades de sus gobiernos.
En Iberoamérica la dependencia respecto a Estados Unidos se tradujo en la
desaparición de la cobertura informativa del subcontinente que realizaba la
agencia francesa Havas. Esta función pasó a las agencias de noticias
norteamericanas. La prensa tenía serias limitaciones de base. Las más
importantes eran el elevado analfabetismo de la población y la escasa capacidad
adquisitiva de la mayor parte de ésta. Sobre estas bases tan débiles, también
actuaban dificultades de orden político. Y es que, aunque la libertad de expresión
estaba constitucionalmente reconocida en casi todos los ordenamientos políticos
de las repúblicas, la práctica caminaba por otros senderos bien distintos. La
afirmación de regímenes autoritarios -del signo que fueran-no benefició nada la
libertad de prensa: censura previa, inserciones obligatorias, cierres de
periódicos de oposición y prácticas similares, constituyeron situaciones
habituales durante largas temporadas en los años del período de entreguerras.
Los avances en la aceptación de los nuevos modos periodísticos fue muy
limitada. Uno de los mejores ejemplos fue El Mercurio de Santiago de Chile. En
fin, la prensa iberoamericana conoció un retroceso relativo respecto al resto del
mundo occidental.

CAPITULO 4: LA SOCIEDAD INTERNACIONAL EN EL PERIODO DE


ENTREGUERRAS
Por JOSÉ LUIS NEILA HERNANDEZ Profesor Asociado de Historia
Contemporánea,
Universidad Autónoma de Madrid

Acontecimientos de la magnitud de la Gran Guerra propiciaron por sí mismos, y


estimularon a su vez, cambios y .transformaciones en las formas de vida y las
relaciones entre los pueblos, que acaecieron y fueron percibidas con el vértigo
de la aceleración del tiempo histórico. La guerra del 14, con la que se inicia el
«siglo XX corto» en la terminología del historiador británico Eric Hobsbawm, y
los esfuerzos posteriores por construir la paz y normalizar la convivencia entre
los pueblos y los Estados, .tendrán profundos efectos en las relaciones
internacionales y en la propia configuración de la sociedad internacional. Y,
ciertamente, en palabras de Pierre Renouvin, el «derrumbamiento de Alemania,
la dislocación de Austria-Hungría, la parálisis de Rusia, donde el gobierno
soviético estaba absorbido en la guerra civil, dejaban a los vencedores entera
libertad de acción para establecer los tratados de paz. La obra era inmensa, no
sólo porque las hostilidades se habían extendido al Extremo Oriente, al Levante
mediterráneo ya gran parte de Africa central, sino también porque esas
hostilidades determinaron cambios profundos en las instituciones políticas, en la
vida económica y social, en la misma mentalidad de los pueblos, modificando el
equilibrio de fuerzas que existía entre los continentes».
Europa y las grandes potencias europeas, verdadero epicentro del sistema
internacional de preguerra, capitalizaron buena parte del protagonismo en el
conflicto mundial. La guerra, afirma James Joll, fue esencialmente europea y los
resultados de la paz ilustran el carácter eminentemente europeo de la misma.
Las manifestaciones del conflicto fuera de Europa no fueron sino una
extraversión de las tensiones entre los europeos. En definitiva, los hombres que
trabajaron por el establecimiento de un nuevo orden mundial, lo hicieron
primordialmente para reordenar las fronteras europeas y evitar un nuevo
conflicto de tal magnitud en el continente.
Sin embargo, la convulsión de la guerra mundial transformó de forma definitiva
la fisonomía de la sociedad internacional, acelerando una serie de procesos y
síntomas, la mayor parte de ellos en marcha desde la centuria anterior, aunque
perdurarían lógicas inercias inherentes ala tradición y la herencia del mundo
decimonónico.
En este sentido, el alumbramiento de la sociedad internacional contemporánea,
en este escalón de un proceso que no se consumaría hasta 1945, ya tenía lugar
desde un mundo que no era eurocéntrico y eurodeterminado, confirmándose la
mundialización que en las relaciones internacionales se iba abriendo paso desde
el último tercio del siglo XIX.
La contienda se había saldado con la desaparición de tres grandes Imperios
europeos: el Reich alemán, el Imperio austro-húngaro y el Imperio ruso; a los
que habría que sumar la del Imperio otomano. La guerra, asimismo, había
supuesto para Europa una enorme tragedia demográfica, cuyas cifras superan de
largo los ocho millones de muertos (en su mayor parte franceses, alemanes y
rusos), y un importante desgaste material que deterioró la solidez económica de
Europa y que fue acompañado de un proceso de reajuste en la economía
internacional al socaire de las nuevas potencias emergentes, principalmente
Estados Unidos. En términos políticos, el triunfo de las potencias democráticas y
liberales en la guerra y la aureola con que se evocaron sus principios y se intentó
extender aquel modelo político en el nuevo mapa europeo, no podían ocultar el
desgaste que habían sufrido a lo largo de la guerra y las dificultades a que
habrían de hacer frente para asumir la normalización en la inmediata posguerra.
En aquel marco de crisis se irían promoviendo respuestas totalitarias y
autoritarias de diferente signo, tanto en los años de guerra como en la precaria
paz de la posguerra. A su vez, y de forma paradójica, el nuevo reparto colonial a
que dio lugar el proceso de paz, bajo la nueva fórmula de los mandatos,
aumentaba las posesiones de las potencias europeas vencedoras, pero su
presencia sería cada vez más precaria como consecuencia de un progresivo
despertar de la conciencia nacional, ala que la guerra mundial no fue en absoluto
ajena. La guerra, por último, generalizó una conciencia de crisis sobre los
cimientos de la civilización europea que quedarían impresos en las más diversas
manifestaciones culturales y artísticas.
La construcción del nuevo orden internacional de posguerra nos sitúa en uno de
los momentos cruciales de la conformación de la sociedad internacional
contemporánea, y su evolución posterior nos sumerge en un agitado escenario en
el que se medirán hábitos y formas seculares en el desarrollo de las relaciones
internacionales con novedosas fórmulas en la comprensión de las mismas, y en el
que la fiabilidad del nuevo sistema internacional se pondrá aprueba frente a los
capítulos inconclusos y las contradicciones de la paz.

1. EL NUEVO ORDEN INTERNACIONAL TRAS LA GUERRA DEL 14


Pese al modo en que se cerró el capítulo de la guerra entre Alemania y Rusia, y
pese a que la Paz de París fue interpretada por Alemania como una imposición
-un diktat-, durante la Conferencia de Paz en la mayor parte de las delegaciones
prevaleció, en opinión de R. O. Paxton, el sentimiento de que aquella paz no
debía ser unilateral. Se pretendía que no fuese como los efímeros tratados del
pasado, motivo por el cual se deseaba establecer un sistema que conjurase el
riesgo de una nueva guerra. Sin embargo, aquellos buenos sentimientos y el
rechazo que hacia la guerra había puesto de manifiesto gran parte de la opinión
pública mundial, habrían de recorrer un difícil camino en las negociaciones de
paz, donde concurrirían los intereses nacionales de las distintas delegaciones.
La construcción de la paz estuvo mediatizada por una serie de condicionantes,
cuyo curso y contenido fueron perfilándose a lo largo de la contienda. En primer
término, el factor más determinante en el resultado final de la paz fue la postura
defendida por las grandes potencias en virtud de sus objetivos e intereses
nacionales. La suerte del nuevo statu quo dependería, en buena medida, de la
capacidad de entender miento entre éstas para respetar y, en última instancia,
garantizar la eficacia del nuevo orden. Entre las potencias europeas, Francia
había sido el país que había realizado un mayor esfuerzo bélico y que había
sufrido de forma más devastadora sobre su ; suelo la guerra. Un país cuya
memoria colectiva no podía olvidar las dos agresiones f de las que había sido
objeto por su poderoso vecino del este en el transcurso de medio siglo. En la
mente de los miembros de la delegación francesa era compartido el deseo de
lograr unas garantías que la protegiesen de la amenaza del revanchismo alemán
y, en consecuencia, orientadas a la búsqueda de seguridad. Por su lado, Gran
Bretaña llegaría a la mesa de negociaciones con la pretensión de preservar un
cierto equilibrio de poder continental. Convencidos en el Foreign Office y el
Almirantazgo de que Francia deseaba renovar su histórico dominio sobre el
continente, la delegación británica se mostraría más dialogante y flexible con las
reivindicaciones alemanas. Las reclamaciones territoriales británicas, por otro
lado, se orientarían hacia el mundo ultramarino, interesada por el futuro de las
posesiones alemanas en África y por los despojos del Imperio otomano. Por
último, Italia, que se presentó virtualmente en la Conferencia de Paz como uno
de los cuatro grandes, intentó ver satisfechas las promesas territoriales
convenidas con británicos y franceses en el Mediterráneo oriental y el norte de
África a cambio de entrar en la guerra.
Fuera de Europa, las grandes potencias emergentes asistentes a la conferencia
fueron Estados Unidos y Japón. Los primeros habían proclamado, desde un
principio, su desinterés en términos geopolíticos, puesto que no buscaban ni
beneficios territoriales ni ventajas políticas. Pretendían acabar con el militarismo
alemán y ayudar a Francia y Gran Bretaña, con las cuales compartía afinidades
políticas y económicas. El presidente norteamericano, Woodrow Wilson, estaba
dispuesto, sin embargo, a ir más lejos. El utopismo wilsoniano, basado en la
libertad y las instituciones democráticas vigentes en la sociedad norteamericana,
sólo podría extenderse en un mundo donde reinase la paz. Un mundo pacífico, a
su vez, sólo sería posible sobre nuevas bases, sobre un sistema colectivo basado
en la democracia, la seguridad colectiva y la autodeterminación. Por su lado,
Japón fue la única de las potencias asociadas que no participó en absoluto en la
guerra. En su discurso nacionalista y al amparo de sus necesidades económicas y
demográficas, pretendía desplazar a las potencias europeas de los mercados de
Extremo Oriente y ocupar un lugar privilegiado en la distribución de las
posesiones alemanas en el Pacífico.
En segundo término, la incidencia de los compromisos adquiridos entre los
beligerantes de ambos bandos durante la guerra para concretar alianzas a
cambio de promesas de compensaciones de diverso tipo una vez finalizada la
guerra. En esta lógica se enmarcan las conversaciones entre franceses y
británicos, por un lado, y rusos, por otro, entre marzo y abril de 1915 para que la
Rusia zarista no firmase una paz por separado y respetase los objetivos de
Londres y París a cambio de compensaciones en los Estrechos; y los tratados de
Londres en 1915 y de Saint-Jean-de-Maurienne en 1917 entre Italia y ambas
potencias europeas occidentales para su entrada en la guerra a cambio de
satisfacer sus aspiraciones en la cuenca mediterránea.
En tercer lugar, la tremenda convulsión provocada por la revolución bolchevique
de octubre de 1917 y sus coletazos en otros lugares de la geografía europea,
concretamente en la revolución espartaquista de 1918 en Alemania y el episodio
revolucionario de Bela Kun en Hungría en agosto de 1919, generaron una gran
desconfianza en el mundo capitalista. Los dirigentes europeos se esforzaron por
detener y reprimir el contagio revolucionario y por intervenir activamente para
acabar con la experiencia bolchevique, tomando partido en la guerra civil por los
rusos blancos (los baluartes reaccionarios). La ayuda internacional-, tanto
logística y material como humana, depararía la paradoja de alinear en el mismo
bando a las tropas de la coalición de países aliados y asociados ya las tropas
alemanas estacionadas en los países bálticos. Fracasado aquel intento, la
estrategia occidental se limitará al aislamiento de la experiencia bolchevique y al
establecimiento de una secuencia de Estados independientes en su frontera
occidental desde Finlandia hasta Turquía.
Por último, las minorías nacionales, especialmente en Europa central y oriental,
intentaron aprovechar la coyuntura de la guerra para culminar sus aspiraciones
de emancipación. El principio de las nacionalidades había sido utilizado como un
arma propagandística por ambos bandos, dispensando un trato diferenciado a
estas minorías en función de su mayor entidad y de su utilidad político-
estratégica, como puede desprenderse del trato recibido por checos o polacos. Al
acabar la guerra se suscitó el problema de su aplicación, tanto en el marco
europeo, donde la dificultad para resolver la ecuación del Estado-nación
transcurriría a través de la enorme heterogeneidad y dispersión étnica, cultural,
lingüística y religiosa en el seno de los Estados pre-existentes; y en el ámbito
colonial, donde irían arraigando y desarrollándose movimientos de
emancipación.

1.1. LA ARTICULACIÓN DE LA PAZ


El conjunto de tratados que institucionalizaron y legalizaron el nuevo orden
internacional no fue la consecuencia de un proceso enteramente uniforme y
planificado, a pesar de que el nuevo orden descansó esencialmente en los
trabajos de la Conferencia de París, ni el resultado de un esfuerzo puntual en el
tiempo, sino que se dilataron en función de las circunstancias entre 1918 y 1923.
El hundimiento de las potencias centrales y sus aliados, junto a la inestable
situación de Rusia, permitieron a la coalición vencedora disfrutar de un amplio
margen de libertad para definir las bases de la paz. Una libertad condicionada
indirectamente, por la circunstancial y unilateral paz firmada por Rusia, por un
lado, y Alemania y sus aliados, por otro, en el Tratado de Brest-Litovsk el 3 de
marzo de 1918, en virtud del cual Rusia perdía los territorios de Letonia, Estonia
y Lituania, además de Polonia, que se convertirían en Estados independientes. A
su vez, perdía su influencia sobre Finlandia y las islas Aaland, reconocía la
independencia de Ucrania, que quedaría en primera instancia bajo control
alemán, y admitía la cesión de los territorios de Erdehan, Kars y Batum al
Imperio otomano.
y una libertad, asimismo, condicionada directamente por los famosos «Catorce
puntos» expuestos por W. Wilson en su mensaje al Senado de 8 de enero de
1918, poco tiempo después del Informe sobre la Paz expuesto por Lenin el 26 de
octubre ante el II Congreso de los Soviets, en el que se hacía mención -desde un
prisma bien distinto- a conceptos evocados por el presidente norteamericano,
como el principio de autodeterminación o la condena de la diplomacia secreta.
Amparado bajo el frontón de la defensa de las libertades y la democracia, así
como el reconocimiento del principio de autodeterminación, el mensaje
mencionaba explícitamente una serie de planteamientos generales, como las
virtudes de la diplomacia abierta, la libertad de los mares, la supresión de las
barreras comerciales, la reducción de armamentos o la organización de la vida
internacional mediante la creación de una Sociedad de Naciones. Junto a estos
principios abstractos, la evocación del principio de autodeterminación fluía en
propuestas concretas orientadas al reconocimiento de la independencia de
Bélgica, las aspiraciones de minorías nacionales en el seno del Imperio
austrohúngaro, en la península balcánica o en el caso polaco, además de la
alusión a las reivindicaciones fronterizas de Francia o de Italia.
Aquellas directrices, defendidas por la Administración norteamericana como
base de cualquier negociación conjunta con Alemania, fueron aceptadas,
finalmente, por los gobiernos belga, británico y francés. El armisticio firmado por
Alemania el 11 de noviembre de 1918 en Compiegne, sobre estas premisas, abría
el camino hacia las negociaciones de paz.
La Conferencia de Paz de París sería el foro en el que se habilitaría un complejo
mecanismo para diseñar y discutir el nuevo orden internacional, sancionando el
nuevo equilibrio resultante de una guerra cuyas dimensiones no tenían hasta el
momento parangón en la historia. La conferencia inició su actividad en una
reunión preparatoria celebrada el 12 de enero entre las delegaciones
norteamericana, británica, francesa e italiana, con la finalidad de discutir
cuestiones de procedimiento. La inauguración tendría lugar el día 18 de la mano
de Raymond Poincaré, con un discurso dirigido alas 27 representaciones de las
naciones aliadas y asociadas.
La Conferencia de Paz había de resolver las necesidades inmediatas de Europa
para su reconstrucción, establecer el nuevo mapa político de Europa en lo que
sería la mayor revisión de fronteras en Europa desde 1815, y solventar el futuro
de las posesiones territoriales e intereses alemanes en ultramar y el de los
territorios del Imperio otomano.
Para proceder a aquella titánica labor, la actividad de .la conferencia discurrió a
lo largo de dos fases claramente diferenciadas: la primera, entre los meses de
enero y marzo, evolucionó al compás del trabajo del órgano supremo de la
conferencia, el Consejo de los Diez, constituido por los jefes de gobierno y los
ministros de Asuntos Exteriores de las grandes potencias vencedoras (Estados
Unidos, Francia, Gran Bretaña e Italia, más Japón), y cuyo cometido fue discutir
las bases de la paz y dirigir la actividad de las múltiples comisiones
especializadas; y la segunda fase, desde marzo hasta junio, en la que se creó el
Consejo de los Cuatro, conformado por los dirigentes de las cuatro potencias
occidentales, con la finalidad de discutir en exclusiva la elaboración del tratado
de paz con Alemania.
A lo largo de la conferencia se constataron las dificultades para armonizar el
diseño de un nuevo orden basado en el respeto de los principios liberales y
democráticos y el derecho de autodeterminación de los pueblos, así como la
vertebración de los asuntos mundiales a partir de una organización
internacional, con los objetivos e intereses nacionales de las diferentes
delegaciones, y en concreto los de las grandes potencias. Todo ello personalizado
en la labor de los jefes y demás miembros de las delegaciones, primordialmente,
en Georges Clemenceau, jefe del gobierno y hombre de talante autoritario y
fuerte personalidad que había vivido la experiencia de 1870; Raymond Poincaré,
presidente de la República, muy vinculado por lazos familiares al mundo lorenés;
y el mariscal Foch, el comandante en jefe y consciente de la precaria ventaja
francesa frente a Alemania, en el seno de la delegación francesa; Lloyd George,
jefe de la delegación británica y adalid de una actitud conciliadora y atenuante
de las pretensiones francesas frente a Alemania, acompañado de destacados
colaboradores como el general Smuts; Woodrow Wilson, encabezando la
delegación norteamericana y fervientemente comprometido por sacar adelante el
proyecto de la Sociedad de Naciones, con la estrecha cooperación de su
consejero el coronel House; y, por último, Orlando, por la delegación italiana,
que con escaso éxito defendió las reivindicaciones territoriales de su país.
El precario consenso en los términos de la paz fue el resultado de unos
compromisos básicos entre las grandes potencias: en primer término, la
contemporización entre la concepción británica de equilibrio de poder y su visión
más realista de la seguridad colectiva, y el idealismo de las concepciones
wilsonianas, posiciones que no obstante se movieron en el terreno de una
sintonía anglosajona que se hizo sentir antes y durante la conferencia, donde
imperaron sus concepciones y sus procedimientos, los cuales tuvieron como
vehículo de expresión el inglés; en segundo lugar, el punto de encuentro entre la
intransigencia francesa y la benevolencia británica respecto al futuro de
Alemania; y, por último, el compromiso entre el anhelo francés por garantizar su
seguridad y la aspiración wilsoniana de crear una Sociedad de Naciones.
De la paz de París emanaron cinco tratados de paz, firmados de forma separada
con cada una de las naciones vencidas, y cada uno de los cuales llevaría el
nombre del palacio donde fueron rubricados, los cuales fueron denominados
despectivamente por Hitler como los «tratados de los suburbios» de París.
El primero y más importante fue el Tratado de Versalles, firmado con Alemania el
28 de junio de 1919 en la Galería de los Espejos. Este acuerdo definiría la pauta
de los demás tratados de paz en cuanto a la naturaleza de las cláusulas. La paz
«impuesta» a Alemania constaba de 440 artículos, dispuestos en 15 partes, y
entre sus cláusulas figuraban disposiciones de orden territorial, garantías de
seguridad y de orden militar, y las compensaciones financieras.
El nuevo mapa de Alemania se saldaba con la pérdida de 80.000 km2, lo que
afectaba a ocho millones de habitantes. El recorte territorial se convertiría en
uno de los argumentos más contundentes en manos de la dialéctica revisionista.
En el norte yen el oeste, Alemania cedería Alsacia y Lorena a Francia; Eupen y
Malmédy a Bélgica tras los plebiscitos celebrados en 1920; y el norte de
Schleswig en favor de Dinamarca después del plebiscito de 1920. En el este,
Alemania cedería Posnania y el oeste de Prusia, así como el sur de la Alta Silesia,
una zona de alto valor industrial, tras el plebiscito de 1921 a Polonia; y Memel,
situado al este de Prusia oriental, acabaría en manos de Lituania, sin llegar a
celebrarse plebiscito alguno.
A su vez, determinadas partes de Alemania fueron sometidas al control
internacional de la Sociedad de Naciones: El Sarre, que había sido reclamado
por Francia, quedaría bajo la tutela de la nueva institución internacional durante
15 años; y la ciudad de Dantzig, en la que residía un alto porcentaje de población
alemana, se constituiría como una ciudad libre bajo el control de la Sociedad,
previéndose la conclusión de una convención con Polonia para garantizar su
inclusión en las fronteras aduaneras polacas y asegurar a los polacos el libre
acceso al puerto.
Las posesiones extra europeas de Alemania, por último, se transformaron en
mandatos y fueron asignados, bajo la tutela de la Sociedad de Naciones, a Gran
Bretaña, que se haría cargo de Tanganika; a Francia que, previo reparto con
Gran Bretaña, asumiría bajo su control Togo y Camerún; a Bélgica, que
administraría Ruanda-Urundi; a la Unión Surafricana, que tomaría posesión del
Africa del suroeste; y a Japón, Australia y Nueva Zelanda que se repartirían las
posesiones alemanas en el Pacífico.
Las cláusulas militares, como manifestación fiel de los propósitos de desarme del
mensaje wilsoniano y de los cálculos franceses y belgas para neutralizar una
eventual resurrección del poder militar alemán, redujeron al ejército alemán a
100.000 hombres. Éste sería de carácter profesional, quedando abolido, en
consecuencia, el servicio militar obligatorio, a la vez que se prohibían la artillería
pesada, los carros de combate y la aviación. Asimismo, la flota que debía ser
entregada a los aliados fue barrenada en Scapa Flow el 21 de junio.
Pero Francia, intransigente en sus reivindicaciones de seguridad, exigió también
garantías políticas. Los británicos y los norteamericanos se negaron a aceptar el
plan del mariscal Foch, que pretendía desmembrar los territorios alemanes a la
orilla izquierda del Rhin. Finalmente, se consintió la desmilitarización de la
orilla, izquierda del Rhin y de un margen de 50 km en la orilla derecha. Wilson y
Lloyd George aceptaron, además, la ocupación militar temporal durante 15 años
de los territorios de la orilla izquierda y de Colonia, Coblenz y Mainz como
cabezas de puente en la orilla derecha. Finalmente, estas garantías serían
complementadas con un acuerdo de garantía franco-británico y otro franco-
norteamericano, que figurarían como anexos al tratado, en los que se preveía la
ayuda de ambos garantes en caso de agresión no provocada de Alemania contra
Francia o Bélgica. Finalmente, las cláusulas financieras reguladas por el artículo
231, consideraban a Alemania responsable moral de la guerra, en razón de lo
cual debía hacer frente a los daños causados a la población civil de las naciones
aliadas ya sus propiedades. El tratado dejaba abierta la resolución del problema
de las reparaciones para su discusión en una comisión ad hoc.
La dislocación de Austria-Hungría, con lo que se procedía al reordenamiento del
mapa de Europa central y oriental, se llevó a cabo conforme a dos criterios: por
un lado, determinar el destino de los territorios que hasta ese momento habían
pertenecido al Imperio austro-húngaro; y por otro, establecer los límites de los
nuevos Estados (Polonia, Checoslovaquia y el reino serbio-croata-esloveno)
edificados sobre los territorios de los antiguos Imperios alemán, austro-húngaro
y ruso.
En el verano de 1919 se iniciaron los trabajos para ajustar las nuevas fronteras
del antiguo Imperio de los Habsburgo. Los límites de Austria, uno de los Estados
residuales de la antigua unidad imperial serían definidos por el Tratado de Saint-
Germain, firmado ello de septiembre de 1919. El Estado austríaco quedaría
circunscrito ala región alpina y una pequeña extensión en la llanura danubiana,
que en su conjunto alcanzaban 84.000 km2 y sumaban una población de 6,5
millones de habitantes. El artículo 88 del tratado y el artículo 80 del Tratado de
Versalles, prohibían tanto a Austria como a Alemania proceder ala unificación
(Aunchluss), a menos que fuera autorizado por la Sociedad de Naciones.
Los reajustes en la frontera austro-italiana se saldarían con la cesión a Italia del
Trentino y el Alto Adigio hasta el paso estratégico del Brenero, pero Italia no
vería colmadas sus aspiraciones irredentistas en la península de Istria, Carniola
occidental, parte de Corintia y la cuestión dálmata. En el norte, el viejo reino de
Bohemia –incluida la región de los Sudetes-, Moravia y la Silesia austríaca,
pasarían a ser parte integrante de la nueva República checoslovaca, aunque este
último territorio sería dividido con Polonia. En el este, Austria cedería a Rumanía
el territorio de Bukovina, y Polonia se acabaría anexionando en julio de 1923 la
Galitzia oriental. Por último, en el sudeste los territorios de Dalmacia, Bosnia y
Herzegovina serían incorporados al reino serbio-croata-esloveno. Mientras, los
enclaves de Klagenfurt y Burgeland decidirían mediante plebiscito en 1921
quedar bajo soberanía austríaca. A su vez, las cláusulas militares del tratado
limitaban el ejército austríaco a un contingente de 35.000 hombres y aceptaba el
pago de reparaciones como parte responsable del conflicto.
La firma de la paz con Hungría, la cual se había desmembrado de Austria por
libre determinación dos meses antes de la Conferencia de Paz, se retrasaría
como consecuencia de la crisis revolucionaria. El Tratado de Trianon, firmado el
4 de junio de 1920, confería al nuevo Estado una extensión de 92.000 km2 y una
población de ocho millones de habitantes, ala vez que sus cláusulas militares
reducían el ejército a 35.000 hombres y aceptaba la Imposición de reparaciones
por danos de guerra. Los recortes territoriales en el sur se plasmaron en la
cesión de Fiume, Eslovenia, el reino no de Croacia, el Banato occidental y
Batchka al futuro Estado yugoslavo. En el norte, cedería Eslovaquia y la Rutenia
subcarpática a Checoslovaquia. En el este, Rumanía, que también recibió el
Banato oriental, adquiriría la mayor parte de Transilvania, donde residía un alto
porcentaje de población húngara. Un país cuyas fronteras también se habían
ampliado a expensas de Rusia al dejar bajo su control Besarabia.
La paz con Bulgaria se rubricaría en el Tratado de Neuilly el 27 de noviembre de
1919. Sus recortes territoriales tendrían lugar en la Tracia central que, en
adelante, quedarían bajo soberanía griega, perdiendo así su acceso al mar Egeo;
en el norte, el futuro de Macedonia quedaría resuelto en favor del reino serbio-
croata-esloveno; y, por último, Dobrudja quedaría bajo soberanía rumana.
Finalmente, el desmembramiento del Imperio otomano se afrontaría, en primer
término, en el Tratado de Sévres, firmado el 10 de agosto de 1920, pero nunca
fue ratificado por Turquía. Las durísimas condiciones de paz impuestas por los
vencedores incidieron, sin duda, en la reacción nacionalista liderada por Mustafa
Kemal, logrando derrotar al sultanato y proclamar la República. La nueva paz
negociada por Turquía con los vencedores culminó en el Tratado de Lausana de
23 de julio de 1923. Turquía quedaba reducida a Asia Menor y un pequeño
territorio en Europa en torno a Estambul. La revisión de los términos de la paz
culminó en la reintegración de la Tracia oriental, Esmirna, Armenia y el
Kurdistán; la desmilitarización de los Estrechos, pero bajo control turco, y la
desaparición de cualquier restricción de su fuerza militar y de cualquier pago en
concepto de reparaciones. No habría, en cambio, modificaciones en el statu quo
decidido en Sévres sobre los territorios árabes, de modo que Siria y Líbano se
convertirían en mandatos bajo administración francesa, mientras que Irak,
Transjordania y Palestina lo serían de Gran Bretaña.

1.2. EL NACIMIENTO DE LA ORGANIZACIÓN INTERNACIONAL: LA


SOCIEDAD DE NACIONES
El nuevo orden internacional y la construcción de la paz no se redujo tan sólo a
una labor cartográfica, a la discusión de propuestas específicas en materia de
seguridad y a la disposición de compensaciones por los daños de guerra, sino
que introducía conceptos y mecanismos innovadores en el ámbito de las
relaciones internacionales, institucionalizados en la Sociedad de Naciones. El
nuevo organismo, en opinión de F. P. Walters en uno de los estudios clásicos
sobre la cuestión, supuso «el primer movimiento eficaz hacia la organización de
un orden político y social mundial, en el que los intereses comunes de la
humanidad pedían ser observados y servidos por encima de las barreras de la
tradición nacional, diferencia racial o distancia geográfica». Indudablemente,
aquella nueva experiencia tenía contraída una deuda histórica con ideales
seculares en torno ala noción de una «paz perpetua» y la prevención de la
guerra, así como con las experiencias internacionalistas que ya se habían ido
desarrollando a lo largo de la centuria anterior, pero a juicio del citado autor, la
Sociedad de Naciones tuvo un componente revolucionario en la medida en que
«implicó un salto adelante en extensión y velocidad sin precedentes,
acompañado por cambios extraordinarios en la conducta de las relaciones
internacionales: variaciones de principios, cambios de métodos e incluso en las
convicciones generales, que forman la base de la opinión pública».
Otras opiniones, en cambio, son más atemperadas al valorar su contenido
revolucionario en una perspectiva histórica y al situar la reflexión en los
encuentros y desencuentros entre el papel del nuevo organismo internacional y
la inercia de los Estados en el ejercicio de su soberanía. Desde este prisma, la
Sociedad de Naciones, afirma Juan Antonio Carrillo Salcedo, no fue tanto una
ruptura como una reforma. Ésta supuso el momento del «nacimiento de la
organización internacional», y aunque introdujo «importantes innovaciones en el
funcionamiento del sistema internacional, no alteró la estructura interestatal de
este último ya que no fue concebida como una instancia de autoridad política
superior y por encima de los Estados soberanos».
La creación del nuevo organismo internacional, como una consecuencia directa
de la trágica guerra mundial y como el esfuerzo más innovador y comprometido
en la construcción de la paz, suscitó no pocos contrastes y diferencias en su
concepción en las formulaciones y análisis de las grandes potencias, tanto en las
tareas preliminares a la Conferencia de Paz como en el transcurso de la misma.
En este sentido, el contraste entre el idealismo de la propuesta del presidente
Wilson, que había de culminar en un pacto -un covenant-solemne y casi religioso
como alternativa ala Realpolitik dominante en las relaciones internacionales, y el
realismo de las propuestas francesas, en concreto de Léon Bourgeois, orientadas
a garantizar la seguridad del nuevo statu quo a partir de una autoridad
internacional sólida, vigorosa y armada, ilustran los polos entre los que discurrió
el debate. A medio camino entre ambas, pero más cercano a la sensibilidad de
Washington, evolucionaron las propuestas británicas, que sin abandonar un
talante pragmático culminaron en la publicación a finales de 1918 del proyecto
del general Smuts, The League of Nations. A Practical Suggestion, que influiría
muy notablemente en el ánimo de Wilson y en los trabajos de la Conferencia de
Paz. La actividad de estos protagonistas traducía un estado de ánimo manifiesto
en el rechazo a la guerra en la opinión pública internacional, y en especial en
determinados foros, como la League to Enforce Peace, The League of Nations
Union o la Association Française pour la Société des Nations, explícitamente
orientados a crear un estado de ánimo proclive a la constitución de la nueva
organización internacional.
Inaugurada la Conferencia de Paz en París, el presidente Wilson asumió un
decidido protagonismo para impulsar y tutelar el proceso hacia la creación de la
sociedad de Naciones, como piedra angular de la paz. Esperaba, asimismo, que
muchos de los delicados problemas discutidos en la conferencia fueran remitidos
a la futura institución, y ésta pudiese solventar las deficiencias de los tratados de
paz. La conferencia creó un comité específico para la discusión y redacción del
Pacto, presidido por el propio Wilson, y en el que figuraban protagonistas tan
influyentes en la cuestión como Léon Bourgeois, el general Smuts o el coronel
House. El día 28 de abril, Wilson presentó el texto final del Pacto en una sesión
plenaria de la conferencia, acompañado de una serie de recomendaciones, como
el nombramiento de sir Eric Drummond como secretario general, la inclusión de
una lista de 13 Estados neutrales, o el nombramiento de Bélgica, Brasil, España
y Grecia como miembros temporales del Consejo.
El texto del Pacto, una vez aprobado por la conferencia, constituiría la parte I de
los tratados de paz. El Pacto, conformado por 26 artículos, es un instrumento
político-jurídico muy versátil, en la medida en que era a la vez la ley que regía su
actividad y la fuente misma de su existencia. La Sociedad de Naciones se
convertiría, en adelante, en el fundamento institucional sobre el que descansaría
la multilateralización de las relaciones internacionales a lo largo del período de
entreguerras.
Los signatarios del Pacto se comprometían, de acuerdo con los términos del
preámbulo, a aceptar ciertos compromisos de no recurrir a la guerra, mantener a
la luz del día relaciones internacionales fundadas en la justicia y el honor, la
rigurosa observancia de las prescripciones del Derecho internacional y el
escrupuloso respeto de las obligaciones contraídas en los tratados. Todo ello con
el afán de «fomentar la cooperación entre las naciones y para garantizarles la
paz y la seguridad». La concepción y la tarea de la Sociedad se desenvolvía en
una doble dimensión, inseparable una de otra: la garantía de la paz mediante la
seguridad colectiva y la construcción de la paz a través de la cooperación.
El sistema de seguridad colectiva, que asumía la dimensión esencialmente
política de la Sociedad, quedaba regulado por los artículos 8 al 17, aunque el
Pacto preveía su posterior perfeccionamiento a tenor de la actividad del
organismo internacional. El sistema de seguridad colectiva, a diferencia de las
alianzas tradicionales, no define -como bien subraya Henry Kissinger-una
«amenaza en particular, no garantiza a las naciones individualmente y tampoco
discrimina a ninguna». Ideada para «resistir a cualquier amenaza contra la paz»,
la seguridad colectiva defiende el «Derecho internacional en abstracto». En
suma, el sistema de seguridad colectiva concebido en el Pacto articulaba un
sistema jurídico de prevención de la guerra en el que interactuaban distintos
elementos: la garantía a la integridad territorial y la independencia de los
Estados, la asistencia colectiva, el arbitraje, la limitación del derecho ala guerra
y un sistema punitivo de sanciones. Una concepción que se cimentaba en tres
pilares esenciales: el arbitraje, el desarme y la seguridad.
Pero la salvaguardia de la paz no habría de lograrse, por esencial que fuera,
solamente por la vía de la seguridad colectiva, sino también por un principio
constructivo en el fomento de la paz, la cooperación internacional. La
colaboración internacional, ala que el Pacto consagraba los artículos 23 a 25,
respondía ala convicción de que la paz sólo sería posible si se fomentaba la
justicia social, mediante la promoción de la cooperación en materia económica,
cultural y sanitaria, entre otras.
Al servicio de estos principios y objetivos se consagró una estructura
institucional, que con sede en Ginebra, candidatura auspiciada por las potencias
anglosajonas, se convertiría en el tejido orgánico de la nueva organización
internacional. La nueva administración internacional disponía de una serie de
órganos centrales, dos de ellos de eminente naturaleza política: el Consejo y la
Asamblea (artículos 3 a 5), que entenderían de «todas las cuestiones que entren
dentro de la esfera de actividad de la Sociedad o que afecten a la paz del
mundo». Estos órganos de naturaleza interestatal habrían de definir con la
práctica de forma más explícita sus competencias y normas de funcionamiento.
El Consejo, que acabaría convirtiéndose en una especie de comité ejecutivo,
aparecería a los ojos de las pequeñas potencias como una reencarnación de la
Santa Alianza. En contrapartida, la Asamblea se convertiría en el órgano
democrático por antonomasia de la Sociedad. Junto a ellos, la Secretaría
Permanente, un órgano esencialmente técnico-administrativo, se erigiría, de
acuerdo con los términos del artículo 2, en el eje de la nueva administración
internacional. El complejo institucional se complementaba con un amplio
espectro de órganos subsidiarios del sistema,
tanto políticos como técnicos, y con una serie de órganos autónomos vinculados
a la , Sociedad, entre los que figuran el Tribunal Permanente de Justicia
Internacional, cuya , sede se fijaría en La Haya, y la Organización Internacional
del Trabajo.
El nuevo orden internacional, garante del proceso de balcanización del mapa
europeo y vertebrado sobre una nueva experiencia colectiva de organización de
la vida internacional, comenzó su andadura en una situación muy precaria. El
anhelo universalista de la nueva organización internacional se vio obstaculizado
no sólo por el ostracismo inicial de las potencias vencidas y la marginación de la
Unión Soviética, sino también por la enorme frustración moral y política que
supuso la negativa del Senado norteamericano en 1919 y 1920 a ratificar las
condiciones de paz negociadas en París. La precariedad de la paz sería de
inmediato denunciada tanto por observadores privilegiados del proceso, como
John M. Keynes en su obra Las consecuencias económicas de la paz, publicada
en Londres en 1919, o por testigos directos de aquellos acontecimientos, como el
mariscal Foch, quien se refería al Tratado de Versalles en los siguientes
términos: «Esto no es una paz; es un armisticio de veinte años»; o por Harold
Nicholson, retratando admirablemente el sentimiento de pesar por el resultado
de la conferencia con estas palabras: "Vinimos a París confiados en que estaba
apunto de establecerse el nuevo orden; salimos de allí convencidos de que el
nuevo orden simplemente había estropeado el antiguo."

2. LAS RELACIONES INTERNACIONALES ENTRE LA QUIMERA DE LA


PAZ Y EL ABISMO DE LA GUERRA
El camino hacia la «normalización» tras la guerra y la construcción efectiva de la
nueva sociedad internacional, desde los cimientos del orden de Versalles, estaría
sometido a fuertes tensiones generadas por las consecuencias de la guerra y la
propia naturaleza de la paz. Las relaciones internacionales de la posguerra
estarían mediatizadas por tensiones dialécticas de diferente signo: la tensión
entre defensores del nuevo statu quo y los revisionistas contra el diktat de los
vencedores, dando cabida a todo tipo de matices entre unos y otros; la tensión
entre las nuevas fórmulas y valores introducidos en la vida internacional de la
mano de las concepciones «idealistas» y la inercia de los comportamientos
«realistas» inherentes ala tradición internacional, lo que incidiría no sólo en la
propia filosofía y las formas de la diplomacia, sino también en los planteamientos
geopolíticos; el antagonismo entre la fuerza revolucionaria del marxismo-
leninismo que había triunfado en Rusia, y el mundo capitalista; y las tensiones
derivadas en el ámbito económico por el efecto de la guerra y el profundo
cambio de equilibrio de fuerzas en la economía mundial a tenor de la emergencia
de nuevos actores económicos, y la nueva posición de Europa, entre otras líneas
de tensión que se irían suscitando a lo largo de estos años. Este cúmulo de
factores modelaría el ritmo y el propio devenir de la sociedad internacional entre
la utopía de la paz y el temor a una nueva guerra.
2.1. CRISIS Y REAJUSTES EN LA INMEDIATA POSGUERRA (1919-1923)
Los años posteriores a la Gran Guerra discurrieron envueltos en una atmósfera
de crisis y de profunda inestabilidad. Al dilatado proceso de negociación,
concreción y aplicación de los tratados de paz, fuera y dentro de Europa, se
sumaban los muchos flecos pendientes en los acuerdos de paz sobre los que
concurrirían múltiples tensiones no sólo entre vencedores y vencidos, sino las
propias diferencias entre los vencedores en la forma de entender y administrar la
paz. Una sensación de inestabilidad agudizada por las dificultades económicas
para proceder a la reconstrucción y restablecer la normalidad alterada por la
excepcionalidad de la guerra. En el epicentro de la nueva sociedad internacional,
la Sociedad de Naciones, que iniciaría su andadura en 1920, estaba llamada, en
principio, a constituirse en el foro esencial de la vida internacional y en el
principal valuarte para la salvaguardia de la paz. Sin embargo, los valores y
procedimientos de la Sociedad de Naciones tuvieron que competir con la
ambigüedad de sus miembros, especialmente las grandes potencias, que jugando
la carta de Ginebra no tuvieron escrúpulos en recurrir de forma permanente a
las prácticas diplomáticas tradicionales, condicionando la actividad y la
credibilidad de la Sociedad.
En las dificultades que fueron surgiendo en la construcción de la paz, los
problemas fronterizos ocuparon un lugar privilegiado, tanto en la agenda de la
Sociedad de Naciones como en la de las distintas cancillerías. Una prioridad
lógica si atendemos a la magnitud de los reajustes en el mapa dentro y fuera de
Europa y si consideramos la trascendencia del problema de las nacionalidades.
La institución ginebrina procedió de inmediato a establecer, de acuerdo con los
tratados de paz, la administración internacional de ciertos territorios, como el
Sarre, donde se creó en 1922 una comisión, que asumió los poderes
gubernamentales, y un consejo consultivo, y la ciudad de Dantzig que, dotada de
una Dieta y un Senado propios, tendría como principal autoridad un alto
comisario. El cumplimiento de las cláusulas territoriales de los tratados fueron,
asimismo, fiscalizadas por la Sociedad de Naciones en la organización de los
mandatos, entre 1920 y 1922, en las antiguas posesiones alemanas en Africa y el
Pacífico y en aquellos territorios árabes, dependientes del extinto Imperio
otomano, que no accedieron a la independencia. Con desigual fortuna las
instituciones de Ginebra afrontaron la solución pacífica de litigios, que en su
mayoría fueron resultado de los nuevos trazados fronterizos. De aquellas
primeras experiencias se puede deducir que los oficios de la Sociedad se
aproximaron a sus expectativas siempre que hubo un terreno de consenso entre
las grandes potencias o cuando la cuestión no afectara a los intereses directos de
las mismas o sus aliados. Así, se verificó en la solución de la disputa entre
Finlandia y Suecia sobre las islas Aaland, aceptándose en 19211a soberanía
finesa pero reconociendo la autonomía para la población; o en la partición del
territorio de la Alta Silesia entre Alemania y Polonia en mayo de 1922.
En cambio, en aquellas ocasiones en que no fue posible el consenso entre las
grandes potencias y existía una implicación directa o indirecta de sus intereses,
se pusieron al descubierto las limitaciones de la nueva organización
internacional. Buena prueba de ello fue el modo en que se llevó a cabo la anexión
polaca de la ciudad de Vilna en 1922, rechazando toda mediación en la
prosecución de la idea de constituir una gran Polonia. Aquel proceder obedecía a
la misma lógica política que había conducido al litigio con Checoslovaquia por
Teschen o al enfrentamiento con la Rusia bolchevique que acabó en la firma del
Tratado de Riga. Del mismo modo, se podría hacer mención al desarrollo de la
crisis italo-griega por la delimitación de las fronteras de Albania y que degeneró
en el bombardeo y posterior ocupación italiana de Corfú en agosto de 1923. La
frustración italiana por no ver satisfechas sus aspiraciones irredentistas en el
Adriático en las negociaciones de paz, acabaría fomentando una política
revisionista que, a menudo, se forjó al margen de los cauces de Ginebra. En este
sentido, se orientaron los capítulos de la política exterior italiana hacia Albania
para someterla a su área de influencia; y las tensas relaciones con el nuevo
Estado yugos. lavo, agudizadas por el contencioso de Fiume, cuya ocupación
sería finalmente consumada por Mussolini.
Estrechamente ligado ala cuestión de las fronteras transcurriría el problema de
las minorías nacionales, especialmente en Europa central y oriental, donde
alemanes y húngaros, mayoritarios en el viejo orden político-territorial, pasarían,
por citar un ejemplo, a ser minorías en nuevos Estados como Polonia, Yugoslavia
o Checoslovaquia; y en los territorios del antiguo Imperio otomano, al suscitarse
la cuestión kurda o la armenia. La Sociedad de Naciones, en su III Asamblea,
aprobaría una declaración general de principios sobre los derechos y deberes de
las minorías que acabaría siendo la guía de la Sociedad. Sus logros fueron
bastante notables. De hecho, ninguna cuestión de minorías a lo largo de la
década de los veinte pondría en peligro la paz.
Desde los mismos inicios de la Sociedad, la preocupación por perfeccionar los
mecanismos y procedimientos del sistema de seguridad colectiva se manifestó
como una de sus tareas prioritarias. Todo ello con el fin de hacer frente a las
propias lagunas que el Pacto presentaba en el plano normativo y habilitar
soluciones a los graves problemas que presentaban para la institución las
desavenencias entre sus miembros o la ausencia de actores, sin cuyo concurso
sería difícil construir un eficaz sistema de seguridad. El debate en torno al
perfeccionamiento del sistema de seguridad colectiva transcurrió básicamente
entre las tesis francesas sobre la primacía de la seguridad, con las que se
alinearon buena parte de los Estados continentales europeos -especialmente
aquellos que se encontraban en la órbita de París-, y las tesis anglosajonas,
reticentes a asumir más obligaciones y partidarias de la promoción del desarme,
en torno a las cuales se alinearon los dominios del Imperio británico.
Aquellos trabajos fueron asumidos por la Comisión Permanente Consultiva para
cuestiones militares, navales y aéreas, de carácter técnico, y por la Comisión
Temporal Mixta para la reducción de armamentos, con mayor envergadura
política, y de la que emanaría en 1922 una propuesta en pro del desarme, la cual
reconocía sus vínculos con la seguridad, y que se concretaría en la Resolución
XIV. Con el apoyo francés y de sus aliados, y con mayores reticencias por el
Imperio británico, aquellos trabajos previos culminaron en la presentación del
Tratado de Asistencia Mutua en la Asamblea de 1923. Esta propuesta, en la que
se enlazaban vagas propuestas sobre desarme con el establecimiento de una
garantía general, acabaría sucumbiendo por la oposición anglosajona y la de los
Estados escandinavos y Holanda.
En las precarias circunstancias en que se construyó la paz, la diplomacia
francesa, afirma Paxton, orientó su estrategia en un doble sentido: por un lado,
velar por un escrupuloso cumplimiento de los tratados de paz y perfeccionar los
mecanismos de la seguridad coletiva, mencionados anteriormente; y por otro,
proceder, a través de prácticas diplomáticas convencionales, a la constitución de
un sistema de alianzas que de algún modo reconstruyese las garantías previas a
la Gran Guerra. Francia, además de su alianza con Bélgica, procedió a establecer
en el este de Europa un elenco de alianzas con los nuevos Estados, a los que
apoyó en las negociaciones de paz, que de algún modo paliasen el lugar que
había ocupado anteriormente Rusia. La red diplomática tejida por Francia,
denominada por algunos autores como las «alianzas a retaguardia», se dirigió
hacia Polonia, con la que firmó una convención militar secreta en febrero de
1921, y hacia los países de la Pequeña Entente (Checoslovaquia, Rumanía y
Yugoslavia); que se había concertado por propia iniciativa entre 1920 y 1921
para defender el statu quo legalizado por el Tratado de Trianon. Los vínculos de
París hacia la Pequeña Entente se concretarían, una vez definida con mayor
claridad su política balcánica, a partir de una serie de compromisos diplomáticos
y militares con Checoslovaquia en 1924 y 1925, con Rumanía en 1926 y con
Yugoslavia en 1927.
Las dificultades para la normalización económica y, en el caso de algunos países,
afrontar la reconstrucción, estuvieron estrechamente ligadas a otra de las
cuestiones cruciales de la posguerra: las reparaciones. Reparaciones que, en
definitiva, constituían una de las categorías de la deuda externa entre las
grandes potencias tras la guerra, conjuntamente con las deudas contraídas por
los aliados entre sí. El Tratado de Versalles había establecido en su artículo 231
unas pautas muy vagas para la discusión posterior de la cuestión, y entre ellas el
pago de 20.000 millones de marcos antes del 1 de enero de 1920 y la creación de
una Comisión de Reparaciones, como Órgano competente para fijar el montante
final apagar a los vencedores.
En la joven e inestable República de Weimar se practicó una política de
obstrucción al cumplimiento de las cláusulas de Versalles, que en el caso de las
reparaciones se concretó en una falta de colaboración y demora en los pagos, así
como un aprovechamiento oportuno de las propias diferencias entre los
vencedores. Estas discrepancias se habían puesto de manifiesto en la
Conferencia de Spa en julio de 1920, donde el único acuerdo al que pudieron
llegar los antiguos aliados fue al establecimiento de los porcentajes en la
recepción de las reparaciones, que quedaría dispuesto en los siguientes
términos: 50% para Francia, 22% para el Imperio británico, 10% Italia, 8 %
Bélgica, y el resto entre Grecia, Rumanía,. Yugoslavia, Japón y Portugal.
Tras la Conferencia de Londres de marzo de 1921, la falta de entendimiento con
Alemania fue respondida con la ocupación de algunas ciudades alemanas
(Düsseldorf, Ruhrort y Duisburg), estableciendo un precedente a la posterior
ocupación de la región del Rhur. El montante de las reparaciones no sería
finalmente establecido hasta la celebración de una nueva Conferencia en
Londres en el mes de abril del mismo año, ascendiendo ala cantidad de 132.000
millones de marcos-oro. Finalmente, los alemanes aceptaron el 11 de mayo de
1921 las exigencias aliadas presentadas en forma de ultimátum.
El deterioro de la situación económica en Alemania dificultó el proceso de pago
de la deuda, que bien pronto comenzó a hacerse con retrasos. Francia, el
principal beneficiario de las reparaciones, con cuya aportación pretendía
impulsar la reconstrucción y el pago de sus deudas contraídas con Gran Bretaña
y Estados Unidos, mantuvo una postura intransigente ante aquellos retrasos y
acusó al gobierno alemán de actuar de mala fe. Bien es cierto que junto a la
actitud de intransigencia a ultranza defendida por los bastiones conservadores y,
en especial por Raymond Poincaré, Aristides Briand fue el portavoz de sectores
más moderados, convencidos de la necesidad de la solidaridad franco-británica y
del diálogo con Alemania como mejor antídoto contra la amenaza revanchista.
Entre tanto, en Gran Bretaña, donde la obra de Keynes sobre las consecuencias
económicas de la guerra tuvo una gran incidencia sobre la opinión pública, se
fue afianzando una actitud más conciliadora. En Gran Bretaña se consideraba
que Alemania, principal cliente del mercado británico antes de la guerra, sólo
podría afrontar el pago de las reparaciones si se producía su reactivación
económica y se reincorporaba al mercado internacional. El 12 de julio de 1922,
el canciller alemán, Cuno, declaró la incapacidad de Alemania para ejecutar los
pagos estipulados en concepto de reparaciones y reclamaba una moratoria de
seis meses. El desencuentro entre los gobiernos de Londres y de París, el
primero más sensible a reducir el porcentaje de las mismas y conceder una
moratoria, y el segundo -bajo la dirección de Poincaré-convencido de su
necesaria intransigencia, culminó el 11 de enero de 1923 con la entrada de las
tropas franco-belgas en el Rhur. Las autoridades alemanas ordenaron a los
obreros y funcionarios la resistencia pasiva, mientras el gobierno francés
respondía con el envío de tropas y obreros franceses y belgas, la creación de una
nueva moneda y la expulsión de 145.000 alemanes de la región.
Por último, junto a los problemas de la construcción de la paz, otro de los frentes
conflictivos en que se desenvolvieron las relaciones internacionales de la
posguerra fue el acomodo o la fórmula de coexistencia entre la Rusia
revolucionaria y el mundo capitalista. La política de hostigamiento o de «cordón
sanitario» que practicaron los Estados capitalistas se canalizó a partir de tres
vías: la militar, a partir de la intervención en apoyo de los «rusos blancos»; la
estrategia territorial, mediante el establecimiento de una cadena de Estados
independientes que aislasen a Rusia del resto de Europa; y el medio diplomático,
en un intento de conformar un «frente capitalista unido». Tras la guerra civil,
finalizada en 1920, la política de «cordón sanitario», sugerida por el mariscal
Foch, persistiría de manera efectiva a través del apoyo diplomático y material de
Francia y Gran Bretaña a Rumanía y Polonia, ambas con litigios fronterizos con
Rusia.
La aceptación táctica de la coexistencia con el mundo capitalista por las
autoridades bolcheviques se encontraba, afirma Henry Kissinger, en la base
misma de la Paz de Brest-Litovsk. Con la firma unilateral de la paz, los
bolcheviques -a juicio de Lenin-se valían de la enemistad entre ambos bandos
imperialistas y les dificultaban llegar aun trato común contra ellos. Desde 1920
se hizo más evidente la adopción de una política más tradicional hacia Occidente
a pesar de la retórica revolucionaria. La prioridad del interés nacional del nuevo
Estado soviético en aras a su supervivencia era elevada a la «categoría de verdad
socialista», y la «coexistencia» se consumaba como la táctica para lograrlo. De
hecho, a partir de 1920 la política exterior bolchevique, a pesar de su
disconformidad con la línea Curzon y la situación de Besarabia, abandonó
temporalmente los intentos de sovietización de los Estados bálticos.
A partir del otoño de 1921 se acometerían iniciativas tendentes a superar el
aislamiento internacional, como una perspectiva positivamente valorada en el
contexto de la Nueva Política Económica. En esta tesitura, se firmó el primer
acuerdo comercial con Gran Bretaña en 1921 y el Tratado de Amistad con
Alemania en abril de 1922, este último en el contexto de la Conferencia de
Génova, en que se discutió sin éxito la cuestión de las deudas del Imperio zarista.
Este acuerdo, que permitía a Alemania dar salida y cobertura a su industria
militar, ponía en contacto a dos grandes potencias marginadas en el nuevo orden
internacional. A estos logros diplomáticos proseguiría el reconocimiento oficial
de Gran Bretaña en 1924 y una paulatina normalización de sus relaciones
exteriores, que de cualquier modo no difuminaron los recelos occidentales ni
modificaron las expectativas revolucionarias predicadas y promovidas desde la
Komintern.

2.2. LA ILUSIÓN DE LA PAZ BAJO EL «ESPIRITU DE GINEBRA» (1924-


1929)
Los años que transcurren entre la superación de la crisis de la inmediata
posguerra, manifiesta en una mejoría general en las relaciones internacionales
apuntando hacia una cierta normalización de las mismas bajo las pautas
definidas, al menos formalmente, en el nuevo orden internacional, y la crisis
económica con que se cerrará la década, dibujan una parábola en la que la
sociedad internacional pareció caminar al abrigo de las ilusiones de Ginebra.
Una era en la que la Sociedad de Naciones pareció encontrar un equilibrio
armónico entre los intereses de los Estados y los altos fines de la organización en
la preservación y el estímulo de la paz. Unos años en que las relaciones
internacionales se canalizaron a través del «espíritu de Ginebra», recuperando el
título de la obra de Robert de Traz publicada en 1929, y en los que parecía tener
cabida la solución a los grandes problemas de la posguerra.
El distendido clima que reinaría en el ámbito de las relaciones internacionales a
partir de 1924, fue posible a tenor de una serie de variables de muy distinta
índole. En primer término, una favorable coyuntura económica que pondría fin a
los difíciles años de reconstrucción y normalización, y al hilo de la cual fue
posible avanzar en la búsqueda de soluciones al problema de las reparaciones y
de las deudas interaliadas. En segundo lugar, la irrupción en la escena
internacional de un elenco de estadistas que imprimieron un sello personal a la
diplomacia del entendimiento, entre los que destacan principalmente tres
figuras: el francés Aristides Briand, ministro de Asuntos Exteriores entre 1925 y
1932; el británico sir Austen Chamberlain, secretario del Foreign Office entre
1924 y 1929; y el alemán Gustav Stresemann, ministro de Negocios Extranjeros
desde 1923 hasta 1929. En tercer lugar, una mejoría generalizada en el sentido
de las relaciones entre las grandes potencias, a juzgar por la aproximación entre
Londres y París, el entendimiento franco-alemán, que de ningún modo anularía el
ánimo revisionista germano, o en el talante más receptivo de grandes potencias
que permanecían al margen de la Sociedad de Naciones -Estados Unidos y la
Unión Soviética-a participar en sus tareas, al menos en el terreno de la
cooperación técnica. y en cuarto lugar, otros factores de orden más coyuntural,
como el acceso a las instancias ejecutivas de fuerzas políticas de signo pacifista y
de izquierdas a lo largo de 1924, tanto en Gran Bretaña como en Francia, que de
la mano de políticos como el radical Edouard Herriot o el líder laborista Ramsay
MacDonald, facilitaron la superación de los desencuentros entre ambas
potencias democráticas.
Este cúmulo de factores, no los únicos ciertamente, posibilitaron un entorno
óptimo para reforzar el sistema de seguridad colectiva y fomentar la cooperación
internacional. El sustrato de fondo de la distensión fueron los esfuerzos por
buscar soluciones a las cuestiones conflictivas de la paz, desde actitudes más
posibilistas en la forma de interpretar tanto el mantenimiento como la revisión
del statu quo. Una distensión a la que nos aproximaremos desde el plano general
de la seguridad colectiva y desde el cambio de las expectativas económicas y los
avances en la delicada cuestión de las reparaciones.
En los esfuerzos por paliar las lagunas en el sistema de seguridad colectiva, el
año 1924 fue el de la frustración de los esfuerzos de Herríot y de MacDonald
para cambiar el espíritu de la diplomacia europea, reemplazando la coalición de
vencedores por una amplia familia de naciones, nucleadas en torno ala
institución de Ginebra. Efectivamente, la desestimación por parte del nuevo
gabinete conservador británico y de los dominios del «Protocolo para el
reglamento pacífico de las disputas internacionales», más conocido como el
Protocolo de Ginebra, concebido desde la trinidad -arbitraje, desarme y
seguridad-, consumaba, en opinión de R. O. Paxton, el último intento por
reemplazar el tradicional sistema de política de poder por un tipo de
procedimiento legal de resolución pacífica de los litigios internacionales.
Nuevamente se habían puesto de manifiesto las reticencias de Londres a asumir
nuevos compromisos universales y su preferencia por la conclusión de acuerdos
regionales, más explícitos, entre Estados con intereses comunes. El gobierno
británico, actuando nuevamente como puente de mediación entre Berlín y París,
insistiría en una garantía sobre la frontera del Rhin. La propuesta de Austen
Chamberlain tuvo una favorable acogida por Aristides Briand y Gustav
Stresemann, culminando sus conversaciones preliminares en la Conferencia de
Locarno en octubre de 1925. La conclusión del Pacto de Locarno comprometía a
los Estados signatarios, según rezaba su preámbulo, a mantener una distensión
general, a solucionar sus problemas económicos y políticos ya laborar en pro del
desarme dentro del marco de la Sociedad. El pacto constaba de cinco tratados: el
Pacto del Rhin, firmado por Alemania, Bélgica, Francia, Gran Bretaña e Italia,
garantizaba las fronteras occidentales de 1919 y el mantenimiento de la zona
desmilitarizada; y los restantes acuerdos eran tratados de arbitraje firmados de
forma separada por Alemania con Bélgica, Checoslovaquia, Francia y Polonia.
A priori, Locarno fue el salvoconducto para la reinserción de Alemania en la
sociedad internacional, sancionada en su incorporación a la Sociedad de
Naciones en 1926 como un miembro permanente del Consejo, y un paso esencial
en la distensión que reinó no sólo en los contactos entre Berlín y París, sino
también en las relaciones internacionales a lo largo de la década. Ahora bien, los
acuerdos de Locarno no ocultan ciertas inercias, sin duda preocupantes para la
credibilidad de la seguridad colectiva. En primer término, el procedimiento por
el que las grandes potencias habían llegado a aquel acuerdo ratificaba la
ambigüedad con que actuaron las grandes potencias respecto a la Sociedad.
Ciertamente, Locarno se insertó en el marco legal de Ginebra, pero se había
llegado a él por fórmulas tradicionales y de espaldas al Consejo, provocando la
desconfianza de las medias y pequeñas potencias. La convivencia de estas
prácticas internacionales dio lugar a diferentes tipos de tratados a lo largo de
este período: las alianzas tradicionales; los compromisos especiales como el de
Locarno, menos obligatorios que las alianzas; y el Pacto de la Sociedad de
Naciones y la legalidad emanada del mismo. Y, en segundo lugar, los Acuerdos de
Locarno devaluaron los términos de la paz de Versalles y sancionaron la política
revisionista de «realización» de Stresemann. Se sancionaban dos tipos de
fronteras: las occidentales, aceptadas por Alemania y garantizadas por otras
potencias; y las orientales, no reconocidas por Berlín y sin una garantía
colectiva. El revisionismo alemán quedaba latente, en la propia forma en que
procedió a su incorporación a la Sociedad de Naciones, limitando sus
compromisos con la seguridad colectiva a raíz del pacto firmado con la Unión
Soviética el 24 de abril de 1926, por el que ambas se garantizaban la neutralidad
en caso de una agresión, ya fuera político-militar o económica.
Los esfuerzos por perfeccionar el sistema de seguridad colectiva y afianzar la
paz en el seno de las instituciones de Ginebra prosiguieron. En 1927 se creó el
Comité de Arbitraje y Seguridad con el fin de estudiar las diferentes vías para
mejorar el funcionamiento de la Sociedad ante las crisis internacionales,
culminando en el Acta General de Arbitraje. Asimismo, se dio un salto cualitativo
en los trabajos del desarme, creándose en 1925 la Comisión Preparatoria de la
Conferencia del Desarme, en la que participaron tanto Estados Unidos como la
Unión Soviética, y cuya actividad se orientó hacia la determinación de la fecha
de la conferencia y la realización de los preparativos de la misma. Sin embargo,
los avances en materia de limitación de armamentos fueron más fructíferos en
foros más limitados y al margen de la Sociedad. Tal fue el caso de las
conferencias navales, en concreto la celebrada en Washington en 1921 y 1922,
que reguló no sólo el nuevo statu quo en el Lejano Oriente, sino que determinó
porcentualmente el orden jerárquico de las principales armadas de guerra.
La intervención de la Sociedad de Naciones en los litigios internacionales se
mantuvo dentro de las mismas pautas, mediatizado por la voluntad de las
grandes potencias tanto dentro como fuera de Europa. En este sentido, la
incidencia de la «doctrina Monroe» en el continente americano generó no pocas
suspicacias entre las repúblicas americanas. Uno de los grandes hitos de la
época en los trabajos por afianzar la paz fue, sin duda, la firma del Pacto de
París, o Pacto Briand-Kellog, firmado el 27 de agosto de 1928. La iniciativa
surgida de Aristides Briand ala Administración norteamericana en forma de
acuerdo bilateral, fue reformulada por el secretario de Estado norteamericano
Frank B. Kellog, quien abogó por una declaración general de aplicación
universal. El pacto de renuncia a la guerra, denominado por un senador
norteamericano como el «beso internacional», era ante todo un valor moral y fue
considerado mayoritariamente como una declaración de principios en lugar de
una obligación contractual. Firmado originariamente por Alemania, Estados
Unidos, Francia, Gran Bretaña, Japón e Italia, alcanzó una aceptación casi
universal.
En el ámbito europeo se adoptó una de las iniciativas más novedosas y
sintomáticas para buscar alternativas a la crisis general que vivía Europa. Al
calor de las ideas que habían abrigado la empresa de la integración europea,
destacando entre ellas la obra del conde Koudenhove-Kalergi, Paneuropa,
publicada en 1923, el ministro francés Aristides Briand asumió la iniciativa de
presentar en mayo de 1930 su famoso Memorándum para la Unión Federal de
Europa, en el cual la unificación económica ocupaba un lugar prioritario e
inseparable del problema de la seguridad, ala vez que insistía en la necesidad de
proceder hacia la unidad política entre los Estados de Europa El proyecto
excesivamente audaz y prematuro no prosperó en un adverso contexto
económico y en una Europa atenazada por los particularismos nacionales.
Por último, la mejora de las expectativas económicas facilitó la búsqueda de
soluciones para el problema de las reparaciones y de las deudas interaliadas. La
ocupación del Rhur, que se prolongó hasta finales de 1924, tuvo negativas
repercusiones económicas para Francia y Alemania y demostró la escasa eficacia
de las medidas militares como vía para solucionar el problema de las
reparaciones. La llegada de Stresemann al gobierno fue decisiva para
desbloquear la crisis. En un memorándum fechado el 7 de septiembre de 1925,
descubierto tras la II Guerra Mundial, la política revisionista de Stresemann
especificaba sus prioridades en los siguientes términos: la solución del problema
de las reparaciones, la protección de los alemanes fuera de las fronteras
alemanas y la rectificación de las fronteras del este.
A propuesta norteamericana, el problema de las reparaciones fue examinado por
una comisión de expertos en economía, cuyos miembros fueron nombrados por la
Comisión de Reparaciones. La comisión de expertos, encabezada por el
financiero norteamericano Charles G. Dawes, presentó un informe el 11 de mayo
de 1924. El plan de reparaciones, más conocido como el Plan Dawes, fue
aceptado por los aliados y por Alemania. Basado en la capacidad real de pago de
esta última, se establecía el pago de cinco anualidades por un total variable
entre 1.000 y 2.000 millones de marcos. Para Alemania la aceptación de este
plan era la única alternativa posible para obtener la evacuación del Rhur y lograr
los capitales necesarios de Estados Unidos y Gran Bretaña para afrontar el
reequipamiento industrial y el pago de las reparaciones. Hasta 1930, Alemania
pagó puntualmente sus cuotas anuales por un total de más de 7.000 millones de
marcos oro, de modo que los aliados pudieron afrontar sus deudas financieras
mutuas, a la vez que Estados Unidos flexibilizó los medios de pago de las
mismas.
A punto de expirar este plan y alcanzado el límite máximo de la cuota anual por
Alemania, comenzaron los trabajos y las negociaciones para fijar una normativa y
un procedimiento definitivo para el pago de las reparaciones. Stresemann,
hábilmente, puso en la mesa de negociaciones la contrapartida de la evacuación
anticipada de Renania. Las negociaciones culminaron en el trabajo de la
comisión de expertos que, presidida por el norteamericano Owen D. Young,
presentó un nuevo plan el 7 de junio de 1929. El Plan Young preveía el pago de
una suma anual de 1.900 millones de marcos oro durante un período de 59 años,
la supresión de la Comisión de Reparaciones y la creación de un banco
internacional que controlaría la distribución de las reparaciones. El 17 de mayo
de 1930 entró en vigor el nuevo plan, y unas semanas más tarde se consumaba la
evacuación de Renania por las tropas «aliadas». En un contexto económico
conmocionado por al crack bursátil de 1929 y la extensión generalizada de la
crisis económica, el Plan Young apenas tendría incidencia práctica.
Efectivamente, en la Conferencia de Lausana, celebrada en junio de 1932, quedó
definitivamente abandonado el plan de reparaciones, mientras fracasaron los
intentos de las antiguas potencias aliadas por obtener de Estados Unidos la
cancelación de sus propias deudas.
Los acontecimientos que cerraron la década introdujeron nubarrones que
ensombrecieron las optimistas expectativas que habían alumbrado una época de
esperanza en torno ala utopía de Ginebra.

2.3. LOS DESAFIOS REVISIONISTAS AL ORDEN INTERNACIONAL DE


POSGUERRA (1930-1936)
El viraje que se produjo en las expectativas internacionales en el tránsito de una
década a otra, se fraguó de forma paulatina al socaire de la extensión de la crisis
económica y sus efectos disolvente sobre el optimismo que había calado en años
precedentes, tanto en los Estados como en el propio sistema internacional. Como
bien subraya Jean-Baptiste Duroselle, el desencanto y el pesimismo se fue
fraguando a lo largo de los primeros años de la década, dejando aún un lugar a la
esperanza de la seguridad colectiva. Pierre Renouvin, coincidente en esa misma
apreciación, describía aquella coyuntura en los siguientes términos: «a principios
de 1929, el ánimo de la opinión se inclinaba al optimismo por lo que se refiere a
las relaciones internacionales. Pero era un optimismo precario que no hacía
desaparecer en las esferas dirigentes una difusa inquietud, cuando se pensaba
más allá de las perspectivas inmediatas. La causa profunda de esa sensación de
precariedad era, sin duda, el fracaso de los intentos para organizar las relaciones
entre los Estados».
La crisis del sistema de seguridad colectiva, cuyos primeros desafíos tendrían
lugar a la largo de la primera mitad de la década, no era sino la crisis del orden
surgido de Versalles. Los desafíos al sistema internacional de posguerra
sobrevendrían en un marco general de crisis, en el que concurrieron procesos y
síntomas de muy variada naturaleza.
En primer término, la crisis económica, que inició su andadura el 24 de octubre
de 1929 con el crack bursátil de Nueva York y se propagó por la economía
europea con toda su virulencia a partir de 1931, actuó como detonador de una
crisis generalizada cuya naturaleza ya había sido percibida por los europeos
durante la Gran Guerra. En Europa, Austria fue la primera víctima del desorden
económico internacional, con la quiebra del Creditanstalt y el fracaso del
proyecto de unión aduanera con Alemania, y poco después, esta última sufriría
los rigores de la crisis con la quiebra del Darmstandter Bank. En Gran Bretaña,
la crisis se saldaría con el abandono del patrón oro y la convertibilidad de la libra
esterlina y el fin de las prácticas librecambistas. Mientras, en Francia se
retrasarían los efectos de la crisis, pero su recuperación sería, asimismo, más
lenta que en el resto de países industrializados. El plan de reparaciones naufragó
del mismo modo en que la harían las recomendaciones liberalizadoras y de
cooperación multilateral en la Conferencia Económica Mundial de Londres,
celebrada en junio de 1933. El fracaso de la conferencia fue la más ilustrativa
expresión del triunfo de las soluciones nacionalistas y unilaterales, así como de
la contracción y de la compartimentación del mercado internacional, en el que
comenzarían a aflorar soluciones de corte autárquico.
En segundo término, la crisis económica incidió directamente en la crisis política
de las democracias en los años treinta. En estos años, afirma Jean-Baptiste
Duroselle, se agravó el desequilibrio entre las democracias, profundamente
pacíficas, pero débiles, y los regímenes de corte totalitario y autoritario,
partidarios de modificar el statu quo vigente en favor de sus intereses
nacionales.
En tercer lugar, el sentimiento general de crisis acabaría filtrándose en la propia
Sociedad de Naciones. El visible y creciente deterioro del «espíritu de Ginebra»
acabó por activar de forma generalizada el recurso a las formas diplomáticas
tradicionales tanto en las grandes como en las pequeñas potencias que, aun
manteniendo las formalidades respecto a la legalidad de Ginebra, evidenciaban
una quiebra en la credibilidad del organismo internacional.
Y, en suma, localizando nuestro análisis en los desafíos al sistema internacional,
y en concreto a los principios y mecanismos de la seguridad colectiva, la línea de
tensión a través de la cual se canalizaría este proceso fue la dialéctica entre
revisionistas del statu quo de posguerra y los defensores, con todo orden de
matices, del orden de Versalles. Una bipolarización que en el foro de Ginebra
sería sin duda permeable ala dialéctica fascismo/antifascismo, escenificado en la
marea revisionista de las potencias «fascistas» y la contención de las potencias
democráticas, a cuyo polo se aproximó coyunturalmente la Unión Soviética a
través de la formulación de la estrategia «frentepopulista» y la defensa de la
tesis del «comunismo en un solo país».
A lo largo de este período, ya diferencia de cualquier momento precedente, los
desafíos revisionistas a la Sociedad de Naciones y al orden de Versalles serían
acometidos por grandes potencias: una asiática, Japón, y dos europeas, Alemania
e Italia.
El primer capítulo de este período crítico de la Sociedad tuvo como escenario la ,
alteración del equilibrio de fuerzas en el Lejano Oriente. La agresión japonesa,
materializada en la ocupación militar de Manchuria fue, en opinión de Frank P.
Walters, el primer gran desafío realizado por una gran potencia a los
presupuestos morales y políticos del Pacto. La posición de Japón presentaba
ciertas analogías con la de Alemania e Italia, en la medida en que se sentía
constreñida en su posición internacional, y enarboló una política nacionalista
agresiva tendente a alterar en su favor el statu quo territorial en la región. El
acto de fuerza de Tokio, iniciado el 18 de septiembre de 1931 y que culminaría
con la creación del Estado títere del Manchukuo en marzo de 1932, supuso la
violación del tratado de las nueve potencias, por el que Japón reconocía el
principio de «puerta abierta» en China y el respeto de su integridad territorial, y
el incumplimiento, asimismo, del Pacto Briand-Kellog.
El 19 de septiembre de 1931 llegaban las primeras noticias del conflicto al
Consejo de la Sociedad. Dos días más tarde el gobierno chino evocaba el artículo
11 para que las instituciones societarias mediaran en el conflicto. Las reacciones
de las potencias, tanto las pertenecientes a la Sociedad, y en especial Gran
Bretaña -a priori el Estado con mayores intereses en juego-, como las ajenas a
ella, caso de Estados Unidos que era garante de los dos acuerdos internacionales
violados por Tokio, fueron muy débiles y permisivas con la agresión, no yendo
más allá de una condena moral.
Las recomendaciones del Consejo para que Japón procediese ala evacuación de
las tropas encontró como respuesta, a través del representante japonés en el
Consejo, Yoshizawa, una táctica evasiva y de defensa de los derechos de su país.
La esterilidad de las resoluciones adoptadas por el Consejo condujeron ala
creación el día 10 de diciembre de una Comisión de Encuestas, cuya presidencia
sería asumida por el representante británico lord Lytton y al que acompañarían
los delegados de Francia, Italia, Estados Unidos y Alemania. Evaluada la
situación in situ, el informe de la Comisión, enviado a Ginebra desde Pekín en
septiembre de 1932, consideraba que el nuevo Estado del Manchukuo carecía de
toda base legal y condenaba a Japón no por haber cometido un acto de agresión,
sino por haber recurrido ala fuerza sin haber agotado previamente todos los
medios pacíficos disponibles. Dicho informe sería la base de una resolución
aprobada por la Asamblea el 24 de febrero de 1933, precediendo en poco más de
un mes ala retirada de Japón de la Sociedad de Naciones.
Las instituciones de Ginebra no habían aceptado el nuevo statu quo, pero habían
eludido, como bien aprecia Edward H. Carr, cualquier pronunciamiento para
establecer la aplicación de las sanciones bajo el artículo 16. Las grandes
potencias no se comprometieron con la posibilidad de recurrir a las sanciones, la
que agudizó las reticencias ya existentes entre las medias y pequeñas potencias
no hacia los valores y mecanismos del Pacto, sino hacia la buena fe de los
«grandes».
Al otro lado del mundo, en Europa, escenario natural sobre el que actuaron los
tratados de paz, se desarrollarían los capítulos decisivos en el pulso entre las
potencias revisionistas y los defensores del orden de Versalles, y, en
consecuencia, el futuro y la credibilidad del sistema de seguridad colectiva.
El revisionismo alemán, a tenor de la crisis de la República de Weimar y el
ascenso de las fuerzas conservadoras y ultranacionalistas, entraría en una fase
de agudización en sus reivindicaciones y en sus formas, adquiriendo un estilo
más agresivo y tajante, que culminaría en la política revanchista auspiciada por
Hitler una vez en el poder en 1933.
Cerrado el capítulo de las reparaciones y lograda la evacuación de las tropas
extranjeras en Renania, el revisionismo germano se orientaría de forma más
explícita hacia la neutralización de las cláusulas militares y de seguridad, aunque
las cuestiones territoriales y la preocupación por las minorías alemanas fuera de
sus fronteras siempre fueron capítulos activos en la agenda de su política
exterior.
El desarme alemán, a tenor de las cláusulas militares del Tratado de Versalles,
había de ser la antecámara aun desarme generalizado. La celebración y el
transcurso de la Conferencia de Desarme se antojaba, desde esta perspectiva,
como un capítulo crucial para la seguridad de Europa. La Conferencia de
Desarme, que se había convertido en una de las empresas más prestigiosas de la
Sociedad de Naciones, se inició, finalmente, en febrero de 1932, y en su
evolución Frank P. Walters distinguía dos fases: la primera, entre los meses de
febrero y diciembre de 1932; y la segunda, desde enero hasta octubre de 1933.
A la largo de la conferencia, la más importante de las celebradas desde la
Conferencia de Paz de París, aflorarían las diferentes tesis ya expuestas por los
representantes de las potencias en los trabajos preparatorios, y que oscilaron
entre las tesis francesas que conferían un carácter prioritario ala seguridad
sobre el desarme (Plan Tardieu y Plan Herriot), y la exigencia alemana, expuesta
por Brüning, de la paridad de armamentos. Entre ambos polos, las proposiciones
anglosajonas (Plan John Simon y Plan MacDonald, por Gran Bretaña, y Plan
Gibson y Plan Hoover, por Estados Unidos) eran mucho más explícitas y precisas
en sus contenidos y se esforzaron por crear un escenario de consenso entre las
irreductibles posiciones de franceses y alemanes. La delegación soviética, por su
lado, siguió insistiendo, por medio de su portavoz en Ginebra (Litvinov), en la
tesis del desarme total e inmediato, mientras que las posiciones defendidas por
las medias y pequeñas potencias se desenvolvieron de acuerdo con sus
afinidades internacionales e intereses nacionales, en unos casos cercanas alas
tesis francesas, como las de la «Pequeña Entente», o en otros intentando tender
un puente mediador entre Alemania y la conferencia, como el «Grupo de
Neutrales», en el que figuraban los Estados escandinavos, Suiza, Holanda y
España desde finales de 1933.
Un fiel reflejo de los estériles trabajos de la conferencia fue la retirada temporal
de Alemania el 14 de septiembre de 1932 y su efímero retorno a la misma al año
siguiente , hasta la retirada definitiva de la Alemania nacional-socialista de la
conferencia y de la Sociedad en octubre de 1933. En dos años de Conferencia de
Desarme se transitó desde la esperanza del desarme a la psicosis rearmista y al
sentimiento generalizado de inseguridad que asolaría Europa a partir de 1934. y
en este interregno fueron habilitándose fórmulas diplomáticas, como la
propuesta italiana para concertar el llamado «Pacto de los Cuatro» firmado en
Roma en junio de 1933 con Francia, Gran Bretaña y Alemania, pero nunca
ratificado, que en un intento de reeditar el Directorio Europeo mostraba la
vitalidad de las formas tradicionales en detrimento de los principios de Ginebra.
Asimismo, y dentro del marco legal del Pacto, fueron surgiendo desde 1934
diferentes iniciativas regionales para mejorar las expectativas de seguridad,
especialmente en las áreas más problemáticas, como se desprende de la Entente
Báltica o la Entente Balcánica.
En aquel contexto, Alemania encontró abonado el terreno para librarse de las
cláusulas militares del Tratado de Versalles, anunciando el 16 de marzo de 1935
el restablecimiento del servicio militar obligatorio. La reacción de las grandes
potencias europeas no fue más allá de una tibia concertación frente al
revisionismo alemán. Aquella aproximación entre franceses, británicos e italianos
se concretaría en el Frente de Stresa el 11 de abril. Nuevamente, los cauces
marginales a la Sociedad de Naciones circunscritos a la voluntad y los intereses
de las grandes potencias mediatizó la actividad del Consejo, cuya resolución
condenatoria contra la violación alemana giró en torno de los designios de
Stresa. El balance de Stresa, sin embargo, fue bastante problemático, puesto que
si por un lado debilitó la credibilidad de las instituciones de Ginebra y alimentó
aún más las reticencias de las medias y pequeñas potencias, por otro no generó
una sólida cohesión entre los grandes, como bien se puede concluir de la
concertación del acuerdo naval entre Gran Bretaña y Alemania el 18 de junio, o
de la connivencia francesa hacia la política revisionista italiana en África.
La escalada de la política revisionista de Alemania hacia las garantías de
seguridad emanadas del orden de Versalles alcanzaría su momento culminante
con el desmantelamiento de Locarno, coincidente con la fase final de la crisis de
Abisinia. La violación de los acuerdos de Locarno ponía definitivamente final ala
concertación de las grandes potencias de Stresa. El pretexto esgrimido por
Hitler para liberarse de los compromisos de Locarno fue la ratificación en
febrero de 1936 por la Cámara de Diputados francesa del pacto franco-soviético
firmado el 2 de mayo de 1935, que cristalizaba un proceso de acercamiento entre
París y Moscú ya iniciado bajo la dirección de Louis Barthou en 1934 al promover
un Locarno oriental, y uno de cuyos logros fue el ingreso de la Unión Soviética
en la Sociedad de Naciones. El gobierno alemán aprovechó aquella coyuntura
para anunciar el 7 de marzo de 1936 a los gobiernos belga, británico y francés
que el pacto franco-soviético era incompatible con Locarno. Aquel mismo día
Alemania procedió ala remilitarización de Renania. Cuatro días más tarde
Francia anunciaba que actuaría dentro de los cauces de la Sociedad de Naciones
y el 19 de marzo el Consejo se limitó a constatar solemnemente la violación
alemana a la legalidad internacional ante la parálisis de los demás firmantes de
Locarno.
La estrategia revisionista alemana no descuidó otros frentes capitales a lo largo
de estos años, como la cuestión de las minorías alemanas o el restablecimiento
de su integridad territorial. En este sentido, se encaminó la actividad del
gobierno alemán en pro de la reintegración del Sarre al Estado alemán tras el
plebiscito de enero de 1935, el apoyo a los sectores nacional-socialistas en
Dantzig o la firma del pacto germano--polaco de 26 de enero de 1934 que,
además de debilitar las alianzas a retaguardia francesas, alteraba en su beneficio
la situación de las minorías, puesto que supuso la desvinculación de Varsovia de
los tratados de minorías de 1919.
Roma sería el otro epicentro desde el cual se emitieron nuevas sacudidas que
acabarían debilitando de forma definitiva los cimientos del edificio de Ginebra.
Desde la década anterior, la diplomacia de la Italia fascista había actuado muy a
menudo al margen de los canales de Ginebra y se había manifestado
críticamente frente a los principios y mecanismos del Pacto. Iniciativas italianas
como el Pacto de los Cuatro o el apoyo dispensado al llamado «frente de Stresa»,
situaban a la diplomacia italiana más cercana a las fórmulas tradicionales de la
diplomacia ya los presupuestos realistas que al estilo y al ideario de Ginebra.
Las reticencias de Roma a la política alemana en Europa central, y en especial
hacia Austria, y sus expectativas expansionistas tanto en los Balcanes como en el
continente africano, se encuentran en la base del proceso de aproximación a
París, que fue cobrando forma desde 1934 para concretarse en los Acuerdos de
Roma de enero de 1935. La política africana de Italia no sólo pondría a prueba la
endeble concertación con Francia y Gran Bretaña frente a la política alemana,
sino también toda la credibilidad del sistema de seguridad colectiva. La crisis de
Abisinia, cuyos prolegómenos se sitúan en el incidente de Ual-Ual el 5de
diciembre de 1934 entre las tropas del «Negus» y el ejército colonial italiano,
fue, y en ello incide unánimemente la historiografía sobre la Sociedad, la prueba
decisiva (test case) para el prestigio y la operatividad real de la Sociedad de
Naciones.
La diplomacia italiana, una vez que el gobierno etíope apeló al Consejo en el mes
de enero para buscar una solución por la vía del arbitraje, optó por habilitar los
mecanismos de diálogo del tratado firmado con Etiopía en 1928, como una
fórmula para ganar tiempo en los preparativos militares y ponerse al abrigo de
las iniciativas de la Sociedad. A medida que el Consejo fue asumiendo mayor
protagonismo en la gestión de la crisis, la diplomacia italiana modificó su táctica
de modo que, de acuerdo con el memorándum presentado por Aloisi al Consejo,
se avino a discutir la cuestión pero justificando su acto de fuerza y
desautorizando al gobierno de Addis Abeba para actuar en pie de igualdad con
las naciones civilizadas.
El Consejo se esforzó por agotar la vía de la mediación y el apaciguamiento, ante
las reticencias que entre sus miembros despertaba la posibilidad de aplicar las
medidas punitivas de la Sociedad. Con este ánimo se creó un comité especial,
integrado por representantes de España, Francia, Gran Bretaña, Portugal y
Turquía, cuya labor se orientó hacia el establecimiento de nuevas bases de
negociación. El retroceso en la defensa de las derechos etíopes, un hecho
evidente en los términos en que el comité propugnó la solución de la disputa,
ponía una vez más de relieve la supeditación de la Sociedad a la .voluntad de las
grandes potencias. Efectivamente, el comité se hizo eco de las conversaciones
mantenidas por franceses, británicos e italianos a lo largo del verano, en las que
se había suscitado la posibilidad de un protectorado compartido bajo la tutela de
la Sociedad, pero en el que se otorgarían claras ventajas a Italia.
Estos hechos demostraban la ambigüedad con que se comportaron las grandes
potencias del Consejo. Gran Bretaña, y con mucho menos entusiasmo Francia, en
esta precisa coyuntura, actuaban como defensores a ultranza de los principios
del Pacto, pero el realismo de su práctica diplomática, teñida con los signos ya
inequívocos de la política de «apaciguamiento» abanderada por Londres, afluyó a
través de los canales de la diplomacia tradicional y de espaldas a Ginebra, para
buscar una solución más cercana a las tesis de Roma que a las de Addis Abeba.
Las operaciones militares comenzaron el 3 de octubre de 1935. Aquella escalada
fue contestada por el Consejo con la aplicación, por primera vez en la historia de
la institución, del sistema de sanciones previsto en el artículo 16 del Pacto. El día
5 de octubre tenía lugar una convocatoria extraordinaria para afrontar la crisis, y
en el transcurso de la cual cincuenta de los cincuenta y cuatro Estados asistentes
se pronunciaron a favor de la aplicación de las sanciones. Las sanciones
económicas impuestas a Italia fueron de dudosa efectividad, no sólo por la
ausencia de grandes potencias económicas, como era el caso de Estados Unidos,
sino también por las propias reticencias de los Estados sancionadores al
fortalecimiento de las mismas, como la inclusión del petróleo, ante el riesgo de
provocar una intervención militar contra Italia. Un comportamiento ilustrativo de
sus ambiguas posiciones, que en el caso de Francia y Gran Bretaña volvería a
ocasionar una desairada situación para la Sociedad al filtrarse la noticia del
acuerdo Hoare-Laval, para satisfacer las reivindicaciones de Mussolini, en plena
campaña sancionista.
La esterilidad de la política sancionista y la victoria militar italiana el 9 de mayo,
junto ala crisis de Renania, dilapidaron de forma definitiva el crédito de la
Sociedad y la confianza en la seguridad colectiva.

2.4. LA QUIEBRA DE LA SEGURIDAD COLECTIVA (1936-1939)


Desde mediados de 1936, la Sociedad de Naciones no fue sino un testigo de
excepción del desmantelamiento del orden de Versalles. La quiebra de la
seguridad colectiva era un hecho conscientemente asumido tanto en el ánimo de
sus miembros como en el de sus detractores. Un síntoma ilustrativo del
pesimismo que cundió en Ginebra fue el hecho de que en la Asamblea celebrada
en julio de 1936 se inició el debate oficial sobre la reforma del Pacto y el
ejercicio de autocrítica se polarizó en la crisis de la seguridad colectiva. La
fosilización de sus instituciones políticas corrió pareja a la impotencia con que
Ginebra asistió al desarrollo de las crisis prebélicas.
La política de apaciguamiento de las grandes potencias societarias, Gran Bretaña
ya su estela Francia, frente al revisionismo como fórmula para salvaguardar la
paz, resultó en la práctica la negación de los principios y los procedimientos del
Pacto. Por el contrario, el descrédito de la Sociedad y de los principios
democráticos y liberales sobre los cuales había sido concebida, y el desenlace de
los desafíos de alemanes e italianos al statu quo, generaron un caldo de cultivo
en el que se consumaría el definitivo acercamiento de las potencias fascistas.
Una aproximación que se institucionalizaría con la firma del Eje Berlín-Roma en
noviembre de 1936 y con la firma del Pacto Anti-Komintern entre Alemania y
Japón en aquel mismo mes, y al que luego se adherirían entre 1937 y 1939 Italia,
Hungría, Manchukuo y la España de Franco.
Los primeros signos evidentes de la parálisis de la Sociedad de Naciones se
manifestaron en la inoperancia de Ginebra tanto en Europa, a pesar de las
peticiones del gobierno republicano, para evitar la creciente internacionalización
de la guerra civil española, tras su inicio el 18 de julio de 1936, como en el
Lejano Oriente, ante el inicio de la guerra chino-japonesa un año después,
eludiendo su autoridad en favor de los signatarios del Tratado de las Nueve
Potencias.
Las crisis prebélicas que se sucedieron desde 1938 tendrían como protagonista
inequívoco en Europa a la Alemania nacional-socialista, cuya agresiva política
revisionista entró en un estado de creciente efervescencia. Los pasillos del nuevo
edificio de la Sociedad de Naciones habían cedido su protagonismo
definitivamente a los de las cancillerías de las grandes potencias, únicos actores
privilegiados para discutir y decidir sobre las grandes y graves cuestiones
internacionales.
En el transcurso de estos meses, Hitler consumó los objetivos explicitados el 5 de
noviembre de 1937, en una conferencia secreta, respecto al futuro de la
población alemana en Austria y Checoslovaquia. En el primer caso, Alemania
había firmado un acuerdo con Austria el 11 de julio de 1936, por el que se
procedió a la normalización de sus relaciones bilaterales. Alemania reconocía la
plena soberanía de Austria, mientras que Austria se reconocía como Estado
alemán. Asimismo, afianzados los vínculos entre Berlín y, Roma, la diplomacia
alemana había sorteado uno de los mayores obstáculos para consumar sus
aspiraciones unionistas, el papel de garante que Mussolini había asumido
respecto ala independencia austríaca. Tras la presión de Berlín sobre el canciller
austríaco Schuschnigg en febrero de 1938 para que elevase al líder del partido
nacional-socialista austríaco, Seyss Inquart, ala cartera de Interior, Hitler decidió
recurrir a la intervención armada cuando el canciller austríaco anunció, de
improviso, el 9 de marzo, su intención de someter el problema de la unión
alemana aun plebiscito aquel mismo mes. El día 13 de marzo la unión con
Alemania, el Aunchluss, se convertía en una realidad con la entrada de las tropas
alemanas en Viena.
El último capítulo pendiente respecto a las minorías alemanas, fuera del Estado
alemán, se resolvería con el desmembramiento de Checoslovaquia entre los
meses de septiembre de 1938 y marzo de 1939. El 24 de abril de 1938, Hitler
incentivó al líder de la minoría alemana en los Sudetes, Henlein, para proceder a
la elaboración de un programa más agresivo de autonomía para la población
alemana, que entonces ascendía a tres millones. Aquellas directrices se
plasmaron en el Programa de Darlsbad. Asimismo, Hitler, en un discurso en
Nuremberg, elevó el tono de sus reivindicaciones planteando, previa invocación
al derecho de las minorías, la anexión de los Sudetes en lugar de la autonomía.
La reacción de las grandes potencias europeas occidentales se atuvo a la política
de apaciguamiento. Francia, garante de la integridad checoslovaca en virtud del
Tratado de 1925, orientó sus esfuerzos hacia el fortalecimiento de los lazos con
la Unión Soviética, aunque la efectiva ayuda de Moscú dependía de la concesión
del derecho de paso de romanos y polacos. En un clima de elevada tensión, París
y Londres se avinieron, en última instancia, a aceptar la sugerencia de Mussolini
de realizar una conferencia entre las cuatro grandes potencias. La reunión,
celebrada en Munich el 29 de septiembre, evitó el conflicto, pero al precio de la
atención a las reclamaciones alemanas en detrimento de los derechos del Estado
checoslovaco. Neville Chamberlain logró que el presumible golpe de fuerza del
Reich fuese sustituido por un simulacro jurídico, por el que los Sudetes pasaban
a la soberanía alemana y basado en la ilusión de que Hitler respetaría los
tratados firmados.
El epílogo a la crisis checoslovaca sobrevendría en marzo de 1939 cuando Hitler
decidió intervenir política y militarmente en Checoslovaquia. Aprovechando la
visita del presidente checoslovaco, Hacha, a Berlín, las tropas alemanas entraron
en Praga. En adelante, Eslovaquia se convirtió en un Estado independiente,
mientras que el protectorado de Bohemia quedaría bajo la directa influencia
alemana. Simultáneamente, Polonia ocupaba Teschen y Rumania invadía Rutenia,
con el beneplácito de Berlín. El último capítulo en el desmantelamiento del orden
de Versalles, precedido por la invasión italiana de Albania en el mes de abril, se
escenificaría a orillas del Báltico. La agresión contra la soberanía checoslovaca
delimitó una línea divisoria en la política revisionista alemana. Ilustraba el
tránsito desde la política de unificación del pueblo alemán a la política de
búsqueda del espacio vital (Lebensraum). La cuestión de Dantzig y la crisis
polaca, en agosto de 1939, supuso, asimismo, el límite de la política de
apaciguamiento. De hecho, Londres y París habían reforzado sus garantías con
Polonia el 31 de marzo, y con Grecia y Rumania el 13 de abril. A su vez, Gran
Bretaña firmó con Turquía una declaración de asistencia mutua y cooperación en
caso de guerra en el Mediterráneo, que luego se completaría con la firma de una
alianza entre Francia, Gran Bretaña y Turquía el 19 de octubre de 1939.
El 28 de abril Hitler denunció en el Reichstag la declaración germano-polaca de
1934 y remitió un memorándum a Polonia en el que se reivindicaba la anexión de
Dantzig y el establecimiento de un corredor que uniese Alemania con la ciudad, a
lo largo del cual se reconociese el estatuto de extraterritorialidad. El gobierno
polaco se opondría a las demandas de Berlín.
La diplomacia alemana, entre tanto, iba ultimando su red de alianzas,
concluyendo el «Pacto de Acero» con Austria el 22 de mayo de 1939, en virtud
del cual ambas potencias se comprometían a prestarse ayuda mutua en el caso
de que cualquiera de las partes se viese implicada en una guerra.
Entre tanto se intensificaron los contactos politico-diplomáticos, tanto alemanes
como franco-británicos, con la Unión Soviética. A mediados de abril ya tenor de
los acontecimientos recientes, París se mostraba mucho más receptivo a
concretar más los términos de la alianza con Moscú, presentando el día 18 una
propuesta para la firma de un pacto entre Francia, Gran Bretaña y la Unión
Soviética, que consistía en un acuerdo de asistencia mutua, una convención
militar y una garantía a los Estados bálticos y del mar Negro. Sin embargo, se
estaban precipitando importantes cambios en medios políticos y diplomáticos
soviéticos. Efectivamente, la estrategia frentepopulista experimentaría una
sustancial alteración que quedaría explicitada en el XVIII Congreso del PCUS,
celebrado el 10 de marzo de 1939. La línea de política exterior expuesta por
Stalin revelaba una ruptura radical con el concepto de seguridad colectiva
auspiciado en el anterior congreso. Stalin fue fiel a su convencimiento de
enfrentar a los capitalistas entre sí y evitar que la Unión Soviética fuese víctima
de sus guerras y preservar su libertad de acción. Aquel giro en la política
exterior soviética quedó rubricado en la sustitución de Litvinov por Molotov al
frente del Ministerio de Asuntos Exteriores y en la posterior aceptación de la
oferta alemana para la firma de un pacto de no agresión. La firma del pacto
germano-soviético, firmado por Molotov y Von Ribbentrop el 23 de agosto de
1939, incluía un protocolo secreto por el que Alemania y la Unión Soviética
procedían ala división de Europa oriental: el reparto de Polonia y la delimitación
de sus esferas de interés tomando como línea divisoria la frontera septentrional
de Lituania, lo que determinaba el futuro de Finlandia, Estonia, Letonia y
Lituania.
El 1 de septiembre las tropas de la Wehrmatch atravesaban la frontera polaca,
consumando la ocupación de la parte de Polonia negociada con Moscú, sin previa
declaración de guerra. Aquel nuevo acto de fuerza desencadenaría una nueva
guerra de dimensiones mundiales. Acontecía así el inicio de otra fase aguda en el
ciclo de guerras mundiales a partir de las cuales se ha forjado la sociedad
internacional contemporánea. Aquella «época de catástrofes», como la denomina
Eric Hobsbawm, presentaba un interregno entre las dos guerras mundiales
salpicado de continuas tensiones, una treintena de guerras y conflictos armados
entre 1918 y 1941 -de acuerdo con los datos estadísticos utilizados por Kalevi J.
Holsti-, que desde la perspectiva y en la memoria de los europeos se vivió como
una nueva «guerra de los treinta años».

CAPITULO 5: LAS DEMOCRACIAS EUROPEAS EN EL PERÍODO DE


ENTREGUERRAS
Por ALEJANDRO R. DIEZ TORRE
Profesor Titular de Escuela Universitaria de Historia Contemporánea,
Universidad de Alcalá

Por su dispositivo amplio y plural para la participación y la acción política,


podríamos definir el régimen de democracia durante el período considerado
como un régimen de libertad legal, en el que -junto al ejercicio de derechos
correspondientes a las libertades de asociación, expresión y las demás libertades
básicas-existía al menos el derecho a proponer alternativas políticas. En dicho
régimen podían revalidarse periódicamente, mediante elecciones, a gobiernos
legítimos cuyos líderes competían de forma libre y no violenta para ejercer dicho
poder. Siempre que se incluyeran en el mismo proceso democrático todos los
cargos políticos efectivos, y fueran reales las medidas para la participación de
todos los miembros de una comunidad política.
Todo lo cual y en la práctica política de entreguerras equivalía a libertad para
crear partidos y realizar elecciones libres y no desvirtuadas, sin excluir la
posibilidad de presentarse -y adquirir legitimidad-ante el electorado, al
responder directa o indirectamente ante el mismo por todo cargo político
efectivo. Teniendo en cuenta que en aquellas democracias dicho electorado
estaba representado por el conjunto de la población que podía ejercer el derecho
de sufragio universal masculino, con posibles ampliaciones aun electorado y voto
femeninos (como uno de los aspectos claves de modernización política del
período, que progresivamente irá incorporándose al sistema). Lo distintivo del
régimen democrático no era tanto la realidad de un sistema que permitía
oportunidades incondicionales de expresar opiniones -afines o ajenas alas de
partido y líderes gobernantes-, sino una oportunidad exactamente legal, e igual
para todos, de expresar todas las opiniones y mantener la protección del Estado
contra arbitrariedades de cualquier tipo (en especial, de la interferencia violenta
contra aquel derecho).
Durante el período de entreguerras algunas democracias no sólo dieron
prevalencia a estos valores democráticos. También acomodaron otros, bien por
cálculo de líderes y corrientes políticas o bien por objetivos de mayores
consensos e integración democráticas. Pero siempre provinientes los nuevos
valores democráticos de demandas sociales, a los anteriores derechos y
reconocimientos políticos se añadieron otras situaciones de equiparación, en el
mundo del trabajo, la asistencia social o la educación, en tanto que valores y
derechos sociales de las nuevas sociedades democráticas. Tal extensión fue
reconocida -no sin luchas sociales y de una forma a veces remisa o tardía, al final
de largos y empeñados conflictos-por democracias ansiosas de desactivar
turbulencias, o para enfrentar peligrosos ascensos de oposiciones sociales.
No obstante, en determinados países un lastre de anteriores regímenes estuvo
representado por la prepotencia o la coactividad estatales que envenenaron aún
más situaciones de legitimidad cada vez más discutida, hasta amenazar o
destruir las propias democracias. Pero en algún caso que examinaremos, a veces
aquellas situaciones fueron ampliamente remontadas por líderes políticos
perspicaces, ampliamente comprometidos en la defensa de regímenes
democráticos. y líderes políticos influyentes -pero independientes de grupos
económicos o sociales-ejercitaron sus funciones, dirigiendo o representando
instituciones democráticas revelándose, a veces, tan eficaces como los
conductores totalitarios en otras alternativas estatales. Fueron aquellos líderes
que cumplieron su cometido, en el desafío de sanear situaciones económicas
poco fluidas, o frente a enrevesadas tensiones sociales, sin desatender
depauperadas demandas de sectores populares, en renovados regímenes de
democracias.

1. ANTECEDENTES: HACIA EL DESORDEN Y LA INESTABILIDAD


INTERNACIONALES
Tras la Primera Guerra Mundial quedó al descubierto un doloroso panorama de
desolación y numerosas heridas sin curar de todo tipo -demográficas, sociales o
económicas-, al tiempo que en el horizonte se dibujaban toda una serie de
cambios y oscilaciones sucesivas: tanto internas, en cada nación contendiente,
como internacionales. A los diez millones de muertos en la guerra se añadían
muchos millones de mutilados que tenían que ser atendidos con cargo a los
presupuestos oficiales. Tan enorme malestar y desgarramiento moral y social
produjo heridas que nunca pudieron ser suficientemente restañadas en la
siguiente década, de los «felices» años veinte.
Algunas de las derivaciones del conflicto mundial permanecieron vivas o se
acrecentaron, como el ciclo de la deuda europea, el intervencionismo estatal o
las inflaciones monetarias. Otras secuelas, como la cuestión de las reparaciones
de las naciones perdedoras, simplemente quedaron encubiertas por el desorden
general de la Gran Depresión, ya en los años treinta. Pero incluso, en un análisis
de ganadores y perdedores -o de beneficio/coste-del primer conflicto mundial del
siglo XX, el precio de la guerra alcanzó una proyección también general, que se
tradujo en: malestar económico, a menudo representado por inseguridad y
oscilaciones imprevistas; un futuro demográfico cuestionado y, en definitiva, la
amenaza de una crisis de civilización, entreabierta y trabada a las soluciones
-exclusivas, excluyentes-de las élites políticas. Razón ésta de un inquietante
desconcierto, por el que el poder se mantuvo, durante un tiempo con viejas
recetas en manos de dirigentes ancianos -con una menor apertura a las nuevas
cuestiones de la época-y escasa agilidad para hacer frente a coyunturas
deterioradas, de destrucción y deslizamientos imprevistos.

1.1. EFECTOS DEL TRATADO DE VERSALLES EN EUROPA


En principio, los países beligerantes, reunidos en la Conferencia de Paz de enero
de 1919, para empezar la nueva era posbélica no contaron con las naciones
vencidas y sus vicisitudes. y sólo cuatro de los Estados vencedores,
representados por sus dirigentes, Lloyd George por Gran Bretaña, Clemenceau
por Francia, Orlando por Italia y Wilson por Estados Unidos, diseñaron allí un
precario statu qua internacional. El nacimiento, por ejemplo, del patronazgo
sobre Estados-clientes, surgidos de las ruinas de Imperios centrales, fue un
fenómeno que impulsó el clientelismo de Estados minuspotentes, Estados que se
convirtieron en apenas débiles democracias -recién nacidas a la vida
internacional-en permanente naufragio, o regímenes coronados, que deberían
asegurar una proverbial indefensión entre Imperios. En estas circunstancias, la
Europa central y oriental inició un indefectible camino de endeudamientos y
establecimiento de acuerdos desiguales, vínculos dependientes, como pago de
reconocimiento o sostén técnico y material mantenidos con Estados de Europa
occidental. Ello y todo en un ambiente de expectativas de nacionalismos
insatisfechos -viejos y nuevos, en el tiempo histórico-para adquirir más
reconocimiento o premios territoriales.
La nueva geografía de la paz restaurada en Europa, ni se tradujo en un
apaciguamiento, ni respetó el principio de autodeterminación de pueblos o
nacionalidades, pese a las obsesiones o los sueños del presidente americano W.
Wilson, que intervino decisivamente en el nuevo reparto europeo (apadrinando la
emergencia de algunas nacionalidades históricas a su nueva vida, como
naciones-Estado). Con cuatro millones de extranjeros encerrados en una
vegetativa Rumania, tres millones de alemanes en una ficticia Checoslovaquia,
una no menos artificiosa Yugoslavia, recreada para los «eslavos del sur» y
cimentada bajo la dominación serbia -monárquica y centralizadora como pocas-
sobre pueblos centrífugos (o Estados-tapón, antisoviéticos), etc., toda una
sustitución o expansión de opresiones -viejas y nuevas-recorría el mapa posbélico
europeo.
En línea con la diplomacia tradicional -la que conocían los viejos estadistas de
Versalles- los vencedores europeos estuvieron decididos a beneficiar al máximo
su triunfo. Ya menudo secretos compromisos desmintieron en las negociaciones
de paz el pretendido fin de una guerra del Derecho. Argumento éste de
contendientes recogido por negociadores de un nuevo «orden» y «derechos», o
preservaciones contra la injusticia y .la violencia. Al contrario, lo transmitido por
los negociadores a los tratados de paz fue una desigual transacción entre países.
De forma que los diferentes tratados consagraron la preeminencia occidental en
el escenario europeo, mediante dos hechos esenciales: en primer lugar, por la
liquidación del poder militar germánico y la propia reducción de Alemania a la
impotencia y precariedad, al sumirla en una factual humillación económica; y en
segundo lugar, debido ala desmembración de los Estados centrales y balcánicos,
abriendo la ineludible necesidad, entre ellos, de alinear dependencias o recrear
alianzas militares bilaterales, tanto como ayudas financieras imprescindibles.
Por otro lado las potencias vencedoras, escépticas ante el foro de arbitraje
nacido en .1920 como Liga de las Naciones, y refractarias ala cooperación
internacional, apenas variaron su deteriorado entendimiento inicial. A ella debe
añadirse el choque de intereses entre países vencedores y sus puntos de tensión
correspondientes. Tan aparente «paz» restaurada, sin embargo fue menos ficticia
que la ilusoria restauración económica de la Europa posbélica.
A las destrucciones directas -tanto materiales como productivas o financieras- los
países vencedores fueron añadiendo, como prolongación de su dañado aparato
productivo, gastos derivados de la Gran Guerra: reconstrucción de regiones
devastadas, reposición de reservas, renovación de material, coste suplementario
de importaciones, etc. En los años siguientes al conflicto, la erosión financiera
atacó la firmeza de las fortunas nacionales. En el seno de democracias mutiladas,
surgieron las dificultades financieras de Francia o Gran Bretaña, la precariedad
de Alemania, o el giro económico de una Italia despechada por el reparto de
vencedores (y encaminándose hacia el fascismo). Incluso pareció evidente la
reincidencia en sus males estructurales de países neutrales como España (que,
por su parte, también se encaminaría a la dictadura de Primo de Rivera). En
suma, se mostraron bien a las claras todos los síntomas del agotamiento de la
Europa posbélica y su lento declinar hacia un mundo bipolar.
Por lo demás, las implicaciones económicas de los acuerdos de Versalles fueron
allí, antes que nada, un pesado lastre -y una ocasión perdida-para enfrentar un
equilibrio económico. El artículo 231 del tratado firmado el 28 de junio de 1919
establecía la responsabilidad de Alemania y sus aliados en el desencadenamiento
del conflicto. Los aliados victoriosos fijaron precio entonces a las pérdidas
bélicas en términos de compensaciones y ajustes territoriales, repartición de la
flota y colonias de la potencia responsable. Además de fijar aquellos para
Alemania su desmilitarización y la obligación de entregas de dinero, a modo de
reparaciones económicas -verdaderos recargos o trabas, para lastrar un posible
resurgimiento industria-a pagar por una Alemania ya subalterna. Mientras las
pérdidas alemanas podían cifrarse -según estimaciones diversas-en el 13 % de su
espacio, el 15 % de su territorio agrícola, el 12 % de su población, el 10 % de sus
manufacturas, el 16 % de su carbón o el 48 % de su hierro, sólo los pagos de
reparaciones monetarias fueron evaluados en un montante, que el año 1921 fue
establecido en 132.000 millones de marcos/oro. De los cuales, un 22 % debía
entregarse a Gran Bretaña, y un 52 % a Francia.
Desde el mismo momento de las drásticas exigencias de pagos, surgió ya una
postura -convertida en testimonio-de oposición a las poco imparciales soluciones,
así como a su política de ejecución a todo trance. Aquella postura fue iniciada
por diplomáticos y observadores perspicaces, como Harold Nicolson o Norman
H. Davies, así como por economistas de relieve -que adquirieron más, a partir de
entonces-como J. M. Keynes, o historiadores concienzudos, como w. H. Dawson.
En Alemania, como era de esperar, desde aquellas imposiciones emergió un
sentimiento colectivo de rechazo y resentimiento, que persistió en el tiempo. Una
de cuyas manifestaciones se detectó en la historiografía alemana que, en su
mayoría, alimentó un ataque constante al Dicktat de Versalles. Pero las críticas
más significativas fueron las que argumentó el criticismo del economista J. M.
Keynes, que abandonó la delegación británica en protesta por los términos
finales del tratado.
El «criticismo» respecto al Tratado de Versalles se concentró sobre todo en las
distorsiones económicas que introducía, a más de los desquites políticos e
ideológicos futuros del revanchismo. En aquel sentido, respecto al marco
posbélico de desenvolvimiento, Keynes argumentó que los peligros reales para el
futuro no se cifrarían sólo en cuestiones de fronteras, «sino más bien en
cuestiones de alimentos, carbón y comercio» , estando persuadido de que «el
tratado, superando los límites de lo posible, en la práctica no había sentado
nada». Keynes pudo criticar así a partir de entonces no sólo las condiciones
económicas de un arreglo falto de sabiduría -en sus objetivos de destruir los
medios de subsistencia de Alemania-, sino incluso alertar sobre los peligros, en
Europa y fuera de ella, de un prolongado eclipse de la economía alemana. Pero
aún en 1921, con un franco deterioro en)as relaciones París-Londres (incluso con
la inquietud inglesa, ante una Francia revanchista respecto a Alemania), una
visión nueva y reforzadora del Tratado de Versalles apoyaba las líneas y
argumentos franceses, que habían sido trasladados al mismo dos años antes.
Las razones favorables para el mantenimiento del arreglo de Versalles, lejos de
cifrarse en una venganza francesa o una paz «cartaginesa» sobre Alemania,
valoraron la agraviada y destructiva situación en Francia, entre 1918 y 1923.
Igualmente se adujeron sus globales esfuerzos, en pro de una salvaguarda
militar aliada, o de la contribución a una nueva reconstrucción económica -y
cooperante-de Europa, para facilitar su propio restablecimiento. Éstas fueron las
tesis esgrimidas por el primer ministro francés A. Tardieu en 1921, enfatizando
tres aspectos del trato concedido a Alemania. En primer lugar, el punto de vista
francés sostuvo que, en comparación con las repercusiones del plan alemán de
dominio finalmente abortado, las pérdidas territoriales alemanas todavía estaban
lejos de su humillación. A continuación afirmaban que las devastaciones,
juzgadas mayores en Francia, hacían perentorias las transferencias de riqueza
industrial alemana -en forma de compensaciones-ala reconstrucción de la
maltrecha economía francesa. Finalmente, se concluía con el poco convincente
argumento de que fueran las compensaciones, a Francia o Bélgica, las que
paralizasen a Alemania en sus designios futuros.
En este último aspecto, podía aducirse que -entre los problemas de Alemania-su
inflación crónica de 1919 a 1923 era achacable, más que a otra cosa, al socorrido
recurso de emitir billetes por los gobiernos alemanes; o incluso ala fuerte
especulación, promovida por industriales del área del Rhin. Por contra la
posición francesa, según un proyecto de su ministro de Comercio en 1918, iba
dirigida ala creación de un bloque económico en Europa, que podría haber
operado hacia un sistema de tarifas preferenciales y de acuerdos en materia de
concurrencia. Pero tanto dicha propuesta como un sistema de «salvaguarda» -en
el que tenía sentido una Renania desmilitarizada-.pasaban por un pacto
permanente entre poderes occidentales. y este esquema francés fue el que
colapsó con el rechazo de Estados Unidos. Por esta razón, para su recuperación
económica, Francia quedó a la sola y entera dependencia de las reparaciones
alemanas. Fueron éstas las líneas argumentales de vindicación francesa del
Tratado de Versalles que recogería una corriente de historiadores
contemporáneos en Francia (J. Neré), en Alemania (W. Karr, A. J. Nicholls) o
estudiosos de las relaciones internacionales (J. Marks, G. Shulz), por no citar una
más reciente línea de trabajo (M. Trachtenberg, W. A. McDougall). La
reelaboración de los puntos de vista franceses de Tardieu, pasados veinte años
-durante la Segunda Guerra Mundial-permitirían a E. Mantoux formular una
requisitoria a la visión crítica de la paz «cartaginesa» o las consecuencias
económicas de Keynes.
La línea «crítica» , coetánea del arreglo económico y de Versalles, terminaría
imponiéndose sin embargo bajo la inspiración de Keynes. En 1924, el Plan Dawes
modificó el método de las reparaciones alemanas, con un escalona miento de los
pagos,
y la garantía mediante hipotecas de ferrocarriles e industria pesada. Mientras se
planteaba la evacuación del Rhur y surgía una nueva voluntad negociadora
(Conferencia de Locarno, octubre de 1925; admisión de Alemania en la Liga de
Naciones, en 1926), el sistema seguiría funcionando hasta 1930. En ese año, el
Plan Young dilataría aún el calendario de pagos (se preveía la conclusión en
1988) y determinaría la supresión de controles aliados (como la evacuación
aliada de Renania), hasta que el Acuerdo de Lausana (1932) canceló todas las
reparaciones y plazos pendientes. Los «críticos» al Tratado de Versalles, sin
embargo pudieron afirmar que, ya entonces, eran concesiones tardías. Por
ejemplo, para reconciliara opinión pública alemana, con un arreglo y sucesivas
revisiones, que podían haber fomentado el aislamiento de Francia o el revival de
Alemania (y, en último término, el asalto nazi al Estado alemán en los años
treinta).
En última instancia, la oposición al Tratado de Versalles terminaría creando dos
interpretaciones diferentes, en cuanto a sus términos y alcance efectivos. Por un
lado, la postura que argumentó que el fenómeno nazi fue uno más de sus
legados, por cuanto la opinión pública de Alemania habitualmente lo encajó como
un Dicktat intolerable. Y, por su lado, otra visión alternativa mantuvo que el éxito
nazi en Alemania provino de un tratado poco endurecido. De acuerdo con esta
segunda interpretación, el tratado fue desde el principio papel mojado, debido al
revisionismo de sus condiciones por unos aliados progresivamente desentendidos
de sus propias exigencias iniciales, y finalmente desunidos, con el virtual
aislamiento francés y el revival alemán. Ambas visiones serían expresadas en
sendas obras, de J. M. Keynes y E. Mantoux. En realidad es difícil hoy
argumentar acerca del acierto del Tratado de Versalles, pues no hay una
respuesta clara. Existen opiniones construidas sobre sólidas evidencias -tan
válidas como las otras-en el sentido del alcance final de los tratados en diversos
campos. En cualquier caso, es evidente que se introdujeron fluctuaciones y
situaciones poco equilibradas en Europa, desde donde se propagaron, como
ondas, a otras áreas mundiales.

1.2. INESTABILIDAD ECONÓMICA Y GOBIERNOS CONSERVADORES


En Europa, el rechazo alemán y las dilaciones aliadas, para articular los pagos de
las reparaciones por Alemania, fueron trasladando el problema en el tiempo. Así
crearon otro, el de los débitos crecientes a Estados Unidos, por suministros y
préstamos contraídos por parte de las naciones aliadas, que no percibían las
comprometidas deudas de guerra. La tendencia conservaba así la distorsión
comercial y financiera ocasionada durante la Primera Guerra Mundial;
añadiéndose a esto la diferente situación de la que salieron las naciones aliadas.
En este sentido, son significativas las situaciones contrapuestas de Estados
Unidos y Francia; mientras las reservas de oro de la potencia norteamericana se
estimaban en 278 millones de libras en 1919 respecto a 1913, esa misma
relación era negativa en -25 millones para Francia, durante ese mismo período.
Tal situación resulta explicable si se tiene en cuenta que, mientras el territorio
norteamericano no se utilizó como escenario de guerra, el francés por el
contrario sufrió los efectos de la destrucción bélica. Por esta razón tuvieron que
reconstruir 1.000 fábricas, 1.500 centros de enseñanza y 246.000 edificios. En
otro orden de cosas, el balance era negativo para Francia si se comparan con las
400.000 toneladas hundidas de la marina mercante norteamericana, frente alas
900.000 toneladas de la francesa. y para completar el cuadro, deben
considerarse también las diferentes contribuciones demográficas de estos países,
pues frente a los 115.0000 muertos norteamericanos en la guerra, Francia
presentaba el estremecedor saldo de 1.360.000 personas fallecidas. A las cifras
contrastadas de pérdidas bélicas y reproductivas económicas, resulta
conveniente añadir el drenaje posbélico de las diferentes divisas; en cuyo caso y
para las comparaciones entre los dos países antecedentes, tendríamos un
significativo contraste (véase el cuadro 5.1). En el balance fluctuante de años
posteriores, pérdidas, amortiguaciones de efectos bélicos y beneficios, también
se acumularon –diferentemente-en los distintos países. En términos económicos,
los beneficiarios del conflicto fueron en general países no europeos, que se
convirtieron en proveedores de mil y un productos durante la guerra, absorbidos
por necesidades industriales o de consumo crecientes de los países implicados.
Pero el beneficiario supremo fue Estados Unidos, que partía de una buena
situación antes de 1914, y que desde entonces aumentó sus exportaciones de
mercancías, al contar con mercados abiertos a compradores de ambos
contendientes. En último momento, sólo el bloqueo de mercados por efectos de
estrategia militar, hizo que los principales compradores de la industria
norteamericana fuesen las potencias aliadas. Los pagos y compensaciones
económicas afluyeron, por lo demás, a Estados Unidos durante los diez años
siguientes a 1919, como consecuencia de la creciente demanda y cobertura de
exportaciones hacia Europa. y los antiguos exportadores de capitales -Alemania,
Gran Bretaña o Francia-que en los años prebélicos habían realizado fuertes
inversiones en Estados Unidos, en sus colonias o en Sudamérica, se convirtieron
en deudores. y tuvieron que pagar sus facturas en dólares/oro, para lo que se
vieron obligados a vender sus inversiones en Estados Unidos, e incluso pedir
préstamos para hacer frente a sus obligaciones. De este modo, los problemas
corrieron a mayor velocidad que la ansiada prosperidad, de los «felices» años de
1920. A través de tupidas -y nuevas-redes comerciales o lazos financieros,
tendidos entre potencias derrotadas y transmisoras de pagos en reparaciones, y
potencias vencedoras y deudoras de compras y créditos. Las cuales endosaron
sumas provinientes de reparaciones y generaron nuevas demandas de créditos,
siendo todas ellas nuevamente deudoras, por dobles o triples vías. Los
desequilibrios se generalizaron en el desarrollo económico mundial de los
«felices» años 1920. y los acontecimientos se sucedían de tal forma que a cada
éxito aparente acechaba una amenaza potencial. En este sentido, se dieron
contradicciones que expresaron dicha inestabilidad.

Primera contradicción fue la que acusaron los crecimientos industriales en


Europa, muy polarizados en industrias básicas -carbón, construcción, acero-a
expensas de nuevas industrias de consumo (que surgió pese a todo, a crédito, ya
remolque de un ansia de prosperidad). Ahora bien, para países europeos como
Alemania, Gran Bretaña o Francia, dicho progreso industrial estaba afectado por
una declinante participación en el comercio mundial. En Estados Unidos, por el
contrario, con impulsos de tiempo atrás expresados en las exigencias de
mecanización y gratificación, ambas direcciones se materializaron y adueñaron
de los hogares norteamericanos y su consumo. Se puso allí por tanto un mayor
énfasis en nuevas industrias para el consumo, como las del automóvil o de los
electrodomésticos, que impulsaron una tasa de desarrollo mucho más alta que en
Europa.
Segunda contradicción, la que persistió entonces a escala mundial, debido a la
tupida red de endeudamientos compensaciones y créditos. La economía lo mismo
fue restrictiva para unos como expansiva y hasta frívola para otros: desde dos
sectores de economía progresiva en Estados Unidos, como el industrial de
consumo y el agrícola, se trababa el progreso económico de otros países. Los
productos industriales norteamericanos inundaron los mercados mundiales a los
que habían llegado hacía años, durante la excepcional situación de la Gran
Guerra europea. Ala vez que Estados Unidos, sin embargo, mantenían rígidas
tarifas contra productos europeos. Aquel país entonces no sólo aparecía como el
ganador económico e incontestable de aquella guerra, sino que impondría más
efectos -cercanos o lejanos-de su capacidad de autosuficiencia agrícola o de
materias primas.
En el período «cíclico» que apareció en el horizonte se puede distinguir una
sucesión de alternativas económicas en tres tramos: el primero hasta 1924,
principalmente ocupado por la reparación de daños; el segundo desde 1924 a
1929, con la vuelta a una pregonada -ya veces desinhibida-prosperidad; y el
tercero, marcado desde el principio por aquel fatídico año, abrió una fase de
colapso y difusión -año a año y según tiempos y periferias económicas-del «ciclo»
depresivo por el mundo. Pero desde 1924, la supremacía económica
norteamericana -expresada en el creciente volumen de préstamos a otros países-
también reveló que la principal base de crecimiento económico, en los países
europeos, estaba representada por la disponibilidad de capital e inversiones de
Estados Unidos. Desde Norteamérica salieron hacia Europa, entre 1925 y 1929,
hasta 2.900 millones de dólares en forma de inversiones y préstamos de dinero
efectivo. Estas cantidades resolvieron, entre otros problemas, los de Alemania,
para afrontar sus reparaciones a los aliados -principalmente Francia y Gran
Bretaña-ala vez que se utilizaron para reequipamiento industrial o de obras
públicas en aquél y -en menor medida-de estos países. A lo largo de la segunda
mitad de los «felices» años veinte, con avances crecientes sin embargo los países
europeos se debatirían en una contradicción esencial, que los ligaba tanto a la
recesión como a la recuperación. Ésta era posible gracias a los empujes de
inversiones extranjeras y préstamos como los de Estados Unidos, que
permitieron pagar importaciones en unos países o nuevas industrias y
reparaciones en otros. Bajo esa dirección económica estuvo cifrada buena parte
del desvío occidental hacia Estados Unidos. Esta atracción proporcionó un
negativo e inestable «círculo», de préstamos, pagos y reembolsos, así como de
retornos de intereses de inversiones, conocido como el «ciclo de la deuda».
Deuda que, en una de sus formas, creaba un esquema que implicaba préstamos
norteamericanos para pagos de reparaciones de Alemania a Inglaterra o Francia;
mientras que aquellos pagos en estos últimos países eran destinados a devolver
intereses de inversiones y ayudas de Estados Unidos, concedidos durante la
Primera Guerra Mundial.
Con semejante sistema de pagos internacionales, el 60 % de los efectuados
desde Alemania iban a parar a Estados Unidos, a través del mencionado «ciclo
de la deuda». Algo que se repetía con los países más pobres en la dependencia
de los préstamos estadounidenses, para reembolsar anteriores préstamos. En
todo caso quedaba descartada, por la autosuficiencia norteamericana, la forma
alternativa para países europeos, de reembolso por superávit de balanzas de
pagos. y la facilidad con que los inversores de Estados Unidos recurrían a la
exportación de sus capitales no sólo traducía el obligado recurso de algunos
países -industrializados, estancados o empobrecidos-para depender de
inversiones externas en un 25 % de sus bienes, sino que ejemplificaba bien la
situación económica del propio Estados Unidos, finados los años veinte. En la
potencia norteamericana la saturación de dinero especulativo, sin colocación
atractiva suficiente, estaba convirtiendo a aquel país en reiterado centro
receptor de capitales: los que debían enviar -en obligados pagos de facturas, en
dólares/oro-los países por sus compras, y que obligó a los aliados europeos a
vender sus inversiones en Estados Unidos, para recaudar dólares/oro o pedir
préstamos norteamericanos (para pagar aquéllas y otras deudas).
Como el volumen de comercio no reflejaba de ningún modo el nivel de
inversiones recibido, el resultado último fue que los reembolsos irían
concretándose en forma de transferencias de reservas/oro, encaminándose hacia
Estados Unidos. y así resultó que hacia 1929, Estados Unidos había concentrado
las mayores provisiones de oro del mundo, la cual mostró que aquel país había
invertido el flujo de capitales. De nación deudora se había convertido en nación
acreedora, por lo que distorsionaba el sistema y el funcionamiento de los
cambios, además de modificar la estructura del comercio mundial.
Tercera contradicción que hizo que irreal es avances de prosperidad, industrial o
agrícola, actuaran como depresores del comercio mundial, en unos casos; o, en
otros, se pusiera de manifiesto la imposible recuperación de países, entre el
despegue y la recesión, por estar supeditados a las inversiones especulativas de
origen norteamericano. Aquella contradicción facilitó el que sobrevinieran
medidas como la tomada por Gran Bretaña -arrastrando a otros países-desde
1925, con la adopción del patrón oro como referencia de la libra esterlina. Lo
cual no redujo la inestabilidad, sino que la aumentó. Los gobiernos rivales
ajustaron valores de monedas en grados y tiempos diferentes; o mantuvieron
sobre evaluaciones, con la que hubo nuevos estímulos de flujo de oro hacia
Estados Unidos. Los intentos de alcanzar una armonía en la economía
internacional terminaron abocando -ya antes de 1929a desconfianzas crecientes
ante el caos monetario, industrial o comercial. Mientras la conferencia de la Liga
de Naciones -reunida en Ginebra en 1927no aportó ninguna solución, los
gobiernos comenzaron a considerar una perspectiva proteccionista, a base de
tarifas y cuotas a las importaciones. El mercado europeo no se había
reconstruido cuando, lo que comenzó como un proteccionismo aduanero,
terminaría siendo la traducción al ámbito económico de los nacionalismos
emergentes desde Versalles.
Respecto a Versalles y la política europea, el aislacionismo estadounidense tuvo
su prolongación en otros campos, mediados los años veinte, como el recurso al
proteccionismo aduanero o al freno inmigratorio. Estados Unidos se cerró
también ala afluencia de hombres, limitando la inmigración y paralizando así la
válvula de seguridad en la presión demográfica europea. Cuando tales políticas
restrictivas -comerciales, inmigratorias-curiosamente emanaron de gobiernos,
que hicieron del principio del laissez faire una referencia inmutable de Estados
Unidos hasta 1929, como los regímenes conservadores de W. Harding o C.
Coolidge. En cuyos mandatos, las interferencias de los gobiernos en los negocios
fueron mínimas, sus presidencias muy débiles, y en el caso de la de Coolidge
quedó reducida a la insignificancia. Todo estaba supeditado a los intereses de la
industria y de los negocios, por lo que las agencias de reglamentación federal (es
decir, nacional) quedaron bajo control de las empresas. De Andrew Mellon,
representante de toda una dinastía empresarial y secretario del Tesoro, se decía
que bajo él «sirvieron» tres presidentes. Ante este planteamiento, un editorial de
la revista Life se preguntaba sobre la necesidad de un gobierno «visible»
(aunque aseguraba que seguramente confiarían a hombres de negocios en un
próximo milenio).
Tanto los gobiernos europeos como de los Estados Unidos se encontraron con
hechos consumados y no acertaron a controlar semejantes desequilibrios. Una y
otra vez, los responsables políticos volvieron a los modos ya los patrones
sencillos y anticuados, anteriores a la Primera Guerra Mundial. La impronta
conservadora dominó más visiblemente en los ejecutivos europeos. Así quedó de
manifiesto en distintas actuaciones, desde los gobiernos «fuertes» franceses
(Clemenceau, Briand, Millerand, Poincaré), hasta las coaliciones
liberal/conservadoras inglesas (Lloyd George, Bald. win) o el bloque conservador
alemán (Hindenburg). Sin embargo, sus políticas restauradoras económicas
quedaron en entredicho, al haber sido afectados por la guerra los cimientos
europeos de la prosperidad. Dominados por la precariedad, tanto en Gran
Bretaña como Francia, incluso con episódicos gobiernos de izquierda (1922 y
1924), apenas pudieron superar el distorsionado esquema económico de
posguerra. y es que se mostraron incapaces de reanimar un sistema industrial
envejecido o erosionado y un mercado inelástico, con demoras de recuperación,
exportaciones en declive y precios no competitivos. Tampoco parecía el mejor
arreglo las políticas deflacionarias con salarios congelados y descensos reales;
no se acertó a detener el desempleo endérnico y el persistente subconsumo. La
política social se limitó a medidas de apoyo o beneficencia sociales, para
neutralizar las fuertes contestaciones interiores. En líneas generales, la política
monetaria fue fluctuante o errática, aun con vuelta al patrón/oro de la libra, en
1925. Lo cierto es que en Inglaterra la recuperación estaba aún por llegar en
1929; un poco más de fortuna tenía el franco, con la vuelta a su valor real
después de la devaluación de cuatro quintas partes en 1928; y, por su lado, el
marco alcanzaba una cierta estabilidad con la vuelta del patrón/oro desde 1924.
Sin embargo, el gobierno Poincaré en Francia (desde 1929 con Pierre Laval y
André Tardieu), como el de Baldwin en Inglaterra (desde 1924, con Austen
Chamberlain o Winston Churchill) al traducir vastos consensos de opinión
pública, obtuvieron algunos logros, menos en Inglaterra que en Francia o
Alemania. Gobernaron recurriendo a prácticas autoritarias -con recurso a
decretos leyes y prácticas de guerra, nunca abandonadas del todo-, mientras
aumentaba en el Estado la influencia de los grandes cuerpos administrativos,
reclutados entre los altos medios financieros (más influyentes, cada vez, en las
grandes opciones nacionales).
No obstante, durante los años de 1920 dos fenómenos aparecieron más
evidentes. Si por un lado se estableció un mayor estrechamiento de vínculos
-para bien o para mal-en las economías del mundo, por otro, todas las economías
se tornaron más vulnerables. Un brusco movimiento, en el escenario económico
más fuerte, podía promover toda una reacción en cadena; siendo, por demás, una
situación en la que se combinaron los siguientes efectos añadidos: baja «cíclica»
en la economía, perturbaciones aportadas por la guerra y caos o inestabilidad
crónica. Todo lo cual provocó la gravísima situación que, ya desde entonces,
comenzó a ser conocida como la Gran Depresión y que es objeto de estudio en
otro capítulo.

1.3. DE LA INESTABILIDAD AL AISLAMIENTO: ASCENSOS


NACIONALISTAS
Entre 1931 y 1932, no pocos países europeos, americanos o asiáticos, asistieron
con sorpresa a la generalización del desastre. El área soviética, por su
independencia del comercio mundial, vivió al margen del ciclo depresivo. En
Europa, Alemania recibió el castigo más duro. y fuera del continente europeo,
Estados Unidos y Japón sufrieron las implicaciones más fuertes de la depresión.
Países como Suecia, Gran Bretaña y Francia -más tarde-fueron seriamente
afectados. Los países no industrializados, como los del este y sur de Europa y de
Sudamérica, tuvieron menos capacidad para encajar el golpe, debido a las caídas
de precios agrícolas ya la lucha que se libraba en un mercado desorganizado,
entre productores por ventas más baratas. Fue entonces cuando salió a relucir,
con más evidencia, el drama de las dependencias o monocultivos de un producto
-cacao, café, azúcar o trigo-respecto a mercados de consumo lejano o incierto. En
el sistema económico de un mundo tan convulso, se hubiese necesitado una
concertación internacional para arreglar y encauzar la situación depresiva
general. Por las excesivas reservas de los países en 1932, una conferencia como
la de Lausanne apenas llegó más allá de un acuerdo, de lo que se consideraba
inevitable por muchos lados: la anulación de pagos por reparaciones de
Alemania. Pero en 1933 una Conferencia Económica Mundial en Londres no sólo
no ofrecía ninguna salida del atolladero, sino que ratificaba la desconfianza de
los gobiernos hacia políticas comunes. Mientras dejaban a cada país a merced de
sus recursos, en cada uno de ellos prosperaron reclamaciones particulares -o
inclinaciones gubernamentales-de intervención. y la línea más habitual fue, en
este sentido, la de levantar tarifas aduaneras de protección de industrias y
productos nacionales, frente a la competencia extranjera.
Con esta especie de golpe general al sistema del librecambismo, algunos países
echaban marcha atrás en el tiempo. En el caso de Gran Bretaña se revisaban 86
años de libre comercio, mediante su Import Duties Act (1932); y Francia, lo
mismo que Gran Bretaña, volvía a una especie de pactos coloniales restringidos,
en forma de acuerdos bilaterales con sus dominios (Conferencia de Otawa) y
preferenciales (en el caso de Francia). Con éstas y otras medidas de protección
de mercados restringidos se fueron delineando, en 1933, una serie de murallas
tarifarias en el comercio internacional. Estas barreras y compartimentación por
países y economías nacionales no sólo propiciaron dificultades de acceso a cada
país competidor, sino que en algunos introdujeron controles estatales de
intercambios. Todo ello era una manifestación más de las implicaciones de
intervencionismo gubernamental, que estimulaba la ruptura del liberalismo en
crisis y fomentaba el egoísmo en las relaciones comerciales, alentado por el
nacionalismo (véase la figura 5.1 ).

En el país símbolo del liberalismo económico, Gran Bretaña, en 1932 un gobierno


de Unión Nacional-formado en septiembre de 1931, por el laborista Ransay
MacDonald- abandonó el librecambio. y en todas partes se inducía a los
consumidores a comprar los productos de fabricación nacional. La política
económica de los gobiernos a partir de entonces traduciría cada vez más
perspectivas nacionalistas y, cada vez menos, esquemas liberales, cuyos
mecanismos fueron rotos por las nuevas intromisiones del poder político en la
sociedad. A su vez, la quiebra del sistema liberal en la Gran Depresión y la
ausencia -o desorientación, cuando no el hundimiento-de la iniciativa privada,
obligó a los gobiernos a intervenir. Pero en su nuevo papel intervencionista, el
poder político encontró apoyos de la opinión pública, predispuesta
favorablemente para cualquier reanimación de economías colapsadas. y una de
las salidas podría provenir de la identificación con los recursos y fuerzas propias,
tanto como del rechazo de los extraños, cuando no la posible subordinación a
proyectos nacionales expansivos. En definitiva, un peligro éste de desorden y de
fuentes de conflictos-alarmas saltando en el orden internacional.

2. REGÍMENES DEMOCRÁTICOS ASEDIADOS O ANULADOS


En el ámbito político y social europeo fue posible comprobar como, si en la mitad
de la década de los años 1920 existían democracias parlamentarias, varias de
ellas implantadas después de la Primera Guerra Mundial, el panorama político se
ensombreció en pocos años, hasta dejar reducidos los regímenes democráticos
aun pequeño grupo occidental. De igual forma, existían gobiernos nacionales en
varios de estos países que no se contentaban con una política clásica, y que
debían encajar presiones, legales o extralegales, de tipo de oposición étnica
interna; o, en fin, regímenes que debían soportar persistentes acciones
extraparlamentarias de grupos de extrema derecha, hasta en democracias tan
poco inclinadas a estas orientaciones, como Gran Bretaña, Francia o Finlandia.
Esta última había adquirido estatus de nación-Estado después de la Primera
Gran Guerra, pero el carácter de democracia poscolonial no constituyó sin
embargo allí un rasgo determinante, de sometimiento a la involución derechista
o totalitaria, durante el período de entreguerras.
Un antiguo Imperio central como en Austria, por el contrario, produjo resultados
contrapuestos. Como Estado separado de un Imperio -y no «nacional»en Austria
un significativo número de ciudadanos cuestionaba la existencia de nación-
Estado: al identificarse con Alemania, para cuya unión o Auschluss estaban
dispuestos, más allá de la desmembración de su Imperio austro-húngaro, por
diktat de los vencedores de aquella guerra. Por lo cual en Austria, la disposición
hacia la democracia como un «proceso de aprendizaje» sería entrecortado allí
por largos períodos autoritarios o al margen de la democracia. En el ámbito de
aquel mismo Imperio, otra nación surgida de sus ruinas, como Checoslovaquia,
fue tan artificialmente diseñada que incorporaba dos naciones -Checkia y
Slovaquia-en lugar de una dentro de un Estado. Con todo lo que de forzado y
tenso podía permitir, a etnias distintas, mantener el consenso democrático y
subsistir bajo las mismas instituciones, hasta terminar -bajo las negociaciones y
el consentimiento occidental-en manos de Hitler al final de los años treinta.
Pero otras democracias aparentemente menos frágiles, formadas bajo esquemas
de nación-Estado, como las meridionales de Italia, España o Portugal, perecieron
en poco tiempo desde el final de la Primera Guerra Mundial. y solamente algunas
otras, ampliamente aceptadas por sociedades fragmentadas pero políticamente
unidas, bajo el concepto que los politólogos identifican como democracias
«consoasociacionales» -esencialmente, Holanda, Bélgica o Suiza-opuestas a
democracias de «gobierno mayoritario», no experimentaron quiebra en sus
instituciones. Debido a su largo aprendizaje y recurriendo a mecanismos que las
permitieron manejar las tensiones y superar turbulencias e inestabilidades entre
dos guerras.
No obstante, entre mayorías de sus poblaciones, los actos de gobernantes
democráticos, tanto como los aumentos de ilegitimidad de gobiernos,
aumentaron o disminuyeron la probabilidad de caída de regímenes de
democracia. Por favorecer u obstruir, con el sistema democrático, el cambio
económico o social -y amplia expectativa de eficacia-los gobiernos fueron
inclinándose, en diferentes países durante aquellos años, a mantenerse o
abandonar democracias. En un caso bien conocido, como el alemán de la
República de Weimar, junto a situaciones de violencia e ilegitimidad iniciales, con
las que el régimen se desenvolvió desde el principio, para un sector en
crecimiento de las poblaciones alemanas, la pobreza, la desigualdad, el
estancamiento económico incluso, pudieron ser más soportables que la
dependencia nacional -aceptada por un gobierno democrático-de potencias
extranjeras. Tal como fue aceptada -aun con reservas-una Erfüllungspolitik por
los políticos de Weimar, parecían servir con más solicitud los imperativos
internacionales de una democracia subalterna, que las necesidades y la eficacia
de gestión material o social, para restaurar las vidas y la confianza de una nación
semi soberana.
En una democracia «legítima», pero afectada por situaciones de crisis -cuando la
autoridad se ve atacada por algún sector de la sociedad, o las decisiones
gubernamentales afectan negativamente a muchos ciudadanos-el carácter
vinculante de la ley, el derecho a mandar de los representantes hasta producirse
un cambio por procedimientos regulados, las mismas reglas de juego
democrático, requieren tanto obediencia de la mayoría de ciudadanos-votantes,
como la confianza en la responsabilidad del gobierno. y la «legitimidad»
entonces es la creencia de que, a pesar de sus limitaciones y fallos, las
instituciones políticas existentes son mejores que otras que pudieran haberse
establecido. Pero los regímenes varían mucho, en el número y convicción de
ciudadanos sobre su «legitimidad»: ésta es otorgada retirada día a día, no existe
con independencia de acciones y actitudes de personas, sectores sociales, élites
o grupos de intereses, carisma de líderes políticos y orientación de instituciones.
La socialización política era entonces la baza -y la razón preservadora-de
-regímenes democráticos de larga tradición: al jugar a su favor la penetración
larga (y la compenetración democrática). Como ocurrió en países de tradiciones
políticas, donde sus poblaciones fueron impregnadas por décadas, y hasta
generaciones enteras, en sistemas de educación, de información y prensa, de
cultura de élites largo tiempo destiladas dentro de diversos sectores sociales.
Pero en democracias jóvenes frente a inestabilidades posbélicas o las crisis de
los años treinta. Sin tiempo allí de acomodaciones sociopolíticas, o de procesos
socializadores, que permitiesen ahormar un aprendizaje democrático, la
«legitimidad» -o la obediencia-prestada por una mayoría a una democracia, tenía
un carácter relativo. Estando basada en un conjunto de creencias prevalentes o
previas: entre las cuales, la convicción -o dudas-de la gente sobre variables
desempeñadas por gobiernos, como la eficacia o la efectividad, podían
representar un mayor peso. Producido todo ello en democracias jóvenes, al
evaluar como asegurar un mayor o menor éxito en los objetivos colectivos, en
satisfacción de intereses (materiales e ideales, y no sólo del grupo dirigente). En
una interacción mutua, de relaciones directas e indirectas, la evaluación
constante, positiva o negativa, de dichas relaciones, permitiría contemplar al
menos un funcionamiento real -y no formal-de regímenes, según variables
mostradas en el esquema de la figura 5.2.
Con la percepción consiguiente de distintos niveles de éxito o fracaso de
regímenes democráticos, al enfrentarse a problemas parece lógico que sus
«Legitimidades» entre poblaciones fluctuasen enormemente. y que, en especial
más allá de límites nacionales, se generasen sentimientos compartidos o
Zeitgeist de identidad entre pueblos, sobre si un particular sistema político fuese
más deseable o dudoso: en especial se fue reforzando -o debilitando-entre
distintos pueblos la percepción positiva –o negativa de que Estados «poderosos»
tuviesen más éxito con un tipo particular de régimen. y entre las dos guerras
mundiales, en distintas democracias, el Zeigeist se , encontró enormemente
impactado por el éxito de Estados no democráticos: hasta el punto de
desvanecerse en muchos países su «legitimidad» democrática, por el éxito que
alcanzaban dirigentes y orientaciones fascistas, primero en Italia, después en
Alemania.
En Italia, una monarquía constitucional fue instituida largas décadas antes,
cuando se remataba su unificación nacional durante su Risorgimento, en el
último tercio del siglo XIX; mientras su proceso de democratización se aceleró
-como otras democracias estables-en las primeras décadas del siglo. De tal
manera que a diferencia de Alemania -uno de los prototipos de país con amplia
aceptación, antes de 1918, de ideologías antidemocráticas o tradicionales, con
importantes apoyos sociales-en la Italia de Orlando y otros líderes democráticos
de los años posbélicos, se ilustraron bien las persistentes relaciones entre
«ineficacia» internacional, «ineficiencia» gubernamental y pérdida de
«legitimidad» democrática, en las percepciones de sectores importantes de su
sociedad. Hasta decidir aun movimiento como el de los fasci -una oposición
desleal y antisistema, que evitaría en lo posible un enfrentamiento directo con el
Estado o sus agentes-y su líder Mussolini, a crear un modelo para derrocar una
democracia (al realizar una combinación de actos ilegales y una toma del poder
legal). Después de la creación del fascismo como movimiento -desde febrero de
1919 en Italia las huelgas generales, en especial de 1920, en Lombardía y
Piamonte, o en agosto de 1922 en todo el país, el marasmo público estuvo
ampliamente representado por el abandono de gobiernos de su tarea. y dejó al
régimen democrático en mínimos de «eficiencia»; mientras durante meses
produjo todo un traslado de legitimidades entre la gente hacia el nuevo Estado
fascista.
«Eficacia» y «efectividad» -dos dimensiones variables que caracterizan un
sistema democrático-en el caso del anulado régimen en Italia desde 1922
cobraron su importancia. Cuando conjuntamente aquéllas durante un tiempo
podían fortalecer, reforzar, mantener (en el caso de Italia entonces, a la inversa,
debilitando) la creencia en la legitimidad del régimen. y es que regímenes y
gobiernos tienen que servir objetivos colectivos, que, definidos por el liderazgo
político y la sociedad, representan un reto que cambia continuamente. Pero son
juzgados por la colectividad -o una mayoría en ella-con la medida de los intereses
colectivos (materiales o ideales), que constituyen la medida de la actuación del
régimen, en todo lo que han sido funciones básicas de un sistema político: orden
público, seguridad personal, arbitraje y resolución de conflictos. De tal forma
que una de las percepciones básicas de «eficacia» se centra en lo que se refiere
ala capacidad de un régimen para encontrar soluciones a problemas básicos
(todo sistema político se enfrenta a alguna serie de ellos); mientras que por
«efectividad» -gubernamental, por ejemplo-podía y puede entenderse la
capacidad para poner en práctica medidas políticas, con el resultado deseado. y
la falta de «efectividad» debilitó la autoridad democrática del Estado y, como
resultado, su legitimidad: sellándose el destino liberal en Italia, cuando medios y
dirigentes gubernamentales permitieron -por complicidad o inactividad-
situaciones de gobierno débil o ausente, que dejó a los fasci ya Mussolini
constatar que no había Estado (y su camino al poder quedaba libre, ante la
inacción democrática).
Las erosiones o situaciones de crisis representaron en las democracias de baja
intensidad un momento especialmente clave para la anulación democrática
esperada o suscitada, por fuerzas y líderes antidemocráticos. Estando aquellas
situaciones propiciadas por factores característicos de las propias democracias.
Como las propias leyes electorales, las actuaciones de élites políticas o sociales,
la difusión de ideologías o zeitgeist -existentes ya, a menudo, en el momento de
instaurarse las diversas democracias-y, en último término como factor
contributivo de las crisis de las democracias, sus sistemas de partidos múltiples,
extremos, polarizados y centrífugos. En el sentido de que, mientras la
competencia política en sistemas de dos partidos han contribuido a la estabilidad
democrática (sólo España constituiría la única excepción a aquella regla antes de
la instauración dictatorial de 1923: con un sistema bipartidista a nivel
parlamentario, aunque no electoral a nivel regional), las democracias con
multipartidismo extremo y polarizado han arrastrado una inestabilidad fatal para
la per. vivencia de su sistema.
Sistemas de bipartidismo se dieron en un corto grupo de democracias:
históricamente, en Estados Unidos, Gran Bretaña -excepto algún período de
transición-, además de sus ámbitos coloniales, Australia, Nueva Zelanda o
Canadá (que han funcionado como tales regímenes bipartidistas) y en España
(hasta 1923). Pero llevaban camino de convertirse en sistemas bipartidistas otro
número de democracias europeas más pequeñas: en donde se mantenía un
sistema electoral mayoritario de distritos electorales «uninominales», hasta que
su sustitución por el sistema de representación proporcional-al número de
electores-cortó aquel proceso (como en Austria, en el período de entreguerras, y
especialmente en torno a 1930, convertida en régimen multipartidista extremo).
En algunos casos, como el de España y su flamante régimen democrático de
1931, gracias a un sistema electoral que daba gran ventaja a las pluralidades
mayores -por tanto, a dos grandes coaliciones electorales-acabó tendiendo a dos
partidos prepotentes y de una gran polarización ideológica, que se transmitió a
la vida política -además de partidos antisistema considerables-de la joven
democracia republicana. Fue también un caso similar de sistemas de partido
múltiple extremo, en el que España se vio precedida por la República de Portugal
(hasta 1926 y la sustitución dictatorial, con la implantación de su Estado
Nuovo ), Italia (después de la Gran Guerra, hasta la intrusión fascista de 1922),
la Alemania de la República de Weimar, la Francia de la III República, Finlandia,
Checoslovaquia, los Estados bálticos, o algunos de Europa oriental y balcánica,
en breves e intermitentes períodos democráticos.
Otras democracias de entreguerras eran exponentes del sistema de partidos
múltiples, con un menor esquema de tensiones, en forma de coaliciones de
gobierno, alternantes y sin partidos antisistema relevantes. Estos casos de
sistema de pluralismo moderado (menos de cinco partidos: todos dispuestos a
formar coaliciones, aunque con potencial para chantajear), después de la Gran
Guerra «congelaron» su sistema -durante largos años-en Europa continental,
bajo tres rasgos característicos: 1) manteniendo una distancia ideológica
pequeña entre partidos relevantes; 2) configurando coaliciones bipolares; y 3)
sosteniendo competencia centrípeta (que sumaba y no restaba fuerza de
legitimación hacia el centro del Estado). Fueron los casos de democracias con
tres partidos: Bélgica (aunque allí con partidos antisistema considerables:
durante los años treinta, el 11 % del voto estuvo en manos del partido fascista
Rex, además de otro 7,1 % en los nacionalistas flamencos); tres partidos también
en Irlanda; cuatro en Suecia, Islandia, Dinamarca o Luxemburgo; cinco, en Suiza,
Holanda y Noruega. En Noruega y Suecia, además, los grandes períodos de
dominio incontestable socialdemócrata comenzaron, respectivamente, en 1935 y
1932.
De un conjunto de trece democracias de entreguerras en Europa, podemos
extraer una pertinente comparación de adversidades, sofocación y hundimientos
democráticos que resultan altamente significativos: para valorar la incidencia de
sus sistemas de partidos -multipartidos extremos polarizados-en el destino final
de sus regímenes democráticos. Teniendo en cuenta que de aquéllas, Polonia,
Hungría y algún país balcánico de tentaron períodos insuficientes de
institucionalización, además, de las restantes: siete fueron víctimas de
derrumbamiento por causas internas; una (Checoslovaquia, en 1938) pereció
bajo una combinación de factores internos y externos; dos (Finlandia, 1930 y
1932; Francia, 1934), estuvieron apunto de derrumbamiento, escapando a duras
penas de su destino (que volvería a remontarse, en el caso de Francia en 1958;
como en el caso de la supervivencia democrática de Italia, desde 1945, bajo un
sistema multipartido persistente). A estos últimos casos de excepcional
supervivencia a sus propios esquemas partidarios hay que añadir, en Holanda o
Suiza, sus sistemas de pluralismo extremo, aunque segmentado: donde sus
partidos se situaron en más de una dimensión y no compitieron entre ellos (al
tener seguro un electorado étnico, cultural, religioso y territorial diferenciado
para cada uno), y formar atípicas democracias «consoasociacionales». En algún
otro caso excepcional, a la inversa, la involución fue una salida imprevista, que
mostró cómo los cambios de régimen ocurren cuando por actos de uno o más
grupos de la oposición desleal -que cuestionan el régimen y quieren cambiarlo-
los mismos dirigentes gubernamentales toman una dirección autoritaria. Como
en las democracias bálticas de Estonia y Letonia: donde sendos presidentes, pats
y Ulmanis, democráticamente elegidos por las urnas, ante perspectivas de
inestabilidad del marco democrático -con presencia de activos movimientos
fascistas-y gubernamentales -debidas al número de pequeños partidos,
multiplicados en Letonia por representantes de minorías étnicas y
representación proporcional-, además del impacto de la crisis económica, les
llevaron a orientar sus Estados hacia el autoritarismo. Echando mano de raíces
predemocráticas, sus regímenes se habrían transformado en fascistas,
justamente cuando líderes democráticos con prestigio -originado en su guerra de
independencia-mediante una especie de autoritarismo «preventivo» intentaban
superar una amenaza extraparlamentaria. Aquellos líderes impusieron entonces
golpes incruentos de Estado, que dirigieron la autoliquidación democrática en
1934 (mientras el traspaso de la legitimidad, de un conjunto de instituciones
políticas a otro, evidenciaba cambios de régimen).
De todas formas, aún está en discusión entre politólogos y científicos sociales el
tipo de acontecimientos que contribuyeron decisivamente a la desestabilización,
caída y -en pocos casos- reequilibramiento de democracias. Centrándose aquélla
en buena medida de casos en las primeras fases de instauración democrática, las
características de violencias contra el sistema en diversos momentos (no
precisamente terminales) y las reacciones de los gobiernos. y en regímenes de
democracias de entreguerras, según algunos enfoques interpretativos,
precisamente existen datos sistemáticos que indican la estrecha relación entre
inestabilidades gubernamentales y quiebras de democracias parlamentarias
europeas, así como intensidad de las crisis (en especial, la inestabilidad
suplementaria a las crisis política o social, que transmitió la difusión de la crisis
económica de la Gran Depresión). En el sentido de que las inestabilidades
gubernamentales reflejaron las crisis políticas o sociales, tanto como
contribuyeron a ellas los cambios de gobierno frecuentes (en democracias poco
estables de por sí). Por ejemplo, observando el cuadro 5.2. sobre duraciones
medias de gobiernos en países de entreguerras, antes y después de la Depresión
de los primeros años treinta, del conjunto de gobiernos de países representados,
sólo en Francia la democracia sobrevivió con gobiernos de menos de nueve
meses (de media).
En el grupo de gobiernos de superior duración, sólo otro país (Estonia) cambió
de régimen democrático a uno de autoritarismo «preventivo»; el resto de países
con estabilidad gubernamental antes de la depresión, continuaron
manteniéndola (con duraciones medias de un año o más de gobiernos) después
de la crisis de los años treinta: Holanda, Gran Bretaña, Dinamarca, Suecia,
Noruega e Irlanda tuvieron situaciones características en este sentido (salvo en
Holanda, el segundo país de democracia políticamente más estable, pese al
descenso de días de duración de sus gobiernos; más peligrosa mente descendió
la duración en Bélgica); aumentando la estabilidad incluso en países que, como
Finlandia, vivió los primeros años de 1930 enfrentada a una seria crisis.
Siempre teniendo en cuenta la modesta -y aun pequeña o escasa-investigación
histórica o científico-social acerca de las relaciones entre crisis económicas y
políticas (sin estructurar aún un modelo descriptivo complejo, lejos de cualquier
mecanicismo y consideraciones puramente especulativas: como las que el
marxismo movilizaba no tan lejanamente). Pero más allá de la pura fascinación,
igualmente, por las interferencias de violencia política, entre los factores por los
cuales se derrumbaron democracias en pleno florecimiento durante un intervalo
de dos guerras mundiales, los análisis científico-sociales parecen alternar
diversos factores. Como los de tensiones estructurales básicas (conflictos del
sistema político, desigualdad, dependencia o rápidos cambios económicos y
sociales) alternantes con exámenes particulares de conflictos abiertos, que
preceden al derrumbe de democracias (donde la violencia ponía en marcha otros
procesos; pero sólo en los casos de intervención militar directa, la aplicación de
violencia organizada decidiría el destino adverso del régimen democrático), y
además en estos últimos procesos, por el que los militares adoptaron un papel de
intervención política, la acción castrense sería un resultado último de un
complejo proceso de decadencia de subsistentes regímenes.
A lo largo de una dura etapa de prueba, de la que una pequeña representación
de países occidentales se mantuvo firme dentro de regímenes democráticos, sin
embargo se revelaron procesos bastante persistentes, que impidieron
hundimientos de democracias y países al margen de líneas que condujeron al
totalitarismo. Como fueron los casos de la formulación de programas
potencialmente transparentes, con objetivos colectivos y problemas definidos en
función de ellos, pero resueltos dentro del cuadro de experiencias democráticas
y de igualdad de oportunidades legales y sociales. En un modo de relación entre
«eficacia» y «efectividad», en las que los gobiernos exhibieron capacidades para
resolver problemas y las fuerzas pro-régimen manejaron habilidades para
mantener la necesaria cohesión social para gobernar. Tanto como líderes
democráticos estuvieron allí en disposición, para asumir responsabilidades del
poder, de cara a sus electorados (y, más allá, con perspectivas sociopolíticas
amplias: rechazando tentaciones de recurrir a mecanismos políticos no
democráticos, en la toma de decisiones, o evitando conscientemente recurrir a
fuentes de legitimidad ajenas a los partidos, o con respuestas inadecuadas a la
atmósfera de crisis).

3. GESTIÓN DE LA CRISIS, ESTADO SOCIAL Y REAJUSTES DEL ESTADO


CONTEMPORÁNEO
Entre las múltiples consecuencias de la Gran Depresión de los años treinta, se
puede señalar en el ámbito político que las reacciones gubernamentales tuvieron
efectos económicos, contrastados de inmediato ya largo plazo. Enfrentados a
salidas nacionales, y en medio de sus turbulencias psicológicas, económicas y
sociológicas, los Estados europeos no se contentaron con intervenciones
parciales en su política eco, nómica. Más bien enfocaron una reconstitución de la
economía sobre nuevas bases, mientras los gobiernos dejaron atrás los principios
liberales, para promover economías sociales que reclamaban la intervención e
incluso la dirección del Estado. Fueron los años en los que se quiso encontrar
solución a los problemas a base de extender derechos políticos a las nuevas
situaciones sociales, o en razón de planificar y –alternativamente-programar
acciones económicas desde el Estado.
Además de legislaciones protectoras a las que antes nos hemos referido, frente a
rivales o concurrentes, se intentó restablecer el equilibrio de las balanzas de
pago, recurriendo al proteccionismo. Para conseguir estos objetivos los
gobiernos gestionaron la crisis mediante el recurso a diferentes técnicas, de las
cuales pueden mencionarse tres: la política de deflación, el control
presupuestario y la reanimación productiva, por gestión pública directa.
En el caso de la deflación, la intervención gubernamental tendía a disminuir el
límite de precios con limitaciones de circulación monetaria o del gasto público; o
bien, mediante la restricción del crédito y la congelación de salarios, para hacer
más competitiva la producción en el mercado internacional. Fue ésta una línea
conservadora de intervenciones gubernamentales que, iniciada con no mucho
éxito en Gran Bretaña, quedó casi circunscrita a los casos de Alemania hasta
1932 -prácticamente lanzando al país al nazismo-o Francia hasta 1934.
En el segundo caso, de las técnicas de gestiones gubernamentales de la crisis
mediante el control presupuestario -así como el recurso al nacionalismo
comercial y económico-practicado con éxito en Gran Bretaña por Neville
Chamberlain, constituía una rigurosa y no tan discordante deflación, con
reducción de salarios, asignaciones y drásticas economías presupuestarias. En
una cierta forma, la recuperación inglesa, que comenzó en 1934 con alguna
disponibilidad de dinero barato y ambiente favorable para la iniciativa privada,
fue en parte un logro de un gobierno de Unión Nacional, entre los dos partidos
británicos rivales. Bien es cierto que en este caso, además el impulso provino del
ámbito imperial -reservado, frente a terceros, por el proteccionismo de la
metrópoli-, que respondió y apoyó así el esquema de nacionalismo en Gran
Bretaña. Lo que permitió reactivaciones de industrias como las de construcción y
vehículos, mientras se mantenía casi inmóvil una industria de base, con altos
niveles de paro.
Pero, en un tercer caso, la línea más característica de intervención del Estado se
dirigió ala gestión pública directa, por organismos a su cargo y en ausencia de
cualquier oposición o control políticos. Fue una línea que permitió reanimar
estratégica y simultáneamente actividades y empleo, como técnica de
justificación totalitaria de un partido y un gobierno dictatorial. Esta línea de
actuación se aplicó a la industria de base ya las obras públicas, y fue sin duda el
paradigma del comportamiento interventor directo, que se encuentra en el
Estado nazi de Alemania (véase la figura 5.3).

Fueron todas ellas experiencias de fuerte intromisión de los poderes políticos en


las esferas económicas y sociales de las sociedades occidentales. Pero también
resultaron ser otras tantas ocasiones de reasentamiento de los distintos Estados
en sus comunidades nacionales. Además, de paso transformaron las ideas
económicas de los economistas y del liberalismo de laissez faire tradicional. Un
neoliberal inglés, como el economista J. M. Keynes, pudo extraer de todo ello
una) nueva formulación macroeconómica que recreó la economía tradicional
desde su Teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936). En esa nueva
concepción, la explicación de las causas económicas estuvo regida por las
variaciones en la producción y el empleo; y el impulso económico se cifró en
demandas agregadas, determinadas tanto por la propensión a consumir del
consumidor (bienes de consumo), las inversiones de capital (bienes de capital),
como por el gasto público y las políticas de demanda del Estado: convertido en
poder regulador económico y auténtica «mano invisible» del mercado. En las
propuestas de Keynes, lo esencial residía en líneas de sugestiones dirigidas a
alentar el consumo, tanto como proponer una resuelta e indefectible
intervención económica de los poderes del Estado.

3.1. GRAN BRETAÑA: UN IMPERIO PUESTO A PRUEBA


Uno de los países europeos no invadidos en la guerra, aunque aliado victorioso,
se mantuvo durante el intervalo de entreguerras en una tensión persistente, pero
finalmente controlada. Toda la trayectoria política británica en ese período se
orientó en esa dirección, tanto por la contención de los partidos políticos -con un
sistema bipartito en la política británica sin mucho lugar para tres partidos-como
por la corona -incluso con crisis dinástica, pero sin pérdida de legitimidad-, o la
institución reguladora de las cámaras (con preponderancia de la Cámara de los
Comunes, sobre el tradicional reducto de los Lores). La monarquía británica
ofreció en este sentido en aquel panorama de inestabilidades, una línea de
relativa continuidad: representada por Jorge V (1910-1936), Eduardo VIII (1936,
abdicó por su matrimonio con la señora Simpson) y Jorge VI (1936-1952).
Bajo otras consideraciones menos institucionales, sin embargo, las limitaciones y
precariedad se adueñaron de la economía británica desde la Gran Guerra. Con
una flota destruida y sin fuentes de energía alternativas al carbón -electricidad o
petróleo eran las energías dominantes, en complejos industriales avanzados-,
Gran Bretaña se encontró superada por la competencia industrial y comercial de
las nuevas potencias (Estados Unidos y Japón). Además de sus problemas
crecientes (industrias declinantes y envejecidas; protesta social sin encajar y
huelga general de 1926; paro casi crónico, repuntado en la crisis de 1929-30), el
régimen británico tuvo que hacer freno te aun viejo problema como el de Irlanda,
siempre irresuelto; así como unas relaciones internacionales distorsionadas,
crecientemente condicionadas por los nacionalismos o los totalitarismos
emergentes. Por otra parte, sin embargo -y ésas comenzaban a ser claves a
considerar-, en Gran Bretaña se hicieron avances en sectores como la vivienda,
la educación o la atención de sanidad.
En términos más escuetamente políticos, hay que referirse a tres procesos de
cierta relevancia durante el período de entreguerras: el florecimiento del Partido
Laborista, con dos gobiernos cortos; el llamativo declinar del Partido Liberal,
debilitado por las tendencias internas enfrentadas, que representaron Aquith y
Lloyd George; o, en fin, la no del todo satisfactoria experiencia de gobiernos de
coalición.
El primer ministro que firmó el armisticio fue el liberal Lloyd George. Presidía
entonces una coalición de guerra, surgida de unas elecciones en las que por
primera vez participaron las mujeres, y el mismo comicio en que obtuvo una
abrumadora victoria (14 de diciembre de 1918). La popularidad de George
ascendió notablemente en Gran Bretaña: no sólo por haberla conducido a la
victoria, sino también por haber prometido crear un país digno de los héroes que
lo habitan y por exigir a Alemania pagar el entero coste de la guerra. La
coalición liberal-conservadora por él encabezada se mantuvo en el poder desde
1919 a 1923, pese ala creciente oposición laborista y la de los independentistas
irlandeses del Sinn Fein. Los representantes irlandeses, con 13 escaños en la
Cámara de los Comunes, rechazaron acudir al Parlamento de Westminster y
reconstruyeron su propio Parlamento (Dail Eireann) en Dublín, donde
proclamaron la República de Irlanda.
El problema de Irlanda no sólo arruinó la reputación de Lloyd George, sino que
destruyó para muchos años el futuro de la unión entre Gran Bretaña y aquella
isla. En plena Gran Guerra tuvo lugar la revuelta dublinesa de 1916 -y su Eastem
Rebellion-que, pese a su fracaso, marcó el principio de una etapa caracterizada
por el apoyo creciente al partido-nacionalista irlandés del Sinn Fein ( «Nosotros
Solos» ), y la posposición del arreglo inglés de Home Rule. A partir de entonces
se generó un estado de rebelión permanente respecto de Gran Bretaña, sobre
todo desde 19.19, con auténticas campañas terroristas contra la policía británica
en aquella .isla. Un George desbordado por la magnitud del problema tuvo que
negociar y hacer frente ala partición efectiva en dos Irlandas (del Norte y del
Sur), con dos parlamentos opuestos, y una concesión de autonomía de los
condados del sur en 1921. Justamente al proponer un Tratado de Dominio en
aquella isla, se reconocía un Parlamento y gobierno propios de Irlanda del Sur,
con la supervisión de un gobernador británico para tales casos. Pero el Estatuto
fue rechazado por los republicanos independentistas, con Eamond De Valera al
frente. Este personaje era uno de los líderes supervivientes de 1916 y símbolo de
la resistencia irlandesa, que iniciaba una guerra civil definitiva.
En diciembre de 1922 surgía en Irlanda un Estado Libre, del que poco después
nacería la nación irlandesa. Todo ello todavía bajo el asignado estatus de dominio
británico en el sur, y con representación directa en Londres de los condados de
Irlanda del Norte o UIster. Una fase decisiva del contencioso irlandés tardaría 15
años todavía en cerrarse: cuando, en 1937, se promulgó la Constitución
irlandesa y al año siguiente sobrevendría la independencia, casi completa, de la
nueva nación y su Estado Libre de Irlanda (Eire). El nuevo Estado fue separado
de Irlanda del Norte (Ulster) dependiente de Londres; aunque, de hecho, De
Valera nunca renunciaría desde el sur a presidir un único Estado en toda Irlanda.
y como signo de su separación real de Inglaterra, el nuevo Estado irlandés
rechazó participar en la Commonwealth británica y se declaró neutral en la
Segunda Guerra Mundial.
Por su parte, en Gran Bretaña la caída de Lloyd George en 1922 supuso un largo
eclipse del Partido Liberal. El propio hundimiento de George -que nunca
desempeñaría ya ningún puesto político notorio-estuvo relacionado con la
pérdida de apoyo entre las clases populares y obreras. Su declinar quedó más
patente después de las duras huelgas de sectores como el naval y minero, entre
1919 y 1921, que fueron duramente reprimidas. Además, su caída fue promovida
por el resentimiento y la oposición creciente ala coalición de gobierno ya su líder,
por parte del Partido Conservador dirigido por Stanley Baldwin. En octubre de
1922, los conservadores proponían la vuelta aun gobierno limpio, además de
poner de relieve los fracasos en política exterior,. como la estéril Conferencia de
Génova o el incidente de Chanak y su azaroso compromiso con los turcos. A
pesar de todas esas críticas, conviene señalar en el haber político de la coalición
presidida por George, los siguientes logros: la implantación efectiva del sufragio
universal, con la inclusión de las mujeres en el censo (The Sex Disqualification
Removal Act, 1919) y la primera posibilidad de sufragio femenino; las
construcciones municipalizadas de viviendas (The Addison Housing Act, 1919)
hasta un total de 213.800 en 1922, distribuidas entre Inglaterra y Gales; la
extensión del seguro de paro y la introducción del principio de responsabilidad
del Estado en la protección de los trabajadores, contra los efectos de las
variaciones industriales.
En los sucesivos procesos electorales ingleses se confirmó un frecuente dominio
conservador, cuyos triunfos jalonan tres etapas: 1922-23, 1924-29 y 1931-45. Los
distintos gobiernos del Partido Conservador estuvieron presididos,
sucesivamente, por A. B. Law, S. Baldwin, N. Chamberlain y W. Churchill. En
gran parte, dichos gobiernos centraron su gestión en los intentos de
recuperación de la libra, con un debate complementario del proteccionismo.
Durante un intervalo de tiempo muy corto, de enero a octubre de 1924, accedió
al poder británico por primera vez el Partido Laborista, conducido por J. Ramsay
MacDonald y aupado por los votos masivos de los obreros, antiguos votantes del
partido Liberal. Un inédito tripartidismo se abría así paso en Gran Bretaña,
mientras laboristas y liberales conseguían detener la marcha hacia el
proteccionismo comercial de los conservadores. En parte, se aplicaba aquél a las
soluciones de modernización del equipo industrial inglés -falto ya de
competitividad-ya las aspiraciones de afirmar un nacionalismo comercial, de la
metrópoli junto a sus colonias en el Imperio británico.
Tras ascender de nuevo al poder los conservadores en el último trimestre de
1924, trataron de recuperar el dispositivo comercial e industrial de su Imperio,
readaptando su sistema por medio de una preservación de la libra en aquel
ámbito. En 1926, durante el mandato de Baldwin, se fundaba la Commonwealth o
libre asociación de los dominios con la metrópoli. La nueva fórmula definía los
dominios como países libres e iguales entre sí, autónomos y fieles a Gran
Bretaña, que sin separarse de la metrópoli les permitía gestionar sus asuntos
internos y vínculos comerciales asociadamente. El proyecto satisfizo a los
dominios imperiales, incluso los más reacios o díscolos, y acabó por ratificarse en
el Parlamento británico en 1931. Aquella especie de «club» de los países blancos
del Imperio británico fue un caso excepcional de organización cooperativa
internacional, en un mar de aislamientos, prevenciones y salvaguarda de cada
nación cerrada sobre sí, durante la depresión de los años 1930. Bien es cierto
que aquel «club» británico no planteaba soluciones para viejos problemas
coloniales, como el de la India, y menos aún para nuevos mandatos coloniales,
como los de Palestina, Transjordania e Irak. Estos territorios, procedentes de la
descomposición de un Imperio como el turco se incorporaban a otro, cuestionado
incluso, como el británico; mientras en las zonas de territorios traspasados e
incorporados -como legado de la Gran Guerra la experimentada diplomacia
británica-se emplearía a fondo en cortar y zurcir fronteras (llegando a formar,
con el tiempo y la descolonización, Estados tan artificiales como Kuwait) (véase
la figura 5.4).

Los gobiernos conservadores operarían con menos fortuna en la readaptación


posbélica de su sociedad y orden interno en la propia Gran Bretaña. El gobierno
de Baldwin, por ejemplo, se vio desbordado por los problemas sociales y
económicos del centro del Imperio; donde, pese a toda su reorganización
comercial y territorial exterior a la metrópoli, aquellos problemas se agigantaron
respecto a etapas anteriores, como las que dirigieron liberales y laboristas.
Frente aun aparato industrial envejecido ya una fuerte competencia e
inestabilidad internacionales, a mitad de los años veinte el gobierno de Baldwin
tuvo que adoptar drásticas medidas monetarias, en medio de un tenso ambiente
social. Para acometer los retos de una difícil modernización tecnológica, el jefe
conservador adoptó un respaldo de reducciones salariales, que las Trade Unions
recibieron como una medida que suponía un ataque a las conquistas y logros
sindicales. y desde sus fuertes posiciones reaccionaron con una huelga general
entre el 3 y 14 de mayo de 1926, con situaciones de ruptura de la legalidad y
reacciones gubernamentales, que abocaron a la reglamentación de la libertad
sindical. Alternativamente a la respuesta gubernativa o de reconducción de
conflictos por la vía de reglamentaciones y estrechamiento jurídicos, no obstante
los conservadores echaron mano de otras medidas socorridas, que introdujeron a
Gran Bretaña en un positivo reformismo social. El cual permitió a los
conservadores remontar a duras penas la crisis social, ya Baldwin mantenerse en
el poder hasta 1929. Fueron años aquellos de la última parte de los años veinte,
en los que pudieron tener lugar en Gran Bretaña iniciativas como la de Neville
Chamberlain, ministro de Salud, en las que se adoptaron importantes reformas
asistenciales, como la completa asistencia de pobres por la Administración local,
y se aprobó el sistema de seguros obligatorios de viudas y huérfanos, o pensiones
a jubilados a partir de los 65 años. Pero cuando finalmente llegó la recesión, al
final de la década, Gran Bretaña todavía no había dejado atrás el marasmo
económico y social.
La Gran Depresión llegó a Gran Bretaña cuando ocupaban el poder los laboristas
de Ramsay MacDonald, como resultado del agotamiento del esquema de políticas
conservadoras y del proceso de castigos y reconversión política desde el
electorado. Pero pasadas las elecciones; en 1930 además de encajar la izquierda
reformista en el poder el impacto de la recesión, el gobierno laborista tuvo que
hacer frente a los mismos reveses políticos que en 1924 (cuando actuaron como
minoría gobernante con apoyos del partido liberal). En mayo de 1931, en plena
depresión, Gran Bretaña soportaba más de dos millones y medio de parados, así
como pesadas cargas de su Estado «asistencial» en sus presupuestos. Esta
situación forzó al premier laborista MacDonald a optar por una vía de gobiernos
de concentración nacional, entre otras cosas, para repartir responsabilidades y
carga política tanto como para restaurar confianza pública. Así se formó bajo su
presidencia un gabinete de conservadores con liberales, en el que sólo figuraban
tres laboristas (véase el cuadro 5.3).

Los gobiernos de Unión Nacional en Gran Bretaña atajaron, desde 1931, una de
las situaciones más deterioradas, mediante medidas que revisaron -y
enfrentaron-opciones marginadas en el decenio anterior. En 1932 emergió un
nacionalismo comercial y económico, desde la Conferencia de Ottawa de ese año
convertido en un proteccionismo imperial. El abandono del-librecambismo por la
Import Duties Act de Neville Chamberlain (1932) fue acompañado de medidas de
restauración monetaria y deflación que redujeron salarios y presupuestos para
facilitar el fortalecimiento de las reservas de oro.
Por otra parte, la cohesión nacional-imperial creciente en Gran Bretaña permitió
no sólo superar la crisis dinástica de 1935, sino resolver problemas externos.
Como los de las aspiraciones nacionalistas en la India y Egipto, o el triunfo
republicano y el desvío de demandas de unificación irlandesa del Ulster. En
vísperas de un nuevo enfrentamiento mundial, al final de los años treinta, el
Estado inglés se había fortalecido mediante prácticas intervencionistas y de
reconstrucción interna de su economía.
Ya entonces era impulsada ésta por las nuevas industrias del automóvil, la
energía eléctrica y la aeronáutica, principalmente localizadas en el sureste de
Inglaterra, donde dichos enclaves industriales, poco después, se convirtieron en
el blanco preferente de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial.
3.2. EL DECLIVE DE LA III REPÚBLICA FRANCESA
Durante el período de entreguerras, Francia presentó una trayectoria en
constante inestabilidad. Dicha evolución estuvo intensamente marcada por las
contradicciones de la III República, que afectaron tanto a su economía o a su
diplomacia, como a su planificación militar y al sistema de partidos políticos.
Desde 1870 a 1917, en una primera fase, el régimen de la III República había
sobrevivido a una serie de tensiones que erosionaron sus poderes y su sistema de
partidos. La segunda fase, entre 1918 y 1940, generó una mayor inestabilidad
que la precedente. No se trataba entonces de los tradicionales desequilibrios que
allí subsistieron, entre ejecutivo y Asamblea Nacional. Siendo tales des
equilibrios los que dieron como resultado una crónica inestabilidad ministerial o
un vacío de funciones presidenciales de la III República, ya antes de 1914. La
novedad del período de entreguerras se presentó en la división y la disipación
del poder legislativo, por el afán de conseguir mayorías gubernamentales y por
atender a las maniobras políticas mediatas. Entre 1918 y 1939 se sucedieron no
menos de 36 gobiernos, formados por 20 primeros ministros, lo que contrasta
con Gran Bretaña en el mismo período, que tuvo nueve gobiernos, dirigidos sólo
por cinco jefes de gabinete. Todo ello -además de la inestabilidad-impidió que se
elaborase una legislación de largo alcance, o evitó la creación de tradiciones
políticas duraderas.
Dentro de la que cabría considerar como la crisis de 22 años de la III República,
Leon Blum, el líder socialista francés de fines de los años treinta, apuntó en este
sentido que la más grande deficiencia política consistía en que en su país no
había más que partidos políticos. Por esta razón el mayor problema residía en la
ausencia de una organización efectiva de partidos; por lo que el sistema se
sostuvo en unos planteamientos electorales que resaltaban, por encima de todo,.
a los candidatos individuales en escrutinios de demarcación política. La debilidad
y pequeñez de los partidos políticos en Francia exigían excesivos esfuerzos para
lograr el apoyo parlamentario, que diera estabilidad a¡ los gobiernos. En gran
parte, la historia política de la Francia de entreguerras está relacionada con los
esfuerzos de pequeños grupos, para formar coaliciones y bloques que les
permitiesen actuar más eficazmente, tanto en la Asamblea Nacional como entre
el electorado. El derecho que tenían las cámaras de impugnar a los ministros fue
usado en numerosas ocasiones. Así los gobiernos franceses del período de
entreguerras caían, sobre todo, debido a mociones de censura. Tras la Primera
Guerra Mundial, toda una serie de comités operativos se interfirieron
constantemente en el proceso de gobierno. Mientras la propia Asamblea
Nacional se mantuvo siempre sensible a cualquier rebrote de la presidencia de la
III República, y su posible deslizamiento hacia un régimen autoritario. Para
evitar este peligro se recurrió a la peor de las soluciones: encomendar a menudo
la titularidad presidencial a personajes mediocres o de tercera fila, como ocurrió
en 1920. Ese año, la Asamblea negó la presidencia a Clemenceau y confirió el
cargo a un político de poca base como Deschanel, que sería destituido muy pocos
meses después de ser nombrado.
Una de las contradicciones esenciales radicaba en la existencia de partidos
políticos, de base exclusiva provincial, en uno de los Estados más centralizados
de Europa. No menos contradictorio, por otra parte, era el esfuerzo tendente a
encontrar zonas comunes de entendimiento entre grupos, mientras se producían
luchas internas y deslizamientos, por debajo de la aparente colaboración entre
ellos (en forma de coaliciones de circunstancias, que podían llegar a bloques
políticos inconsistentes). Las coaliciones de grupos centristas y de derechas
integraron el Bloque Nacional, formado por Clemenceau en 1919, para afrontar
las primeras elecciones de la victoria. También la misma coalición de centro-
derecha hizo posible la victoria del Bloque de Unión Nacional, preparado por
Poincaré en 1926. Igualmente una similar combinación de centro-izquierda,
dirigida por Herriot, triunfaría como Cartel des Gauches en 1924, o con igual
resultado, bajo la denominación de Frente Popular con Leon Blum, en 1936. Pero
a menudo las luchas internas por mantener el poder -o mejorar posiciones-
proseguían en cada coalición, con lo que los gobiernos caían con la misma
rapidez con que se formaban. El caso extremo estuvo representado por el Partido
Radical, que aspiró a colocar dirigentes al frente de ministerios en no importa
qué coalición, a lo largo de todo el período de entreguerras.
En el período considerado de última vigencia de la III República, entre las
diversas coaliciones y gobiernos tuvo especial relieve la coalición de centro-
derecha, que, como Bloque Nacional, obtuvo la victoria en las elecciones de
1919. Desde entonces hasta 1924, sucesivos gobiernos -liderados,
respectivamente, por Clemenceau, Millerand y Poincaré-tuvieron que hacer
frente a dos problemas básicos. El primero, la crisis financiera: que debido a la
inflación, obligó al gobierno a solicitar préstamos y presionó para conseguir el
máximo pago de reparaciones de guerra a Alemania. Estos fondos eran
considerados de importancia vital, para reconstruir el aparato industrial y la
infraestructura financiera de Francia. El segundo problema gubernamental
estuvo relacionado con la escisión del socialismo francés en dos partidos, el
socialista y el comunista, que mantuvieron durante el período de entreguerras
una abierta tensión, lo que provocó una manifiesta inestabilidad social (y casi
incontrolable oscilación, por la parte izquierda del electorado).
Desde 1924 a 1926, la coalición de socialistas y radicales dio el triunfo al Cartel
des Gauches. En dicho intervalo se acentuaron los desórdenes sociales, tanto
como en Francia se incrementaron las alzas de precios y se agudizaron los
problemas de la inración o la deuda. En cuanto al desarrollo del Estado, las
reformas administrativas introdujeron la sindicación del funcionariado, el relevo
de altos cargos, el laicismo en la escuela y ciertas mejoras económicas y sociales.
Pero la persistencia de la inestabilidad financiera siguió pesando en la economía
francesa, tanto como las exigencias de reparaciones y mayores endeudamientos
externos.
Durante la segunda mitad de los años veinte, una aceleración económica y
algunos avances sociales alimentaron la confianza, que fue depositándose en
gobiernos fuertes. Éste fue el caso del ejecutivo surgido de la coalición de
moderados y radicales, desde 1926, año del regreso de Poincaré al dominio de la
política francesa. Desde 1926 hasta 1931, su presencia al frente del gabinete de
Unión Nacional significó, sobre todo, la acentuación de políticas presupuestarias
y monetarias. La reducción de gastos y el saneamiento de tesorería (Caja de
Amortización, 1928), junto ala devaluación del franco, permitieron un equilibrio
presupuestario, una cierta estabilidad de la moneda y, como corolario, la
reanudación de la expansión. En poco tiempo, la aparente bonanza económica
produjo repatriación de capitales y una relativa expansión industrial, que
permitió la implantación de nuevos sectores, como el del aluminio o el de la
industria del automóvil. Estos impulsos -industrial, así como agrario-aunque
rezagados, produjeron una tendencia al pleno empleo momentáneo. y al igual
que en , Gran Bretaña por la época, los gobiernos conservadores franceses
tendieron a asentar ciertas mejoras sociales: como la extensión de los seguros
sociales, las indemnizaciones agrícolas por catástrofes naturales o la gratuidad
de la enseñanza secundaria.
En Francia, las crisis políticas solían coexistir con problemas económicos, pero
entre estos últimos, los heredados de la Primera Guerra Mundial actuaron de
freno irreparable, en un país con una base industrial más limitada respecto a
competidores. A diferencia de otros países, Francia tuvo que atender tanto a la
reconstrucción como ala renovación de su equipo e infraestructuras anticuados.
y la última línea fue definitivamente pospuesta, con la suspensión de las
reparaciones alemanas, en las que se había cifrado toda la modernización y
actualización industrial de Francia. Desde 1931, suprimidas las entregas en
concepto de reparaciones (obligadas desde Versalles y en las que Francia, como
vimos, había cifrado su recuperación internacional) surgieron de nuevo tanto las
deficiencias económicas de base, como los lastres políticos y una tensión social
en progresión. La crisis social llegó a Francia en 1931, Justo cuando las
limitaciones industriales generaron altos índices de paro. Los peores efectos, sin
embargo, se acumularon durante 1932 yen torno a 1933, fecha en que los
parados aumentaron hasta 1.300.000. Siendo todos éstos síntomas evidentes, al
primer golpe de vista, no se debe dejar de señalar que la descomposición social
-la desagregación de sectores y élites en la sociedad francesa-, así como las
tensiones políticas habituales entre radicales, moderados, socialistas y
comunistas, precedieron ala crisis económica y -en buena medida-concurrieron a
su agravamiento. Lo que supuso una nueva recomposición de las expectativas de
cambio izquierdista en el régimen republicano: desde la reconstrucción, en las
elecciones de 1932, del Cartel des Gauches de 1924; o bien, desde 1934, la
Unión de Izquierdas, que dio paso al Frente Popular y su triunfo electoral de
1936.
Desde esta última fecha y por dos años, el triunfo electoral permitió una cierta
entente en el gobierno del Frente Popular, entre socialistas, comunistas y
radicales, bajo la jefatura gubernamental del socialista Leon Blum (hasta marzo
de 1938, en que quedó constatada la ruptura de aquel Frente). El gabinete Blum
realizó reformas sociales esperadas, como derechos sindicales y vacaciones
pagadas, implantación de la semana laboral de 40 horas, así como incrementos
salariales. Pero en uno de los Estados europeos más ranciamente liberales -con
menores servicios sociales-las medidas frentepopulistas fueron tardías e
introdujeron una inversión repentina de la situación, que -con alzas de salarios y
mayores gastos del gobierno-provocaron mayor caos económico. Es de notar en
este sentido que en Francia no tuvo ningún impacto hasta entonces -como ya
empezaba en otros países occidentales a dar sus frutos: de reconducción de la
crisis, desde el poder público-la teoría progresiva económica de Keynes, sobre el
gasto público para generar demanda e impulsar la actividad. Los economistas
franceses permanecieron apegados a las viejas fórmulas liberales, y consideraron
la función primordial del Estado como la de crear el solo marco natural de
crecimiento económico, por ejemplo a través de políticas monetarias o de
estabilización económica. En 1938 la economía francesa comenzaba a
enderezarse, cuando ya otros países remontaban la crisis, como sucedía con las
economías de Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania. Pero tanto una nueva
devaluación del franco, como el retraso de la recuperación económica, minaron
la fortaleza de la coalición frentepopulista. La crisis que estalló afines de 1937,
con la ruptura entre comunistas y radicales, desde abril de 1938 sin
participación de socialistas, quedó consagrada por la orientación oficial. Por
iniciativas gubernamentales como las del nuevo gobierno Daladier, después de
medidas regresivas sociales como la ley de derogación de la semana de 40 horas.
Una medida de revisión social como aquélla conllevó la convocatoria de una
huelga general contra un gobierno de centro-izquierda; pese al fracaso de tal
movimiento por las luchas internas de sectores obreros (además de añadir una
fuerte represión gubernativa). Desde: entonces los conflictos laborales
disminuyeron, pero quedó herida de muerte la confianza de las izquierdas en el
régimen republicano, mientras perdía -por motivos opuestos, entre sectores
beligerantes-legitimidad y eficacia el propio régimen democrático. Yla marcha
política, tanto como las acciones gubernamentales, o las fuerzas antisistema,
provocaron -junto al caos financiero y la polarización social, en aumento desde la
formación de las «ligas» ultras y el giro derechista hacia la violencia
extraparlamentaria, desde 1934una intensa división de la sociedad francesa.
Situación muy amenazadora para el futuro de la III República y pretotalitaria,
para una parte de la opinión pública, que fue favorecida psicológicamente por
Hitler: con su retraso de la amenaza de invasión, intencionadamente retrasada
hasta el mes de mayo de 1940. Con un primer ministro como Eduard Daladier
-que la había sido ya en 1933-1934, en el momento de ascenso derechista y de
práctica impunidad de la violencia política, tanto como de corrupción
republicana-en su último mandato, aquel político radical-socialista firmó el
acuerdo -que proporcionó la situación de manos libres de Hitler- en Munich en
1938; permaneciendo aún Daladier casi dos años al frente de un agonizante
gobierno. Justo en el momento en que la III República estaba casi destruida, al
alinearse la opinión pública en dos frentes bien definidos: los que deseaban la
colaboración con los nazis (un amplio sector de la sociedad francesa, que explica
la facilidad del paseo militar de Hitler hasta París, así como el fenómeno del
gobierno colaboracionista de Vichy, y el carácter muy incierto de la resistencia) a
expensas de un conflicto general; y, por otra parte, la resistencia total ya
ultranza, hasta llegar a una posible reconquista territorial (del sector que se
articularía en la resistencia y el maquis, contra la ocupación alemana). Esta
última fue una solución a fortiori, mientras el antiguo primer ministro Daladier
fue hecho prisionero por los nazis y trasladado a Alemania (de 1943 a 1945;
aunque sobreviviente a la segunda guerra, todavía presidiría el radical-
socialismo entre 1957-58). Mientras los que repudiaban frontalmente a Hitler o
su régimen colaboracionista francés -como incompatible con la configuración
nacional francesa-, reacios también a una democracia inestable como la
republicana, no acatarían la humillación intolerable de una nueva anexión
alemana.

3.3. ALEMANIA BAJO LA FRAGIL REPÚBLICA DE WEIMAR


El principal Estado que salió derrotado de la Gran Guerra se reorganizó en 1919
bajo las draconianas -y claudicantes-condiciones impuestas desde Versalles, así
como bajo un régimen político cuyo marco constitucional fue elaborado por una
Asamblea Constituyente en Weimar. Curiosamente, la República que allí nacía
conservaba la denominación de Reich, el Estado imperial bajo el que se había
unido la Alemania contemporánea (y con cuyo régimen la nación se había
engrandecido en la vida europea 48 años antes).
En aquella Alemania, sin embargo, entre octubre y noviembre de 1918,
esperando lo peor de un desastre humillante a manos de los aliados, la opinión
pública se volvió frontalmente en contra de un gobierno de la derrota. Los
acontecimientos se precipitaron cuando el káiser Wilhelm (Guillermo) II, en un
intento desesperado por controlar la situación, abdicó al trono imperial (nunca lo
haría respecto a su reino primigenio de Prusia) y se ponía a salvo, mientras
nombraba canciller al príncipe Max de Baden para huir a Holanda. Fue una
decisión desfasada y un acto demasiado tardío, el 9 de noviembre: desde el 2-3
de ese mes se conocieron en Alemania sediciones en Viena y Budapest, casi
simultáneos a primeros levantamientos en Alemania; un acuerdo de aliados
decidía reunirse en conferencia en Versalles y examinar los términos de la
rendición alemana. Mientras el 6 de noviembre, tropas norteamericanas
ocupaban Sedan en el frente oeste alemán y los polacos proclamaban su
República en el este, en su propio territorio alemán de Baviera, los hasta ese
momento súbditos del káiser hacían lo propio el 7 de aquel mes. Incluso para
prevenir una inminente proclamación de república comunista en Alemania, el
líder socialdemócrata Philipp Sheidemann se anticipó en la proclamación
republicana el mismo día 9 de noviembre.
El mismo día en que, con el estallido a todas luces de una revolución, el príncipe
Max proclamaba la República y el socialdemócrata Ebert asumía la dirección de
la misma, mientras aún dirigía el poder revolucionario del Consejo de Comisarios
del Pueblo. Al día siguiente su gobierno provisional recibía el apoyo de fuerzas
armadas y de un Consejo de Obreros y Soldados de Berlín, al tiempo que el
acuerdo de armisticio de las potencias aliadas a sus condiciones de rendición.
Mientras en el este y centro de Europa se formaban gobiernos provisionales y
emergían naciones subyugadas por doquier, en Alemania fueron convocadas
elecciones, que Ebert hizo prevalecer frente a toda otra iniciativa popular (y en
medio de una agitación revolucionaria y contestación de izquierdas o de
derechas, sin precedentes en Alemania). No tenían el mismo convencimiento los
comunistas que, alentados por el coetáneo ejemplo ruso y en medio de la
iniciativa electoral socialdemócrata de 1918-19, pugnaron por una alternativa
que les pareció tan justificada desde su punto de vista doctrinal, e intentaron
tomar el poder por la fuerza en la revuelta espartaquista de Kiel. Dicho
levantamiento se extendió desde allí -todavía a fines de 1918a Bremen, Lübeck y
Hamburgo, así como a la denominada República de los Consejos Obreros de
Munich. Por su parte, en 1920, los enemigos derechistas de la neonata República
tomaron la iniciativa y participaron en el golpe del canciller Wolfgang Knapp. Los
golpistas de los Freikolps (regimientos de voluntarios dirigidos por ex oficiales
anticomunistas) tomaron la capital, y el gobierno huyó a Dresde. Aunque el
ejército frustró todas estas revueltas, la situación había obligado al Parlamento
-desde julio de 1919a reunirse en Weimar.
El proceso electoral que nutrió la institución parlamentaria tuvo lugar en enero
de 1919, en medio de proclamaciones de repúblicas y poderes autónomos en
dominios territoriales del antiguo Reich (revuelta espartaquista-comunista en
Berlín, del al 15 de enero; República soviética de Bremen, del 10 al 4 de febrero;
etc.). No obstante, mientras eran yugulados tales brotes, el 19 de enero la
proclamación de resultados electorales para una Asamblea Nacional en Alemania
daba las mayores porciones -de entre los que participaron en aquellos comicios-a
los partidos socialdemócrata (38 % devotos) y de centro (19 % de votos). Con lo
cual el líder socialdemócrata Friedrich Ebert salió reforzado como la figura
política más relevante en Alemania. y entre el 6 y el 12 de febrero, la
convocatoria y reunión en Weimar de la nueva Asamblea Nacional elegía a
Friedrich Ebert como presidente de Alemania ya Philipp Sheidemann como su
canciller, al formar un gobierno con ministros socialdemócratas y centristas. Al
concluir aquel mismo año, ambos sin embargo dirigían una República todavía
convulsa, tanto por la dispersión del poder en múltiples centros, ciudades y
territorios, como por las aspiraciones de fuerzas opuestas. Mientras en aquella
ciudad de Weimar también, a finales de año, aquellos parlamentarios redactaron
y proclamaron la Constitución del nuevo Estado republicano.
La República formalmente presidida por Friedrich Ebert -que ejerció con firmeza
todos los poderes que la Constitución le concedía, para preservar la unidad del
Reich; mientras una ley de 1922 prolongó su cargo de presidente hasta 1925no
encontraba medios suficientes para aglutinar grupos políticos heterogéneos (e
incluso contrapuestos). El presidente encumbrado a la cúspide del régimen
sucedía al Ebert líder socialdemócrata -desde 1913, a la muerte de August
Bebelde una poderosa corriente política, que había apoyado el viraje belicista del
káiser -con la concesión de créditos de guerra en 1914y que aún estaba
impregnado del marxismo revisionista, pero de formación doctrinaria de su
maestro y jefe, al que sucedió. Creía dogmáticamente también -como
socialdemócrata experimentado-que el socialismo sólo llegaría a dominar el
poder por vías parlamentarias.
La llamada Constitución de Weimar fue considerada algunas veces, como la más
perfecta transcripción de la democracia moderna, aunque estuvo predestinada a
ser papel mojado. Sin duda estableció en Alemania un nuevo marco de
democracia, que definía un Estado o Reich compuesto de 17 länder o territorios
federales, con prerrogativas limitadas (en un intento por preservar la unidad, a
fin de cuentas aún amenazada). La democracia parlamentaria de Weimar
estableció, igualmente, un esquema político con dos cámaras -Reichstag o
Cámara baja y Reichsrat o Cámara territorial, donde acudían los representantes
de los länder-, contrapesadas por un poder presidencial notable. El presidente
-elegido por siete años y por sufragio universal-podía disolver el Reichstag,
someter leyes a referéndum y tomar medidas de excepción, como recurrir al
ejército para imponer la paz social. En aquel sistema jurídico se perfilaron
posibilidades legales de evolución hacia un régimen presidencialista. De hecho,
el presidente ejerció esa prerrogativa siete veces entre 1926 y 1932.
La República de Weimar nació, sin embargo, a la vida política en Alemania sin
ninguna fuerza clara de sustentación del régimen, salvo dos dominantes. En
primer lugar, la socialdemocracia, cuyo líder, F. Ebert, presidió el nuevo régimen
con apoyos sociales amplios de una red de sindicatos y cooperativas. Con todo,
se trataba de una organización que no alcanzó la mayoría parlamentaria, por lo
que Ebert tuvo que buscar apoyos en los partidos tradicionales, como el Centro
Católico. La segunda dominante fue el ejército (Reichswehr), dirigido por figuras
militares de cierto prestigio a pesar de la derrota, como Von Seeckt. El
estamento castrense se presentaba, sin embargo, como una institución fiel a sí
misma y al régimen que le fuera útil, a la vez que se erigía como un baluarte
frente a la extrema derecha. Estos grupos extremistas estaban integrados por
excombatientes, grupos de activistas sensibilizados por la amenaza bolchevique
y organizaciones que propugnaban el pangermanismo, el antisemitismo y el
antiparlamentarismo. En particular, los enemigos de las instituciones
democráticas encontraron un respaldo social en Baviera, donde a su vez
consiguieron articular cierto rechazo político al régimen. No en vano fue en esta
región donde se produjo el putsch de la cervecería de Munich de 1923,
organizado por Hitler, que ya desde entonces adquirió el relieve de un líder
carismático, mientras la violencia degradaba las mismas señas de identidad
iniciales de la República.
La República de Weimar, al avanzar los años veinte fue encontrando un eco
decreciente en una sociedad predominantemente urbana, pues de los cincuenta
millones de alemanes el 70 % vivía en ciudades. Ahora bien, estos núcleos
urbanos carecían de suficiente tradición democrática, lo que explica la ausencia
de incontestables cuadros políticos identificados con el nuevo régimen. Los
pocos políticos con cierto relieve tuvieron que sufrir, además, el desprecio con el
que los miraban los sectores nacionalistas. Directamente proporcional al
crecimiento del desprecio nacionalista hacia el régimen creció la admiración
hacia el ejército y sus cuadros de oficiales. Para un sector en aumento de la
opinión pública, el ejército no había sido derrotado, sino traicionado por los
demócratas, ante la necesidad urgente de reforzarse (con la adhesión al Tratado
de Versalles). Como ya se dijo, los acuerdos de Versalles fueron considerados en
Alemania como humillantes: por sus restricciones militares, o sus tajantes
cláusulas de responsabilidades y reparaciones de guerra. El Tratado de Versalles
fue asociado así con el deshonor de Alemania y de la República que lo aceptó.
Por su lado, el sistema parlamentario incorporó una debilidad suplementaria al
régimen, con su sistema electoral proporcional. La ley electoral otorgó una
representación equiparable a los grupos políticos, de forma que ninguno podía
llegar a adquirir una mayoría suficiente sobre el resto. En 1928, por ejemplo, el
Reichstag acogía representantes de ocho grupos, de los que el más amplio era el
de los socialdemócratas, con 153 diputados, los conservadores o nacionalistas
tenían 78, el Partido Católico de Centro llegaba hasta 62 parlamentarios, los
comunistas tenían 54 representantes, y existían también otros grupos más
minoritarios, como el Partido del Pueblo Bávaro, con 16 escaños, y los nazis con
12 puestos. En general, todos los grupos políticos -debido a la escasa tradición
democrática de Alemania-carecían de la experiencia suficiente sobre el
funcionamiento del sistema. Es más, había grupos como los comunistas o los
nacionalistas que rechazaban incluso formalmente el régimen, lo que se ponía de
manifiesto en su negativa permanente allegar a acuerdo alguno con los
socialdemócratas, o a respetar cualquier compromiso contraído con la institución
presidencial (véase la figura 5.5).

En esta situación azarosa, que se prolongó hasta 1933, la República de Weimar


fue bastante inestable, salvo el período de 1924 a 1929, cuando Gustav
Stresemann como canciller se convirtió en la figura dominante del régimen.
Hasta ese momento, la evolución política y social fue crítica y en algunos
momentos vertiginosa, como en los cuatro años posteriores a la firma de los
Tratados de Versalles: en los que se pueden contabilizar hasta 376 asesinatos
políticos, entre cuyas víctimas figuraron dos de los firmantes de dichos tratados
(Ezberger y Rathenau, asesinado en junio de 1922, siendo ministro de
Exteriores). La alianza entre socialdemócratas y el ejército permitió la
supervivencia del régimen y facilitó a la sociedad alemana el remanso de un
corto período de tiempo; pero el pago de las reparaciones de guerra erosionó la
situación económica desde 1923. El Plan Dawes de 1924 permitió atajar la
inestabilidad económica, al aplazar los pagos de reparaciones a .los aliados. Por
estas mismas fechas, con la llegada de los préstamos de Estados Unidos,
Alemania vislumbraba ciertas posibilidades para reconstruir su entramado
industrial. Desde ese período hay que situar los progresos de la gran industria
alemana y la concentración que la acompañó, en forma de complejos
industriales, como la I.G. Farben (1925) o la Vereinigte Shalwerke (1926). La
recuperación económica de Alemania es deudora también de las iniciativas
oficiales, a cargo del ministro de Finanzas, Shacht, que decidió la vuelta al
marco-oro en 1924. Finalmente, entre los elementos impulsores de la economía
se deben tener en cuenta los decretos del Reichbank, entre 1924 y 1929.
La estabilización política se produjo a partir de 1925, tras la muerte del
presidente socialdemócrata Erbert y la elección anticipada del más
contemporizador Hindenburg. La elección presidencial de este mariscal
monárquico coincidió con un nuevo clima en las relaciones internacionales:
expresado en el «espíritu de Ginebra», la ampliación de la Liga de Naciones y la
admisión en la misma de Alemania en 1926. El bloque conservador, aglutinado
en torno a Hindenburg, ofrecía idóneas posibilidades para la evolución hacia la
derecha del régimen y la atracción de la Reichswehr, que desde 1928 se encargó
de arrinconar a la extrema derecha. Mientras tanto, las relaciones comerciales
convertían de nuevo a Alemania en una potencia económica europea, cuando
llegaron al continente los efectos de la crisis de 1929 y las devastaciones
económicas y sociales del ciclo depresivo.
Los efectos del crack de 1929 fueron extremadamente graves para Alemania por
las suspensiones de créditos bancarios, tanto como por la paralización de la
producción, el aumento del paro y el malestar social. Este clima enrarecido se
puso de manifiesto en las elecciones para el Reichstag de 1930, en las que los
nazis consiguieron 107 escaños, lo que les animó a liquidar la República de
Weimar. En los dos años siguientes persistió el «mal alemán», que se
manifestaba en toda una reacción y proletarización de las clases medias,
engrosaba las aspiraciones nacionalistas de revanchismo frente a Versalles y
radicalizaba las luchas políticas con la formación de organizaciones
paramilitares. Entre estas organizaciones podían enumerarse los Cascos de
Acero del Partido Nacional Alemán, el Frente Rojo comunista, el Estandarte
Imperial de la socialdemocracia, o el Frente parado y las Secciones de Asalto
nazis.
Paul Hindenburg, el viejo mariscal prusiano de la primera guerra, que desde
1925 había obtenido la presidencia del Reich -como candidato de la derecha-
resultó elegido en 1932 (frente a la candidatura de Hitler). Pese a su actitud
continuamente monárquica, Hindenburg se sintió vinculado a su juramento a la
Constitución republicana de Weimar; aunque aprovechó la enorme
fragmentación de fuerzas parlamentarias para acumular protagonismo político.
Frente a sus cancilleres y los distintos gabinetes que se fueron sucediendo
(Brüning, Von Papen, Schleiser) y durante meses se apoyaron en la autoridad de
Hindenburg. Entre los méritos, no obstante de algunos de aquellos cancilleres
-Brüning y Von Papen solucionaron la liquidación de las reparaciones de guerra
alemanas, en la Conferencia de Lausana-no estuvieron, precisamente, los de
crear mayorías suficientes de gobierno o tomar medidas frente al ascenso
-verdadera oleada-nazi en Alemania. Finalmente Hindenburg -con gran influencia
de un círculo íntimo de consejeros-después de largas indecisiones propuso como
canciller del Reich al jefe del partido más fuerte desde las elecciones de 1930,
Adolf Hitler.
En enero de 1933, Hindenburg concedía su aprobación para que Adolf Hitler
ocupara la cancillería. Siendo el líder del partido antisistema con más
aspiraciones de cambio totalitario, su ocupación de la cancillería alemana
equivalía a liquidar, en la práctica, la República de Weimar. Unos días después
del nombramiento de Hitler como canciller ardía el edificio del Parlamento
alemán, el Reichstag, el 27 de febrero de 1933. Con la cúpula nazi desorientada,
sin embargo Hitler aprovechó el suceso para hacer aprobar la Ley de
Emergencia (28 de febrero); lo que le permitió encarcelar -y desembarazarse-a
sus adversarios más importantes, los líderes del SPD o el Partido Comunista.
Mientras el antiguo canciller Von Papen aceptaba un cargo en su primer
gabinete (como vicecanciller) y al parecer tratar de evitar –inútilmente-que el
nacional socialismo se hiciera con todos los resortes del poder.

CAPITULO 6: LOS REGÍMENES TOTALITARIOS: COMUNISMO,


FASCISMO Y NAZISMO
Por JAVIER PAREDES
Profesor Titular de Historia Contemporánea, Universidad de Alcalá

1. SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS DE LOS TOTALITARISMOS


Realmente había transcurrido muy poco tiempo entre la conclusión de la Gran
Guerra y el estallido de un nuevo conflicto mundial: tan sólo un par de décadas.
Durante estos años la democracia se convirtió en un valor en baja en el
continente europeo. Si por falta de tradición se aclimató muy mal en Europa
oriental, fue acusada en Europa occidental de haber sido incapaz de detener la
guerra, en el mejor de los casos, o de haberla engendrado en otros. Fueron años
de crisis económica, desde luego, pero sobre todo de un profundo abatimiento
moral, en los que el mundo se arrojó en brazos de los «superhombres», decididos
a erradicar la libertad.
Engrandecieron al Estado en detrimento de la persona. Aquel Estado que desde
su origen se empeñó en doblegar a la sociedad, se disponía a dar el asalto
definitivo con soluciones sempiternas, aplicables naturalmente por la fuerza y en
definitiva por la muerte. Así pues, a una guerra sucedió otra más cruel. O si se
prefiere, como algunos historiadores han querido ver, se produjo sólo una pausa
para proceder a dar remate a lo que algunos han dado en llamar la «nueva
guerra de los Treinta Años».
Como se verá en un próximo capítulo, el estallido del segundo conflicto universal
no se puede explicar por un única causa. Se trata más bien de todo un conjunto
de fenómenos, localizados en el período de entreguerras, que confluyen a
desencadenarlo el primer día de septiembre de 1939 con la invasión de Polonia.
En consecuencia, es de todo punto necesario estudiar con detenimiento el
proceso histórico que se desarrolla en la segunda y tercera década del siglo xx,
años en los que la democracia sufre una quiebra profunda. Así pues, en el
presente capítulo nos centraremos en las tres manifestaciones del totalitarismo:
comunismo, fascismo y nazismo.
No es del todo desacertado clasificar con el único nombre de totalitarismos estos
tres ensayos políticos del período de entreguerras, puesto que en los tres se
descubren toda una serie de rasgos ideológicos comunes, tendentes a liquidar a
la persona. Para dichas ideologías sólo es objeto de consideración lo colectivo: la
clase, la nación, la raza, el partido, y en definitiva el Estado. Asimismo, estos tres
planteamientos, en cuanto que se proponen imponerse como soluciones globales
se desvelan con pretensiones filosóficas, que ofrecen una visión del hombre y del
mundo más allá de lo político. En este sentido, como todo sistema filosófico,
ofrecen su peculiar método de conocimiento, según el cual la verdad deja de ser
la meta a la que se tiende mediante el esfuerzo intelectual, para convertirse en
una fórmula dictada oficialmente desde el poder, ante la que no cabe otra actitud
que el acatamiento. Se podría señalar, además, como otro de los rasgos comunes
a los tres sistemas, su entronque con los planteamientos evolucionistas
decimonónicos, en los que sustentan su concepción orgánica de la sociedad. Los
totalitarismos, además, al asumir la tradición ideológica del positivismo del siglo
pasado, construyen su edificio sobre los cimientos de la secularización y el
cientificismo.
Igualmente, los tres totalitarismos coinciden en determinadas prácticas políticas.
Son oportunistas y participan en el juego democrático hasta que se hacen con el
poder, momento a partir del cual erradican la libertad y el pluralismo, objetivo a
su vez por el que justifican la violencia y el terror del Estado, capaz no sólo de
eliminar físicamente a personas o a grupos concretos, sino de llegar incluso a la
práctica del genocidio. Pura congruencia con su ideología, en suma, al convertir
al Estado en el fundamento y, en definitiva, en el único concesionario y
dispensador absoluto de los derechos que cada persona posee de un modo
inalienable, conforme a su naturaleza. Desde esta perspectiva hay que juzgar sus
constituciones, sus declaraciones de derechos y sus parlamentos. Poseen los
elementos externos de la democracia, e incluso pueden incluir tal concepto en su
denominación oficial, pero prostituyen sus funciones, por lo que presentan una
patología de democracias gangrenadas.
Como derivación de todo lo dicho hasta ahora, los tres regímenes imponen el
partido único, al que despojan de cualquier vestigio de democracia interna, por
el método expeditivo de la eliminación de los disidentes o desviacionistas. Así las
cosas, el partido no tiene otra razón de ser que la conquista y el mantenimiento
en el poder de quienes lo controlan, objetivo que se consigue mediante el recurso
al golpe y la exaltación de la violencia, acciones que se encubren por la
propaganda totalitaria con el eufemismo de la revolución.
Ahora bien, si queremos conocer con precisión las tres manifestaciones del
totalitarismo debemos traspasar el análisis de sus rasgos comunes, pues tan
importantes como las semejanzas son las diferencias que esgrimen para
enfrentarse entre ellos. Al carácter internacional del comunismo se opone el
racismo y el nacionalismo de los fascistas y los nazis, aunque también es verdad
que estos últimos proponen una política exterior imperialista. Por otro lado, si
bien es cierto que los fascistas niegan la existencia de la lucha de clases, los
comunistas por su parte prometen su extinción en el futuro. Y, en fin, frente ala
absolutización del Estado fascista se podría oponer la provisional dictadura del
proletariado como etapa previa y necesaria a la desaparición del Estado, aunque
al día de hoy ya sabemos que tal provisionalidad sólo concluye cuando
desaparece el régimen comunista.

2. EL COMUNISMO

2.1. EL GOLPE DE ESTADO DE LENIN


En el verano de 1917 se presentía el final de la Primera Guerra Mundial. Al
desmoronamiento de los frentes de guerra, a la desmoralización del ejército ruso
ya la , intentona fracasada del general Kornilov, vino a añadirse la incapacidad
del gobierno, de Kerenski, que no contaba ya con el respaldo del ejército. La falta
de disciplina, primero, y las numerosas deserciones, después, hicieron mella en
el ejército ruso, que favoreció el ascenso de los bolcheviques en los soviets, por
cuanto éstos prometían la retirada de Rusia de la guerra mundial y el reparto de
la tierra de los campesinos entre los soldados. Únicamente los cosacos, el
batallón femenino y los cadetes mantuvieron su lealtad a Kerenski y
posteriormente al gobierno provisional, tras su dimisión.
Con el fondo de este decadente escenario se iban a desarrollar los primeros
momentos del protagonismo histórico de Lenin, en cuya biografía conviene que
nos detengamos. A poco que se repasen los libros -todavía en uso en nuestras
bibliotecas-se podrá observar en no pocos de ellos el maquillaje que oculta su
verdadera personalidad, pues Lenin es el fundamento del totalitarismo
comunista. Su pensamiento se nutre en la exaltación de la violencia y en la
tiranía: «La revolución -llegó a escribir-no puede hacerse sin pelotones de
ejecución, la revolución camina con lentitud porque se fusila muy poco.» Paul
Johnson ha escrito que la diferencia entre Lenin y Stalin, radica en que este
último impulsó el terror hasta el seno del partido, la vanguardia del proletariado,
lo que no debe ocultar, como indica el autor de Tiempos modernos, que el
exterminio de los disidentes es pura y esencialmente marxismo-leninismo. En la
biografía escrita por Hélene Carrere d'Encausse, esta autora concluye que fue
Lenin el fundador de un Estado totalitario, sustentado sobre el trípode del
partido comunista, la policía política y el ejército; según esta autora, Trotski
actuó de ejecutor militar y Stalin prolongó dicho Estado totalitario, diseñado por
Lenin con una voluntad y ferocidad implacables, sin que sus cimientos pudieran
ser modificados por nadie hasta la caída del comunismo.
Repasemos brevemente la biografía de Lenin, cuyo verdadero nombre era el de
Vladimir Ilitch Ulianov. Había nacido en Simbirsk, una perdida aldea a orillas del
Volga, en 1870. Más tarde dicha aldea pasó a llamarse Ulianovsk en su honor. Su
padre era inspector de enseñanza y su madre estaba entroncada con la pequeña
nobleza alemana. Del matrimonio nacieron cinco hijos, de los que el mayor fue
condenado a muerte acusado de atentar contra el zar Alejandro II. Lenin, que
vivió la tragedia familiar con 17 años, nunca olvidaría este acontecimiento.
En principio comenzó a estudiar Derecho en la Universidad de Kazan, de la que
fue expulsado, por lo que acabaría la carrera de abogado en la Universidad de
San Petersburgo. Desde entonces era reconocido como la cabeza de un grupo de
intelectuales marxistas, que en 1895 se constituyó formalmente con el nombre
de Unión de Combate de San Petersburgo para la libertad de la clase obrera. Ese
mismo año fue condenado a prisión y posteriormente fue desterrado a Siberia.
Tras cumplir su condena en 1900 realizó diversos viajes por Europa con el fin de
aglutinar bajo la ortodoxia marxista a los socialdemócratas rusos del exilio. Para
este objetivo contó con la colaboración de Plejanov, Zasulich, Axelrod, Protesov y
Martov en la fundación del periódico Iskra ( «La Chispa» ). En la primera
nochebuena de nuestro siglo salió a la luz Iskra, inaugurando toda una
producción periodística al servicio del partido, que los comunistas supieron
utilizar como arma de propaganda. No en vano se le atribuyen a Lenin 1.324
artículos en diferentes periódicos, así como su participación directa en Vpariod,
Proletari, Novaia, Zhizn, Sotsial-Demokrat y naturalmente Pravda. Además de
estos trabajos, se deben destacar como sus obras más conocidas las siguientes:
¿Qué hacer? (1902), Materialismo y empirocriticismo (1909), El imperialismo,
última fase del capitalismo (1916) y El Estado y la Revolución (1917).
En 1903 puede situarse su primer despunte político al obtener sus partidarios la
mayoría en el Segundo Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso;
desde entonces fueron conocidos como bolcheviques. Los minoritarios o
mencheviques, defensores de las tesis revisionistas de Bernstein, soportaron una
incómoda relación con sus vencedores, hasta que por fin fueron expulsados del
partido en 1912 en la reunión celebrada aquel año en Praga. Su segunda
aparición histórica importante se produjo en los momentos de desmoralización
del ejército ruso al término de la guerra mundial. Por entonces, cuando Rusia
soportaba tan calamitosas condiciones económicas, Lenin se trasladó desde
Austria hasta su patria, con la colaboración de las autoridades alemanas que le
facilitaron su tránsito en el famoso vagón precintado. En la primavera de 1917
Lenin se encontraba en la Rusia de los zares, dispuesto a transformarla en una
república socialista soviética. En el mes de julio fracasó un intento
revolucionario, a consecuencia del cual Trotski, junto con otros dirigentes, fue
arrestado. Lenin consiguió refugiarse en Finlandia, donde escribió El Estado y la
Revolución, durante los meses de agosto y septiembre. En esta obra, Lenin
interpretó la teoría del Estado marxista en torno a la dictadura del proletariado,
que en su pensamiento se convertía en la maquinaria de la represión de la
mayoría de los explotados frente ala minoría burguesa de los explotadores. En
dicha obra se puede leer lo siguiente: «La dictadura de una sola clase es
necesaria no sólo para las sociedades clasistas en general, no sólo para el
proletariado después de haber abatido a la burguesía, sino para todo el período
histórico que separa el capitalismo de la sociedad sin clases: el comunismo. Sólo
con la instauración del comunismo se extingue el Estado y se llega a la libertad».
En esos términos, Lenin reelaboraba las doctrinas de Marx, de modo que la
ideología marxista-leninista se mostraba en su plenitud totalitaria, erigida sobre
dos pilares. De una parte, Lenin elevó a categoría dogmática el marxismo, en
cuanto quedaba erradicada la discusión intelectual sobre la doctrina; sus
postulados se enuncian para su aceptación y como justificación de la «praxis». Y,
en segundo lugar, Lenin descubrió un nuevo agente encargado de transformar la
teoría en realidad histórica. Al margen de exposiciones teóricas, tal
responsabilidad no se iba a encomendar ni al proletariado, ni al partido, sino a
los revolucionarios profesionales a los que el Comité Central, y en definitiva su
secretario, encomendaran esa misión.
Así las cosas, el 9 de octubre de 1917 Lenin creó un Buró Político con el fin de
dirigir la revolución, a la vez que había constituido un Comité Militar
Revolucionario, controlado por el presidente del soviet de Petrogrado, Trotski, a
quien se encomendó la ejecución del golpe que les abriría las puertas del poder.
Entre el 24 y el 25 del mismo mes los revolucionarios ocuparon los núcleos
estratégicos de la ciudad y pusieron sitio al Palacio de Invierno, donde se
encontraba el gobierno provisional, que se rindió en la madrugada del día 26.
Sólo la propaganda oficial y el «arte» elaborado desde el poder han conseguido
encontrar gestos sublimes y acciones heroicas, donde la historia se topa con un
golpe de Estado a la vieja usanza. y es el propio Stalin el que reconoce que la
toma del poder la realizó el Comité Militar Revolucionario, pues el Congreso de
los Soviets «se limitó a recibir el poder de manos del Soviet de Petrogrado».
Al hilo de los acontecimientos cabe afirmar que la actuación de Lenin fue un
mentís de las pretensiones científicas del marxismo acerca de la leyes
«históricas» y «necesarias». Los sucesos de octubre marcan el principio de una
dictadura, y no precisamente la del proletariado, que ha sometido durante
décadas a buena parte de la humanidad y ha eliminado físicamente a unos cien
millones de personas sacrificadas al comunisno, Lenin, erigido en el primer
dictador comunista de Rusia, planteó una estrategia encaminada a conseguir
cuatro objetivos, que a la postre darían origen a la URSS. En principio la
eliminación de la oposición, surgida fuera del partido; en segundo lugar, la
concentración de todo el poder en el partido; a continuación, la erradicación de
opositores internos; y; por último, la concentración del poder del partido en su
persona. Éstos han sido los fundamentos del totalitarismo comunista
establecidos por Lenin y continuados por sus sucesores hasta que se iniciaron las
reformas durante el mandato de Gorbachov.
Así pues, en paralelo con las acciones golpistas de octubre, el II Congreso de los
Soviets aprobó tres decretos, por los que Rusia anunciaba su retirada de los
frentes de guerra, el Estado se incautaba de la propiedad de la tierra y se creaba
el primer gobierno de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom), como institución
política y suprema de la revolución, presidida por Lenin e integrada por quince
personas, entre las que cabe citar a Stalin y a Trotski. El Comité Ejecutivo
Central, surgido de ese mismo congreso, fue copado por los bolcheviques, que
consiguieron introducir a 62 de ellos entre el total de cien individuos que lo
componían.
Inmediatamente después se publicaron toda una serie de decretos para afianzar
el nuevo régimen. El 29 de octubre, una disposición anunciaba la supresión de
cualquier periódico que se opusiera al Sovnarkom; el resultado fue espectacular,
pues en pocos días desaparecieron todas las redacciones, a excepción de las de
Pravda e Isveztia. Sometida la prensa, durante los meses de noviembre y
diciembre fueron abolidas las distinciones militares, se nacionalizaron los
bancos, el Estado incautó las escuelas de la Iglesia, se legalizó el allanamiento
del domicilio, se prohibió el derecho a la huelga, que pasó a ser calificada como
un «crimen contra el pueblo», se estatalizaron las fábricas y se redactó un código
para uso y guía de los establecidos tribunales revolucionarios.
Si todas estas medidas se pueden considerar como elementos de la maquinaria
totalitaria, la pieza clave del engranaje se colocó el 7 de diciembre. Fue entonces
cuando se disolvió el Comité Militar Revolucionario, para ser sustituido por la
policía política, la Cheka (GPU desde 1922, NKGB desde 1943). A Lenin se debe
el diseño, y él fue quien encargó a Dzerhinski su dirección. Tan sólo tres años
después de su fundación contaba con 250.000 agentes, con capacidad para
ejecutar aun promedio de 1.000 personas al mes, inculpadas sólo de delitos
políticos, entre los años 1918 y 1919. De acuerdo con uno de los decretos
redactados por Lenin, su cometido era «la eliminación de la tierra rusa de todos
los tipos de insectos dañinos». El código de Lenin suprimía el delito personal,
para dejar sitio ala eliminación corporativa. Los ejecutados, al decir de
Solzhenitsyn, eran considerados como «ex personas» por pertenecer a un
determinado grupo o clase, idéntico fundamento jurídico que animó las leyes
nazis utilizadas para eliminar a millones de personas, en este caso por
pertenecer a un determinado grupo racial. Lenin, por tanto, puede ser
considerado como el primer promotor del genocidio del siglo xx, sin que ello
exima de responsabilidad a sus imitadores posteriores en el tiempo.
En el mes de noviembre se celebraron las elecciones para la Asamblea
Constituyente, cuya apertura se había anunciado para los primeros días de 1918.
De los 36 millones de votos, los bolcheviques solo obtuvieron nueve, resultado
que les otorgaba 168 escaños de un total de 703. La interpretación de los
comicios la realizó Lenin en un artículo, publicado en Pravda el 13 de diciembre,
titulado «Tesis acerca de la Asamblea Constituyente». Según Lenin, «el soviet
era una forma superior del principio democrático, respecto a los parlamentos de
las repúblicas burguesas», por lo que deducía que la Asamblea Constituyente
debía pronunciarse por una «declaración incondicional de aceptación del poder
soviético», si no quería traicionar al proletariado y embarrancar en una crisis, de
la que sólo se podría salir por medio de la revolución. Al menos, Lenin había
avisado que no estaba dispuesto a someterse a ningún control parlamentario. El
día 5 de enero, pocas horas después de comenzar la reunión de la Asamblea
Constituyente, fue disuelta por los guardias rojos, de acuerdo con las órdenes
recibidas del Comité Ejecutivo Central. Tres días después y en el mismo edificio
se reunían los soviets, presididos por Sverlod, para ratificar las decisiones del
Comité Ejecutivo Central. Con este acto el golpe de octubre de Lenin daba
remate ala liquidación de la democracia en Rusia.

2.2. EL COMUNISMO DE GUERRA (1918-1921)


Los meses que transcurren entre los sucesos descritos y el verano de 1918 es la
etapa conocida como capitalismo de Estado. Desde 1918 a 1921 se desarrolló el
período denominado comunismo de guerra. Dos eufemismos con los que se
encubre, en realidad, un régimen de terror que hizo posible la construcción del
Estado bolchevique. Lo cierto es que desde la disolución de la Asamblea
Constituyente, el poder de Lenin era muy sólido en Rusia, y sólo la política
exterior podía amenazar al dictador. La paz de Brest-Litovsk (3 de marzo de
1918) alejaba la amenaza de las potencias europeas ya cambio hubo que ceder
un tercio de la Rusia imperial, poblada por 56 millones de personas y con
importantes recursos económicos. y de acuerdo con el pensamiento de Lenin,
según el cual frente a la democracia «burguesa» se levantaba la democracia
«proletaria», los territorios cedidos (Polonia, Ucrania, los Estados bálticos, la
Rusia Blanca, Georgia, Armenia y Azerbaiyán) pasaron a denominarse
oficialmente repúblicas burguesas, por la sencilla razón -según la lógica
leninista-de que el principio de autodeterminación correspondía en exclusiva a
las repúblicas proletarias.
En el verano de 1918 se publicó la Declaración de Derechos del Pueblo
Trabajador y Explotado y la Constitución de la República Federal Socialista Rusa
de los Soviets (RFSRS), que con el tiempo acabaría por transformarse en la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En verdad, la denominada federación
era una palabra hueca, donde anida una Constitución gangrenada. La única
realidad política con entidad es el soviet, desde donde se potencia al partido
comunista, hasta convertirse en una gigantesca maquinaria burocrática, con
capacidad no sólo de controlar la sociedad, sino incluso hasta de anularla y
sustituirla. Todo ello explica que los 100.000 bolcheviques de 1917, según los
cálculos más generosos, se multiplicaran por seis en tan sólo tres años.
Apuntalando al partido, aparece el ejército como firme cimiento sobre el que se
asienta el régimen comunista. Como ya se dijo más arriba, desde los comienzos
de las acciones revolucionarias se encomendó a Trotski la reorganización del
ejército, para lo que se sirvió de oficiales zaristas, estrechamente controlados
por comisarios políticos. y al igual que el partido, el ejército experimentó en muy
poco tiempo un crecimiento espectacular. Se calcula en medio millón de
individuos los efectivos militares para el año 1918. En 1920 formaban en filas
tres millones de soldados, por lo que en tan sólo dos años se habían multiplicado
por seis los integrantes de las fuerzas armadas.
Tal situación permitió encarar a los bolcheviques la mal denominada guerra civil,
ya que en realidad durante estos años tienen lugar tres guerras distintas: una
guerra civil propiamente dicha (1918-1919), un segundo conflicto entablado con
los países occidentales, y toda una nebulosa de acciones militares tendentes a
sofocar los alzamientos nacionales. La ausencia de un frente común contra los
bolcheviques, por más que la propaganda comunista les unificara a todos bajo la
única denominación de «blancos», hizo posible el triunfo de los ejércitos de
Trotski, y la «transformación» de algunas repúblicas burguesas en repúblicas
proletarias. De este modo, y por la fuerza de las armas, a principios de 1921
Lenin además de la RFSRS, controlaba los -en teoría-Estados independientes de
Ucrania, Bielorrusia, Azerbaiyán, Georgia, Armenia, la República del Lejano
Oriente, Jorezm y Bojara.
En cuanto a la organización económica propuesta por el comunismo de guerra,
ésta se reduce aun proceso de estatalización generalizada. Su resultado fue un
estrepitoso fracaso, hasta el punto de que el trueque se convirtió en el elemento
definidor de la realidad económica. Así las cosas, se optó por aplicar a la práctica
las predicciones marxistas sobre la desaparición del dinero, cuando en realidad
la pobreza extrema y la práctica desaparición del intercambio de bienes habían
dejado al rublo sin razones que justificaran su existencia.
El comunismo comenzaba a dar pruebas palpables de que se asentaba en la
cultura de la muerte. Habían desaparecido la persona, la sociedad y el dinero, e
igualmente se iba a eliminar los más mínimos intentos de oposición. En marzo de
1921 fueron anulados los denominados amotinados de Kronstadt, considerados
como enemigos a abatir por pedir que las votaciones a los soviets fueran secretas
y no se realizaran a mano alzada, además de reclamar las libertades de
expresión y los derechos de reunión y sindicación. Desde entonces dichas
aspiraciones fueron calificadas de «desviacionismo pequeño-burgués y
anarquista», por lo que los «extraviados» fueron reprimidos sangrientamente,
acusados del delito de «fraccionalismo» , en expresión genuina de Lenin. El
ejemplo de Kronstadt sirvió de escarmiento entre la población campesina. A su
vez, los bolcheviques limpiaron las máculas «fraccionalistas» en el X Congreso
del Partido Comunista, celebrado por esas mismas fechas, en el mes de marzo de
1921.
Sin embargo, ya la vista de los resultados económicos, Lenin tuvo que reconocer
en este mismo congreso la necesidad de llegar a acuerdos con los campesinos.
Sucedía que la producción de 1921 tan sólo representaba un 12% de lo
producido en 1913; las minas y la siderurgia arrojaban cuotas aún más bajas:
respecto a esas mismas fechas tan sólo representaba un 2,5 %; la agricultura se
derrumbó, el comercio tanto exterior como interior prácticamente dejó de existir,
y hasta la población descendió espectacularmente, hasta el punto de que en 1921
las ciudades tenían menos habitantes que en 1900, y el sector de los obreros
había descendido a cuotas inferiores a las del año 1883. De 1920 a 1922 se
desató en el territorio ruso un largo período de hambruna, que afectó a treinta
millones de personas, por lo que fue necesario recurrir a la ayuda internacional;
la hambruna de estos años provocó cinco millones de muertos.
Así pues, las guerras, el hambre, las epidemia, el frío y sobre todo las estrategias
revolucionarias de Lenin, ayudan a comprender este retroceso demográfico. El
golpe de Estado de Lenin instaló como práctica del nuevo régimen el genocidio,
que diezmó la población. Entre los años 1918 a 1920 se calcula que fueron
asesinados unos tres millones de personas. y en cuanto al partido comunista, de
los 600.000 integrantes de 1921, debido a las purgas de Lenin fueron eliminados
100.000.

2.3. LA NEP (1922-1927)


La NEP (Nueva Política Económica) sigue al comunismo de guerra como parte
del proceso histórico de la dictadura leninista. Más que como concesión de Lenin
al pueblo, debe entenderse como imposición a los bolcheviques, debido a toda
una serie de circunstancias que ponían en evidencia el fracaso del nuevo
régimen totalitario, tales como la quiebra económica, la resistencia generalizada
y el ascenso que comenzaron a experimentar los mencheviques. Todas estas
manifestaciones obligaron a Lenin a cambiar el rumbo político con el fin de
mantener el poder. En efecto, se re. conoció una cierta libertad económica a los
campesinos y se toleró la propiedad privada en las pequeñas industrias y en los
comercios. Se consintió una cierta economía de mercado como solución
transitoria, al mismo tiempo que se reconocía la exclusividad política del partido
comunista, en el que por supuesto no se admitían corrientes internas. En suma,
se probaba la tesis de Lenin según la cual «se puede cambiar de táctica en
veinticuatro horas», y en esta ocasión se trataba de conjugar el socialismo y el
capitalismo, sin que en semejante intento decayera la estrecha vigilancia de
Lenin sobre la nueva fórmula.
Los resultados, en principio, fueron positivos, pues la economía dejó de
retroceder y hacia 1927 la producción comenzaba a igualar la del año 1914. Se
frenó el hambre y hasta comenzó a despuntar un incipiente mercado en el que se
intercambiaban productos de uso y consumo. La industria recuperó el pulso y se
abrieron las puertas al capital extranjero, se acuñó un nuevo rubIo y comenzaron
a funcionar algunos bancos. Según Sorlin, la NEP facilitó la reaparición de una
«semiburguesía» y de un campesinado acomadado (kulak), sin que todo ello
hiciera perder la atención de los comunistas sobre el proceso colectivista: en
1927 funcionaban 1.400 granjas estatales (sovjozs) y se calculan en unas 33.000
las cooperativas agrarias (koljoz) para el año 1928.
Los cambios económicos, por otra parte, no paralizaron las transformaciones
políticas. En el mes de diciembre de 1922 se crea la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas (URSS), al modificar la estructura federal precedente. El 6
de junio del año siguiente se aprobaba la Constitución, cuya redacción se había
encomendado a Stalin. Según este texto, las funciones legislativas se
encomendaban al Soviet Supremo y las del poder ejecutivo al Presidium, pero en
la práctica el poder confluía en el partido y se concentraba en una persona. Por
otra parte, la III Internacional creada por Lenin prolongaba la actuación del
partido comunista ruso en los países occidentales, dado el control que Moscú
ejerció en los partidos comunistas de los diferentes países europeos.
Ahora bien, ni la apertura económica ni la Constitución iban a significar un
retroceso en la consolidación de la tiranía. «La NEP -había afirmado Lenin-es
retroceder lejos si es preciso, pero de modo que se pueda retener la retirada
cuando se desee y reemprender la ofensiva. » y para disipar cualquier tipo de
dudas al respecto, en 1923 se modificó la estructura de la policía política. La
Cheka cambió su nombre por el de OGPU, siglas que venían a significar algo así
como «administración política del Estado». La policía conservó este nombre
hasta 1934 y tras una nueva variación nominal en el año 1943 adquirió el más
conocido de NKGB. Sus funciones «administrativas» , por lo demás, son de sobra
conocidas, lo que hace innecesaria su descripción.
La vida del protagonista o del inspirador de todas estas reformas declinaba en la
primavera de 1922; fue entonces cuando Lenin sufrió el primer ataque de la
enfermedad que le llevaría a la muerte. De este primer ataque quedó
semiparalítico. Cumplidos los 53 años, murió el 21 de enero de 1924. Desde el
mes de abril de 1922 Stalin era secretario general del Comité Central del
partido, nombramiento que Lenin promocionó directamente. Desde este cargo
pudo controlar todos los resortes del poder para asegurarse la sucesión, no sin
antes vencer la resistencia de Trotski, que fue expulsado del partido (1927),
exiliado (1929) y asesinado (1940) en México por orden de Stalin.

2.4. EL RELEVO DE STALIN


Al morir Lenin ya se habían sentado las bases fundamentales del Estado
totalitario, que su sucesor Stalin desarrolló y consolidó. Como es sabido, Stalin
se mantuvo en el poder hasta su muerte, que se produjo en 1953. Por lo tanto su
mandato se extiende en tres períodos históricos bien distintos, como son la época
de entreguerras, . la Segunda Guerra Mundial y la posguerra. En este capítulo
nos referiremos sólo al primero de ellos, etapa en la que cabe analizar los planes
quinquenales, la Constitución de 1936 y la represión tiránica ejercida durante
estos años, de cuya magnitud Nikita Jruschov dio una versión oficial en el XX
Congreso del partido comunista, el primero celebrado tres años después de la
muerte de Stalin.
En cuanto a los planes quinquenales, cabe afirmar que a medida que se abren
archivos y se obtienen datos, hasta hace poco desconocidos, se van modificando
los juicios sobre sus resultados. Por todo ello habrá que aceptar con todas las
reservas que se quiera ciertas versiones, y limitarse a los datos contrastados.
Durante el período que transcurre entre 1928 a 1941 se proyectaron tres planes
quinquenales. El primero (1928-1932) se anunció como el plan quinquenal de
cuatro años y tenía como objetivo la transformación de la economía rusa,
fundamentalmente agraria, en otra más industrializada. El segundo (1933-1937)
trató de modificar la tecnología aun ritmo acelerado; éstos son los años en los
que se impuso el estajanovismo a los trabajadores rusos, que ha quedado
convertido en uno de los paradigmas de la explotación de los obreros por parte
del Estado. El tercer plan, que dio comienzo en 1938, fue interrumpido por el
estallido de la guerra.
De este modo se trataba de planificar la economía soviética, pero no para
conseguir un crecimiento equilibrado de los sectores, lo que era juzgado por
Stalin corno «una desviación burguesa», sino para conseguir en el mínimo
tiempo posible la re. conversión de la industria, que debía ser sometida a los
objetivos de la defensa militar del régimen comunista. El hecho de que la
disminución de los plazos previstos fuera considerada como un éxito y no como
un elemento de desestabilización económica, es la mejor prueba de que los
planes quinquenales no tenían más objetivos que los militares y
propagandísticos, ya esta finalidad se subordinó el esfuerzo y el bienestar de
todo un pueblo.
En el aspecto político, la nueva Constitución de 1936 mantuvo el acentuado
desequilibrio en la estructura federal de la URSS, ya que de las once repúblicas
que la integraban, una de ellas, la Rusa, tenía 105 millones de habitantes, y la de
Kirghiz tan sólo un millón y medio. En el texto constitucional, por otra parte, los
derechos individuales no existen como tales; se reconocen, eso sí, una serie de
derechos a los soviéticos en cuanto que pertenecen y se integran en organismos
colectivos. Por lo demás, todos estos derechos permanecen supeditados al poder,
pues según el texto constitucional se conceden «conforme a los intereses de los
trabajadores ya fin de fortalecer el sistema socialista». Bajo estas coordenadas
debe entenderse la Constitución soviética de 1936 cuando se refiere a la libertad
de expresión, de prensa, manifestación, de asociación, a la inviolabilidad
personal, a la libertad de conciencia, al derecho de asilo ya la libertad de
propaganda antirreligiosa, concesión esta última que ha debido ser la única
«libertad» que de verdad han ejercitado los comunistas en estos años, en los que
promovieron sangrientas persecuciones religiosas dentro y fuera de la URSS.
En cuanto al tercer punto de análisis, anunciado más arriba, la represión de
Stalin, se deben situar en el verano de 1936 los procesos más violentos. Desde
esta fecha hasta 1938 se pueden considerar cuatro procesos, cuyos resultados se
resumen en la siguientes cifras: cinco de los siete presidentes del Comité
ejecutivo central fueron eliminados; la mismo se puede decir de nueve de los
once ministros centrales de la URSS, y otro tanto de 43 secretarios de las
organizaciones centrales del partido de un total de 53, además de la
desaparición de la mitad de los generales del ejército y de casi todos los altos
cargos de la GPU. y todo lo anterior referido a personalidades de relieve. Lo que
nunca se podrá saber con exactitud es el elevado precio en sangre cobrado por el
comunismo en personas desconocidas, que como ya se dijo se estima en unos
cien millones.
El período de entreguerras se caracteriza por el abatimiento moral y el abandono
de la sociedad europea en manos de los totalitarismos. Muy pocas voces se
alzaron contra la tiranía; sin duda, de entre esas pocas condenas, la más
enérgica y relevante fue la del romano pontífice. Pío XI, en su encíclica Divini
Redemptoris (19 de marzo de 1937), condenó el ateísmo comunista, ideología ala
que se calificaba como «intrínsecamente perversa» por socavar los fundamentos
mismos de la civilización cristiana y proponer una falsa redención basada en un
seudoideal de la justicia, la igualdad y la fraternidad. En esta misma encíclica el
papa hacía referencia también a la persecución comunista que padecía la Iglesia
en México y en España. Durante la guerra civil española (1936-1939) fueron
asesinados 13 obispos, 4.184 sacerdotes seculares, 2.365 frailes y 283 monjas, lo
que equivalía a uno de cada siete sacerdotes y a uno de cada cinco frailes. Los
datos son lo suficientemente elocuentes, como para afirmar que al margen de las
tensiones políticas, durante la guerra civil española se produjo una auténtica
persecución religiosa. En efecto, a los datos anteriores, habría que añadir el
elevado número -imposible de establecer con exactitud-de tantos católicos
españoles que murieron víctimas del odio contra la religión, en una persecución
que hasta para asemejarse a la de los primeros cristianos dio cabida a
acontecimientos como los de la «Casa de las Fieras», el zoo situado entonces en
el parque madrileño del Retiro, donde se arrojaron personas vivas para que
fuesen devoradas por los osos y los leones.
Pío XI, en la Divini Redemptoris, salía al paso de los errores antropológicos
propuestos por el materialismo histórico, cuya doctrina se había convertido en el
molde con el que los comunistas pretendían construir una nueva humanidad. En
línea con las condenas lanzada sobre el comunismo, ya incluso desde el
pontificado de Pío IX (1846-1878), cuando todavía no se había publicado el
Manifiesto comunista (1848), la encíclica advertía sobre las consecuencias
deshumanizadoras que podrían sobrevenir a la humanidad con el triunfo de la
ideología comunista. Lo cierto es que en esta ocasión tampoco se le prestó
mucha atención a las advertencias del sucesor de san Pedro. Es más, en algunos
ambientes intelectuales de Occidente, deslumbrados por el marxismo, las
condenas del comunismo y muy particularmente la Divini Redemptoris fueron
descalificadas sistemáticamente y tachadas de retrógradas hasta hace bien poco
tiempo. y en honor a la verdad se debe dejar constancia de que no han faltado
católicos y hasta clérigos, que afectados por un complejo de inferioridad,
también se mostraron partidarios del comunismo. Sin embargo, tras la caída de
los regímenes comunistas en Europa, la historia ha venido a dar la razón al
magisterio de los romanos pontífices sobre el comunismo. Por otra parte, el
tiempo ha demostrado que esas denuncias además de evangélicas y pastorales
-es decir, no políticas-eran plenamente proféticas.

3. EL FASCISMO ITALIANO

3.1. LA POLÍTICA INTERIOR DEL FASCISMO


La segunda de las manifestaciones totalitarias que aparecen en el tiempo es el
fascismo. El 30 de octubre de 1922, Víctor Manuel III encargaba la formación de
un nuevo gobierno a Benito Mussolini. Tal decisión no respondía a la práctica
habitual, como consecuencia de unas elecciones, sino que fue la «marcha sobre
Roma» lo que acabó de empujar al monarca, presionado por militares y
nacionalistas.
Por entonces, Mussolini ya era un personaje conocido en Italia. Hijo de un
herrero, se hizo maestro, profesión que abandonó para dedicarse al periodismo
político. En 1912 era director de Avanti, órgano oficial del partido socialista
italiano. La Gran Guerra y las consecuencias que para Italia tuvo la paz, le
ofreció las posibilidades de la fuerza irracional de un nacionalismo herido. De
manera que en 1919, apoyado por los «futuristas» de Marinetti, excombatientes,
sindicalistas y estudiantes frustrados, fundó los «fascios de combate» y las
«escuadras de acción» para imponer la violencia, como medio de arreglo a la
situación de inestabilidad por la que atravesaba Italia. Sin duda el más cruel de
sus condottieri fue Italo Balbo, que muy pronto se convertiría en el jefe de las
milicias fascistas.
En sentido propio no es posible encontrar en el fascismo un cuerpo doctrinal, a
no ser que éste se quiera descubrir en las negaciones que propone, como tal
movimiento reaccionario que es. En consecuencia habría que afirmar que el
fascismo proclama de un modo radical una serie de «antis», tales como un
antiliberalismo, un antiparlamentarismo, un anticlericalismo y un antimarxismo.
y justamente de sus negaciones surge su programa afirmativo, como la
exaltación de un nacionalismo y un pragmatismo político que los fascistas
consideraban incompatible con la democracia, argumento sobre el que los
fascistas justifican el establecimiento de la dictadura. «Mi doctrina -resumía
Mussolini-es la de la acción. El fascismo nace de una necesidad de acción, y
muere con la acción.» y a la simpleza de la definición anterior, Mussolini agregó
la extrema brutalidad totalitaria, al proponer la fórmula de su régimen: «Todo en
el Estado, nada fuera del Estado, nada contra él.» Así pues, como en Rusia, la
historia de Italia desde 1922 no iba ser otra cosa que un proceso de
personalización del poder.
El triunfo del fascismo resulta incomprensible si no se tiene en cuenta la débil
resistencia que encontró en la Europa de entreguerras. Bien es cierto que
Mussolini no presentó con claridad todas sus bazas políticas en un primer
momento. Por esta razón, en el otoño de 1922 las propuestas fascistas se
presentaron como soluciones transitorias, más que definitivas. Ya reforzar esa
aparente transitoriedad contribuyó la formación del primer gobierno, en el que
de las dieciséis carteras sólo se adjudicaron cuatro a los fascistas, diez recayeron
en personajes independientes y las otras dos tuvieron como titulares a dos
militantes del Partito Popolare de don Sturzo. Mussolini llegó incluso a prometer
respeto a la Constitución ya las libertadas políticas, para conseguir a cambio que
el Parlamento le concediera plenos poderes, con el fin de restaurar el orden
público. Todas estas actuaciones parecían ajustarse a los patrones de las
dictaduras clásicas, que proliferaron con profusión en la Europa de entreguerras.
No hizo falta que pasase mucho tiempo para comprobar la falsedad sobre la que
se asentaba la trama fascista. No habían transcurrido ni doce meses desde la
concesión de plenos poderes, cuando Mussolini logró que el Parlamento
aprobara una ley según la cual al partido más votado se le asignarían dos tercios
de los escaños. No fue necesario aplicarla. En las primeras elecciones,
celebradas en la primavera de 1924, los «métodos» de los squadristi
consiguieron cuatro millones y medio para los fascistas, lo que equivalía a 406
escaños, frente a los 129 que correspondieron a toda la oposición, como
resultado de los dos millones de votos obtenidos. El mes de mayo, don Sturzo
abandonó la política, y pocos días después era asesinado el diputado socialista
Giacomo Matteoti, que había sobresalido por denunciar en la cámara el fraude
electoral. Ante estas circunstancias, los diputados adoptaron entonces una
postura tan comprensible como inoportuna y se retiraron del Parlamento. Este
abandono allanaba de dificultades el tránsito que Mussolini iba a realizar de la
dictadura al régimen totalitario. Sus «fieles» aprobaron una disposición, la Ley
del Jefe del Gobierno, según la cual Mussolini fue desligado de responsabilidad
ante la cámara, a la vez que se le concedían facultades para modificar la
Constitución.
Una vez que fue eliminado el régimen parlamentario, el fascismo dirigió sus
esfuerzos hacia el control pleno de la sociedad. En 1927 se publicó la Carta del
Trabajo, por la que quedaban prohibidos todos los sindicatos, a excepción de los
fascistas. y como colofón, en diciembre de 1928 se creaba el Gran Consejo
Fascista, a quien se encomendaba, fundamentalmente, la triple misión de
nombrar al sucesor de Mussolini, asesorar al Duce y designar los candidatos
para las elecciones que, según la nueva ley electoral de 1929, se presentarían en
lista única. Todas estas disposiciones completaban la construcción de un Estado
orgánico, corporativo, en el que sólo se reconocía la legalidad del partido
fascista, dirigido y controlado por un «superhombre», cuya misión no era otra
que conducir a Italia a los grandes destinos nacionales e internacionales,
abandonados desde la Antigüedad. Desgraciadamente, Mussolini no estaba solo
en su empeño; muchos italianos le creyeron, y no pocos europeos o le admiraron
o trataron de seguir su ejemplo. y es que por entonces las teorías de Friedrich
Nietzsche estaban en pleno apogeo. En 1933, Elizabeth Forster-Nietzsche,
hermana del filósofo alemán, como regalo de su cincuenta cumpleaños, envió a
Mussolini un telegrama en el que se podía leer lo siguiente: «Al más admirable
discípulo de Zaratustra que Nietzsche pudo soñar.» y no es una casualidad que
un año después el propio Hitler obsequiara al Duce con las obras completas del
mismo autor.

3.2. LA POLÍTICA EXTERIOR DEL FASCISMO


Las posiciones de Mussolini en política exterior, durante los primeros años,
estuvieron orientadas por el pragmatismo y la prudencia, que le aconsejaban no
dar pasos en falso en Europa en tanto que no se consolidara el régimen fascista
en Italia. La primera orientación de cómo debía proceder la percibió en la
protesta emitida por la Sociedad de Naciones, tras la ocupación de la isla de
Corfú en 1923. Al año siguiente, firmó un acuerdo amistoso con Yugoslavia, por
el que Italia renunciaba a sus reclamaciones sobre la costa dálmata, a cambio de
la anexión de Fiume. Y en los años siguientes se ocupó Somalia, y Albania se
convirtió en protectorado italiano, hasta que fue invadida por tropas italianas en
1939.
Esta actitud política inicial es la que explica que, en 1925, Mussolini fuese uno
de los participantes de la Conferencia de Locarno, tras la cual Europa pudo
disfrutar durante un quinquenio de unas relaciones distendidas. Y aunque la
distensión resulta más aparente que real, porque quedan ocultas posturas
interesadas por parte de todos, y además porque de hecho los propósitos de
Locarno son incumplidos o fracasan como fórmulas de paz, al menos durante
este período se deben apuntar los siguientes precedentes de integración
europea: comisión preparatoria de la Conferencia de Desarme (1926),
Conferencia Económica Internacional (1927), pacto internacional de renuncia ala
guerra (1928), proyecto de Briand de una federación europea (1929).
Y al igual que sucedía en Europa, la distensión también afectó a la política
italiana respecto al ya largo contencioso con el Vaticano. En 1929, se firmó un
tratado que regulaba la situación jurídica de la Santa Sede, y un Concordato que
establecía las relaciones de la Iglesia con el Estado italiano. Dichos acuerdos son
conocidos comúnmente como los Pactos Lateranenses. Con la firma de los Pactos
Lateranenses (11 de febrero de 1929) se zanjaba un problema que duraba ya casi
seis décadas, pues la ocupación de Roma (20 de noviembre de 1870) había
liquidado en beneficio del nuevo Estado italiano los Estados Pontificios. Ya en el
pontificado anterior se habían emprendido movimientos de aproximación entre
las dos partes, sin que se consiguiera llegar a ningún acuerdo. Pero desde 1926
dieron comienzo unas largas y delicadas negociaciones secretas, hoy conocidas
tras la publicación del diario de unos de los principales protagonistas por parte
del Vaticano, como fue el abogado Francesco Pacelli, hermano del futuro Pío XII,
nuncio en Berlín por aquellas fechas.
Los Pactos Lateranenses, que permitieron la creación del minúsculo Estado del
Vaticano, estaban formados por un tratado entre la Santa Sede y el Estado
italiano, un Concordato entre la Iglesia e Italia y un convenio económico. El
artículo 26 del tratado reconocía la existencia del «Estado de la Ciudad del
Vaticano bajo la soberanía del romano pontífice»; el territorio era pequeñísimo,
pero resultaba suficiente para facilitar la independencia de las actuaciones del
sucesor de san Pedro. En el Concordato, Pío XI conseguía frente al fascismo
salvaguardar dos aspectos fundamentales, como eran el derecho a la enseñanza
religiosa en la instrucción pública y el reconocimiento de los efectos civiles del
sacramento del matrimonio, regulado por el Derecho canónico. En cuanto al
convenio económico, la indemnización solicitada en principio de 2.000 millones
de liras fue sustancialmente rebajada.
Por su parte Mussolini, personaje agnóstico y pragmático, consciente de que en
la Italia católica tarde o temprano había que dar una solución a la «cuestión
romana», buscó un acuerdo por el prestigio nacional e internacional que podía
proporcionarle una solución, que los gobiernos anteriores no habían sabido
encontrar a lo largo de casi sesenta años. Pío XI, aunque se mantuvo siempre
firme y combativo frente a la ideología anticristiana del fascismo, a la que llegó a
condenar formalmente, manifestó su reconocimiento hacia la persona que hizo
posible el acuerdo. Dicho Concordato estuvo vigente con la República romana
hasta el 18 de febrero de 1984.
Sin duda, la firma de los Pactos Lateranenses causó un gran impacto en la
opinión pública de entonces, no sólo en la de la nación italiana, sino en la de todo
el mundo. Por lo que significaban los acuerdos de Letrán, aquel acontecimiento
histórico era desde luego bastante más importante para la Iglesia que para el
Estado italiano. Con la renuncia a los Estados Pontificios, la Iglesia ponía fin ala
milenaria época constantiniana. De este modo, al abandonar sus reivindicaciones
temporales, la Iglesia se concentraba en su fin primordial y específico: el pueblo
de Dios, apoyándose exclusivamente en la fuerza del Espíritu Santo. Por lo
demás, no deja de ser paradójico que el pontificado recobre en esta nueva etapa
un prestigio tal, sólo comparable al de los momentos más brillantes de toda su
historia. En efecto, desde 1929 hasta la actualidad, cada uno de los sucesivos
sumos pontífices ha visto aumentar su autoridad espiritual y moral dentro de la
Iglesia y también fuera de ella.
La realidad es que, de inmediato, los fascistas violaron los acuerdos de los
concordatos que habían firmado y desataron una implacable persecución contra
la Iglesia. Demasiado temprano tuvo que denunciar Pío XI los ataques del
fascismo contra la Acción Católica de Italia, mediante la encíclica Dobbiamo
intrattenerla (25 de abril de 1931). En el mes de mayo de 1931, Mussolini
disolvió las asociaciones juveniles católicas. Al mes siguiente, la condena del
fascismo era tajante en la encíclica Non abbiamo bisogno (29 de junio de 1931),
documento en el que se podían leer párrafos como los siguientes: «la batalla que
hoy se libra no es política, sino moral y religiosa; exclusivamente moral y
religiosa [...]. Una concepción del Estado que obliga a que le pertenezcan las
generaciones juveniles, es inconciliable para un católico con la doctrina católica;
y no es menos inconciliable con el derecho natural de la familia». La advertencia
del papa tampoco sirvió para detener a los dirigentes fascistas en su galope
hacia la barbarie, que a imitación de los nazis llegaron a promulgar leyes
racistas. Ante estos hechos, Pío XI preparó un nuevo texto durísimo que se
proponía leer en el décimo aniversario (11 de febrero de 1939) de la firma de los
Pactos Lateranenses, en presencia de todo el episcopado italiano que había sido
convocado en Roma. No se pudo celebrar ese acto, ya que Pío XI murió la víspera
de dicho aniversario; sin embargo, conocemos su contenido pues fue publicado
posteriormente por Juan XXIII. El documento, conocido como la alocución Nella
luce, iba dirigido a los obispos italianos y Pío XI ponía de manifiesto.. una vez
más, la incompatibilidad entre la ideología fascista y la doctrina de Jesucristo
que, como su vicario en la tierra, debía conservar y transmitir.
Las relaciones entre Italia e Inglaterra se pueden calificar como amistosas hasta
que el acercamiento entre Hitler y Mussolini se estrechó y las hizo cambiar de
tono, en beneficio de los intereses nazis. y en cuanto a Francia, si no resulta
adecuado hablar de relaciones amistosas, al menos habrá que calificar la
convivencia de estos dos países como de no beligerantes, en estos primeros años.
y puestos a reconocer intereses comunes se pueden encontrar éstos en 1935,
año en el que las tres naciones -Francia, Inglaterra e Italia-condenan la actitud
expansionista nazi en la Conferencia de Stressa. En esta ocasión, más que las
afinidades de los distintos regímenes políticos, habrá que analizar las peculiares
posiciones internacionales de cada uno de ellos para entender el desarrollo de
estos acontecimientos. En efecto, no se puede entender la actitud condenatoria
del régimen fascista, dada la similitud de planteamientos que tiene con la política
nazi, si no se tiene en cuenta que dicha condena se refiere al expansionismo nazi,
en cuanto que se proyecta en zonas donde los intereses italianos habían fijado su
atención, como es el caso de Austria y los Balcanes.
Pero en el otoño de 1935, tras pacificar los territorios de Libia, el fascismo
decidió ampliar su Imperio colonial en África oriental a costa de Abisina, que fue
invadida, sin previa declaración de guerra. Lo que sobre el papel se juzgaba
como una «fácil» acción militar, en su puesta en práctica no lo fue tanto, y la
catástrofe de Adua de 1896 estuvo a punto de repetirse. Sin embargo, en mayo
de 1936 las tropas italianas consiguieron entrar en Addis Abeba y derrotar a
Haile Selassi, emperador de Etiopía, cuyo título fue adjudicado a Víctor Manuel
III. Gran Bretaña y Francia protestaron por la invasión ante la Sociedad de
Naciones, que puso de manifiesto su ineficacia represiva con los países
invasores. Tras largos debates se propuso un boicot internacional, por el que no
se venderían a Italia armas ni carburantes, además de negarle los créditos que
solicitara. La medida fue generalmente secundada, por lo que Hitler se apresuró
a atemperar la soledad del Duce con su apoyo incondicional. Italia había caído
definitivamente en la órbita alemana. El 1de noviembre de 1936, Mussolini
proclamó que «el eje de Europa pasa por Roma y Berlín». Las pocas dudas que
pudiera encerrar esa frase quedaron totalmente despejadas el 22 de mayo de
1939, fecha en la que se firma un tratado de amistad y alianza entre Italia y
Alemania, conocido bajo el nombre de «Pacto de Acero».

4. LA ALEMANIA DE HITLER

4.1. EL NACIONALSOCIALISMO
Hitler fue el diseñador del tercer modelo totalitario del período de entreguerras.
En Versalles, Alemania fue declarada culpable de la guerra y tuvo que aceptar
las condiciones de unos tratados que pronto fueron denominados como el Diktat.
Se vio obligada a ceder Alsacia y Lorena a Francia; los distritos de Eupen,
Malmédy y Moresnet a Bélgica; el norte de Schleswig a Dinamarca; Posnania, la
Alta Silesia y un corredor con salida al Báltico a Polonia. Danzig y Memel fueron
declaradas ciudades libres. Asimismo se estableció que en su momento se
celebrarían plebiscitos, que aclarasen si el Sarre quería ser francés o alemán, y
si las zonas de Silesia y el sur de Prusia oriental se incorporaban a Polonia o a
Alemania. Además, Alemania fue despojada de su Imperio colonial. En estas
condiciones los alemanes entraron en el período de entreguerras, en vísperas de
que el nazismo se hiciera con el poder. Sin embargo, la historia del nazismo no
puede reducirse ala reacción alemana a las condiciones impuestas en Versalles,
por más que contribuya a la comprensión del establecimiento de esta peculiar
tiranía en Alemania. Así pues, es preciso recalar en la biografía del tirano.
Hitler nació en 1889 en Brunau-der-Inn, en la Alta Austria, y como fruto de sus
lecturas de Nietzsche creyó verse retratado en los libros del filósofo, Hitler se
reconoció como el superhombre y el conductor de los pueblos, destinado a
imponer su voluntad a su nación. Que semejantes delirios megalómanos se
puedan reducir ala enajenación mental del dictador no parece concorde con la
verdad. La perversidad de Hitler fue compatible con su cordura mental, y así lo
prueban los estudios psiquiátricos realizados sobre el personaje, en los que se
afirma que tanta maldad no puede ser obra de un demente. Sólo una mente
cuerda y perversa a la vez pudo planear tal estado de cosas, que se pusieron en
práctica gracias a la multitud de admiradores y colaboradores que el tirano
encontró en Alemania y fuera de Alemania.
El comienzo de su actividad política puede situarse en el año 1919, cuando Hitler
conecta con el Partido Alemán de los Trabajadores, al que se le cambió el
nombre por el de Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores
(NSDAP), vulgarmente conocido como partido nazi. Cuando en 1921 fue elegido
presidente del mismo, redactó su primer programa: una sola patria para todos
los alemanes, recuperación de las colonias perdidas, guerra al parlamentarismo,
transformación de la enseñanza, «germanización» de Alemania y control de la
religión, por cuanto podía acabar con la unidad de la patria por él concebida.
En la célula del partido de Munich conectó con los ex oficiales Rohm y Goring,
con el escritor racista Gottfried Feder y con los estudiantes Alfred Rosenberg y
Rudolf Hess. En 1923, a la vista de lo logrado por el líder fascista, quiso probar
suerte, y fue entonces cuando proyectó el putsch de la cervecería, para lo que
contó con la colaboración del general Ludendorff. Tras su fracaso, fue condenado
a la prisión de Landsberg, en la que sólo permanecería unos meses ya que muy
pronto fue amnistiado de la condena de cinco años. Durante este período redactó
Mein Kampf; libro que fue completado tres años después, y fue también entonces
cuando concibió la articulación del partido en tomo a su persona y fundamentado
en las organizaciones paramilitares: las fuerzas de combate (SA), su guardia
personal (SS), el servicio de seguridad (SD) y las juventudes hitlerianas (HJ).
El presidente Hindenburg encomendó la cancillería a Hitler el 30 de enero de
1933. Por entonces el líder nazi había conseguido que un grupo de banqueros e
industriales financiaran el partido y los gastos electorales, a cambio de renunciar
a las propuestas socialistas de su programa. En su sustitución, Hitler propuso un
relanzamiento industrial y una política de rearme. Así las cosas, la maquinaria
nazi se preparaba desde entonces para desplegar con energía toda la brutalidad
del Estado racista totalitario.
No había transcurrido ni un mes desde su nombramiento, cuando los nazis
incendiaron el Parlamento de Berlín, de lo que fueron inculpados los anarquistas
y los comunistas. Esto sirvió de excusa para suspender las garantías
constitucionales y fortalecer su dictadura. En este ambiente es en el que hay que
juzgar el «triunfo» electoral de los nazis del mes de marzo. En aquellos comicios
consiguieron ocupar 288 escaños frente a los 289 de la oposición (120
socialistas, 88 del Zentrum, y 81 comunistas). y el «triunfo» fue posible porque
los 52 diputados nacionalistas de Hugenberg se uncieron al yugo nazi. y fue ese
Parlamento el que aprobó la ley de plenos poderes, disposición con la que se
iniciaba formalmente la dictadura de Hitler. En paralelo y por esas mismas
fechas se inauguraron los campos de concentración de Dachau y Oranienbur, que
muy poco después se convertirían en campos de exterminio.
En J. Goebbels encontró Hitler un eficaz colaborador, y fue a este personaje al
que encomendó el Ministerio de Propaganda, que en muy pocos meses dispuso
de 14.000 funcionarios. La concepción del Estado nazi no podía ser otra que la
de la concentración de poder y la centralización, por lo que bien pronto se
suprimió la autonomía de los länder. En la primavera de 1933 los judíos sufrieron
un primer boicot, como preludio de mayores calamidades. Días después, se
disolvieron las organizaciones obreras y fueron encarcelados sus dirigentes; más
tarde los trabajadores fueron encuadrados en el Frente Alemán del Trabajo, el
sindicato único y obligatorio, y al igual que en la URSS la huelga fue prohibida.
En el verano se declaró la ilegalidad del partido socialista, como primer paso de
un proceso que culminaría en la proclamación del partido único. y como remate y
coronación de todas estas «reformas», Hitler proclamó el III Reich en
Nüremberg el 30 de agosto, el Imperio que se anunciaba con una vida de mil
años.
Doce meses después de los fastos de Nüremberg el totalitarismo nazi se
fortaleció aún más, al compás de los acontecimientos que describimos a
continuación. El 30 de junio se produjo la purga más importante en el partido,
que ha pasado a la historia como la «noche de los cuchillos largos». Tal
denominación no significa otra cosa que el asesinato de numerosos militares,
entre los que cabe mencionar a Von Bredov y Von Schleider. La misma suerte
corrieron los nazis de las SA ( «camisas pardas» ) sospechosos de desviacionismo
político, entre otros su propio jefe, Rohm, que había jugado un papel decisivo
hasta entonces en la conquista del poder de los nazis.
Seguro de su fortaleza, el 1 de julio Hitler anunció su negativa a satisfacer las
reparaciones impuestas a Alemania con motivo de la Gran Guerra. y un hecho
más vino a reforzar su posición, pues todo ello coincidió casi en el tiempo con la
muerte del presidente Paul von Hinderburg, lo que aprovechó Hitler para
apropiarse también de ese cargo. Su decisión fue ratificada en una farsa
plebiscitaria a la que fueron convocados los alemanes. Esto permitía que el
ejército (Reichswehr) prestara juramento al Führer ya la vez canciller del Reich,
Adolf Hitler.
En pura congruencia con todos estos planteamientos la economía fue sometida
,también a un proceso de planificación, ya imitación de lo que sucedía en la
Rusia de -Stalin se proyectaron unos planes, que en la versión nazi fueron
cuatrienales. El primero comenzó en 1933 y estuvo dirigido a absorber los cinco
millones y medio de parados. Las obras públicas y las industrias de armamentos
se convirtieron en las principales esponjas. El alistamiento en filas de cuantos no
encontraron ocupación acabó con el paro en la Alemania nazi. El segundo de los
planes tendía a conseguir la autarquía plena, para lo que se proyectaba sobre los
principios de la concentración industrial y el intervencionismo del Estado. Este
segundo proyecto vio cortado su desarrollo por el estallido de la guerra. El
comercio exterior estuvo férreamente controlado, de manera que se prohibió la
importación y se adquirieron las materias primas imprescindibles con marcos
bloqueados, esto es, con moneda que a su vez sólo se podía utilizar en la compra
de productos alemanes.
Con estos materiales se iba dando remate al Estado proyectado en Mein Kampf,
que como es sabido estaba llamado a mostrar al pueblo alemán su destino
histórico. Para conseguirlo tenía que liberarse de todas las trabas; dicho destino
no era otro que el de la dominación del mundo, una vez conseguida la pureza
racial. La raza aria, que según los nazis mantenía su integridad en Alemania, era
lógicamente la encargada de semejante misión. Una vez que Hitler se afianzó en
el poder y antes del holocausto, esto es, a partir del verano de 1933, las leyes
racistas aprobaron la esterilización y el asesinato de los deficientes mentales, se
prohibió el matrimonio entre arios y no arios y se creó el Rasse-Heirat Institut
(Instituto de Matrimonio Racial), donde no pocas alemanas «puras» incluso se
prestaron a ser fecundadas artificialmente. y el Estado, por fin, se apoderó de la
institución natural, la familia, que fue instrumentalizada por el régimen al tratar
de someterla a las pautas racistas trazadas por la barbarie nazi.

4.2. LOS CATÓLICOS ALEMANES Y LA CONDENA DEL NAZISMO POR LA


SANTA SEDE
Para una mejor comprensión de la situación de los católicos en Alemania durante
el período nazi, conviene remontarse unos años atrás. En efecto, la Constitución
de la República de Weimar había establecido una clara separación entre la
Iglesia y el Estado. Desligadas las autoridades alemanas de los grupos luteranos,
la diplomacia de la Santa Sede pudo llegar a conseguir determinados acuerdos
parciales en algunas regiones de Alemania. Así, en 1924 se firmó un Concordato
con Baviera, según el cual en esa zona se toleraba la práctica de la religión
católica y, en contrapartida, los nombramientos de los nuevos obispos debían ser
presentados al gobierno por si en alguno de los candidatos propuestos recaía
algún impedimento político a juicio de las autoridades alemanas. Mayores
dificultades encontró el nuncio Pacelli hasta lograr la firma del Concordato con
Prusia en 1929. La Liga Evangélica promovió una intensa campaña para
impedirlo y llegó a recoger hasta tres millones de firmas contra el Concordato,
que a pesar de todo pudo ser ratificado el 13 de agosto de 1929.
El ascenso de los nazis al poder provocó la inmediata protesta de los obispos
alemanes contra el programa del nacionalsocialismo. Ante la crispación surgida
entre los católicos alemanes, los nuevos gobernantes trataron de pacificar los
ánimos, con el fin de ganar un tiempo que les era necesario hasta que se
consolidasen en el poder. Poco después del nombramiento de Adolf Hitler como
canciller, el vicecanciller Franz von Papen iniciaba los contactos con el secretario
de Estado, Eugenio Pacelli. Se llegó con rapidez a la conclusión de las
conversaciones, lo que permitió firmar un Concordato (20 de julio de 1933).
Había que remontarse hasta el año 1448 para encontrar un convenio de validez
unitaria para toda Alemania. Según el acuerdo, el Estado alemán permitía el
ejercicio público de la religión católica, se reconocía a la Iglesia independencia
para dirigir y administrar con libertad los asuntos de su competencia, se
garantizaba a la Santa Sede la comunicación con sus obispos y se le reconocía
libertad en el nombramiento de cargos eclesiásticos, se daba entrada a la
enseñanza de la religión en la escuela primaria y se autorizaba a la Iglesia para
establecer facultades de Teología en todas las universidades alemanas. Por su
parte, el Estado podría ejercer el veto sobre el nombramiento de obispos por
motivos políticos y los obispos ya electos debían prestar juramento de fidelidad
al Führer; además, ningún clérigo podría pertenecer a partidos políticos. Al
término de la Segunda Guerra Mundial, la República Federal aceptó el
Concordato de 1933 sin apenas variarlo.
No ha faltado quien en la interpretación de estos acuerdos ha querido ver una
aprobación encubierta del nacionalsocialismo por parte de la Santa Sede,
conclusión a la que sólo es posible llegar desfigurando los hechos. Conviene
recordar que fue el gobierno alemán quien tomó la iniciativa; por lo tanto, y
como manifestara públicamente el propio Pío XI, de haberse negado a conversar
hubiera recaído sobre la Santa Sede la responsabilidad de abandonar a los
católicos alemanes, pues al menos con las bases del Concordato se les
proporcionaba un cierto recurso ante una posible defensa de sus derechos.
Además, cuando se negoció el Concordato, si bien era conocida la ideología nazi,
todavía no se había desarrollado su programa y por lo tanto no se podían conocer
ni por aproximación las verdaderas dimensiones de la barbarie que se avecinaba.
Por el contrario, quienes sí las conocían, años más tarde, fueron los dirigentes de
Francia y Gran Bretaña, ya pesar de ello pactaron en Munich con los nazis en
1938, como se verá en este mismo capítulo. Ya por entonces hacía tiempo que el
papa había condenado el nazismo, por su ideología pagana y anticristiana,
mediante la encíclica Mil brennender Sorge (14 de marzo 1937).
Al igual que en el caso de Mussolini, la causa por la que Hitler tomó la iniciativa
para redactar un Concordato con la Santa Sede fue su deseo de incrementar su
prestigio internacional; más todavía si se considera que anteriormente la
República de Weimar (1919-1930) no había conseguido firmar un Concordato
unitario, por lo que fue preciso llegar a acuerdos regionales. Y es que los
esfuerzos del pontífice anterior, Benedicto XV, reclamando una paz justa durante
la Primera Guerra Mundial, habían añadido al pontificado un enorme prestigio
en los ámbitos internacionales, que todos estaban dispuestos a lucrar en
beneficio propio. Precisamente, esta situación de prestigio contribuyó, sin duda,
a que se pudiera firmar una larga serie de acuerdos bilaterales durante este
pontificado hasta un total de 23. Hitler fue el penúltimo en conseguirlo, pues
antes que con Alemania, Pío XI había firmado ya 21 convenios, tratados o
concordatos con otros Estados diferentes.
La reacción de la Santa Sede frente a los nazis fue inmediata y continua, pues
entre 1933 y 1939 por medio del nuncio Pacelli y, apoyándose en el Concordato,
envió a Berlín 55 notas oficiales de protesta. De nada sirvieron, sino para que
arreciara la persecución contra los obispos y los católicos alemanes. Pío XI -como
ya se ha dicho- mediante la encíclica Mil brennender Sorge condenó por
anticristianos los planteamientos ideológicos del régimen, «por divinizar con
culto idolátrico» la raza, el pueblo, el Estado y los representantes del poder
estatal. En ese documento, también se especificaban los acuerdos pactados en el
Concordato y se denunciaba a los dirigentes del III Reich por sus reiteradas
violaciones, calificadas en la encíclica de «maquinaciones que ya desde el
principio no se propusieron otro fin que una lucha hasta el aniquilamiento». En
la encíclica se condenaba igualmente el panteísmo, la falta de libertad religiosa,
las desviaciones morales intrínsecas a la ideología nacionalsocialista y la
brutalidad con que eran arrollados los derechos en la educación de los niños y
los jóvenes.
La Mil brennender Sorge era, a la vez, respuesta y aliento para los obispos
alemanes, que en la reunión episcopal de Fulda (18 de agosto de 1936) habían
solicitado de Pío XI la publicación de una encíclica que encarase los
acontecimientos que se venían sucediendo en Alemania. Entre los obispos más
combativos contra el nazismo hay que destacar al arzobispo de Münster, el
cardenal Clement August von Galen; al arzobispo de Berlín, monseñor Konrad
von Preysing, y al cardenal arzobispo de Munich, Michael von Faulhaber. El
secretario de Estado pidió al cardenal Faulhaber un primer borrador, que
completó el propio Pacelli endureciendo el tono de las condenas contra el
nacionalsocialismo. Con este material trabajó Pío XI durante los primeros días de
marzo; era la primera vez que se publicaba una encíclica en alemán. Fue fechada
el día 14 de marzo e introducida y distribuida clandestinamente en Alemania. De
este modo, el domingo de Ramos (21 de marzo de 1937) se pudo leer en todas las
iglesias católicas de Alemania.
La reacción por parte de los nazis no se hizo esperar; en las semanas siguientes .
fueron encarcelados más de mil católicos, entre ellos numerosos sacerdotes y
monjas y, en 1938, fueron deportados a Dachau 304 sacerdotes. También fueron
disueltas las organizaciones juveniles católicas y, en 1939, se prohibió la
enseñanza religiosa. Ante todos estos atropellos, Pío XI adoptó una postura
firmísima, de modo que durante la visita de Hitler a Roma (3 al 9 de mayo de
1938) el papa se recluyó en Castelgandolfo, se cerraron los museos del Vaticano,
L'Osservalore Romano ignoró la presencia del Führer y el nuncio no acudió a
ninguna de las recepciones. Por si todo eso no era lo suficientemente claro, en
directa referencia a las grandes cruces gamadas que engalanaban las calles de
Roma, Pío XI, en una audiencia con recién casados, pronunció las siguientes
palabras el cuatro de mayo: «Ocurren cosas muy tristes, y entre éstas la de que
no se estime inoportuno izar en Roma el día de la Santa Cruz, una cruz que no es
la de Cristo.»

4.3. LA EXPANSIÓN NAZI


Al no ser la sutileza la característica más destacada del estilo literario de Hitler,
no resulta demasiado complicado descifrar los mensajes de Mein Kampf .En
efecto, Hitler se proponía congregar a todos los alemanes, para lo que creyó
necesario encontrar el «espacio vital» en el que asentarse. Tal objetivo era sólo
la primera parte de un proyecto, que se remataba con la conquista del mundo. y
tan evidente como el empeño que Hitler ponía en la consecución de sus
propósitos, era que dichos objetivos no podrían llevarse acabo sin perturbar el
orden internacional. La colaboración de Stalin y la debilidad de las democracias
occidentales facilitaron los planes del Führer en la creación de la Grosse
Deutchsland, la Gran Alemania, en 1939, tras la anexión de Austria,
Checoslovaquia y Polonia. Como indica el mapa que ilustra este capítulo, la
expansión se llevó a cabo en sucesivas etapas o golpes de fuerza, a partir de
1935. El empuje nazi sólo pudo ser frenado por el estallido de un nuevo conflicto
mundial.
Asentado en Alemania el régimen totalitario, las apariencias parecían indicar, en
el verano de 1933, que Hitler se aproximaba a los planteamientos
internacionales aceptados por Gran Bretaña, Francia e Italia. Al amparo de la
carta de la Sociedad de Naciones, los cuatro ratificaron el pacto de Locarno y los
acuerdos Briand-Kellog. Pero el buen entendimiento además de su escasa
credibilidad fue muy efímero, pues en el mes de octubre de ese mismo año
Alemania se retiró de la Conferencia de Desarme y de la Sociedad de Naciones.
Bien pudo considerarse este gesto como todo un síntoma agresivo de los
preparativos de la expansión nazi por el resto de Europa.
Por otra parte, la firma del pacto de no agresión germano-polaco, en enero de
1934, provocó el reforzamiento de relaciones entre Francia con Yugoslavia y
checoslovaquia, además de aproximarse ala URSS, nación que ingresaría en la
Sociedad de Naciones, gracias al apoyo francés. Y en marzo de ese mismo año,
Mussolini formaba un bloque danubiano, al firmar los Protocolos Romanos, junto
con Austria y Hungría, con el fin de defender sus intereses en el centro de
Europa, tanto frente a la pequeña entente (Rumanía, Checoslovaquia y
Yugoslavia), apoyada por Francia, como frente a Hitler. Estos movimientos
desataron la carrera armamentista en todos los países, lo que a Hitler le sirvió
para justificar su política económica de rearme.
La primera intentona, y fallida a la vez, de la expansión nazi, se produjo en julio
de 1934, al ordenar Hitler el asesinato del canciller austríaco, Engelbert Dollffus,
para provocar el Anschluss. La actitud de Mussolini, al «montar la guardia en el
Brennero», impidió el despliegue del ejército nazi. Por lo tanto, el primer triunfo
anexionista no lo obtuvo Hitler hasta los primeros días de 1935. El Sarre,
administrado hasta entonces por la Sociedad de Naciones, celebró un plebiscito
para decidir su incorporación a Francia o a Alemania. El 90 % de los votantes
quiso unir su suerte a la de Hitler. Animado por la reincorporación del Sarre,
Hitler anunció la creación de una poderosa Luftwafe. Francia respondió de
inmediato ala provocación y amplió a dos años el período del servicio militar. La
decisión del gobierno francés fue utilizada por Hitler como excusa para repudiar
formalmente los acuerdos de Versalles.
Tras la tensión provocada por los acontecimientos del Sarre, se produjo un
momento de calma, en el que hasta se puede vislumbrar un cierto clima de
distensión en las relaciones internacionales. En efecto, en el mes de abril de
1935 Italia, Gran Bretaña y Francia se comprometieron en la Conferencia de
Stressa a garantizar la independencia de Austria. Este acuerdo se vio reforzado,
un mes después, por el pacto franco-ruso, y supuso un freno a la expansión nazi,
si bien muy débil, y produjo efectos de distensión en el ámbito internacional.
Tanto fue así, que en el mes de julio Gran Bretaña y Alemania firmaron un
acuerdo por el que Alemania se comprometía a que su flota no superaría el tercio
del tonelaje de la Royal Navy. Sin duda que la imprudencia política de los
ingleses, al no consultar siquiera con sus aliados naturales las conversaciones
mantenidas con Alemania, no favorecieron en absoluto el clima de concordia tan
necesaria entre ellos para frenar el empuje nazi.
Bien pronto sobrevino una demostración de fuerza. El 7 de marzo de 1936 Hitler
dispuso la remilitarización de Renania. Por la vía de los hechos, en esta ocasión,
Hitler se enfrentaba resueltamente a los acuerdos tomados en Versalles, sobre la
limitación del armamento alemán. A la vez, su política expansiva ofrecía una
prueba más de la consideración que le merecían a Hitler los acuerdos
internacionales. y contra lo que hubiera sido más previsible, es decir, una
respuesta enérgica de las potencias democráticas frente a los planes nazis,
Francia e Inglaterra permanecieron pasivas, por temor a «provocar una guerra».
Tal estrategia de cesión de los pasivos fue interpretada como un reconocimiento
del fuerte, situación que facilitó un acercamiento diplomático hacia Alemania de
Bélgica, Polonia, y sobre todo de Italia. Las sombras de apariencia de buena
voluntad se disipan totalmente en 1938, año en que la diplomacia europea se
rinde ante las pretensiones de Hitler. Concretamente el 12 de febrero el Führer
se entrevistó en Berchtesgaden con el canciller austríaco Kurt von Schuschinigg.
En dicha reunión el gobernante austríaco cedió ante las pretensiones de Hitler
para que nombrase al jefe del partido nazi austríaco, SeyssInquart, ministro del
Interior de su país. De regreso a Viena trató de incumplir lo que había prometido
forzado por las exigencias del dictador, por lo que buscó respaldos
internacionales en apoyo de su decisión. Los resultados de esta tentativa fueron
desalentadores, pues tanto Italia -como era lógico-como Inglaterra y Francia -lo
que ya no era tan comprensible-le abandonaron en su intento de plantar cara al
tirano nazi. Ante esa situación, el canciller austríaco convocó a principios de
marzo un referéndum, para que sus connacionales decidieran su destino. Los
nazis se adueñaron de la calle y forzaron al presidente de Austria, Miklas, para
que nombrase canciller a Seyss-Inquart. El nombramiento se realizó el 11 de
marzo, y al día siguiente el nuevo canciller proclamó el Anschluss y solicitó a
Hitler el envío de las tropas alemanas. Pocos días después Hitler entraba en
Viena, y Schuschinigg era enviado a Dachau. Después de estos acontecimientos,
se celebró el referéndum: el 99 % aprobó la anexión. Los invasores se dieron al
pillaje y los profesores universitarios fueron obligados a limpiar las calles con las
manos desnudas, una forma de «reeducación», que más tarde imitaría Mao Tse-
tung en la China de los años sesenta. Italia, Francia y Gran Bretaña reconocieron
la anexión muy pocos días después. Justo por estas fechas, una región situada al
oeste de Bohemia, los Sudetes, comenzó a vivir un período de crispación social y
política jalonada de serios conflictos. Vivían en los Sudetes 3,5 millones de
habitantes, que hablaban alemán. Esta población, perteneciente a
Checoslovaquia, había sido discriminada por el nacionalismo checo. y ésta fue la
ocasión que Hitler aprovechó para presentarse como redentor de un
nacionalismo oprimido. A mediados de septiembre, el Führer volvió a ofrecer la
«hospitalidad» de su villa montañesa de Berchtesgaden, pero esta vez al premier
británico Chamberlain, quien convencido de la «moderación» de Hitler, pues sólo
pretendía aplicar el principio de las nacionalidades sobre los Sudetes, se ofreció
incluso para convencer a Deladier. Sus buenos servicios eran innecesarios con
Mussolini, que ya estaba convencido. Las presiones de Francia y Gran Bretaña
sobre las autoridades checas, para que cedieran a los deseos de Hitler,
provocaron la dimisión del gobierno de Hodza. Hitler y Chamberlain volvieron a
reunirse, esta vez en Godesberg. y aunque el político inglés comprendió con
claridad que Hitler quería algo más que los territorios de mayoría alemana, fue
incapaz de frenar sus pretensiones anexionistas. Así las cosas, el día 29 se
reunieron los jefes de gobierno de Alemania, Italia, Francia y Gran Bretaña en
Munich. Allí reconocieron y aprobaron la incorporación de los Sudetes al
territorio nazi. A dicha reunión no fue convocada la parte más interesada,
Checoslovaquia, que fue en definitiva la más perjudicada, pues la anexión le
privaba de un tercio de su población y de su superficie. El 14 de marzo de 1939
las tropas nazis invadieron el territorio que aún le quedaba a Checoslovaquia,
que pasó a denominarse protectorado de Bohemia-Moravia. El golpe sacudió a
las potencias que decidieron abandonar su pacifismo, al comprender que su
supervivencia dependía de su capacidad para frenar el expansionismo nazi. y
vieron con nitidez que esa capacidad por entonces era imposible demostrarla en
una mesa de negociaciones.
Así pues, Chamberlain proclamó que una nueva provocación de los nazis
desencadenaría la guerra, por lo que tanto ingleses como franceses
incrementaron sus arsenales de armas. Danzig, ciudad libre desde 1919, tenía
una población de 300.000 habitantes, y junto con el corredor que Polonia tenía
para acceder al Báltico dividía el territorio alemán. Las peticiones de Hitler
fueron en aumento: primero, la unión de los territorios alemanes, después la
unión y un «corredor» dentro del corredor, más tarde el corredor... Las
autoridades polacas, apoyadas por Francia y Gran Bretaña, y según creían
también por la URSS, se negaron a atender los deseos del Führe.:
Muchos años después se ha sabido que en la noche del 23 al 24 de agosto, nazis
y comunistas celebraron una peculiar fiesta en el Kremlin, que la historia
académica ha denominado «pacto de no agresión». Hoy ya sabemos más.
Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del Reich, viajó a Moscú, desde
donde informó: «Me sentía como si hubiera estado entre los viejos camaradas del
partido.» Stalin, al brindar, afirmó que «sabía cuánto amaba a su Führer el
pueblo alemán». Se dijo que el pacto Anticomintern estaba dirigido
sencillamente a impresionar «a los tenderos británicos». Stalin se mostró
encantado, al descubrir las disposiciones de los nazis. El 28 de septiembre otro
nuevo pacto, denominado Tratado germano-soviético de Fronteras y Amistad,
fijaba el reparto no sólo de Polonia, sino también de Europa oriental. Los dos
cómplices habían llegado aun acuerdo: eran dos mundos con los mismos métodos
y, lo que es más importante, con la misma moral. El 1 de septiembre los nazis
invadieron Polonia, y el día 17 hicieron otro tanto los comunistas. Había
comenzado la Segunda Guerra Mundial.

CAPÍTULO 7:ESTADOS UNIDOS, 1917-1945


Por NIGEL TOWNSON
Profesor de Historia Contemporánea. Universidad Europea de Madrid

1. LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL Y EL TRATADO DE VERSALLES


La contribución de Estados Unidos a la victoria de los aliados (1917-1918)
Estados Unidos entró en la Primera Guerra Mundial en abril de 1917, en un
momento en el que los aliados estaban pasando por grandes aprietos. Los rusos
estaban al borde de la guerra civil, los italianos se encontraban desmoralizados,
ya los franceses y británicos les faltaban dinero y soldados para poder seguir
luchando. Los estadounidenses no podían, sin embargo, proporcionar mucha
ayuda de forma inmediata, dado que su ejército era de reducidas dimensiones y
necesitaban tiempo para reclutar efectivos. En torno a marzo de 1918, había
300.000 soldados norteamericanos en Francia, pero al final del conflicto esta
cifra se había elevado a más de dos millones. Inicialmente, las fuerzas de Estados
Unidos contribuyeron a frenar la gran ofensiva alemana de marzo de 1918.
Posteriormente, tuvieron un papel destacado en la contraofensiva de los aliados
en septiembre de 1918. De hecho, la batalla de Meuse-Argonne del mismo mes,
que involucró a 1,2 millones de soldados estadounidenses, fue la más grande de
la historia militar de Estados Unidos. Finalmente, la presencia de las tropas
norteamericanas tuvo un efecto psicológico positivo muy notable sobre los
aliados y contribuyó enormemente al desaliento de los alemanes. Aunque las
109.000 bajas de Estados Unidos fueron muy inferiores alas de los rusos,
franceses y británicos, su ejército marcó la diferencia entre la victoria y la
derrota. Si en marzo de 1918 los alemanes tenían unos 300.000 soldados más
que los aliados, éstos habían conseguido otros 600.000 al final de la guerra en
noviembre de 1918.

Woodrow Wilson y la Conferencia de Paz de París ( 1919 )


En la Conferencia de Paz de París de 1919, el presidente Woodrow Wilson intentó
aplicar los «Catorce Puntos» que había expuesto ante el Congreso de Estados
Unidos el 8 de enero de 1918. Ocho de los puntos trataban de asuntos
territoriales, tales como la devolución de Alsacia-Lorena a Francia, la creación de
una Polonia independiente, y el derecho a la autodeterminación de los pueblos
del Imperio austro-húngaro y de aquellos no turcos del Imperio otomano. Cinco
puntos se referían a la colaboración internacional en temas como el desarme
general, la libre navegación de los mares, la diplomacia abierta, la abolición de
los aranceles, y la solución de las reclamaciones coloniales de una forma justa. El
último punto, la creación de una Sociedad de Naciones que sirviera de árbitro en
los conflictos internacionales y garantizara la independencia de todos sus
miembros, era con mucho el más importante para Wilson.

El Tratado de Versalles ( 1919 )


La visión del presidente de una «paz sin vencedores» no era, sin embargo,
compartida por los aliados. En el Tratado de Versalles del 26 de junio de 1919,
firmado entre los aliados y Alemania, ya que los otros vencidos ratificaron
tratados separados, los alemanes no sólo tuvieron que pagar unas reparaciones
enormes, de 132 billones de marcos en oro, sino que se vieron obligados a ceder
una gran parte de su territorio, que incluía Alsacia-Lorena, el «pasillo polaco»
(con lo cual el este de Prusia quedaba separado del resto de Alemania) y sus
colonias. Como consecuencia de ello, seis millones y medio de alemanes se
encontraron fuera de las fronteras del propio país. Wilson, sin embargo, indujo a
los franceses a abandonar su reclamación sobre la orilla izquierda del Rhin. El
logro tal vez más importante de la conferencia fue la creación de la Sociedad de
Naciones, razón por la cual Wilson recibió el Premio Nobel de la Paz en 1919. En
resumidas cuentas, el Tratado de Versalles fue menos severo debido a .la
influencia de Wilson.

El rechazo al tratado en Estados Unidos


La mayoría del Congreso estaba a favor de aprobar el tratado, aunque pretendía
negociar ciertos aspectos del mismo con el presidente. Pero la inflexibilidad de
Wilson, junto al impacto de su infarto cerebral en septiembre de 1919, y el
cansancio del pueblo norteamericano hacia los temas internacionales, explican
que el tratado no consiguiera los dos tercios necesarios para su aprobación en el
Senado en marzo de 1920. Como consecuencia, los estadounidenses firmaron un
tratado por separado con Alemania en julio de 1921, y la Sociedad de Naciones
se quedó sin la participación de Estados Unidos.

2. LOS AÑOS VEINTE

Las elecciones presidenciales de 1920


En las elecciones presidenciales de 1920, el candidato demócrata, James Cox,
intentó colocar como principal tema de su campaña el asunto de la Sociedad de
Naciones, pero el electorado estaba más interesado por la denominada
«amenaza roja» (red scare) de 1919, cuando 9.000 personas fueron detenidas sin
juicio y 500 extranjeros radicales deportados debido al temor generado por la
revolución bolchevique, la creciente conflictividad industrial y la recesión. Los
votantes culparon a los demócratas de esos problemas y el candidato
republicano, Warren Harding, consiguió la victoria más aplastante hasta ese
momento en la historia de Estados Unidos.
La prosperidad de los años veinte
La política de los años veinte estuvo dominada por los republicanos. El rasgo
más marcado de los gobiernos republicanos fue el de su íntima asociación con el
mundo de los negocios. Los republicanos redujeron el gasto público, recortaron
los impuestos, e intervinieron poco en la economía. De forma complementaria, se
pusieron del lado de la patronal en los conflictos laborales, tal y como sucedió en
la huelga minera del oeste de Virginia en 1919, a la cual Harding envió el
ejército para terminar con la protesta obrera. Del mismo modo, el Tribunal
Supremo propinó unos golpes muy severos al movimiento sindical. Por ejemplo,
en 1921 permitió la persecución de prácticas tales como los piquetes y secondary
boicot. Por ello, el número de afiliados a los sindicatos bajó de cinco millones en
1920 hasta 3,5 millones en 1929. Después de la muerte repentina de Harding en
1923, Calvin Coolidge no sólo asumió la presidencia, sino que ganó las
elecciones de 1924. Coolidge, que declaró la única preocupación de América es
el negocio» ( «the business of. America is business» ), siguió con la misma
política a favor de la patronal.
Después de la depresión de 1921-1922, Estados Unidos experimentó una
prosperidad sin precedentes. La producción industrial casi se duplicó durante la
década, mientras que el producto nacional bruto subió de 72,4 billones de
dólares en 1919 a 104 billones diez años más tarde. Durante el mismo período, la
renta per cápita creció de 710 dólares anuales a 857. Hubo dos razones
fundamentales de esta prosperidad: las innovaciones tecnológicas y la
introducción de las teorías de organización científica del trabajo de Frederick
Taylor. Nuevas industrias, tales como la química y electricidad, crecieron
vertiginosamente. En 1912, sólo un 16% de los hogares tenía electricidad, pero
en 1927 el porcentaje subió al 63 %. La radio también se extendió de una forma
extraordinaria: la primera compañía, la Empresa Nacional de Emisión (National
Broadcasting Company, NBC), se estableció en 1926. Ya en 1930, el 40 % de los
hogares disponía de radio. Otra industria en crecimiento fue la aviación, la cual
se hizo muy popular gracias a la gesta protagonizada por Charles Lindbergh, el
cual atravesó solo el Atlántico en 1927. En torno a 1930, se habían creado
80.000 kilómetros de rutas aéreas en Estados Unidos. La contribución más
importante ala prosperidad de los años veinte fue, sin lugar a dudas, la de la
industria del automóvil, que, al final de la década, empleaba a casi medio millón
de personas y contribuía al 12 % de la producción nacional; en 1925, la empresa
Ford producía un coche cada diez segundos. Cuatro años más tarde, la ratio era
de un coche por cada cinco personas en Estados Unidos. Esta industria de masas
estableció los cimientos de la industria petrolera. También hubo una subida
espectacular del sector de la construcción. Cuatrocientos rascacielos habían sido
construidos en Estados Unidos antes de 1929. El Empire State, el edificio más
alto del mundo, se terminó en 1931.
Este período fue también conocido como la época de la «Prohibición». Esa
política fue efectiva en el campo, pero en las ciudades, donde los speakeasies, o
bares ilegales, proliferaron (Nueva York tenía 32.000 en 1929), la prohibición del
alcohol produjo muchísima corrupción entre los agentes públicos y la policía, así
como contribuyó a desarrollar organizaciones criminales cada vez más fuertes.
Por ejemplo, la banda de Al Capone en Chicago ganaba 60 millones de dólares al
año en torno a 1927. Esta situación generó más violencia: entre 1927 y 1930,
500 gángsters murieron en disputas entre las distintas bandas.

El crack de 1929
Herbert Hoover, la encarnación del hombre self-made, o hecho a sí mismo (era
millonario antes de cumplir los 40 años), ministro de Comercio tanto con
Harding como con Coolidge, llegó al poder en marzo de 1929. Siete meses más
tarde, después de haber declarado que «en ninguna nación están más seguros
los productos del propio esfuerzo», tuvo lugar el crack de 1929. Fue la peor
depresión jamás conocida por Estados Unidos. El continuado ascenso de los
valores bursátiles desde 1922 había provocado un boom especulativo. A finales
del verano de 1929, y con respecto a los cuatro años anteriores, el valor de las
acciones se había cuadruplicado. Los inversores empezaron entonces a vender,
de tal forma que las acciones bajaron con más rapidez que subieron. En el
denominado «Jueves Negro» (24 de octubre) se vendieron casi 13 millones de
acciones. Cinco días después, en el «Martes Negro», se liberaron dieciséis
millones de acciones por un valor total de diez millones de dólares: fue el peor
día en la historia de la Bolsa de Nueva York.

La Gran Depresión
El país que más sufrió la depresión fue precisamente Estados Unidos. Millones
de inversores perdieron todo lo que tenían: trabajos, casas y bienes. Los precios
de los productos agrícolas cayeron de tal forma que los granjeros dejaron que
tanto las cosechas como los animales se «pudrieran» en el campo. Como
consecuencia de ello, el país que más alimentos producía en el mundo no pudo,
paradójicamente, evitar la experiencia del hambre. Dado que la gente no podía
comprar bienes industriales, muchas fábricas tuvieron que cerrar, muchos
comercios entraron en bancarrota, y el desempleo creció de una manera
alarmante: de 1,5 millones en 1929 a 3,25 millones en marzo de 1930, llegando a
13 millones en 1932. La crisis económica mundial, conocida como la Gran
Depresión, había empezado.

La reacción de Herbert Hoover


Para reducir la competencia extranjera, Hoover permitió en 1930 que el
Congreso elevara los aranceles hasta un nivel jamás visto. Esta decisión fue una
terrible equivocación: la depresión se hizo aún más profunda debido al hecho de
que los europeos, que ya no podían exportar a Estados Unidos, se vieron
obligados a subir sus propios aranceles. Con respecto al problema del paro, el
presidente no hizo nada por ayudar a la enorme masa de desempleados; creía
que no debía asumir responsabilidades que eran propias del individuo, ya que, si
intervenía, la gente se haría dependiente del Estado de forma permanente. Al
mismo tiempo, pensó que tal ayuda desequilibraría el presupuesto y debilitaría
tanto al Estado federal como a los gobiernos locales. Sin embargo, la evidencia
de las penurias sociales y la falta de ímpetu de la economía le hicieron cambiar
de postura durante el verano de 1931-1932.
En enero de 1932, el presidente estableció la Corporación Financiera de
Reconstrucción (Reconstruction Finance Corporation, RFC) como medio de
prestar dinero a los bancos ya los negocios que estaban en apuros. También puso
oro en circulación para apoyar al dólar y aumentar el crédito. La Ley de Ayuda y
Reconstrucción permitió al RFC prestar un billón y medio de dólares a los
gobiernos estatales y municipales para fomentar las obras públicas. Unos 300
millones de dólares se dedicaron a la ayuda de los más necesitados. Con esas
medidas, Hoover intervino en la economía más que cualquier otro presidente
anterior. Aun así, las medidas emprendidas no fueron suficientes para salir de la
crisis. Además, Hoover se mantuvo ferozmente en sus trece y rechazó todo tipo
de ayuda estatal para los desempleados. Desde su punto de vista, ésta era una
tarea de las organizaciones filantrópicas, a pesar del hecho de que éstas no
podían responder a las necesidades de tanta gente sin trabajo y sin comida. Por
ello, cada vez hubo más resquemor hacia Hoover. Era difícil entender por qué los
empresarios y financieros recibieron apoyo del Estado, pero no los que tenían
hambre. Por ello, «los poblados de chabolas de latón y cartón eran "ciudades
Hoover" -relata el periodista William Manchester-, las "mantas Hoover"
consistían en periódicos viejos con los que los que poblaban los bancos de los
parques se cubrían para estar calientes. Las "banderas Hoover" eran los bolsillos
vacíos. Los "cerdos Hoover" eran los conejos que atrapaban los hambrientos
granjeros para comérselos».

3. EL NEW DEAL (1933-1936)

Las elecciones presidenciales de 1932


En las elecciones presidenciales de 1932, Hoover se enfrentó al carismático, bien
parecido y enérgico Franklin D. Roosevelt, miembro de una familia rica de Nueva
York y pariente lejano del presidente Theodore Roosevelt (1901-1909). En 1913,
con sólo 31 años, Franklin Roosevelt se convirtió en subsecretario de Marina y
siete años más tarde fue el candidato vicepresidencial cuando .James M. Cox
perdió ante Warren Harding. Pero, un año después, contrajo la polio, aunque con
la ayuda y voluntad de su mujer, Eleanor, pudo volver a la política. De hecho, en
1928 fue elegido gobernador de Nueva York y, durante sus dos mandatos,
consiguió fama de reformista moderado. Como candidato del Partido Demócráta
a la presidencia en 1932, Roosevelt había prometido un «nuevo contrato para el
pueblo americano» ( «New Deal for the American people» ). La actitud entusiasta
de Roosevelt-durante la campaña contrastó vivamente con el derrotismo de
Hoover. Su victoria electoral fue aplastante, ganando en cuarenta y dos estados
frente a los seis de su contrincante.

La situación al asumir la presidencia


Cuando asumió la presidencia el 4 de marzo de 1933 se encontró con una
situación sumamente difícil: los agricultores estaban desesperados porque sus
ingresos habían caído aproximadamente dos tercios desde 1929, el sistema
bancario estaba casi por completo en quiebra, y había entre doce y quince
millones de personas sin empleo. Además, las organizaciones filantrópicas
privadas no podían hacer frente alas demandas crecientes de los grupos
desfavorecidos y, por ello, mucha gente pasaba hambre. Parecía que Estados
Unidos estaba al borde de una crisis de proporciones imprevisibles.

El final de la crisis bancaria


Desde el principio, Roosevelt actuó de una forma decisiva y enérgica. En su
discurso inaugural subrayó la importancia de que el país recuperara la confianza
en sí mismo con la frase siguiente: «a lo único que tenemos que temer es a
nuestro propio miedo». Una de sus primeras medidas, un proyecto de ley
aprobado por el Congreso después de sólo diez horas de debate, fue poner la
banca bajo control federal, en un intento por restaurar la credibilidad del sector
bancario y de crédito. En la primera de sus «charlas junto al fuego» transmitidas
por la radio, el 12 de marzo de 1933, aseguró a los norteamericanos que sus
ahorros estaban bien protegidos en los bancos. De esa forma, se evitó la crisis
del sistema bancario. En 1934, promovió la creación de la Comisión de
Seguridades y Bolsas con el objetivo de regular éstas y evitar otro crack como el
de 1929.

Los proyectos del New Deal


Durante la primera fase del New Deal, un período de actividad legislativa
frenética conocido como «Los Cien Días», que abarcó desde marzo a junio de
1933, el Congreso aprobó quince leyes de gran envergadura. El primer gran
objetivo de esa legislación fue salvar el capitalismo estadounidense. Al contrario
que Herbert Hoover, para el cual la ayuda al desempleo no era una
responsabilidad federal, sino un problema del sector privado, Roosevelt
emprendió una serie de iniciativas para aliviarlo. Con este fin se crearon varios
organismos gubernamentales. El Cuerpo de Conservación Civil (Civilian
Conservation Corps, CCC), por ejemplo, daba trabajo a cientos de miles de
parados mediante su ocupación en labores de restauración de los campos
abandonados por los granjeros. La Ley de Emergencia qe Ayuda Federal
estableció un programa de 500 millones de dólares organizado por el asistente
social de Nueva York, Harry Hopkins. A través de la construcción de carreteras,
colegios, parques y patios de escuela, Hopkins empleó a cuatro millones de
personas durante el invierno de 1933. Mientras tanto, la Administración de
Obras Públicas (Public Works Administration, PWA), dirigida por el ministro de
Interior, Harold Ickes, y con un presupuesto de 3,3 billones de dólares, construía
colegios, diques, hospitales, carreteras, edificios públicos, puentes, tribunales, e
incluso portaaviones. El más famoso de todos estos proyectos fue el de la
Autoridad del Valle de Tennessee (Tennessee Valley Authority, TVA), que afectaba
a siete estados. Este ambicioso plan supuso no sólo la construcción de diques y
canales navegables, sino también la provisión de riego y electricidad para la
zona. En el valle de Tennessee, área muy deprimida y poco desarrollada, no más
del 2 % de las granjas recibía energía eléctrica. El proyecto, que restauró toda
una región del país, fue uno de los éxitos más notables del New Deal.
Asimismo, Roosevelt entendió que era necesario ayudar no sólo a aquellos que
todavía tenían un trabajo, y que estaban experimentando recortes de sus salarios
por parte de la patronal, sino también al sector empresarial. La Ley de
Recuperación Industrial Nacional (National Industrial Recovery Act, NIRA) fue
un intento de planificar la economía a través de la colaboración entre el sector
público y el privado. La patronal debía elaborar un código de «competencia
justa» con el objetivo de aumentar el consumo y estabilizar los precios. Como
contrapartida, los empresarios se comprometieron a reducir la jornada laboral,
pagar un sueldo decente a sus trabajadores, terminar con el empleo infantil y
permitir a los obreros organizarse y negociar convenios colectivos. Sin embargo
el ambicioso plan no cumplió sus objetivos. Los c6digos se elaboraron de una
forma incompleta y después no se pudieron aplicar con eficacia. Como
consecuencia de ello, los precios siguieron subiendo de forma más acelerada que
los salarios al tiempo que no se creaban más puestos de trabajo. De hecho,
cuando el Tribunal Supremo invalidó la ley en 1935, ésta era ya considerada un
fracaso. Ayudar a la agricultura fue otro de los objetivos fundamentales del New
Deal. La Ley de Ajuste de la Agricultura (Agricultural Adjustment Act, AAA) entró
en vigor en 1933, con la intención de elevar los precios agrícolas mediante una
restricción de la producción. Los agricultores se vieron compensados si reducían
sus cosechas y ganados. Como consecuencia de ello, se destruyó el 25 % de la
cosecha de algodón, una parte importante de la cosecha de tabaco, y seis
millones de cerdos fueron sacrificados. Esa medida fue criticada debido a que
mucha gente en Estados Unidos estaba pasando hambre en aquel momento.
Mientras tanto, entre 1933 y 1936, los agricultores tuvieron que hacer frente a
las denominadas «tormentas de tierras». Este fenómeno era el resultado de
prácticas agrícolas y ganaderas intensivas que habían perjudicado la riqueza de
los suelos de las Grandes Praderas. Las tormentas eliminaron la capa superficial
de la tierra, destruyendo 150.000 millas cuadradas en Arkansas, Oklahoma y los
estados colindantes. Los agricultores arruinados apilaron sus pertenencias y
abandonaron la región, marchando con sus familias en coches desvencijados
hacia California en busca de la tierra de la abundancia. «Los desposeídos -como
cuenta John Steinbeck en Las uvas de la ira-parecían brotar de las montañas,
hambrientos e intranquilos como hormigas, corriendo a encontrar algún trabajo
para hacer -levantar, empujar, tirar, recoger, cortar-cualquier cosa, cualquier
carga con tal de comer.» En realidad, la nueva vida en California fue muy dura.
«Esperaban encontrar un hogar -escribe Steinbecky sólo encontraron odio.» En
torno a 1935, los ingresos agrícolas se duplicaron, pero esto no fue solamente el
resultado de la política seguida, sino la consecuencia de la escasez de cosechas
provocada por las «tormentas de tierra», la sequía de ese año, y la devaluación
del dólar. De hecho, la mayor parte de los beneficios de la AAA fueron aparar a
los terratenientes, mientras que muchos arrendatarios y jornaleros ganaban
menos que antes y por eso tuvieron que abandonar las tierras.
Las medidas llevadas a cabo durante los dos primeros años del New Deal, a
pesar de su novedad y largo alcance, no fueron suficientes para paliar la crisis. A
finales de 1934 había todavía once millones de desempleados. Algunos sectores,
tales como los pequeños agricultores, aparceros, jubilados y parados rurales, no
se habían beneficiados de los programas de ayuda. Por ello, Roosevelt puso en
práctica un programa aún más radical en 1935 que algunos historiadores han
denominado «el segundo New Deal». En abril de 1935, la Administración para el
Progreso de las Obras Públicas (Works Progress Administration, WPA), bajo la
dirección de Harry Hopkins (la persona que, detrás del presidente, más hizo por
ayudar a sus compatriotas durante la Gran Depresión), sustituyó a los anteriores
organismos de ayuda. Durante los ocho años siguientes, la WPA destinó 11
millones de dólares a emplear a 8,5 millones de personas que construyeron
hospitales, carreteras, colegios y pistas de aterrizaje, y participaron en la política
de reforestación y la erradicación del chabolismo. El gobierno también intentó
establecer un Estado del bienestar que se acercara a los estándares de Europa
occidental. Sólo 27 de los 48 estados tenían pensiones para los jubilados y
únicamente Wisconsin contaba con un seguro contra el desempleo. La Ley de
Seguridad Social creó un sistema obligatorio de pensiones para los jubilados y un
seguro de paro, lo cual se pagaba con contribuciones tanto de los obreros como
de los empresarios. Sin embargo, el sistema no era el adecuado: el gobierno
federal no hacía ninguna aportación, el seguro era insuficiente y no duraba más
de veinte semanas. Muchos sectores, como por ejemplo el de los jornaleros, no
disfrutaban de ese apoyo y tampoco podían contar con ayudas por enfermedad. A
pesar de estas y otras deficiencias, la Ley de Seguridad Social supuso sin
embargo el punto de partida de un cierto tipo de Estado del bienestar.
La reforma laboral más importante del New Deal también se aprobó en julio de
1935. La Ley de las Relaciones Laborales (National Labor Relations Act),
conocida como la Ley de Wagner porque su promotor era el senador Robert F.
Wagner, defendió, en primer lugar, el derecho de los obreros a fundar sus
propios sindicatos. En segundo lugar, prohibió muchas prácticas de la patronal
que eran bastante habituales, como, por ejemplo, la creación de sindicatos
amarillos y el rechazo a negociar con las organizaciones de los trabajadores.
Gracias a esta ley, el sindicato votado por la mayoría de los obreros sería el único
agente que negociara con los empresarios. Para regular su cumplimiento, la Ley
de Wagner también constituyó un Tribunal de Relaciones Laborales. En suma,
esta medida incrementó de una forma muy considerable el intervencionismo
estatal en las relaciones entre trabajo y capital:

La oposición al New Deal


El New Deal necesitaba para su puesta en práctica de unos ingresos federales
más altos que los existentes hasta entonces. A través de la Ley del Impuesto de
Contribución Progresiva (Wealth Tax Act) de 1935, el gravamen sobre la renta
subió al tiempo que se penalizaban los beneficios que excedían un cierto umbral.
No es sorprendente descubrir así que las clases privilegiadas estaban
predominantemente en contra del New Deal y de su cabeza más visible.
Consideraban a Roosevelt como un traidor a su clase. A la oposición
conservadora le asustó la intromisión del gobierno federal en la economía, el
crecimiento de los déficit presupuestarios, y el coste de la ayuda a los
desempleados. También atacó a «ese hombre de la Casa Blanca» por la crítica
que había realizado del egoísmo y la avaricia de los capitalistas (a los que llamó
«la aristocracia económica» ). Por estas razones, se organizó la Liga de la
Libertad Americana en 1934, con el apoyo de la poderosa familia Du Pont e
incluso de dos candidatos demócratas presidenciales, John W. Davis y Alfred E.
Smith. A Roosevelt se le consideraba anticapitalista, aunque no lo era y
simplemente estaba en contra de los abusos del capitalismo y, al igual que
Theodore Roosevelt, creía que éstos debían ser controlados. Por otro lado, la
oposición de la izquierda a Roosevelt abarcaba desde el movimiento del doctor
Francis E. Townsend, que tenía cinco millones de miembros en 1935, hasta el
cura católico Charles E. Coughlin, presentador de un programa muy popular de
la radio, pasando por el más importante opositor, el demagógico gobernador de
Luisiana, Buey Long, asesinado en septiembre de 1935.

4. EL SEGUNDO NEW DEAL (1936-1938)

Las elecciones presidenciales de 1936


En las elecciones de 1936, Roosevelt derrotó a su contrincante republicano,
Alfred Landon, por un margen histórico, venciendo en todos los estados excepto
en Maine y Vermont. Al mismo tiempo, los demócratas consiguieron un 80 % de
los escaños de la Cámara de Representantes y un 75 % de los del Senado. Este
resultado legitimó a Roosevelt para seguir adelante con su programa de
reformas.

El conflicto con el Tribunal Supremo de 1937


En su discurso de jura del cargo, en enero de 1937, Roosevelt habló de «una
tercera parte de la nación que no disponía de una vivienda adecuada y que
estaba mal vestida y alimentada». Sin embargo, al principio de su segundo
mandato se aprobó poca legislación debido al tremendo conflicto que se suscitó
entre el presidente y el Tribunal Supremo en 1937. Dominado por
ultraconservadores, el Tribunal era contrario a la intromisión gubernamental en
los asuntos sociales y económicos. De hecho, los dos pilares del primer New
Deal, la NIRA y la AAA, habían sido declarados inconstitucionales por parte del
Tribunal en 1935 y 1936. El presidente no podía aceptar que unos jueces,
nominados por los republicanos, redujeran al gobierno a la impotencia en un
momento de crisis nacional. Como respuesta a las maniobras del Tribunal,
Roosevelt propuso al Congreso que el presidente tuviera derecho a nombrar más
jueces para esta institución. Esta propuesta perseguía llenar el Tribunal de
partidarios suyos, lo cual desencadenó una viva protesta ya que se consideraba
al Tribunal como el guardián de la Constitución. Por ello, Roosevelt fue acusado
de socavar la independencia judicial. Cuando el presidente vio que no había
posibilidad de que el Congreso aprobara el proyecto de ley, lo abandonó. Fue la
primera derrota importante de Roosevelt. De todos modos, el Tribunal comenzó a
cambiar de postura a lo largo de los cuatro años siguientes, en parte porque el
presidente pudo nombrar a siete jueces, imprimiendo un carácter más liberal al
mismo. A partir de entonces, el Tribunal defendería medidas del New Deal tales
como la Ley de Seguridad Social y la Ley de Wagner. La aprobación de esta
última constituye la victoria legal más importante del movimiento obrero
norteamericano en toda su historia. Ello se reflejó en una súbita subida del
número de trabajadores afiliados a los sindicatos: de 3,5 millones en 1935 a 15
millones doce años más tarde.

La pérdida del Ímpetu inicial


Asimismo, durante los años 1937 y 1938 se aprobaron una serie de leyes de
relativa importancia. Estas iniciativas incluyeron préstamos a los arrendatarios
para que pudieran comprar las tierras que trabajaban, ayudas para erradicar el
chabolismo, la fijación de un salario mínimo (de 25 centavos, que subiría a 40
después de dos años) y de una jornada máxima (inicialmente de 44 horas
semanales, bajando a 40 al cabo de dos años), y la prohibición del trabajo
infantil. Sin embargo, durante estos años, el New Deal perdió su ímpetu inicial.
El primer problema que debió afrontar fue el alto grado de conflictividad laboral.
Los sindicatos, gracias a la legislación de los años treinta, habían experimentado
un incremento de afiliados que fue desde dos millones hasta nueve en 1938. Ese
incremento provocó un enfrentamiento dentro de la Federación Americana del
Trabajo, debido a que muchos de sus líderes, en su mayor parte de los sectores
artesanales, no tenían interés en atraer a los obreros no cualificados de
industrias de producción en masa, tales como las del automóvil, acero y caucho,
mientras que una minoría estaba a favor de ese tipo de política. Para resolver ese
enfrentamiento, en 1937 se fundó el Congreso de Organizaciones Industriales
(CIO) bajo el liderazgo del combativo John L. Lewis, presidente del sindicato
minero. El intento del CIO por entrar en las industrias anteriores causó un gran
conflicto a lo largo de todo el año de 1937. Los patronos utilizaron lockouts,
espías, «esquiroles», reclutando incluso ejércitos privados con el objetivo de
romper las huelgas. El 30 de mayo de 1937, en el incidente más sangriento de
este período, la policía de Chicago mató a diez obreros e hirió a 75 en una huelga
de la industria del acero. A finales de 1937, el CIO había sido aceptado por todas
las empresas del sector del automóvil, excepto Ford (que cedió finalmente en
1941).
El segundo percance de estos años fue el declive económico de 1937, cuando el
desempleo se incrementó en cuatro millones y la Bolsa cayó de nuevo, lo cual se
debió al intento de Roosevelt por equilibrar el presupuesto mediante recortes en
distintas partidas presupuestarias. Bajo la influencia de los «keynesianos» , el
presidente volvió a aumentar posteriormente el gasto público de forma generosa,
y, en el verano de 1938, la crisis había sido superada. En términos globales, las
hazañas legislativas de 1937-1938 fueron mucho menos impresionantes que las
anteriores, y la reputación del presidente experimentó un cierto retroceso. Esto
se reflejó en las elecciones al Congreso de 1938, cuando los republicanos
consiguieron avanzar sus posiciones por , primera vez desde 1928.

El legado de Roosevelt
El New Deal no fue más que un éxito parcial. De hecho, en 1939, cuando la
industria volvió al nivel de producción de 1929, aún había nueve millones y
medio de desempleados, o, lo que es lo mismo, el 17 % de la población activa
seguía en paro. El pleno empleo y un crecimiento económico sostenido no
llegaron hasta que Estados Unidos se convirtió en el «arsenal de las
democracias» durante la Segunda Guerra Mundial. Algunas medidas, como la
NIRA, habían tenido el efecto contrario al deseado. Otras, como la AAA, no
hicieron nada por los sectores sociales más desfavorecidos. Además, la política
social del New Deal fue muy tímida.
Por otra parte, el 32.0 presidente de Estados Unidos supo preservar la
democracia en su país durante la depresión, puso los fundamentos del Estado del
bienestar, e hizo que el capitalismo fuera más humano, dando más poder a los
sindicatos dentro de un marco institucional sólido para las relaciones laborales.
Asimismo, reforzó el estatus de las minorías, tales como los negros, judíos,
católicos, y mujeres, a través de una política de masivos nombramientos a
puestos gubernamentales. Aumentó de una forma considerable y duradera la
actividad del Estado, ejerciendo un control absolutamente necesario del sistema
bancario y financiero. Desde entonces, el gobierno federal se convirtió en el
elemento decisivo en la regulación de la economía estadounidense. «La mejor
garantía para una libertad duradera -afirmó Roosevelt-es un gobierno
suficientemente fuerte que pueda proteger los intereses del pueblo.» Al mismo
tiempo, Roosevelt, que fue el primer presidente con éxito a la hora de
comunicarse, directamente con el pueblo a través de la radio, incrementó el
prestigio y la autoridad de la presidencia. Otra de su hazañas fue que el Partido
Demócrata, que ahora abarcaba desde el sur y las ciudades del norte, hasta los
intelectuales, el movimiento obrero, y los menos favorecidos, se convirtiera en el
partido mayoritario, venciendo en ocho de doce elecciones presidenciales entre
1932 y 1976, y dominando al mismo tiempo las dos cámaras del Congreso y
muchos gobiernos estatales.

5. LA POLÍTICA EXTERIOR DE LOS AÑOS VEINTE Y TREINTA LA


POLÍTICA HACIA AMÉRICA LATINA
En su discurso inaugural de 1933, Roosevelt había prometido que el país se
dedicaría a «la política del buen vecino: el vecino que se respeta a sí mismo y,
por eso, respeta los derechos de los demás». La política de «buena vecindad»,
referida sobre todo a la mejora de las relaciones con los países de América
Latina, no era nueva, sino que suponía la continuación de una similar iniciada
por Coolidge y Hoover.
Muchos países sudamericanos se habían convertido en dependencias económicas
de Estados Unidos y, debido al uso de la fuerza militar durante la presidencia de
Theodore Roosevelt de 1901-1909, tropas estadounidenses habían ocupado
Cuba, Haití, Nicaragua y la República Dominicana. Sin embargo, las tropas se
retiraron de Cuba en 1922 y de la República Dominicana en 1924, aunque la
presencia económica de Estados Unidos en esta región siguió en alza.
En 1930, Hoover marcó un punto de inflexión en la política exterior al rechazar
el papel policial que Theodore Roosevelt había asumido para Estados Unidos y,
en contraste con lo que hubiera hecho éste, Taft o Woodrow Wilson, no intervino
después del estallido de las revoluciones de 1930-1931 en Brasil, Cuba y
Panamá. Tampoco utilizó la fuerza como respuesta a los países que dejaron sin
pagar sus préstamos a los bancos estadounidenses. En 1933, los marinos
norteamericanos salieron de Nicaragua. Ese mismo año, Estados Unidos, bajo la
presidencia de Roosevelt, firmó la Convención de Montevideo, según la cual
«ningún Estado tiene el derecho a intervenir en los asuntos internos o externos
de otro». De acuerdo con ese principio, el nuevo presidente canceló la Enmienda
de Platt de 1934, según la cual Estados Unidos tenía el derecho a intervenir en
Cuba. Con la salida de los norteamericanos de Haití en 1934, no quedaba
ninguna parte de América Latina bajo la ocupación de Estados Unidos.
A pesar de ello, los estadounidenses mantenían su presencia en muchos de estos
países a través de la cooptación de las élites locales. Un destacado ejemplo es
Nicaragua, donde la familia Somoza desde 1937 hasta 1979 defendió los
intereses económicos de Estados Unidos a cambio de su propio enriquecimiento.
De todos modos, la política de la «buena vecindad» marcó un auténtico cambio
en las relaciones exteriores del país. Los conflictos que surgieron con países
latinoamericanos, tales como los relacionados con la incautación de los bienes de
la Standard Gil Company en Bolivia en 1937, o la expropiación de todas las
empresas extranjeras en México en 1938, no resultaron en el uso de la fuerza
militar por parte del gobierno estadounidense.

La política hacia el resto del mundo


En relación con el resto del mundo, Estados Unidos mantuvo durante los años
veinte y treinta una postura de aislacionismo. En la Conferencia Económica de
Londres de 1933, Roosevelt rechazó la cooperación internacional como vía para
terminar con la Depresión. También ignoró la obligación de Estados Unidos de
ayudar a las naciones más débiles. Las Leyes de Neutralidad de 1935 a 1939
reforzaron esa política aún más al prohibir la venta de armas o la concesión de
préstamos a los países en guerra, el uso de armas en barcos de mercancías, y la
entrada de mercantes estadounidenses en zonas de combate. Roosevelt estaba
en contra de esas leyes porque reducían su margen de maniobra y trataban a
agresores y víctimas del mismo modo. A pesar de ello, el presidente no estaba
dispuesto a actuar en contra de los dictadores europeos. Condenó la invasión de
Etiopía por parte de Mussolini en 1935 y los ataques de Hitler al Tratado de
Versalles durante la década de los años treinta, pero no hizo nada por frenar sus
avances.

6. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

La ayuda a los británicos (1939-1941)


Roosevelt no se concentró en la defensa nacional y en la amenaza a la paz
mundial hasta 1939. Fue entonces cuando, por vez primera, la política exterior
absorbió gran parte de sus energías. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial,
con la invasión alemana de Polonia el 1 de septiembre de 1939, Roosevelt
prometió a Gran Bretaña «todo tipo de ayuda excepto una intervención bélica».
Las Leyes de Neutralidad favorecieron a los alemanes, ya que a diferencia de
Francia y Gran Bretaña no necesitaban armas, aviones y buques de Estados
Unidos. Para resolver esta situación se aprobó una nueva Ley de Neutralidad en
noviembre de 1939. Su principal objetivo era apoyar a los aliados mediante la
revocación del embargo de armas de forma que se permitiera a los combatientes
conseguir armamento. El presidente estimaba que los aliados podrían vencer por
sí solos a los alemanes, pero este cálculo se demostró falso.
Durante la primavera y verano de 1940, los alemanes conquistaron con una
rapidez asombrosa no sólo Bélgica, Dinamarca, Holanda y Noruega, sino también
Francia. Por su parte, los británicos tuvieron que retirarse de Dunkirk de una
forma desastrosa (perdieron gran parte de su equipamiento) y estuvieron apunto
de ser vencidos por los alemanes en la «batalla de Gran Bretaña», que tuvo lugar
durante el verano de 1940. Para Estados Unidos una victoria alemana significaría
que el este del Atlántico estaría controlado por un poder hostil. Roosevelt
respondió a esta amenaza con la Ley del Préstamo (Lend-Lease) en marzo de
1941. Descrita por Winston Churchill, el primer ministro británico, como la
acción financiera menos egoísta y sucia puesta en práctica por un país en la
historia», esta ley, que concedió 7.000 millones de dólares de ayuda a Gran
Bretaña, permitió que el presidente soslayara la única restricción importante que
aún quedaba de las Leyes de Neutralidad. Esta medida no hubiera tenido
ninguna eficacia si los alemanes, que ya estaban hundiendo unas 500.000
toneladas de todo tipo de barcos cada mes, hubieran dominado las rutas
marítimas en el Atlántico. Por ello, la batalla por el control del océano implicó a
Estados Unidos cada vez más en la guerra contra Alemania. En marzo de 1941,
por ejemplo, el gobierno de Roosevelt permitió la reparación de buques
británicos en los astilleros estadounidenses. Tres meses después, el presidente
congeló todos los bienes alemanes e italianos en Estados Unidos. En septiembre
de 1941, Roosevelt declaró que cualquier submarino alemán encontrado en
aguas patrulladas por los norteamericanos constituiría un blanco legítimo. En
octubre, los alemanes hundieron dos buques estadounidenses con la
consiguiente pérdida de 126 vidas. Estados Unidos y Alemania habían entrado,
pues, en una guerra no declarada.

El ataque a Pearl Harbor ( 1941 )


Esta situación cambió con el ataque sorpresa, sin previa declaración de guerra,
de los japoneses a Pearl Harbor, la principal base naval en el Pacífico de Estados
Unidos, el 7 de diciembre de 1941. El conflicto entre Japón y Estados Unidos se
había hecho casi inevitable desde el inicio de la guerra entre aquel país y China
en 1937. Japón quería controlar el acceso a determinadas materias primas, como
el petróleo y el caucho, y, al mismo tiempo, pretendía cortar las rutas de
provisión a China. El expansionismo japonés enfrentó al país con Estados Unidos,
que ya tenía inversiones sustanciales en Asia. Los dos países intentaron llegar
aun acuerdo en 1941, pero el escollo constante fue la negación de Japón a
retirarse de China.
Con el ataque a Pearl Harbor los japoneses se marcaron como objetivo infligir un
golpe letal a los estadounidenses, porque sabían que, en una lucha prolongada,
serían los perdedores debido al mayor poder industrial de su enemigo. En Pearl
Harbor, los japoneses destruyeron dos de los ocho acorazados estacionados, tres
cruceros, tres destructores y 261 aviones, mientras que ellos mismos sólo
perdieron 29 aviones y tres minisubmarinos. El ataque relámpago fue un éxito,
pero no tuvo un carácter definitivo. Los tres portaaviones de la armada del
Pacífico no estaban en el puerto durante el ataque, y los japoneses tampoco
destruyeron las instalaciones costeras existentes. Además, los seis acorazados
todavía a flote pudieron reincorporarse gradualmente a la flota norteamericana.
El resultado más importante de Pearl Harbor fue la declaración de guerra por
parte de Estados Unidos contra Japón. El 11 de diciembre, Alemania e Italia se
solidarizaron con su aliado japonés. Por tanto, el ataque a Pearl Harbor no sólo
supuso el comienzo de la guerra del Pacífico, sino que precipitó la entrada de
Estados Unidos en la guerra de Europa.

La entrada de Estados Unidos en la guerra


Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial en un momento de marcado
pesimismo. Los alemanes habían llegado con la «Operación Barbarossa», que se
lanzó en junio de 1941, hasta la capital rusa y, al mismo tiempo, habían puesto a.
los británicos en jaque tanto en Africa del norte como en Oriente Medio. Desde el
principio de la guerra, el presidente tuvo una comunicación muy directa con el
primer ministro británico, Winston Churchill, con el que se reunió en distintas
ocasiones. Estaban de acuerdo en que la lucha contra Alemania, país más
poderoso que Japón, tendría prioridad sobre la guerra del Pacífico. Sin embargo,
existían muchas tensiones entre Estados Unidos y Gran Bretaña, sobre todo por
el papel limitado que los norteamericanos querían conceder a los británicos en
Asia, y por los planes de los estadounidenses para desmembrar el Imperio
británico después de la guerra mundial.
De todas formas, estas diferencias fueron menores que las que tuvieron los
estadounidenses con los soviéticos. Para los norteamericanos, Stalin no valoraba
suficientemente la ayuda masiva que le había sido enviada por mar. Los
soviéticos, por su parte, equipararon la demora de los aliados a la hora de
establecer un segundo frente en Europa a una especie de traición.

La guerra en Europa (1942-1943)


Estados Unidos concentró sus esfuerzos en ayudar a los británicos a derrotar a
los alemanes. En 1942, los estadounidenses comenzaron a bombardear Alemania
desde las bases británicas. Sin embargo, esta campaña, que costó a los
norteamericanos 10.000 bombarderos, no dañó ni la moral de la población
alemana ni su producción bélica. A diferencia de esta campaña, los aliados
tuvieron mucho éxito en el norte de África, derrotando a los alemanes con la
captura de Túnez en mayo de 1943.
Para planificar la siguiente etapa de la guerra, Churchill y Roosevelt se
reunieron en Casablanca en enero de 1943. Las diferencias estratégicas entre
ambos, ya evidentes en ocasiones anteriores, emergieron de nuevo. Los
estadounidenses querían atacar frontalmente a los alemanes desde Europa
occidental, mientras que los británicos preferían concentrarse en la parte más
vulnerable del Eje: es decir, el Mediterráneo. Al final, los aliados invadieron
Sicilia el 9 de julio de 1943, pasando al sur de Italia en septiembre. Ese mismo
mes, los italianos se pusieron del lado de los aliados. A pesar de ello, el progreso
de las fuerzas antialemanas en Italia fue muy lento debido a que Hitler reforzó
sus tropas en dicho territorio. Los aliados no tomaron Roma hasta junio de 1944,
y cuando la guerra en Europa terminó en 1945, aún se seguía luchando en Italia.

La guerra del Pacífico (1941-1944)


Durante las etapas iniciales de la guerra del Pacífico, el avance japonés fue
espectacular. En diciembre de 1941 cayeron en sus manos las colonias
norteamericanas de Guam y la isla de Wake. La colonia británica de Hong Kong
se rindió el día de Navidad del mismo año, y al cabo de dos meses habían caído
también Malaya y Singapur.
En la batalla del mar de Java, de febrero de 1942, se perdieron once de los
catorce buques de los aliados, mientras que los japoneses mantuvieron su flota
intacta. Tres meses después, las últimas tropas británicas se retiraron de
Birmania, la que supuso el cierre de la ruta principal de provisiones para China.
En mayo de 1942, las islas Filipinas se rindieron a los japoneses. De esta forma,
Japón había adquirido un Imperio inmenso, que amenazaba tanto a Australia
como a la India, en sólo cuatro meses. Pero su victoria no fue definitiva.
Demasiado confiados en sí mismos, los japoneses cometieron una serie de
errores tácticos que permitieron a los estadounidenses tomar la iniciativa en la
guerra. En primer lugar, el ejército japonés extendió demasiado su línea
defensiva compuesta por islas. En el intento por capturar el puerto de Mores by
de Nueva Guinea, Japón experimentó su primera derrota importante en la batalla
del mar del Coral, en mayo de 1942. En segundo lugar, los japoneses elaboraron
unos planes demasiado complicados, denominados «el complejo pulpo». Éstos
condujeron al revés sufrido en la batalla de Midway, en junio de 1942, que
provocó la pérdida del dominio del Pacífico por Japón.
A partir de entonces, los norteamericanos empezaron a conquistar las islas en
manos japonesas, pasando de largo por aquellas que estaban más fuertemente
protegidas. De esa forma, Estados Unidos consiguió las islas Gilbert en
noviembre de 1943, las Marshall dos meses después, y las islas Palau en
septiembre de 1944. La supremacía marítima de los norteamericanos fue
desafiada en dos ocasiones por los japoneses: en la batalla del mar de Filipinas,
en junio de 1944, y en la del golfo de Leyte, el conflicto naval más grande de la
historia, en octubre de 1944. En esta última, que facilitó la captura de las
Filipinas por parte de Estados Unidos, se destruyó gran parte de la armada
japonesa. Mientras tanto, los ataques de los submarinos estadounidenses sobre
la marina mercante japonesa mermaron la base económica del país. Si en 1940
Japón había importado 37 millones de barriles de petróleo, cuatro años más
tarde solamente había recibido siete millones.

Cambios en la sociedad estadounidense


La Segunda Guerra Mundial cambió profundamente la sociedad estadounidense.
Para empezar, el conflicto resolvió el problema del paro en gran parte: en
septiembre de 1943 la cifra de desempleados había bajado a 780.000. Una
tercera parte de esa población activa era femenina. Dos tercios de las mujeres
empleadas durante la guerra siguieron trabajando después de que ésta
finalizara, lo cual transformó la actitud hacia la mujer en el trabajo.
Otro cambio importante fue la migración interna de un millón de negros desde el
sur hasta el norte para trabajar en las fábricas de esa zona. Este hecho
incrementó las tensiones raciales en el norte, tal como se reflejó en los motines
de Detroit de junio de 1943, en los que resultaron muertos veinticinco negros y
nueve blancos. El racismo también surgió dentro de las fuerzas armadas, lo cual
era irónico dado que Estados Unidos estaba luchando a favor de la democracia y
en contra del prejuicio racial de los nazis. En ese contexto, la Asociación
Nacional por el Avance de la Gente de Color creció de una forma espectacular,
pasando de 50.000 afiliados a 450.000, mientras que un movimiento más radical,
el Congreso para la Igualdad Racial, emergía en 1943. Otra minoría afectada por
la guerra fue la de los norteamericanos de origen japonés. Se ha revelado
recientemente que 112.000 de estas personas fueron encarceladas en campos de
internamiento. De la misma forma, el no reconocimiento de los derechos de los
pacifistas resultaron en el encarcelamiento de 6.000 objetores de conciencia.

El final de la guerra en Europa


Durante 1942 y 1943 Roosevelt terminó aceptando los planteamientos
estratégicos de Churchill, pero cuando se reunieron en Quebec, en agosto de
1943, el presidente insistió, dado que la contribución dominante de Estados
Unidos a la guerra era cada vez más evidente, en la necesidad de invadir
Francia. La invasión se inició el 6 de junio de 1944 bajo la dirección del general
estadounidense Eisenhower, al cual, aunque era un excelente coordinador de las
fuerzas en conflicto, le faltaba la originalidad estratégica del general británico
Montgomery. Dos meses después, los aliados capturaron París, y al mes siguiente
entraron en Alemania.
Roosevelt, que había sido el primer presidente en ser elegido para un tercer
mandato en 1940, y que volvió a ganar las elecciones en 1944, no llegó sin
embargo a ver la rendición alemana del 7 de mayo de 1945. Su muerte por
infarto cerebral, el 6 de abril de 1945, le impidió gozar de esa satisfacción. Sin
duda, Roosevelt, que dirigía el país más poderoso del conflicto, y que tomó la
decisión correcta de dar prioridad a la guerra en Europa sobre la del Pacífico,
fue el principal arquitecto de la victoria de los aliados. Además, uno de sus
sueños, la creación de una organización mundial para mantener la paz después
de la guerra que fuera más fuerte que la Sociedad de Naciones inspirada por
Woodrow Wilson, emprendió sus primeros pasos el 26 de junio de 1945 con la
firma de la Carta de las Naciones Unidas por parte de 50 países en San
Francisco.
Para conseguir el consentimiento de Stalin, Roosevelt, junto con Churchill, había
reconocido, en la Conferencia de Yalta de febrero de 1945, el Este de Europa
como una esfera de influencia soviética. Desde entonces, esa decisión ha sido
severamente criticada a pesar de que se debió a la convicción de Roosevelt de
que la ayuda soviética haría la guerra más corta y salvaría muchas vidas
norteamericanas. En la Conferencia de Postdam que tuvo lugar del 17 de julio al
2 de agosto de 1945, el nuevo presidente, Harry Truman, llegó aun acuerdo con
Stalin y el nuevo primer ministro británico, Clement Attlee, sobre la ocupación
de Alemania. También se acordó que los alemanes debían pagar reparaciones,
aunque después de aprender la lección del Tratado de Versalles no se fijó una
cantidad para no impedir el desarrollo de la economía alemana. Al mismo
tiempo, se decidió que los seis millones de alemanes que vivían en
Checoslovaquia, Hungría y Polonia, debían volver a su país. Finalmente, Stalin
aseguró que todos los países liberados por los soviéticos tendrían elecciones
democráticas. Promesa que nunca cumplió. Muy al contrario, la URSS convirtió a
esos países en sus propia área de influencia.

El final de la guerra del Pacifico


La guerra del Pacífico tardó más que la europea en finalizar. Con la captura de
Iwo Jima, en febrero de 1944, en la que murieron 20.000 soldados
norteamericanos, y de Okinawa, en abril-junio de 1945, con el coste de 50.000
vidas, Estados Unidos se aproximó a Japón. Desde las islas Marianas, los
estadounidenses empezaron a bombardear las principales ciudades de Japón a
partir de noviembre de 1944. Esos ataques causaron una destrucción masiva. El
más terrible fue el de 9 de marzo de 1945 sobre Tokio, en el que más de 80.000
personas perdieron la vida.
Para evitar las bajas que ocasionaría una invasión de Japón, que los militares
norteamericanos estimaron llevaría dieciocho meses con un coste de un millón
de muertos aliados, el presidente Truman autorizó el lanzamiento de la bomba
atómica -producto del «Proyecto Manhattan», en el cual Estados Unidos había
gastado dos billones de dólares-sobre Hiroshima, el 6 de agosto de 1945. La
invasión soviética de Manchuria el 8 de agosto, y la simultánea declaración de
guerra de Stalin a Japón, junto al lanzamiento de una segunda bomba atómica
sobre Nagasaki el día 9 decidió al emperador Hirohito a rendirse de forma
incondicional.
Durante el conflicto de 1941 a 1945, murieron 319.000 estadounidenses y el
gobierno federal gastó el doble de todo el presupuesto nacional desde 1789. La
Segunda Guerra Mundial había llegado a su fin, pero otra estaba en marcha: la
guerra fría.

CAPITULO 8: IBEROAMÉRICA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XX


Por M.ª LUISA MARTINEZ DE SALINAS ALONSO
Profesora Titular de Historia de América, Universidad de Valladolid

La llegada del siglo XX supuso para lberoamérica el comienzo de una etapa


enormemente compleja desde todos los puntos de vista. Coincidiendo con el
cambio de centuria, se inició un período diferente en la evolución histórica y se
entró en una fase determinada por la nueva orientación que adquirieron las
relaciones interamericanas, una aguda conflictividad y profundos cambios
sociales, económicos y políticos que serán decisivos en la configuración del
mundo americano de nuestros días.
1. DEL BIG STICK A LA POLÍTICA DEL «BUEN VECINO»
Desde los primeros años del siglo, el desarrollo de las naciones iberoamericanas
ha estado condicionado en gran medida por la constante presencia -visible o no-
de Estados Unidos, y el especial tratamiento que este país ha otorgado a los
vecinos del sur para mantenerlos dentro de su esfera de influencia y lograr en
ellos los objetivos que imponían sus necesidades económicas o políticas. El claro
afán hegemónico que guió tal actitud tendrá unas consecuencias decisivas en
todos los aspectos.
Si la intervención en la independencia de Cuba en 1898 fue la primera muestra
de la pujanza norteamericana y de su abierto deseo de expansión por el
continente, desde entonces Estados Unidos fue consolidando esa tendencia y
haciendo cada vez más efectiva su fuerza en las repúblicas del sur valiéndose de
métodos políticos, militares o económicos. En este sentido, resultaron
trascendentales la mediación en la crisis planteada entre Venezuela y diversas
naciones europeas en 1902 por la exigencia del pago de la deuda y la
participación en la independencia de Panamá en 1903, que les permitió obtener,
por el Tratado Hay-Bunau Varilla, un enclave colonial de diez millas en las orillas
del canal y la posibilidad de intervenir en los asuntos internos de la nueva nación
en caso de que fuera necesario restablecer el orden público o garantizar la
circulación por el canal.
A partir de ese momento, y amparándose en el «corolario Roosevelt» (1904) ala
doctrina Monroe, por el que se atribuían el derecho a intervenir en cualquier
país iberoamericano que no fuera capaz de hacer frente a sus obligaciones
financieras con Europa, Estados Unidos se asignó el papel de gendarme del
continente. El argumento utilizado para ello fue el temor de que la falta de pago
de las deudas que muchos Estados tenían contraídas con naciones europeas,
provocara su reclamación por la fuerza y se viera amenazada la seguridad
continental. En realidad, se trataba fundamentalmente de proteger los crecientes
intereses económicos de Estados Unidos en la zona, que ya era entonces uno de
sus más importantes mercados. Así, desde principios de siglo, las potencias
europeas fueron perdiendo posiciones, políticas y económicas, en Iberoamérica,
al tiempo que Norteamérica las ganaba.
De acuerdo con estos planteamientos, en 1905 comenzó a ponerse en práctica lo
que se ha llamado la política del big stick ( «gran garrote» ), caracterizada por
sucesivas intervenciones militares estadounidenses, sobre todo en naciones
caribeñas y centroamericanas, que vieron mediatizada su evolución histórica por
la acción de las tropas norteamericanas. En estos años, la política de Estados
Unidos hacia los vecinos del sur estuvo guiada por el deseo de mantener el orden
político por la fuerza del intervencionismo diplomático y militar, y la aspiración
de alejar a los gobiernos europeos de aquellos territorios para expandir y
consolidar sus propios intereses económicos. Debido a ello, como complemento
del big stick se puso también en marcha una estrategia económica, la
denominada «diplomacia del dólar», que, presentada en principio como una
especie de política de cooperación económica y financiera con Iberoamérica,
permitió a la potencia del norte instalarse en Centroamérica y el Caribe y
adueñarse de los principales sectores productivos.
Lógicamente, la supervisión y defensa de esos crecientes intereses implicaba una
estrecha vigilancia de la evolución política de las diversas naciones para
contrarrestar la posibilidad de que algún gobierno atentara contra ellos. Así, el
poderío económico y militar norteamericano se combinaba para reforzar su
presencia en la zona, determinando que algunos de los Estados iberoamericanos,
como la República Dominicana, Haití, Panamá, Cuba o Nicaragua, se
convirtieran durante esta etapa en auténticos protectorados de Estados Unidos.
Todas las intervenciones estuvieron guiadas por unos mismos objetivos: el
ordenamiento y supervisión de las finanzas de estos países en beneficio de
Norteamérica, la protección de sus propiedades e inversiones, la creación de una
estructura comercial que sirviera de soporte a su creciente desarrollo, el
sostenimiento de gobiernos adictos y, sobre todo, la consolidación de su
hegemonía.
Uno de los mejores ejemplos de la tendencia intervencionista fue la isla de Cuba,
que, desde el momento de su independencia, vio supeditado su desarrollo
histórico a los intereses de Norteamérica, cuya defensa exigió la incorporación a
la Constitución cubana de la Enmienda Platt (1901). En líneas generales, la
aceptación de este documento significó para los cubanos la pérdida casi total de
la soberanía de la nación, por cuanto se asumió el compromiso de no establecer
acuerdos con otros países y contraer deudas en el extranjero, además de otorgar
a Estados Unidos el derecho a intervenir en Cuba si lo demandaba la
preservación de su independencia 0 la defensa de gobiernos proclives ala
protección de las propiedades, las vidas y las libertades individuales. De esta
manera, Estados Unidos adquirió una influencia decisiva sobre la política y la
economía de la isla. Haciendo uso de la Enmienda Platt, fue continua la llegada
de tropas norteamericanas a la Gran Antilla, donde acudían cada vez que surgían
conflictos políticos o sociales que pudieran amenazar sus inversiones, tal como
ocurrió, por ejemplo, en 1906 cuando el presidente Tomás Estrada Palma tuvo
apelar a los marines para sofocar los disturbios internos, en 1911 con ocasión de
serios conflictos raciales, o en 1917 a raíz de los problemas generados por la
reelección de Mario García Menocal. Paralelamente a la presencia militar, se fue
afianzando el proceso de penetración económica, fundamentalmente en el sector
azucarero, de tal manera que la isla se convirtió en el principal abastecedor de
azúcar al mercado norteamericano y adquirió en las primeras décadas del siglo
las características propias de una nación con economía de monocultivo. Pero si
bien esta política conllevó un crecimiento económico, también es preciso indicar
que, al mismo tiempo, frenó la industrialización cubana, al obligar a importar del
exterior bienes de capital, productos manufacturados e incluso alimenticios.
Además, generó múltiples conflictos sociales por el endurecimiento de las
condiciones de vida para la mayor parte de los cubanos, que no fueron en
absoluto partícipes de una prosperidad de la que poco quedaba en la isla.
Parecidas consecuencias tuvo la dominación estadounidense de Nicaragua,
donde las empresas norteamericanas habían efectuado considerables inversiones
desde que a finales del siglo XIX surgió el proyecto de construir un canal en esa
zona. El poder económico de estas compañías -que dominaron rápidamente los
principales sectores productivos-llegó a ser tan importante que, cuando el
presidente nicaragüense José Santos Zelaya pretendió frenarlo, en 1909 Estados
Unidos apoyó decisivamente la revuelta que provocó su sustitución. Los
sucesores, fundamentalmente Adolfo Díaz, convirtieron ala nación en un
auténtico protectorado financiero estadounidense al aceptar cuantiosos
préstamos, permitir que Estados Unidos supervisaran las aduanas nicaragüenses
y entregarle el control del Banco del Estado.
Al mismo tiempo, el dominio económico se combinó con el militar, pues,
lógicamente, la defensa de sus intereses llevó a la potencia del norte a implicarse
en los asuntos internos del país y enviar tropas siempre que surgieran conflictos
que lo hicieran necesario. Así, los disturbios de 1912 y la ayuda reclamada por el
presidente Díaz en aquella ocasión, conllevó el desembarco de un contingente de
marines encargados de pacificar la nación. Las tropas norteamericanas
permanecieron en Nicaragua hasta 1925, pero regresaron al año siguiente y no
se retiraron hasta 1933. Su misión consistió en asegurar el orden interno y, sobre
todo, combatir -con ayuda de la guardia nacional creada por ellos mismos en
1927 y dirigida por el comandante Anastasio Somozala revolución de Augusto
César Sandino, que se levantó contra la dominación extranjera.
Por su parte, también la República Dominicana se había convertido en receptora
de las inversiones de Estados Unidos, favorecidas en múltiples ocasiones por los
propios gobernantes dominicanos que vieron en ellas una fórmula para salir del
marasmo financiero en el que se encontraba la nación a principios del siglo XX.
Pero los conflictos internos y la inestabilidad política que caracterizó entonces la
vida de este país suponían una seria amenaza para los intereses
norteamericanos, por 10 que en 1916 intervinieron militarmente y, con ayuda de
los marines, gobernaron en Santo Domingo hasta 1924.
Otro tanto sucedió en Haití, donde desde los primeros años de la centuria el
capital norteamericano dominaba la mitad del banco nacional, tenía intereses en
las refinerías de azúcar, en las instalaciones portuarias y en otros muchos
sectores. Sin embargo, los desórdenes políticos y las convulsiones sociales
generadas por la situación de miseria en la que vivía la mayor parte de la
población, eran una constante en aquel tiempo y mermaban los beneficios que de
la única república negra del continente se esperaba obtener. Por ello, en julio de
1915 las tropas norteamericanas se establecieron en la isla y allí permanecieron
hasta 1934 regulando la vida económica, la defensa y la política interior y
exterior de esta nación. Igualmente, el deseo de proteger sus propiedades e
inversiones llevó a Estados Unidos a intervenir en 1914 y 1916 en México, con el
propósito de evitar el ataque que para sus intereses podían significar los cambios
políticos y económicos que se gestaron a raíz de la revolución.
El expansionismo de esta época fue acompañado de una serie de intentos para
instrumentalizar el panamericanismo, entendido como un movimiento
patrocinado por Estados Unidos y tendente a conseguir la unión de las
repúblicas americanas bajo los presupuestos de la doctrina Monroe. Así, la
antigua idea proyectada por Simón Bolívar en 1824 de crear un organismo capaz
de congregar a las naciones americanas, fue actualizada por la política exterior
norteamericana a finales del siglo XIX. Pero, a diferencia de los planteamientos
internacionales del Libertador, ahora los Estados Unidos, con su propuesta de
unificación de intereses de todo el continente y su apoyo para la constitución de
una organización multilateral en la que se negociarían y tratarían los asuntos
que incumbían a todos los países, con el panamericanismo trataba de convertir al
mundo iberoamericano en campo de expansión de sus mercados.
.La primera Conferencia Panamericana se celebró en Washington en 1889, ya
ésta le siguieron la de México (1902), Río de Janeiro (1906), Buenos Aires (1910),
Santiago de Chile (1923) y La Habana (1928). Pero, en este tiempo, el balance de
las conferencias fue más bien pobre, porque se trataba de un panamericanismo
que respondía a los designios expansionistas de Estados Unidos, y desde el
comienzo existió un tangible desacuerdo entre los puntos de vista de esta nación,
que aspiraba con ello sobre todo a cubrir necesidades económicas, y los que
esgrimían las restantes, cuyas miras iban orientadas a frenar el intervencionismo
ya tratar temas políticos. En definitiva, existían serias dudas de que las
conferencias se hubieran convocado en favor de ra paz y la unidad continental,
puesto que la actitud norteamericana demostraba que no se estaban tratando los
problemas comunes entre socios iguales. Al iniciarse la década de los años
treinta, las relaciones interamericanas adquirieron un enfoque totalmente
diferente. En 1933, con ocasión de la celebración en Montevideo de la Séptima
Conferencia Panamericana, el presidente norteamericano Franklin Delano
Roosevelt proclamó el principio de «buena vecindad» como base del sistema
interamericano, lo que se reflejaría en el cese del intervencionismo y el comienzo
de unas relaciones basadas en la confianza mutua y la igualdad. El cambio de
actitud obedeció fundamentalmente a la necesidad que Norteamérica tenía de
las naciones del sur para paliar los problemas económicos derivados de la crisis
de 1929 y el temor al estallido de la guerra en Europa, que exigía la cooperación
entre todos los Estados americanos para afrontar los peligros que pudieran
llegar del viejo continente. Con el fin de superar la depresión iniciada en 1929, la
economía norteamericana necesitaba mercados en el exterior, y el interés de
Estados Unidos se dirigió de manera especial hacia el mundo iberoamericano
tomo lugar propicio donde colocar sus productos agrícolas e industriales. Pero la
crisis había trastornado por completo el funcionamiento del mercado mundial y
aquellas repúblicas habían tratado de paliar sus efectos aplicando serias
políticas proteccionistas y diversificando sus relaciones comerciales. Como
consecuencia, se produjo el afianzamiento de las economías nacionales y se
fortaleció el proceso de industrialización. Así, la ostensible mejora de la posición
económica de los Estados iberoamericanos provocó que Norteamérica se viera
obligada a establecer con ellos unas relaciones basadas en la confianza y la
igualdad para recuperar sus mercados y evitar que se hicieran más estrechos los
vínculos que ya tenían con las potencias europeas, máxime cuando los
acontecimientos que estaban teniendo lugar en Europa hacían prever el inicio de
la guerra. Consecuentemente, a partir de 1933 las tropas norteamericanas
instaladas en el Caribe y Centroamérica se fueron retirando paulatinamente; en
1934 se derogó la Enmienda Platt, que limitaba la soberanía de Cuba, se puso fin
a la larga y provechosa ocupación militar de Haití y se dejó de aplicar la política
de «reconocimiento especial» aplicada a las cinco repúblicas centroamericanas
desde 1907; en 1936 Estados Unidos renunció al derecho a intervenir fuera de
los límites de la zona del canal de Panamá, e incluso se desatendieron durante
todo este tiempo las reclamaciones de los ciudadanos norteamericanos cuyos
intereses económicos estaban siendo seriamente afectados por la nueva política.
Por otro lado, la amenaza del totalitarismo europeo y el temor al estallido de la
guerra, que ya se veía próxima, impulsó los esfuerzos para fortalecer el sistema
interamericano de defensa. A ello respondió la convocatoria de la Octava
Conferencia de Estados Americanos celebrada en Lima en 1938, donde se
planteó la necesidad de colaboración entre todos los países para afrontar las
dificultades que el conflicto pudiera suponer para el continente, así como la
aspiración del gobierno norteamericano de obtener un sistema de seguridad
colectivo para el caso de que Estados Unidos se viera envuelto en el conflicto
europeo. Sin embargo, no se concretó por el momento ninguna fórmula sobre
estos asuntos y tampoco consiguió Norteamérica el apoyo unánime e
incondicional de las naciones del sur cuando en 1941 entró en la guerra. Cada
uno de los países declaró la guerra a las potencias del Eje en el momento que
consideró oportuno, y la colaboración con Estados Unidos tuvo sobre todo una
vertiente económica, centrada fundamentalmente en la provisión de materias
primas y materiales estratégicos a bajo precio.

2. CAMBIOS DEMOGRÁFICOS Y SOCIALES


Las modificaciones que a todos los niveles se produjeron en lberoamérica a lo
largo de las primeras décadas del siglo XX, afectaron en gran medida a la
formación social de los países del área, que comenzaron a dejar atrás en esta
etapa sus arcaicas estructuras de épocas anteriores y fueron adquiriendo un
mayor aspecto de modernidad.
El signo más evidente fue, sin duda alguna, la continuación del crecimiento
demográfico iniciado a finales de la centuria anterior. Si en 1900 eran
aproximadamente 60 millones los habitantes que poblaban este territorio, en
1930 la cifra había ascendido hasta 111 millones y en 1940 a 144, prosiguiendo
desde entonces de forma imparable el ritmo de progresión hasta nuestros días.
Los países que mayor incremento poblacional registraron fueron los del Cono
Sur, que multiplicaron asombrosamente en estas décadas el número de
habitantes con que contaban a principios de siglo. Del mismo modo, también
experimentaron un fuerte impulso Brasil, Cuba y México, mientras que en el
resto de las naciones el crecimiento, aun siendo considerable, fue menos rápido y
espectacular. A pesar de todo, dadas sus dimensiones, lberoamérica continuó
siendo una zona poco poblada y con una distribución llamativamente desigual.
Aproximadamente hasta 1914, todavía la importante corriente emigratoria
europea que determinó el aumento demográfico iberoamericano de finales del
siglo XIX fue responsable en parte del crecimiento de la población en los países
receptores (de forma especial en el Cono Sur, Brasil y Cuba). Pero, a partir de
esa fecha, se observa un retraimiento del flujo migratorio, achacado tanto a los
efectos de la Primera Guerra Mundial como al nacionalismo imperan te en
algunas naciones europeas, que puso fuertes impedimentos a la salida de
ciudadanos. Consecuentemente, y dado que además no en todos los países tuvo
incidencia la emigración (como México, por ejemplo), debe pensarse que las
causas del incremento fueron sobre todo internas, es decir, que se debió al
propio crecimiento vegetativo potenciado por los avances en el terreno sanitario
y las mejores condiciones de vida que generó el desarrollo económico, lo que fue
decisivo en el aumento de la natalidad y el descenso de las tasas de mortalidad.
Como consecuencia de este fenómeno, se asistió también en estos años aun
rápido proceso de urbanización, rompiéndose desde entonces el tradicional
equilibrio entre los sectores rurales y urbanos. La expansión de la economía
industrial atrajo un considerable número de población hacia las ciudades, que
experimentaron un gran crecimiento y dinamismo social y político, echaron
entonces las bases de lo que serán las grandes megalópolis actuales y se
convirtieron en centros hegemónicos sobre la vida nacional.
Por otro lado, también la estructura social sufrió en esta época transformaciones
que afectaron a los diversos grupos que la integraban y que vinieron a ser un
reflejo de las nuevas condiciones económicas determinantes de esta etapa. Así,
los cambios en el sector financiero y comercial, el auge de las ciudades y la
modernización del ámbito agropecuario, conllevaron la pérdida del protagonismo
de las viejas oligarquías dominantes, que pasaron a ser sustituidas por nuevos
sectores sociales urbanos vinculados a la expansión industrial, con los que
mantuvieron duras pugnas por la consecución del poder político.
Al mismo tiempo, durante las primeras décadas del siglo xx se produjo también
un espectacular crecimiento de las clases medias, que desde entonces pasaron a
desempeñar un papel fundamental en el desarrollo de las sociedades
iberoamericanas. Su despegue se debió a factores de índole diversa, tales como
el desarrollo industrial, el crecimiento del sector servicios en las ciudades, el
establecimiento de empresas extranjeras, la modernización agroexportadora,
etc., incidiendo todo ello en el desmesurado avance numérico de este grupo,
pero también en su falta de cohesión interna. Sin embargo, a pesar de la
heterogeneidad que se observa entre sus miembros, que procedían de distintos
niveles sociales, económicos e intelectuales, fue característica común a todos
ellos el deseo de acceder al poder político. Así, canalizada a través de los
partidos radicales, libraron una dura batalla contra las oligarquías que les
impedían lograr sus objetivos en este terreno, ya veces tuvieron éxito en tal
empresa, como sucedió en Chile con su respaldo a las primeras propuestas de
Arturo Alessandri, en Uruguay al sustentar el movimiento político de José Batlle
y Ordóñez, o en Argentina, donde el Partido Radical encabezado por Hipólito
Yrigoyen consiguió incluso la presidencia en 1916.
En la misma línea, hay que destacar las transformaciones que entonces se
produjeron en el seno de los sectores obreros, fundamentalmente urbanos, que
crecieron llamativamente primero como consecuencia del auge de la economía
exportadora y más tarde por efecto del desarrollo de la industria. Aparecieron de
esta manera, con perfiles nítidamente definidos, las clases trabajadoras, que
desde principios de siglo comenzaron a formar sus propias organizaciones,
sustentadoras del movimiento obrero y en ocasiones intensamente combativas.
Las ideas anarquistas y socialistas que cruzaron el Atlántico con los emigrantes,
encontraron un amplio eco en lberoamérica, fundamentalmente en las naciones
del Cono Sur y México, y pronto surgieron centrales de trabajadores y sindicatos
que en seguida pasaron a defender las reivindicaciones de los asalariados.
La movilización obrera fue especialmente intensa entre 1914 y 1927. Las huelgas
y las protestas de todo tipo fueron entonces episodios corrientes en
prácticamente todas las ciudades, y en ocasiones se les reprimió con enorme
dureza. Aunque también a veces las aspiraciones de este grupo fueron
encauzadas desde el punto de vista político, y su papel fue fundamental al
convertirse en la base social que propiciaría el ascenso de los partidos
populistas.

3. ASPECTOS ECONÓMICOS: FIN DE LA ETAPA EXPORTADORA Y


DEFINITIVO DESPEGUE INDUSTRIAL
Desde el punto de vista económico, al comenzar el siglo xx lberoamérica
continuaba inmersa en la fase expansiva que desde décadas antes había
propiciado el auge de las exportaciones de materias primas y productos
agrícolas. Debido a ello, para estos años la mayoría de las naciones se
encontraban ya plenamente integradas en el mercado mundial, lo que había
favorecido una mayor especialización en la explotación de sus recursos, que
continuará en años sucesivos, y también la transformación de sus arcaicas
estructuras agrarias en sistemas más modernos y capitalistas.
Gracias al aprovechamiento intensivo de las riquezas naturales y al impulso
exportador, financiado en gran parte con capital extranjero, sobre todo británico
y estadounidense cuyas empresas y entidades bancarias se encontraban ya
firmemente asentadas en la zona, algunos países se colocaron ala cabeza en la
comercialización de determinados productos, lo que, evidentemente, se tradujo
en una apreciable prosperidad. En las primeras décadas del siglo, Argentina era
uno de los más importantes productores mundiales de carne y cereales, Brasil
controlaba cerca del 70 % del mercado mundial de café, Cuba era el principal
abastecedor de azúcar de Estados Unidos (propietario, por otra parte, de la
mayor parte de los ingenios), Centroamérica -dominada por la United Fruito-
ocupaba esa misma posición en relación con los plátanos, y otro tanto puede
decirse del salitre y el cobre chilenos o la plata mexicana y peruana.
En contrapartida, este sistema económico que giraba en torno al comercio fue
determinante en la aparición de varias dificultades que limitaban su capacidad
de acción. Por un lado, el riesgo que implicaba que la mayor parte de los países,
buscando la rentabilidad y la especialización, hubieran desembocado en poco
tiempo en economías de monocultivo, que difícilmente serían sostenibles en caso
de que tuviera lugar un descenso de los precios del producto que exportaban.
Por otro, eran también graves las consecuencias del endeudamiento que en
mayor o menor medida soportaban todas las naciones y, sobre todo, la
dependencia de las importaciones para el abastecimiento de manufacturas y
bienes de equipo. Sin embargo, un primer cambio en este sentido se produjo a
raíz del estallido de la Primera Guerra Mundial, ya que los efectos de la
contienda forzaron la introducción de cambios estructurales que llevaron a una
incipiente industrialización.
La entrada en la guerra de las principales potencias europeas, que eran los
abastecedores más importantes de manufacturas en Iberoamérica, cortó de
inmediato el suministro de este tipo de productos y obligó a varias naciones a
utilizar al máximo sus escasos recursos de producción ya aumentar su capacidad
de fabricación para crear por primera vez una industria sustitutiva de
importaciones. Los primeros pasos en esta dirección fueron tímidos y,
lógicamente, el desarrollo fue más rápido y profundo en las naciones grandes y
mejor preparadas, como Brasil o Argentina, que en las pequeñas, donde, a pesar
de las dificultades, se experimentó un claro avance sobre todo en las industrias
textiles y alimenticias. Además, debido ala demanda europea de materias primas
durante la guerra y años después, en esta etapa continuó siendo asimismo
importante el sector exportador, tanto de los productos tradicionales cuanto de
otros nuevos como el petróleo, que dio a las naciones productoras (Venezuela,
México y Colombia) un cierto predominio en el mundo.
En definitiva, puede decirse que después de la Primera Guerra Mundial,
Iberoamérica pasó de una economía exclusivamente agrícola y comercial a otra
que combinaba estas actividades con la industria, aunque el arranque definitivo
y la consolidación de la industrialización se produjo a partir de la crisis de 1929.
Este episodio marcó un punto de inflexión en el panorama económico
iberoamericano y dio paso al inicio de una nueva fase que se extiende hasta los
años cincuenta, y es la que tradicionalmente se ha denominado etapa de
«industrialización por sustitución de importaciones». Inicialmente, la Gran
Depresión tuvo unas consecuencias catastróficas para las . economías
iberoamericanas. El hundimiento financiero de Europa y Estados Unidos obligó a
estas naciones a interrumpir el flujo de las inversiones ya aplicar estrategias
proteccionistas que limitaban el volumen de los productos que llegaban de fuera.
Consecuentemente, tales medidas contrajeron ostensiblemente el mercado de las
exportaciones iberoamericanas y los precios de los productos agrícolas y mineros
experimentaron una caída sorprendente. Aunque no todos los países acusaron la
crisis de la misma manera, se calcula que hacia 1933 las exportaciones se habían
reducido globalmente en un 64% y las importaciones un 31 %.
Ante esta situación, se adoptaron diferentes estrategias para remontar la crisis,
en función de la capacidad y el grado de desarrollo alcanzado por cada una de
las repúblicas. Así, las más pequeñas recurrieron al endeudamiento externo;
otras, como las centroamericanas o Bolivia, frenaron todavía más las
importaciones a costa de un descenso del consumo; y una tercera solución, que
fue la decidida en las más grandes y que ya habían logrado un cierto nivel
industrial y desarrollo tecnológico, como es el caso de Argentina, Uruguay, Chile,
Brasil o México, fue emprender definitivamente la vía industrial para fabricar por
sí mismos los productos que hasta entonces llegaban de fuera. En esta empresa
fue fundamental el papel jugado por los gobiernos, que defendieron
abiertamente el nuevo modelo de crecimiento aplicando medidas proteccionistas
que estimularan la producción interior. De esta manera, hacia mediados de la
década de los años treinta se habían superado los más agudos efectos de la crisis
y en poco tiempo el aparato industrial conquistó los mercados internos y pronto
estuvo en disposición de buscarlos en el exterior, tal como sucedió, por ejemplo,
en Brasil.
Sin embargo, la industrialización, si bien alcanzó un elevado desarrollo y fue una
vía muy adecuada para transformar las estructuras económicas, no solucionó
totalmente los problemas, ya que con ella no cesó la dependencia de las
importaciones sino que cambió de signo e incluso aumentó. Así, mientras en los
primeros años del siglo se obtenían en el exterior artículos manufacturados, el
despegue industrial hizo necesario importar materias primas y maquinaria, lo
que, unido al descenso generalizado de las exportaciones tradicionales, generó
repetidas crisis de las balanzas de pagos. Indudablemente, las décadas de los
años treinta y cuarenta constituyen una fase expansiva, pero la industrialización
no terminó con los desequilibrios ni las desigualdades, sino que incluso agudizó
algunos de los problemas existentes, pues, al apoyarse el proceso
fundamentalmente en el proteccionismo, la amplitud de los subsidios concedidos
dificultó un crecimiento armónico y las consecuencias de esta política serán
evidentes poco después.

4. DESARROLLO DE LOS MODELOS POLÍTICOS


Al igual que sucede con los aspectos sociales y económicos, también desde el
punto de vista político, y en gran medida por efecto de las transformaciones
generadas en aquellos, se asistió en Iberoamérica a llamativos cambios a lo largo
de la primera mitad del siglo XX, ya la aparición de nuevos esquemas que,
oponiéndose claramente al mantenimiento de las formas tradicionales de poder,
pretendían dar respuesta alas diferentes necesidades que se planteaban en el
interior de las naciones. Las estrategias adoptadas en este sentido fueron muy
variadas -civiles, militares e incluso revolucionarias-, y en muchas ocasiones se
manifestaron ineficaces para dar solución a los principales problemas. Ello
confiere a esta etapa un carácter de suma inestabilidad y complejidad política,
de luchas internas y de marcada violencia.

4.1. LA REVOLUCIÓN MEXICANA


Supuso el primer gran movimiento revolucionario del siglo XX en Iberoamérica,
en el sentido de que se produjo entonces una alianza entre las clases
trabajadoras urbanas y el campesinado para alterar de forma violenta el orden
establecido. Además, sus consecuencias en México serán ya permanentes, dado
que transformó plenamente sus antiguas estructuras y dio pie al nacimiento del
México moderno.
El origen de la revolución mexicana se había ido fraguando a lo largo de los años
de la dictadura de Porfirio Díaz (1876-1911), cuya política, beneficiosa para la
oligarquía nacional y los inversionistas extranjeros, había originado graves
desequilibrios y un deterioro del nivel de vida de los sectores medios, obreros y
campesinos. Ello hizo que desde principios de siglo comenzara a organizarse
seriamente la oposición en torno a la figura de Francisco I. Madero, quien, por el
llamado Plan de San Luis Potosí (1910) y con el lema «sufragio efectivo y no
reelección», promovió la insurrección para conseguir la celebración de
elecciones libres. El descontento hizo eclosión en 1910 cuando Porfirio Díaz se
hizo reelegir por octava vez. Se desató entonces la protesta generalizada y la
organización de levantamientos armados en los que intervinieron tanto los
empobrecidos campesinos de las zonas rurales como los obreros y la burguesía
liberal, a la que se le habían cerrado los mecanismos legales de acceso ala
dirección del Estado. Como consecuencia de este movimiento, Díaz renunció a la
presidencia y huyó de México en 1911, con lo que el país entró en una fase
enormemente conflictiva ya veces de difícil interpretación y delimitación.
En realidad, podría decirse que no hubo una sola revolución, sino que fueron
muchas y de distinto signo las que entonces se produjeron en México, debido
sobre todo a que en seguida comenzaron a surgir las disensiones entre los
distintos grupos revolucionarios. Aunque en principio estuvieron unidos por el
objetivo de expulsar a Díaz, pronto se hizo evidente que las prioridades eran
distintas para cada uno de ellos y sus acciones se encaminaban a la defensa de
reivindicaciones o intereses de tipo regional y la búsqueda de diferentes
objetivos de orden político y social. Tanto es así, que la diferencia de
mentalidades y metas ha llevado a hablar de la existencia de una revolución
agraria, una revolución social, una revolución indígena, una revolución obrera e
incluso una revolución burguesa. Como quiera que sea, lo cierto es que hubo
varios proyectos revolucionarios, lo que explica la larga duración de los
enfrentamientos entre los principales líderes y caudillos.
Tras la renuncia de Porfirio Díaz, la presidencia de México fue asumida por
Madero, quien, centrado en planteamientos políticos y falto de un claro marco
ideológico, no supo encauzar debidamente las aspiraciones sociales y
económicas del resto de los grupos actuantes en la caída del dictador. Así, la
inclusión en el nuevo gobierno de antiguos porfiristas y el tímido abordaje que se
hizo de la reforma agraria le enfrentó con Emiliano Zapata, para quien, tal como
lo expresó en el Plan de Ayala (1911), lo esencial era dar respuesta a las
reivindicaciones sociales de los campesinos. La diferencia de criterio entre los
cabecillas alentó la lucha guerrillera de Zapata y propició el levantamiento de
Pascual Orozco en Chihuahua, con lo que apareció de forma evidente en el
movimiento maderista el conflicto entre el agrarismo de los campesinos y los
intereses de la burguesía industrial y las clases medias.
En esta situación se llega a 1913, cuando un general asociado al porfiriato,
Victoriano Huerta, con ayuda de Estados Unidos, que intentaba defender sus
intereses petrolíferos -aunque no reconocieron su gobierno e incluso bloquearon
el puerto de Veracruz-, trató de detener el proceso revolucionario y derrocó a
Madero permitiendo poco después su asesinato. Se inició entonces el breve
período de la dictadura de Huerta (febrero de 1913-julio de 1914), contra el que
se levantaron todos los grupos participantes en la revolución. Dirigidos en esta
ocasión por Venustiano Carranza, que mediante el Plan de Guadalupe llamó a la
lucha contra el dictador a todos los mexicanos, hicieron frente común los
principales jefes de las masas populares: Alvaro Obregón, Plutarco Elías Calles,
Francisco Villa y Emiliano Zapata, que finalmente lograron la salida de Huerta
del país. Sin embargo, el fin del régimen de Huerta no significó la terminación de
la guerra sino que, al contrario, desde ese momento las facciones revolucionarias
emprendieron una encarnizada lucha entre sí por la hegemonía y la consecución
de sus específicos objetivos. Así, los partidarios de Carranza se enfrentaron a los
rancheros de Francisco Villa en el norte, que aspiraban a controlar las grandes
haciendas y establecer en ellas una especie de administración comunitaria, y los
rebeldes campesinos de Emiliano Zapata en el sur, que pretendían acceder a su
propia parcela de tierra. Como telón de fondo se encontraba Estados Unidos, que
fue siempre el principal abastecedor de armas de todos los revolucionarios
mexicanos y durante todo este tiempo controlaron la guerra civil de México.
La etapa más cruenta de la contienda concluyó en 1916 con el triunfo de
Carranza sobre los carismáticos jefes rurales. Para entonces el país se
encontraba inmerso en el caos económico y social: la revolución había arruinado
la economía agrícola y minera y habían muerto más de un millón de personas.
Pareció llegado, por tanto, el momento de emprender la reorganización, ya ello
respondió la promulgación de la Constitución de 1917, o Constitución de
Querétaro, vigente todavía hoy, y que ha sido la base institucional del régimen
surgido de la revolución. Claramente inspirada en la liberal de 1857 y dotada de
un sentido más reformista que revolucionario, la Constitución mexicana exalta al
Estado ya la sociedad sobre el individuo, y en ella se aprecia cómo los cambios
en la estructura jurídica permitieron dar legitimidad a una serie de
transformaciones de fondo que posteriormente se irían llevando a cabo. Así,
como muestra de su tendencia nacionalista y su intento de recoger ciertas
reivindicaciones , de obreros y campesinos, fortaleció la autoridad del gobierno
federal e introdujo normas básicas en materia laboral, agraria y de relaciones
con la Iglesia, lo que implicaba el establecimiento de las bases para emprender
la reforma agraria y fijar restricciones ala entrada de capital extranjero.
Amparándose en esta norma legal, el Estado mexicano adquirió la propiedad de
los recursos naturales y quedó subordinada desde ese momento la propiedad
privada al interés público. Al mismo tiempo, se determinaron también
modificaciones de tipo social y laboral mediante la elaboración del Código de
Trabajo, que regulaba los salarios, la jornada laboral, los riesgos profesionales,
las pensiones y el derecho ala sindicalización ya la huelga. Igualmente, se
incluyeron novedades en relación con la Iglesia, a quien se le anuló el derecho a
poseer entidad jurídica, se limitó el número de religiosos, se privó a los clérigos
del derecho al voto ya la participación política y se les prohibió la intervención
en la educación.
Sin embargo, a pesar de la promulgación de la Constitución, parecía claro que la
guerra continuaba y la nación en absoluto estaba pacificada. Seguía la lucha por
el poder y la mejor muestra de ello es el asesinato de Carranza, producido en
1920 a raíz de la sublevación de uno de sus generales, Alvaro Obregón, que
finalmente fue elegido presidente. A partir de ese momento, se inició la fase de
creación del Estado posrevolucionario, enfrentado al reto de garantizar la
transmisión pacífica del poder, dotar al régimen de apoyo social y reconstruir la
economía nacional.
Tales objetivos comenzaron a abordarse tímidamente durante la etapa de
gobierno de Obregón, quien, con el apoyo del Partido Liberal Constitucionalista y
amparándose en la explotación del petróleo, emprendió una serie de cambios
socioeconómicos que cubrían diversos frentes y que le servirían para consolidar
su poder: comenzó la distribución de tierras entre los campesinos - que le valió el
apoyo de los agraristas-, defendió la expansión de la poderosa CROM
(Confederación Regional Obrera Mexicana) -que será otra base fundamental del
régimen y un instrumento sumamente eficaz en la reorganización del sistema
laboral-, implantó un ambicioso programa educativo bajo el liderazgo intelectual
de José Vasconselos, logró el entendimiento con Estados Unidos y, por primera
vez desde 1880, transfirió el gobierno a su sucesor, Plutarco Elías Calles, de
manera pacífica en 1924.
Seguramente, uno de los episodios más destacados del gobierno de Calles fue la
llamada guerra de los Cristeros (1926-1929), que supuso el abierto
enfrentamiento entre el Estado mexicano y la Iglesia católica, como
consecuencia de la agudización de las reformas anticlericales recogidas en la
Constitución de 1917 y el proceso de reforma agraria. Para el gobierno mexicano
era prioritario establecer la supremacía del Estado sobre cualquier otra
organización, lo que implicaba controlar las actividades del clero y recortar las
prerrogativas y atribuciones que hasta entonces le eran propias. La respuesta no
se hizo esperar, e inmediatamente surgieron graves disturbios, sobre todo en el
ámbito rural, donde era mayor la influencia tradicional del sacerdote. El
movimiento de católicos sublevados en nombre de Cristo planteó serias
dificultades al ejército mexicano. Al margen de esta cuestión, Calles continuó las
líneas generales del gobierno de su antecesor e insistió sobre todo en la práctica
iniciada anteriormente de tratar de controlar la red nacional de alianzas locales y
los partidos regionales. Para ello, creó en 1929 el Partido Nacional
Revolucionario, que desde entonces y con algunos cambios en su denominación,
ha sido el instrumento utilizado para designar a los gobernantes de la nación.
La puesta en funcionamiento de la nueva estrategia política supuso la llegada a
la presidencia de mandatarios plenamente supeditados a Calles, que variaron
poco los planteamientos de quien prácticamente les había colocado en el
gobierno, hasta que en 1934 fue elegido candidato Lázaro Cárdenas, oficial del
ejército y entonces ministro del Interior, que nada más ganar las elecciones
sorprendió a todos al lograr desligarse de la tutela de Calles -obligándole incluso
a exiliarse en 1936e iniciar una política muy personal y populista que contó con
el masivo apoyo de la población hasta la finalización de su sexenio en 1940.
En gran parte, el éxito de Cárdenas se debió ala profundización de la reforma
agraria emprendida entonces, fundamentalmente la ampliación de los repartos
de tierras, con lo que trataba de retomar el carácter revolucionario del régimen.
El proyecto cardenista de distribución de tierras dio prioridad a la entrega de
parcelas a las propiedades comunales o ejidos, que se convirtieron así en sus
dueños y se encargaban de su reparto para uso individual. Mediante este sistema
se repartieron entre 1934 y 1940 cerca de 18 millones de hectáreas, lo que, a
pesar de los problemas que planteó a medio plazo -descenso de la producción
agrícola para el mercado, desorganización de muchas unidades comunales, etc.-
Ie valió al presidente una enorme popularidad. Como también le granjeó muchos
apoyos el claro nacionalismo de su política económica, plasmado sobre todo en el
enfrentamiento con Inglaterra por la expropiación en 1937 de las empresas de
ferrocarriles que estaban en manos británicas, y con Estados Unidos por la
nacionalización de las compañías petroleras norteamericanas en 1938, que
fueron sustituidas por la empresa estatal Petróleos Mexicanos (PEMEX). Desde
el punto de vista político, Cárdenas afianzó la reorganización de la estructura del
partido, al que incluso cambió el nombre por el de Partido de la Revolución
Mexicana, e incidió en la creación de un aparato político cada vez más fuerte.
Este proceso lo continuaron sus sucesores, Manuel Avila Camacho y Miguel
Alemán, y culminará con la aparición del Partido Revolucionario Institucional
(PRI), en 1946, durante la etapa de gobierno de este último. Desde entonces, el
PRI constituye el partido del Estado y se ha ido convirtiendo en todo un sistema
político, económico y social que, utilizando las redes clientelares, determina la
evolución de todas las esferas de la vida mexicana.

4.2. LA ETAPA RADICAL


Frente a la importancia que en el terreno político tuvo en el siglo XIX el
predominio oligárquico, al poco de iniciarse el siglo xx comenzó en varias
naciones -significativamente algunas de las más grandes-un período de reforma
política promovida como consecuencia de los cambios sociales y el crecimiento
económico. Así, la presencia de nuevos y dinámicos grupos en la composición
social, como eran los sectores medios y obreros, incidió directamente en la
estructura política, en tanto que fueron conquistando parcelas de poder que
hasta entonces les estaban vetadas. Las aspiraciones políticas de estas capas se
canalizaron a través de los llamados partidos radicales que, a veces con la
colaboración de las élites, trataron de .impulsar la modernización de los países
en los que tuvieron mayor implantación.
El modelo político radical tuvo sus mejores representantes en las naciones del
Cono Sur, donde el auge de las economías exportadoras y el crecimiento social
habían creado las condiciones idóneas para la aparición de este tipo de sistemas.
Un caso muy característico es el de Uruguay, país en el que la figura clave fue
José Batlle y Ordóñez, cuyos planteamientos partían de la necesidad de ampliar
la base social de los partidos políticos por medio del sufragio universal y la
participación de las clases populares. En las dos etapas que ocupó la presidencia
(1903-1907 y 1911-1915), abordó un amplio programa de reformas sociales y
políticas encaminadas a lograr la estabilidad interna y el arraigo de la conciencia
democrática en Uruguay, para la cual trató de que las transformaciones se
realizaran sin enfrentar directamente los intereses de la oligarquía rural y
ganadera. Su preocupación por la situación de los sectores trabajadores se
plasmó en un ambicioso programa de reforma social que garantizaba la libre
sindicalización, jornada de ocho horas, salario mínimo, seguro laboral, etc. El
sistema político, cuyas bases se ampliaron notablemente, se desenvolvió dentro
de un esquema de democracia liberal en el que participaban dos partidos: el
«colorado», de tendencia socialdemócrata que dirigía Batlle, y el «blanco»,
conservador, asociado ala oligarquía ganadera y latifundista, que presentó una
gran oposición sobre todo alas medidas batllistas encaminadas a tratar de
modificar la estructura de la tenencia de la tierra y la contribución impositiva
sobre las propiedades.
En Argentina se observa una gran similitud en los procesos de cambio social, y,
debido al empuje de los sectores medios urbanos, en 1891 había nacido la Unión
Cívica Radical, cuyos objetivos básicos se encaminaban a la obtención de la
libertad electoral para contrapesar el predominio político que hasta entonces
había tenido la oligarquía agraria. Las garantías electorales se lograron en 1912
durante la presidencia del conservador Roque Sáenz Peña, lo cual permitió al
candidato radical, Hipólito Yrigoyen, ganar las elecciones en 1916. A pesar de la
combativos que los radicales se mostraron para conseguir el triunfo electoral,
una vez instalados en el gobierno revelaron una gran confusión en sus objetivos
políticos, especialmente en las relaciones con la clase obrera. Así, aunque por
una parte se emprendió la elaboración de una moderna legislación social, por
otra se reprimieron duramente los movimientos populares de reclamación, como
sucedió en Buenos Aires en 1919. Asimismo, aunque Yrigoyen reconoció la
injusticia en la distribución de la tierra, sólo trató de mejorar la situación
repartiendo tierras en las fronteras agrícolas, sin afectar al latifundio
predominante en las áreas más fértiles y pobladas del país. Junto a ello, el
gobierno estableció una empresa estatal para la explotación petrolera, tratando
de iniciar una política nacionalista que fue muy bien recibida. En suma, puede
decirse que el gobierno de Yrigoyen (1916-1922) estuvo marcado por fuertes
contradicciones motivadas en parte por la divergencia de fuerzas que existía
dentro del seno de su partido, en el que había un nutrido sector procedente de la
clase dominante.
Chile presenta en su desarrollo político una alianza de sectores medios y clase
obrera a partir de 1918 en la llamada Alianza Liberal que, bajo el liderazgo de
Arturo Alessandri, ganó en 1920 las elecciones. Alessandri (1920-1925) había
presentado un amplio programa de reformas socioeconómicas, pero encontró
una fuerte oposición conservadora fundamentalmente en el Senado, que era el
principal bastión oligárquico. Sin embargo, el nuevo Congreso de 1924, en el que
adquirieron gran influencia los líderes de los sectores medios y de la clase
obrera, permitió la promulgación de la legislación social liberal que reconocía,
entre otros derechos, la independencia del movimiento sindical. Al mismo tiempo
se emprendió una amplia reforma constitucional dirigida a lograr la eficacia
institucional y la consolidación del régimen presidencial. El afianzamiento de los
partidos radicales en estas naciones no significa que su implantación y logros
puedan hacerse extensivos a toda Iberoamérica, sino que, al contrario, en las
primeras décadas del siglo xx todavía era muy acusado el poder oligárquico y fue
también común en este momento la existencia de sistemas totalitarios.
Así, en Brasil Ia oligarquía continuaba manteniendo el predominio que le era
característico desde las últimas décadas del siglo XIX, aunque en las primeras
del xx su poder comenzó a ser contestado por las clases medias emergentes, que
reclamaban modificaciones en el sistema político y la adopción de una fórmula
democrático-burguesa que ampliara la participación política y social en la
nación. En estas reivindicaciones, los sectores medios contaron con la adhesión
de los jóvenes oficiales del ejército, en especial los tenientes, que trataron de
conseguir sus aspiraciones mediante levantamientos y revueltas (el
"tenentismo" ), que tuvieron su máxima expresión en la revolución de 1930 y
pusieron de manifiesto la capacidad reformadora del ejército brasileño.
Por lo que respecta a los modelos totalitarios vigentes en esta etapa, uno de los
casos más representativos es Venezuela, donde a finales del siglo XIX apareció
en la escena política una nueva generación de hombres procedentes de la
cordillera (Ios andinos) que, con el objetivo de defender sus crecientes intereses
en la economía exportadora del café y el cacao, disputaron el poder a los
tradicionales terratenientes de los llanos. Así, en 1899 se produjo una rebelión
que llevó al poder a Cipriano Castro, quien, hasta 1908 en que fue derrocado,
centró fundamentalmente sus líneas políticas en dos aspectos: solucionar los
problemas derivados de la crisis económica ocasionada por el descenso de los
precios del café, y solventar la crisis planteada con Inglaterra, Alemania y
Francia por las reclamaciones de la deuda que Venezuela había contraído con
estas naciones en años anteriores. La situación llegó a ser tan crítica que en
1902 se produjo el bloqueo de varios puertos venezolanos por navíos británicos,
alemanes e italianos, creándose entonces un serio conflicto internacional que se
superó tras la mediación de Estados Unidos. El enfrentamiento con Europa dio al
gobierno de Castro una imagen nacionalista que, si bien le granjeó adhesiones,
no consiguió ocultar su incapacidad para la administración, la represión a la
oposición política y la insensibilidad a los auténticos problemas del empobrecido
pueblo venezolano.
La inestabilidad que caracterizó el gobierno de Castro facilitó que en 1908,
aprovechando su ausencia en París con motivo de una grave enfermedad, el
vicepresidente Juan Vicente Gómez, apoyado por Estados Unidos, se hiciera con
el poder. De esta forma, hasta 1935 Venezuela vivió bajo el régimen de una larga
y férrea dictadura que se ha calificado incluso de modelo por cuanto bajo una
cuidada apariencia de legalidad se aniquilaba sistemáticamente a los opositores,
se articularon los mecanismos idóneos para custodiar el orden interno y la
disciplina, se favoreció la presencia norteamericana, se generalizó la corrupción
del sector gobernante y se extendió la idea del progreso mediante una ambiciosa
política de obras públicas.
Desde la ciudad de Maracay, donde trasladó la capital, Gómez dirigió la nación
como si fuera una gran hacienda de su propiedad, para lo cual contó sobre todo
con el apoyo de la oligarquía terrateniente, la burguesía importadora y los
sectores más conservadores de la Iglesia y el ejército, que fueron los principales
beneficiarios del sistema gomecista. En gran parte, el éxito del régimen se debió
a la bonanza económica que caracterizó su etapa como consecuencia del auge de
la explotación del petróleo, que aunque fue utilizado en múltiples ocasiones por
el presidente en beneficio propio para reforzar y consolidar su gobierno, por otro
lado consiguió transformar a Venezuela de país agrícola, exportador de cacao y
café, en una nación de economía petrolera. Evidentemente, el nuevo rumbo
tomado por la economía supuso un cambio en el panorama nacional, aun
contando con que el grueso de la riqueza generada no revirtió en el interior, sino
que pasó a manos de las grandes multinacionales británicas y norteamericanas
que extraían el petróleo en las condiciones más ventajosas. No se realizó ningún
intento de transformar el crudo y Venezuela quedó pendiente de las oscilaciones
de los precios internacionales del petróleo, sin tener ningún control sobre su
principal fuente de riqueza.
Dentro de los países andinos, también Ecuador vivió durante esta etapa un
régimen de tipo dictatorial, como fue el del caudillo liberal Eloy Alfaro ( 1895-
1901 y 1906-1911), aunque su gobierno presenta también características propias
del radicalismo. Alfaro llegó al poder mediante un pronunciamiento apoyado
sobre todo por los plantadores costeros de cacao y los comerciantes de
Guayaquil, abiertamente enfrentados desde el siglo XIX a la oligarquía
terrateniente quiteña. Tal vez el rasgo más sobresaliente de su política sea el
fuerte anticlericalismo que se practicó, de tal manera que las medidas adoptadas
en ese sentido (secularización de la educación, matrimonio civil, divorcio, etc.)
convirtieron a Ecuador en una nación laica. Además, se abordó seriamente la
modernización del país, fomentando el desarrollo industrial y la agricultura, al
tiempo que se procuró la mejora de las comunicaciones internas con la
construcción en 1908 del ferrocarril entre Quito y Guayaquil, lo que, por otra
parte, permitía al presidente limitar el poder de los caudillos regionales. Tras el
asesinato de Alfaro en 1912, se sucedieron un buen número de gobernantes
liberales, hasta que en 1925 tuvo lugar la llamada «revolución juliana» dirigida
por jóvenes militares que al año siguiente entregaron el poder al civil Isidro
Ayora (1926-1931), cuya dictadura, de tintes renovadores y modernizadores,
concluyó como consecuencia de la crisis económica que azotó al país por efecto
de la depresión mundial.
En Perú, la figura clave de las primeras décadas del siglo fue Augusto Bernardo
Leguía (1908-1912 y 1919-1930), cuyo totalitarismo tuvo un trasfondo de
populismo que puede verse sobre todo en la Constitución de 1920 y en la
legislación orientada a atraerse el apoyo de las clases medias y obreras. Durante
su mandato se perfilaron los rasgos del Perú moderno, se abrieron las puertas a
la inversión norteamericana y se asistió a la aparición de corrientes culturales
renovadoras y polémicas que dieron origen a la fundación por Raúl Haya de la
Torre, en 1924, del partido Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), y
del Partido Socialista por José Carlos Mariátegui en 1928. El gobierno de Leguía
sucumbió con la crisis de 1929 y el poder pasó a manos de sucesivos gobiernos
militares, incapaces de estabilizar la nación.
Más al norte, en Guatemala se vivió también entonces bajo una de las dictaduras
de este momento, la de Manuel Estrada Cabrera (1898-1920), que contó con el
apoyo de Estados Unidos para su establecimiento y consolidación a cambio de las
ventajas concedidas para la implantación y extensión de la United Fruit en el
sector platanero. El autoritarismo de su gobierno quedó fielmente reflejado en la
obra de Miguel Angel Asturias, El señor presidente, basada en la figura de
Estrada Cabrera. El derrocamiento del dictador fue auspiciado por la actividad
insurreccional del Partido Unionista Centroamericano, fundado en 1918 por
intelectuales guatemaltecos y algunos representantes de los sectores medios,
pero su influencia posterior en la vida política fue escasa y Guatemala continuó
gobernada por la oligarquía tradicional.
4.3. EFECTOS POLITICOS DE LA CRISIS DE 1929
Además de las evidentes consecuencias que en el terreno económico tuvo para
lberoamérica la Gran Depresión, puede constatarse también que su influencia
alcanzó, asimismo, el terreno político, y fue en gran parte responsable de los
cambios a los que en este sentido se asistió a partir de 1930. La manifiesta
debilidad de muchos gobiernos para superar el deterioro que en las economías
nacionales había generado la crisis y las continuas protestas populares,
reanimaron a las fuerzas conservadoras y alentaron las aspiraciones del ejército
de intervenir en la política para introducir modificaciones capaces de remontar
la situación. De esta forma, los militares reafirmaron su papel como fuerza
principal en la política iberoamericana y se asistió a una generalización de los
golpes de Estado. Consecuentemente, la oligarquía alcanzó un nuevo predominio
y su posición fue en gran parte apoyada por los grandes capitales y en muchos
casos también por el gobierno de Estados Unidos. Tan amplia fue esta tendencia
que la estabilidad institucional y los gobiernos civiles únicamente se mantuvieron
en tres países: México, Costa Rica y Colombia, donde el cambio político más
significativo promovido por la crisis fue la pérdida de la hegemonía conservadora
en 1930 y el triunfo de los liberales que gobernaron hasta 1946.
Los ejemplos más característicos del rumbo tomado por la política al comenzar la
década de 1930 se encuentran en las naciones centroamericanas y caribeñas, en
las que se consolidó el tradicional predominio oligárquico y, con el respaldo
norteamericano, se sofocaron duramente las múltiples revueltas de obreros y
campesinos que se alzaron en protesta por el abatimiento de sus precarias
economías. Así puede verse en Guatemala, un país eminentemente rural cuya
economía, productora de café y banano básicamente, estaba en manos, como se
ha apuntado, de la norteamericana United Fruit y la pequeña oligarquía local
desde principios de siglo y donde, siguiendo una larga tradición de gobiernos de
hombres fuertes, en 1931 llegó al poder Jorge Ubico (1931-1944). Su política
estuvo claramente orientada a defender los intereses de las compañías
extranjeras y los terratenientes, al tiempo que se reprimió con dureza cualquier
intento de oposición.
Algo similar sucedió en la vecina Honduras desde 1933 a 1949 con la dictadura
del general Tiburcio Carias Andino, quien mantuvo la paz social y trató de
impulsar cierto progreso material a costa de la supresión de las libertades
individuales y las concesiones económicas en beneficio de las compañías
bananeras. En El Salvador; el representante del totalitarismo en este momento
fue el general Maximiliano Hernández Martínez (1934-1944), que llegó al poder
tras un golpe militar promovido ante la incapacidad del presidente Arturo Araujo
para terminar con los movimientos de protesta de los campesinos (uno de los
más activos era el encabezado por Farabundo Martí) que, en un país donde el 15
% de los propietarios poseían más del 80% de la tierra cultivable, reclamaban
mejores condiciones laborales y una más justa distribución de los fondos rurales.
El enfrentamiento entre los campesinos y las fuerzas del gobierno se convirtió en
una auténtica guerra civil que finalizó en medio de un baño de sangre. La
dictadura de Hernández Martínez inauguró un largo período de gobiernos de
alianza entre conservadores y mandos militares que dirigieron el país hasta los
años sesenta.
En Nicaragua, la agitación social promovida por el activista liberal Augusto
César Sandino, que desde los años veinte era el principal baluarte de la
resistencia contra la presencia norteamericana en la nación y cuya lucha
guerrillera continuó con un amplio respaldo popular tras la salida de los marines
en 1933, fue finalmente sofocada con el asesinato del líder, ordenado en 1934
por el jefe de la Guardia Nacional Anastasio Somoza García. En su calidad de
hombre fuerte del país, Somoza derrocó en 1937 al presidente Juan Sacasa e
inició entonces una dictadura que se perpetuaría en el tiempo mediante la
transmisión familiar, ejerciendo sus representantes un férreo y personalista
control sobre Nicaragua y utilizando los recursos del Estado en beneficio propio.
El gobierno del primer Somoza (1937-1956) se apoyó fundamentalmente en tres
pilares: la Guardia Nacional, que se convirtió prácticamente en una guardia
personal del mandatario, la élite terrateniente y Estados Unidos, con cuyo favor
contó siempre como aliado incondicional que apoyó cuantas acciones emprendió
el gobierno norteamericano en la zona encaminadas a consolidar su hegémonía o
a alejar el real o ficticio peligro comunista. Por lo que respecta a las naciones
caribeñas, el totalitarismo alcanzó a dos de las naciones más importantes: Cuba
y la República Dominicana. En la primera, la presencia norteamericana había
determinado el desarrollo político desde la independencia y en ello, al igual que
sus antecesores, colaboró también el general Gerardo Machado, que, una vez
logró la presidencia en 1925, ejerció un gobierno autoritario y corrupto
favorecido por la afluencia de capital estadounidense y la bonanza económica de
esos años por el alza de los precios del azúcar. En esta situación no es de
extrañar que surgiera una fuerte oposición, cuyas acciones se vieron fortalecidas
por los desastrosos efectos que tuvo en Cuba la crisis de 1929 y el abandono de
Norteamérica al dictador. Consecuentemente, la insurrección popular de 1933.
forzó a Machado a abandonar el poder y, tras el breve gobierno provisional de
Ramón Grau San Martín, las tropas de Estados Unidos avalaron la llegada al
gobierno de Fulgencio Batista, que dominó la política cubana desde 1934 a 1959.
En la República Dominicana la figura clave de estos años fue Rafael Leónidas
Trujillo que, desde su elección como presidente en 1930, se convirtió en uno de
los dictadores más despiadados del continente, manteniéndose en el poder hasta
1961. La entrada en la escena política de Trujillo fue posible gracias a la
incapacidad del régimen de Horacio Vásquez para superar la pésima situación de
la economía dominicana como consecuencia de la depresión de 1929, lo que
produjo una sublevación apoyada en parte por el ejército que dirigía Trujillo.
Durante sus treinta años de mandato -alternados en ocasiones con presidentes
títeres-, el país se abrió a los intereses extranjeros y los recursos se explotaron
primordialmente en beneficio del propio presidente.
También en América del Sur se asistió en esta etapa a cambios políticos con una
fuerte orientación dictatorial, que en muchas ocasiones significaron un retroceso
sobre las posiciones conseguidas años antes. Así, la experiencia democrática
iniciada décadas antes en Argentina concluyó en 1930 con el golpe militar de
José Félix Uriburu y el inicio de lo que se conoce como la «década infame» , en
tanto que la vida política estuvo dominada por los grupos conservadores y el
ejército. Sus objetivos se centraban en la reforma de la estructura política para
-igual que estaba sucediendo en Alemania e Italia-eliminar el peso de los
políticos civiles y asumir una amplia autoridad capaz de superar los efectos
socioeconómicos de la depresión mundial. Sin embargo, su éxito fue muy
limitado, sobre todo por la contestación que a tales planes presentaron las clases
medias y obreras urbanas, cuyas aspiraciones recogió en los años cuarenta Juan
Domingo Perón.
En Uruguay, la experiencia radical concluyó definitivamente en 1929 con la
muerte de José Batlle y Ordóñez y la crisis económica que supuso el derrumbe de
los precios ganaderos en el mercado internacional. Ello provocó fuertes
disensiones internas en los partidos y un agudo malestar social que el presidente
Gabriel Terra trató de superar asumiendo poderes dictatoriales en 1933 y
promoviendo una nueva Constitución en 1934. El contenido de la nueva carta
magna terminó con el tradicional sistema colegiado de gobierno y supuso en
definitiva la marcha atrás de los logros sociales y políticos conseguidos décadas
antes. y algo parecido pude decirse de Chile, donde las transformaciones de
Arturo Alessandri alertaron a la oligarquía y al ejército, que presionaron hasta
obligar al presidente a renunciar a su cargo en 1925. Así, en 1927 comenzó el
gobierno autoritario del coronel Carlos Ibáñez y el inicio de una etapa de enorme
inestabilidad determinada en parte por la crisis económica, la que orienta la
política hacia posiciones conservadoras. En esta coyuntura se producen varios
movimientos militares, hasta que en 1932 accede de nuevo a la presidencia
Alessandri. Durante su mandato se organizaron sólidamente las fuerzas de
izquierda que, integradas en el Frente Popular, lograron el poder en 1938 con la
candidatura de Pedro Aguirre Cerdá.
Además de las confrontaciones políticas internas, en los años treinta se asistió
también a una serie de enfrentamientos entre distintas repúblicas, andinas
fundamentalmente, por cuestiones de límites. Así, Perú tuvo que dirimir
diferencias fronterizas con Chile, Colombia y Ecuador en varios momentos, pero
el conflicto más serio tuvo lugar entre Bolivia y Paraguay con la llamada guerra
del Chaco, que se desarrolló entre 1932 y 1935. El origen de la confrontación fue
la disputa sobre la posesión del Chaco Boreal, al que las dos naciones pretendían
tener derechos, puesto que, por su condición de países interiores, la navegación
por el río Paraguay que atravesaba aquel territorio les aseguraba una fácil salida
al mar y el control sobre las rutas comerciales. La tensión que sobre esta
cuestión existía desde años atrás, se agudizó por las presiones que sobre ambos
gobiernos ejercieron las compañías petrolíferas Standar Oil norteamericana y
Royal Dutch Shell anglo-holandesa, que habían recibido concesiones de los
gobiernos boliviano y paraguayo respectivamente para explotar el crudo y
deseaban contar con el modo más rápido posible de comunicación con el
exterior. De esta manera, estalló una cruenta guerra en la que fue Paraguay la
nación vencedora, al reconocérsele en 1935 la posesión de la mayor parte del
territorio en litigio. Las consecuencias fueron muy graves para las dos
repúblicas, tanto en lo referente a pérdida de vidas como desde el punto de vista
económico, social -ya que la crisis económica originó el descontento popular y
también político, pues el conflicto suscitó la reacción del ejército contra la
oligarquía gobernante y el militarismo golpista fue común a lo largo de toda la
década.

4.4. EL POPULISMO
Además de la proliferación de fórmulas políticas autoritarias, los años treinta
fueron también testigos de la aparición de los llamados movimientos populistas,
que surgieron en varias naciones para dar respuesta a las aspiraciones políticas
de amplios sectores sociales cuyas reivindicaciones hasta entonces habían sido
escasamente atendidas. Para esta época, era más que evidente la complejidad
que había ido adquiriendo la estructura social, y la fuerza de los diversos grupos
afloró como consecuencia de la crisis mundial cuando comenzaron los
movimientos de masas, urbanas y rurales, en demanda de soluciones definitivas
para superarla. La burguesía, las capas medias, el proletariado de las ciudades e
incluso el campesinado, reclamaron la intervención del Estado para lograr un
mejor nivel de vida y luchar contra los enemigos comunes, que eran la
dominación exterior y la oligarquía, lo que propició una alianza ocasional entre
sectores antagónicos en el pasado y que ahora constituirán el soporte del
populismo. Para canalizar sus aspiraciones fue necesaria la aparición del líder
político, un personaje de fuerte personalidad y gran influencia entre las masas
que, a veces con una espectacular demagogia e incluso con estilos totalitarios,
era capaz de movilizar la sociedad. Aun contando con que el populismo no tuvo
una ideología muy clara ni programas concretos -lo que hace muy difícil su
definición y se aprecian notables diferencias de unos países a otros, en líneas
generales puede decirse que fue común a estos movimientos la constante
apelación al pueblo, la defensa del nacionalismo y el antiimperialismo. Los logros
del populismo fueron limitados y, a pesar de que las clases populares se
entregaron ala militancia y en parte lograron mejorar sus condiciones de vida y
aumentar su presencia política, la principal beneficiada fue la burguesía, que
condujo este proceso en su provecho.
Las naciones que vivieron bajo regímenes populistas con anterioridad a la
Segunda Guerra Mundial fueron varias. Así, además de México en la época de
Lázaro Cárdenas, Brasil representa uno de los ejemplos más característicos, con
la figura de Getulio Vargas, quien llegó al poder en 1930 mediante una
sublevación favorecida por la inestabilidad política que había creado la crisis en
el oligárquico sector cafetero. Terminaba de esta forma la llamada «República
Vieja» y la etapa de dominio de la oligarquía, y comenzaba un largo período en el
que el propio Vargas, que ocupó dos veces la presidencia (1930-1945 y 1951-
1954), controló los resortes políticos brasileños, combinando la represión con los
intentos reformistas. Su sistema político encontró la base social entre los
sectores populares y medios de las ciudades, que fueron los beneficiarios de la
legislación laboral promulgada .durante su primer mandato.
Sin embargo, el centralismo estatal y la falta de una base ideológica coherente
causaron rupturas en el conjunto de las fuerzas políticas que lo habían llevado al
poder, lo que, unido a la necesidad de hacer frente a las presiones de la extrema
derecha ya la expansión de la izquierda, movió a Vargas a dar un autogolpe en
1937 e iniciar lo que se ha llamado el «Estado Novo», definido como una
«democracia autoritaria o de suprema autoridad». Se instauró entonces un
sistema totalitario fundamentado legalmente en la nueva Constitución de 1937,
centralista y de inspiración fascista, que le aseguraba la permanencia indefinida
en el cargo. Dentro de la más pura tradición populista y nacionalista, Vargas
utilizó la movilización de masas para asegurarse las mayores adhesiones,
presentando al Estado como un gran patrón tutelar pendiente de las necesidades
de sus subordinados. El golpe de Estado conservador que se produjo en 1945
puso fin al primer mandato de Getulio Vargas y quedó interrumpido
momentáneamente el «Estado Novo» y el populismo patriarcal y protector de su
fundador, que volvería de nuevo a la escena política con fuerza renovada tras su
triunfo en las elecciones de 1951.
También Ecuador tuvo una representación del populismo en esta etapa y
posteriormente con José María Velasco Ibarra, que gobernó la nación en cinco
ocasiones (1934-1935,1944-1947,1952-1956, 1960-1961 y 1968-1972), en cuatro
de las cuales fue derrocado por los militares debido a la falta de apoyos
parlamentarios que le fue característica habitualmente. A diferencia de Brasil, el
populismo velasquista surgió como resultado de la lucha parlamentaria y
electoral para oponerse al dominio oligárquico e implantar el sufragio universal y
el Estado laico. Consecuentemente, su principal peculiaridad estriba en que no
surgió como producto de la alianza coyuntural entre la burguesía industrial y el
proletariado emergente, sino que es básicamente un movimiento antioligárquico
que genera un populismo paternalista por la falta de una estructura de bases
sindicales. A pesar de su escasa coherencia ideológica, el velasquismo propugnó
siempre la defensa de las libertades, el impulso del progreso (centrado
especialmente en la educación), la independencia en política exterior y el
estímulo de las movilizaciones populares. Su principal éxito estuvo en la ruptura
del tradicional bipartidismo ecuatoriano y la incorporación de otro tipo de
formaciones políticas.
También una ideología de corte populista puede verse en las propuestas del
partido venezolano Acción Democrática (AD), fundado por Rómulo Betancourt en
1941. Como «partido nacional revolucionario», contó desde el principio con el
apoyo de electores procedentes de distintos sectores sociales, tales como la
burguesía industrial, las clases medias y también los asalariados. Su programa
defendía las elecciones libres, el nacionalismo, la reforma agraria y la
eliminación de los privilegios de las compañías petrolíferas, lo cual provocó una
fuerte movilización de masas en su favor. El partido Acción Democrática
consiguió llegar al poder en 1945 de la mano de su líder y fundador, que en
seguida comenzó a poner en marcha en la nación las medidas progresistas que
su formación defendía.
Además de estos países en los que se aplicaron políticas que se han definido
como populistas, hubo también naciones en las que por los mismos años
surgieron serios movimientos en este mismo sentido, pero que por diferentes
razones no consiguieron llegar al gobierno e implantar el sistema que
preconizaban. Uno de los más sólidos y fundamentados seguramente es la
Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) que, como vimos, surgió en
Perú en 1924 de la mano de Víctor Haya de la Torre sobre la base del
pensamiento del intelectual José Carlos Mariátegui. Desde el momento de su
fundación, el APRA se presenta como una formación nacionalista,
antiimperialista e indigenista -lo que responde a las especiales características
sociales de Perú, donde el 90 % de la población rural es india y en las ciudades
dominan demográficamente los mestizos-, con decisión integradora y voluntad de
actuación en todo el continente. Sus propuestas, que en algunas ocasiones
fueron variando y adaptándose a las diferentes circunstancias por las que
atravesaba la nación, satisfacían a los diferentes grupos sociales y culturales,
pero, a pesar de la gran influencia que este movimiento ha tenido en la vida
política peruana, sus representantes no consiguieron llegar al poder hasta la
década de los años ochenta.
Del mismo modo, en Colombia surgió también en los años treinta un proyecto
con fuertes connotaciones populistas encabezado por Jorge Eliécer Gaitán, quien
fundó al comienzo de la década la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria,
que contó con el apoyo de los trabajadores urbanos y campesinos. El partido de
Gaitán, de gran influencia italiana, preconizaba también la lucha antioligárquica,
el antiimperialismo y el nacionalismo, y apostaba por la movilización pacífica de
las masas para lograr sus reivindicaciones. Se trataba de un populismo de
izquierda y su acción se dirigió a las masas campesinas y al sector sindical. Las
principales batallas de este movimiento se dieron en el campo, donde tenía su
más amplia base de sustento. Los militantes participaron activamente en la lucha
de los colonos por la tierra y en ocasiones fueron duramente perseguidos. A
pesar de que el partido como tal se disolvió en 1935 tras su fracaso en las
elecciones de aquel año, la ideología gaitanista continuó viva mientras pervivió
su líder, que siguió actuando en la vida política colombiana y aspiró siempre a
lograr profundas transformaciones sociales. Su período de mayor actividad se
desarrolló entre 1944 y 1948 en que fue asesinado.
Los partidos y las tendencias populistas continuarán su andadura con
posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, e incluso surgirán líderes y
movimientos nuevos que revitalizarán esta tendencia.

CAPITULO 9: ASIA Y ÁFRICA ENTRE LAS DOS GUERRAS MUNDIALES


Por MARIA JESÚS MERINERO MARTIN
Profesora Titular de Historia Contemporánea, Universidad de
Extremadura

1. INTRODUCCIÓN
El imperialismo europeo contemporáneo alcanzó su máxima expansión entre el
último cuarto del siglo XIX y las dos primeras décadas del xx. A lo largo de este
medio siglo, la totalidad del continente africano, casi todo el asiático y varios
enclaves en el resto del mundo, quedaron bajo el dominio de las potencias
coloniales europeas.
Entre las dos cesuras que marcan los dos grandes conflictos bélicos mundiales,
la situación en los países colonizados va a vivir transformaciones importantes en
las relaciones dialécticas colonizador/colonizado, que constituirán el germen de
los factores internos y externos que conducirán a la descolonización ya las
independencias a escala mundial, aunque con diferentes ritmos, tras la Segunda
Guerra Mundial.
Entre los factores internos, derivados de los efectos de la colonización sobre las
diversas estructuras socioeconómicas de los pueblos colonizados, destacaremos:
el crecimiento demográfico y la urbanización, que cohesionaron y dieron fuerza a
las actitudes opuestas al colonialismo; las transformaciones económicas, que
provocaron importantes desequilibrios regionales pero que, al tiempo, fueron la
base para el desarrollo de organizaciones sindicales y políticas autóctonas; y los
cambios culturales y educativos, que, frecuentemente, desestructuraron el marco
de referencia de la sociedad precolonial tradicional pero que, simultáneamente,
formaron unas élites ilustradas capaces de utilizar el discurso político occidental
para denunciar la colonización y, más tarde, reivindicar la independencia.
Entre los factores externos: la crítica a la que, desde sus inicios, es sometido el
colonialismo en los círculos progresistas occidentales, y el impacto de las dos
guerras mundiales, a las que las colonias aportaron soldados, materias primas y
recursos energéticos. Y, sobre todo, la contradicción creada, de hecho, entre la
defensa de los principios políticos de los aliados (democracia, libertad, justicia e
igualdad) y su aplicación en las colonias.
Entre las dos guerras, Europa fue perdiendo parte de su capital de temor que
desde el inicio de la colonización había acumulado entre las poblaciones
colonizadas. Mientras tanto, el nacionalismo había conseguido, ante esta pérdida
de prestigio, un aumento de su fuerza.
El imperialismo occidental va a crear la rebelión contra él mismo. El
nacionalismo se vio involuntariamente favorecido por la propia acción
colonizadora.
Examinemos, pues, cuál fue el impacto del imperialismo en Asia y Africa, y en el
que las repercusiones de la Primera Guerra Mundial no son desdeñables.

2. REPERCUSIONES DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL


Aunque la Primera Guerra Mundial fue esencialmente una disputa entre
potencias europeas, implicó a las colonias tanto directa como indirectamente, y
sus repercusiones en las sociedades colonizadas fueron de diversa índole, y
difieren de un territorio a otro, dependiendo del grado de participación en la
guerra.
La Primera Guerra Mundial representó uno de los momentos decisivos para la
historia africana. Uno de sus más importantes legados fue la reorganización del
mapa de Africa aproximadamente a como es hoy. El Tratado de Versalles
estableció la redistribución colonial en los territorios hasta entonces
dependientes de Alemania y de Turquía, potencias derrotadas en el conflicto, que
quedaron bajo una nueva administración y dependencia occidentales,
repartiéndose entre Gran Bretaña, Francia y Japón.
El establecimiento de una nueva administración, conocida como «mandato»,
introduce la noción de tutela internacional ejercida por un país colonizador en
representación y por mandato de la Sociedad de Naciones, sobre un país
colonizado, y de cuya acción tutelar debe dar cuenta regularmente al organismo
internacional. El mandato suponía una ruptura con el anterior estatuto colonial e
introducía el nuevo concepto de responsabilidad internacional. Supone también
la superación teórica de la dependencia colonial y el inicio de la evolución y
preparación hacia la autodeterminación de tales pueblos, que se desarrollan en
el marco de esas nuevas relaciones que han de llevarlos a la autonomía, por lo
que tal sistema ha sido considerado como un claro antecedente y origen de la
descolonización. Alemania perdió sus colonias africanas, así como las del
Pacífico, que quedaron repartidas bajo la tutela de los países vencedores.
Alemania fue eliminada como potencia colonial y reemplazada por Francia y
Gran Bretaña en Camerún y Togo, por la Unión de Suráfrica en el Africa
sudoccidental y por Gran Bretaña y Bélgica en el Africa oriental alemana,
recibiendo esta última las pequeñas pero densamente pobladas provincias de
Ruanda y Urundi (actuales Rwanda y Burundi). Lo cual representa la última
redistribución colonial realizada en Africa.
En China, con la Primera Guerra Mundial se agravaron aún más las rivalidades y
conflictos de intereses entre las potencias extranjeras, que se habían repartido
China por «zonas de influencia», en el sistema de dominio que la caracterizó
basado en los «tratados desiguales» y las «concesiones». Para Sun Yat-sen, China
no era una colonia de una u otra potencia, sino una hipercolonia, cuya existencia
estaba amenazada. Francia e Inglaterra, absorbidas por su esfuerzo en la guerra,
se desentendieron prácticamente de los asuntos de Extremo Oriente durante
cuatro años, lo que dejó el campo libre a Japón que, en 1915, presentó al
gobierno chillo sus «Veintiuna demandas».
En Versalles, los anglosajones concedieron grandes ventajas al Japón: le
transfirieron los derechos y posesiones alemanas en Shandong, al aplicar
acuerdos secretos concluidos durante la guerra. Pero el recrudecimiento de
competencias económicas en el mercado chino llevó muy pronto a frenar la
expansión japonesa. En la Conferencia de Washington (1921-1922) le obligaron a
devolver Shandong a China, a la vez que trataron de hacerle abandonar su
proyecto en Siberia oriental y Mongolia. Sin embargo, y por inquietos que
pudieran estar a causa de las ambiciones del Japón en Chilla y de sus manejos en
las propias colonias occidentales de Asia oriental, los occidentales no estaban
decididos aún a ponerle freno. Su hostilidad a la Rusia soviética, y sus
inquietudes ante el movimiento revolucionario chino, los inclinaban a una cierta
indulgencia para con el «guardián del Extremo Oriente». Es lo que se ha llamado
el «muniquismo extremooriental». Se habían puesto las bases para la expansión
imperialista japonesa en China.
Por su parte, Rusia renunció, en 1919, a los derechos y privilegios adquiridos por
el gobierno zarista en China, y pese a algunas crisis, el gobierno soviético
mantuvo, desde 1924, relaciones diplomáticas con el gobierno central chino:
primero el de Pekín, y luego el de Nankín.
En el ámbito económico, al descenso de los precios de los productos primarios
coloniales se unió la subida de los precios de las escasas mercancías de
importación. Por otra parte, la crisis que siguió al estallido de la guerra dio
pronto lugar aun auge de los productos necesarios para ayudar al esfuerzo de
guerra aliado. La demanda de r cultivos de subsistencia tradicionales para la
alimentación de los aliados europeos, , que hizo subir los precios, repercutió en
las dificultades de quienes no pertenecían al sector de la subsistencia. y estas
necesidades generaron un creciente intervencionismo del Estado en la economía
colonial, bien mediante el control de precios, requisa de cosechas, cultivo
obligatorio de productos y reclutamiento de trabajadores. Por su parte, la
demanda de tropas y porteadores dieron como resultado la escasez de mano de
obra en los países colonizados.
La carestía de importaciones llevó a una caída de la producción en lugares donde
la agricultura -como en Egipto-dependía de las importaciones de fertilizantes,
aperos agrícolas y maquinaria de regadío, pero también fomentó el desarrollo de
industrias de sustitutos de las importaciones en algunos países.
Entre las consecuencias sociopolíticas, el efecto sobre los soldados y la mano de
obra, desarraigados del mundo restringido de sus aldeas, les permitió elaborar
una nueva imagen del hombre blanco, imagen que, a su regreso, transmitieron a
sus sociedades, A la vez que la guerra abrió nuevos horizontes alas élites
instruidas, a quienes la crisis bélica facilitó el impulso para el desarrollo de un
planteamiento más crítico hacia sus señores coloniales. La guerra actuó no sólo
como estímulo para el nacionalismo afroasiático, sino también para el
nacionalismo blanco, particularmente en Sud áfrica.
Además, la guerra arrastró un cambio fundamental en el clima de la opinión
internacional en cuanto al colonialismo. Previamente a ella, las potencias
coloniales europeas habían sido responsables sólo ante sí mismas. Pero la
Conferencia de Paz de Versalles estableció teóricamente el principio de
responsabilidad internacional en nombre de la Sociedad de Naciones, si bien a
causa de la debilidad de ésta, poco se pudo hacer, por ejemplo, acerca de las
deplorables condiciones de los habitantes indígenas de Sud áfrica, administrados
bajo mandato de la Unión Sudafricana. A la vez que los «Catorce puntos» de W.
Wilson, elaborados como reacción a las propuestas soviéticas expuestas en
octubre de 1917, se extendían al derecho a la autodeterminación.
En el caso de los países árabes del norte de Africa, el anuncio conjunto de Gran
Bretaña y Francia, en 1918, de que los aliados estaban considerando la
liberación de los pueblos oprimidos por los turcos, presentaba el panorama de un
grupo de árabes a los que se ofrecía la independencia mientras que a otro grupo,
gobernado por las mismas potencias que estaban ofreciendo la libertad a las
provincias turcas, se le denegaba. A la vez que la recién creada Unión Soviética
iba a atacar todas las formas de colonialismo.
En este contexto de negociaciones, aunque la situación de la mayoría de los
pueblos sometidos no cambió para mejor en los años siguientes a la guerra, se
había empezado a cuestionar la moralidad del colonialismo. y el clima creado
animó a los nacionalistas a exigir un mayor protagonismo en sus propios asuntos.
En muchos territorios, donde se habían hecho fuertes contribuciones al esfuerzo
de guerra, cabía la esperanza de que se vieran recompensados, al menos por
reformas sociales y políticas. El incumplimiento de tales expectativas, en países
«lealistas» como la India, favoreció el cambio de rumbo en el movimiento
nacionalista. O, en el caso de Argelia, su contribución al esfuerzo de guerra fue
recompensada con mejoras económicas y políticas en el estatus de los argelinos,
a las que, sin embargo, se opusieron los cola. nos, y en contraposición fueron
consideradas demasiado limitadas por el emir.
Tras la Primera Guerra Mundial la posición política europea era aún sólidamente
favorable al mantenimiento del sistema colonial en todo su vigor, convencidos
aún los gobiernos europeos de la conveniencia y beneficios del colonialismo.
Una consecuencia de la guerra es que terminó consolidando las posiciones de los
amos imperiales frente a los defensores de la independencia y soberanía de las
colonias. A pesar del fermento ideológico que contribuyó a socavar el
imperialismo como sistema, su dominio se convirtió en una situación de facto,
hasta el punto que se ha llegado a considerar al período de entreguerras como la
«edad de oro» del colonialismo.

3. IMPACTO DE LA COLONIZACIÓN
El balance del efecto colonial es ambivalente y ambiguo, sometido, por tanto, a
diversas interpretaciones y sentimientos opuestos. Para algunos historiadores, su
impacto fue una bendición o, al menos, no fue perjudicial; son quienes defienden
que el imperialismo fue un poderoso motor para la modernización y culturización
de los pueblos colonizados. Para otros investigadores, principalmente marxistas,
los efectos benéficos del colonialismo fueron virtualmente nulos. Quizás sea
necesario hacer un balance más equilibrado, alejándose tanto de la perspectiva
eurocéntrica como de la adhesión al etnocentrismo.
A la vez, se ha enquistado entre las mitologías del imperialismo europeo y el
nacionalismo colonial, la idea de que el cambio era una innovación introducida
por el dominio colonial en las llamadas sociedades tradicionales. Para unos, las
medidas aplicadas a los pueblos coloniales significaban progreso; para otros,
tales medidas supusieron una irrupción violenta y desorganizadora que destruyó
el idílico mundo de los pueblos coloniales, creando confusión, inestabilidad e
incertidumbre entre sus pobladores. Ambos olvidan que las sociedades sobre las
que se impuso el colonialismo estaban lejos de ser sociedades estáticas, y que las
reacciones de estas sociedades ante las innovaciones occidentales fueron muy
variadas, no únicamente de rechazo o aceptación, sino también de modificación,
incluso se produjeron reacciones diferentes en los distintos niveles sociales.
Sería necesario considerar -lo cual no es posible en esta síntesis-las variaciones
de un sistema colonial a otro, por lo que trazaremos una visión general que
adolecerá del análisis particular de las diversas prácticas coloniales.

3.1. IMPACTO POLITICO


El dominio extranjero transformó y simplificó el mapa político de África. La
nueva organización geopolítica dio lugar a la aparición de nuevos Estados
modernos, sustituyendo a los cientos de clanes y grupos de linaje, reinos e
imperios sin frontera claramente definida, lo que creó más problemas que los
que resolvió, por la artificialidad de los nuevos Estados.
Por una parte, algunas de estas fronteras atraviesan grupos étnicos
preexistentes, Estados y reinos, lo que ha provocado una ruptura y
desplazamientos sociales muy extendidos; de otra, la naturaleza arbitraria de
estas fronteras es la causa de que cada Estado-nación africano esté constituido
por una mezcla de pueblos con diferentes culturas, tradiciones de origen y
lenguaje, lo que crea problemas en la construcción de una nación. Ni las
reivindicaciones de unidad étnica, ni las de integridad territorial, fueron siempre
respetadas. Como resultado, pueblos muy relacionados de antiguo, y a veces
unidos políticamente, se encontraron en lados opuestos de las fronteras
acordadas.
Otra de las instituciones más novedosas introducidas por los gobiernos
coloniales fue la creación de un ejército regular en zonas donde la mayoría de los
Estados no tenían ejércitos permanentes, y en la mayoría de los casos no existía
una dicotomía entre civiles y soldados. En los Estados africanos independientes,
estos ejércitos no fueron dispersados, sino asumidos por los nuevos gobernantes
africanos, resultando ser el más conflictivo producto del colonialismo.
El sistema colonial introdujo una estructura administrativa y burocrática extraña
a los sistemas políticos preexistentes, y creó nuevas instituciones que se han
conservado desde la independencia.
La introducción de instituciones judiciales europeas se llevó a cabo,
habitualmente, prestando atención al Derecho consuetudinario allí donde existía;
pero los efectos fueron modificadores, pues el concepto básico del Derecho
europeo difería de algunos sistemas preexistentes, ya que estaba encaminado
hacia el castigo del culpable y no ala reparación del agraviado. En prácticamente
todos los Estados independientes, excepto en los musulmanes, las altas cortes
judiciales introducidas por los gobiernos coloniales han sido conservadas. La
importancia de este legado varía de un sistema colonial a otro.
Pero más penetrantes que los sistemas judiciales fueron los fiscales,
especialmente los impuestos personales. Esencialmente diseñados como uno de
los medios por los que hacer el esfuerzo colonial financieramente autosuficiente,
fueron regulados como no lo fue ninguna otra institución colonial, y de todos los
dispositivos coloniales el tributario f¡le el que más alentó el desarrollo
burocrático. El trabajo obligatorio directo declinó desde principios del siglo xx
debido a la creciente preocupación por la opinión internacional; pero estas
prácticas, aunque modificadas, permanecieron como parte integral del dominio
colonial hasta la Segunda Guerra Mundial, si bien las formas más opresivas de
regulación de mano de obra fueron las encontradas en el Africa sudoccidental
alemana y en la Unión Sudafricana.
En el período de entreguerras se evidencia el desplazamiento del control militar
al burocrático, mientras que la fuerza directa tendía a ser reemplazada por la
persuasión administrativa. El sistema colonial estableció el marco administrativo
general en el que el gobierno nacional sería albergado en la primera década de
la independencia, a la vez que la conquista militar y el establecimiento de la
Administración colonial desafiaron y vencieron no sólo a los antiguos señores
políticos y militares, sino también a los monopolizadores de los poderes mágicos,
que también estaban implicados en el movimiento de resistencia. Esta incipiente
regulación de la actividad política fue el aspecto principal de modernización que
introdujeron los europeos.
Así, los Estados existentes, excepto Liberia y, hasta 1935, Etiopía, perdieron la
mayor parte de su soberanía, y con ella el derecho a participar en los asuntos de
la comunidad internacional, excepto indirectamente a través de sus nuevos
amos; incluso el derecho a relacionarse con sus vecinos fue limitado si dichos
vecinos se encontraban al otro lado de la frontera. Con tal pérdida, los
colonizados se vieron privados también del derecho a modelar su propio destino;
en definitiva, se les privó del derecho a la libertad. El colonialismo les aisló de las
novedades tecnológicas que estaban ocurriendo, al ser mantenidos en una
situación de dependencia.
Otro efecto fue la aparición de un sentimiento de inferioridad en muchos de los
colonizados, una tendencia a perder confianza en sí mismos y en su futuro, y un
estado mental que producía, a veces, la imitación acrítica de lo europeo. Y, como
reacción, el nacimiento no sólo de un nuevo tipo de nacionalismo, sino también
del panafricanismo. El primero alentó un sentimiento de identidad y de
conciencia entre las diversas clases y grupos étnicos que vivían en cada uno de
los nuevos Estados, mientras que el panafricanismo se define como un
sentimiento de identidad del africano de todo el mundo. Sin embargo, el
nacionalismo africano no nació de un sentimiento positivo de identidad o de un
compromiso de lealtad con el nuevo Estado, sino de un sentimiento negativo
generado por un sentido de frustración y humillación causado por algunas de las
medidas discriminatorias y explotadoras introducidas por el imperialismo. Con el
derrumbe de éste, ese sentimiento perdió su fuerza, y el problema con que se
encontraron los gobernantes de los Estados africanos independientes residió en
reemplazar esta respuesta negativa por una positiva y por un sentimiento
nacionalista duradero.

3.2. IMPACTO ECONÓMICO


Los efectos del colonialismo sobre el sector primario de la economía fueron
significativos: hicieron posible el desarrollo o explotación de los ricos recursos
naturales; se explotaron a fondo el potencial mineral y la industria minera,
mientras que se difundió el cultivo de cosechas de fácil salida, y esencialmente
de productos agrícolas comercializables (cacao, café, tabaco, algodón, té, caña y
caucho), descuidando la producción de alimentos para el propio consumo, por lo
que se vieron obligados a importar productos alimenticios a altos precios.
Estos cambios económicos fundamentales que se produjeron entre 1890 y 1914
tuvieron consecuencias de largo alcance: la comercialización de tierras. y esto
significó poner en cultivo una mayor extensión de tierras, y un aumento del
poder adquisitivo, y con él un aumento de su demanda de bienes de consumo.
Pero también condujo a la venta ilegal de tierras comunales que fue acompañada
por la extensión de la pobreza. Pero no se hizo ningún esfuerzo por diversificar la
economía agrícola de las colonias, y aún en 1935 el monocultivo se había
convertido en norma y, tras las independencias, muchos Estados siguieron atados
a economías de monocultivo.
Por otra parte, no sólo se descuidó deliberadamente la industrialización, sino que
se destruyó la industria artesanal, y si estas manufacturas hubieran sido
promovidas las colonias no sólo podrían haber aumentado su producción, sino
mejorado su tecnología. A la vez que el establecimiento de una infraestructura
de comunicaciones tuvo como objetivo la explotación y exportación de los
recursos, y facilitar la importación de productos metropolitanos. Sin embargo,
aunque no tuvieron como objetivo promover el desarrollo económico, facilitaron
el movimiento no sólo de mercancías, sino de personas, lo que ayudó a minimizar
en algunos casos el regionalismo y el etnocentrismo; y en otros, sobre todo en los
primeros años, a exacerbarlos, como en el caso de la India o China.
La introducción de la economía monetaria conllevó un nuevo patrón de riqueza y
la gente se comprometió con actividades económicas no sólo de subsistencia,
sino lucrativas. La introducción de la moneda, de la actividad bancaria y de los
oligopolios, produjo la integración de las colonias en la economía del mundo
capitalista; de tal forma que, en 1935, sus economías estaban inextricablemente
atadas a la economía capitalista.
El impacto del colonialismo en el ámbito económico creó problemas de desarrollo
-al impedir que se produjera un desarrollo endógeno y propiciar un crecimiento
sin desarrollo-con los que se enfrentan hoy muchos de los países colonizados. El
impacto económico del colonialismo fue el más pernicioso.

3.3. IMPACTO SOCIAL


El asentamiento de la economía comercial, de la red de transportes para la
distribución de alimentos, y la introducción de medidas sanitarias para atajar las
enfermedades epidémicas, provocó un despegue demográfico espectacular pero,
a pesar de todo, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, el nivel sanitario
continuaba siendo deplorable. Hasta el período de entreguerras no se había
pensado que una política sanitaria podría ser el mejor antídoto contra la pereza y
la escasa productividad indígena, de la que se lamentaban los colonos. A la vez
que las transformaciones económicas revitalizaron la urbanización, ampliando la
brecha que separaba al mundo rural del urbano por el aumento de posibilidades
económicas, de empleo, etc., que presentaba el mundo urbano. El colonialismo
añadió a la estructura social preexistente del continente, al menos, una capa de
dirigentes y gobernantes, y en la mayoría de las colonias los europeos tenían el
monopolio del poder político, económico y educativo. En esta situación, los
colonizados, al margen del nivel de educación que tuviesen, resultaron los menos
favorecidos, negándoles la igualdad de derechos y oportunidades que los
europeos en el servicio colonial.
El dominio extranjero produjo cambios en la estructura social, dando mayor
importancia al talento individual que al nacimiento, y proporcionando vías de
progreso que escapaban al control de quienes tradicionalmente manejaban la
estructura social y las instituciones. La propia revolución económica que se
había producido tanto con la introducción de la propiedad privada (en sociedades
basadas consuetudinariamente en la propiedad agrícola colectiva) como con la
consiguiente comercialización de la economía, hizo surgir un nuevo grupo social
de jornaleros y asalariados.
Pero fue sobre todo la difusión de la educación occidental la que tuvo
consecuencias sociales de más largo alcance: en principio, un aumento en el
número de integrantes de las élites occidentalizadas, que constituirán
posteriormente la oligarquía y la burocracia de los Estados independientes.
Tanto la nueva élite como el proletariado urbano fueron importantes agentes de
cambio en la sociedad colonial. Esta educación dio alas élites acceso al
pensamiento científico y social del mundo occidental. La enseñanza se propuso
sólo dotar de una instrucción embrionaria a los auxiliares de la colonización y
temía, sobre todo, sembrar ideas subversivas. En 1939, la instrucción concernía
a una ínfima minoría.
Pero no todos los pertenecientes ala nueva élite debían su estatus a la educación,
ni todas las personas educadas alcanzaban posiciones homogéneas; algunos
entraron en ellas porque habían hecho dinero con la agricultura o los negocios.
La amplia variedad de su cualificación y antecedentes hace muy difícil señalar
con precisión quiénes componían esta nueva élite. No obstante, lo que se
proporcionó en el campo educativo fue inadecuado, desigual y mal orientado,
pues los contenidos eran determinados por los gobernantes y solían ser copia de
los programas metropolitanos, lo que resultaba irrelevante para las necesidades
de los colonizados.
El intento de limitar la calidad y el alcance de la educación se originó por miedo
a que ésta, y las ideas políticas y sociales europeas, resultasen destructivas para
el colonialismo, como sistema de relaciones. El objetivo era evitar el ejemplo de
la India, donde la difusión de una educación liberal había sido un factor de gran
importancia para la expansión de una política anticolonial y nacionalista.
La educación técnica y universitaria no se introdujo hasta finales de la época
colonial. El impacto de tal educación ha sido triple: dejó a las colonias con un
grave problema de analfabetismo; la élite que se formó fue una élite que adoraba
la cultura europea y tardó tiempo en apreciar la propia; el descuido de la
enseñanza técnica y superior obligó a los más pudientes a tener que salir a
estudiar a las metrópolis o a Estados Unidos, y fueron ellos quienes, en parte,
por sus experiencias de discriminación y su mejor apreciación de la naturaleza
perniciosa del sistema colonial, se convirtieron en los críticos más duros del
sistema y en los líderes de los movimientos nacionalistas o anticoloniales.
En los casos en que se impuso la lengua metropolitana como lengua franca,
convertida en el idioma oficial y comercial y, en muchos casos, en el medio
principal de comunicación entre los numerosos grupos lingüísticos que
constituían la población de cada colonia, impidió el desarrollo de algunas
lenguas indígenas, lo que se ha convertido en un tema extremadamente delicado.
En otros casos, como en Indonesia, donde los holandeses adoptaron el malayo de
bazar como lengua oficial, para mantener su prestigio y el sentimiento de
inferioridad de los indonesios, prohibiéndoles hablar su misma lengua, sirvió
como arma contra la dominación holandesa, haciendo de él una lengua social que
contribuyó, con el Islam, a romper los particularismos locales. El impacto más
pernicioso, sobre todo para el mundo africano, fue la extensión y aceptación por
parte de Occidente del concepto de «pueblos sin cultura», producto de la
arrogancia, prepotencia e ignorancia del colonizador. El colonialismo marca una
clara línea divisoria en la historia de Asia y África y su desarrollo posterior, y, por
tanto, su historia estará muy influenciada por el impacto colonial. En el período
de entreguerras no sólo el imperialismo europeo quedó sólidamente asentado y
se intensificaron todos sus efectos, sino que fue una fase de resistencia y
preparación, de toma de conciencia individual y colectiva.
4. FACTORES QUE FAVORECIERON LA EXPRESIÓN DEL NACIONALISMO
El nacionalismo y las reacciones nacionalistas durante 1919-1935 estuvieron
determinadas por una serie de factores que favorecieron el nacimiento de una
vida política de estilo moderno, en directa relación con el impacto producido por
la Primera Guerra Mundial, al que ya hemos hecho referencia, y que condujeron
ala formación y desarrollo de un naciente nacionalismo que pronto llegó a su
formulación política: 1) la entrada en la escena social de grupos profesionales e
instruidos, formados al estilo europeo, así como los primeros intelectuales
formados en Europa, Estados Unidos o Japón, y capacitados para ser portavoces
de sus pueblos; 2) el reclutamiento obligatorio entre las poblaciones sometidas
levantó una ola de indignación, ala vez que el retorna, al final del conflicto
mundial, de los excombatientes, portadores de nuevas ideas y poco dispuestos a
seguir siendo tratados según las normas impuestas por los colonizadores; 3) la
concentración de trabajadores asalariados en los puertos, y otros lugares de
trabajo, creaba las condiciones propicias para la aparición de las primeras
manifestaciones del movimiento obrero. Finalmente, los padecimientos de la
guerra crearon la esperanza y la necesidad de un cambio.
La consolidación del sistema colonial durante este período hizo más evidente su
autoritarismo. Fue en este tiempo cuando la alianza entre los gobernantes
tradicionales y los dueños coloniales se vio fortalecida, eliminando de modo
virtual a la nueva élite ilustrada, a los grupos profesionales ya grupos
recientemente enriquecidos, de la participación en la Administración de sus
propios países. Esta circunstancia se hizo más explosiva en este período por el
sustancial incremento del tamaño de estas otras clases que competían con las
élites tradicionales. Pero un factor aún más importante fueron las condiciones
económicas del período de entreguerras. La recesión económica de la inmediata
posguerra, y los efectos de la crisis mundial de 1929, originaron nuevas
agitaciones por parte de los diversos grupos sociales.
Las diferencias ideológicas oficiales defendidas por las potencias coloniales
fueron otro factor determinante. Por eso, entre los nacionalistas bajo dominio
francés, donde la posibilidad de acabar con el colonialismo mediante una política
de asimilación -a través del logro de .la ciudadanía francesa para los individuos,
con plenos derechos y responsabilidades-, la tendencia era a continuar
presionando para la extensión, en alcance y territorialmente, de la aplicación de
esta política. Los nacionalistas de territorios británicos, con la esperanza de una
independencia futura como países soberanos, aunque como miembros de la
Commonwealth, estaban implicados en las reformas y la participación que les
prepararían para la independencia. La diferencia no estaba en el objetivo -la
libertad en ambos casos-, sino en el método.
El factor de los colonos está relacionado con la ideología como factor. Los
intereses de los colonos colisionaron con los de los colonizados, y usaron su
influencia ante la Administración colonial para obstaculizar y deteriorar el
desarrollo entre los colonizados. Este factor explica las diferencias de tono e
intensidad en la expresión del nacionalismo en Argelia, dirigida por colonos, y
otros territorios franceses que no tenían el mismo problema. Lo peculiar de las
experiencias de estos territorios provino de la firme determinación de los colonos
de perpetuar la subyugación de la población indígena practicando el
«ultracolonialismo».
Los nacionalistas fueron ayudados en la persecución de sus objetivos por ciertos
acontecimientos del escenario internacional. Entre ellos el impacto de la Primera
Guerra Mundial y la Declaración de la Liga de Naciones. fa introducción de la
idea de responsabilidad ante la comunidad internacional, respecto a los
territorios bajo soberanía, sirvió como fuente de estímulo para algunos
nacionalistas.
En el plano político, diversos movimientos ideológicos internacionales como la
leninista y antiimperialista Internacional Comunista (Komintern) y otros
movimientos socialistas, así como la marcha hacia la independencia en otros
continentes del mundo, fueron también un incentivo para los nacionalistas. Un
congreso internacional, que se reunió bajo los auspicios de la Komintern en
Bruselas, en 1927, suscitó la formación de la liga contra el imperialismo, y al que
asistieron comunistas, intelectuales socialistas radicales y representantes de los
movimientos nacionales de los territorios coloniales. Hubo también movimientos
que se ocupaban de la protección de los derechos del hombre y organismos
ciudadanos contra la esclavitud, que actuaban en Europa y varias colonias de
Africa. Algunos movimientos aparecidos en América, como la Asociación
Universal Negra para el Progreso, de Marcus Garvey, fundada en 1917,
ejercieron influencia en varias colonias de Africa.
Otro factor de fondo, para el nacionalismo africano, fue el lanzamiento del
movimiento panafricanista y, en particular, las actividades del doctor w. E.
Burghardt Du Bois (1868-1963) y Marcus Garvey (1887-1940), especialmente en
la década de los veinte, aunque los varios congresos panafricanistas organizados
por Du Bois -en París en 1919, en Londres, Bruselas y París en 1921, en Londres
y Lisboa en 1922 y en Nueva York en 1927-, no sólo internacionalizaron las
actividades y la lucha nacionalista contra el colonialismo en el Africa en general
y en el Africa occidental en particular, sino que también vigorizaron la conciencia
de los negros de todo el mundo acerca de su frágil condición de raza oprimida y
sojuzgada.
Finalmente se puede mencionar la guerra italo-abisinia que empezó en 1935 y la
consecuente ocupación italiana de Etiopía, como un importante acontecimiento
internacional que hizo aumentar el sentimiento de desapego por parte de los
colonizados respecto a los regímenes coloniales. El tono de la invasión italiana y
del fascismo y el nazismo, fortaleció la naturaleza racista del imperialismo
europeo. Los que habían puesto esperanzas en la Liga de Naciones se sentían
totalmente defraudados. El deseo de proteger el orgullo herido de los africanos
explica el resurgimiento de ideas panafricanas y de ideologías como la
«negritud» en esta época. Igualmente importantes fueron las organizaciones
internacionales en defensa de la independencia de Etiopía, un país que
simbolizaba la esperanza del africano en una eventual independencia.
La agresiva política expansionista de Japón en el Pacífico oriental, a mediados de
la década de los treinta, reavivó e hizo cambiar de estrategia a los movimientos
nacionalistas del Asia oriental.
Frente a todas estas fuerzas que trabajaban por la elevación del estatus social y
político de los grupos colonizados y oprimidos, se produjo también un aumento
de influencia de las doctrinas políticas no liberales y reaccionarias que
predicaban la rivalidad de las razas y que fueron institucionalizadas en los
regímenes fascista y nazi en Europa y en autocracias represivas en las colonias,
sobre todo las italianas. En general, los capitalistas industriales y comerciales
europeos siguieron considerando las colonias como un patrimonio a conservar a
toda costa.

5. CARACTERÍSTICAS DEL NACIONALISMO AFRICANO


Es necesario entender la naturaleza del nacionalismo africano, por lo que hay
que señalar la diferencia existente entre la manifestación del nacionalismo en
Europa desde el siglo XIX y la del Africa colonizada en el período comprendido
entre las dos guerras mundiales. El nacionalismo europeo ha sido la expresión
del deseo de comunidades que aceptaban el hecho de poseer identidades
culturales comunes, junto con un pasado histórico común, de tener una
existencia independiente y soberana en organizaciones políticas (Estados)
propias. El esfuerzo se realizó para asegurar una coincidencia entre la nación
cultural y la organización de su vida política como Estado (Grecia, Italia y
Alemania), y cuyo resultado fue, en todos los casos, la creación de un Estado
nacional.
En Africa, las aspiraciones de los Estados y grupos que lucharon contra los
constructores europeos de Imperios, intentando evitar el establecimiento del
sistema colonial hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial eran,
básicamente, las mismas que inspiraron los movimientos nacionalistas en
Europa.
La mayoría de las colonias creadas estaban formadas por varios grupos
nacionales, cultural e históricamente distintos para los que, en su mayor parte, el
hecho del sometimiento aun gobernante extranjero común era la base principal
para la unidad. La situación colonial representaba para todos un nuevo marco en
el que tenían que forjar nuevas identidades frente al dominio extranjero. En tal
situación, las fronteras coloniales, que en casi todos los casos incorporaban
muchas culturas nacionales bajo una misma Administración imperial, fueron
aceptadas como un hecho.
Las unidades administrativas coloniales representaron, casi siempre, las
definiciones territoriales de lo que los africanos empezaban a ver como proto-
Estados, en torno a los cuales pretendían desarrollar en sus pueblos un
sentimiento de pertenencia común. Las orientaciones de las élites dirigentes
africanas se configuraban, en parte, por la forma de la Administración colonial.
Cuando las Administraciones eran regionales en estructura y funcionamiento,
como en el caso de las federaciones coloniales, los líderes africanos tendían a
adoptar una perspectiva regional. Por eso, los defensores del nacionalismo
africano en el período de entreguerras han sido considerados primariamente
panafricanistas, más que nacionalistas en el sentido europeo.
El hecho fue que el nacionalismo estaba tomando un rumbo contrario al que
tomó el mismo fenómeno en Europa. Al contrario de lo que ocurría en Europa, el
Estado estaba creado antes que las culturas, que harían de él una comunidad
política con sentido, estuvieran unidas.
Los nacionalistas africanos son considerados «modernistas» como resultado de
una reflexión sobre el hecho de que actuaban en el seno de un marco definido
exteriormente, que imponía sistemas extranjeros de valores, normas y
definiciones de desarrollos políticos y sociales que tenían que aceptar como una
condición para el éxito.

6. MANIFESTACIONES NACIONALISTAS AFRICANAS


La agitación política existió hasta la Segunda Guerra Mundial protagonizada por
numerosos movimientos y ligas de jóvenes, haciendo su aparición algunos
sindicatos de trabajadores que contarán entre sus cuadros con militantes
comunistas, contándose entre los dirigentes de los diversos movimientos los
futuros responsables del Africa independiente. La expresión del nacionalismo era
diferente en cada sitio, incluso en territorios sometidos a la misma potencia
colonial. La explicación reside, en parte, en el hecho de que los territorios
coloniales fueron adquiridos de diferentes maneras y en diferentes momentos
por lo que tenían diferentes experiencias del colonialismo durante espacios de
tiempo distintos.
La política colonial se dividió en dos opciones principales: la dominación directa
y el gobierno indirecto. Aunque las tesis pueden ser divergentes, los resultados
sobre el terreno tuvieron, en conjunto, al menos hasta la Segunda Guerra
Mundial, una evolución sensiblemente paralela. Directa o indirecta, respetuosa o
no con las tradiciones locales, la dominación colonial desnaturalizó, en todas
partes y en profundidad, las estructuras políticas.
Las únicas diferencias tangibles entre el indirect rule y la assimilation no fueron
ni económicas ni políticas, sino culturales: el imperialismo cultural francés se
oponía a la consigna británica de respetar la integridad de los valores
tradicionales. Por ello, los francófonos se sintieron amenazados en lo íntimo de
su ser y reaccionaron con un movimiento de nacionalismo cultural nacido de la
voluntad de oponer al universalismo francés, una identidad con pretensiones
igualmente universales: la negritud. y como los anglófonos no sufrieron la misma
alteración, acogieron la corriente con enorme escepticismo. Una base común
para la expresión del nacionalismo africano fueron los diferentes tipos de
movimientos culturales. Se ha señalado la elasticidad y la continua relevancia de
las culturas e instituciones africanas en todo el continente para los colonizados.
Incluso, las más occidental izadas de las élites educadas africanas, se daban
cuenta del hecho de que eran fundamentalmente africanas, con independencia
de su grado de aculturación.

6.1. MOVIMIENTOS SOCIORRELIGIOSOS


La mayor parte de los movimientos juveniles eran conscientes de la importancia
crucial de su cultura para la preservación de su propia identidad a pesar de la
influencia europea mediante el sistema escolar. Importancia especial de los
movimientos de restauración cultural es que fueron, en parte, un esfuerzo de
reafirmación y preservación de la propia identidad, en primer lugar como
africanos, y, en segundo lugar, como miembros de culturas nacionales
particulares. El pan arabismo y el panislamismo fueron quizás los ejemplos más
notables, pero también fueron trascendentes los movimientos llamados
«nativistas» y «religiosos».
En este contexto es como se debería intentar entender el papel de los
movimientos sociorreligiosos tradicionalistas o «nativistas» de nuestro período.
Especialmente relevantes fueron los movimientos mesiánicos, que expresaban
ideologías indígenas, así como los que reflejaban ideologías islámicas y
cristianas.
Eran movimientos de carácter emancipativo, y manifestaban lo que constituye
esencialmente un fenómeno universal en las situaciones en que las comunidades
tenían que expresar su insatisfacción con sus condiciones de vida y su deseo de
regeneración. Representaban una ideología contraria al colonialismo, en cuanto
que éste suponía una negación de la cultura indígena. Los ejemplos principales
de este tipo de movimientos fueron el «etiopismo» de Sud áfrica y el Africa
oriental, y el movimiento acaudillado por predicadores del milenio en el Africa
meridional y central, sobre todo el Kitawala, con muchos seguidores en las dos
Rhodesias, extendiéndose hacia el Congo (Zaire) y Nyasaland (hoy Malawi), el
movimiento «kimbanguista», con adeptos en el Congo belga y francés, etc.
Algunos de estos movimientos estaban inspirados por una aceptación del
cristianismo, pero se sentían desencantados por la manera de entender la
religión de la Iglesia organizada de las sociedades coloniales. Los nacionalistas
africanos q).le se preocupaban por proteger a los africanos contra la opresión
colonial encontraron ala Iglesia indiferente, en el mejor de los casos. Como los
movimientos reformados de Europa y otras partes, las iglesias y los movimientos
fundados por los nacionalistas africanos pretendieron aplicar las ideologías
cristianas como las ideas de fraternidad humana y unidad esencial de los
creyentes, sin distinciones de raza y color, para terminar con la discriminación y
la opresión. Era evidente, por los métodos que adoptaban, que lo espiritual
estaba estrechamente vinculado con la situación social y material. Mientras la
religión siguió siendo, necesariamente, el medio de expresión de las aspiraciones
africanas, las acciones concretas que se realizaron incluían conflictos laborales y
rechazo del pago de impuestos.
El Islam hizo también de contrapeso de la ideología colonial, además de servir
como ámbito de expresión para el mesianismo. El islamismo se extendió entre los
pueblos árabes y musulmanes, expresando a través de las distintas tendencias de
renovación y actualización, como son los representados por la Universidad de El
Cairo, que intentan asimilar aspectos occidentales con los principios del Islam,
como los experimentados en la Turquía de K. Atarturk y después en Túnez,
quedando para más adelante los intentos de ensamblar islamismo y socialismo.
El panislamismo, aspecto religioso del panarabismo cultural, jugó también un
papel de primera importancia en la política nacionalista y colonial de Egipto, el
Magreb, y el norte del Sudán anglo-egipcio, y entre los pueblos islámicos de
Asia. Las autoridades coloniales encontraban en los movimientos islámicos una
amenaza constante para la seguridad de su sistema. Estos movimientos islámicos
produjeron fuertes vínculos entre los adeptos que se encontraban bajo diferentes
regímenes coloniales. Desde la Primera Guerra Mundial, la ideología panislámica
se difundió desde Turquía como un hecho preocupante para las autoridades
coloniales de muchas partes de Africa. y desde 1926 celebra diversas
conferencias en las que predominan los asuntos culturales y religiosos sobre los
políticos.

6.2. EL PANAFRICANISMO
Los términos «panafricano» y «panafricanismo» aparecen en 1900 en el seno de
una conferencia reunida en Londres, y fueron lanzados, probablemente, por el
intelectual afroamericano William E. Burghardt Du Bois (1868-1963), que tres
años antes había propuesto la expresión de «pan-negrismo» para designar una
corriente de pensamiento y un movimiento en gestación en el que él era uno de
los principales animadores. El movimiento panafricano, que no ha dejado de
ampliarse desde entonces, ha conocido dos momentos importantes: desde 1900
hasta los años veinte, y de 1945 a 1963, alternando con períodos de declive y
desilusión.
Durante algún tiempo se presentó el panafricanismo como un sueño, surgido en
el espíritu de algunos afroamericanos, no exento de racismo e impotente para
convertirse en una práctica coherente y eficaz. Si hasta la Segunda Guerra
Mundial los principales protagonistas del movimiento, Silvester Williams, Du
Bois y Marcus Garvey, fueron negros de la diáspora, se ha podido demostrar que
existía un potente «triángulo panafricano», apoyado sobre los americanos
negros, África del Sur y la costa de África occidental, desde Sierra Leona a
Nigeria.
Antes de las desviaciones que le hizo sufrir Nkrumah, el panafricanismo se
referirá no tanto al continente africano, sino a la raza negra. La primera
«Asociación africana» se confiere desde 1897 la misión de defender la «raza
africana de todas las partes del mundo», y esta orientación se va a mantener
durante mucho tiempo. Si el movimiento panafricano ignora durante mucho
tiempo el África árabo-musulmán, no vacila en unir sus fuerzas a las
organizaciones asiáticas, americanas o europeas, cuyos objetivos le parecían
próximos a los suyos. En Gran Bretaña en particular, que abriga la mayor parte
de las conferencias de asociaciones panafricanas, se esforzarán por apoyarse en
las organizaciones humanitarias y en los partidos progresistas; después de haber
intentado que el partido liberal aceptase su programa, se aproximarán al partido
laborista. Este programa traducía las aspiraciones de la pequeña burguesía
intelectual y administrativa que abastecen los cuadros y la mayoría de los
militantes del movimiento panafricano. Antes de la Primera Guerra Mundial, se
toca raramente el problema de la independencia. Las reivindicaciones giraban
esencialmente sobre dos cuestiones de interés inmediato y práctico, tales como
la lucha contra la discriminación racial, la mejora de las condiciones materiales,
morales e intelectuales de las poblaciones negras sometidas al dominio colonial.
La Primera Guerra Mundial da al panafricanismo un contenido político más
militante, los adeptos del panafricanismo giran sobre el principio del derecho de
los pueblos a disponer de ellos mismos, de acuerdo con los principios de W.
Wilson; los primeros planes serios aparecerán también en esta época. Mientras
Du Bois mantenía las orientaciones precedentes, calificadas de «pequeño
burguesas» por sus adversarios, aparecían dos corrientes nuevas. Una, de
inspiración mesiánica, animada por el jamaicano Marcus Garvey, que
preconizaba el regreso a la «madre patria» africana. La otra, de tendencia
radical, que había recibido una fuerte influencia del marxismo y del comunismo y
estaba representada por George Padmore, abogado originario de Trinidad y
formado en Estados Unidos, llegó a ser al comienzo de los años treinta un
dignatario de las organizaciones antiimperialistas ligadas a la III Internacional e
iba a ejercer entre 1935 y 1958 una influencia considerable sobre los africanos
anglófonos. Sin embargo, la corriente dominante permaneció reformista y
moderada.
Dirigido por los intelectuales, el movimiento panatricano quiso actuar como un
grupo de presión, ante los gobernantes, y multiplica sus peticiones, pero los
efectos fueron muy limitados. En los años treinta, la agresión de Etiopía por
Italia provoca numerosos movimientos de protesta en los medios panafricanos.
El antecesor del panafricanismo, W. E. Burghart Du Bois, era un intelectual
negro americano. En 1908 creó la Asociación Nacional para el Avance del Pueblo
de Color, luchando contra el particularismo de los negros americanos con la
referencia ampliada al panafricanismo. Fue el iniciador de los primeros
congresos panafricanos. Con otro estilo, el jamaicano Marcus Garvey, fundador y
líder de la Asociación para la Mejora Universal de los Negros; con su
llamamiento general al orgullo negro concentró la atención hacia Africa de
millones de negros americanos y galvanizó a las masas negras creando en ellas,
por primera vez, un sentimiento de solidaridad ligado a la conciencia mesiánica
de su origen; y, finalmente, el haitiano Price-Mars dio al movimiento sus bases
literarias al publicar, en 1928, un ensayo etnográfico revolucionario, Fue por ello
el inspirador de Aimé Césaire y de Leopold Senghor, que lanzaron la noción de
«negritud» en 1933-1935, sostenida, a partir de 1947, por el grupo de Présence
Africaine, que difundió la ideología publicando varias obras de síntesis y de
combate destinadas a encarnar el «alma africana».
Mientras Garvey y Du Bois agitaban políticamente al mundo negro, durante las
tres primeras décadas del siglo xx, se estaba desarrollando un florecimiento
cultural de orientación africana de gran influencia. La reafirmación de la cultura
negra se asentó especialmente en Europa, el Caribe y Africa occidental, y estaba
dirigida por africanos de habla francesa y estudiantes caribeños que se
encontraban en París y que fueron captados para el movimiento al Congreso
Panafricano. Tras la Segunda Guerra Mundial tomó forma el panafricanismo
político y anticolonialista, impulsado por el antillano George Padmore, consejero
de N'Krumah, que lo define como la «aspiración a realizar el gobierno por
africanos para los africanos, respetando a las minorías raciales y religiosas que
deseen vivir en Africa con la mayoría negra». El panafricanismo tiene una
primera etapa entre 1919 y 1937, que corresponde a su fundación y orígenes, y
en el que celebra sus cuatro primeros congresos.
Los lazos entre africanos y negros americanos entre 1880-1935 consistieron en
diferentes actividades, entre las que se dio un paso bajo la forma de una
corriente de estudiantes africanos que se matriculaban en escuelas y
universidades negras americanas; y una gran variedad de actividades
panafricanas (conferencias, actividades . educativas, literarias y comerciales)
que ponían a los africanos en contacto con el mundo negro de las Américas y que
ayudaron a influir en los acontecimientos del Africa colonial; ya la persistencia y
transformación de los valores culturales africanos en Latinoamérica. A partir de
la Segunda Guerra Mundial, el panafricanismo vendrá encarnado por el
«n'krumahismo».

6.3 . LA NEGRITUD
La noción de negritud fue lanzada por Price Mars, Aimé Césaire y Senghor en
1933-1935. Esta élite intelectual, en busca de su identidad, trascendió sus
aspiraciones bajo una forma literaria: la revista L'Étudiant Noir, que apareció en
París en 1934, y sostenida a partir de 1947 por el grupo de Présence Africaine.
Pero el debate sobre la «personalidad africana» tiene su orígenes varios decenios
antes, y parece que fue aplicada por primera vez en 1902, bajo el lema «Africa
en lucha por una personalidad propia». En principio, sus principales animadores
fueron los pastores protestantes y los intelectuales que habían sido muy influidos
por el renacimiento afroamericano.
La reflexión cristaliza alrededor de temas como la revalorización del pasado
africano y la exaltación de los valores africanos de civilización. Fue en el período
de entreguerras cuando las colonias francesas aportarán su contribución al
debate sobre la personalidad africana. Su aporte fue sensiblemente diferente del
de los anglófonos. Los teóricos de esta nueva corriente vivían todos en el
extranjero, alejados de sus países. Nacida en estas condiciones, la doctrina de la
«negritud» fue más elitista que la de la personalidad africana. Pero fue más
dinámica, en la medida en que contestaba al régimen colonial francés, donde la
asimilación de los africanos implicaba un abandono de sus valores. Fue, por
tanto, una respuesta al sistema de asimilación.
Las diferentes definiciones que hacen de ella sus propios creadores están
fundadas sobre los criterios de raza y reproducían las imágenes de Africa
forjadas por ciertas escuelas etnológicas europeas, por lo que no han hecho más
que provocar la suspicacia, cuando no la hostilidad del resto de Africa. Sus
fervientes adeptos reunidos alrededor de la revista Présence Africaíne, han
animado debates y reflexiones de alto nivel, y manifestaciones de prestigio como
los congresos de escritores y artistas negros (París, 1956, y Roma, 1959), que
han permitido dar a conocer los numerosos esfuerzos de creación de los artistas
del continente africano. La negritud fue, en sus tiempos, la traducción literaria
del panafricanismo. Bajo su forma cultural, ambos movimientos son, por otra
parte, de origen extra africano.
A falta de base social, el nacionalismo africano ha tomado, a menudo, formas
culturales. Ya vimos cómo el concepto de «negritud» había nacido en Africa
occidental de la política asimilacionista francesa, que subordinaba la integración
de los africanos ala renuncia de los valores ancestrales y los reconocía como
ciudadanos de pleno derecho sólo en la medida en que hacían suya la mentalidad
occidental. De aquí viene esta corriente que apunta a la búsqueda ya la
reconquista de la dignidad y de la autenticidad del hombre negro yugulado por el
colonialismo.
Primero se manifiesta en el plano literario como una reacción a cualquier valor
impuesto y, por ello, alienante, siendo una de las reivindicaciones características
de los escritores negros el poder doblegar la lengua francesa a los deseos ya la
voluntad de su inspiración. En su tiempo, el movimiento jugó un papel nada
despreciable ya que expresó, según Franz Fanon, una forma transitoria de la
combatividad. El movimiento reveló también la contradicción vivida por esta élite
aculturada, admirablemente encarnada en el poeta-presidente Senghor, cuyo
reflejo de negritud se encuentra, de hecho, paradójicamente reivindicado por los
más asimilados de los «negros blancos». De aquí viene la desviación
contemporánea de la doctrina senegalesa: en nombre de una francofilia
exacerbada, la negritud afirmada como la expresión privilegiada de la
francofonía africana, ha sido erigida, por la burguesía occidentalizada en el
poder, en sistema de gobierno. Esto implica una subordinación económica
incondicional respecto a la antigua metrópoli, al precio de frenar una
senegalización de los cuadros que correría el riesgo de desembocar en una
auténtica contestación política, tanto más peligrosa cuanto que la capa superior
de la élite africana senegalesa o inmigrada, ha alcanzado un nivel excepcional
para el África francófona.
Los anglófonos, al contrario, han sido reacios, cuando no hostiles a este
movimiento. Los del Africa occidental porque, aunque menos expuestos a la
agresión cultural directa, han sido más insidiosamente occidentalizados por el
espíritu de empresa, del individualismo y del dinamismo económico británico.
En cuanto a los negros del Africa del sur, rechazan con más energía la negritud
porque ésta les parece una variante del racismo: es precisamente en nombre de
un «desarrollo separado» (apartheid) que los blancos los aceptan, con la única
condición de que permanezcan fuera de la esfera occidental y les niegan el
acceso al mundo moderno. La reivindicación principal de los africanos del sur es,
al contrario, la indivisibilidad universal de la cultura. Entre los más inflexibles
oponentes de la «negritud» -los marxistas convencidos, con una visión de la
historia irreconciliable con los principios de la negritud-hay algunos líderes
africanos que le dieron un nuevo impulso de vida en su propia lucha contra la
política asimilacionista a principios de los años cincuenta.
La «negritud» fue un fenómeno que empezó a existir por un conjunto particular
de circunstancias y ha perdido desde entonces su influencia efectiva, a medida
que esas circunstancias fueron desapareciendo, y que la sociedad pudo ser
considerada desde métodos de análisis más amplios y orientada en una dirección
más radical.
La interacción entre los negros caribeños de habla francesa forjaron el
movimiento de la «negritud». Basado en la creencia de que existe una herencia
cultural común a todos los africanos ya todos los pueblos descendientes de
africanos, los escritores de la negritud intentaron volver a establecer lazos entre
las esferas del mundo negro. El concepto de negritud estuvo fuertemente
influenciado por la experiencia negra de ultramar y por los escritos y el rigor
intelectual del renacimiento de Harlem. A la vez que este renacimiento se vio
alimentado por la emergencia de una intensificación cultural con Africa. Diversas
comunidades africanas concentran ocasionalmente sus sueños milenarios de
liberación en las poblaciones negras americanas. La idea de Garvey era la de
instalar en Africa a millones de negros americanos y derrotar allí al colonialismo,
y de esta forma encendió viejas esperanzas y temores.
La «negritud» produjo un florecimiento de la poesía, no siempre propagandística,
pero siempre debiendo su existencia a la conciencia renovada de una realidad
africana, realidad a recuperar según el programa concreto de persuasiva toma
de conciencia del grupo. Era una rebelión contra la exitosa estrategia
asimiladora del colonialismo francés y portugués, de la cual reconocían ser un
resultado los iniciadores del movimiento. Pero la génesis del movimiento se
puede atribuir, en justicia, al «Manifiesto» publicado en el periódico Légitime
Défense por tres estudiantes de Martinica. En el manifiesto rechazaban las
«convenciones burguesas» de la cultura europea y se . declaraban en contra de
una serie de modelos literarios europeos y de la falsa personalidad que imponían
al hombre negro. y en vez de éstos adoptaron a Marx, Freud, Rimbaud, Breton y
otros europeos como mentores.
Además, durante el período de entre guerras tuvo una preponderancia
indiscutida en la formulación de sensibilidades creativas durante las dos décadas
siguientes, y no sólo entre los escritores e intelectuales coloniales francófonos,
sino entre lusófonos e incluso anglófonos. A lo largo de los años, no ha tenido
éxito más que fuera de Africa, entre los intelectuales afroamericanos, europeos o
africanos.
La evolución de las doctrinas de la personalidad africana, que pasaron de una
teorización relativamente fecunda a unas aplicaciones generalmente
decepcionantes, anuncia los panafricanismos de los que ellas han sido durante
mucho tiempo uno de los aspectos.

6.4. NACIONALISMO NORTEAFRICANO


El escenario en África del norte no estaba preparado para ofrecer respuestas
claras y contundentes. Tuvo que ser en París, entre los emigrados del Magreb,
donde se fundara la Estrella Norteafricana, en 1924. Esta organización nace
ligada al PCF y más imbuida de un espíritu revolucionario y anticolonialista que
preocupada por los problemas de la clase trabajadora.
Los años veinte y treinta vieron la maduración lenta y compleja de las ideologías
y actitudes magrebíes, que iban a imponerse tras la Segunda Guerra Mundial. En
Argelia, la iniciativa proveniente de las élites se manifestó de forma
contradictoria. La élite moderna, con Ferhat Abbas, que reclama la asimilación
total a Francia, y la élite tradicional de los ulemas que desarrollaron un
nacionalismo cultural en el que aparecen los principales temas del patriotismo
argelino: «Argelia es mi patria, el árabe es mi lengua, el islam mi religión.» En
Marruecos, la guerra del Rif (1921-1926) fue un movimiento de resistencia a la
implantación misma de la colonización, en el que la élite tradicional, bien
representada por Abd el-Krim, consigue movilizar a las clases populares y ser
respaldado, a partir de 1930, por la pequeña burguesía y su comité de acción
marroquí que buscaban una reforma del protectorado, abriendo paso tanto a los
cuadros tradicionales como a los modernos. Realmente sólo se puede hablar de
nacionalismo en Túnez, donde desde la primera mitad del siglo XIX habían
experimentado movimientos reformistas que se anticiparon, en algunos aspectos,
a movimientos similares en Egipto y Turquía. En Túnez, el debate político,
lanzado por los Jóvenes Tunecinos al final del siglo, se circunscribe a la pequeña
burguesía moderna, reformista y moderada, de la que una fracción afirma su
lealismo al bey, a través del partido Destur, fundado en 1920; y otra, en Neo
Destur, creado en 1933, que se reagrupa en torno a Habib Burguiba, de
enfrentamiento ante el despotismo del bey.
En Egipto, el partido nacionalista creado en 1918 -el Wafd-dominó la política
egipcia durante la década posterior a la Primera Guerra Mundial, mostrándose
combativo en su lucha por el cambio. La inaceptable declaración unilateral
británica de 1914, que convertía a Egipto en un protectorado, fue considerada
por el Wafd como ilegal, y pidió su inmediata abolición. En la crisis de posguerra,
el estado de descontento se extendió por el país, y el arresto de su dirigente fue
el detonador de la revolución de 1919. Las movilizaciones promovidas por el
Wafd fueron apoyadas por todos los sectores sociales, de tal forma que el país
quedó paralizado, y la posición de Gran Bretaña en Egipto se vio seriamente
amenazada. El Wafd apareció como el Único representante de la nación y dominó
la escena política nacional hasta la muerte de su fundador en 1927.
Esta revolución obligó a Gran Bretaña a inaugurar una política de conciliación
con los nacionalistas: la Declaración de Independencia de 1922 fue el resultado
más significativo. El establecimiento de un Parlamento por los británicos, que
habían de! clarado una independencia ficticia, proporcionó la situación legal
para que el partido Wafd jugara un papel importante en la lucha por la soberanía
total de Egipto. Pero la división auspiciada por los británicos entre los
componentes del Wafd, llevó a la desintegración de la unidad nacional alcanzada
en 1919. Los nuevos gobiernos que administraron Egipto hasta 1935 practicaron
medidas represivas contra el Wafd; y los británicos pusieron en práctica medidas
para desprestigiarlo. Como resultado final del debilitamiento provocado por
estos problemas internos, fue la conclusión del tratado de 1936, que legalizó la
ocupación británica de Egipto y prolongó la Administración compartida. De la
maduración posterior del movimiento nacionalista en Egipto surgirá el
«panarabismo» como corriente de unión y solidaridad de los pueblos árabes, y
que llevará a la creación de la Liga de Estados Arabes en 1945.
El nacionalismo africano y sus actividades no tuvieron mucho éxito en el período
de entreguerras, pero causaron cierta preocupación a los oficiales coloniales, lo
que se refleja en todas las medidas represivas adoptadas durante este período.
Sus respuestas ante los desafíos planteados por el nacionalismo africano tendían
a lograr el total aislamiento de África de las corrientes generales del desarrollo
en el mundo. Este intento catalizó el nacionalismo y el anticolonialismo africanos
hacia formas más profundas y extensas que, con el impacto de la Segunda
Guerra Mundial, pronto condujeron al movimiento que produciría el
derrumbamiento del sistema colonial.
La política nacionalista del período de entreguerras debería ser contemplada
como una etapa de transición en la que tomaron parte tanto la élite ilustrada
como los jefes tradicionales, y como un período formativo bien aprovechado por
algunos de los dirigentes de los movimientos nacionalistas posteriores a 1945.

7. EL NACIONALISMO ASIÁTICO
Frente al carácter exógeno del nacionalismo africano en esta época, el asiático
tiene raíces endógenas y nacionales, diferenciándose las respectivas respuestas
a los efectos coloniales en cada espacio geopolítico tanto por los efectos del
sistema colonial al que cada uno ha estado sometido, como a la búsqueda de
respuestas propias para solucionar sus específicos problemas. Debemos recordar
que la India estuvo sometida al dominio británico, en una de sus formas más
extremas, convirtiendo a la India en una colonia de explotación económica bajo
un dominio directo, en cuya gestión, incluso política, los hindúes estuvieron
excluidos.
Por su parte, el reparto de Asia del sureste en «zonas de influencia», y las
rivalidades internacionales suscitadas por ellas, pusieron en juego la existencia
de toda Asia oriental; y esta situación fue una de las principales causas de
agitación de los movimientos nacionalistas de los diferentes países del sudeste
asiático, que se oponían a que sus respectivas patrias fuesen objetos pasivos de
tratados diplomáticos y empresas militares.
A la vez que, en China, el régimen interno de los «señores de la guerra», con sus
excesos económicos y sociales, se había convertido en un verdadero problema
para la integridad total del país. Aliados con ellos, las potencias extranjeras, con
los privilegios jurídicos y territoriales derivados de los «tratados desiguales» ,
agudizaban la desintegración nacional. En esta situación estructural, la crisis de
posguerra y la crisis económica mundial dieron un nuevo impulso a los
movimientos nacionales de las colonias, ala par que a la expansión y al
militarismo japonés.
Dentro del complicado proceso de confrontación con Occidente, una de las
reacciones más extendidas entre los diferentes países asiáticos fue la de la
renovación cultural, basada en diferentes intentos de reconciliar la cultura
occidental moderna con las diferentes culturas asiáticas, que son sometidas a
una nueva interpretación más crítica de sus fuentes. Esto ocurre tanto en el
hinduismo como entre los pueblos islámicos, budistas o confucianos. El proceso
se remonta a finales del siglo XIX, pero sus manifestaciones políticas se harán
sentir con mayor fuerza cuando los movimientos nacionalistas adquieran un
mayor protagonismo político, que en Asia coincide con el período de
entreguerras.
Estos movimientos de renovación cultural tenderán no sólo ala reafirmación
cultural nacional sobre nuevas bases como elemento cohesionador de los
movimientos nacionalistas, sino que, en muchas ocasiones, serán el germen de
divisiones y enfrentamientos dentro de los propios partidos. Bien representativas
son las continuas divisiones internas en el interior del Congreso Nacional Indio
(partido nacionalista de la India, fundado en 1885), enfrentándose moderados y
radicales, occidentalistas y tradicionalistas. Incluso serán el germen de
movimientos radicales en su interior, como la tendencia defendida por B. G. Tilak
dentro del Congreso Nacional Indio, que se convirtió' en el portavoz del
radicalismo neohinduista, utilizando el hinduismo como instrumento de
movilización sociopolítica, y continuada a partir de 1919 por la creación de
grupos «comunalistas» radicales hinduistas, como la Gran Asamblea Hindú (V
HP) y, ligada a ella, la Liga Nacional de Voluntarios (RSS), fundada en 1925, que
no ocultaban su aspiración a conseguir una India libre bajo dirección hindú.
Estos radicalismos culturales intensificarán el problema «comunal» en la India.
El consecuente enfrentamiento entre los radicales hindúes con los musulmanes
hará que, en 1906, se cree la Liga Musulmana, como canal de representación de
los intereses de su minoría, abriéndose así una primera escisión dentro del
movimiento nacional indio. La Liga Musulmana se convertirá, ala par que
evolucionan algunos de sus dirigentes como M. A. Jinnah, que de inicial
«congresista» occidentalizado se convirtió posteriormente en el más importante
portavoz del comunalismo musulmán, en un verdadero instrumento del
separatismo musulmán. Los británicos aprovecharon las profundas
contradicciones en el enfrentamiento entre hindúes y musulmanes, y las
explotaron hábilmente, asumiendo, aparentemente, el papel de árbitro
moderador, llevando a cabo aparentes concesiones políticas que agudizarán las
rivalidades entre ambas comunidades.
En China, el «Movimiento del 4 de mayo de 1919» es el más representativo en
este aspecto, aunque en su dimensión cultural modernizadora tenga sus
precedentes en el Movimiento de los «Cien Días» de 1898. La manifiesta
superioridad de la ciencia y la técnica occidentales que empezaban a
introducirse en China, contradecía la supremacía confucionista del bien moral
sobre la calificación profesional. Lo que se planteaba no era ya sólo la validez del
Imperio que sustentaba la dinastía manchú, sino el mismo principio monárquico.
Pero la China que trataba de sacar partido del ejemplo occidental era, al tiempo,
una China dominada por Occidente.
La primera opción política en este proceso modernizador, surgida de la
asimilación de principios occidentales por parte de un grupo de occidentalizados
dirigidos por Sun Yat-sen, se concretó en el establecimiento de un sistema
político netamente occidental: la república, y con la creación de un partido
político nacionalista, el Kuomintang.
La instauración de la república de 1911-1912, derribó el Imperio, pero no
transformó el país, y además hizo surgir problemas nuevos, y el más importante
era la sui pervivencia de un Estado chino, pues la República llevó al país al borde
de la descomposición. El movimiento revolucionario mantiene las mismas
contradicciones que hicieron fracasar al de 1898, pues tanto estos reformadores
como los republicanos de 1911, eran conscientes de la necesidad de modernizar
el país, pero eran conciliadores con los grandes intereses extranjeros que los
dominaban.
Pero las repercusiones intelectuales e ideológicas del «desafío occidental»,
alcanzaron una mayor amplitud, que se mostró en el «Movimiento de 14 de mayo
de 1919». Promovido por un grupo de intelectuales, se inicia con una
manifestación de estudiantes de Pekín como protesta contra la transferencia al
Japón de los derechos que Alemania poseía en la provincia de Shantung.
El movimiento del 4 de mayo es, en principio, una reacción del nacionalismo
chino, de ahí su rápida extensión. De Pekín se extendió a Shanghai, Cantón y
otras grandes ciudades. y las huelgas de comerciantes y trabajadores reforzaron
las manifestaciones de estudiantes. Pero es también un movimiento de
renovación cultural; los intelectuales y estudiantes critican el sistema ideológico
del régimen imperial: el confucianismo, lo que supone un asalto ala tradición
nacional con la crítica a los valores y prácticas tradicionales. Además, preconizan
una «revolución literaria» pidiendo a escritores y publicistas que abandonen la
lengua clásica, comprendida sólo por los literatos, y que escriban en lengua
vulgar, lo que supone un golpe decisivo a uno de los más seguros instrumentos
de dominación de la clase privilegiada, al hacer accesibles la literatura y la
cultura al pueblo. El «4 de mayo» es un movimiento que se opone a la
civilización, pero no ala nación china. Confrontados con Occidente, los grupos
cultivados chinos habían descubierto que el confucianismo no se identificaba con
la civilización, sino simplemente con una civilización menos capaz que otras de
asegurar la supervivencia de China en un mundo de progreso técnico e
implacable competencia. Al querer liberar a China ya los chinos de una cultura
percibida como obstáculo, lo hacen para salvar a ambos. En este sentido, el
movimiento se inserta en la evolución intelectual de la China moderna. El
movimiento introduce a China en una nueva etapa: la del nacionalismo moderno.
Además, desde una perspectiva más amplia, este movimiento fue también un
movimiento de renovación política y social, que llevó a los intelectuales chinos
hacia nuevas ideas. Un nuevo fermento de transformación actúa en China: un
fermento político, con la adhesión de muchos intelectuales al marxismo.
Sun Yat-sen extrae la lección del fracaso de la República que ha contribuido a
fundar, pero también de su propio partido, el Kuomintang, que durante el
decenio 1912-1922 experimentaba un largo eclipse; se separa de Occidente,. que
apenas le ha apoyado y cuyos ideales democráticos han fracasado, y busca en la
reciente revolución bolchevique apoyo y directrices para la lucha contra los
«señores de la guerra». Y esto le lleva a firmar con los emisarios de la URSS el
acuerdo que declara que las tareas más urgentes son la unificación del país y la
independencia nacional, es decir, lo mismo que el programa del Kuomintang. El
acuerdo queda sellado en el congreso de reorganización del Kuomintang, en
enero de 1924. Y con la fusión en un solo organismo del renovado Kuomintang
(partido nacionalista) y del recién creado Partido Comunista Chino, este campo
logra también una unidad en el plano institucional. De hecho, el bienio
1925-.1927, representado por el «movimiento del 30 de mayo de 1925», con
manifestaciones, boicots y huelgas en la concesión internacional de Shanghai, en
la franco-británica de Cantón, o contra los ingleses en Hong Kong, constituye
una primera revolución y una especie de ensayo general de 1949.
Sin duda, esta inicial revolución china fue un estímulo para el sudeste asiático,
donde ya en la década de los veinte existían partidos comunistas, pues señalaba
la conveniencia de una alianza entre la burguesía y las fuerzas populares guiadas
por los comunistas. La presencia de importantes colonias chinas en casi todas las
grandes ciudades les aseguraba una inmediata resonancia. Los partidos
nacionalistas harán de mecanismo regulador de la reacción nacionalista, aunque
en muchas ocasiones éstos se vean desbordados por la actividad popular. Los
movimientos del 4 de mayo de 1919 en China, y del 1 de marzo de 1919 en Corea
constituyen una prueba evidente de la capacidad de manifestación nacionalista
sin la mediación de un partido.
¿Qué caracterizó a los partidos nacionalistas asiáticos? Hay que distinguir dos
etapas en su actuación. Una primera etapa, en que estuvieron dirigidos por
intelectuales occidentalizados, y cuyos principales objetivos se centraban en
conseguir mayor participación política en el gobierno de sus países (es la
primera etapa del Congreso en la India y del Kuomintang en China). En sus
comienzos, sobre todo el Congreso, no tuvo un carácter antibritánico, y aspiraba
expresamente ala «consolidación de la unión entre Inglaterra y la India,
cambiando las condiciones que para la India son injustas y perjudiciales». Tras la
Primera Guerra Mundial, las campañas de 1919-1922 y 1930-1934, lanzadas por
M. K. Gandhi, supusieron un giro radical al imponerse las consignas de «no
colaboración» y «desobediencia civil» con el poder británico.
En el caso de China, como hemos visto, el Kuomintang, en sus aspiraciones
políticas, lo único que consiguió fue acabar con el Imperio manchú, pero no
resolvió ninguno de los viejos problemas de dependencia exterior, incluso creó
otros nuevos.
Una segunda etapa se inicia con la extensión de las ideas marxistas y la
aparición de los partidos comunistas, produciéndose una diferenciación tanto
dentro del Kuomintang como en el Congreso donde se da una división entre un
ala socialista influida por el marxismo, y cuyo representante será Jawaharlala
Nehru, y un ala conservadora que aumenta su inquietud ante el dinamismo de
las fuerzas populares.
En este último período aparecieron movimientos revolucionarios que
identificaron la liberación nacional con la liberación social. De tal forma que el
movimiento nacional se encarnó en «frentes» más amplios que agrupaban a
comunistas y nacionalistas: el Kuomintang en China entre 1924-1927; y
posteriormente los frentes antijaponeses del sudeste asiático. El comunismo,
pues, ocupa un lugar considerable en la vida asiática. La polarización de la
sociedad en clases antagónicas fue, indudablemente, más aguda en Asia que en
el Africa negra. El carácter revolucionario del comunismo le permitió
presentarse como un movimiento que ofrecía soluciones a estos problemas
sociales.
Los ideales de libertad e igualdad en que se fundaban las democracias europeas
no aparecían en ninguna parte en las colonias: contradicción interna que sólo
podía explicar el marxismo-leninismo. Además, las decepciones y la represión de
las actitudes nacionalistas explican la atracción cada vez mayor que ejercía una
fuerza nueva, el comunismo.
El comunismo asiático aparece en el momento en que el capitalismo atraviesa su
fase de más profunda depresión, dando lugar ala fundación de los primeros
grupos comunistas en Japón, China, Vietnam, India y Corea, y cuando los
movimientos nacionales de Asia están en plena efervescencia: «Movimiento del 4
de mayo de 1919» en China, «Movimiento de 1 de marzo de 1919» en Corea,
campaña de no cooperación de Gandhi, kemalismo en Turquía. El comunismo
asiático nació de la conjunción e interdependencia entre un proceso interno, la
evolución del ala radical de los movimientos nacionales, y otro externo, la
extensión a Asia del campo de actividad del Komintern. El influjo de los
comunistas se hizo sentir desde la India, donde había conseguido fortalecerse y
protagonizar oleadas de huelgas entre 1928-1929, para ser ilegalizados entre
1934-1942, pero donde su labor ha sido definitiva en algunos Estados, hasta
China donde su ruptura con el Kuomintang en 1927 les llevó a crear una base
revolucionaria en la región de Kiangsi, donde establecieron una Administración
rebelde e iniciaron el reparto de tierras entre los campesinos, fundando en 1931
la República Soviética china. El aumento de la amenaza fascista provocó, en
1935, el retorno a una política de alianzas: frentes populares en Occidente;
acercamiento entre los comunistas chinos y el Kuomintang, cooperación en
Indochina e Indonesia entre los partidos comunistas locales y los demócratas,
ante la inquietud del peligro japonés. Tras la disolución del Komintern, en 1943,
los comunistas se constituyeron en organismos políticos autónomos, y trataron
de adaptar los principios marxistas a las realidades originales asiáticas. En
contraposición, Japón podía presentar el modelo del nacionalismo conservador
en Asia. La benevolencia con la que Occidente trataba las intervenciones
japonesas en China y en el sureste asiático, tras la Primera Guerra Mundial,
pusieron las bases para el expansionismo japonés. Los grandes zaibatsu se
hallaban particularmente interesados en esta expansión, que les abría mercados,
les proporcionaba materias primas y aseguraba rápidos beneficios a sus
capitales. Pero el sueño de un «Gran Japón», dueño de Asia oriental, tenía raíces
sociales mucho más amplias: en el ejército, en las clases medias urbanas y en el
campesinado. Reflejaba ala vez el deseo de una vida mejor y un sentimiento
confuso de solidaridad panasiática, frente a las potencias coloniales blancas. El
problema de la expansión dominó también la política interior japonesa. El
gobierno Tanaka, tras liberarse mediante la represión tanto de comunistas como
de socialistas, quienes dominaban el juego político eran los partidos
tradicionales, pero el conflicto que les opuso a la extrema derecha militarista y
ultranacionalista se refería sólo al ritmo y los medios de expansión japonesa en
Asia oriental. Los partidos burgueses, a los que los zaibatsu estaban
estrechamente ligados, cedieron al empuje nacionalista del Estado mayor. La
crisis de 1929 afectó duramente a Japón, y esto facilitó la demagogia
anticapitalista y antiparlamentaria de la extrema derecha. Desde 1932 los
militares se mantuvieron en el poder. La guerra general contra China, deseada
por el Estado mayor, recibió el apoyo, en 1937, de la gran mayoría de la opinión
japonesa. El objetivo del ejército era hacer de China el principal proveedor de
materias primas y el mayor mercado para los productos japoneses. Así Japón se
había convertido en el sustituto de Occidente en el imperialismo asiático. La
Segunda Guerra Mundial no fue más que el catalizador de unos movimientos
políticos muy afianzados en el sur y sudeste asiático, de tal forma que la India
accederá ala independencia en 1947, y el triunfo de la revolución comunista en
1949, llevará a la República Popular China a su autonomía ya una nueva
configuración sociopolítica y económica.
CAPITULO 10: LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
por ANTONIO MANUEL MORAL RONCAL
Profesor Asociado de Historia Contemporánea, Universidad de Alcalá de
Henares

1. CAUSAS: EL PROBLEMA DE LOS ORÍGENES


Ya se ha comentado en el capítulo sobre los totalitarismos la cuestión sobre si la
Segunda Guerra Mundial fue una continuación de la Gran Guerra. Hoy parece
abrirse paso la separación e independencia de ambos conflictos. Ello no obsta
para que razones de orden pedagógico aconsejen estudiar en paralelo las dos
guerras mundiales, analizando tanto sus semejanzas como sus notables
diferencias, aunque no debemos fundir en un mismo bloque estas dos realidades
del siglo xx.
La revisión de las causas de ésta y otras guerras siempre se debe someter al
paso del tiempo, ya que, tras su finalización, los vencedores suelen cargar el
mayor peso de las responsabilidades sobre los vencidos, sin detenerse a
reflexionar sobre el alcance general de muchas de ellas.
a) La responsabilidad nazi. La mayor parte de los historiadores estima que la ,
guerra se desencadenó por voluntad de Adolf Hitler, debido a sus deseos de
expansión territorial, dentro de una clara mentalidad imperialista, tal y como se
puede apreciar en su obra Mein Kampt: donde expuso su concepción política. Por
otra parte, las doctrinas nazi y fascista elevaron a virtudes los valores de
dominación, dividieron el mundo en razas superiores e inferiores,
sobrevalorando el militarismo y la agresividad, y alentaron la idea de la guerra
como un instrumento más del engrandecimiento del Estado totalitario.
b) Los factores económicos: El «milagro económico alemán» de los años treinta
dependió del rearme del Estado, de la apertura de grandes complejos
industriales armamentísticos, de la restauración del ejército, causantes del
considerable aumento de la deuda pública. Al reducirse el mercado interior y
obturarse el exterior, sólo la conquista de nuevos territorios pudo ofrecer una
salida al régimen nazi, que observó cómo el paro que había anulado podía volver
a la escena social y económica de Alemania. Ello hubiera supuesto el fin de la
imagen redentorista de Hitler.
c) La teoría del espacio vital. Algunos sociólogos han preferido explicar el
conflicto como una consecuencia, en principio, de la agresividad demográfica de
Alemania Italia y Japón, presentando a Hitler como un líder de «hombres
sobrantes». Lo cierto es que la política pronatalista de las tres naciones no tuvo
ningún fin humanista ni religioso, pues no defendía el derecho a la vida, sino la
multiplicación de hombres y mujeres para el bien del Estado totalitario. La
propaganda oficial insistió en la necesidad de conquistar un «espacio vital» para
dar salida a una población superabundante. Así, Mussolini trató de colonizar con
italianos sus colonias africanas de Libia, Eritrea, Somalia y Etiopía, reclamando
Albania; el gobierno militarista nipón intentó hacer lo mismo en el escenario
territorial del Extremo Oriente y el Estado nazi reivindicó la «Gran Alemania».
d) La falta de respuesta de las democracias occidentales. Durante los años
treinta, la ausencia de una enérgica respuesta diplomática y económica de las
potencias democráticas ante las agresiones nazis, japonesas y fascistas
envalentonó a sus respectivos gobiernos. En este sentido, la violación del
Tratado de Versalles por Hitler no fue contestada por Francia y Gran Bretaña,
que también se abstuvieron de protestar por las continuas injerencias de
Alemania en los asuntos internos de Austria. La Sociedad de Naciones impuso
sanciones a Italia por la conquista de Etiopía (1934), pero, en realidad, las
penalizaciones impuestas fracasaron, al no establecer el embargo del petróleo
por temor a extender más el conflicto, siendo retiradas en junio de 1936. Como
ya se ha señalado, al estudiar el régimen nazi, en marzo de 1938 se produjo la
anexión de Austria al Reich (el Anschluss) y al mes siguiente se produjo la
conquista de los Sudetes checos. Ante el temor a una guerra, todos los
gobiernos, incluido el norteamericano, propiciaron una conferencia internacional
en Munich (29 de septiembre), sin que estuvieran presentes los checos. El
acuerdo de Munich fue claramente favorable a Hitler, comenzando la
desmembración de checoslovaquia. Entre los meses de septiembre de 1938 y
marzo de 1939, los alemanes invadieron Bohemia.
e) La responsabilidad de las potencias extra europeas: La circunstancia de que
Estados Unidos y Japón fueran dos de las principales participantes en la guerra,
llevó a historiadores, sobre todo norteamericanos, a profundizar en la
responsabilidad de estos países.
El Imperio japonés, envalentonado por las victoriosas campañas frente al Imperio
ruso (1904) y su participación en la Primera Guerra Mundial, comenzó a
mantener una actitud marcadamente agresiva a partir de 1931, conquistando
una de las más antiguas regiones chinas, Manchuria. Allí impuso un gobierno
títere, al frente del cual situó al último emperador chino, PuYi, bajo protectorado
japonés. La extensión de una mentalidad militarista con tintes de superioridad
racial en la sociedad y en las élites de poder, hizo que Japón practicara una
política exterior francamente agresiva contra China, a quien veía como una
potencia enferma y decandente. En 1937, el ejército imperial invadió la nación
vecina sin que las potencias democráticas hicieran nada por impedirlo. El
gobierno militarista nipón, al frente de cual se encontraba Tojo, desbordó los
poderes del emperador Hiro-hito.
Estados Unidos, cuyos intereses económicos en el Extremo Oriente chocaban
cada vez más con Japón, su principal rival en esa zona, decidió no intervenir en
la guerra hasta 1941. En este sentido, el gobierno y la burguesía norteamericana
hicieron excelentes negocios en la guerra europea, calibrando su entrada en el
conflicto hasta que sus créditos estuvieron amenazados de impago por la victoria
de las fuerzas del Eje.
I) La culpabilidad de la URSS. Al principio de la década de los años treinta, el
Estado soviético, gobernado totalitariamente por el partido comunista y su líder,
Stalin, se declaró enemigo abierto de la expansión fascista en Europa,
defendiendo la idea de los frentes populares, coaliciones políticas electorales
para evitar el triunfo popular de sus enemigos políticos. Sin embargo, las
diplomacias soviética y germana llegaron a un pacto de no agresión, refrendado
por sus responsables de Asuntos Exteriores, Molotov y Von Ribbentrop, en
agosto de 1939. Este tratado -casi una Entente Cordiale-supuso el reparto del
Estado polaco. Desde este momento, Stalin se hizo cómplice de la agresividad
nazi y de la desaparición de Polonia. Además, la diplomacia y el gobierno
soviético observaron con agrado los apuros bélicos de las potencias democráticas
occidentales, durante la primera fase de la guerra. Por otra parte, la policía y el
ejército rojo fueron culpables de la durísima represión que desataron contra los
militares y la población civil polaca, llegando hasta el exterminio masivo, como
quedó demostrado al descubrirse las fosas de Katyn.
g) Ausencia de apoyos de las llamadas a la paz. Consciente de la crítica situación
internacional que atravesaba Europa, el papa Pío XII, al día siguiente de su
elección, pronunció un mensaje en el que exhortó a buscar la paz a todos los
gobiernos del mundo. De marzo a septiembre de 1939, el sumo pontífice no
regateó ningún esfuerzo para evitar la guerra, sin que recibiera grandes apoyos
diplomáticos. Escribió personalmente a Hitler e intentó un acercamiento entre
los gobiernos de Francia e Italia con el fin de separar a esta última de la esfera
de influencia nazi. Ninguna de estas maniobras dio resultado, por lo que Pío XII
encargó al padre Tachi Venturi, como enviado oficioso, que promoviese contactos
para celebrar una conferencia a cinco, con representantes de Francia, Gran
Bretaña, Alemania, Italia y Polonia, para resolver los problemas en una mesa de
negociaciones. Sus constantes llamadas a la paz resultaron infructuosas.

2. CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL CONFLICTO BÉLICO

2.1. AMPLITUD DEL TEATRO DE OPERACIONES


La primera fase de la guerra se caracterizó por la superioridad técnica de los
países del Eje, Alemania y Japón especialmente, junto con Italia y otros pequeños
aliados. La segunda fase tuvo como nota destacada la aplastante superioridad de
los aliados, que llegaron a ser 51 países, en hombres y material. La triple cabeza
de esta gran alianza estuvo formada por Gran Bretaña, la URSS y Estados
Unidos. El cambio de signo, el paso de la primera a la segunda fase, se centró en
tres grandes batallas que perdieron las fuerzas del Eje: la batalla aeronaval de
Midway, en el Pacífico, entre japoneses y norteamericanos (3-5 de junio de 1942);
la batalla de El Alamein, en la que el ejército británico, y algunas tropas
francesas, derrotaron a los alemanes apoyados por algunas fuerzas italianas (23
de octubre al 4 de noviembre de 1942); y, finalmente, la batalla de Stalingrado,
en la que el ejército soviético venció al alemán en una durísima campaña
invernal (19 de noviembre de 1942 a 31 de enero de 1943). La Segunda Guerra
Mundial duró casi seis años, dominando los tres primeros las fuerzas del Eje,
mientras en los tres últimos los aliados lograron derrotarles. Por otra parte, es
necesario señalar que el escenario bélico no fue siempre el mismo durante toda
la guerra. Desde 1939 hasta 1941, la guerra fue esencialmente un conflicto entre
potencias europeas, librándose batallas en el viejo continente y en sus colonias
africanas. En 1941 la guerra adquirió su carácter mundial mediante dos pasos: la
invasión alemana de la URSS (22 de junio), uno de los grandes errores de Hitler
que violó el viejo principio militar de evitar la división de fuerzas; pero sobre
todo el ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor (7 de diciembre), que
llevó a Hitler a declarar la guerra a Estados Unidos cuatro días después. A pesar
de los pactos que las unían, Alemania y Japón no realizaron nunca operaciones
conjuntas, lo que no puede decirse de los países aliados.
A pesar de la universalidad de la guerra, no todos los contendientes tuvieron que
realizar esfuerzos similares. Alemania tuvo que enfrentarse sin tregua con
británicos, norteamericanos y rusos. Los soldados del Reino Unido y Estados
Unidos combatieron, junto con otros pequeños aliados, contra alemanes y
japoneses. Los rusos, en cambio, sólo se enfrentaron con el ejército alemán, pues
declararon la guerra al Japón cuando quedaban escasas semanas para el final del
conflicto
2.2. ESTRATEGIA y ARMAMENTO: LAS FUERZAS ENFRENTADAS
Pueden observarse errores estratégicos tanto en el bando aliado como en el del
Eje, que alargaron la guerra. Hitler evitó, en un principio, la creación de dos
frentes al conquistar rápidamente Polonia en 1939, llegando a un acuerdo con la
URSS de Stalin sobre su reparto, concentrando sus fuerzas en el frente
occidental, donde fue derrotado el ejército franco-británico. Sin embargo, tras la
rendición de Francia, no se produjo la ansiada claudicación de Gran Bretaña, que
se dispuso a resistir contra la presión de las fuerzas alemanas. Pronto, Berlín
observó cómo el frente occidental se descomponía en dos sectores: tierra y mar.
La excelente preparación de la Wehrmacht hizo aún más patente el descuido de
las fuerzas navales. Al comenzar el conflicto, Alemania disponía de una
insignificante flota de superficie (inferior ala de 1914) y tan sólo 57 submarinos,
de los cuales únicamente 26 eran capaces de operar en el Atlántico. Además, no
tenía ni un sola lancha de desembarco, ni fuerza aérea organizada o adiestrada
para la invasión de un país marítimo, como era Gran Bretaña; pero sobre todo no
disponía de un buen plan para hacer frente a esta contingencia inevitable. La
batalla de Inglaterra se saldó con un tremendo fracaso alemán: por un lado, la
isla no se rindió, por otro, Hitler cometió el terrible error de abrir un segundo
frente al declarar la guerra ala URSS en 1941.
Por su parte, los aliados, aun disponiendo de una enorme cantidad de dinero,
hombres y armas, cometieron errores estratégicos iniciales derivados de la
escasa actualización de sus cuadros de mando. Efectivamente, la oficialidad
aliada intentó hacer frente al avance alemán con tácticas desfasadas, propias de
la Primera Guerra Mundial. Así, buscaron reproducir la guerra defensiva,
confiando excesivamente en la línea Maginot. Por su parte, el ejército soviético,
si bien había sido entrenado por oficiales alemanes en los años veinte, había
perdido unos buenos cuadros medios por la política de purgas y asesinatos
legalizados por la policía secreta del dictador Stalin, durante los años treinta.

La Primera Guerra Mundial es un referente imprescindible que no debemos


olvidar si queremos comprender el conflicto que analizamos. Durante los años
1914-1918 se pusieron en evidencia la importancia de los carros de combate
junto a la aviación, de manera que durante la Segunda Guerra Mundial se
potenciaron al máximo. Esta innovación creó una dependencia inevitable que
habría de pesar en el desarrollo posterior de la contienda; los ejércitos quedaron
muy condicionados por el combustible, hasta el punto de que la satisfacción de
esta necesidad se impuso muchas veces sobre los planes previos elaborados por
los estados mayores. Junto a estas dos armas clave, aparecieron el cañón
antitanque, la adaptación de los morteros para su uso en el campo de batalla, un
gran desarrollo de las transmisiones, la subametralladora manual, etc. La guerra
naval también sufrió cambios, derivados de la experiencia del conflicto de 1914,
entre los que cabe destacar dos sobre todo: el radar, que había sido puesto a
punto por Gran Bretaña, en 1935, por Robert Watson-Watt, y el nuevo papel
desempeñado por el portaaviones, que desplazó definitivamente al acorazado. El
creador de esta nueva táctica naval fue el almirante japonés Yamamoto.
Sin embargo, las enseñanzas de la Gran Guerra no fueron de índole
estrictamente militar. Junto ala nueva tecnología bélica se había percibido
igualmente la necesidad de una autoridad política firme, de la disciplina nacional
y de la autosuficiencia económica. Obviamente, y al menos en un primer
momento, quienes cumplieron mejor estas nuevas condiciones fueron los países
en los que se encontraba ya plenamente implantado un sistema autoritario; y
esto fue lo que sucedió con la Alemania nazi y la URSS. Por eso fueron también
los dos países en los que se cumplió con más fidelidad la definición de estrategia
de uno de los clásicos contemporáneos del arte militar, el británico Liddle Hart.
Para este oficial, la estrategia era el arte de distribuir y utilizar los medios
militares con fines políticos. Así lo realizaron casi a la perfección, en los primeros
momentos de la guerra, Hitler y el Alto Mando de las Fuerzas Armadas
(Oberkommando der Wehrmacht). Más adelante, tras la desastrosa campaña de
Inglaterra, se logró mantener en los primeros años del enfrentamiento con la
URSS, para acabar en la confusión, en la misma medida en que Hitler fue
centralizando en su persona los poderes militares y Alemania vio cada vez más
mermados sus recursos. La gran figura de la estrategia en la segunda fase de la
guerra fue Stalin, de ahí que se convirtiera en el dirigente político que mayor
partido supo sacar de la Segunda Guerra Mundial.
Por otra parte, los estrategas militares alemanes intentaron evitar la guerra de
trincheras que había estabilizado el frente occidental durante el conflicto de
1914. De ahí que la operación militar más característica de la Wehrmacht fuera
la Blitzkrieg o guerra relámpago. El ejército se convirtió en un ariete de cabeza
blindada, dotado de una sorprendente movilidad, que permitió desarrollar una
guerra aguda, rápida y breve en un solo frente. La nueva doctrina táctica
descansó sobre el carro blindado y el avión. Su desarrollo comprendió el logro de
una ruptura del frente enemigo por medio de una masa de carros, a la que
seguía una profunda penetración a cargo de una fuerza acorazada, apoyada
desde el aire. La misión de la fuerza aérea era triple: causar estragos en las
comunicaciones e instalaciones enemigas; ayudar a la artillería de campaña
mediante la indicación de objetivos; y proveer de hombres y material alas fuerzas
atacantes a fin de mantener la vivacidad de su avance. Ésta fue el arma que
Hitler empuñó para conseguir el objetivo que se proponía: el dominio inmediato
de Europa, como paso previo para el dominio del mundo. La empresa era quizá
excesiva para las posibilidades nazis; más aún porque Alemania no tuvo en
Europa ningún aliado de relieve. Cuando Hitler decidió enfrentarse ala URSS ya
Estados Unidos, la empresa se convirtió en un imposible. La excelente
preparación técnica del ejército alemán, capaz de las campañas prodigiosas de
1939-1941, acabó en una derrota aplastante, simbolizada por la conquista de las
ruinas de la capital del Reich de los mil años por las tropas soviéticas y el
suicidio del Führel. En el Extremo Oriente, Japón no había sido derrotado
durante la Primera Guerra Mundial, ni en su enfrentamiento con China, de
manera que sus ambiciones militares no eran semejantes a las de los nazis.
Buscaron no el dominio del mundo, sino la creación de una esfera de
coprosperidad extremoriental que incluía la expulsión de los colonizadores
europeos y norteamericanos, sustituidos por la hegemonía japonesa. Si los
objetos fueron distintos, el final de la guerra fue aún más trágico, al lanzarse dos
bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki (6 y 9 de agosto de 1945).

2.3. LA RESPUESTA DE LA POBLACIÓN


¿Cuál es el apoyo que ofrece cada nación a sus combatientes? De forma sintética
cabe decir que la política de los gobiernos deja su huella en la opinión pública de
acuerdo con la situación interna de la respectiva nación y la defensa de los
intereses propios.
Alemania estaba dominada estrechamente por el régimen nazi que vigiló
escrupulosamente a su población, dominando todos los resortes de propaganda y
difusión ideológica. Aparentemente, la nación formaba un bloque en torno a
Hitler, que había superado la humillación de Versalles y dado al Reich un
poderoso ejército nacional. La oposición (liberales, democratacristianos,
socialistas y comunistas) estaba desarticulada, sin apoyos exteriores y sin líderes
destacados. Por su parte, el pacto germanoruso había condenado a los
izquierdistas alemanes al silencio. Con todo, al margen la propaganda dirigida
por Goebbles, parte del pueblo alemán vivió de acuerdo con las ideas nazis y, una
gran parte, resignado. Actitudes que permanecieron hasta el final de la guerra.
En Gran Bretaña, después de una etapa de condescendencia frente al
revisionismo nazi, existía una comente de hostilidad hacia la guerra, pues ni el
Imperio colonial ni la seguridad de las islas estaban en peligro. Pero, tras la
invasión de Polonia, el pueblo británico rechazó firmemente la política germana,
aceptando la entrada en el conflicto bélico. En los momentos más críticos de
1940, el conservador Winston Churchill consiguió elevar la moral de victoria de
la población civil y de los combatientes.
Los franceses, en principio atemorizados por el recuerdo de los perjuicios
causados por la Gran Guerra, estaban divididos a la altura de 1939. En el
gabinete Daladier, ciertos ministros se manifestaron a favor de un acuerdo con
Hitler frente a los que defendieron la entrada en guerra. Finalmente, Francia se
unió a Gran Bretaña, perdiendo las primeras batallas y aceptando la invasión
alemana del país. A partir de esos momentos, funcionó una resistencia en el
interior y en el exterior (De Gaulle} que, realmente, no pudo expulsar a los
invasores de la patria. Por otra parte, se constituyó un gobierno colaboracionista,
al frente del cual se situó al anciano mariscal Petain, con apoyo de ciertos
sectores de la población.
Italia vivió, como Alemania, bajo la presión de un régimen dictatorial. Los
compromisos diplomáticos de Mussolini sometieron la opinión pública a las
decisiones del Duce y del partido fascista. El rey Víctor Manuel III, y buena parte
del alto mando, se resistió ala entrada en guerra, pero cedió ante la presión de
Mussolini. La población italiana, ante las derrotas de 1941-1943, apoyó la
destitución del Duce y la formación de un gobierno partidario de la paz y del
cambio de alianza. Sin embargo, la sociedad italiana se dividió entre los
defensores del nuevo gabinete y los que decidieron mantener las esencias
fascistas en la República de Saló.
El ataque alemán sobre la URSS supuso el estallido de las ansias nacionalistas de
ucranianos, bielorrusos, letones, estones, lituanos y finlandeses que, con otras
etnias, engrosaron las filas del ejército del III Reich, dispuestos a derrotar a los
rusos. Stalin y el partido comunista reaccionaron proclamando la «gran guerra
patriótica», iniciándose un proceso de centralización política en el Comité de
Estado para la Defensa, eliminando violentamente cualquier tipo de oposición
interior. A partir de 1943, con la retirada del ejército alemán y la «reconquista»
de los territorios, se inició una terrible masacre y depuración por los comunistas
de los aliados eslavos de los nazis.
Japón, desde la intervención en China, intentó erigirse en caudillo de Asia
oriental. El marcado militarismo del primer ministro Tojo adoptó una postura
arrogante frente a Estados Unidos. La extensión del culto supremo y religioso al
emperador, unido al peculiar nacionalismo japonés, que sacralizaba la guerra,
justificaron la adhesión libre o forzada de toda la población durante la contienda.
Finalmente, Estados Unidos repitió la actitud que había mantenido durante la
Gran Guerra. En una primera etapa cultivó el aislacionismo político, limitándose
a mantener relaciones comerciales y buenos negocios con las naciones en
guerra, preparándose para su intervención, al tiempo que intentaba concienciar
lentamente ala población para la entrada en el conflicto bélico. Tras el ataque
japonés a Pearl Harbor, el gabinete del presidente Roosevelt contó con el apoyo
de la indignada opinión pública norteamericana por la agresión nipona, la cual
respaldó la guerra hasta su conclusión.

3. LA DINÁMICA DE LAS OPERACIONES


El desarrollo de la guerra ofreció tres fases principales: a) el exitoso avance
alemán (1939-1941); b) el viraje (finales de 1941-1942): intervención de la URSS
y Estados Unidos; y c) las ofensivas aliadas y el final de la guerra (1942-1945).

3.1. EL EXITOSO AVANCE ALEMAN (1939-1941)


En el verano de 1939, el gobierno alemán envió un ultimátum a Polonia,
reclamando el corredor de Dantzing, que no fue aceptado. En el último momento
intervino Mussolini, para proponer a la desesperada una conferencia
internacional al más alto nivel. Pero el alto mando alemán informó a Hitler que
no podía garantizar el éxito de una rápida invasión de Polonia si ésta comenzaba
después del 1 de septiembre. Así, el Fürher decidió dar el último paso, confiado
aún en que las potencias occidentales no intervendrían ante el hecho consumado,
y ordenó la entrada de sus tropas en territorio polaco ese mismo día. El mundo
democrático se conmovió ante este hecho, y los contactos franco-británicos se
hicieron angustiosos. Por momentos, Francia, que era la que más tenía que
perder, pareció echarse atrás. El 3 de septiembre, Gran Bretaña declaró la
guerra a Alemania. Francia demoró su entrada todavía unas horas, esperando lo
imposible. Al fin decidió hacer frente a sus compromisos, cerró los ojos, y declaró
la guerra.
Así, el conflicto se inició con las campañas de Polonia y del Báltico. Con la
victoria alemana sobre este inofensivo país comenzó el programa, que el profesor
Comellas ha denominado «despliegue en espiral», es decir, de avance en sentido
contrarío a las agujas del reloj. En dos semanas, finalizó la resistencia del
ejército polaco, que incluso intentó utilizar su caballería contra los tanques nazis.
Alemania y la URSS se repartieron el país, en varias zonas de influencia, dejando
en el centro un «Estado General» polaco con capital en Varsovia. Su gobernador,
el doctor Frank, se hizo tristemente célebre por su durísima represión contra los
judíos. El comunismo y el nazismo se dieron la mano amistosamente. El ejército
soviético también ocupó Estonia, Lituania y Letonia, fracasando en la invasión de
Finlandia, donde el general Mennerheim se defendió con especial brillantez. Hoy
se cree que el fracaso de Finlandia fue una «jugada de zorro» por parte de
Stalin, para hacer creer a Hitler que Rusia era fácilmente conquistable, teoría
con la que numerosos historiadores no se muestran nada de acuerdo. Sin
embargo, el hecho fue que la paz ruso-finesa (12 de marzo de 1940) fue el único
acuerdo entre dos partes beligerantes durante la Segunda Guerra Mundial.
La importancia estratégica de la zona nórdica propició el avance germano, al
tiempo que el frente occidental mantuvo una tregua hasta la primavera de 1940.
La situación báltica presentaba este panorama: mientras Suecia era proveedora
de hierro a Alemania, Noruega prestaba su flota mercante a Gran Bretaña, pero
cedía a los alemanes el uso del puerto de Narwick para trasladar el hierro sueco.
Sin embargo, el ejército alemán ocupó Dinamarca y Noruega (donde obtuvo el
apoyo del partido nazi de Quisling), aceptando la situación de Suecia como país
neutral. Alemania se hizo dueña del control del Atlántico norte y amenazó las
bases británicas.
En el frente occidental, los alemanes repitieron la misma operación y errores de
la Primera Guerra Mundial. El 10 de mayo de 1940 invadieron un país neutral -el
reino de Bélgica-bajo pretexto de «legítima defensa», al igual que Holanda, que
sólo pudo resistir cuatro días. El ataque de los paracaidistas alemanes invalidó la
táctica tradicional holandesa de abrir las esclusas de los polders. La reina
Guillermina y el gobierno huyeron a Londres, donde también acudió el rey
Haakon de Noruega. La capitulación del rey Leopoldo de Bélgica y la superación
de la línea Maginot coincidieron con el embarque de las fuerzas británicas en
Dunkerque. En Francia, Reynaud sustituyó a Daladier, encargando la cartera de
Guerra al mariscal Petain, el héroe de Verdun. Ante el empuje germano, Reynaud
dimitió, firmando Petain el armisticio en Compiegne (21 de julio de 1940).
Francia quedó dividida en dos zonas: atlántica, de ocupación alemana, y
mediterránea, la Francia de Vichy. El gobierno galo cedió al III Reich los
territorios de Alsacia y Lorena. Hitler se hizo fotografiar en postura bastante
ridícula bajo la torre Eiffel. Alemania parecía haber ganado la guerra.
En Gran Bretaña, el primer ministro Churchill decidió continuar la guerra,
animando al pueblo inglés para soportar la guerra. La dificultad para la invasión
de las islas británicas hizo que Hitler aceptara el plan del mariscal Goering: el
bombardeo masivo del suelo inglés, con el objetivo de sembrar el pánico
colectivo. Fueron los meses más duros de la historia de Gran Bretaña, pues hasta
el ataque japonés de Pearl Harbor y la invasión de la URSS, la nación se enfrentó
sola ante el III Reich. Finalmente, el desarrollo aéreo británico y el control del
radar y las radiocomunicaciones salvaron a las islas de la invasión nazi. En ese
mismo año, se iniciaron contactos entre los gobiernos español y alemán para una
posible entrada en el conflicto bélico que, finalmente, se abandonó a los límites
de un colaboracionismo económico y diplomático. Nunca se ha explicado lo
suficiente el mayor misterio de esos meses: el descenso en paracaídas sobre los
campos ingleses nada menos que del vicecanciller del Reich, Rudolf Hess, que
pretendía un encuentro en la cumbre con los dirigentes británicos. Más tarde,
ambos bandos estarían de acuerdo en asegurar que Hess había perdido el juicio,
sin que las dudas sobre su misión sobre Gran Bretaña se hayan podido aclarar.
Pronto surgió un segundo frente, al entrar el gobierno italiano en la lucha (10 de
junio de 1940), al lado de Alemania. Su intervención comenzó con buenos
augurios, pues en el norte de Africa el general Grazziani llegó, desde Libia, a
cien kilómetros de Egipto, colonia británica, apoyado por el Africa Korps del
mariscal Rommel. Pero Mussolini fracasó en Grecia, donde el ejército heleno
llegó a penetrar en las bases italianas en Albania. Esta situación en el
Mediterráneo obligó a intervenir a Hitler sobre los Balcanes, apoderándose de
Yugoslavia y Grecia. Bulgaria, Hungría y Rumanía fueron presionadas para que
entraran en guerra al lado del III Reich, política que apoyaron algunos partidos y
sectores sociales admiradores de los nazis. El 11 de noviembre de 1940, aviones
ingleses, despegados de sus portaaviones, atacaron por sorpresa la base de
Tarento, destruyendo el grueso de la escuadra italiana. Desde esos mismos
instantes, Gran Bretaña tuvo el control del Mediterráneo e Italia se convirtió en
una carga, más que una ayuda, para el III Reich.
La expansión germana sobre los Balcanes tuvo forzosamente que disolver el
pacto con la URSS, pues las dos potencias -desde el siglo XVIII coincidían en sus
apetencias de poder sobre el Este europeo. Así, desde la primavera de 1941 se
preparó el plan Barbarroja, con el objeto de aniquilar a la Rusia comunista.

3.2. EL VIRAJE: INTERVENCIÓN DE LA URSS Y ESTADOS UNIDOS


(FINALES DE 1941-1942)
Tarde o temprano tenía que sobrevenir la ruptura entre los dos gigantes
continentales, y la campaña alemana de los Balcanes no hizo sino precipitarla.
Stalin se había lanzado a una frenética carrera de armamentos, y el mando
germano sospechaba que una lucha a muerte entre Alemania e Inglaterra
permitiría a los soviéticos atacarles por la espalda. Fuera o no cierto este
propósito, Hitler tenía que sopesar la dramática alternativa de intentar a toda
costa la invasión de Gran Bretaña, antes de que fuera demasiado tarde, o atacar
Rusia en el verano de 1941, retrasando un año más el previsto final de la guerra.
El ataque sorpresa del 22 de junio de 1941 sobre Rusia tuvo un alcance
insospechado. Inicialmente victorioso, de prosperar el plan, la derrota de Stalin
era segura, afirmando el aislamiento británico, al tiempo que los japoneses
bloqueaban la ayuda norteamericana abriendo un frente en el Pacífico. El partido
comunista reaccionó movilizando a doce millones de hombres e iniciando una
serie de reformas militares que reconocían, en el fondo, el fracaso del modelo
castrense socialista. Fueron suprimidos los comisarios políticos, que
supervisaban y entorpecían la promoción de los oficiales profesionales; se abolió
la «emulación socialista» en el ejército; se elogió como modelos los reglamentos
militares del zar Pedro el Grande; fueron instituidas las órdenes castrenses de
Suvorov y Kutuzov; se reintrodujeron las charreteras como parte del uniforme de
los oficiales; se hizo obligatorio el saludo a los superiores; muchos militares
fueron promovidos al rango de general y mariscal. Finalmente, el propio Stalin
tuvo que rehabilitar a la Iglesia ortodoxa rusa (septiembre de 1943),
reconociendo que su labor evangélica elevaba la moral de victoria de los
soldados y exaltaba la causa nacional.
Sin embargo, pese a los avances espectaculares germanos llegando a las
proximidades de Leningrado y Moscú, el barro y la falta de gasolina detuvieron
los tanques y camiones alemanes. La amplitud del frente y el comienzo del
riguroso invierno favorecieron la contraofensiva del general Zukov, estabilizando
el frente. En el verano de 1942, los alemanes, que daban ya síntomas de
agotamiento, consiguieron conquistar el Cáucaso, pero en Stalingrado les
esperaba su primera gran derrota en batalla campal.
El ataque a la base naval de Pearl Harbor, el 8 de diciembre de 1941, provocó la
entrada en guerra de Estados Unidos. En un primer momento, los avances
nipones fueron impresionantes, ocupando, en poco tiempo, la mayor parte de
islas del Extremo Oriente, y el sudeste asiático, llegando a las fronteras de la
India británica y Australia. Japón amplió sus dominios chinos, afirmando su
hegemonía en los mares, expulsando a los «occidentales»de Guam, Wake, Hong
Kong, Filipinas, Indonesia y Singapur. Ante esta situación, se formó una gran
alianza entre el Reino Unido, Holanda, Francia, Australia y China para hacer
frente al expansionismo nipón por el continente asiático que, en algunas
poblaciones, había sido bienvenido por su carácter antieuropeo. El planteamiento
japonés era, en cierto modo, comparable al alemán: tenía ventaja en una guerra
relámpago de rápidos zarpazos pero no poseía reservas para una confrontación
larga. La esperanza de que el dominio de las importantes materias primas de
Indonesia iba a equilibrar las posibilidades resultó equivocada; falló la conquista
total de China y de sus recursos; no se logró alentar un movimiento
revolucionario en la India británica; y el frente bélico resultó inabarcable.
Mientras tanto, la carrera armamentística se aceleró espectacularmente.
Alemania, que había comenzado la guerra con 1.500 tanques y 5.200 aviones, en
1944 logró construir 27.000 tanques y 40.000 aviones, aunque no fueron
utilizados más que una parte por la escasez angustiosa de carburante. En ese
mismo año, los norteamericanos construyeron 60.000 tanques y 102.000 aviones.
En 1945 disponían de 300.000 aviones, 150.000 tanques y un millón de cañones,
sin contar con las armas fabricadas por los británicos y los rusos. Está claro que
la victoria no podía escapárseles. Alemana y Japón se defendieron con un
estoicismo casi inexplicable en tal situación. Preciso es suponer que la
propaganda les había fanatizado en grado sumo. En el caso de Alemania, parece
evidente que la máxima esperanza -más virtual que real, pero operativa-estaba
depositada en las «nuevas armas» de que tanto se llegó a hablar: la bomba
atómica, los misiles y el avión a reacción. Al final, quienes más se beneficiaron de
ellas fueron los norteamericanos. Los aliados destruyeron los laboratorios de
agua pesada en Noruega necesarios para elaborar la bomba, de manera que los
alemanes no pudieron construirla a tiempo. En cuanto a los misiles, sólo fueron
utilizados y en pequeña cantidad, en 1944, siendo destruidas sus rampas de
lanzamiento por la aviación aliada. El tercer invento alemán, el avión a reacción,
sólo pudo emplearse, y en un número muy modesto, a fines de 1944, cuando los
alemanes ya tenían perdido el conflicto bélico.

3.3. LAS OFENSIVAS ALIADAS Y EL FINAL DE LA GUERRA (FINALES DE


1942-1945)
Desde el verano de 1942, los aliados tomaron la iniciativa. El contraataque
norteamericano en el Pacífico, dirigido por el general Mac Arthur, hizo perder a
la flota japonesa la supremacía en aquel océano. Las batallas aeronavales de
Midway, mar del Coral y Guadalcanal, pusieron de manifiesto la superioridad
norteamericana, gracias a sus potentes portaaviones y flota aérea. Los japoneses
se habían especializado en construir acorazados: aquellos monstruos, de hasta
65.000 toneladas de desplazamiento, erizados de cañones de 40 centímetros de
calibre, se fueron al fondo de los mares sin haber visto nunca un solo barco
enemigo, batidos por la aviación norteamericana. Fracasó la ofensiva alemana
sobre Stalingrado, donde Von Paulus se rindió, en febrero de 1943, con 300.000
hombres. El impulso del general británico Montgomery en el Alamein (octubre
de 1943) supuso un gran éxito sobre las míticas tropas del mariscal Rommel. Al
mes siguiente, comenzó la operación «Toch»: el desembarco angloamericano,
dirigido por Eisenhower, en los puertos de Marruecos y Argelia, derrotó a las
tropas fieles al gobierno colaboracionista de Vichy. Sin embargo, Rommel
consiguió llegar con sus huestes al sur de Túnez, al tiempo de unirse con las
tropas del Eje desembarcadas en aquel territorio, y al fin pudo detener a
Montgomery en la línea de Mareth. Por su parte, la primera experiencia de los
norteamericanos en la guerra de Occidente fue desafortunada. Faltos de práctica
real en el empleo de unidades móviles, fueron dispersados y puestos en fuga por
los tanques alemanes, que no tuvieron dificultades en penetrar en territorio
argelino. Con más fuerzas a su disposición, hubieran podido explotar la victoria y
aniquilar a sus adversarios. Sin embargo, al fin la superioridad de los aliados se
hizo patente, y en diversas operaciones fueron ganando terreno. En mayo de
1943, alemanes e italianos, cada vez más arrinconados en aquella esquina de
Africa, tuvieron que evacuar Túnez.
En julio de ese año, los aliados emprendieron la conquista de Italia, después de
desembarcar en Sicilia, en una maniobra que pretendía tanto distraer tropas del
norte europeo, como evitar que los alemanes sospecharan el futuro desembarco
en Normandía. Ante el avance aliado, el rey de Italia depuso a Mussolini y
nombró al mariscal Badoglio como primer ministro, el cual comenzó a negociar
una paz por separado con los angloamericanos. Esta situación hizo que el III
Reich, en un operación relámpago, invadiera la península italiana, ayudando al
Duce a reconstituir un gobierno fascista en la zona norte. Los nazis abandonaron
el tercio sur, para fortificarse más en el norte, en la línea Gustavo. Meses más
tarde, ante el ataque aliado, abandonaron Roma y se defendieron en la línea
Gótica, que resistiría prácticamente hasta el final de la guerra. Los aliados
llevaron la iniciativa, pero en un año de combates sólo ocuparon una reducida
porción de la península italiana. La propia geografía, una estrecha franja de
tierra entre el Tirreno y el Adriático, con los Apeninos por medio, favorecieron
las tácticas defensivas, impidiendo las grandes ofensivas.
Sin embargo, en el frente del Este, las fuerzas rusas iniciaron una rápida
ofensiva sobre los Balcanes, haciendo retroceder al enemigo. El ejército rojo
ocupó Rumanía, Bulgaria y Hungría, comenzando un proceso de depuración
política en estos países que facilitó la entrada de los comunistas en sus
respectivos gobiernos, al procederse al asesinato y detención de toda la
oposición tanto liberal como conservadora y fascista. Para evitar la toma de
Grecia por el ejército rojo, las fuerzas británicas contraatacaron por las islas del
Egeo, logrando salvar la península helénica. Sin embargo, la guerrilla comunista
antifascista no se contentó con la llegada de los británicos, amenazando con el
estallido de una guerra civil en Grecia, como ocurriría al final del conflicto.
Entre los aliados se impuso el proyecto norteamericano de atacar con grandes
medios y por el sector más difícil, pero el más decisivo: el desembarco en el mar
del Norte. Si bien tenían ya una enorme superioridad en hombres y material, la
aventura parecía arriesgada. Mientras los rusos empujaban tercamente por el
este, y obligaban a los alemanes a mantener fuertes contingentes a la defensiva,
los norteamericanos concentraban en Inglaterra inmensas cantidades de
material para desembarcar en algún punto de la costa atlántica europea. Podía
ser Noruega, Flandes, Francia, e incluso se pensó en España. Al fin se decidió
atacar por la costa francesa, pero no por el paso de Calais, el mejor defendido
por los alemanes, sino por el punto más vulnerable el entrante de Normandía. Al
mismo tiempo, los aliados machacaron con bombardeos las ciudades alemanas, y
no sólo con objetivos estratégicos, con el claro propósito de desmoralizar a la
población civil. Culminó entonces el término de «guerra total», en que ya no
hubo distingos entre militares y paisanos, frente y retaguardia.
El 6 de junio de 1944 tuvo lugar en el frente occidental la operación bélica más
importante de toda la guerra: el desembarco aliado en las costas de Normandía.
4.000 barcos y 11.000 aviones intervinieron en esta espectacular maniobra.
Varias cabezas de desembarco fueron aniquiladas por los alemanes, pero las que
consiguieron resistir fueron reforzadas por un imponente aparato logístico.
Durante veinte días la situación fue crítica. Al fin los aliados pudieron recibir
refuerzos suficientes y el 26 de junio conquistaron el importante puerto de
Cherburgo. El 25 de agosto fue liberado París, donde las fuerzas aliadas fueron
recibidas con un entusiasmo indescriptible y De Gaulle salvó la imagen de
Francia, logrando entrar antes que cualquier otro alto militar norteamericano o
británico. La reconquista del resto de territorio francés y belga se consumó en
noviembre. Las fuerzas del Eje intentaron una contraofensiva espectacular en las
Ardenas, fallando por falta de combustible. A partir de estos momentos,
Alemania tuvo que defender su propio territorio, mientras aún se sostenía en
Dinamarca, Noruega y algunas zonas de Centroeuropa. Rusos y angloamericanos
cercaron Berlín el 25 de abril de 1945, mientras otras divisiones se apoderaron
del norte de Italia. El 1 de mayo, Hitler se suicidó en su búnker berlinés; su fiel
amigo, Benito Mussolini, había sido fusilado por partisanos izquierdistas en el
norte de Italia. Al día siguiente, se rindió la capital alemana. El 8, el mariscal
Keitel firmó la capitulación sin condiciones del Reich.
En el Pacífico, desde octubre de 1944, los aliados causaron numerosas bajas en
la flota japonesa. Los aviones suicidas japoneses (los kamikazes), lanzados sobre
la marina norteamericana, fueron como los últimos estertores del ejército nipón.
A partir de la constitución en mayo del gobierno Suzuki, la guerra podía haber
terminado de no ser por la exigencia norteamericana de la rendición
incondicional. Japón se negó a ello, por lo que el presidente Truman, sucesor de
Roosevelt, decidió asumir la responsabilidad de una de las decisiones más graves
y terribles de la historia de la humanidad: el lanzamiento de la bomba atómica
sobre las ciudades de Hiroshima (6 de agosto) y Nagasaki (9 de agosto). Las
devastadoras escenas que tuvo que presenciar el país hicieron que el propio
emperador Hiro-hito decidiera solicitar la rendición incondicional. La firma tuvo
lugar el 2 de septiembre a bordo del acorazado estadounidense Missouri. Es
curioso subrayar que, en su momento, ningún órgano de prensa progresista
protestó en el mundo por el lanzamiento de la bomba atómica, a excepción del
Vaticano. L'Ossel Vatore Romano, el periódico oficioso de la Santa Sede, escribió
el 7 de agosto: «Esta guerra lleva a una conclusión catastrófica. Increíblemente
esta arma destructora se convierte en una tentación para la posteridad que,
como sabemos por amarga experiencia, aprende muy poco de la historia. »

4. LA ORGANIZACIÓN DE LA PAZ
Desde 1941, los responsables de las principales potencias aliadas estudiaron la
táctica de las operaciones y planificaron el futuro con la esperanza de conseguir
la victoria. El primer ensayo, en forma de conferencia bipartita, reunió a
Roosevelt y Churchill.

4.1. LAS CONFERENCIAS BIPARTITAS


En agosto de 1941, antes de ingresar Estados Unidos en la contienda, el premier
británico y el presidente norteamericano cambiaron impresiones en la bahía de
Argentia. Ambos estadistas ratificaron un conjunto de principios organizadores
del mundo de posguerra, en caso de vencer. Las dos potencias renunciaron a
nuevas expansiones, defendieron el derecho de los pueblos a elegir su forma de
gobierno, propusieron la colaboración de todas las naciones en el terreno
económico. Asimismo, garantizaron la libertad de los mares, exigiendo el futuro
desarme de los países agresores. En septiembre, quince naciones no alineadas
con el Eje se adhirieron a estos principios, recogidos en la Carta del Atlántico.
Los mismos mandatarios se volvieron a reunir en Casablanca (Marruecos) los
días 14 al 23 de enero de 1943. Los motivos del encuentro fueron diferentes.
Estados Unidos, ya beligerante, acordó alargar la guerra hasta lograr la
rendición incondicional de Japón y Alemania. Por otra parte, decidieron abrir un
frente en Sicilia, como maniobra de distracción. Asimismo, intentaron reconciliar
a los dos líderes de la resistencia francesa, De Gaulle y Giraud.
4.2. LAS CONFERENCIAS TRIPARTITAS
En noviembre de 1943, se sumo Chang Kai-shek, líder de la resistencia
nacionalista china frente al expansionismo nipón, a los dos líderes anteriores en
El Cairo. Estudiaron los problemas relativos a la guerra y el porvenir de China.
Más tarde, a finales de ese mes, se produjo la Conferencia de Teherán. Fue la
primera vez en que Stalin fue invitado a una reunión estratégica, cuyo fin era
preparar el asalto sobre Alemania. Stalin solicitó la apertura de un frente
occidental, Churchill prefirió uno mediterráneo, para alejar la contienda de Gran
Bretaña y evitar un fuerte expansionismo ruso por los Balcanes, como así
sucedió.
Los tres dirigentes volvieron a reunirse en Yalta (febrero de 1945), comenzando
un vergonzoso reparto del mundo por influencias. Se fijaron las fronteras de
Europa entre los tres países y se jugaron el bienestar de millones de personas en
beneficio de sus menudos intereses. Stalin logró engañar a sus aliados políticos
tras la guerra, prometiendo respetar la independencia política de varios países
balcánicos. En Potsdam (julio-agosto de 1945) las escenas se repitieron, aunque
el dirigente ruso tuvo frente a sí a Truman y Attle, pues el presidente Roosevelt
había fallecido y Churchill había dimitido, al perder las elecciones en Gran
Bretaña. La conferencia se limitó a concretar las vaguedades de Yalta. Alemania
quedó dividida en cuatro zonas de ocupación. Berlín, situado en zona rusa,
dependió de un comité de ocupación conjunta, que respondió a una bizona: rusá
y anglo-franconorteamericana, germen de las dos futuras Alemanias: la
República Democrática Alemana y la República Federal de Alemania.

5. LAS CONSECUENCIAS DE LA GUERRA


Como era de esperar, las consecuencias de esta guerra superaron
considerablemente los efectos producidos por la Gran Guerra. El cotejo de los
resultados de ambas conflagraciones permite descubrir fácilmente las distancias
y peculiaridades de uno y otro conflicto. La Segunda Guerra Mundial fue la
mayor catástrofe de la historia de la humanidad. Participaron en ella 60 países
de los cinco continentes, de los que 24 fueron invadidos; 800 millones de seres
humanos sufrieron sus consecuencias directas, de los cuales murieron 73
millones: por primera vez, más de la mitad fueron civiles. Ciento cincuenta
millones fueron heridos o quedaron mutilados. Entre 40 y 50 millones de
hombres, mujeres y niños quedaron desplazados de sus hogares. Veinte millones
de toneladas de buques fueron aparar al fondo de los mares. Tres millones de
edificios fueron destruidos. Los daños morales fueron también inmensos, pero no
caben en cifras.

5.1. PÉRDIDAS HUMANAS


Siempre dentro de datos aproximados, la guerra supuso una pérdida de más de
73 millones de vidas, cerca de 70 millones de heridos y más de 40 millones de
desplazados o sin hogar, entre los que se encuentran todos los afectados por los
campos de exterminio hitleriano. De todos los participantes en la contienda, fue
la URSS el país más perjudicado, en una proporción equivalente al 10 % del total
de sus habitantes. De 17 a 20 millones de sus habitantes murieron en los campos
de batalla, a los que hay que sumar las consecuencias de la represión nazi,
japonesa y soviética. Polonia sufrió, igualmente, una importante reducción de su
población, superior a los seis millones de habitantes. Una cifra ligeramente
inferior es la correspondiente a Alemania, donde se hicieron sentir los efectos del
bombardeo de los aliados sobre sus ciudades. La reducción demográfica afectó
desigualmente, al menos en Europa, a las dos ! zonas, pudiendo establecerse una
relación de 1/10 entre Europa occidental y oriental; motivo que justificó, en
parte, la reacción antialemana latente en los países del Este.

La represión japonesa sobre el sureste asiático y China fue de tales proporciones


que las relaciones entre estos dos países, tras la guerra, estuvieron marcadas
por el recuerdo de las masacres que había realizado el ejército nipón. La
respuesta norteamericana durante el conflicto fue la creación de campos de
concentración en California donde reunieron ala población japonesa emigrante.
En todo estudio sobre la Segunda Guerra Mundial es necesario aludir al
genocidio de los «campos de la muerte» nazis, tristemente famosos: Auschwitz-
Birkenau, Bergen-Belsen, Buchenwald. En ellos, los nazis encerraron, aplicando
teorías racistas, a judíos, zíngaros, gitanos, eslavos, homosexuales, opositores
políticos, etc. y también a numerosos católicos y representantes de otras ramas
del cristianismo, no por motivos racistas, sino por considerarlos incompatibles
con su concepción totalitaria y laica de la vida. En las tres semanas que duró la
invasión de Polonia fueron asesinados 250.000 judíos polacos. Más adelante, en
el ghetto de Varsovia, se calcula que fueron masacrados unos 400.000. A partir
de 1940 fueron igualmente perseguidos por el resto de la Europa ocupada por
las tropas alemanas. Se multiplicaron los campos de . concentración con las
cámaras de gas y los hornos crematorios. En Ucrania y Besarabia se calcula que
fueron asesinados más de dos millones de judíos. En las cámaras de gas
aproximadamente unos dos millones y medio. Las cifras totales del genocidio de
la Segunda Guerra Mundial son desconocidas, aunque se calculan entre cinco y
seis millones tan sólo la población judía.

Durante el conflicto y en los años posteriores al mismo fue unánime el


reconocimiento sobre la actuación del papa Pío XII en favor de los judíos. Por
medio de su iniciativa personal, universidades, ateneos y cuantos edificios
pontificios gozaban de derecho de extraterritorialidad otorgaron asilo y
protección a los miembros de la comunidad judía, en un número que se calcula
en 5.000 personas. Asimismo, fueron numerosas las actuaciones diplomáticas de
la Santa Sede que evitaron deportaciones de judíos; principalmente decisivas
resultaron las que se ejercieron sobre Mussolini para que no enviase ningún
judío a los campos de exterminio. Por su voluntad a favor de la paz, por su
defensa de los débiles y su valiente denuncia de las persecuciones nazis, Pío XII
fue reconocido como uno de los personajes de la época que más luchó en favor
de los derechos humanos. Con el fin de evitar represalias mayores se vio
obligado a guardar un silencio oficial en determinadas ocasiones, pero ni tan
siquiera en estas críticas circunstancias dejó de hacer cuanto estuvo de su mano.
Las enseñanzas de Pío XII durante este tiempo no se limitaron a denunciar las
calamidades de la guerra, sino que además ofrecieron soluciones para un futuro,
ya que en buena medida se adelantaron. a la doctrina de la Carta de las Naciones
Unidas, al señalar los fundamentos de una justa convivencia. y así el tema
central de su encíclica inaugural -la Summi pontificatus (20 de octubre de
1939)se refirió a la construcción de un orden social justo como fundamento de la
democracia.
Como contraste, tras la guerra, los principales dirigentes nazis se enfrentaron,
como criminales de guerra y genocidas, al tribunal internacional de Nüremberg.
Doce fueron condenados a muerte -aunque el mariscal Goering se suicidó-,
cuatro a prisión perpetua, tres a penas más cortas y tres fueron absueltos. En
Japón, sé realizó un proceso semejante con la élite del gobierno y del ejército
imperial.

5.2. PÉRDIDAS MATERIALES Y ESPIRITUALES


Pese a la victoria sobre los nazis y los fascistas, buena parte de la población
europea y asiática sufrió una dura crisis espiritual y material. Europa central
-desde Stalingrado a Caen, y desde Montecassino a Hamburgono ofreció al final
del conflicto más que un paisaje de ruinas y desolación. En el centro, el vacío
germánico mostró el caos producido por la invasión, la ferocidad nazi y la
ocupación cuatripartita que hundieron a Alemania. Un cálculo aproximado de las
pérdidas totales exigiría disponer de todos los informes que elaboraron años
después los distintos países. Sin descender a cifras concretas, baste recordar
algunos aspectos indicativos del alcance de la catástrofe. Así, la destrucción de
viviendas, de vías de comunicación, el elevado número de plantas industriales
puestas fuera de servicio, los terrenos sin cultivar. No menor importancia tiene el
caos económico en que se vieron envueltos los Estados cuyo volumen de la deuda
y el proceso inflacionario trajo serios problemas en los años siguientes, o los
padecimientos de la población, víctima del doble mal del racionamiento y del
mercado negro. Se produjo un aumento de la prostitución, del alcoholismo, se
desarraigaron familias, se elevó el número de enfermos mentales desatendidos y
de niños sin hogar, la droga aumentó su circulación entre la población civil y la
militar (aquejada de fuertes dolores corporales), la mortalidad infantil y las
enfermedades venéreas llegaron a alcanzar cifras impensables antes de la
guerra, el desarrollo cultural se vio fuertemente mermado, el hambre se hizo
dueña de extensas regiones del mundo.

5.3. CAMBIOS TERRITORIALES


Según estaba previsto en la Conferencia de Casablanca, la capitulación de
Alemania y Japón fue incondicional. De ahí que fueran estos países los más
afectados por la reducción de sus territorios. Alemania desapareció, renaciendo
dos Estados en 1949, sufriendo una ocupación total de su territorio. Perdió todas
sus anexiones realizadas en los años treinta, y toda la Prusia oriental. Japón
volvió a sus fronteras territoriales de 1934, pues tuvo que ceder los territorios
conquistados en Extremo Oriente, mientras las islas Sajalín pasaron a manos de
la URSS. Polonia recibió nuevas fronteras, llevadas a la línea Oder-Neisse.
Finlandia, Bulgaria, Hungría y Rumanía, aliados del III Reich, firmaron tratados
de paz y confirmaron las bases ya aprobadas en los respectivos armisticios. Se
impusieron las condiciones propuestas por la URSS, cuyos ejércitos dominaban
la zona. Se produjeron algunas variaciones territoriales, pero en general se
volvieron a las fronteras anteriores a la guerra. Los mayores cambios
correspondieron ala anexión de territorios ala URSS; istmo de Carelia y otras
pequeñas zonas cedidas por Finlandia; Besarabia y Bucovina, cedidas por
Rumanía. No extraña, por lo mismo, que fueran muchas las personalidades que
recriminaran al presidente Roosevelt el sacrificio de Polonia y el abandono de
Europa oriental en manos de la Rusia de Stalin. Austria, ocupada por los aliados,
pudo reconstituirse, años más tarde, como Estado independiente. Los Estados
bálticos, Ucrania y Bielorrusia, volvieron a ser dominados por la URSS. Italia se
benefició del hecho de haber capitulado antes del fin de la guerra y haber
participado junto a los aliados en su última etapa. Perdió su Imperio colonial,
debió entregar a Grecia las islas del Dodecaneso, la Venecia Julia a Yugoslavia y
Trieste aun sistema de control internacional.

5.4. CAMBIOS POLITICOS


Si en 1918 pudo hablarse del hundimiento de los grandes Imperios (Alemania,
Austria-Hungría, Turquía y Rusia), en 1945 asistimos ala reducción de las
monarquías europeas. Como consecuencia de la implantación del totalitarismo
comunista, fueron depuestos violentamente Simeón II de Bulgaria, tras el
asesinato del regente, y Miguel de Rumanía, declarándose finalizado el régimen
regencialista en Hungría. El dictador comunista Tito logró imponerse sobre los
monárquicos en Yugoslavia, iniciando una terrible represión, de manera que
Pedro II jamás pudo volver al trono de Belgrado. En Albania, el líder bolchevique
Hoxa proclamó la república popular, impidiendo el retorno del rey Zogú I y su
familia. En Italia, un referéndum cambió el régimen político, por lo que
Humberto II tuvo que abandonar el trono de los Saboya. Mejor suerte tuvieron
Jorge II de Grecia y Leopoldo III de Bélgica en las respectivas consultas
electorales, aunque el segundo pronto tuvo que abdicar en su hijo Balduino I.
Japón conservó el régimen imperial, de enorme popularidad, en adelante
limitado por una nueva Constitución democrática.

Por otra parte, como consecuencia del antifascismo imperante en el bando de los
aliados, los partidos socialistas y socialdemócratas resurgieron con fuerza en
casi toda Europa. Incluso en Gran Bretaña, Churchill y el partido conservador
perdieron las elecciones, por lo que el partido laborista volvió a formar gobierno.
En la mayor parte de países europeos, los socialistas ocuparon varias carteras
ministeriales tras la guerra. Los votantes de derecha y centro se agruparon en
los partidos democratacristianos, auspiciados por la Jerarquía de la Iglesia
católica, logrando alzarse como la fuerza hegemónica en la República Federal de
Alemania, Italia y Bélgica, mientras el MRP francés, sin referencias
confesionales, trataba de representar los intereses de ese sector del electorado.
Los partidos comunistas, con fidelidad absoluta ala Unión Soviética, se
desarrollaron en Italia y Francia, participando en el gobierno hasta que el
comienzo de la «guerra fría» hizo que pasaran a la oposición parlamentaria. No
obstante, la distinta ocupación de Europa por los ejércitos aliados dividió el
continente en dos zonas. En la zona occidental, liberada por las fuerzas
angloamericanas, se impuso y se restauró la democracia parlamentaria y el
sistema económico capitalista, donde –paradójicamente-los partidos comunistas
fueron muy fuertes. Frente a ésta, se alzó la zona oriental, el este europeo,
ocupado por el ejército rojo, que implantó dictaduras Comunistas a la fuerza en
Polonia, Republica Democrática Alemana, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía y
Bulgaria, países donde, en cambio, los bolcheviques apenas habían contado con
apoyo popular anteriormente. Albania y Yugoslavia también tuvieron regímenes
comunistas, aunque independientes de la esfera de influencia de la URSS. En
cuanto alas relaciones. internacionales, las potencias vencedoras consideraron ,
necesario crear una organización mundial que mantuviera la paz y la seguridad
en el mundo, en sustitución de la Sociedad de Naciones. La Conferencia de San
Francisco, celebrada entre el 25 de abril y el 26 de junio de 1945, aprobó la
Carta de la Organización de las Naciones Unidas, que entró en vigor el 24 de
octubre siguiente. Sin embargo, la división ideológica y la lucha por la
hegemonía entre las dos superpotencias (Estados Unidos y la URSS), junto con el
mayor protagonismo de los países del Tercer Mundo, dieron comienzo a una
etapa de coexistencia pacífica, no exenta de enfrentamientos y conflictos
internacionales.

CAPITULO 11: LOS FUNDAMENTOS DEL MUNDO ACTUAL. LA DIVISIÓN


TRIPARTITA DEL MUNDO, 1945-1989
por JOSÉ RAMÓN DIEZ ESPINOSA
Profesor Titular de Historia Contemporánea, Universidad de Valladolid

El ciclo histórico que transcurre entre la segunda posguerra y las revoluciones


de 1989 puede ser analizado a partir de la división tripartita del mundo, según la
diferenciada naturaleza y evolución de los fundamentos económicos, sociales y
políticos de las democracias capitalistas occidentales, o Primer Mundo, las
democracias socialistas, o Segundo Mundo, y el resto heterogéneo de países
-pero en situación común de dependencia y subdesarrollo-, o Tercer Mundo.

1. CRECIMIENTO, BIENESTAR Y ACCIÓN POLÍTICA EN LAS


DEMOCRACIAS CAPITALISTAS
Las democracias occidentales conocen una prolongada estabilidad de sus
estructuras socioeconómicas y políticas a la que han contribuido la política
internacional y el equilibrio interno de las democracias. El orden internacional
pactado -de bloques-, en el que la hegemonía militar, económica y política
convierte a Estados Unidos en gendarme de Occidente, lo mismo que ala Unión
Soviética en guardiana del Este, condiciona la estabilidad occidental, pues
impide disputas internas por la supremacía, invalida cualquier proyecto de unión
europea federalista neutral, y precipita la integración nacional en el bloque
liderado por Estados Unidos. A la sombra de esta hegemonía, la cultura política
de las democracias occidentales experimenta un giro radical con respecto a la
época precedente: la integración triunfa sobre los antagonismos, la tolerancia
pragmática sobre el dogmatismo ideológico, y la cooperación entre las clases
sobre los conflictos socioeconómicos irreconciliables.
1.1. EL CONSENSO SOBRE EL CRECIMIENTO Y EL BIENESTAR (1950-
1970)
L La estabilidad de las democracias capitalistas tiene su origen en el doble
consenso suscrito sobre el orden vigente. Los acuerdos de posguerra afectan, en
primer lugar, al sistema económico y sancionan el triunfo y la permanencia del
capitalismo. El modelo económico capitalista de posguerra, en el que el Estado
desempeña funciones cada vez más relevantes, garantiza un crecimiento
continuo que se adapta, además, a una adecuada distribución social mediante la
ampliación de los programas de bienestar. El consenso se extiende, en segundo
lugar, al orden político y supone la consolidación de la democracia
representativa. Bajo formas monárquicas o republicanas, los regímenes
parlamentarios se asientan en la legitimidad de los procesos electorales que
permiten la formación de gobiernos democráticos y garantizan las alternancias.

El crecimiento económico: fordismo y sociedad de consumo


El modelo económico capitalista se fundamenta en el crecimiento armónico de la
producción en masa (fordismo) y del consumo de masas (sociedad de consumo).
Las sociedades industriales conocen un dinamismo sin precedentes durante los
plateados años cincuenta y los dorados años sesenta.
El proceso ha sido acelerado, sostenido, y especialmente intenso en Europa
occidental. El crecimiento resulta alto y muy superior al de etapas anteriores: el
PIB aumenta un promedio anual del 4,9 %, el PIB por persona el 3,8 %, y la
productividad el 4,5 %. Además, es general y estable, pues los avances afectan
por igual ala producción agrícola que a la industria ya los servicios. La ausencia
de crisis traumáticas sugiere a los economistas un cambio en la terminología al
uso, según el cual las economías capitalistas ya no estarían afectadas por crisis
sino por recesiones o etapas de menor crecimiento. Por último, la prosperidad es
más acusada en Europa occidental y Japón. Las condiciones de reconstrucción
(menores trastornos territoriales, adecuada resolución del tema de reparaciones
y deudas de guerra, ayuda de Estados Unidos a través del Plan Marshall), sirven
de arranque de una expansión equivalente en apenas veinte años a la del siglo y
medio anterior y fortalecen la posición europea en la producción mundial de
bienes y servicios.
La producción en masa se relaciona con el mayor volumen de los factores de
producción (materias primas, trabajo y capital) y su mejor asignación gracias al
progreso técnico y organizativo (productividad). En el período 1950-1973, la
estructura capitalista presenta los siguientes rasgos (D. Aldcroft, H. van der
Wee):
a) Renovación de la base energética. La producción energética experimenta un
crecimiento exponencial (4,9 % en los años cincuenta y 5,2 % en los sesenta). El
petróleo se convierte en fuente básica de energía (45,5 % de la producción
mundial en 1973), seguido a distancia por el carbón y el gas natural. Asimismo,
se aprecia un creciente grado de electrificación impulsado por la dinámica
industrial (iluminación eléctrica, motores y procesos químicos intensivos en
energía) y los nuevos usos energéticos en la industria y el sector doméstico
(cocinas, calefacción, electrodomésticos).
b) Elevadas tasas de acumulación de capital humano, más numeroso y
cualificado. La ampliación de la fuerza de trabajo disponible es resultado del
crecimiento natural de la población (26 % y un total de 1.065 millones de
personas en 1970), la redistribución de la fuerza de trabajo hacia las economías
industrializadas por los movimientos migratorios, el aumento de la proporción
del grupo de edad comprendido entre 15 y 64 años, el aumento del trabajo
femenino en la ocupación total (del 28,5 al 35,4% entre 1950-1970) y la
desaparición del paro encubierto por el transvase de trabajadores desde la
agricultura hacia la industria y los servicios. La fuerza de trabajo es también más
cualificada por la fuerte inversión en el sistema educativo y el alto promedio de
años de escolaridad (de 10,24 a 12,29 años educación/persona). En estas
condiciones el desempleo, que presenta tasas muy reducidas en los años
cincuenta, se sitúa en un modesto 3% entre 1964-1973.
c) Indudable esfuerzo inversor: La ratio de inversión interna bruta de los países
industriales asciende del 20,9 al 26,2% del PIB entre 1950-1973. La inversión se
concentra en la industria del automóvil y materiales de transporte,
electrodomésticos, autopistas y viviendas, productos petroquímicos, electrónica,
aeronáutica e industria del armamento.
d) Revolución tecnológica, con sus efectos en la mayor productividad del trabajo
y capital. El proceso engloba la reconversión a usos civiles de la tecnología bélica
disponible en sectores básicos, la extensión de la innovación por todo el proceso
productivo, la concentración de la tecnología en una minoría de ramas y
empresas capaces de desembolsar las fuertes inversiones requeridas, la difusión
de la producción en masa (privativa de ciertas actividades económicas de
Estados Unidos en los años de entreguerras) al conjunto del aparato productivo y
al resto de economías capitalistas, la generalización del sistema fordista de
organización del trabajo, o la adecuación de la gestión empresarial en la
dirección y en la gestión.
El consumo de masas, por su parte, implica un alto y sostenido nivel de demanda
interna y externa que se ha obtenido gracias a los cambios en la circulación de
los productos, las pautas de consumo y el comercio internacional (E. Palazuelos).
a) La reducción del tiempo que media entre la producción y el consumo es
estimulada por una inversión creciente en mercadotecnia (la publicidad
representa el 2-3 % del gasto nacional) y por el perfeccionamiento del transporte
viario, marítimo y aéreo, que abarata los costes y vertebra el mercado mundial.
b) El modelo de la moderna sociedad de consumo, esbozado en Estados Unidos
antes de 1945, se difunde por el resto de países desarrollados. La separación
espacial de las condiciones de vida de la población (trabajo, vivienda, ocio)
repercute en la expansión de las industrias de construcción y material de
transporte, en el avance del negocio inmobiliario (construcción estandarizada de
viviendas multifamiliares para la población asalariada y de complejos
residenciales para los grupos más favorecidos), y en el desarrollo excepcional del
mercado de los electrodomésticos y artículos petroquímicos, asociado a la
estética funcional doméstica ya la tendencia a cosificar el bienestar.
La propagación del consumo de masas se relaciona también con una oferta
amplia y diversificada, gracias ala multiplicación del tipo de mercancías lanzadas
al mercado, y con los mecanismos que han financiado el alto nivel de demanda.
El aumento de la capacidad adquisitiva de los salarios (mayor presencia de las
rentas del trabajo -60-70%-en la composición de la renta nacional), las
prestaciones del Estado del bienestar a través de transferencias monetarias
directas a los sectores desfavorecidos, y la relevancia del sector financiero en el
suministro de créditos para la actividad industrial, el consumo privado (ventas a
plazos) y el sostenimiento del déficit estatal han hecho posible la adecuada
financiación del consumo.
c) La expansión del comercio internacional ha sido tan espectacular que la
exportación mundial se multiplica por cinco en volumen y por quince en valor. El
comercio crece a un ritmo (520 %) mayor que la producción (330 %) por efecto,
al menos, de tres factores: la liberalización de las relaciones comerciales con la
creación en 1947 de la Agencia de la ONU para regular los intercambios
(Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio, GATT) y con la compleja trama de
negociación de acuerdos multilaterales (conferencias arancelarias o «rondas» );
la liberalización de los sistemas de pagos, con la confección por la Conferencia
Monetaria y Financiera de Bretton Woods (1944) de un nuevo orden (Sistema
Monetario Internacional) que proporciona estabilidad monetaria y liquidez
internacional; y los procesos de cooperación e integración económicas (Unión
Europea de Pagos, Código de Liberalización de la OECE, Asociación Europea de
Libre Comercio, EFTA; y Comunidad Económica Europea, CEE) que han
eliminado obstáculos para el comercio internacional.

El Estado como agente económico y como proveedor de bienestar


El desarrollo armónico de la producción y el consumo debe referirse, en tercer
lugar, ala creciente intervención estatal. Pese ala gradación de modalidades
nacionales y temporales que presenta, la acción estatal ha asegurado niveles de
producción, empleo, productividad, renta y servicios sociales básicos (salud,
educación, jubilación) sin precedentes históricos.
El papel de la Administración estatal fue secundario hasta la Gran Depresión y se
redujo prácticamente a las funciones que estableciera A. Smith (defensa, justicia,
gastos de gobierno, obras públicas). Desde entonces, se asiste aun cambio
radical en la relación Estado/economía, con la asunción por el poder público de
mayor responsabilidad en los mecanismos que aseguran el pleno empleo de los
recursos. La referencia obligada del cambio de paradigma es J. M. Keynes, quien
aporta la base económica que justifica el uso del potencial estatal en la lucha
contra las fases depresivas de los ciclos económicos. La intervención estatal
reviste un carácter anticíclico y trata de prevenir las oscilaciones catastróficas
de la coyuntura, asegurar el pleno empleo de los recursos y compensar las
variaciones no deseadas del nivel de actividad productiva inherentes al sistema
capitalista («Estado bombero» ). El Estado actúa a través del incremento del
gasto público para controlar la demanda y el nivel de inversión en momentos
desfavorables. Keynes pone fin al mito del presupuesto equilibrado y rompe el
techo de la intervención económica del Estado. Aquí reside la importancia de la
revolución keynesiana.
El valor anticíclico que Keynes atribuye ala acción estatal pronto es superado y
desplazado por una presencia pública permanente, estructural, a modo de
requisito del sistema capitalista. Las tesis keynesianas del gasto público son
empleadas como modo de regular el funcionamiento mismo del sistema
económico. El volumen del gasto público ofrece la dimensión cuantitativa de la
intervención estatal. En 19501970, la relación gasto público/PIB experimenta tan
rápida progresión que a finales de los años sesenta el promedio del gasto público
en los países industriales es del 41 %, y en todos los casos es superior al 33 %:
en Holanda, Suecia y Gran Bretaña por encima del 50 %, en Estados Unidos o
Alemania algo inferior. Además del gasto público, la relación de inversiones
públicas y el volumen de fuerza de trabajo. Ocupada en el sector estatal sobre el
total de las inversiones y la población empleada constituyen otras tantas
variables del peso económico estatal.
La intervención pública se concreta en la inversión y en el consumo (E.
Palazuelos). La función inversora estatal, que reduce costes para el capital
privado y garantiza la reproducción de la fuerza de trabajo, se destina a la
creación y mantenimiento de infraestructuras (carreteras, vías férreas, redes de
agua, tendido eléctrico), a la financiación de la investigación científica y
tecnológica (en especial la investigación básica de elevados costes y menor
rentabilidad inmediata), a la nacionalización de empresas no rentables que
suministran bienes necesarios (agua, gas, electricidad, etc.), a la gratuitad de la
enseñanza básica y profesional que asegure la cualificación requerida por la
actividad económica, a la cobertura de servicios y dotaciones sociales en
vivienda, sanidad, transporte, ocio, educación, o a la concesión de ayudas a
empresas privadas como incentivo para la exportación, creación de empleo, etc.
La función consumidora, por su parte, pretende paliar la insuficiente demanda
privada y ampliar el mercado con pedidos referentes a la política de rearme de
los gobiernos occidentales, la cobertura de infraestructuras, equipamientos
colectivos y servicios sociales, el sostenimiento del poder adquisitivo del
personal civil y militar empleado por el aparato estatal, o la garantía de un nivel
mínimo de consumo de los colectivos de desempleados, enfermos y jubilados a
través del sistema de seguros.
El gasto público persigue superar la fase recesiva del ciclo económico pero no
está sujeto a una asignación predeterminada, es decir, la intervención estatal
keynesiana puede orientarse por igual a los gastos militares que a los gastos
sociales. Por esta razón, la política de gestión keynesiana de la demanda y el
Estado del bienestar no son conceptos intercambiables. Cuando se habla de
Estado del bienestar se hace referencia a una modalidad de política keynesiana
caracterizada por impregnar el gasto público de contenido social.
Si Keynes es la autoridad que justifica la intervención económica estatal, w.
Beveridge lo es de la política social de posguerra. En Seguro Social y servicios
afines (1942), Beveridge sostiene que el derecho de ciudadanía supone participar
no sólo en el proceso de decisión política sino también en el bienestar social. La
política social no debe quedar restringida a una red de seguros que únicamente
sustituya los ingresos perdidos por los trabajadores sin tener culpa de ello. La
protección debe superar esta seguridad reactiva y ampliarse hasta un sistema de
seguridad preventiva que fomente el bienestar general de todos los ciudadanos.
De este modo, la política social introduce perfiles específicos en la gestión
económica keynesiana pues las autoridades pueden aprovechar el gasto público
para la transformación social. En estos términos se concreta el parentesco
keynesianismo Estado del bienestar. El modelo exige la complicidad de la
racionalidad de las políticas de demanda keynesianas y la organización de la
sociedad sobre la base del principio de la igualdad, incorporando mecanismos de
redistribución de la renta.
El Estado del bienestar es el sistema social vigente desde la posguerra en las
democracias occidentales -al margen de los partidos en el gobierno-y que ha
permanecido más o menos intacto hasta el cambio decisivo de mediados de los
años setenta (R. Mishra). La responsabilidad estatal en la protección social de
sus ciudadanos implica un conjunto de actuaciones públicas que garantizan a
todo ciudadano de la nación, por el mero hecho de serIo, el acceso a un mínimo
de servicios que aseguren su supervivencia (entendida en términos sociales y no
estrictamente biológicos) en competencia de partidos. El auge económico y la
práctica competitiva nivelan las diferencias entre los grandes partidos y pulen el
radicalismo ideológico. La expectativa del éxito electoral reorienta el programa
de los partidos según las exigencias del mercado político de tal modo que a la
pretensión de maximizar los votos se superpone la tendencia a minimizar los
aspectos programáticos que puedan generar antagonismos. La influencia del
entorno exterior impulsa el desarrollo de los «partidos atrápalotodo»: las
agrupaciones políticas aspiran a captar electores en todos los medios con la
consiguiente erosión de su identidad colectiva (C. Offe).
Diezmadas de carga ideológica, las posiciones teóricas y las prácticas políticas se
aproximan, los programas se hacen más moderados. La amplia brecha que había
separado las opciones socialistas de las conservadoras se cierra paulatinamente.
En estos años se acuña la expresión «socialismo conservador» para definir la
ideología común a los partidos de masas de Europa y América, o se formulan
teorías sobre la convergencia ideológica (S. M. Lipset), fin de la guerra de las
ideas (K. D. Bracher), fin de las ideologías (D. Bell). Reprimida la génesis de
nuevos partidos, se reclama la atención sobre la congelación del sistema de
partidos (S. M. Lipset y S. Rokkan) para indicar que el paisaje de los partidos
políticos permanecía inmutable desde los años treinta.
Además de los cauces parlamentarios de representación territorial, la acción
política de las democracias discurre por fórmulas de representación funcional de
los intereses socioeconómicos. Se entiende por neocorporativismo un sistema de
representación en el que las asociaciones centralizadas de productores
(organizaciones empresariales y sindicales) gozan de un reconocimiento estatal
que les hace partícipes de la vida política y les concede un monopolio
representativo deliberado (P. c. Schmitter). Fuera del alcance de controles
democráticos formales, los representantes de los intereses del capital y del
trabajo colaboran en la gestión de la política del gobierno a través de comisiones
consultivas y organismos administrativos. A cambio de tan privilegiada posición,
los grupos de intereses deben ejercer el control en la selección de sus líderes y
en la articulación de sus reivindicaciones, asegurar la disciplina y obediencia de
sus componentes a los términos de las políticas acordadas, y tratar de eliminar
cualquier presión de los miembros en favor de sus intereses particulares. El
neocorporativismo aparece así como un medio eficaz para aumentar el control, la
estabilidad y la gobernabilidad de las democracias, en la medida en que canaliza
la participación política, facilita la negociación de acuerdos y aminora la
amenaza de conflictos.

1.2. LA CRISIS DEL CRECIMIENTO Y DEL BIENESTAR (1970-1989)


Los acuerdos de posguerra sobre el crecimiento y el bienestar se debilitan en la
década de los setenta. Recesión económica e inflación, pérdidas masivas de
empleo, crisis fiscal del Estado, etc., son sendas manifestaciones del coste del
sistema para mantener el bienestar económico y social. En adelante, se evapora
la confianza en la intervención económica estatal, crecen las dificultades para
mantener el compromiso con el pleno empleo y se hacen habituales las
restricciones del gasto social: crisis económica y crisis del Estado del bienestar
materializan la ruptura con la etapa precedente. La crisis afecta finalmente al
paradigma político de posguerra. Las críticas al sistema de partidos y la
aparición de los movimientos ambientalistas, pacifistas y feministas -nuevos
movimientos sociales-esbozan un nuevo modelo comprensivo de la acción política
entre 1970 y 1989.

La crisis del crecimiento


La economía occidental tiene en 1973 su punto de inflexión.. Definida la edad
dorada por un crecimiento alto, sostenido y general, la etapa de crisis presenta
los rasgos inversos (A. Maddison). El crecimiento es desacelerado: el PIE
aumenta un 2,4 % y la productividad un 2,2 %; inestable, al variar anualmente e
incluso sufrir momentos de contracción absoluta; más desigual y divergente
entre Europa -sumida en la crisis sin apenas mejoras-y Japón, que se confirma
como potencia económica mundial. El crecimiento se acompaña, además, de
elevados niveles de desempleo y de capacidad subutilizada (4,3 y 6,9% en los
años setenta y ochenta, respectivamente) y de la omnipresencia de la inflación,
que alcanza un máximo de113,1 % en 1973 y se mantiene en el 7,4% como
promedio de 1973-1987.
Los orígenes de la crisis deben buscarse, según un sector de la historiografía
económica, en sacudidas específicas o en trastornos cíclicos que han perturbado
el crecimiento. Se plantean aquí el impacto de las crisis energéticas de 1973 y
1979 o las presiones inflacionistas liberadas en los años setenta. Otros autores,
por el contrario: priman el debilitamiento a largo plazo de los factores que
promovieron el crecimiento durante la edad de oro. En condiciones de
agotamiento interno, los problemas específicos del choque energético y de la
inflación habrían agravado la erosión del crecimiento (D. Aldcroft, H. van der
Wee). Los componentes de la crisis estructural serían los siguientes:
a) Menor capacidad de reasignación de recursos laborales. El transvase de mano
de obra desde la agricultura concluye (el empleo agrícola es inferior al 10 %), la
tasa de crecimiento del trabajo industrial se estanca y la terciarización de la
estructura del empleo parece implicar niveles de productividad y tasas de
crecimiento bajas en comparación con la industria.
b) Allanamiento tecnológico. El progreso técnico se generaliza en las principales
ramas productivas hasta que las posibilidades de innovación se agotan y suscitan
fenómenos de saturación en el crecimiento económico.
c) Descenso de las tasas de inversión por la pérdida de rentabilidad del capital a
largo plazo. El modelo económico ha supuesto un empeoramiento de la cuota de
beneficios y de las tasas de rendimiento ala vez que una mayor presencia salarial
en la renta nacional. Las rentas de capital descienden aun nivel -próximo al 15
0/0que se juzga insuficiente para mantener las tasas de crecimiento con pleno
empleo. La crisis se interpreta en términos de una acentuada caída de la tasa de
ganancia del capital y su resolución exige modificar la correlación política de
fuerzas entre capital y trabajo (M. Escudero). Es preciso reconsiderar la política
gubernamental, y de ahí que el cuarto componente de la crisis estructural sea la
d) Ruptura de la unanimidad sobre la gestión gubernamental de la demanda. Los
problemas económicos (inflación, desempleo, déficit público) minan el consenso
sobre el papel económico del Estado e incentivan un cambio en las políticas
gubernamentales. Los objetivos se modifican: los valores vigentes en 1950-1973
(pleno empleo y crecimiento) son ahora metas secundarias y la prioridad
corresponde al control de la inflación ya la reducción del gasto público.

La crisis del Estado del bienestar


Las dificultades económicas debilitan a ambos lados del Atlántico la confianza en
la función del Estado como agente económico y como oferente de bienestar. Se
cuestiona, en primer lugar, el papel estatal en el crecimiento económico porque,
según se afirma, el paradigma keynesiano está agotado. La teoría neoclásica de
mercado (M. Friedman, F. A. Hayek), y bajo su influencia políticos y funcionarios,
emprende una oposición frontal a toda política de inspiración keynesiana. La
intervención pública resulta ineficaz para contener la inflación, mantener el
pleno empleo y asegurar un crecimiento sostenido; más aún, la acción estatal
tiene efectos no sólo neutrales para el empleo -por tanto, para el crecimiento-,
sino incluso negativos al desincentivar el trabajo, el ahorro y la inversión, y
expulsar al sector privado de la actividad productiva. Justificada la existencia de
una tasa natural de desempleo, el intento de regular la economía hacia el pleno
empleo sólo consigue aumentar la inflación sin reducir la tasa natural de
desempleo. La alternativa no es otra que restablecer las leyes del mercado y la
política monetaria para rebajar los índices de inflación, reducir el gasto público y
depreciar el interés del capital y los impuestos como medios para relanzar la
iniciativa privada e incentivar la inversión. El Estado debe retirar sus manos de
la economía y dejar que el mercado cumpla su papel darwiniano de eliminar a los
más ineficientes.
La reclamada reducción del gasto público es indispensable para la supervivencia
no sólo de la economía de mercado, sino también de una sociedad libre. Las
críticas afectan en este sentido ala actuación concreta del Estado como
proveedor de bienestar (R. Muñoz del Bustillo, J. Picó). Se rechaza la convicción
de la responsabilidad estatal en el bienestar de los ciudadanos (la sociedad del
bienestar reemplaza al Estado del bienestar) y se imputan al intervencionismo
estatal la sobrecarga de demandas imposibles de satisfacer, el fomento de la
pereza y el absentismo, la promoción de infraclases parasitarias que se
reproducen a costa del Estado, la génesis de una sociedad opulenta, promotora
del consumo y no de necesidades sociales básicas, etc. Del Estado del bienestar
se ha pasado al Estado del malestar.
Desde los años setenta, el Estado del bienestar se ve envuelto en una crisis
multidimensional (J. O'Connor, I. Gough, C. Offe). Fiscal, por el creciente
desequilibrio entre el –menor-ritmo de crecimiento de las posibilidades
recuadatorias y el mayor ritmo de crecimiento del gasto público; el déficit fiscal
se dispara cuando el estancamiento, la inflación y el desempleo amplían la
brecha entre gastos sociales crecientes e ingresos aminorados. De legitimidad,
porque los gobiernos representativos están atrapados entre la obligación de
estimular las condiciones del crecimiento y la obligación de cubrir las
necesidades sociales de la población. Se rompe el compromiso político entre los
intereses del capital y los intereses del trabajo sobre el común beneficio del
Estado del bienestar y las exigencias de unos y otros son antagónicas. Ideológica,
en cuanto su viabilidad es el centro de una dura crítica que desde el liberalismo
más conservador hasta la izquierda marxista rompe el consenso vigente desde la
posguerra. Finalmente, crisis política, pues el dominio socialdemócrata (Gran
Bretaña, Alemania Occidental, Austria, Bélgica, Holanda, Noruega, Dinamarca,
Suecia y Finlandia) da paso a una tendencia conservadora que desde Gran
Bretaña y Estados Unidos se difunde en los años ochenta por Alemania
Occidental, Holanda, y luego, de manera más desigual, por Escandinavia.

La quiebra del paradigma político


El paradigma político dominante desde la posguerra parece perder vigencia ante
el cambio de fisonomía del sistema de partidos y, sobre todo, de los caracteres de
la acción política. Se insinúa desde los años setenta el declive o la decadencia de
los partidos tradicionales como mecanismos de participación política de las
masas y su desplazamiento por otras formas de movilización (1. Raschke, C.
Offe).
La pérdida de afiliación de los partidos, la deserción de una parte del electorado,
el aumento significativo de la abstención en los procesos electorales, la
presencia creciente del electorado flotante o de menor fidelidad, la denuncia de
los partidos por la paradójica combinación de prepotencia e incapacidad, etc.,
exteriorizan la crisis de la partitocracia. Sin embargo, ha sido la descongelación
del sistema de partidos la más destacada muestra de ruptura. Los politólogos
incorporan al sistema que permanecía inmutable desde los años treinta una
nueva dimensión de conflicto político diferenciadora de partidos: el
posmaterialismo. Se expresa así la preferencia de algunos segmentos de la
población, en especial los jóvenes, por formas de participación política más
espontáneas como los comités ciudadanos y, en general, los movimientos
alternativos de protesta estudiantil, feminismo, luchas ecológicas y movimientos
por la paz. Su irrupción se interpreta como una respuesta a nuevos problemas y
como un desafío a los partidos tradicionales, incapaces de representar
adecuadamente los intereses de las bases sociales cuando éstos han sufrido
modificaciones.
Dentro, y no fuera, del marco político y económico vigente, la presencia de los
movimientos sociales cuestiona la capacidad de adaptación de las democracias al
reivindicar cuestiones tradicionalmente desatendidas como la reforma de
algunos componentes de la estructura institucional, la variación en el modo de
vida que se estima necesaria para la supervivencia de la especie humana, y la
asunción de preocupaciones amplias, cuando no universales (R. Dalton, M.
Kuechler). Los movimientos han influido, además, en los procesos de elaboración
y decisión políticas al difundir sus prioridades y estrategias al resto de partidos.
Las cuestiones que suscitaron su génesis (protección de la naturaleza, desarme,
igualdad de la mujer) han impregnado la vida cultural y política, forman parte de
la lista de preocupaciones de la sociedad occidental, y no pueden ser marginadas
siquiera por los partidos establecidos. El cambio en las prioridades políticas y en
las estrategias responde, en último término, ala creación de nuevos partidos
políticos asociados a los movimientos sociales. La institucionalización en que ha
desembocado el auge de los movimientos ha resuelto el dilema entre la fidelidad
ala actitud alternativa y la necesidad de optimizar su influencia en la toma de
decisiones políticas. Hacia 1990, los partidos verdes disponían de organización
nacional en dieciséis democracias y formaban parte de doce parlamentos
occidentales.
Con la institucionalización de los movimientos y la permeabilidad del resto de
partidos a los nuevos valores se impone la normalización de la acción política. La
población aprecia los nuevos partidos en cuanto impulsan hacia la innovación
pero apoya en proporciones abrumadoras a los viejos partidos. Es en el terreno
de la lucha electoral donde los partidos establecidos han conservado su
implantación en votos y escaños parlamentarios y donde los movimientos
sociales han cosechado los resultados menos brillantes. La tesis acerca de la
«decadencia de los partidos» no parece confirmarse y el «gobierno de partido»
prevalece como forma dominante de la democracia.

2. SISTEMA DE PARTIDO ÚNICO Y CRECIMIENTO EXTENSIVO EN LAS


DEMOCRACIAS SOCIALISTAS
El avance del comunismo después de la Segunda Guerra Mundial permite la
formación de un sistema mundial socialista integrado por catorce países. A la
Unión Soviética le acompañan las democracias populares, es decir, regímenes
con un grado inferior de evolución política y socioeconómica hacia el socialismo:
Polonia, República Democrática Alemana, Checoslovaquia, Rumanía, Hungría,
Bulgaria, Yugoslavia y Albania en el continente europeo; Mongolia, Vietnam del
Norte, Corea del Norte y la República Popular China en Asia; Cuba en América.
Pese a las diferencias nacionales, estos países presentan dos rasgos comunes
esenciales (R. Miliband): un sistema político en que el partido comunista goza de
un virtual monopolio del poder, defendido de cualquier forma de disidencia
mediante una represión sistemática; y una economía en que los medios de
producción están mayoritariamente bajo la propiedad y el control estatales.
2.1. EL PARTIDO ÚNICO QUE CONTROLA EL ESTADO Y LA SOCIEDAD
El entramado político socialista, alejado de la construcción liberal y
parlamentaria, se caracteriza por el abismo que media entre el contenido de los
textos constitucionales y la realidad política. El sistema reviste un fuerte
componente ideológico. pues mientras en las democracias occidentales el cambio
constitucional responde a una transformación real de las estructuras jurídico-
políticas y socioeconómicas, en los países socialistas los cambios parciales o
íntegros de constituciones se efectúan con el trasfondo de realidades intactas y
obedecen a una evolución ideológica predeterminada.
Formalmente, la democracia socialista descansa en cuatro principios: soberanía
proletaria, con el gobierno del proletariado por el proletariado y para el
proletariado, y la tendencia a eliminar a la minoría (la antigua clase
explotadora); principio asambleario, por el que su núcleo, el Parlamento, no está
sometido a controlo intervención por otro órgano de poder; principio de unidad
(confusión) del poder y rechazo de la división de poderes, pues el poder
representa los intereses de todas las capas de la población (no de una clase
particular) y la unidad de poder traduce la unidad de la sociedad; inexistencia de
limitaciones al poder de los gobernantes, al tratarse de una sociedad sin clases o
en la que las clases conviven en armonía, siendo innecesario conciliar las
prerrogativas del poder y los derechos de los ciudadanos.
El contraste entre el discurso teórico y la realidad cotidiana determina que el
funcionamiento real del sistema descanse sobre su mecanismo político por
excelencia, el partido comunista. Monopolizada por éste la soberanía proletaria,
la democracia socialista debe interpretarse como el gobierno del partido por el
partido para la realización del comunismo. La organización del partido,
Constitución «real» de los países socialistas, se ajusta a los criterios del
centralismo democrático, unidad monolítica, liderazgo colectivo, principio
productivo y territorial, democracia intrapartidaria y pureza ideológica. Según la
concepción leninista, el partido comunista se convierte en vanguardia del
proletariado y, lejos de ser una organización de masas, se compone de un
porcentaje relativamente pequeño de la población (en 1968 oscilaba entre el 3,3
% en Albania y el 11 ,5 % en Checoslovaquia, con un promedio del 6 % en la
Unión Soviética, Hungría, Polonia o Yugoslavia).
El reducido número de miembros no impide que el partido ejerza el control
absoluto del Estado y de la sociedad mediante la política de cuadros, que afecta
al reclutamiento, distribución, educación y control de los grupos dirigentes. En el
deseo de conciliar la lealtad hacia el régimen y la cualificación profesional, el
partido se sirve del sistema de nomenclatura, es decir, la lista de puestos claves
cuya designación es prerrogativa del partido y el grupo de hombres que
interesan al partido en la provisión de los citados puestos (lista de candidatos).
Gracias a la política de cuadros, el partido controla y participa en las actividades
estatales a través de la superposición (o identificación) con los aparatos del
Estado en las tareas de ejecución (gobierno, Administración), legislación,
Administración de justicia, planificación, e instituciones de seguridad. Además, el
partido ocupa una posición central en la sociedad gracias al monopolio de los
medios de socialización de la población (sistema educativo, canales informativos,
propaganda, política de juventud) y al control sobre las organizaciones sociales
de masas. Instrumentos de integración de las masas y de la educación
comunista, las organizaciones sociales más importantes del modelo soviético son
los sindicatos, agrupaciones gremiales (cooperativas), organizaciones juveniles e
infantiles, asociaciones culturales, y sociedades técnicas y científicas.
El sistema de partido estatal único supone, en conclusión, que los poderes
ejecutivo, legislativo y judicial estén centralizados; que el poder central tenga la
última palabra en todos los asuntos de interés público (económico, social,
cultural y político); que el poder central coincida por completo con los órganos
supremos del partido; que los órganos supremos sólo sean elegidos por
miembros del partido; y que las demás organizaciones estén controladas por el
partido a todos los niveles y deban representar y ejecutar la voluntad suprema.

2.2. SOCIALIZACIÓN DE LA PROPIEDAD, PLANIFICACIÓN Y


CRECIMIENTO EXTENSIVO
El modelo económico se caracteriza por la socialización de la propiedad de los
medios de producción (elemento ideológico) y por la planificación centralizada
(elemento económico). El primer rasgo resulta especialmente útil para
diferenciar la economía socialista de la economía capitalista y el segundo para
determinar la tipología de las economías socialistas. A este respecto, puede
distinguirse entre economías socialistas de elevado grado de centralización ( tipo
soviético) y economías socialistas de mercado (tipo yugoslavo), según sea el plan
o el mercado el mecanismo regulador que hace compatibles las intenciones de
los agentes económicos y que coordina su actividad (F. Seurot). De ambas
variantes, el tipo soviético ha sido el más influyente al corresponder a las
economías de la Unión Soviética, Bulgaria, Checoslovaquia, Rumanía, República
Democrática Alemana, Cuba, Polonia y Hungría, pese a ciertas diferencias en el
papel del Estado en las dos últimas naciones.
La construcción del socialismo según el modelo soviético exigió durante la
posguerra la ejecución de reformas estructurales en la Europa del Este:
industrialización acelerada y colectivización de la agricultura transfirieron a la
propiedad y gestión estatales la práctica totalidad de la actividad económica. La
industrialización supone la nacionalización de los sectores clave de la economía
(industria pesada, minas, centrales eléctricas, transportes y comunicaciones,
bancos y sociedades de seguros) a través de un proceso regido por el tamaño de
las empresas. Hacia 1950 puede darse por concluida la nacionalización de las
principales ramas de la actividad económica: en Bulgaria, el sector socializado
proporciona el 97 % de la producción; en checoslovaquia ocupa al 95 % de los
trabajadores industriales; en Polonia emplea el 79,5 % de los trabajadores y
suministra el 86,5 % de la producción, etc.
La sovietización de la estructura económica implica, además, la colectivización
de la agricultura. Desde 1948, la explotación de la tierra se organiza en
empresas colectivas (koljoses) con la reserva de una parte de la tierra para el
Estado (sovjoses ); la anterior propiedad fragmentada es reemplazada por
grandes unidades cooperativas. En los años cincuenta la mayor parte de la
producción agrícola se obtiene con métodos colectivizados en tanto que a las
granjas del Estado les corresponde una pequeña parte (entre el 5 y el 13 %) de
las superficies cultivadas. La proporción de tierras explotadas bajo los modelos
de koljoses y sovjoses alcanza el 100 % en la Unión Soviética, el 95 % en la
República Democrática Alemana, Hungría y Checoslovaquia, y el 90 % en
Rumanía; por el contrario, Polonia y Yugoslavia son sendas excepciones ala regla
pues las granjas colectivas y estatales apenas afectan ala cuarta parte de la
tierra.
En la economía de tipo soviético el Estado ejerce el control a través de la
planificación. El organigrama organizativo comprende tres niveles jerárquicos
que garantizan la sumisión de todas las instituciones inferiores: el órgano central
(Gosplan en la URSS o su equivalente en otras economías), los ministerios
industriales, y las empresas agrícolas, industriales, comerciales y de transporte
reagrupadas en uniones de empresas desde los años sesenta. El modelo de
planificación central establece las proporciones del consumo y el ahorro, de la
inversión productiva y no productiva, asigna objetivos detallados para cada
sector y actividad, y, en definitiva, determina la reproducción de las relaciones
sociales. Esta estructura jerárquica está mediatizada a su vez por el papel que
ejerce el partido comunista, encargado de fijar las prioridades a través del
órgano central de planificación: las empresas se convierten en meras instancias
destinadas a cumplir las cifras de producción estipuladas y los trabajadores
carecen de control sobre los medios de producción y de participación en las
decisiones económicas. El sistema se caracteriza por su irracionalidad,
desequilibrio e ineficacia productiva (E. Palazuelos).
Las economías socialistas experimentan entre 1950 y 1970 un crecimiento
superior al de Occidente. La renta nacional se cuadruplica y crece aun ritmo
anual del 7 % (5, 7 % por habitante), si bien el protagonismo corresponde a la
industria, que multiplica su producción por siete y eleva su participación en la
producción industrial mundial del 18 al 30 %. La estructura económica presenta
como rasgos distintivos:
a) Búsqueda de una vía no capitalista de industrialización y de desarrollo con la
elección de nuevas formas de acumulación. El crecimiento se concibe como
instrumento a largo plazo de la consolidación material del socialismo y de la
mejora permanente de las condiciones de vida, para lo cual la acelerada
industrialización favorece la formación de capital y la fabricación de bienes de
producción en detrimento de la agricultura y los bienes de consumo.
b) Crecimiento de tipo extensivo. El estímulo a la producción proviene de la
amplia disponibilidad de recursos naturales, humanos y financieros más que del
aumento de la productividad. La abundancia de recursos naturales, el aumento
del empleo (1,7% anual) y de la duración de la jornada de trabajo, las crecientes
tasas de capital fijo (8,3 % en la industria) son los factores primordiales del
desarrollo socialista. La intensificación del crecimiento a través del progreso
técnico no forma parte de las prioridades establecidas.
c) Transformación radical de la estructura económica con el repliegue de una
agricultura de limitado potencial ante el dinamismo industrial. La agricultura
sólo proporciona la cuarta parte de la renta nacional y el empleo agrícola se
reduce ala mitad (del 75 al 40 %) en las atrasadas Bulgaria, Rumanía y
Yugoslavia; a la inversa, la industria representa un tercio de la renta nacional y
el empleo industrial es similar al occidental en la Unión Soviética,.
Checoslovaquia o la República Democrática Alemana.
d) Existencia de desequilibrios sectoriales. El modelo económico prima la
industria sobre la agricultura (tasas de crecimiento anual de110-20 % en la
industria y del 3 % en la agricultura) y la producción de bienes de equipo sobre
la producción de bienes de consumo (la producción química, mecánica y eléctrica
capitalizan la inversión y duplican en crecimiento a la industria alimenticia).
e) Descompensación del nivel de vida por la restricción y escasa disponibilidad
de bienes de consumo. Aunque el nivel de vida experimenta un sustancial avance
entre 1950-1970 (se duplican o triplican los salarios reales, aumenta la oferta de
servicios gratuitos o semigratuitos), la mejora resulta desigual e insuficiente.
Desigual, porque los obreros peor pagados y los campesinos se benefician del
bajo precio de los productos de primera necesidad, de la mayor seguridad en el
empleo y de la proximidad de los salarios agrícolas a los industriales, pero otros
colectivos (trabajadores especializados, empleados y clases medias
profesionales) no salen tan favorecidos. La mejora es, además, insuficiente al no
corresponderse con la evolución de la renta nacional. La prioridad de la
inversión frena el consumo de las masas y la distribución del excedente
económico hacia la acumulación minimiza el volumen de la producción neta que
se destina al consumo; además, una parte considerable de la renta es consumida
por el aparato estatal (burocrático y militar).

2.3. LA CRISIS ECONÓMICA, POLITICA Y SOCIAL DEL SISTEMA


SOCIALISTA
La argumentación más extendida de la quiebra del sistema comunista sitúa su
génesis en una combinación de problemas internos económicos, sociales y
políticos en los años ochenta.. La dimensión económica de la crisis proviene del
estancamiento del modelo de crecimiento extensivo. Los países socialistas
conocen una sensible reducción de las tasas de crecimiento (del 7 % de 1966-
1975 al 3 % para 1976-1985) que revela la tendencia sistemática a la
desaceleración del crecimiento desde la posguerra. Cada quinquenio ha supuesto
una caída de la actividad económica: entre 1951-1955 y 1979-1988 el
crecimiento económico resulta, según los países, entre 2,5 y 4 veces menos
rápido.
Los economistas sugieren la idea de una crisis de larga duración o crisis
estructural de las economías socialistas como expresión de la incapacidad del
sistema para asegurar el crecimiento a largo plazo (W. Andreff). Su origen está
en el agotamiento relativo del modelo de crecimiento extensivo con la aparición
de límites cada vez más restrictivos al incremento de la dotación de recursos.
Disminuyen los recursos minerales, metalúrgicos y energéticos, se estanca o
retrocede la fuerza laboral (deterioro de los índices demográficos, reducción de
la jornada laboral y de las reservas tradicionales de mano de obra), y se contrae
el incremento de los recursos de capital (debilidad del stock de capital y menor
gasto de inversión bruta por envejecimiento y descapitalización del aparato
productivo).
El agotamiento, además, no se compensa con un aumento de las ganancias de
productividad y las economías socialistas se muestran inelásticas a los
mecanismos de crecimiento intensivo, en especial el progreso técnico. La
ineficiente asignación de los recursos obedece aun modelo de gestión estatal
basado en la centralización de las decisiones y en el predominio de criterios
administrativos sobre los económicos. La planificación ha supuesto un alto
consumo de bienes primarios, una innecesaria acumulación de recursos en las
empresas y una errónea utilización de los activos financieros. La política
tecnológica es buena prueba de la ineficiencia productiva. El avance tecnológico
no se corresponde con los elevados recursos financieros y humanos empleados;
el progreso técnico se concentra en algunos sectores (militar y producción de
electricidad) que pueden equipararse a los occidentales mientras otros (industria
química, automóvil o informática) presentan un claro desfase. El retraso en
tecnologías fundamentales para la economía actual (microelectrónica,
telemática, biotecnología, etcétera) provoca la ralentización ulterior de la
industria, la agricultura y los servicios.
A la incapacidad de intensificar el crecimiento se añaden otros desequilibrios
estructurales que han contribuido a minar el potencial de crecimiento. Las
restricciones impuestas al consumo por el modelo de acumulación y gestión
implican un menor aumento del consumo con respecto ala renta nacional,
limitadas posibilidades de elección de productos, deficiente calidad de los bienes
de consumo y servicios, y una escasez que parece prolongar la posguerra en
Europa oriental (racionamiento y mercado negro); aunque el nivel de consumo
varía en las economías socialistas, siempre resulta inferior al de Occidente,
donde el consumo privado aumenta al ritmo de la renta nacional. Asimismo, el
atraso histórico de la agricultura desempeña su papel en la crisis económica.
Limitaciones tecnológicas y organizativas, deficiencias de la infraestructura,
insuficiencia de los equipos y otros bienes suministrados por la industria, y el
marco de gestión estatal, motivan el leve crecimiento de la producción, los bajos
niveles de productividad, el desequilibrio creciente entre la demanda y la oferta
de productos agrícolas, la escasez de alimentos y la necesidad de realizar
importaciones agrícolas.
En conclusión, las economías de tipo soviético a finales de los años ochenta se
caracterizan por el agotamiento de las posibilidades de crecimiento extensivo
(límites al incremento de los recursos), la inelasticidad a los mecanismos de
crecimiento intensivo (escaso progreso técnico y organizativo), la regulación
administrativa desde el aparato del Estado (propiedad estatal de los medios de
producción y dominio de la planificación), la existencia de fuertes desequilibrios
productivos (atraso de la agricultura y descompensación de los bienes de
consumo), la atrofia de las relaciones mercantiles (completa separación de la
oferta y la demanda), y un acusado endeudamiento externo neto (de 80.000 a
100.000 millones de dólares entre 1981 y 1987) que demuestra la incapacidad
para financiar con exportaciones las crecientes importaciones, agravada desde
las crisis energéticas por la competencia del sur de Europa, la industrialización
de los países del Extremo Oriente y el nuevo proteccionismo (E. Palazuelos).
La crisis estructural económica se convierte en una crisis general del sistema
comunista cuando adquiere una dimensión política y social de contestación de la
hegemonía de los poderes fácticos, y de rechazo al proceso de socialización de la
economía por el aparato del Estado y del partido único (M. Drach). El comunismo
no es solamente una forma de organizar la producción sino también un programa
de organización social y política de la sociedad. Por ello, el fracaso del programa
comunista incorpora una dimensión política y social a la crisis que se extiende
desde 1989 por los países socialistas.
El colapso se concreta en el abismo que separa el discurso teórico y la realidad
cotidiana en, al menos, seis propuestas del programa político-social (R.
Cotarelo): la abolición de la anarquía productiva, la abolición de la explotación
del hombre por el hombre, la superación de las contradicciones sociales
fundamentales, la extinción del Estado y del Derecho, la abolición del
nacionalismo por el internacionalismo y, finalmente, la aparición de la nueva
sociedad socialista. Lejos de cumplirse tales expectativas, la experiencia de las
últimas décadas obliga a introducir las oportunas correcciones del marco teórico:
el sistema económico se define por su carácter caótico y por la insatisfacción de
las necesidades sociales; la explotación del hombre por el hombre se mantiene
-si acaso no es mayor-, aunque esté oculta por la mediación de la burocracia; las
contradicciones entre el campo y la ciudad, entre el trabajo manual y el trabajo
intelectual, han pervivido con mayor rigidez incluso que en Occidente; el Estado
controla e interfiere los más pequeños aspectos de la vida social y la proclamada
justicia de clase acaba siendo la justicia del partido; la irresolución del problema
del nacionalismo en los países socialistas es manifiesta; en último término, las
relaciones sociales se definen por el egoísmo, la insolidaridad y la anomia.
Las distorsiones políticas y sociales del modelo comunista se derivan del
monopolio del partido comunista. El principal problema de las democracias
socialistas en los años ochenta afecta a las formas de participación de los
individuos en la solución de los asuntos de la sociedad (A. Schaff). La esfera de
las libertades está sometida al dictado de los «guardianes» que monopolizan el
derecho de infalibilidad de los juicios. Se requería una transformación radical del
modelo político que afectara a la participación en la toma de decisiones
relacionadas con la vida social, es decir, el conjunto de derechos (libertades) de
los que tiene que gozar el ciudadano en la sociedad. La exigencia del
reconocimiento del derecho a las libertades demuestra el fracaso de los
regímenes comunistas. Los movimientos populares reclaman ala vez las cuatro
grandes libertades del hombre moderno: libertad individual, libertad de prensa y
de opinión, libertad de reunión y, por último, libertad de asociación. Su epílogo
es la libertad política, es decir, el derecho de todos los ciudadanos a participar en
las decisiones colectivas que les afectan. La crisis alcanza a la ideología
comunista, aquella que formuló la transformación radical de una sociedad
considerada injusta y opresiva en una sociedad bastante diferente, libre y justa a
la vez. La mayor utopía de la historia se ha vuelto del revés (N. Bobbio).
La quiebra sanciona el fracaso comparativo del comunismo con respecto al
capitalismo avanzado a tenor de los resultados de ambos competidores (F.
Hallyday, E. Hobsbawm). En términos de competencia económica, el capitalismo
ha producido una abundancia de bienes y servicios y la mayoría de la población
occidental disfruta de un nivel de vida muy superior al imaginado décadas atrás.
Los países comunistas han mostrado, por el contrario, niveles muy inferiores de
producción industrial o primaria. El argumento material del socialismo
(necesidad del socialismo para erradicar el hambre, la pobreza o el desempleo
masivo) se ha debilitado. Fracaso comparativo también en el terreno político. La
abrumadora aceptación social de la legitimidad de la democracia capitalista y la
difusión de la democracia política en parte del Tercer Mundo demuestran su
fortaleza. La dictadura del partido, pese a sus éxitos iniciales, no llega a
desarrollar sistemas alternativos y viables a la democracia. El «socialismo con
rostro humano» ha sido poco plausible pues ha significado, desde la Primavera
de Praga ala Perestroika, el mantenimiento del partido comunista en el poder,
aunque observando una política más humana y democrática, situación que dista
del multipartidismo y de la posibilidad de desalojar por completo del poder un
partido mediante elecciones. Fracaso comparativo, en suma, que fomenta el
descontento hacia el sistema y socava la credibilidad de que el comunismo
pudiera alcanzar o superar al capitalismo occidental.

3. DEPENDENCIA Y SUBDESARROLLO EN EL TERCER MUNDO


Ciento treinta países -subdesarrollados, menos desarrollados, periféricos,
dependientes o del sur-integran el Tercer Mundo. La abrumadora mayoría de su
población (3.800 millones de habitantes en 1988) presenta un precario nivel de
vida en relación con los siguientes indicadores: pobreza absoluta, crónica y
generalizada, sistemas educativos y sanitarios inapropiados, índices de
desempleo elevados y crecientes, sistemas de gobierno carentes de libertades
formales, reducido nivel de productividad, escasa o nula industrialización,
dependencia comercial y financiera de los países desarrollados, etc. Estos
perfiles son, según algunas interpretaciones, obstáculos al dinamismo del Tercer
Mundo o, en otros discursos, manifestaciones -no causas-del bloqueo a que está
sometido el desarrollo del Tercer Mundo por el modelo de crecimiento del Primer
Mundo; en concreto, la inserción de estos países en la economía mundial de
posguerra habría agravado la dependencia de las economías subdesarrolladas.

3.1. LA DIMENSIÓN SOCIAL DEL SUBDESARROLLO: LA


SUPERVIVENCIA FISICA Y SOCIAL
Las condiciones de la existencia cotidiana permiten definir el subdesarrollo como
la insatisfacción de las necesidades básicas del hombre, es decir, aquellas cuya
realización es indispensable para la integridad física (alimentación y salud) y
social (educación, empleo, participación política) del individuo. Al bajo nivel de
bienestar contribuyen ciertas realidades del Tercer Mundo:
a) Espectacular crecimiento demográfico. Aunque la. población mundial se ha
duplicado entre 1950 y 1987 (de 2.500 a 5.000 millones de habitantes), el
crecimiento demográfico ha sido aún mayor en el Tercer Mundo, cuyos efectivos
humanos han pasado de 1.700 a 3.800 millones, con una tasa anual del 2,2 %. La
causa debe buscarse en el cambio operado desde los años cincuenta en los
regímenes de mortalidad y fecundidad. El brusco descenso de la mortalidad (del
22 al 10,9 %o), de la mortalidad infantil (del 165 al 69 % entre 1962 y 1992) y el
consiguiente aumento de la esperanza de vida (de 40 a 63 años) se vinculan a la
aplicación de reglas elementales de higiene, la vigilancia de enfermedades
letales, las modernas campañas de vacunación y el reforzamiento de la red de
hospitales y dispensarios. El retardado cambio de las tasas de fecundidad es
responsable del crecimiento demográfico. La precoz y generalizada nupcialidad,
la mejora sanitaria y el retroceso de las causas tradicionales de infecundidad
disparan las tasas de fecundidad a su nivel más alto (41%) en 1950-1965 con un
promedio superior a 5-6 hijos/mujer en Asia y América Latina, y siete hijos/mujer
en Africa. Desde entonces se asiste al descenso sistemático de la tasa de
fecundidad en el Tercer Mundo: entre 1965 y 1985 se reduce en un 30% (de 6 a
3,9 hijos). Al cambio contribuyen factores económicos y sociales más que
políticas voluntaristas: retraso de la nupcialidad, mejora de la situación social de
la mujer a través de la escolarización y la actividad económica, urbanización,
valoración cultural de la familia de 2-3 hijos, etc. b) Insuficiencias alimentarlas.
El desmesurado crecimiento de la población y la desigual distribución de la renta
hacen de la subalimentación un pesado lastre en todos los países en desarrollo, y
muy particularmente en los menos adelantados o Cuarto Mundo. La subnutrición
(ingestión insuficiente de calorías) es una carencia generalizada: estimado en
2.500 calorías/día el mínimo alimenticio vital para un adulto, el consumo en 1988
era inferior a 2.400 calorías/día y en Africa a 2.120. Más de 1.000 millones de
personas en 1975 y cerca de 800 millones en 1985 vivían con dietas alimenticias
que carecían de las calorías necesarias. A la subnutrición se añade una
malnutrición (insuficiente consumo de proteínas) endémica en los países en
desarrollo, que afectaba en 1983-1985 al 32 % de la población africana, 22 % de
Asia oriental, 14% de América Latina y 11 % de Próximo Oriente. Las carencias
se han agravado por el retroceso de la autosuficiencia alimentaria de estos
países en la década 1978-1989, al crecer la producción alimenticia a un ritmo
inferior al de la población. Las diversas variantes de la «agricultura moderna
subdesarrollada» ( «revolución roja») -y más tarde liberal china, «revolución
verde» de la India y otros países asiáticos y latinoamericanos, agricultura
subvencionada de los países exportadores de petróleo, o plantaciones de Africa y
del sureste asiático) no han bastado para alcanzar la suficiencia alimentaria del
Tercer Mundo (H. Rouillé). La agricultura presenta una baja productividad por el
gran número de personas empleadas, la precaria organización, la utilización de
tecnologías anticuadas y la incorporación de cantidades muy reducidas de
capital; en 1960 la productividad del trabajo en la agricultura de los países
desarrollados era más de 13 veces superior a la de los países subdesarrollados, y
en 1999 la brecha se había ampliado a una relación de 40 a 1.
c) Carencias sanitarias. Pese a los progresos de las últimas décadas, la atención
sanitaria es aún un servicio social escaso en muchas zonas del Tercer Mundo. Así
lo corroboran el insuficiente gasto público en sanidad (en 1985 el gasto
promedio per cápita era de 7 ,7 dólares -2,1 dólares en las países menos
desarrollados-, mientras que superaba los 240 dólares en los países
desarrollados), el reducido número de médicos y camas hospitalarias (un médico
por cada 4.920 habitantes frente a un médico por cada 420 habitantes en los
países desarrollados), la elevada mortalidad infantil (tasas cercanas al 61 % -y
125 %. en los países más pobres-, en contraste con el 8 % de los países
desarrollados), o el precario suministro de agua potable (al alcance del 50 % de
la población -25 % si se trata de zonas rurales de los países menos
desarrollados-, frente a la garantía total de los países occidentales). En suma,
cerca de 1.500 millones de personas carecían en 1990 de acceso al agua potable
o a sistemas modernos de atención primaria de salud y 2.300 millones a sistemas
de saneamiento adecuado.
d) Relativos logros educativos. La educación se ha convertido en objetivo
prioritario de los gobiernos del Tercer Mundo y absorbe una parte creciente del
gasto público (20-35 %). Los avances han permitido reducir de manera notable el
porcentaje de adultos analfabetos ( del 60 al 39 % entre 1960-1985) al tiempo
que duplicar las tasas brutas de escolarización (del 38 al 76 %). Sin embargo,
persisten múltiples problemas educativos (M. Todaro). Las tasas de
alfabetización permanecen muy bajas y el crecimiento demográfico se encarga
de minimizar el avance educativo (73,7% de analfabetismo en Africa, 73 % en los
países árabes, 46% en Asia, 23,6% en América Latina, frente al 1 % de
Norteamérica y el 2,5 % de Europa): el aumento de las tasas de escolarización en
el nivel primario no puede ocultar el retraso de los países africanos ni las
acusadas diferencias en los niveles secundario y superior ( tasas de
escolarización secundaria del 39 % en el Tercer Mundo y del 96 % en los países
ricos en 1990); las tasas de abandono de los estudios antes de finalizar un nivel
concreto son muy elevadas (tasas medias en el nivel primario del 50-60% en
América Latina y Africa y del 20 % Asia; tasas medias en la enseñanza
secundaria del 38 % en Africa y del 18 % en América Latina y Asia); los sistemas
educativos son ineficaces por la escasa actualización de los contenidos, la falta
de motivación de buena parte de los docentes, los problemas derivados del
organigrama educativo y de una investigación escasamente práctica; de ahí la
crítica generalizada sobre la inadaptación del sistema educativo a las auténticas
necesidades del desarrollo nacional.
e) Infrautilización del trabajo. La utilización inadecuada o ineficiente del factor
trabajo se manifiesta en forma de desempleo y subempleo. El desempleo ha
pasado de 36,5 a 65,6 millones entre 1960-1980, lo que supone un incremento
del 70 %; como en el mismo período el empleo sólo creció de 507 a 773 millones
(incremento del 52 %), el desempleo ha aumentado aun ritmo superior al del
empleo. Por su parte, el subempleo afecta a 250 millones de personas. Sumadas
ambas realidades, casi el 30 % de la mano de obra rural y urbana de los países
del Tercer Mundo está inutilizada, con especial incidencia en los países africanos
(tasa de infrautilización del trabajo del 40 %).
I) Ausencia de libertades democráticas. La extraordinaria diversidad de las
formas políticas impide cualquier referencia aun paradigma concreto de
organización política en el Tercer Mundo. Algunos autores han arriesgado, sin
embargo, una periodización en tres fases de la evolución de estos regímenes (S.
Huntington).
Una primera etapa (1945-1962) se caracteriza por la democratización de
diversos países a resultas de una descolonización masiva que supone la adopción
de Constituciones democráticas copiadas de los países colonizadores. No
obstante, muy pocos Estados preservaron las formas democráticas a largo plazo.
El giro hacia modelos autoritarios entre 1960 y 1975 es de tal magnitud que la
tipología de sistemas políticos vigentes en Asia, África y América Latina muestra
la clara inferioridad del planteamiento democrático-liberal (T. Stammen). Puede
distinguirse entre regímenes asentados en tradiciones monárquicas y feudales
que mantienen la estructura social correspondiente (mundo islámico-árabe entre
el Magreb y los reinos de Arabia); sistemas de apariencia republicana y
democrática pero en el fondo autoritarios y donde el poder es monopolizado por
una minoría social (África negra y América Latina); regímenes de dictadura
militar producto de golpes de Estado que reemplazan a gobiernos democráticos
o civiles y suspenden la norma constitucional (Estados islámicos, África
subsahariana, América Latina); dictaduras personales basadas en la
concentración del poder en un líder nacional carismático y en el rechazo a toda
oposición organizada e independiente (Somoza, Duvalier, Mobutu); dictaduras de
partido único carentes del necesario aparato de poder y de ideología totalitaria
por lo que deben ser definidas como dictaduras de desarrollo, no como
dictaduras ideológicas (amplia difusión en África); y regímenes comunistas
alumbrados en revoluciones nacionales y sociales de inspiración soviética (China
comunista, Corea del Norte, Vietnam del Norte, Cuba).
Hacia 1975 se inicia una tercera etapa –democratizadora-con el reemplazo de
ciertos autoritarismos por sistemas democráticos en, Asia y América Latina, la
liberación de regímenes dictatoriales en otros territorios, y la pujanza de
movimientos en pro de la democracia pese a tropiezos y resistencias (China en
1989). Diversos factores han contribuido ala transición democrática (S.
Hungtinton). Primero, derrotas militares, problemas económicos y crisis del
petróleo debilitan la legitimidad del autoritarismo en un medio internacional más
permeable a los valores democráticos. Segundo, el crecimiento económico
mundial eleva los niveles de vida, la educación y expande las clases medias
urbanas en muchos países, Tercero, el viraje de la Iglesia católica ( Concilio
Vaticano II) y de las Iglesias nacionales desde la defensa del statu quo ir ala
oposición al autoritarismo y la defensa de reformas. Cuarto, el cambio en la
política exterior de los grandes centros de poder internacional; Roma declara
ilegítimos los gobiernos autoritarios, Washington promueve los derechos
humanos y la democratización, y Moscú se desvincula de los aliados comunistas.
Quinto, el «efecto bola de nieve» ofrece modelos para la transición democrática;
apoyado en el sistema mundial de comunicaciones, el efecto demostración se
hace más acusado entre países geográficamente próximos y/o culturalmente
similares.
El proceso de democratización conduce a una parte del Tercer Mundo a una
mayor libertad. Sin embargo, un centenar de países (China, el más importante) y
el 70% de la población mundial aún sufre las prácticas autoritarias. La escasa
capacidad de participación social y política de los ciudadanos es una constante
en los países en desarrollo.

3.2. LA DIMENSIÓN ECONÓMICA DEL SUBDESARROLLO


La existencia y continuidad del subdesarrollo obedece a la evolución histórica de
un sistema capitalista internacional basado en las relaciones desiguales de poder
entre el centro (países desarrollados) y la periferia (países subdesarrollados).
Tras la independencia formal, la dominación directa es reemplazada por la
dependencia derivada de una sostenida inserción en las estructuras de la
economía mundial, es decir, la perpetuación del subdesarrollo. Las relaciones
desiguales de poder impiden el desarrollo autosuficiente e independiente de los
países subdesarrollados y les somete a un crecimiento desequilibrado y
sincopado. Desarrollo y subdesarrollo son las dos caras de una misma moneda:
las estructuras subdesarrolladas no se desarrollan y se asiste al desarrollo del
subdesarrollo (C. Furtado, A. Gunder Frank).
La subordinación de las economías subdesarrolladas a los países industriales se
expresa en términos productivos (alta participación del capital extranjero en el
PIE), comerciales (economía orientada a los mercados exteriores), financieros
(recurso al capital extranjero público y privado), tecnológicos (importación de
técnicas y bienes de equipo) y culturales (dominio de las pautas occidentales en
los sistemas sociales).

Dependencia comercial: el deterioro de los términos de intercambio


La gran mayoría de los países subdesarrollados presenta una economía
extravertida puesto que la actividad productiva se orienta al mercado exterior.
Productos alimenticios y materias primas representan el grueso de las
exportaciones y la principal fuente de ingresos en los años cincuenta (87,5 %),
sesenta (79,3 %) y setenta (más del 75 % de las exportaciones). El cuadro
exportador suele limitarse a unos pocos productos básicos, se trate de alimentos
y materias primas agrícolas o de combustibles y minerales. En la mitad de los
países subdesarrollados más del 50 % de los ingresos de exportación provienen
de la venta de un único producto primario: café en Colombia (66 %), algodón en
Sudán (60 %), arroz en Eirmania (58 %), hierro en Mauritania (93 %), cobre en
Chile (64 %), petróleo en Venezuela, Irak e Irán (más del 90 %). Incluso en dos
de cada tres países la exportación combinada de varios productos primarios
proporciona la fuente mayoritaria de ingresos: Ghana (cacao y café, 87 %),
Camboya (arroz y caucho, 74 %), etc. Esta estrategia comercial tiene un elevado
coste pues hace depender la prosperidad y decadencia de una región del
fluctuante interés de los mercados exteriores (precios) en los productos de
exportación.
Dependientes de las exportaciones de bienes primarios, los países del Tercer
Mundo han conocido en las últimas décadas un descenso de su participación en
el comercio mundial.. Se constata, en primer lugar, el retroceso sostenido de sus
exportaciones por la baja elasticidad de la demanda de alimentos y materias
primas, el crecimiento demográfico de los países avanzados al nivel de
reemplazo, la presencia de sustitutivos sintéticos que frena la subida de los
precios, y el incremento del proteccionismo agrícola de los países desarrollados.
El año 1950 es un punto de inflexión en el declive de la presencia del Tercer
Mundo en el comercio mundial, roto temporalmente por la subida del precio del
petróleo: las exportaciones se repliegan en el comercio mundial en 1950 (33 %),
1960 (25 %), 1970 (17 %), para alcanzar en 1980 el 21 %. En segundo lugar, y
más importante, se ha producido el acusado deterioro de las relaciones de
intercambio, es decir, la significativa desvalorización de las exportaciones
básicas con respecto a los productos industriales importados de los países
desarrollados. Expresión del desarrollo desigual de las fuerzas productivas y de
la división internacional del trabajo propia del desarrollo del capitalismo
mundial, los términos del intercambio se han degradado para los países
subdesarrollados porque los precios de los productos de exportación han crecido
proporcionalmente menos que los precios de los productos industrializados
importados. El monopolio de las potencias desarrolladas y los grupos
internacionales en Ja fabricación de los medios de producción y bienes
industriales así como en la comercialización de las materias primas producidas
en los países del Tercer Mundo contribuye ala fijación de precios bajos para los
bienes primarios y altos para los secundarios.
El deterioro de los términos de intercambio entre 1955 y 1970 supera el 20 %
para gran parte de los países subdesarrollados; la pérdida en 1972 se estimaba
en 10.000 millones de dólares. El aumento vertiginoso del precio del petróleo
desde 1973 permitió a los países de la OPEP invertir temporalmente el deterioro
de los términos del intercambio pero no interrumpió la tendencia a la baja en el
resto del Tercer Mundo. La degradación de la relación real de intercambio
alcanzaba en 1982 su nivel más bajo de los últimos veinticinco años. Los costes
se cifraron en 2.500 millones de dólares anuales durante la década 1975-1985,
ya finales de 1987 los precios reales de los productos básicos eran aún inferiores
en un 32% a los promedios de 1980-1984.
Los mecanismos del comercio internacional contribuyen así al endeudamiento
del Tercer Mundo. Para afrontar el exceso de pagos que suponen las
importaciones con respecto al valor de los ingresos obtenidos por las
exportaciones la mayoría de los países ha pasado a depender del capital
extranjero.

Dependencia financiera: la privatización de la inversión exterior


El saldo desfavorable en el intercambio comercial fue compensado desde los
años cincuenta por un importante flujo internacional de recursos financieros bajo
la forma de ayuda oficial al desarrollo y de inversión extranjera privada. Entre
1950 y 1970, la inversión exterior permitió la obtención de superávit de la cuenta
de capital de la balanza de pagos ante el exceso de entradas de activos
extranjeros con respecto al valor que suponía la devolución del capital e
intereses de antiguos préstamos o inversiones (M. Todaro, P. Talavera, J. Serulle).
El primer mecanismo de transferencia de recursos corresponde a la ayuda oficial
al desarrollo o ayuda exterior procedente de Estados nacionales a título
individual y de agencias internacionales de ayuda. La cuantía de la asistencia
prestada por los países desarrollados (Comité de Ayuda al Desarrollo) ha pasado
de 4.600 millones a 51.000 millones de dólares entre 1960 y 1990. Mientras que
la ayuda exterior reviste suma importancia para los países receptores (supone
más del 50 % de los ingresos netos de capital externo recibido y más del 70 % en
los países de ingresos más bajos), la ayuda oficial representa, sin embargo, una
parte decreciente y poco significativa del PIE de los países desarrollados (0,51 %
en 1960, 0,34% en 1970, 0,38% en 1980 y 0,35 en 1990).
La inversión extranjera privada, de otro lado, incluye la inversión directa de las
grandes empresas multinacionales y los préstamos de los bancos privados
internacionales. Las empresas multinacionales fueron artífices del flujo de
capitales en los años sesenta y setenta (de 2.400 millones de dólares en 1962 a
más de 17.200 millones en 1982). Ubicadas en Estados Unidos (70 % del capital),
Alemania, Japón y Gran Bretaña, las empresas multinacionales han perdido
interés inversor en los años ochenta .
(el flujo financiero desciende a 8.000 millones de dólares en 1985) como
consecuencia de los fuertes sentimientos contrarios a su presencia en el Tercer
Mundo, el efecto demostración de los países de la OPEP que obtuvieron un
mayor control sobre las compañías petroleras extranjeras, y la propia crisis de
los países industrializados. Los grandes grupos bancarios y financieros privados,
por su parte, habían iniciado sus operaciones en los años sesenta por la
necesidad de los gobiernos del Tercer Mundo de obtener una rápida financiación
del desarrollo, pero es a partir de 1973 cuando el mercado de los petrodólares
les permite aumentar significativamente su presencia. Los bancos comerciales
acumulan en forma de depósitos el grueso de los excedentes monetarios de las
clases dominantes de los países de la OPEP {de 7.000 a 115.000 millones de
dólares entre 1973 y 1980) y reemplazan progresivamente al mercado
internacional oficial en la provisión de préstamos al Tercer Mundo. La aportación
bancaria desciende en los años ochenta cuando la crisis y el desempleo de los
países industriales multiplican los esfuerzos por atraer los capitales
internacionales.
El endeudamiento actual del Tercer Mundo proviene de tres cambios
sustanciales en los flujos financieros desde los años setenta. Primero, se modifica
la naturaleza de la inversión exterior y el protagonismo inicial de la ayuda
pública al desarrollo es desplazado por una creciente participación de los flujos
privados. La imposibilidad de mantener las .tasas de crecimiento con el aporte
exclusivo de los préstamos oficiales impulsa a muchos países a solicitar créditos
a bancos comerciales e instituciones financieras privadas. Aumenta a un ritmo
mucho más rápido el endeudamiento con
r las instituciones privadas que con los organismos internacionales oficiales: si
en 1969 los préstamos privados eran responsables de128,1 % de la deuda total,
en 1981 la proporción alcanzaba el 48,7 %. En segundo lugar, cambian las
fórmulas de financiación al disminuir las donaciones como forma dominante de
transferencia y aumentar la presencia de los préstamos. La propia ayuda oficial
al desarrollo revela la tendencia de los países desarrollados a reemplazar
antiguas donaciones por préstamos con interés; mientras que en las décadas
anteriores los créditos con interés representaban el 40 % de la ayuda, en la
actualidad integran más del 70 %. En tercer lugar, se ha endurecido la concesión
de préstamos {públicos o privados) al ajustarse los plazos de amortización y los
tipos de interés a las condiciones del mercado. Sólo entre 1971 y 1979 el
porcentaje de la deuda en condiciones no favorables {plazo de amortización más
corto y tipos de interés más elevado) ascendió del 40 al 77 %.
El flujo internacional de recursos financieros deja de representar una solución y
se convierte en parte sustancial del problema. Hasta los años setenta, los perfiles
de la deuda exterior no eran motivo de especial preocupación: volumen
relativamente bajo {57.000 millones en 1970), predominio del carácter oficial de
la deuda, y política de créditos baratos ya largo plazo. Los cambios operados en
la naturaleza de la inversión exterior hinchan desproporcionadamente el
volumen de la deuda, que en apenas veinte años se multiplica por veinticinco y
alcanza 1.473.000 millones de dólares en 1992 (J Serulle, J. Boin). El coste
principal de la deuda acumulada, que se concentra en más del 60 % en América
Latina y este de Asia, es el «servicio de la deuda», o reembolso anual de una
parte del capital y de los intereses. Carga fijada contractualmente sobre la renta
y el ahorro de la nación y que debe ser pagada en divisas, el servicio de la deuda
ascendía en 1992 a 186.000 millones de dólares. La deuda se ha convertido en el
problema básico del Tercer Mundo.

División interna del Tercer Mundo


La uniformidad estructural del Tercer Mundo no excluye la existencia de
contrastes internos desde el proceso de independencia y, sobre todo, las crisis
energéticas de 1974 y 1979. Una división interna del Tercer Mundo podría
incluir (U. Menzel, H. Rouillé):
a) Países pobres, menos adelantados o Cuarto Mundo. El informe del Banco
Mundial incluía en 1991 a 41 economías agrarias de subsistencia por debajo del
umbral absoluto de pobreza (menos de 500 dólares por persona y año), con tasas
de crecimiento estancadas o negativas entre 1965-1989, y que se sostienen
prácticamente con la asistencia económica internacional. Sus rasgos básicos
serían: empobrecimiento dramático por el aumento acelerado de la población,
debilidad de los recursos naturales y de la industrialización, estructura
productiva desarticulada, bajo nivel de comercio exterior (en conjunto menos del
1 % mundial), dependencia extrema de la venta de una o dos materias primas o
productos alimenticios, mercado interior restringido, acusada falta de servicios
educativos y sanitarios, altas tasas de analfabetismo y baja esperanza de vida.
b) Países primario-exportadores. Sumido en un proceso de empobrecimiento
relativo, un grupo heterogéneo de ochenta países se basa en la exportación de
uno o dos productos primarios a los países desarrollados. Con escasa o nula
industrialización y estancados desde los años cincuenta, subsisten gracias a
algunos recursos de minería, créditos internacionales, o proximidad de algún
mercado o zonas francas.
c) Países con crecimiento industrial o .nuevos países industriales. Gracias aun
notable proceso de industrialización y modernización, unos pocos países han
experimentado un rápido crecimiento económico y se han convertido en
exportadores preeminentes de manufacturas. El grupo latinoamericano (Brasil,
Argentina, México) responde al modelo de industrialización por sustitución de
importaciones. Se trata de núcleos industriales integrados que en ciertos
períodos han alcanzado altas tasas de crecimiento con un mercado interno
demandante de productos industriales, pero que se encuentran fuertemente
endeudados. Mayor espectacularidad reviste un segundo grupo, los «dragones»
asiáticos (Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong y Singapur), basado en la
industrialización por la exportación de manufacturas, que cuenta con los
atributos de las sociedades occidentales y demuestra una notable capacidad
competitiva en los mercados mundiales. La cuestión de la deuda no es relevante
pues los superávit de sus balanzas de pagos les ha permitido reducirla
drásticamente ose han convertido, incluso, en exportadores netos de capital. Se
caracterizan por un alto crecimiento (7 % anual entre 1965 y 1990), creciente
participación en las exportaciones mundiales (9,2 % en 1992), mercado interior
relativamente grande, e indicadores sociales superiores a los de algunos países
occidentales. Se perfila en esta región una segunda generación (Thailandia,
Malaysia).
d) Países exportadores de petróleo. De gran riqueza petrolífera, han dispuesto de
amplios recursos financieros gracias a las dos drásticas subidas del precio del
crudo. Puede distinguirse aquí entre países con poca población, verdaderos
Estados rentistas, a los que no parece afectar la disminución del precio del
petróleo en los años ochenta, y un segundo grupo de países fuertemente
poblados y en crisis tras pulverizar los ingresos del petróleo en aventuras
militares (Irán, Irak, Libia), sufrir la huida de capital, invertir en grandes obras
de prestigio, o fracasar los programas de industrialización, lo que explica el
paradójico endeudamiento externo de algunos Estados.

CAPITULO 12: LAS TRANSFORMACIONES CULTURALES TRAS LA


SEGUNDA GUERRA MUNDIAL: NUEVOS PRISMAS, NUEVAS
PERSPECTIVAS
por ALVARO FERRARY
Profesor de Historia Contemporánea, Universidad de Navarra

1. AÑOS DE RECONSTRUCCIÓN Y PROSPERIDAD


Una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial se inició un formidable esfuerzo
de reconstrucción económica y social, que pondría las bases del extraordinario
desarrollo experimentado a escala mundial durante la segunda mitad del siglo
xx. Aunque dicha dinámica de recuperación fue un fenómeno particularmente
occidental (sobre todo perceptible en el continente europeo -y en especial en el
conjunto de países situados fuera del llamado «telón de acero»y en el Japón), sus
consecuencias positivas -aunque también sus contradicciones y efectos-en
seguida se dejaron sentir, aun con desigual intensidad, en todos los rincones del
globo.
Así pues, lo que los franceses llamaron les trente glorieuses, refiriéndose con esa
expresión al impresionante desarrollo económico experimentado a partir del fin
de la guerra -y que Eric Hobsbawn, por su parte, ha bautizado con la expresión
«los años dorados»-, alude a uno de los procesos de cambio social y cultural que
más decisivamente han influido en la variación de percepciones globales
operadas en la vida social de los países. Variación que -como sabemos-tuvo lugar
a lo largo de las últimas cinco décadas de este segundo milenio.
Hacia finales de los años cincuenta la mayoría de los países de Europa
occidental, incluyendo al Japón, ya habían recuperado los niveles económicos de
preguerra, acelerándose a partir de entonces una dinámica que no haría sino
intensificarse a lo largo de la década de los sesenta. De esa dinámica no quedó al
margen la URSS. Como tampoco quedaron al margen el resto de los países
comunistas. De hecho, durante los citados años cincuenta, los índices de
crecimiento de la Unión Soviética fueron incluso superiores a los experimentados
por los países occidentales. Si bien es verdad que, a partir de la década
siguiente, dicha tendencia no haría sino invertirse de manera acelerada. Una
similar evolución general es asimismo aplicable al conjunto de países de lo que
comenzó a conocerse en aquellos años como el «mundo socialista».
Una «sintomatología del despegue» -ciertamente, relativa y también desigual
incluso llegó a dejarse sentir en el conjunto de la comunidad internacional, y ya
no sólo en el continente europeo. En este sentido se puede afirmar, aun con las
matizaciones de rigor que se deban introducir, que el despegue económico
iniciado a finales de los años cuarenta fue un fenómeno global. Desde 1950 en
adelante la población general de Africa, Asia y América Latina, comenzaría a
crecer de manera espectacular. Un impulso que quedó reflejado en el incremento
a escala planetaria de la expectativa de vida.
La falta de sintonía entre los niveles de crecimiento experimentados entre el
norte desarrollado y el sur subdesarrollado, no permitió que pudiera hablarse de
un mundo más equitativo. Más bien al contrario: como quedaría patente a partir
de la década de los setenta, la distancia que separaba entre sí aquellos dos
mundos cada vez se revelaba más amplia.
Si los beneficios económicos y materiales, propiciados por la dinámica de
crecimiento iniciada en la posguerra -que pondría las bases de la actual sociedad
opulenta-no llegó a adquirir el rango de bien universal, sus contradicciones y
efectos sí se hicieron presentes a escala general.
En el mundo desarrollado, y en especial en el Occidente «capitalista», dichas
contradicciones y efectos motivados por el nuevo desarrollo de posguerra,
vinieron marcados por la desestructuración de las formas de vida tradicionales y
por el peso del prisma de la desideologización.

1.1. EL PRISMA DE LA DESIDEOLOGIZACIÓN (SUS LUCES y SUS


SOMBRAS)
Las dramáticas experiencias vividas al calor de la guerra, y de la coyuntura
crítica del período de entreguerras, contribuyeron de manera decisiva ala
aparición en Europa occidental de un clima cultural nuevo, esencialmente
diferente del que había prevalecido a !o largo de la primera mitad del siglo.
Dicho clima consistió en una suerte de declaración de guerra a los grandes
dogmas ideológicos ya los sistemas filosóficos cerrados del pasado. Se trató en
cierta medida de una reacción ante la sucesión de desastres a los que -se
estimaba-habían conducido las ilusiones utópicas del medio siglo precedente. Sin
embargo, no por ello este nuevo clima cultural apareció marcado por el
escepticismo. Lo que en realidad prevaleció fue una actitud pragmática, y en
cierta manera defensiva, fundada en la defensa de las libertades individuales a
través de los efectos estabilizadores que se atribuyeron al desarrollo económico.
Las circunstancias ambientales imperantes en la Europa inmediatamente
posterior a 1945, también incidieron de manera positiva, por su parte, en la
generalización de la citada actitud pragmática. Al descrédito de los colectivismos
nacionalistas, propiciado por la derrota militar del fascismo y por el poderoso
impacto emocional del holocausto, se unieron los nuevos temores suscitados a
raíz del inicio de la guerra fría y de la subsiguiente división del continente
europeo en dos bloques antagónicos (que generalizó la lógica de la división a
escala planetaria, así como la nueva perspectiva -que en algunos momentos
pareció inminente-de un apocalipsis nuclear). Entre el pragmatismo suscitado
por los afanes de la reconstrucción y este otro pragmatismo forzado por el temor
a la hecatombe nuclear, acabaron por diluirse las ilusiones ideológicas, y aun
morales, del progresismo revolucionario, el cual, hacia finales de la guerra, había
creído ver en la «liberación» del yugo fascista el inicio de un mundo nuevo que
habría de conducir a la Utopía. Si dirigimos nuestra mirada a la «otra Europa» a
la Europa encerrada tras el telón de acero, el panorama se nos vuelve algo más
confuso. ¿En qué medida resulta posible hablar de pragmatismo y de
desideologización? En realidad, la cuestión planteada resulta controvertida.
Aunque hay razones más que suficientes para llegar a pensar en un agotamiento
en la creencia marxista, sustituida por el sucedáneo del culto a la personalidad
(fenómeno en gran medida achacable al estalinismo pero, seguramente, ya
iniciado en tiempos del propio Lenin), la función dominante de la ideología en el
marco de la dictadura del partido único persistió sin fisuras (y persistiría en la
práctica hasta el mismo hundimiento de la Europa del Este). Los Estados
comunistas experimentarían a lo largo de las décadas siguientes una irreprimible
tendencia hacia la burocratización y, en consecuencia, hacia el agostamiento de
los ardores militantes iniciales. Pero la ideología oficial mantuvo intacta su
naturaleza dogmática y su rango de referente Único y exclusivo de valor.
Por otro lado, el clima espiritual dominante en Occidente a partir de 1945 estuvo
marcado por un sentimiento creciente de desencanto y de desilusión ante la idea
comunista. Sin embargo, esta des mitificación del comunismo no significó, como
afirmaría años después la izquierda neomarxista, la existencia en las
democracias occidentales de una ideologización encubierta. Lo que prevaleció,
como ya hemos indicado, fue un fuerte pragmatismo dirigido a mejorar las
condiciones de vida de los países. Esto explica que las bondades de la
democracia liberal tendieran a ser percibidas más en el plano de los hechos -en
la medida en que aseguraba el fomento de un clima de bienestar material y de
desarrollo económico-que en el plano de los principios. La celebérrima
afirmación de Winston Churchill acerca de que la democracia es el menos malo
de los regímenes políticos concebibles, refleja, de manera muy plástica, el
pragmatismo un tanto escéptico que dominaba en el ambiente. Un objetivo
común consistió en la búsqueda de fórmulas que garantizasen la estabilidad
política e institucional. A dicha búsqueda respondió la fórmula de democracia
presidencialista (a través de la figura del canciller) de la República Federal de
Alemania, establecida y modelada por Adenauer o, sin ir más lejos, la estructura
constitucional otorgada por Charles de Gaulle a la V República francesa.
Las implicaciones de las nuevas actitudes pragmáticas -esto es, no ideológicas,
centradas en lo concreto, concentradas en aspectos de organización,
racionalización y gestión en la mayoría de los casos de carácter técnico-se
reflejaron de manera particular en el cambio de imagen operado a lo largo de
estos años en todos los grandes partidos socialistas occidentales. Para estos
partidos -escribe Karl Friedich Bracher-, los años cincuenta significaron la
progresiva pérdida de sus certezas ideológicas absolutas, e inversamente
supusieron el incremento progresivo de unas posiciones cada vez más abiertas y
flexibles. Así, el socialismo empezó a definirse como una filosofía más entre otras
muchas. Y, en perjuicio de su anterior militancia atea, comenzaron los socialistas
atender puentes hacia un cristianismo, al cual -como rezaba en 1959 el
Godesberg Programme de la socialdemocracia alemana-se le adjudicó el valor de
precedente histórico del socialismo. Al mismo tiempo, el Partido Laborista
británico y la Internacional Socialista proclamaban la renuncia a la naturaleza
ideológica del socialismo y rompían con el viejo dogma de la nacionalización.
Esta nueva vinculación del socialismo a la democracia burguesa y al sistema
capitalista poco tenía que ver con las actitudes que la mayoría de los socialistas
europeos de entreguerras habían exhibido ante las mismas democracias
burguesas. Actitudes que habían cristalizado en unos compromisos con la
democracia burguesa calificables, en el mejor de los casos, de meramente
circunstanciales.
El nuevo período postideológico iniciado a partir de 1945 contempló también la
ampliación de la presencia del Estado en extensas áreas de la economía y de la
sociedad. El peso de la burocracia comenzó a dejarse sentir -y también comenzó
a interferir-en la vida de los ciudadanos. Se pudo comprobar que el nuevo Estado
protector era ciertamente un garante del bienestar, pero que también poseía en
ciernes el peligro de un nuevo «totalitarismo no ideológico». Además, esta
quiebra de las grandes construcciones ideológicas tuvo, asimismo, como una de
sus consecuencias la progresiva reclusión de los ciudadanos en la esfera singular
de la vida privada. Un creciente absentismo pareció colorear las actitudes
predominantes a partir de los años cincuenta. Este nuevo apoliticismo apenas
parecía asemejarse a las actitudes de retraimiento alienado de los años diez y
veinte del siglo o al nihilismo de la Kulturcrisis. Por mucho que Sartre y su libro
El ser y la nada llegara a alumbrar todo un fenómeno social -incluso un moda-,
irradiando de su centro neurálgico parisino a otros lugares, el existencialismo no
pretendió ser más que una filosofía de la autonomía individual en medio de un
mundo carente de certezas colectivas, y dominado por la burocracia y la técnica.
No obstante, a medida que avanzaba la década de los cincuenta comenzó a
verse, cada vez con mayor claridad, que el pragmatismo de posguerra no iba a
convertirse tan fácilmente en la tendencia dominante de la segunda mitad del
siglo. La fractura propiciada por los grandes dramas del período de entreguerras
no fue a pesar de todo, como en seguida quedaría demostrado, lo
suficientemente profunda como para dividir la centuria en dos partes
completamente diferenciadas entre sí.
La primera demostración clara de que la desideologización no era una senda
definitiva, ni mucho menos una dinámica obligada, lo vino a dejar patente la
irrupción en escena del Tercer Mundo. Rápidamente convertido en todo un
istmo, la desintegración de los Imperios coloniales -un proceso demasiado
violento y traumático en la mayoría de los casos-creó las condiciones idóneas
para un rebrote de las pasiones ideológicas (en formas, en muchos casos,
combinadas de radicalismos de tipo nacionalista o socialista) en la constelación
de nuevos países surgidos de la descolonización.
Pero no se trató únicamente del Tercer Mundo. La renovada ola de
ideologización, pródiga en nuevas síntesis y combinaciones fruto de novedosas
reformulaciones ideológicas, se dejó asimismo sentir en Occidente a pesar de los
altos niveles de desarrollo y de estabilidad alcanzados (o, como veremos, tal vez
a causa de ello). Un nuevo horizonte -que, en cierta manera, pudo llegarse a
interpretar como una especie de regreso a las turbulencias de los años veinte y
treinta del siglo-comenzó a despuntar a medida que finalizaba esa década y se
entraba en la de los sesenta.

2. LA IDEOLOGIZACIÓN DE LOS AÑOS SESENTA


La década de los sesenta apareció marcada por una formidable ola de
reideologización, cuyos efectos se prolongarían a lo largo de los años setenta. Se
trató de un fenómeno general y no circunscrito a unas determinadas regiones.
En este sentido, se trató de una clara manifestación de un mundo cada vez más
globalizado. Y, todo ello, a pesar de la existencia a escala mundial de unos
contrastes, cada vez más acusados, en niveles de bienestar y de desarrollo. La
identidad de síntomas no fue, sin embargo, producto de una misma afección. El
proceso de reideologización experimentado en el Occidente desarrollado fue el
resultado de una profunda crisis de identidad de una nueva generación frente a
una sociedad que se estimó vieja y gastada. Fue ésta -como hemos dicho-una
generación joven. Pero, sobre todo, fue una generación modelada por una nueva
experiencia vital: apenas había sufrido las penurias de la posguerra y para ella el
traumático ciclo de los años treinta no era más que un relato aprendido en los
libros de historia. En los países no desarrollados también fue una nueva
generación -la generación de la independencia-la que protagonizó el nuevo
despertar ideológico. En este caso se trató de una crisis de identidad motivada
por la necesidad imperiosa de dar la espalda a un pasado colonial reciente,
caracterizado por la subordinación política y la dependencia económica, y
asimismo movida por la exigencia, no menos imperiosa que la anteriormente
citada, de salvar en el breve plazo de unas pocas décadas la distancia que les
separaba del Occidente desarrollado y dominador. El Tercer Mundo, en
definitiva, se aprestaba, sin reparar en lo que esto pudiera significar de violencia
y de trauma, a dar el salto definitivo que habría de conducirle a coger de manera
definitiva el tren de la historia.

2.1. LOS AÑOS SESENTA EN LOS PAISES DEL BIENESTAR


La reactivación de las pasiones ideológicas en el mundo occidental tuvo mucho
-como hemos ya indicado-de reacción crítica -que, en muchos casos, se trató de
una genuina autocrítica-de marcado carácter generacional. En Alemania, uno de
los lugares donde se percibió con especial intensidad, coincidió con el final de la
era Adenauer, en torno a 1963. En Francia, el proceso coincidió
cronológicamente con el debilitamiento político -que, al fin ya la postre, acabaría
siendo definitivo-de la estrella política de De Gaulle. Mientras que en Italia, un
país con una poderosa organización comunista, influyó notoriamente la llamada
apertura a sinistra de 1962. Su clímax se alcanzó en 1968, año que pasaría a la
historia por las revueltas estudiantiles de mayo producidas en Francia -el célebre
«mayo francés»e incluso por las agitaciones liberalizadoras producidas durante
el mes de agosto en Checoslovaquia, al otro lado del telón de acero: la
«primavera de Praga».
Dicho proceso de reideologización consistió en primer lugar en la denuncia del
desarrollismo pragmático de posguerra. Éste fue tachado de tecnocrático y de
conservador. Además, se reprochaba a los gobiernos establecidos de consagrar
en la práctica la hegemonía política de una casta política vieja, dominada por las
caducas glorias de la posguerra: los Adenauer, los De Gaulle o los Eisenhower.
Las democracias occidentales del bienestar comenzaron a ser tachadas de meras
dictaduras, dominadas por las lógicas del mercado y de la economía, así como
por un neoautoritarismo apenas encubierto, propiciado por el anticomunismo
oficial.
En consecuencia, la reactivación ideológica de los años sesenta estuvo
acompañada por un inequívoco sello izquierdista. En manifiesto contraste con lo
acontecido durante la década precedente, se produjo una relativización creciente
–frecuentemente presentada bajo el aspecto de revisión reinterpretativa-de la
crítica al comunismo. La misma suerte corrió el término «totalitario», el cual
comenzó a ser objeto de un conjunto de variaciones semánticas y de re
evaluaciones conceptuales, de manera que acabó sirviendo para poner bajo
sospecha la concepción occidental de orden y de libertad. En un mundo
occidental en el cual, a diferencia de lo sucedido a lo largo de los años veinte y
treinta, el fascismo había dejado de ser una alternativa real (no así el
comunismo), el adjetivo «fascista» pasó a convertirse en un apelativo de
denuncia proyectado contra el mismo sistema democrático, que fue acusado de
materialista o de ilusorio y alienante.
La crítica sesentayochista contra la democracia tendió, pues, a justificarse en el
supuesto contraste existente entre el Ideal democrático profesado por la
juventud progresista y la pobreza de la política real de los países capitalistas. Las
circunstancias que acompañaron a ese radicalismo y que en última instancia
explican su extensión, son complejas. Desde luego no se trató de factores sólo
-ni, tal vez, principalmente-políticos. Especial importancia adquirieron a este
respecto los factores de naturaleza psicológica,.o de carácter social y moral.
En contraposición con sus manifestaciones precedentes, el radicalismo de los
años sesenta estuvo marcado por un sentimiento de rechazo de los valores
establecidos, así como por un componente notoriamente hedonista, como
atestiguaron la incorporación de las tesis de la revolución sexual aun conjunto de
experiencias y de movimientos liberacionistas. Embebido en un irrefrenable
deseo de reinventar la izquierda, entendida como única salida al mundo
materialista y alicorto de la democracia burguesa y «tecnocrática», el
radicalismo de los años sesenta fue pródigo asimismo en la reformulación de
nuevas utopías comunitarias, las cuales se presentaron como modelos a seguir
para forjar la articulación de una sociedad nueva, superadora de los
considerados viejos dogmas conservadores de familia y de Estado. La restitución
del valor de la violencia como instrumento legítimo que oponer a la «violencia
estructural» inherente a toda institución política y social establecida, también
fue otro rasgo del neorradicalismo de los años sesenta.
La revitalización de las pasiones ideológicas de la década deben también ponerse
en relación con el aparente proceso de apertura abierto desde finales de los años
cincuenta en el mundo comunista. El punto de partida de este proceso (ligado a
la desestalinización que siguió en la URSS a la muerte de Stalin en 1953) es
conocido: el «discurso secreto», leído por Kruschev en el XX Congreso del PCUS
celebrado en 1956 en Moscú, y en el cual se produjo el reconocimiento oficial de
los abusos cometidos durante el período anterior. Este «modesto» gesto de
autocrítica avivó las esperanzas en una evolución, supuestamente más genuina,
del comunismo hacia su verdadera esencia democrática: un socialismo con rostro
humano. Los años sesenta, en suma, parecieron señalar el inminente desbloqueo
de la idea comunista, demasiado tiempo obstruida -así se pensó-por el
desviacionismo estalinista. Pero además hizo posible la emancipación de dicha
idea de las políticas emprendidas por una determinada potencia. Fue al calor de
esta revitalización de la idea comunista en Occidente, así como de la
emancipación de esta idea de la tutela soviética, como se produjo la
recuperación de los escritos elaborados en los años de entreguerras por Antonio
Gramsci. El gramscismo, como manifestación de un comunismo democrático,
acabó por convertirse en todo un referente de época (por mucho que el propio
Gramsci nunca dejase de reconocer la orientación leninista de su pensamiento).
La revitalización de la idea comunista -de un comunismo revisado, depurado,
genuino, pero, como acabará demostrándose años más tarde, también de un
comunismo imposible-nutrió los entusiasmos revolucionarios, que subyacen
detrás del despertar ideológico de los años sesenta (con su continuidad
decreciente a lo largo de los años setenta), mediante el cual una nueva
generación mostraba su insatisfacción ante el pragmatismo imperante en un
mundo en rápida transformación, el cual, al margen de los beneficios materiales
que prodigaba, no parecía disponer de unos valores firmes que sirvieran de guías
al individuo ante la imparable dinámica de cambio social y cultural que se estaba
produciendo. La revisión de la idea comunista permitía, por lo menos, identificar
el socialismo con una utopía moral sin necesidad de verse por ello obligado a
suscribir en toda su extensión las políticas seguidas por la Unión Soviética.
Los estímulos revolucionarios de los años sesenta se materializaron, así pues, en
un variado conjunto de figuras y de movimientos de los más variados géneros. La
atracción por la revolución cultural china y por el maoísmo, fue una de sus
manifestaciones. Pero no la única. El castrismo, el modelo vietnamita o la vía
camboyana fueron otras tantas de sus manifestaciones posibles. La galería de
héroes revolucionarios también pareció incesante y variada: Castro, el Che
Guevara o Ho Chi Minh. También hubo cabida para otros líderes no de tan
inmediata filiación comunista, como Nasser o Allende, o para otros dictadores
«liberacionistas» africanos, como Gadaffi o Nkrumah.
En su dimensión más puramente externa el proceso de reideologización de los
años sesenta alcanzó su cenit -como ya hemos indicado-en la revuelta del mayo ,
francés de 1968, así como en la escalada terrorista que le siguió y que se
manifestó con desigual intensidad, por toda Europa occidental durante los años
setenta. Desde este mismo prisma externo los resultados cosechados rayaron en
el más absoluto de los fracasos. No se consiguió desestabilizar el statu qua
existente, ni mucho menos se produjo la esperada transformación radical de la
realidad política y social existente. Los sistemas burgueses occidentales no sólo
lograron superar el embate sin graves rasguños dignos de consideración, sino
que además demostraron poseer una gran capacidad de absorción y de
integración en el sistema de no pocos de los lemas, tópicos y actitudes que
habían servido de expresión a toda una generación ganada a una utopía
alternativa.
En el más consistente plano de las ideas, la herencia de la marea revolucionaria
sesentayochista fue sorprendentemente poco original. Apenas se logró articular
un cuerpo de doctrina propio, limitándose a una mera derivación de posiciones
ya elaboradas por la crítica social y cultural del neo marxismo de los años veinte
y treinta, sazonada con algunos toques de hermenéutica hegeliana. El sello de la
escuela de Frankfurt fue evidente. Pero ni siquiera sus dos más significadas
figuras, Max Horkheimer y Theodor w. Adorno (1903-1969) -vueltos a Alemania
de su obligado exilio norteamericano en 1945 -llegaron a involucrarse
activamente en el movimiento de protesta, ni -todavía más significativo-desde
este mismo movimiento se consideró interesante dirigir la mirada a quienes se
calificó de filósofos academicistas e integrados en la democracia liberal y en el
capitalismo. La excepción a este respecto la personificó Herbert Marcuse, quien
desde el campus de Berkeley reformuló el viejo mensaje revolucionario de Marx
en función del nuevo potencial anti-sistema que pareció por algún momento
poseer el movimiento estudiantil norteamericano, el cual, en torno a 1964, acabó
por convertirse en el portaestandarte de toda una revolución cultural.
Mucha mayor efectividad que las ruidosas pasiones ideológicas de los años
sesenta, en la transformación radical de los valores y normas imperantes,
demostró tener lo que Ronald Inglehart ha denominado la «revolución
silenciosa», queriéndose referir al profundo cambio de estilos de vida, hábitos
culturales y referencias morales acontecidos en el mundo occidental desde el
final de la Segunda Guerra Mundial en adelante. Sin embargo, dicha revolución
silenciosa triunfante se ha encontrado al final con la misma demanda de grandes
objetivos y de valores emocionales que en algún momento se pensó podrían
satisfacer las grandes pasiones ideológicas, de cuyo fracaso y riesgos el siglo xx
ha sido un tan excepcional testigo. Ahí reside una gran paradoja del fin del
milenio.

3. LA ECLOSIÓN DEL TERCER MUNDO

3.1. EL ORIGEN Y EL SENTIDO DE LA NOCIÓN


El Tercer Mundo fue definido por primera vez, en 1952, por Alfred Sauvy en las
columnas del semanario izquierdista francés L'Observateut: Por medio de esta
definición, que se divulgó rápidamente, se trataba de oponer a los dos grandes
bloques surgidos del mundo bipolar de posguerra -el bloque capitalista y el
bloque comunista-un ámbito intermedio, compuesto por los países recientemente
independientes o en vía de descolonización.
El nexo o denominador común de sus integrantes no vendría estrictamente
marcado tanto por el recuerdo de una misma vivencia colonial reciente, cuanto
por la experiencia de una idéntica e inmediata experiencia de retraso social y
dependencia política, económica y cultural del mundo desarrollado. Los países
incluidos en esta definición aceptaron inmediatamente este término para
enfatizar su propia peculiaridad. Inicialmente se trató de una noción aplicada
restrictivamente a los nuevos Estados de Africa y de Asia. Alo largo de los años
sesenta su uso se hizo más extensivo, utilizándose con frecuencia esta noción
para describir también la situación imperante en el amplio conjunto de países de
América Latina.
La noción de Tercer Mundo ha poseído en el discurso internacional una
dimensión preferentemente política. La conferencia de Bandung (abril de 1955)
representó el punto de arranque en la andadura política del término en el
concierto internacional. El tono denunciatorio que caracterizó sus sesiones,
frente alas nuevas prácticas imperialistas y neocoloniales que se atribuyeron a
los países occidentales, otorgó al concepto de Tercer Mundo un matiz subversivo
ante el orden mundial vigente, que Franz Fanon simbolizó en su obra Los
miserables de la tierra, y que el llamado «movimiento no alineado» supo recoger
y explotar al máximo mediante el fomento de un característico «neutralismo
militante».
Pero no se trató solamente de un sentido político. A través de las
reivindicaciones en favor de un «nuevo orden económico» realizadas en marco
de la UNCTAD (órgano de las Naciones Unidas creado en 1964 para tratar
cuestiones relativas ala promoción económica de los países pobres o retrasados),
la noción Tercer Mundo adquirió una connotación de reivindicación económica.
Tampoco le fueron, desde luego, ajenas las connotaciones ideológicas --como lo
atestigua la eclosión de nuevas doctrinas «tercermundistas» dirigidas a articular
modelos propios y alternativos de organización social y política-o las culturales
(como lo apuntó toda una producción literaria y artística centrada en el fomento
de una identidad propia: Pablo Neruda y Gabriel García Marquez en América
Latina o Wole Soyinka o Naguib Mafhouz en Africa).

3.2. LOS LIBERACIONISMOS TERCERMUNDISTAS


Como ha afirmado Karl Dietrich Bracher, dos rasgos caracterizan la evolución
ideológica e intelectual durante el siglo XX de lo que convencionalmente
conocemos como el Tercer Mundo. En primer lugar, la adopción de corrientes de
procedencia occidental y, en segundo lugar, la adaptación de dichas corrientes a
las necesidades y a las circunstancias ambientales de los países receptores. Fue,
de este modo, fruto de un doble proceso de adopción/adaptación, como
surgieron, sobre todo a partir del final de la Segunda Guerra Mundial en
adelante, las doctrinas de la liberación nacional frente a la dominación colonial o
a la dependencia externa. En la mayoría de los casos se operó una peculiar
combinación entre las ideas importadas, o recibidas, de Occidente, y las
tradiciones nativas preexistentes. Un papel esencial en ese doble juego de
adopción/adaptación corrió a cargo de una élite formada en la metrópoli, la cual
-de este modo-reformuló determinados conceptos básicos -como los de
democracia, nacionalismo o socialismo-en función de sus propias aspiraciones
modernizadoras e independentistas. Si bien es posible señalar la aparición en el
Tercer Mundo de un conjunto relativamente amplio de formas ideológicas
propias y específicas, siempre a tenor de las distintas circunstancias imperantes
en cada uno de los países, la combinación más habitual consistió en una mezcla
de nacionalismo y de socialismo. La mencionada «especificidad tercermundista»
fue la causa más inmediata del valor eminentemente secundario que se atribuyó
en estos países a la ideología. Mucho más que por su sustancia teorética, ésta
tendió a ser valorada en función de su potencialidad práctica. y todo ello en
orden a lograr una integración nacional así como a posibilitar -en el menor
tiempo posible-el acercamiento a Occidente en niveles de modernización y de
desarrollo. Dicho sentido práctico inmediato que se concedía a la ideología, es la
razón que explica la ya apuntada peculiar combinación ecléctica entre
nacionalismo y socialismo, tan característica del Tercer Mundo. Así, desde estas
perspectivas, el típico nacionalismo socialista tercermundista ha sido concebido
como un artefacto ideológico y político dirigido a articular una identidad común
en unos territorios configurados artificialmente por las particiones fronterizas de
la época colonial (en lo que Heinrich Bechtold ha denominado unos «Estados sin
naciones» ). Ha sido en función de esas mismas premisas como se puede
entender que en los países del Tercer Mundo las estructuras políticas
dictatoriales hayan suscitado un grado de legitimación tan elevado. Unas
fórmulas de monopolio del poder que, sin embargo, sólo en contadísimas
ocasionas han degenerado en experiencias totalitarias equivalentes a las
producidas en Occidente durante el período de entreguerras.

3.3. LOS LIBERACIONISMOS TERCERMUNDISTAS DURANTE LOS AÑOS


CINCUENTA Y SESENTA
Tres figuras, con sus respectivos movimientos, descollaron en el escenario
asiático: Mao Tse-tung en China, Achmad Sukarno en Indonesia y Mohandas K.
Gandhi en la India. Los tres pueden ser considerados como verdaderos
prototipos del clima ideológico imperante en los nuevos países. Mao,
inicialmente alineado con la Unión Soviética, acabó rompiendo sus lazos con
Moscú y convirtiéndose en promotor de una vía revolucionaria alternativa
específicamente tercermundista. Sukarno, continuado posteriormente por
Jawaharlal Nehru, el sucesor de Gandhi, impulsó una doctrina de la neutralidad
entre los dos bloques de la cual surgiría el movimiento de los no alineados. Esta
nueva orientación encontró un gran eco en Gamal Abdel Nasser quien, a través
de la dictadura nacional que ensayó en Egipto, logró fundir entre sí la idea
socialista de liberación nacional y la idea nacional de autodeterminación.
En su libro Sobre la nueva democracia, aparecido en 1940, Mao había
identificado las demandas de revolución nacional y la aspiración de
independencia nacional y de desarrollo económico. Para tal fin reclamó una
dictadura de todas las clases antiimperialistas. Logrando, de este modo, extender
el principio marxista clásico de la dictadura del proletariado a toda la nación.
La obra de Mao adquirió una extraordinario poder de seducción a lo largo de los
años sesenta. Una vez convertido su pensamiento en todo un istmo, éste
comenzó a jugar un papel central en la reidiologización del mundo occidental. La
potencia ideológica del maoismo tuvo, no obstante, cuando menos mucho de
hecho de asombroso. En realidad, apenas podía hablarse de un corpus ideológico
maoísta propiamente dicho, sino de una especie de predicación asistemática, en
muchos aspectos lapidaria y vaga. En conjunto, los escritos de Mao eran
deudores de su propia trayectoria, tortuosa y discontinua: un inicial injerto
marxista leninista, unas primeras innovaciones, más bien limitadas y de carácter
estratégico, seguidas de un ingenuo sovietismo hasta llegar ala pretendida
originalidad de sus años finales. Irónicamente, el Mao prosoviético de la década
de los cincuenta hizo mucho más por la consolidación del comunismo en China
que el Mao profeta de la Revolución Cultural.
Así pues, propiamente hablando se podría decir que el maoísmo como ideología
completa, coherente y estructurada nunca existió. Y, sin embargo, el
«pensamiento de Mao» tuvo una extraordinaria influencia en todo el mundo a lo
largo de las décadas de los sesenta y setenta. Las causas de ese destino tan
asombroso habría que buscarlas en una mezcla variable de propaganda,
intereses y sueños. De todo ello no fue desde luego ajeno como ya hemos
indicado-la desestabilización provocada en el mundo comunista por la
celebración en 1956 del XX Congreso del PCUS, y por la urgencia sentida a
partir de entonces -en las filas del progresismo socialista-de empezar a contar
con modelos alternativos al soviético.
La influencia maoísta fue particularmente importante en Asia. La mayoría de las
organizaciones comunistas asiáticas se maoizaron rápidamente. Para estos
partidos el mensaje procedente de Pekín era doblemente atractivo: permitía un
alejamiento del parternalismo moscovita, pero sobre todo parecía significar todo
un llamamiento de emancipación para el Tercer Mundo. Fue este último aspecto
lo que constituyó la gloría del pensamiento de Mao: aparecer como una de las
vanguardias de las corrientes ideológicas tercermundistas en la década de los
sesenta. La China de Mao parecía mostrarse como una alternativa de progreso
endógeno equiparable, y aun superior, a los modelos occidentales. Los medios
dirigentes de los países del Tercer Mundo se contagiaron en seguida de un
conjunto de vagas formulaciones tomadas de la propaganda de Pekín. Sería, no
obstante, sobre todo en Europa donde le surgieron al maoísm sus más más
brillantes y conspicuos intérpretes.
El eclipse final del maoísmo fue un fenómeno tan súbito y sorpresivo como la
había sido años antes su eclosión. En la misma China se experimentó a principios
de la década de los setenta un retorno al marxismo-leninismo. En septiembre de
1976 se producía la muerte de Mao Tse-tung. De inmediato sus herederos eran
eliminados y un Den Xiaoping restituido daba inicio a una importante
rectificación de la ortodoxia imperante. A partir de entonces sería el progreso
económico práctico, y no el comunismo, la prioridad de los dirigentes chinos.
Una nueva amalgama de principios de herencia soviética, moralismo vago y
empirismo con pretensiones científicas, ocupará en los años sucesivos el
universo ideológico oficial chino.
Después de las esperanzas puestas en el maoísmo vino la desilusión. Ésta fue en
ocasiones tan radical como sólida antes había sido la fe en la doctrina. Esto
explica que sobre todo en Europa, una vez desaparecido el «gran timonel», y una
vez desacreditado su pensamiento, no pocos de los más distinguidos maoístas de
antaño, en vez de buscar refugio en otras opciones marxistas, se pasaran
directamente al anticomunismo ya la ortodoxia liberal en ocasiones más
acérrima. La evolución del periódico francés Liberation es un buen ejemplo de
esta trayectoria. .Mientras que la ideología maoísta se centró en el colectivismo,
en la lucha de clases, y en el principio del levantamiento popular, en las tesis de
Sukarno primó el concepto de «democracia guiada». Se trató de una posición
doctrinal que, además de servir para legitimar su propia posición política,
recordaba las teorías clásicas del autoritarismo con un novedoso toque de
nacionalismo revolucionario: rechazo de los partidos políticos, gobierno de una
élite progresista, función consultiva del Parlamento, programas de
modernización cultural y social y de transformación económica. En fin, toda una
combinación ecléctica entre «Jefferson y Marx», para expresarla con palabras
del propio Sukarno. A pesar de estas limitaciones, la influencia de su doctrina
resultó evidente en un amplio conjunto de países del Tercer Mundo.
La experiencia seguida en la India gozó inicialmente de un amplio prestigio. Ésta
se basó en la doctrina político-religiosa de la liberación auspiciada por Gandhi,
así como en las tesis de la neutralidad desarrolladas por su sucesor Nehru.
Gandhi -como se sabe, asesinado por un fanático religioso en 1948, poco después
de la declaración de la independencia india, y activo fundador de la organización
independentista, el Partido del Congreso Indio-había desarrollado el núcleo de su
doctrina liberacionista en un libro ya aparecido en 1909, El autogobierno indio
(Indian Home Rule). En manifiesto contraste con otros movimientos de liberación
de la época, que hacían de la industrialización -según el modelo occidental o
socialista-la esencia motora de la independencia, la posición de Gandhi se basó
en la defensa de las formas económicas y sociales autóctonas. El
«tradicionalismo» de Gandhi, sin embargo, no sobrevivió a la muerte de su
expositor. Sus ideas tendieron a ser sustituidas, bajo la dirección de Nehru, por
un nuevo eclecticismo doctrinal, en el cual se entremezclaban elementos de
procedencia liberal y de inspiración marxista. El resultado fue la afirmación de
un peculiar socialismo indio, en el cual se trató de mantener en un complicado
equilibrio la tradición y la modernidad.
Fue, no obstante, en el mundo árabe donde la combinación entre religión y
política acabó produciéndose de manera más acusada. Sin embargo, no todas las
corrientes liberacionistas aparecidas en este ámbito cultural manifestaron ese
rasgo. En realidad, lo que se experimentó en los países árabes fue un estado de
tensión entre las corrientes liberacionistas de la modernización -ya fuera desde
una primacía del componente nacionalista y pro-occidentalista (caso de la nueva
Turquía de Kemal Attaturk), ya fuera desde una perspectiva antioccidentalista y
según unas fórmulas combinadas y eclécticas entre nacionalismo y socialismo (el
caso de Nasser y de su «socialismo árabe» )y los liberacionismos de inspiración
islamista. Aunque, ciertamente, ambas orientaciones, la secularizante y la
islamista, tomaron cuerpo en un conjunto variado de formulaciones de diversas
intensidades.
Entre las primeras ya hemos citado al nasserismo, ya su filosofía de la
revolución, desarrollada mediante una reinterpretación nacionalista y no
marxista del socialismo. En una posición cercana se situó la corriente «baasista»,
que prendió, además de también en Egipto, en Irak, Siria y, aunque en menor
medida, en Jordania. El baasismo, en línea muy similar a lo postulado por Nasser,
afirmó la unidad supranacional del mundo árabe, el neutralismo, la democracia y
el socialismo. Todo ello desde el prisma de un Estado fuerte y modernizador
(que, ciertamente, no excluyó la defensa de una dirección política ejercida por
una élite). Una posición diferente, dentro de estos liberacionistas
modernizadores, lo constituyó el caso argelino, donde la combinación de
nacionalismo y de socialismo se forjó mediante la incorporación de una decidida
inspiración marxista. El ejemplo argelino, además, acabaría por convertirse en
todo un modelo de doctrina liberacionista, divulgada en parte a través de la obra
de Franz Fanon y de su libro Los miserables de la tierra (1970), ejerciendo
además una notable influencia en Africa y en América Latina (sin olvidar del todo
al mundo occidental, donde la vía argelina inspirará a no pocos movimientos de
liberación nacional: los casos del radicalismo nacionalista vasco, corso o bretón,
por citar algunos conocidos ejemplos).
Los liberacionismos islamistas unieron al antioccidentalismo presente en la
mayoría de estos movimientos un nuevo componente antimodernizador. Se trató,
en gran medida, de un movimiento reactivo, de defensa de la identidad cultural
árabe frente al proceso de desarticulación de los valores y las formas de vida
tradicionales producida al hilo de la modernización que siguió a la
descolonización. Expresaron las doctrinas islamistas una forma extrema de
conciliar la liberación del mundo árabe de toda sujeción a todo tipo de instancias
externas, con la defensa a ultranza de unas señas históricas de identidad que se
estimaron particularmente vivas en la religión islámica. De ahí, en suma, la
curiosa mezcla de elementos antiguos (la defensa de la shari'a o el uso del velo) y
de elementos nuevos (la llamada a la revolución o la defensa de un Estado fuerte
y racionalizador) de estos movimientos, y que ejemplificó la revolución shiita
dirigida por Jomeini en Irán en 1979.
A diferencia de Asia o del mundo árabe, los nuevos estados africanos carecían de
una religión común o de un conjunto homogéneo de valores culturales. Esto en
parte es lo que puede explicar los choques experimentados por las nuevas
doctrinas liberacionistas con una realidad heterogénea, marcada por una gran
diversidad -y también por el antagonismo-de formas y de sentimientos tribales.
Se podrían distinguir tres tipos diferentes de movimientos liberacionistas
africanos. El primero aparece vinculado a la figura del senegalés Léopold Sédar
Senghor. Consistió en la defensa de un autoritarismo moderado y en la
enfatización de la idea de negritud, alusión a la existencia de un supuesto
carácter instintivo específicamente africano. El segundo lo representó el-dictador
guineano por Sékou Touré, y su colega de Mali, Modibo Keita. Se caracterizó por
la defensa de un sistema de partido único y por una concepción radical de
dictadura democrática de ocasionales resabios soviéticos. La tercera posición se
intercaló entre las dos anteriores, y favoreció la eclosión de unos sistemas
personalistas justificados en nombre de la regeneración nacional. Un claro
ejemplo lo personificó el ganés Kwame Nkrumah.
El panorama que expresa Latinoamérica no se ajusta enteramente a las
coordenadas más características del Tercer Mundo. Aunque resulta evidente la
presencia en el centro y sur del continente americano de situaciones sociales, de
pobreza económica, o de retraso cultural propias de los países de larga tradición
colonial, también son notables sus diferencias: una emancipación política más
que secular, una fuerte tradición política liberal forjada a lo largo del siglo XIX, y
unas élites urbanas fuertemente europeas en cuanto origen y en cuanto a
sensibilidad y conciencia cultural. No obstante, la persistencia de fuertes
contrastes económicos y de una realidad social poco integrada, creó las
condiciones favorables que explican el fuerte ímpetu ideológico de inspiración
marxista experimentado durante la segunda mitad del siglo xx, y en particular a
partir de la toma del poder de Fidel Castro en Cuba en nombre del
antiimperialismo.
Los años sesenta presenciaron una extensión del fenómeno terrorista y un
recrudecimiento de la guerrilla. Los conflictos ideológicos resultantes alcanzaron
su clímax a raíz de la paralización violenta en septiembre de 1973 del
experimento socialista radical ensayado por Salvador Allende en Chile. A partir
de entonces, ya lo largo de esa década, se irían imponiendo por casi todo el
continente unas soluciones estatales de urgencia, basadas en la imposición desde
arriba de políticas de violencia antiterrorista. La persistencia de una realidad de
fuertes contrastes y socialmente fragmentada, unido ala reinterpretación del
marxismo en clave del radicalismo sesentayochista, favorecieron no obstante la
aparición de nuevos ensayos de ideologización. De ahí surgieron los
liberacionismos indigenistas (presente a finales de los años noventa en el
movimiento zapatista) y las teologías de la liberación, de tan gran impacto
durante las décadas de los setenta y ochenta.

4. HACIA UN NUEVO MILENIO: ¿EL FIN DE LAS IDEOLOGÍAS?


Los años cincuenta parecieron confirmar la pertinencia de un célebre
diagnóstico elaborado por el sociólogo norteamericano Daniel Bell, el cual
acabaría por convertirse en casi todo un obligado referente de moda
ampliamente citado para aludir al mundo futuro que parecía abrirse tras la
catástrofe de la guerra. El estudio del que se valía el citado Bell para exponer
sus tesis tenía el significativo título de El fin de las ideologías (Sobre el
agotamiento de las ideas políticas en los cincuenta) (The end of ideologies. On
exhaustion of political ideas in the fifties). Los años sesenta se encargaron de
señalar la absoluta falta de pertinencia de dicho diagnóstico. Sin embargo, el
lento declinar de las esperanzas sesentayochistas en una nueva aurora
revolucionaria, o el traumático choque con la realidad del mercado de las
ilusiones tercermundistas en una liberación inminente de las pesadas lacras de
un pasado plagado de retraso y de dependencia, parecían reactualizar el valor de
las tesis expuestas por Daniel Bell hacía tres décadas. Pero si se considera con
atención la realidad de los años ochenta y noventa, tal vez nos veamos obligados
a negarle una vez más al tema del fin de las ideologías la cualidad de un buen
diagnóstico. Los años setenta escenificaron el fracaso de unas determinadas
manifestaciones históricas del fenómeno ideológico. Pero, precisamente por esto,
los setenta no señalaron necesariamente el fin de toda ideología. He aquí, a
nuestro parecer, la cuestión, y he aquí también el problema. Los años setenta
desacreditaron -de manera inmediata y tal vez también de manera definitiva
(nada es seguro en la historia)la validez de la única de las dos grandes
construcciones ideológicas del siglo XX que había salido indemne -cuando no, al
fin ya la postre, fuertemente reforzada-de la gran crisis bélica de 1939-1946: el
colectivismo de inspiración socialista (que tenía al marxismo como uno de sus
principales referentes). Todo eso explica que, en manifiesto contraste con lo
acontecido con el colectivismo de inspiración nacionalista, la revitalización
ideológica fuese tan sólo una cuestión de tiempo (en tanto se lograba salir de la
situación de penuria de la posguerra) y que, una vez producida dicha
revitalización, ésta adquiriera un inevitable aire izquierdista. La crisis de los
años setenta, sin embargo, adquirió otra cualidad. Detrás del supuesto fin de las
ideologías no se planteaba otra cosa que un cuestionamiento acelerado de la idea
socialista. De ahí que ese declinar fuese acompañado por la revitalización de
aquellas mismas viejas concepciones ideológicas nacionalistas que el final de la
guerra parecía haber sepultado definitivamente. La década de los setenta
confirmó el derrumbe del paradigma soviético. Los horrores de las experiencias
vietnamita y camboyana o el nuevo pragmatismo de la China posmaoísta no
hicieron sino acelerar la crisis. A todo ello se unió el fracaso de la imposible
experiencia eurocomunista y, finalmente, la renuncia del dogma de la dictadura
del proletariado por unos partidos comunistas que, de la noche a la mañana,
pasaron a convertirse en «ex» -y, en el mejor de los casos, en «post»comunistas.
Pero, como indicábamos con anterioridad, el fin de la construcción ideológica
socialista no significaba el fin de toda ideología. Y, en efecto, aparte de la
reactualización de los viejos temas del colectivismo nacionalista de la primera
mitad de siglo (que poco tardó, en la década de los noventa, en mostrar su cara
más agria), nuevas construcciones ideológicas y nuevos ensayos comenzaron a
despuntar en el horizonte. En esta nómina se podría citar a una suerte de
fundamentalismo laico que encontraba una principal fuente de inspiración en el
ideario puesto en boga por la III República francesa. Un segundo exponente lo
constituyó Alain Benoist y su llamada a construir una “mueva derecha” basada
en la reactualización de las corrientes elitistas de fines del siglo XIX y comienzos
del xx. Y, en fin, una tercera manifestación de esta nueva elaboración ideológica
del final del milenio, lo representaría los intentos de la escuela neoliberal, de un
Milton Friedman o de un Friedrich August von Hayek, de elevar la
desreglamentación de los agentes del mercado a categoría de garantía segura, y
también necesaria, de una sociedad perfecta, superadora de las contradicciones
del presente. A pesar, así pues, de lo que pudo llegar a pensarse durante algunos
momentos, el siglo XX, incluso en su fase final, ha sido el siglo de las ideologías.
Y, como consecuencia directa de ello, ha sido asimismo el siglo de las tentaciones
totalitarias. A modo de contrapartida al desarrollo tecnológico, al vacío espiritual
provocado por el avance mundial del proceso de secularización, a la crisis
cultural contemporánea , -una crisis de identidad, de propósito y de sentido de la
existencia humana individual-, las ideologías han ejercido un seductor poder de
atracción. Sin embargo, como la experiencia de todo el siglo XX ha podido
dramáticamente ejemplificar, mediante sus promesas en un mundo mejor, las
ideologías han ejercido a su vez un despotismo sobre los hombres y mujeres
singulares a los que se dirigían, quienes, con demasiada frecuencia, se han visto
obligados a sacrificar sus propios derechos individuales, derivados de su
inalienable condición personal, en aras de las lógicas proyectadas por unas
visiones cerradas de un mundo mejor.
Así pues, frente a la engañosa -aunque también seductora-claridad de la ilusión
ideológica -que el siglo XX se ha obstinado una y otra vez en enseñarnos-, sólo
cabría oponer el reconocimiento de la limitación humana y de la imperfección del
mundo, así como la renovación continuada del esfuerzo por alcanzar entre todos
formas dialogadas y pacíficas de compromiso. Un ideal, tal vez, en apariencia
vago pero que, sin embargo, resulta indispensable para comprender que existen
valores superiores -la dignidad de cada ser humano-a aquellas promesas en un
paraíso en la tierra.

CAPITULO 13: COMUNICACIÓN SOCIAL Y GENERALIZACIÓN DE LA


CULTURA DE MASAS
por JAVIER CERVERA GIL
Profesor de Historia Contemporánea, Universidad Francisco de Vitoria

Los estilos de vida coincidentes con lo que hoy conocemos como sociedades de
masas pueden encontrarse, al menos en germen, en varias de las grandes
ciudades norteamericanas y europeas a partir de 1880. Quizá uno de los rasgos
fundamentales del mundo, desde 1950 hasta la actualidad, sea la
universalización progresiva de este modelo. Indudablemente bajo esta afirmación
late un cierto prejuicio occidentalista; pero la tendencia hacia la
occidentalización -con todos los matices que se quiera-de la cultura y los modos
de vida es precisamente el marco histórico general que imponen la hegemonía
del hemisferio norte en general, y del mundo democrático (formas políticas) y
liberal (organización económica) en particular. Los rasgos característicos de
estas sociedades industrializadas son los avances técnicos y científicos
-especialmente en la electrónica y en la informática-junto con la enorme
influencia de los medios de comunicación social como elemento integrador. Estos
elementos caracterizan un mundo -el desarrollado-cada vez más homogéneo: los
medios de comunicación conforman y reflejan esta realidad que es, a la vez, un
fenómeno económico y social: la sociedad de masas. Este primer cuadro de
referencia desde la actualidad pretende ofrecer el punto de llegada de un
proceso histórico, para entender, desde nuestro ahora, la importancia relativa de
las fuerzas que han construido esta realidad.
Todos los factores mencionados arriba convergen en un resultado: las sociedades
industrializadas de Occidente presentan cada vez más rasgos comunes y su
implantación progresiva es más rápida. Se consumen productos similares, se
imponen modas similares, triunfan hábitos de vida similares, se leen los mismos
libros y se ven los mismos -al menos similares formatos-programas de televisión.
Nunca se pareció más la vida en Londres, Madrid, Tokio, Buenos Aires,
Melbourne, Los Angeles, Hong Kong, Nueva York, Berlín, Johannesburgo o
Manila. En todas estas ciudades se puede seguir la misma dieta, bailar la misma
música, ver las mismas películas, vestirse con la misma ropa y hablar de los
mismos autores literarios. Estos elementos externos constituyen la vanguardia
visible de la sociedad de masas. Por detrás, avanza una elevación general de la
cultura -extensión de la alfabetización primero, escolarización prácticamente
total después-, que hace posible el disfrute de servicios cada vez a más gente. La
experiencia muestra cómo los lugares de encuentro para el ocio en los espacios
urbanos están abarrotados. A la vez, se preparan espectáculos que tienen
sentido en el marco de esas dimensiones gigantescas. Los conciertos, reuniones
religiosas, manifestaciones políticas, exposiciones técnicas, culturales o
turísticas, competiciones deportivas, etc., se prevén para las masas, que están
presentes tanto de manera física como a través de los medios de comunicación
social, en la medida en que la radio y, especialísimamente la televisión, las
transmiten «en vivo».
Así, la conformación de imaginarios y mentalidades colectivas está pasando de la
labor formadora de los centros de enseñanza y de las Iglesias a los medios de
comunicación social. En este ámbito, el cine y la televisión muestran cada vez
más su importancia decisiva. Sus mensajes no se razonan, por cuanto se
presentan con una doble inmediatez: la de la simultaneidad -o cuasi
simultaneidad-y la de la fuerza de la verosimilitud que suponen las imágenes.
Así, la valoración positiva o negativa de acontecimientos, personas, instituciones,
países, etc., se construye más sobre la apreciación global que ofrecen los
sentimientos, que sobre las conclusiones de un análisis racional. En este proceso
influye también, y decisivamente, la prensa, que realiza en su función
informativa un doble papel. Uno de transparencia, al ofrecer datos exhaustivos
sobre determinados asuntos; otro de opacidad, al ignorar absolutamente otros.
Ciertamente en las sociedades industriales -normalmente democráticas y libres-
cada medio informa de lo que aprecia como relevante. El público, a su vez, busca
lo que le interesa en el que lo ofrece. Sin embargo, en la práctica acaba siendo el
juicio de los dirigentes de los medios el que conforma la opinión pública.

1. PLANTEAMIENTO GENERAL: SOCIEDAD DE MASAS , Y MEDIOS DE


COMUNICACIÓN
Una de las características claves del siglo XX es la enorme rapidez de los
cambios. La ciencia y la tecnología son probablemente las áreas en las que esta
aceleración es ir más patente. Por otra parte, estos avances no se encierran en
los laboratorios: afectan cada vez de manera más directa ala vida diaria. Primero
ala de los países desarrollados; luego, en muchos casos, al resto del mundo. La
creciente rapidez y extensión . en la transmisión de las noticias constituye un
nuevo factor. Los medios de comunicación han tejido una red, cada vez más
tupida, alrededor de todo el mundo. En la actualidad la transmisión de las
noticias es prácticamente instantánea. Es más, se puede seguir el desarrollo -en
imágenes-de los acontecimientos en tiempo real, ala vez, con simultaneidad.
Por primera vez puede hablarse con propiedad de la sociedad occidental como de
un todo bastante homogéneo. Sobre estas formas de vida, compartidas por una
buena parte de la humanidad, han actuado las empresas. Buscaban mercados
mundiales para sus productos y la publicidad ha intensificado aún más está
homogeneización: desde refrescos aprendas de vestir; desde películas a grupos
musicales; desde la telefonía móvil al ordenador... En definitiva, hasta la
originalidad -marcas exclusivas, peinados o barbas «personales», muebles y
objetos de diseño, modos de vestir o tipos marginales de música, que comparten
centenares de miles de individuos con «personalidad propia»puede encontrarse
en los grandes almacenes de cualquier ciudad del mundo industrializado. La
búsqueda de amplios mercados y la acción de los medios de comunicación social
han originado una sociedad que responde básicamente al modelo
norteamericano: intenso trabajo para conseguir ingresos elevados para poder
disfrutar de formas de vida cada vez más confortables. Quedan aún rasgos
diferenciales en cada país. Algunos incluso logran hacer de éstos un sector
específico del mercado mundial. La propia sociedad norteamericana actual es
buen ejemplo de esta aparente diversidad. Sobre unos rasgos predominantes de
raíz anglosajona, la explotación de mercados específicos ha introducido algunos
elementos latinos -desde la pizza a la música latina-, japoneses -desde los
mangas a las artes marciales-, africanos -la música afro-, o simplemente no
populares, cultos, como los conciertos o las óperas multitudinarias en espacios
abiertos.
Desde que terminó la Segunda Guerra Mundial las comunicaciones han sido cada
vez más rápidas y directas. La televisión se sumó a la prensa, radio y cine y,
además, los avances técnicos han posibilitado mejoras espectaculares en la
calidad y rapidez en la elaboración y difusión de los mensajes: satélites,
informática, nuevas tintas, reproducción digital, telefonía sin hilos, etc. Eso sin
contar con que la aparición de cada nuevo medio de comunicación -en contra de
lo que predecían los agoreros-ha incrementado el uso de los anteriores, aunque
siempre haya habido una crisis previa de reajustes. En fin, la aparición de la
prensa no sólo no acabó con los libros sino que cada vez se editaron y vendieron
más. La radio no liquidó la prensa escrita, sino todo lo contrario; ya algunos de
los que escuchaban una noticia en un boletín radiofónico, acudían luego a la
prensa para conocerla más a fondo. La televisión no acabó con el cine: tras una
temporada de reajuste se ha producido la alianza entre los dos medios y ahora se
produce una cantidad ingente de cine para ser transmitido por ésta. Por lo
demás, la vida diaria da ejemplos similares: el fax ha incrementado la utilización
del teléfono para conversaciones en vez de terminar con él.
Los años que transcurren desde el final de la segunda guerra corresponden,
desde el punto de vista de la comunicación, a dos revoluciones. La primera la
conforman el conjunto de procesos que permitió la utilización de maquinaria
electrónica en el hogar para el disfrute del ocio en el propio domicilio. Dicho de
otra manera, igual que la información de masas supuso la posibilidad de que
cada ciudadano se informara individualmente y por cuenta propia mediante la
compra de prensa barata y, además, acceder a otros servicios mediante la
publicidad, esta nueva revolución permitió organizar el entretenimiento en el
propio domicilio, sin necesidad de acudir a lugares públicos: teatros, cines,
ferias, etc. Probablemente esta función la cumplió parcialmente el fonógrafo. La
completó, poco después -desde 1922 en que se iniciaron las emisiones
comerciales-la radio. Su auge y triunfo definitivo llegó con la televisión desde la
década de los cincuenta del siglo XX. La segunda revolución que se produce en el
mundo de las comunicaciones, durante estos años, corresponde ala utilización
masiva de las redes de comunicación integradas informativamente. Su incidencia
en la futura configuración de los modos de vida de las sociedades industriales
sólo puede atisbarse en la actualidad, por cuanto estamos en los primeros pasos
de su desarrollo histórico. y es que sólo a partir de los años setenta estas redes
estuvieron a disposición de círculos reducidos de científicos, empleados de
multinacionales o de altos funcionarios de organismos estatales o
internacionales. Su empleo en otros ámbitos sociales ha comenzado en 1990,
aunque su avance y extensión parecen imparables en los aún relativamente
reducidos ámbitos -en una perspectiva universal- de los usuarios de ordenadores
personales.
A la vez, estos ciclos no se producen en sociedades vacías de comunicación.
Antes de su llegada, el entretenimiento -concebido como actividad que sigue
procedimientos industriales de producción y se dirige a las masas-está ya en
pleno auge en el mundo occidental; y ha completado ya una primera etapa de
expansión en el resto de las áreas políticas y geográficas. Para situar el
fenómeno bastará recordar que una película tan conocida como Gone with the
wind (Lo que el viento se llevó) se produjo en 1939: para entonces, la mayor
parte de los recursos estéticos fundamentales del cine ya se estaban empleando.
Desde luego el cine ya tenía una sólida estructura económica y financiera,
sistemas de producción estructurados y de eficacia comprobada, estaban
perfectamente diferenciados los subsectores de producción, distribución y
exhibición... Pero el entretenimiento no se limitaba al cine: la radio se llenaba
también de programas -seriales, conciertos, concursos, etc.-que pretendían
entretener al público: no sólo informarle con rapidez de acontecimientos.
El carácter mestizo de los medios de comunicación se manifiesta de manera
plena en el famoso programa de radio de Orson Wells, La Guerra de los Mundos:
un espacio dramático que numeroso público tomó -porque se buscó el efecto-por
un informativo. Todavía no había estallado la Segunda Guerra Mundial y el
entretenimiento no se había empleado de manera masiva para la propaganda: no
tardó mucho en llegar. A la vez, la prensa y la radio hacían llegar, cada vez más
rápidamente, más noticias a más gente. Sobre esta plataforma actuarán las dos
nuevas revoluciones: la del entretenimiento en el propio domicilio y la de la
informática y las redes. La traducción más inmediata de todos estos procesos en
el ámbito de la comunicación ha venido siendo la manifestación progresivamente
más patente de la globalización. La imagen de una evidencia, que en los hechos
aún no puede afirmarse que esté conseguida, que muestra el mundo entero como
una aldea global. Al menos habrá que definir con mayor precisión en qué
consiste esa aldea o, al menos, quiénes son sus ciudadanos; porque tal aldea está
lejos aún de coincidir con el mundo como conjunto.

2. GLOBALIZACIÓN: SÍ, PERO MENOS


La presencia e incidencia de las «nuevas máquinas» en el mundo actual es
patente. Se han constituido en compañeras inseparables del hombre
contemporáneo, desde luego en los países industrializados, pero -de manera
progresivamente creciente-también en otros ámbitos del planeta. Todo ello ha
provocado desajustes y quiebras en todas las sociedades. En las occidentales,
entre los sectores de población de más edad y provenientes de ámbitos con
formas de vida tradicionales. En las zonas geográficas que intentan incorporar
los hábitos de vida que impone el desarrollo económico, estos desajustes han
sido aún más radicales. Esto se debe a que -con frecuencia- las culturas
milenarias propias tienen una extraordinaria vigencia. Éstas son bastante ajenas
al concepto de desarrollo en categorías occidentales y radicalmente contrarias
muchas veces a los modelos de vida democráticos y liberales. Para hacerse una
primera idea de todo lo que esto significa, basta pensar en la difusión de la radio,
del teléfono, de la televisión, de la transmisión por fax o, más recientemente aún,
de la comunicación mediante las redes informáticas.
Desde 1945 se ha producido una aceleración en el avance tecnológico que al
mismo hombre contemporáneo le cuesta asimilar: desarrollo y generalización de
la radio y la televisión, los avances en el cine, la era espacial y los satélites de
comunicaciones, el desarrollo de la informática y sus redes de comunicación.
Estos avances han generado gran optimismo y confianza en que la ciencia y la
tecnología permitirán seguir avanzando en todos los terrenos. Uno de ellos y
quizá el que más asombro produce y en el que más rápidamente el hombre de
hoy constata sus efectos, es el campo de las comunicaciones. El desarrollo en la
acción de los medios de comunicación permite hacer llegar las mismas
manifestaciones culturales a todo el planeta. A la vez, ningún rincón del globo
está incomunicado ni olvidado, por cuanto cualquier lugar de la tierra está
enfocado por una cámara situada en alguno de los múltiples satélites que
circundan el planeta. La sociedad occidental se ha convertido en un todo
bastante homogéneo, en una sociedad de masas y de consumo.
La globalidad se manifiesta también en otro aspecto: la mezcla de géneros
comunicativos. Por ejemplo, la información, con frecuencia, se presenta en forma
tos más propios del espectáculo: incluidas desde luego la política y la guerra. A
la vez, especialmente en la sociedad occidental, no es sorprendente que
personajes del espectáculo se conviertan en puntos de referencia para las
grandes masas de cualquier edad: adolescentes, juveniles, maduros y ancianos.
Es indiscutible que sin la difusión y el poder de los nuevos medios de
comunicación de masas sería inconcebible la popularidad de The Beatles hace
treinta años, del rock & roll de Bruce Springsteen para los que hoy tienen entre
30 y 40 años, de figuras del deporte como Michael Jordan o Miguel Induráin, o
reacciones populares tan similares -y sorprendentes-como las producidas por la
trágica muerte de Diana de Gales en 1997. Ese común interés por esos temas o
personajes que cualquiera puede percibir si está en París, Roma, Londres,
Madrid o Nueva York, aunque sea con matices propios del lugar, sólo es
inteligible si se acepta como punto de partida el creciente desarrollo e influencia
de los medios de comunicación.
La posibilidad de conseguir comunicaciones rápidas y directas ha crecido de
forma espectacular en la segunda mitad de este siglo. Hemos asistido en los
últimos años a una aceleración en los avances tecnológicos sin comparación con
ninguna otra de las etapas de la historia del hombre. Pero no sólo eso, lo más
importante es que ese avance se ha situado al alcance de un amplio sector de la
sociedad. Una relación de los principales avances tecnológicos universalizados
-presentes en los hogares de casi todo el mundo-puede dar una idea de la
afirmación anterior. Durante los años veinte: en 1922 comenzaron las emisiones
comerciales de radio y en 1928 las de televisión. En los treinta: la manta
eléctrica y el bolígrafo, pero también el microscopio electrónico, el radar y el
avión a reacción. En los cuarenta se inicia la comercialización de la penicilina y,
luego del resto de los antibióticos; los transistores y el velcros vinieron hacia el
final. En los cincuenta llegó la televisión en color -naturalmente en Estados
Unidos primero (1951)-, el microondas, la bomba de hidrógeno, los submarinos
atómicos, los satélites espaciales, el láser... Con los sesenta nos llegaron los
tranquilizantes de primera generación -para curar las paralelas depresiones de
primera generación-y también la «píldora». En 1967 se realizaba el primer
trasplante de corazón y dos años más tarde el hombre pisaba la Luna. Los años
setenta se estrenaron con la aparición de los vídeos, los escáneres y en 1977
hacían su aparición los microprocesadores; en 1978 nacía el primer niño
probeta... Con los ochenta llegaron los walkman y la comercialización de los
ordenadores personales. Los noventa han sido los años de la telefonía móvil, la
comercialización masiva de la tecnología digital, el acceso a la red desde el lugar
de trabajo y, en seguida, desde el hogar, el teletrabajo, la televisión a la carta en
Europa -desde los ochenta en Estados Unidos-y el desarrollo de los soportes
multimedia CD en versiones varias... Dicho de manera sencilla, cualquier hogar
de clase media del mundo occidental tiene mayor capacidad y rapidez de cálculo
y posibilidades de comunicación a más distancia en sus ordenadores y teléfonos,
que los que poseían la NASA o la agencia espacial soviética correspondiente
cuando pusieron en órbita sus primeros satélites.
Otro de los factores que más importancia ha tenido en esta globalización ha sido
la progresiva ampliación de la alfabetización. La población del mundo ha
superado en 1995.1os 5.700 millones de personas. De ellos, e1 50,4 % hombres y
el restante 49,6 % mujeres. Sólo el 20,4 % vive en las regiones desarrolladas,
mientras que el 69,6 % vive en países en vías de desarrollo y el 10 % en regiones
que la ONU denomina «de menos desarrollo». Destaquemos también que el 21,4
% de la población mundial vive en China (1.221.462.000 de chinos, en 1995).
Los datos sobre alfabetización son evidentemente aproximados. Se han tomado
las cifras que ofrece la ONU en sus informes y es preciso aplicar a los números
las mismas reservas que señala la propia organización. En 1992, se alcanzaba el
69 % de los adultos alfabetizados en los países en desarrollo, mientras que en las
regiones menos desarrolladas sólo se alcanzaba el 46 %, es decir, menos de la
mitad de la población. Más grave aún es que si el 85 % de las personas de los
países industrializados estaban escolarizados en los distintos niveles, en «los
países menos adelantados» (en expresión de la ONU) sólo era el 9 %. Estos datos
manifiestan de manera abrumadora que las regiones subdesarrolladas, como en
tantos otros terrenos, no tienen un futuro inmediato prometedor en el campo
cultural, ya que no sólo más de la mitad de la población es analfabeta y con un
índice de escolarización del 9 %, sino que no parece previsible un aumento
significativo de la alfabetización. Más halagüeña se presenta la perspectiva para
los llamados países en vías de desarrollo, que en 1992 habían logrado reducir su
tasa de analfabetismo amenos de un tercio de la población. Con todo, un 31 % de
analfabetos continúa siendo una cifra demasiado elevada, sobre todo si la
comparamos con las regiones industrializadas del planeta, en que observamos
que el 85 % de la población en edad escolar acude a los centros educativos.
Las diferencias por sexo son también significativas en todos los niveles de países,
aunque la discriminación cultural de la mujer se acentúa en las zonas más
pobres. Según las mismas fuentes, en 1970, 54 mujeres por cada cien hombres
en los países en desarrollo estaban alfabetizadas.. En los llamados «países menos
desarrollados» esa relación era de 38 mujeres por cada cien hombres. Veinte
años después -en 1990- las telaciones se situaban en 66 y el 46, respectivamente.
Mientras, en 1992, las mujeres escolarizadas por cada cien hombres en las
regiones industrializadas superaban las 98, es decir, casi era la misma que
hombres. Las diferencias en las posibilidades de acceso a la cultura por parte de
las mujeres del Tercer Mundo son inmensas en relación con el mundo
desarrollado. A la vista de estos datos se entiende la gran diferencia en el grado
de desarrollo de los medios de comunicación entre las regiones industrializadas
del planeta en perjuicio de los países menos o nada desarrollados. Así, en 1990,
en las naciones desarrolladas el 30 % de la población adquiría prensa diaria y el
54 % poseía un aparato de televisión. Para los países en vías de desarrollo los
porcentajes eran del 4 y 5 % respectivamente. Respecto a las otras zonas -las
regiones menos desarrolladas-, la ONU ni siquiera menciona registros por estos
conceptos.
Otro dato ilustrativo: en 1992 había menos líneas de teléfono instaladas en todo
Africa que las que existían sólo en la ciudad de Tokio.
Para afinar más esta primera aproximación al desarrollo de las comunicaciones y
los niveles culturales, hay que apuntar otros datos. Uno clave: el 76 % de los
títulos de libros publicados en 1977 se editaron en países de las regiones
desarrolladas. Es un indicativo de las diferencias de alfabetización entre las
áreas industrializadas y las del Tercer Mundo. Con todo, hay que precisar que,
incluso en el primer mundo, la lectura de prensa diaria no es excesiva: menos de
uno de cada tres habitantes del mundo desarrollado leía periódicos en 1990.
Unos datos de 1977 proporcionados por la Unesco completan la imagen de un
mundo muy desigual también en cuanto ala implantación de los medios de
comunicación. En ese año, el mundo desarrollado (Europa, Estados Unidos,
Canadá, Australia y la Unión Soviética) todavía agrupaba el 28,2 % de la
población mundial, pero en ese poco más de un cuarto de la población del mundo
se distribuía el 76,2 % de los aparatos de radio (más de tres de cada cuatro) de
todos los que había en el mundo, y de ellos casi el 45 % sólo en Estados Unidos y
Canadá. Pero, más aún, circulaban una media de 306 periódicos diarios por cada
mil habitantes (entre 396 en la Unión Soviética y 243 en el resto de Europa).
Mientras, el mundo no desarrollado tenía una media de 42 diarios por cada mil
habitantes (entre 70 en lberoamérica y 13 en Africa negra). Si pasamos al cine,
la capacidad de las salas era de 55 butacas por cada mil habitantes, mientras
que en el mundo no desarrollado sólo alcanzaba el 9,5 por cada mil habitantes.
Como hemos visto anteriormente, hoy en día la diferencia de población entre el
primer y el Tercer Mundo se ha agrandado en favor de este segundo, pero
también las diferencias en el terreno del acceso a los medios de comunicación.
En conclusión, también en el terreno de la comunicación y del acceso ala
información es muy grande la diferencia entre las zonas desarrolladas y el resto
del mundo. En fin, aunque es indudable una globalización como efecto
sociológico de la ampliación y rapidez de las redes diversas de comunicación, ese
proceso no es ni homogéneo ni mayoritario desde el punto de vista general.
Afecta a la mayor parte de las sociedades industrial izadas ya las élites de las
menos desarrolladas y sólo a algunos dirigentes de las nada desarrolladas. La
aldea global, por la tanto, existe, pero no es un espacio abierto a todos los
habitantes del planeta: ni siquiera alcanza a un cuarto de la población mundial.
En fin, podría afirmarse que existe una dimensión mundial de la comunicación y
de información que, por la que se refiere al número de usuarios, es más «aldea»
que «global».

3. LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y ESPECIFICIDAD CULTURAL


La universalización de una cultura de masas mundial es, indudablemente, uno de
los efectos de los medios de comunicación. Pero también cabe -se realiza de
hecho-el empleo de éstos para definir culturas -mejor ámbitos culturales-de lo
distinto. Lo distinto, lo alternativo, es un fenómeno social que tiene, al menos,
dos tipos de lugares diversos de aplicación. El primero se da en las sociedades
industriales avanzadas. Lo constituyen grupos sociales que se autopresentan, a
la vez, como parte integrante de la cultura occidental -y por ende de las
sociedades concretas en las que viven-y como diversos. Con una diversidad tal
que reclama un espacio propio para el desarrollo de lo que consideran su
derecho a ser minoría no excluida por ningún concepto: mujeres, grupos étnicos,
religiosos o culturales minoritarios, homosexuales, okupas, etc. El segundo se
produce fundamentalmente en áreas del Tercer Mundo: se trata en este caso de
pueblos, razas, culturas y etnias -muchas veces originarias de esos mismos
lugares en los que viven y, además, numéricamente mayoritarias-que perciben el
avance de la globalización -ofrecido como modernización-como liquidación de sus
modos tradicionales de vida, a los que no quieren renunciar. Unas veces -las
menos-pretenden conservar su identidad quedando como reserva apartada.
Otras exigen su incorporación al mundo moderno, pero sin perder sus señas de
identidad cultural propias y específicas.
Los medios de comunicación tienen una función clave en este problema. En los
ámbitos de los países desarrollados, sin olvidar que los problemas no son fáciles
de solucionar, los medios suelen realizar dos tipos de funciones. Una primera,
sirve para consolidar los elementos dispersos de los grupos de distintos: son los
medios de comunicación propios, orientados ala definición interna de la
«ortodoxia» del grupo: razonamientos para responder a los enemigos, apología
de sus convicciones, lo que no es el grupo y lo que sí es, lo que son
comportamientos correctos y los que no lo son, en definitiva. Sin embargo, la
clave de la integración social consiste en el respeto mayoritario de esos
planteamientos. En la medida en que las sociedades industriales son mediáticas
-la información en «estado puro» no se ofrece a los «consumidores»han de ser
los medios quienes otorguen primero carta de naturaleza a los distintos. Este
proceso consiste básicamente en diferenciar primero lo distinto de lo delictivo y
luego de lo marginal. El simple seguimiento de la sección en que sitúan las
informaciones al respecto habla claramente del estado de integración en que se
encuentra cada grupo y, con frecuencia, en qué grado también. Bastará
considerar cómo las informaciones sobre homosexuales, feministas y okupas, en
la prensa escrita de los países occidentales, han comenzado en las secciones de
sucesos, han seguido en las de sociedad y acaban no teniendo más lugar que el
que exige el tema de que se trata, no quiénes son los protagonistas.
Los problemas son bien distintos en el resto de ámbitos culturales ajenos ala
globalización. Un primer nivel se manifiesta en señalar qué aspectos de las
idiosincrasias específicas son sencillamente contrarios a los derechos humanos.
No parece que la defensa de un modo de entender lo culturalmente propio
implique delitos de lesa humanidad: esclavitud, sometimiento; en general,
negación práctica de derechos fundamentales del hombre. Esta simple distinción
es una barrera práctica no siempre fácil de percibir con nitidez: piénsese en la
situación de la mujer en algunas áreas de cultura islámica «justificada» por las
diferencias culturales con Occidente. Fuera de estos casos, radio y televisión
especialmente han ejercido a veces papeles importantes en la consolidación y
conservación de culturas indígenas: empezando sencillamente por el
mantenimiento de las lenguas nativas.. Los problemas, especialmente en el caso
de la televisión, se producen al intentar dar continuidad a estas tareas. En ese
sentido la radio, desde los años ochenta, realizó campañas de alfabetización en
las lenguas nativas, como una manifestación más de la apreciación positiva de la
diversidad cultural de cada etnia específica. En Africa, es más frecuente este tipo
de utilización de la radio, aunque en la prensa escrita predominan las lenguas
occidentales de las antiguas potencias coloniales. En general, esa apreciación
puede extenderse a casi todos los países sin alfabetización de sus lenguas previa
a la llegada de los occidentales.
En resumen. los medios hablados -radio y televisión-conectan mejor con las
idiosincrasias culturales específicas de los nuevos países procedentes de
antiguas. En primer lugar mantienen las lenguas y amplían su uso de manera
práctica incorporando los nuevos significados a su acervo. Luego. desde esta
primera posición podrán -hasta ahora es muy escaso por los reducidísimos
índices de lectura-pasar a su cultivo literario. En cualquier caso también radio y
televisión son, de manera especialmente intensa y eficaz, la vanguardia de la
globalización en cada uno de estos países. y es que los mercados se buscan cada
vez más amplios para los productos audiovisuales, lo que pone en desventaja a
las culturas numéricamente reducidas.
4. LOS SISTEMAS INFORMATIVOS DURANTE LA GUERRA FRÍA: 1947-
1989
La enorme convulsión que provocó la Segunda Guerra Mundial. también afectó
al mundo de la información y los medios de comunicación. Antes de 1939. y
durante el conflicto, se había puesto de manifiesto la importancia de la
propaganda y los efectos a los que podía conducir. Pero también se había
revelado el poder de los medios de comunicación y la necesidad de su vigilancia
por medio del Estado. Se había observado cómo una situación de crisis social,
política, económica y moral en Alemania, hábilmente manejada por la
propaganda nazi. había sido utilizada para imponer. con gran éxito en la sociedad
alemana, un régimen totalitario; aunque, hay que subrayar, que esa misma
propaganda fracasó de manera rotunda en los territorios no germanos ocupados
durante la guerra (Polonia, Francia. la URSS). Los vencedores. además, habían
observado el enorme riesgo de la concentración informativa que, valiéndose de
unas eficaces técnicas de persuasión, consiguieron en Alemania. mediante el uso
de sistemas democráticos, destruir precisamente un régimen de ese carácter.
Eso sin contar con las abundantes experiencias que ellos mismos habían
acumulado durante sus ensayos, antes y durante la guerra. con fines
manifiestamente propagandísticos y persuasivos. Por tanto. pareció necesario
garantizar el pluralismo para impedir una concentración que condujese al mismo
resultado. Con todo, entre los vencedores de la guerra también se encontraba la
Unión Soviética, cuyo régimen totalitario comunista se había extendido, además.
aun buen número de países europeos y extra europeos. Desde la intervención
norteamericana en la guerra civil griega y, sobre todo. tras la puesta en marcha
del Plan Marshall (1947) quedaron establecidos los dos bloques cuyo
enfrentamiento definió las líneas de acción de la política internacional hasta la
caída del muro de Berlín (1989).
El planteamiento general del bloque occidental era -a grandes rasgos-que los
medios de comunicación debían cumplir un servicio público -el de informar alas
sociedades-que debía conjugarse con la libertad de expresión como garantía para
que los regímenes políticos se ajustaran a lo que establecía la Carta de San
Francisco y fueran realmente Estados de Derecho. Desde este punto de vista. se
debía fomentar el pluralismo informativo, la diversidad de opciones y las
imágenes alternativas. A su vez, la función pública que se encomendaba a los
medios justificaba desde el punto de vista de los gobiernos una cierta
intervención para asegurar que se cumplía este fin. Desde luego, no contra los
medios, sino para garantizar que eran reflejo, soporte y espejo de la plural
sociedad occidental. Ésos fueron los trazos que enmarcaron –a grandes rasgos-
los sistemas informativos en el bloque occidental.
El bloque soviético se presentaba como alternativa al mundo occidental
capitalista. Esa oferta de organización política, social y económica, también
incluía un modelo de organización del sistema informativo, que respondía a una
concepción previa sobre qué era la información y en qué consistía su función. La
guerra fría, aunque no llegó a suponer nunca un enfrentamiento bélico directo
entre las dos potencias dirigentes de cada bloque, sí tuvo un escenario de
enfrentamiento directo, aunque sin armas convencionales: el de la información y
la propaganda. En efecto, fue una guerra con frentes internos en cada bloque y
con frentes externos. Ambos bloques debían justificar su existencia, y
argumentar a su favor en la batalla por conquistar influencias y apoyos. Una de
las formas más útiles e importantes para hacerlo fue la utilización de los
recursos de los respectivos sistemas informativos. La Unión Soviética y sus
«aliados» ni siquiera consideraron la posibilidad de establecer regímenes con
pluralismo informativo -aunque fuera mitigado-como medio de contrarrestar los
peligros que el monopolio gubernamental acabó constituyendo: la falta de
credibilidad y, consiguientemente, de eficacia propagandística. En fin, nos
encontramos con dos modelos muy distintos en cuanto a los medios de
comunicación en el mundo, autoexcluyentes y propagandísticos: el modelo
occidental y el modelo socialista. Con el avance de los años se intentaría poner
en marcha una alternativa a estos dos extremos en íntima conexión con el
movimiento de la no alineación.

4.1. LA INFORMACIÓN EN EL BLOQUE OCCIDENTAL


El empeño en salvaguardar el pluralismo como soporte básico del sistema
democrático y carácter de servicio público que por entonces se confería a los
medios, fueron los dos soportes teóricos claves al definir -en concreto-los
sistemas informativos de los países occidentales. La teoría establecía que el
papel arbitral del Estado se dirigiría a apoyar a los medios precisamente en su
labor de defensa del pluralismo. También es cierto que la intervención de los
Estados en la información -además de la intensificación que supuso la guerra-no
era nueva. Tampoco su interés preferente había sido, desde luego, la defensa de
la libertad de expresión, sino más bien evitar problemas derivados del ejercicio
concreto de esa libertad informativa. Los nuevos planteamientos y las
experiencias pasadas se estudiaron y debatieron en las comisiones que se
formaron en bastantes países democráticos del bloque occidental, para analizar
el mundo de la información y de la prensa en sus relaciones con la sociedad de
posguerra. Las más importantes -porque sus conclusiones influyeron también en
los demás Estados-fueron la Commission on Freedom of the Press (CFP) en
Estados Unidos y la Royal Commission of the Press (RCP) en el Reino Unido.
Ambas elaboraron unas directrices que marcaron la línea a seguir por los
distintos medios informativos y fueron muy imitadas por los distintos
departamentos que los países occidentales fueron creando para actuar en este
ámbito.
La comisión norteamericana recomendaba el mantenimiento y fomento de la
libertad de expresión, pero a la vez indicaba a los medios la exigencia de que
éstos aceptasen la responsabilidad que contraían en su actuación ante la
sociedad entera. Se hablaba de una social responsability como el núcleo
fundamental del funcionamiento del sistema informativo. Los británicos
abordaron el asunto en varias reuniones sucesivas de la RCP. La primera en el
Parlamento de Londres entre 1947 y 1949 para evitar el establecimiento de
monopolios en la prensa del país y mejorar e impulsar la libertad de expresión.
El informe final analizaba la propiedad y tendencias de la prensa británica y se
pronunciaba en favor de que fuera el mercado el que regulara la libertad de
prensa, pero que se estableciera a la vez un Consejo General de Prensa (Press
Council). En el Reino Unido, entre 1949 y 1961, desaparecieron 17 periódicos.
Esto provocó que el gobierno de MacMillan propusiera en 1961 la reunión de la
segunda RCP que se produjo entre ese mismo año y el siguiente. Sus
conclusiones acabaron conformando la doctrina informativa común en el mundo
occidental democrático, no sólo en el Reino Unido. Volvía a establecer la
conveniencia de reconstruir el Consejo General de Prensa y crear un tribunal
que velara para que no se constituyeran monopolios mediante operaciones de
compraventa de medios. Era una comisión en la que participaban propietarios,
editores y sindicatos. Sus objetivos eran: preservar la libertad de la prensa
británica; mantener un elevado nivel profesional y comercial en los medios;
estudiar las reclamaciones relativas a la conducta profesional de los medios, las
personas olas organizaciones; cuidar el interés público; informar públicamente
de la evolución de los monopolios informativos; realizar propuestas al gobierno
ya los organismos internacionales, y publicar informes periódicos acerca de la
actividad de la comisión y de asuntos relacionados con el sector informativo. En
cuanto ala televisión, se debía separar la de carácter comercial de los grupos de
periódicos. Para velar por la eficacia de la producción informativa, se
recomendaba establecer un consejo de editores y sindicatos (Joint Board) para
supervisar el desarrollo de la industria informativa.
En 1974 se constituiría la tercera RCP para examinar la relativo a la
independencia, diversidad y normas editoriales para las publicaciones y vigilar la
evolución de las concentraciones de medios. Este informe, publicado en 1976,
dirigió su atención alas nuevas tecnologías y recomendó recurrir a las ayudas
financieras exteriores al sector informativo. Lo más importante de toda esta
tanda de reuniones, fueron las instituciones creadas en el entorno de las RCP.
Fundamental había resultado el Consejo General de Prensa o Press Council.
Nació en 1953 y tras un período de desaparición práctica se revitalizó en 1962.
Desde entonces emitió informes periódicos que han marcado las directrices de
los sistemas informativos occidentales. En fin, en todo el bloque occidental las
relaciones entre el Estado y los medios de comunicación han venido rigiéndose
por las pautas indicadas por estos informes.
Otros factores, además, favorecieron el desarrollo y triunfo de este modelo
informativo. Uno fue la división del mundo en dos bloques; otro, la prosperidad
que el mundo occidental conoció entre 1945 y 1970, y, por último y de manera
transversal, el desarrollo de la guerra fría en sus distintas fases. La división
mundial y el «estallido» de la guerra fría son dos aspectos que están
íntimamente unidos. Es patente que Estados Unidos fue el país vencedor que
salió mejor parado de la guerra mundial. En su territorio no sólo no hubo
destrucciones bélicas, sino que actuó como suministrador de materias y capitales
a los aliados. Su privilegiada situación económica y su liderazgo político le
proporcionaban, además, un enorme poder para manejar la información y la
propaganda. Se encontraba legitimado por su victoria y su control de las
comunicaciones le facilitaba la influencia directa en los medios de comunicación
y la posibilidad de penetración en el resto de sociedades occidentales. Sólo
existía un límite a su influencia: la barrera informativa que oponía el bloque
soviético al dominio informativo occidental. Por tanto, la doctrina occidental de
la información, hasta 1989, sólo se aplicó al bloque occidental. Éste pasó por una
etapa de reconstrucción, con un papel protagonista por parte de los
estadounidenses, y después vino el desarrollo de una economía de mercado; todo
ello tema sus consecuencias en el terreno ideológico y, por tanto, también en el
informativo. La consabida doctrina de la «responsabilidad social» implica
también que los medios de comunicación contribuyeran a generar el clima de
bienestar ya difundir entre las masas la buena imagen de un sistema que
funciona, las bondades del desarrollo y el consenso entre los distintos sectores y
fuerzas sociales, lejos de los enfrentamientos y radicalismos de la época de
entreguerras.
El modelo informativo occidental tuvo cuatro componentes. En primer lugar, se
inscribe en un marco general democrático en lo político y liberal en lo
económico. Es decir, se asienta sobre las ideas de la libertad legal y teórica de
expresión, libertad para la creación de periódicos, para la circulación de
informaciones, pero con vigilancia y control del Estado (mediante leyes o por
medio de presiones ocultas). Fundamental también es el principio de la
propiedad privada de los medios informativos, regida por las leyes del mercado,
y libertad para cumplir en la sociedad diversas funciones y con diversas
capacidades (de beneficio económico, de influencia política, de orientación
social, etc.). El segundo componente del modelo occidental de comunicación
establece la intervención del Estado -de varias maneras-para restablecer el
antiguo modelo liberal. La experiencia de la guerra introdujo novedades respecto
a la situación anterior a 1939. Las primeras innovaciones las constituyeron las
comisiones especializadas ya mencionadas. Las segundas consistieron en ayudas
económicas a la prensa mediante subvenciones de diversa forma. Por último, en
la insistencia en que se desarrollara una tarea informativa presidida por la
responsabilidad social: no poner en duda la vigencia del sistema democrático.
Otro modo de intervención, que se manifestó cada vez más importante, fue la
asunción por parte de los Estados de la propiedad y dirección de muchos medios
de masas: en especial de radio y televisión. Los gobiernos argumentaron que el
importante componente de servicio público de estos medios exigía su control
directo. Era un modo bien claro de decir que no se fiaban de las empresas
informativas para cumplirlos. Con todo, la situación fue muy distinta en Estados
Unidos y en Europa occidental. En el viejo continente esa propiedad estatal de
radio y televisión solió ser un monopolio estatal. El caso estadounidense fue
distinto, entre otras cosas porque ya existían empresas privadas emitiendo en
radio y televisión. Aquí el Estado compite con desventaja -como servicio público-
en el interior. En el exterior desarrolla directamente sus funciones de
información/ propaganda. Por otro lado, esos Estados del mundo libre
intervenían preocupándose para que los medios de comunicación se ocuparan de
forma prioritaria de que la sociedad centrará su atención en el aparato estatal
(informaciones de actitudes, discursos, consejos, cambios). El último aspecto de
la intervención estatal sobre el sistema informativo se refleja en el fuerte apoyo
económico al desarrollo tecnológico en el campo de las telecomunicaciones: los
medios necesitan esta actuación -al menos en los inicios y durante bastante
tiempo-porque las inversiones en investigación y desarrollo en este campo son
costosísimas y sólo amortizables a largo plazo. Ni que decir tiene que los Estados
también tienen intereses estratégicos y políticos en el desarrollo y mejora de las
comunicaciones: desde el establecimiento de redes de satélites, hasta el uso de
Internet.
Otra característica fundamental en la evolución de los sistemas informativos en
el mundo occidental, a pesar de los intentos de los Estados, ha sido la
concentración de medios que se ha venido produciendo en el ámbito del negocio
informativo: a las cadenas de periódicos siguieron las concentraciones de prensa
y radio; a éstas se sumaron las casas editoriales más poderosas y las productoras
y cadenas de televisión, en abierto primero y por cable después... Prensa, radio,
televisión generalista y por cable, en abierto y de pago, grupos editoriales,
librerías y soportes multimedia; eso sin contar productoras de cine y televisión,
estudios clásicos de cine, cadenas de salas de cine, productoras y distribuidoras
de música... Información y entretenimiento han acelerado progresivamente su
integración en grupos de amplitud cada vez mayor y de dimensiones universales.
Esto, además, terminaría por proporcionar la capacidad para ellos mismos de
llevar adelante un desarrollo tecnológico, al margen del Estado, y romper con los
monopolios estatales en el mundo de las telecomunicaciones. Y, por , último, esos
grandes grupos informativos alcanzarían mayor libertad de actuación en el
sistema informativo internacional que los Estados, ya que éstos están
condicionados por la política y la diplomacia.
Un cuarto rasgo de los sistemas informativos occidentales, quizá el que implica
una mayor diferencia con épocas anteriores a la Segunda Guerra Mundial, es
que el sector informativo se pasa a regir por un pacto entre la sociedad, los
medios y el Estado, en el que cada una de las partes obtiene beneficios de esa
colaboración. Por un lado, los medios han venido proporcionando a los
ciudadanos momentos de esperanza y optimismo en torno a sucesos concretos:
logros políticos, económicos, científicos o deportivos o simples momentos de
entretenimiento. Eso les reporta un reconocimiento por parte de la sociedad
-aunque haya pasado por etapas de crisis-y por eso mismo el Estado ha venido
considerando necesario su apoyo, por cuanto favorece el mantenimiento del
sistema. De otro lado -y para cerrar el ciclo-los medios ven asegurado un negocio
saneado. Todos, pues, se ven beneficiados.
Desde 1970 comienza a hablarse en los países occidentales de «sociedad de la
información», porque es eso, la información, lo que se convierte en la principal
arma estratégica en cualquier actividad social, económica o política, con lo que
adquiere el poder de transformar los agentes y los sistemas; adquiere más valor
que nunca la sentencia de que la información es poder. Así, el debate en el
mundo de la comunicación occidental se plantea en la falta de asepsia de la
libertad informativa, que, en realidad, constituía un elemento estratégico de
control internacional: una especie de nuevo colonialismo. Las dificultades se
cerraron al final de los años ochenta: el modelo informativo occidental debía
replantearse su ordenamiento general por la desaparición de su enemigo, por el
hundimiento del bloque socialista. Indudablemente la acción de los medios
occidentales había colaborado eficazmente en la caída de los regímenes, ya que
al ofrecer información a los ciudadanos de los países sovietizados, habían
logrado hacerles llegar una parte -la más atractiva desde el punto de vista
material-del mundo occidental. y es que aunque los aparatos de filtro y censura
de los Estados de socialismo real (en cualquiera de los europeos del otro lado del
«telón» ) quisieran impedirlo, ante sus ciudadanos, en momentos de profunda
crisis económica, se presentaba una realidad más halagüeña. Esa información,
independientemente de que estuvieran engañados sobre las «bondades» del
mundo occidental, fue un factor de gran importancia en la caída de estos
regímenes. Por otra parte, la caída del bloque soviético dejaba a los aliados
occidentales sin «enemigo». El antiguo bloque socialista pasó a engrosar -desde
el estricto punto de vista económico-el mundo de los países en vías de desarrollo,
algunos incluso subdesarrollados, pero con un desarrollo cultural no inferior al
del primer mundo. Un punto más de complejidad en la nueva situación mundial.

4.2. LA INFORMACIÓN EN EL MUNDO SOCIALISTA


La URSS al concluir la Segunda Guerra Mundial se situó frente a sus antiguos
aliados. Estallaba la guerra fría que dividía el mundo en dos bloques
ideológicamente excluyentes. El enfrentamiento produjo también un modelo de
información muy distinto al del mundo occidental. El bloque socialista también
diseñaba su modelo en nombre de la libertad. Las distintas Constituciones de la
Unión Soviética habían garantizado la libertad de expresión, de prensa, de
reunión y manifestación, aunque, eso sí, siempre «limitadas» por el interés del
pueblo, el desarrollo del sistema socialista y la edificación del comunismo. La
característica básica de cualquier manifestación cultural dentro del bloque
socialista fue la falta de libertad. Se concretaba en la prohibición absoluta de
criticar el sistema soviético y, a su vez, la utilización por parte de los aparatos
estatales del mundo socialista de los medios con una clara intención
propagandística. En realidad, se seguía la vieja política informativa de la época
de Lenin -la agit-prop-que ponía todos los medios -también los de comunicación-
al servicio de un deber superior: la , realización, triunfo y consolidación de la
revolución socialista tal como la entendían los dirigentes del partido comunista.
En fin, la ideología que informaba el bloque socialista no entendía los medios de
comunicación como instrumentos de información, sino como medios de
propaganda, agitación y organización colectivas que se ponen al servicio de la
implantación del régimen. En ese contexto, las únicas críticas que se
manifestaban en los medios se dirigían al mundo occidental capitalista, pero, en
paralelo a ello, se intentaba cerrar cualquier influencia cultural de Occidente y,
para ello, la censura adquirió el principal protagonismo.
Los países del bloque comunista tenían unos rasgos comunes: la inspiración
totalitaria leninista del fenómeno de la comunicación colectiva y una cierta
dependencia de Moscú, aunque con excepciones -Yugoslavia y Albania-que se
alejaron relativamente pronto de la Unión Soviética en este aspecto. Durante la
época de Stalin, los escritores padecieron la censura, las depuraciones y el
ostracismo. Pero éstas, además, se extendieron a otros ámbitos que se
identificaban como específicos del enemigo: la música de jazz o el propio rock &
roll. Eso sin contar algunas medidas «complementarias» aplicadas a fenómenos
sociales y que también afectaron a periodistas y hombres de cultura: las razzias
contra homosexuales en la Cuba de Castro, por ejemplo.
Los medios -de titularidad pública y sometidos por tanto a los gobiernos
respectivos-se encargaban de transmitir los valores propios de la ideología del
Estado. En 1953, la muerte de Stalin y la llegada de Jruschov permitió una tímida
apertura que hizo posible la aparición de manifestaciones culturales cercanas a
la disidencia, fenómeno que se consolidó con la llegada de Breznev al poder. Para
entonces surgieron grupos de científicos y escritores -Andrei Sajarov o Alexander
Solzhenitsin-, por ejemplo, que constituyeron movimientos que discrepaban del
sistema. Ya contaban con un cierto apoyo exterior se llegaban a conocer sus
denuncias contra las violaciones de los derechos humanos por el régimen
soviético de constantes acciones de r represión hacia los nacionalismos y las
confesiones religiosas. De manera paralela, los medios favorecieron la aparición
de una sociedad de masas en los países de influencia soviética. La televisión y el
deporte constituyeron el armazón central de ésta.
Claro que el régimen soviético reaccionaba ante esta realidad con una política de
educación planificada, centrada en el control de la enseñanza y de «creación»
cultural. Se difundían machaconamente las doctrinas de los creadores del
comunismo (Marx, Engels, Lenin y Stalin) a través de los medios para generar
una opinión pública adicta, o al menos indiferente, al sistema. En esta tarea de
adoctrinamiento tuvo un papel protagonista la prensa, que, al ser toda estatal,
actuaba como correa de transmisión de las consignas gubernamentales: sin
libertad de criterio alguno, ni autonomía funcional. Los medios de comunicación
actuaban en realidad como instrumento de educación de las masas dedicados a
divulgar los logros del régimen socialista en todos los campos ya disminuir y
atacar los de los rivales occidentales. En fin, los medios de comunicación del
bloque socialista transmitían la idea de que el mundo sólo podía ser visto e
interpretado como lo hacían ellos, en realidad sus gobiernos.
El cine ocupó un lugar de privilegio en la estructura de comunicación de la
Unión Soviética. Por otra parte, es fácil entender que si las manifestaciones
culturales-artísticas no escapaban al control estatal, menos aún lo hacía el que se
consideraba -y era-principal medio de comunicación. Tras la edad de oro del cine
soviético que culmina en los años treinta durante la Segunda Guerra Mundial, la
industria cinematográfica orientó su producción hacia los documentales y la
propaganda. Las películas se producían lejos de los frentes de combate, en
estudios del Asia central. Al terminar la guerra se produjo un notable descenso
en la calidad y cantidad de las producciones. En buena parte por la rígida
censura que afectaba a todas las fases de realización: guión, rodaje y montaje.
Además, desaparecieron los grandes cineastas. Faltaba cualquier atisbo de
crítica a la realidad, se presentaban con un marcado maniqueísmo y se limitaron
-entre otras cosas para evitar problemas de censura-en los temas a las grandes
hazañas militares, biografías de figuras de la dictadura soviética o adaptaciones
de las obras maestras de la literatura rusa.
Tras la muerte de Stalin (1953) se produjo un renacimiento del cine soviético ya
partir de la segunda mitad de los años cincuenta aumentó la realización de
películas hasta alcanzar las 120-130 anuales. También se descentralizó la
industria cinematográfica en todas las repúblicas federadas. A ello se unió un
mayor abanico en la temática tratada. De nuevo hacia 1963-1964 se observa un
nuevo retroceso al volverse al rígido academicismo en los estudios de Moscú y
Leningrado y se frenó el impulso de ciertos directores. Pero este retroceso fue
breve y en la segunda mitad de los años sesenta se produjo la expansión del cine
en todas las repúblicas federadas de la URSS; algunas como Bielorrusia,
Ucrania, Georgia o Armenia ya contaban con una pujante industria
cinematográfica; otras como Kazakhstán ya habían participado en la industria
durante la Segunda Guerra Mundial. Durante los años setenta y ochenta del siglo
xx una de las repúblicas con mayor producción cinematográfica fue Georgia.
Por lo que se refiere a los contenidos, y aunque la temática fuera más amplia, el
carácter propagandístico de las películas era casi obligado, por cuanto la
industria cinematográfica estaba encuadrada dentro de la política cultural oficial
-y propagandística por tanto-del sistema soviético, sin la menor posibilidad para
poner en marcha iniciativas privadas en el sector al margen de la oficial.

4.3. INFORMACIÓN Y NO ALINEACIÓN: EL NUEVO ORDEN


INFORMATIVO
Los procesos de descolonización se aceleraron con el fin de la Segunda Guerra
Mundial. En África y Asia las antiguas colonias europeas empezaron a acceder a
la independencia. Normalmente este proceso político fue paralelo a una
transformación social rápida. Parecía necesario que para que esos nuevos países
alcanzaran el desarrollo fuera preciso de un progreso rápido en la alfabetización,
urbanización e industrialización. Precisamente en esos aspectos los medios de
comunicación podían desempeñar un papel crucial. Sin embargo, pronto se
cuestionó que esa tarea tuviera un carácter positivo, por cuanto –sostenían-
llevarían a imponer un estilo y formas de vida occidentales y extrañas a las
culturas autóctonas, bien desde el mundo democrático y capitalista, bien desde
el bloque socialista. En definitiva, se pensó desde los nuevos gobiernos de las
antiguas colonias que era preciso establecer una alternativa informativa que
evitara cualquier atisbo de colonialismo ideológico, cultural y costumbrista.
Entre 1955 y 1961 un grupo de países -antiguas colonias la mayoría, aunque no
todos-decidió no alinearse en ninguno de los bloques. Nacía así el movimiento de
los no alineados. La mayoría de éstos eran nuevos Estados surgidos del proceso
descolonizador que se resistían a someterse a los modelos impuestos por
Occidente y que pertenecían, en su mayoría, al Tercer Mundo, aunque hubiera
excepciones como la de Yugoslavia, separada del bloque soviético en 1948. Ese
empeño por mantenerse al margen de ambos bloques tuvo también su reflejo en
la constitución de sus respectivos modelos informativos. Los no alineados
intentaban promover la independencia cultural y económica con respecto a los
occidentales y socialistas. En los ámbitos internacionales las dificultades
aparecieron cuando percibieron que tal flujo informativo mundial les perjudicaba
seriamente: sus puntos de vista se ignoraban sistemáticamente, por no aparecer
en los medios de comunicación. O lo que se percibía como peor, eran
interpretados desde los intereses de cada uno de los bloques. La sensación de
crisis crece hasta mediados de los años ochenta. Fue entonces cuando el modelo
informativo occidental controlado por los estadounidenses se puso en cuestión,
especialmente en la Unesco. A partir de los años setenta -mediante un no
alineamiento militante en los ámbitos y organismos internacionales-, estos países
denuncian que el control del sistema informativo por los bloques del primer
mundo les mantienen en , una dependencia cultural y que son esas naciones
desarrolladas quienes centralizan las fuentes y los canales de distribución de la
información. En esa línea, ponen de manifiesto, especialmente en foros como la
Unesco o cumbres de jefes de Estado no alineados, que el establecimiento de un
sistema alternativo internacional de la información (en paralelo al nuevo orden
económico que planteaba el movimiento de no alineados) era un jalón muy
importante en el desarrollo de sus naciones.
En este hecho tuvo una clara importancia el cambio de situación en la ONU ,
donde las naciones del llamado Tercer Mundo unidas a los países del bloque
socialista alcanzaron una mayoría numérica y exigieron un nuevo orden mundial
de la in, formación y la comunicación (llamado NOMIC). Los norteamericanos,
sin embargo, no estaban dispuestos a perder el dominio de esa libre circulación
informativa, bajo su control desde los años cuarenta. En cualquier caso, como
segunda dificultad, el desarrollo de nuevas tecnologías rompía los viejos
esquemas que pretendían la supervivencia de los sistemas informativos
nacionales. Para los países no desarrollados existía un intento, por parte del
primer mundo, de establecer una dependencia cultural del Tercer Mundo por la
centralización de las fuentes y la distribución informativa en las naciones
desarrolladas. Esta preocupación se tradujo, en los años setenta, en que la
Unesco se planteó insistir en la difusión de políticas informativas internacionales
favorables al desarrollo: en realidad, a que los países del primer mundo
colaboraran económicamente en esta tarea. De ahí se pasó -también en la
UNESCO-a discutir la necesidad de establecer un nuevo orden informativo
mundial: Estados Unidos se opuso ya mediados de los años ochenta se abandonó
la lucha.
En fin, desde el final de la Segunda Guerra Mundial se consolidó una nueva
forma de colonialismo mediante el control de la información y de la
comunicación desde los países occidentales, lideradas por el poder de los medios
estadounidenses, sobre el Tercer Mundo, que tampoco ven en este terreno de los
medios de comunicación una vía para salir de su situación. El flujo informativo
que ha dado cuenta de la guerra del Golfo (1990) da idea de cómo la visión que
han proporcionado los medios de comunicación en todo el mundo -el occidental,
el antiguo soviético y casi todo el Tercer Mundo-, se ha ajustado a los intereses
ya la visión que del conflicto interesaba y favorecía a los países occidentales
liderados -también en la guerra-por Estados Unidos.

5. LA ALDEA GLOBAL: PROBLEMAS, DIMENSIONES Y POSIBILIDAD


REAL
Ya se ha señalado que durante los años de la guerra fría, en Occidente dominó el
modelo informativo de libre circulación de información, que a partir de 1970 se
cuestionó por las desigualdades que generaba en favor del mundo desarrollado.
En su transformación tuvo, sin embargo, más importancia la irrupción de las
nuevas tecnologías, especialmente a partir de los años ochenta. Desde entonces,
aparecieron innovaciones tecnológicas en el utillaje (ordenadores, vídeos en sus
variadas formas, videotextos, bases de datos, electrografía...) y en el campo de la
transmisión a distancia y almacenamiento y tratamiento sistemático de la
información (satélites de telecomunicación, televisión por cable, sistemas de
teletexto, telemática mediante la fusión con el teléfono, el ordenador y la
televisión, bancos de información y sistemas de recuperación de datos, sistemas
de ordenadores interactivos, etc.).
Las técnicas de marketing y la sociedad de consumo han actuado sobre esta
plataforma y han transformado de raíz los modos de vida en las sociedades
occidentales. Su traducción más inmediata es la intensificación del desfase
generacional: las nuevas generaciones -en realidad muchas veces las novísimas:
jóvenes y los niños-muestran una habilidad casi connatural en el uso y manejo de
estos nuevos «electrodomésticos» (ordenadores personales y todos los avances
en su entorno, videorreproductores, videocámaras, consolas de videojuegos,
tecnología digital y controles correspondientes al tratamiento de la imagen y del
sonido, etc., cada vez más completos), frente 'a las dificultades de las
generaciones adultas. Las paradojas se producen cuando determinadas
necesidades de los adultos -por ejemplo la grabación por anticipado de
programas en televisión-las satisfacen mejor, cuando no únicamente, los jóvenes.
Si el concepto de autoridad paterna ya sufría una crisis considerable, la
superioridad de los hijos en campos específicos acrecienta aún más su
autonomía, provocando nuevos tipos de crisis en las familias, que también desde
esta perspectiva se enfrentan a nuevas problemáticas en Occidente. Además, los
viejos esquemas de socialización basados en las acciones conjuntas de la familia
y la escuela -sin desaparecer totalmente-sí que han perdido protagonismo, al
menos exclusividad, al añadírseles otros, como los sistemas de comunicación
cibernética que -por otro lado-saltan habitualmente las barreras de los Estados.
Pero las posibilidades de las «nuevas tecnologías del hogar» exceden la
capacidad de utilización del ámbito doméstico. Aún hoy es frecuente encontrar
personas que emplean un ordenador personal como simple máquina de escribir:
quizá menos del uno por ciento de las posibilidades que éste ofrece. La
combinación del teléfono, la transmisión de datos, las señales de televisión y el
uso interactivo de la informática constituyen el compuesto que ha revolucionado
el mundo de las comunicaciones en la última década. Pero, posiblemente, hayan
sido los satélites de comunicaciones el factor fundamental en la conformación de
la aldea global desde los años noventa; en especial cuando esa tecnología ha
podido pasar de los centros estatales de investigación primero; de estrategia
militar después, hasta los domicilios particulares. Una antena parabólica en un
balcón abre un enorme abanico de posibilidades a la información. Reduce la
capacidad de los gobiernos para controlar la información, y éstos son conscientes
de que sus acciones pueden difundirse en ese mismo momento por todo el
mundo, con las consiguientes consecuencias políticas. En fin, las
transformaciones tecnológicas y sus mercados se han situado por delante de
esquemas políticos y legislaciones nacionales e internacionales sobre flujos de
información: hoy no existen claros modelos informativos.
Más aún, la globalización del mundo merma el poder político de los Estados -en
algunos campos concretos-en favor de las grandes compañías que manejan el
«ciberespacio»: tanto por el control del hardware como del software; además de
las grandes empresas de comunicación de ámbito mundial que seleccionan la
información que se difunde. La responsabilidad social, tan aludida en el mundo
occidental desde 1945 para los medios de comunicación, ahora reposa en el
mundo de los negocios exclusivamente -ni siquiera en los mercados, por cuanto
existe un auténtico oligopolio de oferta de información-, porque quienes la
manejan son empresas y es escaso el margen de maniobra de los Estados
nacionales. La consecuencia de ello es que los consorcios empresariales
defienden-intereses particulares y de sus accionistas y es muy discutible -ni
siquiera probable-que tengan en cuenta los intereses de toda una comunidad,
que, al menos en teoría, sí es una obligación de los Estados. La respuesta ha sido
la autorregulación por parte de los medios. Sin embargo, será difícil avanzar sin
pactar algún código internacional de conducta, lo que exigiría el establecimiento
de tribunales de este ámbito.
La aldea global informativa no sólo pone en entredicho el viejo concepto de
soberanía nacional; también el ejercicio de los derechos individuales parece
tambalearse. En concreto, el derecho a la intimidad. Como alternativa, cobra
más fuerza paulatina la idea de que «1a información es poder»: un reducido
número de personas u organismos tienen acceso a bancos de datos personales
-fragmentarios, pero acumulables: bancarios, profesionales, políticos, culturales,
ideológicos, etc. ya intercambios de información particulares: conversaciones
telefónicas y correo electrónico, por señalar dos de las más empleadas. En suma,
esta revolución en los medios de comunicación supera los poderes de control de
los Estados nacionales, antaño tan intervencionistas, y posibilita la intromisión
en los espacios personales de libertad, aunque los ciudadanos tengan la
impresión de que estas tecnologías les hacen más libres.
Un aspecto clave respecto a la aldea global son sus dimensiones sociales y
geográficas: no teóricas, sino reales. Lo primero que se advierte en una
perspectiva global geográfica es, precisamente, la carencia de globalidad Dicho
de manera paradójica: es más aldea que global. En un mundo en que las tres
cuartas partes de los aparatos de radio están en manos de la cuarta parte de la
población, descarta automáticamente a las otras tres cuartas partes de las
gentes del umbral tecnológico más elemental. Si de ahí pasamos al ordenador o a
la telefonía móvil, la reducción del porcentaje de usuarios de estas tecnologías
-bases de la aldea global-permitirá concluir que los «habitantes de la aldea» son
muy pocos: probablemente menos del 5 % de la población mundial. Si se quiere
insistir en que pertenecen a países y culturas muy distintas, se puede aceptar sin
inconvenientes; pero sin olvidar que han de reunir las siguientes cualidades:
adiestramiento en el uso de las nuevas tecnologías -lo que implica un aprendizaje
tanto más difícil cuanto más atrasado y pobre es el país de origen-; capacidad
efectiva de acceso a éstas, lo que supone una situación de privilegio social: bien
por la capacidad personal de compra, bien por trabajar en organismos estatales,
internacionales o fuertes empresas. Excepto para Norteamérica, Europa
occidental, Australia y algunas ciudades del cono sur americano, la población
que cumple estos requisitos coincide estadística mente con las reducidas élites
que ejercen -o participan en su administración-el poder político y económico.
También en los países desarrollados el acceso a la aldea marca socialmente, cada
vez de manera más intensa: por ejemplo, cada vez es más importante la
diferencia entre los «conectados» y «no conectados» a Internet. En fin, desde
una perspectiva universal, la aldea impone tan altos requerimientos, que más
parece un club privado de tono exclusivo, que un ámbito de libre circulación.
Ya en el ámbito mismo de la aldea global hay que hacer referencia a otras
cuestiones. Los canales de comunicación se justifican por la comunicación
misma: los medios no pierden la condición de medio, aunque configuren tanto los
mensajes que los acaben transformando en cierto sentido. En este aspecto, y por
ahora, las nuevas posibilidades informativas no han implicado un mayor y mejor
conocimiento del mundo: paradójicamente se ha producido el fenómeno
contrario en muchos casos. La presencia de los ámbitos geográficos, culturales y
sociales, que configuran la propia aldea es abrumadora: el resto del mundo -casi
todo si nos referimos a su población y extensión en términos universales-se ha
convertido en marginal. La enorme capacidad de circulación y acumulación de
informaciones nos permiten «disfrutar» de una cantidad abrumadora -y
frecuentemente inútil-de datos sobre lo nuestro y los nuestros. La construcción
de ídolos mediáticos es una de las consecuencias de este fenómeno: además, sus
dimensiones, peso, gustos en ámbitos diversos -con frecuencia nuevas formas de
publicidad-, preferencias estéticas y culturales son de dominio público. A la vez,
se sustituyen a gran velocidad unos por otros: campeones deportivos, divos de la
música, autores de moda, programas de televisión... Asuntos de mayor calado
intelectual -difíciles de transmitir por la variedad de matices y la carencia de
espectacularidad- desaparecen de manera progresiva de los medios de
comunicación. En conclusión, son cada vez más numerosos los intelectuales que
se preguntan el porqué del silencio sobre lo esencial. La mezcla de géneros y
forma tos -la propaganda como información, la información como espectáculo, la
cultura como noticia, la ficción como realidad y viceversa, etc. acentúa aún más
la confusión. En definitiva, en la privilegiada aldea global en las áreas de
Occidente, nunca hemos sabido más de los muñecos y menos del maestro de
marionetas.
Las telecomunicaciones tendrán una incidencia cada vez más amplia en la
organización general de las sociedades industrializadas. En los ámbitos referidos
al trabajo y, consiguientemente, a la organización de la vida cotidiana, y en
último término –quizá-en la redistribución de la población. El «teletrabajo» ya
posibilita parte de estos cambios, aunque todavía no tengan -por la limitado de
su aplicación-una traducción social estadísticamente significativa. Desde luego,
el lugar de trabajo perderá la importancia que actualmente tiene -y que ha
tenido en la configuración de las sociedades industriales-como ámbito de
socialización. Las propias estructuras empresariales -ya comienza a ocurrir-
ganarán en horizontalidad: la relación empleados/directivos será menos
jerárquica y más directa. También se reducirá la capacidad reivindicativa del
mundo sindical, porque el empleado no vivirá unas relaciones formales de
trabajo. Eso sin contar las dificultades de las propias organizaciones sindicales
para hacer efectivas sus decisiones.
En suma, los cambios tecnológicos en el mundo de las comunicaciones tienen
unas repercusiones sociales que aún no podemos medir; porque no han
comenzado a dar la medida estadística de su incidencia probable. Sí sabemos
que los cambios anteriores en el mundo de la comunicación han generado nuevos
procesos sociales, culturales y políticos y que su importancia no sólo no decrece
sino que aumenta. Lo previsible, por tanto, es esperar cambios radicales.
También hay que subrayar que estos cambios afectarán de modo muy distinto a
las sociedades industriales ya las menos desarrolladas. Conviene recordar que
mientras en Gran Bretaña se cerraban los cafés para la lectura de la prensa por
el crecimiento de la difusión individual de los diarios alrededor de 1830, en
España crecía la lectura colectiva de la prensa. Es verdad que esta lectura no se
producía en cómodos cafés, mientras se fumaba una pipa; tampoco se trataba de
prensa «moderna»: tenía lugar durante el caluroso y parco almuerzo de los
jornaleros y la proclamaba uno de los anarquistas apóstoles de la causa. No se
puede negar sin embargo -desde un punto de vista puramente informativo-que
respondían al mismo fenómeno básico: una lectura de interés para un sector
social concreto en su entorno de vida habitual. Muy probablemente la incidencia
de la revolución que suponen el entretenimiento e información en el propio
domicilio, adquieran en el actual Tercer Mundo formas nuevas desde las que
acceder alas nuevas revoluciones en el campo de las comunicaciones.

CAPITULO 14: LA EVOLUCIÓN DE ESTADOS UNIDOS EN LA SEGUNDA


MITAD DEL SIGLO XX
por MANUEL MORAN ORTI
Profesor de Historia Contemporánea, Universidad Europea de Madrid

1. EL CRECIMIENTO ECONÓMICO Y LOS CAMBIOS SOCIALES DESPUÉS


DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos no sólo era la nación
más fuerte, sino también la más rica del mundo. En parte, porque a diferencia de
Europa, donde los países beligerantes habían sufrido destrucciones catastróficas
y graves pérdidas humanas, su territorio no fue escenario directo de la guerra;
las bajas sumaban, por tanto, una cifra comparativamente reducida, en torno
alas 300.000 personas, de las que casi todas eran militares. Pero, además, la
economía norteamericana surgió positivamente fortalecida del conflicto. En
síntesis, el gasto público re! querido por las necesidades bélicas había financiado
una producción industrial en constante aumento, que a su vez garantizó el pleno
empleo, haciendo superfluas las medidas correctoras del New Deal a partir de
1943. Lo notable fue que al llegar la paz continuó esta tendencia en lugar de
producirse la temida recesión, de modo que el producto nacional bruto de 1960
(440.000 millones de dólares) había ya doblado la cifra de 1940. Dos causas
-sintetiza R. Irvine-intervinieron en el fenómeno: primero, surgió una demanda
creciente de bienes de consumo, que había estado contenida durante la
contienda, y que pudo satisfacerse por medio de una rápida reconversión de las
industrias de guerra. En segundo lugar, la capacidad adquisitiva de la población
se mantuvo gracias a las continuadas inversiones del gobierno. Éste planeó de
manera anticipada la reincorporación de los excombatientes (Servicemen’s
Readjustment Act de 1944) mediante la asignación de subsidios temporales,
créditos empresariales e hipotecarios, y becas para reanudar los estudios.
También mantuvo elevados gastos en defensa y costeó -antes incluso de la
aprobación del Plan Marshall-programas de ayuda al extranjero que, en
definitiva, revertían en un nuevo empuje ala producción nacional. Se cerraba así
un ciclo que se alimentaba a sí mismo.
Como consecuencia, el nivel de vida de los norteamericanos mejoró hasta límites
insospechados pocos años antes. Entre 1945 y 1960, la renta per cápita saltó de
500 a 1.845 dólares, y en ese período tuvo lugar el baby boom que hizo crecer la
población desde 141 a 181 millones. En 1957, el año récord, se registraron
4.300.000 nacimientos. Se acentuó la tendencia migratoria del campo a las
ciudades, sobre todo industriales, en tanto que las nuevas clases medias tendían
a desplazarse a los barrios residenciales de extrarradio. El empleo de coches y
electrodomésticos se hizo entonces indispensable, y un reciente invento, la
televisión, se convirtió en el símbolo del nuevo estilo de vida: la sociedad de
consumo.
Aunque la prosperidad no alcanzó en la misma medida a todos los estratos de la
población, está claro que bajo la influencia de la guerra fría, la sociedad se
inclinaba hacia posturas conservadoras, desentendiéndose de la filosofía del New
Deal, o de las medidas sociales propuestas por Harry S. Truman (1945-1952) en
su propio programa, el Fair Deal. Sin embargo, Truman logró ganar (contra todo
pronóstico) las elecciones de 1948. Resultaron decisivos para ello los votos de la
comunidad negra, sensibilizada por el primer presidente desde los tiempos de la
Reconstrucción, que se había manifestado claramente a favor de la igualdad de
derechos.
Precisamente la cuestión de la discriminación racial era la principal lacra de la
sociedad norteamericana de entonces. Los trece millones de afroamericanos
realizaban los peores trabajos, eran el grupo más vulnerable al paro y se
hallaban socialmente marginados. En los estados del sur, donde los prejuicios
tenían un profundo arraigo, no sólo existía la segregación legal en los servicios
públicos, sino que en la práctica se dificultaba a los negros ejercer el derecho al
voto, cauce lógico para cambiar ese estado de cosas. Con todo, ya durante la
guerra la propaganda antinazi había puesto de relieve la incongruencia de esta
situación, y como consecuencia, las prácticas discriminatorias se amortiguaron
en las fuerzas armadas; hacia 1945, durante la ofensiva de las Ardenas, llegaron
a ser admitidos en unidades mixtas de combate y posteriormente (en 1948)
Truman utilizó su autoridad ejecutiva para ordenar la integración total de las
minorías raciales en el ejército. Sin embargo, el Congreso, dominado entonces
por una coalición conservadora (republicanos procedentes de los estados
industriales y demócratas sudistas), bloqueó casi todos los proyectos
presidenciales de promoción social.
El presidente Dwight D. Eisenhower (1953-1960), bastante escéptico sobre la
capacidad de las leyes para cambiar la mentalidad de la gente, evitó tomar
partido en la cuestión racial. El protagonismo de la lucha en favor de los
derechos civiles pasó, por tanto, a organizaciones como la NAACP (National
Association for the Advancement of Colored People), fundada por w. Du Bois en
1909 y considerada como la continuadora del movimiento abolicionista, que
desenvolvieron estrategias jurídicas en el plano de la igualdad educativa. El
histórico caso Brown versus Topeka Board of Education, fue decisivo en este
terreno, al declarar el Tribunal Supremo (17 de mayo de 1954) que la
segregación racial en las escuelas era anticonstitucional por atentar contra el
principio de igualdad jurídica, lo que derribaba la doctrina vigente desde 1894
(caso Plessy vs. Ferguson). Como respuesta, el Ku Klux Klan reanudó sus
actividades intimidatorias, proliferaron las protestas racistas a través de los
White Citizens' Councils (grupos de presión que operaban desde la legalidad) y
se produjo gran número de incidentes violentos. La tensión alcanzó el punto
máximo cuando el gobernador de Arkansas, Orval Faubus, recurrió ala guardia
nacional, respaldada por una multitud vociferante, para impedir el acceso de un
puñado de niños de color a la escuela pública de Little Rock (1957). Aunque
Eisenhower hizo cumplir la ley enviando quinientos paracaidistas a la ciudad, en
general las autoridades del sur se las arreglaron bastante bien durante los
siguientes años para obstruir el proceso de integración escolar. De hecho,
Faubus fue reelegido en su cargo, la que resulta sintomático sobre la mentalidad
predominante entre los blancos sureños.
Nuevos progresos en favor de la igualdad se debieron a la iniciativa del
reverendo Martin Luther King, fundador de la SCLC (Southern Christian
Leadership Conference), famoso desde 1956 a raíz del boicot declarado contra la
compañía de autobuses de Montgomery (Alabama), que acomodaba a sus
pasajeros con criterio racial. King obtuvo el respeto y la admiración de
numerosos seguidores -blancos incluidos-y recibió el Nobel de la Paz en 1964. Su
táctica, inspirada en la resistencia pacífica que predicaba Mohandas Ghandi,
logró acabar con la segregación en bastantes ciudades del sur, pero a mediados
de esa década empezaba a ser considerada insuficiente por muchos ciudadanos
negros.
La relativa pasividad de Eisenhower en el asunto de los derechos civiles era
representativa de su idea de gobierno. Decía practicar un «republicanismo
moderno», algo que en teoría significaba mantener el presupuesto equilibrado y
limitar la intervención de la autoridad federal, dando vía libre ala acción de la
empresa privada. En este sentido, un miembro de su gabinete llegó a afirmar, no
sin escándalo, que «lo que era bueno para el país era bueno para la General
Motors, y viceversa». Las iniciativas :l) legislativas de Eisenhower fueron por
tanto, modestas, si se exceptúa -ya es significativo-la Highway Act de 1956, base
de la actual red de carreteras interestatal. Pero es importante recalcar que en la
práctica hubo de aceptar las realizaciones sociales del New Deal, e incluso
ponerlas al día. En su época subió el salario mínimo aun dólar por hora, se
amplió en siete millones el número de beneficiarios de la seguridad social y se
creó el Departamento de Salud, Educación y Bienestar (1956). En esa misma
línea, el presidente se vio obligado a adoptar medidas keynesianas (inversión
pública en definitiva) para contrarrestar la tendencia recesiva de la economía. El
presupuesto de 1959, con un déficit de 12.000 millones (el mayor hasta entonces
en tiempos de paz), implicaba aceptar con todas sus consecuencias la
responsabilidad social , del Estado.

2. LA GUERRA FRÍA Y LA POLÍTICA DE CONTAINMENT


Aún antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial, las diferencias de intereses y
mentalidad comenzaban ya a marcar un antagonismo creciente entre Estados
Unidos , y la Unión Soviética. La explicación entonces habitual en Occidente,
fervientemente compartida por la opinión pública norteamericana,
responsabilizaba del conflicto al agresivo expansionismo soviético contra el
mundo libre. A este respecto, es cierto que Stalin demostró una inequívoca
voluntad de perpetuar las ventajas territoriales y militares adquiridas durante la
guerra. Ya en febrero de 1945, su interpretación de los acuerdos de Yalta
relativos a las elecciones de Polonia parecieron una burla a los aliados
occidentales. Las compensaciones económicas a costa de Alemania se
convirtieron en un despojó, en tanto que se activaba un proceso brutal de
sovietización en los países ocupados por el ejército rojo. Pero debe advertirse, no
obstante, que algunos historiadores revisionistas de los años sesenta han
apuntado ala seguridad nacional, más que al afán imperialista, como
preocupación fundamental de la URSS en la inmediata posguerra. Desde esta
hipótesis, resulta evidente que la superioridad geoestratégica de Estados Unidos,
su tendencia natural a difundir la democracia y el capitalismo en los países
liberados del Eje, o su benévola disposición ala recuperación del enemigo
vencido, constituían una amenaza para los intereses vitales de la URSS. Al
privarse bruscamente a su maltrecha economía de los beneficios de la ley de
Lend and Lease (verano de 1945), había una lógica inexorable en su política,
orientada a la adquisición de reparaciones de guerra ya la formación de un
cinturón de Estados satélites en Europa central. Por último, el punto de vista
posrevisionista ha tendido a acentuar la importancia del factor psicológico: en
síntesis, se afirma, hubo un exceso de suspicacia y de malentendidos sobre las
intenciones que mutuamente se atribuían las dos grandes potencias respecto al
futuro de Europa. Parece obvio sin embargo, que sólo un estudio pausado de los
archivos estalinistas permitirá poner en claro la auténtica percepción del
Kremlin en torno a esta cuestión.
El antagonismo entre las dos superpotencias y sus respectivos bloques
ideológicos desembocó en la guerra fría, situación de enfrentamiento en la que
un recíproco temor al empleo de armas con capacidad de destrucción total
impidió una conflagración generalizada. Tal esquema se ha proyectado de
manera decisiva en el conjunto de las relaciones internacionales durante la
segunda mitad del siglo, y simultáneamente, ha configurado tanto la política
exterior de Estados Unidos como su evolución interior.
En este contexto, la doctrina Truman, el Plan Marshall y la construcción de un
nuevo poder militar, fueron los tres pilares básicos de la política de «contención»
(containment), la concepción estratégica global de Estados Unidos diseñada por
un grupo de estadistas entre los que destacaron George Marshall, el
subsecretario Dean Acheson y el antiguo embajador en la URSS, George Kennan.
En su formulación se tuvo en cuenta la vieja premisa marxista según la cual el
capitalismo estaba condenado al colapso, resultado inexorable de las
contradicciones internas del sistema, en un plazo más o menos largo. Así pues, si
como razonaban los rusos, el tiempo jugaba a su favor, no parecía lógico que se
embarcaran en una guerra contra Occidente, de consecuencias más que
imprevisibles y en todo caso, calamitosas. Aunque en sentido inverso, también
influyó la valoración negativa de las contemporizaciones con Hitler en los años
treinta (es decir, la política de «apaciaguamiento» ), un error que había
envalentonado a Alemania, haciendo inevitable el estallido de la Segunda Guerra
Mundial. Todo; sumado, de ahí surgió la idea de que el expansionismo soviético
podía ser «contenido» mediante la aplicación de la correspondiente presión
contraria en el escenario geográfico de que se tratara; lo cual, de paso,
implicaba la convicción de que la relación con la URSS debía establecerse desde
una posición permanente de fuerza. Kennan dio a conocer estos conceptos en un
histórico artículo (que firmó como «Mr. X») publicado en la revista Foreign
Office, en julio de 1947.
La aceptación de las responsabilidades mundiales condujo a borrar los últimos
residuos de la mentalidad aislacionista en Norteamérica. El cambio de filosofía
política se halla representado por la doctrina Truman, formulada por el
presidente en su declaración al Congreso del 12 de marzo de 1947: «debe ser
política de Estados Unidos respaldar a las naciones libres que resisten contra los
intentos de dominación de minorías armadas, o acciones exteriores». Si una
ardiente alocución de Winston Churchill había ya preparado el terreno al lanzar
la alarma sobre los avances del marxismo (discurso en Fulton, Missouri, 5 de
marzo de 1946), resultó decisiva a estos efectos una comunicación confidencial
británica, durante el crítico invierno de 1947, confesando su incapacidad para
continuar sosteniendo a los gobiernos de Grecia y Turquía frente a la amenaza
comunista.
Pocos meses más tarde (5 de junio de 1947), en el curso de una conferencia
pronunciada en la Universidad de Harvard, el secretario de Estado desveló las
líneas maestras del Plan Marshall (European Recovery Program), principal
herramienta de la nueva política en el plano económico. Básicamente consistió
en la aprobación de una ayuda de 13.000 millones de dólares para la
reconstrucción europea, paso previo al desarrollo de las condiciones sociales y
políticas en las que podrían desenvolverse las instituciones libres. Junto a la
finalidad humanitaria, su anticomunismo intrínseco ganó a la mayoría
republicana del Congreso, precisamente en aquellos días en que se establecía la
dictadura en Checoslovaquia (febrero de 1948). El programa comenzó en julio de
1948, se prolongó durante tres años y en conjunto fue un gran éxito, al permitir
la exportación de los excedentes de producción norteamericanos, aliviar las
condiciones de vida en Europa occidental, estimular su recuperación y en
definitiva, ligar las economías de ambos continentes como nunca antes lo habían
estado. Hubo también aspectos negativos. De entrada, el Plan Marshall tendió a
formalizar la división europea, puesto que -como los norteamericanos ya habían
previsto-su propia mecánica, orientada a economías de libre mercado, hacía
inviable la adhesión de países sometidos a la planificación estatal; de hecho,
Stalin, al advertir los riesgos imp1ícitos en la oferta, vetó la participación a los
satélites de la URSS. Además, el Plan facilitó siquiera indirectamente la difusión
en Estados Unidos del maccarthismo, una forma de anticomunismo visceral y
demagógico que en breve plazo se demostraría pernicioso para el ejercicio de las
libertades civiles.
El tercer aspecto de la acción norteamericana en el ambiente de la guerra fría
consistió en un nuevo diseño de su capacidad bélica. A esos efectos, la National
Security Act de 1947 creó los instrumentos adecuados: un Departamento de
Defensa integrado, la Central Intelligence Agency (CIA), especializada en la
obtención de información y el desarrollo de actividades encubiertas en el
extranjero; y el National Security Council, máximo organismo asesor del
presidente en materia de defensa. En enero de 1950, Truman decidió desarrollar
la bomba de hidrógeno y tres meses después se aprobaba el NSC-68, documento
que proponía aumentar el presupuesto de defensa de 13.000 a 45.000 millones
de dólares anuales, una cantidad equivalente ala desembolsada en los años de
apogeo de la guerra; se reanudaba así la carrera armamentista. Y, junto a ello, se
procedió ala formación de pactos militares: la OTAN (North Atlantic Treaty
Organization) se constituyó el 4 de abril de 1949 y fue en lo incidental una
consecuencia del bloqueo soviético sobre la zona occidental de Berlín entre junio
de 1948 y comienzos de 1949. Sobre el mismo esquema -pero con mucha menos
solidez-el secretario J. F. Dulles organizó en 1954 la SEATO (South-East Asia
Treaty Organization). Otros múltiples tratados garantizaron el despliegue de
tropas norteamericanas por todo el mundo, otorgando quizás de forma algo
indiscriminada el trato de aliado a algunos Estados sin otro mérito que su fervor
anticomunista.

3. LA ACCIÓN EXTERIOR: DE TRUMAN A KENNEDY


Corolario obligado de la política de containment fue la proyección de la guerra
fría a escala mundial. En China, donde los norteamericanos apoyaban al régimen
del general Chiang Kai-shek, la guerra civil se resolvió en diciembre de 1949 con
la victoria de su rival, Mao Tse-tung. Estados Unidos no aceptó de buena gana la
«pérdida» de China y, en consecuencia, negó su reconocimiento al nuevo
gobierno comunista, que consideraba –erróneamente-un títere del Kremlin. Bajo
el patrocinio norteamericano, los nacionalistas conservaron la isla de Taiwan,
retuvieron su puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU y -ya en la época de
Eisenhower-firmaron un tratado de alianza que garantizaba su soberanía sobre
algunos islotes costeros, reivindicados por los comunistas.
La península de Corea, otra área disputada en el continente asiático, había
quedado provisionalmente dividida en dos esferas de influencia al terminar la
Segunda Guerra Mundial. Al no celebrarse las elecciones vagamente anunciadas,
se consolidaron en la península dos Estados separados por el paralelo 38. Ahora
bien, en junio de 1950 el ejército de Corea del Norte desencadenó una repentina
ofensiva que en el espacio de pocas semanas dejó en situación desesperada a las
fuerzas del Sur. Los motivos concretos que impulsaron a obrar al dictador Kim Il
Sung nunca han sido satisfactoriamente explicados, pero no sin lógica Occidente
vio ahí confirmados sus peores temores sobre lo que podía esperarse del
comunismo.
La URSS practicaba entonces en las Naciones Unidas una política de boicot.
Aprovechando esa ausencia, el presidente Harry Truman logró una resolución
condenatoria de la agresión, lo que hizo posible enviar a Corea una fuerza
multinacional, prevalentemente norteamericana, para restablecer el anterior
statu quo. Un notable desembarco anfibio en Inchon (septiembre de 1950)
permitió al general MacArthur cortar las líneas de comunicaciones de los
comunistas, que se vieron así obligados a retirarse con gran precipitación. Este
éxito hizo pensar a los norteamericanos en la posibilidad de eliminar el
comunismo de Corea, para lo que cruzaron a su vez la frontera. Pero el cambio
de objetivos -una clara trasgresión de los límites trazados por la política de
contención-resultó ser desastroso. La ofensiva se desenvolvió con brillantez
hasta que las fuerzas de la ONU se aproximaron al río Yalu, dando así ocasión
fauna vigorosa reacción (protagonizada esta vez por «voluntarios» chinos) que
desbarató la operación (diciembre de 1950) y terminó por estabilizar
nuevamente el frente en torno al paralelo 38. Estancada la guerra, Truman
abandonó el proyecto y relevó del mando al recalcitrante MacArthur.
El relativo fracaso de Truman en Corea facilitó la elección presidencial del
republicano Dwight D. Eisenhower, el prestigioso comandante en jefe de la
OTAN. «Ike» fue antes que nada un fiel seguidor de los principios de la
contención, que supo materializar con sensatez. Rasgo característico de su
política fue la tendencia a reducir los costes militares, que en su época
disminuyeron de 50.000 a 40.000 millones anuales; en relación con esa
preocupación ahorrativa, se recuerda su preferencia por la opción nuclear y la
fuerza aérea estratégica como elementos de disuasión. Más importante, dentro
de ciertos límites se esforzó en apartar a su país de intervenciones militares en el
exterior, advirtiendo sobre el riesgo potencial que suponían intereses creados,
como el «complejo militar-industrial». Como señala H. Brogan, fue quizás el
primer presidente norteamericano que trabajó en favor de la distensión y el
control de armamentos, aun cuando sus propuestas cayeron habitualmente en
saco roto. Por desgracia, la cumbre de París de 1960, única iniciativa que
prometía algo en ese sentido, fracasó cuando un U-2 -el avión espía
norteamericano-fue abatido inoportunamente al sobrevolar territorio ruso.
Los esfuerzos de Eisenhower por mantener la paz sin perder posiciones en la
guerra fría tuvieron éxito, cuando menos a corto plazo. En Corea logró al fin un
armisticio en julio de 1953, aunque no sin amenazar veladamente a Mao con el
empleo de armas nucleares para desbloquear la situación. Ese patrón
antibelicista triunfó también en la crisis de Suez (1956), originada en la decisión
del presidente egipcio Gamal Nasser de nacionalizar el canal. En esas
circunstancias, Eisenhower frenó una descabellada iniciativa de Gran Bretaña,
Francia e Israel para intervenir militarmente, pero no fue posible evitar que la
guerra fría se extendiera a ese escenario, como consecuencia del apoyo ofrecido
por la Unión Soviética a los gobiernos de Egipto y Siria en el transcurso de la
crisis. También en Indochina se pusieron las bases para futuros enfrentamientos,
aun cuando Eisenhower evitó el compromiso militar directo: consecuentes con la
llamada «teoría del dominó» (la convicción de que una nueva «pérdida» en la
zona arrastraría al resto del sudeste asiático ala órbita comunista), Estados
Unidos venía apoyando desde 1950 el esfuerzo colonial francés en Vietnam. Tras
la derrota francesa de Dien Bien Phu (mayo de 1954), respaldaron la decisión del
primer ministro -y luego presidente-Ngo Dinh Diem, de Vietnam del Sur, de no
suscribir los acuerdos de Ginebra, en los que se estipulaba la unificación de las
dos zonas del país mediante unas elecciones que presumiblemente, hubieran
dado la victoria al comunista Ho Chi Minh, líder del movimiento independentista
(Vietminh). Con este paso, los norteamericanos comenzaban a suplantar la
presencia francesa en el área. Eisenhower logró también obtener algunas
ventajas momentáneas en la guerra fría mediante un uso cauteloso de la CIA en
Guatemala e Irán, países en los que fueron implantados regímenes simpatizantes
con Estados Unidos; pero los inconvenientes de ese estilo de proceder se
pondrían de manifiesto -y con creces-a más largo plazo.
El presidente John Fitzgerald Kennedy (1960 a noviembre de 1963) aportó ala
guerra fría un nuevo estilo, a la vez idealista y agresivo, que contrastaba con el
prudente posibilismo de Eisenhower. De hecho, se embarcó en una política de
prestigio cuyos objetivos sobrepasaban, a pesar de las colosales inversiones
militares, la capacidad del país. Conforme con la larga tradición intromisiva de
Estados Unidos en Iberoamérica, Kennedy autorizó una intervención a cargo de
exiliados, destinada a derrocar al régimen filomarxista de Cuba. Pero se trató de
una típica decisión a medio camino, que llevaba implícitos los ingredientes del
fracaso, al vetar el presidente la cobertura aérea requerida por la operación. El
desembarco en la bahía de Cochinos (17 de abril de 1961) resultó, por tanto, un
desastre, y como resultado el régimen de Fidel Castro se radicalizó, Estados
Unidos se desacreditó (Kennedy asumió públicamente la responsabilidad del
fracaso) y la URSS se precipitó a sacar partido del incidente con la instalación de
misiles de medio y largo alcance (algo inaceptable para la seguridad territorial
norteamericana) sobre suelo cubano. Durante la inevitable prueba de fuerza que
siguió, conocida como «crisis de los misiles» (octubre de 1962), existió un riesgo
inminente de guerra atómica, pero al final las cosas se resolvieron con sensatez.
Consciente de su inferioridad estratégica, el dirigente soviético Nikita Kruchev
accedió a desmantelar los misiles, a cambio, eso sí, de la promesa
norteamericana de renunciar a futuras agresiones contra Cuba. Esta experiencia,
unida a factores tales como la entrada de China en el club nuclear, propició una
tímida disposición hacia la distensión. Se instaló entonces el «teléfono rojo» y
meses después, en julio de 1963, se firmó un tratado por el que Estados Unidos,
la Unión Soviética y Gran Bretaña renunciaban a efectuar pruebas atómicas en
los océanos y en la atmósfera terrestre. Los otros campos en los que el
presidente Kennedy intentó cosechar éxitos a corto plazo fueron la carrera del
espacio y, por supuesto, el conflicto vietnamita. Respecto a lo primero, existía en
Estados Unidos un hondo sentimiento de frustración a raíz de los avances
logrados por los soviéticos desde 1957, cuando pusieron sus primeros satélites
en órbita. En abril de 1961, Kennedy se propuso invertir la situación mediante el
programa Apolo, destinado a situar un hombre en la Luna durante la década en
curso. La NASA lograría el objetivo el 20 de julio de 1969, con el alunizaje de un
módulo tripulado por los astronautas Neil Armstrong y Edwin Aldrin. «Thats one
small siep for a man, one giant leap for mankind», afirmó solemnemente el
primero al plantar los pies en el satélite, pero eso no debe hacer olvidar la
motivación ideológica y propagandística de la carrera espacial. Tras el éxito del
Apolo XI, las misiones tripuladas a la Luna continuaron hasta 1972 -año de
distensión-, cuando se estimó que el crédito político obtenido del programa ya no
compensaba su enorme coste económico. Así pues, en los años sucesivos la
exploración espacial -siempre condicionada por los vaivenes del presupuesto-se
reorientó hacia el empleo de naves robotizadas, algo acaso menos espectacular,
pero también más barato y rentable, desde el punto de vista de los objetivos
científicos.
En cuanto al sudeste asiático, Estados Unidos y Rusia llegaron aun acuerdo de
neutralización sobre Laos en 1962. Otra cosa era Vietnam del Sur, donde los
norteamericanos estaban ya situando dinero, equipo y «asesores» hasta totalizar
los 16.000 hombres afines de 1963. Sin embargo, Ngo Dinh Diem no resultó,
después de todo, un hombre capaz de resistir con éxito las agresiones del FNL,
organización conocida en Occidente como Vietkong, o de lograr la adhesión de
sus compatriotas. Más bien, el nepotismo, la corrupción y la brutalidad de su
régimen, ampliamente difundidas por la protesta budista ante los medios de
comunicación, constituían la peor propaganda deseable para los
norteamericanos ante el resto del mundo. Así pues, Kennedy aprobó tácitamente
un golpe de Estado propiciado por la CIA, en convivencia con militares
descontentos, de cuyas resultas perdió la vida el presidente sudvietnamita (1 de
noviembre de 1963). El propio Kennedy, asesinado tres semanas después, no
pudo imaginar las consecuencias que acarrearía para Estados Unidos el ya
ineludible compromiso en Vietnam.

4. LA SEGUNDA RED SCARE ( «PÁNICO ROJO» ) Y EL MACCARTHISMO


La guerra fría tuvo también efectos negativos en Estados Unidos. Hechos como
la «pérdida» de China o el fin del monopolio atómico (Ios rusos habían hecho
explotar en 1949 su primera bomba experimental), en conexión con la evidencia
de actos de espionaje a favor de la URSS, fueron un buen caldo de cultivo para
difundir el clima de intolerancia ideológica y temor irracional conocido como la
segunda red scare. En ese ambiente de anticomunismo militante, tuvo una buena
acogida la aprobación de nuevas leyes, o el endurecimiento de los
procedimientos existentes de seguridad interior. Como consecuencia del loyalty
and security program iniciado en marzo de 1947, se investigaron los
antecedentes ideológicos de más de tres millones de empleados del gobierno.
Aunque sólo en 212 casos se encontró base suficiente para dudar de su
«lealtad», varios miles perdieron el trabajo. Los perjudicados no tuvieron
oportunidad de defenderse de esos cargos, ni de conocer los nombres de sus
acusadores. Un año después, once miembros del partido comunista fueron
condenados a prisión. Las dos leyes McCarran, aprobadas respectivamente en
1950 y 1951, facilitaban la investigación de sospechosos de actividades
subversivas, y autorizaban para exigir pruebas de lealtad a los extranjeros de
paso en Estados Unidos. En conjunto, éstas y otras disposiciones resultaban
claramente atentatorias contra las libertades civiles. El punto álgido se alcanzó
no obstante entre 1950 y 1953, cuando el senador de Wisconsin Joseph
McCarthy denunció de forma tan sostenida como infundada la infiltración
marxista en el Departamento de Estado. McCarthy, que actuó entonces con gran
respaldo popular, terminó por desprestigiarse con sus ataques (televisados) al
ejército, y fue censurado por un comité del Senado. Tras su muerte (1957) ha
pasado a la historia como prototipo de político irresponsable y oportunista, pero
los efectos de la red scare le sobrevivieron durante algunos años. Además de los
numerosos daños personales, o el descrédito exterior de la nación, se impuso
entonces una mentalidad acrítica -ha afirmado R. A. Divine-realmente nociva
para la superación del esquema vigente en la guerra fría.

5. EL ESTADO DEL BIENESTAR Y LA REVOLUCIÓN CULTURAL DE LOS


AÑOS SESENTA
El triunfo de John F. Kennedy en las elecciones de 1960 representó la voluntad
de cambio, tras el «letargo apacible» de la década Eisenhower. Su programa
doméstico, The New Frontier, era un reto optimista a la sociedad norteamericana
para combatir los males -desigualdad, discriminación, convencionalismo-que la
aquejaban. Kennedy logró ilusionar a sus conciudadanos, pero la verdad es que
cierto empantanamiento legislativo, unido a su personal dedicación a la política
exterior, hicieron que casi todos los proyectos estuvieran aún inéditos cuando fue
asesinado en el curso de una visita ala ciudad de Dallas (22 de noviembre de
1963). La muerte del presidente conmocionó al mundo, pero sus causas -y aun
las circunstancias exactas-siguen constituyendo uno de los más oscuros misterios
de la historia reciente norteamericana.

El hombre que recogió la herencia política de Kennedy, el -hasta entonces-


vicepresidente Lyndon E. Johnson, carecía de la brillante imagen y la
popularidad de su predecesor, pero su vehemente temperamento, junto a una
dilatada experiencia parlamentaria, le permitieron sacar adelante la agenda
tradicional del partido demócrata, e incluso avanzar en la formación del Estado
del bienestar a través de su propio programa, The Great Society. La política de
Johnson fue, por tanto, «liberal» en el sentido norteamericano (es decir,
tendencialmente «izquierdista»), al propugnar la extensión de la jurisdicción
federal en algunas áreas, principalmente las de interés social, que hasta
entonces se consideraban atribución de los estados. Su palmarés legislativo fue
realmente notable: a principios de 1969, cuando abandonó la presidencia, el
Congreso había aprobado más de cincuenta medidas importantes.
En julio de 1964, todavía bajo la influencia del magnicidio de DalIas, el Congreso
aprobó un decisivo Civil Rights Bill que prohibía la segregación en los lugares
públicos (hoteles, transporte, servicios), vetaba la concesión de subvenciones a
todo tipo de proyectos discriminatorios, y concedía facilidades especiales al fiscal
general para , inspeccionar los registros electorales. La ampliación de esas
atribuciones por medio
de la Voting Rights Act de agosto de 1965 permitió, definitivamente, la
incorporación al censo de cientos de miles de negros, a quienes con diversas
triquiñuelas se venía obstaculizando el derecho a votar en los estados del sur;
había ya pasado un siglo desde la abolición de la esclavitud. Sin embargo, el
reconocimiento formal de la igualdad no implicó su rehabilitación social o una
mejora en las condiciones de vida, ya que para entonces la discriminación era un
problema de alcance nacional, tan ligado a deficiencias culturales y económicas
como a los prejuicios raciales.
A principios de los años sesenta, la opulenta sociedad norteamericana estaba
descubriendo que un quinto de su población, 35 millones en 1964, vivía en la
pobreza. Lo grave era que en buena parte se trataba de miseria estructural
(inserta en un círculo vicioso de ignorancia, marginación y delincuencia), más
que un resultado transitorio de la falta de trabajo. En este aspecto, el principal
instrumento de la «guerra contra la pobreza» emprendida por la Administración
Johnson fue la Ley de Igualdad de Oportunidades Económicas (20 de agosto de
1964), cuya variedad de enfoques (capacitación profesional, asistencia médica,
pensiones de vejez, etc.) logró sacar de esa condición a 12,5 millones de
norteamericanos. Es cierto, en cambio, como afirman los críticos, que esa
rehabilitación se hizo a costa de cargar el presupuesto federal, sin elevar a los
interesados aun nivel de autosuficiencia. Las leyes sobre atención médica a los
ancianos y seguridad social (Medicare-Social Security Act de 1965), educación
primaria y secundaria (1965) o vivienda (1968), reforzaron la orientación social
que básicamente constituía la Great Society propuesta por Johnson ala nación
tras su clamorosa reelección en 1964.
Además, la nueva agenda incluía puntos relativos ala protección al consumidor,
planificación familiar, regeneración de los decaídos cascos urbanos e incluso
alguna muestra de sensibilidad ecológica moderna, como la Ley de Calidad de
las Aguas (1965). Por cierto, en el discurso pronunciado en esa ocasión,
arremetió contra el vertido de «ácido sulfúrico» (sic) en los ríos
norteamericanos, lapsus que le obligaría a deshacerse en disculpas con la
industria papelera. En enero de 1969, momentos antes de abandonar la Casa
Blanca, Johnson acordó la ampliación -un sexto de extensión-de los parques
nacionales.
Forzosamente, la Great Society tuvo resultados desiguales. La inexperiencia fue
causa de dispersión y despilfarros. Pero, sobre todo, Johnson se empeñó en un
presupuesto de «cañones y mantequilla» , en la creencia de que era posible
financiar la guerra de Vietnam a la vez que las reformas. Se sancionó entonces el
principio del gasto deficitario, base de los problemas económicos que afloraron
en la siguiente década. Los enormes costes dispararon la inflación, que sólo pudo
ser contenida mediante la subida de impuestos y, a la postre, con un drástico
recorte de los programas sociales, que impidió culminar la construcción del
Estado del bienestar.
Desgraciadamente para Johnson, su mandato coincidió con la gran crisis de
valores que sacudió a Occidente en los años sesenta, bien expresada en el
desafío al principio de autoridad, la crítica al orden tradicional, la proliferación
de actitudes anticonformistas y los intermitentes estallidos de violencia. Fue ésta
la época del informalismo en la moda y las costumbres, de experimentación en el
arte, de indagación sobre el sentido de la vida, y de revalorización de lo exótico.
En la raíz del fenómeno se encuentra una aceleración en el ritmo de los cambios
-económico, social, tecnológico-, bien perceptible desde la posguerra. Éstos
habían propiciado-la aparición de una generación de jóvenes norteamericanos
más frondosa, bienestante e instruida que cualquiera de las anteriores (también
con mayor capacidad crítica), y que -por tanto-se hallaba culturalmente
desligada de las experiencias vividas por sus antecesores. La intervención en
Vietnam polarizó la protesta estudiantil, provocando disturbios en gran número
de campus universitarios y limitando, con sus repercusiones en la opinión
pública, las posibilidades de dirigir eficazmente la guerra. La insatisfacción de la
minoría negra se manifestó en la pérdida de influencia de los moderados que
lideraba M. L. King, en beneficio del estilo agresivo del Black Power, un
movimiento del que surgieron nuevos líderes (Malcom X) y el partido
revolucionario Black Panther. Durante los «cálidos veranos» de la década
abundaron revueltas en las que se entremezclaban los motivos sociales con los
económicos. En el riot de 1965 de Watts, un suburbio de Los Angeles, murieron
34 personas, fueron heridas más de mil y hubo incendios y saqueos. En 1967,
otros muchos ghettos fueron escenario de sangrientos disturbios, inconcebibles
en la tranquila civilización norteamericana de pocos años antes. Cuando el
propio King fue asesinado en Memphis, el 4 de abril de 1968, hizo falta la
intervención del ejército para restablecer el orden en 125 ciudades.
Las dificultades de todo tipo que se acumularon en la primavera de 1968 habían
decidido a Johnson a no presentarse a la reelección. Sin embargo, tras la muerte
a tiros del popular senador Robert Kennedy, el partido demócrata quedaba sin un
candidato claro de cara a los comicios de ese año. En esas circunstancias, el
vicepresidente Hubert Humphrey se identificó abiertamente con la tesis pacifista
para vietnam, lo que provocó el entusiasmo de los votantes radicales, pero
también la suspicacia del stablishment y de la mayoría silenciosa. El propio
Johnson le otorgó un apoyo tibio y más bien tardío, de modo que -no extraña
mucho-la elección se decantó (por un pequeño margen) a favor del partido
republicano.

6. LA GUERRA DE VIETNAM (1964-1975)


Uno de los hechos más ilustrativos sobre la derrota de Estados Unidos en
vietnam consiste en que en ningún momento se admitió la existencia de un
estado de guerra formal, a pesar de que allí se arrojó triple cantidad de
toneladas de bombas que en la Segunda Guerra Mundial, o que llegara a 56.000
el número de norteamericanos muertos. Como ya se ha avanzado, la idea de
guerra fría vigente en Estados Unidos contribuyó a enmascarar la naturaleza del
problema vietnamita y, en consecuencia, a tomar una línea de acción
desacertada. En este sentido, aunque la presencia de los norteamericanos se
justificaba como ayuda a un pueblo libre que se enfrentaba a la beligerancia
comunista, instigada desde el exterior, es más correcta la idea de una guerra
civil de origen colonial, en la que el bando protegido por Estados Unidos, menos
legitimado, llevaba las de perder frente a la firme determinación del Vietkong de
expulsar a los extranjeros y unificar políticamente su país. En esas condiciones,
los norteamericanos se vieron obligados a asumir de forma gradual la parte
principal del peso económico y militar de la contienda. En último extremo, la
contradicción existente entre este proceder y los deseos de limitar su
participación en el conflicto, fueron causa de la derrota. La actuación del
presidente Johnson, poco experimentado en los problemas de política exterior, se
inscribe en este planteamiento. Sintomáticamente, en un principio pretendió
limitar la intervención; sin embargo, en agosto de 1964 tuvo lugar el incidente
del golfo de Tonkín (un supuesto ataque de torpederos norvietnamitas al
destructor Maddox) y con este motivo obtuvo del Congreso tal libertad de acción
que puede hablarse desde entonces de una «guerra presidencia1», sin que
mediara una declaración expresa por parte de la cámara. Johnson utilizó esas
facultades para aumentar de forma sustancial las fuerzas destinadas a colaborar
en la pacificación del Sur, pero nunca para desarrollar ofensivas militares en el
territorio de la República Democrática de Vietnam. Sólo meses más tarde, en
febrero de 1965, los escasos progresos realizados determinaron su decisión de
ampliar el teatro de la guerra, autorizando bombardeos en el Norte. En principio,
se justificaba esas acciones por la necesidad de prevenir la infiltración de
hombres y equipo al sur del paralelo 17, o como represalia contra las
incursiones, pero por diversas razones resultaron contraproducentes. El empleo
masivo de altos explosivos, napalm, defoliantes y sustancias tóxicas produjeron,
como podía esperarse, una gran cantidad de víctimas civiles y muchos destrozos,
pero sin anular la capacidad operativa del Vietkong. En realidad, esos
bombardeos fueron dosificados con fines políticos (forzar la apertura de
negociaciones) e incluso consideraciones morales, más que con criterios
estrictamente bélicos. Por añadidura, el mando norteamericano sostuvo una
errónea confianza en la superioridad de su armamento en tierra, con perjuicio de
tácticas más creativas contra la movilidad de la guerrilla. Como resultado de
todo ello, a pesar de los abrumadores recursos volcados en Vietnam (550.000
soldados operaban en 1969), el esfuerzo careció de la decisión necesaria para
quebrantar la resistencia del enemigo, mientras que el desgaste y la
desmoralización se extendían entre los propios norteamericanos.
Paradójicamente, quien venció en realidad a Johnson fue la opinión pública (o
más bien, una parte de ella) en su propio país, gradualmente sensibilizada por la
actitud crítica de la nueva generación de intelectuales, las movilizaciones de
estudiantes y la información a menudo sensacionalista, de unos medios de
comunicación que campaban con libertad sin precedentes en un escenario bélico.
La presión pacifista alcanzó su cénit tras la ofensiva de Tet (30 de enero de
1968), la primera operación de envergadura protagonizada por la guerrilla del
FNL (o Vietkong) y los soldados regulares del Vietminh, actuando
simultáneamente sobre las principales ciudades, incluidas Saigón y Hue. Aunque
la ofensiva resultó un fracaso que se saldó con tremendas pérdidas de hombres y
ninguna ventaja territorial, el impacto de aquellos horrores , fielmente
transmitidos por televisión a los hogares norteamericanos, la transformó en una
gran victoria propagandística de Vietnam del Norte. Impresionado, Johnson se
inclinó desde entonces por una rápida salida del conflicto.
En esas circunstancias, Richard Nixon, un político pragmático que había
desempeñado la vicepresidencia en la época de Eisenhower, ganó las elecciones
abanderando la causa de «una paz con honor». Dicho en otras palabras, eso
equivalía a la «vietnamización» como fase previa al fin de las hostilidades en
Indochina. Al principio de su mandato (enero de 1969), la retirada de tropas
terrestres se vio compensada con la concesión de mayor ayuda financiera y
material de guerra al régimen sudista de Nguyen Van Thieu, que llegó así a
poseer a las alturas de 1973 la cuarta fuerza aérea más poderosa del mundo.
Nixon recurrió también a un empleo plenamente eficiente de los bombardeos
estratégicos, llegando a autorizar acciones para neutralizar la «ruta Ho Chi
Minh» y los «santuarios» del Vietkong en los vecinos Laos y Camboya, lo que
sumió a ambos países en el caos. Tras la aproximación de la diplomacia
norteamericana a China ya la URSS a principios de los años setenta, los
dirigentes de ambas potencias urgieron también a Hanoi para que suavizara su
postura. Todo sumado, en enero de 1973 fue posible llegar aun acuerdo en la
negociación secreta que sostenían H. Kissinger y Le Duc Tho en París (en
paralelo a las conversaciones oficiales en la misma ciudad), de cuyas resultas los
norteamericanos abandonaron definitivamente Vietnam y se declaró un
armisticio, a la espera de celebrar elecciones generales. Sin embargo, aunque se
había estipulado la permanencia de la fuerza aeronaval norteamericana en aguas
de Indochina, como garantía del acuerdo, el vacío de poder ocasionado por el
posterior escándalo Watergate impidió tutelar eficazmente su cumplimiento.
Como era previsible, se reanudaron las hostilidades entre los vietnamitas, y al
faltar el apoyo norteamericano Saigón caía al fin, el 30 abril de 1975, en poder
de las tropas del Vietminh. Para entonces, después de tan prolongada agonía, el
país se hallaba materialmente destrozado y el orden social había colapsado.
Si no tan dramáticas, las consecuencias de la guerra en Norteamérica fueron de
gran consideración: en esencia, los gastos militares obligaron a renunciar a
muchos programas sociales patrocinados por Johnson, ala vez que debilitaban la
economía. Pero, sobre todo, provocó una crisis de alcance nacional,
caracterizada por la frustración y división de los ciudadanos, la tentación
aislacionista y dudas crecientes sobre el sentido de misión que había guiado la
actuación de sus gobiernos durante la última generación.

7. DE LA CRISIS INTERNA DE LOS AÑOS SETENTA A LA REACCIÓN DE


LOS OCHENTA
Vietnam, los conflictos domésticos y la confusión del partido demócrata, hicieron
posible el triunfo del republicano Richard Nixon en las elecciones de 1968.
Aunque su nombre ha pasado a ser sinónimo de escándalo político, es justo
recordar que Nixon supo actuar con gran realismo tanto en los asuntos
internacionales como a nivel interno. Desgraciadamente, el problema era más
bien de enfoque. El presidente, acostumbrado al secreto y los manejos tortuosos,
desconfiaba de la prensa (que le pagaría con creces esa hostilidad) y se aisló de
su propio partido, situando agente de su Confianza exclusiva en los puestos clave
de la Administración. Sobre esa base, pasó a servirse de los inmensos poderes
del cargo para asegurarse la reelección. El comienzo de su caída tuvo lugar la
noche del 17 de junio de 1972, con la captura de varios intrusos dedicados al
espionaje electrónico en el edificio Watergate, sede de la Convención Demócrata.
Las pistas apuntaban a la Casa Blanca, pero durante muchos meses, Nixon
obstruyó de forma clamorosa la investigación; Finalmente, los jueces, con ayuda
de algunos reporteros del Washington Post a quienes informaba un confidente
situado en el equipo presidencial ( «Garganta Profunda» ), lograron reunir la
evidencia necesaria para solicitar la apertura del proceso de destitución
(impeachment). Ante lo inevitable, Nixon dimitió (9 de agosto de 1974),
agravándose así la crisis que aquejaba a la nación.
Su sucesor, Gerald Ford (que había reemplazado como vicepresidente a Spiro
Agnew, acusado de corrupción en 1973), perdió la posibilidad de reelección en
1976, al indultar a Nixon de sus presuntos delitos. De manera bastante
comprensible, la reacción que siguió a Watergate dio la victoria al demócrata
Jimmy Carter, un productor de cacahuetes de Georgia -y predicador aficionado-
poco comprometido con los círculos políticos de Washington. Sin embargo, el
saldo negativo de la diplomacia de Carter, junto a su incapacidad para remontar
los problemas económicos que sacudieron al país en los años setenta,
defraudaron esa confianza.
El fin de la larga etapa de crecimiento económico acelerado que se había
iniciado en 1945, fue sin duda uno de los rasgos más característicos de la
década. La recesión, en lo fundamental, estuvo originada por el embargo de
petróleo árabe tras la guerra de Yon Kippur (octubre de 1973), durante la cual
Estados Unidos apoyó a su aliado, el Estado de Israel; acto seguido, el precio del
crudo se encareció desde 2,83, a 10,41 dólares por barril. Posteriores subidas de
precios por la OPEP (36,83 dólares en 1980) repercutieron en la industria
norteamericana, sumamente dependiente a esas alturas del combustible
extranjero. Tomaron entonces carta de naturaleza dos fenómenos considerados
hasta entonces contradictorios: la inflación consecuente a los nuevos costes
energéticos, y el estancamiento, resultado tanto de la contracción del consumo
como del recorte presupuestario con que se pretendió combatir el alza de
precios. El PNB disminuyó en un 6 %, se sucedieron las quiebras y, en general,
perdió competitividad la industria pesada, tradicionalmente asentada en el
noreste. Estos hechos impusieron una reconversión -a favor de productos de alta
tecnología-lo que a su vez determinó cambios importantes en la geografía
industrial de Estados Unidos.
Los estados del sur y el oeste (la franja entre California y Florida, conocida como
Sunbelt) se beneficiaron del desplazamiento de población que siguió ala
instalación de esas nuevas industrias, configurando así -dicho sea de paso-la
alineación electoral que devolvió el poder al Grand OldParty (GOP) en los años
ochenta; California, en particular, se convirtió entonces en el estado con mayor
peso global del país. El impacto de la recesión también se manifestó en una
relativa disminución de la capacidad adquisitiva y en el aumento del paro, que en
el peor momento, 1974, llegó a afectar al 9 % de la población. Con todo, la
prosperidad social se mantuvo (sólo un 11 % sobre los 216 millones de 1980
vivían por debajo de la línea oficial de la pobreza), aunque es cierto que los
índices resultan comparativamente desfavorables a la comunidad negra ya los
hispanics, el grupo étnico (14 millones de ciudadanos entonces reconocidos) de
mayor crecimiento en la década.
En esas circunstancias, el viraje en el campo económico, como en otros aspectos
de la vida nacional, estuvo precedido por la victoria electoral del californiano
Ronald Reagan (1981-1988), cuyo programa está considerado como el punto de
partida de la «revolución conservadora». En una época de desazón ante el
relativismo moral y el fracaso aparente del Estado protector, Reagan sintonizaba
con la filosofía individualista, la libertad empresarial y los valores de la sociedad
tradicional, que supo presentar de manera convincente, como auténticos
cimientos de la grandeza norteamericana. Bien es cierto que Reagan se dejaba
influenciar por la astrología en la toma de decisiones políticas, lo que -según los
críticos-parecía un buen indicio de la simplicidad de sus convicciones.
Contra la ortodoxia keynesiana, Reagan aceptó la alternativa del supply-side,
consistente en disminuir tanto el gasto público -y de paso la intervención federal
en la vida del país-como los impuestos, en la hipótesis de que la reactivación de
la economía redundaría en un aumento de riqueza del que todos se beneficiarían.
Disminuyeron en consecuencia los programas sociales (pero no los militares), se
aligeró la regulación de la actividad industrial e incluso decayó el ya habitual
compromiso del gobierno en la promoción de las minorías étnicas. En efecto, no
sin un fuerte bache en 1982, los indicadores financieros atestiguaron el
comienzo de un nuevo ciclo expansivo. Como contrapartida, la «reaganomics» no
logró contener el déficit federal y una balanza comercial desfavorable, que a las
alturas de 1993 se había convertido en uno de los problemas más acuciantes de
la economía norteamericana. También, como podía esperarse, se acentuaron en
estos años las diferencias de ingreso entre las clases sociales, en perjuicio de los
más desprotegidos. En este aspecto, el mandato de George Bush (1989-1992) fue
fundamentalmente continuista. Tan proclive como Reagan a dar prioridad a las
grandes cuestiones internacionales, dejó actuar la filosofía económica trazada
por su antecesor, y en consecuencia el nivel de vida siguió deteriorándose. Una
nueva coyuntura recesiva puso entonces de manifiesto que la mitad de las
familias del país había perdido capacidad adquisitiva desde 1980, y que 36
millones de ciudadanos (sobre una población de 250 millones en 1992) vivían por
debajo del límite de la pobreza. En tales condiciones afrontó la reelección.

8. LA ÉPOCA DE BILL CLINTON


Hubo aún otro factor que perjudicó a Bush en los comicios de 1992. La irrupción
del millonario texano Ross Perot, fundador del movimiento United We Stand
America, privó a los republicanos de un importante filón de votos (20 %, nada
menos) de extracción populista. Semejante alteración del panorama electoral
favoreció al candidato demócrata, Bill Clinton, que fue investido como 42
presidente de Estados Unidos en enero de 1993.
Clinton emprendió su mandato como un consciente emulador del compromiso
social y el estilo de J. F. Kennedy, lo que entre otras cosas se manifestaría en el
reconocimiento de la influencia ejercida por la primera dama (la enérgica
abogada Hillary Rodham Clinton) en la Casa Blanca. Así pues, junto a las mejoras
en las áreas de bienestar, sanidad y medio ambiente, era razonable esperar un
nuevo impulso a las causas predilectas -y más polémicas-de la izquierda liberal:
promoción legal de los colectivos marginados, plena laicización de la enseñanza,
más facilidad para abortar, control a la posesión de armas de fuego. Sin
embargo, cualquier tentación extremista se vería frenada por los republicanos,
que por primera vez en cuatro décadas, pasaron a controlar en 1994 las dos
cámaras, y proclamaron su intención de realizar la «revolución conservadora».
En esquema, ésta insistía en la defensa de los valores tradicionales (como eran
familia, trabajo, moral y religión); la lucha contra el crimen, la droga y la
inmigración ilegal; la reducción de los impuestos, del aparato burocrático y del
déficit presupuestario. En el curso de los inevitables choques con el legislativo,
Clinton demostró su talento táctico al apropiarse de las ideas más razonables del
programa conservador (Reagan afirmó haberse sentido «robado» ), y aun de su
discurso: «Está gobernando como Lyndon Johnson y hablando como Ronald
Reagan», denunció Newt Gingrich, presidente del Congreso, tras oír el informe
sobre el estado de la Unión en enero de 1996. Así planteado, el debate político se
centró más en el alcance que en la orientación de las reformas. Entre otras
cosas, el presidente aceptó el fin del big government y se resignó a re equilibrar
el presupuesto, pero sin ceñirse a los plazos exigidos por la oposición, y más bien
prolongándolos hasta el año 2002. Defensa fue el principal departamento
afectado por los recortes, mientras que se preservaban las prestaciones de
Medicare (seguro médico a los ancianos), Medicaid (atención a los más
desprotegidos) y otros servicios sociales, ya considerados como derechos
adquiridos por la mayoría de los ciudadanos. Frente a la intransigencia
republicana, el presidente supo proyectar una imagen de responsabilidad en la
batalla del presupuesto de 1996, cuando numerosas oficinas del gobierno,
incluidas embajadas, tuvieron que cerrar por falta de fondos.
Su mensaje de moderación en la campaña de 1996, unido a sus extraordinarias
dotes como comunicador -en la tradición de Roosevelt, Kennedy y Reagan-,
convirtieron a Clinton en el primer presidente demócrata reelegido desde 1944.
No sin contratiempos, ha mantenido ante la opinión pública su prestigio como
líder (aunque no como persona privada) a pesar de las cacicadas y escándalos,
tanto de índole financiera como sexual, que periodistas y magistrados
sospechosamente celosos han rastreado desde los tiempos en que fue
gobernador de Arkansas. Sin embargo, el síndrome de Watergate se ha abatido
sobre Clinton, que a principios de 1999 hubo de afrontar la apertura de un
proceso de impeachment, acusado de perjurio y obstrucción a la justicia.

9. ENTRE LA DISTENSIÓN Y EL «FIN DE LA HISTORIA»


Aunque la tendencia a aflojar las tensiones se había manifestado ocasionalmente
desde los años cincuenta, en la época de Nixon maduraron al fin las condiciones
que permitieron crear un clima de coexistencia. Para entonces, al distanciarse de
las superpotencias algunos países con pretensiones de actuación independiente,
el viejo esquema dual de la guerra fría no reflejaba ya la situación internacional.
En consecuencia, tanto Estados Unidos como la URSS se vieron obligados a
flexibilizar sus puntos de vista como respuesta ala redefinición del equilibrio
mundial. También se había fortalecido la convicción de que era imposible una
victoria que no fuera seguida por la hecatombe nuclear. En éste, como en otros
aspectos, la gente corriente iba por delante de los gobiernos: acontecimientos
como la guerra de Vietnam o el escándalo Watergate erosionaron la confianza en
los políticos profesionales, limitando -de momento-su capacidad de involucrar a
la nación con iniciativas de alto riesgo (crisis de la llamada «presidencia
imperial» ); por otra parte, ganaban fuerza las organizaciones antibelicistas, y al
mismo tiempo se generalizaba un ambiente de escepticismo y de cierto
cansancio ante la carga del liderazgo mundial.
En realidad, a partir del Tratado de Prohibición de Pruebas de 1963, la
distensión con la URSS venía siendo una de las orientaciones predilectas de
Johnson. Hubo, por , tanto, algunos tanteos preliminares (intercambios
culturales, prácticas consulares) que culminaron en el Tratado de No
Proliferación de Armas Nucleares (1 de julio de 1968), cuya esencia era el
compromiso de no adquirirlas ni fabricarlas, por parte de los países que no las
poseían, a cambio de la cesión de esa tecnología para usos pacíficos.
Posteriormente -en particular desde que en 1995 fue prorrogado con carácter
indefinido por sus 178 signatarios-, el TNP se convirtió en uno de los pilares de
la seguridad internacional, aunque es cierto que ha sufrido ocasionales
vulneraciones por algunos países como Irak (1991) o Corea del Norte (1994), y
que otras potencias (Israel, India y Pakistán) se resisten a firmarlo. Pero todo
esto en los tiempos de Johnson no eran sino futuribles: como él mismo afirma en
sus Memorias, la intervención soviética en Checoslovaquia (agosto de 1968) y
otras dificultades secundarias, impidieron que se realizaran entonces otros
progresos.
Con evidente pragmatismo, fueron Richard Nixon y su secretario de Estado
Henry Kissinger quienes impulsaron decisivamente la distensión. Aprovechando
el deterioro de relaciones entre la URSS y China, el presidente realizó en febrero
de 1972 su famosa visita a la República Popular, que formalizó -en perjuicio de
los aliados de Taiwán-el deshielo. Sobre esta base fue posible desbloquear las
conversaciones sobre desarme iniciadas en noviembre de 1969 con la URSS. El
tratado surgido en 1972 de las SALT I (Strategic Arms Limitation Talks)
comprendía un acuerdo de limitación en los sistemas de misiles antibalísticos
(ABMs, destinados ala protección de los centros de mando y los si los propios) y
la congelación, por cinco años, del número de unidades ofensivas; en este
aspecto, la superioridad numérica de los soviéticos se compensaba con creces
con los MIRV norteamericanos, artefactos de cabezas de guerra múltiples. Un
compromiso de transferencia tecnológica ala URSS, así como la venta de trigo a
bajo precio, terminaron de perfilar un acuerdo de por sí positivo, pero que al
dejar la puerta abierta ala investigación militar, distaba todavía de suponer el fin
del armamentismo.
Un nuevo presidente demócrata, Jimmy Carter (1977-1980), imprimió a esa
política un fuerte sesgo en favor de los derechos humanos. Sin embargo,. al
carecer de una estrategia consistente, fracasó en sus objetivos, irritó a los rusos
y más bien tendió a debilitar los intereses y el prestigio de Estados Unidos en
algunas zonas críticas del mundo. En esa línea, el presidente atendió las
reivindicaciones panameñas, reconociendo su soberanía sobre la zona del canal y
prometiendo la devolución efectiva en el año 2000. Algunos aliados, no muy
legitimados desde un punto de vista democrático, fueron también víctimas de las
buenas intenciones de Carter. En 1979, el dictador Somoza fue sustituido en
Nicaragua por una coalición sandinista que pronto se radicalizó, contribuyendo a
desestabilizar a los países contiguos. Entre tanto, el sha de Irán, garante ante los
norteamericanos de la seguridad en esa área, era derrocado por una revolución
islámica; el nuevo régimen fundamentalista consintió el asalto a la embajada
norteamericana (noviembre de 1979), donde se hicieron 52 prisioneros que
permanecieron retenidos en Teherán hasta enero de 1981. Carter no logró
resolver esta crisis, ahondando así en el creciente sentimiento de frustración de
los norteamericanos.
Tampoco las conversaciones sobre reducción de armamento que se desarrollaban
en Helsinki (SALT II) arrojaron buenos resultados. La negociación languideció
hasta 1979, pero el acuerdo alcanzado en ese año, poco satisfactorio para ambas
partes, ni siquiera fue presentado para su ratificación por el Senado. Para
entonces, al producirse la invasión soviética de Afganistán (diciembre), Carter
promovió un boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú, e hizo congelar la venta de
cereales y de tecnología a los rusos. A efectos prácticos, la distensión podía
darse ya por liquidada y la guerra fría volvía a estar en su apogeo.
La voluntad de reacción frente a este estado de cosas se manifestó en las
elecciones de 1980. Ronald Reagan, antiguo actor y ex gobernador de California,
obtuvo una aplastante mayoría prometiendo devolver al pueblo norteamericano
el prestigio perdido y la supremacía mundial. En otros términos, esto significaba
la vuelta al rearme, una intervención encubierta más intensa en el extranjero y,
por supuesto, mayor firmeza ante la Unión Soviética.
El nuevo presidente obtuvo la liberación de los rehenes mediante el
procedimiento -denominado Irangate, cuando el asunto se destapó años después-
de autorizar ventas de armamento al régimen integrista de Irán.
Simultáneamente, la intervención se intensificó en la inestable Centroamérica: el
importe de esas armas fue empleado secretamente por la CIA para subvencionar
a la contra, la guerrilla anticomunista -muy poco respetuosa con los derechos
humanos-que intentaba derrocar al gobierno sandinista de Nicaragua. Se
establecieron bases de apoyo en Honduras, se llegó a minar los puertos
nicaragüenses y, en general, no se escatimaron recursos a los gobiernos del área
para eliminar a la guerrilla izquierdista. El 25 de octubre de 1983 tuvo lugar la
invasión militar de Granada, una diminuta isla del Caribe en la que había
triunfado un golpe de Estado filosoviético. En la misma línea, en abril de 1986,
aviones de la VI flota bombardearon diversos objetivos en Trípoli y Bengasi,
como represalia contra la ayuda prestada por el coronel Gadafi al terrorismo
internacional.
Reagan parecía convencido de que los rusos andaban detrás de todos los
desastres del planeta probando un micrófono durante la campaña electoral de
1984, se le ocurrió decir: «Les anuncio que dentro de pocos minutos
bombardearemos Moscú». Consecuente con esa filosofía, el presupuesto de
defensa subió, después de varios años de continuos recortes, de los 171.000
millones de dólares en 1981, a más de 300.000 en 1985. Tras tapar la boca a sus
críticos cuando la URSS rechazó una importante oferta de desarme en la ronda
de conversaciones START, dio comienzo el despliegue en Europa de los Pershing
II (los MRBM de nueva generación) y sé anunció el desarrollo de un programa
enormemente costoso y sofisticado (acaso también utópico) de protección
nuclear, con cobertura continental la Iniciativa de Defensa Estratégica, más
conocida como «guerra de las galaxias».
Ahora bien, con inmensa sorpresa de todos, fue en esas circunstancias cuando
tuvo lugar el desmoronamiento del viejo enemigo, la Unión Soviética. El
acontecimiento -decisivo en la historia del siglo-escapa a los límites de este
capítulo, pero importa señalar que los desvelos de Reagan o del mundo
occidental sólo han influido en ello de manera indirecta; exactamente en la
medida en que el impulso ala carrera armamentista se tradujo en nuevas
presiones, ya insoportables, sobre la debilitada economía de la URSS. En
cualquier caso, esta profunda alteración del equilibrio geopolítico permitió
proclamar el fin de la guerra fría hacia 1990, al tiempo que otorgaba a la
Administración Reagan ya la de su sucesor, George Bush, una libertad de acción
inusual a escala mundial. Llegó a hablarse entonces del «fin de la historia» para
aludir a la falta de tensiones dialécticas que cabía esperar de la nueva etapa en
el devenir de la humanidad. Pero eso era algo metafórico, simple espejismo,
como los hechos demostrarían.

10. EL «NUEVO ORDEN MUNDIAL»


Consciente de la estrecha relación de la política exterior con la seguridad y el
bienestar nacional, el gobierno norteamericano ha reafirmado su voluntad de
liderazgo, orientado a fomentar la democracia, la economía de mercado y -según
su propia apreciación-la estabilidad y la prosperidad en el resto del planeta
.También, podría añadirse, a la defensa de los intereses vitales de Norteamérica
en aquellos lugares donde se han juzgado en peligro. En esta línea, la guarnición
de la zona del canal, junto a refuerzos aerotransportados desde los propios
Estados Unidos, invadieron en pocas horas Panamá (diciembre de 1989). El
presidente Manuel Noriega, un militar acusado de colaborar con el narcotráfico,
se entregó a los norteamericanos tras algunos días de refugio en el edificio de la
nunciatura. Mucha más envergadura -y repercusión-estuvo la operación
Tormenta del Desierto (enero de 1991), para la que el presidente Bush organizó,
bajo el mandato de la ONU, una coalición internacional destinada a expulsar a
los iraquíes de Kuwait, el pequeño aunque importantísimo Estado petrolífero del
golfo Pérsico.
El demócrata Clinton no ha introducido innovaciones en la doctrina ni en la
forma de llevar estos asuntos, demostrando así la continuidad esencial que, por
encima de matices partidistas, rige en la política exterior norteamericana; ya es
significativo que su gran éxito internacional, la aprobación de un Tratado de
Libre Comercio (que en unión de Canadá y México, creó el mercado más amplio
del mundo) en noviembre de 1993, fuera una iniciativa del republicano Bush.
Así pues, la Administración Clinton ha recurrido alternativamente al embargo
comercial, ala acción diplomática, al despliegue de tropas y aun al bombardeo
estratégico para forzar el logro de sus objetivos. Con éxito desigual, su atención
se ha centrado en nuevas presiones sobre Cuba; en la pacificación –fallida-de
Somalia (1993), y en la de Bosnia, que culminó en los acuerdos de Dayton
(1995); en la renovación del Tratado de No Proliferación (1995); en la mediación
entre Israel y Palestina; y en la «contención» del militarismo iraquí en el Próximo
Oriente. Sin embargo, la evolución de este último escenario, donde las crisis se
han venido repitiendo cíclicamente hasta nuestros días, expresan tanto las
limitaciones del país más poderoso del mundo, como la extendida convicción
sobre la necesidad de un tipo de acción más bien multilateral.

CAPITULO 15: EL BLOQUE SOVIÉTICO: LA URSS y LA EUROPA DEL


ESTE DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX
Por RICARDO M. MARTIN DE LA GUARDIA Y GUILLERMO A. PÉREZ
SANCHEZ
Profesores Titulares de Historia Contemporánea, Universidad de
Valladolid

1. LA URSS Y EL BLOQUE SOVIÉTICO DESPUÉS DE 1945

1.1. LA UNIÓN SOVIÉTICA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX


Como era de prever, el final de la Segunda Guerra Mundial marcó la separación
definitiva entre la Unión Soviética y las democracias occidentales capitaneadas
por Estados Unidos. La «gran alianza» había servido para vencer a las potencias
del Eje en los campos de batalla, pero no iba a ser capaz de mantenerse en pie
en los tiempos de paz. Stalin supo sacar ventaja de la situación bélica al
identificar la labor del Partido Comunista con la del pueblo soviético en su
conjunto en la lucha contra Alemania, de tal forma que, al final de la guerra, la
propaganda oficial, fiel seguidora de este principio, había alcanzado uno de sus
objetivos prioritarios: fundir en un solo cuerpo al partido ya la población. El
crecimiento de militantes del PCUS entre 1939 y 1945 hasta llegar
prácticamente a los siete millones en esta última fecha, fue paralela al del
prestigio de Stalin, quien, con un discurso político profundamente nacionalista,
se propuso concluir con rapidez la edificación del socialismo en la Unión
Soviética para dar respuesta a la política antisocialista de la «doctrina Truman».

La época estalinista
La tarea no se presentaba ni mucho menos fácil. No consistía sólo en afianzar el
liderazgo del propio Stalin en las estructuras del partido y del Estado, sino que
había que emprender con urgencia la reconstrucción del país de los soviets. La
guerra había golpeado duramente a la población (cerca de veinte millones de
muertos) ya las estructuras productivas, tanto industriales como agropecuarias,
además de la destrucción de la mayor parte de las vías de transporte. Stalin fue
inflexible. La URSS necesitaba poner en marcha una economía industrial capaz
de competir y aventajar a la capitalista y, para ello, nada mejor que mostrar la
virtualidad de la alternativa que planteaba: la planificación.
Los dos planes quinquenales desarrollados entre 1946 y 1955 favorecían a la
industria pesada frente a la de bienes de consumo y, con fuertes inversiones en
aquel sector y con un control estricto del trabajo, se logró un crecimiento
espectacular en la producción de petróleo o carbón, así como de acero, hierro o
maquinaria. La política agraria, en cambio, no obtuvo unos resultados tan
positivos. La colectivización radical del agro puesta de manifiesto en la extensión
obligatoria a todos los territorios de las repúblicas de las granjas colectivas o
koljoses, de propiedad estatal, resultó un fracaso absoluto. Amplias capas del
campesinado, acostumbradas a disponer de sus propios predios, ofrecieron una
resistencia pasiva a la pérdida de su iniciativa privada, lo que trajo consigo
consecuencias inmediatas en la bajada de los índices productivos. Por si fuera
poco, y dentro de la estrategia estalinista de promover fundamentalmente la
ampliación del tejido industrial, la política social respecto al campesinado fue de
una dejadez casi absoluta. Tanto los salarios como las condiciones generales de
vida (vivienda, infraestructuras de apoyo a la población, sanidad, etc.) fueron
muy inferiores alas de los trabajadores industriales, lo que acentuó las
diferencias entre unos y otros y contribuyó todavía más a la apatía laboral del
campesinado. Por otra parte, la economía productiva soviética comenzó a
mostrar una de las deficiencias más persistentes a lo largo de su historia: la
burocratización. El diseño, puesta en marcha y control de los planes económicos,
llevó aparejado un aumento progresivo del personal dedicado a estas tareas que
terminaría por distorsionar el funcionamiento del sistema. También en el terreno
de las decisiones políticas se adoptó el centralismo como principio rector. La
acumulación de poderes en la persona de Stalin y la pérdida de la función de los
órganos colegiados corrieron paralelas, aun cuando constataban un proceso que
venía de antes. Entre 1939 y 1952, el pleno del Comité Central se reunió en
contadas ocasiones y fue Stalin quien, en su nombre, dictaba qué líneas maestras
seguir. El Politburó, si bien mantenía reuniones con mayor asiduidad, fue en la
práctica un órgano asesor más que ejecutor. En 1952, trece años después del
anterior, tuvo lugar un congreso del Partido Comunista (en el que precisamente
esta organización pasó a denominarse Partido Comunista de la Unión Soviética)
donde se reafirmó la autoridad estalinista en la teoría y en la práctica.
Stalin falleció el 5 de marzo de 1953. La Unión Soviética que dejaba como legado
aparecía ante los ojos del mundo como un ejemplo de país atrasado económica y
socialmente que había sido capaz en muy pocos años de dejar atrás esa herencia
gravosa hasta convertirse en una de las dos superpotencias perfiladas en el
horizonte del nuevo orden internacional surgido de la guerra. El prestigio del
país como alternativa factible ala concepción capitalista ampliaba los apoyos
soviéticos entre los partidos comunistas y, en general, entre la izquierda política
de la Europa occidental y entre las fuerzas revolucionarias de algunos países
asiáticos y africanos, que veían en el proceso soviético una forma de entrar en la
contemporaneidad, tras el fin del control colonial, al margen de las vías que
ofrecían sus antiguas potencias imperialistas.

El legado de Stalin: la época de Kruschov


Los dignatarios soviéticos resolvieron que, una vez muerto Stalin, el poder
máximo debía recaer en un órgano colegiado para que las diferentes corrientes
del partido estuvieran representadas y se evitara que el triunfo de una facción
acarreara la eliminación de las otras. No obstante, en 1956, Nikita Kruschov, que
había asumido la Secretaría General del PCUS tres años antes, logró imponerse
y se hizo con las riendas del país. Su actitud fue conciliadora respecto a los
grupos de interés presentes en la maquinaria estatal soviética, lo cual le valió el
apoyo de la nomenklatura para llevar a cabo un cambio en las estructuras
estalinistas del Estado: la celebración del XX Congreso del Partido Comunista de
la Unión Soviética constataría estas afirmaciones.
El congreso tuvo dos partes bien diferenciadas. Entre el 14 y el 24 de febrero de
1956 se desarrollaron las sesiones ordinarias con la retórica habitual en este tipo
de acontecimientos. Pero la sorpresa fue mayúscula el día 25 cuando Kruschov,
en su cargo de secretario general del partido y como representante máximo de
éste, leyó una declaración extensa en la que, sin ningún rubor, hacía un repaso
enormemente crítico de la política estalinista.
El «Informe secreto» aludía al triunfo final del socialismo en el mundo, pero no
se mostraba tan beligerante con el Occidente capitalista al afirmar que dicha
victoria podría producirse no sólo a través de una confrontación directa con el
otro bloque, sino gracias aun proceso paulatino durante el cual la superioridad
en todos los órdenes del comunismo acabara por imponerse a los caducos y
degenerados valores de las plutocracias capitalistas. En realidad, el Informe
abría las puertas a lo que poco después se denominaría «coexistencia pacífica».
El centro de atención prioritario, sin embargo, fue la denuncia explícita de las
prácticas estalinistas en materia represiva así como del culto a la personalidad
de Stalin. Para muchos estudiosos de la realidad soviética, el proceso iniciado a
instancias de Kruschov no fue ni mucho menos todo lo completo y definido que
en principio pudiera parecer. El problema del sistema soviético no consistía en
exclusividad en la persona de Stalin, sino en el régimen por él consolidado. Al no
criticarse ni ponerse en cuestión con la misma fuerza los distintos fundamentos
de la organización del país, la burocracia del partido y del Estado mantuvo su
preeminencia en todos los órdenes de la vida, lo cual resultaría fatal incluso para
la propia carrera política de Kruschov.
La crítica a la política estalinista podía servir para prestigiar la figura de
Kruschov dentro y fuera del país, pero no atajaba los problemas que en el
terreno económico comenzaban a pesar gravosamente sobre el secretario
general del PCUS. En relación con la industria, el Plan Septenal iniciado en 1959
pretendía dar respuesta ala necesidad sentida por los reformistas del partido de
neutralizar el excesivo poder de una burocracia centralizada que asfixiaba
cualquier conato de apertura del sistema. Sin embargo, al igual que lo
acontecido en agricultura, no se atacaban de raíz las deficiencias del sistema. Al
no dar iniciativa a la base, ni tampoco una autonomía real a las factorías, no se
consiguieron los objetivos de racionalización económica y la reforma generó un
malestar creciente entre los dirigentes locales y los funcionarios del partido.
Para tratar de obviar los fracasos de la vía reformista en economía y mantener la
adhesión de la mayoría en el PCUS, Kruschov profundizó a partir de 1961 en la
labor desestalinizadora. No sólo se difundieron con amplitud los crímenes de
Stalin, sino que continuó desapareciendo la simbología vinculada a su persona y
se acentuó la lucha contra las situaciones privilegiadas de una nomenklatura que
seguía sirviéndose de su posición en beneficio propio. Pero Kruschov fue
demasiado lejos. Al poner en tela de juicio el sentido de una parte de la
nomenklatura, se enfrentaba ante una élite cada vez más preocupada por perder
lo que era su esencia: la seguridad y estabilidad de sus posiciones de privilegio.
Al ponerse en juego la supervivencia de estos sectores frente a la política de
Kruschov, inquietante para muchos, la balanza se inclinó : por el continuismo. El
secretario general fue destituido en octubre de 1964.

La época de estancamiento: los años de Breznev


Al igual que había ocurrido con la dirección del partido y del Estado tras la
muerte de Stalin, la ficción de un poder colegiado se mantuvo en un principio.
Sin embargo, al menos desde la primavera de 1966, cuando se celebró el XXIII
Congreso del PCUS, el afianzamiento en el cargo de secretario general de
Leonidas Breznev evidenció que era él, junto a una nomenklatura cada vez más
enquistada en el aparato estatal, quien controlaba la situación. La enorme
influencia desplegada por esta última abortaría todo intento reformista que
supusiera una amenaza a sus privilegios. Durante esta época la agricultura
continuó su trayectoria decadente. En 1970, más de las tres cuartas partes del
campesinado soviético todavía trabajaba con útiles manuales y, si bien es cierto
que se invirtió en maquinaria y en la modernización de las explotaciones, la
negativa a crear incentivos al trabajo agrícola actuó como un freno ante las
expectativas de mejora: sólo hubo algunos éxitos en determinados cultivos
extensivos como el del algodón, gracias al riego artificial y al uso de fertilizantes
industriales.
Con todo, la marcha de la industria continuaba siendo el centro de atención
prioritaria de los mandatarios comunistas. Los recursos despilfarrados por
supeditar los criterios de mayor rentabilidad a las decisiones políticas y
beneficiar así a determinadas élites locales o regionales, el crecimiento
desmedido de algunos sectores de la industria pesada en detrimento de una
política capaz de armonizar la estructura económica general del país, la primacía
de intereses militares en el robustecimiento de otras ramas de la industria,
aunque su rentabilidad comparativa fuera nula, y, sobre todo ello, la extremada
rigidez que introducía en todo el sistema la obligatoriedad de atenerse a la
planificación centralizada, producían una impresión de declive estructural de la
economía. No obstante, el crecimiento extensivo y la explotación de los ingentes
recursos naturales de la Unión Soviética hacían aparecer al país como el primer
productor mundial de algodón, carbón o petróleo. Además, el período
brezneviano coincidió con una gran expansión en el exterior: la carrera nuclear y
armamentística, aunque dilapidaba una parte amplia de los beneficios obtenidos,
favorecía la presencia de los intereses estratégicos soviéticos en Africa (Angola,
Etiopía), América (Cuba) y Asia (sobre todo en Vietnam), lugares donde mantenía
su estatus de superpotencia.
De hecho, a pesar de la retórica oficial hacia el exterior, los informes
confidenciales manejados por el círculo de poder de Breznev eran tan
preocupantes que incluso sectores antes reticentes al más mínimo cambio en la
política económica apostaron por un plan innovador elaborado por Liberman, un
prestigioso economista soviético. Dicho plan venía a racionalizar el proceso
productivo socialista, suprimiendo ministerios y organismos planificadores para
colocar como centro del sistema alas empresas, lo cual no fue suficiente.
El corolario del defectuoso desarrollo económico fue la repercusión negativa que
tuvo en la vida del ciudadano soviético: el aumento espectacular de los divorcios
(a partir de 1965 afectaba al 34 % de las parejas) indicaba claramente la
desintegración de la célula familiar. El crecimiento de la mortalidad entre los
varones de edades comprendidas entre 25 y 44 años, entre cuyas causas estaban
el abuso de alcohol y la precariedad del sistema sanitario, o la reducción de la
esperanza de vida y una elevada tasa de mortalidad infantil, ponían en evidencia
un panorama social nada halagüeño. A ello se unía la degradación del nivel de
vida, puesto que las promesas de mejora que se venían haciendo desde la etapa
de Kruschov eran sistemáticamente incumplidas, lo que provocó agitaciones
populares en algunos puntos del país.
Tampoco variaron mucho las formas de actuación políticas. En 1977 Breznev
auspició la aprobación de un nuevo texto constitucional que, esencialmente,
mantenía las estructuras de poder vigente. El Partido Comunista de la Unión
Soviética preservaba el papel de dirigente último del país y, como tal, la vida
sociopolítica y económica giraba en torno a sus decisiones. El Soviet Supremo,
en teoría máximo órgano de poder, constaba de diputados elegidos cada cinco
años entre las candidaturas presentadas por el partido y sus correas de
transmisión. El Soviet Supremo, formado a su vez por el Soviet de la Unión y el
de las Nacionalidades, espaciaba tanto sus plenarios que el poder decisorio se
trasladaba al Presidium, un reducido número de diputados del Soviet cuya rasgo
principal consistía en pertenecer al grupo de acólitos del secretario general.
En efecto, los años breznevianos fueron de una incontestable estabilidad política
en la medida en que el secretario general supo no oponerse frontalmente a los
intereses de la nomenklatura y lograr un equilibrio entre los distintos grupos de
presión dentro del partido. La consecuencia fue que la dirección real del país
recayó en un grupo cada vez más monolítico, pronto convertido en
gerontocracia, ajeno ala situación real de la URSS y sólo preocupado por
mantener sus privilegios. De hecho, algunas cuestiones derivadas del
sentimiento nacionalista, resurgido con fuerza ante la dejadez del centro
moscovita respecto a los problemas de algunos de sus territorios más alejados,
comenzaban a poner en peligro la tan ansiada estabilidad. Para la mayor parte
de los especialistas era patente que el fundamento federalista soviético se
tambaleaba. Si la doctrina oficial explicaba que las transformaciones económicas
del socialismo producirían un crecimiento armónico de todas las repúblicas
soviéticas, el proceso parecía ser el contrario: aumentaban las diferencias, sobre
todo entre las regiones rusas y las no rusas. Nadie podía negar que, por ejemplo,
los territorios centroasiáticos seguían siendo predominantemente agrarios y
tenían unos ingresos per cápita mucho menores: marginados de los principales
centros de decisión (la presencia de no eslavos en puestos de dirección era
mínima), refugiados en sus tradiciones religiosas y culturales, el sentimiento de
supeditación a Rusia estaba más generalizado que el de acercamiento a ella o el
de solidaridad entre los pueblos soviéticos. El peligro de que el resentimiento y
la negación de la autoridad federal prendiera en muchos de estos territorios era
evidente. Sin embargo, en 1971, cuando todas estas contradicciones afloraban
en la vida del país, Breznev proclamó el nacimiento de "una nueva comunidad
histórica de pueblos: el pueblo soviético» , afirmación difícil de creer cuando las
estadísticas de todo tipo indicaban que las diferencias entre, por ejemplo, las
tres repúblicas bálticas y Armenia o Kazajstán, eran tan acusadas que los
ingresos por habitante en estas últimas eran menos de un tercio que los de las
primeras. Sin embargo, esta realidad contrastaba con el hecho de que las
repúblicas asiáticas eran las productoras, por ejemplo, de más del 50 % del
hierro, del acero o de la energía hidroeléctrica de la Unión.

1.2. LAS REFORMAS DE GORBACHOV Y EL FINAL DE LA URSS


Después de la muerte de Breznev en 1982, el fugaz paso por la Secretaría
General del PCUS de Yuri Andropov (noviembre de 1982 a febrero de 1984) y
Konstantin Chernienko (febrero de 1984 a marzo de 1985) no hizo más que
reafirmar la sensación de agotamiento del sistema manifestado incluso en el
acceso al poder de estos dos ancianos supervivientes de la revolución de octubre.
La nomenklatura que hasta entonces controlaba los resortes del Estado pareció
darse cuenta por fin que, ante la profunda crisis económica y la pérdida de
prestigio internacional, era conveniente que , una persona joven, aunque por
supuesto formada en la ortodoxia comunista, tomara las riendas del país de los
soviets.

Gorbachov y la práctica de la «perestroika»


La designación de secretario general del PCUS recayó en un hombre joven,
Mijail Gorbachov, elegido para el Soviet Supremo con cuarenta años y miembro
desde 1980 del Buró político del PCUS; además, como fruto de sus viajes por
Europa y América, conocía bien la realidad de las democracias capitalistas.
Gorbachov, quien a lo largo de su trayectoria política había desempeñado
puestos de responsabilidad en la dirección de la agricultura soviética, comenzó
su mandato asesorándose sobre la marcha económica del país. Las deficiencias
cualitativas del sistema seguían siendo las mismas de años atrás, pero la
gravedad de la situación era mucho mayor: la rigidez de la planificación, la
escasa o nula adecuación del sistema productivo a las necesidades reales de la
población, la baja rentabilidad, la hipertrofia de determinados sectores -por otro
lado poco viables económicamente-en perjuicio del crecimiento de otros, un
sistema de asignación de recursos y de distribución obsoleto y apenas eficaz, y el
incremento constante de las actividades económicas sumergidas dentro del
conjunto, entre otros factores, obligaban a tomar medidas rápidas.

Entre 1985 y 1987, los nuevos hombres de confianza de Gorbachov elaboraron y


aprobaron una serie de medidas novedosas que, con rango de ley, pretendían
paralizar la bajada de los índices socio económicos e impulsar la economía. Aun
sin poner en entredicho la planificación, comenzaron a introducirse en el sistema
elementos dinamizadores desconocidos hasta entonces en el país de los soviets:
la liberalización de algunas actividades industriales y comerciales al aceptarse la
constitución de cooperativas al margen de las empresas públicas, o la apertura
de la iniciativa privada en algunas profesiones, fueron ejemplos relevantes.
Además, las autoridades impulsaron la reorganización del aparato administrativo
de la economía, reduciendo el número de ministerios y otras instancias de menor
rango, que no sólo no aportaban nada ala mejora, sino que servían de rémora a
los cambios reformistas.
Sin embargo, estas medidas, que quizá hubieran tenido importantes
repercusiones veinte o treinta años atrás, resultaban manifiestamente
insuficientes en los años ochenta. Al menos ésta era la conclusión que podía
extraerse de la lectura de los índices económicos en la primavera de 1987: los
sectores productivos del país no se habían reactivado. Así, en junio de dicho año,
y una vez aprobado por el Comité Central del PCUS, Gorbachov emprendió la
perestroika o cambio reconstructor de la economía nacional. Durante los dos
años siguientes, se puso en vigor un elevado número de leyes, tales como la Ley
de Empresas del Estado, aprobada en noviembre de 1987 , que incidía en la
descentralización para dotar de mayor capacidad de decisión a las empresas
públicas; el fomento de la actividad cooperativa (mayo de 1988), la reforma de
precios y salarios para adecuarlos a la realidad socioeconómica del país, etc.
Con todo, si en algunos casos las reformas parecían prosperar, fue más
importante el desorden que introdujeron en un sistema económico tan cerrado
como el soviético. Así, los planes de transformación de la economía se sucedieron
entre 1989 y 1990 y, o bien fracasaron, o bien fueron entorpecidos por los
sectores comunistas que deseaban volver a la planificación más ortodoxa.
También la llegada de Gorbachov al Kremlin supuso un giro notable en la política
exterior soviética. Entre 1986 y 1988 el denominado «nuevo pensamiento» pasó
a ser la doctrina asumida por el gobierno de la URSS a este respecto,
fundamentada en la concepción de un mundo interdependiente en el cual la
política exterior soviética debía mantener posiciones pacifistas y avanzar en la
senda del entendimiento con los países capitalistas. La puesta en práctica de
estas tesis conllevaría la paralización del aporte de recursos a la investigación en
materia armamentística, para dinamizar de este modo la economía soviética. En
segundo término, el «nuevo pensamiento» apostaba por la eliminación de la
doctrina de «soberanía limitada» vigente para los países del Este de Europa que,
de esta forma, podrían avanzar por la senda política que ellos mismos se
marcaran. y en tercer lugar, cambiaba las relaciones con el Tercer Mundo, hasta
entonces basadas en el apoyo a los movimientos revolucionarios ya los países
socialistas de la zona.
Parece evidente que la intención de Gorbachov con este giro espectacular en
relación con la tradicional concepción marxista-leninista en política exterior era
paliar en algo la maltrecha situación económica soviética, puesto que las
inversiones en industria armamentística y la ayuda financiera a las
organizaciones socialistas revolucionarias en todo el mundo constituían un
capítulo elevadísimo de los presupuestos, con contrapartidas cada vez menos
visibles. Por otra parte, al presentarse ante la opinión pública como un defensor
de la convivencia en paz entre todos los pueblos, Gorbachov pretendía prestigiar
su política de perestroika y lograr cuantos más apoyos mejor dentro y fuera de la
Unión Soviética. Por su parte, una vez liberados de la tutela soviética, los países
europeos del Este optaron por seguir un camino diferenciado: la desaparición del
Pacto de Varsovia y del COMECON, y el debilitamiento de los lazos con los países
socialistas del Tercer Mundo, fueron las pruebas más claras de este proceso. La
perestroika vino también acompañada de cambios importantes en las
instituciones políticas. Además de variar el sistema electoral en diciembre de
1988, permitiendo una cierta movilidad de la élite, en marzo de 1990 se daba un
salto cualitativo al suprimir el artículo sexto de la Constitución, que definía el
papel dirigente del Partido Comunista en la vida soviética. Con este hecho
quedaba abierta la vía hacia el pluripartidismo en el país de los soviets y, aunque
la Ley de Asociaciones públicas no fue aprobada hasta octubre de 1990, la
tolerancia respecto a las primeras formaciones políticas no comunistas fue ya
desde entonces una constante.
La desaparición súbita del férreo control ejercido hasta entonces por el PCUS
sobre todos los resortes del poder, generó más confusión aún dentro del sistema.
La descoordinación entre las distintas instituciones decisivas en el ámbito
federal (Congreso de Diputados Populares, Soviet Supremo, ministerios, etc.) y
entre el poder federal y el de las repúblicas, restó eficacia ala actividad rutinaria
del aparato estatal y provocó un descontento creciente en la nomenklatura y en
amplios sectores del partido que abandonarían progresivamente a Gorbachov.
Por si fuera poco, la explosión de los problemas nacionalistas entre 1985 y 1991
terminó por socavar los menguados apoyos de que gozaba. Desde las lejanas
repúblicas asiáticas de Uzbekistán o Turkmenia, regiones todavía
fundamentalmente agrícolas y con una influencia importante del islamismo,
hasta las más desarrolladas de las repúblicas bálticas, grupos y organizaciones
nacionalistas reclamaron el respeto a las tradiciones particulares de cada zona.
así como el fin del sometimiento a Moscú. Gorbachov optó por una vía
intermedia entre el diálogo y la represión con estas fuerzas que pronto lanzaron
mensajes independentistas, pero no consiguió ningún resultado efectivo. Si en
1986 todavía creía firmemente en la posibilidad de mantener la Unión Soviética,
la extensión del virus nacionalista le obligó a reconsiderar su postura ya abogar
por el establecimiento de un nuevo Tratado de la Unión. Pero tampoco
prosperaron los primeros pasos dados en esta dirección en junio de 1990.
Lituania, Letonia y Estonia se negaron a participar en las conversaciones, y
pronto Moldavia, Georgia y Armenia abandonaron la negociación al proclamarse
soberanas e independientes a todos los efectos. Las nueve repúblicas restantes,
tras duros debates, aceptaron el texto de un tratado cuya aprobación las partes
debían firmar el 20 de agosto de 1991.
El Tratado de la Unión fijaba una Unión de Repúblicas Soviéticas que eludía
cualquier llamada al socialismo. La Unión tenía derechos exclusivos en materias
como la dirección del ejército, la declaración de guerra y la firma de la paz, la
policía, la aprobación y puesta en marcha del presupuesto federal, y de las
grandes líneas de política económica interna y externa., la reserva de divisas y la
emisión de monedas, la investigación espacial y militar o la regulación y el
control de la energía nuclear. Sin embargo, y como era lógico a tenor de la
estructura federal que se intentaba implantar, los poderes debían en su mayor
parte ser desempeñados conjuntamente por las repúblicas y los órganos
centrales: tales eran los casos de la política impositiva, los sistemas de créditos y
financiación, la gestión de recursos y la protección del medio ambiente, el
transporte, las comunicaciones, la política de bienestar social, la educación, la
promoción de la actividad científica y tecnológica o la puesta en práctica del
programa de la Unión para los desarrollos regionales.

En el camino de la desintegración
El fiasco económico y la incapacidad de enderezar el rumbo financiero del país
repercutieron con crudeza sobre extensas capas de la población, que sufrieron
un empobrecimiento rápido y un crecimiento paralelo de la delincuencia. Por si
ello fuera poco, los cambios en las estructuras políticas e institucionales, antes
que impulsar una reforma del Estado soviético, parecían abocar a su
desintegración. Las protestas continuadas en todo el país, las fricciones entre los
dirigentes republicanos, la falta, en definitiva, de una autoridad fuerte,
condujeron aun grupo de altos dirigentes del partido a conspirar para destituir a
Gorbachov mediante un golpe de Estado que tuvo lugar el 19 de agosto de 1991.
El objetivo primordial consistía en volver ala vieja ortodoxia comunista y
restablecer así todo el poder detentado por el PCUS durante décadas.
El fracaso de esta operación fue estrepitoso: ni la población soviética ni los
dirigentes mundiales apostaron por una vuelta al pasado; tres días después, todo
había acabado. Sin embargo, este intento de golpe de mano fue el detonante de
la descomposición última de la URSS. Presionado por el máximo dirigente ruso,
Boris Yeltsin, que disfrutaba de unas altas cotas de popularidad por su clara
actitud en contra de los sedicentes, Gorbachov abandonó la Secretaría General
del PCUS el 24 de agosto y las actividades del partido quedaron suspendidas el
día 29. El 2 de septiembre se disolvió el Congreso de los Diputados Populares y,
con él, el Soviet Supremo y el gobierno de la URSS.
En la nueva etapa que se abría, el vacío de poder generado fue aprovechado por
las fuerzas nacionalistas en las repúblicas federadas. Ante la declaración de
independencia de las repúblicas bálticas y de Ucrania, la estructura federal se
vino abajo. El 5 de septiembre entró en funcionamiento un «Sistema Federal de
Transición», con un comité económico interrepublicano, un Soviet bicameral y un
Consejo de Estado formado por el presidente de la Unión y los presidentes de
diez repúblicas: faltaban Lituania, Letonia, Estonia, Georgia y Moldavia.
La puesta en pie de estas instituciones federales no sirvió para preservar la
Unión. Así, no resultó operativa la «Comunidad de Estados Independientes»
(CEI), nacida el 8 de diciembre de 1991 en Minsk, por voluntad de Rusia,
Bielorrusia y Ucrania, ampliada pocos días después gracias a la integración de
las ocho restantes ex repúblicas soviéticas, quedando Georgia (vinculada
posteriormente) y las tres bálticas al margen. Sin pretensiones de carácter
federal, sus instituciones no han logrado sino potenciar en la medida de lo
posible determinados acuerdos bilaterales o multilaterales entre los Estados
miembros, pero no han sido capaces de articular una política conjunta
mínimamente eficaz para luchar contra la profunda crisis económica y sus
consecuencias añadidas.

2. LA EUROPA DEL ESTE SOVIETIZADA

2.1. LA EUROPA DEL ESTE DURANTE LOS CUARENTA AÑOS DE


SOCIALISMO REAL

El proceso de sovietización y la época estalinista


Con la Unión Soviética convertida después de la batalla de Stalingrado en la
gran potencia del Este, el avance del Ejército Rojo por el centro y sureste de
Europa a partir del otoño de 1944 convenció definitivamente a los aliados
angloamericanos de que Ir la reconstrucción posbélica en dicha zona se
realizaría conforme a los intereses de la URSS. De acuerdo con lo pactado en las
cumbres del invierno y verano de 1945 (Yalta y Postdam), los soviéticos no
dudaron en imponer en su zona de influencia el sistema de «Frente Popular»
para normalizar la vida política de Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria,
Rumanía y Yugoslavia, y, en su momento, de Alemania; dicho sistema era
considerado por Stalin y sus colaboradores como el mejor medio para integrar a
todas las fuerzas sociopolíticas en el objetivo común de la reconstrucción
nacional, dirigidas, evidentemente, por los comunistas. Era el paso previo para
consolidar el sistema soviético en la mitad del viejo continente y la mejor
garantía para asegurar ala URSS el estatus de potencia hegemónica en lo que se
empezaba a conocer como la Europa del Este, en oposición a la zona occidental.

El socialismo real en la Europa sovietizada se edificó de 1945 a 1948, en sólo


tres años. En un primer momento, entre 1945 y 1946, se formaron los distintos
gobiernos fundamentados en las coaliciones frentepopulistas, teóricamente
plurales, los cuales impulsaron las transformaciones políticas y socioeconómicas
mediante leyes nacionalizadoras en todos los sectores económicos. En un
segundo momento, comprendido entre 1946 y 1947, los comunistas terminaron
con toda apariencia de pluralismo político mediante la consolidación de las
llamadas «democracias populares», que no eran otra cosa que regímenes de tipo
soviético; al mismo tiempo, se siguió avanzando en la nacionalización y
colectivización forzosa de la economía. El colofón a todo el proceso se puso entre
1947 y 1948, momento en el cual los partidos comunistas, convertidos en la
fuerza dirigente de la sociedad al absorber a las demás formaciones de carácter
socialista y eliminar a las de oposición, alcanzaron todo el poder e instauraron la
dictadura de partido único, como se demostró con el «golpe de Estado-
revolución» de Praga de febrero de 1948; en los ámbitos socioeconómicos, se
puso en : funcionamiento la planificación centralizada de la economía para
avanzar decididamente hacia la sociedad socialista perfecta. Para consolidar el
dominio soviético en la zona, la URSS impulsó la puesta en marcha de un
Consejo de Ayuda Económica Mutua (CAEM o COMECON), creado el 1 de enero
de 1949, y, algunos años más tarde, de un tratado militar, el Pacto de Varsovia,
fundado el 14 de mayo de 1955.
Durante los cuarenta años de vigencia del sistema del socialismo real en la
Europa del Este, la evolución de las democracias populares estuvo condicionada
siempre por la marcha de los acontecimientos en la URSS, sin despreciar las
peculiaridades y características propias de cada Estado del bloque soviético. Así,
los primeros años en la construcción del socialismo en estos países coincidieron
con los últimos del poder personal de Stalin, clave para la consolidación de un
sistema dirigido y controlado férreamente desde Moscú a través del Kominform.
En el período comprendido entre 1949 y 1953, los países del Este terminaron de
implantar el sistema de tipo soviético, que suponía la dirección de la actividad
política en exclusiva por parte de los partidos comunistas refundados con la
absorción de los socialistas, y el control absoluto de los sectores económicos
nacionalizados o colectivizados a través de la dirección centralizada de la
actividad económica, cercenándose derechos básicos de tipo : sociolaboral, como
el de libre sindicación.
Así se desarrollaron los acontecimientos, por ejemplo, en Polonia, gracias al
poder hegemónico ejercido por el nuevo partido unificado, el POUP, que
pretendió el control. total de la sociedad y el distanciamiento entre ésta y la
Iglesia católica. Lo mismo sucedió en Hungría, donde los partidos de izquierda
impulsados por los comunistas fundaron el Partido de los Trabajadores
Húngaros, el cual ya controlaba todas las esferas de la vida pública -y privada-del
país al comenzar la década de los años cincuenta. Lo anterior se repitió también
en Bulgaria, mientras que en Rumania la revolución de tipo soviético terminó con
la monarquía y otorgó todo el poder a los comunistas del Partido Obrero
Rumano. En cuanto a la zona oriental de Alemania, los comunistas locales
contaron con el apoyo de la URSS para hacerse con el control de su nuevo país y
proceder ala reorganización total de la sociedad, y formaron con el aporte
socialista el Partido de Unificación Socialista (SED), la fuerza política llamada a
dirigir el nuevo Estado de los «obreros y campesinos», creado en noviembre de
1949. A pesar del enorme control ejercido por Stalin y el Kominform, las
divergencias en el sistema del socialismo real pusieron en cuestión la marcha
uniforme del bloque soviético. La evolución de los acontecimientos, además de
los intereses hegemónicos de la URSS, situaron a Yugoslavia y Albania en los
márgenes del sistema, poniendo en cuestión toda la base teórica y práctica del
«internacionalismo proletario». De especial relevancia por su situación
geopolítica fue el caso de Yugoslavia, en donde la fuerte personalidad de Tito y la
reivindicación de autonomía de este país para coordinar una futura
confederación balcánica produjeron el enfrentamiento del régimen yugoslavo
con la Unión Soviética de Stalin. Para que no se dudara de la autoridad del PCUS
sobre el movimiento comunista, el máximo dirigente soviético acusó a la
Yugoslavia titoísta de «desviación del marxismo-leninismo, nacionalismo y
hostilidad hacia la URSS», y en junio de 1948 la expulsó del Kominform.
Los limítes del revisionismo en la Europa sovietizada
Con la desaparición de Stalin, en 1953, los nuevos dirigentes soviéticos
pretendieron impulsar una reordenación de las relaciones entre el PCUS y los
demás partidos comunistas de los países satelizados. Sin embargo, tanto este
empeño como la propia desestalinización en la URSS resultaron fallidas al
arrastrar a todo el sistema del socialismo real a una permanente crisis de
identidad que se puso de manifiesto en la alternativa revisionista y en las
protestas socales generadas como respuesta ala opresión estalinista ya la
limitada apertura política patrocinada por Moscú.
La persistencia de problemas en el ámbito socio económico demostraba la difícil
situación de los trabajadores. Si el final de la guerra había supuesto un momento
de euforia en las poblaciones de estos países ante lo que se suponía la
oportunidad de alcanzar la justicia y la libertad, la esperanza colectiva de un
futuro mejor comenzó rápidamente a difuminarse con los costes sociales y
medioambientales de la puesta en marcha del proceso de industrialización y
colectivización forzosa. En 1953 los obreros y campesinos comenzaron a
reclamar los derechos sociales y la mejora de sus condiciones vitales y laborales
mediante manifestaciones masivas de descontento popular, que en estos años
tenían un carácter esencialmente reivindicativo de mejoras del nivel de vida,
aunque no olvidaban la vertiente política.
En el otoño de 1956, al socaire de los postulados del XX Congreso del PCUS, las
nuevas direcciones de los partidos comunistas alentaron un proyecto de cambio
en la práctica política comunista para terminar con las relaciones desiguales
entre los países del socialismo real. A partir de ese momento, los valedores del
revisionismo, comunistas reformistas, comenzaron a idear nuevas propuestas de
actuación política de muy distinto signo y resultado. Pero, debido a los
acontecimientos producidos ese mismo año en Polonia y, sobre todo, en Hungría,
el propósito de la enmienda no se hizo realidad: la pérdida progresiva de
autoridad y prestigio del PCUS y de los propios partidos comunistas locales
obligó a la Unión Soviética a intervenir para restablecer en toda su zona de
influencia la obediencia a sus directrices. Vista la situación, la oposición al
revisionismo no tardó en cuajar. Así, en la Conferencia de Partidos Comunistas,
celebrada en Moscú en 1957, se aprobó una resolución de obligado cumplimiento
para todos los países socialistas, siempre bajo la suprema dirección del Partido
Comunista, según la cual el «revisionismo» era el «principal peligro».
Fue en Hungría donde los postulados revisionistas alcanzaron mayores
proporciones. La renovación fue impulsada allí por I. Nagy, presidente del
gobierno en 1956, quien pretendió establecer un pacto nacional para avanzar
con precaución por la senda de la reforma y la autonomía política con el objetivo
de terminar con la presencia soviética en el territorio húngaro. Al creerse
respaldado en sus pretensiones de cambio, Nagy radical izó el carácter de sus
reformas, extinguiendo el monopolio del Partido Comunista, pero se encontró
con la oposición frontal de la URSS, reacia a todo desafío a su sistema de
dominación. El dirigente húngaro no se arredró y el 1 de noviembre de 1956
anunció a la comunidad internacional que su país abandonaba el Pacto de
Varsovia y apelaba a la ONU para que le garantizase el estatuto de nación
neutral, rompiendo el statu quo en vigor desde la Segunda Guerra Mundial. Esta
última decisión llevó a los soviéticos a intervenir en Hungría: el 4 de noviembre
unidades del Ejército Rojo tomaron Budapest y anunciaron el cese en sus
funciones del gobierno de Nagy. Ocho días después un nuevo ejecutivo
prosoviético tomó las riendas del poder en todo el país.
En la década de los sesenta el sistema soviético entró de nuevo en convulsión. La
primera crisis se produjo en la República Democrática Alemana. Ante la
evolución de los acontecimientos, el régimen comunista germanooriental,
angustiado por la progresiva pérdida de legitimidad entre la población que los
estallidos sociales y la emigración de ciudadanos a la República Federal no
hacían más que acelerar, optó por romper todo vínculo con el oeste y el 13 de
agosto de 1961 ordenó levantar el muro de Berlín: hasta ese momento casi tres
millones de alemanes del Este habían abandonado el «Estado de los obreros y
campesinos». Con la construcción del muro, los dirigentes comunistas de la
República Democrática pretendieron erradicar la contestación revisionista, pero
sólo lograron levantar el perfecto «símbolo de una vida amurallada y limitada»,
con el coste social que ello produjo en la población. En Polonia, el proceso
revisionista fue inspirado por el sector más reformista del partido, que en 1964
hizo pública una «Carta abierta al POUP», en la que animaba a los dirigentes.
comunistas a poner en marcha una «revolución política antiburocrática»; la
dirección del POUP rechazó tales propuestas y depuró al sector contestatario. En
Checoslovaquia, por el contrario, fue la propia dirección del partido, con A.
Dubcek al frente, la que alentó en 1968 una reforma novedosa en los ámbitos de
la economía y de la política. El máximo dirigente del PCCH presentó al país en
abril las líneas básicas de la reforma del sistema vigente en Checoslovaquia, el
denominado «Programa de Acción», en el cual no se cuestionaba el sistema
socialista y sólo se pretendía su transformación para acomodar su
funcionamiento a los tiempos. Sin embargo, el tímido cambio propuesto por
Dubcek alarmó a los dirigentes soviéticos, quienes poco tiempo después se
decidieron a intervenir directamente en el país con el apoyo de la República
Democrática Alemana, Polonia, Hungría y Bulgaria: al despertar el día 21 de
agosto de 1968, Praga estaba tomada militarmente por las fuerzas del Pacto de
Varsovia. Así concluía el intento de reforma del país de los últimos siete meses.
Con todo el poder en manos de los prosoviéticos, el Politburó derogó todas las
reformas que pudieran afectar a las prerrogativas del partido y en abril de 1969
sustituyó a Dubcek por Husak en el cargo de primer secretario. Se imponía una
nueva normalización en Checoslovaquia.
En Yugoslavia, el titoísmo autogestionario no pudo erradicar los desajustes
socioeconómicos internos y el creciente antagonismo interrepublicano derivado
de las reformas de los años sesenta. Los acontecimientos de 1968 y 1971
(movimientos estudiantiles, políticos como la crisis croata, y nacionalistas como
la de Kosovo, que llegará hasta nuestros días) se quisieron paliar con la
elaboración de nuevas normas jurídico--políticas y económicas: en el texto
constitucional aprobado en 1974 aumentaban las prerrogativas legales de las
distintas repúblicas en detrimento del poder del gobierno federal, de graves
consecuencias para el futuro de la Federación.
Una nueva época de soberanía limitada
Los años de la llamada «segunda normalización» significaron en los países del
bloque soviético el restablecimiento de la doctrina de «soberanía limitada», que
en su momento -en la inmediata posguerra-habían elaborado los teóricos del
Kominform. Después de clausurar manu militari la «primavera de Praga», la
versión actualizada de la doctrina de soberanía limitada fue presentada
oficialmente por Breznev en un discurso que pronunció en Varsovia en
noviembre de 1968 ante el pleno del V Congreso del POUP. Lo auténtica mente
novedoso de la teoría expuesta por el secretario general del PCUS consistía en
los siguientes aspectos: a) que, para que se produjese la intervención, no hacía
falta que el Partido Comunista afectado solicitase ayuda; b) en la pretensión
meramente puntual de ayuda ante un peligro inminente, sin prefijar de modo
decisivo el marco de las relaciones exteriores de los países del bloque soviético;
y c) en que la cuestión de soberanía no estaba pensada tanto para los propios
países socialistas, sino especialmente para la URSS como potencia hegemónica;
bajo esa soberanía indiscutible quedaban acogidos dichos países socialistas.
La imposición forzosa de la doctrina de soberanía limitada no impidió la
proliferación en la década siguiente de una nueva ola de crisis que ilustraban las
carencias y límites del sistema del socialismo real. El caso polaco puede servir de
paradigma. En Polonia, a finales de 1970, el progresivo deterioro en materia
política se unía a una extremadamente difícil situación de la economía y, por
ende, de la sociedad entera. Ello alentó en todo el litoral báltico una nueva
protesta obrera que terminó con la carrera política de Gomulka y con toda una
época en Polonia. Sin embargo, el programa de «construyamos la segunda
Polonia» concebido por el nuevo equipo dirigente no pudo modernizar el país e
introdujo en el sistema económico disfunciones que generaron todavía mayor
descontento entre la población. Al finalizar los años setenta, Polonia se
encontraba otra vez en una situación delicada que coincidió con la visita en junio
de 1979 del papa Juan Pablo II, así como con una protesta laboral que en el
verano de 1980 se había extendido por todo el país. El movimiento de
contestación del verano del ochenta ocasionó la ruptura del «pacto tácito»
establecido entre la ciudadanía y el régimen comunista sobre la base de la
«seguridad en el empleo» y la proclamación por parte de los trabajadores de un
nuevo «contrato social» inspirado en la conquista de la dignidad civil: el Comité
Interempresarial de Huelga, presidido por Lech Walesa, elaboró el «Protocolo de
Gdansk», en el que presentó al gobierno veintiún puntos; entre otros, el
pluralismo sindical, el derecho a la huelga o la libertad de expresión. A
continuación, en septiembre de 1980, se fundó el Sindicato Independiente y
Autogestionario Solidaridad. La situación producida por el «efecto Solidaridad»
sumió al sistema comunista en una profunda crisis, hasta que en 1981 el general
Jaruzelski pasó a controlar las jefaturas del gobierno y del partido. El 13, de
diciembre el nuevo hombre fuerte del régimen proclamó la ley marcial, la cual, si
en un primer momento logró cortar el protagonismo y después la expansión de
Solidaridad, y evitó incluso la invasión del país por el Pacto de Varsovia, fracasó
a la hora de impulsar pulsar la reconstrucción socioeconómica del país, por lo
que en diciembre de 1982 la ley marcial quedó en suspenso. A principios de los
años setenta, la República Democrática Alemana de E. Honecker logró su
reconocimiento internacional al normalizar sus relaciones con la República
Federal de Alemania: el 21 de diciembre de 1972, ambos países firmaron un
Tratado Fundamental en el cual se reconocían recíprocamente sus respectivas
soberanías. Al mismo tiempo, Honecker alentó un nuevo proceso de
industrialización que desgraciadamente no logró sanear las estructuras
productivas del país, viciadas por la práctica planificadora. Las consecuencias
fueron, entre otras, el crecimiento vertiginoso de la deuda y un descontento
social generalizado que al final de los años ochenta llevaría al Estado este-
alemán «de los obreros y campesinos» a su desintegración.
Para salir de la crisis en Hungría se pretendió mejorar las estructuras
socioeconómicas del país, evitando por todos los medios que el Partido Socialista
Obrero (PSOH) dejara de controlar el conjunto de la vida pública. En enero de
1968 se puso en marcha una reforma macroeconómica -el «Nuevo Mecanismo
Económico», alentado por el propio secretario general del partido, J. Kadar con
el objetivo de descentralizar la toma de decisiones en las esferas productivas y
disminuir la burocracia para agilizar el conjunto de la economía. Sin embargo,
como en otros países socialistas, la crisis económica mundial de 1973 perjudicó
gravemente a Hungría: se paralizó el desarrollo extensivo, descendieron las
exportaciones, se recortaron las partidas presupuestarias de carácter social, y
descendió el nivel de vida de la población, sin que los posteriores intentos de
reforma de la economía consiguieran enderezar el sistema.
También fracasó en Rumanía el deseo de Ceaucescu de consolidar su propio
modelo de socialismo: ni los ensayos de «revolución cultural» o los planes de
«salto adelante» de inspiración china sirvieron para estimular un desarrollo
socioeconómico estable y sostenido. Lo mismo sucedió en Bulgaria, en donde los
reajustes económicos ensayados no impidieron el deterioro permanente del
sistema.
La crisis económica mundial de los años setenta y las contradicciones propias del
titoísmo terminaron por conducir a Yugoslavia aun callejón sin salida. Con el
crecimiento desmesurado de la deuda externa y de la inflación, la economía se
degradó de forma definitiva en un país desarticulado socialmente; después de la
desaparición de Tito en 1980, también entraron en crisis las instituciones
políticas, lo que hacía presagiar la desintegración del Estado yugoslavo.

2.2. EL DESPLOME DEL SISTEMA DEL SOCIALISMO REAL EN EL ESTE


DE EUROPA
A mediados de la década de los ochenta, la realidad socioeconómica y política de
las democracias populares estaba profundamente deteriorada: si los valores
económicos alcanzaban cifras negativas, los índices de nivel de vida mostraban
también una caída en picado. Al mismo tiempo, el rígido aparato político del
partido-Estado comunista perdía con rapidez inusitada su última razón
legitimadora ante el desplome del sistema: la defensa de los intereses de los
trabajadores frente al mundo capitalista. La explosión de la conflictividad social
a través de huelgas y manifestaciones en los regímenes socialistas, algo ya
evidente desde décadas anteriores, probaban que la identificación entre el
partido y la clase obrera y campesina que aquél decía representar; no era tan
cierta como algunos presumían. La disidencia tanto interior como del exilio fue
fortaleciéndose, y sus reivindicaciones de liberalizar los sistemas y de permitir
una participación auténtica del pueblo en la política, espolearon a la opinión
pública y auspiciaron el despertar de las conciencias adormecidas de las
sociedades socialistas.
Esta atmósfera sociopolítica en ebullición se vio sacudida por la actuación de una
serie de factores externos, como el influjo del neoliberalismo occidental, la
actitud de la Santa Sede, con el papa Juan Pablo II al frente, en pro de la libertad
de conciencia y de la defensa de los derechos de la persona, y, sobre todo, la
perestroika de Gorbachov. Si el programa de reformas llevado a cabo en la Unión
Soviética tuvo una gran repercusión en los Estados satélites del Este, la
aplicación del <muevo pensamiento» soviético en política exterior (uno de cuyos
puntos era que Moscú dejaba libertad plena de decisión a sus aliados en el Este),
contribuyó decisivamente a la ruptura de estos países con el sistema del
socialismo real, y en la puesta en marcha, a continuación, de un proceso de
transición hacia la democracia occidental y la economía de mercado.

Los inicios del proceso de transición


Entre 1989 y 1990 los países de la Europa del Este lograron romper con el
sistema socialista soviético hasta entonces vigente en la zona. Comenzó así para
todos ellos una etapa de transición en los ámbitos políticos, sociales y
económicos. El proceso de transformación afectaba a las estructuras políticas en
un doble sentido: en primer lugar, en la recuperación de la plena independencia
nacional; y, en segundo término, en la construcción del Estado de Derecho
conforme al modelo occidental. También afectaba a las estructuras económicas,
cuyo cambio debía seguir las pautas de la economía social y de mercado. Un
último aspecto tenía que ver con las mentalidades colectivas, ya que era
necesario restaurar el protagonismo de la sociedad civil y recuperar las señas de
identidad socio culturales.
Este múltiple proceso de cambio comenzó en Polonia. El fracaso de las medidas
que el gobierno comunista desplegó en la década de los ochenta para remontar
la crítica situación económica, y la extensión de las protestas contra el régimen
capitalizadas por el sindicato Solidaridad, obligaron a las autoridades a negociar
con las fuerzas de oposición a partir de febrero de 1989. Pocos meses después,
en junio, unas elecciones semilibres daban abrumadora victoria a los candidatos
de Solidaridad, y en septiembre T. Mazowiecki formó un nuevo gobierno. Con
todo, la transición puesta en marcha no iba a ser tarea fácil debido ala crisis
económica ya la dispersión del voto entre múltiples alternativas políticas, aunque
continuó vigente el proceso de transformación socieconómica y política.
En la República Democrática Alemana, los sucesivos fracasos del régimen para
normalizar la situación así como la activación reivindicativa de los sectores
contestatarios al mismo, condujeron en última instancia a la descomposición del
Estado ya la apertura del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989. Las
transformaciones operadas facilitaron la formación en febrero del año siguiente
de un «gobierno de responsabilidad nacional» que incluía a las fuerzas
opositoras. A la vez que se convocaban elecciones para marzo de 1990 -en las
que triunfarían los democratacristianos apoyados desde la República Federal por
H. Kohl-, el proceso de reunificación con la otra Alemania se aceleraba: las dos
repúblicas germanas firmaron el 18 de mayo el Tratado de Unión Monetaria,
Económica y Social y ratificaron el 1 de agosto en Berlín el Tratado de
Unificación.
En Checoslovaquia, el deterioro de la situación socioeconómica y política impulsó
a partir de finales de 1989 el descontento social articulado en torno a grupos de
oposición. Éstos, de la mano del Foro Cívico, dirigido por V. Havel, y de Público
contra la Violencia, forzaron la formación de un gobierno de « Unión Nacional»
con el objetivo de llevar a cabo el paso hacia una democracia representativa. La
consolidación del proceso de transición no evitó, sin embargo, el avance del
nacionalismo separatista que llevó a la ruptura posterior de la unidad del país
con la independencia de Eslovaquia en enero de 1993. Por su parte, los
comunistas húngaros de talante reformista terminaron por aceptar también a
finales de 1989 la puesta en marcha del proceso de transición: en las elecciones
de la primavera de 1990 resultó victorioso el Foro Democrático Húngaro, una de
las principales fuerzas políticas que habían pugnado por acabar con el régimen
comunista, cuyo reto de gobierno fue avanzar por la senda de la democracia y la
economía de mercado al estilo occidental. En cuanto a Bulgaria, los cambios
reconstructores intentados por Jivkov a instancias de Moscú fracasaron
estrepitosamente; privado de toda legitimación, el Partido Comunista renunció a
ejercer el monopolio del poder y se autodisolvió: un proceso constituyente inició
la transición, y en las elecciones de octubre de 1991 triunfó la Unión de Fuerza
Democráticas, cuya tarea más inmediata consistió en afianzar las reformas en
curso.
Más dramático fue el caso de Rumanía. Los acontecimientos de Timisoara y
Bucarest de diciembre de 1989, culminados con la detención y posterior
ejecución del matrimonio Ceaucescu el día de Navidad, condujeron al país a una
situación de vacío de poder de la que salió beneficiada una oposición organizada
en torno al denominado Frente de Salvación Nacional dirigido por I. Iliescu,
comunista reformador, que se comprometió a impulsar el proceso de transición
democrática y socioeconómica.
En Yugoslavia, la crisis del sistema terminó en un enfrentamiento bélico que
convulsionó a la comunidad internacional. Excepto en los casos de Serbia y
Montenegro, la desarticulación de la Liga de los Comunistas Yugoslavos durante
1990 provocó el nacimiento de partidos nacionalistas y reformadores en las
repúblicas federadas. Así, ante la evidencia del final del sistema, las nuevas
formaciones políticas forzaron la celebración de elecciones pluralistas en cada
una de las repúblicas por separado. A lo largo de 1990 dichos comicios otorgaron
victorias a los partidos renovadores en Eslovenia, Croacia y Bosnia-Herzegovina.
En Serbia y Montenegro los comunistas obtuvieron, por su parte, sendos
triunfos. Ante la disparidad de criterios sobre el futuro de los pueblos sudeslavos
y el paulatino desplome de la Federación, cada entidad nacional proclamó su
independencia: Eslovenia y Croacia en junio de 1991, Macedonia en septiembre
de ese año, y Bosnia-Herzegovina en marzo de 1992, mientras que Montenegro y
Serbia constituían al mes siguiente una renovada Federación Yugoslava.
Decidido ano perder la hegemonía en la zona, el dirigente serbio S. Milosevic
pretendió imponer sus concepciones nacionales por la fuerza: no logró sus
objetivos últimos ni en Eslovenia ni Croacia, pero en Bosnia-Herzegovina el
conflicto armado duró hasta la paz impuesta en los Balcanes en el otoño de 1995.

El «retorno a Europa»
Además de la consolidación del sistema político democrático-parlamentario y de
la modernización de las estructuras económicas y sociales basadas en la
economía social de mercado y en el predominio de la sociedad civil, la transición
en los antiguos países del Este llevó aparejado un objetivo complementario: el
«retorno a Europa». Ante el apoyo mostrado por el Consejo Europeo, en
diciembre de 1989, al cambio que se estaba operando en la Europa del Este, la
Comunidad Europea, de común acuerdo con el G7, impulsaba la creación de
uniones regionales -la «Pentagonal», por ejemplo-, y coordinaba la puesta en
marcha de programas de ayuda a la reestructuración económica: el PHARE,
establecido en primer lugar con Polonia y Hungría y ampliado posteriormente a
los otros cuatro países de la zona; así como el Banco Europeo para la
Reconstrucción y el Desarrollo (BERD). Al mismo tiempo, y con el objetivo de
facilitar el proceso de integración europea, la Comunidad establecía los
«acuerdos especiales de asociación» (llamados también «acuerdos europeos» ):
en diciembre de 1991, Polonia, Hungría y Checoslovaquia -después Chequia y
Eslovaquia-firmaban dichos acuerdos europeos; en noviembre de 1992 lo
hicieron Bulgaria y Rumanía, y, a continuación, Eslovenia, Estonia, Letonia y
Lituania.
Poco tiempo después, en el Consejo Europeo de 1993, la Unión Europea
reiteraba su firme voluntad de ampliación al Este. Sin embargo, las condiciones
para la adhesión exigían el correcto funcionamiento de la economía social de
mercado, así como la estabilidad institucional en el marco de la democracia
parlamentaria, el respeto de los derechos humanos y la protección de las
minorías. Firmemente comprometidos con estos valores, el gobierno de Hungría
presentaba el 31 de marzo de 1994 su candidatura de adhesión a la Unión
Europea, y lo mismo hacía Polonia el 5 de abril de 1994. A finales de ese año, la
Unión Europea proclamaba su compromiso de contribuir ala creación de un gran
espacio europeo en el que todas las naciones del viejo continente pudieran
participar. A lo largo de 1995 presentaron su candidatura de adhesión Rumanía,
Eslovaquia, Letonia, Estonia, Lituania y Bulgaria, y en 1996 hicieron lo propio la
República Checa y Eslovenia. A finales de 1997, la Unión Europea anunciaba su
propósito de comenzar las negociaciones de una nueva ampliación que afectaba
a cinco países del antiguo bloque soviético: Hungría, Polonia, República Checa,
Eslovenia y Estonia.

CAPITULO 16: LAS DEMOCRACIAS DEL CENTRO y NORTE DE EUROPA


DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX
Por ALFONSO BRAOJOS GARRIDO-Profesor Titular de Historia
Contemporánea
Y JULIO PONCE ALBERCA- Doctor en Historia, Universidad de Sevilla

En este capítulo se analiza lo que ha sido la evolución política de la mayor parte


de la Europa occidental durante la segunda mitad del siglo XX, y decimos la
mayor parte porque a la Europa meridional ya sus diversos modelos de dictadura
autoritaria se les dedica otro apartado en este mismo manual. Esa primera
precisión permite una acotación geográfica bien delimitada: la Europa occidental
-la no comunista-del centro y norte de Europa. Un área conformada por una serie
concreta de países: Gran Bretaña, Irlanda, Francia, Alemania, los del Benelux,
los del espacio báltico, Austria y el caso especial de Suiza.
Otras limitaciones -quizás más complejas-son las temáticas, pues otros capítulos
tratan la construcción europea y la guerra fría. Estos asuntos afectan de lleno a
la Europa occidental y resulta preceptivo no incurrir en reiteraciones o
duplicaciones. En consecuencia, haremos alusión sobre las organizaciones
económicas o las iniciativas de defensa europeas cuando sea preciso pero
siempre de forma escueta, invitando al lector a la consulta de las páginas
pertinentes para mayor información.
Planteadas estas advertencias y descrita nuestra parcela de estudio, pasemos al
análisis del curso seguido por la Europa más desarrollada desde el final de la
Segunda Guerra Mundial hasta fines de la década de los noventa. Se abordarán,
pues, los orígenes de los procesos que han dado lugar, con el tiempo, a los signos
que marcan la actualidad reciente: el horizonte de la Unión Europea y los retos
de la moneda Única (euro).

1. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL Y SUS EFECTOS EN EUROPA


En el verano de 1945, el viejo continente mostraba una triste imagen de
espeluznante tragedia y absoluta desolación. El desgarro de la violencia depositó
sus amargas secuelas sobre el espíritu y la materia. Al impacto moral sobre las
conciencias se vino a añadir un grado de destrucción física inimaginable años
atrás, agravado además por el acusado descenso demográfico y los perjuicios
socioeconómicos derivados de un conflicto de tales dimensiones. Es cierto que
sobre el escenario europeo no se ensayaron las armas de destrucción masiva
lanzadas sobre el Japón (bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki), pero las
viejas estructuras europeas no pudieron resistir la depresión provocada por el
patetismo de la guerra. Las cifras hablan por sí solas Alemania perdió seis
millones de habitantes, de los cuales la mitad eran civiles; la población francesa
disminuyó en 850.000 personas; el censo británico lo hizo en 410,000; murieron
255.000 italianos y 334.000 austríacos.
De los núcleos urbanizados en 1939, únicamente se mantenía en pie el 25 %,
mientras los stocks de capital con capacidad inversora se encontraban bajo
mínimos y la infraestructura comercial (la red de comunicaciones sobre todo)
aparecía desarticulada. La producción -casi inerme-no estaba en condiciones de
superar semejante muro de factores desfavorables, mientras se percibían por
doquier la desesperada demanda de bienes de consumo, la escasez, el hambre y
el mercado negro. Bajo las lúgubres sombras de tales calamidades, el futuro
inmediato se intuía muy difícil.
Pero una vez formalizada la paz, el mapa político de Europa fue pronto
reconstruido según los esquemas del equilibrio continental diseñados por los
vencedores (URSS, Gran Bretaña y Estados Unidos, con la significativa ausencia
de Francia) en las conferencias de Yalta y Postdam (febrero y julio-agosto de
1945). Y ese diseño marcaría el destino del viejo continente, especialmente en su
área central. Los reajustes fronterizos, se consagraron tanto en el oeste (Alsacia
y Lorena para Francia) como en el este (al dictado de los tratados de paz de
París, 1947), al tiempo que se efectuaban intensos transvases de población.. El
antiguo territorio del fenecido Tercer Reich fue dividido entre los aliados y
Polonia fue restaurada. Dentro de lo implícito en aquellos sucesos y en los litigios
suscitados en las múltiples conferencias celebradas entonces entre los
vencedores (Londres, Moscú, París), en breves fechas se operaron unas
complejas derivaciones políticas que desvelaron cómo Europa se dirigía
claramente hacia su fraccionamiento en dos áreas de influencia que, sin
tardanza, iban a convertirse en símbolos de dos maneras antagónicas de
entender la sociedad y el mundo: una, la amparada por Estados Unidos,
democrática y de economía de mercado; otra, de inspiración comunista, bajo el
control de Moscú. Ello condujo a que entre 1945 y 1948 se acoplasen los perfiles
de lo que se conocerá como Europa occidental, concepto geopolítico integrado
por los países bálticos (Suecia, Noruega, Finlandia y Dinamarca), los de la
fachada atlántica (Gran Bretaña, Irlanda, Francia, Holanda, Bélgica y Portugal),
la República Federal Alemana (RFA), Luxemburgo, Suiza, Austria, además de la
cadena mediterránea formada por España, Italia, Grecia y la Turquía europea.
Una Europa donde, en términos generales, cristalizarían dos procesos percibidos
de forma distinta en cada uno de sus países: el de su asociación a la supremacía
global de Estados Unidos en los capítulos económico y de defensa por un lado y,
por otro, el de su progresiva integración como entidad específica. Este boceto,
simple y complejo a la vez, permite comprender la doble trama de esa Europa en
tales fechas.
Parece ser que los afanes de Europa por recuperar sus propias esencias actuaron
como motores de superación ante la decadencia posterior a la guerra. Al
respecto, algunos tratadistas -como, por ejemplo, Abelhauser-subrayan el
decisivo papel desempeñado por ciertos elementos internos a la hora de impulsar
una primera activación de las economías, merced a la vitalidad de algunas de las
escasas reservas productivas ya la rápida reconversión de los moldes económicos
desde la guerra hacia la paz. Ése fue el ánimo en el que se desenvolvieron los
gobiernos laboristas ingleses, los holandeses o los gabinetes provisionales de la
IV República, firmes en la planificación y el intervencionismo estatales. No
obstante, con independencia de ello, nadie puede negar la importancia de la
ayuda norteamericana que constituyó un auxilio decisivo a la hora de vencer la
crisis posbélica; ayuda que no estuvo exenta del deseo de frenar el preocupante
avance de los entusiasmos socializantes y comunistas, considerados
amenazadores para la supervivencia de la democracia y de las libertades
públicas en la Europa occidental. Pero igualmente fue cierto que tan generosos
auxilios significaron un seguro de. primer orden para el futuro mismo de la
economía norteamericana, elevada ya acotas de riqueza sin precedentes y fiel a
los acuerdos suscritos por Roosevelt en 1943-1944, materializados en la creación
de las United Nations Relief and Rehabilitation Administration (UNRRA), del
Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (BIRD) y el Fondo
Monetario Internacional (conferencia de Bretton Woods, 1944). La cooperación
económica de Washington con Europa volvió a concretarse en 1947 a través del
General Agreement on Tarifs and Trade (GATT).
La determinación de Estados Unidos no respondió aun gesto aislado y fortuito
carente de prospectiva política. Por el contrario, obedeció al establecimiento de
nuevos compromisos internacionales asumidos a raíz de comprobar las
limitaciones europeas y la inclinación de la balanza de poder en favor de la
URSS. Los mensajes de Stalin podrían calar en la opinión de los europeos de
aquellos días gracias a la fuerza de los partidos comunistas (Italia, Francia) y al
desasosiego popular generalizado por la depresión económica. Además, el
prestigio soviético ganaba enteros en medio del problema alemán, de la guerra
civil griega y de la convicción de que Estados Unidos vacilaría en emplear otra
vez la bomba atómica en caso de guerra. Ni siquiera faltaron sectores
intelectuales que, proclives a creer en dogmas, se embelesaron con los presuntos
logros del supuesto edén comunista.
Todos estos indicios preocuparon a las sensibilidades democráticas del momento
y más aún cuando Winston Churchill señaló en el célebre discurso de la
Universidad de Fulton (Missouri): «desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el
Adriático un telón de acero ha caído sobre el continente». Corría el año 1946. La
respuesta norteamericana se intensificó a partir de esas fechas articulándose en
torno a la doctrina Truman y el Plan Marshall. Empezaba la enemistad soviético-
norteamericana. Atrás habían quedado las sintonías entre Stalin y Roosevelt de
1943-1945.
A las alturas de marzo de 1947, el presidente Truman (inspirado por el general
George Marshall, el subsecretario Dean Acheson, el ex embajador George
Keenan y casi siempre en contacto estrecho con Londres) entendió que la
defensa del modelo democrático requería la extensión de la cobertura
norteamericana sobre la Europa occidental. Esa idea comenzó a oficializarse en
la protección de aquellas zonas especialmente frágiles ante la agresión exterior
como eran por entonces Grecia y Turquía (a las que enviaron 400 millones de
dólares). Mientras las tensiones se agravaban, en marzo-abril de 1947 se celebró
una conferencia de ministros de Asuntos Exteriores en Moscú para estudiar una
posible solución del problema alemán aún pendiente. Allí se expusieron los
planteamientos opuestos de soviéticos y norteamericanos: mientras los primeros
exigían la retirada de las fuerzas de Estados Unidos para que Europa recobrase
la libertad indispensable en orden a afrontar la paz, sus interlocutores
requirieron a los soviéticos una conducta seria, constructiva y alejada de afanes
hegemónicos. La imagen de aquel encuentro marcó el comienzo de una creciente
tensión entre las partes y la irrupción de una atmósfera crispada,
magistralmente recogida en el concepto de «guerra fría» acuñado por los
periodistas Swope y Lippman. Alemania, ubicada en pleno centro de Europa,
seguía siendo la clave para la recuperación del viejo continente bajo la
estabilidad o el dominio conferido desde Estados Unidos.

2. EL PLAN MARSHALL Y EL BLOQUEO DE BERLÍN


Si el envío de ayuda militar norteamericana a Grecia fue la primera evidencia de
la funcionalidad de la doctrina Truman, el Plan Marshall ( o ERP, European
Recovery Program) debe considerarse su segunda gran manifestación. El hombre
clave del mismo -el general George Marshall-, secretario de Estado con Truman,
reveló su significado el 5 de junio de 1947. Se trataba de arbitrar un instrumento
económico para Europa desde la idea de que lograda la estabilidad material de
ésta se alcanzaría un óptimo político y una consolidación de los modelos
democráticos ante el acoso soviético. Naturalmente, la URSS y sus satélites
rechazaron el ofrecimiento, calificándolo de injerencia de Estados Unidos en los
asuntos de Europa, pero 16 países lo aceptaron abiertamente en una reunión en
París en la que estuvo ausente España -ni siquiera se le invitó-, pero donde
estuvo representada la futura RFA.
En abril de 1948 el Congreso de Estados Unidos aprobó una Ley de Ayuda al
Extranjero, en paralelo ala inauguración de la Organización Europea de
Cooperación Económica (OECE). Este organismo se encargó de la administración
de los más de 20.000 millones de dólares enviados por Washington entre 1948 y
1951. Por ese medio se inyectaron en Europa donaciones de capital, créditos a
bajo interés, bienes de equipo y de consumo. Tales magnitudes produjeron
efectos de gran calado tal y como podía esperarse. Por un lado, hubo
repercusiones políticas al desaparecer los ministros comunistas de gabinetes
como el francés o el italiano, mientras otros gobiernos (como el británico)
atemperaron sus políticas socioeconómicas para adecuarlas al libre mercado en
prometedor ascenso. De otra parte, hubo consecuencias económicas
incuestionables en forma de recuperación y apertura hacia una nueva -e
inesperada-etapa de prosperidad: la producción industrial creció un 65 %,
mientras que la de bienes de consumo lo hizo en un 128 %. Evidentemente, se
partía de cotas muy bajas, pero baste comparar estos crecimientos con los
registrados en la Europa del Este para comprender la satisfacción de los
europeos occidentales bajo la órbita del dólar, patrón financiero de los
intercambios internacionales desde los acuerdos de Bretton Woods.
Indudablemente, el Plan Marshall y la doctrina Truman ( «dos mitades de la
misma nuez», como dijera el propio presidente Truman) estaban arrojando
balances mucho más exitosos que la idea soviética de la Komínfonn. Mayor aún
fue el contraste entre la política norteamericana y la soviética cuando la URSS se
empecinó contra la idea de la recuperación germana frente a los occidentales
que, reunidos en Londres, autorizaron la creación de la moneda alemana del
oeste: el deutsche mark. La réplica de Stalin no se hizo esperar: la URSS
abandonó la Comisión del Control Aliado para Alemania (marzo de 1948) y unas
semanas más tarde (el l de abril) bloqueó la parte occidental de la ciudad de
Berlín (en manos británicas, francesas y norteamericanas). Había empezado la
primera gran crisis internacional de la denominada guerra fría.
Como es sabido, en la conferencia de Yalta (1945), Berlín fue dividida en cuatro
zonas a cargo de cada una de las potencias vencedoras en la Segunda Guerra
Mundial (URSS, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos). La ciudad, no
obstante, estaba enclavada dentro de la Alemania del Este, y Stalin,
aprovechando esta ventaja geopolítica, adoptó la determinación de cerrar todos
los accesos por tierra cortando las conexiones con los territorios de gobierno
interaliado. La respuesta de Francia, Gran Bretaña y, sobre todo, Estados
Unidos, fue rápida. Se organizó un puente aéreo de dimensiones nunca vistas
hasta la fecha, denominado «operación Vittles», y los berlineses occidentales
pudieron resistir el acoso comunista incluso con cierta holgura. Diariamente
llegaban miles de toneladas de víveres y materias primas a los aeropuertos
berlineses de Gatow y Tempelhof procedentes de la RFA (Fassberg, Wiesbanden,
Frankfurt). El esfuerzo llegó al límite cuando los alemanes construyeron un
tercer aeropuerto en el sector francés de Berlín (el de Tegel), aterrizando el
primer avión atan sólo dos meses de comenzarse las obras. El abastecimiento
estaba asegurado y pronto se desacreditó la estrategia de asfixia soviética
aumentando, por compensación, las simpatías hacia las potencias occidentales.
De hecho, pocos fueron los berlineses que decidieron acogerse a los alimentos y
combustibles ofrecidos por los rusos a cambio de instalarse en la zona comunista
de la ciudad.
Los 266.700 vuelos de la operación Vittles acrecentaron el orgullo alemán ya
definitivamente vinculado ala órbita democrática y capitalista. Así lo
manifestaron las principales fuerzas políticas de la ciudad, entre los que se
contaban el alcalde Ernst Reuter, el democristiano Friedenburg y el socialista
Willy Brandt. Cuando los rusos se convencieron de los efectos negativos del
bloqueo decretaron su cese: el 12 de mayo de 1949 el cerco fue levantado. 403
días había durado la crisis, si bien los norteamericanos seguirían alimentando el
puente aéreo hasta el mes de septiembre. Occidente había ganado el pulso y
quedaba claro que la RFA era un baluarte fundamental para la defensa de la
Europa denominada libre. A partir de entonces, pocos dudarían de la necesidad
de encartar a la Alemania occidental dentro de las futuras estructuras de
integración económica y de defensa. Igualmente, también quedó claro que
Moscú no estaba dispuesta a emprender una guerra en Europa por la cuestión
germana.

3. LA ARTICULACIÓN DE LA DEFENSA EUROPEA Y LA INTEGRACIÓN


ECONÓMICA
El Plan Marshall y la crisis del bloqueo de Berlín pusieron sobre el tapete dos
evidencias: a) la conveniencia de facilitar la integración económica de la Europa
occidental como vía para la consolidación de su bienestar material; y b) la
oportunidad del establecimiento de una red defensiva capaz de disuadir a los
soviéticos de futuros hostigamientos. Bajo estas dos directrices genéricas se han
desenvuelto las trayectorias de los diversos Estados europeos desde la Segunda
Guerra Mundial hasta hoy, especialmente los del centro y norte de Europa. Es
preciso, pues, consignar los rasgos fundamentales de lo que fueron las alianzas
militar y económica para, posteriormente, abordar las peculiaridades de cada
una de las naciones de la Europa central y septentrional.
Ya en 1947, Gran Bretaña y Francia suscribieron en la localidad de Dunkerque
un compromiso de asistencia mutua que marcó el punto de partida de un sistema
de defensa en Europa occidental. Al año siguiente, y pocos días antes del
bloqueo de Berlín, las dos potencias anteriores, junto a los países del Benelux
(Bélgica, Holanda y Luxemburgo) firmaron un nuevo tratado de defensa político
y militar en Bruselas. Ahora bien, aquellos primeros pasos, con ser importantes,
no garantizaban una sólida defensa frente a la URSS, porque -tal como afirmase
el propio ministro británico Ernest Bevin resultaba imprescindible la cobertura
militar de Estados Unidos. Éste, a su vez, comprendió que la contención del
comunismo pasaba por el establecimiento de una malla de alianzas
internacionales de carácter militar. y así fue cómo el Senado norteamericano
aprobó el 11 de junio de 1948 la resolución Vandenberg, en virtud de la cual se
legitimaba el intervencionismo de Estados Unidos para proteger la seguridad
nacional y sus intereses exteriores. Al año siguiente, el 4 de abril, se firmó en
Washington el documento fundacional de la Organización del Tratado del
Atlántico Norte (OTAN), entidad en la que ingresaron los países firmantes del
citado pacto de Bruselas, junto a Estados Unidos, Canadá, Dinamarca, Islandia,
Noruega, Italia y Portugal. Iniciada la guerra de Corea, a la OTAN se
incorporarían Grecia y Turquía en 1952. La RFA lo haría en 1955.
Como refuerzos europeos ala OTAN, la Alemania occidental fue rearmada a
partir de los años cincuenta bajo el control de la Comunidad Europea de Defensa
(CED, París, 27 de mayo de 1952). Dos años más tarde -el 23 de octubre de
1954se creó la Unión Europea Occidental (UEO), una vez disuelta la CED, en la
que fueron integradas la RFA e Italia, además de los países firmantes del pacto
de Bruselas. Así se conformó la red defensiva de la Europa occidental, a la que se
completaría con los pactos bilaterales entre España y Estados Unidos (1953). La
intensificación de la guerra fría (golpe de Estado en Checoslovaquia en 1948,
conflicto coreano -1950-1953- invasión soviética de Hungría en 1956 justificó
estas alianzas defensivas en el ánimo de contrarrestar las inquietudes derivadas
del Pacto de Varsovia (1955).
Junto al proceso de afirmación político-militar indicado, no menos trascendente
fue la integración económica europea. Entre los fundamentos básicos de esa
voluntad estaba registrado el convencimiento de que no era pertinente
parapetarse en las antiguas autarquías y en el proteccionismo a ultranza si se
apostaba por una economía de mercado, aunque matizada por unos ingredientes
sociales superadores del clásico -y fallido-modelo del laissez faire, laissez passer.
En ese sentido, se estimaba como lo óptimo el que el Estado democrático y social
de Derecho asumiera un capitalismo flexible y acreditado para armonizar la
libertad con la justicia social, bajo la inspiración de las tesis del economista John
Maynard Keynes y por encima de los estrechos márgenes de las nacionalidades.
En síntesis, se trataba de implantar un modelo económico donde el Estado
-siempre respetando la iniciativa privada-fuese ala vez agente activo y pasivo;
productor y consumidor; racionalizador, en suma, de la producción y del
consumo, de la fiscalidad y del destino social de la riqueza en rentas, bienes y
servicios. y en ese reto los gobiernos europeos se comprometerían bajo el
objetivo de conseguir tasas de inflación óptimas (1-3 %) y apreciables esquemas
de progreso dentro del marco del Estado del bienestar (Welfare State).
El proceso de integración económica, al igual que las alianzas militares, comenzó
antes de que la guerra fría fuera una realidad palpable. Fue en 1944 cuando las
recién liberadas Bélgica, Holanda y Luxemburgo suscribieron su unión aduanera
que habría de aplicarse plenamente a partir de 1948 (Benelux), justo cuando se
iniciaba el despliegue del plan Marshall. A partir de ahí, y desde un espíritu
proclive al entendimiento, la OECE aportó una provechosa experiencia -replicada
por la URSS con la creación del COMECON (1949)que sería respaldada en el
plano político por la Conferencia de La Haya (Congreso de Europa, mayo de
1948). Los propios estatutos del Consejo de Europa representaron todo un
manifiesto europeísta sobre la base de «1os principios de la libertad individual,
de libertad política y de preeminencia del Derecho, sobre los que se funda toda
democracia verdadera». y esa sintonía fue compartida e impulsada por figuras
como Churchill, Gasperi, Spaak o Adenauer.
Pero fue el ministro francés de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, inspirado
por Jean Monnet, quien formuló una histórica declaración en la que propuso
«colocar el conjunto de la producción franco-alemana de carbón y acero bajo una
alta autoridad común en una organización abierta a la participación de los demás
países de Europa» (Plan Schuman, 9 de mayo de 1950). El resultado de aquella
propuesta se materializó en el Tratado de París que dio origen a la Comunidad
Europea del Caribón y del Acero ( CECA) en 1951. En ella se integraron Francia,
Alemania, Italia y los países del Benelux. Por primera vez, los Estados miembros
de una organización de esta clase cedían derechos soberanos a un órgano
supremo encargado de velar por los intereses colectivos. Pero también resultó
decisiva la transformación de las relaciones exteriores de Francia al aliarse con
la hasta hacía poco enemiga Alemania, dejando al margen a Gran Bretaña en el
proyecto de potenciar la industria pesada europea.
Los éxitos del ensayo de la CECA demostraron la eficacia de aquel programa
económico digno de amplificarse, muy por encima de los escollos de las
divergencias nacionalistas surgidas en el seno de la heterogeneidad. Por ello, en
julio de 1955, los Seis acordaron un «nuevo arranque europeo» en una reunión
celebrada en Messina (Italia). El fruto de ese segundo empuje se plasmó en la
firma de los tratados de Roma (25 de marzo de 1957), por los que se crearon la
Comunidad Económica Europea (CEE) o Mercado Común, y la Comunidad
Europea de la Energía Atómica (EURATOM). Sus artífices fueron Martino,
Hallstein, Spaak, Faure, Bech y Luns. Así nació la Europa comunitaria que, con
excepción de Italia, estaba formada por buena parte de los países más
desarrollados de la Europa central. Aquel marco de fusión tenía mucho de
económico, pero también algo de político: consecución de una aduana y una
política económica comunes cara al exterior, la libre circulación de personas,
capitales y bienes, y una coordinación definitiva de las directrices monetarias,
fiscales y sociales de los Estados miembros. La apertura del Parlamento Europeo
(1958) y el Acuerdo Monetario (1959) -garantía de la convertibilidad de las
distintas divisas-profundizaron la apuesta.
El ejemplo de la Europa de los Seis suscitó reticencias en algunos países,
especialmente en la Gran Bretaña vinculada a Estados Unidos ya su área de la
Commonwealth. La respuesta británica se concretó en la puesta en marcha de la
Asociación de Libre Comercio Europea (EFTA, 1960) junto a Austria, Suiza y los
Estados bálticos. Pero la marcha de la CEE fue mucho más sólida que la de la
EFTA y Gran Bretaña rindió su propósito al solicitar su ingreso en la Europa de
los Seis. Francia -por la obstrucción del general De Gaulle-impidió durante los
años sesenta y en dos ocasiones la entrada de los ingleses en la Comunidad pero,
finalmente y en 1973, Gran Bretaña lograría adherirse junto con Dinamarca e
Irlanda (la Europa de los Nueve). Ya en los años ochenta se ampliaría hasta los
Doce con las incorporaciones de Grecia, España y Portugal. Los años noventa
han abierto las puertas hasta los Quince (Austria, Suecia y Finlandia desde el 1
de enero de 1995) bajo un horizonte intensificador de la integración plasmado en
los términos de Unión Europea y Mercado Único (Tratado de Maastricht).

4. LA EVOLUCIÓN DE LOS ESTADOS DEL CENTRO Y NORTE DE EUROPA


OCCIDENTAL

4.1. GRAN BRETAÑA E IRLANDA


Gran Bretaña siempre ocupó un destacado papel en Europa dentro de su calidad
de potencia histórica. Sin embargo, desde 1945 hasta finales del siglo xx ha ido
perdiendo peso en el conjunto de países europeos en favor de la RFA y, sobre
todo, de la Alemania reunificada en los años noventa. El Reino Unido concluyó la
Segunda Guerra Mundial debilitado y carente de medios para sostener su
enorme y antiguo Imperio afroasiático (India, Paquistán, Birmania, Nigeria, etc.)
en medio de la presión descolonizadora de los «grandes» (Estados Unidos,
URSS). En su interior, la posguerra dejó una amarga secuela en forma de
privaciones y estrecheces para gran parte de la población, aunque no sufrió en
su territorio la invasión germana. Todas esas insatisfacciones decidieron la
victoria electoral de los laboristas en 1945, desalojando del poder al conservador
Winston Churchill, pese al prestigio ganado por éste durante la guerra.
El gabinete laborista de Clement Attlee introdujo un drástico paquete de
reformas económicas y sociales entre 1946 y 1951 para intentar sacar de su
postración al país. En aquel ensayo destacó la nacionalización de las ramas más
importantes de la economía británica, pero el experimento resultó infructuoso
ala luz de la ayuda norteamericana que exigía mayores flexibilidades del
mercado. El fracaso devolvió el poder a los conservadores en 1951 y, en esa
fecha, Winston Churchill impulsó la reprivatización de los sectores
nacionalizados años atrás. El éxito de los conservadores fue incuestionable y así
lo demuestra el que conservasen la confianza del electorado hasta 1964. En el
exterior, Gran Bretaña logró recuperar en gran parte su papel internacional
aliarse estrechamente con Estados Unidos y proceder a una emancipación
pacifica de sus colonias. Poseía, además, una respetable autonomía nuclear,
envidiada por Francia, y una extraordinaria influencia en todos los mares gracias
ala Commonwealth ya su notable flota.
Pero el mejor socio de los norteamericanos en Europa occidental también vivió
buenos tiempos en su política y economía internas. Los sucesivos gobiernos
conservadores (Churchill, Eden, MacMillan, Home) durante los años cincuenta y
principios de los sesenta, fueron capaces de estabilizar la economía y armonizar
el desarrollo, consolidando las conquistas sociales del Welfare State británico
mediante el hábil cálculo del stop and go (expansiones y recesiones controladas
por el gobierno) y la elevación de los salarios un 50 % por encima del índice de
1946. En esa nueva Gran Bretaña restaurada desempeñó un importante papel
simbólico la nueva reina Isabel II, quien sucedió al rey Jorge VI en 1952. Eso sí,
no faltaron problemas que pusieran a prueba la estabilidad británica, como la
crisis de Suez (1956) o el escándalo Profumo. Estas dificultades sólo pudieron
ser superadas apostando por la modernización de una Gran Bretaña todavía
celosa de sus tildes victorianas y hábil a la hora de defender sus posiciones en
Asia, Oriente Medio y Africa.
Los desgastes fueron minando a los conservadores a lo largo de los años sesenta.
Eran demasiado caducas las estructuras productivas industriales británicas en
comparación con las germanas y, de otra parte, excesivo también el déficit
comercial dentro de una EFTA poco eficaz. Fue por ello por lo que los
conservadores británicos solicitaron en 1963 el ingreso en la CEE, pero fueron
rechazados por el veto del general De Gaulle. Los desaires y las dificultades
apuntadas precipitaron el triunfo laborista de 1964. El nuevo premier Harold
Wilson hubo de afrontar sus responsabilidades en medio de grandes dificultades
y no dudó en adoptar medidas enérgicas, como la reorganización industrial o la
devaluación de la libra esterlina en 1967. Pero Wilson no logró mantener la unión
dentro del partido laborista mientras arreció la lluvia de problemas. Rhodesia
proclamó su secesión en 1965 y al año siguiente Gran Bretaña fue rechazada de
nuevo en la CEE por el veto de De Gaulle. La preocupación por el posible
aislamiento económico se conjugó con la violenta aparición del problema de
Irlanda del Norte en 1969: las tropas británicas se hicieron cargo de la seguridad
de los barrios protestantes y católicos de ciudades como Belfast o Londonderry
en un largo conflicto que ha perdurado durante cerca de 30 años en los que han
muerto más de 3.000 personas.
Los años setenta comenzaron con el gobierno conservador de Edward Heath
(1970-1974), que en plena «era Breznev» consiguió con más voluntad que acierto
el ingreso de Gran Bretaña en la CEE (1973) y los efectos derivados de la
recesión-provocada por el alza de los precios del petróleo. El descontento trajo
de nuevo la alternancia y los laboristas volvieron al número 10 de Downing
Street entre 1974 y 1979. No obstante, el gobierno de James Callaghan fue
desbancado en 1979 por un voto de censura en el Parlamento. Para entonces, el
índice de desempleo en Gran Bretaña era el más elevado desde el final de la
Segunda Guerra Mundial.
El país anhelaba una férrea dirección que lo condujese por las vías del orden y la
orientación política. En ese ánimo, los ingleses depositaron sus esperanzas en la
conservadora Margaret Thatcher en las elecciones de 1979. Thatcher se
convirtió en la primera ministra de Gran Bretaña y mostró una resolución que le
hizo acreedora del apodo de «dama de hierro». Con ella se inició una política
decididamente neoliberal de relanzamiento de empresas y privatizaciones,
aunque favoreciendo la cooparticipación de los trabajadores mediante un
singular modelo de capitalismo social (venta de acciones a los empleados). Los
éxitos de aquella política -al igual que en los Estados Unidos de la etapa de
Ronald Reagan-no dejaban lugar a dudas según las cifras macroeconómicas. Los
años ochenta se convirtieron así en un período de entusiasta apuesta por el
liberalismo más agresivo, indisimulable en la admiración de muchos por las
teorías monetaristas del economista Milton Friedman o, incluso, por la
recuperación de las esencias más puras de Adam Smith. La bonanza económica
propiciada por las políticas conservadoras silenciaron las propuestas de
economía mixta defendidas por el partido laborista (escindido en 1981 al
separarse los socialdemócratas).
En el plano internacional, Thatcher fue una fiel aliada de la política
norteamericana del presidente Reagan y no titubeó a la hora de demostrar su
firmeza. En la primavera de 1982, la flota británica fue enviada a liberar las islas
Malvinas (Falkland) de una invasión argentina. La victoria en aquella guerra
consolidó la popularidad de Thatcher, dentro y fuera del país. Con respecto al
problema irlandés, no cedió un ápice pese a la violencia terrorista creciente del
Irish Republican Army (IRA). El atentado de Brighton (12 de octubre de 1984)
contra el Congreso nacional del partido conservador fue respondido con mayores
medidas policiales en Irlanda del Norte. Por su parte, los mineros tampoco
consiguieron sus reivindicaciones pese a protagonizar una huelga total del sector
durante cerca de un año (marzo 1984 -marzo 1985). Con todo, también hubo
espacio para la moderación: en 1984 se firmó un acuerdo con la República
Popular China para devolver Hong Kong en 1997, y el 5 de febrero de 1985 fue
reabierta la verja con Gibraltar. Un acuerdo con la República de Irlanda permitió
a ésta ofrecer consejo consultivo con respecto a los asuntos del Ulster.
Sin embargo, no faltaron sobresaltos en aquellos años, como cuando Estados
Unidos invadió la isla de Granada (miembro de la Commonwealth) sin haberlo
comunicado previamente al gobierno de su majestad (25 de octubre de 1983).
Pero salvo este detalle, el entendimiento con Norteamérica fue absoluto:
bombardeo de Libia (abril de 1986), apoyo a Mijail Gorbachov y a su perestroika,
política contra Irán, guerra del golfo Pérsico (1991), etc.
El balance de la política de Margaret Thatcher fue en general positivo según sus
tres victorias electorales consecutivas (1979, 1.983 y 1987). Sólo en 1990.
comenzó el ocaso del conservadurismo thatcheriano tras perder unas elecciones
al Parlamento Europeo (1989) y acusar la protesta del poll tax (un nuevo
impuesto comunitario). El partido conservador se dividió a causa de la perniciosa
oposición de Michael Heseltine, y Margaret Thatcher dimitió dejando paso al
gobierno liderado por John Major. Con mayor moderación, pero menores índices
de éxito, Major ha proseguido las líneas desarrolladas por Thatcher, mientras los
laboristas se reforzaban al desaparecer la divergencia socialdemócrata. En estos
años noventa, la libra fue integrada en el Sistema Monetario Europeo (aunque no
ha llegado a acogerse al euro el 1 de enero de 1999), ala vez que se han
estrechado los lazos con la Europa continental (eurotúnel). Finalmente, en las
elecciones de 1997 vencieron los laboristas en la figura de Tony Blair, quien
dispuso un gabinete realmente modernizador y está desarrollando una política
de cierta solidez para el país. Lo que parece ser el fin de la violencia en Irlanda
del Norte constituye todo un logro del premier Tony Blair, símbolo actual de lo
que se ha dado en denominar la «tercera vía». Con todo, en diciembre de 1998,
Blair -como en su día hiciera Margaret Thatcher-no ha dudado tampoco en lanzar
un bombardeo de castigo contra el Irak de Sadam Hussein junto a Estados
Unidos.
La trayectoria de la República de Irlanda ha estado estrechamente vinculada ala
historia británica. En 1921, Londres reconoció al Estado Libre de Irlanda, pero
manteniendo el control de los seis condados del UIster (capital Belfast). Al año
siguiente el Sinn Fein rechazó la separación del UIster y los nacionalistas se
dividieron hasta que en 1933 los republicanos de Eamon de Valera vencieron en
las elecciones. De Valera promulgó la Constitución de 1937, pero Gran Bretaña
no reconoció al Eire hasta 1945, una vez terminada la guerra mundial. En 1948,
Irlanda se convirtió en república y abandonó la Commonwealth para
independizarse de la influencia inglesa. Desde entonces, Gran Bretaña e Irlanda
han sostenido unas relaciones tensas con el problema del Ulster como telón de
fondo. La economía irlandesa ha sufrido una fragilidad lacerante para sus
habitantes, que se han visto forzados a la emigración, favoreciéndose así la
reducción del número de habitantes pese a registrar un nominal crecimiento
vegetativo. En 1973, Irlanda ingresó en la CEE ala vez que Gran Bretaña, pero el
problema irlandés del norte se había enturbiado desde 1969. En 1972 tuvo lugar
el Bloody Sunday ( «Domingo sangriento» ). Los continuos y trágicos balances de
muertos y heridos por atentados terroristas se han sucedido hasta que en los
años noventa se pusieron las bases de una solución negociada de la violencia,
difícilmente extrapolable a otras áreas geográficas. La firmeza de Gran Bretaña
ha cedido sólo tras el excepcional abandono de las posturas maximalistas por
parte del Sinn Fein y su líder moderado Gerry Adams. La obtusa resistencia
asesina de los más radicales (atentado de Omagh, 1998) no tiene lugar dentro
del proceso de paz ahora abierto y está condenada a desaparecer por irracional e
impopular. Pese a todas las dificultades, el siglo XXI parece augurar un mejor
entendimiento entre las dos islas de la Europa occidental, pues es probable que
la nueva centuria conlleve la superación de los nacionalismos reduccionistas.

4.2. FRANCIA
Francia fue profundamente castigada por el conflicto mundial y por el vacío de
poder producido tras el súbito desplome de la III República (1940). La figura
clave durante la guerra fue el general Charles De Gaulle, héroe de la Francia
libre, quien desde Inglaterra simbolizó el espíritu de resistencia contra el invasor
alemán en contraposición al colaboracionismo de Petain y su gobierno de Vichy.
Acabada la contienda, el prestigiado general volvió de su exilio y asumió las
riendas del país en un momento delicado. En la Francia de 1945 se solapaban los
estragos de la guerra con un notable desorden social, político y económico,
agravado por la acción extrema del sindicalismo radical agrupado en la CGT. De
Gaulle intentó reconducir la situación a través de un riguroso programa de
nacionalizaciones conforme al más estricto dirigismo como fórmula para conjurar
el clima semi revolucionario que amenazaba la estabilidad de la transitoria
Asamblea Consultiva.
Una de las cuestiones a resolver en la Asamblea fue el dilema planteado a la
nación sobre la conveniencia de restaurar la III República o, por el contrario,
instaurar otra de nuevo cuño. Esta última fue la opción elegida por los franceses
en referéndum celebrado en octubre de 1945, mientras socialistas, comunistas y
democristianos del MRP desvelaban las auténticas dimensiones de su poder. En
tales circunstancias, con una Francia apunto de quebrarse en su armazón
interno, De Gaulle presentó la dimisión aunque no le fue aceptada por la
Asamblea que, en cambio, sí le apoyó para conformar un nuevo gobierno de
coalición. Jugando a figurar en Europa como voz independiente entre los
proyectos de Estados Unidos y la URSS, el peligro de colapso económico obligó a
ese gobierno a aproximarse a Washington en un giro hacia la mesura y la
contención del comunismo galo. Tras dos elecciones y dos referendos, a duras
penas se aprobó la Constitución de la IV República (octubre de 1946), hecho que
precipitó la caída de De Gaulle y la formación del gabinete Bidault.
Con la retirada de De Gaulle se abrió una nueva etapa en la historia de la
posguerra francesa. Los comunistas, los socialistas y el MRP pasaron a ser las
formaciones políticas decisivas a partir de 1946. Pero los anclajes políticos del
régimen pronto fueron cuestionados ante la debilidad de los gobiernos socialistas
de Blum y Ramadier, además de la negativa del desairado De Gaulle a ostentar la
presidencia de una República que no consideraba suya, dejando el cargo al
socialista Auriol (enero de 1947). En política exterior se fue haciendo evidente la
inviabilidad de la fórmula de la Unión Francesa para mantener las colonias
sujetas ala metrópoli ante los costes políticos y financieros del deseo de sofocar
las rebeliones independentistas en Indochina, Madagascar, Túnez y Marruecos.
Los márgenes de maniobra del gobierno se iban cerrando y Ramadier, al filo de
la quiebra, se inclinó hacia el centro, aceptando el Plan Marshall y suscribiendo
el Plan Monnet de recuperación nacional (1947-1950), lo que abrió las puertas
de Francia al liberalismo económico planificado ya su propio modelo de Welfare
State.
Los comunistas acabaron saliendo del poder y pasaron a la oposición, los
sindicatos entablaron varias huelgas generales (1948 y 1953) y el problema
colonial se agravó, con todo lo cual la IV República fue todo un ejemplo de
fragilidad gubernamental (21 gobiernos meteoros en tan sólo 12 años),
perturbada por el descontento y la emergencia de un nuevo partido: el
Rassemblement du People Français (RPF). Fundado por De Gaulle, aquel partido
tuvo un profundo carácter nacionalista, próximo a algunas tesis fascistas,
defensor del robustecimiento del poder ejecutivo frente al Parlamento y fiel al
orgullo histórico de la grandeur francesa respecto de la subordinación de
Estados Unidos.
El RPF fue acogido con gran entusiasmo, tal como demuestran sus éxitos
electorales de 1947 y 1951, confirmando a la opción De Gaulle como tercera
alternativa entre los viejos partidos demócratas y los comunistas, detalle bien
entendido por los gabinetes Bidault, Pinay, Mayer, Laniel y Mendes-France
(1947-1956), que cambiaron su estrategia haciendo ingresar a Francia en la
OTAN, favoreciendo la integración europea (firma de la CECA) y saldando el
problema en Indochina tras aceptar la paz con la derrota de Dien Bien Phu
(Ginebra, 1954). Pero el prestigio de la IV República continuó hundiéndose con
las pérdidas de Túnez y Marruecos, el humillante repliegue de Suez (1956) y el
deterioro económico. Con su sistema político en barrena, la IV República hizo de
Argelia una cuestión de honor nacional. La coyuntura de enorme crispación y el
temor de un golpe militar, invistieron a De Gaulle como el único hombre fuerte
capaz de sacar a Francia del atolladero. y así fue: en mayo de 1958, De Gaulle se
convirtió en primer ministro, dando paso aun nuevo régimen (la V República).
Con De Gaulle en el gobierno (1958-1969), la V República representa una tercera
fase en la historia de Francia posterior 1945. Presidencialista, bicameral y
plebiscitaria, la V República -régimen al gusto del general-encaró la
estabilización del franco, consiguió el reflote de la economía y confirió a la
proyección exterior de Francia un incuestionable protagonismo, no condicionado
al de sus aliados. De Gaulle se distanció de la OTAN y, en posesión de la bomba
atómica, coqueteó con la URSS para mostrar su autonomía de Estados Unidos.
Del mismo modo, superó el doloroso trance argelino neutralizando la sublevación
del ejército de Argelia (putsch de los generales, 1961) y el acoso terrorista de la
OAS, negociando finalmente la independencia de la colonia (1962). Al año
siguiente firmó un tratado de cooperación con la RFA para consolidar aún más
sus rupturas con Gran Bretaña al impedirle el ingreso en la CEE. Sería el eje
Parfs-Bonn.
Desde luego no le faltaron aristas polémicas a la política exterior de De Gaulle.
Con Washington sostuvo diversos contenciosos al negarse a suscribir los tratados
de no proliferación nuclear o los de prohibición de ensayos (1963, 1968),
censurar la intervención yanqui en Vietnam, abandonar la OTAN ( 1966) y
reconocer a la China comunista de Mao (1967). Como puede suponerse, se ganó
las simpatías de los países árabes (en la guerra de los Seis Días al condenar a
Israel) y de la URSS durante la invasión de Checoslovaquia (1968). Fluctuando
hábilmente entre los bloques, todos los actos del general De Gaulle se
diligenciaron a través de una calculada y estentórea propaganda, que alcanzó
uno de sus puntos culminantes en el viaje del general a Canadá, donde pronunció
el sonoro aserto de «Viva Quebec libre!» (1967). -Agilizada por la personalidad
de su presidente, pero presa de los primeros efectos de una cierta recesión
económica, en mayo de 1968 esta aparentemente sólida Francia registró el
embate de unos violentos sucesos revolucionarios de matiz anticapitalista y
anarquizante promovidos por la contestación estudiantil y la protesta obrera, en
jornadas que sumieron al país en el desconcierto. Con su característica
habilidad, aunque erosionado por diez años de gobierno, De Gaulle supo
reconducir la situación, atrayéndose a las fuerzas conservadoras y consolidar su
autoridad mediante una nueva consulta a las urnas. Tras ello matizó su política,
enmendando el tipo de cambio del franco, suavizando las relaciones con
Washington y realizando algunas reformas institucionales. De alguna forma fue
preparando su propia retirada -que no la de su sistema de la V República-
culminada tras perder un referéndum (abril de 1969). Su abandono del poder fue
irrevocable y con él, desde luego, concluyó una página singular de la historia
gala.
Pero el futuro heredaría el legado de De Gaulle. Los gobiernos del gaullista
Georges Pompidou (1969-1974) y del centrista Valerie Giscard d'Estaing (Unión
por la Democracia Francesa, UDF) entre 1975 y 1981 demostraron la viabilidad
del sistema de la V República pese a los problemas de estabilidad institucional, al
espectro de partidos ya la crisis económica (1973 y 1979). La política exterior
francesa, sin duda, se moderó buscando mayores alianzas con Estados Unidos y
los países europeos vecinos (colaboración hispano-francesa en materia de
terrorismo, eurotúnel, acercamientos a Alemania). La presidencia del socialista
François Mitterrand desde 1981 acrecentó estas tendencias, incluso pese al éxito
relativo del gobierno socialista (con incorporación de comunistas) que gobernó
Francia entre 1981 y 1986. La victoria de las derechas dio paso a la cohabitación
política entre el presidente Mitterrand y los gobiernos conservadores (Chirac,
Balladour, Rocard). El fracaso de los comunistas en el gobierno y la propia
eclosión del comunismo en la URSS decantaron la moderación de Mitterrand al
aceptar la alineación de Francia con. la OTAN, la acción militar contra Irak y la
«opción supercero» (eliminación de los arsenales atómicos). Durante los años
noventa, además de nombrarse a Edith Cresson como la primera ministra en la
historia francesa (1991), se produjo el relevo en la presidencia: un Mitterrand ya
enfermo abandonó en favor del neogaullista Jacques Chirac, quien en 1997 -por
una sensible carencia de visión política-convocó nuevas elecciones que
favorecieron al PSF, y el socialista Lionel Jospin se convirtió en el nuevo primer
ministro. Con todo, el programa actual de los socialistas franceses refleja una
mayor mesura que el de la victoria de 1981. La relativa inestabilidad
gubernamental se soporta gracias a la solidez de la figura del presidente y hoy
Francia apuesta decididamente por los presupuestos de la Unión Europea y el
Mercado Único.

4.3. DE LA RFA A LA ALEMANIA REUNIFICADA


La RFA ha sido un caso insólito en la historia europea contemporánea. Extendida
a lo largo de las zonas ocupadas por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia,
desolada en grado máximo y asistida por el auxilio económico norteamericano –
siempre a la espera de un tratado de paz que devolviese la independencia a toda
Alemania-su personalidad comenzó a definirse en las elecciones municipales de
1946, en las que triunfaron los candidatos de partidos democráticos en contraste
con la victoria de los comunistas en la vecina Alemania del Este (RDA). Así,
quedó dividida la ocupada Alemania en dos mitades: la franco-
anglonorteamericana y la soviética. Dos modelos políticos, dos modelos
económicos: la guerra fría estaba encarnada en Alemania como en ninguna otra
parte del mundo.
La Alemania occidental y capitalista aceptó el Plan Marshall y la pauta
norteamericana. De resultas de ello surgió el relanzamiento de la economía
germana y el na1 cimiento de su moneda (deutsche mark). Los beneficios de la
liberalización y la posguerra habían llegado. La generosidad norteamericana, en
todo caso, no era altruista la detención del expansionismo soviético estuvo detrás
de la operación. Tras los arreglos materiales llegó la reconstrucción política: el
14 de agosto de 1949 se celebraron las primeras elecciones generales
democráticas en la RFA, que otorgaron el poder a Adenauer, del partido
democratacristiano (CDU). Aquel fue el producto de los acuerdos convenidos
entre los aliados occidentales para dotar ala RFA de un gobierno de corte federal
tutelado por ellos. Los nueve länder votaron al presidente y un proyecto de
Constitución que establecía un sistema parlamentario bicameral y federalista
(Bundestag y Bundesrat), cuyo poder ejecutivo era ostentado por el canciller. Por
supuesto, no fue ninguna casualidad el que británicos, franceses y
norteamericanos aprobasen este plan justo mientras se desarrollaba el
amenazador bloqueo de Berlín por parte de los soviéticos.
Adenauer formó un gobierno de coalición representativo de las opiniones
mayoritarias de los alemanes, desplegando una política de entendimiento y
colaboración con las potencias occidentales. La salvación de la RFA pasaba por la
«desnazificación» y la fidelidad al gran protector occidental de ultramar: Estados
Unidos. El canciller Adenauer dirigió los destinos del país entre 1949 y 1963,
dotando al país de estabilidad política y una asombrosa recuperación económica
( «milagro alemán» ). En medio de esos esfuerzos consiguió también enterrar el
recuerdo de la guerra y reconstituir el orgullo germano a través de la
consecución de un extraordinario nivel de vida gracias a la laboriosidad y
disciplina alemanas. Por otra parte, las declaraciones amistosas fueron
traducidas en realidades prácticas (acogida de refugiados del Este, formación de
la CECA y de la CEE, ingreso en la UEO y la OTAN, compensación económica a
Israel). Baluarte en la defensa de Occidente, la RFA ilegalizó al partido
comunista (1956), obligando a los socialistas alemanes a renunciar al marxismo
(Congreso de Bad-Godesberg, noviembre de 1959). Willy Brandt, alcalde
socialista de Berlín, entendió que ése sería el camino para rectificar los repetidos
resultados electorales desfavorables para el partido socialdemócrata (SPD).
Aún tuvo que ver Adenauer cómo los soviéticos levantaron un muro en la ciudad
de Berlín, separando las dos zonas (1961), antes de su retirada de la política en
1963. Pero lo cierto es que podía sentirse satisfecho al haber conducido a su país
desde la postración hasta la condición de gran potencia. Los siguientes
cancilleres fueron Ludwig Erhard (1963-1966) y Kurt Kiesinger (1966-1969),
ambos de la CDU, aunque el segundo comenzó a introducir -mediante la «gran
coalición»a los socialdemócratas en la experiencia de gobierno. Conservaron la
fidelidad al pacto París-Bonn inducido por De Gaulle (1963-1965) y estrecharon
los compromisos con Estados Unidos. No obstante, y pese a sus sintonías
internacionales, el Bundestag se reunió en dos ocasiones en el Berlín seccionado
por el humillante muro (1963 y 1965) para testificar públicamente que la RFA no
renunciaba a la reunificación de todos los alemanes, aspiración que difundió el
canciller Kiesinger y su sucesor en la cancillería a partir de 1969: Willy Brandt.
Con Brandt se inauguró la etapa socialdemócrata en la RFA. Entre 1969 y 1974
puso en marcha una aproximación a la comunista RDA y al Pacto de Varsovia
(Ostpolitik) con la idea de aprovechar la relativa coexistencia pacífica en orden a
un hipotético reagrupamiento alemán. Según Brandt y su partido SPD, las
disputas Este-Oeste de tiempos de la posguerra, el muro berlinés y la carrera de
armamentos, carecían ya de sentido. En esa línea de concordia, reconoció la
línea Oder-Neisse como frontera con Polonia (1972), suscribió relaciones
diplomáticas con Checoslovaquia, la URSS, Hungría, Polonia, Rumanía e, incluso,
con la RDA (juntas ingresaron las dos Alemanias en la ONU en 1973).
Pero Brandt no siempre fue bien comprendido por esta tolerancia con los
comunistas y pronto se convirtió en el blanco del descontento social tras el
impacto de la crisis económica de 1973. Al año siguiente tuvo que dimitir al
descubrirse un escándalo de espionaje entre hombres de su círculo. Su sucesor
fue el también socialista Helmut Schmidt, que se caracterizó por una conducta
continuista hasta 1982, año en que los liberales de la coalición (con Genscher a
la cabeza) apoyaron a la CDU de Helmut Kohl. A éste le correspondería ser
canciller durante casi dos décadas, hasta ser derrotado en unas elecciones
presidenciales por el socialista Schroeder (1998). Los años ochenta y noventa
han establecido la definitiva solidez de Alemania como nación poderosa. Por una
parte, alcanzó la reunificación en 1990 tras la caída del comunismo y la
apresurada firma de la paz por parte de todas las potencias con el vencido de
1945. A partir de ahí, Alemania se ha visto coyunturalmente debilitada al tener
que asumir los costes de la integración de su parte oriental pero, en
compensación, ha visto multiplicados sus recursos y posibilidades de futuro,
además de controlar el despertar de los mercados en países del Este como, por
ejemplo, la República Checa. Además, su condición de corazón europeo y de
auténtico motor económico del continente, se ha visto ratificado por la
importancia del Bundesbank y la innegable dirección germana de los asuntos de
la Unión Europea, del Mercado Único y de la implantación del euro (1 de enero
de 1999).
Con independencia de los tres grandes (Gran Bretaña, Francia y Alemania), otros
países forman parte de lo que se denomina Europa occidental. En ese conjunto
de naciones pueden distinguirse tres conjuntos bien caracterizados: 1) el
formado por los países del Benelux; 2) la zona del Báltico (Noruega, Suecia,
Finlandia y Dinamarca); y 3) los casos singulares de Austria y Suiza. Algunas de
estas naciones pertenecerán a la CEE o la Unión Europea, otras estarán
integradas en la estructura defensiva OTAN, algunas serán neutrales, otras
tendrán una clara vocación «nacionalista», unas serán monarquías y otras
repúblicas, pero todas tienen en común un alto nivel de vida, unos modelos
económicos bien saneados y comparten el sistema democrático como forma
básica de régimen político.
Veamos a continuación las peculiaridades del devenir político de estas naciones
durante la segunda mitad del siglo XX.

4.4. EL BENELUX
Bélgica, Holanda y Luxemburgo fueron miembros fundadores de la CEE en 1957
y su integración desde primera hora alentó su crecimiento económico al amparo
del desarrollo de los «grandes», especialmente la RFA. De algún modo, el
Benelux fue el referente en el que se inspiró la CEE. Pero, desde luego, cada una
de ellas vivió su desarrollo bajo coordenadas propias.
En la Bélgica de la posguerra se planteó vivamente el tema de la aceptación o
rechazo de la monarquía en la figura de Leopoldo III -tildado de colaborar con
los alemanes-, polarizando los debates políticos. El asunto se resolvió en unas
elecciones que permitieron la entronización de Balduino I (1950), gracias a la
derrota de los socialistas de Van Acker y Spaak y el aplauso popular de los
gobiernos socialcristianos (PSC) de Eyskens (1946-1954). Restablecido el orden
político y reconciliados los socialistas con la monarquía -ya sin prerrogativas-, el
país afrontó la recuperación económica sin nacionalizaciones ni dirigismos, pero
sí mediante la intensa racionalización de sus recursos industriales, una férrea
disciplina monetaria y lo rentable de la explotación colonial del Congo
centroafricano. De ese modo, fiel ala OTAN, superando la confrontación entre
flamencos y valones, y con el respaldo del Plan Marshall, en 1950 Bélgica
consiguió ser uno de los cuatro países más ricos de Europa, detrás de Suecia,
Suiza y Gran Bretaña, adscribiéndose a la CECA y la CEE. Van Acker y Eyskens
se alternaron en el gobierno (1954-1961) y Bélgica hubo de superar la
independencia del Congo (1960). Las crisis con su ex colonia (1961-1969) y las
tensiones entre francófonos y valones, interfirieron durante algún tiempo la
normalidad política, únicamente afirmada después de un giro hacia el
federalismo como medio de integración nacional (reforma constitucional de 1970
y pacto de Egmont de mayo de 1977). La regionalización fue consolidada por los
gobiernos socialcristianos de Leo Tindemans (1974-1978) y Wilfried Martens
(1981-1987). Ésa ha sido la fórmula por la cual Bélgica ha encauzado su
significación democrática actual, la que acreditó la talla de Balduino I y que ha
hecho posible la entronización pacífica de su hermano Alberto II (1993), acatado
igualmente por los socialcristianos y los socialdemócratas (valones y flamencos)
del gobierno de Jean-Luc Dehaene.
Holanda no sufrió ninguna crisis social tras la guerra, pero sí hubo de
enfrentarse a una situación económica muy apurada tras los desastres de la
guerra (destrucción de las presas). Los gobiernos de Schermerhorn y Beel (1945-
1948) lo comprobaron y hubieron de encarar el problema mediante medidas
idénticas a las adoptadas por los laboristas ingleses, pero con el agravante de los
costes de la independencia de Indonesia. Con otra táctica, el largo gobierno de
las derechas (W. Drees, 1948-1957) -testigo de la abdicación de la reina
Guillermina y de la proclamación de la reina Juliana-flexibilizó la rigidez del
dirigismo económico impuesto por sus predecesores, sacó provecho del Plan
Marshall, admitió la pérdida de Indonesia y emplazó a Holanda en la OTAN, tras
acelerar la constitución del Benelux (unión económica y aduanera con Bélgica y
Luxemburgo, 1948) y la CECA (1951). Desde entonces osciló entre
conservadores (1958-1964) y socialistas (1965), ala vez que progresaba su
desenvolvimiento económico y su poderosa industria. Hubo problemas, como
cuando se devaluó el florín (1961) o cuando se tomaron medidas restrictivas para
combatir la crisis energética (1973-1980), pero la fortaleza material de Holanda
la acreditan como socio distinguido en el cuadro de las potencias occidentales
bajo la autoridad simbólica de la reina Beatriz (desde 1980). De hecho, en 1991
Holanda asumió la presidencia de la CEE e impulsó desde esa posición su
proyecto de unión política de los europeos, aunque fue rechazado por la
oposición de los otros socios comunitarios.
Luxemburgo simboliza una especie de ciudad-Estado con sus 2.586 kilómetros
cuadrados y sus 370.000 habitantes. Sólo podemos compararla con Liechtenstein
(160 kilómetros cuadrados), además de las singularidades -territorialmente
mayores-de Mónaco o Andorra, ya en la Europa mediterránea. Luxemburgo
sufrió también los efectos de la guerra al ser invadido por los alemanes e
integrado en la región moselana del Reich. Conservó su personalidad resistiendo
ala germanización y, tras la guerra, se unió al Benelux (1947) ya la OTAN (1949).
Luxemburgo también fue socio fundador de la CEE y representó un modelo de
estabilidad política sorprendente: el socialcristiano Pierre Werner ocupó el
gobierno desde 1959 hasta 1974. E incluso llegó a ser reelegido cinco años más
tarde sucediendo al demócrata liberal Gaston Thom. El actual soberano es el
duque Juan, quien sucedió a su madre -la duquesa María Adelaida-en 1964. Los
socialistas vencieron en las elecciones de 1984, pero formaron coalición con los
socialcristianos encabezados por Jacques Santer. Los democristianos y los
socialistas forman habitualmente coalición, dotando al país de una gran
estabilidad con sólidas mayorías parlamentarias. La economía actual de
Luxemburgo se basa en una agricultura muy productiva y unas exportaciones
siderúrgicas dirigidas al 90 % hacia los mercados europeos.

4.5. LOS PAISES BALTICOS


Dinamarca, Suecia, Finlandia y Noruega mantienen todavía hoy distintos grados
de vinculación con la Unión Europea, pero todas las naciones bálticas comparten
la condición de áreas altamente desarrolladas socioeconómicamente y, desde
múltiples puntos de vista, simbolizan a la Europa más avanzada y progresista.
Algunas de estas naciones están en la OTAN (Noruega y Dinamarca), otras son
baluartes de la neutralidad (Suecia, Finlandia), unas han pertenecido ala EFTA
(Suecia y Finlandia) y hoy todas pertenecen a la Unión (Dinamarca desde 1973,
Suecia y Finlandia en 1995), a excepción de Noruega. Desde 1945, estos países
han sido estables en la político al mismo tiempo que promovían un óptimo
desarrollo económico, en virtud de la adopción de programas socialdemócratas.
El caso de Suecia quizás sea el más significativo. Con el precedente de sus
reformas de antes de la guerra y su neutralidad durante ésta, la
socialdemocracia logró allí espectaculares éxitos al combinar medidas
intervencionistas en la producción con el impulso del pleno empleo, la
contención de la inflación, el control de las rentas y la presión fiscal (1945-1950).
Luego, redujo esta última para favorecer el consumo, pero sin retroceder en las
generosas prestaciones sociales ya legalizadas. Así consiguió Suecia cotas de
nivel de vida entendidas como modélicas por el resto de Europa y una imagen de
perfecta independencia dentro del concierto internacional, acuñada por su
fraternidad con respecto a los vecinos (Consejo Nórdico, 1952), su conducta
ajena a la guerra fría y su rechazo de, la bomba atómica ( 1954 ). Gobernada por
Erlander hasta 1969, luego el socialdemócrata Olof Palme (1969-1986) la
prestigió a nivel mundial. Hoyes un país próspero, que cultiva la reverencia hacia
la monarquía, paradigma del Welfare State, protegido por su baja demografía,
aunque con los problemas derivados del envejecimiento de la población y la
creciente oleada inmigradora. Sólo el asesinato de Palme y las crecientes
dificultades del partido socialdemócrata (Ingvar Carlsson) inquietaron al país
como no ocurría desde hacía lustros. A comienzos de los años noventa, el último
gabinete socialdemócrata dimitió tras conseguir, no obstante, el ingreso de
Suecia en la CEE (1991). Las siguientes elecciones dieron la victoria a dos
partidos de centro-derecha que pasaron a ocupar las responsabilidades de la
dirección de Suecia.
Noruega es otro símbolo de prosperidad. Afectada por la guerra (conquista del
puerto de Narvik por los alemanes, batalla del «agua pesada» ), reemprendió su
reconstrucción bajo el mismo signo político laborista que se encontraba en el
poder desde 1935. Hasta 1965 conservó la mayoría en el Parlamento. La
economía noruega se basa en un amplio saneamiento obtenido a través de sus
estaciones petrolíferas (en 1971 se inició la explotación en mar abierto). La
estabilidad del país ha sido notable bajo el régimen monárquico de Olav V (1957-
1991), teniendo que llegar a superar un referéndum sobre la monarquía (1976).
Los noruegos han rechazado en repetidas ocasiones su ingreso en la CEE (1972 y
1995) desde su sólida posición material. Con más compromisos internacionales
que Suecia y, también, mayor inestabilidad política, todos los partidos
conservadores se coaligaron frente a la presidenta socialdemócrata Gro Harlem
Brutland (1990). Pese a los ascensos del ultraderechista Partido del Progreso,
está garantizado el equilibrio parlamentario de la nación. Otra cuestión será si,
en el futuro, Noruega podrá mantener su orgullosa independencia de la Unión
Europea, inserta en el marco geográfico en que se encuentra y desvinculada del
euro.
Finlandia es la única República entre los países bálticos. En el tratado de París
(1947) perdió la Carelia, el distrito minero de Petsamo y la zona portuaria de
Porkkala. Pero ante las tensiones de la guerra fría, Finlandia fue abocada a la
neutralidad al ser el único país europeo occidental con frontera directa con la
URSS. Así se entienden sus pactos de amistad con la URSS y su no integración
en organizaciones de defensa como la OTAN, algo inaceptable para los
soviéticos. Políticamente, Finlandia ha sido otro modelo de permanencia y
estabilidad, pues sólo dos gobiernos han dominado buena parte de la segunda
mitad del siglo xx: el de Juho Paasaviki (1946-1956) y el de Urho Kekkonen
(1956-1982). Su neutralidad le permitió firmar acuerdos de cooperación tanto
con la CEE como con el COMECON (1973) e, igualmente, Helsinki sirvió de foro
de negociación internacional (acuerdos SALT, Conferencia para la Seguridad y la
Cooperación en Europa, 1973-1975). Este papel internacional sólo ha cambiado a
finales de los años ochenta con la eclosión del comunismo y el final de la política
de bloques. Hoy día, conservadores y socialdemócratas se alternan e incluso
colaboran en el poder (Mauno Koivisto, Harri Holkeri), mientras que el país se ha
integrado en la órbita de la Europa de los Quince (1995).
Por último, Dinamarca fue el país nórdico que más acusó el estrago de la
invasión alemana, siendo arrestado el rey Christian X y dimitir su gobierno
(1943). Terminado el conflicto, fue repuesta la monarquía constitucional. En
1949 subió al trono el rey Federico IX y Dinamarca afrontó su reconstrucción,
perdiendo Islandia, pero conservando las provincias de las islas Feroe y la
gigantesca Groenlandia bajo regímenes de autonomía. Integrada en la OTAN y
beneficiaria del plan Marshall, Dinamarca ha desarrollado un envidiable Estado-
providencia a costa de soportar un déficit acusado en sus presupuestos, pero
siempre bajo el consenso de conservadores, liberales y socialdemócratas. En
1972 la reina Margarita II sucedió a su padre en el trono, inaugurando una
nueva etapa para la historia del país al ingresar en la CEE (1973), no sin
resistencias y polémicas. A finales de los años ochenta y comienzos de los
noventa, bajo el gobierno de Poul Schlüter, Dinamarca participó en el bloqueo a
Irak (1990), al tiempo que fue la primera en reconocer a las nuevas repúblicas
bálticas nacidas de la desintegración progresiva de la URSS.

4.6. LAS SINGULARIDADES: AUSTRIA Y SUIZA


Al igual que Alemania, Austria fue dividida entre las cuatro potencias aliadas.
Tras el conflicto, los socialdemócratas (Karl Renner), el partido socialista y los
comunistas, declararon la segunda República formando un gobierno provisional.
La decantación de Austria dentro del bloque occidental y las ayudas
norteamericanas, favorecieron la implantación de un sistema democrático y las
elecciones de 1945 dieron la victoria al partido populista (OVP), quedando
Renner como presidente federal de la República. En 1955, Austria fue
desocupada por las fuerzas militares, permaneciendo como país neutral por
acuerdo entre Estados Unidos y la URSS, debido a su emplazamiento geográfico
en el mapa de Europa. Su respeto por la más estricta neutralidad se acompañó
del ingreso en la ONU, en el Consejo de Europa y, años más tarde, en la EFTA
(1960). De algún modo, Austria puede compararse a Finlandia en su condición de
mediadora internacional y así lo acreditó el canciller socialista Bruno Kreisky
entre 1970 y 1983. Pero pese a su bienestar, Austria registró episodios de
escándalos y polémicas políticas y financieras (dimisión de ministros en 1985,
pasado nacional-socialista del presidente Kurt Waldheim, que fue precisamente
secretario general de la ONU en los setenta). En los años noventa, el país ha
padecido los efectos de una inmigración masiva e incontrolada procedente de los
países del Este (rumanos, búlgaros) y se ha inscrito en la esfera europea (1995),
cambiando de alguna forma su anterior papel internacional.
Indudablemente, uno de los países más singulares de la Europa central es Suiza.
Tanto por su compleja configuración interna como por su dimensión
internacional. Articulada en cantones y plurilingüística, la neutralidad suiza ha
sido respetada durante las dos guerras mundiales e incluso Ginebra se convirtió
en sede de la ONU, aunque el país no ingresó en esta organización. En medio del
corazón de Europa, Suiza es fundamentalmente sede de la banca internacional y
todos los capitales encuentran en aquel país (la ciudad de Zurich, en este
sentido, es todo un paradigma de mezcla de razas y capital de .todos los colores)
segura acogida y una discreta privacidad para los titulares de las cuentas
comentes. La estabilidad política de Suiza es prácticamente absoluta y no se han
producido escándalos partidistas. Los únicos enturbiamientos de la vida suiza
han venido, precisamente, por el blanqueo de dinero procedente del narcotráfico
o la responsabilidad de la banca suiza en el expolio de los judíos alemanes
durante la Segunda Guerra Mundial. Lo específico de Suiza se demuestra, por
ejemplo, en que es una misma coalición la que gobierna el país desde 1959, a
pesar de ciertos avances de partidos de extrema derecha. y aunque Suiza solicitó
su integración en la CEE (1991), los diversos cantones no alcanzaron un
consenso acerca de la conveniencia de que la bandera azul figurase junto a la
cruz blanca de fondo rojo. Hoy día Suiza, siempre la gran excepción, no
pertenece a la Unión Europea. Como curiosidad, en la comarca de Appenzell no
está reconocido el voto femenino en las elecciones dentro del ámbito cantonal,
hecho insólito en la Europa occidental (referéndum de 29 de marzo de 1990).

CAPITULO 17: LA EVOLUCIÓN POLÍTICA DE EUROPA MERIDIONAL


DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX
Por MARIA JOSE ALVAREZ PANTOJA
Profesora Titular de Historia Contemporánea, Universidad de Sevilla

Este capítulo analiza los países de Europa occidental situados en la cuenca del
Mediterráneo, es decir, Grecia, Italia, España y Portugal. Este espacio
mediterráneo que siempre había tenido un destacado valor estratégico y político,
adquiere gran protagonismo a partir de 1946. En esta fecha, se rompe la alianza
que había mantenido unidos ala URSS, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia
durante la Segunda Guerra Mundial. Al romperse esa alianza surgen los dos
bloques de poder que dirigirán la política mundial hasta 1990 (guerra del Golfo).
Estos dos bloques de poder se aglutinarán alrededor de la URSS y sus satélites y
Estados Unidos y sus aliados. El Mediterráneo será un escenario más, como lo
fue Europa o Asia en el enfrentamiento entre ambos bloques.
Las manifestaciones de ese enfrentamiento en el Mediterráneo serán múltiples.
La URSS intentará crear áreas de influencia, introducirse y controlar los países
ribereños ...y, de paso, conseguir la meta, tantas veces acariciada desde Pedro I
el Grande, de circular libremente por dicho mar. En realidad, estos objetivos
formaban parte de la misma estrategia expansionista, manifestada por la URSS
desde la Conferencia de Yalta (julio-agosto 1945). Los acuerdos en ella
alcanzados habían permitido ala URSS establecer gobiernos prosoviéticos en la
Europa centro-oriental, y levantar, según expresó Churchill en la conferencia que
dio en Foulton (Missouri) en 1946, «un telón de acero» desde el Báltico al
Adriático.
La primera manifestación del expansionismo soviético en el Mediterráneo se
produce en Grecia, cuando la URSS apoyó a la guerrilla comunista (otoño 1946 ).
El gobierno británico (que había apoyado al Estado griego desde su creación en
mayo de 1832) se sintió imposibilitado de frenar la confusa situación griega. En
parte, como consecuencia de la crisis económica y social posbélica que estaba
padeciendo el Reino Unido. Los británicos, impotentes para poner fin ala guerra
civil que asolaba Grecia, pidieron ayuda al gobierno norteamericano, en febrero
de 1947.
La respuesta no se hizo esperar. En marzo de 1947, el presidente
norteamericano Truman hace pública una declaración de apoyo económico y
militar al gobierno legal griego y formula un apoyo general «a todos los pueblos
libres decididos a resistir a .los intentos de avasallamiento llevados a cabo por
minorías interiores armadas o ayudadas por presiones exteriores». Había surgido
la doctrina Truman. Además, para re! forzar la presencia norteamericana en el
Mediterráneo se creaba la VI Flota (junio de 1948), con la misión de vigilar y
responder a los movimientos soviéticos en dicho mar y en las regiones vecinas.
Simultáneamente, en el Mediterráneo no europeo van a surgir otros problemas
en los que también se manifiesta el expansionismo soviético. La creación del
Estado de Israel, en 1947, y el enfrentamiento inmediato entre israelíes,
palestinos y árabes, dio ocasión para que la URSS directamente o por medio de
la ONU tomara partido a favor del Estado israelí, granjeándose el rechazo de los
Estados árabes y frenando el desarrollo de los partidos comunistas en dichos
Estados. Este revés, le hizo, momentáneamente, no participar en los conflictos
de la zona, como el de la disputa del primer ministro iraní Mossadegh con las
compañías petrolíferas que operaban en Irán (1951) y que terminó con la
nacionalización de las mismas.
Este momentáneo fracaso y la política de contención diseñada por Estados
Unidos frente a la URSS, a partir de 1946, para frenar el expansionismo
soviético, se manifiesta en el Mediterráneo oriental con la invitación formulada a
Grecia y Turquía para que entraran a formar parte de la OTAN (1951). El
objetivo era que la Alianza Atlántica controlara el área de los estrechos que
cerraba la salida de la URSS desde el mar Negro al Mediterráneo oriental. Un
segundo paso de esta contención será la firma del Pacto de Bagdad (1955) entre
Gran Bretaña, Irán e Irak, que cerraba la posibilidad de penetración rusa hacia
las zonas petrolíferas del Próximo y Medio Oriente. Por último, el compromiso de
ayuda mutua entre Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia para detener
cualquier agresión en el Próximo Oriente y mantener el equilibrio de
armamentos en la zona, entre los eventuales beligerantes de la misma.
1955 es también el momento del cambio de la estrategia soviética en el
Mediterráneo oriental. El punto de inflexión puede situarse en las declaraciones
del ministro de Asuntos Exteriores soviético de que su país «no puede
permanecer indiferente a la evolución en el Oriente Próximo y Medio, puesto que
la formación de bloques y la constitución de bases militares extranjeras en el
territorio de los Estados de esas dos zonas afectan directamente a la seguridad
de la URSS. La posición del gobierno soviético es tanto más comprensible cuanto
que la Unión Soviética está situada en la inmediata proximidad de esos Estados».
A partir de ahí, la URSS venderá armas, intentará romper el Pacto de Bagdad y
buscará aliados en la zona, como con Egipto (1955).
Esbozado este breve panorama del papel estratégico y político del Mediterráneo,
pasemos a analizar la trayectoria de la Europa mediterránea, por cierto muy
diferente entre sí, pues si bien Italia se incorporó pronto a organismos
internacionales como la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA),
en 1951, y fue miembro fundador de la Comunidad Económica Europea (CEE) en
1957, Grecia, España y Portugal se incorporarán a la misma tardíamente en 1981
y 1986. La democracia establecida formalmente en Italia en la primavera de
1945, llega tardíamente a Grecia, Portugal y España. En estos dos últimos, a
mediados de la década de los setenta.

1. EVOLUCIÓN DE LOS ESTADOS DE LA EUROPA MEDITERRÁNEA

1.1. GRECIA
La ocupación durante la Segunda Guerra Mundial fue muy dura para el país, que
se ve dividido entre alemanes, italianos y búlgaros. La resistencia fue poderosa,
pese a estar dividida. Destaca el Frente Nacional de Liberación (EAM), en el que
predominan socialistas y comunistas y que propugnan, para cuando acabe la
guerra, una profunda reforma social.
La proximidad de las tropas rusas en su avance en los Balcanes, acelera la
liberación de Grecia por las tropas británicas, aunque no supone el fin de la
lucha. Churchill viaja al país para poner un poco de orden. El Acuerdo de Varkiza
(febrero de 1945), garantizado por el gobierno británico, prevé la
democratización del ejército y la creación de las condiciones indispensables para
proceder a las elecciones ya un plebiscito sobre el mantenimiento o eliminación
de la monarquía. El arzobispo de Atenas, Damakinos, asume la regencia.
Las elecciones dan el triunfo a la derecha monárquica y el plebiscito permite el
regreso del rey Jorge II del exilio (septiembre de 1946). La derecha, aliada con la
extrema derecha, emprende la represión de la izquierda y de los no
monárquicos. La guerra civil se desata en el país cuando la izquierda se organiza
en guerrillas en las montañas, crea un ejército (octubre de 1946) e incluso
organiza un gobierno paralelo, el llamado Gobierno Provisional de la Grecia
Libre (diciembre de 1947).
La guerra civil durará hasta el verano de 1949, en que la guerrilla se disuelve.
Supondrá un sufrimiento añadido a las penalidades de la ocupación, y hará más
difícil la posguerra. Ya hemos visto cómo lo complejo de la situación y el deseo de
retirarse del escenario griego movió al gobierno británico a pedir ayuda al
norteamericano (febrero de 1947) para contener la expansión del partido
comunista en el país, y dio lugar a la inmediata respuesta norteamericana (marzo
de 1947) de ayuda política -doctrina Truman-y de apoyo económico.
En abril de 1947 muere el rey Jorge II y le sucederá su hermano Pablo I. Los
partidos de derecha se mantendrán en el poder hasta las elecciones de 1963. Dos
aparecen como más destacados: el de Reunificación Helénica del mariscal
Papagos, que obtiene la mayoría absoluta en las elecciones de 1952, y el de
Unión Radical Nacional que tiene por líder a Constantino Karamanlis y que gana
las elecciones en 1956. Aparentemente, el régimen griego parece una monarquía
parlamentaria pero, en la práctica, funcionaban fuerzas extraparlamentarias de
gran peso político, como el rey y su entorno, el ejército y la Iglesia. Además, era
práctica común la manipulación del sistema electoral y las presiones morales y
económicas, especialmente sobre la oposición.
Pese a estas prácticas políticas antidemocráticas, el país se recuperaba
lentamente. A partir de 1951, la economía griega tiende a superar los niveles de
antes de la guerra. La población activa agrícola, por ejemplo, que antes de la
guerra representaba el 60% del total, disminuía en 1952 a156,8 % en favor del
transvase a la industria (orientada ala producción de bienes de consumo, en su
mayor parte de carácter artesanal) ya los servicios. La renta nacional. estaba
desigualmente repartida y además predominaban los impuestos indirectos que
gravaban a los más débiles.
Pese a la lenta transformación de las estructuras económicas y sociales, el
pueblo griego tiene la impresión de que la derecha frenaba el despegue
económico y la democratización política y social, y en general, la modernización
del país. Surge una oposición que se aglutina en la Izquierda Democrática
Unificada (EDA), formada por comunistas y socialistas, y en la Unión del Centro
(1961), que agrupaba a liberales, derecha moderada y algunos disidentes de
derechas. Tendrá por líder a Georges Papandreu. Éstos ganarán las elecciones en
1963 con un programa progresista: redistribución de la renta nacional,
democratización de la instrucción pública y del movimiento sindical, protección
de las libertades individuales, disminución de las medidas de excepción, y
depuración del ejército y la policía, entre otras.
En la práctica, los elementos más conservadores de la coalición, así como las
fuerzas extraparlamentarias ya mencionadas, frenaron esta política, asustados
con el progresismo del programa. La muerte del rey Pablo I (marzo de 1964) y la
sucesión de su hijo Constantino II, será aprovechada por la oposición derechista
para actuar.
Georges Papandreu descubre un complot en marzo de 1964 en el que estaba
implicado su hijo Andreas, líder del ala izquierda de la coalición gubernamental,
así como otros ministros del gabinete. El rey obliga al primer ministro a
presentar la dimisión. Es el golpe de fuerza real (julio de 1965). Parece que la
oposición había planeado un plan en dos fases: una primera parlamentaria, y si
ésta fracasaba, una segunda militar.
Fracasado el plan parlamentario, puesto que no se logró el apoyo de un número
suficiente de diputados que permitiesen mantener un gobierno estable y, puesto
que si se convocaban elecciones anticipadas era previsible una nueva victoria del
centro y de su ala izquierda, se optó por el plan militar. Así, un grupo de
coroneles considerados fieles a la corona, tomó el poder por las armas (abril de
1967) en nombre del rey, que se vio obligado a refrendarlo. La junta militar
disuelve el Parlamento, suprime las libertades y pone en marcha una rígida
censura y una fuerte represión. El rey Constantino II, aunque quiere reconducir
la situación, tiene que exiliarse (será destituido y abolida la monarquía en junio
de 1973, proclamándose la República en diciembre de 1974).
En julio de 1968, la junta militar presenta una Constitución autoritaria aprobada
por referéndum. Esta dictadura, al servicio de una oligarquía, provoca repulsas
en el exterior y en el interior del país. Para consolidarse en el poder, apoyaron un
golpe de Estado contra el arzobispo Makarios, en Chipre (julio de 1974). Esta
intervención griega provoca el desembarco turco en la isla. Las graves
repercusiones internacionales, unido al fortalecimiento de la oposición
democrática y el malestar nacional provocado por esta acción, obligaron a los
militares a ceder el poder a los civiles. Los coroneles llaman del exilio a
Constantino Karamanlis, político liberal-conservador, alejado de la esfera de
influencia del rey y de la dictadura de los coroneles.
El nuevo gobierno de Karamanlis restablece las libertades públicas, amnistía a
los presos políticos y, en las elecciones, obtiene la mayoría absoluta. Restablece
la Constitución liberal de 1952 y promulga una nueva Constitución (junio de
1975).
En las elecciones de 1977 se inicia el ascenso del partido socialista griego
(PASOK) de Andreas Papandreu, que logra formar gobierno tras las elecciones de
1981. El PASOK se mantendrá en el poder hasta 1991, aunque con dificultades
desde 1989. Numerosos escándalos (algunos financieros como el desfalco del
Banco de Creta), acusaciones de corrupción y clientelismo, y una situación
económica preocupante que se manifiesta en una elevada inflación (25 %) y un
alto déficit (22 %), les hace perder credibilidad. Además, el plan de estabilización
de 1985 fue abandonado sin haberse conseguido los objetivos: reducción del
déficit, lucha contra la inflación (superior al 16 % en 1987) y fin de la
conflictividad social. Esta situación impedirá a Grecia entrar en el bloque de
países de la moneda única (1999). En las elecciones de 1990, gana el partido
conservador Nueva Democracia, formando gobierno Constantino Mitsotakis.
A partir de 1990, la desintegración de Yugoslavia ha provocado la afluencia de
inmigrantes, frecuentemente clandestinos (polacos, romanos, albaneses) y la
aparición de reivindicaciones territoriales de albaneses, búlgaros y griegos
(sobre Tracia y Macedonia).

La cuestión de Chipre
La evolución política griega que acabamos de exponer se enrarece y complica,
hasta el punto de dar lugar a algún que otro cambio de gobierno, con la
emergencia a principios de 1950 de la llamada «cuestión chipriota».
La isla es la tercera en superficie del Mediterráneo. Está situada muy próxima a
Turquía y cerca de Siria y El Líbano. Desde la apertura del canal de Suez (1869),
la isla adquiere un gran valor estratégico en el Mediterráneo oriental. Por el
Tratado entre Gran Bretaña y Turquía (1878), Chipre es cedida por el Imperio
otomano a Gran Bretaña, a cambio de la garantía militar británica contra un
eventual ataque ruso a Turquía. Por lo tanto, los habitantes de Chipre siguen
siendo súbditos turcos, pues el Imperio otomano conserva la soberanía sobre la
isla. Esta situación cambia cuando los turcos declaran la guerra a los aliados
(diciembre de 1914), lo que aprovechan los británicos para anular el tratado de
1878 y anexionarse Chipre.
La isla está habitada mayoritariamente por griegos (casi el 80 %), que exaltan
vivamente la cultura griega y que se consideran griegos. Ello hace surgir un
sentimiento nacionalista; no de independencia, sino de enosis, es decir, de unión
a Grecia, lo que le confiere gran peculiaridad. Este nacionalismo fue alentado
por la Iglesia ortodoxa en la que recae, además, la representación política del
pueblo chipriota, por voluntad del Imperio otomano. Así, el arzobispo ostentaba
el título de enarca o jefe de la Nación (era elegido para tal cargo por sufragio
indirecto del conjunto de la población cristiana). El partido comunista chipriota,
AKEL (Partido Progresista del Pueblo Trabajador), será, junto a la cultura y la
Iglesia, el tercer pilar de la lucha por la enosis.
Por su parte, en la minoría turca (18% de la población) palpita un nacionalismo
que rechaza la unión con Grecia y desea la autonomia jurídica y educativa para
chipre. Ni unos ni otros conseguirán, al principio, el apoyo de los gobiernos
griego y turco.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, en el Ministerio de Asuntos Exteriores
británico (el Foreign Office), se baraja la idea de entregar Chipre a Grecia, pero
rápidamente la idea es abandonada; la eventualidad de un triunfo de la izquierda
en la guerra civil que se está librando en Grecia, instalaría a los soviéticos
también en chipre, es decir, les dejaría sólidamente instalados en el
Mediterráneo oriental. Así pues, el problema de Chipre es considerado por los
británicos como una faceta estratégica de su presencia en el Próximo Oriente;
sobre todo, si se tiene en cuenta los problemas que soportan en el «mandato» de
Palestina.
Con todo, el gobierno laborista elabora el plan Creed-Jones (octubre de 1946)
para Chipre que contemplaba: la convocatoria de una asamblea encargada de
elaborar una «reforma constituciona1» y que daría más participación política a
los chipriotas, un plan de desarrollo de diez años para impulsar la vida
económica social, y una amnistía general.
Lo más difícil fue acercar los intereses británicos y chipriotas. Los británicos
propusieron una asamblea formada por gran número de miembros elegidos, pero
también por miembros designados. El poder ejecutivo quedaba en manos
británicas, asistido por cuatro ministros y cuatro diputados elegidos por el.
secretario británico para las Colonias. Los chipriotas, por el contrario (en
realidad sólo colabora el partido comunista AKEL), deseaban una asamblea
totalmente elegida, un gobierno responsable y un gobernador que tuviera sólo
las competencias de defensa, asuntos exteriores y protección de minorías. En
mayo de 1948, las fuerzas políticas chipriotas rechazaron el proyecto
constitucional británico. Gran Bretaña lo abandonará definitivamente.
Mientras tanto, el nacionalismo chipriota se reafirma. Un plebiscito organizado
por el en arca (enero de 1950) arroja un 96 % de chipriotas que se inclinan por la
enosis o unión con Grecia. En mayo del mismo año, una delegación chipriota
llega a Atenas para obtener el apoyo efectivo de Grecia, con lo que el conflicto
deja de ser un contencioso anglo-chipriota. Los nacionalistas incluso hablan de
llevar el problema ante la ONU. Además, el nacionalismo encuentra un líder
carismático, el arzobispo Makarios III, que organiza y dinamiza el nacionalismo
chipriota.
El problema se convierte en internacional cuando Grecia lo presenta ante la
ONU (agosto de 1954). Acogiéndose al principio de la libre autodeterminación de
los pueblos no pide la enosis, sino únicamente el derecho ala autodeterminación
de la isla. Turquía se siente obligada a intervenir. Su postura será de oposición a
cualquier modificación del estatuto internacional de Chipre y si la modificación
se produce, ésta debe ser para reintegrar Chipre a Turquía. Esta actitud turca no
es consecuencia de la presión de la minoría turca de la isla, sino de la situación
estratégica de la misma: dada la inestabilidad de la política griega, Turquía no
quiere una Chipre griega a tan escasa distancia de sus costas. La ONU, aunque
inscribió la petición griega en el orden del día, decidió que «no era oportuno, por
el momento, adoptar una resolución sobre la cuestión de Chipre».
Un giro en la cuestión chipriota se produce con el estallido de la sublevación
armada en la isla (1 de abril de 1955) y la aparición de la EOKA (Organización
Nacional de Combatientes Chipriotas). Su objetivo no era la victoria militar sobre
los británicos, sino el hostigarlos para forzar una negociación. El arzobispo
Makarios, considerado por los británicos el impulsor del movimiento terrorista,
será deportado (marzo de 1956), aunque el organizador, estratega y alma del
movimiento será el coronel Grivas. Finalmente, en marzo de 1957, el arzobispo
es liberado y la tregua terrorista entra en vigor. La etapa de las negociaciones se
imponía.
En realidad, la crisis de Suez que terminó con la nacionalización del canal por
Egipto (1956) y el fracaso de la expedición franco-británica a dicho país,
modificaron la visión británica sobre su papel en el Próximo Oriente y el valor
estratégico de chipre. Aunque los cuarteles generales británicos (terrestres y
aéreos) en el Próximo Oriente habían sido trasladados de Egipto a Chipre
(diciembre de 1952), la guerra había demostrado que los puertos y aeropuertos
chipriotas eran mediocres (incluso parte de las tropas de la expedición británica
a Egipto habían tenido que partir de Malta). Además, la noción de guerra clásica
había evolucionado técnicamente y por ello el mantenimiento de la soberanía
sobre la isla había dejado de tener interés.
El problema estaba en encontrar una solución aceptable, a la vez, para Grecia,
Turquía y las dos comunidades chipriotas, evitando que la Alianza Atlántica
pudiese verse afectada (Grecia y Turquía eran miembros) en, el Mediterráneo
oriental.
El camino final para la solución de la cuestión chipriota fue difícil y durará de
1955 a 1959, barajándose numerosas posibilidades, desde recurrir de nuevo ala
ONU, la vuelta al «diálogo regional», es decir, entre las comunidades chipriotas
de la isla, o contemplarse la posibilidad de la partición de la isla entre las dos
comunidades. Desde septiembre de 1958 el arzobispo Makarios parece
abandonar la idea de la enosis, ante la oposición turca, e inclinarse hacia la
independencia. En febrero de 1959, en Zurich y Londres se firman los acuerdos
que solucionan el conflicto. Se opta por la independencia, garantizada por Gran
Bretaña, Grecia y Turquía, que será proclamada en agosto de 1960.
El conflicto se reabre cuando Makarios propone un proyecto de revisión de los
acuerdos de Zurich y Londres al jefe de la comunidad turca (noviembre de 1963).
El objetivo era crear un verdadero Estado independiente en Chipre. Las
tensiones entre Grecia y Turquía se recrudecen. Makarios busca el apoyo de la
URSS y de los países neutrales. Ante la crisis de convivencia de las dos
comunidades en la isla y el temor a la intervención armada turca, Gran Bretaña
eleva ala ONU el problema chipriota (febrero de 1964). Dicha organización
enviará una fuerza de observación.
La dictadura de los coroneles griega, buscando un éxito externo que los
consolide en el interior, organiza un golpe de Estado en Chipre y destituye a
Makarios (julio de 1974). Esta intervención acarrea el desembarco turco en la
isla. El resultado fue la división de la isla y el transvase recíproco de la población
entre las zonas de ocupación griega y turca y la represión indiscriminada. La
consagración jurídica de la división se produce cuando se proclama la
independencia de la República Turca del Norte de Chipre (noviembre de 1983).
Excepto Turquía, la comunidad internacional rechazó unánimemente este
atentado a la integridad territorial de la República de Chipre. Este problema está
pendiente de resolverse.

1.2. ITALIA
La rendición del país (septiembre de 1943) no significó automáticamente su
liberación ni el fin de la guerra. Por el contrario, supuso su división (por una
línea que pasaba entre Nápoles y Roma, en el invierno de 1943-1944). Esta
división no terminará hasta la primavera de 1945. En el sur de esta línea, en
Brindisi, se instaló el rey Víctor Manuel III y el gobierno del mariscal Badoglio.
En el norte, los alemanes instalaron un gobierno títere fascista, liderado por
Mussolini, la República de Saló. La liberación fue muy lenta, y esto dio lugar a
que surgiera un fuerte movimiento de resistencia.
Durante esta fase, y en la inmediata posguerra, se plantearon tres cuestiones
fundamentales:
a) La reconstrucción económica (problema común en todos los Estados de
Europa que experimentaron la destrucción de la guerra y que tuvieron que
reconvertir las economías de guerra en economías de paz) supuso no sólo poner
en marcha la reconstrucción para borrar los destrozos de la contienda y alcanzar
los niveles de producción de antes de la guerra, sino superar los problemas
estructurales inherentes a la economía italiana. Principalmente, falta de
capitales y desequilibrios regionales debidos a la disparidad de desarrollos entre
el norte más industrializado y el sur más atrasado.
b) La depuración de responsabilidades. Suponía apartar a los elementos fascistas
y filofascistas de la Administración y de los cargos de responsabilidad. Tarea
difícil porque en veinte años de fascismo una gran masa de población, o bien
había colaborado con el fascismo o no se había opuesto suficientemente a él. De
hecho, la intención moralizadora, en este sentido de los partidos de izquierda,
tropezó con la dificultad de aplicación de las leyes depuradoras. Precisamente, la
nueva política italiana se cimentará en los «valores de la resistencia»:
democracia, libertad, honradez, responsabilidad, humildad, deseo de
colaboración internacional, modernidad y descentralización. Fue conocido como
el «viento del norte». Sin embargo, de 1945 a 1948 este nuevo orden moral fue
difícil de implantar porque lo que primó fue la continuidad de los hombres y de la
mayoría de las instituciones.
c) La solución del problema institucional. Éste era consecuencia de la
colaboración de la monarquía con el fascismo. Había quedado desprestigiada.
Para salvar la dinastía, el rey abdicó en su hijo Umberto pero, pese a ello, el
referéndum (junio de 1946) dio el triunfo a la República por una diferencia de
dos millones de votos.
Para dotar al país de un nuevo marco legal se elaboró una nueva Constitución
que entró en vigor en enero de 1948. Restablecido el sistema de partidos
políticos, el comunista resultó ser el más importante. Estaba prestigiado por su
activa participación en la resistencia y era indiscutiblemente el mejor
organizado. Dirigido por Togliatti, se mostró partidario de colaborar con la
monarquía y de democratizar la sociedad y las instituciones italianas,
colaborando en las tareas de gobierno con otros partidos, incluso con los que no
eran de izquierdas.
Precisamente, para hacer frente al auge comunista, surgiría la Democracia
Cristiana, más que un verdadero partido político, una coalición de partidos de
derechas (entre otros el antiguo Partido Católico y el más moderado Partido
Liberal) que contará con el aliento y la colaboración de la Iglesia. Desde la
liberación (primavera de 1945) hasta la primavera de 1947, comunistas y
demócrata-cristianos colaboran y forman gobiernos de coalición, aunque ambos
consideran que esta colaboración es transitoria mientras se restablece la
normalidad democrática y funciona el sistema de mayoría parlamentaria y
oposición. La Democracia Cristiana crece sin cesar; primero bajo el liderazgo de
Alcide De Gasperi y -desde su muerte en 1953de Amintore Fanfani. El tercer
partido es el socialista. Está desorganizado por la represión del fascismo, la
ocupación alemana y el exilio. En realidad, tienen que organizarse de nuevo.
Además, están divididos entre los que propugnan la fusión con los comunistas y
los que se oponen a ella.
En las elecciones de 1948, la Democracia Cristiana alcanzó la mayoría absoluta
(la única vez que lo hace un partido en la segunda mitad del siglo). Durante las
siguientes legislaturas y las de la década de los cincuenta, la vida política
italiana estará cimentada en la fórmula de un cuatripartidismo: DC, PSDI, PRI y
PLI, pero basado en la preeminencia de la DC. El agotamiento de esta fórmula
propiciará las tentativas de Aldo Moro (secretario general de la Democracia
Cristiana) de buscar una coalición con el partido comunista. Este acercamiento
parece prematuro, sólo será posible en octubre de 1998. La paradoja italiana fue
que durante veinte años el partido más importante de la oposición estuvo
excluido del gobierno.
La normalización democrática estuvo acompañada de un gran desarrollo
económico. Se debió a la ayuda que representó el Plan Marshall, a la
participación de Italia en organismos internacionales (CECA y CEE) ya la política
económica gubernamental. Italia, al acabar la guerra, era un país
económicamente atrasado y mayoritariamente agrario, aunque con algunos
sectores industriales avanzados (automóvil, acerías, químicas y textil). A
mediados de los años 60, era un país industrializado con un desarrollo económico
similar al de Francia y Gran Bretaña, aunque inferior a Japón, Estados Unidos y
Alemania Federal. Un factor decisivo en esta transformación, además del impulso
dado por el gobierno a la iniciativa privada, fue el descubrimiento de nuevas
fuentes de energía en las proximidades del país. Ello permitió contar con la
energía más barata de Europa.
El desarrollo económico aumentó los desequilibrios regionales, entre un
noroeste, noreste y centro, cada vez más ricos, y un sur cada vez más pobre
(sobre todo después del fracaso de la reforma agraria). Además, el desarrollo
puso en evidencia la ineficacia e insuficiencia de los servicios públicos
(enseñanza, sanidad, transportes, viviendas sociales). También provocó una
fuerte emigración del campo ala ciudad y, sobre todo, desde el sur hacia las
zonas más industrializadas.
Los desequilibrios del desarrollo provocaron malestar y tensiones sociales, con
alteraciones del orden público. También contribuyó al malestar el desencanto
producido por las ilusiones incumplidas de la izquierda (críticas de Kruschev
sobre las depuraciones de Stalin, 1954, y la represión de la revolución húngara,
1956, por los soviéticos), que distanció a los comunistas y socialistas italianos de
Moscú. Este distanciamiento alejó aún más entre sí a comunistas y socialistas, y
permitió el acercamiento de estos últimos a la Democracia Cristiana. Ésta, ante
la tensión social, necesitaba abrirse a la izquierda y participar en coaliciones de
centro-izquierda para formar gobierno. La década de 1953 a 1963 (momento en
que los socialistas entran a formar parte del gobierno) es una etapa crucial en la
que la Democracia Cristiana hace frente al peligro de coaligarse con la extrema
derecha. También contribuyó ala alianza de centro-izquierda, la evolución
aperturista de la Iglesia.
Efectivamente, la elección de Juan XXIII (pontificado breve, pues muere en 1963)
y la apertura del Concilio Vaticano II (en 1962) hace surgir una corriente de
profunda revalorización del papel de la Iglesia en la sociedad. Para ello la Iglesia
se distancia de la política y, por consiguiente de la Democracia Cristiana, y se
centrará más en la labor pastoral y espiritual.
El fruto de la colaboración de la Democracia Cristiana con los socialistas fue una
política de reformas: nacionalización de la industria eléctrica, autonomía
regional (1970) (una descentralización que estaba contemplada en la
Constitución de 1947 pero que no se había puesto en práctica), cambios en el
sistema tributario para beneficiar a los más pobres, subida de los salarios
industriales que se duplicaron entre 1969 y 1973, aumento de viviendas públicas
y ley del divorcio. Pese a estas reformas (la autonomía regional y la ley del
divorcio se consideran las más importantes), la entrada de los socialistas en el
gobierno causó decepción.
Las reformas no habían solucionado los problemas del país, que además se
habían complicado con los producidos por la crisis petrolífera de 1973 y con la
publicación de escándalos que pusieron en evidencia hasta qué punto la
corrupción había penetrado en la política. Además, cada vez era más intensa la
oleada de terrorismo (mafioso en el sur, de extrema izquierda -Brigadas Rojas-en
el norte). Resultado de la suma de todos estos factores era el aumento del
desencanto político que se refleja en la proporción del voto que obtienen los
principales partidos en las consultas electorales.
En 1973 se rompe la coalición de la Democracia Cristiana y los socialistas. La
Democracia Cristiana se mantiene como el primer partido más votado,
siguiéndole el PCI. Los socialistas aparecen como el tercer partido y pasan a la
oposición. En el otoño de 1973, el líder del PCI Enrico Berlinguer propone el
«compromiso histórico» entre DC, PSI y PCI. Estos últimos se comprometen a
colaborar en el gobierno. Están dispuestos a ayudar a restablecer la economía
italiana, mantener la ley y el orden y respetar a la Iglesia. A cambio quieren una
política de reformas. Para la DC la idea es buena porque les permite reemplazar
la rota coalición socialista. Los líderes de la DC, Andreotti y Aldo Moro, apoyan la
propuesta de coalición. En 1978 el PCI entra a formar parte del gobierno. La
experiencia dura escasos meses. Pese a ello, resultado de la coalición fueron
varias reformas: fortalecimiento de la autonomía regional, reestructuración de la
sanidad, legalización del aborto y desregulación de la radiodifusión.
Lo efímero del «compromiso histórico» obligó a volver de nuevo ala colaboración
del PSI, renovado, y la DC. Una DC con dificultades para mantenerse como el
primer partido. En efecto, en 1981, Giovani Spadolini, líder del Partido
Republicano Italiano (PRI), se convierte en el primer presidente no
democristiano del gobierno desde la liberación (primavera de 1945) y entre 1983
y 1987 le sucede el socialista Betino Craxi, que presidirá el gobierno más largo
desde 1945 y uno de los más fecundos. Craxi se esforzó para reducir la inflación
y reducir el coste salarial, aunque a costa de enfrentarse con los sindicatos. El
incidente del desvío de su ruta del trasatlántico Achile Lauro provocó un
enfrentamiento entre los gobiernos italiano y norteamericano. Se hicieron
también esfuerzos para luchar contra el terrorismo y para llevar acabo una
renovación moral de la clase política. Por el contrario, los esfuerzos por reducir
el déficit presupuestario, recortar el gasto público y disminuir el fraude fiscal no
tuvieron mucho éxito.
Las crisis energéticas parecen superadas desde 1983. Italia se convierte en la
quinta potencia industrial del mundo, detrás de Estados Unidos, Japón, la RFA y
Francia. La inflación que era del 21 % en 1980, desciende a14,6 % en 1987. Esta
bonanza económica era consecuencia de una mejora de la economía a nivel
mundial, pero también de factores específicamente italianos. Había aumentado
la competitividad de las empresas italianas a consecuencia de la reducción de los
costes de producción. Entre las grandes empresas, por recortes de los gastos
laborales: el ejemplo más significativo es FIAT, que en 1980 prescinde de 24.000
trabajadores (en parte por la introducción de la robótica). Entre las pequeñas
empresas, porque se practica la economía sumergida. Son empresas familiares
que no pagan impuestos y producen con costes muy bajos. De toda esta
reestructuración surgen industrias que por diseño, calidad y precios se colocan
en los primeros lugares mundiales. Son la automovilística, la de maquinaria y la
moda.
Paralelamente, aumenta la productividad de los trabajadores. Toda esta
reestructuración produce pérdida de empleo. El gobierno, para hacer frente al
paro, pone en marcha ayudas que atenúan las consecuencias sociales, pero que
elevan el déficit presupuestario. Déficit engrosado también por la ayuda oficial
alas industrias estatales.
El derrumbe de la URSS y de la Europa socialista en 1989 tuvo repercusiones en
los partidos tradicionales italianos, que comprendieron la necesidad de
renovarse para adaptarse a los nuevos tiempos. Eliminado el fantasma del
comunismo, la DC perdía la base de su razón de ser. Por ello, los intentos de
renovación interna llevados a cabo por el secretario del partido, De Mita, aunque
permitieron un aumento de voto momentáneo (en las elecciones de 1987), no
contuvo la tendencia decreciente que parecía imparable. En las elecciones de
1992 el voto disminuyó, situándose la proporción de votos en el 29, 7 %, la cota
más baja desde la creación del partido. Por decisión del 1 propio partido, la DC
se disolvía y se refundaba otro partido (enero de 1994), el llamado Partido
Popular Italiano. Proceso parecido impulsó el secretario general del Partido
Comunista, Achille Ochetto. Propuso la disolución del mismo, que fue aprobada
en el Congreso de Bolonia (marzo de 1990). El proceso se cerrará con la creación
del Partido de Refundación Comunista (enero de 1991), con perfiles de
socialdemocracia. Esta transformación no evitó la escisión (Partido Demócrata
de Izquierda). El antiguo Movimiento Social Italiano (MSI), de extrema derecha,
se convierte en Alianza Nacional, presidida por Fini. Además, de la re fundación
de estos partidos tradicionales, van a surgir partidos nuevos en el panorama
político italiano. Serán las ligas, movimientos de repulsa regional al Estado
central, al que acusan de ser pródigo, mediante la concesión de subvenciones al
sur, con el dinero de los impuestos del norte. También le reprochan al gobierno
central la pasividad frente a la emigración. Por último, su rechazo al Estado
descentralizado les hace presentar sucesivas alternativas: desde un Estado
federal al separatismo. La más importante de las ligas es la Liga Norte,
compuesta de dos partidos regionalistas, la Liga Veneciana y la Liga Lombarda.
Su secretario general es Umberto Bossi. Exalta las tradiciones regionales y las
pequeñas empresas modernizadas.
Por su parte, Silvio Berlusconi creó Forza Italia (1993) para impedir a las
izquierdas hacerse con el control político del país. Se ha demostrado también
que entró en política para salvaguardar su imperio televisivo y editorial,
demasiado dependiente de las concesiones del Estado.
Las elecciones legislativas de marzo de 1994 serán decisivas para establecer el
nuevo panorama político italiano. No existiendo partidos que puedan aspirar a
atraer mayoritariamente a los votantes, como la antigua DC, PSI o PCI, se van a
formar coaliciones de pequeños partidos. Así, los cristianos católicos de centro-
derecha (CCD), la Liga Norte, Forza Italia y la nueva Alianza Nacional, formarán
el Polo de la Libertad y del Buen Gobierno. El polo de la derecha. Por su parte,
los antiguos partidos progresistas como Refundación Comunista, Partido
Democrático Italiano, PLI, PRI, PSI y PSDI, forman el Polo Progresista o polo de
la izquierda. En el centro el Partido Popular y el Pacto Segni (escisión de la DC).
El vencedor es el Polo de la Libertad (casi rozando la mayoría absoluta en el
Senado y obteniendo la mayoría absoluta en el Congreso). Silvio Berlusconi
forma un efímero gobierno (sólo por seis meses, al separarse la Liga Norte de
Bossi). .
Posteriormente se van a formar gobiernos de centro-izquierda. El de Romano
Prodi (mayo de 1996 -9 de octubre de 1998), marcado por desacuerdos con el
Partido de Refundación Comunista al negarse éste a apoyar una misión militar
italiana en Albania, o a que se apruebe por ley la semana laboral máxima de 35
horas. y el de Maximo D'Alema (22 de octubre de 1998), en el que están
representados once partidos, que se reparten equitativamente 25 Ministerios.
Era la materialización del «sueño» de Aldo Moro y Enrico Berlinguer, de
colaboración entre los dos grandes bloques de la derecha (DC) y la izquierda
(PCI).
En la década de los noventa, el Estado tiene todavía que hacer frente a los
problemas estructurales no resueltos, como las desigualdades entre el norte y el
sur, el problema de la mafia que continúa asesinando, la corrupción que
escandalosamente pone ante la opinión pública el movimiento de la judicatura
Manos Limpias (creado en febrero de 1992). Corrupción que señala directamente
apolíticos de prestigio, como Cossiga y Andreotti (DC) y Craxi (PSI). También
hubo que hacer frente al déficit presupuestario.
Además, el gobierno tiene que hacer frente a otros problemas, como la elevada
deuda pública ya especulaciones sobre la lira que obligan a retirarla del Sistema
Monetario Europeo (1992) ya sufrir devaluaciones. Por todo ello, tuvo que
emprender una política de austeridad económica basada en la privatización de
empresas públicas (Nacional de Hidrocarburos, ENI, e Instituto de
Reconstrucción Industrial, IRI, entre otras), subida de los impuestos, congelación
de los sueldos de los funcionarios y reducción de las pensiones. Esta política de
austeridad permitió reducir el déficit y que Italia entrase en el grupo de los
países del euro (enero de 1999).

1.3. PORTUGAL
La dictadura está implantada en el país desde el 28 de mayo de 1926. Estará
marcada por la personalidad de Antonio Oliveira Salazar, que accede al poder
como ministro de Hacienda (1928) y se mantiene en él como presidente del
Consejo de Ministros desde 1932 hasta septiembre de 1968. La etapa final está
protagonizada por Marcelo Caetano (septiembre de 1968 hasta abril de 1974).
Aunque quiere dar al régimen una apariencia liberal, en realidad sólo cambia el
nombre de algunas instituciones, pero manteniendo las mismas funciones.
El régimen se cimentará en un nacionalismo respetuoso con la tradición, hasta el
punto que se confunde con el inmovilismo. Está también impregnado de
patriotismo y paternalismo. El patriotismo se manifiesta en el deseo de recuperar
la grandeza pasada mediante el papel desempeñado por Portugal como gran
potencia colonial. Las colonias de Macao en China, Goa en la India y Angola..
Guinea-Bissau y Mozambique en Africa, no sólo convertía en realidad el sueño
colonial, sino que compensaba su pequeñez territorial peninsular y
complementaba su economía. Paradójicamente, serán los problemas coloniales
los que precipitarán el final del régimen. El paternalismo se manifestaba en la
sumisión a la autoridad ya sus representantes.
Los rasgos característicos del fascismo estaban presentes en el régimen
salazarista: partido único (Unión Nacional), fuerte policía acompañada de
estricta censura, convocatoria de elecciones que garantizan el triunfo de los
candidatos del régimen, Estado fuerte que garantiza la seguridad y el orden. No
coincide con los otros fascismos en el culto al líder. Oliveira Salazar será retraído
y se prodigará poco en público. En política internacional, Portugal mantiene su
tradicional alianza con Gran Bretaña. Las Azores se convertirán en una
importante base aliada en el Atlántico durante la Segunda Guerra Mundial. Entra
en la OTAN (1949), lo que le permite modernizar y equipar al ejército. Ello será
fundamental para las guerras coloniales de Africa.
La política económica se basará en un estricto presupuesto, insensible a las
mejoras sociales. Predominio de la agricultura, pero sin llevar a cabo los grandes
proyectos agrarios: planes de irrigación y de partición de las grandes
propiedades. Los planes quinquenales de 1953-1958 y 1959-1964 hacen subir el
producto nacional un 35 %. Este crecimiento se detecta en el comercio, los
servicios y en algunas industrias, pero no pone en marcha una modernización del
país. Además, los planes quinquenales agudizan las diferencias regionales (entre
el sur pobre, agrario y atrasado, y el norte más próspero e industrializado) y las
diferencias sociales (entre una reducida élite que acapara la riqueza y la mayoría
de la población, con escasos recursos). Estos desequilibrios impulsan una
creciente emigración a Brasil o Europa (Francia, Bélgica, Alemania y Suiza). La
clase media era muy limitada y sin poder ni representación en el salazarismo.
Los pequeños industriales y comerciantes, las profesiones liberales y las nuevas
profesiones, los intelectuales y, sobre todo, la oficialidad del ejército, han sido
decisivos en el fin del régimen. Se registran altas tasas de analfabetismo: 14 %
en hombres y 25 % en mujeres en 1985. Sólo en los años finales del salazarismo
se realizaron importantes inversiones en industrias manufactureras, sobre todo
textiles, cerveceras, electrónica, plásticos, materiales de construcción y
transformaciones agrarias. Pero aún diez grandes familias controlaban el 50 %
de la riqueza nacional y la inmensa mayoría de las empresas contrataban amenos
de 50 trabajadores. En 1973 había una alta inflación (23 %, la más alta de
Europa) y los salarios estaban congelados. A finales de 1950 se detecta una
inflexión importante en la dictadura, hasta el punto que algunos autores
consideran que empieza su agonía. Coinciden factores políticos, económicos y
sociales. En las elecciones de la presidencia de la República de 1958, por
primera vez un candidato del régimen, el almirante Americo Thomas, está
apunto de perder las elecciones. Un escaso número de votos le da la victoria
sobre el candidato opositor, el general Umberto Delgado. La escasa diferencia de
votos se interpretó que se debía al fraude electoral. Consecuencia de esta
contrariedad fue el decreto gubernamental que retira la elección del colegio
electoral y lo confía aun comité formado por delegados de las dos asambleas. Al
mismo tiempo, los vientos de la descolonización provocan la aparición de una
aguda crisis en el Imperio colonial portugués. Así, en 1961 tienen lugar revueltas
indígenas en Angola. A finales del mismo año, el gobierno indio ocupa Goa casi
sin resistencia (diciembre de 1961) y estallan también revueltas en Guinea-
Bissau y Mozambique. Y, aunque, a imitación de la Commonwealth y de la Unión
Francesa, se propone crear una comunidad luso-brasileña, no tendrá éxito.
Aunque al principio estos problemas aglutinan al país alrededor del gobierno,
pronto afloran las críticas. Los jóvenes no quieren cumplir el servicio militar en
las colonias. Son demasiado peligrosas, pese a que la censura impide que se
conozcan los fallecimientos que, dé manera creciente, tienen lugar en ellas. Todo
esto hará aumentar la emigración. Se critica también los altos presupuestos
militares, que representan la mitad de los presupuestos generales del país, y
entre el 8 y el 9 % del producto nacional bruto. Además, a. principios de la
década de los sesenta empieza a llegar el turismo de masas al país. Con él y con
la emigración, los portugueses se ponen en contacto con otros niveles de vida,
con otras libertades. Ello acelera el cambio social y hace que aumente el
desencanto y la oposición.
Ésta se manifiesta en los medios obreros, estudiantiles y militares. Sumen al país
en una gran agitación. Numerosas conjuras se suceden en 1947, 1948, 1958 y
1959. De gran repercusión en la opinión pública fue la de enero de 1961, que
llevó a cabo el secuestro del paquebote Santa Maria, o la de enero de 1962 que
realizó el asalto al cuartel de Beja. La de Caldas de Rainha (marzo de 1974),
aunque fracasó, preludió la de abril de 1974, que impulsada por el Movimiento
de Oficiales, acabó con el gobierno de Marcelo Caetano.
El triunfo de la revolución, conocida como la «revolución de los claveles», fue
rápido y sin violencia. Estuvo secundada con gran entusiasmo por la mayoría del
país, deseosa de cambio. Dio el poder a una Junta de Salud nacional, presidida
por el general Antonio Spinola (más tarde ocupará la presidencia de la República
por pocos meses). Promete instaurar las libertades civiles, convocar elecciones
libres y pacificar los territorios africanos. Los exiliados regresan al país, entre
ellos el secretario del partido socialista, Mario Soares, y el del comunista, Alvaro
Cunhal.
En abril de 1975 tienen lugar las elecciones para la Asamblea Constituyente, las
primeras elecciones democráticas, con una masiva participación: 91,7% del
censo. Estas elecciones van a ser clarificadoras. El Partido Socialista aparece
como la primera fuerza política con el 37,9% de los votos. El Partido Popular
Demócrata, liderado por Sa Carneiro con el 26,4 % de los votos, es la segunda
fuerza política, y el tercer lugar lo ocupa el Partido Comunista, con e112,5 % de
los votos, aunque tiene gran implantación en la capital y en el sur.
Desde los primeros momentos de la revolución de abril de 1974, se pone en
marcha la reforma agraria y la nacionalización de empresas. Al mismo tiempo se
llevan a cabo campañas de alfabetización y de concienciación cívica de los
ciudadanos. La Iglesia se muestra inquieta por las confiscaciones de que es
objeto (emisoras de radio, de periódicos, y porque se ha implantado la libertad
de enseñanza). El problema colonial trata de resolverse rápidamente. Así, se
reconoce la independencia de Guinea-Bissau (septiembre de 1974), Mozambique
(junio de 1975) y Angola (noviembre de 1975).
La nueva situación política del país exigía un nuevo marco legal. La nueva
Constitución fue promulgada en abril de 1976. La Constitución era
presidencialista. Se apoyaba y al mismo tiempo era controlada por el Consejo de
la Revolución (presidido por el presidente de la República y formado sólo por
militares, los jefes del Estado Mayor y 14 oficiales). El poder legislativo se
estructuraba en una sola Cámara. El Consejo de la Revolución será suprimido en
la revisión de la Constitución de 1982. En 1976 se celebrarán también las
elecciones para la presidencia de la República. El candidato más votado será el
general Ramalho Eanes, que encarga al secretario del Partido Socialista, Mario
Soares, la formación de gobierno.
Aunque la normalidad democrática está asegurada, inquieta al gobierno la
situación económica, pues la crisis financiera y social se agrava paulatinamente.
Las reservas de divisas no dejan de descender, mientras se acelera la inflación y
se degrada el poder adquisitivo de la población. La crisis social provoca
manifestaciones públicas. Por todo ello, el gobierno socialista tiene que paralizar
la reforma agraria y las nacionalizaciones. Las críticas obligan a dimitir al
presidente del gobierno, Mario Soares (diciembre de 1977). Aunque confirmado
en el cargo por el presidente de la República, las discrepancias con éste le hacen
dimitir de nuevo (julio de 1978). Se sucederán diversos gobiernos hasta que la
Asamblea sea disuelta, convocándose elecciones anticipadas (noviembre de
1979).
Estas nuevas elecciones dan el triunfo a la derecha. El Partido de Alianza
Democrática con el 48 % de los votos, obtiene la mayoría de la Cámara (era el
nuevo nombre del Partido Popular Democrático de Sa Carneiro, aliado con otros
dos pequeños partidos). El Partido Socialista obtiene sólo el 28 % de los votos
(pierde el 8,1 %). El tercer lugar la ocupa la Alianza del Pueblo Unido (que
agrupa a los comunistas y otros pequeños partidos de izquierda) con e116,9 % de
votos. Es encargado de formar gobierno Sa Carneiro (enero de 1980). En las
municipales también se confirma el triunfo de la derecha, como si el electorado
hubiese querido dar un voto de castigo a los que han sido responsables de la vida
política portuguesa.
Dos problemas tiene Portugal a principios de la década de los ochenta. En primer
lugar, el económico. Al borde de la crisis económica (con una deuda exterior del
70 % del PIE y una inflación de119,5 %), el Fondo Monetario Internacional incita
a una política de austeridad que da buenos resultados. Así, la inflación se redujo
al 9,4 %, con un crecimiento anual del 4 % (en 1986 y 1987) y un retroceso del
paro al 8 %. Esto le permitió entrar en la CEE en 1986 junto con España). En
segundo lugar, el político: triunfo del partido socialdemócrata, que obtuvo la
mayoría absoluta en las elecciones de julio de 1987 y que permite formar
gobierno a su secretario general, Aníbal Cavaco da Silva. Emprendió una política
liberalizadora que se concretó en privatizaciones (bancos, cementos,
comunicaciones, tabacos y seguros), liberalización de los despidos y atracción de
inversiones extranjeras. Esta política provocó las críticas de los sindicatos. Las
privatizaciones permitieron reducir el déficit público.
Las directrices emanadas desde la CEE, las ayudas económicas y los buenos
resultados de la política gubernamental, han permitido que Portugal tenga un
rápido y sostenido crecimiento del 4 % anual y ha reducido los índices de paro al
5 % (en 1989). Estos buenos resultados se mantendrán hasta 1990. Pero el
relanzamiento de la demanda interna ha aumentado la inflación en un 3 % en
1989 (situándola en el 12, 7 %). Para corregirlo se han puesto en marcha
medidas clásicas, es decir, la restricción del crédito, lo que ha sido criticado por
socialistas y comunistas. A partir de 1991 se detiene el crecimiento, debido ala
caída de la inversión extranjera, al retroceso de la producción agraria e
industrial, y al descenso de las exportaciones. Por ello, a mediados de la década
de los noventa el gobierno de Cavaco da Silva decide introducir correcciones en
su política: relanzar la agricultura y la construcción y modernizar los sectores
industriales más abandonados (textil), al mismo tiempo que se controla el gasto
público.
Agotado el segundo mandato presidencial del general Eanes, y no siendo posible
por imperativo constitucional un nuevo mandato, es elegido Mario Soares
(febrero de 1987, y reelegido en enero de 1991). La primera vez desde 1926 que
un civil es elegido para tal cargo.

1.4. ESPAÑA
El gobierno del general Franco, que ostentaba el poder desde el fin de la guerra ,
civil (1939) se mantenía aislado internacionalmente y con perfil de dictadura, es
decir, partido único, fuerte intervencionismo económico del Estado, opresión
policial, estricta censura y campeón del anticomunismo.
A partir de 1945, el régimen hacía algunas concesiones formales sin variar las
estructuras. Así, se promulga el Fuero de los Españoles, que pretendía
restablecer las libertades civiles, aunque no se legalizaron los partidos políticos y
se mantenía la represión policial y la censura. La Ley de Sucesión (1947), que
define al país como una monarquía, aunque la designación del futuro monarca no
se hizo hasta 1969, en la persona del príncipe Juan Carlos de Borbón.
Los intereses de la guerra fría pusieron en evidencia el valor estratégico de
España para los planes de defensa occidental y terminaron con el aislacionismo
internacional. Exponente de ello fue la visita a Madrid del presidente
norteamericano Eisenhower (1953) y los acuerdos de ayuda militar y de
establecimiento de bases norteamericanas en el país.
A finales de la década de los cincuenta se puede dar por terminada la etapa
autárquica y se inicia un proceso liberalizador de la economía. Se concreta en el
Plan de Estabilización (1959), que multiplica los intercambios, permite la libre
inversión de capital extranjero y la libertad de la producción industrial. En la
agricultura, los planes de colonización y concentración parcelaria y las ayudas
para la mecanización, permitieron disparar la producción al mismo tiempo que
se reestructuraban los cultivos.
Paralelamente, se inicia una masiva emigración desde las zonas más
desfavorecidas (Extremadura y Andalucía) hacia las de economía más dinámica
(valle del Ebro, Cataluña, Madrid, litoral levantino y los dos archipiélagos) o
hacia el exterior. La llegada del turismo de masas, en las mismas fechas,
transforma algunas zonas del litoral a la vez que proporciona divisas para
equilibrar la maltrecha balanza de pagos.
Además, se producen importantes cambios sociales. Se detecta la disminución de
la mano de obra activa en la agricultura y el traslado a la industria. La mayor
preparación de la mano de obra, como consecuencia de la disminución del
analfabetismo y la llegada masiva de jóvenes ala formación superior. También se
agudizan las diferencias entre las zonas rurales, más pobres y atrasadas, y las
urbanas industriales, más desarrolladas. El desarrollo económico refuerza las
clases medias urbanas, proclives al cambio político y al restablecimiento de la
democracia.
Los deseos de cambio frente al inmovilismo político provoca agitación social
(obrera y estudiantil) especialmente intensa a partir de 1965 y la organización de
la oposición política en la llamada Coordinadora Democrática. Los cambios
políticos que el gobierno introduce, como el nombramiento de ministros técnicos
(1957) o de vicepresidente al capitán general Muñoz Grandes (1962) o al
almirante Carrero Blanco (1967), no se plasman en perceptibles avances, aunque
parece que uno y otro intentaban asegurar la transición democrática con
consensos, sobre todo el del ejército.
Ocurrida la muerte de Franco (noviembre de 1975), se inicia una transición
pacífica desde la dictadura a la democracia, dirigida por el rey Juan Carlos I. Al
primer gobierno de la monarquía, ejercido por Carlos Arias Navarro (que había
dirigido también el último gobierno de Franco) le sucede el gobierno presidido
por Adolfo Suárez (julio de 1976). Legalizados los partidos (junio 1976), la Ley de
Reforma Política (enero de 1977) permitió la legalización también del Partido
Comunista (abril de 1977). Se convocaron elecciones para una Asamblea
Constituyente (junio de 1977) que elabora una Constitución, ratificada por
referéndum popular (diciembre de 1978), que obtuvo el 87,8 % de los votos,
frente al 7,8 % de votos en contra y una abstención del 32,9 % de los electores.
De las elecciones surge la Unión de Centro Democrático como el partido más
importante, con el 35 % de los votos. Era una agrupación de numerosos grupos
católicos y socialdemócratas reunidos en torno al presidente del gobierno Adolfo
Suárez. El segundo lugar lo ocupa el Partido Socialista, con el 28 % de los votos,
con su secretario general Felipe González. El Partido Comunista con Santiago
Carrillo obtiene el 9,6 % de los votos, y el conservador Alianza Popular el 8 % de
los votos; quedó barrida la Democracia Cristiana.
A tres problemas fundamentales tuvo que hacer frente el gobierno. Al
reforzamiento de la naciente democracia, amenazada por los nostálgicos del
régimen franquista (golpe de Estado del coronel Tejero, febrero de 1981). A las
presiones de los movimientos separatistas; más moderado el catalán y más
radical y violento el vasco, se les dio amplia autonomía. y la recesión económica,
manifestada por la alta tasa de inflación, por la balanza de pagos deficitaria y el
aumento del paro.
En las elecciones legislativas de 1982 el Partido Socialista alcanzaba la mayoría
absoluta (que conservará durante tres legislaturas, hasta las elecciones de junio
de 1993).
Lo más importante de la política socialista será la entrada de España en la OTAN
(1982) y, sobre todo, en la CEE (1986), que marca la decidida apuesta por la
integración europea. En lo político impulsarán el gasto público para relanzar la
economía, lo que provocará inflación y aumento del déficit presupuestario y no
logrará reducir el paro. La recesión económica se deja sentir. Las turbulencias
financieras internacionales obligarán a la devaluación de la peseta (1992 -dos
veces-y 1993). Se conocerán llamativos casos de corrupción. Los éxitos en las
sucesivas legislaturas se deben ala división de la derecha y al carisma de Felipe
González, como continuador y consolidador de la transición política. Tras las
elecciones de 1993, los socialistas tuvieron que gobernar apoyados por los
nacionalistas catalanes de Jordi Pujol (Convergencia i Unió).
A partir de 1993 se ha producido el ascenso del Partido Popular, que ha hecho
esfuerzos por dar una imagen de derecha moderada, incluso de centro, y le ha
llevado a ganar las elecciones de 1996, bajo la dirección de su secretario
general, José María Aznar. El gran esfuerzo realizado para reducir el déficit y
controlar la inflación ha permitido la entrada de España en el grupo de países del
euro (enero de 1999).

CAPÍTULO 18: LA CONSTRUCCIÓN EUROPEA


por ANTONIO MORENO JUSTE
Profesor Asociado de Historia Contemporánea, Universidad Complutense

1. INTRODUCCIÓN

1.1. EL PROCESO DE CONSTRUCCIÓN EUROPEA


Cualquier intento de aproximación al complejo ámbito de la construcción
europea implica necesariamente considerar una serie de cuestiones previas tales
como el problema terminológico o la extensión de su ámbito político o sus límites
geográficos.
La primera cuestión planteada surge de considerar si son válidos a priori
calificativos aparentemente tan contradictorios cuando se habla de unidad
europea, como un método federalista, funcionalista o como un proyecto -o una
realidad-federal, confederal, supranacional, intergubemamental, o sencillamente,
sui generis.
Se suelen emplear, por tanto, conceptos no sólo imprecisos desde un punto de
vista formal, sino también desde un punto de vista práctico, al reflejar muy
parcialmente o de forma incompleta la realidad. Uno de los elementos que mayor
confusión despierta es el hecho de cómo definir el proceso hacia la unidad
europea. Para el profesor Truyol, la expresión lógica sería «construcción
europea»:
El término construcción europea --escribe Truyol-, se usa comúnmente para
designar; de una parte «al conjunto de iniciativas encaminadas a conseguir una
unión más estrecha de los pueblos europeos con la meta final puesta en una
federación europea, o más exactamente, de un Estado federal europeo» .
Asimismo, esta expresión se emplea para designar a las instituciones que hasta
la fecha han surgido como resultado de tales iniciativas y, por la magnitud de los
resultados alcanzados en el seno de la Unión Europea, se refiere
preferentemente a ésta, aunque no de forma exclusiva, ya que también sería
necesario encuadrar al Consejo de Europa, creado en 1949. Sin embargo, esta
expresión es considerada por muchos como un eufemismo que tiende a
enmascarar los fracasos en los intentos de conseguir la unidad del viejo
continente.
De la misma forma, y de manera equivalente, se ha venido empleando la
expresión «integración europea», que conlleva un matiz marcadamente
económico, fruto de la lógica funcionalista (avances sectoriales parciales
referidos, generalmente, al ámbito económico) adquirida por el proceso hacia la
unidad de Europa y del éxito alcanzado en sus primeras fases. Desde la
perspectiva de historiador, el término «construcción» evoca un proceso largo y
dilatado en el tiempo, lo que le confiere un mayor valor de uso. En lo que
respecta a las realizaciones de la construcción europea, las instituciones
resultantes del proceso de integración deben ser consideradas más que como un
producto final, como una fase dentro de un proceso. Proceso que, evidentemente,
no se producirá de una manera lineal, sucediéndose, en consecuencia -como toda
obra desarrollada en un largo plazo-, momentos de avances considerables incluso
espectaculares y momentos de retroceso y fracaso que han ido jalonando su
evolución desde 1945.
Por otra parte, es preciso considerar cuáles son las causas del éxito del proceso
de construcción europea. Muchas han sido las interpretaciones, pero es evidente
que no se puede acudir a una explicación monocausal. De hecho, es habitual
referirse, entre otras, a: 1) causas económicas: las presiones de la tecnología en
cambio; el deseo de mercados más grandes y unidades de producción mayores
similares a las estadounidenses o la necesidad de crecimiento económico; 2)
causas ideológicas: las ideas federalistas (creación de una federación de Estados
europeos); 3) causas mentales: la punzante experiencia de la guerra sobre el
continente europeo; 4) causas internacionales: la «guerra fría» y la consiguiente
lógica bipolar, etc.
De lo afirmado se desprende una serie de dificultades, inicialmente más visibles,
en el estudio del proceso de construcción europea, y de las que no siempre es
sencillo sustraerse en su análisis:
-Intentar explicar la construcción europea como el proceso fundamental en la
historia de Europa occidental tras la Segunda Guerra Mundial.
-Extrapolar como eje básico del proceso la relativa correlación existente entre la
marcha de la construcción europea y la evolución de la coyuntura económica
europea.
-La «imperfectibilidad» de la construcción europea, es decir, que sea un proceso
«en marcha» , inconcluso y en permanente evolución y cambio.
-La necesidad de evitar la confusión de dos planos: el de las ideas, las ilusiones o
proyectos bienintencionados sobre lo que hubiera debido ser la unidad europea,
y la realidad del proceso de construcción europea o de la situación real de ésta
en cada momento.
-Olvidar la incidencia de las ideas, de las mentalidades y de la presión de la
opinión pública en el arranque del proceso de integración. La cultura política
europea, con su tensión, entre los rasgos que consideran positiva o
negativamente la unidad europea, con las peculiaridades nacionales,
generacionales, de clase social o la actitud de las élites y grupos dirigentes
europeos, son fundamentales.
-Es preciso destacar, por último, la enorme distancia entre el discurso de los
demás actores internacionales y el contenido real de los acuerdos adoptados por
los principales protagonistas, los Estados. Sin embargo, es necesario instalarse
en el sutil juego de interacciones entre los diferentes actores para no incurrir en
una simplificación excesiva de la realidad que tienda a ignorar el papel
desempeñado por organizaciones internacionales gubernamentales,
organizaciones transnacionales o individuos (Churchill, general Marshall; los
«padres de Europa»: Monnet, Schuman, Adenauer, De Gasperi, Spaak; o
personalidades más cercanas a nosotros Kolh, Mitterrand, Delors, González,
Thatcher...).

1.2. LOS ORÍGENES DE LA CONSTRUCCIÓN EUROPEA Y LA GUERRA


FRIA
Uno de los debates que mayor intensidad ha conocido en los últimos años se
refiere a la ambigüedad con que ha sido juzgada la relación entre el proceso de
construcción europea y otros procesos desarrollados en la sociedad
internacional, como es el caso de la guerra fría, y el papel desempeñado por las
superpotencias, habiéndose considerado ambos procesos como paralelos,
convergentes o simplemente tangenciales.
La construcción de una Europa unida ha sido, evidentemente, algo más que una
simple estructura colateral del sistema internacional de posguerra. Las presiones
del cambio tecnológico, las necesidades de mercados más amplios, la urgencia
del crecimiento económico, las ideas federalistas, así como el recuerdo de las
contiendas mundiales, fueron el caldo de cultivo en el cual se desarrolló. Sin
embargo, a pesar de la retórica de la unidad europea, la lógica de un sistema
bipolar continuó siendo dominante hasta el final de la guerra fría.
Es necesario tener presente que, a nivel global, durante el conflicto bipolar cada
bloque necesitó del otro aunque sólo fuese como imagen del opuesto a su propio
sistema: individualismo contra colectivismo; iniciativa estatal frente a iniciativa
privada; gobierno abierto contra aparato de partido único; consenso frente a
coerción. Por consiguiente, no supuso ninguna sorpresa que con el final de la
división de Alemania y de una Europa dividida, la Unión Europea tuvo que
afrontar unos retos mucho más difíciles.
La tendencia que se va imponiendo en los últimos años se orienta hacia la
consideración de que -en buena medida-la integración europea fue posible
durante los años de la guerra fría debido al entorno internacional favorable, en
especial durante la década crucial que siguió a la Segunda Guerra Mundial, ya
que existió una interacción entre dos procesos íntimamente entrelazados: el
proceso principal fue la construcción del oeste, surgido de la amenaza percibida
del comunismo soviético.
Éste se caracterizó sobre todo por la Organización del Tratado del Atlántico
Norte (OTAN).
El segundo proceso fue el desarrollado en una Europa occidental hacia una
integración supranacional. Es evidente que la construcción del oeste ayudó a
crear las condiciones para que el triunfo de la integración en Europa occidental
fuera posible. Por consiguiente, Estados Unidos (como federador) y la Unión
Soviética (como amenaza) influyeron sobre el ritmo y la naturaleza del proceso
de construcción europea.

2. LOS PRIMEROS PASOS (1946-1957)

2.1. LA EMERGENCIA DEL EUROPEISMO Y LA CREACIÓN DEL CONSEJO


DE EUROPA
En la inmediata posguerra, con las destrucciones de la contienda, el auge de
potencias extra europeas y la pérdida de los Imperios coloniales, se pone de
manifiesto que Europa dejó de ser el centro de poder mundial. Es más, la vieja
Europa se transformó en una Europa dividida, colonizada y dependiente.
En ese ambiente de crisis de civilización, una nueva idea de Europa fraguada en
el sentimiento de resistencia antifascista durante la ocupación y heredero del
surgido durante el período de entreguerras, alcanzó su madurez. Entre 1946 y
1947 las organizaciones privadas partidarias de la unión europea se
multiplicaron.
En mayo de 1948, los más influyentes de estos grupos convocaron en La Haya un
congreso que reunió ochocientas personalidades de diecinueve países. El
Congreso de La Haya abrió el camino para la creación del Movimiento Europeo,
que tuvo una influencia notable en el inicio del proceso de construcción europea.
El enorme impacto en la opinión pública del Congreso de La Haya forzará una
respuesta por parte de los Estados europeos, dando paso al proceso de
negociaciones que conducirá ala creación del Consejo de Europa. Una iniciativa
privada, por tanto, fue el punto de partida para la creación de una organización
internacional de Derecho público, el Consejo de Europa. Su tratado constitutivo
fue firmado en Londres el 5 de mayo de 1949.
El Consejo de Europa se compone de una Asamblea Parlamentaria, un
Secretariado General y un Consejo de Ministros. Su carácter híbrido, sin
embargo, a medio camino entre una organización internacional clásica y la
búsqueda de un nuevo tipo de relación institucional, junto al deseo por
desarrollar la unión europea a partir de moldes federalistas, limitaron sus
posibilidades como motor del proceso de construcción europea.
No obstante, el proceso puesto en marcha se mostró imparable. Los factores que
determinaron una actitud favorable hacia la unión de Europa en los gobiernos
europeos, en líneas generales, serán según J. B. Duroselle: la aparición del «telón
de acero»; la amenaza de miseria generalizada; la presión norteamericana; la
percepción de la amenaza militar soviética; la evolución en la consideración del
problema alemán, y la actitud de la opinión pública en los países de la Europa
occidental.
Las iniciativas, en adelante, procederán de los Estados de Europa occidental; la
sociedad civil europea pasará a ocupar un lugar secundario como motor de la
construcción europea. Francia en 1950 y los gobiernos del Benelux en 1955,
fueron los catalizadores. La empresa común que en ese momento iniciaron
Alemania Occidental, Bélgica, Dinamarca, Francia, Italia y Luxemburgo, fue
enormemente ambiciosa y tuvo una verdadera incidencia sobre las soberanías
nacionales. Los métodos empleados fueron, a su vez, revolucionarios.
La integración europea será, pues, una respuesta original a las inercias
existentes en los Estados de la Europa occidental respecto a su soberanía. Como
no estaban dispuestos a renunciar a ella de una forma amplia, hubo que buscar
un compromiso que, sin que fuera necesario constituir un Estado federal,
ofreciera algo más que la mera cooperación entre los Estados que no implicase
cesiones de soberanía.
La solución fue en principio tan sencilla como práctica: consistía en la
construcción progresiva de un puente que salvase la contradicción entre el
mantenimiento de la independencia nacional y un hipotético Estado federal
europeo. A los Estados miembros no se les exigía la renuncia formal de su
soberanía, sino únicamente la renuncia al dogma de su indivisibilidad.
Se trataba de establecer ciertos ámbitos de colaboración en que los Estados
estuvieran dispuestos a renunciar voluntariamente a una parte de su soberanía
en beneficio de ámbitos supranacionales que estuvieran por encima de todos
ellos.

2.2. EL PLAN SCHUMAN Y LA COMUNIDAD ECONÓMICA DEL CARBÓN Y


DEL ACERO
El 9 de mayo de 1950, Robert Schuman hizo pública la oferta de Francia a la
República Federal de Alemania de puesta en común de sus producciones de
carbón y acero. Sin embargo, la creación de un pool de industrias siderúrgicas ya
había sido sugerida por el canciller alemán, Konrad Adenauer, en 1949, como
una fórmula para resolver el contencioso sobre la cuenca del Rhur entre Francia
y Alemania. La novedad residió no en la solución técnica, sino en el alcance
político que encerraba la propuesta de Schuman.
La reconciliación total entre Francia y Alemania supondría, en palabras de
Schuman: «los primeros pasos concretos de una federación europea,
indispensable para asegurar la paz». El método para su realización refleja,
asimismo, el empirismo de Jean Monnet, escéptico respecto a las posibilidades
de conseguir la unión europea de un único impulso y con primacía de lo político y
cultural, y partidario de realizarlo por sectores económicos a partir de aquellos
que pudieran tener un carácter multiplicador en la profundización de la
construcción europea. El Plan Schuman propone, en definitiva, la creación de
una Alta Autoridad compuesta por miembros independientes de los gobiernos
nacionales, responsable ante una Asamblea Parlamentaria, y cuyas decisiones, de
carácter ejecutivo en los países miembros, podrían ser objeto de recurso
jurisdiccional
El ofrecimiento hecho expresamente al gobierno alemán no excluyó, sin
embargo, a los demás países europeos. De hecho, la propuesta fue recibida
favorablemente. La Alemania de Adenauer, la Italia de De Gasperi y los países
del Benelux se sumaron a la iniciativa. Gran Bretaña, sin embargo, hostil a toda
cesión de soberanía, rechazó su participación.
Tras diez meses de trabajos se concluyó un proyecto de tratado elaborado por un
comité de expertos que fue presentado para su aprobación a los ministros de
Exteriores de los Seis el 19 de marzo de 1951. y el 18 de abril del mismo año se
firmó el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero
(CECA).
La apertura de un mercado común para el carbón y para el acero implicó la su,
presión de derechos de aduanas y de restricciones cuantitativas a la libre
circulación de productos, la prohibición de medidas discriminatorias y de
subvenciones o ayudas para estas industrias por parte del Estado.
El tratado entró en vigor el 25 de julio de 1952, una vez finalizado el período
preparatorio, en el curso del cual fueron creadas las instituciones (Alta
Autoridad, Asamblea Parlamentaria y Tribunal de Justicia).

2.3. EL FRACASO DE LA COMUNIDAD EUROPEA DE DEFENSA


El gobierno francés, dividido entre las necesidades estratégicas de la defensa
occidental y las dificultades derivadas de la opinión pública ante el rearme
alemán, se vio forzado a intentar ampliar la fórmula de la CECA al terreno de la
defensa. El 24 de octubre de 1950, René Pleven, presidente del Consejo de
Ministros francés, hizo pública la propuesta de crear una Comunidad Europea de
Defensa (CED). Sin embargo, esta vez la respuesta fue desfavorable. Para
Estados Unidos, no iba más allá de ser unas medidas dilatorias para retrasar la
formación de un potente ejército alemán. Para la mayoría de los gobiernos
europeos, el proyecto de la CED significaba todo lo contrario, es decir, un medio
para encubrir el rearme alemán.
El proceso negociador sobre la CED se desarrolló doblemente condicionado. Por
un lado, se debía garantizar a Alemania que no sería tratada con criterios
excesivamente discriminatorios. Por otro, era preciso domeñar a una opinión
pública enfrentada tanto con el fondo como con la forma del plan Pleven. La
respuesta provino del intento de multiplicar las garantías democráticas sobre el
futuro ejército unificado a través de una Asamblea Parlamentaria Europea
elegida por sufragio universal directo y, sobre todo, a través de la creación de
una estructura política federal o con federal que asegurase la coordinación de las
Comunidades existentes y de las que se crearan posteriormente. El objetivo se
presentaba claro: vincular ala creación de un ejército europeo la formación de
las bases de una futura Europa política. En septiembre de 1952, los ministros de
Exteriores de los Seis decidieron la constitución de la Comunidad Política
Europea junto a la Comunidad de Defensa.
Sin embargo, nuevas dificultades, esta vez insalvables, se levantaron ante el
proyecto. La animadversión de los medios políticos franceses por la CED, lejos de
reducirse, había aumentado hasta el extremo de que preveía el gobierno que el
tratado no sería ratificado por el legislativo. Los esfuerzos de Pierre Mendes-
France por limitar el carácter supranacional del tratado fueron inútiles. Cuatro
países ya lo habían ratificado. La Asamblea Nacional francesa rechazó la CED
(por 319 votos contra 262). Por supuesto, el proyecto de una Comunidad Política
Europea fue abandonado.

3. HACIA EL TRATADO DE ROMA

3.1. EL RELANZAMIENTO EUROPEO


Tras el fracaso de la Comunidad Europea de Defensa, el problema se centró
nuevamente en cómo proseguir la construcción europea. Rápidamente surgió la
necesidad de un relanzamiento de la construcción europea. Una vez cerradas las
vías de la Europa militar y de la Europa política se hacía necesaria una vuelta ala
vía económica.
Desde ámbitos gubernamentales, sin embargo, se criticaba la dinámica de
avances sectoriales y se consideraba que debía avanzarse hacia la creación de un
mercado común general. El 18 de mayo los países del Benelux enviaron al resto
de socios de la CECA un memorándum en el que presentaban la idea de un
mercado común europeo.
Las respuestas al memorándum presentaron importantes diferencias. Si para los
intereses franceses el sector nuclear era el primer ámbito donde se debía
continuar el proceso en forma de avances parciales, ese entusiasmo no se
transmitía, por ejemplo, a otras energías, como la electricidad o el gas, u otros
sectores, como el transporte o las comunicaciones. Asimismo, el gobierno
francés no deseaba que las nuevas instituciones tuvieran un carácter-
supranacional, con lo que se enfrenta al Benelux e Italia. Evidentemente, se
temía el rechazo de la opinión pública a nuevas cesiones de soberanía.
Por otra parte, los países fuertemente exportadores, como Alemania o los Países
Bajos, consideraban mejor derribar las barreras aduaneras para así desarrollar
sus intercambios exteriores. Francia o Italia, con una estructura económica
menos sólida, veían un peligro en la libre concurrencia, ya que sus precios eran
generalmente superiores en los productos industriales a los de sus socios y
temían que un mercado común se transformara, simplemente, en una gran zona
de libre comercio que permitiera la lenta destrucción de sus industrias.
Estos diferentes puntos de vista fueron examinados en la primera reunión de
ministros de los países de la CECA desde el fracaso de la CED desarrollada en
junio de 1955, en Messina. El único punto de acuerdo de los asistentes residió en
la necesidad de dar a la opinión pública la impresión de un relanzamiento del
proceso de construcción europea.
La creación de un comité de estudios bajo la presidencia del ministro de
Exteriores belga Paul Henry Spaak, fue el resultado más positivo de la
conferencia. Junto a Spaak, que aseguraba el arbitraje político en los trabajos, el
comité director se compuso de los jefes de delegación de los países firmantes del
Tratado de París, más un representante británico y un representante de la Alta
Autoridad de la CECA (aunque únicamente como observador).
El Informe Spaak propuso dos proyectos distintos, el mercado común y el
Euratom, que fueron presentados a la Asamblea Común de la CECA y aprobados
en su redacción definitiva por los ministros de Asuntos Exteriores de los Seis en
la Conferencia de Venecia de mayo de 1956.
Un segundo comité intergubernamental, siempre bajo la presidencia de Spaak,
recibió el encargo de redactar dos tratados distintos: el establecimiento de un
mercado común general y la creación de una comunidad de la energía nuclear o
Euratom.
En cuanto a los actores principales, los Estados, sus posiciones serían las
siguientes:
-Francia jugó un papel fundamental en la redacción de los tratados, pero se verá
obligada a rebajar sus demandas sobre el mercado común para lograr la
aceptación del Euratom.
-Alemania y el Benelux, que no deseaban un mercado común geográficamente
tan amplio y sí con un fondo más liberal, se vieron forzados, para evitar una
nueva negativa francesa como la de 1954, a aceptar condiciones que no habían
contemplado inicialmente.
-Italia, por su parte, consiguió la creación de unos fondos de desarrollo regional
y apoyó decididamente la inclusión de políticas comunes en el texto del tratado.
El acuerdo final se logró gracias a la voluntad política de los gobernantes, en
particular de Francia y Alemania, que resistieron las objeciones presentadas por
grupos de interés y grupos de presión nacionales.

3.2. LOS TRATADOS DE ROMA


Los Tratados de Roma tienen que considerarse, en consecuencia, como un
instrumento para la creación de entes supranacionales con personalidad propia
(la Comunidad Económica Europea, CEE, y la Comunidad Europea de la Energía
Atómica, Euratom). Se limitaban al sector de la economía, ya que a los Estados
miembros les parecía el campo más razonable en el que podían renunciar a parte
de su soberanía sin renunciar a su esencia nacional. El objetivo explícito de los
tratados era constituir un mercado común. Pero, indiscutiblemente, su finalidad,
en el espíritu de quienes lo forjaron, era política.
Los dos tratados, instituyendo la Comunidad Económica Europea (TCEE) y la
Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom), fueron firmados en Roma
el 25 de marzo en 1957. El proceso de ratificaciones se concluyó a finales de ese
año. La sede de las Comunidades se fijó en Bruselas, donde inició su actividad el
1 de enero de 1958.
Los Tratados de Roma recogieron, en buena medida, el esquema general de la
CECA; sin embargo, muchas de las competencias de sus instituciones fueron
cedidas a las nuevas Comunidades:
-La Asamblea Parlamentaria fue ampliada y se transformó en Asamblea
Parlamentaria Europea de las tres Comunidades (ella misma adoptará la
denominación de Parlamento Europeo). Los poderes de la Asamblea serían
inicialmente los de deliberación y control de la Comisión.
-El Tribunal de Justicia de la CECA subsistió únicamente para las cuestiones
relativas al carbón y al acero, cediendo el resto de funciones al Tribunal de
Justicia de las tres Comunidades.
-Se creó un Comité Económico y Social para la CEE y el Euratom con funciones
consultivas, inspirado en el modelo del Consejo Económico y Social francés
creado tras la Segunda Guerra Mundial, con representantes de la patronal, de
los sindicatos y de otros sectores de la Administración y de la sociedad civil.
-El ejecutivo se estructuró a partir de un nuevo modelo de relaciones entre las
Comunidades y el Consejo de Ministros. La Comunidad Económica Europea no
tenía delimitado su ámbito de competencias aun sector determinado, sino que se
extendía ala globalidad de la economía de los Estados miembros. Es decir, aun
terreno inmenso donde los intereses nacionales se hallan en juego en todo
momento. Ésta fue la razón de que se pusiera un acento especial en la voluntad
de los Estados miembros y no en la autoridad del organismo supranacional.
Finalmente, las Comisiones de la CEE y del Euratom estarían compuestas por
personalidades independientes nombradas de común acuerdo por los gobiernos
para un mandato de cuatro años.
En lo que respecta al proceso de toma de decisiones:
-Las decisiones serían tomadas por el Consejo de Ministros; la Comisión será la
encargada de aplicar y hacer ejecutar las disposiciones previstas en el tratado.
Sin embargo, la Comisión jugará un papel fundamental a través del derecho de
proposición. La Comisión se convirtió en el motor que fuerza al Consejo a
adoptar decisiones tratando de evitar el riesgo de aplazamientos sine die.
-El Consejo de Ministros tomaría sus decisiones por unanimidad o por mayoría.
El tratado preveía que las decisiones fueran tomadas por mayoría para aquellas
cuestiones que afectasen a la aplicación de los tratados. El voto mayoritario, por
otra,
parte, precisaría de una cierta ponderación. De esta manera se evitaba que los
países pequeños estuvieran a merced de los grandes. Esta regla, en esencia, era
un arma de disuasión. La posibilidad de recurrir a un voto mayoritario sería el
mejor medio de evitar que un Estado bloquease indefinidamente una votación.

4. LA EUROPA DE LOS SEIS (1958-1968)

4.1. LOS ÉXITOS INICIALES


La exitosa puesta en marcha de la Comunidad se manifiesta en la adopción el 1
de enero de 1959 de las primeras medidas relativas a la libre circulación de
mercancías, adelantándose al calendario previsto por los tratados para la
paulatina desaparición de las aduanas interiores. Esta medida se vio
complementada con la reducción en 1962 de los aranceles aduaneros entre los
Seis y con la liquidación de las últimas barreras aduaneras en 1968, año y medio
antes de la fecha establecida por el Tratado CEE.
Paralelamente, se consiguió la puesta en marcha de la Política Agraria Común
(PAC) con la aprobación de los primeros reglamentos el 14 de enero de 1962
sobre la base de los acuerdos alcanzados en la Conferencia de Stressa en 1958:
precios comunes en el interior; financiación común de los excedentes a través de
un presupuesto agrícola y prélevements (preferencia) sobre los productos
procedentes del exterior.
Asimismo, el desarrollo de las demás políticas comunes comenzó a abarcar
paulatinamente en mayor o menor medida a todos y cada uno de los sectores de
la actividad económica (política social, regional, de transportes, energética,
científica y tecnológica...).
En el plano institucional, es necesario destacar la trascendencia política del
Tratado de Bruselas de 8 de abril de 1965, que supuso la unificación de los
ejecutivos. Los tres Consejos de Ministros (CEE, CECA, Euratom), las dos
Comisiones (CEE, Euratom) y la Alta Autoridad de la CECA, fueron reemplazados
por un Consejo y una Comisión únicos.
Asimismo, se dotó a las tres Comunidades de un único presupuesto de
funcionamiento y al Tratado de Bruselas se le anexionó un protocolo único
relativo a los privilegios e inmunidades, el cual sustituyó a los protocolos
particulares de cada Comunidad. El Tratado de Bruselas formalizó, igualmente,
la existencia del llamado Comité de Representantes Permanentes de los Estados
miembros (Coreper) en el seno del Consejo. La entrada en vigor del Tratado de
Bruselas trajo consigo una mayor cohesión entre las Comunidades y una mayor
racionalización del trabajo como consecuencia de la fusión de los ejecutivos.
Finalmente, en el plano internacional, la puesta en marcha de una política
comercial comunitaria transformó ala CEE en una potencia comercial a escala
mundial. La Comisión asumió el papel de representante de los intereses
comunitarios en las negociaciones del GATT y definió sus propias prioridades,
sobre todo respecto a las antiguas colonias (Convenio de Youndé, julio de 1963).

4.2. LA CONCEPCIÓN GAULLISTA DE LA UNIÓN EUROPEA


Sin embargo, la andadura comunitaria en los años sesenta no sólo fue un camino
de rosas, también estuvo plagado de espinas. El mismo año de la entrada en
vigor del Tratado de Roma, 1958, sube al poder en Francia Charles de Gaulle, lo
que significó la introducción de una filosofía distinta respecto a lo que debía ser
la Europa comunitaria. En efecto, la «Europa de las patrias», en expresión
acuñada por Michel Debré, no pasó de ser una Europa qe la cooperación
intergubernamental que rechazaba el concepto de supranacionalidad. Asimismo,
implicaba una «Europa europea», integrada por «Estados soberanos» y capaz de
actuar como «tercera fuerza» entre Estados Unidos y la URSS.
La fuerte oposición a los avances en clave federalista de la Comunidad de De
GauIle se expresó en dos frentes: el veto a Gran Bretaña y el rechazo al
desarrollo institucional de la Comunidad:
1) El veto a Gran Bretaña. Los importantes resultados económicos obtenidos por
la CEE en sus tres primeros años de vida conducirán a Gran Bretaña, celosa
defensora de su soberanía y que había dirigido los esfuerzos de crear un área
europea de libre cambio (la EFTA, Tratado de Estocolmo, 1959), a plantearse una
aproximación a las Comunidades Europeas, reconsiderando la posición
mantenida hasta la fecha respecto al proceso de construcción europea. En
consecuencia, el 1 de agosto de 1961 solicitará oficialmente la apertura de
negociaciones con la CEE. Iniciadas en otoño del mismo año, en enero de 1963
se vieron interrumpidas por el veto personal de De Gaulle a la participación
británica en respuesta a las «especiales relaciones» que este país venía
manteniendo con Estados Unidos (significativamente en el terreno de la defensa
nuclear), relaciones que a su juicio eran incompatibles con el tipo de Europa que
se queria construir.
El 10 de mayo de 1967, el gobierno laborista presidido por Harold Wilson reiteró
la demanda de apertura de negociaciones para la adhesión del Reino Unido a las
Comunidades Europeas, manifestándose en el mismo sentido los gobiernos de
Irlanda, Noruega y Dinamarca, signatarios asimismo del Tratado de Estocolmo.
El Consejo de Ministros opinó favorablemente, solicitando a la Comisión un
dictamen relativo al análisis de los problemas que la ampliación podría suponer
para las Comunidades. Sin embargo, a pesar del dictamen positivo de la
Comisión, la Francia de De Gaulle vetará nuevamente la ampliación, impidiendo
que las negociaciones pudieran siquiera iniciarse.
No obstante, las nuevas demandas de adhesión plantearon, por primera vez, la
disyuntiva entre la consolidación (approfondissement) de la actividad
comunitaria o su ampliación (élargissement) a posibles nuevos Estados
miembros.
2) El rechazo a un desarrollo federal de la Comunidad. La llamada «crisis del 30
de julio» de 1965 tiene su origen en el rechazo francés a las propuestas de la
Comisión de asegurar a la Comunidad sus propios recursos, sometiendo su
empleo a un control parlamentario. En realidad, la motivación principal de la
crisis estribó en la negativa a aceptar el principio del voto mayoritario tal y como
se recogía en el artículo 148 del Tratado de la CEE, en un intento de limitar al
máximo los poderes de la Comisión. Durante seis meses, Francia se mantuvo
ajena a la actividad comunitaria ( «política de silla vacía» ) y sólo por el
Compromiso de Luxemburgo de 29 de enero de 1966 se llegó a un cierto
entendimiento. Por lo que se refiere al proceso de toma de decisiones, se acordó
que en el caso de decisiones de «interés vital» para algún Estado miembro, éste
podría imponer la aplicación del criterio de la unanimidad para la adopción de la
correspondiente decisión, es decir, el derecho de veto.
El rechazo del proyecto de la Comisión de creación de un nuevo marco financiero
de la Comunidad se basó en la consideración de que la Comisión era una
institución tecnocrática y en consecuencia incapacitada para definir los intereses
políticos del Estado-nación, único ámbito dotado de autoridad y legitimidad para
actuar. Con su actitud obstruccionista, Francia consiguió paralizar el
cumplimiento del Tratado CEE y buena parte de la actividad comunitaria.

5. LA EUROPA DE LOS NUEVE (1969-1980): EL IMPACTO DE LA CRISIS

5.1. LA PRIMERA AMPLIACIÓN COMUNITARIA


Tras la consecución de la unión aduanera y la dimisión De Gaulle, el
relanzamiento de la vida comunitaria tuvo su origen en la Conferencia de jefes
de Estado y de gobierno de los Seis en La Haya, celebrada durante el 1 y 2 de
noviembre de 1969. Con la Conferencia de La Haya se eliminaron, al menos en
cuanto a los principios políticos, una serie de obstáculos que impedían el
desarrollo comunitario y se sentaron las bases para el avance en determinados
ámbitos de importancia estratégica decisiva.
En esa dirección, gran importancia simbólica adquirió la decisión -bajo la
influencia de las crisis monetarias de 1968-1969de un plan por etapas para la
consecución de la unión económica y monetaria: el Plan Warner. Este plan
preveía la realización por etapas de la unión económica y monetaria sobre la
base de la unificación de las políticas económicas de los Seis y la creación en
1980 de una organización monetaria. Por último, se destacaba que la
consecución de la unión económica y monetaria era la vía obligada para
conseguir la unión política, objetivo último de las Comunidades Europeas.
Asimismo, se dio luz verde a las demandas de adhesión de los cuatro candidatos,
solventando la controversia entre «consolidación» {transformado posteriormente
en el término «profundización» ) y «ampliación». Ambas deberían llevarse a cabo
simultáneamente.
Preocupada la Comunidad de protegerse ante el riesgo de la ampliación, se
impuso a los candidatos la necesidad de aceptar el acquis communautaire
( «acervo comunitario» ) mediante el cual se comprometían a aceptar tanto los
tratados y sus fines políticos como el resto del Derecho comunitario. Las
negociaciones giraron en torno ala duración de los períodos transitorios para que
las economías de los nuevos Estados miembros pudieran integrarse sin excesivos
traumas en el juego de las reglas comunitarias.
El 22 de enero de 1972 se firmaron los Tratados de Adhesión por parte de Gran
Bretaña, Irlanda, Dinamarca y Noruega. Si bien la entrada en vigor de los
mismos se fijó -para el 1 de enero de 1973. Sometido a referéndum el Tratado de
Adhesión en Irlanda y Dinamarca, los irlandeses ratificaron por una amplia
mayoría su incorporación a la Europa comunitaria; los daneses se manifestarán
también a favor, pero por un estrecho margen. En Gran Bretaña, la Cámara de,
los Comunes ratificó la adhesión por una mayoría de 356 votos frente a 224; en
Noruega, sin embargo, el resultado del referéndum del 23 de septiembre fue
negativo, rechazándose el ingreso en las comunidades Europeas. Francia, por su
parte, realizó un referéndum el 23 de abril, con resultado positivo sobre la
ampliación comunitaria. Para la adaptación de las economías de los tres nuevos
miembros se fijó un período transitorio de cinco años.

5.2. EL ESTANCAMIENTO COMUNITARIO


La situación de la Comunidad, sin embargo, por un cúmulo de factores internos y
externos, conducirá al estancamiento del proceso de construcción europea. La
coyuntura será crítica por varías razones:
-Impacto de la primera ampliación comunitaria y el consiguiente problema del
desequilibrio financiero británico planteado ya en 1974.
-Dificultades presupuestarias derivadas del incremento del gasto agrícola, que
planteó graves problemas en el contexto de una nueva ampliación.
-Dificultades monetarias, que forzaron la revisión del esquema basado en la
«serpiente monetaria», establecida en 1972 bajo el influjo del Informe Werner, y
que llevará en 1979 a la constitución de un nuevo Sistema Monetario Europeo.
-Crisis energética de 1973, que tomó por sorpresa a la Comunidad e hizo
imprescindible la definición de una nueva política energética comunitaria.
-Insolidaridad de los Estados miembros para hacer frente ala cada día más grave
crisis económica internacional, a la que respondieron de forma individual e
insolidaria.
-Permanente discusión institucional, acentuada a partir de las primeras
elecciones al Parlamento Europeo por sufragio universal.
-Relevo de los principales protagonistas como consecuencia de los cambios
políticos experimentados en los tres Estados más influyentes de la CEE: Helmut
Schmidt en Alemania Occidental, Giscard D'Estaing en Francia y Harold Wilson
en Gran Bretaña. Si bien los dos primeros tenían un talante europeísta, no
ocurría lo mismo con el primer ministro británico.
Con ese trasfondo se generó un clima de crisis de confianza en las instituciones y
en el proceso de construcción europea que alcanzó sus más altas cotas,
coincidiendo con los momentos más álgidos de la crisis económica. La gravedad
de la situación llevó en 1974 a la Comisión alanzar un llamamiento a los
gobiernos advirtiendo del peligro de «desintegración» de las Comunidades.
La respuesta provino de la cumbre celebrada en París, los días 9 y 10 de
diciembre de 1974, convocada con la finalidad de encontrar una salida a la crisis
comunitaria. La cumbre se saldó con una consolidación del eje franco-alemán
frente a las posiciones del Reino Unido. Este entendimiento propició un nuevo
relanzamiento de la política europea bajo la premisa de que era imposible
abordar la crisis económica fuera del marco comunitario. Si el diagnóstico fue
claro, la solución aportada también: era preciso que la Comunidad ganara en
peso político.
Para ello se apostó en una doble dirección: la elección directa por sufragio
universal de los miembros del Parlamento Europeo y la institucionalización de los
Consejos Europeos mediante encuentros periódicos de jefes de Estado y
gobierno. Se pretendía, en suma, aumentar la legitimidad democrática de la
Comunidad y aumentar la influencia de los Estados miembros en el
funcionamiento comunitario.
El primer ministro belga, Leo Tindemans; fue encargado de la realización de un
informe sobre el contenido y los métodos para la consecución de la Unión
Europea. Asimismo, se comenzó a estudiar la posible desmantelación de la regla
de la unanimidad para cualquier decisión adoptada por el Consejo, al tiempo que
se valoraba la necesidad de restringir el derecho de veto.
La salida a la luz pública el 29 de diciembre de 1975 del Informe Tindemans
sobre la Unión Europea, supuso un auténtico golpe de efecto sobre el futuro de
la Europa comunitaria. Tindemans concibió la Unión Europea no como la fase
final de la construcción de una Europa unida, sino como una fase nueva e
indispensable, en el transcurso de la cual se produciría una «mutación
cualitativa» en las relaciones de los países comunitarios. El informe incidía en los
siguientes aspectos:
-La necesidad de un auténtico ejecutivo comunitario dotado de la dimensión y la
fuerza necesaria para arrostrar su cometido.
-Evitar un superestado centralizador mediante una correcta distribución de
competencias entre los Estados y la Unión Europea, atribuyendo a ésta no sólo
competencias exclusivas, sino también las concurrentes con los Estados
miembros y las subordinadas, en cuanto a su ejercicio efectivo, a una decisión
ulterior.
-Construcción de un conjunto económico y social integrado que implique
competencias comunitarias en los ámbitos monetario, presupuestario y fiscal;
profundización de la identidad europea, con el desarrollo progresivo de una
política exterior y de defensa común.
-Ejercicio autónomo de las competencias sobre la base de una verdadera
estructura institucional en la que la Comisión tuviera un papel de guía y
guardián.
-Establecimiento de una política exterior y la defensa mediante la Cooperación
Política Europea (CPE), en busca de una «coherencia en la acción» internacional
en la futura Unión Europea.
Sobre las bases de las propuestas contenidas en el comunicado final de la
Conferencia de París de 1974, el Consejo Europeo, reunido en Roma el 1 y 2 de
diciembre de 1975, decidió comenzar los pasos necesarios con vistas a la
elección del Parlamento Europeo por sufragio universal, de acuerdo con lo
previsto en los Tratados de Roma. Esta decisión fue un revulsivo político y social
en el clima de estancamiento de la actividad comunitaria.
En ese escenario se encuadró la puesta en marcha de la Cooperación Política
Europea, marco de cooperación intergubernamental en el ámbito internacional
que, a través de la ampliación del sistema de cumbres de jefes de Estado y
gobierno y de Consejos de Ministros comunitarios -ahora bajo la denominación
de «Consejo Europeo»-, pretendía institucionalizar esa «identidad europea» ante
la sociedad internacional y responder al reto de ser «un gigante económico y un
enano político» en un mundo marcado por la distensión y la irrupción de una
nueva agenda internacional. En su desarrollo será clave el procedimiento
previsto en el informe Davignon.
Impulso que se mantuvo con las propuestas del nuevo presidente de la Comisión,
Roy Jenkins, a lo largo de 1978, y que facilitó la creación de un Sistema
Monetario Europeo el13 de marzo de 1979, con la participación de todos los
Estados miembros excepto Gran Bretaña. y se fortaleció con la decisión del
Consejo Europeo de Copenhague, en abril de 1978, de dar luz verde para la
elección del Parlamento Europeo por sufragio universal. Las primeras elecciones
se celebraron en junio de 1979.
Finalmente, en el marco de la política comercial, el 28 de febrero de 1975 tuvo
lugar en Lomé la firma del Acuerdo entre la Comunidad y 46 países de Africa, el
Caribe y el Pacífico (ACP). Este Acuerdo supuso el libre acceso a la casi totalidad
de los productos provenientes de los países ACP en el mercado comunitario, así
como la garantía de estabilización de sus ingresos de exportación para una serie
de materias primas, la puesta en marcha de una importante ayuda financiera, y
un nuevo sistema de cooperación técnica e industrial (el 31 de octubre de 1979
se procederá a la firma del segundo Convenio de Lomé y el 8 de diciembre de
1984 se producirá la firma de Lomé III, con 65 países ACP). Asimismo, hay que
destacar el reconocimiento de la China Popular por la Europa comunitaria y la
Conferencia Norte-Sur sobre la cooperación económica internacional.
A pesar de todo, la parálisis en el proceso de toma de decisiones comunitario, el
contencioso acerca de los presupuestos y la incertidumbre de una crisis
económica que no se desvanecía, hicieron patentes los límites de la construcción
europea y la parquedad de los progresos conseguidos desde finales de los
sesenta.

6. HACIA LA EUROPA DE LOS DOCE (1981-1991): DEL ACTA ÚNICA


EUROPEA AL TRATADO DE MAASTRICHT

6.1. LA BÚSOUEDA DE UN NUEVO IMPULSO


Los años ochenta se abrieron para la Comunidad Europea con el trasfondo de
una nueva crisis en el marco de la recesión económica internacional de los
primeros años de la década. No obstante, se intentó romper con el clima de
«europesimismo» que se había adueñado de la construcción europea durante la
década anterior. La situación comunitaria, en buena medida heredada de los
años setenta, se verá complicada, sin embargo, por la conjunción de viejos y
nuevos problemas en la agenda comunitaria:
1) En el plano internacional, la invasión de Afganistán por la Unión Soviética y la
elección del presidente Reagan en Estados Unidos hacían presagiar un nuevo
clima de guerra fría. Europa corría el peligro de convertirse, una vez más, en el
campo de batalla de las dos superpotencias, y los distintos gobiernos de la
Comunidad no mantenían una postura unánime ante las iniciativas estratégicas
norteamericanas. Sin embargo, a mediados de los años ochenta, la revitalización
de la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) permitió la
reanudación del diálogo este-oeste, favorecido por la irrupción de la perestroika
de Gorbachov.
2) La ampliación hacia el sur. Durante los años setenta se habían producido
procesos de transición democrática en tres países de la Europa del sur: Grecia,
Portugal y España. Grecia había presentado su solicitud de adhesión en 1975;
Portugal y España en 1977. El 1 de enero de 1981, Grecia se convirtió en el
décimo Estado miembro de la Comunidad. Los dos países ibéricos habrían de
esperar hasta 1986 debido, esencialmente, a tres factores:
-Las reticencias que suscitaba entre algunos Estados miembros y, en particular,
en Francia, el potencial agrícola español.
-El previsible aumento del gasto comunitario derivado de la adhesión ibérica.
-Las negociaciones intergubernamentales que desembocarían en la firma del
Acta Única Europea (AVE).
Con respecto a este último punto, se ha afirmado que la adhesión de España y
Portugal influyó en gran medida en la reforma institucional-ligada al Acta Única
Europea. Tanto la Comisión como la mayor parte de los Estados miembros
estaban convencidos de los peligros de bloqueo permanente de los mecanismos
decisorios con una Comunidad ampliada a doce Estados miembros.
3) El contencioso británico. Margaret Thatcher, primera ministra británica desde
1979, solicitó y consiguió un nuevo mecanismo corrector porque consideraba
excesiva la aportación británica al presupuesto comunitario. El problema, sin
embargo, lejos de solucionarse con el «cheque británico» en 1980 -al conseguir
una rebaja provisional equivalente a las dos terceras partes de su aportación-,
tenderá a agravarse, dificultando el proceso de reforma institucional. No
obstante, ese forcejeo con los británicos se transformará en uno de los elementos
catalizadores que llevaría a la firma del Acta Única Europea y al proyecto de
Mercado Único.
4) El Informe Spinelli. Por su enorme influencia política y doctrinal es preciso
destacar el «Proyecto de Tratado de Unión Europea» adoptado por el Parlamento
Europeo en enero de 1984 y cuyo ponente fue Altiero Spinelli, eurodiputado
independiente en las listas del Partido Comunista Italiano. El proyecto
incorporaba el desarrollo de la Cooperación Política Europea y el fortalecimiento
del Sistema Monetario Europeo. Asimismo, introdujo los conceptos de ciudadanía
europea, subsidiariedad y el criterio de «flexibilidad» o «geometría variable». A
pesar de que no fue un documento oficial en la reforma institucional-llevada a
cabo por el Acta Única Europa, el Informe Spinelli fue uno de los grandes
revulsivos intelectuales del impulso comunitario de los años ochenta.
En esa dinámica, la iniciativa de relanzar el proceso de integración surgió no de
un único centro, sino de una conjunción de estrategias supranacionales y
nacionales, complementarias y contradictorias, impulsadas desde el Parlamento
Europeo, la Comisión, los propios Estados miembros y los principales grupos
industriales europeos. El resultado final consistiría en una fuerte apuesta por
vincular la consecución del «mercado interno» (la Europa sin fronteras) con el
reforzamiento institucional de la Comunidad a través del Acta Única Europea.
La mejora de las perspectivas económicas en Europa a partir de 1984
favorecieron un clima comunitario más favorable. En esa nueva coyuntura, el
nuevo impulso y la salida de la crisis coincidirá con una nueva generación de
hombres de Estado (Helmuth Kolh en Alemania, François Mitterrand en Francia,
Felipe González en España...) y la llegada a la Presidencia de la Comisión
Europea de Jacques Delors, en enero de 1985, que apoyaron significativamente
el avance del proceso integrador en la recta final de los años ochenta y los
primeros noventa.
Inicialmente, el programa de Delors se basaba en la premisa de que, al igual que
en los años cincuenta la construcción europea había arrancado a partir del
concepto de mercado común, el relanzamiento de los ochenta necesitaba
apoyarse en la instauración efectiva del mercado interno. Esta conclusión
suponía descartar a priori otras vías exploradas anteriormente:
-El incremento de la cooperación en materia de política exterior y de defensa no
parecía suficientemente maduro (Cooperación Política Europea).
-La reforma institucional planteaba muchas reticencias a pesar de que la mayoría
de sus interlocutores coincidían en señalar la unanimidad como la causa
principal del estancamiento europeo (Informe Spinelli).
-La unión monetaria resultaba en general un tema atractivo, si bien algunos
países anteponían a ésta la liberalización de los movimientos de capitales entre
los Estados miembros (Informe Werner / Sistema Monetario Europeo).
La novedad residía en que frente a los proyectos manejados con anterioridad, el
programa de la Comisión cumplía ahora con los requisitos necesarios para su
aceptación por las partes interesadas: factibilidad técnica y económica,
simplicidad administrativa, y receptibilidad política.
Bajo estas premisas se impulsó la elaboración de un «Libro blanco sobre el
mercado interior», un memorándum sobre la consecución de la Europa de la
tecnología y un «Libro verde sobre la reforma de la política agraria».
Las motivaciones económicas tuvieron, por tanto, un peso fundamental en el
proceso que desembocaría tanto en la firma del AUE como en el Mercado Único.
En un momento en que las tendencias neocorporativistas de los años sesenta y
setenta perdían terreno, sustituidas por el paradigma del mercado y la
desregulación económica, en una situación en que la crisis del Estado del
bienestar y de los modelos tradicionales de crecimiento económico, basados en
el intervencionismo estatal, cotizaban a la baja, la propuesta de supresión de los
obstáculos al comercio resultaba políticamente atractiva. Era particularmente
interesante para el gobierno conservador británico embarcado en plena
revolución neoliberal, pero también lo era para los gobiernos de Francia,
Alemania y el Benelux y, en general, para los defensores de la privatización y la
desregulación en toda Europa.
El énfasis puesto en desregular el mercado propiciaba contar con un aliado más,
el apoyo decidido de los principales grupos de interés económicos. Los intentos
gubernamentales de los años setenta tendentes a fomentar empresas capaces de
competir con las grandes corporaciones norteamericanas, habían fracasado en la
mayoría de los países europeos. Las multinacionales europeas perdían cuotas de
mercado tanto en Europa como en el resto del mundo, en beneficio de sus
competidoras japonesas y norteamericanas. Puede afirmarse, en consecuencia,
que la élite industrial europea coincidía con la estrategia de la Comisión y con
las propuestas del Libro Blanco, lo cual se tradujo en presiones sobre los
respectivos Estados miembros para acelerar el proceso de toma de decisión.
Sobre estas bases, el Consejo Europeo de Milán, en junio de 1985, decidió la
realización del Mercado Único en 1993 y el establecimiento de una Europa de la
tecnología. Asimismo, permitió la convocatoria de una conferencia
intergubemamental que permitiría, a través de una reforma de los tratados,
nuevos avances en el camino hacia la consecución de la Unión Europea.

6.2. EL ACTA ÚNICA EUROPEA Y LA EUROPA SIN FRONTERAS


Sobre la base de los trabajos de la conferencia intergubernamental desarrollados
en el segundo semestre de 1985, el Consejo Europeo de diciembre, reunido en
Luxemburgo, aprobó una serie de textos relativos a la consecución del mercado
interior, política monetaria, cohesión económica y social, Parlamento Europeo,
poder ejecutivo de la Comisión, I+D, medio ambiente y política social. Los
resultados de la conferencia se recogieron en un nuevo tratado que, bajo la
denominación de Acta Única Europea, se firmó sucesivamente en Luxemburgo y
La Haya el 17 y 28 de febrero de 1986.
El Acta Única Europea entró en vigor el 1 de enero de 1987 y reúne en un mismo
texto, de una parte, las modificaciones introducidas en los tratados
constituyentes y, de otra, los procedimientos de cooperación política de los Doce,
que adquieren por primera vez carta de naturaleza en un tratado. Sin embargo,
el objetivo esencial del Acta Única fue la realización de un «espacio sin
fronteras» (libre circulación de mercancías, servicios, capitales y personas) y el
Mercado Único.
Desde esa perspectiva, la reforma -entendida como mejora del funcionamiento
del sistema comunitario-era el complemento necesario del Mercado Único. La
reforma afectó, además de al proceso de toma de decisiones (establecimiento del
voto mayoritario en el Consejo), a las instituciones, en especial al Parlamento
Europeo, como representante de la voluntad popular, ya la Comisión como
institución encargada de formular e implementar el catálogo de medidas
previstas en el Libro Blanco. Se pretendía, en suma, un mayor control
democrático y un aumento notable de la capacidad de gestión comunitaria.
Institucionalmente, la AUE consistió, en esencia, en un nuevo compromiso, una
reactualización entre la necesidad de incrementar las competencias
supranacionales y el deseo de los Estados miembros de conservar el control de
las decisiones. Finalmente, es preciso destacar que las trescientas medidas
necesarias para la concreción del Mercado Único enumeradas en el Libro Blanco
de la Comisión fueron transformadas, desde la entrada en vigor de la AUE, en
otras tantas directivas y recomendaciones dirigidas hacia la eliminación de los
obstáculos estatales en el comercio intracomunitario, la reforma de las políticas
comunes y del presupuesto comunitario. Asimismo, puso de relieve la necesidad
de abordar la concreción de una Unión Económica y Monetaria. No obstante, los
acontecimientos de 1989 obligaron a replantear todo el proceso de construcción
europea.

6.3. EL TRATADO DE MAASTRICHT


El Tratado de Unión Europea (TUE) ha sido valorado como la representación de
las contradicciones, incertidumbres y rupturas que jalonan el proceso de
construcción europea. Sin embargo, el Tratado de Maastricht debe de
entenderse, ante todo, como la respuesta comunitaria aun doble desafío externo
e interno:
-En el plano exterior: Maastricht es considerado como la reacción a los cambios
vertiginosos sucedidos en Europa desde 1989 (hundimiento de la Unión
Soviética, desintegración del bloque del Este, reunificación alemana, explosión
de los nacionalismos y multiplicación de conflictos interétnicos en Europa central
y oriental...) y las transformaciones operadas en el escenario internacional (fin
de la bipolaridad, posguerra fría, nuevo orden/desorden internacional...) que se
perfilarán en el desarrollo de una Política Exterior y de Seguridad Común (PESC)
y en las acciones emprendidas para apoyar la transición democrática y
económica de los PECO (países del Este y centro de Europa).
-En el plano interno. El TUE es el resultado de las implicaciones político-
institucionales, sociales, económicas y monetarias de la creación del Mercado
Único y la libre circulación de mercancías, flujos financieros y personas previsto
para 1992 y su plasmación en la agenda comunitaria (Unión Económica y
Monetaria, dimensión social de la construcción europea, paso de una Europa de
los ciudadanos a una ciudadanía europea, reconocimiento del principio de
subsidiariedad, desarrollo de una Europa de la seguridad -asuntos de justicia e
interior-, re equilibrio institucional puesto en entredicho por el Parlamento
Europeo...).
El proceso negociador se articuló a partir de la convocatoria de dos conferencias
intergubernamentales (CIG) en paralelo. Una ligada a los trabajos ya iniciados
sobre la Unión Económica y Monetaria (UEM) y otra para servir de soporte al
debate sobre la reforma institucional y la unión política. La cumbre de Dublín de
junio de 1990 acordó el inicio de ambas conferencias para diciembre de 1990,
apenas dos meses después de la reunificación alemana:
-La CIG sobre la UEM contó con una larga fase de preparación, basada en el
Informe Delors, que fue utilizado como borrador de trabajo. Los principales
problemas en la negociación fueron la creación de un Banco Central Europeo, el
calendario para la creación de una moneda única y la posibilidad de crear una
Unión Económica y Monetaria a varias velocidades, a lo que se unió la propuesta
española de creación de un Fondo de cohesión para los países más pobres.
-La CIG sobre unión política agrupaba una enorme variedad de temas (desde la
PESC hasta la ciudadanía europea, pasando por la reforma institucional, la
ampliación de las competencias comunitarias, la cooperación judicial y policial y
la subsidiariedad). Los mayores escollos en la negociación procedían de la falta
de consenso y sintonía entre las posiciones de los distintos Estados miembros, lo
que abrió una amplia red de alianzas según temas y prioridades, a lo que había
que añadir el obstruccionismo británico durante todo el proceso. Es preciso
destacar que en la fase final de la negociación fueron frecuentes las amenazas de
veto a cambio de concesiones particulares.
Días antes del Consejo Europeo de Maastricht (diciembre de 1991) se dudaba de
la posibilidad de algún tipo de acuerdo. Finalmente, el acuerdo logrado en
Maastricht fue una simple resolución del Consejo Europeo. Transformado en
tratado, fue firmado el 9 de febrero de 1992, por los doce ministros de Asuntos
Exteriores.
En realidad el Tratado de Maastricht evoca fundamentalmente un collage por la
diversidad de estructuras y procedimientos diferentes en su naturaleza: unos
supranacionales (I pilar, Comunidad Económica Europea) y otros de simple
cooperación intergubernamental (II pilar, Política Exterior y de Seguridad Común
–PESC-y, III pilar, Cooperación en Asuntos de Justicia e Interior -CAJI-). El
preámbulo del tratado define su alcance y objetivos:
-«promover un progreso económico y social equilibrado y sostenible,
principalmente mediante la creación de un espacio sin fronteras interiores, el
fortalecimiento de la cohesión económica y social y el establecimiento de una
unión económica y monetaria que implicará, en su momento, una moneda única,
conforme a las disposiciones del presente tratado»;
-«afirmar su identidad en el ámbito internacional, en particular mediante la
realización de una política exterior y de seguridad común que incluirá, en el
futuro, la definición de una política de defensa común que podría conducir, en su
momento, una defensa común»;
-«reforzar la protección de los derechos e intereses de los nacionales de sus
Estados miembros, mediante la creación de una ciudadanía de la Unión»; .
-«desarrollar una cooperación estrecha en el ámbito de la justicia y de los
asuntos de interior»;
-«mantener íntegramente el acervo comunitario y desarrollarlo con el fin de
examinar [...] la medida en que las políticas y formas de cooperación establecidas
en el presente tratado deben ser revisadas, para asegurar la eficacia de los
mecanismos e instituciones comunitarios».
El TUE consagró dos nuevos principios: la subsidiariedad y la ciudadanía
europea. Esta última implica el derecho a voto en las elecciones europeas y
municipales para todos los ciudadanos de la UE, independientemente del país de
residencia, la libertad de circulación y establecimiento dentro de la Unión y la
protección diplomática en países terceros. Asimismo, se reconoce el derecho de
petición ante el PE y se crea la figura de un Defensor del Pueblo europeo. En la
relativo al principio de subsidiariedad, de inspiración netamente federal, se
refiere a las competencias comunitarias compartidas (la Comunidad sólo debe
actuar cuando los objetivos previstos no pueden ser satisfechos eficazmente por
los Estados).
Respecto al «déficit democrático», acusación que de antiguo recibían las
instituciones comunitarias y ampliamente denunciado en esos años, se respondió
con una relativa extensión de los poderes del Parlamento Europeo,
fundamentalmente a partir del procedimiento de codecisión.
La política social, por último, representó el gran fracaso de Maastricht. Las
presiones británicas excluyeron el capítulo social del tratado, convirtiéndolo en
un protocolo anexo desprovisto de valor jurídico, del que también se excluiría el
Reino Unido.
No obstante, el «núcleo duro» del tratado fue el establecimiento de la Unión
Económica y Monetaria.

7. LA UNIÓN ECONÓMICA Y MONETARIA Y LA REFORMA DE


AMSTERDAM (1992-1998)

7.1. LA UNIÓN ECONÓMICA Y MONETARIA


En junio de 1988, el Consejo Europeo de Hannover encargó aun comité de
expertos, presididos por Delors, que estudiara y propusiera las etapas concretas
que deberían conducir a una unión económica y monetaria. Un año después, el
Consejo Europeo de Madrid en 1989 estableció los principios generales: objetivo
de una moneda única, proceso en varias etapas y paralelismo entre lo monetario
y lo económico.
El proceso de Unión Económica y Monetaria (UEM) se inició tras la firma del
Tratado de la Unión Europea en 1993 con los objetivos de dar estabilidad a los
precios, fijar los tipos de cambio de las monedas de los países participantes en la
UEM de forma irrevocable, e introducir una moneda única.
El Consejo Europeo de Madrid, en diciembre de 1995, confirmó el calendario de
la UEM hacia la moneda única y adoptó la decisión de llamar «euro» a la futura
moneda única. El euro existe como moneda desde el 1 de enero de 1999. Su uso
se generalizará progresivamente, con la introducción de moneda fraccionaria y
billetes en el 2002.
En política monetaria se estableció un plan por fases. Una primera hasta la
creación en enero de 1994 del Instituto Monetario Europeo; otra segunda hasta
la creación del Banco Central Europeo; para pasar a la tercera fase de inicio de
la moneda única.
-En la primera fase, los Estados presentaron «programas de convergencia»
destinados a aproximar y mejorar sus resultados económicos, a fin de hacer
posible la adopción de paridades fijas entre sus monedas: estabilidad de precios,
equilibrio presupuestario, deuda pública, tipo de interés y tipo de cambio. Ese
proceso de convergencia, sin embargo, se caracterizó por la polémica ya que
determinó en buena medida las políticas económicas de los países de la Unión,
reduciendo su margen de actuación en una coyuntura económica negativa
(especialmente entre 1992-1995), lo que se tradujo en fuertes críticas por la
pérdida de soberanía en unos casos, y por la falta de sensibilidad social en la
mayor parte de los países europeos.
-La segunda etapa, definida por la transformación del Instituto Monetario
Europeo en un Banco Central Europeo (BCE), siguiendo el modelo del
Bundesbank (independiente y con competencia en el diseño de la política
monetaria del conjunto de los Estados miembros). En diciembre de 1998 decidió
una rebaja del precio del dinero, común a todos los países del «área euro».
-La tercera etapa comenzó el 1 de enero 1999 (sustitución de las monedas
nacionales por una moneda única), tras el examen realizado a mediados de 1998
por los ministros de Hacienda de los Quince (Ecofin) en función de los informes
de la Comisión y del Banco Central Europeo sobre qué países cumplían las
condiciones o criterios de convergencia y accedían, en consecuencia, a la
moneda única. Once países han accedido al euro (todos a excepción de Grecia,
que se unirá al proceso en cuanto sus resultados económicos lo permitan, a la
que hay que unir Gran Bretaña y Dinamarca, que firmaron disposiciones
especiales que les eximían de la obligatoriedad de participar en la UEM, y
Suecia, que se descolgó por decisión propia de ingresar en el «área euro» ).
Sin embargo, para que el euro consiga y mantenga la confianza de los mercados
financieros internacionales, Alemania consideró que deberían seguir estando
presentes los criterios aprobados en Maastricht, planteamiento que impuso al
resto de sus socios. Con este objetivo, el Consejo Europeo de Amsterdam, el 17
de junio de 1997, aprobó un «Pacto de Estabilidad y Crecimiento». Antes de
enero de 1999, cada Estado ha tenido que presentar su «plan de estabilidad»,
que debe incluir:
1) Un objetivo a medio plazo y una trayectoria de ajuste fija para el excedente y
el déficit de las finanzas públicas (expresado en porcentaje del PIE) y la previsión
de evolución del endeudamiento del Estado.
2) Las principales hipótesis sobre la evolución de la economía, en especial el
crecimiento del PIE real, el empleo y el paro, la inflación y otras variables
económicas importantes.
3) Una descripción de las medidas presupuestarias necesarias para conseguir los
objetivos del programa.
4) El compromiso de adoptar, si fuera necesario, medidas suplementarias que
eviten el alejamiento de los objetivos fijados.

7.2. LA REFORMA DEL TRATADO DE UNIÓN EUROPEA


El instrumento de reforma del TUE se hallaba programado en el mismo Tratado
de Maastricht. La fórmula elegida fue la convocatoria de una nueva conferencia
intergubernamental para la reforma de los tratados, siguiendo alas de 1985
(Acta Única Europea) y 1991-1992 (Tratado de Maastricht). Los trabajos
preparatorios estuvieron dirigidos por un grupo de reflexión dirigido por el
español Carlos Westendorp.
Las negociaciones -desarrolladas bajo las presidencias italiana, irlandesa y
holandesa entre marzo de 1996 y junio de 1997dieron lugar aun primer proyecto
de tratado, presentado en el Consejo Europeo de Dublín (diciembre de 1996),
próximo al «Informe final» del grupo de reflexión y atinente a: 1) libertad,
seguridad y justicia; 2) la Unión y el ciudadano; 3) política exterior: coherencia y
eficacia; 4) las instituciones de la UE; y 5) cooperación intensificada y
flexibilidad.
En las negociaciones, no obstante, incidieron una serie de hechos de enorme
trascendencia:
-Las conflictivas ratificaciones de Maastricht habían puesto de manifiesto un
distanciamiento del ciudadano del proceso de construcción europea
(referéndums en Dinamarca y Francia).
-La UE se había ampliado en 1995 de 12 a 15 Estados, con la adhesión de Suecia,
Austria y Finlandia.
-Un conjunto de diez países del centro-Este de Europa se perfilaban como
candidatos y, en consecuencia, se hacía imprescindible diseñar la «gran
ampliación» de la UE.
A esto se agregaba una serie de riesgos consecuencia del funcionamiento interno
de la Comunidad: la crisis institucional consecuencia de la reponderación del
voto, la descoordinación en PESC y tan, y dos grandes desafíos: la moneda única
y la revisión de la financiación de la UE a partir del año 2000. Estos hechos
hicieron patente el enfoque pragmático de la negociación, que derivó finalmente
en el minimalismo en sus opciones reformistas.
El «grupo de reflexión» sometió, en diciembre de 1995, al Consejo de Madrid, su
«Informe final», cuyas conclusiones parecían una buena base para los trabajos
de la CIG'96, y fijó una fecha para el inicio de la negociación: el 29 de marzo de
1996 en Turín. Pero del «Informe Westendorp» quedó poco; el proceso
negociador, que finalizaría con la firma del Tratado de Amsterdam el 2 de
octubre de 1997, se encargó de laminar la mayor parte de aquellas propuestas.
La falta de consenso entre los Estados miembros devaluó el proyecto y frustró
las expectativas abiertas en muchos sectores de la sociedad europea hacia la
construcción europea. Acabaron imponiéndose toda suerte de limitaciones
temáticas y temporales que afectaron a la reforma institucional, que fue
aplazada, o ala PESC, que ha sido sometida a un proceso de «racionalización».
Asimismo, el hecho de haber introducido el concepto de «cooperación reforzada»
o flexibilidad que permitirá formar dentro de la UE grupos de países con mayor
grado de integración, ha despertado recelos acerca de una ruptura de la
solidaridad intracomunitaria, abriendo la puerta hacia una posible reversión del
acervo comunitario.
Los resultados de Amsterdam, en definitiva, han sido calificados como «escasos
y decepcionantes», lo que ha llevado a cuestionar tanto sus objetivos como su
convocatoria, el método empleado y la forma en que se ha publicitado.

7.3. LA AGENDA 2000


Finalmente, es necesario referirse a la Agenda 2000. La Comisión Europea
presentó, en julio de 1997, un informe bajo el título de «Agenda 2000» con las
principales cuestiones que debe abordar la Unión Europea en los próximos años.
Sin embargo, al igual que en el proceso de reforma de los tratados, parece no
tener en cuenta el tema principal de la construcción europea en un futuro
inmediato: la Unión Monetaria.
La Agenda 2000 aborda la ampliación geográfica, la revisión de las perspectivas
financieras de la UE para el período 2000-2005, la revisión de los Fondos
Estructurales y de Cohesión, y la reforma de la Política Agrícola y de otras
políticas comunes. En definitiva, el resultado final de las negociaciones dibuja
una nueva Europa ampliada que se logrará sin un aumento del presupuesto
comunitario en el mejor de los casos, lo que significa gastar menos en las
actuales políticas y, en consecuencia, perjudicar a los países y regiones más des
favorecidos de la actual UE.

8. SOBERANÍA, SUPRANACIONALIDAD Y ESTADO-NACIÓN: LA EUROPA


DEL SIGLO XXI
El concepto de «integración supranacional», surgido tras la Segunda Guerra
Mundial, vendrá a romper con la creencia tradicional en la soberanía indivisible
de .los Estados y desbrozará, en sus primeras fases, el camino hacia una Europa
unida. Esta cuestión ha llevado a la paradoja de que se acepte la pérdida
progresiva de soberanía por parte del Estado-nación a través de la cesión de
competencias a organismos de carácter supranacional, y se reconozca que el
Estado se ha fortalecido notablemente en Europa en el plano interno como
consecuencia de la construcción del Welfare State.
Coincidiendo con este debate, se ha planteado, a partir de los años ochenta, el
problema de redefinir las funciones y dimensiones del Estado, afectado por las
persistencias de las dinámicas de globalización, regionalización y
descentralización que se dan respectivamente en el sistema internacional, en los
subsistemas regionales y en los mismos Estados. Sin embargo, en ese plano
europeo, los Estados miembros continúan funcionando como soberanos y de este
modo compiten con la Unión Europea como un sistema político. De hecho, la
construcción europea nació con una serie de Estados-nación ; cuya base política
era extremadamente débil: contempló el aumento de los ingresos reales en la
década de los cincuenta y vio cómo se extendía la satisfacción de los gobiernos
nacionales; fue testigo de los costosos y ambiciosos programas sociales de los
años sesenta, del regreso del desempleo en los setenta, del enorme aumento de
las desigualdades de los ingresos en los ochenta, y de la espectacular
transformación sufrida por el mapa de Europa, en los años noventa, tras el fin de
la guerra fría.
Tenía que hacerse evidente más pronto o más tarde uno de los efectos del fin de
la guerra fría: la reaparición en buena parte de los Estados europeos de
posiciones y actitudes con raíces en sus tradiciones nacionales. Las causas de
esta paradoja se pueden encontrar tanto en la incapacidad política de los
negociadores, en la búsqueda por parte de cada Estado de nuevas coordenadas
en el. orden mundial en construcción, como en la persistencia de recelos mutuos
con sustrato histórico, etc.
A tenor de los resultados del Tratado de Amsterdam, en el ambiente queda una
cuestión básica: ¿la construcción europea se encuentra ante un peligro real, el
de no haber alcanzado el grado de profundidad y de cohesión interna suficiente
cuando se ha producido un cambio en la dinámica mundial de enorme magnitud?
Es difícil responder; lo único cierto es que no es factible hablar de una futura
Europa federal o de una superación del Estado-nación, y probablemente no sea
posible en las circunstancias actuales pensar en una Europa más integrada. Esto
último, sin embargo, no significa que los complejos fenómenos de globalización,
con sus dimensiones económicas, tecnológicas, sociales, culturales-mediáticas,
hayan dejado de recibir por parte de los Estados europeos una respuesta
colectiva. Al contrario, el proceso de construcción europea sigue siendo una
forma para los Estados participantes de recuperar colectivamente una soberanía
que se estaba perdiendo, no hacia unas entidades políticas (como, por ejemplo,
las regiones de Europa), sino sobre todo frente al mercado mundial.
En general, como afirma un conocido publicista, en los últimos años se está
poniendo de manifiesto una visión más nacional de Europa, más propia quizá de
la posguerra fría, y en la que la diversidad y la realidad nacional vuelven a ser
valores en alza entre la misma ciudadanía europea.

CAPITULO 19: LAS NACIONES IBEROAMERICANAS.


DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL A LA ACTUALIDAD
Por M.ª LUISA MARTINEZ DE SALINAS ALONSO
Profesora Titular de Historia de América, Universidad de Valladolid

1. DESARROLLO DE LAS RELACIONES INTERAMERICANAS: ALIANZAS,


INTERVENCIÓN Y AUTONOMÍA
Frente al clima de unidad continental que caracterizó las relaciones entre los
países americanos durante el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, la
terminación del conflicto abrió en este sentido una fase totalmente distinta. El
fortalecimiento de la posición mundial de Estados Unidos como resultado de la
contienda y su implicación en los asuntos europeos y en el nuevo ordenamiento
internacional, hizo que esta nación se fuera distanciando progresivamente de la
colaboración con el sur y apareciera de nuevo en Iberoamérica el temor de que
pudiera reanudarse la anterior por, lítica intervencionista. Así, el deseo de
comprometer a Estados Unidos en un organismo regional que marcara las pautas
para el desarrollo de las relaciones entre las dos partes, llevó a la convocatoria
de la Conferencia Interamericana sobre Problemas de la Guerra y de la Paz,
celebrada en Chapultepec en 1945, donde se debatieron los problemas
planteados en la posguerra y las soluciones más idóneas para solventarlos. El
principal logro de la conferencia fue la firma del documento conocido como Acta
de Chapultepec, en el que se reafirmaba el principio de no intervención,
asistencia reciproca y solidaridad americana, que más tarde se completó con el
Tratado Interamericano de Ayuda Recíproca (TIAR), elaborado en Río de Janeiro
en 1947.

1.1. EL NACIMIENTO DE LA OEA YLA ALIANZA PARA EL PROGRESO


Sin embargo, a pesar de tales resoluciones, era evidente la necesidad de
fortalecer la estructura interna del sistema interamericano para evitar que
quedara desplazado en el nuevo rumbo que estaba tomando el concierto
internacional. La cuestión se discutió en la novena Conferencia de Estados
Americanos, que se reunió en Bogotá en 1948 y en la que, finalmente, se aprobó
la Carta de la Organización de los Estados Americanos (O EA), que desde
entonces constituye el más alto organismo en materia de relaciones
interamericanas. Al tiempo, en Bogotá se adoptaron también medidas de tipo
político, económico y cultural tendentes a asegurar la igualdad entre los Estados,
la cooperación económica y la defensa mutua ante las agresiones, así como la
condena del comunismo internacional y el rechazo al totalitarismo, lo que no
impidió que Norteamérica apoyara a los dictadores que por esos años
gobernaban en algunos países: Marcos Pérez Jiménez en Venezuela (1948-1956),
Fulgencio Batista en Cuba (1952-1958), Rafael Leónidas Trujillo en la República
Dominicana (1942-1952) o Manuel Odría en Perú (1948-1956).
No obstante, las importantes decisiones tomadas en Bogotá fueron incapaces de
superar la diferencia de criterio que entre el norte y el sur existía con respecto a
los auténticos problemas del continente, y mientras Estados Unidos defendía la
urgencia de reforzar la seguridad hemisférica, para Iberoamérica era prioritario
solventar las dificultades económicas, lo que exigía la ayuda financiera
norteamericana. Pero Estados Unidos se encontraba entonces inmerso en la
guerra fría y se concentraba básicamente en los asuntos europeos y del Lejano
Oriente, de manera que, salvo algunas excepciones como Bolivia, donde en 1952
se apoyó económicamente al gobierno de Víctor Paz Estenssoro, se
desatendieron mayoritariamente las solicitudes que en ese sentido efectuaban
las naciones del sur. Ello hizo que a finales de los años cincuenta las relaciones
entre Estados Unidos e Iberoamérica atravesaran uno de sus momentos más
críticos, hasta que el estallido de la revolución cubana cambió totalmente el
panorama.
La instalación en Cuba del régimen revolucionario castrista fue visto por la
Administración norteamericana como un serio peligro para la seguridad que
tanto defendía y evidenció la necesidad de promover el desarrollo económico del
sur para evitar que tales movimientos se extendieran. Debido a ello, el
presidente Kennedy abordó un amplio programa de ayuda mediante la Alianza
para el Progreso, cuyo objetivo era facilitar el despegue económico y lograr una
serie de cambios sociales que fueran capaces de frenar las iniciativas
revolucionarias.
La Alianza para el Progreso, anunciada por Kennedy en marzo de 1961, suponía
el mayor programa de ayuda al extranjero que se hubiera formulado nunca, ya
que, aparte de la aportación directa, conllevaba un reparto más justo de la renta
nacional, la puesta en marcha de reformas fiscales y agrarias, transformaciones
y ajustes en los sistemas sanitarios y educativos, construcción de viviendas, etc.,
lo que en definitiva significaba un intento de terminar con el subdesarrollo y el
malestar social en Iberoamérica. Los medios para llevarlo a cabo quedaron
fijados en la llamada «Carta de Punta del Este», firmada por todos los países
salvo por Cuba, en la que se asignaron 100.000 millones de dólares a lo largo de
diez años para un primer plan de reformas. Estados Unidos aportaría
directamente la quinta parte de esa cantidad (20.000 millones), mientras que
otros fondos se conseguirían de organismos internacionales de préstamo e
inversiones privadas. Por su parte, los países iberoamericanos se comprometían
a contribuir con una parte de sus propios recursos, a formular su programa
interno de desarrollo, ya llevar a cabo las reformas sociales necesarias para
distribuir los frutos del progreso económico y social de manera justa.
Sin embargo, los logros de la Alianza fueron ciertamente limitados. En los
primeros tiempos los fondos fueron llegando de manera más o menos constante,
pero en seguida el estallido de la guerra de Vietnam obligó a recortar la ayuda a
Iberoamérica. Además, desde el principio se comprobó que la aportación
económica se convertiría en un medio con el cual se podía influir de manera
directa en los asuntos internos de las naciones receptoras, ya que se entregaría
únicamente a aquellos gobiernos en cuyos países existiera un clima favorable a
las inversiones, y, por el contrario, se retiraría a todos los que no .se identificaran
con los intereses norteamericanos y se inclinaran a defender en mayor medida
los suyos propios. Aunque en un principio la Alianza se planteara como una
empresa cooperativa, en general se vio como un programa de Estados Unidos, no
interamericano, lo que unido a la oposición de las oligarquías sudamericanas
para llevar a cabo las reformas internas que el plan exigía -en especial la reforma
agraria-, y la gran carga de idealismo que contenía al querer lograr en una
década algo que sólo podría realizarse a muy largo plazo, mermó gran parte de
su eficacia. En 1969, Nixon trató de retomar los principios de la Alianza
mediante el plan llamado «Acción para el Progreso», que incluía la renovación de
las deudas iberoamericanas y una nueva estrategia mercantil en Norteamérica
favorable a los productos del sur, pero su éxito tampoco fue muy grande.

1.2. EL INTERVENCIONISMO
Por otro lado, las dificultades que determinaron el desenvolvimiento de las
relaciones interamericanas después de la Segunda Guerra Mundial, se vieron
agudizadas por la forma en que Estados Unidos aplicó en lberoamérica su
política anticomunista, que le llevó a intervenir directa o indirectamente -con
medios militares, económicos o ambos ala vez-en los asuntos internos de varias
naciones.
El nuevo período de intervenciones comenzó en 1954 con la invasión de
Guatemala, una nación de mayoría indígena y cuyas bases económicas estaban
en manos de; la élite de grandes cafetaleros y terratenientes, así como del
capital norteamericano que controlaba los principales sectores productivos. En
1944 fue derrocada la dictadura de Jorge Ubico, y los guatemaltecos eligieron
como presidente a Juan José Arévalo (1945-1951), quien inició un programa de
reformas continuado por su sucesor, Jacobo Arbenz (1951-1954). El proceso de
cambio abordado por Arbenz se centraba básicamente en la reforma agraria, con
la que se pretendía modernizar las estructuras agrícolas del país y que preveía la
expropiación de las propiedades mayores de cien hectáreas y de las tierras no
cultivadas. Los problemas con Estados Unidos se plantearon porque del millón y
medio de hectáreas expropiadas entre 1952 y 1954, unas 160.000 eran
propiedad de la United Fruit Company, ante lo que se inició una feroz oposición a
la reforma agraria, acusando al gobierno de Arbenz de comunista y agresor de
los intereses económicos estadounidenses. Con tales argumentos se emprendió
la invasión militar de Guatemala, que provocó la renuncia de Arbenz a su cargo.
El poder quedó en manos de una Junta que suprimió los sindicatos, los partidos
políticos y devolvió la mayor parte de las tierras ala United Fruit Company. Con
ello se detuvo la revolución social iniciada por Arévalo y el intento de Guatemala
de llevar al cabo un desarrollo interno libre de las trabas exteriores.
Otro país que se vio sometido a las presiones norteamericanas ya la intervención
directa de Estados Unidos fue Cuba, que desde 1959 constituyó uno de los
objetivos prioritarios de la política anticomunista y cuyo régimen se ha intentado
derrocar por diferentes medios. La tendencia nacionalista y antiimperialista que
caracterizó los movimientos de Fidel Castro desde que tomó el poder el 1 de
enero de 1959 y la consiguiente confiscación de las propiedades
norteamericanas, motivó un fuerte clima de tensión entre las dos naciones, que
se agudizó cuando Castro se inclinó hacia la órbita soviética, e incluso llegó a la
ruptura de relaciones diplomáticas en 1961.
La ineficacia de las sanciones económicas para terminar con el sistema cubano,
hizo plantearse a Estados Unidos la posibilidad de intervenir militarmente en la
isla, lo cual fue llevado a cabo por la Administración Kennedy mediante la famosa
invasión de bahía de Cochinos el 16 de abril de 1961. El fracaso de esta
operación y la evidencia del fuerte apoyo con que Castro contaba en su país,
forzó el siguiente paso para lograr el aislamiento de Cuba y, utilizando en este
caso la vía diplomática, en enero de 1962 fue expulsada de la OEA por
considerar que no podía existir dentro de la organización un país identificado
con la ideología marxista-leninista, incompatible con sus principios y objetivos.
Lo que no se logró de momento fue que todas las naciones se unieran al bloqueo
económico practicado por Estados Unidos.
La tensión de ese momento fue responsable también de la «crisis de los misiles»,
que estalló en 1962 cuando Estados Unidos tuvo la certeza de que en Cuba se
estaban instalando misiles soviéticos,. lo que evidenciaba la total protección de
Moscú al régimen de Castro y el deseo de la URSS de afianzar su posición en el
hemisferio occidental. El conflicto, en el que pareció inevitable la confrontación
entre Rusia y Estados Unidos, se superó finalmente con el compromiso soviético
de desmantelar todas las armas ofensivas cubanas y el de Washington de
levantar el bloqueo naval impuesto a la isla y respetar su régimen.
A lo largo de los años sesenta, las denuncias sobre el apoyo del régimen castrista
a los grupos terroristas iberoamericanos fue el argumento utilizado por Estados
Unidos para conseguir que prácticamente todos los países rompieran relaciones
diplomáticas con Cuba y se sumaran al bloqueo económico. Esta situación se
mantuvo hasta que en 1975 la OEA decretó el levantamiento del bloqueo y la
mayoría de los países, con excepción, lógicamente, de Norteamérica, iniciaron un
nuevo acercamiento a la isla. En definitiva, puede decirse que a pesar de los
diversos sistemas adoptados para terminar con el castrismo y los problemas que
el bloqueo ha generado en Cuba (sobre todo tras la caída del sistema comunista
en Europa), la intervención norteamericana no ha tenido los resultados
esperados, y, lejos de terminar con el foco de comunismo, provocó que la
amenaza externa aglutinara ala población en torno a los ideales de la revolución.
El exagerado anticomunismo que caracterizó los años sesenta y el temor al
ejemplo cubano fue también la causa de la intervención en la República
Dominicana en 1965. Allí, el intento reformista emprendido en 1961 por el
presidente Juan Bosch tras el asesinato de Rafael Leónidas Trujillo, quedó
truncado por la convulsión política interna y la amenaza de infiltración del
comunismo que vio Estados Unidos en el gobierno del nuevo mandatario. Debido
a ello, las tropas norteamericanas desembarcaron en la República Dominicana en
1965 alegando la necesidad de proteger las vidas de los dominicanos y de los
norteamericanos que residían en la isla -dado el alto grado de violencia que se
vivía en el país-, y para evitar la aparición de un régimen comunista en un
territorio tan cercano a las costas estadounidenses. Bajo la supervisión de los
marines, se estableció un gobierno provisional y en 1966 se celebraron
elecciones, en las que resultó vencedor Joaquín Balaguer, antiguo colaborador de
Trujillo y candidato preferido por Estados Unidos.
La llegada a la presidencia de Carter pareció abrir una nueva etapa en las
relaciones interamericanas, en tanto que el nuevo mandatario proclamó como
puntos centrales de su política exterior el respeto a los derechos del hombre y al
principio de soberanía de las naciones. Así, fiel a tales directrices, Carter varió la
tendencia intervencionista, redujo el apoyo a las dictaduras del Cono Sur, llegó a
acuerdos sobre temas controvertidos (la mejor muestra fue la firma de los
tratados Torrijos-Carter de 1977 que otorgaban a Panamá la soberanía
progresiva sobre el canal) e inició el acercamiento a Cuba. Sin embargo, las
contradicciones y vacilaciones características de su política permitieron un cierto
avance de las fuerzas de izquierda, tal como lo evidencia el golpe de Estado en la
isla de Granada en 1979 o el triunfo de la revolución sandinista ese mismo año.
Por ello, el conservadurismo de Ronald Reagan dio marcha atrás a los
planteamientos de su antecesor en cuanto a las relaciones interamericanas y
adoptó una actitud orientada a recuperar la hegemonía que se consideraba
perdida, a lo que respondió la intervención en Granada en 1983.
Junto a las intervenciones militares, también las de tipo económico han sido
decisivas en la evolución de varios países iberoamericanos, ya que
frecuentemente Estados Unidos ha utilizado la desestabilización financiera para
controlar en beneficio propio el desarrollo de aquellas naciones.
En Bolivia, el Movimiento Nacional Revolucionario liderado por Víctor Paz
Estenssoro había propiciado en 1952 una revolución que tenía por objetivo llevar
acabo una transformación total de las estructuras del país, que era entonces uno
de los más pobres de lberoamérica. Dado el carácter no comunista del
movimiento, el gobierno de Eisenhower no tuvo inconveniente en remitir a
Bolivia desde 1953 la ayuda económica que la revolución necesitaba y que,
lógicamente, tuvo el efecto de condicionar sus logros. Así, fueron los técnicos
norteamericanos los que planificaron las principales reformas económicas que se
llevaron acabo en aquella nación y que muchas veces entraban en contradicción
con las transformaciones sociales anunciadas inicialmente por el gobierno del
MNR, lo que a la larga desembocó en tensiones internas dentro del propio
movimiento revolucionario, la pérdida del apoyo social que lo había sustentado,
y, finalmente, un golpe de Estado en 1964 que terminó con los intentos de
transformación.
Otro tanto sucedió en Chile, un país tradicionalmente muy valorado por Estados
Unidos debido a su estratégica situación geográfica ya la importancia de sus
riquezas naturales. Pero el triunfo en las elecciones de 1970 de la Unidad
Popular (coalición de marxistas, socialdemócratas y democristianos), la llegada
al poder de Salvador Allende y el anuncio de ambiciosas medidas
nacionalizadoras que atacaban directamente los intereses norteamericanos,
provocaron la restricción de los créditos estadounidenses con el fin de crear
dificultades económicas al gobierno chileno y propiciar con ello la necesaria
inestabilidad social que alentara a la oposición o al ejército a derrocar al
presidente. En poco tiempo Chile se convirtió en un país ingobernable. La
economía de la nación se hundió y la situación política se fue haciendo cada vez
más compleja. La violencia y las protestas populares fueron episodios corrientes,
de manera que se crearon las condiciones precisas para que se produjera el
golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, en el que murió Allende, y la
nación pasó a ser gobernada por una junta militar que liquidó cualquier rastro
que pudiera quedar del experimento socialista.
Un bloqueo económico de las mismas características es el que padeció
Nicaragua, motivado por el deseo norteamericano de terminar con el régimen
sandinista. Cuando en 1979 se produjo la caída de la dinastía Somoza, el
gobierno pasó a una Junta de Reconstrucción Nacional dominada por los
sandinistas, que inmediatamente fue considerada por Estados Unidos como un
satélite cubano en Centroamérica y un modelo que fácilmente podía ejercer su
influencia en el resto de los países del área y alentar a las guerrillas
guatemalteca y salvadoreña, lo que desestabilizaría la zona. Para contrarrestar
esa posibilidad, contra Nicaragua se adoptó una estrategia que excluía la
intervención directa pero que combinaba la asfixia económica (boicot del
régimen sandinista en los organismos internacionales de financiación, cierre del
mercado norteamericano a gran parte de los productos nicaragüenses) con el
apoyo ala «contra», los grupos contrarrevolucionarios que operaban desde
dentro y fuera del país contra el sandinismo y que fueron financiados por
Estados Unidos. Los problemas económicos causados por el bloqueo y las
actividades de la «contra» limitaron la capacidad de acción de la revolución
sandinista, tanto en los años iniciales del proceso como durante la etapa de
gobierno de Daniel Ortega (1984-1990). Pero no impidieron que Nicaragua
entrara finalmente en una vía de normalización política ni lograron terminar con
las guerrillas de los países vecinos.

1.3. LAS RELACIONES INTERAMERICANAS EN LA ACTUALIDAD


A pesar de los episodios descritos, desde la década de los setenta se observa un
llamativo cambio en el desarrollo de las relaciones interamericanas, dado que no
parece tan decisiva la pretensión hegemónica de Estados Unidos. Además, el
sentido de las relaciones también ha ido modificándose, y la primacía que se dio
ala seguridad en tiempos pasados ha sido sustituida en la actualidad por la
primacía de los asuntos económicos. Desde la posguerra, Norteamérica basó sus
relaciones con lberoamérica en conseguir la seguridad y luchar contra el
comunismo. Pero estos planteamientos ya no tienen hoy vigencia por la
desaparición de la amenaza comunista. Además, los procesos de modernización,
el nacionalismo y la independencia política que caracterizan a las naciones del
sur, las aleja también de los intereses estadounidenses y les empuja a buscar su
propio protagonismo en el mundo.
Seguramente, el terreno en el que con mayor claridad se pone de manifiesto la
nueva tendencia es el económico, en el que el dominio norteamericano no es el
de antes. La mayor parte de los países han buscado mercados más amplios y
nuevas fuentes de capital, y han encontrado una respuesta muy satisfactoria en
los circuitos internacionales. Sin embargo, la autonomía económica a que aspira
la región se ve frenada por la considerable deuda externa que pesa sobre la
mayor parte de los países iberoamericanos, deudores sobre todo de Estados
Unidos, lo que continúa dándoles un papel protagonista en las relaciones
económicas entre las dos zonas del continente y lleva a reflexionar sobre el
verdadero alcance del descenso de la hegemonía norteamericana en
lberoamérica. Con todo, los vínculos que se han establecido en los últimos
tiempos tienen un carácter distinto, tal como lo muestra la firma en 1992 del
Tratado de Libre Comercio con México y Canadá (North American Free Trade
Area, NAFTA) que entró en vigor en 1994 y pretende el desarrollo económico de
esa amplia zona.
Por otro lado, la autonomía de lberoamérica viene manifestándose también desde
hace tiempo en los foros internacionales, donde muestran una cada vez mayor
independencia y distanciamiento de Estados Unidos. Esta tendencia se evidencia
también en las organizaciones regionales que han surgido desde los años
setenta, tales como, además de los organismos de integración económica, el
Grupo de los Ocho o Grupo de Río (Argentina, Brasil, Colombia, México, Panamá,
Perú, Uruguay y Venezuela, 1986), el Grupo de los Tres, el de Contadora
(Colombia, Venezuela, México y Panamá, 1983) para la paz y la cooperación en
Centroamérica, o las reuniones de Esquípulas, que buscan la solución de sus
problemas al margen de Norteamérica. y lo mismo puede decirse de las Cumbres
Iberoamericanas: Guadalajara (1991), Madrid (1992), Salvador de Bahía (1993),
Cartagena de Indias (1994), San Carlos de Bariloche (1995), Viña del Mar
(1996), Isla Margarita (1997) y Oporto (1998), en las que, a pesar de las críticas
que ha levantado su celebración por la falta de concreción de objetivos, se han
tratado los problemas comunes.

2. POBLACIÓN Y SOCIEDAD
Siguiendo la tendencia iniciada en las primeras décadas del siglo, desde los años
de la Segunda Guerra Mundial la población iberoamericana presenta como rasgo
más sobresaliente el imparable crecimiento demográfico al que se ha asistido,
que convierte a la zona en una de las partes del mundo donde el aumento
poblacional tiene un mayor y más rápido incremento. Las cifras en este sentido
resultan muy significativas e incluso sorprendentes, dado que permiten constatar
que desde los años cincuenta a la actualidad la población prácticamente se ha
multiplicado por tres: mientras en 1950 los habitantes del área eran casi 160
millones, en 1960 superaban los 212, en 1970 llegaban ya a 279, que se
convirtieron en 355 en los años ochenta, 440 en los noventa, y se calcula que en
el 2000 la población iberoamericana estará por encima de los 540 millones de
habitantes. Hace tiempo se ha superado incluso el ritmo de crecimiento de la
América anglosajona, y, mientras a mediados de siglo las dos partes del
continente presentaban gran similitud en cuanto a número de habitantes, en la
actualidad la población del sur viene a ser casi el doble que la del norte.
Con todo, a pesar de la explosión demográfica, la distribución sigue siendo muy
desigual, y existen zonas con una gran concentración de habitantes mientras que
otras están prácticamente vacías. Además, debido al atractivo que presentan las
ciudades para la población rural en continuo crecimiento, que ve en ellas
mejores posibilidades para superar el depauperado nivel de vida en el que se
encuentran, la población es eminentemente urbana, dándose la circunstancia de
que en algunos países hasta el 80 % de sus habitantes se concentra en las
principales ciudades, que se han convertido en auténticas megalópolis con
graves problemas de infraestructura y vivienda.
En contraste con lo sucedido en épocas pasadas, cuando fue sobre todo la
emigración la responsable del aumento poblacional, en los últimos tiempos la
causa esencial del fuerte ascenso demográfico está en el propio crecimiento
vegetativo: descenso de la mortalidad e incremento de la natalidad debido a la
mejora del nivel de la sanidad y de las condiciones generales de vida,
fundamentalmente en lo que se refiere a la introducción de infraestructuras más
modernas. Así, nos encontramos con que en Iberoamérica se conjugan hoy unas
tasas de mortalidad similares alas de una gran parte de los países europeos con
unos índices de natalidad que no han experimentado una reducción sustancial.
Como efecto inmediato de esta tendencia se ha acentuando la juventud de la
población, con cerca del 40% de menores de 15 años, mientras que descienden
continuamente los porcentajes de las clases adultas. En cuanto al ritmo de
crecimiento anual, en las primeras décadas del siglo se situaba en un 1,8 %,
pasando al 2,3 % a mediados de la centuria y al 3,2 en los años sesenta, que fue
cuando se produjo el mayor aumento demográfico. Sin embargo, en los últimos
tiempos la tasa de crecimiento ha disminuido y se fija en un 2 % anual de manera
global, ya que en este sentido las desigualdades entre países son muy acusadas.
Las tasas más bajas las poseen los países del Caribe (Cuba, Puerto Rico,
República Dominicana y Haití), donde el aumento demográfico ha pasado del 1,9
% anual en 1950 al 2,5 % en 1990 (de 13 millones a 28 en la actualidad), y los
del Cono Sur (Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay), que han incrementado su
población en torno al 1,8 % anual en las últimas décadas. Frente a ellos, el mayor
aumento demográfico se ha producido en tres áreas distintas: México, que desde
1950 a 1990 ha mantenido un ritmo de crecimiento superior al 3 % anual y su
población ha pasado en esa etapa de 26 millones de habitantes a 88,6;
Centroamérica, donde el índice de crecimiento supera también el 3 % anual; y,
por último, el área meridional tropical (Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú,
Bolivia y Brasil), cuya tasa de crecimiento se cifra en un 2,9 %, más o menos
constante desde mediados de siglo. En esta zona, los países que registran un
mayor aumento demográfico son: Venezuela, con un 3,5 % de crecimiento anual,
y, sobre todo, Brasil, cuya población total ha pasado de 17 millones en 1900 a
50,5 millones en 1945 y más de 150 millones de habitantes en 1990.
Actualmente, México y Brasil suman el 54 % de la población total de
Iberoamérica, y junto con Argentina y Colombia constituyen los países más
poblados; agrupan al 69 % de los habitantes del área y superan entre los cuatro
los 300 millones de habitantes.
El comportamiento demográfico de los diversos grupos raciales también ha
experimentado variaciones y se aprecia una disminución del crecimiento de la
raza blanca, aunque sigue siendo mayoritaria en Argentina, Uruguay, Brasil,
Costa Rica y Cuba. Los indios son el grupo dominante en Bolivia, Paraguay y
América Central; en México, Venezuela, Chile y Colombia sobresalen
numéricamente los mestizos, mientras que en Perú o Ecuador el volumen de la
población india es muy semejante a la de mestizos y blancos. Los negros, y sobre
todo los mulatos, tienen una importancia fundamental en las Antillas, las
naciones centroamericanas y Brasil.
En lo referente a la estructura social, los diversos grupos que la integran han ido
adaptándose y modificando su composición y orientación en las últimas décadas
de acuerdo con las nuevas circunstancias. Así, la oligarquía, cuyos miembros
procedían habitualmente del mundo rural, en muchos casos se ha visto obligada
a cambiar la dirección de sus actividades en virtud de los procesos
revolucionarios y las reformas agrarias. Consecuentemente, se fueron
introduciendo en actividades productivas urbanas y en la actualidad ejercen una
nueva hegemonía basada en las finanzas, la industria o el comercio.
Las clases medias constituyen un sector numeroso y básicamente urbano, cuya
expansión ha ido paralela al crecimiento de las ciudades. Su composición sigue
siendo muy heterogénea e incluso en los últimos tiempos se ha agudizado la
tendencia a la aparición de nuevos grupos medios que se distinguen por sus
posibilidades económicas. Con todo, la mayor parte de la población
iberoamericana integra las llamadas clases populares, bien sean urbanas o
rurales. En el interior de las primeras se pueden distinguir dos sectores
perfectamente diferenciados: el subproletariado marginal de los barrios, que vive
en condiciones miserables, y los obreros de las ciudades que, aunque son
considerados como auténticos privilegiados en un mundo en el que abundan las
bolsas de pobreza integradas por ciudadanos sin empleo de ningún tipo, padecen
las consecuencias del estancamiento económico y las políticas de ajuste
aplicadas en la mayoría de los países para superar la crisis. Pero, sin embargo,
todavía es peor la situación de las clases populares rurales. Los campesinos
trabajan habitualmente como jornaleros en las haciendas y la mayoría de ellos
son indígenas que viven en deplorables condiciones y con un régimen de trabajo
en ocasiones cercano a la esclavitud, agudizado en muchos países por la
presencia de la guerrilla y las inconclusas reformas agrarias. Ello explica que
periódicamente surjan movimientos revolucionarios con la aspiración de
promover cambios en las estructuras agrarias que procuren a sus habitantes
mejores condiciones de vida.

3. LA COMPLEJIDAD DE LOS PROBLEMAS ECONÓMICOS:


CRECIMIENTO, CRISIS E INTEGRACIÓN
Como consecuencia del impulso industrializador emprendido décadas antes y las
nuevas posibilidades que la Segunda Guerra Mundial abrió a las naciones
exportadoras, en los años posteriores al conflicto la economía iberoamericana
avanzó aun ritmo muy satisfactorio, llegando incluso a superar las tasas de
crecimiento de la economía mundial.
Entre 1950 y 1973, el sector más dinámico fue el industrial, cuyo desarrollo
logró incluso modificar paulatinamente el resto de las actividades productivas,
aunque la aparición de los primeros síntomas del endeudamiento y la necesidad
de importar manufacturas frenó la expansión desde aquel año. Sin embargo, el
amplio despegue industrial originó, por otro lado, una serie de efectos negativos,
derivados básicamente de su escasa planificación, lo que contribuyó a generar
una mayor concentración de los ingresos y con ello un aumento de la distancia
entre los distintos sectores sociales. Además, en el proceso de industrialización
se tuvieron muy poco en cuenta las necesidades de la agricultura y se dio escasa
importancia ala producción de alimentos básicos para el mercado y la población
campesina, lo que unido ala utilización preferente del petróleo, la mínima
producción de bienes de capital y el excesivo proteccionismo, influyó
decisivamente en el estancamiento del sector en los años siguientes.
Junto a la industria, también la agricultura experimentó en la misma etapa una
cierta modernización, y al lado de las explotaciones tradicionales fue surgiendo
una agricultura capitalista, más productiva por la racionalización de los recursos.
El proceso de transformaciones agrícolas se inició en los años cincuenta y tuvo
su punto de máxima incidencia entre los sesenta y los setenta, cuando se asistió
al rápido aumento de la producción y al crecimiento de las superficies cultivadas.
Las causas del llamativo despegue de este sector fueron múltiples, aunque entre
ellas se puede destacar el desarrollo del comercio agrícola internacional y la
integración de Iberoamérica en él, la expansión del mercado interior por el
aumento de la población y la introducción de nuevos hábitos de consumo
alimenticio, el empleo de nuevas tecnologías y la llegada de las multinacionales
agroalimentarias. Pero, a pesar de ello, el sistema agrícola de la mayor parte de
las naciones continúa adoleciendo de graves problemas estructurales que en
ocasiones se han tratado de resolver con ambiciosas leyes de reforma agraria y
programas de redistribución de tierras, tal como sucedió en Guatemala en 1952
y 1962, en Bolivia en 1953, en Venezuela y Costa Rica en 1960, en Colombia en
1961, en Honduras y la República Dominicana en 1962, en Chile en 1962 y 1967,
en Ecuador y Brasil en 1964, en Perú en 1969 y 1974 o en Cuba desde el
momento de la revolución. Sin embargo, tales políticas agrícolas no han tenido
los resultados esperados desde el punto de vista económico y social. En
contrapartida, han sido responsables en algunos momentos de cambios políticos
y golpes de Estado alentados por el deseo de las oligarquías de frenar el proceso
de transformación en el sistema de la propiedad de la tierra, como tuvo lugar en
Guatemala en 1954 para terminar con las reformas de Jacobo Arbenz o en Brasil
en 1964 con las de Joao Goulart.

La etapa de crecimiento más o menos sostenido concluyó bruscamente al


iniciarse la década de los ochenta, cuando se manifestaron todos los problemas
económicos originados en años anteriores e Iberoamérica entró en la peor crisis
de su historia. Se inició entonces la llamada «década perdida», que ha estado
marcada por el aumento progresivo de las tasas de inflación y el crecimiento
imparable del endeudamiento. Las causas de la profunda crisis resultan muy
complejas y variadas y están relacionadas tanto con la recesión de la economía
mundial en los años setenta y el retraimiento del comercio internacional, que
incidió en el descenso de las exportaciones iberoamericanas, como con la fuerte
elevación de los tipos de interés aplicados a los créditos y la interrupción de la
llegada de recursos financieros desde el exterior, lo que alteró las estructuras de
la balanza de pagos de todos los países. Todos estos factores se combinaron con
los desequilibrios propios de las economías iberoamericanas, que no habían sido
capaces de aprovechar el crecimiento precedente para crear unas estructuras
económicas sólidas que aseguraran la continuidad del desarrollo, y rápidamente
hizo aparición la crisis económica.
El síntoma más evidente fue el aumento desmesurado de la deuda externa, que
en poco tiempo alcanzó proporciones inusitadas como puede verse en el cuadro
19.2.
Los efectos de la crisis se hicieron notar en seguida en el interior de las diversas
naciones. De inmediato aumentó el desempleo, bajaron los salarios, se
incrementaron los impuestos y se redujeron drásticamente la inversión y la
capacidad productiva. En definitiva, se asistió aun descenso generalizado del
nivel de vida y con 'ello surgieron fuertes tensiones sociales y políticas. Sin
embargo, gracias a la aplicación de duras políticas de ajuste y al establecimiento
de nuevos acuerdos comerciales, la década de los noventa se inició con mejores
expectativas, y los claros indicios de reactivación que se observan hacen pensar
en una recuperación sostenida. Esta tendencia se ha plasmado ya en el
crecimiento de la actividad industrial y la expansión del comercio internacional e
interregional, aunque los beneficios siguen repartiéndose de manera desigual y
no han descendido los niveles de pobreza, lo que agudiza el debate actual sobre
la conveniencia de condonar la abultada deuda que todavía pesa sobre
Iberoamérica.
En relación con las soluciones abordadas en las últimas décadas para obtener
mejores resultados en el campo económico, uno de los sistemas defendido
primordialmente ha sido el de la cooperación económica o integración, que ha
pasado por diferentes etapas y en la actualidad conserva un gran dinamismo. En
líneas generales, y de acuerdo con los presupuestos del economista argentino
Raúl Prebisch, que fue su principal impulsor, los proyectos de integración
persiguen la formación de conjuntos de naciones de un mismo continente que,
mediante el establecimiento de vínculos de cooperación, solidaridad e
interdependencia, adquirirán la fuerza suficiente para lograr amplios beneficios
individuales y colectivos. Con tales presupuestos, en 1960 se firmó el Tratado de
Montevideo que daba paso al nacimiento de la Asociación Latinoamericana de
Libre Comercio (ALALC), formada por la mayor parte de los países y cuya meta
era llegar a la constitución de un mercado común a semejanza del que habían
comenzado a desarrollar los países de Europa occidental. El mismo año y con
idéntico objetivo apareció el Mercado Común Centroamericano (MCCA),
integrado por las naciones del istmo, que reflejaron en el Tratado de Managua
las premisas básicas para lograr el desarrollo de la región y estimular el
comercio recíproco entre sus miembros. El siguiente paso fue la fundación en
1969 del Pacto Andino, compuesto por Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y
más tarde Venezuela, que tenía por objetivo constituir una red de
interdependencias no sólo en el campo económico, sino también en el laboral, el
político, el científico y el cultural, aunque sus logros no han sido precisamente
espectaculares.
Los problemas que empezaron a manifestarse en la segunda mitad de los años
setenta impulsaron la aparición en 1975 del Sistema Económico Latinoamericano
(SELA), al que pertenecen todos los países y que pretende promover la
cooperación interregional, defender los intereses comunes y mejorar el poder de
negociación iberoamericano frente al resto del mundo. Por otro lado, la
búsqueda de una mayor flexibilización en el sistema de integración, llevó en
1980 a la firma de un nuevo Tratado de Montevideo, que creaba la Asociación
Latinoamericana de Integración (ALADI) en sustitución de la ALALC. Con ella se
trataba de reducir el número de acciones globales y sustituirlas por una amplia
gama de acuerdos parciales capaces de fomentar las políticas internas de
desarrollo y las relaciones comerciales con el resto del mundo, lo que ha sido
sumamente útil para el desarrollo económico. Junto a estas grandes
asociaciones, se han formado también otras más modestas con los mismos
objetivos, como la Asociación Caribeña para el Libre Comercio (CARIFTA),
compuesta desde 1968 por los Estados y territorios de la Commonwealth, y el
CARICOM, que se formó en 1973 con las naciones caribeñas de Jamaica,
Barbados, Haití, Bahamas, Trinidad, Tobago, Surinam y Guayana.
En la actualidad, la idea de la integración mantiene una gran vitalidad y han
surgido nuevas estructuras con el fin de modernizar los sistemas productivos y
lograr el despegue económico. Tal orientación impulsó la formación del Mercado
Común del Sur (Mercosur) en 1991 entre Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay,
o la formación del Grupo de los Tres (G-3), integrado por México, Colombia y
Venezuela. Incluso Estados Unidos ha pasado a formar parte de estos proyectos,
y así lo muestra la firma en 1992 del Tratado de Libre Comercio (TLC), o North
American Free Trade Association (NAFTA) con Canadá y México, que entró en
vigor en 1994.

4. EVOLUCIÓN POLÍTICA
En los años transcurridos desde la Segunda Guerra Mundial, las situaciones
políticas por las que han atravesado las naciones iberoamericanas han sido muy
diversas y en la mayoría de ellas se ha asistido a cambios, en ocasiones bruscos,
que les han impedido modificar el carácter inestable que les era propio desde
principios de siglo. Sin embargo, pueden destacarse algunos países que, en
medio de tan confuso panorama, han conseguido mantener una relativa
estabilidad política y la continuidad de los regímenes democráticos.
Dentro de este conjunto, uno de los mejores ejemplos es México, donde el
predominio lo continúa ejerciendo el Partido Revolucionario Institucional. La
etapa de crisis económica e inquietud social que se inició al término de la guerra,
como consecuencia del descenso de las exportaciones de materias primas y
alimentos, marcó la década de los años cincuenta, y únicamente se superó al
comienzo de la siguiente y sobre todo durante la presidencia de Gustavo Díaz
Ordaz (1964-1970), cuando se produjo un importante despegue de la economía
(el «milagro mexicano»), basado fundamentalmente en las inversiones
extranjeras. Sin embargo, los beneficios del desarrollo no se repartieron de
forma igualitaria, sino que se concentraron en unas pocas manos y se agudizó la
marginación y la pobreza, al tiempo que surgían continuos movimientos de
protesta que fueron duramente reprimidos, tal como lo muestra la matanza de la
plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968.
El autoritarismo de los años de Díaz Ordaz fue seguido por la posición más
populista de Luis Echeverría (1970-1976), quien, sin gran éxito, trató de acelerar
el crecimiento económico y corregir las desigualdades sociales, lo mismo que su
sucesor José López Portillo (1976-1982), que centró su programa de desarrollo
en las nacionalizaciones y las exportaciones de petróleo, aunque éstas
descendieron con la caída de los precios del crudo en 1981. Así, los problemas
económicos determinaron la elección del tecnócrata Miguel de La Madrid (1982-
1988), cuyo programa económico marcada mente neoliberal originó serios
desajustes, ya que las privatizaciones implicaron la reducción de puestos de
trabajo y del volumen de producción de la industria, con lo que descendió la
capacidad adquisitiva de los salarios, se agudizó el tenso clima social y el
empobrecimiento forzó a muchos trabajadores mexicanos a emigrar a Estados
Unidos.
Una cierta apertura política y un aparente intento de luchar contra la corrupción
se produjo cuando llegó ala presidencia Carlos Salinas de Gortari ( 1988-1994 ),
que, además de introducir cambios en el sistema electoral y en el interior del
PRI, facilitó la entrada de capitales extranjeros y aceleró las privatizaciones. Las
medidas en este sentido han tenido últimamente importantes repercusiones en la
adopción de cambios políticos, ya que la reducción del poder del Estado está
desmantelando las redes de poder patrimoniales y el sistema de clientelismo y
los ciudadanos reclaman cada vez una mayor participación política. Este aspecto
supone una de las principales cuestiones que debe abordar el actual presidente
Ernesto Zedillo, sin olvidar los preocupantes temas económicos que se le
plantearon nada más iniciar su mandato en 1994, cuando tuvo que aplicar un
programa económico de emergencia para reducir el gasto público y el déficit de
la balanza comercial provocado por la especulación financiera y la fuga de
capitales.
Por su parte, también Colombia presenta en los últimos tiempos un modelo
político de estabilidad institucional auspiciado por la alianza entre los dos
partidos tradicionales, liberal y conservador, que se unieron mediante el Pacto
Nacional en 1957 para terminar con la dictadura populista del general Gustavo
Rojas Pinilla (1953-1957) y repartirse el aparato del Estado. Se inició entonces
una etapa de claro dominio oligárquico y crisis económica debida sobre todo al
hundimiento de la agricultura cafetalera, que se prolongó durante toda la década
de los setenta, y alentó el desplazamiento de población campesina hacia las
ciudades, la intensificación de la guerrilla y el tráfico de drogas.
Los primeros indicios de recuperación aparecieron durante el mandato del
conservador Belisario Betancur (1982-1986), cuyas medidas económicas
-orientadas a limitar la inflación que estaba generando el flujo de narcodólares y
reducir las importaciones-produjeron una mejoría continuada. Sin embargo, no
han tenido el mismo resultado los esfuerzos para terminar con la violencia que
desde hace años asola la nación, bien sea provocada por los grupos guerrilleros
(Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Ejército de Liberación Nacional,
Ejército Popular de Liberación y M-19), con los que se firmaron en 1990
acuerdos de paz que, aunque limitaron en parte sus actividades, no lograron su
total desaparición, y todavía hoy el proceso de pacificación es una de las
prioridades del presidente Andrés Pastrana, o la generada por las actividades de
los «carteles» de la droga, que han penetrado en todo el entramado social y
siguen siendo uno de los grandes obstáculos para el desarrollo colombiano.
En Venezuela, el sistema democrático se asentó finalmente tras la caída de la ,
dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958), que dio paso al establecimiento
de una fórmula estable basada en la alternancia de los dos grandes partidos
nacionales: Acción Democrática (AD), de carácter nacionalista y progresista, y el
Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI), de tendencia
democratacristiana. La primacía de estos dos partidos se ha extendido ala gran
mayoría de los aparatos institucionales y los movimientos sociales, dando lugar
ala aparición de un importante clientelismo político favorecido por el crecimiento
del Estado. Sin embargo, en los últimos tiempos el modelo bipartidista parece
haber entrado en una etapa de declive que se aceleró a partir de 1989 con la
revuelta popular conocida como «el Caracazo» y la posterior destitución del
presidente Carlos Andrés Pérez (1989-1994). Es más, el triunfo en las elecciones
de 1993 del nuevo partido convergencia, creado por el ex presidente y fundador
del COPEI, Rafael Caldera, parece confirmar esta tendencia, que se ha
agudizado incluso tras la celebración de los Comicios de 1998 y la elección del
antiguo golpista Hugo Chávez. Pero la estabilidad política no ha tenido su
paralelo en el terreno económico, sino que, al contrario, en este aspecto
Venezuela se ha movido siempre en medio de serias dificultades, debido sobre
todo a la dependencia del petróleo ya la escasa planificación que se ha ejercido.
Consecuentemente, la crisis mundial del petróleo de 1982 significó para esta
nación una auténtica bancarrota que empobreció a amplios sectores de la
nación, hizo aumentar la violencia y alentó la corrupción política que parece
incapaz de superar.
También en la República Dominicana los procesos electorales se suceden con
regularidad a partir del momento en el que concluyó la dictadura de Rafael
Leónidas Trujillo. Sin embargo, la escena política ha estado dominada desde
1966 por el Partido Reformista y su principal líder, Jaoquín Balaguer, que ha
imprimido una línea conservadora muy clara y sus directrices han estado
abiertamente influidas por Estados Unidos. En la actualidad, el país adolece de
graves problemas sociales y económicos cuya solución debe abordar el actual
mandatario Leonel Femández, cuya elección en 1996 fue vista con cierta
esperanza de cambio aunque para muchos represente la continuidad del
balaguerismo.
Finalmente, también la pequeña república de Costa Rica mantiene durante la
segunda mitad del siglo un régimen político democrático sostenido por la
Constitución de 1949. El partido socialdemócrata y el democratacristiano se
alternan en el poder, configurando un sistema que convierte a esta nación en la
más estable de la zona.

4.1. LA CONTINUACION DEL POPULISMO


El ascenso y proliferación de los llamados movimientos populistas que
aparecieron en la década de los treinta, no se interrumpió durante los años
centrales del siglo, sino que, al contrario, en algunas naciones se desarrollaron
incluso con más fuerza que en la primera etapa y continuaron su evolución
durante un largo período de tiempo. Así, mientras en Perú el APRA siguió
extendiendo su influencia en la vida política del país, en Bolivia hacia 1952 nació
el Movimiento Nacional Revolucionario de Víctor Paz Estenssoro, con marcadas
connotaciones populistas y una confusa ideología nacionalsocialista y
antiimperialista que coincidía con el APRA en algunos de sus postulados. Al
tiempo, aparecieron también otros ejemplos de populismo más moderado, como
el ejercido durante el gobierno del coronel Carlos Ibáñez en Chile (1952., 1957),
el de Marcos Pérez Jiménez en Venezuela, el de Gustavo Rojas Pinilla en
Colombia (1953-1957) e incluso en Haití, donde un movimiento populista de
fuertes connotaciones raciales triunfó durante la presidencia de Dumarsais
Estimé (1946-1950). Con todo, el populismo más característico de esta época se
vivió sobre todo en dos países: Brasil, durante la segunda presidencia de Getulio
Vargas, y Argentina, donde se identifica con Juan Domingo Perón. Tras el
paréntesis que se abrió en 1945 con el golpe de Estado que interrumpió el
desarrollo del «Estado Novo» brasileño iniciado en 1937, de nuevo el populismo
patriarcal y protector volvió a implantarse en 1951 con el retorno de Getulio
Vargas al gobierno, que incluso acentuó en esta etapa la centralización política y
el autoritarismo. Sin embargo, aun contando con que tuvo que hacer frente a una
mayor oposición política, continuó incidiendo en la legislación social y dio
prioridad al desarrollo industrial mediante un fuerte proteccionismo de los
productos brasileños. Las medidas tomadas en este sentido y la ampliación de las
nacionalizaciones fortalecieron el intervencionismo estatal y la economía
dirigida, que en poco tiempo impulsó la industrialización. No obstante, la tensa
situación interna que entonces se vivió en Brasil llevó a Vargas al suicidio en
1954, aunque el populismo fue continuado por su sucesor, Juscelino Kubitschek
(1954-1960), quien también obtuvo destacados éxitos en el terreno económico.
Por lo que respecta a Argentina, la figura de Juan Domingo Perón comenzó a
sobresalir en medio de la agitación política a la que se asistió a principios de los
años cuarenta, cuando desde los diferentes cargos de gobierno que entonces
desempeñó demostró su capacidad para la movilización de masas. Así, gracias al
apoyo de los trabajadores y de los grupos populares urbanos, del ejército y de la
Iglesia, consiguió triunfar en las elecciones de 1946 como candidato del Partido
Laborista y comenzó a poner en marcha un profundo programa de reformas
económicas y sociales con las que pretendía modificar las estructuras de la
nación. El primer paso se orientó hacia la obtención del control del movimiento
político que lo sustentaba, y para ello creó un nuevo partido, denominado Partido
Único de la Revolución, que luego sería Partido Justicialista o Peronista. Desde el
punto de vista económico, utilizó las grandes reservas de oro acumuladas
durante la Segunda Guerra Mundial para desarrollar la industrialización, al
tiempo que fue acentuando el intervencionismo del Estado en la economía
mediante una amplia política de nacionalizaciones. Todo ello permitió obtener en
los primeros tiempos unos resultados económicos espectaculares, lo que, unido a
la popular y ambiciosa política social dirigida por su segunda esposa, Eva
Duarte, «Evita», contribuyó a fomentar la lealtad de las masas hacia el
presidente.
Sin embargo, en poco tiempo la política económica peronista originó una
acusada inflación que en seguida derivó en una profunda crisis, a la que hubo
que hacer frente con una serie de medidas que repercutieron gravemente sobre
la clase obrera. Estos problemas, unidos a las tensiones políticas internas, por la
oposición de la oligarquía y parte del ejército a las aspiraciones de Perón de
perpetuarse en el poder, obligaron a convocar elecciones en 1951, en las que
consiguió la reelección gracias a las movilizaciones populares y la propaganda.
En la segunda presidencia dio marcha atrás en muchos de los aspectos de su
programa inicial, de manera que emprendió una política económica impopular y
endureció la represión contra la oposición política. Así, Perón fue perdiendo
muchos de los apoyos con los que hasta entonces contaba: la burguesía, los
grupos nacionalistas, las organizaciones obreras, la Iglesia y el ejército -con los
que se enfrentó abiertamente-, y además en 1952 murió Eva Duarte y con ella
desapareció un pilar fundamental del régimen. De esta manera, fueron surgiendo
las condiciones idóneas para que en 1955 se produjera el golpe de Estado que
derrocó al general Perón.
Durante los años siguientes se sucedieron en Argentina una serie de gobiernos
civiles y militares incapaces de recuperar la convivencia pacífica y sacar al país
del marasmo económico. La tensa situación vivida entonces se hizo incluso más
difícil a raíz de la aparición hacia 1970 de los grupos guerrilleros y terroristas de
diversa tendencia: peronistas (los Montoneros), de izquierda (el Ejército
Revolucionario del Pueblo, ERP) o de extrema derecha (la Alianza Anticomunista
Argentina, Triple A). Las múltiples dificultades que determinaron aquella etapa
obligaron a abrir de nuevo la puerta al peronismo, que triunfó con sobrada
mayoría en las elecciones de 1973. Juan Domingo Perón volvió a ser nombrado
presidente de la República, y su tercera mujer, María Estela Martínez de Perón,
vicepresidenta. Sin embargo, apenas tuvo tiempo de instalarse en el gobierno y
emprender las primeras acciones, pues murió el 1 de julio de 1974. La sucesión
recayó en su esposa, que se apoyó en la extrema derecha e intentó aplicar un
programa políticamente autoritario y económicamente antilaboral, lo que, junto
ala intensificación de la violencia terrorista, desembocó en el golpe de Estado
militar de marzo de 1976.

4.2. TIEMPO DE REVOLUCIONES


Desde los años cuarenta se ha asistido en varias naciones iberoamericanas ala
formación y llegada al gobierno de movimientos de carácter revolucionario que,
guiados por el afán de destruir el poder de las antiguas oligarquías y la base
económica en la que basaban su hegemonía, en ocasiones han propiciado
cambios estructurales profundos.
Siguiendo un criterio cronológico, el primer país que en esta etapa asistió al
establecimiento de un régimen con tales características fue Guatemala, cuando
Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz entre 1944 y 1954 intentaron llevar a cabo su
programa de reformas, truncado por la intervención norteamericana. Le siguió
Bolivia, donde de 1952 a 1964 y de la mano del Movimiento Nacional
Revolucionario de Víctor Paz Estenssoro se intentó dar un vuelco a las arcaicas
estructuras del país, produciéndose una situación que participa también de las
características de los populismos. Pero el movimiento revolucionario más
importante de las últimas décadas tuvo lugar en Cuba. Allí, el descontento por el
autoritarismo de Batista y la presencia de Estados Unidos se canalizó a través de
la guerrilla promovida por Fidel Castro y el inicio de la guerra revolucionaria en
1957, que tuvo el efecto de terminar con la dictadura y conseguir que Castro
tomara el poder el 1 de enero de 1959.
Comenzó de esa manera el establecimiento en Cuba de un régimen
revolucionario de marcado contenido personalista que en poco tiempo derivó
hacia posiciones marxistas, debido sobre todo a los problemas con Norteamérica
y al apoyo que desde el principio prestó la URSS al castrismo. Sus principales
logros se sitúan en los campos sanitario y educativo, mientras que los puntos
más criticables son el desarrollo político, ya que la revolución pronto se convirtió
en un régimen autoritario en el que no tienen cabida las disidencias, y la política
económica, sujeta a constantes vaivenes e indecisiones sobre la prioridad del
desarrollo industrial o el agrícola. Ello provocó una profunda crisis económica,
agudizada por el bloqueo norteamericano y el cese de la llegada de la ayuda
soviética por la caída del muro de Berlín y los acontecimientos políticos de la
Europa del Este. Así, las dificultades internas se han visto agravadas por la
pérdida de los antiguos apoyos exteriores y el aislamiento, aunque en este
sentido las cosas parecen haber comenzado a ser algo distintas y se vislumbran
ciertos cambios, en lo que ha tenido una especial incidencia la visita del papa a
Cuba en 1998.
Un signo totalmente distinto al cubano tuvo la revolución que puso en marcha en
Perú el general Juan Velasco Alvarado (1968-1975), que llegó al poder mediante
lo que parecía un golpe militar clásico y, contra lo esperado, estableció un
régimen definido como nacionalista y humanista, implantando un extraño
anarco-militarismo que nacionalizó las más importantes empresas mineras
norteamericanas, promulgó una reforma agraria radical y transformó la industria
mediante un sistema de autogestión inspirado en la experiencia yugoslava. El
sistema contó con la colaboración de algunos sectores de la izquierda y funcionó
en un clima de plena libertad política hasta que terminó con él un nuevo
pronunciamiento militar.
La experiencia socialista chilena, que se inició en 1970 de la mano de la Unidad
Popular y Salvador Allende, constituye un punto de referencia obligado dentro
del marco de los procesos revolucionarios, tanto por el alcance de las reformas
iniciadas como por la importancia que tiene que por primera vez en una nación
iberoamericana se instalara un sistema socialista por la vía electoral. Sin
embargo, la radicalización de la reforma agraria emprendida por Allende, la
nacionalización de las riquezas mineras y la amplitud de los programas sociales,
inquietó a las clases medias ya Estados Unidos, que emprendieron el sabotaje
sistemático de la política de la Unidad Popular. Como resultado, ya se ha
indicado que en 1973 Chile era un país inmerso en el caos: se sucedían las
huelgas, las instituciones quedaron bloqueadas y existía un clima general de
inseguridad que preparó el camino para el golpe de Estado militar del 11 de
septiembre de 1973, auspiciado por la CIA y encabezado por el general Augusto
Pinochet, que inició una larga dictadura.
También Nicaragua, al concluir la dinastía de los Somoza en 1979 entró en un
proceso revolucionario dirigido por los miembros del Frente Sandinista de
Liberación Nacional, que, en cuanto se hicieron con el poder, pusieron en
marcha una serie de medidas políticas, sociales y económicas de corte socialista
que trastocaron las antiguas estructuras de la nación. Las principales
realizaciones del sandinismo, cuyo representante en el gobierno desde 1984 fue
Daniel Ortega, se sitúan en el campo sanitario y la escolarización, pero los logros
revolucionarios se vieron siempre frenados por la necesidad de hacer frente a la
guerra de la «contra» (grupo integrado por antiguos guardias somocistas que,
apoyados por Estados Unidos y desde la frontera de Honduras, crearon un clima
bélico en Nicaragua hasta 1990), la deficiente marcha de la economía, el bloqueo
norteamericano y los desequilibrios heredados de la época somocista.
Consecuentemente, el régimen sandinista fue perdiendo apoyos y ello hizo
necesario abrir el proceso político a la oposición, que ganó las elecciones de
1990 con Violeta Barrios de Chamorro. A ella le correspondió sentar las bases de
la democratización en la que se mantiene el país e iniciar una nueva época en la
que el sandinismo ya no es la primera fuerza política, como lo muestra la derrota
de Daniel Ortega en los comicios de 1996 y el triunfo de Amoldo Alemán.
En relación con el sandinismo, es interesante destacar el apoyo prestado por este
movimiento a otros grupos revolucionarios de Centroamérica, fundamentalmente
la guerrilla de Guatemala, que desde 1954 se enfrentaba a los sucesivos
regímenes militares que allí surgieron, y la de El Salvador. Sin embargo, para
contrarrestar esa influencia y terminar con la guerrilla, Estados Unidos ayudó
militar y económicamente a los gobiernos de esas naciones. El resultado de la
lucha de fuerzas fue la intensificación de la violencia en Centroamérica durante
toda la década de los ochenta y el hundimiento de los países implicados. Los
planes de paz elaborados para terminar con esta situación de guerra civil
comenzaron a ser efectivos muy recientemente.

4.3. EL MILITARISMO
Al iniciarse los años setenta, comenzó a extenderse por Iberoamérica una
corriente de autoritarismo que convirtió en episodios habituales los golpes de
Estado y dio una nueva hegemonía al estamento militar. En este proceso tuvo
mucho que ver el triunfo de la revolución cubana y su influjo en la aparición de
nuevos brotes revolucionarios y guerrilleros, que alertó a diversas esferas
sociales sobre la necesidad de luchar contra la expansión del comunismo con el
ejército como única arma eficaz. De esta manera, ya diferencia de épocas
anteriores en que lo característico fueron los levantamientos individuales, la
institución militar -el ejército como corporación-asumió el control de la vida
política y se convirtió en un elemento esencial de estabilización, utilizando para
ello la represión y la aplicación de una política económica ultraliberal defensora
de los intereses del capitalismo internacional.
Sin embargo, aunque el influjo de la revolución cubana mera el detonante de la
aparición de los regímenes militares en los años setenta, había países que
soportaban gobiernos de tipo dictatorial desde antes de que aquélla se
produjera. Tal es el caso de Nicaragua, que de 1937 a 1979 estuvo dirigido por la
dinastía Somoza, o Haití, donde la brutal tiranía establecida en 1957 por
Francois Duvalier fue continuada tras su muerte por su hijo lean Claude,
derrocado en 1986, y lo mismo puede decirse de Perú, que desde que en 1948
tomó el poder el general Manuel Odría y hasta 1980 vio sucederse a una serie de
gobiernos militares incapaces de frenar las tensiones sociales y lograr la
recuperación económica de la nación. Otro tanto sucedió en Ecuador, donde la
larga etapa comprendida entre 1944 a 1979 estuvo regida por diferentes
personajes de las fuerzas armadas que tampoco consiguieron resolver los
problemas sociales y económicos. Por contra, en Paraguay será una sola persona
quien detente el poder de 1954 a 1988: el general Alfredo Stroessner. Su férreo
régimen dictatorial se prolongó durante 35 años en los que no existió oposición
política de ningún tipo y en los que se abordó de manera amplia la
industrialización. Sin embargo, el hecho de que el proceso industrial se apoyara
sobre todo en las inversiones extranjeras a la larga incidió en la crisis económica
que afectó a la nación desde 1982, y que, junto a las tensiones sociales, las
disensiones dentro del Partido Colorado que sostenía al dictador y la oposición
de la Iglesia católica, provocó su caída.
Por su parte, los Estados centroamericanos de Honduras, Guatemala y El
Salvador, han vivido bajo regímenes militares desde la primera mitad del siglo
xx, y el proceso dictatorial se radicalizó en los años sesenta y setenta ante el
peligro de la aparición de brotes izquierdistas que comenzaron a surgir incluso
en el ejército. Así, como se ha dicho, la lucha contra la guerrilla ha provocado
una sangrienta guerra civil causante de la devastación de estas naciones que
todavía hoy viven una inestable paz y una alarmante situación social y
económica.
Por lo que respecta a Brasil, el populismo terminó bruscamente en 1964 cuando
el ejército derrocó al presidente Joao Goulart y se inició el régimen de los
generales brasileños que, alineados con Estados Unidos, ejercieron una dura
represión, especialmente hacia los sindicatos, los campesinos y los estudiantes,
que se manifestó sobre todo en la crueldad de los «escuadrones de la muerte»,
cuyos métodos pronto se repetirían en Chile y Argentina. Igual que en otros
países, se consiguió durante esta etapa un cierto desarrollo económico basado
fundamentalmente en las exportaciones estimuladas por los préstamos de países
extranjeros, a los que atraían los recursos naturales y el disciplinado gobierno de
Brasil. Sin embargo, a partir de 1974 y como consecuencia de la crisis mundial,
el progreso interno financiado desde el exterior se hizo más lento, la situación
general de la nación empeoró, se agravaron las tensiones sociales, y en 1979 el
régimen tuvo que aplicar medidas de apertura e iniciar la vuelta ala vía
democrática.
También en 1964, el derrocamiento de Víctor Paz Estenssoro en Bolivia dio paso
al establecimiento de un prolongado régimen militar en el que se sucedieron
diversos personajes, algunos sumamente represivos, como el general Hugo
Banzer (1971-1978), aunque su presencia en el gobierno no sólo no solucionó los
problemas del país sino que, al contrario, se agudizaron por las altas tasas de
inflación que ocasionó su política económica y la conflictividad social que
provocó.
Con el inicio de la década de los setenta surgieron las dictaduras del Cono Sur:
Chile, Uruguay y Argentina.
El régimen militar chileno del general Augusto Pinochet supuso un proceso de
características inéditas en la historia de Chile, tanto por su ruptura con todo el
proceso político desarrollado en la nación hasta entonces, como por su
prolongación en el tiempo, ya que, contra lo esperado, se extendió desde 1973 a
1989. El poder personal de Pinochet sobre las fuerzas armadas (basado en el
principio de la unidad de mando en los cuatro ejércitos) y sobre el aparato de
gobierno, fueron las bases esenciales del pinochetismo y la que permitió la
perpetuación del mandatario a pesar de las críticas recibidas desde la propia
Iglesia católica y la opinión pública europea y norteamericana, muy
sensibilizadas ante los atropellos a los derechos humanos que se cometían.
Gracias al endeudamiento con bancos extranjeros, se acometió el desarrollo de la
economía, sustentado en la privatización de gran parte de los sectores que se
habían nacionalizado con anterioridad y en los resultados de la agricultura de
corte capitalista en que se transformó al agro chileno. El coste social de la
política económica fue muy alto, ya que en poco tiempo se empobreció a vastos
sectores de las clases medias, obreras y trabajadores rurales que tuvieron que
emigrar a las ciudades, la que, a la larga, debilitó al régimen y fue la causa de
que Pinochet perdiera el apoyo popular en el plebiscito de 1989.
Rompiendo la tradición política del Uruguay, en 1973 los militares se instalaron
en el poder alegando la incapacidad del presidente para terminar con el clima de
violencia que había generado el terrorismo de los Tupamaros. Hasta 1985 las
fuerzas armadas dominaron la vida política uruguaya, amparándose en una
nueva Constitución que fue ampliamente rechazada por la mayoría del pueblo y
cuyo objetivo era consagrar el control militar sobre los futuros gobernantes.
Como resultado de la política aplicada en esta etapa, a mediados de los años
ochenta Uruguay padecía una enorme crisis económica, soportaba una deuda
externa de casi 5.000 millones de dólares y su sociedad se encontraba
conmocionada por el gran número de presos políticos y desaparecidos durante la
dictadura.
En Argentina, el nuevo período militar comenzó en 1976 cuando el poder fue
asumido por una Junta Militar que pretendía sacar al Estado de la
descomposición ala que le había llevado el peronismo, reorientar la política
económica y combatir la subversión de los grupos guerrilleros. Hasta 1983, se
asistió ala sucesión de tres presidentes militares (Jorge Videla, Eduardo Viola y
Leopoldo Galtieri), cuya errónea gestión financiera desarticuló todas las
estructuras productivas de la nación. Además, fueron torturados y asesinados
miles de argentinos, en un proceso de represión y crueldad que aún hoy tiene
una viva manifestación en las protestas de las «madres de la plaza de Mayo» y en
los continuos testimonios que paulatinamente surgen sobre lo sucedido con los
«desaparecidos». Ante la pérdida de fiabilidad y confianza en las fuerzas
armadas, así como la quiebra moral de las instituciones, los militares decidieron
aglutinar ala nación mediante un conflicto armado e iniciaron en 1982 la guerra
de las Malvinas contra Inglaterra, tras cuyo fracaso fue preciso favorecer el
retorno aun régimen civil y democrático.
Finalmente, tras la muerte de Ornar Torrijos, la pequeña república
centroamericana de Panamá estuvo gobernada desde 1983 a 1989 por el general
Manuel Antonio Noriega, que, para perpetuarse en el poder, movilizó el
sentimiento nacionalista y anti norteamericano de los panameños en relación con
la posesión de Estados Unidos de la zona del canal.

4.4. LA DEMOCRATIZACIÓN
Seguramente, la característica más destacada de la evolución política de
Iberoamérica en los últimos tiempos es la progresiva desaparición de las
dictaduras y el establecimiento de regímenes constitucionales, de manera que,
salvo Cuba, actualmente todos los países se desenvuelven dentro de unos
esquemas democraticos mas o menos consolidados. Los logros en este sentido
obedecen a causas muy diversas, tanto externas como internas, que se han
conjugado para desembocar en la actual situación política. , Entre las primeras,
es preciso destacar las modificaciones del contexto internacional. Así, hay que
tener en cuenta el ejemplo que han significado las transiciones de la dictadura a
la democracia que se produjeron en el sur de Europa (Portugal, España y
Grecia), tanto por su carácter pacífico como por provenir de un área de gran
influencia cultural en Iberoamérica, que convirtió aquellos procesos en modelo
aplicable al otro lado del Atlántico. Asimismo, la política internacional de defensa
de los derechos humanos inaugurada por el presidente Carter en Estados Unidos
y continuada por las Administraciones posteriores, que incluía el apoyo a la
instalación de regímenes democráticos en el sur del continente, significó
también, a pesar de sus ambigüedades, contradicciones y diferentes ritmos, un
cambio positivo importante respecto a la tradicional actitud norteamericana
proclive a los gobiernos dictatoriales. Finalmente, incidió también en ello el
hundimiento del sistema comunista en el Este de Europa y las reformas
introducidas en los países del área socialista, que ha dejado sin argumentos a los
ideólogos de la «seguridad nacional» y del anticomunismo.
En cuanto a las causas internas, son también muy variadas y, para muchos, las
que realmente explican el fin de las dictaduras. Como una de las principales, se
ha aducido la creciente demanda democrática manifestada últimamente en
Iberoamérica como consecuencia de las grandes transformaciones producidas en
la historia reciente (rápidos procesos de urbanización, industrialización, parcial
modernización del campo, expansión de la educación y de la información, etc.),
que han aumentado las aspiraciones de participación política, social, económica
y cultural, que sólo pueden canalizarse a través de un sistema democrático. Al
mismo tiempo, otro factor decisivo puede ser el proceso de moderación y
renovación de los partidos y tendencias de izquierda, alas que inspira ahora un
nuevo sentido del realismo más adecuado alas nuevas circunstancias, sin duda
influido por las derrotas de los gobiernos de izquierdas experimentadas en el
pasado, la dificultad de sobrevivir bajo los regímenes militares, el exilio y los
cambios en los regímenes de la Europa del Este.
Por otro lado, puede decirse también que las dictaduras cayeron porque las
razones que explicaron su ascenso habían desaparecido; es decir, dado que su
función primordial consistió en eliminar los movimientos populistas o los brotes
de violencia, una vez que, al menos aparentemente, éstos desaparecieron, fueron
incapaces de perpetuarse y dar respuesta a los nuevos problemas sociales y
económicos que se planteaban. Así se entiende que, por encima del resto de las
consideraciones, la causa primordial del fin de estos regímenes sea el fracaso de
su política económica y la caótica situación social que se generó, ya que casi
todos habían ofrecido una mejora de la situación económica a cambio de la
supresión de las libertades públicas, pero, en poco tiempo y merced a la confusa
administración, los recursos quedaron limitados y los gobiernos militares se
centraron en acciones puramente represivas, que aumentaron a su vez la
violencia. Sin olvidar la creciente división de las fuerzas armadas y la pugna en
las juntas militares por acaparar el poder político, que también propició su
debilitamiento.
El primer país que consiguió restaurar las libertades e iniciar una continuada
vida democrática fue Ecuador, donde la Junta Militar decidió en 1978 liberalizar
el régimen y redactar una nueva Constitución. Así, desde entonces se han
respetado las normas constitucionales, sucediéndose en el poder una serie de
gobernantes que se han enfrentado a las serias dificultades sociales y
económicas por las que aún hoy atraviesa la República y que han sido capaces de
crear tan enrarecida situación como para que en las elecciones de 1996 triunfara
un personaje como Abdalá Bucaram, que tuvo que ser destituido al año siguiente.
En Perú, el tránsito a la democracia se realizó en 1980 de la mano de Fernando
Belaúnde Terry; En estos años, han sido muchos los problemas de tipo político
que se han vivido en la nación, agudizados por las particulares decisiones de sus
gobernantes para solucionarlos. Así, los errores políticos de Alan Garcia (1985-
1990), único candidato del APRA que ha conseguido la presidencia, le hicieron
perder las elecciones en 1990, ser acusado de corrupción e incluso exiliarse en
Colombia, mientras que su sucesor, Alberto Fujimori, alteró el orden
constitucional con el «autogolpe» de 1992, que produjo una involución
institucional y una llamativa ruptura social. Sin embargo, a lo largo de las
últimas décadas la mayor dificultad de Perú ha sido intentar atajar las
actividades del grupo guerrillero maoista Sendero Luminoso que ha causado en
la nación una auténtica guerra civil, aunque tras el encarcelamiento de su líder,
Abimael Guzmán, en 1992, parece que se está controlando esta amenaza.
En Bolivia, la hostilidad de la población contra el régimen militar y la
degradación de la situación económica, obligó a la Junta Militar a restituir el
poder a los civiles en 1982. Sin embargo, el país cuenta con una serie de graves
problemas que limitan su desarrollo y de los que los principales son la crisis
económica, que genera profundas tensiones sociales, y los problemas originados
por el narcotráfico, que ha provocado serios enfrentamientos con Estados Unidos
ya que de Bolivia procede el 25 % de la cocaína que se consume en
Norteamérica. La crítica situación que atraviesa el país ha permitido que en las
elecciones de 1997 triunfara el antiguo dictador Hugo Banzer. También en 1982
se celebraron en Honduras las primeras elecciones tras un período de cierta
apertura política promovida por el régimen militar, que dio paso a un sistema
que se caracteriza por la alternancia entre liberales y conservadores. Ese mismo
año, y en medio de un clima de guerra civil que aún hoy se aprecia, se reinstauró
la democracia en El Salvador de la mano del partido Acción Republicana
Nacional (ARENA).
En Argentina, la vuelta al sistema democrático se inició en 1983 tras el fracaso
de la Junta Militar en la guerra de las Malvinas. El primer presidente
constitucional fue el candidato del Partido Radical, Raúl Alfonsin, quien practicó
una gran moderación en su intento de controlar a las fuerzas armadas y
perseguir a los responsables de la dictadura. La impopularidad que ello le
acarreó y su incapacidad para enfrentarse a la formidable crisis económica que
soportaba el país, propiciaron el retorno de los peronistas en 1989 con Carlos
Saúl Menem, que, contando con una gran ayuda exterior y aplicando una
impopular política de privatizaciones, ha conseguido una relativa estabilidad
económica a costa de postergar las demandas sociales que cada día se reclaman
con mayor insistencia.
El deterioro de la situación económica y el descontento social forzaron el fin de
la dictadura militar y la convocatoria de elecciones en Uruguay en 1985, siendo
elegido Julio María Sanguinetti, que en la actualidad detenta otra vez la
presidencia. El mismo año, y tras un proceso de democratización gradual
auspiciado por las fuerzas armadas, se celebraron las primeras elecciones en
Brasil y la llegada al gobierno de Tancredo Neves, considerado el padre de la
democracia brasileña. A su muerte, le sucedió el vicepresidente José Sarney,
quien en medio de fuertes dificultades económicas y políticas consiguió aprobar
en 1988 la Constitución de la Nueva República Federativa de Brasil, sobre la que
se ha apoyado la continuidad democrática y el desarrollo económico que
caracteriza a esta nación. Por su parte, la llegada a la presidencia del
democratacristiano Marco Vinicio Cerezo en 1986 significó la restauración de la
democracia en Guatemala. Tres años después, en 1989, finalizaba en Paraguay la
dictadura del general Stroessner, dando paso al gobierno del general Andrés
Rodríguez, que sentó las bases de la apertura democrática. También en 1989, el
general Pinochet comprendió que había perdido la confianza de la nación cuando
le fue negado el apoyo popular en el plebiscito convocado para solicitar su
permanencia en el poder hasta 1997. El cambio hacia la vía constitucional era ya
inevitable, y el encargado de hacerlo realidad fue el democratacristiano Patricio
Aylwin. Sin embargo, Pinochet ha continuado ejerciendo una gran influencia en
la vida política chilena como senador vitalicio y su figura es actualmente objeto
de una fuerte polémica nacional e internacional, como lo muestra el proceso ge
extradición al que se encuentra sometido en Londres, acusado de crímenes
contra la humanidad. Por último, también en Panamá se restableció la
democracia en 1990 tras la intervención de los marines norteamericanos para
derrocar al general Noriega, y el mismo año regresó a Haití el presidente Jean
Bertrand Aristide, que había sido depuesto por un golpe de Estado en 1991.

CAPÍTULO 20: EL MUNDO ASIÁTICO-AFRICANO, DESDE EL PROCESO


DESCOLONIZADOR HASTA NUESTROS DÍAS
Por RICARDO M. MARTIN DE LA GUARDIA y GUILLERMO A. PÉREZ
SANCHEZ
Profesores Titulares de Historia Contemporánea, Universidad de
Valladolid

1. LA CONSOLIDACIÓN DEL DESPERTAR ASIÁTICO-AFRICANO EN LA


SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX
Si durante la primera mitad del siglo xx empezaron los pueblos asiáticos y
africanos a tomar conciencia de su propia identidad, el despertar asiático-
africano se consolidó después de la Segunda Guerra Mundial. A partir de ese
momento se hizo imparable el proceso descolonizador, amparado por la Carta del
Atlántico de agosto de 1941, en especial por su punto tercero. Una vez terminada
la guerra, los pueblos colonizados esperaron el impulso al proceso y la obtención
de la independencia de todas las colonias como proclamaba la Carta de la ONU.
Pero el inicio de la descolonización no se arbitró en la ONU, sino en la cumbre de
Bandung (Indonesia), del 17 al 24 de abril de 1955, donde se reunieron 29 países
asiáticos y africanos. Convocada por los países del grupo de Colombo (Indonesia,
India, Pakistán, Ceilán y Birmania), Sukarno y Nehru destacaron como
principales dirigentes en este gran acto de soberanía política y autoafirmación
nacional.
La Conferencia de Bandung fijó los objetivos de las nuevas naciones
independientes en el concierto mundial y animó el proceso descolonizador en
curso, tal como quedó establecido en los cuatro puntos de la «Declaración sobre
los problemas de los pueblos dependientes» y en el programa de los «Diez
principios» sobre los derechos civiles, socio económicos y políticos. Fue, no
obstante, en el rechazo al colonialismo y en la reivindicación de un nuevo orden
internacional donde las bases de Bandung resultaron más operativas al poner en
marcha el llamado «neutralismo activo», institucionalizado en el movimiento de
los países no alineados. Con todo, los principios impulsores de la cumbre de
Bandung no pasaron de las buenas intenciones en lo relativo al desarrollo
político y socio económico de estas nuevas naciones, pues no se erradicaron los
estigmas de la pobreza o el analfabetismo, ni se alcanzaron tampoco niveles
óptimos de respeto de los derechos humanos.
Unos años después, al iniciarse la década de los sesenta, las Naciones Unidas
dieron un nuevo impulso a la descolonización al aprobar una «Declaración sobre
la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales» (Resolución
1514 -XV-, de 14 de diciembre de 1960). En ella declaraba la ONU el derecho
inalienable de todos los países todavía colonizados a «ejercer pacífica y
libremente su derecho a la independencia», por lo que debían traspasarse «todos
los poderes a los pueblos de esos territorios, sin condiciones ni reservas, en
conformidad con su voluntad y sus deseos libremente expresados, y sin distinción
de raza, credo ni color, para permitirles gozar de una libertad y una
independencia absolutas». A partir de ese momento, el proceso descolonizador
avanzó vertiginosamente, sobre todo en el continente africano.
Coincidiendo con el fin del colonialismo, la ONU se fue ampliando, y en 1975 la
nómina de países miembros casi se había multiplicado por tres desde el
momento fundacional. Los países del Tercer Mundo aspiraron entonces a
cambiar el orden internacional salido de la posguerra con el propósito de
convencer al mundo de que mantener la división norte-sur era condenar a la
humanidad aun conflicto permanente. El propósito de los países del sur o del
Tercer Mundo era crear un «nuevo orden económico» (enterrando el fundado en
1944 en Bretton Woods) que les facilitase entrar en una fase de desarrollo y
modernización de sus estructuras socioeconómicas. Para impulsar dicho objetivo,
estos países formaron en 1963 el «Grupo de los 77», logrando que la ONU
pusiera en marcha la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el
Desarrollo (CNUCED-UNCTAD). Sin embargo, en 1974, en plena guerra fría, las
divisiones en el seno de Naciones Unidas impidieron la puesta en marcha de la
«Declaración y el Programa de Acción sobre el Establecimiento de un Nuevo
Orden Económico Internacional» que la mayoría de los Estados de la ONU había
apoyado.
Con el paso del tiempo siguió pendiente gran parte de los ideales que
acompañaron el proceso descolonizador y la toma de conciencia de los nuevos
países independientes asiático-africanos. La mayoría de los habitantes de estos
pueblos sufría grandes lacras en sus condiciones de vida y de trabajo, y la
aplicación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos era para ellos
una utopía. Desde el final de la guerra fría los ámbitos asiáticos y africanos no
han dejado de cobrar importancia en la nueva realidad mundial, tanto
demográfica como culturalmente, sin olvidarnos de su permanente potencial
conflictivo en determinadas zonas de fricción, que muestran unas relaciones
internacionales en permanente tensión en estos últimos años del siglo XX.

1.1. LA EVOLUCIÓN DE ASIA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX


El Lejano Oriente: diversidad en el proceso de modernización Asia oriental o
Extremo Oriente engloba a naciones -como Japón, las dos Coreas o China-que
después de la Segunda Guerra Mundial tomaron caminos de muy distinto signo y
resultado a la hora de su modernización política y socioeconómica. Así, nos
encontramos, por una parte, con el modelo socialista de partido único, como
sucedió en China o Corea del Norte; y por otra, con el sistema de la democracia
capitalista de Japón y, a menor escala, de Corea del Sur.
La época de poder personal de Mao Tse-tung en China pasó por cinco grandes
fases. La primera se desarrolló entre 1949 y 1957, y en ella el Partido Comunista
logró hacerse con todo el poder, a través de la práctica del terror indiscriminado,
promulgando en 1954 la Constitución de la República Popular. En las relaciones
exteriores, estos años estuvieron marcados por la firma del tratado de «amistad,
alianza y asistencia mutua» con la URSS, por la ayuda prestada a los
norcoreanos durante la guerra de Corea, o por el «restablecimiento» de la
soberanía china en el Tíbet; en el campo socioeconómico, la entrada de vigor del
primer plan quinquenal (1953-1957) supuso el punto de arranque del proceso de
estatalización de la economía en todos los aspectos. La segunda fase, entre 1958
y 1962, se definió como «el gran salto adelante». El experimento pretendió
cubrir todo un plan quinquenal en sólo dos años, pero el resultado no pudo ser
más desastroso desde el punto de vista económico, sobre todo en la agricultura.
Los años comprendidos entre 1963 y 1965 corresponden a la tercera fase en la
evolución del socialismo en China, durante los cuales una “mueva política
económica” prestó especial atención al sector agrícola y cambió las prioridades
industriales para potenciar la industria ligera. Entre 1966 y 1969 tuvo lugar la
cuarta fase, conocida como la «revolución cultural»: fue una época de lucha
encarnizada por el poder que Mao, convertido en el «Gran Timonel», aprovechó
para purgar y depurar por completo el partido, el gobierno y la Administración, y
potenciar el culto a su personalidad.
La quinta y última fase corresponde a los últimos años de Mao, de 1970 a 1976.
En este período se produjo un nuevo intento de «reconstrucción nacional», sobre
todo en la economía. Se prestó especial atención a la agricultura, al permitir a
los campesinos el acceso a parcelas de tierras individuales. En la política
exterior, la República Popular de China consiguió en estos años un gran éxito en
las relaciones internacionales: el 26 de febrero de 1971 ingresó en la ONU,
pasando a formar parte como miembro permanente de su Consejo de Seguridad.
Sin embargo, el final de la época de poder personal de Mao coincidió con la
revitalización del principio de la "ducha de clases", y con la modificación
constitucional de 1975. Poco tiempo después, el 9 de septiembre de 1976, moría
Mao y, en julio de 1977, Deng Xiaoping era rehabilitado. A renglón seguido
comenzó la «desmaoización» del país, proceso que debía suponer el comienzo de
una nueva época en China.
Desde finales de los años setenta, el Lejano Oriente ha sido una zona de conflicto
permanente y China su principal protagonista. Dos años después de la
desaparición de Mao, el Partido Comunista chino, controlado por Deng Xiaoping,
impulsó una serie de cambios que afectaban, sobre todo, a la estructura
económica del país, al avanzar por la senda de la llamada «economía socialista
de mercado»; como el partido siguió controlando todo el poder, se produjo una
ola de protestas ciudadanas con el objetivo común de abrir el proceso de la
reforma política -la llamada «primavera de Pekín» de 1989-, hasta que la
intervención del Ejército Popular en la plaza de Tiannanmen, el 3 de junio de
1989, apagó todos los focos de oposición y cerró el tímido proceso de apertura
política esbozado durante esa década. En las relaciones internacionales, China,
una vez normalizadas en 1989 sus relaciones con la Unión Soviética, tenía
planteados importantes problemas, tales como la «cuestión del Tíbet» o Taiwan,
y no deja de hacer ostentación de poderío bélico en su zona de influencia
geopolítica e incluso en otras regiones del sur potencialmente conflictivas: la
península de Corea, el subcontinente indostánico, Camboya o el Medio y Próximo
Oriente.
Después de la Segunda Guerra Mundial, en 1948, la península de Corea quedó
dividida en dos Estados antagónicos. El paralelo 38 todavía recuerda que la
herencia de la guerra fría mantiene viva la separación artificial de la península
de Corea en dos Estados cuyos pilares reproducían los modelos de las dos
superpotencias. Después del conflicto bélico y el establecimiento de la paz en el
verano de 1953, la autodenominada República Popular Democrática de Corea
afianzó las bases de poder propias de un Estado socialista y el V Congreso del
Partido de los Trabajadores, celebrado en noviembre de 1970, definió las pautas
del que se entendía que debía ser un desarrollo institucional y económico
definitivo. Esto se logró con la aprobación dos años después de la Constitución,
cuyo órgano máximo de poder era en teoría la Asamblea Suprema Popular,
aunque en la práctica la centralización del poder recayó en Kim II Sung, líder de
la independencia y hombre fuerte del régimen.
Las características de la vida del Japón después de la Segunda Guerra Mundial
han sido el buen funcionamiento del sistema democrático representativo de tipo
occidental fundamentado en la Constitución de 1947, su estabilidad política y el
óptimo desarrollo y modernización socioeconómicos. Todo ha hecho posible la
solidez del aparato del Estado y, además, la práctica del bipartidismo entre el
Partido Liberal Democrático -que controló la vida política del país durante
décadas-y el Partido Socialista. En cuanto a las medidas socioeconómicas, en el
sector primario se acometió en la segunda mitad de los años cuarenta una
reforma agraria que derogó el tradicional sistema de arrendamientos rústicos y
facilitó el reparto de tierras; al mismo tiempo se modificó ampliamente la
normativa de los sectores industrial y terciario. Con estos fundamentos Japón
consiguió tal poderío económico que a finales de los años sesenta era ya una
potencia. Las razones explicativas son múltiples y están estrechamente
relacionadas. Entre las de índole interno podemos resaltar la gran disponibilidad
de mano de obra barata y eficaz; las enormes posibilidades de movilidad en una
sociedad abierta; un mundo empresarial sentido como algo propio tanto por
directivos como por trabajadores; una estructura económica dual, con la
convivencia armoniosa de un sector tradicional y de otro moderno e integrado en
los sectores punta con una elevada concentración industrial; y, por último, una
gran capacidad de ahorro de todos los sectores sociales con el objetivo de
coadyuvar aun mejor desarrollo socioeconómico.
En Corea del Sur, la transformación socioeconómica del país llevó aparejada una
evolución política convulsa por las dictaduras más o menos enmascaradas que
han jalonado su historia desde la independencia. Al finalizar la década de los
cincuenta el gobierno no había sido aún capaz de armonizar la vida del país, por
lo que en 1960 se produjo un cambio de orientación. Después de un brevísimo
lapso de tiempo, el tímido proceso hacia la democratización se vio rápidamente
frustrado por un golpe de Estado en mayo de 1961. El nuevo poder constituido
pretendió normalizar la vida política dentro de una línea anticomunista y de
colaboración con Estados Unidos, además de potenciar la industria nacional, y no
dejó de mediatizar en lo sucesivo la evolución del país.

El sureste asiático: una zona en permanente convulsión sociopolítica


El escenario de los trágicos acontecimientos de la historia reciente de Indochina
ha sido el territorio vietnamita, partido en dos según las áreas de influencia de
las superpotencias. En el Norte, el objetivo fue la edificación del Estado
socialista con la puesta en marcha del proceso de colectivización forzosa de los
medios de producción, aunque la vida cotidiana estuvo marcada por la guerra.
Las fuerzas comunistas, apoyadas por el Norte, no aceptaron en ningún
momento la división del país y se agruparon en un autodenominado Frente de
Liberación Nacional para hostigar con insistencia al régimen anticomunista de
Saigón. Para resistir los embates, las autoridades survietnamitas entraron en un
proceso de dependencia cada vez mayor respecto a Estados Unidos, quien ya en
1962 había creado un Mando de Asistencia Militar con apoyo material y humano.
La evolución de los acontecimientos obligó al gobierno estadounidense a aceptar
en 1968 el inicio de conversaciones con todas las partes implicadas, si bien la
guerra continuó e incluso alcanzó sus cotas más destructivas entre 1969 y 1972.
El 27 de enero de 1973 se llegó a un acuerdo de paz que puso fin a la guerra y
creó un Consejo Nacional de Reconciliación y Concordia. No obstante, Vietnam
del Norte, apoyado por la Unión Soviética y China, continuó el enfrentamiento
bélico hasta el 30 de abril de 1975, fecha en que las tropas comunistas entraron
en Saigón, rebautizada como Ciudad de Ho Chi Minh: la unificación del país a
través de la vía socialista era ya un hecho en 1976, cuando se proclamó la
República Democrática Popular de Vietnam.
En Camboya, país reconocido como Estado independiente en 1954, la estabilidad
política de los primeros años de independencia se rompió a causa del conflicto
vietnamita. El golpe de Estado de 1970 estableció un régimen republicano que
estrechó lazos con Estados Unidos con el objetivo de atajar la amenaza
comunista. Para contrarrestar estos planes, Sihanuk concertó una alianza con los
comunistas vietnamitas y laosianos, y desde Pekín formó el Frente Unido
Nacional, cuyas fuerzas armadas llegaron a controlar los dos tercios del
territorio nacional en 1973. Sin embargo, la guerrilla del Khmer rojo no dejó de
avanzar desde el norte hacia la capital y en diciembre de 1975 proclamó el
Estado Democrático de Camboya-Kampuchea, procediendo a la eliminación de
todo enemigo e instaurando un régimen de terror, que produjo en los cuatro años
de vigencia del régimen entre uno y dos millones de muertos. Durante los años
ochenta, Camboya siguió inmerso en una permanente guerra de guerrillas entre
las distintas facciones locales y el ejército vietnamita, que se retiró del país en
1986. Sólo en mayo de 1991 se alcanzó un precario acuerdo de alto el fuego
entre todas las partes en conflicto.
En el sureste asiático insular destacó la evolución de Indonesia, en donde el
movimiento nacional indonesio de Sukarno proclamó en agosto de 1945 la
independencia del país. Las deseos de los nacionalistas chocaron con los de la
antigua metrópoli y dieron lugar entre 1947 y 1949 a un conflicto bélico. Gracias
a la ONU ya la clara disposición de Estados Unidos a favor de la independencia
del país asiático, el gobierno holandés aceptó la soberanía de Indonesia en los
acuerdos de La Haya de agosto de 1949. Tras la independencia y después de la
experiencia «socialista» de Sukarno, el general Sukarto se hizo con el poder en
1966. Durante los más de treinta años de poder personal de Sukarto el régimen
ha sido incapaz de resolver adecuadamente los graves problemas tanto
socioeconómicos como políticos que han lastrado hasta nuestros días el
desarrollo y la estabilidad de Indonesia de manera permanente.
El subcontinente indostánico: un mosaico en permanente conflicto
La independencia del antiguo Raj británico concebida en la medianoche del 14
de agosto de 1947, llevó aparejada la escisión del subcontinente en dos Estados:
la Unión India, de mayoría hindú, y el Pakistán musulmán. Ello no impidió la
proliferación inmediata de otros conflictos permanentes entre comunidades,
especialmente virulentos en las regiones del Punjab, Bengala o Cachemira,
repartidas entre la India y Pakistán. La Unión India se articuló como un Estado
democrático, recogiendo en la Constitución de 1950 la idea de la unidad en la
diversidad sobre la base de la democracia, la libertad, el laicismo y la igualdad.
Desde la independencia india, y concretamente desde las primeras elecciones de
1952, el Partido del Congreso capitaneado por Nehru, y después de su muerte
por su hija, Indira Gandhi, siempre tuvo como gran objetivo nacional-lograr la
estabilidad institucional y conseguir la modernización socioeconómica del país.
Sin embargo, los largos años en el poder desgastaron considerablemente al
Partido del Congreso y en las elecciones de 1977, por primera vez desde la
independencia, triunfó una coalición de organizaciones conservadoras, el Janata
o «partido del pueblo». En ese momento comenzó en la India una etapa de
inestabilidad política que contribuyó a agravar los problemas estructurales y
socioeconómicos padecidos por el país, sin olvidar los de tipo religioso o
nacionalista, muy radicalizados, como se demostró con el asesinato de Indira
Gandhi.
La evolución de Pakistán se ha caracterizado por la ausencia de instituciones
democráticas firmes, lo que ha facilitado desde muy pronto el recurso al golpe de
Estado y el establecimiento de dictaduras militares. Incapaces éstas, a su vez, de
frenar la inestabilidad institucional o la oposición entre las dos partes del país, el
Pakistán occidental y el Pakistán oriental o Bengala oriental, pronto comenzó
ésta a criticar al gobierno por su trato desigual a cada parte del país. El
agravamiento de las diferencias culturales a pesar de la común tradición
musulmana, y la negativa a aceptar una autonomía real con amplias
prerrogativas, enconaron las actitudes de los dirigentes orientales, que no
dudaron en 1971 en proclamar la plena soberanía del Pakistán oriental o Bangla-
Desh. Pakistán no reconoció la independencia y se lanzó ese mismo año a una
guerra que terminó en derrota y consumó la secesión de la parte oriental del
país. Pakistán concentró entonces sus esfuerzos en la puesta en marcha de un
proceso constituyente para normalizar la vida política: para ello, el Partido del
Pueblo de Bhutto, que había salido victorioso de las elecciones de 1970, elaboró
una carta magna finalmente aprobada en 1973. A pesar de esta Constitución, el
descontento generalizado por la penuria económica y la influencia militar en
todos los estamentos político-institucionales, creció desmesuradamente con la
ley marcial impuesta para todo el país en 1977, y que tampoco contribuyó a
resolver satisfactoriamente los graves problemas que venía padeciendo el país.
Durante los años ochenta y noventa no perdió esta parte de Asia su potencial
conflictivo. Quizá sea en estas regiones donde mejor se perciben los desajustes
del proceso de descolonización ante los sucesivos fracasos de los planes de
desarrollo y modernización llevados a cabo. Para empezar, en esta parte del
mundo asiático no se ha conseguido erradicar el subdesarrollo, situación
especialmente grave en los considerados «países empobrecidos» (por ejemplo,
Bangla-Desh, Nepal, Bhutan, Myanmar o Laos). Además, el subcontinente
indostánico sigue viviendo en un permanente equilibrio inestable debido a una
sucesión sinfín de conflictos de todo tipo: bélicos -como los derivados de las
disputas entre Pakistán y la India, la «cuestión de Cachemira» , la «secesión» de
Bangla-Desh o la actuación de la guerrilla tamil en Sri Lanka-, pero también
socioculturales, motivados por los enfrentamientos intercomunitarios de
musulmanes e hindúes en Pakistán, la India o Bangla-Desh, países amenazados
por el virus del fundamentalismo religioso.

Asia suroccidental: el Oriente Medio turco e iraní, entre la tradición y la


modernización
Gracias al proceso de modernización política, social y económica impuesto en
Turquía desde hacía décadas, la vinculación de este país con el mundo occidental
después de la Segunda Guerra Mundial no se hizo especialmente traumática: en
1952 formalizó su adhesión ala OTAN, y pretendió, aunque sin éxito hasta el
momento, su plena integración en las Comunidades Europeas; cuestión que se
complicó con la crisis de Chipre, motivada por el enfrentamiento en los años
sesenta entre las comunidades griego-chipriota y turco-chipriota. En política
interna, Turquía no ha dejado de vivir situaciones comprometidas, ya que el
funcionamiento de la democracia parlamentaria se ha visto mediatizado por las
épocas de poder personal o de dictaduras civiles encubiertas en los años
cincuenta, así como por golpes de Estado de las fuerzas armadas en 1960 yen
1980, con las consiguientes reformas del ordenamiento constitucional.
Irán se convirtió después de la Segunda Guerra Mundial en un país importante
del Medio Oriente, tanto desde el punto de vista económico como, sobre todo,
militar; sin embargo, todavía no terminó de modernizar sus estructuras sociales.
El proceso se complicó en la década de los setenta, sobre todo, por motivos
económicos. Toda la oposición religiosa y política al régimen del sha aprovechó
la situación para desestabilizar Irán. La revuelta popular -auténtico movimiento
social-hizo suya la principal consigna de los clérigos chiitas de «derribar la
monarquía de los sha Pahlevi» e instaurar la República, consigna que también
aceptó la oposición política. El resultado de la movilización no se hizo esperar: el
16 de enero de 1979 el sha salía del país; el 1 de febrero el ayatola Jomeini
regresaba a Irán, y el 11 de febrero de 1979 el Consejo Revolucionario Islámico
se hizo con todos los resortes del poder. Finalmente, el 1 de abril de 1979 era
proclamada oficialmente la República Islámica de Irán, cuyos primeros retos
consistieron en reafirmar en la sociedad los valores del «fundamentalismo»
islámico y combatir todo lo «ateo y extranjerizante» en el país y en todo el Islam.
Fue a partir del giro de los años ochenta cuando el Oriente Medio se convirtió
también en zona de fricción de importancia internacional. Después del triunfo de
la revolución islámica iraní, el régimen de los ayatolas comenzó su exportación a
todos ii los países de la zona y en primer lugar a Irak para derrocar al régimen
de Sadam Hussein, considerado como «ateo, enemigo del Islam y del pueblo
iraquí». La situación desembocó en septiembre de 1980 en guerra abierta entre
ambos países: esta primera crisis del golfo duró ocho años, hasta que el 20 de
agosto de 1988 entró el vigor el alto el fuego impuesto por la ONU. La firma del
armisticio supuso un duro golpe para el régimen de Sadam Hussein, mientras
que, por el contrario, el régimen del ayatola Jomeini salió fortalecido del
conflicto. A partir de septiembre de 1979, con la invasión de Afganistán por parte
del Ejército Rojo, este país entró en una etapa convulsa favorecida por el
enfrentamiento de los muyahidines contra las tropas soviéticas, que a lo largo de
los años ochenta terminó por convertirse en guerra civil, decantada
paulatinamente a favor de los fundamentalistas islámicos.

Asia suroccidental: el Próximo Oriente árabe y la "cuestión de Palestina"


La evolución del Próximo Oriente ha estado marcada de forma indeleble por el
conflicto árabe-judío a propósito de Palestina. El origen próximo de la «cuestión
de Palestina» puede fecharse en 1947, momento en el cual la ONU acordó la
partición de Palestina entre árabes y judíos. La resolución de la ONU no fue
aceptada por los representantes de los árabes de Palestina ni tampoco por las
demás naciones árabes de la zona, pero sí fue aprobada mayoritariamente por
las autoridades judías, quienes aprovecharon el vacío de poder creado al
retirarse las tropas británicas de Palestina para proclamar unilateralmente el 14
de mayo de 1948 el Estado de Israel.
La decisión judía desencadenó la primera guerra árabe-israelí, cuyo desenlace
fue totalmente negativo para las aspiraciones árabes: al decretarse el armisticio
el 8 de enero de 1949, el nuevo Estado israelita dominaba el 78 % del territorio
de Palestina, mientras que Cisjordania y Gaza pasaron a ser controladas por
Jordania y Egipto. Inmediatamente, en el mismo año, las autoridades judías
lograron que la ONU reconociese el Estado de Israel. Pero los aires de guerra
abierta llegaron de nuevo a la zona en 1956 con motivo de la crisis del canal de
Suez. Años más tarde, en junio de 1967 , Israel lanzó un ataque preventivo -la
«guerra de los Seis Días»contra los países árabes de la zona, logrando el control
de los altos del Golán, Cisjordania, Gaza y la península del Sinaí. En octubre de
1973, precisamente el día del Yom Kippur, los países árabes lanzaron una
ofensiva militar contra Israel, pero no consiguieron sus objetivos y el ejército
judío conservó las zonas de seguridad tal como habían quedado después de la
guerra de los Seis Días. Si en la cumbre de jefes de Estado árabes celebrada en
Jartum (Sudán) en agosto de 1967 se llegó al acuerdo de mantener el rechazo a
la existencia del Estado de Israel, la unanimidad no se consolidó al negociar
Egipto directamente con el Estado judío para resolver su conflicto bilateral. Sólo
con los acuerdos de Camp David de 1978 se hicieron posibles la firma de la paz
definitiva entre Israel y Egipto en 1979 y la restitución total de la península del
Sinaí en 1982.
Si la negativa de los Estados árabes a reconocer la existencia del Estado de
Israel no ayudó al éxito de la causa árabe en Palestina, la evolución de los
acontecimientos tampoco lo hizo. En 1964 se había creado la Organización para
la Liberación de Palestina (OLP), pero la situación de virtual desamparo
internacional que venía sufriendo sólo se quebró cuando la ONU le concedió la
condición de «movimiento nacional» y posteriormente, en 1974, la de miembro
«observador» de Naciones Unidas. Este primer reconocimiento, además de la
perseverancia de Yasser Arafat, la lucha de los fedayines palestinos o la
resistencia puntual de la población a partir de 1976 con la celebración del «día
de la Tierra», y más tarde, a finales de los años ochenta, con la intifada,
contribuyeron a mantener viva la aspiración nacional de este pueblo. Una
consecuencia directa del conflicto árabe-israelí fue la guerra civil que comenzó
en Líbano en 1975, ya que la «palestinización» del país influyó radicalmente en
el enfrentamiento armado entre comunidades.
Sólo a partir de finales de la década de los ochenta, después de cuarenta años de
enfrentamientos directos entre judíos y árabes, entró el problema de Palestina en
fase de solución. En 1991, la diplomacia internacional, col} Estados Unidos y la
Unión Soviética al frente, lograba un gran éxito al reunir en Madrid (30 de
octubre de 1991) una Conferencia de Paz para el Oriente Próximo. Durante cinco
días, y en función de las resoluciones 242 y 338 de la ONU, las delegaciones
participantes negociaron en virtud de la vieja fórmula «paz por territorios». La
segunda fase de la conferencia tuvo lugar en Washington, durante el mes de
diciembre de 1991. Finalmente, se llegó aun acuerdo sobre concesión de
autonomía para la Franja de Gaza y Cisjordania, que abría el camino para una
futura devolución de territorios y que fue firmado en washington el 13 de
septiembre de 1993; días antes, el 9 de septiembre, se había dado otro paso
importante hacia la paz en la zona con el reconocimiento mutuo y explícito entre
el gobierno de Israel y la OLP, proceso al que se adhirió seguidamente la
Jordania del rey Hussein. Posteriores contactos bilaterales hicieron posible el
llamado «compromiso de Oslo» entre ambas partes, del cual salió un nuevo
acuerdo, firmado en Washington en 1995, que establecía la retirada del ejército
israelí de los territorios autónomos, ampliaba la autonomía a otros siete
municipios de los antiguos territorios ocupados -además de Gaza y Jericó-, y
disponía la celebración de elecciones para elegir al Consejo Nacional Palestino y
al presidente de los territorios autónomos, proceso que consolidó a Arafat como
máximo dirigente. Sin embargo, los acontecimientos vividos en Israel a partir del
otoño de 1995 (empezando por el asesinato de Isaac Rabin) demuestran el
equilibrio inestable en el que descansa el inacabado proceso de paz entre árabes
e israelitas en relación con Palestina.
A los conflictos tradicionales motivados en esta zona por el enfrentamiento
secular entre los pueblos árabes y el Estado israelita se ha añadido otro nuevo a
principios de los años noventa: la segunda crisis del golfo, que enfrentó a Irak
con Kuwait y la propia comunidad internacional. La agresión del ejército de
Sadam Hussein al pequeño emirato kuwaití en agosto de 1990 llevó a la
comunidad internacional, incluidos los pueblos árabes, a articular por medio de
la ONU una respuesta en consonancia con el ataque producido: el Consejo de
Seguridad de Naciones Unidas condenó la invasión de Kuwait e instó de forma
categórica a Irak a retirarse inmediatamente de ese país. El 17 de enero de
1991, ante la falta de respuesta de Irak, el Consejo de Seguridad autorizó el uso
de la fuerza bélica ala coalición militar creada para actuar en la zona (Estados
Unidos, Gran Bretaña, Francia, Arabia Saudí y los restantes países del golfo,
Egipto, Siria y Marruecos). Con el objetivo de lograr la retirada del invasor y
poner fin al conflicto, la operación militar aliada dio por concluidas sus
operaciones el 28 de febrero de 1991 al liberarse a Kuwait. Pocos días más tarde,
el 3 de marzo, Irak aceptaba todas las condiciones impuestas por los vencedores,
conforme ala resolución 686 de la ONU (la «resolución de rendición», que incluía
las doce anteriores); sin embargo, el conflicto sigue vigente.

1.2. LA EVOLUCION DE AFRICA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX


La historia contemporánea del complejo continente africano puede entenderse
mejor si se analiza de forma separada -aunque, evidentemente, sin perder la
perspectiva unitaria-en las tres grandes áreas geográficas que, de norte a sur,
son el Africa septentrional, caracterizada por su pertenencia a la civilización
árabe y mayoritariamente islámica; el Africa subsahariana, verdadero mosaico de
tribus y culturas organizadas políticamente en Estados, de manera muy
arbitraria en la mayor parte de las ocasiones y que, con unos elevados índices de
analfabetismo y de conflictividad social y un escaso desarrollo económico, la
convierten en una de las regiones más pobres del planeta; y el África austral,
mediatizada en su evolución después de 1945 por una importante presencia del
hombre blanco y por la influencia que ejerce en toda el área la República
Sudafricana.

El África septentrional y el mundo arábigo-islámico


Si bien estos países están inmersos en el área geocultural arábigo-islámica, las
diferencias internas entre sus Estados son más llamativas que las similitudes,
tanto por los sistemas políticos (una monarquía extremadamente autoritaria
como Marruecos, junto a, por ejemplo, el sistema presidencialista de Túnez o la
singularidad de la República Popular de Libia), como por las estructuras
económicas, en donde la ausencia de una articulación mínima de la economía en
clave contemporánea en Mauritania o Sudán contrasta, al menos en el PIB, con
países como Túnez o, en mayor medida, Libia, país rico por sus recursos
petrolíferos. Sin embargo, en todos ellos se da una misma coincidencia: los
actuales jefes del Estado son militares, con la excepción de Marruecos, donde el
rey lo es por «derecho divino». En el inicio de este proceso de militarización de
los Estados tuvo una gran repercusión la llegada al poder en Egipto en 1954 del
coronel Gamal Abdel Nasser, quien en los tres años siguientes forjó un sistema
de gobierno, el nasserismo que, con formas populistas, se asentó sobre tres
pilares: en lo político, su pretensión panarabista (la creación de una gran nación
árabe); en lo sociocultural, la búsqueda de un renacimiento árabe gracias a la
tradición del Islam; y en lo económico, el intento de llevar a buen puerto una vía
árabe al socialismo a través de la dirección centralizada de la economía y el
control y nacionalización de los sectores básicos de la misma. El hito más
espectacular de esta política nasserista fue la nacionalización en 1956 del canal
de Suez. Precisamente la defensa que el político egipcio hizo de los intereses de
su país en la «cuestión del canal» frente a Israel y frente a la coalición
internacional formada por Francia y Gran Bretaña, le valió el respeto del mundo
entero y un carisma sin discusión entre sus compatriotas y en la comunidad
árabe durante más de diez años.
El nasserismo tuvo una gran influencia en todos los países del Magreb, a los que
sirvió de modelo para conseguir la modernización una vez conquistada la
independencia, en Túnez y Libia, donde, como había ocurrido en Egipto, se
derrocaron las respectivas monarquías, o en Argelia, donde alimentó la
resistencia contra Francia así como la posterior evolución del país bajo el Frente
de Liberación Nacional. Sin embargo, donde el nasserismo fracasó de manera
más ostensible fue en su intento de unidad árabe por la incapacidad de la Liga
Árabe, fundada en El Cairo en 1945, de lograr una política unitaria más allá de
su empeño de acabar con el Estado de Israel.
Con la muerte de Nasser en septiembre de 1970, la política de su sucesor Sadat
quiso estrechar los lazos con los países árabes moderados y procurar el
acercamiento con Estados Unidos, así como lograr la recuperación de los
territorios ocupados por Israel en 1967. La mayor parte de los esfuerzos del
Estado se dedicaron ala acción exterior, por lo que en el interior poco variaron
las condiciones económicas o sociales, aunque su intención de abrir el país al
mundo occidental (mejora de la situación de la mujer, potenciación del turismo,
etc.) le valió la enemistad de los sectores fundamentalistas, que terminaron
asesinándolo el 6 de octubre de 1981.
En Túnez, en 1957, tras la abolición de la monarquía, se proclamó la República
con Burguiba a su frente. Este nuevo régimen, fuertemente presidencialista
según la Carta Nacional de 1959, no era otra cosa que un sistema de partido
único con un programa radical de modernización económica y social, sin
interferencias islamistas y con reconocimiento expreso de los derechos de la
mujer. Estos postulados de Burguiba -su «Código de status personal»fueron
combatidos sin éxito por el islamismo militante, fuertemente reprimido por el
régimen. Con una política económica más acertada que la de sus vecinos
magrebíes, unas relaciones exteriores pro occidentales, y el interior del país
controlado política y socialmente por el partido de corte socialista en el poder,
Burguiba se convirtió en 1975 en presidente vitalicio del país hasta 1987. Su
relevo en la magistratura del Estado, sin embargo, no ha variado
sustancialmente las líneas directrices del gobierno.
Desde 1954, el Frente de Liberación Nacional (FLN) de Argelia dirigió la lucha
armada contra la metrópoli hasta que el 2 de julio de 1962 se proclamó la
independencia. Desde un primer momento se constituyó en una República
«democrática, popular y socialista árabe», régimen de partido único, cuyos
principios informantes se plasmaron en la Carta Nacional de 1976, según la cual
la esencia del régimen se extraía del islamismo y del socialismo, un islamismo
con rango oficial y amordazado por el poder, y un socialismo de tipo soviético con
la nacionalización y el control planificado de la economía basada en el petróleo
(lo que resultó fatal en la década de los ochenta ante el descenso del precio del
crudo), así como con escaso acierto en la agricultura. No obstante, el dominio del
FLN parecía incontestable hasta que las revueltas populares de los años ochenta
lo pusieron en entredicho.
Independiente desde 1951, Libia estuvo de hecho bajo el control de países
occidentales interesados en su riqueza petrolera, en especial Estados Unidos.
Esta situación provocó el descontento de un sector del ejército, protagonista del
golpe de Estado de 1969 que terminó con la monarquía. A partir de ese
momento, el régimen impuesto por el coronel Gaddafi se basó en los mismos
supuestos ya conocidos de islamismo y socialismo. La «revolución» libia se
institucionalizó en 1977 con la entrada en vigor de la nueva Carta Nacional
basada en el célebre Libro Verde de Gaddafi (publicado en 1973), según el cual
la articulación democrática se conseguía con el ejercicio del poder del pueblo y
el desarrollo económico con la vía árabe al socialismo, es decir, la «tercera teoría
universal».
En la parte más occidental del Magreb, el reino de Marruecos se ha
caracterizado por su estabilidad política: la monarquía alauí se ha mantenido en
el trono desde el mismo momento de la independencia en 1956. La historia
reciente de Marruecos corresponde, sobre todo, al reinado de Hassan II, en el
trono desde 1961, quien ha tenido que afrontar graves problemas sociales
(revueltas periódicas de la población en demanda de mayor justicia) e
institucionales (períodos de suspensión de la carta fundamental e, incluso,
sustitución de la de 1962 por la de 1972, que instituía por primera vez un
régimen de «monarquía constitucional» ).
Los años ochenta y noventa han convertido a la mayoría de los países de la
región en un polvorín por el auge que está cobrando el radicalismo islámico en
países como Sudán, Egipto o Mauritania y, sobre todo, Argelia, en donde surgió
un movimiento de estas características denominado Frente Islámico de Salvación
(FIS), creado al socaire de la crisis socioeconómica que venía sufriendo el país
desde el inicio de la década de los ochenta y que desencadenó las revueltas
populares del S de octubre de 1988. Inspirados en la «revolución desde abajo»,
los islamistas argelinos proclamaron su intención de terminar con el régimen
«ateo» y de partido único del Frente de Liberación Nacional (FLN) y de instaurar
en su lugar el Estado islámico, promesa que reiteraron en las elecciones
municipales del 12 de junio de 1990 y en las generales del 26 de diciembre de
1991. Ante el respaldo popular que obtuvieron los representantes del FIS en
dichos comicios (sobre todo en la primera vuelta de las legislativas de diciembre,
lo que parecía augurarles el triunfo definitivo en la segunda), el 3 de enero de
1992 las autoridades argelinas, por medio de un «golpe de Estado institucional»,
suspendieron las elecciones legislativas, ilegalizaron el FIS y clausuraron el
proceso de apertura política en curso. Al mismo tiempo se formó un Alto Comité
de Estado con el cometido de apaciguar el país y terminar con el virus
fundamentalista, objetivos todavía no logrados.
El ejemplo argelino demostraba una vez más que los procesos de apertura
política puestos en marcha para terminar con los regímenes dictatoriales han
producido un efecto no deseado al impulsar el fundamentalismo islámico hasta
convertirlo en la gran fuerza transformadora de dichas sociedades en la
actualidad.

El África subsahariana: miseria e inestabilidad sociopolítica


El África subsahariana occidental representa todo un cuadro de situaciones
políticas y sociales muy variadas. En la zona saheliana -Malí, Níger, Burkina
Fasso y Chad-, la región más frágil desde el punto de vista económico, el
golpismo ha marcado la vida política de todos estos países. Por poner sólo un
ejemplo de la inestabilidad y la precariedad de las relaciones entre las
comunidades que viven en estos países, podemos citar al Chad, donde han sido
constantes los golpes de Estado y conflictos civiles desde el mismo momento de
la independencia en 1960, cuando el Frente de Liberación Nacional (FROLINAT)
planteó, apoyado por Libia, la secesión del norte del país: la situación degeneró
en guerra civil y en la práctica división del país durante las décadas de los
ochenta y los noventa.
Por lo que respecta a los países del golfo de Guinea (Costa de Marfil, Ghana,
Togo, Benín y Nigeria) ya los de la zona centro-occidental (Santo Tomé y
Príncipe, Guinea Ecuatorial, Camerún, Gabón, Congo, República Centroafricana
y Zaire), su evolución política, social y económica ilustra a la perfección la
tendencia de todo el Africa subsahariana. Nos encontramos aquí con unos
regímenes políticos autoritarios de todas las tendencias, desde el
«afrocomunismo» marxista-leninista instaurado en Dahomey en 1975,
denominado desde entonces República Popular de Benín, y en el Congo, cuyo
gobierno revolucionario proclamó en 1968 la República Popular, al socialismo
«afrohumanista» de Ghana durante el mandato de Nkrumah, padre del
panafricanismo, quien no consiguió ninguno de sus sueños políticos ya que un
golpe de Estado terminó en 1966 con su régimen de partido único en medio de
una gran crisis económica.
En el caso de Africa oriental, la independencia tuvo lugar entre 1961 y 1963.
Aunque durante el dominio británico todos estos territorios habían compartido
algunos servicios comunes, las discrepancias tribales y las nuevas formas de
organización estatal surgidas hicieron impensable la continuidad de la
cooperación. De hecho, a finales de 1968 se firmó un tratado de colaboración
entre Kenia, Uganda y Tanzania que, aun cuando no se derogó hasta 1977,
careció de toda efectividad.
El protectorado de Uganda alcanzó la independencia en octubre de 1962 gracias
al apoyo prestado por los británicos al partido interétnico de Milton Obote, el
Congreso del Pueblo de Uganda. Los abundantes casos de corrupción, el escaso
desarrollo económico y las tensiones interterritoriales fueron agravándose en
Uganda sin que el presidente ofreciera otra solución que la proclamación del
estado de emergencia. En enero de 1971, el comandante en jefe del ejército, Idi
Amín Dadá, protagonizó un golpe de Estado que dio paso a una sangrienta
dictadura, hasta que tropas tanzanas lo derrocaron en 1979. En Kenia también
existían problemas similares entre las tribus, así como serias discrepancias sobre
la forma constitucional que debía adoptar el país. La Unión Nacional Africana de
Kenia (KANU), presidida por Jomo Kenyatta, supo imponerse a las demás
tendencias políticas, y su líder, después de que se lograse la independencia en
diciembre de 1963, ocupó la presidencia del Estado. Inmediatamente procedió a
instaurar un sistema monopartidista, fuertemente centralizado en torno a su
persona gracias al apoyo de la tribu mayoritaria en el país, los kikuyus, lo que le
permitió mantener el control de la situación hasta su muerte en 1978. Tanzania
nació en abril de 1964, fruto de lo que había sido el fideicomiso de Tanganica y el
protectorado de Zanzíbar. Al controlar el país la Unión Nacional Africana de
Tanzania (TANU), fundada por Julius Nyerere, el TANU se convirtió en partido
único de carácter socialista después de la conocida «Declaración de Arusha» en
1967. Nyerere fue reelegido en sucesivas ocasiones como presidente del nuevo
país hasta 1980, aunque fracasó estrepitosamente en la aplicación del programa
de Ujamaas, «socialismo africano o de aldea», que obligaba ala población a
volver al campo, donde se establecían granjas colectivizadas.
El cuerno de África, por su situación geoestratégica y su naturaleza peculiar al
ser cruce de culturas muy distintas enraizadas en tradiciones religiosas diversas,
ha sido y continúa siendo una zona enormemente conflictiva. Podemos poner el
ejemplo de Etiopía, donde el obsoleto sistema político dio lugar a unas abismales
diferencias socioeconómicas entre la exigua élite aristocrática y una población
mayoritaria casi indigente sometida en muchos casos al hambre. El emperador
Haile Selassie fue depuesto en 1974 mediante un alzamiento militar que provocó
violentas luchas entre las facciones que deseaban hacerse cargo de la situación.
Por fin, en 1977 logró imponerse el general Haile Mariam Mengistu, quien
pronto buscaría el amparo soviético para llevar a cabo la transformación
socialista del país.
Durante la década de los noventa toda el Africa subsahariana constituye una
gran zona de fricción. Dicha situación arranca de una permanente inestabilidad
política, potenciada por una conflictividad crónica de carácter étnico o tribal
(caso, por ejemplo, de Sierra Leona, Liberia, Ruanda, Burundi, Etiopía o
Somalia), a la que debemos añadir la dramática situación socioeconómica que
atraviesa toda la zona, en especial las regiones del Sahel y del cuerno de Africa.
En el Africa subsahariana se encuentran la mayoría de los considerados «países
empobrecidos» (de los 42 países así clasificados,31 son africanos), en donde hay
180 millones de personas, el 25 % de la población continental, que no cuentan
con el mínimo indispensable diario para asegurar la subsistencia debido a
problemas de abastecimiento de alimentos motivados por una insuficiente
producción agrícola, al aumento de la deforestación o a la corrupción
generalizada que ha hecho crecer desorbitadamente la deuda pública; todo ello
sin hacer mención a los estragos de la enfermedad o del analfabetismo. De ahí
que se pueda afirmar que la zona subsahariana en particular se encuentra hoy en
día en peor situación que hace treinta años, cuando comenzó el proceso
descolonizador a gran escala. La responsabilidad no es única, sino que debe
atribuirse a toda una serie de factores que comprenden desde el antiguo
imperialismo o el más reciente neocolonialismo, hasta el fracaso de los proyectos
de modernización de todo tipo dirigidos por una élite autóctona inepta, pasando
por la incapacidad de las organizaciones supranacionales a la hora de preparar y
aplicar «planes de ayuda» al desarrollo que resulten operativos y eficaces. Así,
llama la atención que, en fecha tan tardía como 1986, la ONU dedicase por
primera vez desde su fundación una sesión extraordinaria y monográfica a
estudiar la marcha de un continente (Africa); de ella salió el denominado «plan
de Recuperación para Africa», que, como era de esperar, no satisfizo las
expectativas creadas en los países africanos. Años más tarde, en 1991, estos
mismos países, en el marco de la Organización para la Unidad Africana (OUA) y
con el fin de armonizar los intereses de cada Estado africano con los intereses
generales, decidieron en el Tratado de Abaja poner en marchar un proyecto de
integración socioeconómica del continente que hiciera posible la consolidación
de una especie de «Comunidad Económica Africana».

La influencia de la República Sudafricana en el Africa austral


La trayectoria histórica del sur continental ha estado marcada desde los años
sesenta por los procesos descolonizadores que, con mayor o menor fortuna,
salieron adelante hasta que los territorios alcanzaron su independencia, al
menos política. Además, en este ámbito geográfico concreto, el desarrollo de los
acontecimientos ha estado y continúa estando condicionado por el papel del
gobierno de la República Sudafricana y la propia evolución interna de dicho país,
que ha intervenido con constancia en los asuntos de los territorios vecinos con la
finalidad de mantener su peculiar dominio sobre la zona.
La independencia definitiva de la República Sudafricana en agosto de 1961 y la
consiguiente retirada de la Commonwealth facilitaron al Partido Nacional, en el
poder desde 1948, el desarrollo del programa segregacionista a lo largo de los
años sesenta y setenta. La legislación aprobada durante esas décadas separaba
en todos los ámbitos de la esfera pública y privada a las dos comunidades
raciales, e incluía desde la prohibición de matrimonios mixtos a la existencia de
áreas de residencia distintas en las ciudades, o la participación política
restringida a la minoría blanca, quien elegía con exclusividad a los
representantes en el Parlamento. La discriminación económica, como era lógico,
constituía un hecho palmario: a mediados de la década de los sesenta; la cuarta
parte de la población del Estado (blancos) obtenía cerca del 68 % de la renta
nacional, mientras que el 72 % (la mayoría negra) únicamente recibía el 27 %.
En esta gravosa situación no era extraño que, a pesar de las reiteradas
prohibiciones, fueran surgiendo organizaciones opositoras con el fin primordial
de acabar con la política de apartheid, objetivo frente al cual las discrepancias
ideológicas se convertían en cuestiones menores. En 1955, una serie de
movimientos políticos, entre los cuales destacaba el Congreso Nacional Africano,
fundaron la Alianza del Congreso, e hicieron pública una denominada «Carta de
la Libertad» en solicitud de una democracia igualitaria y representativa para Sud
áfrica. La Carta no suscitó sino el rechazo completo de los gobernantes blancos,
los cuales incluso procedieron a la prohibición del Congreso Nacional Africano
en 1961, con la consiguiente radicalización y el nacimiento de su brazo armado.
Sin embargo, a pesar del apartheid, de la consolidación de los grupos negros de
oposición y del rechazo internacional generalizado al gobierno de Pretoria, la
economía sudafricana no sufrió quebrantos en la década de los sesenta; antes
bien todo lo contrario.
Ante la situación de Sudáfrica, el proceso des colonizador en el resto de los
territorios australes hizo sentir al gobierno de Pretoria la necesidad de intervenir
en los asuntos internos de los nuevos países, cuyos gobernantes negros no veían
con buenos ojos las prácticas segregacionistas. La presencia de las compañías
sudafricanas y, en general, de los intereses económicos de Pretoria en todo el sur
del continente, venía además de lejos.. y el advenimiento de regímenes proclives
al socialismo representaba también un peligro real al que se debía poner coto.
De ahí la intervención solapada o directa, pero constante, del régimen
sudafricano en el proceso descolonizador y en los primeros pasos de los Estados
limítrofes: Africa del Suroeste-Namibia, las dos Rhodesias y Nyassalandia.
El desplome del sistema colonial portugués en esta parte del mundo a mediados
de la década de los setenta fue, sin embargo, determinante en el cambio de la
correlación de fuerzas en el sur del continente africano. Mozambique, por su
posición estratégica y por sus puertos en Beira y Lourenço Marques,
representaba un bastión muy necesario para la seguridad de Sud áfrica, cuyas
relaciones con Lisboa eran de buen entendimiento.
Sin embargo, durante los años sesenta hizo su aparición con especial virulencia
la guerrilla nacionalista del Frente para la Liberación de Mozambique
(FRELIMO), que llegó a provocar un auténtico estado de guerra en todo el
territorio. Este grave problema afectaba hasta tal punto al futuro de la metrópoli
que estuvo en la base del golpe de Estado de corte izquierdista producido en
Portugal en 1974, cuyos protagonistas prometieron la soberanía plena a sus
territorios africanos de ultramar. El FRELIMO se hizo con el poder, mientras que
el gobierno surafricano, atónito ante el desarrollo tan precipitado de los
acontecimientos, no pudo reaccionar en un primer momento y aceptó la nueva
situación. El 25 de junio de 1975, Mozambique se convirtió en un nuevo Estado
independiente; poco después, estableció un régimen monopartidista, convocó
una Asamblea popular con representantes únicamente del FRELIMO, adoptó el
marxismo-leninismo como doctrina oficial del Estado, y firmó en 1977 un tratado
de colaboración con la Unión Soviética.
En Angola, tras el golpe de 1974, las autoridades portuguesas apostaron por el
Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), de filiación marxista, para
que condujera al país a la independencia. En este caso, sin embargo, la inestable
situación permitió a Pretoria llevar acabo una acción armada rápida, invadiendo
el sur del país en apoyo de UNITA, un movimiento minoritario fundado en 1966 y
caracterizado por su militante anticomunismo. A pesar de las múltiples
conversaciones y acuerdos teóricos de alto el fuego entre los grupos
nacionalistas, el clima sociopolítico continuó deteriorándose hasta que en
noviembre de 1975 el MPLA declaró la independencia en Luanda, la capital
angoleña; por su parte, UNITA hizo lo propio en Nova Lisboa, y con la ayuda
material y militar de la República Sudafricana, aseguró sus posiciones en el sur,
desde donde hostigó constantemente al gobierno luandés.
Con el final del colonialismo portugués en el continente y el inmediato
surgimiento de dos Estados socialistas, la llegada de un gobierno negro a
Rhodesia-Zimbabwe y el empeoramiento de la situación en Namibia, acentuaron
cada vez más la sensación de aislamiento de la República Sudafricana, que a
mediados de la década de los setenta perdió su cordón sanitario frente a los
sistemas de mayoría negra, poco proclives a entenderse con el régimen de
Pretoria.
Sin embargo, ya pesar de todo ello, los años setenta sirvieron para fortalecer la
política de apartheid y, al margen de la teórica firmeza de las resoluciones
internacionales contra ella, hubo en el terreno económico una mejora ostensible,
una vez superadas las consecuencias más negativas de la crisis del petróleo. De
hecho, la deuda exterior pudo saldarse y la balanza de pagos no sólo se equilibró,
sino que conoció un crecimiento positivo. En esta situación, los resultados de las
elecciones de 1978 no supusieron ninguna sorpresa. El electorado blanco
surafricano continuó apoyando mayoritariamente al Partido Nacional y su
dirigente Pieter Botha fue nombrado primer ministro.
Es en Africa austral donde, paradójicamente, el proceso de transición a la
normalidad democrática del Estado de Derecho iniciado en el giro de los años
noventa está haciendo posible la pacificación de esta tradicional zona de fricción,
sobre todo por lo que se refiere al caso de la República Sudafricana, con la
clausura del sistema de apartheid o de segregación racial. Así, a finales de los
años ochenta, la conjunción de toda una serie de factores tanto externos como
internos forzó a las autoridades sudafricanas a iniciar un proceso de apertura
que fue presentado al país el 2 de febrero de 1990 por el primer ministro,
Frederik De Klerk, y que estipulaba la legalización de la oposición sindical y
política y la puesta en libertad de presos de conciencia, entre ellos Nelson
Mandela, el líder del Congreso Nacional Africano. A partir de ese momento las
conversaciones entre el gobierno y la oposición encabezada por el Congreso
comenzaron a dar sus primeros frutos: en agosto de 1990, por los «Acuerdos de
Pretoria», el Congreso renunciaba a la lucha armada; toda la legislación
segregacionista perdía efecto. El proceso reformista, a pesar de los problemas
que surgieron en la propia comunidad negra (por ejemplo, enfrentamientos entre
los zulúes de Inkhala y los miembros del Congreso), siguió su curso: en abril de
1994 se celebraron elecciones multirraciales que dieron el triunfo al Congreso
Nacional Africano (62% de los votos); a continuación, Nelson Mandela era
elegido presidente de la República y nombraba para el cargo de vicepresidente
del gobierno a De Klerk, con el propósito de consolidar la transición en marcha,
lograr la integración racial e incorporar a todos los sectores sociales en la tarea
de reconstrucción nacional.

2. LAS DIVERGENCIAS NORTE-SUR AL FINAL DEL SIGLO XX


El final del conflicto entre este y oeste, entre democracia y comunismo, ha
puesto de manifiesto una realidad mundial mucho más compleja definida por la
oposición norte-sur, surgida de los frustrados proyectos de modernización
ensayados en Asia, África o Iberoamérica, que constituye fuente potencial de
nuevos conflictos a las puertas del siglo XXI. Así, desde la instauración del nuevo
orden internacional, y atendiendo a factores esencialmente socioeconómicos, no
ha dejado de ampliarse la división del mundo entre el norte (América del Norte,
Europa, Japón, Australia y Nueva Zelanda) y el sur (genéricamente, el resto del
planeta; ampliado desde la desaparición de la Unión Soviética al considerarse a
las repúblicas del Cáucaso y de Asia central como países en desarrollo).
En definitiva, el final de siglo deja un planeta dividido por la falla horizontal que
no cesa de agrandarse y que está haciendo posible la conformación de un sur
( casi 4.000 millones de personas) sumido en la pobreza ante la falta de
desarrollo autosostenido, sin derechos sociales, con sistemas educativos y
sanitarios muy endebles, sin trabajo permanente y unas condiciones laborales
degradadas que hacen posible la explotación de la mano de obra, en especial de
mujeres y niños, y con sistemas políticos corruptos e ineficaces. Al menos así lo
demuestran las cifras: según un informe elaborado en 1994 por el «Programa de
las Naciones Unidas para el Desarrollo», los diez países más pobres del mundo
eran los siguientes: India, China, Bangla Desh, Brasil, Indonesia, Nigeria,
Vietnam, Filipinas, Pakistán y Etiopía. De igual manera, según el Banco Mundial
(Informe del desarrollo mundial, 1990), en el África subsahariana se
contabilizaban 180 millones de pobres (120 de los cuales eran pobres extremos o
absolutos); en Asia del este, 280 (120 de pobres extremos): en China, 210 y 80,
respectivamente; y en Asia del sur, 520 (300 de pobres extremos): 420 y 250,
respectivamente en la India. De hecho, el 90 % de los pobres del mundo están
distribuidos en cuatro zonas: el 40 % de los mismos en el sur de Asia, el 13 % en
el Asia suroriental, el 23 % en el África subsahariana y el 14 % restante en
Iberoamérica. De ahí que, en general, los países no occidentales se opongan a
que las decisiones tomadas por los países occidentales, aunque lleven el sello de
las grandes organizaciones supranacionales -ya sea la ONU o el FMI-, se
presenten como emanación de los deseos de la comunidad internacional, cuando
en realidad sólo obedecen a los intereses particulares de Occidente, a su afán de
preservar el dominio político, económico y militar, además de a su deseo de
fomentar sus propios valores culturales e intentar ampliar su influencia en todo
el mundo.
Reducir las diferencias existentes no es, por tanto, tarea fácil. Buen ejemplo de
lo anterior lo constituyen las resoluciones de la última Cumbre Mundial sobre
Desarrollo Social (Copenhague, del 6 al 12 de marzo de 1995), que pueden
resumirse en los siguientes aspectos:
Se ha acordado que hay que erradicar la pobreza, pero no se ha dicho cómo. Se
ha fijado como objetivo de «máxima prioridad» la lucha contra el desempleo; se
ha ratificado la prohibición del trabajo infantil; la extensión de la educación
universal primaria en todos los países «antes del 2015» [...]. Pero todo aquello
que implicara desembolso económico ha sido relegado al olvido. Así, no se ha
aprobado el Principio 20/20; la cancelación de la deuda externa a los países
pobres se estudiará «en cada caso», y la propuesta de creación de un «fondo
social», hecha por los países en desarrollo, ha sido pospuesta para una mejor
ocasión.
Es evidente que para evitar el conflicto entre el norte y el sur en sus distintas
variantes de choque de civilizaciones o crisis socioeconómica, Occidente debe,
dada su situación de preeminencia actual, impulsar con decisión y generosidad la
colaboración y participación de todos los Estados del mundo en los foros
económicos y en las organizaciones supranacionales, especialmente en la ONU.
Al mismo tiempo debe buscar la cooperación entre todos los pueblos, con el
objetivo primordial de frenar toda posible confrontación que ponga en peligro la
paz, la estabilidad y el desarrollo integral de la humanidad.

CAPITULO 21: LAS RELACIONES INTERNACIONALES. CONFLICTO Y


COOPERACIÓN EN UNA SOCIEDAD GLOBALIZADA
Por JUAN CARLOS PEREIRA CASTAÑARES
Profesor Titular de Historia Contemporánea, Universidad Complutense

1. EL BALANCE DE LA GUERRA Y LA FIRMA DE LOS TRATADOS DE PAZ


La Segunda Guerra Mundial finalizó en Europa el 8 de mayo de 1945. La
capitulación del ejército alemán entró en vigor el 9 de mayo. Habrá que esperar
al 2 de septiembre para que se logre lo que tantos millones de personas
deseaban: la rendición total de Japón a los aliados y con ella el final del mayor
conflicto bélico conocido por la humanidad.
Como ya se ha indicado, el balance humano, las destrucciones materiales, el
desastre económico y los cambios territoriales más significativos se produjeron
en Europa, y de forma muy especial en la Europa central y oriental. De esta
manera, lo que ya se había anunciado en 1918-1919, se convirtió en una realidad
en 1945: la decadencia europea se apreciaba con contundencia en el panorama
desolador de las ciudades, en los hombres y en las mujeres cuya desesperación
aumentaba día a día ante un futuro incierto, e incluso en los líderes políticos que,
de forma significativa, habían participado por vez primera de forma muy limitada
en la organización del mundo de la posguerra.
Frente a esta situación, en Estados Unidos la guerra había tenido efectos
positivos. Su interés por los asuntos mundiales y especialmente europeos no
desaparecerá desde ese momento; su modelo político había servido de referente
en la victoria sobre el nazismo; su forma de vida se había extendido entre los
aliados y los pueblos liberados, pero, especialmente, las consecuencias
económicas fueron las más llamativas, hasta el punto de convertirse en la
principal potencia económica del mundo. Las razones son evidentes: la guerra no
se había desarrollado sobre suelo norteamericano, por lo que sus
infraestructuras no sufrieron ningún desgaste o destrucción; el conflicto no
supuso una reducción de su actividad económica, sino que por el contrario entre
1940 y 1945 el PNB creció un 60 %, reduciendo los índices de desempleo y
utilizándose la producción de guerra como un campo de experimentación
tecnológica y energética; la guerra confirmó también el papel de prestamista de
Estados Unidos al mundo, elevando la deuda aliada a más de 50.000 millones de
dólares; el papel económico internacional de Estados Unidos había aumentado a
proporciones desconocidas y así al-finalizar la guerra disponía del 80 % de las
reservas de oro, su actividad comercial representaba el 40 % del total mundial,
su PNB era el 40 % del total mundial, y las inversiones norteamericanas en el
extranjero crecieron una media del 10 % anual. Todo ello, sin duda alguna,
colocaba a Estados Unidos en una posición asimétrica y hegemónica en la nueva
estructura económica internacional, como comenzó a confirmarse en 1944 en la
Conferencia de Bretton Woods.
A pesar del gran impacto que causó en el mundo la Segunda Guerra Mundial, la
firma de los tratados de paz fue menos solemne de lo que parecían pensar los
contemporáneos, aunque su elaboración fue mucho más complicada. Esta
complicación se pudo apreciar no sólo por la división de los tratados a firmar en
dos grupos ( «tratados menores» y «tratados mayores» ), sino también porque
las discusiones se vieron afectadas por la creciente tensión entre aliados
occidentales y soviéticos, que culminará en el estallido de la guerra fría. El
proceso se fue complicando de tal manera que aún hoy, en 1999, todavía no se ha
cerrado el ciclo de discusiones en torno a los tratados de paz que debían dar por
finalizada la guerra mundial.
El punto de partida en las negociaciones sobre los tratados de paz se encuentra
en la serie de conferencias que entre los aliados se fueron desarrollando desde
1941, y más concretamente desde 1944. Los denominados «tratados menores»
son aquellos que se firmaron en París ello de febrero de 1947 con Bulgaria,
Finlandia, Hungría, Italia y Rumanía. En esos tratados se recogieron los cambios
fronterizos que se consideraron básicos en cada uno de los Estados y la cuestión
de las reparaciones, como aspectos más significativos. Si bien no hubo grandes
problemas en las negociaciones de paz con estos cinco Estados, la firma de los
tratados con Japón, Austria y Alemania, los «tratados mayores», fue mucho más
complicada de lo que se esperaba.
Con Japón, y tras el armisticio y la ocupación del archipiélago por las fuerzas
norteamericanas, el tema del tratado quedó aplazado hasta que hubo una
coyuntura más favorable. No obstante, la proclamación de la República Popular
China (1949) y el inicio de la guerra de Corea (1950), impulsaron a los dirigentes
norteamericanos a firmar el tratado. Éste se firmó el 8 de septiembre de 1951 en
San Francisco; sin embargo, no fue aceptado por la República Popular China, la
India y la URSS. Por ese tratado, Japón perdía todos los territorios conquistados
desde 1854, además de renunciar a sus derechos sobre el Sajalín meridional y
las islas Kuriles, que habían sido cedidas ala URSS en Yalta. Desde ese momento,
el «contencioso de las Kuriles» se convirtió en un elemento condicionan te en las
relaciones soviético-japonesas, que no se resolvió con el acuerdo de 1956 por el
que se reanudaban las relaciones entre los dos Estados. A partir de esa fecha, y
hasta la actualidad, el debate entre japoneses y soviéticos/rusos ha estado
centrado en una simple pero difícil cuestión: restauración de la soberanía
japonesa sobre las Kuriles a cambio de paz y ayuda económica a Rusia. Mientras
esa cuestión no se resuelva, el problema de los tratados de paz no quedará
cerrado y, por consiguiente, la Segunda Guerra Mundial no se podrá dar por
finalizada.
El territorio austríaco fue ocupado por las cuatro potencias aliadas, creándose a
continuación una comisión aliada para Austria, con sede en Viena. Tras un
período de dificultades en el proceso negociador, el 15 de junio de 1955 se
firmaba el «Tratado de Estado sobre la reconstrucción de Austria soberana y
democrática». Entre sus disposiciones destacaban las referidas a la prohibición
de Austria a entrar o formar coaliciones o alianzas «económicas y políticas con
Alemania», al mismo tiempo que se imponía al Estado austríaco un estatus de
neutralidad «rigurosa y perpetua». ¿Qué trascendencia ha tenido en este tratado
la incorporación de Austria a la Unión Europea? Aunque a priori no parece haber
sido mucha, lo que es indudable es que Austria ha perdido su estatus de
neutralidad al aceptar todo el acervo comunitario desde su integración en la
Unión Europea, en el que se incluyen, entre otros, los planteamientos de la
llamada Política Exterior Común de Seguridad, y se ha unido a Alemania, lo que
se prohibía claramente en el «Tratado de Estado».
La cuestión alemana adquirió desde 1945 un nuevo protagonismo, aunque
pareció quedar cerrada con la firma el 12 de septiembre de 1990 del «Tratado
sobre un arreglo definitivo de la cuestión alemana», entre los dos Estados
alemanes y las cuatro potencias que habían ocupado el territorio alemán al final
de la guerra. Desde mayo de 1945, Alemania fue dividida en cuatro sectores, al
igual que Berlín, fijándose la frontera oriental en la línea Oder-Neisse. Esta
demarcación fronteriza fue considerada como definitiva por los polacos y con un
carácter provisional por los alemanes hasta la firma de un tratado de paz. El
Tratado de Moscú de 1970 confirmó el carácter definitivo de esta frontera, pero
aún en 1990 el canciller Kohl siguió manteniendo una ambigüedad sobre el tema,
vista con enorme temor en Polonia. La firma del «Tratado de paz» de 1990 disipó
estas dudas y confirmó los límites fronterizos de Alemania. Por otro lado, desde
1946 las dificultades para poner de acuerdo a las cuatro potencias ocupantes
sobre la firma del tratado, se fueron incrementando desde el inicio de la guerra
fría y culminaron en la división alemana en dos Estados: la República Federal de
Alemania (23 de mayo de 1949) y la República Democrática Alemana (7 de
octubre de 1949). El desarrollo político, económico y social tan diferente de los
dos Estados alemanes, y la actuación de la URSS en el este y de Estados Unidos,
Francia y Gran Bretaña en el oeste, impidieron cualquier posibilidad de cerrar la
cuestión alemana. Solamente por los cambios habidos en la Europa central y
oriental desde 1989 y la actitud del dirigente soviético Gorbachov, posibilitaron
en 1990 la firma del definitivo «Tratado de paz» con Alemania, posibilitando
también con ello la «reunificación» alemana, que se produjo el 3 de octubre de
1990.

2. LA ORGANIZACIÓN DE UN NUEVO ORDEN INTERNACIONAL


Como siempre ha ocurrido en la historia de las relaciones internacionales, tras el
estallido de un gran conflicto internacional se ha hecho necesario configurar un
nuevo orden internacional, que diera estabilidad y estableciera un equilibrio
entre las potencias en la sociedad internacional. Sin embargo, a diferencia de
otros períodos anteriores, los dirigentes de las grandes potencias aliadas no
esperaron a que finalizara la Segunda Guerra Mundial o se firmaran los tratados
de paz, para discutir y establecer un nuevo orden posbélico.

Desde la entrada de la URSS en la guerra, el 22 de junio de 1941, y de Estados


Unidos, el 7 de diciembre del mismo año, se va a iniciar la fase mundial del
conflicto bélico. Al mismo tiempo que se desarrollaban tres guerras paralelas
-entre la Wehrmacht y el Ejército Rojo, entre Estados Unidos y Japón en el
Pacífico, y entre los anglosajones y las potencias totalitarias en Europa y Africa-,
los aliados van a iniciar una política de firme colaboración con dos objetivos
básicos: por un lado, triunfar sobre el enemigo común; por otro, establecer las
bases para la nueva sociedad internacional de posguerra.
Para el logro de este segundo objetivo, los aliados van a utilizar uno de los
procedimientos diplomáticos amistosos más antiguos, el sistema de conferencias.
Nada menos que catorce conferencias se desarrollaron entre 1941 y 1945. En
ellas participaron, principalmente, las tres grandes potencias aliadas,
representadas por sus máximos dirigentes, además de los delegados de otros
Estados en algunas de ellas. Diversas decisiones políticas, económicas e
internacionales se fueron adoptando y el conjunto de ellas configurará el nuevo
orden internacional desde 1945.
El resultado de todo este proceso fue la creación de una nueva estructura de
relaciones internacionales que ha caracterizado al mundo hasta 1989-1991. Su
configuración quedó definitivamente perfilada desde mediados de 1947,
momento en el que se inició la guerra fría. Definida sencillamente como «un
enfrentamiento directo y no bélico, primero entre Estados Unidos y la URSS,
después entre los dos bloques acaudillados por ellas», se extenderá en el tiempo
hasta 1991, evolucionando cíclicamente en cuatro grandes fases (1948-1953,
1953-1962, 1962-1973, 1973-1989), con un período de transición entre 1989 y
1991.
La estructura internacional creada en función de estos acuerdos y
enfrentamientos, tendrá las siguientes características.

2.1. LA CREACIÓN DE UN SISTEMA BIPOLAR DE RELACIONES


INTERNACIONALES
Este sistema se irá definitivamente configurando entre 1946 y mediados de
1947, cuando se puso fin a la colaboración aliada al mismo tiempo que
aumentaba la tensión entre Estados Unidos y la URSS. Entre marzo de 1947
(doctrina Truman) y junio (Plan Marshall), se pondrán las bases para el estallido
de la guerra fría. La creación del Kominform (Oficina de Información Comunista),
la crisis de Praga o la sovietización paulatina de la Europa central y oriental,
serán las respuestas de la URSS de Stalin alas iniciativas norteamericanas, y
confirmará el inicio de este sistema de relaciones.
El sistema creado tendrá un carácter flexible. En él se configurarán dos bloques
antagónicos, liderados por una superpotencia con capacidad de destrucción
global y mutua, que tratarán de incrementar sus capacidades relativas, de
ampliar el número de sus miembros y de dirimir sus diferencias en áreas
consideradas no vitales para sus intereses, especialmente situadas en el
denominado Tercer Mundo. Los dos bloques estarán dispuestos a correr algún
riesgo con el fin de eliminar o reducir la influencia del bloque contrario, sin
llegar al enfrentamiento directo. Tanto las superpotencias como los bloques
utilizarán la existencia de un actor universal, la ONU, para alcanzar sus objetivos
y atenuar sus diferencias, además de contar con el apoyo de los actores no
alineados.
En ese sistema no será posible adoptar actitudes neutrales o no alineadas, si no
es con el consentimiento de las dos superpotencias. Los actores no integrados en
los dos bloques tratarán de apoyarse en la ONU para la defensa de sus intereses
particulares, pero en muchos casos sus demandas no podrán ser oídas ni
atendidas por el peso y los medios que en la Organización tendrán las dos
superpotencias.
En este sistema ambos bloques reconocen ciertos valores o principios comunes
que tienden a trasladar al actor universal, al mismo tiempo que tratan de
respetar unas reglas de juego que eviten el enfrentamiento directo. Si esas
reglas no se cumplen, especialmente ante el no respeto de las respectivas zonas
de influencia o glacis de seguridad, la amenaza al rival se hará efectiva en un
grado mayor. Esta política de riesgos calculados, con las armas nucleares como
instrumento básico, adoptará una estrategia diplomático-militar que utilizará
diferentes medios para conseguir los objetivos previstos: la contención, la
disuasión, la persuasión, la subversión y el espionaje.

2.2. EL USO DE LA FUERZA y LA UTILIZACIÓN DE LAS ARMAS COMO


INSTRUMENTO DE PODER
Como ya hemos indicado, la tensión permanente entre los dos bloques que se
inició en 1947, provocó que ambos mantuvieran una situación de enfrentamiento
global, en la que se utilizaron recursos de presión y contención tan diversos
como los políticos, ideológicos, psicológicos, sociales y económicos. Sin embargo,
será el uso de la fuerza y el aumento del número de armas, tanto convencionales
como nucleares, los factores que adquirirán un mayor protagonismo en este
período de la vida internacional.
El primer hecho destacado es el que nos indica que desde 1945 hasta la
actualidad, nos encontramos en la fase de la historia de la humanidad en la que
ha habido más guerras en el mundo. Los datos son muy relevantes en este
sentido. Según algunos autores, entre 1945 y 1976 el número de conflictos en el
mundo fue de 163, desarrollados en el territorio de 71 Estados, con unas
pérdidas humanas de 25 millones de personas y una duración media de tres
años. En ese período sólo hubo 26 días de paz total. Más recientemente, el
prestigioso Instituto sueco SIPRI, señalaba que entre 1986 y 1989 había habido
36 conflictos activos en los que estaban implicados más de 40 Estados.

El protagonismo de la guerra es tal que la guerra fría define internacionalmente


para muchos autores, a todo el período comprendido entre 1947 y 1989-1991.
Por otra parte, los momentos de mayor tensión de la guerra fría y de la propia
sociedad internacional, coincidieron con guerras y conflictos: guerra de Corea
(1950-1953), crisis del Caribe o de los misiles (1962), guerra del Vietnam (1964-
1973), guerra de Afganistán ( 1979-1989). Por último, como consecuencia de los
conflictos, tanto Estados Unidos como la URSS establecieron firmes alianzas
militares con sus aliados: la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)
en abril de 1949, y el Pacto de Varsovia en mayo de 1955, respectivamente.
Las guerras que se han producido en esta etapa responden a unas características
muy determinadas. No han sido conflictos mayores, como el desarrollado entre
19391945, ni se han utilizado armas nucleares. Las guerras se han llevado acabo
en territorio de los países del Tercer Mundo y han estado, por lo general,
definidas también por el carácter revolucionario e «irregular» o poco
reglamentado de muchas de ellas. Nunca se han producido entre Estados con
regímenes democráticos y, en la mayoría de los casos, han respondido a las
siguientes causas: choque entre sistemas políticoideológicos, conflictos
hegemónicos o de influencia, problemas territoriales o fronterizos, disputas por
los recursos naturales y, por último, por problemas migratorios y de refugiados.
La importancia de la guerra no sólo ha estado motivada por la existencia de ese
sistema bipolar y la progresiva mundialización de la guerra fría, sino también por
la impresionante carrera de armamentos a la que hemos asistido desde
principios de la década de los cincuenta y los beneficios económicos que este
negocio ha reportado a los Estados y las empresas.
Los datos de instituciones privadas y organismos internacionales indican que si
en 1950 el gasto en armamentos en el mundo fue de 100.000 millones de
dólares, en 1970 la cifra fue de 210.000 millones, en 1980 de 567.000 millones
yen 1987 alcanzó la cifra de 866.000 millones de dólares. Los gastos fueron
realizados principalmente por Estados Unidos, por la URSS y por los principales
bloques militares, OTAN / Pacto de Varsovia. No obstante, se aprecia desde la
década de los setenta un aumento espectacular de los gastos militares en los
países del Tercer Mundo, que pasan de representar el 9% en 1957, al 22,5 % en
1978 y el 16,5 % del total mundial en 1986 (véase la figura 21.1).
Las causas de este impresionante comercio de armas que mueve miles de
millones de dólares en el mundo, pueden ser sintetizadas de esta manera. Por
una parte, las características bien definidas o diferenciadas que tiene el mercado
de armas frente al de otros productos (garantizado por los Estados, no
competitivo ni sustituible por el de otros productos, impulsor de la investigación
científico-tecnológica, de gran importancia económica). Por otro lado, la posesión
de armamentos convencionales y nucleares se ha ido convirtiendo en un
elemento de poder indiscutible en la sociedad internacional, tanto para grandes
como pequeñas potencias. El importante papel del comercio de armas en la
estructura económica internacional ha hecho que se hable de una militarización
creciente de la economía, que en las grandes potencias ha dado lugar al
establecimiento de unos complejos militares-industriales de gran influencia
política y económica. Por último, no podemos olvidar la incidencia que la
fabricación de armamentos ha tenido en el progreso científico-tecnológico, que
ha incrementado la importancia de esta investigación y su diversificación, factor
clave para la confirmación como grandes potencias de los Estados más
avanzados en este ámbito.

2.3. LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS


El papel de la ONU en este sistema bipolar ha sido, y es, ampliamente discutido
por los expertos en el tema. Las «Naciones Unidas» fue el nombre concebido por
el presidente Roosevelt para la nueva organización que habría de crearse para
sustituir a la ya fenecida Sociedad de Naciones. En la Declaración de las
Naciones Unidas de 1 de enero de 1942, se contenían los principales puntos en
los que habría de basarse la nueva institución. Posteriormente, en la Conferencia
de Dumbarton Oaks, en 1944, se alcanzaron varios acuerdos sobre la futura
organización y aparecieron también las primeras discrepancias entre los aliados.
Por fin, el 25 de marzo de 1945 se inauguraba en San Francisco una conferencia,
con la asistencia de 1.200 delegados de 50 Estados, para elaborar la Carta de las
Naciones Unidas, que quedó aprobada el 26 de junio de 1945. Tras su
ratificación por los 51 Estados fundadores el 24 de octubre de 1945 comenzó la
historia de la Organización de las Naciones Unidas.
La Carta, constituida por un preámbulo, XIX capítulos y 111 artículos, define
claramente cuáles son los propósitos de la Organización: a) mantener la paz y la
seguridad internacionales; b) fomentar entre las naciones relaciones de amistad,
basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y la libre
determinación de los pueblos; c) realizar la cooperación internacional en la
solución de los problemas internacionales en los diversos campos de la misma, y
en el desarrollo y estímulo del respeto de los derechos humanos y las libertades
fundamentales sin discriminación; d) servir de lugar que armonice los esfuerzos
de las naciones para el logro de estos propósitos.
Para alcanzar estos objetivos se han ido uniendo ala ONU un cada vez más
numeroso grupo de Estados. Así, de los 51 Estados fundadores, en 1960 la cifra
era ya de 100 miembros, en 1970 de 127, en 1980 de 154, en 1991 de 166 y en
1998 la cifra se eleva ya a 185 miembros. Todo ello demuestra que la ONU y el
sistema de Naciones Unidas en su conjunto, se ha convertido en la principal
organización internacional del mundo, adquiriendo un mayor protagonismo
desde los cambios que se han producido en el mundo desde 1989-1991.
Al hablar de la estructura administrativa de la ONU surge de inmediato una
característica polémica, como es la del déficit democrático que la ha definido. El
hecho de que no sea la Asamblea General, formada por representantes de todos
los Estados miembros, sino el Consejo de Seguridad, formado por cinco
miembros permanentes (Estados Unidos, URSS/Rusia, Francia, Gran Bretaña y la
República Popular China) y diez no permanentes, quien adopte las decisiones
más relevantes o paralice las propuestas de los Estados miembros a través del
sistema de «veto» de los cinco miembros permanentes del Consejo, confirma
esta realidad. El papel del secretario general ha ido aumentando en influencia y
poder a medida que se observaba la incapacidad de los otros órganos del sistema
para actuar eficazmente. Los otros organismos que componen el organigrama de
la ONU han tenido un desigual papel en el período de nuestro estudio.
Sin duda, lo más destacado de toda esta estructura multilateral será la actuación
y el papel jugado por algunos de los organismos y agencias especializadas del
llamado «Sistema de Naciones Unidas». En el campo económico destacarán el
Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Acuerdo General de
Aranceles y Comercio (GATT); en el ámbito cultural destaca la Unesco; en el
ámbito social la Organización Internacional del Trabajo o la Organización
Mundial de la Salud; en el ámbito humano la Oficina del Alto Comisionado de las
Naciones Unidas para los Refugiados (véase la figura 21.2).
Al hacer un análisis de la labor de la ONU en esta etapa de la sociedad
internacional cabe realizar el siguiente balance. En el campo de la paz y la
seguridad internacionales sólo cabe hablar en esta etapa de «fracaso», aunque
no por la culpa exclusiva de la Organización: el creciente número de guerras, la
inestabilidad internacional, la limitada eficacia de las tan sólo trece operaciones
de paz organizadas bajo la bandera de la ONU entre 1948 y 1987, o la relegación
de la Organización en algunos de los conflictos más importantes del período,
confirman esta realidad. En el ámbito del desarme, materia sobre la que la Carta
otorga responsabilidades concretas a la Asamblea y el Consejo, la labor ha sido
desigual, aunque no exenta de algunos importantes éxitos, como el de la
creación progresiva de diferentes áreas libres de armas nucleares en el mundo
(Antártico, América Latina o el Pacífico sur) o el apoyo permanente a la firma de
tratados de limitación de armamentos y desarme entre las dos superpotencias.
Los mayores éxitos de la ONU han estado, en mi opinión, en el campo de la
descolonización, objetivo bien definido desde 1945, que consigue un triunfo
destacado en 1960 con la aprobación de la Resolución 1514 (XV) de 14 de
diciembre. Desde ese momento, más de 85 Estados anteriormente colonias han
ingresado en la Organización como Estados soberanos e independientes. Ha sido
también importante la labor de la ONU en el objetivo del establecimiento de un
nuevo orden económico internacional más justo y equilibrado entre el norte y el
sur; el programa de acción aprobado en 1974 fue uno de los grandes logros,
acompañado de las acciones concretas de la Organización en más de 150
Estados y regiones. No podemos olvidar la importancia que ha tenido la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, los Pactos aprobados
en 1966 sobre los derechos civiles, políticos y económicos de los ciudadanos, o la
Convención contra la Discriminación de la Mujer en 1979, como documentos y
puntos de referencia básicos para un avance progresivo en la defensa y
extensión de los derechos humanos, aplicados a todos los hombres y mujeres del
mundo.

3. ACTORES Y PROCESOS DEL SISTEMA BIPOLAR


Sobre la estructura de relaciones que se estableció en la sociedad internacional
desde 1945, se va a desarrollar un conjunto de procesos que determinarán su
evolución. Procesos que van a ser protagonizados por un creciente número de
actores, compitiendo con el actor nato de la vida internacional que es el Estado.
Todo ello hará, sin duda, que el periodo que comprende esta fase de la historia
de las relaciones internacionales sea de gran complejidad en su análisis y su
desarrollo.

3.1. LOS ACTORES


Uno de los rasgos más destacados de este periodo es de la mundialización del
sistema, pues la sociedad internacional dejó de ser predominantemente europea
o euroamericana, para convertirse por vez primera en la historia en una sociedad
mundial, global e integradora de todos los continentes. Una mundialización que
se expresa de una forma clara en el aumento en el número de Estados soberanos
e independientes, como muestran los siguientes datos: si en el período de
entreguerras hubo 64 Estados reconocidos, en 1960 la cifra ya se había elevado
a 131 Estados, en 1990 eran ya 205 Estados, y en la actualidad la cifra se eleva a
226 Estados y territorios independientes. Este proceso de estatalización ha sido
más relevante en el denominado Tercer Mundo, especialmente desde 1960. El
Estado, en definitiva, ha aumentado su presencia cuantitativa en el mundo como
actor internacional.
Los nuevos retos a los que hubo que hacer frente desde el final de la guerra y la
experiencia histórica anterior, hicieron que la diplomacia multilateral fuera
adquiriendo un mayor protagonismo frente a la clásica diplomacia bilateral,
dominante en anteriores etapas. La creación de la ONU y el sistema de
organismos que rodean a esta institución, ha hecho que los Estados y sus
dirigentes se hayan visto impulsados a desarrollar una intensa diplomacia
multilateral, para buscar soluciones comunes a los problemas globales que
afectan a la humanidad. Estos hechos han ido provocando una preeminencia de
las relaciones verticales frente a las horizontales, pero también que junto al
Estado compita otro actor privilegiado en el sistema de relaciones: las
organizaciones internacionales.
Organizaciones que tienen su origen en las uniones administrativas del último
tercio del siglo XIX. La creación de la Sociedad de Naciones fue un nuevo paso
en el proceso de su consolidación. Desde 1945 han confirmado su papel, primero,
a través de un fuerte aumento de las mismas, pues hoy, según datos oficiales,
existen más de 3.500 organizaciones internacionales, tanto gubernamentales
como no gubernamentales en todo el mundo. Por otro lado, desde un punto de
vista cualitativo, la existencia de estos miles de organizaciones, la creación de
comunidades o áreas de integración económica, o la paulatina implantación de
una normativa jurídica internacional por encima de las legislaciones nacionales,
ha reforzado el predominio de la multilateralidad en las relaciones
internacionales.
Estados y organizaciones internacionales. son actores claves, pero también los
millones de hombres y mujeres que habitan el planeta. El factor demográfico, en
efecto, siempre condicionan te en la historia, ha adquirido desde 1945 un papel
aún más relevante. En efecto, desde el final de la guerra asistimos de forma
sorprendente a un acelerado ritmo de crecimiento demográfico: si desde el
principio de la era cristiana hasta mediados del siglo XVII la población mundial
aumentó de 300 a 545 millones de personas, en 1950 la población era ya de
2.500 millones, en 1987 había aumentado espectacularmente a 5.000 millones, y
en 1992 ha alcanzado la cifra de 5.480 millones, o lo que es lo mismo, en tan sólo
42 años la población del mundo ha aumentado en casi 3.000 millones de
personas. En 1999 se espera alcanzar los 6.000 millones de habitantes.
Estos datos han hecho que organizaciones internacionales, desde la ONU a las
alianzas militares, se hayan ocupado del impacto de este factor en la evolución
de la sociedad internacional, al constituir tanto un elemento de desequilibrio
nacional o regional, como una causa de inestabilidad/ amenaza internacional. La
creciente desigualdad entre población y recursos (en 1985 existían en el mundo
1.000 millones de personas en la pobreza más absoluta, incrementándose a
1.200 en la década de los noventa); el aumento de los movimientos migratorios
del sur al norte por causas económicas; el auge de los movimientos nacionalistas
y de xenofobia; la estabilización o el crecimiento cero en los países del norte
(disminuyendo la población activa o la población joven dispuesta a integrarse en
los ejércitos), o la permanente situación de guerra civil en la que viven muchos
Estados del sur, son sólo algunos ejemplos de las repercusiones de este factor
desde 1945, que parece adquirir un mayor protagonismo en el llamado «nuevo
orden mundial».

3.2. LOS PROCESOS


Estructura y actores van a verse condicionados por el conjunto de procesos de
cooperación y enfrentamiento que se desarrollan en esta fase. Un largo período
que transcurre en cinco fases coyunturales, en cada una de las cuales destaca un
conjunto de ideas-fuerza que las define y caracteriza, así como unos hechos
internacionales que adquieren un gran protagonismo:
1945-1947: crisis, división, internacionalismo. En esta coyuntura se iniciará la
«vuelta a la normalidad» tras el impacto de la guerra. Una normalidad que
parecía inspirada en los acuerdos adoptados en las diferentes conferencias
aliadas, pero que pronto demostró ser irreal. Tras vencer al enemigo común, la
URSS y Estados Unidos comenzaron a mostrar sus diferencias con respecto a
asuntos tan variados como los tratados de paz o el uso de la energía nuclear,
hasta entonces monopolizada por los norteamericanos.
Desde 1945 a 1947 los enfrentamientos dialécticos entre las dos grandes
potencias del mundo y sus respectivos aliados fueron aumentando. Europa fue en
estos momentos la principal zona en la que surgieron los problemas: Alemania,
Europa central y posteriormente Grecia y Turquía. La división de Europa, por el
denominado por Churchill en 1946 «telón de acero», se convirtió en una
realidad. También en la ONU comenzaron a apreciarse los primeros signos de
ese enfrentamiento progresivo.
1947-1950/1951: tensión, anticomunismo, reconstrucción. Entre marzo y junio de
1947, la tensión llegó a su punto culminante y con ella se inició la guerra fría.
Con la creación del Kominform, la proclamación de las democracias populares en
la Europa central y oriental y la división de Alemania en 1949, la URSS respondió
a las iniciativas norteamericanas (doctrina Truman y Plan Marshall) y confirmó la
división de Europa y el mundo en dos bloques antagónicos. La posesión en 1949
por la URSS de la bomba atómica abrió también el camino a la carrera
armamentista.
Poco a poco la tensión en Europa se fue desplazando a otros continentes. La
proclamación de la República Popular China en 1949 y el inicio de la guerra de
Corea en 1950, impulsaron el protagonismo de Asia, poniendo en marcha la
mundialización de la guerra fría. En 1948 se iniciaba la primera guerra árabe-
israelí y con ella el conflicto de Oriente Medio, uno de los más problemáticos y
permanentes. Mientras tanto, en Europa y América los procesos de
reconstrucción económica y política siguieron desarrollándose progresivamente,
aunque con desigual resultado.
1950/51-1973: guerra, mundialización, integración. Desde 1950-1951, la
mundialización del enfrentamiento entre Estados Unidos y la URSS se confirmó
plenamente. En Asia (Corea, Indochina, Tíbet, etc.), en América (Guatemala,
Santo Domingo o la crisis de los misiles de 1962), en África (Congo), en Oriente
Próximo (Siria, las guerras árabe-israelíes) y en Europa (Berlín, Hungría,
Checoslovaquia), se multiplican los conflictos, los enfrentamientos entre
sistemas, naciones y pueblos.
Al mismo tiempo, se inician procesos tan decisivos como el de la integración
económica de Europa occidental (CECA, CEE, Euratom), que impulsarán seis
Estados y al que se unirán progresivamente nueve más; ejemplo para otros
procesos integradores en la Europa oriental (CAME), América Latina
(MERCOSUR, CARICOM, ALADI, etc.) o Asia. El proceso de descolonización se
extenderá por África y Asia, Bandung y el Movimiento de Países no Alineados
serán sus manifestaciones más representativas. El proceso de interdependencia
económica, que culminará en una globalización económica, se fortalecerá
basándose en un predominio del sistema capitalista. La creación de un sistema
de comunicaciones mundial acercará a los pueblos y las culturas, creando una
«aldea global». La consolidación de la diplomacia multilateral transformará los
procesos de cooperación.
1973-1989: depresión, inseguridad, neoliberalismo. El inicio de la crisis del
petróleo de 1973 dio paso a un nuevo período caracterizado por una permanente
inestabilidad, tanto en lo económico como en lo político, así como por la
búsqueda de respuestas a los diferentes retos que se fueron planteando en la
sociedad internacional.
Desde un punto de vista económico, la inestabilidad y la crisis del modelo de
crecimiento keynesiano propició una respuesta contundente en el mundo
capitalista: el neoliberalismo. Impulsado desde Estados Unidos y Gran Bretaña
(Reagan y Thatcher serán sus principales defensores), tratará de reducir el peso
de lo público y lo colectivo en los Estados y las sociedades, y apostar por la
privatización y el individualismo. En el denominado «socialismo real», la crisis
también se hizo presente, y tras fracasos anteriores el nuevo líder soviético,
Gorbachov, puso en marcha desde 1985 su gran proceso reformista basado en
dos principios: perestroika y glasnost. Mientras tanto, la brecha entre el norte
desarrollado y el sur dependiente y pobre se iba acentuando aún más.
En el ámbito de la seguridad y la defensa, la organización de la Conferencia de
Seguridad y Cooperación Europea en 1975 abrió un camino de negociación entre
las dos superpotencias. Los Acuerdos SALT sobre limitación de armamentos y el
Tratado INF de 1987 firmado entre Estados Unidos y la URSS, por el que por vez
primera se acordaba la destrucción de armas nucleares, constituirán verdaderos
hitos históricos. No obstante, los conflictos continuarán en este período: en Asia
(Vietnam, Camboya, Afganistán o el permanente conflicto entre las dos Coreas),
en Africa (Sahara, Sudáfrica, Angola, Sudán), en América (que vivirá la era de las
dictaduras y las guerras civiles) y Oriente Medio.
En el campo humano y social, tanto la ONU como otros organismos
internacionales reiniciaron una intensa labor con el fin de afrontar los nuevos
retos que afectaban a la sociedad internacional en este nuevo contexto
internacional: el hambre en los países de la periferia, el progresivo desigual
reparto de la riqueza (en 1997, las 225 personas más ricas del mundo
acumulaban una riqueza igual al ingreso anual del 47 % de la población del
mundo), los masivos desplazamientos de población, la aparición de nuevas
enfermedades como el sida o el virus de Ébola, o el progresivo deterioro del
medio ambiente, que comienza a ser objeto de atención privilegiada desde el
accidente nuclear de Chernóbil en 1986.
1989-1991: la transición. El orden surgido en Yalta y Potsdam, principalmente,
parecía ser firme a pesar de los acontecimientos y procesos que se habían
desarrollado desde 1945. Nadie podía pensar que ese orden podía verse afectado
o alterado sin el consentimiento de las dos superpotencias. Sus símbolos: la
guerra fría, el telón de acero, las alianzas militares, parecían ser firmes y
permanentes. Sin embargo, en 1989 ese orden comenzó a verse alterado en el
corazón. de Europa.
Si bien algunos autores retrasan el inicio de la transición hasta 1979 (primer
viaje apostólico del papa Juan Pablo II a Polonia), 1985 (llegada al poder de
Gorbachov) o 1988 (cambios políticos en Hungría), convencionalmente se ha
aceptado que desde enero de 1989 se ponen en marcha las llamadas
«revoluciones del 89» en Hungría y Polonia. A ellas le seguirán Checoslovaquia,
República Democrática Alemana, etc. La simultaneidad, la imprevisibilidad y la
rapidez caracterizarán estos movimientos que van a lograr lo que no se había
podido conseguir con la guerra fría: el fracaso del comunismo y su desaparición.
Este proceso se vio muy favorecido de forma evidente por la situación
internacional. La debilidad de la URSS, en la que Gorbachov no pudo evitar un
deterioro de la situación política y económica, favoreciendo al mismo tiempo la
libertad de actuación de los antiguos Estados socialistas (la «doctrina Sinatra»:
«hazlo a tu manera», que sustituyó a la doctrina Breznev). La relajación de la
vida internacional desde 1988, que permitió a los presidentes Bush y Gorbachov
declarar oficialmente el «fin de la guerra fría» en 1989. El apoyo de la
Comunidad Europea y especialmente de la República Federal de Alemania a los
procesos revolucionarios de Europa central y del norte de Yugoslavia. En poco
más de un año y medio el comunismo había desaparecido de Europa, y en la
Navidad de 1991 era el propio presidente Gorbachov el que declaraba «el fin
jurídico y territorial de la URSS».
Se terminaba así un largo período en la historia de las relaciones internacionales
del siglo xx, que se había iniciado con un proceso bélico y terminaba con una
revolución generalizada en el corazón del viejo continente. Al hacer un balance
de los procesos que se han producido en esta larga fase podemos destacar cinco
características relevantes:
a) La heterogeneidad, que se irá manifestando progresivamente en este sistema
internacional no sólo por las enormes diferencias entre los más de doscientos
Estados, sino también por la diversidad lingüística, religiosa, de civilización,
económicas, etcétera, que encontramos en el mundo. A todo ello se unirá la
competencia, e incluso la lucha por el poder, entre los diversos actores de las
relaciones internacionales, pues junto al Estado, las organizaciones
internacionales y los propios hombres y mujeres, de forma individual o colectiva,
encontraremos a las empresas multinacionales, las internacionales de partidos y
sindicatos, los grandes grupos de comunicación o las fuerzas religiosas.
Conceptos como la soberanía, las fronteras, el nacionalismo, estarán sujetos a
una revisión constante.
b) Aunque la heterogeneidad es indiscutible, la interdependencia en este sistema
entre sus actores es creciente y profunda. Estamos por vez primera vez ante una
sociedad cerrada, una aldea-global, una economía-mundo o un ámbito
estratégico unificado en el que no sólo todo el espacio terrestre está descubierto
y dominado, sino que además está sujeto a normas de Derecho internacional, que
afectan también al espacio aéreo y al extraterrestre. Una sociedad, pues, que
debe asumir también sus propias contradicciones y debe responder a los retos
globales que se le plantean con soluciones también mundiales, generales,
máxime cuando el número de armas convencionales y nucleares existentes en el
mundo pueden aún destruir el planeta de forma total.
c) A pesar de la larga duración de esta fase, el dinamismo que la caracteriza es
otro de los rasgos definitorios. El ritmo de los cambios, la «aceleración histórica»
que se ha apreciado desde 1945, y especialmente desde 1989, se ha hecho
imparable, convirtiéndose en un elemento de impulso de la sociedad en su
conjunto, pero también de difícil o compleja valoración por los científicos
sociales. Cambios, por otro lado, conocidos al instante en cada rincón del mundo
gracias a los avances y difusión de los medios de comunicación.
d) En esta sociedad mundial se irá observando también una característica un
tanto contradictoria, pues el proceso de regionalización de los espacios y
mercados ha sido también una constante desde 1945, y más concretamente
desde la década de los años cincuenta. Gran parte de los procesos anteriormente
señalados han contribuido a que los Estados se hayan visto obligados no sólo a
desarrollar una diplomacia multilateral de ámbito global, sino también a elaborar
y poner en marcha un proceso de cooperación regional general. Dos factores
pueden destacarse como impulsores natos de este interesante proceso: por un
lado, el factor económico, que arrancará básicamente de la ONU con la creación
de las Comisiones Económicas regionales, y desde Europa occidental entre 1951
y 1957 con la creación de las Comunidades Europeas, que han servido de modelo
e impulso de otros grupos regionales de cooperación e integración económica;
por otro lado, el factor político-ideológico, de colaboración aliada frente a
adversarios comunes, que se verá impulsado por la guerra fría y que tendrá sus
manifestaciones más destacadas en las diferentes alianzas militares (OTAN,
Pacto de Varsovia, SEATO, etc.), organizaciones políticas (O EA, Consejo de
Europa, CSCE, etc.) o agrupaciones económicas (CAME, Pacto Andino, Mercosur,
etc.).
e) Por último, en todos estos procesos y hasta 1989-1991, el desarrollo de las
relaciones internacionales ha estado también presidido por una tensión entre
cuatro polos bien asentados en los extremos de una cruz, firmemente plantada
en el planeta. Por una parte, una tensión este-oeste de características
políticoideológicas, dominada por Estados Unidos y el bloque capitalista-
occidental, y la URSS y el bloque Socialista-oriental, puesta de manifiesto a
través de la guerra fría. Por otra parte, una tensión norte-sur, de características
económicas-sociales, que ha dividido al mundo en un tercio de la humanidad que
habita el norte desarrollado, industrializado y con unas buenas condiciones
sociales y alimenticias, y los dos tercios restantes que habitan el sur
subdesarrollado, dependiente, que vive cada día una lucha permanente por
sobrevivir.
4. LOS DEBATES SOBRE UN NUEVO ORDEN MUNDIAL
El período histórico transitorio comprendido entre 1989 y 1991, no sólo estuvo
protagonizado por los acontecimientos que se desarrollaron en la Europa central
y oriental. El 2 de agosto de 1990, el líder de Irak, Sadam Husein, decidió invadir
el pequeño territorio, pero rico en recursos, de Kuwait. Se iniciaba desde ese
momento una guerra liderada por Estados Unidos y con una directa participación
de la ONU, en una zona geoestratégica vital para los intereses de Occidente, que
provocó la mayor , movilización bélica desde la Segunda Guerra Mundial. La
guerra del Golfo, que terminó el 28 de febrero de 1991, fue considerada ya desde
su inicio como el primer conflicto de la posguerra fría. Todo este conjunto de
acontecimientos, que se enmarcan entre dos términos ya históricos como son la
revolución y la guerra van a marcar, efectivamente, el final del sistema
internacional surgido en Yalta y Potsdam. Con todo ello terminaba una era -no la
historia-, pero también comenzaba una nueva fase en la evolución de la
humanidad. Quizá más incierta, más segura pero más inestable, con nuevos
retos, pero también más apasionante de vivir y estudiar por parte de los
historiadores, uno de los colectivos con más responsabilidades en esta
coyuntural. Es en este contexto cuando surgió de nuevo la necesidad de formular
un «nuevo orden mundial».
Desde la perspectiva histórica ya punto de entrar en el siglo XXI, este período
nos motiva a plantearnos una cuestión: ¿qué significado han tenido todos estos
acontecimientos para la historia?
En mi opinión, estos eventos han producido una ruptura en la historia y muy
especialmente en la historia contemporánea. Una ruptura que supone el fin de
una época, pero ¿de qué época? Aquí el debate sigue abierto: ¿del moderno
sistema mundial, 1450-1989?, ¿de la contemporaneidad, 1789-1989?, ¿de la era
comunista, 1917-1989?, ¿de la historia del mundo actual, 1945-1989? Se apoye
una u otra alternativa, lo que en mi opinión ha ocurrido ha sido que el siglo xx ha
terminado y que en 1991 comenzó el siglo XXI.
En este período el comunismo, y con él el sistema que se creó en torno a esta
ideología y se extendió oficialmente por 16 Estados en todo el mundo, ha
fracasado. Un fracaso que cabe entenderlo de tres formas: caída o ruina de algo
con estrépito; suceso lastimoso, inopinado y funesto, o como resultado adverso
de una empresa.
Desde marzo de 1985, Gorbachov intentó reconstruir el sistema, primero
económicamente, luego políticamente y después globalmente, pero no lo
consiguió. La descomposición territorial de la URSS en 15 repúblicas soberanas
e independientes, 12 de las cuales se han integrado en la Comunidad de Estados
Independientes, así como su transformación paulatina, con mayor o menor
fortuna, en Estados con un sistema económico de mercado, unas estructuras
políticas democráticas, más o menos sólidas, y un desigual respeto de los
derechos y libertades de los ciudadanos, hacen que por vez primera en la
historia, principios tales como los de la libertad, Estado de Derecho, mercado,
derechos humanos, etc., se extiendan tanto por Europa como por el resto de los
continentes, tras más de 200 años desde su formulación y aplicación en un
territorio concreto)
Parece importante destacar también que ton el fracaso del comunismo ha
desaparecido también uno de los dos grandes ejes de tensión y confrontación
desde 1947, para algunos, desde 1917, para otros, la tensión este-oeste, de
características político-ideológicas. En efecto durante más de 70 años los
gobiernos occidentales y las clases dirigentes estuvieron obsesionados y
perseguidos por el espectro de la revolución social y el comunismo. Durante esos
años, y especialmente tras el inicio de la guerra fría, la política internacional de
Occidente estuvo concebida como una cruzada contra el comunismo, y en sólo
tres años el comunismo, sus principales instrumentos e incluso la URSS, habían
desaparecido. De esta forma se ponía fin a uno de los grandes condicionantes de
la evolución histórica del mundo, y con ello se dejaba patente la necesidad de
buscar nuevas alternativas y formas de actuación frente al nuevo reto que tiene
la sociedad internacional: la tensión norte-sur, de características económicas,
sociales y medioambientales.
Al mismo tiempo, la desaparición del orden internacional vigente desde la
Segunda Guerra Mundial ha provocado un retorno a la historia. Los sucesos que
se produjeron entre 1989 y 1991 no sólo han puesto en cuestión Yalta y Potsdam,
sino también los tratados de paz firmados en 1919 en Versalles, Trianon, Sévres,
Neuilly y Saint Germain, que dieron paso, entre otras consecuencias, a una
importante redistribución del espacio territorial europeo, aun amplio
desplazamiento de población siguiendo el tradicional eje este-oeste, o al
establecimiento de un cordón sanitario que aislara a Europa occidental y al
mundo del contagio revolucionario soviético. Gran parte de lo allí acordado se ha
puesto en cuestión desde 1991, renaciendo con fuerza en Europa conflictos
fronterizos o enfrenta mi en tos nacionales; reclamaciones históricas, en
definitiva, que se han extendido a otros continentes: en América los litigios
fronterizos, en Africa los conflictos étnicos y religiosos, en Asia los problemas
territoriales y de soberanía. Muchos de estos enfrentamientos no hubieran sido
posibles bajo el orden bipolar; desaparecido éste, vuelven a resurgir, y la
historia, para bien o para mal, vuelve a ser recordada y utilizada, como estamos
viendo en el conflicto en el que mejor se refleja la historia y el nuevo orden
(¿desorden?) mundial: la guerra en la ex Yugoslavia.
Desde la perspectiva internacional, los acontecimientos que se produjeron entre
1989 y 1991, como hemos indicado, alentaron también una cuestión decisiva
para todos: ¿cuál debería ser el nuevo orden que configurase las normas y reglas
de conducta para los diferentes actores en el nuevo sistema?
El primer estadista en el mundo que formuló las primeras alternativas al sistema
bipolar fue Mijail Gorbachov, en el discurso pronunciado en la ONU el 7 de
diciembre de 1988. En él hizo un análisis de las características que definían la
situación internacional en ese momento, y planteaba sus propuestas para
«sanear la situación internacional, el modo de construir un mundo nuevo». Los
fundamentos básicos eran: el desarme, la no politización y la democratización de
las relaciones internacionales, la internacionalización del diálogo, la
revitalización del papel de la ONU, la actuación inmediata sobre el deterioro del
medio ambiente y la defensa del principio de la libre elección.
Los acontecimientos que surgieron en Europa a las pocas semanas de este
discurso, más los problemas a los que tuvo que hacer frente Gorbachov, hicieron
olvidar por un tiempo sus propuestas. Sin embargo, otro acontecimiento
destacado de esta fase de transición, la guerra del Golfo, fue el marco adecuado
para que otro líder político, en este caso el presidente norteamericano George
Bush, pronunciara un discurso en el Congreso el 11 de septiembre de 1990, en el
que anunció la redefinición del sistema internacional, describiéndolo como un
«nuevo orden mundial» , en el cual la acción de la comunidad internacional,
representada por la ONU, debería basarse en el Derecho internacional y en
criterios objetivos y precisos(La operación «Tormenta del Desierto» contra Irak
fue, según sus palabras, el primer ejemplo de una efectiva aplicación del sistema
de seguridad colectiva de Naciones Unidas)
Desde ese momento, estrategas, diplomáticos, líderes políticos e intelectuales,
comenzaron a intervenir en el debate sobre ese «orden» que a todos concernía e
interesaba formular. También algunas instituciones, como la ONU o la OTAN,
plantearon sus propuestas.
Sintetizando lo escrito y uniéndolo con una reflexión personal, podemos
establecer las que en mi opinión pueden serpas características más relevantes de
este «nuevo orden mundial»:
a) Desaparecida la tensión este-oeste se incrementará hasta cotas desconocidas
la tensión norte-sur, que se manifestará principalmente a través del aumento de
los desplazamientos humanos del Sur al Norte; en el incremento de las
desigualdades sociales y económicas entre los dos mundos, pero también en el
Primer Mundo; el deterioro del medio ambiente en el sur, que afectará a las
condiciones climáticas globales; la desesperación y frustración en el sur
conducirán a la inestabilidad política, al narcotráfico, al terrorismo ya la
violencia; la competencia por el espacio vital será permanente y el desigual
poder mundial basado en el control por el norte de la información, la electrónica
y la informática, serán también fuentes de conflictos y desigualdades. Los
Informes sobre Desarrollo Humano, publicados desde 1990 por la ONU, son una
fuente privilegiada para conocer este deterioro progresivo en las relaciones
centro/periferia.
b) El mundo será más seguro, en el sentido de que la posibilidad de una guerra
mundial ha desaparecido, pero también más inestable. Una inestabilidad que se
manifestará a través de un aumento de los conflictos localizados, calificados por
la OTAN como «riesgos de naturaleza polifacética y multidireccional», de difícil
predicción y valoración.
Estos conflictos serán peculiares por cuanto se desarrollarán, por lo general, en
el interior de los Estados, sin una clara distinción entre guerra civil o conflicto
regional; las armas utilizadas se limitarán tecnológicamente a las armas
convencionales o de corto alcance; el número de bajas será siempre mayor entre
la población civil que entre los integrantes de las fuerzas armadas; la paz se
logrará con un mayor esfuerzo o con más dificultades y será más inestable,
siendo precisa la actuación multilateral.
c) La catástrofe de Chernóbil en 1986 dio paso por vez primera a una verdadera
toma de conciencia sobre la problemática que representaba el medio ambiente y
los cambios climáticos. Durante la guerra fría estas cuestiones pasaron aun
segundo plano, e incluso se cometieron verdaderas atrocidades, como en la
actualidad se está poniendo de manifiesto. No obstante, la explosión de
Chernóbil, que según la OMS desprendió radiactividad equivalente a 200 veces
las emisiones conjuntas de las bombas nucleares arrojadas sobre Hiroshima y
Nagasaki, alentó un debate más serio y amplio sobre los problemas
medioambientales, al constituir la peor catástrofe nuclear civil de la historia de
la humanidad. La posible repetición de un accidente similar o peor en los 437
reactores nucleares que hoy siguen activos repartidos en 31 naciones, y su
reducida participación en la producción energética mundial (tan sólo el 6 %), ha
abierto la era del declive de esta fuente de energía.
Al hacer balance de lo ocurrido hasta 1986, instituciones como el Worldwatch
Institute describían una situación lamentable: desde 1970, el mundo ha perdido
200 millones de hectáreas de árboles, los desiertos han aumentado 120 millones
de hectáreas, y se han perdido 480.000 toneladas de capa vegetal, entre otros
datos. Todo ello ha hecho que se hable de la necesidad de crear un "nuevo orden
ecológico" , cuyas bases se pusieron en la Conferencia de Río celebrada en junio
de 1992, en donde se firmó el Convenio sobre la Diversidad Biológica. Las
conferencias de Kyoto (1997) y Buenos Aires (1998) han continuado esa labor,
impulsando a los Estados a que cumplan tres reglas si desean sentirse seguros y
mantenerse en una posición privilegiada en esta nueva era: sustituir el
crecimiento por la protección del medio ambiente en las políticas económicas
nacionales y de desarrollo internacional; el liderazgo internacional se basará en
fundamentos económicos y ecológicos, más que en los militares; los Estados
deben ir reduciendo drásticamente el consumo de combustibles sólidos (petróleo
y carbón), principales causantes del efecto invernadero, además de no derrochar
la energía si quieren seguir teniendo un crecimiento económico y un desarrollo
sostenible.
d) El Estado-nación deberá adaptarse a las nuevas circunstancias. En el orden
interno deberá hacer frente al nacionalismo de carácter territorial o regional, en
demanda del derecho a la libre autodeterminación de los pueblos (sólo en Europa
hay 123 etnias diferentes), pero también al nacionalismo de carácter racial y
xenófobo, que es más peligroso, porque es excluyente y es la base de los
movimientos neofascistas. Junto a este proceso se desarrollará otro paralelo o en
competencia con la globalización, como es el de la regionalización; a través de él
los Estados se irán integrando en organizaciones regionales a las cuales irán
cediendo soberanía, ya sea en materia económica, política o cultural, con lo que
el principio de la soberanía nacional se pondrá en entredicho. El poder creciente
de las empresas multinacionales, los grupos de comunicación o las mafias,
socavarán el poder de decisión de los gobiernos y la libertad política. El principio
de no injerencia se verá sometido a revisión, tanto por parte de la ONU como de
otras organizaciones políticas y militares. De esta forma, el actor nato de las
relaciones internacionales, el Estado, se verá inmerso en un proceso de discusión
sobre su viabilidad en el nuevo orden mundial.
e) La inseguridad, la falta de valores o la preocupación por el deterioro del medio
ambiente y el aumento de la pobreza, que todos conocemos a través de la aldea
global de las comunicaciones en la que estamos insertos, ha conducido aun
aumento de los movimientos sociales, que pueden definirse, según Arturo García
en la revista Documentaci6n Social, como: «un intento colectivo de promover un
interés común, o de asegurar un objetivo compartido, mediante la acción
colectiva en el exterior de la esfera de las instituciones establecidas». Se tratará,
en definitiva, de impulsar a la sociedad civil en los Estados ya nivel internacional
para que intervenga ante el vacío que ha dejado el orden de la guerra fría, para
que presione a las autoridades y organismos gubernamentales y para que actúe
allí donde sea necesario en pro de la supervivencia de la humanidad. Estos
movimientos han impulsado, principalmente, el ecologismo, el Derecho
humanitario, el pacifismo y la ayuda humanitaria, expresados institucionalmente
en el fuerte aumento de las organizaciones no gubernamentales, convertidas
cada vez más en un actor decisivo de la vida internacional Por último, la falta de
un liderazgo internacional, que Estados Unidos no puede garantizar y Rusia no
puede representar, hará que sean las principales organizaciones internacionales
las que deban asumir el papel decisivo para garantizar una seguridad colectiva.
Una seguridad necesaria para hacer frente a los nuevos retos que deben ser
abordados en el nuevo orden mundial: el terrorismo, el integrismo religioso, la
militarización del Tercer Mundo, la explosión demográfica en Africa y Asia, la
crisis de la deuda financiera en los países periféricos y su influencia en el
economía-mundo, la degradación del medio ambiente, la extensión del
narcotráfico y el agravamiento de la pobreza.
A pesar de los esfuerzos realizados todavía estamos en condiciones de afirmar
que aún permanece difuso el llamado <muevo orden mundial». Por ello, son
significativas las palabras escritas por el secretario general de la ONU, Koffi A.
Annan, en la Memoria anual de 1998, con las que terminamos estas reflexiones:
Ha pasado casi un decenio desde que terminó la guerra fría y aún dista de ser
clara la configuración de la nueva era. Naciones grandes y pequeñas tratan de
hacer frente a nuevas obligaciones y nuevos problemas. La imprevisibilidad y la
sorpresa se han convertido en moneda común. Existe incertidumbre, y en
algunos casos incluso ansiedad, por las nuevas funciones que pueden llegar a
exigirse a las organizaciones multilaterales y, en términos más generales, por el
lugar que les corresponde en la comunidad internacional. De hecho, los pueblos
de las Naciones Unidas, en cuyo nombre se escribió la Carta, buscan nuevas
formas de definir cómo están unidos en una comunidad, aunque las costumbres y
las creencias, el poder y los intereses, los separen.

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