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Gonzalez Salinero Raul - Las Persecuciones Contra Los Cristianos en El Imperio Romano PDF
Gonzalez Salinero Raul - Las Persecuciones Contra Los Cristianos en El Imperio Romano PDF
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Esta obra ofrece, de manera sucinta pero rigurosa, una visión global de las persecuciones
que, de forma discontinua, sufrieron los cristianos durante el Imperio romano, indagando
en sus causas, razones, proceso y consecuencias, al tierno que pone en tela de juicio
algunos tópicos profundamente asentados en la amplia tradición historiográfíca. A través
de sus páginas emerge la idea de que el movimiento cristiano encontró su medio de
expansión en una sociedad que se mostró extraordinariamente permeable a nuevas
creencias religiosas y que favoreció un entorno de convivencia en el que lo normal fue la
tolerancia y lo excepcional los movimientos persecutorios. Aún así, la difusión del
cristianismo fue creando graves tensiones en el seno de la sociedad pagana. A pesar de que
la corriente paulina trató de encontrar para los cristianos un cauce ideológico de
acomodación a las estructuras sociales y políticas del Imperio, los principios exclusivistas
de la nueva religión dificultaron cualquier tipo de compromiso con los restantes cultos y,
en definitiva, con la tradición politeísta del Estado romano.
SIGNIFER LIBROS
Apdo. 52005 MADRID
mail : signiferlibros @jazzfree.com
http://sapiens.ya.com /signiferlibros
ISBN: 84-933267-6-4
PVP. 15,00 €
En la portada : Cubículo “O”
de la catacumba de Via Latina.
En contraportada : Escena de
damnatio ad bestias en un
mosaico de Thysdrus, actual El
Djem, Túnez.
Raúl González Salinero
Madrid 2005
Signifer Libros
SIGNIFER
Monografías de Antigüedad Griega y Romana
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SIGNIFER
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El contenido de este libro no puede ser reproducido ni plagiado, en todo o en parte, conforme a lo dispuesto en el
art. 534-bis del Código Penal vigente, ni ser transmitido con fines fraudulentos o de lucro por ningún medio.
Prólogo ........................................................................................................................ 7
1. Razones e imputaciones........................................................................................ 11
1.1. ¿Motivos religiosos o políticos?........................................................ 11
1.2. Ateísmo y perturbación dela pax deorum ........................................ 13
1.3. El culto im perial................................................................................. 17
1.4. Flagitia ................................................................................................ 19
\.5. Nornen christianum............................................................................. 24
1.6. Otras motivaciones............................................................................. 25
a) El mantenimiento de la paz en las provincias..................... 25
b) Los collegia illicita y la cuestión económica ..................... 26
c) Antimilitarismo cristiano........................................................ 28
d) ¿Instigación judía? ................................................................ 29
2. El proceso jurídico de las persecuciones............................................................ 33
2.1. La base jurídica................................................................................... 33
2.2. La tortura como salvación de vidas y el origen del martirio
glorioso .............................................................................................. 37
3. El desarrollo histórico de las persecuciones........................................................ 43
3.1. Ausencia de hostilidades.................................................................... 43
3.2. El tiempo de las persecuciones aisladas y locales............................ 44
a) El incendio de Roma y la represión neroniana ................... 45
b) La persecución aristocrática de Domiciano.......................... 46
c) La actitud de los primeros Antoninos: Trajano y Adriano . 48
d) La política de los últimos Antoninos: Antonino Pío, Marco
Aurelio y Cóm odo.................................................................. 52
e) La amplia tolerancia de los Severos ........................................... 56
f) Maximino Tracio y Julio Filipo el Árabe .................................. 58
3.3. Las persecuciones generales ............................................................ 60
a) La persecución de Decio ............................................................ 60
b) La persecución de Valeriano ...................................................... 64
c) La Gran Persecución.................................................................... 67
3.4. Constantino y la nueva era cristiana ............................................... 73
Epílogo ...................................................................................................................... 79
Fuentes y Bibliografía selecta ................................................................................. 83
Ilustraciones ........................................................................................................... 103
índices ...................................................................................................................... 107
PRÓLOGO
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Raúl González Salinero :
L a s persecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica
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L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica
disponemos y los límites a los que nos someten las fuentes conservadas,
impiden un avance cualitativo de nuestras investigaciones sobre el particular.
A mi juicio, resulta prácticamente imposible encontrar explicaciones novedosas
que, de una u otra manera, no hayan sido ya apuntadas por la amplia
historiografía que, con variable éxito, se ha acercado al tema. Sin embargo, no
me limitaré a exponer los derroteros por los que han transitado las diferentes
teorías, o las deudas que han contraído unas sobre otras. Considero que, aun
admitiendo las líneas maestras trazadas por determinadas corrientes
historiográficas o por ciertos historiadores, es factible buscar elementos que
permitan llegar a matizar aspectos que hasta ahora no habían sido
adecuadamente valorados, de forma que lo que podría considerarse como un
simple detalle sea susceptible de cambiar la óptica desde la que se observa un
fenómeno mucho más amplio.
Por todo ello, aunque he procurado presentar una visión global de las
persecuciones, indagando en sus causas, razones, proceso y fracaso, al tiempo
que he prestado atención al hilo de los acontecimientos de una forma
cronológica, no he renunciado a pronunciarme en favor del camino que, a
juzgar por el sentido último de las fuentes (producto, sin duda, de mi propia
interpretación), me ha parecido más conveniente. Incluso he resuelto introducir
explicaciones más profundas de las que normalmente se han ofrecido respecto
a algunos puntos concretos que, a mi juicio imprudentemente, se habían
considerado en cierto sentido marginales.
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1. RAZONES E IMPUTACIONES
1.1. ¿M o t iv o s r e l ig io s o s o p o l ít ic o s ?
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Una aproxim ación crítica
hecho fue -afirm a S. Williams- que el espíritu subyacente del cristianismo fue
sumamente ajeno a la tradición de Roma y que entre éste y el Estado hubo un
abismo de incomprensión. En el mejor de los casos pudo haber tregua entre
ellos, pero nunca armonía o verdadera tolerancia, dada la completa diferencia
de concepciones que iba unida a cada pensamiento. Había muchos aspectos de
esta religión que se desviaban profundamente...» (Williams, 1985, p. 168).
Según la mentalidad romana, el ámbito de la religión y el de la política se
confundían de forma que apenas podía discernirse una tenue línea de separación
entre ellos. Su sistema religioso politeísta posibilitaba una amplia identificación
entre la ciudadanía como cuerpo político y, al mismo tiempo, comunidad
religiosa. De hecho, se entendía que el culto a los dioses formaba parte del
sistema político romano y que éstos garantizaban, a su vez, la propia existencia
del Estado. El Imperio romano estaba cimentado en una religión colectiva y
nacional que unía el reconocimiento de la «religión oficial» a la legalidad
ciudadana. El carácter eminentemente público de esta religión quedó
magníficamente definido por Cicerón cuando propugnaba «que nadie tenga
dioses individualmente, ni nuevos ni extranjeros, si no han sido reconocidos
oficialmente» (De leg., II, 8, 19).
Sin embargo, el panteón de la religión romana no estuvo sujeto a una
demarcación originaria y definitiva que impidiera la integración de nuevos
cultos a medida que el Imperio se extendía por regiones que, hasta entonces,
habían permanecido totalmente ajenas a sus costumbres y valores religiosos. La
permeabilidad y sincretismo que caracterizaban a la religión pagana
fomentaron, al amparo de un sistema legal protector, la convivencia de las más
dispares comunidades religiosas bajo la única condición de que no alterasen la
seguridad del Estado. Sólo surgieron conflictos cuando una determinada
religión ponía en peligro este principio de armonía que definía el sistema
político romano al que, como el resto de los cultos oficiales, debía someterse
invariablemente. Aunque las confrontaciones anteriores al cristianismo fueron
mínimas, cabría destacar la actuación de las autoridades romanas contra las
Bacanales en el año 186 a. C. (CIL I 2, 581; Tito Livio, XXXIX, 8-19) o,
temporalmente, contra el culto a la diosa egipcia Isis en tiempos de Augusto
(Suetonio, Aug., XXXII, 1; Dión Casio, LIV, 6, 6). En cambio, la aceptación
voluntaria de dioses foráneos fue inmensamente superior: Mater Magna
(Cibeles), Serapis, Mitra, etc.
Parece evidente, por tanto, que la hostilidad contra determinados cultos
no estuvo normalmente motivada por razones de índole teológica. Nunca se
acusaba a los seguidores de una determinada creencia religiosa de adorar a
dioses falsos. En cambio, repugnaba el agravio que suponía el rechazo a tributar
el debido respeto a los dioses oficiales, símbolos irrenunciables de la unidad del
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1.2. A te ís m o y p e r t u r b a c i ó n d e l a paxdeorum
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He expuesto la opinión de casi todos los filósofos que gozan de fama considerable, los
cuales hablan de un solo dios aunque con distintos nombres, de forma que se puede pensar
que, o bien los cristianos de ahora son filósofos, o bien los filósofos de entonces fueron ya
cristianos (Oct., 20, 1; trad. E. Sánchez Salor).
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Una aproxim ación crítica
ultraje al que cotidianamente eran sometidos por boca de sus más preclaros
ideólogos, así como con su obstinado repudio de los sacrificios en honor a
dichas divinidades, los cristianos mostraban una actitud permanentemente
peligrosa para el mantenimiento de lo que los romanos denominaban pax
deorum. La acusación de ateísmo contra los que habían sido alcanzados por la
creencia cristiana surgió, precisamente, en este contexto. El término carecía del
significado filosófico que adquiriría posteriormente. Ahora hacía referencia a
la flagrante ignominia que suponía el rechazo por parte de los cristianos de los
mitos y dioses tradicionalmente venerados por sus conciudadanos, incluidos
aquellos en los que podía apreciarse un ideal universal de concordia y
filantropismo (Montserrat Torrents, 1992, pp. 212-213). Equivaldría, por tanto,
al concepto de impiedad. Al menos esto es lo que se desprende del estruendo
de las masas populares que, según las actas del martirio de Policarpo,
reclamaban enloquecidas a la voz común de tolle impíos! (Mart. Pol., 9) la
condena final del «arrogante» cristiano:
Furioso de ira todo el pueblo de judíos y gentiles que habitaban en Esmima vociferó
entonces: «Éste es el maestro del Asia, el padre de los cristianos, el destructor obstinado
de nuestros dioses y violador de nuestros templos, el que enseraba que no debían
ofrecérseles sacrificios y adorarse las imágenes de los dioses. Por fin ha alcanzado lo que
deseaba [...]» (Mart. Pol., 11; trad. D. Ruiz Bueno).
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Pero ya que dices que muchos se quejan, y nos achacan que estallan muchas guerras, que
causan estragos la peste y el hambre, que prolongadas sequías nos dejan sin lluvia, no debía
callar por más tiempo, no se atribuyera mi silencio a cobardía en vez de a comedimiento,
y no se creyera que reconocíamos la acusación por descuidar la refutación de
responsabilidades falsas (A d D e m ., 2; trad. J. Campos).
Y es que, en efecto, ésta era una imputación que preocupaba muy seriamente
a los apologistas cristianos y de la que con mayor urgencia deseaban liberarse:
Pero no podré negar -adm ite Arnobio de S ic ca - que esta acusación es poderosísima y que
seríamos merecedores de odios mortales, si pudiese probarse que nosotros somos la causa
por la que el mundo se ha apartado de sus leyes, los dioses han sido alejados de nosotros,
tan gran multitud de desastres mortales ha sido infligida a la humanidad (Adv. nat., 1, 1;
trad. C. Castroviejo Bolíbar).
Aún así, no faltaron ocasiones en las que los propios cristianos adoptaron
incomprensiblemente un razonamiento semejante al que utilizaban los paganos
para defender la lealtad cristiana hacia el Imperio. Algunos apologistas
mencionan, en este sentido, un prodigioso suceso (también referido por autores
paganos) acaecido en tiempos de Marco Aurelio y gracias al cual la legio XII
fulminata halló su salvación en momentos de extrema dificultad (vid. Fernández
Ubiña, 2000, pp. 213-226; Perea Yébenes, 2002). Al parecer, debido a una
torpe maniobra táctica tras un enfrentamiento con los cuados, el ejército
romano, exhausto y diezmado, quedó en una situación muy comprometida al
verse rodeado por los bárbaros en una zona estéril y sin posibilidad de
avituallamiento. A punto de perecer de sed e inanición, una lluvia inesperada
dio fuerzas suficientes a la legión acorralada para romper el cerco y derrotar
finalmente al enemigo. Como era de esperar, Roma celebró el asombroso
acontecimiento como una ayuda providencial de las divinidades a cuya tutela
se había encomendado la suerte del Imperio. Los cristianos, en cambio,
afirmaron que habían sido las plegarias de los fieles de la Iglesia que militaban
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en la legio X II las que habían procurado el milagro de la lluvia. Como muy bien
ha señalado S. Perea Yébenes (2002, pp. 151-152), se trataba, pues, de un
episodio que estos últimos «utilizaron contra el paganismo que los estrangulaba
(metafórica y literalmente): escritos apologéticos tan cargados de razones y
sinrazones como la propia fe, lanzando a la palestra de la discusión filosófica
una mezcla de historias que son verdades a medias, si no mentiras conscientes».
Sin embargo, ningún argumento cristiano podía hacer cambiar ya la
visión de unas masas populares y, especialmente, unas autoridades políticas que
observaban a unos «sectarios» embriagados de ateísmo, máxime si atentaban
contra los principios que sostenían ideológicamente el sistema de poder
dominante. La religión para los romanos era ante todo ius divinum, es decir, un
cuerpo de leyes estables que regulaba las materias sagradas y salvaguardaba la
pax deorum por medio de estrictos ceremoniales. Su gran importancia derivaba
principalmente, como afirmaba Cicerón, del hecho de que descansaba sobre la
auctoritas maiorum {De nat. deor., III, 59), la fuerza de la tradición ancestral.
En buena medida, la religion era un instrumento con el que la clase gobernante
esperaba mantener las riendas del poder entre sus manos (Ste. Croix, 1981, pp.
270-271).
1. 3. E l CULTO IMPERIAL
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Por lo demás, nosotros también juramos, aunque no por los genios de los Césares, sí por
su salud, que es más venerable que todos los genios. ¿No sabéis que los genios se llaman
daem ones y de ahí, en forma diminutiva, daem onia? Nosotros respetamos el plan de Dios
sobre los emperadores: Él los puso al frente de los pueblos. Sabemos que en ellos hay algo
que D ios ha querido, y por tanto queremos que esté a salvo lo que D ios ha querido, y a esto
nos comprometemos como a cumplir un solemne juramento. Por lo demás, a los demonios
- e s decir a los g en io s- solem os conjurarlos para hacerlos salir de los hombres; no jurar por
ellos, como si les reconociésem os el honor propio de la divinidad (A pol., 32, 2-3; trad. C.
Castillo García).
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1. 4 . F l a g it ia
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En consecuencia, para acabar con los rumores, Nerón presentó como culpables y sometió
a los más rebuscados tormentos a los que el vulgo llamaba cristianos, aborrecidos por sus
ignominias. Aquel de quien tomaban nombre, Cristo, había sido ejecutado en el reinado de
Tiberio por el procurador Poncio Pilato; la execrable superstición, momentáneamente
reprimida, irrumpía de nuevo no sólo por Judea, origen del mal, sino también por la Ciudad,
lugar en el que de todas partes confluyen y donde se celebran toda clase de atrocidades y
vergüenzas. El caso fue que se empezó por detener a los que profesaban abiertamente su
fe, y luego, por denuncia de aquéllos, a una ingente multitud, y resultaron convictos no
tanto de la acusación del incendio cuanto de odio al género humano (Tácito, Ann., XV, 44,
2-5; trad. J. L. Moralejo).
Ahora bien, ningún autor pagano (ni siquiera Tácito en este texto)
menciona de qué clase de flagitia o de qué tipo concreto de crímenes horribles
eran culpables los cristianos, y tampoco ofrece pruebas de la veracidad de tales
acusaciones. Toda la información al respecto procede, paradójicamente, de
fuentes cristianas.
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Una aproxim ación critica
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Por esto, los más perfectos entre ellos practican sin rebozo todas las acciones prohibidas,
sobre las cuales las Escrituras afirman que los que las com eten no heredarán el Reino de
D ios. Comen, pues, indiferentemente las cam es sacrificadas de los ídolos, sosteniendo que
no están contaminadas para ellos, y toman parte los primeros en toda festividad de los
paganos y en todo regocijo en honor de los ídolos. Los hay entre ellos que ni siquiera se
abstienen de la costumbre, odiada por D ios y por los hombres, de las luchas de fieras y de
las peleas de gladiadores. Algunos, entregados a fondo a los placeres de la carne, dicen que
dan lo camal a lo carnal y lo espiritual a lo espiritual. Los hay que ocultamente corrompen
a las mujeres a quienes enseñan su doctrina; con frecuencia estas mujeres engañadas, y
luego convertidas a la Iglesia de Dios, han confesado esta desviación junto con otras. Otros,
sin rebozo y desvergonzadamente, quitan a sus maridos las mujeres que aman, haciéndolas
esposas suyas. Los hay que al com ienzo se comportan como es debido, fingiendo cohabitar
con mujeres hermanas, pero el tiempo se encarga de denunciarlos, pues el hermano deja
encinta a la hermana (Adv. haer., I, 6, 3; trad. J. Montserrat Torrents).
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gracias a ella tus adolescentes duermen con las hermanas. Así la lascivia y la
lujuria se convierten en complemento de la gula» (De ieun., 17, 3; trad.
Montserrat Torrents, 1992, p. 195; cfr. Cipriano, Epist., 13, 5,1). Y es que, en
efecto, hubo algunas prácticas que despertaron las sospechas en la jerarquía de
las comunidades cristianas petro-paulinas, suscitando incluso desde su seno
severas críticas. Afloraron algunas advertencias sobre la excesiva morosidad
observada en algunos ósculos fraternales durante la agápe (Atenágoras, Leg.,
32; Clemente de Alejandría, Paedag., III, 11, 81, 3; Cipriano, Epist., 6, 1) y
sobre la desconfianza que inspiraba la dudosa costumbre de alojar vírgenes
jóvenes (subintroductae o agapetae) en compañía de guías espirituales (Pastor
de Hermas, simil., IX, 10, 7-11, 8; Clemente, IEpist. virg., 10, 1-2).
En todo caso, si, como parece, todos estos comportamientos inmorales
(algunos de ellos producto simplemente de una mala interpretación de la
liturgia cristiana) llegaron a oídos de los paganos o bien pudieron haberlos
observado en ciertos grupos marginales, cabría suponer que, tras asumir que
tales conductas reprobables constituían uno de los principales rasgos de la
religión cristiana, la acusación de flagitia pudo haber gozado de una amplia
credibilidad, no sólo entre las masas populares sino también entre las
autoridades imperiales, especialmente en el ámbito de la administración
provincial. Ésta era la razón por la que A. N. Sherwin-White (1981, p. 277)
mostraba su desacuerdo con G. E. M. de Ste. Croix al considerar que los
flagitia constituían la razón principal por la que los cristianos fueron procesados
en la primera época de las persecuciones (siglos I-II). En cambio, este último
autor (1981, pp. 257 y 285), que estaba convencido de que el Estado romano
escondía otro motivo mucho más importante que no ha llegado hasta nosotros
para perseguir a los cristianos, concedía a la acusación de flagitia una
importancia relativa y, en todo caso, únicamente puntual. El tumulto popular
que se produjo en Lyón en el 177 sería precisamente un ejemplo concreto y
esporádico que ilustraría cómo la acusación de costumbres aborrecibles
desencadenó en el vulgo una reacción hostil contra el movimiento cristiano.
Ireneo, que ya había conocido a los gnósticos marcosianos en Asia Menor
(probablemente en Esmima) a mediados del siglo II, había registrado sus
actividades en la Galia a partir del 170 aproximadamente. No sería extraño,
pues, que los paganos confundiesen a los miembros de esta secta, cuyo
comportamiento abominable había despertado durante los últimos años su
abierta animadversión, con los cristianos de credo católico, considerando
erróneamente que todos ellos pertenecían a un mismo movimiento religioso.
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1.5. N O M E N CHRISTIANUM
Y por último, si es verdad que som os tan dañosos, ¿por qué razón vosotros m ismos nos
tratáis de modo distinto que a nuestros semejantes -lo s demás delincuentes- siendo así que
debería darse el m ismo tratamiento a quienes son igualmente culpables? Cuando otros son
acusados de los crímenes de los que se nos acusa a los cristianos, pueden defenderse
personalmente o pagando a un defensor para probar su inocencia; se les ofrece la
oportunidad de replicar, de impugnar, ya que no es en absoluto lícito condenar a nadie sin
oir su defensa. Solamente a los cristianos se les impide dar a conocer lo que podría refutar
la acusación, defender la verdad e impedir que la actuación del juez sea injusta; lo único
que se pretende es satisfacer un odio público: conseguir la confesión de un nombre, no
investigar un crimen (Apol., 2, 1-4; trad. C. Castillo García).
Con argumentos muy similares a los utilizados por éste y también por
otros apologistas (Justino, I Apol., 4; 24; II Apol., 2, 16; Taciano, Or. graec.,
27), Atenágoras aseguraba que los cristianos estarían dispuestos a asumir el
castigo merecido si se demostrase que habían incurrido en delito, pero no la
condena que, sin pruebas ni defensa alguna, se pronunciaba contra ellos por el
insólito hecho de portar un simple nombre:
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efecto, no dice con vuestra justicia que, cuando se acusa a otros, no se los condena antes
de ser convictos; en nosotros, empero, puede más el nombre que las pruebas del juicio, pues
los jueces no tratan de averiguar si el acusado com etió crimen alguno, sino que se
insolentan, como si fuera un crimen, contra el solo nombre [...] (Legat., 2; trad. D. Ruiz
Bueno).
Si, como parece advertirse en los citados textos, los cristianos no dejaban
de estar sujetos a la corroboración de las pruebas que habrían de servir para
dictar sentencia firme conforme al procedimiento común seguido para el resto
de delitos, no cabe duda de que los apologistas estarían en lo cierto al denunciar
clamorosos desajustes procesales en las causas judiciales en las que aparecían
implicados. Sin embargo, la condena en virtud del nomen christianum tenía su
origen en la persistencia de un delito probado en un proceso abierto ex tempore.
Se puede afirmar que los cristianos fueron reprimidos por la autoridad imperial
por presentarse como seguidores (y, por tanto, secuaces) de un cabecilla
subversivo que había sido juzgado, condenado y ajusticiado por el poder
romano. Es decir, en la terminología de la época, por el simple nombre de
cristianos.
En realidad, hasta mediados del siglo III, la acusación per nomen
constituía motivo más que suficiente para emprender un proceso judicial contra
los cristianos, ya que el reconocimiento y la voluntad de pertenencia a un grupo
«proscrito» convertía al cristiano en un individuo que se situaba al margen de
la legalidad romana. En este sentido, cabría advertir (como veremos más
adelante) que la actuación coercitiva ejercida por los tribunales no entraba en
desacuerdo con la laxitud procesal de la cognitio extra ordinem, en la que el
magistrado era instructor de la causa, acusador y juez simultáneamente.
1.6. O t r a s m o t iv a c io n e s
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Ulpiano, en el séptimo libro sobre el oficio del procónsul, decidió ocuparse del grave y
buen gobernador que se preocupa porque la provincia se mantenga quieta y pacífica, que
no difícilmente se obstinará, si lo lleva a cabo con rotundez, con el fin de que la provincia
carezca de hombres malos, y además los busque: pues debe encontrar a los sacrilegos y
plagiarios ladrones, debe castigar a cada uno según haya delinquido, y debe dar
escarmiento a los encubridores de éstos [...] (D igesto, I, 18, 13; trad. A. D ’Ors et alii).
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Una aproxim ación crítica
Pero hay más; tampoco convenía que, por decirlo más suavemente, se considerara que fuera
contada entre las facciones ilícitas esta comunidad que no comete ninguna acción semejante
a aquellas facciones ilícitas contra las que se toman precauciones (Tertuliano, A pol., 38,1 ;
trad. C. Castillo García; cfr. Apol., 39, 20-21).
Según todos los indicios, hemos de suponer que, en buena lógica, los
cristianos se acogieron al procedimiento legal de formar collegia tenuiorum y
collegia religionis causa para poder configurar y reivindicar jurídicamente ante
el Estado la propiedad eclesiástica de sus lugares de reunión y enterramiento
(Bovini, 1948; Sordi, 1988, p. 172). Especialmente a partir del siglo III, dicho
patrimonio fue incrementándose de forma considerable mediante diversas
recaudaciones colectivas y sustanciosas donaciones por parte de fieles
particulares. Es fácil suponer que, en virtud de la constatación de una
prosperidad económica cada vez mayor, a la aversión que muchos paganos
sentían hacia las iglesias cristianas, se le uniera ahora la codicia personal.
Debido a las frecuentes denuncias, toda la comunidad cristiana estaba, de
alguna manera, sometida a los ojos indiscretos de los delatores, los cuales
esperaban que la prisión y la condena final de los cristianos procesados gracias
a su valiosa información, les procurara pingües beneficios económicos.
Tertuliano asegura que «hay quienes han comenzado a negociar reclamando
pago y recompensa por una actuación violenta» (Apol., 38, 2).
Tampoco habría que descartar que, en determinados momentos de crisis
económica o urgente necesidad monetaria, el propio Estado observase la
posibilidad de obtener cuantiosos recursos a costa de la Iglesia y que, guiándose
por la perspectiva de amortiguar una situación de penuria, impulsase acciones
persecutorias contra los cristianos con el único fin de apoderarse de sus
enormes riquezas. En este sentido, es muy posible que la persecución de
Valeriano escondiese realmente esta motivación, ya que, como ha apuntado P.
Brezzi (1960, pp. 54-55), es muy significativo que dicho emperador cambiase
(quizás por sagaz consejo de su astuto ministro Macrino) su política permisiva
hacia los cristianos, presumiblemente para aplacar los efectos de la aguda crisis
financiera que afectaba al Imperio y que ahogaba de forma crítica a las arcas del
Estado.
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Una aproxim ación crítica
c) Antimilitarismo cristiano
D e ahí que sólo a D ios adoramos; pero, en todo lo demás, os servimos a vosotros con gusto,
confesando que sois emperadores y gobernadores de los hombres y rogando que, junto con
el poder imperial, se halle que también tenéis prudente razonamiento. Mas si no hacéis caso
de nuestras súplicas ni de esta pública exposición que os hacemos de toda nuestra manera
de vida, nosotros ningún daño hemos de recibir, creyendo o, más bien, estando como
estamos persuadidos que cada uno pagará la pena conforme merezcan sus obras, por el
fuego eterno y que tendrá que dar cuenta a D ios según las facultades que de D ios mismo
recibió [...] (IApol., 17, 3-4; trad. D. Ruiz Bueno).
Así pues, desde esta perspectiva, los cristianos no tuvieron ninguna razón
religiosa que les impidiera aceptar el orden establecido o llegar a participar en
las instituciones del Imperio, incluido el ejército. Sabemos, de hecho, que su
presencia dentro de la organización militar romana se remontaba al siglo II. Es
cierto que hubo desde antiguo una corriente crítica profundamente pacifista
dentro del cristianismo que se oponía a la participación cristiana en el ejército
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Una aproxim ación critica
Los discípulos, por su parte, dispersos por el mundo, obedecieron el mandato de su maestro
que era D ios, y también ellos sufrieron muchas persecuciones por parte de los judíos, y
también, de buen grado, en Roma por su lealtad a la verdad, y por último, por la crueldad
de Nerón, sembraron la sangre cristiana (Tertuliano, Apol., 21,25; trad. C. Castillo García;
cfr. Tertuliano, Aciv. Ind., 13, 26).
Por otro lado, resulta realmente extraño que en los textos apologéticos
más significativos dirigidos contra la religión judía no exista referencia alguna
a esa supuesta hostilidad judaica después de la época apostólica (por ejemplo,
Aristides, Apol., 14; Justino,Dial. Tryph., passim; I Apol., 47ss.; Tertuliano,
Apol., 21). De hecho, apartir del siglo II, constatamos un completo silencio en
tomo a la supuesta hostigación coetánea de los judíos sobre los cristianos
(Parkes, 1934, pp. 132 y 150). Antes bien, contamos con algunas referencias
(Mart. Pion., 13; Eusebio de Cesarea, Hist, eccl., VI, 12, 1 y quizás también,
aunque de una manera solapada, Tertuliano, Apol., 21,1) que nos podrían hacer
pensar que, en determinados momentos persecutorios de extrema virulencia,
hubo casos en que, al amparo del privilegiado status jurídico del que gozaba la
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L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica
comunidad judía, los cristianos fueron protegidos por las sinagogas (Frend,
1964, pp. 361-362; Simon, 1986, p. 124).
En realidad, tan sólo disponemos de dos textos procedentes de las Actas
de los Mártires en los que aparece registrada sin lugar a dudas la activa
participación de los judíos en las persecuciones de los paganos contra los
seguidores de Cristo. El autor anónimo del Martyrium Polycarpi aseguraba que
aquéllos no sólo participaban de la misma ira que animaba al pueblo gentil a
reclamar la pena capital para el impío cristiano (Mart. Pol., 11), sino que
además colaboraron de manera activa en los preparativos de la hoguera
destinada para el suplicio del condenado: «entonces el pueblo voló a los baños
y talleres a buscar leña y sarmientos, y más que nadie los judíos» (Mart. Pol.,
12). Por su parte, en las actas del Martyrium Pionii se afirmaba que «entre las
turbas había catervas sin número de mujeres, sobre todo judías, pues por ser
sábado estaban de fiesta» (Mart. Pion., 3), al mismo tiempo que se reprochaba
especialmente a los judíos varones, también presumiblemente presentes entre
la muchedumbre, su infame incontinencia de risas y burlas procaces ante el
sufrimiento del mártir cristiano (Mart. Pion., 4).
Ahora bien, según han puesto de manifiesto numerosos investigadores,
los pasajes citados no responden ciertamente a una realidad histórica o, al
menos, carecen de cualquier credibilidad en los detalles y circunstancias que
nos harían aceptar dichos relatos como fuentes de información fidedigna. La
imagen cristiana de la maldad judía conectada con la brutalidad pagana actuaría
como proyección ideológica de un conflicto en el seno de la Iglesia. La
acusación de la participación judía en las persecuciones contra los seguidores
de Cristo formaba parte de la retórica antijudía por medio de la cual la
incipiente jerarquía eclesiástica deseaba establecer los límites inamovibles de
la identidad propiamente cristiana frente a todas aquellas influencias
procedentes de la religión judía (Taylor, 1995, p. 87; Lieu, 1996, pp. 91-94 y
passim·, Lieu, 1998; Leigh Gibson, 2003). Esta es la razón por la que,
desviándose de los acontecimientos principales de la narración, el autor del
Martyrium Pionii se detiene especialmente en arremeter contra la religión judía:
N o son los pecados de ellos [los judíos] semejantes a los que ahora se cometen por miedo
a los hombres. Larga distancia va entre quien peca forzado y el que peca porque quiere, y
la diferencia que va entre quien es forzado y el que por nadie es compelido está en que allí
es el alma, aquí son las circunstancias las que tienen la culpa. ¿Quién forzó a los judíos a
iniciarse en los misterios de Beelphegor o a asistir a los banquetes funebres y gustar los
sacrificios de los muertos? ¿Quién a quemar a sus hijos, a murmurar contra D ios o hablar
mal, a sus solas, de M oisés? ¿Quién les hizo olvidar tantos beneficios y los volvió ingratos?
[...] A vosotros, paganos, tal vez os puedan engañar, burlando vuestros oídos con algún
enredo; mas a nosotros, nadie de ellos nos hará tragar sus embustes [...] Y o, en efecto,
recorrí toda la tierra de los judíos y me enteré puntualmente de todo. Pasé el Jordán y vi
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Una aproxim ación crítica
toda aquella tierra, que con su estrago atestigua la ira de D ios por su doble crimen: por
matar, olvidados de toda humanidad, a los forasteros, o, traspasando la ley de naturaleza,
obligar a los varones a sufrir trato de mujeres, con gravísimo atentado al derecho de
hospitalidad (Mart. Pion., 4; D. Ruiz Bueno).
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2. EL PROCESO JURÍDICO
DE LAS PERSECUCIONES
2.1. L a b a s e ju r íd ic a
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Una aproxim ación critica
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Una aproxim ación crítica
significado último haría referencia a «aquello que Nerón comenzó contra los
cristianos» o, más propiamente, «la costumbre que Nerón inauguró contra los
cristianos»; es decir, se trataría de una observación irónica por medio de la cual
el apologista deseaba señalar que con Nerón dio comienzo la larga condena
moral a la que muchos emperadores posteriores someterían a los cristianos.
Tácito mismo, que es el autor que más espacio dedica en su obra a los
acontecimientos que desencadenaron la represión neroniana contra los
cristianos, no proporciona ninguna noticia acerca de dicho «instituto» de
carácter jurídico, lo que resulta realmente extraño si tenemos en cuenta que
acostumbraba a citar edictos (Segura Ramos, 2002, p. 458). M. Dibelius (1971,
p. 62) menciona incluso la Epístola a los Hebreos, redactada hacia los años 80
del siglo primero de nuestra era, para demostrar que, al igual que aparecen
términos equivalentes entre este texto neotestamentario y los textos de Tácito
en la descripción del espectáculo que organizó Nerón para martirizar a los
cristianos, no es casualidad que ambas fuentes tampoco aludan en ningún
momento a la posibilidad de que la crueldad de este «tirano» hubiese estado
apoyada legalmente en alguna lex rogata, senadoconsulto o edicto imperial.
Además, como hemos visto, el propio Tertuliano reprochaba frecuentemente al
aparato del Estado romano que actuase contra los cristianos sin una base
jurídica precisa.
De hecho, la incoherencia de la represión, que alternaba períodos de
moderación con momentos críticos de máxima crudeza, así como la libertad de
acción de los magistrados y la variedad de las penas, no permiten suponer la
existencia de una ley precisa que definiese el delito de cristianismo. Porque, en
efecto, descubrimos que el comportamiento de las autoridades romanas era
sumamente aleatorio, pues, sin razón aparente, interrumpían a veces una acción
persecutoria antes de haber acabado totalmente con la amenaza cristiana, u
otorgaban la libertad a algunos cristianos que se habían presentado espontánea
mente ante el tribunal solicitando el suplicio. Y tampoco respondería a los
términos concretos de una disposición legal la diversidad de los castigos
infligidos, ya que no siempre se decretaba la pena de muerte, sino también el
trabajo forzoso en las minas (metalla) o, en contra de lo que a menudo se ha
pensado, el simple encarcelamiento (Pavón Torrejón, 2003, p. 200). A ello
habría que añadir el carácter verdaderamente insólito de algunas condenas
excepcionales impuestas por ciertas autoridades provinciales, como por
ejemplo, el traslado de mujeres cristianas a lupanares (Mart. Pion., VII; vid.
Moreau, 1977, pp. 64-65).
¿Cómo explicar, por otro lado, que Plinio el Joven no mencione en
ningún momento delitos comunes por los que los cristianos habrían sido
procesados ipso facto según el derecho penal romano? Es más, reconocía que
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Una aproxim ación crítica
no había encontrado ningún indicio a partir del cual poder encausarlos por tales
delitos. Sin duda, algunos de ellos (como impietas o maiestas) pudieron estar
contenidos dentro de la acusación per nomen christianum, pero el proceso
jurídico no contemplaba un enjuiciamiento general por dicha circunstancia, sino
por la pertenencia aun movimiento que tenía su origen en un personaje que, por
su carácter subversivo, había sido ajusticiado por el Estado romano. Además,
desde un punto de vista jurídico, los simples delitos religiosos no podían
acarrear por sí solos la pena capital, condena irremisible a la que, en la mayoría
de los casos, estaban abocados los seguidores de la creencia cristiana que se
resistían férreamente a la apostasia. Y tampoco podía aplicarse sistemática
mente la pena de muerte a individuos libres ni, por supuesto, a ciudadanos
romanos, sin un fundamento legal formalmente establecido. Por todo ello,
parece razonable admitir que el mecanismo represivo que permitió a las
autoridades imperiales actuar contra los cristianos fue el procedimiento jurídico
conocido impropiamente como cognitio extra ordinem (pues para R. Orestano,
1980, p. 237, tendría que recibir una denominación más acorde con las fuentes
que lo mencionan, como por ejemplo cognitiones extraordinariae,
extraordinaria iudicia o extraordinariae actiones).
Hasta el siglo II a. C., el sistema procesal imperante era el conocido
como legis actiones', desde ese momento hasta la época de Diocleciano se
desarrollaría el sistema formulario o per formulam y, después, en una última
fase, se llegaría a la cognitio extra ordinem. Sin embargo, ya en época clásica
se observa la aplicación de este último procedimiento en el área de los delitos,
lo que derivó en un sistema público de penas. Como se ha señalado pocas líneas
antes, todo hace pensar que fue este régimen procesal el que se aplicó en el caso
de los cristianos, el mismo que se empleaba para la amplia mayoría de los
procesos criminales durante el Imperio.
La cognitio extra ordinem dependía del poder de coercitio que poseía
aquel magistrado investido con imperium, todo ello dentro del marco de un
proceso judicial (jurisdictio'). La coercitio del magistrado consistía en una
facultad decisiva de punición y formaba parte de su poder global o imperium.
Esta facultad era llevada a la práctica a través de la aplicación de la cognitio
extraordinaria por la cual el juez (con plena iurisdictio) se convertía en el
órgano de administración que regía de manera coactiva e incontestable el juicio.
El procedimiento per extraordinariam cognitionem acababa, así, con la clásica
bipartición del proceso en las fases in iure y apud iudicem. El curso del pleito
se seguía ante el funcionario del Estado y de él emanaba la sentencia en un solo
momento procesal. Por tanto, bajo estas circunstancias, el acusado no podía
acudir a la provocatio ad populum, es decir, no había apelación posible para
recurrir la sentencia. Dentro del derecho de cognitio judicial que se encontraba
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L as p ersecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
U na aproxim ación crítica
El procónsul debe conocer y decidir de plano sobre los crímenes más leves, y o bien dejar
libres a los acusados o apalearlos, y flagelarlos si son esclavos. UIp. 2 de off. procos.
(D igesto, 48, 2, 6; trad. A. D ’Ors et alii).
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Una aproxim ación crítica
A sí, pues, presentado ante el procónsul, confesó a D ios de todo corazón y despreció los
sanguinarios mandatos del juez. El procónsul trataba de hacerle pronunciar alguna
blasfemia, y le decía: «Piensa al menos en esa tu edad, si es que desprecias todo lo demás
que hay en ti. Tu vejez no ha de resistir los tormentos que espantan a los jóvenes. Debes
jurar por el César y por la fortuna del César; además, arrepentirte y decir: ¡Mueran los
impíos!» (Mart. P ol., 9; trad. D. Ruiz Bueno).
Nosotros, sin embargo, cuando no poníamos reparos en defender como abogados a algunos
cristianos, acusados como sacrilegos, incestuosos, aun parricidas, juzgábamos que no
debíamos tener en cuenta en absoluto su confesión; más aún, algunas veces, por compasión
para con ellos, nos mostrábamos más crueles, pues los sometíamos a la tortura, cuando
confesaban esos crímenes para obtener la negación y salvarlos, empleando inicuamente,
cuando se trataba de ellos, estos medios no con el fin de obtener la verdad, sino para forzar
la mentira. Y si alguno débil, impulsado y vencido por el dolor, negaba que era cristiano,
le solíamos favorecer, como si por esta abjuración se hubiera purgado de todas las infamias
que se le imputaban (M inucio Félix, Oct., 28, 3-4; trad. S. de Domingo).
Y tampoco en lo que voy a decir actuáis frente a nosotros según lo usual en los
enjuiciamientos criminales: a los otros, cuando rehúsan confesarse culpables, los
atormentáis para que confiesen, y en cambio a los cristianos para que nieguen; cuando si
se tratara de un delito, nosotros negaríamos y vosotros nos obligaríais a confesar por medio
de tormentos. Y tampoco vais a decir que creéis inútil torturamos para averiguar los
crímenes, porque estáis ciertos de que se los reconoce al confesar el nombre; precisamente
vosotros que a quien hoy se confiesa homicida -aunque ya sabéis qué es un hom icid io- le
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L as persecu cion es contra ¡os cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica
arrancáis una relación detallada del crimen que confiesa. Aún más injusto es que,
considerando nuestros crímenes implícitos en la confesión del nombre, nos obliguéis con
tormentos a renegar de la confesión, puesto que, al negar el nombre, negaríamos igualmente
los crímenes que habíais presupuesto en la confesión del nombre. A l parecer, no queréis
que seamos condenados nosotros a quienes consideráis com o los peores (Apol., 2 ,10; trad,
C. Castillo García).
Ocurre que los infelices están convencidos de que serán totalmente inmortales, y que
vivirán eternamente, por lo que desprecian la muerte e incluso muchos de ellos se entregan
a ella voluntariamente (D e mort, per., 13; trad. J. Zaragoza Botella).
Mas para que no se nos diga: «Mataos allá todos vosotros mismos, y marchad de una vez
a vuestro D ios y no nos m olestéis más a nosotros», quiero decir por qué motivo no hacemos
eso y por qué m otivo también, al ser interrogados, confesamos intrépidamente nuestra fe.
Nosotros hem os sido enseñados que D ios no hizo el mundo al azar, sino por causa del
género humano, y ya antes dijimos que El se complace en los que imitan sus cualidades,
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Una aproxim ación crítica
y se desagrada, en cambio, de los que, de palabra u obra, se abrazan con el mal. Ahora bien,
si todos nos matáramos a nosotros m ism os, seríamos culpables de que no naciera alguno
que ha de ser instruido en las enseñanzas divinas y, hasta en lo que de nuestra parte estaba,
de que desapareciera el género humano, con lo que también nosotros, de hacer eso,
obraríamos de modo contrario al designio de D ios. En cuanto a no negar al ser
interrogados, ello se debe a que nosotros no tenemos conciencia de cometer mal alguno y
consideramos, por el contrario, como una impiedad no ser en todo veraces, y eso es lo que
sabemos ser grato a D ios, a par que nos apresuramos a libraros ahora a vosotros de la
injusta preocupación contra nosotros (Justino, II A pol., 3 (4); trad. D. Ruiz Bueno).
Por lo que a mí toca, escribo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco que yo estoy
pronto a morir de buena gana por D ios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Y o os
suplico: no mostréis para conm igo benevolencia inoportuna. Permitidme ser pasto de las
fieras, por las que me es dado alcanzar a D ios. Trigo soy de D ios, y por los dientes de las
fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo [...] N o os doy
yo mandatos com o Pedro y Pablo. Ellos fueron Apóstoles; yo no soy más que un condenado
a muerte; ellos fueron libres; yo, hasta el presente, soy un esclavo. Mas si lograre sufrir el
martirio, quedaré liberto de Jesucristo y resucitaré libre en Él. Y ahora es cuando aprendo,
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encadenado como estoy, a no tener deseo alguno (Epist. rom., IV, 1-3; trad. D. Ruiz
Bueno).
Y en lo que se refiere al hecho de que sufrimos y soportamos los dolores físicos, eso no es
un castigo, sino una milicia. Y es que la fortaleza se robustece con las debilidades y las
desgracias son muchas veces una escuela de virtud; y, en definitiva, las fuerzas de la mente
y del cuerpo se debilitan si no son ejercitadas. D e hecho, todos vuestros héroes, que
vosotros citáis a modo de ejemplo, han brillado por la fama de sus pruebas (O ct., XXXVI,
8; trad. E. Sánchez Salor).
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3. EL DESARROLLO HISTÓRICO
DE LAS PERSECUCIONES
3.1. A u s e n c ia d e h o s t il id a d e s
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Una aproxim ación crítica
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Una aproxim ación crítica
poco seguras. Con todo, sirven para configurar una idea general que nos ayude
a comprender la evolución de las difíciles relaciones que existieron entre el
cristianismo y las autoridades que regían el Imperio romano.
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Una aproxim ación critica
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Y el mismo año [95], Dom iciano hizo degollar, entre otros m uchos, al cónsul Flavio
Clemente, a pesar de que era su primo y estaba casado con Flavia Domitila, quien también
era pariente del emperador. Am bos fueron acusados de ateísmo, acusación por la que
muchos otros que se sentían inclinados hacia las costumbres judías fueron también
condenados. U nos murieron, otros fueron privados de sus bienes. En cuanto a Domitila, fue
solamente exiliada a Pandataria. Pero Glabrio, que había sido colega de Trajano en el
consulado, fue llevado a la muerte bajo la acusación de esos mismos crímenes, y en
particular, de haber luchado como gladiador contra bestias salvajes [...] (Dion Casio,
LXVII, 14, 1-3).
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Es mi costumbre, señor, plantearte todos los temas sobre los que tengo dudas. Pues ¿quién
puede resolver mejor mi incertidumbre o instruir mi ignorancia? Jamás he participado en
la instrucción de ningún caso sobre los cristianos·, por ello ignoro cóm o y hasta dónde
deben llegar las penas y la investigación. He dudado mucho si se deben tener en cuenta las
diferencias de edad, o si los de tierna edad deben ser tratados de la misma manera que los
maduros; si se debe ser indulgente con el arrepentimiento o bien si a quien efectivamente
ha sido cristiano no le sirve de nada el haber dejado de serlo; si se debe castigar el nombre
(de cristiano) en sí mismo, aunque no haya cometido delitos o bien los delitos que
acompañen al nombre.
D e modo provisional, respecto a aquellos a los que se me denunciaba como cristianos
he seguido esta norma. Les pregunté a ellos m ismos si eran cristianos. Cuando lo
confesaban por segunda y tercera vez les amenacé con la pena capital; cuando perseveraban
les mandé ejecutar. Pues no tenía duda de que, fuese cual fuese lo que confesaban, se debía
castigar ciertamente su pertinacia y su inflexible obstinación. Hubo otros con una locura
similar, a los que, dado que eran ciudadanos romanos, di orden de que fueran enviados a
Roma. Después, por la misma evolución de los hechos, com o es costumbre, al proliferar
las acusaciones se presentaron muchas situaciones peculiares.
Se publicó un libelo anónimo que contenía nombres de muchas personas. Aquellos que
negaban ser cristianos o haberlo sido, cuando precediéndoles yo invocaban a los dioses y
a tu imagen que para este propósito había mandado traer junto con las estatuas de los dioses
y les elevaban súplicas que se dice son incompatibles con los que son realmente cristianos,
juzgué que debían ser enviados a casa. Otros, incluidos en la lista, dijeron que eran
cristianos y después lo negaron; algunos aducían que lo habían sido, pero habían dejado de
serlo; algunos que hacía más de tres años, otros que hacía muchos años, algunos incluso
que hacía más de veinte años. Todos estos también veneraron tu imagen y las estatuas de
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los dioses y maldijeron a Cristo. Afirmaban, por su parte, que todo su delito y todo su error
consistía en que acostumbraban a reunirse en un día determinado antes del amanecer,
recitar alternativamente un poema a Cristo como a un D ios y comprometerse con
juramentos a no cometer ningún delito, ni hurto, ni agresiones para robar, ni adulterios, no
faltar a la palabra, ni negarse a devolver un depósito cuando se les reclamase. Después de
esto la costumbre era dispersarse y reunirse de nuevo para tomar un alimento que era el
acostumbrado e inocente; que habían abandonado esta práctica después de m i edicto con
el que, de acuerdo con tus órdenes, había prohibido las asociaciones. Por lo cual consideré
muy necesario indagar qué había de verdad por medio de dos esclavas que eran
denominadas ministras sometiéndolas a tortura. N o he encontrado otra cosa que no sea una
superstición malvada y desmesurada (Epist., X , 96; trad. R. Teja).
Has obrado como debías, Segundo mío, al instruir las causas de aquellos que te habían sido
denunciados como cristianos. Pues no se puede establecer una norma general que tenga un
carácter, por así decirlo, fijo. N o deben ser buscados; si son denunciados, y se prueba,
deben ser castigados, pero de forma tal que quien niegue ser cristiano y lo demuestre con
los hechos, es decir, elevando súplicas a nuestros dioses, aunque su pasado plantee
sospechas, pueda ser perdonado por su arrepentimiento. Por lo que respecta a las denuncias
mediante libelos anónimos, no deben tener cabida en ningún procedimiento judicial. Pues
es una práctica abominable y no es propia de nuestros tiempos (Plinio, Epist., X , 97; trad.
R. Teja).
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Entonces Trajano respondió por escrito que no se les buscara, pero que (si se les llevaba
al tribunal) había que castigarlos. ¡Extraña decisión, forzosamente perturbadora! D ice que
no se les debe buscar como inocentes que son, y ordena que se les castigue como a
culpables. Perdona, y se ensaña; pasa por alto, y castiga. ¿Por qué te contradices a ti mismo
en tu dictamen? Si los castigas, ¿por qué no los buscas también? Si no los buscas, ¿por qué
no los perdonas? Para perseguir a los bandidos, en todas las provincias se designa por
suerte una guarnición militar; frente a los culpables de lesa majestad y los enemigos
públicos, cualquier hombre es soldado y la búsqueda se extiende incluso a los amigos y a
los cómplices. Sólo al cristiano se prohíbe que se le busque y a la vez se permite que se le
denuncie; como si la investigación persiguiera algo que no sea la denuncia. A sí pues,
castigáis al denunciado a quien nadie ha querido que se busque; de donde deduzco que no
merece castigo por hacer un mal, sino por haber sido encontrado sin que se le debiera
buscar (Tertuliano, Apol., 2, 7-9; trad. C. Castillo García).
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Una aproxim ación crítica
A M inucio Fundano: Recibí una carta que me escribió Serenio Graniano, varón clarísimo,
a quien tú has sucedido. Pues bien, no me parece que debamos dejar sin examinar el asunto,
para evitar que se perturbe a los hombres y que los delatores encuentren apoyo para sus
maldades.
Por consiguiente, si los habitantes de una provincia pueden sostener con firmeza y a las
claras esta demanda contra los cristianos, de tal modo que les sea posible responder ante
un tribunal, a este solo procedimiento habrán de atenerse, y no a meras peticiones y gritos.
Efectivamente, es mucho mejor que, si alguno quiere hacer una acusasión, tú mismo
examines el asunto.
Por lo tanto, si alguno los acusa y prueba que han cometido algún delito contra las leyes,
dictamina tú según la gravedad de la falta. Pero si -¡p or Hércules!—alguien presenta el
asunto por calumniar, decide acerca de esta atrocidad y cuida de castigarla adecuadamente
(Hist, eccl., IV, 9, 1-3; trad. A. Velasco-Delgado; cfr. Justino, I A pol., 68, 5-10).
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Las persecuciones contra los cristianos en e l Im perio romano.
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Se nos decapita, se nos clava en cruces, se nos arroja a las fieras, a la cárcel, al fuego, y se nos
somete a toda clase de tormentos; pero a la vista de todos está que no apostatamos de nuestra
fe. Antes bien, cuanto mayores son nuestros sufrimientos, tanto más se multiplican los que
abrazan la fe y la piedad por el nombre de Jesús {Dial. Tryph., 110; trad. D. Ruiz Bueno).
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10). Eusebio de Cesarea nos transmite una carta de este mismo emperador
dirigida al consejo de la provincia de Asia (donde, al parecer, se habían
producido graves manifestaciones contra los fieles de la nueva religión) en la
que se conminaba a respetar el procedimiento legal que las autoridades estaban
obligadas a observar con respecto a los cristianos (Hist, eccl, IV, 13, 1-7). Es
posible que esta carta correspondiese al edicto mencionado por Melitón, sin
embargo la mayor parte de los investigadores ha considerado que el texto
recogido por Eusebio en su Historia ecclesiastica era enteramente falso o que,
al menos, había sido considerablemente interpolado, por lo que habría perdido
todo su valor testimonial. En cualquier caso, de haber seguido la línea marcada
por el escrito que ha llegado hasta nosotros, dicho edicto no sería sino una
simple confirmación de las reglas promulgadas por Trajano y Adriano en sus
respectivos rescriptos (Maraval, 1992, p. 29).
La llegada al poder de Marco Aurelio (161-180) no supuso en un
principio (al menos durante la época de corregencia con L. Vero, entre el 161
y el 169) ningún cambio significativo respecto a la línea política seguida por su
predecesor. No obstante, es posible que en un segundo momento este
emperador emprendiera una política más intransigente, recrudeciéndose las
acciones persecutorias contra los cristianos. Según algunos autores, este
repentino cambio pudo deberse a la aversión personal que, por razones
desconocidas, había comenzado a sentir contra los seguidores de Cristo y que
le indujo a recuperar algunas leyes que habían prohibido la introducción de
nuevas religiones en el Imperio, e incluso a volver a dar fuerza legal al antiguo
senadoconsulto republicano contra las bacanales (por ejemplo, Allard, 1971,1,
pp. 407-408). Sin embargo, esta opinión no parece encontrar refrendo en sus
Meditaciones. Antes bien, su postura frente a los cristianos no excedió nunca
la simple emulación de la política desarrollada por sus inmediatos predecesores
y, aun así, parece que, de acuerdo con su permanente preocupación por la
tradición romana, antepuso a cualquier otra consideración la devoción debida
a la religión ancestral, independientemente de si esta férrea actitud iba o no en
detrimento del cristianismo. Tertuliano reconoce, incluso, que Marco Aurelio
no desplegó un comportamiento muy desfavorable a los cristianos, pues, si bien
no revocó las decisiones anteriormente tomadas contra ellos, trató al menos de
suavizar sus efectos con amenazas aún más duras para los falsos acusadores
(Apol., 5, 6).
Ahora bien, aunque no se impulsó desde Roma ninguna persecución
general contra los cristianos, las fuentes relatan la aparición durante el reinado
de Marco Aurelio de algunos procesos locales y condenas a muerte en lugares
dispersos como Esmima (165), Roma (c. 165), Pérgamo (176), Lyón y Vienne
(177), y varias ciudades del norte de Africa (180). Los cristianos informaron de
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Las persecuciones contra los cristian os en el Im perio romano.
Una aproxim ación crítica
tales sucesos a otras comunidades y así surgieron las Actas de los mártires, un
género literario cuyos rasgos más defmitorios llegaron a ser, con el tiempo y la
piadosa fantasía, la exageración y la leyenda.
La historiografía eclesiástica ha considerado indebidamente que, por sus
enormes consecuencias, los martirios de Lyón (afio 177) constituyeron la
«cuarta persecución contra el cristianismo» {vid. por ejemplo Llorca, 1964, p.
176). No hubo, en realidad, ninguna conexión con Roma que permita suponer
la existencia de un edicto general de persecución para todo el Imperio. Los
sucesos de Lyón respondieron a una agitación popular que no excedió en
ningún momento el ámbito local y cuya explicación podría encontrarse en los
prejuicios surgidos en la población pagana ante una confusa visión de las
diferentes tendencias que conformaban en esta época la comunidad cristiana del
valle del Ródano. Según ha puesto de relieve J. Monserrat Torrents (1992, p.
209), podríamos distinguir un núcleo de obediencia petro-paulina en comunión
con la principal comunidad de Roma; una corriente de gnosticismo valentiniano
compuesta por los llamados marcosianos, algunos de cuyos miembros se
entregaban a actos moralmente reprobables; y, finalmente, un incipiente grupo
de simpatizantes del profetismo carismático, muy cercanos (aunque sin
adscripción directa) al montañismo. Teniendo presentes estas diferentes
corrientes cristianas, el citado autor ha considerado como muy posible que la
infiltración a la opinión pública de los escándalos de los marcosianos o de la
desafiante actitud antipagana de los simpatizantes montañistas, hubiese
provocado un profundo malestar en la población pagana de la colonia de Lyón
que, a su vez, habría degenerado en episodios de xenofobia contra la secta de
los cristianos, los cuales formaban un grupo «compacto» a ojos de los paganos.
Por otro lado, las pruebas de que disponemos no permiten tampoco
hablar de una masacre de cristianos, ni en Lyón, ni en Vienne. A pesar de que
Eusebio de Cesarea asegura que hubo «millares de mártires» (Hist, eccl., V,
pról., 1), un examen crítico de los martirologios de la persecución gala bajo
Marco Aurelio permite totalizar, y aun de una forma no totalmente precisa,
cuarenta y ocho víctimas (Deschner, 1990, p. 160).
Es lógico pensar que en un principio no hubiese más que detenciones
motivadas probablemente por denuncias, como era habitual, pero que, debido
a la presión popular, se intensificaran rápidamente las acusaciones de crímenes
nefandos y el gobernador de la Gallia Lugdunensis decidiera actuar no sólo al
margen de las reglas establecidas por Trajano para solventar tales casos, sino
también de los principios del derecho penal romano. Para C. Moreschini (1973,
p. 9), tuvo que existir una legislación u orden directa de Marco Aurelio que
diera lugar a los cruentos acontecimientos de Lyón, pero lo cierto es que no
existen pruebas que apoyen tal suposición (vid. Jossa, 2000, p. 144). Puede
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L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación critica
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Una aproxim ación critica
Durante su viaje, dio muchas leyes a los palestinos. Prohibió bajo severas penas hacerse judío.
Respecto al cristianismo, estableció una prohibición semejante (Sev., 17, 1; trad. V. Picón
García).
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Una aproxim ación crítica
Tampoco habría que desestimar del todo las razones por las que Κ. H.
Schwarte dudó de que el citado edicto fuese auténtico; y es que si los cristianos
se encontraban realmente en la misma situación que los judíos y únicamente su
conversión era juzgada como ilegal, la condición de cristiano de nacimiento no
sería considerada fuera de la ley y, como consecuencia de ello, la profesión
cristiana en sí misma no habría supuesto ningún crimen legal, extremo éste que,
según los procesos judiciales de la época, dista mucho de corresponder con la
realidad (Schwarte, 1963), a menos que admitamos como posibilidad que dicha
medida sólo tuvo aplicación efectiva en Palestina.
Aun así, de aceptar este último supuesto, no parece que dicho edicto
conllevara ningún inconveniente adicional que dificultara especialmente la vida
religiosa de las comunidades cristianas. Si se produjeron ciertos episodios
violentos que dieron lugar a algunos martirios, como el de Perpetua y Felicidad
en Cartago (acaecido en el año 203), fue debido exclusivamente a la iniciativa
aislada de gobernadores provinciales que aplicaron la legislación contra las
asociaciones ilegales o que no consintieron la pasividad cristiana en los
diferentes eventos religiosos que requerían la adhesión incondicional del pueblo
(celebraciones victoriosas, decennalia, ludi saeculares) y, en ningún caso, a
persecuciones programadas desde la corte imperial. Las obras de Tertuliano,
compuestas a partir del 197, constituyen, en este sentido, una fuente de
información inestimable (Daguet-Gagey, 2001).
Por otro lado, no cabe duda de que, con emperadores como Heliogábalo
(218-222) o Alejandro Severo (222-235), la seguridad y tranquilidad para los
cristianos aumentaron considerablemente. Es posible que, como ya se ha
apuntado, este ambiente de tolerancia fuese inducido por la sorprendente
aparición de un nuevo clima religioso caracterizado por la creciente apertura del
Imperio hacia las religiones mistéricas y orientales. Las tendencias sincretistas
que impregnaron el mundo religioso pagano y, especialmente, las corrientes
religiosas próximas al monoteísmo, favorecidas en particular por el conocido
monoteísmo solar de Heliogábalo, beneficiarían considerablemente al
cristianismo. De hecho, no habría que descartar que, a la muerte de Alejandro
Severo, algunos adeptos de la «nueva religión» hubiesen logrado introducirse
en el ordo equester y que, incluso, hubiesen gozado de la oportunidad de
ocupar altos cargos en la administración imperial. Según la Historia Augusta
(Alex. Sev., 29, 3), la tolerancia que este emperador desplegó hacia judíos y
cristianos fue tan amplia, y la visible presencia de éstos en la sociedad tan
evidente para los adeptos de los demás cultos oficiales del Imperio romano, que
en el larario privado del palacio imperial se había reservado un lugar para el
culto a Cristo junto a Abraham, Orfeo y Apolonio de Tiana; e incluso se
aseguraba que el propio Alejandro Severo llegó a concebir la idea de levantar
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Una aproxim ación critica
Una vez asesinado su predecesor por sus propios soldados en el año 235,
Maximino Tracio (235-238), iletrado y brutal, fue elevado al poder imperial por
el ejército, como ya sería costumbre a lo largo de todo el siglo III. Debido, al
parecer, a su profundo resentimiento contra la casa de Alejandro Severo,
integrada en buena medida por cristianos, impulsó una política contraria al
cristianismo. Herodiano (VII, 1,3-4) cuenta, en este sentido, que Maximino no
tardó en eliminar «sin dilación» a todos los amigos de Alejandro, tanto
senadores como sirvientes, y la Historia Augusta no aporta noticias muy
diferentes sobre el particular:
Además, mató de maneras diferentes a todos los ministros de Alejandro y abolió las
disposiciones que éste había tomado. Y a medida que concebía sospechas hacia los amigos y
colaboradores de Alejandro se volvía más cruel (Max., 9, 7-8; trad. A. Cascón Dorado).
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De él cuenta una tradición que, como era cristiano, quiso tomar parte con la muchedumbre en
las oraciones que se hacían en la Iglesia el día de la última 'vigilia de la Pascua, pero el que
presidía en aquella ocasión no le permitió entrar sin haber hecho antes la confesión y haberse
inscrito con los que se clasificaba com o pecadores y ocupaban el lugar de la penitencia, porque,
si no hacía esto, nunca lo recibiría de otra manera, a causa de los m uchos cargos que se le
hacían. Y se dice que al menos obedeció con buen ánimo y demostró con obras la sinceridad
y piedad de sus disposiciones respecto del temor de D ios (Eusebio, Hist, eccl., VI, 34; trad. A.
Velasco-Delgado).
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Una aproxim ación crítica
3.3. L a s p e r s e c u c io n e s generales
a) La persecución de Decio
Decio (249-251) fue el gran restaurador del paganismo del siglo III. En una
inscripción encontrada en Cosa (EA, 1973, n° 235), se asigna a este emperador
el significativo epíteto de restitutor sacrorum, recuperado después únicamente
por Juliano a mediados del siglo IV. Al igual que sucedió con el resto de
emperadores que alcanzaron el poder sin una prueba segura de legitimación,
Decio acudió a la defensa de los valores de la tradición religiosa romana para
conseguir de ese modo el apoyo incondicional de la opinión pública y asentar
sobre una base inamovible un dominio político efímero que se fundamentaba,
en realidad, en la mera usurpación militar.
Las primeras medidas contra los cristianos fueron tomadas por Decio a
su llegada a la capital en el otoño del 249. La animadversión popular, siempre
latente y largamente refrenada por el poder imperial, pudo finalmente
manifestarse en espontáneas reacciones violentas que se hicieron sentir de
manera especial en aquellas ciudades en las que la comunidad cristiana era
especialmente numerosa. De hecho, según Orígenes, las protestas de los
paganos contra el gobierno de Filipo el Arabe, que había impedido la
persecución de cristianos en todo el Imperio, habían sido muy frecuentes
(Contr. Cel., III, 15). No es de extrañar, por tanto, que Dionisio de Alejandría
mencionara la preocupación de su comunidad ante el final del reinado de este
emperador «demasiado benévolo connosotros» (apudEusebio, Hist., eccl., VI,
41, 9). Así pues, incitados por los tumultos populares que exigían medidas
mucho más drásticas de las que se habían tomado hasta entonces, los
gobernadores provinciales se vieron pronto impelidos a actuar con energía
contra los adeptos de la religión cristiana y, tal como temían los fieles cristianos
de la capital egipcia, comenzaron a realizar detenciones y a decretar destierros.
No hay duda de que, en este sentido, el adversario de Filipo el Arabe y de su
política religiosa sabía de antemano que, apenas reconocido por el Senado
como el legítimo emperador de Roma, podría contar con una parte considerable
de la opinión pública para instaurar de nuevo la antigua religión romana y
eliminar cualquier elemento perturbador que fuese ajeno a la misma.
El tres de enero del año 250 el nuevo emperador decidió cumplir en el
Capitolio con el tradicional sacrificio anual a Júpiter, ordenando además que
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siguiesen dicho ejemplo todas la ciudades del Imperio. Lo que durante tanto
tiempo había constituido un rutinario acto formal sin apenas consecuencias
políticas visibles, se convirtió así en una prueba simbólica e incondicional de
adhesión al Estado y a sus divinidades protectoras. Según el edicto publicado
por Decio, todos los habitantes del Imperio (salvo, al parecer, los judíos
amparados por sus antiguos privilegios), estarían obligados a realizar sacrificios
y a rendir culto a los dioses, razón por la que M. Sordi (1988, p. 102)
consideraba que, con esta medida, el emperador estaba, en la práctica, acusando
de impiedad (si no abiertamente, sí al menos de forma implícita) a todos los
ciudadanos del Imperio. En realidad, se trataba de una prescripción que, para
mayor eficacia y sin perjuicio alguno de los que nunca habían abandonado el
paganismo, fue impuesta simplemente por procedimientos censales. Sólo
quienes sacrificaban, derramaban una libación y participaban de la carne de las
víctimas inmoladas, tenían derecho a recibir un libellus o certificado de
sacrificio por medio del cual demostraban haber cumplido plenamente con el
mandato imperial. Hasta el momento, las arenas del desierto de Egipto han
preservado cerca de cincuenta libelli papiráceos (el primero fue descubierto en
El Fayum en el año 1893), prueba fehaciente de que el citado decreto fue
aplicado rigurosamente en todos los lugares del Imperio y a todos sus
ciudadanos. Además, a juzgar por el arresto de Fabiano, obispo de Roma, el
veinte de enero de ese mismo año, por haberse negado a obedecer la orden,
parece que ésta se llevó a la práctica de forma inmediata. Al poco tiempo,
correrían el mismo destino otros obispos como Babilas de Antioquía o
Alejandro de Jerusalén, quien terminaría por morir en prisión. Solamente
quienes huyeron, como Dionisio de Alejandría o Cipriano de Cartago, pudieron
evitar la cárcel y la muerte. No hay duda de que, según las fuentes cristianas
que nos informan del amargo destino de éstos y otros obispos relevantes, dicho
decreto demostró tener una gran eficacia, golpeando con fuerza a la jerarquía
eclesiástica y provocando serios problemas en el seno de las comunidades
cristianas, ya que el pánico ante una muerte terrible desencadenó desde el
principio un número enorme de apostasias. Cipriano describe la dramática
situación vivida en Cartago en los siguientes términos:
Mas, ¡oh maldad!, a muchos se les olvidaron todas estas verdades. N i esperaron siquiera a ser
arrestados para subir al templo, a ser interrogados para negar a Cristo. Muchos quedaron ya
derrotados antes de la batalla; derribados por tierra sin combate, no les quedó ni el recurso de
que, si sacrificaban a los ídolos, se viera lo hacían contra su voluntad. Corrieron de grado al
tribunal, se apresuraron a su perdición, cual si hubieran estado deseando esto ya de tiempo
atrás, como si hubieran aprovechado la ocasión que se les ofrecía y hubieran estado
esperándola, gustosos. Cuántos dejaron entonces los magistrados para otro día por la urgencia
del tiempo y cuántos de éstos hasta rogaron que no les dilataran su perdición [...] ¿Es que acaso
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Lo cierto es que todos estaban aterrados, y muchos de los más conspicuos, unos comparecían
en seguida, muertos de miedo; otros, con cargos públicos, se veían llevados por sus propias
funciones, y otros eran arrastrados por los amigos. Llamados por su nombre, se acercaban a los
impuros y profanos sacrificios, pálidos unos y temblorosos, com o si no fueran a sacrificar, sino
a ser ellos mismos sacrificados y víctimas para los ídolos, tanto que el numeroso público que
les rodeaba se mofaba de ellos, pues era evidente que para todo resultaban unos cobardes, para
morir y para sacrificar; algunos otros, en cambio, corrían más resueltos a los altares y llevaban
su audacia hasta sostener que jamás anteriormente habían sido cristianos. A ellos se refiere la
muy verdadera predicación del Señor: que difícilmente se salvarán. D e los restantes, unos
seguían a uno u otro de estos dos grupos mencionados, y los demás huían. En cuanto a los que
fueron prendidos, los unos, tras haber llegado hasta las cadenas y la cárcel -algunos incluso
estuvieron encerrados varios días-, luego renegaron, aun antes de llegar al tribunal, y los otros,
después de mantenerse firmes algún tiempo en los tormentos, se negaron a seguir adelante
(a p u d Eusebio de Cesarea, Hist, eccl., VI, 41, 11-13; trad. A. Velasco-Delgado).
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Que convenga relatar y se deban recordar los merecimientos de los santos, cosa es que manda
el Apóstol, por saber que por la memoria de los hechos gloriosos crece la llama en el pecho de
los egregios varones, de aquellos señaladamente que se esfuerzan por imitar tales ejemplos y
con noble emulación contienden con los hombres pasados. D e ahí que no deba callarse la
pasión del mártir Pionio, pues mientras él vio la luz disipó en muchos hermanos la ignorancia
y el error, y luego, coronado del martirio, a los mismos a quienes infundió vivo su doctrina les
mostró en su muerte un ejemplo {Mart. Pion., I; trad. D. Ruiz Bueno).
Sin olvidar que las Actas de los Mártires fueron redactadas desde una
perspectiva ortodoxa en defensa de la teología triunfal del martirio, resulta
extraordinariamente significativo que la defección del propio obispo de
Esmima, quien había cedido por cobardía al sacrificio pagano (Mart. Pion. XV,
2) y que sin duda alguna se encontraba entre aquellos hermanos dominados por
la «ignorancia y el error», no hiciese a Pionio desistir de su heroica
determinación (Mart. Pion., VIII, 3-4).
Con todo, las víctimas de la persecución de Decio no fueron muchas. De
hecho, la finalidad del edicto no era provocar martirios sino apostasias y, en
este sentido, es indudable que pocos cristianos (entre ellos obispos y diáconos)
se resistieron a la claudicación. Resulta difícil admitir que, como a menudo se
ha señalado, el citado decreto no llegara a alcanzar su objetivo último por
haberse atenido exclusivamente al viejo principio jurídico según el cual el
«delito de cristianismo» sólo era una falta individual de carácter religioso, en
lugar de haber contemplado como posibilidad oficialmente punible su realidad
comunitaria (Sordi, 1988, p. 105). Como veremos, Valeriano y Diocleciano
intentaron atacar infructuosamente a la Iglesia por ese flanco. Lo cierto es que
la pronta desaparición de Decio fue determinante para que la persecución no se
prolongara hasta ver cumplidos plenamente sus objetivos. Aun así, sus efectos
en la Iglesia fueron devastadores hasta el punto de haber provocado incisivas
divisiones internas, «algunas de las cuales dieron lugar a cismas, como el de
Novaciano en Roma, que se prolongarán durante siglos» (Teja, 2003, p. 310).
De hecho, el edicto de este emperador precipitó un inquietante contraste, cada
vez más pronunciado, entre el grupo mayoritario de lapsi y libellatici y el de
aquellos que estuvieron dispuestos a permanecer firmes en la fe aun a riesgo de
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Cada uno buscaba engrosar su hacienda y, olvidándose de la pobreza que practicaban los fieles
en tiempo de los apóstoles y que siempre debieran seguir, no tenían otra ansiedad que la de
acumular bienes con una codicia abrasadora e insaciable. N o se veía en los sacerdotes el celo
por la religión ni una fe íntegra en los ministros del santuario; no había obras de misericordia
ni disciplina en las costumbres [...] Muchos obispos, que deben ser un estímulo y ejemplo para
los demás, despreciando su sagrado ministerio, se empleaban en el manejo de bienes mundanos,
y abandonando su cátedra y su ciudad recorrían por las provincias extranjeras los mercados a
caza de negocios lucrativos, buscando amontonar dinero en abundancia, mientras pasaban
necesidad los hermanos en la Iglesia [...] Qué castigo no íbamos a merecer por tales
iniquidades, puesto que ya tiempo ha había advertido la justicia divina con estas palabras: Si
abandonaren mi ley y no siguieren mis juicios, s i profanaren m is precep to s y no observaren
mis mandamientos, castigaré con la vara sus m aldades y con el azote sus delitos [Sal 88, 31-
33] (De apost., 6; trad. J. Campos).
b) La persecución de Valeriano
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Eusebio, Hist, eccl., VII, 1). Los efectos de dichas medidas fueron, no obstante,
muy exiguos.
Habrá que esperar hasta el reinado de Valeriano (253-260) y, en concreto
al año 257, para asistir a una reanudación de las persecuciones generales en
todo el Imperio. Influido, según parece, por su consejero Macrino, en ese año
dejó atrás la disposición favorable al cristianismo que había demostrado tener
durante sus primeros años de reinado. En comparación con sus precedentes, las
medidas de Valeriano presentan un carácter innovador. Sus pretensiones fueron
mucho más selectivas, pues apuntaban directamente contra la jerarquía
eclesiástica y, especialmente, contra las más destacadas e influyentes figuras
cristianas dentro de la sociedad. De ahí que en su primer edicto obligase a
sacrificar a los dioses solamente al clero cristiano y prohibiese, bajo pena de
muerte, la celebración de cultos. Pero además, ordenó mediante el mismo
decreto, el cierre de todas las iglesias, así como la confiscación de los
cementerios y demás lugares de reunión.
Al año siguiente, se hizo público un segundo edicto por el que, según nos
informa Cipriano, se endurecían las penas y se ampliaba su radio de acción con
el fin de alcanzar también a todos aquellos sospechosos que gozasen de un alto
rango social. Ahora no sólo serían condenados a muerte los dignatarios
eclesiásticos (obispos, presbíteros y diáconos) que rehusasen sacrificar a los
dioses, sino también los cristianos pertenecientes a los órdenes ecuestre y
senatorial. Los funcionarios imperiales serían, asimismo, reducidos a la
esclavitud y condenados de por vida a trabajos forzados. Así se expresaba el
obispo de Cartago:
Lo verdadero es lo siguiente: Que Valeriano dio un rescripto al Senado, ordenando que los
obispos y presbíteros y diáconos fueran ejecutados al instante, que los senadores y hombres
de altas funciones y los caballeros romanos deben ser despojados de sus bienes, además de
la dignidad, y, si perseveraren en su cristianismo, después de despojados de todo, sean
decapitados; las matronas, por su parte, perderán sus bienes y serán relegadas al destierro;
a los cesarianos, cualesquiera que hubieren confesado antes o confesaren al presente, les
serán confiscados los bienes y serán encarcelados y enviados a las posesiones del
emperador, levantando acta de ellos (E pist., 80, 1; trad. J. Campos).
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no les eran restituidos sus bienes embargados por el fisco». Era, en efecto, la
primera vez que la apostasia no era suficiente motivo para anular la pena.
Pero además, al intentar golpear duramente a la jerarquía eclesiástica,
tratando así de privar a la Iglesia de sus dirigentes y, por tanto, de su estructura
de poder, los dos edictos de Valeriano demostraban que las autoridades
imperiales habían asumido, también por primera vez, la importancia social
adquirida por el cristianismo dentro del Imperio y, al mismo tiempo, reconocían
la existencia de una fuerte organización colectiva e institucional que era
necesario desmembrar, comenzando con el descabezamiento de sus más altos
dignatarios y valedores. Aunque las víctimas de esta persecución (entre ellas
Cipriano, el conocido obispo de Cartago), fueron más numerosas que las de la
anterior, al igual que sucedió con Decio, los edictos de Valeriano tuvieron tan
corta vigencia que apenas contaron con margen temporal suficiente como para
cumplir tan ambiciosos objetivos. En efecto, apenas comenzado su reinado en
solitario, su hijo Galieno (260-268) derogó las disposiciones de Valeriano
contra los cristianos y, en consecuencia, restituyó a los obispos las propiedades
eclesiásticas confiscadas:
Pero no mucho después, mientras Valeriano sufría la esclavitud entre los bárbaros, empezó a
reinar solo su hijo y gobernó con mayor sensatez. Inmediatamente puso fin, mediante edictos,
a la persecución contra nosotros, y ordenó por un rescripto a los que presidían la palabra que
libremente ejercieran sus funciones acostumbradas. El rescripto rezaba así: «El emperador
César Publio Licinio Galieno Pío Félix Augusto, a D ionisio, Pina, Demetrio y a demás obispos:
He mandado que el beneficio de mi don se extienda por todo el mundo, con el fin de que se
evacúe los lugares sagrados y por ello también podáis disfrutar de la regla contenida en mi
rescripto, de manera que nadie pueda molestaros. Y aquello que podáis recuperar, en la medida
de lo posible, hace ya tiempo que lo he concedido. Por lo cual, Aurelio Cirinio, que está al
frente de los asuntos supremos, mantendrá cuidadosamente la regla dada por mí» (Eusebio,
Hist., eccl., VII, 13; trad. A. Velasco-Delgado).
Aunque algunos autores se muestran reacios a admitir que, por medio del
citado rescripto, el cristianismo fuese reconocido oficialmente como licita
religio (S. Pezzella, 1965), lo cierto es que, en la práctica, se había abierto un
inesperado conducto legal a partir del cual los cristianos podrían gozar de plena
libertad de culto. W. H. C. Frend (1965, pp. 440-467) sostuvo incluso que, sin
la inauguración de esta nueva época, no habría sido posible el definitivo triunfo
de la Iglesia, cuyos primeros momentos de gestación han de situarse en el largo
período de tranquilidad que vivió esta institución desde el reinado de Galieno
hasta la persecución de Diocleciano (260-303). Eusebio de Cesarea no podría
haber descrito mejor la prosperidad que acompañaba entonces a la Iglesia:
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¡Era de ver también de qué favor todos los procuradores y gobernadores juzgaban dignos a los
dirigentes de cada iglesia! ¿Y quién podría describir aquellas concentraciones de miles de
hombres y aquellas muchedumbres de las reuniones de cada ciudad, lo mismo que las célebres
concurrencias en los oratorios? Por causa de éstos precisamente, no contentos ya en modo
alguno con los antiguos edificios, levantaron desde los cimientos iglesias de gran amplitud por
todas las ciudades (Hist, eccl., VIII, 1, 5; trad. A. Velasco-Delgado).
Esto con el tiempo iba avanzando y cobrando cada día mayor acrecentamiento y grandeza, sin
que envidia alguna lo impidiera y sin que un mal demonio fuera capaz de hacerlo malograr ni
obstaculizarlo con conjuros de hombres, en tanto que la celestial mano de D ios protegía y
custodiaba a su propio pueblo porque en realidad lo merecía (Hist, eccl., VIII, 1, 6; trad A.
Velasco-D elgado).
c) La Gran Persecución
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Y el espectáculo a que esto dio lugar sobrepasa toda narracción: en todas partes se
encerraba a una muchedumbre innumerable, y en todo lugar las cárceles, aparejadas
anteriormente, desde antiguo, para homicidas y violadores de tumbas, rebosaban ahora de
obispos, presbíteros, diáconos, lectores y exorcistas, hasta no quedar ya sitio allí para los
condenados por sus maldades (Hist, eccl., VIII, 6, 9; trad. A. Velasco-Delgado).
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[...] se ideaban sistemas de tortura desconocidos hasta entonces y, a fin de que nadie fuese
juzgado sin pruebas, eran colocados altares en las salas de audiencia y delante de los tribunales
para que los litigantes ofreciesen sacrificios antes de defender sus causas: se presentaba, pues,
uno ante los jueces como si fuese ante los dioses (Lactancio, D e mort, p ers., 15, 5; trad. R.
Teja).
No puede negarse, sin embargo, que esta última disposición, heredera del
antiguo edicto del emperador Decio, produjo abundantes víctimas. Ahora bien,
su incidencia, al igual que la de las medidas precedentes, no fue la misma en
todas las partes del Imperio. Mientras que la persecución se prolongó en
Oriente casi diez años, sus dramáticos efectos en Occidente apenas se dejaron
sentir durante dos años. Tales circunstancias fueron debidas a la distinta
disposición que, tanto los Augustos como los Césares, mostraron en una y otra
parte del Imperio. En los territorios gobernados por Constancio Cloro (Galia y
Britania), padre del futuro emperador Constantino, los edictos imperiales
apenas tuvieron aplicación y en aquellos otros que dependieron de Maximiano
(Italia, Hispania y África) la persecución, aunque de mayor intensidad, cesó
pronto, a los pocos meses de haberse iniciado. Al menos ésta es la versión que
nos ha transmitido la historiografía cristiana:
Se habían enviado también cartas a Maximiano y a Constancio para que actuasen del mismo
modo; ni siquiera se solicitó su parecer en asunto tan importante. Ciertamente, el anciano
Maximiano, persona que no se caracterizaba por su clem encia, obedeció de buen grado en
Italia. En cuanto a Constancio, para que no pareciese que desaprobaba las órdenes de sus
superiores, se limitó a permitir que fuesen destruidos los lugares de reunión, es decir, las
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paredes que podían ser reconstruidas, pero conservó intacto el verdadero templo de D ios que
se encuentra dentro de las personas (Lactancio, D e morí, p e rs., 15, 6-7; trad. R. Teja; cfr.
Eusebio,H ist. ecch, VIII, 13, 13).
[...] Tras emanar nosotros la disposición de que volviesen a las creencias de los antiguos,
muchos accedieron por las amenazas, otros muchos por las torturas. Mas, com o muchos han
perseverado en su propósito y hemos constatado que ni prestan a los dioses el culto y la
veneración debidos, ni pueden honrar tampoco al D ios de los cristianos, en virtud de nuestra
benevolísima clemencia y de nuestra habitual costumbre de conceder a todos el perdón, hemos
creído oportuno extenderles también a ellos nuestra muy manifiesta indulgencia, de modo que
puedan nuevamente ser cristianos y puedan reconstruir sus lugares de culto, con la condición
de que no hagan nada contrario al orden establecido [...] (Lactancio, D e mort, pers., 34, 3-4;
trad. R. Teja).
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3 .4 . C o n s t a n t in o y l a n u e v a e r a c r is t ia n a
Habiéndonos reunido felizmente en Milán tanto yo, Constantino Augusto, como yo, Licinio
Augusto, y habiendo tratado sobre todo lo relativo al bienestar y a la seguridad públicas,
juzgamos oportuno regular, en primer lugar, entre los demás asuntos que, según nosotros,
beneficiarán a la mayoría, lo relativo a la reverencia debida a la divinidad; a saber, conceder
a los cristianos y a todos los demás la facultad de practicar libremente la religión que cada uno
desease, con la finalidad de que todo lo que hay de divino en la sede celestial se mostrase
favorable y propicio tanto a nosotros como a todos los que están bajo nuestra autoridad. A sí
pues, con criterio sano y recto, hemos creído oportuno tomar la decisión de no rehusar a nadie
en absoluto este derecho, bien haya orientado su espíritu a la religión de los cristianos, bien a
cualquier otra religión que cada uno crea la más apropiada para sí, con el fin de que la suprema
divinidad, a quien rendimos culto por propia iniciativa, pueda prestamos en toda circunstancia
su favor y benevolencia acostumbrados [...] Además, hemos dictado, en relación con los
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[...] Todo estallaba de luz. Los que antes andaban cabizbajos se miraban mutuamente con
rostros sonrientes y ojos radiantes, y por las ciudades, igual que por los campos, las danzas y
los cantos glorificaban en primerísimo lugar al Dios rey y soberano de todo -porque esto habían
aprendido-, y luego al piadoso emperador, junto con sus hijos amados de Dios [...] Expurgada
así, realmente, toda tiranía, el imperio que les correspondía se reservaba seguro e indiscutible
solamente para Constantino y sus hijos, quienes, después de eliminar del mundo antes que nada
el odio a Dios, conscientes de los bienes que Dios les había otorgado, pusieron de manifiesto
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Una aproxim ación critica
su amor a la virtud, su amor a D ios, su piedad para con D ios y su gratitud, mediante obras que
realizaban públicamente a la vista de todos los hombres (Hist, eccl., X , 9 ,7 -9 ; trad. A. Velasco-
Delgado).
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Queremos que todos los templos se cierren inmediatamente en todos los lugares y en todas las
ciudades, que se prohiba el acceso a ellos para evitar la oportunidad de que los hombres
depravados cometan pecado. Queremos también que todos se abstengan de realizar sacrificios.
Si alguien cometiera tal crimen, que sea destruido con la espada vengadora. Decretamos
también que las propiedades de quien sea ejecutado pasen al fisco. Los gobernantes de las
provincias recibirán el mismo castigo si fueran negligentes en vengar tales crímenes (CTh.,
XVI, 10, 4; trad. M. Marcos).
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Una aproxim ación crítica
todas las maneras posibles a los seguidores del culto idolátrico» (Err., 2 0 ,5-7;
28, 6; 29,1-4). Es muy posible que tales palabras hubiesen sido motivadas por
la «tibieza» con la que, para algunos cristianos, Constancio II se había
conducido en una constitución anterior (del año 342) en la que, a pesar de
reconocer que toda superstición debía ser completamente extirpada, ordenaba
respetar los templos situados a extramuros de las ciudades (CTh., XVI, 10,3).
Arcadio se encargaría oficialmente de su definitiva demolición en el año 399:
Si quedan templos en el campo, que sean demolidos sin desórdenes y tumultos (sine turba ac
tumulto). A sí, cuando sean demolidos y hechos desaparecer, con ellos desaparecerá el
fundamento de toda superstición {CTh., XVI, 10, 16; trad. M. Marcos).
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EPÍLOGO
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L as p ersecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación crítica
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L as p e rsecu cio n es con tra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica
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Raúl González Salinero :
L as persecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica
E xtensión del cristianismo, c. 300 d. C., a partir de W. W alsh, en N . Smart (ed), A tlas m undial
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Raúl González Salinero :
Las p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica
Catacumba de Santa Tecla. Fresco con presunta escen a de martirio (V . Fiocchi N icolai, F.
B isconti y D . M azzoleni, L as catacum bas cristian as d e Roma. Origen, desarrollo, aparato
decorativo y docum entación epigráfica, trad. F. M. Romero Pecourt, Schnell & Steiner,
Regensburg, 1999, p. 105).
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L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación critica
Com plejo de Dom itila. B asílica de los Santos M ereo y A quileo: pequeña colum na esculpida con
el martirio de A quileo (V. F iocchi N icolai, F. B isconti y D . M azzoleni, Las catacum bas
cristianas d e Roma. Origen, desarrollo, aparato decorativo y docum entación epigráfica, trad.
F. M. Romero Pecourt, Schnell & Steiner, Regensburg, 1999, p. 106).
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L as p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación crítica
P. Ryl. II 112a:
Certificado de sacrificio pagano.
Teadelfia. A ño 2 5 0 d. C.
τω ν υμών κατά τα π ρ ο σ τ α χ θ έ ν
δ α μ εν σ ε θυσιάζουσαι;
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INDICES
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L as p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica
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Una aproxim ación crítica
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L as p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica
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Una aproxim ación crítica
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L a s p e rsecu cio n es con tra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica
12 30 Apol., 2, 10 38-39
Minucio Félix, Apol., 5, 2 44
Oct., 20, 1 14 Apol., 5, 4 46
Oct., 26, 8 41 Apol., 5, 6 53
Oct., 28, 3-4 38 Apol., 21 30
Apol., 21, 1 30
Orígenes,
Contr. Cels., Ill, 15 Apol., 21, 25 30
16, 60
Apol., 27, 3-5 28
Contr. Cels., IV, 32 28
Apol., 32, 2-3 18
Contr. Cels., VI, 27 21
Apol., 37, 8 21
Contr. Cels., VI, 40 21
Contr. Cels., VIII, 73 Λρο/., 38, 2 27
29
Apol., 40, 2 16
Passio Eupli,
Λρο/., 42, 9 28
1 39 De ieun., 17, 3 23
Pastor de Hermas, Scorp., 10, 10 30
simii., VIII, 6 ,4 52 Tito Livio,
simii., IX, 10,7-11,8 23
XXXIX, 8,-19 12
vis., II, 2, 2 52
vis., II, 2, 6 52
vis., III, 2, 1 52 INDICE ANALÍTICO
Plinio el Joven,
Epist., X, 96 34, 38, 48-49 aborto: 21
Abraham: 57
Epist., X, 97 49
Acilio Glabrión: 46-47
Primera Epistola de Pedro,
Acta Martyrum: 14, 19, 31, 40, 54, 63, 79
2, 12 21 adivinación: 76
Suetonio, Adriano, emperador: 50-51,53
Aug., XXXII, 1 12 África: 53,67,71
Claud., 25, 11 44 agápe (ágape cristiano, comida fraternal):
Dom., 10, 2-3 46 agapetae'. vid. subinlroductae
Ner., 16, 2 20 Agatónica, mártir: 15
Taciano, Alejandría: 67
Or. graec., 27 24 Alejandro de Jerusalén: 61
Alejandro Severo, emperador: 57-58
Tácito,
altar de la Victoria: 78
Ann., XV, 44, 2-5 20, 45
ángeles: 14
Teófilo de Antioquía,
antijudaísmo: 8, 31, 46
Ad Autolycum, 3, 4 21
antimilitarismo cristiano: 28-29
Tertuliano, Antioquía: 58, 67
Ad nat., I, 7, 9 34 Antonino Pío, emperador: 52
Ad nat., I, 9, 3 16 antropofagia: 21
Λί/ν. Iud., 13, 26 30 Apocalipsis'. 11,47
Apol., 2, 1-4 24 apologistas: vid. literatura apologética
Apol., 2, 5 21 Apolonio de Tiana: 57
Apol., 2, 7-9 50 Apolonio, senador: 55~
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