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Monografías y Estudios

de Antigüedad Griega y Romana

Raúl González Salinero

Las persecuciones contra los cristianos


en el Imperio romano

SIG N IFER
Φ Libros
Esta obra ofrece, de manera sucinta pero rigurosa, una visión global de las persecuciones
que, de forma discontinua, sufrieron los cristianos durante el Imperio romano, indagando
en sus causas, razones, proceso y consecuencias, al tierno que pone en tela de juicio
algunos tópicos profundamente asentados en la amplia tradición historiográfíca. A través
de sus páginas emerge la idea de que el movimiento cristiano encontró su medio de
expansión en una sociedad que se mostró extraordinariamente permeable a nuevas
creencias religiosas y que favoreció un entorno de convivencia en el que lo normal fue la
tolerancia y lo excepcional los movimientos persecutorios. Aún así, la difusión del
cristianismo fue creando graves tensiones en el seno de la sociedad pagana. A pesar de que
la corriente paulina trató de encontrar para los cristianos un cauce ideológico de
acomodación a las estructuras sociales y políticas del Imperio, los principios exclusivistas
de la nueva religión dificultaron cualquier tipo de compromiso con los restantes cultos y,
en definitiva, con la tradición politeísta del Estado romano.

SIGNIFER LIBROS
Apdo. 52005 MADRID
mail : signiferlibros @jazzfree.com
http://sapiens.ya.com /signiferlibros
ISBN: 84-933267-6-4
PVP. 15,00 €
En la portada : Cubículo “O”
de la catacumba de Via Latina.
En contraportada : Escena de
damnatio ad bestias en un
mosaico de Thysdrus, actual El
Djem, Túnez.
Raúl González Salinero

Las persecuciones contra los cristianos


en el Imperio romano
Una aproximación crítica

Madrid 2005

Signifer Libros
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Monografías de Antigüedad Griega y Romana
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SIGNIFER
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I lustración de la portada : Cubículo “O ” de la catacumba de Via Latina.


C ontraportada : Escena de damnatio ad bestias en un mosaico de Thysdrus,
actual El Djem, Túnez.

El contenido de este libro no puede ser reproducido ni plagiado, en todo o en parte, conforme a lo dispuesto en el
art. 534-bis del Código Penal vigente, ni ser transmitido con fines fraudulentos o de lucro por ningún medio.

© Propiedad intelectual: Raúl González Salinero


O De la presente edición: Signifer Libros
Apdo. 52005 MADRID
signiferlibros@jazzfree.com
http://sapiens.ya.com/signiferlibros
ISBN: 84-933267-6-3
D.L.: S.582-2005
Imprime: Eucarprint S.L., Peñaranda de Bracamonte, SALAMANCA
INDICE

Prólogo ........................................................................................................................ 7

1. Razones e imputaciones........................................................................................ 11
1.1. ¿Motivos religiosos o políticos?........................................................ 11
1.2. Ateísmo y perturbación dela pax deorum ........................................ 13
1.3. El culto im perial................................................................................. 17
1.4. Flagitia ................................................................................................ 19
\.5. Nornen christianum............................................................................. 24
1.6. Otras motivaciones............................................................................. 25
a) El mantenimiento de la paz en las provincias..................... 25
b) Los collegia illicita y la cuestión económica ..................... 26
c) Antimilitarismo cristiano........................................................ 28
d) ¿Instigación judía? ................................................................ 29
2. El proceso jurídico de las persecuciones............................................................ 33
2.1. La base jurídica................................................................................... 33
2.2. La tortura como salvación de vidas y el origen del martirio
glorioso .............................................................................................. 37
3. El desarrollo histórico de las persecuciones........................................................ 43
3.1. Ausencia de hostilidades.................................................................... 43
3.2. El tiempo de las persecuciones aisladas y locales............................ 44
a) El incendio de Roma y la represión neroniana ................... 45
b) La persecución aristocrática de Domiciano.......................... 46
c) La actitud de los primeros Antoninos: Trajano y Adriano . 48
d) La política de los últimos Antoninos: Antonino Pío, Marco
Aurelio y Cóm odo.................................................................. 52
e) La amplia tolerancia de los Severos ........................................... 56
f) Maximino Tracio y Julio Filipo el Árabe .................................. 58
3.3. Las persecuciones generales ............................................................ 60
a) La persecución de Decio ............................................................ 60
b) La persecución de Valeriano ...................................................... 64
c) La Gran Persecución.................................................................... 67
3.4. Constantino y la nueva era cristiana ............................................... 73
Epílogo ...................................................................................................................... 79
Fuentes y Bibliografía selecta ................................................................................. 83
Ilustraciones ........................................................................................................... 103
índices ...................................................................................................................... 107
PRÓLOGO

Hasta hace relativamente poco tiempo, se admitía como una realidad


incuestionable que el cristianismo había nacido de la religión judía. Parecía
evidente que el judaismo había sido anterior al cristianismo. Sin embargo, una
parte de la historiografía actual rehúye la idea tradicional según la cual la nueva
religión había sido una secta desgajada de su religión madre o, al menos, la
somete a los resultados de las últimas investigaciones sobre la pluralidad de
textos y doctrinas dentro del judaismo helenístico que obligan a matizar dicha
afirmación. A lo largo del siglo I de nuestra era, el mundo judío conoció
diversas sectas o movimientos religiosos que pugnaban por adueñarse del
concepto de «verdadero Israel» y que proclamaban que su interpretación de la
Torá era la única correcta. La corriente rabínica que habría de configurar el
«nuevo» judaismo no sería sino una secta más de las muchas que proliferaban
en aquella época (el propio Talmud habla de más de veinte). Por ello, algunos
investigadores consideran hoy más oportuno reconocer que el cristianismo y el
judaismo habían sido consecuencia de un nacimiento gemelo antes que de una
especie de genealogía en la que una religión descendiera de la otra. Parece
obviarse, no obstante, que el proceso último de definición de una religión no es
ajeno, en absoluto, a los rasgos tradicionales a partir de los cuales se forma y
menos aún si se considera que la distancia que los separa es mínima, razón por
la que la evolución del judaismo a partir de la interpretación, selección y
canonización de un bagaje religioso común a las diversas comentes existentes,
convertiría realmente al cristianismo en una religión derivada no sólo del
mundo cultural judío, sino (y en buena medida) de la expresión última del
judaismo de la época.
En cualquier caso, parece cierto que, durante algún tiempo, no fue
posible para el mundo pagano distinguir a los seguidores de Cristo de los
judíos. A ello contribuyó también el hecho de que los miembros del nuevo
movimiento (ya fuesen de origen judío o gentil) comenzaran su andadura dentro
del ámbito y al cobijo de la sinagoga. La paulatina segregación de las iglesias
cristianas respecto de la organización sinagogal y su emergente propagación
separatista, así como su crecimiento y expansión en la sociedad imperial, hizo
que terminaran por no pasar desapercibidas dentro de la configuración religiosa
del Imperio romano.
Mientras que el judaismo había gozado desde antiguo de la distinción de
religión reconocida (licita religio) y políticamente admitida y «tolerada» por el
Estado, el cristianismo tuvo que afrontrar la falta de un reconocimiento oficial
de su especificidad religiosa. En realidad, carecía de una respetable tradición

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L a s persecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

ancestral que no estuviese vinculada escriturariamente con la antigua religión


de la que pretendía emanciparse. De hecho, a ojos del paganismo, resultaba
poco convincente reafirmar su independencia respecto del judaismo y, al mismo
tiempo, asumir como propios sus textos sagrados para evitar ser considerada de
manera despreciativa como una religión advenediza (nova religio). Parecía
inevitable que, al acentuar una realidad, se devaluara la otra, salvo que se
deslegitimara la existencia coetánea de la «religión madre». A través de un
paulatino proceso de desjudaización, la corriente petro-paulina, que se había
impuesto con relativa rapidez en la mayor parte de las comunidades cristianas,
impregnó en el nuevo movimiento un fuerte sentimiento antijudío que
perduraría de forma casi invariable en el desarrollo posterior de las diferentes
expresiones (consideradas tanto de signo ortodoxo como herético) que, con el
devenir de los tiempos y las transformaciones doctrinales, adoptaría la religión
cristiana.
La difusión del cristianismo fue creando graves tensiones en el seno de
la sociedad pagana. A pesar de que la ideología paulina buscó para los
cristianos un cauce conveniente de acomodación a las estructuras sociales y
políticas del Imperio, los principios exclusivistas de la nueva religión
dificultaban cualquier tipo de compromiso con los restantes cultos y, en
definitiva, con la tradición politeísta del Estado romano. En otras palabras:
concepciones demasiado opuestas debían inevitablemente conducir a una
abierta confrontación (Wlosok, 1971, p. 283). Las clases gobernantes del
Imperio habían tolerado a las razas y religiones locales, pero para consentir que
se integraran en su propio mundo, exigían la uniformidad, es decir, la adopción
de un estilo de vida determinado, de sus tradiciones y educación, así como del
uso de sus dos lenguas: el latín y el griego. Aquellos que, de alguna forma
(especialmente de un modo tan intolerante como el demostrado por los
cristianos) se habían desvinculado de esta cultura, fueron considerados
disidentes (Brown, 1989, p. 23).
Junto a las reacciones imprevisibles, pero muy influyentes, de una
opinión pública dispuesta frecuentemente a suscitar acciones violentas, emerge
la postura de la autoridad política romana que, si bien en una primera época
actuó contra los cristianos conforme a los mecanismos coercitivos que se
derivaban del derecho procesal vigente, terminaría, a partir de mediados del
siglo III, por impulsar un cuadro legislativo específico y nuevas formas de
intervención jurídica para acabar con la religión cristiana.
Diversos han sido los enfoques bajo los que se han estudiado las
persecuciones contra los cristianos en el Imperio romano. A pesar de que aún
quedan muchas incógnitas por descifrar y de que algunos aspectos de relativa
importancia no han sido dilucidados convincentemente, la información de que

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L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

disponemos y los límites a los que nos someten las fuentes conservadas,
impiden un avance cualitativo de nuestras investigaciones sobre el particular.
A mi juicio, resulta prácticamente imposible encontrar explicaciones novedosas
que, de una u otra manera, no hayan sido ya apuntadas por la amplia
historiografía que, con variable éxito, se ha acercado al tema. Sin embargo, no
me limitaré a exponer los derroteros por los que han transitado las diferentes
teorías, o las deudas que han contraído unas sobre otras. Considero que, aun
admitiendo las líneas maestras trazadas por determinadas corrientes
historiográficas o por ciertos historiadores, es factible buscar elementos que
permitan llegar a matizar aspectos que hasta ahora no habían sido
adecuadamente valorados, de forma que lo que podría considerarse como un
simple detalle sea susceptible de cambiar la óptica desde la que se observa un
fenómeno mucho más amplio.
Por todo ello, aunque he procurado presentar una visión global de las
persecuciones, indagando en sus causas, razones, proceso y fracaso, al tiempo
que he prestado atención al hilo de los acontecimientos de una forma
cronológica, no he renunciado a pronunciarme en favor del camino que, a
juzgar por el sentido último de las fuentes (producto, sin duda, de mi propia
interpretación), me ha parecido más conveniente. Incluso he resuelto introducir
explicaciones más profundas de las que normalmente se han ofrecido respecto
a algunos puntos concretos que, a mi juicio imprudentemente, se habían
considerado en cierto sentido marginales.

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1. RAZONES E IMPUTACIONES

1.1. ¿M o t iv o s r e l ig io s o s o p o l ít ic o s ?

Una parte considerable de la historiografía tradicional ha sostenido


siempre que el cristianismo, debido a su espectacular crecimiento y expansión
a partir de mediados del siglo II, puso en permanente peligro al poder imperial.
Tal sería, según esta corriente de pensamiento, la preocupación fundamental del
Estado y, por tanto, la causa profunda que originó las persecuciones contra los
cristianos. Concretamente, para L. Rougier (1989, pp. 79-80) no había duda de
que las razones reales del antagonismo que enfrentaba al Imperio romano con
el cristianismo fueron primordialmente de orden político, pues con el rechazo
del juramento cívico los cristianos se situaban al margen de cualquier cargo
público, tanto civil como militar. Ello equivaldría a decir que los cristianos
constituían un «Estado dentro de otro Estado».
Ahora bien, es difícil conciliar esta teoría con una gran parte de las
fuentes en las que se defiende claramente la idea de que los cristianos no
tuvieron ninguna intención de perder la lealtad hacia un Imperio romano al que,
por otro lado, nunca negaron su pertenencia. Si bien es cierto que, a finales del
siglo I, en las comunidades de raíz eminentemente judeocristiana en las que
predominaban concepciones apocalípticas y escatológicas (como el Apocalipsis
de Juan), hubo una declarada oposición al poder romano, no es menos cierto
que en las iglesias de origen gentil e inspiración petro-paulina (Epístola a los
Romanos ; I Epístola de Pedro ; IEpístola de Clemente a los Corintios; Justino,
I Apol., I, 17; etc.) comenzó a desarrollarse al mismo tiempo una doctrina
política (a la postre dominante) que conllevaba el sometimiento incondicional
de los fieles cristianos a los poderes establecidos, ofreciendo de esta manera una
nueva legitimación (y sacralización) ideológica al aparato imperial romano
(Puente Ojea, 1974, pp. 213ss.; Ibidem, 1992, pp. 155-157; cfr. Montserrat
Torrents, 1992, p. 234).
No puede ignorarse que Plinio el Joven reconocería de manera expresa
que, efectivamente, el movimiento cristiano no implicaba en sí mismo un
peligro para el Estado. Aunque habría que matizar que los valores radicales que
inspiraban su doctrina religiosa perseguían un cambio drástico, si bien no en el
plano estrictamente político, sí al menos en lo referente a los fundamentos
ideológicos y sociales en los que se asentaba el Imperio (Stroumsa, 1994). «El

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Una aproxim ación crítica

hecho fue -afirm a S. Williams- que el espíritu subyacente del cristianismo fue
sumamente ajeno a la tradición de Roma y que entre éste y el Estado hubo un
abismo de incomprensión. En el mejor de los casos pudo haber tregua entre
ellos, pero nunca armonía o verdadera tolerancia, dada la completa diferencia
de concepciones que iba unida a cada pensamiento. Había muchos aspectos de
esta religión que se desviaban profundamente...» (Williams, 1985, p. 168).
Según la mentalidad romana, el ámbito de la religión y el de la política se
confundían de forma que apenas podía discernirse una tenue línea de separación
entre ellos. Su sistema religioso politeísta posibilitaba una amplia identificación
entre la ciudadanía como cuerpo político y, al mismo tiempo, comunidad
religiosa. De hecho, se entendía que el culto a los dioses formaba parte del
sistema político romano y que éstos garantizaban, a su vez, la propia existencia
del Estado. El Imperio romano estaba cimentado en una religión colectiva y
nacional que unía el reconocimiento de la «religión oficial» a la legalidad
ciudadana. El carácter eminentemente público de esta religión quedó
magníficamente definido por Cicerón cuando propugnaba «que nadie tenga
dioses individualmente, ni nuevos ni extranjeros, si no han sido reconocidos
oficialmente» (De leg., II, 8, 19).
Sin embargo, el panteón de la religión romana no estuvo sujeto a una
demarcación originaria y definitiva que impidiera la integración de nuevos
cultos a medida que el Imperio se extendía por regiones que, hasta entonces,
habían permanecido totalmente ajenas a sus costumbres y valores religiosos. La
permeabilidad y sincretismo que caracterizaban a la religión pagana
fomentaron, al amparo de un sistema legal protector, la convivencia de las más
dispares comunidades religiosas bajo la única condición de que no alterasen la
seguridad del Estado. Sólo surgieron conflictos cuando una determinada
religión ponía en peligro este principio de armonía que definía el sistema
político romano al que, como el resto de los cultos oficiales, debía someterse
invariablemente. Aunque las confrontaciones anteriores al cristianismo fueron
mínimas, cabría destacar la actuación de las autoridades romanas contra las
Bacanales en el año 186 a. C. (CIL I 2, 581; Tito Livio, XXXIX, 8-19) o,
temporalmente, contra el culto a la diosa egipcia Isis en tiempos de Augusto
(Suetonio, Aug., XXXII, 1; Dión Casio, LIV, 6, 6). En cambio, la aceptación
voluntaria de dioses foráneos fue inmensamente superior: Mater Magna
(Cibeles), Serapis, Mitra, etc.
Parece evidente, por tanto, que la hostilidad contra determinados cultos
no estuvo normalmente motivada por razones de índole teológica. Nunca se
acusaba a los seguidores de una determinada creencia religiosa de adorar a
dioses falsos. En cambio, repugnaba el agravio que suponía el rechazo a tributar
el debido respeto a los dioses oficiales, símbolos irrenunciables de la unidad del

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Estado. Y, en todo caso, las autoridades mostraron un interés especial en atajar


aquellos movimientos (fuesen de carácter religioso o civil) que, a su entender,
perseguían fines subversivos. «Al adoptar medidas coercitivas contra una
comunidad religiosa -afirma P. Barceló-, el Imperio romano pagano no
enjuiciaba el contenido de su culto, sino que valoraba más bien su verdadera o
presunta dosis de peligrosidad. La norma seguida era observar el grado de
compatibilidad entre la profesión del culto en cuestión respecto a la religión
oficial romana. El punto de mira de las autoridades se centraba en el
comportamiento de los adeptos a un culto y no en su bagaje confesional»
(Barceló, 2003, p. 45).
Al abstenerse de la participación en las celebraciones públicas y excluirse
voluntariamente de los ritos propios de los cultos paganos, los cristianos
incurrían en delitos de desacato e deslealtad frente al Estado y atacaban
manifiestamente los fundamentos de la comunidad nacional romana. Aunque
los principios teológicos del cristianismo nada interesaban en sí mismos a las
autoridades imperiales, las consecuencias del exclusivismo religioso de los
cristianos y, especialmente, su negativa a practicar los preceptos que prescribía
el sistema religioso oficial (déos non colere), convertían a los seguidores de
esta nueva creencia en una fuerza social intolerante y en un peligro para el
orden político y religioso del Imperio romano.

1.2. A te ís m o y p e r t u r b a c i ó n d e l a paxdeorum

Aun si se aceptase sin reserva alguna la teoría de Gamsey (1984, p. 8),


según la cual el politeísmo romano era proclive a extender su radio de
influencia absorbiendo o neutralizando, por medio del ejercicio de una
«tolerancia controlada», a los dioses y cultos ajenos al mundo romano, habría
que admitir como hecho cierto que el panteón pagano no se asentaba sobre
principios teológicos que impidieran la adaptación e incorporación de nuevas
expresiones religiosas o de divinidades desconocidas para la tradición romana.
Sólo existió un límite impuesto por la definición misma que legitimaba el
sistema politeísta: la tolerancia de cultos diversos siempre que se ajustasen a los
márgenes designados por la legalidad. Ni siquiera el monoteísmo estricto habría
de ser rechazado por el sistema. Nada impediría prestar culto a una sola
divinidad si no venía acompañado de la imposición y la intransigencia. Es
innegable que el judaismo constituyó siempre un difícil escollo para el Estado
romano y su acomodación dentro de la estructura política y religiosa del
Imperio no siempre pudo solventarse de manera adecuada y pacífica. Sin
embargo, el monoteísmo cristiano se distanció, a pesar de su raigambre judaica,

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de los límites religiosos impuestos por la Torá y de las aspiraciones inherentes


a un culto eminentemente nacional. Para los cristianos, el pueblo elegido por
Dios había sido sustituido por todos los pueblos de la tierra y la providencia
divina exigía la universalización de la «buena nueva».
En realidad, los cristianos no negaron nunca la existencia de los dioses
paganos, pero los redujeron a «demonios» que influían negativamente en las
acciones humanas. Un hecho que contribuyó a esa idea fue que en el platonismo
ya existieran daimones que tenían en común con la divinidad, la inmortalidad,
y con los hombres, las pasiones. Entonces, los cristianos identificaron a los
demonios con los ángeles que se rebelaron contra Dios en la Creación; y así
surgieron los malos espíritus entre los que, sin duda, se encontraban los dioses
paganos. Por ello, Pablo conminaba a sus seguidores a evitar cualquier
sacrilegio relacionado con ellos: «¿Qué digo, pues? ¿Que lo inmolado a los
ídolos es algo? Pero si lo que inmolan los gentiles ¡lo inmolan a los demonios
y no a Dios ! Y yo no quiero que entréis en comunión con los demonios» (/ Cor,
10, 19-20). Por su parte, tanto los apologistas como los autores de los Acta
Martyrum, no dejaron de denunciar el carácter negativo de los mitos y de los
dioses paganos, insistiendo especialmente en sus caprichosas veleidades y sus
acciones deshonestas, inmorales y hasta crueles (vid. Boulhol, 2002).
Para reforzar su defensa del monoteísmo, los autores cristianos, especial­
mente aquellos que ya habían asumido gran parte de los valores inherentes a la
paideia griega, acudieron también con frencuencia al argumento de autoridad
que proporcionaba la filosofía pagana. Sostuvieron que la inmensa mayoría de
los grandes filósofos, cualquiera que fuese la escuela a la que hubiesen
pertenecido, reconocían la existencia de un «ente» que actuaba como animador
y creador del Universo. El error fatal en el que se precipitaba el mundo pagano
procedía, sin embargo, de la mala identificación del logos con absurdos ídolos
a cuyas diversas atribuciones humanas se confería un infundado valor divino.
En un tono triunfalista, Minucio Félix llega a la siguiente conclusión:

He expuesto la opinión de casi todos los filósofos que gozan de fama considerable, los
cuales hablan de un solo dios aunque con distintos nombres, de forma que se puede pensar
que, o bien los cristianos de ahora son filósofos, o bien los filósofos de entonces fueron ya
cristianos (Oct., 20, 1; trad. E. Sánchez Salor).

Cierto es que, como también sucedía en gran medida con el pensamiento


cristiano (aunque en este caso en un sentido monoteísta), el universo religioso
de los romanos, extremadamente supersticioso, se había fundamentado en la
creencia de que tanto los fenómenos naturales como el devenir humano eran
constantemente manejados por fuerzas extrañas y sobrenaturales. No cabe duda,
pues, de que con el absoluto rechazo de los dioses paganos y, aun más, con el

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ultraje al que cotidianamente eran sometidos por boca de sus más preclaros
ideólogos, así como con su obstinado repudio de los sacrificios en honor a
dichas divinidades, los cristianos mostraban una actitud permanentemente
peligrosa para el mantenimiento de lo que los romanos denominaban pax
deorum. La acusación de ateísmo contra los que habían sido alcanzados por la
creencia cristiana surgió, precisamente, en este contexto. El término carecía del
significado filosófico que adquiriría posteriormente. Ahora hacía referencia a
la flagrante ignominia que suponía el rechazo por parte de los cristianos de los
mitos y dioses tradicionalmente venerados por sus conciudadanos, incluidos
aquellos en los que podía apreciarse un ideal universal de concordia y
filantropismo (Montserrat Torrents, 1992, pp. 212-213). Equivaldría, por tanto,
al concepto de impiedad. Al menos esto es lo que se desprende del estruendo
de las masas populares que, según las actas del martirio de Policarpo,
reclamaban enloquecidas a la voz común de tolle impíos! (Mart. Pol., 9) la
condena final del «arrogante» cristiano:

Furioso de ira todo el pueblo de judíos y gentiles que habitaban en Esmima vociferó
entonces: «Éste es el maestro del Asia, el padre de los cristianos, el destructor obstinado
de nuestros dioses y violador de nuestros templos, el que enseraba que no debían
ofrecérseles sacrificios y adorarse las imágenes de los dioses. Por fin ha alcanzado lo que
deseaba [...]» (Mart. Pol., 11; trad. D. Ruiz Bueno).

En realidad, puede afirmarse que dentro de la esfera religiosa del mundo


grecorromano, el desdén cristiano demostrado hacia la religión pagana y sus
dioses tradicionales no hubiese implicado un descalabro moral o una ruptura
cultural de impredecibles consecuencias si no fuera porque el incívico
«ateísmo» atentaba directamente contra los protectores de la res publica. Es
decir, peligraban las buenas relaciones entre las fuerzas divinas y la voluntad
humana, y eso podría perjudicar a la prosperidad del Estado y provocar la ira
de los dioses, «gobernadores del universo», según las palabras puestas e;i boca
del procónsul que condenó a los mártires Carpo, Papilo y Agatónica (Mart.
Carp, et alii, 4). La defensa a ultranza de una actitud tan desafiante convertía,
de hecho, a la religión cristiana en una illicita religio (vid. Luciano, De mort,
per., 13). En palabras de R. Teja, «en una sociedad como la romana, donde era
inconcebible el ateísmo y estaba profundamente arraigado el principio de que
la religio, la religión oficial, tenía como objetivo asegurar la pax deorum, es
decir, la benevolencia de los dioses con el Estado o la ciudad, los cristianos, al
no prestar culto a estos dioses, constituían un peligro para toda la comunidad»
(Teja, 2003, p. 300).
Bajo la óptica pagana, no sorprende que los cristianos, incapaces de
plegarse a los convencionalismos supersticiosos de una estructura religiosa con

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un sentido fuertemente comunitario, se convirtiesen en los peligrosos miembros


de un movimiento perturbador de la pax deorum y, en definitiva, en
responsables de todas las desgracias que, en situaciones de crisis, pudiesen
golpear al conjunto de la comunidad ciudadana. «Si el Tiber inunda las
murallas, si el Nilo no inunda los campos, si el cielo se para, si la tierra tiembla;
si hay hambre, si hay epidemias -protestaba indignado Tertuliano-, enseguida:
“¡Cristianos al león!”» (Apol., 40, 2; Ad. nat. I, 9, 3; trad. C. Castillo García;
cfr. Orígenes, Contr. Cels., III, 15; Arnobio, Adv. nat., I, 3; etc.). No menos
elocuente, en todo caso, se mostraba Cipriano cuando denunciaba, a su vez, la
irracionalidad de tales acusaciones:

Pero ya que dices que muchos se quejan, y nos achacan que estallan muchas guerras, que
causan estragos la peste y el hambre, que prolongadas sequías nos dejan sin lluvia, no debía
callar por más tiempo, no se atribuyera mi silencio a cobardía en vez de a comedimiento,
y no se creyera que reconocíamos la acusación por descuidar la refutación de
responsabilidades falsas (A d D e m ., 2; trad. J. Campos).

Y es que, en efecto, ésta era una imputación que preocupaba muy seriamente
a los apologistas cristianos y de la que con mayor urgencia deseaban liberarse:

Pero no podré negar -adm ite Arnobio de S ic ca - que esta acusación es poderosísima y que
seríamos merecedores de odios mortales, si pudiese probarse que nosotros somos la causa
por la que el mundo se ha apartado de sus leyes, los dioses han sido alejados de nosotros,
tan gran multitud de desastres mortales ha sido infligida a la humanidad (Adv. nat., 1, 1;
trad. C. Castroviejo Bolíbar).

Aún así, no faltaron ocasiones en las que los propios cristianos adoptaron
incomprensiblemente un razonamiento semejante al que utilizaban los paganos
para defender la lealtad cristiana hacia el Imperio. Algunos apologistas
mencionan, en este sentido, un prodigioso suceso (también referido por autores
paganos) acaecido en tiempos de Marco Aurelio y gracias al cual la legio XII
fulminata halló su salvación en momentos de extrema dificultad (vid. Fernández
Ubiña, 2000, pp. 213-226; Perea Yébenes, 2002). Al parecer, debido a una
torpe maniobra táctica tras un enfrentamiento con los cuados, el ejército
romano, exhausto y diezmado, quedó en una situación muy comprometida al
verse rodeado por los bárbaros en una zona estéril y sin posibilidad de
avituallamiento. A punto de perecer de sed e inanición, una lluvia inesperada
dio fuerzas suficientes a la legión acorralada para romper el cerco y derrotar
finalmente al enemigo. Como era de esperar, Roma celebró el asombroso
acontecimiento como una ayuda providencial de las divinidades a cuya tutela
se había encomendado la suerte del Imperio. Los cristianos, en cambio,
afirmaron que habían sido las plegarias de los fieles de la Iglesia que militaban

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L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación crítica

en la legio X II las que habían procurado el milagro de la lluvia. Como muy bien
ha señalado S. Perea Yébenes (2002, pp. 151-152), se trataba, pues, de un
episodio que estos últimos «utilizaron contra el paganismo que los estrangulaba
(metafórica y literalmente): escritos apologéticos tan cargados de razones y
sinrazones como la propia fe, lanzando a la palestra de la discusión filosófica
una mezcla de historias que son verdades a medias, si no mentiras conscientes».
Sin embargo, ningún argumento cristiano podía hacer cambiar ya la
visión de unas masas populares y, especialmente, unas autoridades políticas que
observaban a unos «sectarios» embriagados de ateísmo, máxime si atentaban
contra los principios que sostenían ideológicamente el sistema de poder
dominante. La religión para los romanos era ante todo ius divinum, es decir, un
cuerpo de leyes estables que regulaba las materias sagradas y salvaguardaba la
pax deorum por medio de estrictos ceremoniales. Su gran importancia derivaba
principalmente, como afirmaba Cicerón, del hecho de que descansaba sobre la
auctoritas maiorum {De nat. deor., III, 59), la fuerza de la tradición ancestral.
En buena medida, la religion era un instrumento con el que la clase gobernante
esperaba mantener las riendas del poder entre sus manos (Ste. Croix, 1981, pp.
270-271).

1. 3. E l CULTO IMPERIAL

El culto a Roma y al emperador fue instaurado por Augusto como un


elemento esencial de su amplio programa de regeneración política y
reorganización del culto republicano al servicio de una estabilidad asentada en
una autocracia disfrazada de respetuoso conservadurismo. El culto imperial,
ideado como el cauce más adecuado para asegurar una pax deorum duradera,
logró revestirse de tal notoriedad que llegó pronto a convertirse en una especie
de religión de Estado (Brent, 1999). Su dimensión eminentemente política
favoreció que se impusiese en importancia al politeísmo tradicional y que,
especialmente a partir del siglo III, encontrase vías de encuentro significativas
con las concepciones filosóficas y religiosas próximas al monoteísmo. Aunque
de una manera aún incipiente, no en vano puede descubrirse en su más remoto
origen griego una dimensión singular de la exaltación personal del héroe al que
se le confieren atributos sobrehumanos. Como señalaron en su día A. Prieto y
N. Marín (1979, p. 80), «el culto al Genius del emperador hemos de verlo como
una contribución pública al honor heroico de un hombre viviente, esto es, el
reconocimiento de la capacidad de héroe o semidiós que en la religión griega
era tan importante».
En su esencia misma, el culto al genio o numen del emperador constituía
un ritual de lealtad política y sobre este presupuesto fue promovido por el

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Raúl González Salinero :
L a s persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación critica

Estado romano. Más allá de cualquier significación mística y personal o de


cualquier expresión de apoteosis litúrgica, sus formas rituales posibilitaban una
interpretación ambivalente entre el «culto al emperador» y el «culto por el
emperador» que, en todo caso, vinculaba personal y jurídicamente a todos los
ciudadanos con la más alta instancia del Estado. Al rechazar este solemne
compromiso, los cristianos entraron en conflicto teórico y práctico con el poder
imperial. En definitiva, se les imputaba el delito de lesa majestad (Santalucia,
1990, pp. 118-119).
El rechazo al juramento per genium principis fue, sin embargo,
justificado por los apologistas desde una perspectiva diferente a la pretendida
hostilidad hacia el Estado (Minnerath, 1973, pp. 202-204). Ahora bien, la
consideración de la devotio pagana hacia el genius imperatoris como una
invocación idólatra a los demonios, alejaba a los cristianos del ritual de
adhesión a la fidelidad pública que exigía el Estado a todos sus ciudadanos.
Según los apologistas, el único juramento que estaban dispuestos a realizar era
el de su profesión de fe. En la ceremonia del bautismo dicho iuramentum o
sacramentum (mystérion santificante) confería al creyente su verdadera
identidad como miembro de la verdadera comunidad de Dios. Ningún otro
ritual podría hacer renunciar al cristiano a este sagrado compromiso. De
acuerdo con sus principios, del mismo modo que la renuncia a Satanás unía a
los creyentes en Dios, el juramento por el emperador ligaba a los paganos con
los deseos de los demonios (Zuccotti, 2000, pp. 90-92). Nada impediría, sin
embargo, actuar como buenos ciudadanos y orar a Dios por la salud del
emperador y por el bienestar de un Imperio cuya sagrada existencia se debía,
además, a la propia voluntad divina (por ejemplo, Clemente, Epist. Cor., 60-
61). Para Tertuliano no habría ningún modo mejor de mostrar la lealtad de los
cristianos hacia el Estado:

Por lo demás, nosotros también juramos, aunque no por los genios de los Césares, sí por
su salud, que es más venerable que todos los genios. ¿No sabéis que los genios se llaman
daem ones y de ahí, en forma diminutiva, daem onia? Nosotros respetamos el plan de Dios
sobre los emperadores: Él los puso al frente de los pueblos. Sabemos que en ellos hay algo
que D ios ha querido, y por tanto queremos que esté a salvo lo que D ios ha querido, y a esto
nos comprometemos como a cumplir un solemne juramento. Por lo demás, a los demonios
- e s decir a los g en io s- solem os conjurarlos para hacerlos salir de los hombres; no jurar por
ellos, como si les reconociésem os el honor propio de la divinidad (A pol., 32, 2-3; trad. C.
Castillo García).

Ahora bien, la predisposición favorable de los cristianos hacia el Imperio


poco tenía que ver con la participación en sus rituales oficiales ni con la
asunción de los principios ideológicos sobre los que se sustentaba el Estado
romano. Puede afirmarse que el desapego cristiano por el culto imperial fue

18
Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en el Im perio rom ano.
Una aproxim ación critica

objeto de la recriminación pagana más por su carácter incívico que irreligioso.


De hecho, según reflejan los Acta Martyrum, la insistencia de las autoridades
romanas en que los procesados abandonasen su incomprensible obstinación,
permite deducir que la exigencia del culto imperial como condición para
otorgar el deseado indulto era totalmente racional y moderada, y que no parecía
advertirse que con ello pudiesen verse comprometidas las creencias religiosas
particulares (Montserrat Torrents, 1992, p. 170).
Es cierto que, con frecuencia, se ha concedido demasiada importancia a
la dimensión exclusivamente religiosa del culto imperial como aspecto impulsor
de las persecuciones, olvidando que, en ningún caso, constituía un factor
aislado respecto al sistema politeísta del que formaba parte. H.-J. Klauck (2003,
p. 329) ha llamado la atención sobre la constante presencia en la religiosidad
tradicional grecorromana de la idea de la epifanía de los poderes celestiales en
forma humana y de la apoteosis de los seres humanos en los rituales de tránsito
de la vida a la muerte como elementos ancestrales que aparecen totalmente
integrados en el lenguaje de los mitos antiguos. La desafección cristiana por las
deidades más veneradas seguía paralela al rechazo del culto al emperador desde
el instante en que ambas impiedades pertenecían a una misma órbita ideológica
y atentaban contra toda la comunidad ciudadana.
Aun así, la escasa incidencia real del culto al emperador en la vida
cotidiana de los habitantes del Imperio permitió a los cristianos abstenerse de
participar en los actos oficiales, que durante largo tiempo no presentaron
carácter expresamente obligatorio para todos los ciudadanos. Salvo en contadas
ocasiones en las que el culto imperial fue exacerbado por algún emperador
obsesionado por elevar sus pretensiones sublimes de gobierno a los excesos de
un comportamiento tiránico (caso de Domiciano), o por la acción esporádica de
autoridades locales con un profundo sentido de servicio a los signos externos
de la función pública, puede afirmarse que el rechazo a dicho culto no
constituyó un motivo central de las persecuciones, al menos con anterioridad
a mediados del siglo III.

1. 4 . F l a g it ia

La mayor parte de los intelectuales paganos que arremetieron contra los


cristianos fueron, de una u otra forma, representantes significativos de una
aristocracia que confiaba en la defensa de la pietas como el principal baluarte
del /nos maiorum, de los pátrioi nómoi (las tradiciones de los padres). Todos
ellos consideraban al cristianismo como una superstitio prava, immodica,
externa (depravada, desmedida, extranjera). Ciertamente, el término «supersti­

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Raúl González Salinero :
L as persecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

ción» no poseía (ni posee) un campo semántico bien definido. Etimológica­


mente se aproximaba a la idea de «algo que sobra» y, desde esta perspectiva,
se aplicaba a creencias arcaicas que hubiesen sido ya superadas, o que no
encontraban acomodo alguno dentro de la tradición grecorromana. Desde un
punto de vista jurídico designaría, de manera mucho más concreta, a las
prácticas y ritos relacionados con la magia y, en general, a cualquier religión
extranjera que amenazase Ja utilitas publica y que, a causa de ello, fuese
considerada ilícita por el Estado. Sin embargo, el cristianismo no sólo sería una
simple superstitio, sino también noua et malefica (Suetonio, Ner., 16,2). De ahí
que los cristianos fuesen pronto sospechosos de cometer delitos contra la res
publica.
Los delitos en el Derecho romano podían ser públicos o privados, según
se tratara de actos que ofendiesen al Estado o a un particular. Los primeros
recibían el nombre de crimina; los segundos se denominaban delicta o
maleficia. Para la mayoría de la doctrina, el término flagitium era empleado
también para designar el acto torpe en general y, de modo técnico, la
transgresión de las buenas costumbres, así como el delito militar. En lo que
respecta al cristianismo, tanto el pueblo como los intelectuales paganos estaban
plenamente convencidos de su implicación en execrables delitos contra las
costumbres (flagitia), lo que generaría, en no pocas ocasiones, la hostilidad de
los grupos más conservadores de la administración romana, en especial del
Senado y de los gobernadores provinciales. Tácito se hizo eco de la mala
reputación de los cristianos en su narración de los acontecimientos a raíz de los
cuales fueron conducidos a la pena capital por Nerón tras el incendio de Roma
del año 64:

En consecuencia, para acabar con los rumores, Nerón presentó como culpables y sometió
a los más rebuscados tormentos a los que el vulgo llamaba cristianos, aborrecidos por sus
ignominias. Aquel de quien tomaban nombre, Cristo, había sido ejecutado en el reinado de
Tiberio por el procurador Poncio Pilato; la execrable superstición, momentáneamente
reprimida, irrumpía de nuevo no sólo por Judea, origen del mal, sino también por la Ciudad,
lugar en el que de todas partes confluyen y donde se celebran toda clase de atrocidades y
vergüenzas. El caso fue que se empezó por detener a los que profesaban abiertamente su
fe, y luego, por denuncia de aquéllos, a una ingente multitud, y resultaron convictos no
tanto de la acusación del incendio cuanto de odio al género humano (Tácito, Ann., XV, 44,
2-5; trad. J. L. Moralejo).

Ahora bien, ningún autor pagano (ni siquiera Tácito en este texto)
menciona de qué clase de flagitia o de qué tipo concreto de crímenes horribles
eran culpables los cristianos, y tampoco ofrece pruebas de la veracidad de tales
acusaciones. Toda la información al respecto procede, paradójicamente, de
fuentes cristianas.

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en e l Lmperio rom ano.
Una aproxim ación critica

Algunos apologistas dan a entender que, con frecuencia, las autoridades


romanas actuaron contra los cristianos guiadas por el profundo convencimiento
de que eran ciertas aquellas acusaciones que tomaban como fundamento un
comportamiento especialmente nefando (Tertuliano, Apol., 37, 8). Precisa­
mente, gracias a la literatura apologética conocemos en detalle el carácter
abominable de los crímenes que, según los cristianos, les eran atribuidos por los
maledicentes paganos: orgías sexuales, rituales sangrientos, antropofagia (o
banquetes tiesteos), incesto, prácticas abortivas, etc. (Atenágoras, Leg., 3;
Justino, II Apol., 12, 4-5; Orígenes, Conír. Cels., VI, 27 y VI, 40; Teófilo de
Antioquía, A d Autolycum, 3,4; Tertuliano, Apol., 2, 5; etc.).
Cabría, no obstante, preguntarse si tales imputaciones tenían alguna base
real para que la maquinaria judicial romana las tuviese seriamente en
consideración en los diversos procesos incoados contra los cristianos. Obradas
las oportunas investigaciones, Plinio el Joven, gobernador de Bitinia-Ponto en
tiempos de Trajano, reconoció en carta al emperador que no había hallado
flagitia en los cristianos, pero que no le había pasado desapercibido el carácter
ciertamente inicuo de sus extrañas costumbres. Ahora bien, si hubo momentos
en que esta última apreciación pudo dar lugar a una mayor severidad en el
juicio que algunos magistrados se formaron acerca del carácter impío o inmoral
de esta nueva secta, sería probable que entonces se concediese crédito a
acusaciones que trataban de inculpar a sus obstinados seguidores de delitos
indecentes y reprobables para las respetables tradiciones romanas.
S. Benko (1985, p. 163) llamó la atención sobre el hecho de que en las
primeras comunidades cristianas, aún no del todo organizadas conforme a una
doctrina y jerarquía plenamente establecidas, hubo grupos descontrolados que,
por su comportamiento libertino, pudieron dar la impresión, y hasta cometer,
acciones especialmente deshonestas o flagitia. El autor de la Carta de Judas,
12, denuncia que algunos hombres se habían infiltrado en las comunidades con
la única intención de practicar la «lujuria». De ellos afirma que «son una
mancha cuando banquetean desvergonzadamente en nuestros ágapes y se
apacientan a sí mismos; son nubes sin agua zarandeadas por el viento, árboles
de otoño sin frutos, dos veces muertos, arrancados de raíz» (Judas, 12). Ignacio
de Antioquía aconsejaba a los fieles total transparencia en su comportamiento
para evitar que los paganos confundiesen la decencia de la gran mayoría de los
cristianos con la imprudencia de una minoría desaprensiva: «No deis pretexto
a los gentiles para que por unos cuantos insensatos se maldiga de la
muchedumbre que se consagra en Dios» (Tral., VIII, 2). Y en términos muy
similares ya se había expresado el autor de la Primera Epístola de Pedro (2,
12): «Tened en medio de los gentiles una conducta ejemplar a fin de que, en lo

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Raúl González Salinero :
L a s persecu cio n es con tra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

mismo que os calumnian como malhechores, a la vista de vuestras buenas obras


den gloria a Dios en el día de la Visita».
Habremos de intuir, sin embargo, que resultaba extremadamente difícil
para los paganos del siglo II distinguir con claridad entre los miembros que
pertenecían a la corriente petro-paulina de la «gran Iglesia» cristiana y aquellos
otros adeptos adscritos a ciertas «sectas» periféricas de las que, en parte, se
hacían eco las fuentes anteriormente citadas. Si a esto añadimos que ni siquiera
la corriente ortodoxa había definido todavía con claridad sus contornos, podrá
entenderse que a un observador exterior le resultase prácticamente imposible
disociar con acierto los grupos cristianos existentes, incluso si estaba bien
documentado, como pudieron ser los casos de Celso o Porfirio (Montserrat
Torrents, 1992, p. 183). Por otro lado, los propios escritores antiheréticos, como
Ireneo de Lyón (Adv. haer., I, 13, 1-5; I, 25, 3; I, 31, 1-2), Clemente de
Alejandría (Strom., III, 4, 30; III, 34, 3; VII, 17, 108, 2) o Hipólito de Roma
(Refut., V, 7, 14; V, 7, 18-19), por citar sólo algunos ejemplos, acusaban
constantemente a estas tendencias heterodoxas, especialmente a aquellas de
origen gnóstico, de fomentar costumbres disolutas. Al igual que en otros
muchos de sus textos, el siguiente de Ireneo acerca de la perniciosa moralidad
de los gnósticos valentinianos refleja dicha imputación con una gran
expresividad:

Por esto, los más perfectos entre ellos practican sin rebozo todas las acciones prohibidas,
sobre las cuales las Escrituras afirman que los que las com eten no heredarán el Reino de
D ios. Comen, pues, indiferentemente las cam es sacrificadas de los ídolos, sosteniendo que
no están contaminadas para ellos, y toman parte los primeros en toda festividad de los
paganos y en todo regocijo en honor de los ídolos. Los hay entre ellos que ni siquiera se
abstienen de la costumbre, odiada por D ios y por los hombres, de las luchas de fieras y de
las peleas de gladiadores. Algunos, entregados a fondo a los placeres de la carne, dicen que
dan lo camal a lo carnal y lo espiritual a lo espiritual. Los hay que ocultamente corrompen
a las mujeres a quienes enseñan su doctrina; con frecuencia estas mujeres engañadas, y
luego convertidas a la Iglesia de Dios, han confesado esta desviación junto con otras. Otros,
sin rebozo y desvergonzadamente, quitan a sus maridos las mujeres que aman, haciéndolas
esposas suyas. Los hay que al com ienzo se comportan como es debido, fingiendo cohabitar
con mujeres hermanas, pero el tiempo se encarga de denunciarlos, pues el hermano deja
encinta a la hermana (Adv. haer., I, 6, 3; trad. J. Montserrat Torrents).

Ahora bien, este tipo de ensañamiento dialéctico parece haber sido


habitual como recurso ofensivo en las numerosas controversias doctrinales que
enfrentaban a diferentes corrientes dentro del cristianismo antiguo. En este
sentido, es muy significativo que Tertuliano, ya convertido al montañismo,
vierta contra los «psíquicos» (es decir, los católicos) aquellos mismos
improperios que antes, desde sus mismas filas, había dirigido contra los
movimientos que entonces consideró heréticos: «Peor es todavía la ágape, pues

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en el Im perio romano.
Una aproxim ación critica

gracias a ella tus adolescentes duermen con las hermanas. Así la lascivia y la
lujuria se convierten en complemento de la gula» (De ieun., 17, 3; trad.
Montserrat Torrents, 1992, p. 195; cfr. Cipriano, Epist., 13, 5,1). Y es que, en
efecto, hubo algunas prácticas que despertaron las sospechas en la jerarquía de
las comunidades cristianas petro-paulinas, suscitando incluso desde su seno
severas críticas. Afloraron algunas advertencias sobre la excesiva morosidad
observada en algunos ósculos fraternales durante la agápe (Atenágoras, Leg.,
32; Clemente de Alejandría, Paedag., III, 11, 81, 3; Cipriano, Epist., 6, 1) y
sobre la desconfianza que inspiraba la dudosa costumbre de alojar vírgenes
jóvenes (subintroductae o agapetae) en compañía de guías espirituales (Pastor
de Hermas, simil., IX, 10, 7-11, 8; Clemente, IEpist. virg., 10, 1-2).
En todo caso, si, como parece, todos estos comportamientos inmorales
(algunos de ellos producto simplemente de una mala interpretación de la
liturgia cristiana) llegaron a oídos de los paganos o bien pudieron haberlos
observado en ciertos grupos marginales, cabría suponer que, tras asumir que
tales conductas reprobables constituían uno de los principales rasgos de la
religión cristiana, la acusación de flagitia pudo haber gozado de una amplia
credibilidad, no sólo entre las masas populares sino también entre las
autoridades imperiales, especialmente en el ámbito de la administración
provincial. Ésta era la razón por la que A. N. Sherwin-White (1981, p. 277)
mostraba su desacuerdo con G. E. M. de Ste. Croix al considerar que los
flagitia constituían la razón principal por la que los cristianos fueron procesados
en la primera época de las persecuciones (siglos I-II). En cambio, este último
autor (1981, pp. 257 y 285), que estaba convencido de que el Estado romano
escondía otro motivo mucho más importante que no ha llegado hasta nosotros
para perseguir a los cristianos, concedía a la acusación de flagitia una
importancia relativa y, en todo caso, únicamente puntual. El tumulto popular
que se produjo en Lyón en el 177 sería precisamente un ejemplo concreto y
esporádico que ilustraría cómo la acusación de costumbres aborrecibles
desencadenó en el vulgo una reacción hostil contra el movimiento cristiano.
Ireneo, que ya había conocido a los gnósticos marcosianos en Asia Menor
(probablemente en Esmima) a mediados del siglo II, había registrado sus
actividades en la Galia a partir del 170 aproximadamente. No sería extraño,
pues, que los paganos confundiesen a los miembros de esta secta, cuyo
comportamiento abominable había despertado durante los últimos años su
abierta animadversión, con los cristianos de credo católico, considerando
erróneamente que todos ellos pertenecían a un mismo movimiento religioso.

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

1.5. N O M E N CHRISTIANUM

Según los apologistas cristianos, las difamaciones asumidas como ciertas


por los paganos acerca del cristianismo,’ dieron lugar a que las acusaciones
contra todos aquellos que profesaban esta religión se sustentaran únicamente
en la mera formulación per nomen. Ignacio de Antioquía sería el primer
individuo cristiano de cuya condena por este motivo tenemos constancia
documental. «Es cierto -asegura en Efesios, 3 ,1 - que estoy encadenado por el
nombre, pero no he llegado todavía a la perfección de Jesucristo».
La literatura apologética cristiana fundamentó buena parte de su defensa
en argumentos de carácter eminentemente jurídico. Podemos apreciar en
numerosos autores la denuncia insistente de intolerables agravios comparativos
en el proceso judicial que afectaba a los cristianos. Se reprochaba con
indignante escándalo que, mientras el resto de los detenidos era juzgado por el
tribunal en virtud de acusaciones específicas que, a su vez, eran sometidas a una
correcta investigación por parte de los magistrados, los cristianos recibían la
sentencia de muerte simplemente por razón de su nombre. Así lo expresaba
Tertuliano:

Y por último, si es verdad que som os tan dañosos, ¿por qué razón vosotros m ismos nos
tratáis de modo distinto que a nuestros semejantes -lo s demás delincuentes- siendo así que
debería darse el m ismo tratamiento a quienes son igualmente culpables? Cuando otros son
acusados de los crímenes de los que se nos acusa a los cristianos, pueden defenderse
personalmente o pagando a un defensor para probar su inocencia; se les ofrece la
oportunidad de replicar, de impugnar, ya que no es en absoluto lícito condenar a nadie sin
oir su defensa. Solamente a los cristianos se les impide dar a conocer lo que podría refutar
la acusación, defender la verdad e impedir que la actuación del juez sea injusta; lo único
que se pretende es satisfacer un odio público: conseguir la confesión de un nombre, no
investigar un crimen (Apol., 2, 1-4; trad. C. Castillo García).

Con argumentos muy similares a los utilizados por éste y también por
otros apologistas (Justino, I Apol., 4; 24; II Apol., 2, 16; Taciano, Or. graec.,
27), Atenágoras aseguraba que los cristianos estarían dispuestos a asumir el
castigo merecido si se demostrase que habían incurrido en delito, pero no la
condena que, sin pruebas ni defensa alguna, se pronunciaba contra ellos por el
insólito hecho de portar un simple nombre:

Y si alguno es capaz de convencem os de haber cometido una injusticia pequeña o grande,


no rehuimos al castigo, antes pedimos se nos aplique el que hubiere de más áspero y cruel;
mas si nuestra acusación no pasa del nombre - y por lo menos hasta el día de hoy lo que
sobre nosotros propalan no es sino vulgar y estúpido rumor de las gentes, y ningún cristiano
se ha demostrado haya cometido un crim en-, negocio vuestro es ya, com o de emperadores
máximos y humanísimos del saber, rechazar de nosotros por ley la calumnia [...] Y, en

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efecto, no dice con vuestra justicia que, cuando se acusa a otros, no se los condena antes
de ser convictos; en nosotros, empero, puede más el nombre que las pruebas del juicio, pues
los jueces no tratan de averiguar si el acusado com etió crimen alguno, sino que se
insolentan, como si fuera un crimen, contra el solo nombre [...] (Legat., 2; trad. D. Ruiz
Bueno).

Si, como parece advertirse en los citados textos, los cristianos no dejaban
de estar sujetos a la corroboración de las pruebas que habrían de servir para
dictar sentencia firme conforme al procedimiento común seguido para el resto
de delitos, no cabe duda de que los apologistas estarían en lo cierto al denunciar
clamorosos desajustes procesales en las causas judiciales en las que aparecían
implicados. Sin embargo, la condena en virtud del nomen christianum tenía su
origen en la persistencia de un delito probado en un proceso abierto ex tempore.
Se puede afirmar que los cristianos fueron reprimidos por la autoridad imperial
por presentarse como seguidores (y, por tanto, secuaces) de un cabecilla
subversivo que había sido juzgado, condenado y ajusticiado por el poder
romano. Es decir, en la terminología de la época, por el simple nombre de
cristianos.
En realidad, hasta mediados del siglo III, la acusación per nomen
constituía motivo más que suficiente para emprender un proceso judicial contra
los cristianos, ya que el reconocimiento y la voluntad de pertenencia a un grupo
«proscrito» convertía al cristiano en un individuo que se situaba al margen de
la legalidad romana. En este sentido, cabría advertir (como veremos más
adelante) que la actuación coercitiva ejercida por los tribunales no entraba en
desacuerdo con la laxitud procesal de la cognitio extra ordinem, en la que el
magistrado era instructor de la causa, acusador y juez simultáneamente.

1.6. O t r a s m o t iv a c io n e s

a) El mantenimiento de la paz en las provincias

El inevitable enfrentamiento del Estado romano con el cristianismo


constituye un largo proceso histórico que no obedeció a un desarrollo lineal, ni
estuvo exento de momentos de máxima intensidad frente a otros períodos de
relativa tranquilidad. Las grandes persecuciones generales que fueron
impulsadas directamente por voluntad de los emperadores afectaron, en mayor
o menor medida, a todo el Imperio, pero también se registraron acciones
persecutorias promovidas por iniciativa de las autoridades provinciales
independientemente de lo que, en esos precisos momentos, sucedía en Roma.

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Estas últimas, cuando no dependían directamente de edicta imperiales,


obedecían, en efecto, a razones particulares y aisladas.
Hasta el siglo III, fueron los gobernadores provinciales, antes que los
propios emperadores, quienes actuaron de forma más contundente contra los
cristianos. Según las fuentes, la principal razón que movió a estos altos
funcionarios del Estado a decretar «persecuciones» locales o a iniciar procesos
sangrientos contra los seguidores de Cristo, fue la imperiosa necesidad de
mantener la paz en la provincia (pacata atque quietaprouincia), especialmente
cuando las masas populares exigían una acción drástica sobre aquellos que,
presumiblemente, podían provocar disturbios y malestar entre la población
pagana (Ste. Croix, 1981, pp. 250 y 267; cfr. Lepelley, 1969, pp. 37-40). Si la
opinion pública deseaba la «persecución», el gobernador se veía en muchas
ocasiones impelido a satisfacerla para evitar rebeliones y mantener la paz
social, funciones primordiales de toda autoridad provincial, como nos muestra
el siguiente texto del Digesto que recoge la opinión de Ulpiano sobre el
particular:

Ulpiano, en el séptimo libro sobre el oficio del procónsul, decidió ocuparse del grave y
buen gobernador que se preocupa porque la provincia se mantenga quieta y pacífica, que
no difícilmente se obstinará, si lo lleva a cabo con rotundez, con el fin de que la provincia
carezca de hombres malos, y además los busque: pues debe encontrar a los sacrilegos y
plagiarios ladrones, debe castigar a cada uno según haya delinquido, y debe dar
escarmiento a los encubridores de éstos [...] (D igesto, I, 18, 13; trad. A. D ’Ors et alii).

b) Los collegia illicita y la cuestión económica

A veces, se ha alegado que los cristianos fueron acusados del delito de


pertenencia a asociaciones ilegales (collegia illicita) y que, al proceder el
Estado contra ellos, éste no se comportó de manera diferente a como actuaba
normalmente contra todos aquellos movimientos que podían perturbar a la
sociedad (o que, de hecho, daban muestras fehacientes de hacerlo) con su
alteración pública de las antiguas costumbres (por ejemplo, Moreau, 1956, p.
71). Es cierto que las autoridades romanas permanecieron siempre muy atentas
a las asociaciones secretas y que no ignoraron que los cristianos se solían reunir
sin autorización una vez caída la noche, razones por las que pudieron haberse
originado acciones policiales que desembocaran eventualmente en persecu­
ciones de fuerte impacto local. A juzgar por las observaciones de Tertuliano
sobre este particular, habría que mantener ciertas reservas respecto a la opinión
de G. E. M. Ste. Croix (1981, p. 252) según la cual «este aspecto no pudo haber
tenido importancia real: no sabemos de ningún cristiano que fuera perseguido

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L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación crítica

por pertenencia a un collegium illicitum». El apologista africano, sin embargo,


contradice en cierto modo dicha apreciación cuando hace referencia a la
consideración, generalmente admitida por los paganos, de que la religión
cristiana era una asociación ilítica como muchas otras:

Pero hay más; tampoco convenía que, por decirlo más suavemente, se considerara que fuera
contada entre las facciones ilícitas esta comunidad que no comete ninguna acción semejante
a aquellas facciones ilícitas contra las que se toman precauciones (Tertuliano, A pol., 38,1 ;
trad. C. Castillo García; cfr. Apol., 39, 20-21).

Según todos los indicios, hemos de suponer que, en buena lógica, los
cristianos se acogieron al procedimiento legal de formar collegia tenuiorum y
collegia religionis causa para poder configurar y reivindicar jurídicamente ante
el Estado la propiedad eclesiástica de sus lugares de reunión y enterramiento
(Bovini, 1948; Sordi, 1988, p. 172). Especialmente a partir del siglo III, dicho
patrimonio fue incrementándose de forma considerable mediante diversas
recaudaciones colectivas y sustanciosas donaciones por parte de fieles
particulares. Es fácil suponer que, en virtud de la constatación de una
prosperidad económica cada vez mayor, a la aversión que muchos paganos
sentían hacia las iglesias cristianas, se le uniera ahora la codicia personal.
Debido a las frecuentes denuncias, toda la comunidad cristiana estaba, de
alguna manera, sometida a los ojos indiscretos de los delatores, los cuales
esperaban que la prisión y la condena final de los cristianos procesados gracias
a su valiosa información, les procurara pingües beneficios económicos.
Tertuliano asegura que «hay quienes han comenzado a negociar reclamando
pago y recompensa por una actuación violenta» (Apol., 38, 2).
Tampoco habría que descartar que, en determinados momentos de crisis
económica o urgente necesidad monetaria, el propio Estado observase la
posibilidad de obtener cuantiosos recursos a costa de la Iglesia y que, guiándose
por la perspectiva de amortiguar una situación de penuria, impulsase acciones
persecutorias contra los cristianos con el único fin de apoderarse de sus
enormes riquezas. En este sentido, es muy posible que la persecución de
Valeriano escondiese realmente esta motivación, ya que, como ha apuntado P.
Brezzi (1960, pp. 54-55), es muy significativo que dicho emperador cambiase
(quizás por sagaz consejo de su astuto ministro Macrino) su política permisiva
hacia los cristianos, presumiblemente para aplacar los efectos de la aguda crisis
financiera que afectaba al Imperio y que ahogaba de forma crítica a las arcas del
Estado.

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Raúl González Salinero :
L as p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

c) Antimilitarismo cristiano

Uno de los más altos propósitos de la literatura apologética era el de


llegar a persuadir a la sociedad pagana y a las autoridades del Estado de que los
cristianos se comportaban como ciudadanos ejemplares cumpliendo de modo
impecable con todos sus deberes cívicos (especialmente los relacionados con
el fisco: Justino, I Apol., 17, 1; Tertuliano, Apol., 42, 9), motivo por el que
reclamaban el ejercicio libre y pacífico de sus prácticas religiosas. No parece,
sin embargo, que el fracaso de sus aparentemente convincentes argumentos en
dicho sentido despertara ansias de rebelión entre las comunidades cristianas al
comprobar que las acciones persecutorias no cesaban. Antes bien, consideraron
que, tal y como había enseñado el Apóstol, debían asumir con resignación el
orden impuesto por la voluntad divina, fuese éste favorable o contrario a los
intereses de la Iglesia en su andadura terrenal. Puesto que sólo Dios conocía las
razones últimas por las que los soberanos paganos habían sido situados al frente
del Imperio, no era legítimo subvertir los misteriosos designios providenciales
(Puente Ojea, 1974, pp. 249ss.). De hecho, según los apologistas, si los
cristianos sufrían persecución era debido a las oscuras e insidiosas intrigas de
los démones malignos y no a las decisiones de los emperadores (Justino, /
Apol., 5, 1-3; IIApol., 1, 2; Tertuliano, Apol., 27, 3-5; Orígenes, Contr. Cels.,
IV, 32), cuya sabiduría y justicia fue ensalzada en numerosas ocasiones por la
pluma de los propios autores cristianos (por ejemplo, de Melitón de Sardes en
su Apología, según cita Eusebio de Cesarea, Hist, ecci., IV, 26,6). Pocos textos
pueden ser más explícitos en la defensa de la autoridad imperial y la legitimidad
del Estado que el siguiente de Justino:

D e ahí que sólo a D ios adoramos; pero, en todo lo demás, os servimos a vosotros con gusto,
confesando que sois emperadores y gobernadores de los hombres y rogando que, junto con
el poder imperial, se halle que también tenéis prudente razonamiento. Mas si no hacéis caso
de nuestras súplicas ni de esta pública exposición que os hacemos de toda nuestra manera
de vida, nosotros ningún daño hemos de recibir, creyendo o, más bien, estando como
estamos persuadidos que cada uno pagará la pena conforme merezcan sus obras, por el
fuego eterno y que tendrá que dar cuenta a D ios según las facultades que de D ios mismo
recibió [...] (IApol., 17, 3-4; trad. D. Ruiz Bueno).

Así pues, desde esta perspectiva, los cristianos no tuvieron ninguna razón
religiosa que les impidiera aceptar el orden establecido o llegar a participar en
las instituciones del Imperio, incluido el ejército. Sabemos, de hecho, que su
presencia dentro de la organización militar romana se remontaba al siglo II. Es
cierto que hubo desde antiguo una corriente crítica profundamente pacifista
dentro del cristianismo que se oponía a la participación cristiana en el ejército

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Raúl González Salinero :
L as persecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

romano. Sus más insignes representantes (Tertuliano, Amobio, Lactancio),


siempre fueron, sin embargo, censurados por la gran mayoría de los apologistas
que seguían la posición «oficial» de la gran Iglesia (por ejemplo, Orígenes,
Contr. Cels., VIII, 73). Puesto que la cuestión de la objeción de conciencia, de
origen exclusivamente religioso, sólo podía sentirse con cierta intensidad en
aquellos momentos en que las convicciones religiosas entraran en conflicto con
los signos rituales que presidían la vida militar, es muy probable que apenas
tuviese incidencia dada la permisividad que, respecto a estas formalidades
externas, existía dentro del ejército romano. La vida militar se regía por un
código realmente tolerante con las diferentes prácticas y creencias religiosas.
«De hecho, Roma no impuso -tal y como señala con acierto J. Fernández Ubiña
(2000, p. 589)- ninguna política religiosa específica en el ejército, ni se interesó
en absoluto por las creencias personales de los soldados o por sus posibles
actividades proselitistas».
Resulta, pues, difícil aceptar que una de las razones por las que
Diocleciano decidió depurar el ejército de sus elementos cristianos fuese la
pérdida de disciplina provocada por la supuesta infiltración antimilitarista en
el seno de sus filas, con la consiguiente influencia perniciosa sobre el resto de
los soldados, ya que dicha depuración también fue impuesta al resto de la
administración pública. Pero es innegable, no obstante, que la corriente
contestataria y pacifista pudo atraerse, a veces, la desaprobación de la sociedad
pagana. Como muy bien ha señalado J. Fernández Ubiña (2000, p. 203), «es,
pues, evidente la existencia de grupos extremistas de cristianos que eludían por
principio participar en el ejército y que esta actitud merecía el reproche de los
patriotas romanos, pues suponía un debilitamiento del Imperio ante los peligros
que entonces lo acechaban, especialmente los de orden militar. Aunque
Hamack sospechaba que era la Iglesia como institución la que se oponía
formalmente a que sus fieles participasen en la milicia, más bien parece tratarse
de grupos minoritarios». No disponemos de suficiente información para
pronunciamos sobre la importancia real que pudieron tener estas tendencias
antimilitaristas como factor desencadenante de eventuales acciones
persecutorias contra los cristianos, pero todo indica que, en cualquier caso,
ocuparon un lugar muy marginal.

d) ¿Instigación judía?

Atendiendo solamente a unas pocas fuentes cristianas, en gran medida


descontextualizadas o bien de dudosa credibilidad, la historiografía tradicional
(Hamack, 1904,1, pp. 64-67; Frend, 1958; Frend, 1965, p. 334; Simon, 1986,
pp. 115ss.; etc.) ha sostenido durante mucho tiempo la idea de que los judíos

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L as p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

impulsaron o participaron activamente en muchas de las persecuciones paganas


contra los cristianos. Historiadores eclesiásticos como B . Llorca ( 1964, p. 162)
no dudaron en afirmar que «los judíos fueron los elementos más activos en
fomentar el ambiente de odio contra los cristianos, a quienes consideraban
suplantadores de la ley mosaica» (cfr. últimamente Álvarez Gómez, 2001, p.
98).
Es cierto que Tertuliano afirma que «las sinagogas de los judíos» eran
«fuentes de persecución» (Scorp., 10,10), pero, al mismo tiempo, aftade que los
apóstoles «fueron capaces de resistir sus azotes {flagella)», lo que indicaría que
el autor no estaba haciendo referencia directa a su época, sino ensalzando los
heroicos tiempos apostólicos (Scholer, 1982, pp. 822-823; Taylor, 1995, p. 95).
Tampoco puede vincularse, como a menudo se ha pretendido, esta amarga
censura de aquella antigua hostilidad judaica hacia los representantes de un
movimiento que era considerado herético (míním) (Borgen, 1998, pp. 284-285),
con las persecuciones posteriores del Estado romano sólo porque, a
continuación, Tertuliano denuncie a «las asambleas paganas con sus propios
circos donde, en verdad, fácilmente claman a gritos la muerte de la tercera raza»
(ibidem). En un intento desesperado de defensa de la religión cristiana, el
apologista desea transmitir la idea de que los cristianos habían sido siempre
víctimas de la injusticia, tanto en épocas pasadas (a manos de los judíos) como
en el presente (a manos de los paganos). Un valioso pasaje de su Apologeticum
no dejaría lugar a dudas sobre esta correcta interpretación:

Los discípulos, por su parte, dispersos por el mundo, obedecieron el mandato de su maestro
que era D ios, y también ellos sufrieron muchas persecuciones por parte de los judíos, y
también, de buen grado, en Roma por su lealtad a la verdad, y por último, por la crueldad
de Nerón, sembraron la sangre cristiana (Tertuliano, Apol., 21,25; trad. C. Castillo García;
cfr. Tertuliano, Aciv. Ind., 13, 26).

Por otro lado, resulta realmente extraño que en los textos apologéticos
más significativos dirigidos contra la religión judía no exista referencia alguna
a esa supuesta hostilidad judaica después de la época apostólica (por ejemplo,
Aristides, Apol., 14; Justino,Dial. Tryph., passim; I Apol., 47ss.; Tertuliano,
Apol., 21). De hecho, apartir del siglo II, constatamos un completo silencio en
tomo a la supuesta hostigación coetánea de los judíos sobre los cristianos
(Parkes, 1934, pp. 132 y 150). Antes bien, contamos con algunas referencias
(Mart. Pion., 13; Eusebio de Cesarea, Hist, eccl., VI, 12, 1 y quizás también,
aunque de una manera solapada, Tertuliano, Apol., 21,1) que nos podrían hacer
pensar que, en determinados momentos persecutorios de extrema virulencia,
hubo casos en que, al amparo del privilegiado status jurídico del que gozaba la

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comunidad judía, los cristianos fueron protegidos por las sinagogas (Frend,
1964, pp. 361-362; Simon, 1986, p. 124).
En realidad, tan sólo disponemos de dos textos procedentes de las Actas
de los Mártires en los que aparece registrada sin lugar a dudas la activa
participación de los judíos en las persecuciones de los paganos contra los
seguidores de Cristo. El autor anónimo del Martyrium Polycarpi aseguraba que
aquéllos no sólo participaban de la misma ira que animaba al pueblo gentil a
reclamar la pena capital para el impío cristiano (Mart. Pol., 11), sino que
además colaboraron de manera activa en los preparativos de la hoguera
destinada para el suplicio del condenado: «entonces el pueblo voló a los baños
y talleres a buscar leña y sarmientos, y más que nadie los judíos» (Mart. Pol.,
12). Por su parte, en las actas del Martyrium Pionii se afirmaba que «entre las
turbas había catervas sin número de mujeres, sobre todo judías, pues por ser
sábado estaban de fiesta» (Mart. Pion., 3), al mismo tiempo que se reprochaba
especialmente a los judíos varones, también presumiblemente presentes entre
la muchedumbre, su infame incontinencia de risas y burlas procaces ante el
sufrimiento del mártir cristiano (Mart. Pion., 4).
Ahora bien, según han puesto de manifiesto numerosos investigadores,
los pasajes citados no responden ciertamente a una realidad histórica o, al
menos, carecen de cualquier credibilidad en los detalles y circunstancias que
nos harían aceptar dichos relatos como fuentes de información fidedigna. La
imagen cristiana de la maldad judía conectada con la brutalidad pagana actuaría
como proyección ideológica de un conflicto en el seno de la Iglesia. La
acusación de la participación judía en las persecuciones contra los seguidores
de Cristo formaba parte de la retórica antijudía por medio de la cual la
incipiente jerarquía eclesiástica deseaba establecer los límites inamovibles de
la identidad propiamente cristiana frente a todas aquellas influencias
procedentes de la religión judía (Taylor, 1995, p. 87; Lieu, 1996, pp. 91-94 y
passim·, Lieu, 1998; Leigh Gibson, 2003). Esta es la razón por la que,
desviándose de los acontecimientos principales de la narración, el autor del
Martyrium Pionii se detiene especialmente en arremeter contra la religión judía:

N o son los pecados de ellos [los judíos] semejantes a los que ahora se cometen por miedo
a los hombres. Larga distancia va entre quien peca forzado y el que peca porque quiere, y
la diferencia que va entre quien es forzado y el que por nadie es compelido está en que allí
es el alma, aquí son las circunstancias las que tienen la culpa. ¿Quién forzó a los judíos a
iniciarse en los misterios de Beelphegor o a asistir a los banquetes funebres y gustar los
sacrificios de los muertos? ¿Quién a quemar a sus hijos, a murmurar contra D ios o hablar
mal, a sus solas, de M oisés? ¿Quién les hizo olvidar tantos beneficios y los volvió ingratos?
[...] A vosotros, paganos, tal vez os puedan engañar, burlando vuestros oídos con algún
enredo; mas a nosotros, nadie de ellos nos hará tragar sus embustes [...] Y o, en efecto,
recorrí toda la tierra de los judíos y me enteré puntualmente de todo. Pasé el Jordán y vi

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toda aquella tierra, que con su estrago atestigua la ira de D ios por su doble crimen: por
matar, olvidados de toda humanidad, a los forasteros, o, traspasando la ley de naturaleza,
obligar a los varones a sufrir trato de mujeres, con gravísimo atentado al derecho de
hospitalidad (Mart. Pion., 4; D. Ruiz Bueno).

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2. EL PROCESO JURÍDICO
DE LAS PERSECUCIONES

2.1. L a b a s e ju r íd ic a

Siendo el Estado romano eminentemente jurídico, es inconcebible que


las persecuciones contra los cristianos, o los eventuales procesos que se
incoaron contra ellos, careciesen de una adecuada base jurídica. Desde
mediados del siglo III hasta la época de la Tetrarquía, sabemos que fueron
constreñidos por una serie de edictos imperiales en virtud de los cuales
quedaban establecidos, sin ambigüedad alguna, los sujetos coiitra los que iban
dirigidas las disposiciones legales, así como el procedimiento y los castigos
impuestos a quienes fuesen, en consecuencia, declarados culpables. Sin
embargo, hasta el primer decreto explícito de represión publicado en el año 250
por el emperador Decio, desconocemos exactamente el fundamento jurídico
conforme al cual las autoridades romanas habían actuado hasta entonces contra
los cristianos.
Diversas han sido las «soluciones» a las que ha pretendido llegar la
historiografía desde mediados del siglo XIX (vid. Prete, 1974, pp. 12-17;
Keresztes, 1989,1, pp. 116-119 y 279-280). Tan sólo apuntaré que, en 1866, el
arqueólogo E. Le Blant planteó por primera vez la posibilidad de que los
procesos abiertos contra los seguidores de la religión cristiana se apoyasen
hasta mediados del siglo III en las leyes comunes de derecho penal que se
aplicaban en el Imperio contra los delitos de carácter religioso o político.
Quienes han aceptado esta teoría entienden que acusaciones como las de
sacrilegium, impietas, maiestas, incestum, religio externa siue noua,
contumacia, podrían haber suscitado acciones legales contra los cristianos
conforme al procedimiento jurídico romano vigente. El gran erudito alemán Th.
Mommsen (1890), sin embargo, se mostró más inclinado a pensar que los
magistrados romanos procedieron contra los cristianos haciendo uso tan sólo
de sus competencias policiales, es decir, del llamado ius coercitionis, con el fin
de preservar el orden público. Y, por su parte, otra hipótesis fue defendida en
1911 por C. Callewaert al sostener que las persecuciones contra los cristianos
necesitaban apoyarse en un instrumento jurídico concreto, es decir, en una
disposición legal de carácter general contra los cristianos (lex, edicto imperial),
que este estudioso y quienes han seguido su estela identificaron con el famoso

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L as p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

institutum neronianum mencionado por Tertuliano: «Y sin embargo, anuladas


todas las demás, permaneció esta única ley [?] neroniana, casualmente justa por
contraste con su autor» (Ád nat., I, 7, 9).
Es cierto que el silencio o la oscuridad de las fuentes que podrían
servimos para conocer con cierta seguridad la base jurídica de las persecuciones
contra los cristianos en el Imperio romano, dificultan seriamente el avance de
la investigación sobre este particular. Sin embargo, no parece que podamos
llegar a solventar satisfactoriamente el problema limitándonos (según la
propuesta de G. Jossa, 2000) a admitir simplemente que, en la práctica, la
realidad jurídica pudo responder a una mezcla de todas esas teorías encontradas.
Si Nerón hubiese actuado contra los cristianos conforme a un edicto
imperial en el que se hubiese establecido la ilicitud del cristianismo
(Christianos esse non licet), resultaría realmente incomprensible que Plinio el
Joven, personaje de sólida formación jurídica, lo desconociese, pues sabemos
que se vio en la necesidad de consultar al emperador acerca del procedimiento
que habría de seguir para obrar contra los seguidores de esta «secta». En
palabras de Cl. Moreschini (1972, p. 82), «si ha sido el rescripto de Trajano el
que ha proporcionado la primera norma jurídica para los procesos contra los
cristianos, es lógico concluir que no existía como antecedente ninguna medida
anticristiana por parte de los emperadores del siglo I». Tampoco sería razonable
pensar en una eventual abolición de una ley de la que, a su vez, no tenemos
constancia alguna. El principio de inderogabilidad perpetua de una ley seguía
vigente hasta el momento en que no fuese explícitamente abrogada por otra lex
generalis. Así pues, si tenemos presente que el derecho imperial carecía de un
sistema derogatorio adecuado y que, en consecuencia, no existía ningún criterio
de solución para los problemas que originaba un sistema de derecho
intertemporal tan afianzado (Rascón García, 1992, p. 260), debemos concluir
que, de haber existido una ley general contra los cristianos, ésta debería haber
seguido vigente en época de Trajano, hecho que no se corresponde en absoluto
con la realidad reflejada en la correspondencia entre Plinio el Joven y el
emperador, quien, además, reconoce a su gobernador que «no se puede
establecer una norma general que tenga un carácter, por así decirlo, fijo»
(Plinio, Epist., X, 96).
Por otro lado, no debemos entender necesariamente la expresión
institutum neronianum como testimonio evidente de la existencia de una
iniciativa legislativa contra los cristianos, sino que resulta mucho más lógico
traducir el término institutum por ‘uso’, ‘costumbre’, es decir, en el mismo
sentido en que lo encontramos en otros autores como Cicerón (Att., IV, 17, 1:
consuetudo et institutum meum) o Julio César (BG., I, 50; IV, 20; BC., 110). La
expresión de Tertuliano podría entenderse como un giro lingüístico cuyo

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristianos en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación crítica

significado último haría referencia a «aquello que Nerón comenzó contra los
cristianos» o, más propiamente, «la costumbre que Nerón inauguró contra los
cristianos»; es decir, se trataría de una observación irónica por medio de la cual
el apologista deseaba señalar que con Nerón dio comienzo la larga condena
moral a la que muchos emperadores posteriores someterían a los cristianos.
Tácito mismo, que es el autor que más espacio dedica en su obra a los
acontecimientos que desencadenaron la represión neroniana contra los
cristianos, no proporciona ninguna noticia acerca de dicho «instituto» de
carácter jurídico, lo que resulta realmente extraño si tenemos en cuenta que
acostumbraba a citar edictos (Segura Ramos, 2002, p. 458). M. Dibelius (1971,
p. 62) menciona incluso la Epístola a los Hebreos, redactada hacia los años 80
del siglo primero de nuestra era, para demostrar que, al igual que aparecen
términos equivalentes entre este texto neotestamentario y los textos de Tácito
en la descripción del espectáculo que organizó Nerón para martirizar a los
cristianos, no es casualidad que ambas fuentes tampoco aludan en ningún
momento a la posibilidad de que la crueldad de este «tirano» hubiese estado
apoyada legalmente en alguna lex rogata, senadoconsulto o edicto imperial.
Además, como hemos visto, el propio Tertuliano reprochaba frecuentemente al
aparato del Estado romano que actuase contra los cristianos sin una base
jurídica precisa.
De hecho, la incoherencia de la represión, que alternaba períodos de
moderación con momentos críticos de máxima crudeza, así como la libertad de
acción de los magistrados y la variedad de las penas, no permiten suponer la
existencia de una ley precisa que definiese el delito de cristianismo. Porque, en
efecto, descubrimos que el comportamiento de las autoridades romanas era
sumamente aleatorio, pues, sin razón aparente, interrumpían a veces una acción
persecutoria antes de haber acabado totalmente con la amenaza cristiana, u
otorgaban la libertad a algunos cristianos que se habían presentado espontánea­
mente ante el tribunal solicitando el suplicio. Y tampoco respondería a los
términos concretos de una disposición legal la diversidad de los castigos
infligidos, ya que no siempre se decretaba la pena de muerte, sino también el
trabajo forzoso en las minas (metalla) o, en contra de lo que a menudo se ha
pensado, el simple encarcelamiento (Pavón Torrejón, 2003, p. 200). A ello
habría que añadir el carácter verdaderamente insólito de algunas condenas
excepcionales impuestas por ciertas autoridades provinciales, como por
ejemplo, el traslado de mujeres cristianas a lupanares (Mart. Pion., VII; vid.
Moreau, 1977, pp. 64-65).
¿Cómo explicar, por otro lado, que Plinio el Joven no mencione en
ningún momento delitos comunes por los que los cristianos habrían sido
procesados ipso facto según el derecho penal romano? Es más, reconocía que

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Una aproxim ación crítica

no había encontrado ningún indicio a partir del cual poder encausarlos por tales
delitos. Sin duda, algunos de ellos (como impietas o maiestas) pudieron estar
contenidos dentro de la acusación per nomen christianum, pero el proceso
jurídico no contemplaba un enjuiciamiento general por dicha circunstancia, sino
por la pertenencia aun movimiento que tenía su origen en un personaje que, por
su carácter subversivo, había sido ajusticiado por el Estado romano. Además,
desde un punto de vista jurídico, los simples delitos religiosos no podían
acarrear por sí solos la pena capital, condena irremisible a la que, en la mayoría
de los casos, estaban abocados los seguidores de la creencia cristiana que se
resistían férreamente a la apostasia. Y tampoco podía aplicarse sistemática­
mente la pena de muerte a individuos libres ni, por supuesto, a ciudadanos
romanos, sin un fundamento legal formalmente establecido. Por todo ello,
parece razonable admitir que el mecanismo represivo que permitió a las
autoridades imperiales actuar contra los cristianos fue el procedimiento jurídico
conocido impropiamente como cognitio extra ordinem (pues para R. Orestano,
1980, p. 237, tendría que recibir una denominación más acorde con las fuentes
que lo mencionan, como por ejemplo cognitiones extraordinariae,
extraordinaria iudicia o extraordinariae actiones).
Hasta el siglo II a. C., el sistema procesal imperante era el conocido
como legis actiones', desde ese momento hasta la época de Diocleciano se
desarrollaría el sistema formulario o per formulam y, después, en una última
fase, se llegaría a la cognitio extra ordinem. Sin embargo, ya en época clásica
se observa la aplicación de este último procedimiento en el área de los delitos,
lo que derivó en un sistema público de penas. Como se ha señalado pocas líneas
antes, todo hace pensar que fue este régimen procesal el que se aplicó en el caso
de los cristianos, el mismo que se empleaba para la amplia mayoría de los
procesos criminales durante el Imperio.
La cognitio extra ordinem dependía del poder de coercitio que poseía
aquel magistrado investido con imperium, todo ello dentro del marco de un
proceso judicial (jurisdictio'). La coercitio del magistrado consistía en una
facultad decisiva de punición y formaba parte de su poder global o imperium.
Esta facultad era llevada a la práctica a través de la aplicación de la cognitio
extraordinaria por la cual el juez (con plena iurisdictio) se convertía en el
órgano de administración que regía de manera coactiva e incontestable el juicio.
El procedimiento per extraordinariam cognitionem acababa, así, con la clásica
bipartición del proceso en las fases in iure y apud iudicem. El curso del pleito
se seguía ante el funcionario del Estado y de él emanaba la sentencia en un solo
momento procesal. Por tanto, bajo estas circunstancias, el acusado no podía
acudir a la provocatio ad populum, es decir, no había apelación posible para
recurrir la sentencia. Dentro del derecho de cognitio judicial que se encontraba

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U na aproxim ación crítica

reconocido en los gobernadores provinciales como parte de su imperium,


aparecía a veces la pura coercitio, pero sólo se podía utilizar para delitos
menores:

El procónsul debe conocer y decidir de plano sobre los crímenes más leves, y o bien dejar
libres a los acusados o apalearlos, y flagelarlos si son esclavos. UIp. 2 de off. procos.
(D igesto, 48, 2, 6; trad. A. D ’Ors et alii).

Según J. Iglesias (1987, p. 66), en el Derecho postclásico «el juez se


somete a normas predeterminadas, si bien se le autoriza para averiguar
libremente los hechos, fuera de la petición de actor y convenido».
En el caso de los cristianos, parece claro que la actividad de las
autoridades romanas no se reducía a meras actuaciones represivas de tipo
policial, sino que se encauzaba a través de verdaderos procesos judiciales bajo
la forma de la cognitio extra ordinem. El fundamento jurídico en el que se
basaba el magistrado era un instrumento específico que contemplaba como
único cargo la pertenencia a la secta cristiana (aunque no habría que olvidar
aquí que pudieron añadirse otras acusaciones en determinadas épocas y
circunstancias). Bastaban la constatación y la declaración de ser «secuaces» o
seguidores de un sedicioso reconocido públicamente como tal, para incurrir en
delito de lesa majestad (maiestas imminuta).
En definitiva, fuera del mecanismo judicial de la cognitio extra ordinem,
no existen pruebas de la promulgación de ninguna legislación general y
específica en la que se apoyaran los procesos penales contra los cristianos.

2 . 2 . L a TORTURA COMO SALVACIÓN DE VIDAS y ORIGEN DEL MARTIRIO


GLORIOSO

En el transcurso de los siglos II y III, cuando se integró en los


procedimientos judiciales la tortura, exceptuando su aplicación a las clases altas
de la sociedad, el magistrado dispuso de un mecanismo coercitivo que, en
contra de su función habitual, podía ser utilizado como un medio de «salvación
de vidas». Muchos textos cristianos presentan a los jueces paganos como
«agentes del mal» que, lejos de comprender las esperanzas celestiales que
fortalecían la fe de los encausados, empleaban horribles suplicios con el único
propósito de provocar la apostasia y, en consecuencia, salvar al cristiano de una
muerte segura. En el Martirio de Policarpo podemos apreciar que el procónsul
encargado del proceso muestra incluso una actitud muy benevolente, tratando

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Una aproxim ación crítica

de convencer con palabras sensibles a un cristiano de avanzada edad para, con


un mínimo de colaboración por su parte, poder finalmente preservar su vida:

A sí, pues, presentado ante el procónsul, confesó a D ios de todo corazón y despreció los
sanguinarios mandatos del juez. El procónsul trataba de hacerle pronunciar alguna
blasfemia, y le decía: «Piensa al menos en esa tu edad, si es que desprecias todo lo demás
que hay en ti. Tu vejez no ha de resistir los tormentos que espantan a los jóvenes. Debes
jurar por el César y por la fortuna del César; además, arrepentirte y decir: ¡Mueran los
impíos!» (Mart. P ol., 9; trad. D. Ruiz Bueno).

Aunque tales esfuerzos del magistrado por salvar la vida al anciano


Policarpo resultaron finalmente infructuosos, parece que sólo una mínima parte
de los casos tuvo el mismo desenlace. Seguramente por medio de la amenaza
del suplicio, o durante la aplicación del mismo, los magistrados lograron dejar
en libertad a una gran parte de los acusados. Plinio el Joven comunicaba al
emperador que, gracias a la prudente política que había puesto en práctica
contra esa superstición, su provincia volvía con paso firme a las antiguas
tradiciones paganas, «de lo que se deduce fácilmente qué gran cantidad de
personas puede ser recuperada si se les da oportunidad de arrepentirse» (Epist.,
X, 96). Minucio Félix reconocía abiertamente por boca de Octavio, a quien
hace rememorar la época anterior a su conversión al cristianismo, que ésta era
precisamente la intención perseguida por las autoridades judiciales del Imperio:

Nosotros, sin embargo, cuando no poníamos reparos en defender como abogados a algunos
cristianos, acusados como sacrilegos, incestuosos, aun parricidas, juzgábamos que no
debíamos tener en cuenta en absoluto su confesión; más aún, algunas veces, por compasión
para con ellos, nos mostrábamos más crueles, pues los sometíamos a la tortura, cuando
confesaban esos crímenes para obtener la negación y salvarlos, empleando inicuamente,
cuando se trataba de ellos, estos medios no con el fin de obtener la verdad, sino para forzar
la mentira. Y si alguno débil, impulsado y vencido por el dolor, negaba que era cristiano,
le solíamos favorecer, como si por esta abjuración se hubiera purgado de todas las infamias
que se le imputaban (M inucio Félix, Oct., 28, 3-4; trad. S. de Domingo).

Superando incluso el estilo irónico del citado texto de Minucio Félix,


Tertuliano denuncia la incoherencia jurídica de aquellos magistrados que sólo
concedían a los cristianos el indulto en caso de renuncia al nomen christianum\

Y tampoco en lo que voy a decir actuáis frente a nosotros según lo usual en los
enjuiciamientos criminales: a los otros, cuando rehúsan confesarse culpables, los
atormentáis para que confiesen, y en cambio a los cristianos para que nieguen; cuando si
se tratara de un delito, nosotros negaríamos y vosotros nos obligaríais a confesar por medio
de tormentos. Y tampoco vais a decir que creéis inútil torturamos para averiguar los
crímenes, porque estáis ciertos de que se los reconoce al confesar el nombre; precisamente
vosotros que a quien hoy se confiesa homicida -aunque ya sabéis qué es un hom icid io- le

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Una aproxim ación crítica

arrancáis una relación detallada del crimen que confiesa. Aún más injusto es que,
considerando nuestros crímenes implícitos en la confesión del nombre, nos obliguéis con
tormentos a renegar de la confesión, puesto que, al negar el nombre, negaríamos igualmente
los crímenes que habíais presupuesto en la confesión del nombre. A l parecer, no queréis
que seamos condenados nosotros a quienes consideráis com o los peores (Apol., 2 ,10; trad,
C. Castillo García).

No cabe duda de que, desde una perspectiva pagana, esta conducta


«suicida» escapaba a toda lógica, especialmente cuando, llevados por un fervor
religioso extremo, muchos cristianos comenzaron a entregarse voluntariamente
al martirio, como ocurrió, por ejemplo, con Euplo, un diácono que, portando
consigo los Evangelios, desafió al gobernador irrumpiendo en su despacho a la
voz de «yo soy cristiano y deseo morir por el nombre de Cristo» (Pass. Eupl.,
1). En efecto, no era excepcional que, ajenos al temor a la muerte debido a su
creencia en la recompensa de una vida futura, muchos fanáticos se entregaran
como mártires voluntarios a las autoridades romanas. Tal y como resaltó en su
día F. Gaseó (1985, pp. 57-58), el arrojo y la entereza manifestados por estos
cristianos ante el sufrimiento en los martirios se equiparaba bastante, y en
buena medida mantenían ciertas conexiones, con las actitudes de los cínicos,
miembros de una escuela filosófica que se asociaba frecuentemente con el
cristianismo y que se apartaba igualmente de las tradiciones ideológicas de la
cultura oficial. Por ello, de la misma manera que la sociedad pagana se
escandalizaba ante la locura de dichos filósofos ambulantes y desarrapados, no
encontraba tampoco ninguna lógica en el comportamiento temerario y suicida
de muchos cristianos que, incluso bajo la amenaza cierta de una muerte
horrible, mantenían su obstinación hasta el final. Luciano de Samosata no
podría habernos ofrecido un testimonio más explícito de la apreciación que tal
comportamiento merecía para un intelectual pagano del siglo II:

Ocurre que los infelices están convencidos de que serán totalmente inmortales, y que
vivirán eternamente, por lo que desprecian la muerte e incluso muchos de ellos se entregan
a ella voluntariamente (D e mort, per., 13; trad. J. Zaragoza Botella).

Ante la alarma suscitada por la proliferación de tantos martirios


voluntarios, hubo apologistas que advirtieron sobre el peligro que entrañaba
adoptar comportamientos propiamente suicidas, a la vez que se defendían de las
críticas que, en tal sentido, procedían del mundo pagano:

Mas para que no se nos diga: «Mataos allá todos vosotros mismos, y marchad de una vez
a vuestro D ios y no nos m olestéis más a nosotros», quiero decir por qué motivo no hacemos
eso y por qué m otivo también, al ser interrogados, confesamos intrépidamente nuestra fe.
Nosotros hem os sido enseñados que D ios no hizo el mundo al azar, sino por causa del
género humano, y ya antes dijimos que El se complace en los que imitan sus cualidades,

39
Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

y se desagrada, en cambio, de los que, de palabra u obra, se abrazan con el mal. Ahora bien,
si todos nos matáramos a nosotros m ism os, seríamos culpables de que no naciera alguno
que ha de ser instruido en las enseñanzas divinas y, hasta en lo que de nuestra parte estaba,
de que desapareciera el género humano, con lo que también nosotros, de hacer eso,
obraríamos de modo contrario al designio de D ios. En cuanto a no negar al ser
interrogados, ello se debe a que nosotros no tenemos conciencia de cometer mal alguno y
consideramos, por el contrario, como una impiedad no ser en todo veraces, y eso es lo que
sabemos ser grato a D ios, a par que nos apresuramos a libraros ahora a vosotros de la
injusta preocupación contra nosotros (Justino, II A pol., 3 (4); trad. D. Ruiz Bueno).

Ahora bien, no puede ignorarse que la conducta heroica de los mártires,


que pronto dio lugar a la aparición de un nuevo género literario en el que, de
forma real o en la mayoría de los casos ficticia, se presentaban los cruentos
procesos judiciales a que fueron sometidos algunos cristianos y que recibió los
nombres de Acta Martyrium y Passiones (también Gesta o Martyria), llegaría
a tener una significación preeminente dentro de la teología cristiana. El suplicio
al que estaba dispuesto a entregarse el mártir evocaba de alguna forma la
muerte de Cristo y, al mismo tiempo, suponía una vía privilegiada para alcanzar
la salvación (Minnerath, 1973, pp. 311-317). No debe extrañar, por tanto, que
para un movimiento religioso en el que la realidad de la persecución era
magnificada por el temor, la fantasía y la leyenda, la memoria de las muertes
heroicas y su glorificación en las Actas de los Mártires, contribuyeran a
confirmar la identidad religiosa de las comunidades cristianas en un entorno
hostil y ajeno a los valores que las sustentaban (Bowersock, 1992, passim·,
Hopkins, 2000, pp. 11 Iss.). A diferencia del sufrimiento y el martirio padecido
por los judíos en su enfrentamiento con el Estado romano, que los apologistas
interpretaban como una prueba evidente del castigo divino a causa de la
desobediencia y los pecados del pueblo judío, el martirio cristiano se convirtió
a partir del siglo II d. C. en un testimonio sublime de la fe y, por tanto, en un
elemento clave para la autoafirmación de la doctrina cristiana (Lieu, 1996, p.
282). Bajo el significativo epígrafe «trigo soy de Dios», Ignacio de Antioquía
explicaba elocuentemente el sublime alcance religioso que el martirio poseía
para un cristiano:

Por lo que a mí toca, escribo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco que yo estoy
pronto a morir de buena gana por D ios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Y o os
suplico: no mostréis para conm igo benevolencia inoportuna. Permitidme ser pasto de las
fieras, por las que me es dado alcanzar a D ios. Trigo soy de D ios, y por los dientes de las
fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo [...] N o os doy
yo mandatos com o Pedro y Pablo. Ellos fueron Apóstoles; yo no soy más que un condenado
a muerte; ellos fueron libres; yo, hasta el presente, soy un esclavo. Mas si lograre sufrir el
martirio, quedaré liberto de Jesucristo y resucitaré libre en Él. Y ahora es cuando aprendo,

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

encadenado como estoy, a no tener deseo alguno (Epist. rom., IV, 1-3; trad. D. Ruiz
Bueno).

Estos principios teológicos derivados del sacrificio martirial quedarán


asentados en la Iglesia incluso después de la época de las persecuciones.
Autores como Clemente de Alejandría iniciarán una especie de «espirituali­
zación» del martirio cristiano, de forma que el ideal ascético posterior pudo
recoger, ya purgados de sus aspectos más radicales y sangrientos, los valores
profundos que habían inspirado el sacrificio martirial. Al igual que Orígenes,
su exhortación al martirio adquirió también una dimensión espiritual que,
conectada con la idea de la recompensa celestial, dio lugar a una especie de
«mística del derramamiento de sangre» (Hoek, 1993; Rizzi, 2003). Aparte de
considerar el martirio como la culminación del ideal de vida cristiana, Orígenes
ve además en él un combate dramático por la fe, es decir, la lucha del verdadero
atleta de Cristo por la adhesión total al único valor absoluto que reconoce (Daza
Martínez, 1975, p. 71). En este sentido, Minucio Félix escribe que, al aceptar
con resignación y valentía los sufrimientos del mundo, el cristiano ingresaba en
una milicia que fortalecía su espíritu:

Y en lo que se refiere al hecho de que sufrimos y soportamos los dolores físicos, eso no es
un castigo, sino una milicia. Y es que la fortaleza se robustece con las debilidades y las
desgracias son muchas veces una escuela de virtud; y, en definitiva, las fuerzas de la mente
y del cuerpo se debilitan si no son ejercitadas. D e hecho, todos vuestros héroes, que
vosotros citáis a modo de ejemplo, han brillado por la fama de sus pruebas (O ct., XXXVI,
8; trad. E. Sánchez Salor).

Es evidente, pues, que algunos cristianos estaban convencidos de que


debían mantener una firme adhesión a sus creencias aun al precio de su vida.
Por ello, la disposición al martirio y la defensa a ultranza de la intransigencia
religiosa estaban en el cristianismo íntimamente unidas al convencimiento de
la posesión de una verdad absoluta revelada por Dios. Parece claro que una
actitud tan desafiante para el Estado romano pudo favorecer la aparición de un
resentimiento especialmente negativo entre las autoridades imperiales y que,
puntualmente, pudo también constituir un factor más que provocara acciones
persecutorias contra los cristianos o que, al menos, contribuyera a una
considerable intensificación de las mismas.

41
3. EL DESARROLLO HISTÓRICO
DE LAS PERSECUCIONES

Las reacciones hostiles del Estado romano contra el movimiento cristiano


no siguieron un patrón único y homogéneo, ni tuvieron a lo largo del tiempo
una misma intensidad y desarrollo. La idea de que los seguidores de Cristo
sufrieron continuo acoso y persecución en el mundo romano hasta la paz de
Constantino se asentó durante muchos siglos tan férreamente en la historio­
grafía eclesiástica que llegó a convertirse en un tópico tan incuestionable como
falso. El movimiento cristiano encontró su cauce de expansión en el seno de
una sociedad que se mostró extraordinariamente permeable a nuevas creencias
religiosas y que favoreció un entorno de convivencia en el que lo normal fue la
tolerancia y lo excepcional los movimientos persecutorios.
Hasta el incendio de Roma del año 64 d. C. no disponemos de
información fehaciente como para formamos una idea clara de la situación en
que se encontraban los primeros grupos cristianos respecto a la autoridad
romana. Es muy posible que pasaran desapercibidos dentro de la órbita del
judaismo en la que habían surgido. A partir de la época de Nerón comenzamos
a percibir acciones persecutorias de carácter esporádico y local que llegarán
hasta el año 250, momento en que Decio inaugura la fase de las grandes
persecuciones. Aun con períodos de cierta tranquilidad, los cristianos sufrieron
a lo largo de este tiempo una intensa persecución, cuyas cruentas consecuencias
sólo cesaron definitivamente con el llamado edicto de Milán del año 313 en el
que se establecía una tolerancia largamente esperada por la Iglesia.

3.1. A u s e n c ia d e h o s t il id a d e s

Las primeras comunidades cristianas no constituían todavía una realidad


sociológica lo suficientemente consolidada como para que la administración
imperial romana advirtiera su presencia entre las nuevas corrientes religiosas
que habían surgido dentro del mundo judío en el cambio de era. Apenas
podemos discernir en los Hechos de los Apóstoles (17, 5; 24, 5; etc.) una
mínima información sobre el particular. Esta fuente neotestamentaria refleja
con claridad la animadversión que los judíos sentían hacia todos aquellos que,
según el punto de vista de los «nuevos sectarios», consideraban a Jesús como
el verdadero rey de Israel. A través de estos textos somos capaces de percibir
la existencia de un conflicto latente entre el naciente judaismo rabínico y los

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Raúl González Salinero :
Las persecuciones contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

primeros cristianos, pero resulta extremadamente difícil adivinar la presencia


de la autoridad romana en medio de las desavenencias que, cada vez con mayor
fuerza, separaban a estos últimos de la tradición judía. Lejos de la leyenda
recogida por Tertuliano (Apol., 5, 2) que hacía de Tiberio un simpatizante del
cristianismo, la única conjetura que puede establecerse con cierta garantía de
verosimilitud es que, durante los primeros años de formación de las incipientes
comunidades cristianas, inmediatamente después del llamadofracaso mesiáni-
co, la instauración por parte de este emperador de una especie de «estado de
pacificación» en Palestina, en contra de los intereses que defendían los
partidarios que seguían la línea política del sumo sacerdote Caifás, pudo
beneficiar de algún modo al nuevo movimiento sectario.
Con su sucesor en el Imperio, debemos trasladar nuestra atención a
Roma, donde las frecuentes agitaciones en el interior de la comunidad judía
dieron lugar a que el emperador se viese obligado a tomar drásticas medidas de
orden público. Es plausible, en este sentido, que la predicación cristiana
provocase algunos disturbios entre los judíos romanos, razón por la que
Claudio, sin distinguir todavía entre unos y otros, decidió promulgar en el año
49 una orden general de expusión de la ciudad de Roma contra los que
consideraba responsables de aquella situación. Suetonio (Claud., 25,11) aporta
además el detalle, tantas veces debatido, de que los disturbios fueron provo­
cados por un tal Chrestos (Iudaeos impulsore Chresto assidue tumultuantes
Roma expulit). Ante una noticia tan escueta, resulta muy difícil llegar a
conclusiones seguras. Sin embargo, y a pesar de que algún historiador ha
considerado, sin prueba alguna, que dicho Chrestus era un extremista
perteneciente posiblemente a un grupo de zelotes asentado en Roma (Benko,
1969), la mayor parte de los investigadores que han analizado con detalle este
pasaje suetoniano, se inclina a pensar que los disturbios no fueron provocados
por un personaje real y coetáneo a los acontecimientos, sino por aquellos que
eran seguidores de un tal Cresto, sin duda una deformación lingüística del
nombre de Cristo. En cualquier caso, esta medida coyuntural no iba dirigida
hacia los cristianos, ya que probablemente Claudio ignoraba su existencia como
grupo con identidad religiosa propia, sino hacia los judíos, a los que, por otra
parte, siempre respetó los derechos que habían adquirido desde la época de
Julio César.

3 . 2 . E l t ie m p o d e l a s PERSECUCIONES AISLADAS Y LOCALES

Las fuentes que nos transmiten información sobre el período de


persecuciones anterior a mediados del siglo III, son escasas y, con frecuencia,

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

poco seguras. Con todo, sirven para configurar una idea general que nos ayude
a comprender la evolución de las difíciles relaciones que existieron entre el
cristianismo y las autoridades que regían el Imperio romano.

a) El incendio de Roma y la represión neroniana

En el verano del 64 d. C. se produjo un incendio especialmente virulento


en Roma. Al parecer, el fuego devastador destruyó la mitad de los catorce
distritos en que se dividía la capital del Imperio. El descontento y la agitación
del pueblo dieron lugar pronto a una serie de rumores que culpaban del desastre
al propio Nerón (54-68). Lo cierto es que no existía mejor procedimiento para
adquirir a bajo precio determinados terrenos urbanos y satisfacer con ello la
ambición principesca de expansión de los dominios palaciegos. Ante tales
circunstancias, el emperador se vio en la urgente necesidad de encontrar otros
posibles culpables que le alejaran de toda sospecha. La animadversión popular
hacia los cristianos, que ya practicaban sus cultos prácticamente al margen de
la sinagoga (Montserrat Torrents, 1989, p. 121), abrió una perfecta vía de
escape para el poder imperial, que vio en estos «sectarios» al idóneo «chivo
expiatorio». Tales hechos los relata Tácito en un famoso pasaje de sus Annales
(XV, 44, 2-5).
La primera discusión científica surge, sin embargo, de las serias dudas
que existen acerca de la autenticidad de dicho texto. La tradición historiográfica
nunca puso en tela de juicio su veracidad (vid. por ejemplo, Sordi, 1988, p. 37)
hasta que en los últimos decenios algunos investigadores (entre ellos, Ste.
Croix, 1988, p. 494) advirtieron en dicho pasaje apreciables rasgos de
exageración, así como expresiones equívocas e incertidumbres a la hora de
descifrar el texto, que podrían llevamos a pensar en una posible interpolación
posterior.
En todo caso, no sería extraño que, ante una situación dramática que
podía afectar gravemente a la legitimidad del poder imperial, las más altas
instancias del Estado trataran de aplacar la ira de las masas populares y desviar
la atención hacia otra dirección que no fuese la del César por medio de una
implacable represión; pero ¿por qué contra los cristianos? Para algunos autores
no parece muy plausible que el emperador los señalase desde un principio y por
propia iniciativa como culpables, ya que la administración romana apenas
contaba entonces con noticias ciertas de su identidad religiosa al margen de la
comunidad judía. Es probable que ésta tratara de utilizar sus posibles
conexiones en la corte (vid. Flavio Josefo, Ant., XX, 18, 11) para acusar a la
molesta secta cristiana (que había despertado ya cierto resentimiento entre el
populacho) del inmenso siniestro y, de esta forma, alejar de sí la amenaza de

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L as persecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

una reacción popular de signo antijudío (Benko, 1985, p. 20). También


pudieron surgir algunas denuncias dentro de los propios grupos cristianos:
indicio eorum, afirma Tácito (Perea Yébenes, 2004, p. 110). Ahora bien, parece
lógico pensar que, tal y como era habitual, el incendio tuviera un origen
accidental y que, entre la confusión y la alarma, fuese alimentado y explotado
por una turba de gente heterogénea, entre la que pudieron figurar algunos
cristianos exaltados, razón suficiente para que la población pagana descargara
su exasperación contra esta superstitio nova et malefica. De haber existido
cualquier vinculación de los cristianos con dicho desastre, los apologistas
debieron de omitirla, pues deseaban dar a entender que éstos murieron
exclusivamente por su fe. En cualquier caso, «hallarían la muerte en Roma
como víctimas de la acción de un emperador hábil en cambiar en provecho
propio las violentas sospechas de una población inquieta» (Santos Yanguas,
1994, p. 50).
Con todo, y en contra de la opinión poco convincente de E. Grzybek y
M. Sordi (1998, pp. 288-291), parece claro que fue una represión únicamente
proseguida en Roma, basada en una acusación ocasional y desarrollada en un
período de tiempo relativamente corto, circunstancias que no evitaron que
Nerón fuese recordado por la tradición cristiana posterior como el «primer gran
perseguidor» de la Iglesia.

b) La persecución aristocrática de Domiciano

Los historiadores paganos (Tácito, Suetonio, Dión Casio) presentan en


sus obras la imagen de Domiciano (81-96) como la de un emperador tirano y
despiadado que mantuvo al Senado en una continua atmósfera de terror. Para
los autores cristianos fue un implacable perseguidor (Tertuliano, Apol., 5, 4;
Eusebio, Hist, ecci., Ill, 17-18; Lactancio, De mort, pers., 3), aunque también
se debe tener presente que la tradición apologética siempre había señalado
como tales a los «malos» emperadores.
Las fuentes paganas testimonian la brutalidad con que Domiciano trató
de acabar con la oposición política, procedente tanto de la aristocracia
senatorial como de la clase intelectual romana. Obsesionado con la traición,
decidió desterrar a todos los filósofos asentados en Roma al albergar sospechas
de confabulaciones contra su persona. Entre los muchos miembros del orden
senatorial que condenó a muerte (Suetonio, Dom., 10, 2-3), Dión Casio
menciona a los cónsules Acilio Glabrión y T ito Flavio Clemente. Ambos fueron
acusados de ateísmo y de costumbres judaicas, y ni siquiera el parentesco que
unía a este último con el emperador le libró de la pena capital, de igual forma

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L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

que su mujer, Flavia Domitila (sobrina a su vez de Domiciano) no pudo evitar


el destierro a la isla de Pandataria:

Y el mismo año [95], Dom iciano hizo degollar, entre otros m uchos, al cónsul Flavio
Clemente, a pesar de que era su primo y estaba casado con Flavia Domitila, quien también
era pariente del emperador. Am bos fueron acusados de ateísmo, acusación por la que
muchos otros que se sentían inclinados hacia las costumbres judías fueron también
condenados. U nos murieron, otros fueron privados de sus bienes. En cuanto a Domitila, fue
solamente exiliada a Pandataria. Pero Glabrio, que había sido colega de Trajano en el
consulado, fue llevado a la muerte bajo la acusación de esos mismos crímenes, y en
particular, de haber luchado como gladiador contra bestias salvajes [...] (Dion Casio,
LXVII, 14, 1-3).

De este texto parece deducirse que Domiciano decidió castigar con


dureza especialmente a aquellos miembros de la alta aristocracia que adoptaron
costumbres judaicas. En este sentido, no debería pasarse por alto que, en los
últimos años de su reinado, la exigente política romana relativa al fiscus
inda ¡cus, así como la acentuación de los aspectos formales del culto imperial,
habían creado en las comunidades judías un ambiente de inseguridad que
pronto se transformó en un sentimiento de animadversión hacia el príncipe. Es
posible que las inclinaciones que algunos miembros de la clase senatorial
romana sentían hacia el judaismo fuesen, en realidad, una expresión evidente
de protesta contra el tirano (Santos Yanguas, 1994, p. 63).
Como consecuencia de su primera revuelta contra el poder romano, los
judíos de nacimiento habían quedado sujetos desde el año 70 d. C. al pago del
tributo del didracma al templo de Júpiter Capitolino. Domiciano hizo extensiva
dicha tasa también a los incircuncisos que vivían a la manera judaica, lo que,
de forma indirecta, afectaría a los cristianos que quisieran seguir gozando de la
protección oficial de la sinagoga. Es muy posible, por tanto, que la reacción del
tirano contra los potentes que se sentían cercanos al judaismo afectase
igualmente a aquellos otros que habían abrazado el cristianismo o que eran
judeocristianos. Este es el caso en el que, según la opinión de B. Pouderon
(2001), se encontrarían Flavio Clemente y su esposa Flavia Domitila,
personajes a los que buena parte de la historiografía actual se resiste a
considerar mártires de la nueva fe, pues no puede afirmarse con total seguridad
que fuesen víctimas de una persecución encarnizada contra los cristianos en la
capital del Imperio, si bien es cierto que muchos de ellos habían comenzado a
introducirse en las clases dirigentes de la sociedad romana (Ramelli, 2003). Es
verdad que, fuera de Roma, el libro del Apocalipsis (cuya redacción se sitúa
generalmente en esta época) denuncia la hostilidad del poder imperial hacia los
cristianos del Asia Menor y evoca «la sangre de los santos y de los mártires de
Jesús» (17, 6; cfr. 19,2; 1,9; 2, 3; 2,9; 2,13; etc.), los cuales, según se afirma,

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

«no adoraron a la Bestia ni a su imagen» (20,4), pero no existe prueba alguna


que vincule tales acciones persecutorias, promovidas a un nivel local por el
rechazo cristiano al culto imperial, con la violencia desatada por Domiciano
contra la oposición aristocrática que había asumido en la capital del Imperio
costumbres «judaizantes» (vid. Maraval, 1992, pp. 18-20).

c) La actitud de los primeros Antoninos: Trajano y Adriano

La fuente más importante de que disponemos sobre el procesamiento de


cristianos en época de Trajano (98-115) es la correspondencia que mantuvo
Plinio el Joven (Cayo Plinio Cecilio Segundo) con el emperador durante su
desempeño de las funciones propias del legatus Augusti pro praetore en la
provincia de Ponto-Bitinia desde el año 111 hasta el momento de su muerte (c.
113). Ante las dudas respecto a la actitud correcta que debía tomar en relación
al proceso contra los cristianos, contingencia que escapaba a los problemas
ordinarios de un gobernador, Plinio decidió escribir a su amigo el emperador
Trajano para informarle acerca de cómo había actuado provisionalmente hasta
ese momento y para solicitarle, asimismo, instrucciones más concretas con las
que desvanecer toda vacilación en este asunto:

Es mi costumbre, señor, plantearte todos los temas sobre los que tengo dudas. Pues ¿quién
puede resolver mejor mi incertidumbre o instruir mi ignorancia? Jamás he participado en
la instrucción de ningún caso sobre los cristianos·, por ello ignoro cóm o y hasta dónde
deben llegar las penas y la investigación. He dudado mucho si se deben tener en cuenta las
diferencias de edad, o si los de tierna edad deben ser tratados de la misma manera que los
maduros; si se debe ser indulgente con el arrepentimiento o bien si a quien efectivamente
ha sido cristiano no le sirve de nada el haber dejado de serlo; si se debe castigar el nombre
(de cristiano) en sí mismo, aunque no haya cometido delitos o bien los delitos que
acompañen al nombre.
D e modo provisional, respecto a aquellos a los que se me denunciaba como cristianos
he seguido esta norma. Les pregunté a ellos m ismos si eran cristianos. Cuando lo
confesaban por segunda y tercera vez les amenacé con la pena capital; cuando perseveraban
les mandé ejecutar. Pues no tenía duda de que, fuese cual fuese lo que confesaban, se debía
castigar ciertamente su pertinacia y su inflexible obstinación. Hubo otros con una locura
similar, a los que, dado que eran ciudadanos romanos, di orden de que fueran enviados a
Roma. Después, por la misma evolución de los hechos, com o es costumbre, al proliferar
las acusaciones se presentaron muchas situaciones peculiares.
Se publicó un libelo anónimo que contenía nombres de muchas personas. Aquellos que
negaban ser cristianos o haberlo sido, cuando precediéndoles yo invocaban a los dioses y
a tu imagen que para este propósito había mandado traer junto con las estatuas de los dioses
y les elevaban súplicas que se dice son incompatibles con los que son realmente cristianos,
juzgué que debían ser enviados a casa. Otros, incluidos en la lista, dijeron que eran
cristianos y después lo negaron; algunos aducían que lo habían sido, pero habían dejado de
serlo; algunos que hacía más de tres años, otros que hacía muchos años, algunos incluso
que hacía más de veinte años. Todos estos también veneraron tu imagen y las estatuas de

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Una aproxim ación critica

los dioses y maldijeron a Cristo. Afirmaban, por su parte, que todo su delito y todo su error
consistía en que acostumbraban a reunirse en un día determinado antes del amanecer,
recitar alternativamente un poema a Cristo como a un D ios y comprometerse con
juramentos a no cometer ningún delito, ni hurto, ni agresiones para robar, ni adulterios, no
faltar a la palabra, ni negarse a devolver un depósito cuando se les reclamase. Después de
esto la costumbre era dispersarse y reunirse de nuevo para tomar un alimento que era el
acostumbrado e inocente; que habían abandonado esta práctica después de m i edicto con
el que, de acuerdo con tus órdenes, había prohibido las asociaciones. Por lo cual consideré
muy necesario indagar qué había de verdad por medio de dos esclavas que eran
denominadas ministras sometiéndolas a tortura. N o he encontrado otra cosa que no sea una
superstición malvada y desmesurada (Epist., X , 96; trad. R. Teja).

Según se desprende de su carta, Plinio ya había sometido a juicio y


condenado a algunos cristianos cuando se le planteó la duda de si debía castigar
sólo por razón del nombre de cristiano, aunque no hubiese pruebas de delito
alguno, o bien por los supuestos delitos que acompañaban al reconocimiento de
dicho nombre. Hasta ese momento, el gobernador había aplicado la norma de
condenar a muerte a los que eran denunciados y se reafirmaban en su fe, y
perdonar la vida a todos aquellos que negaban su creencia en Cristo. No tuvo
dudas en ejecutar directamente a las personas libres que carecían del estatuto
jurídico de la ciudadanía romana y que persistían obstinadamente en ser
cristianos, ni tampoco en enviar a Roma a los que, siendo ciudadanos romanos,
se declaraban seguidores de Cristo, pues en tales circunstancias sólo el
emperador se reservaba el ius gladii. Sin embargo, no pudo evitar sentir ciertos
reparos respecto a aquellos otros que, habiendo sido cristianos en otro tiempo,
en ese momento no lo eran o se declaraban apóstatas, y sobre si debería tomar
en consideración la edad del acusado.
Con un cierto espíritu de moderación, benevolencia y, especialmente,
pragmatismo (Barceló, 2002), la carta de respuesta o rescripto de Trajano
aportaba algunas soluciones a sus dudas y, sobre todo, indicaba la manera en
que, a partir de entonces, se debía actuar contra los cristianos:

Has obrado como debías, Segundo mío, al instruir las causas de aquellos que te habían sido
denunciados como cristianos. Pues no se puede establecer una norma general que tenga un
carácter, por así decirlo, fijo. N o deben ser buscados; si son denunciados, y se prueba,
deben ser castigados, pero de forma tal que quien niegue ser cristiano y lo demuestre con
los hechos, es decir, elevando súplicas a nuestros dioses, aunque su pasado plantee
sospechas, pueda ser perdonado por su arrepentimiento. Por lo que respecta a las denuncias
mediante libelos anónimos, no deben tener cabida en ningún procedimiento judicial. Pues
es una práctica abominable y no es propia de nuestros tiempos (Plinio, Epist., X , 97; trad.
R. Teja).

Así pues, el emperador establecía de modo terminante que todos aquellos


que resultaran culpables de pertenecer a la secta cristiana debían ser castigados

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L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

per nomen christianum. No obstante, hacía ciertas salvedades muy importantes


que contribuían a mitigar considerablemente la severidad de las persecuciones.
En primer lugar, prohibía buscar expresamente a los cristianos (conquirendi
non sunt). En segundo lugar, las accione^ judiciales sólo debían iniciarse
cuando existiera una denuncia formal, teniendo presente que, en caso de que el
delator no lograra demostrar la verdad de su acusación, se expondría grave­
mente a un proceso por calumnia. Al mismo tiempo se advertía tajantemente
que no debían admitirse denuncias anónimas, lo que permitió a los cristianos
librarse de no pocas molestias y angustias. Y por último, el emperador
consentía que, quien renegase de su fe cristiana y lo demostrase invocando a los
dioses, fuese perdonado en virtud de su arrepentimiento, por muy dudosa que
hubiera sido su conducta pasada.
Ahora bien, como muy acertadamente ha observado algún investigador,
la postura de Trajano no deja de ser en sí misma ambigua: «Por una parte
intenta poner a los cristianos a salvo de las reacciones populares incontroladas
y de las denuncias anónimas, es decir, conciliar la defensa del orden público y
el cumplimiento de las leyes con el fanatismo y obstinación que mostraban
muchos cristianos. Pero, por otra parte, situaba a los cristianos en una postura
incómoda y peligrosa: aunque tolerados en la práctica, podían ser perseguidos
en cualquier momento» (Teja, 2003, pp. 296-297). Desde luego, los apologistas
no perdieron la oportunidad de denunciar con habilidad e ironía la incoherencia
escondida en tal disposición imperial:

Entonces Trajano respondió por escrito que no se les buscara, pero que (si se les llevaba
al tribunal) había que castigarlos. ¡Extraña decisión, forzosamente perturbadora! D ice que
no se les debe buscar como inocentes que son, y ordena que se les castigue como a
culpables. Perdona, y se ensaña; pasa por alto, y castiga. ¿Por qué te contradices a ti mismo
en tu dictamen? Si los castigas, ¿por qué no los buscas también? Si no los buscas, ¿por qué
no los perdonas? Para perseguir a los bandidos, en todas las provincias se designa por
suerte una guarnición militar; frente a los culpables de lesa majestad y los enemigos
públicos, cualquier hombre es soldado y la búsqueda se extiende incluso a los amigos y a
los cómplices. Sólo al cristiano se prohíbe que se le busque y a la vez se permite que se le
denuncie; como si la investigación persiguiera algo que no sea la denuncia. A sí pues,
castigáis al denunciado a quien nadie ha querido que se busque; de donde deduzco que no
merece castigo por hacer un mal, sino por haber sido encontrado sin que se le debiera
buscar (Tertuliano, Apol., 2, 7-9; trad. C. Castillo García).

Desconocemos si objeciones como éstas llegaron alguna vez a oídos del


palacio imperial. En cualquier caso, lo cierto es que Trajano había sentado ya
un fírme precedente que, hasta mediados del siglo III, habría de condicionar
decisivamente la postura de los emperadores romanos frente a la nueva religión.
De hecho, apenas unos años más tarde, Adriano se limitó a seguir grosso modo

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en el Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

las pautas marcadas por su predecesor cuando el gobernador de Asia, Sereno


Graniano, volvió a solicitar instrucciones sobre el modo de actuar respecto a los
cristianos que eran, en su opinión, injustamente condenados sin juicio previo
para satisfacer la animadversión popular. Puesto que Graniano cesó al poco
tiempo en su cargo, la respuesta del emperador le llegó en el año 124/125 al
nuevo gobernador, Cayo Minucio Fundano. Justino y Eusebio de Cesarea nos
han proporcionado una traducción en griego de este rescripto:

A M inucio Fundano: Recibí una carta que me escribió Serenio Graniano, varón clarísimo,
a quien tú has sucedido. Pues bien, no me parece que debamos dejar sin examinar el asunto,
para evitar que se perturbe a los hombres y que los delatores encuentren apoyo para sus
maldades.
Por consiguiente, si los habitantes de una provincia pueden sostener con firmeza y a las
claras esta demanda contra los cristianos, de tal modo que les sea posible responder ante
un tribunal, a este solo procedimiento habrán de atenerse, y no a meras peticiones y gritos.
Efectivamente, es mucho mejor que, si alguno quiere hacer una acusasión, tú mismo
examines el asunto.
Por lo tanto, si alguno los acusa y prueba que han cometido algún delito contra las leyes,
dictamina tú según la gravedad de la falta. Pero si -¡p or Hércules!—alguien presenta el
asunto por calumniar, decide acerca de esta atrocidad y cuida de castigarla adecuadamente
(Hist, eccl., IV, 9, 1-3; trad. A. Velasco-Delgado; cfr. Justino, I A pol., 68, 5-10).

Aunque algunas fuentes, incluso paganas (Historia Augusta), llegaron


a crear la imagen de Adriano como la de un emperador simpatizante de los
cristianos, hasta el punto de creer que tenía planeado dedicar templos sin
estatuas a Cristo, lo cierto es que su actitud continuó siendo la misma que la de
su predecesor. Prueba de ello sería, en efecto, este rescripto en el que se
reafirma la postura mantenida por Trajano respecto al cristianismo. No puede
ignorarse que el nuevo emperador aumentó las precauciones para proteger a los
acusados del odio irracional de las masas populares al decretar que los clamores
del vulgo no habrían de tenerse en cuenta, que sólo se admitirían acusaciones
individuales en las que se aportasen pruebas o que, en caso de que aquéllas
fuesen infundadas, se actuaría severamente contra los calumniadores. Pero los
cristianos continuarían siendo castigados en virtud de su culpabilidad por
delitos contra las leyes, es decir, que nada impediría seguir condenándolos por
ateísmo o deslealtad al emperador, delitos que estaban inseparablemente unidos
a la acusación per nomen christianum.

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Raúl González Salinero :
Las persecuciones contra los cristianos en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

d) La política de los últimos Antoninos: Antonino Pío, Marco Aurelio


y Cómodo

En el año 141 d. C. Antonino Pío. (138-161) promulgó un rescripto


dirigido al legado de la Lugdunense, Pacato, contra las sectas y las religiones
desconocidas, según el cual se establecían las penas de destierro para los
honestiores y muerte para los humiliores. Es probable que esta disposición
tuviese como objetivo acabar con los magos y astrólogos que circulaban con
gran profusión por todo el Imperio, pero no puede descartarse que perjudicara
igualmente a los cristianos.
En cualquier caso, según se desprende de las palabras del Pastor de
Hermas, texto que fue redactado en Roma durante el episcopado de Pío (entre
el 130 y el 140), parece que hubo cristianos que habían sido recientemente
denunciados a las autoridades y obligados por la fuerza a elegir entre la
confesión o el rechazo de la fe. El autor menciona a los que habrían de ser
bienaventurados por no haber negado a Cristo (vis., II, 2, 6; cfr. vis. III, 2, 1),
pero también a aquellos otros que fueron «apóstatas y traidores a la Iglesia, que
con sus pecados blasfemaron del Señor, y que, sobre todo, se avergonzaron del
nombre del Señor, que fue invocado sobre ellos» (simii., VIII, 6,4; cfr. vis., II,
2, 2). Ahora bien, Justino, llegado a Roma desde Palestina durante el reinado
del emperador Antonino Pío, proclamaba ufano que «nadie hay capaz de
intimidamos ni sometemos a servidumbre a los que por todo lo descubierto de
la tierra creemos en Jesús», añadiendo además que, a pesar de los padeci­
mientos a que eran sometidos los cristianos de su tiempo, no dejaban de mostrar
al mundo la fortaleza de su fe, ejemplo vivo que contribuía a aumentar el
número de los seguidores de Cristo:

Se nos decapita, se nos clava en cruces, se nos arroja a las fieras, a la cárcel, al fuego, y se nos
somete a toda clase de tormentos; pero a la vista de todos está que no apostatamos de nuestra
fe. Antes bien, cuanto mayores son nuestros sufrimientos, tanto más se multiplican los que
abrazan la fe y la piedad por el nombre de Jesús {Dial. Tryph., 110; trad. D. Ruiz Bueno).

A pesar de que la retórica apologética nunca estuvo libre de ciertas


deformaciones y de que la hipérbole constituía uno de sus rasgos literarios más
característicos, estos autores testimonian que, al menos en la capital del
Imperio, hubo casos reales de procesamiento de cristianos. Con todo, según
Melitón de Sardes, autor que escribió en época de Marco Aurelio una Apología
dirigida al emperador, las persecuciones se hicieron notar también en Oriente.
En este sentido, dicho autor asegura que Antonino Pío tuvo que proteger a los
cristianos contra la furia de las masas populares mediante un edicto dirigido a
las ciudades de Tesalónica, Larisa y Atenas (apud Eusebio, Hist, eccl., IV, 26,

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

10). Eusebio de Cesarea nos transmite una carta de este mismo emperador
dirigida al consejo de la provincia de Asia (donde, al parecer, se habían
producido graves manifestaciones contra los fieles de la nueva religión) en la
que se conminaba a respetar el procedimiento legal que las autoridades estaban
obligadas a observar con respecto a los cristianos (Hist, eccl, IV, 13, 1-7). Es
posible que esta carta correspondiese al edicto mencionado por Melitón, sin
embargo la mayor parte de los investigadores ha considerado que el texto
recogido por Eusebio en su Historia ecclesiastica era enteramente falso o que,
al menos, había sido considerablemente interpolado, por lo que habría perdido
todo su valor testimonial. En cualquier caso, de haber seguido la línea marcada
por el escrito que ha llegado hasta nosotros, dicho edicto no sería sino una
simple confirmación de las reglas promulgadas por Trajano y Adriano en sus
respectivos rescriptos (Maraval, 1992, p. 29).
La llegada al poder de Marco Aurelio (161-180) no supuso en un
principio (al menos durante la época de corregencia con L. Vero, entre el 161
y el 169) ningún cambio significativo respecto a la línea política seguida por su
predecesor. No obstante, es posible que en un segundo momento este
emperador emprendiera una política más intransigente, recrudeciéndose las
acciones persecutorias contra los cristianos. Según algunos autores, este
repentino cambio pudo deberse a la aversión personal que, por razones
desconocidas, había comenzado a sentir contra los seguidores de Cristo y que
le indujo a recuperar algunas leyes que habían prohibido la introducción de
nuevas religiones en el Imperio, e incluso a volver a dar fuerza legal al antiguo
senadoconsulto republicano contra las bacanales (por ejemplo, Allard, 1971,1,
pp. 407-408). Sin embargo, esta opinión no parece encontrar refrendo en sus
Meditaciones. Antes bien, su postura frente a los cristianos no excedió nunca
la simple emulación de la política desarrollada por sus inmediatos predecesores
y, aun así, parece que, de acuerdo con su permanente preocupación por la
tradición romana, antepuso a cualquier otra consideración la devoción debida
a la religión ancestral, independientemente de si esta férrea actitud iba o no en
detrimento del cristianismo. Tertuliano reconoce, incluso, que Marco Aurelio
no desplegó un comportamiento muy desfavorable a los cristianos, pues, si bien
no revocó las decisiones anteriormente tomadas contra ellos, trató al menos de
suavizar sus efectos con amenazas aún más duras para los falsos acusadores
(Apol., 5, 6).
Ahora bien, aunque no se impulsó desde Roma ninguna persecución
general contra los cristianos, las fuentes relatan la aparición durante el reinado
de Marco Aurelio de algunos procesos locales y condenas a muerte en lugares
dispersos como Esmima (165), Roma (c. 165), Pérgamo (176), Lyón y Vienne
(177), y varias ciudades del norte de Africa (180). Los cristianos informaron de

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Raúl González Salinero :
Las persecuciones contra los cristian os en el Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

tales sucesos a otras comunidades y así surgieron las Actas de los mártires, un
género literario cuyos rasgos más defmitorios llegaron a ser, con el tiempo y la
piadosa fantasía, la exageración y la leyenda.
La historiografía eclesiástica ha considerado indebidamente que, por sus
enormes consecuencias, los martirios de Lyón (afio 177) constituyeron la
«cuarta persecución contra el cristianismo» {vid. por ejemplo Llorca, 1964, p.
176). No hubo, en realidad, ninguna conexión con Roma que permita suponer
la existencia de un edicto general de persecución para todo el Imperio. Los
sucesos de Lyón respondieron a una agitación popular que no excedió en
ningún momento el ámbito local y cuya explicación podría encontrarse en los
prejuicios surgidos en la población pagana ante una confusa visión de las
diferentes tendencias que conformaban en esta época la comunidad cristiana del
valle del Ródano. Según ha puesto de relieve J. Monserrat Torrents (1992, p.
209), podríamos distinguir un núcleo de obediencia petro-paulina en comunión
con la principal comunidad de Roma; una corriente de gnosticismo valentiniano
compuesta por los llamados marcosianos, algunos de cuyos miembros se
entregaban a actos moralmente reprobables; y, finalmente, un incipiente grupo
de simpatizantes del profetismo carismático, muy cercanos (aunque sin
adscripción directa) al montañismo. Teniendo presentes estas diferentes
corrientes cristianas, el citado autor ha considerado como muy posible que la
infiltración a la opinión pública de los escándalos de los marcosianos o de la
desafiante actitud antipagana de los simpatizantes montañistas, hubiese
provocado un profundo malestar en la población pagana de la colonia de Lyón
que, a su vez, habría degenerado en episodios de xenofobia contra la secta de
los cristianos, los cuales formaban un grupo «compacto» a ojos de los paganos.
Por otro lado, las pruebas de que disponemos no permiten tampoco
hablar de una masacre de cristianos, ni en Lyón, ni en Vienne. A pesar de que
Eusebio de Cesarea asegura que hubo «millares de mártires» (Hist, eccl., V,
pról., 1), un examen crítico de los martirologios de la persecución gala bajo
Marco Aurelio permite totalizar, y aun de una forma no totalmente precisa,
cuarenta y ocho víctimas (Deschner, 1990, p. 160).
Es lógico pensar que en un principio no hubiese más que detenciones
motivadas probablemente por denuncias, como era habitual, pero que, debido
a la presión popular, se intensificaran rápidamente las acusaciones de crímenes
nefandos y el gobernador de la Gallia Lugdunensis decidiera actuar no sólo al
margen de las reglas establecidas por Trajano para solventar tales casos, sino
también de los principios del derecho penal romano. Para C. Moreschini (1973,
p. 9), tuvo que existir una legislación u orden directa de Marco Aurelio que
diera lugar a los cruentos acontecimientos de Lyón, pero lo cierto es que no
existen pruebas que apoyen tal suposición (vid. Jossa, 2000, p. 144). Puede

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación critica

afirmarse que este emperador mostró siempre un gran interés en que la


normativa imperial se cumpliera en todas las provincias, pero no disponemos
de ningún elemento seguro para afirmar que las autoridades provinciales fueran
en algún momento apremiadas por el poder central de Roma para atajar el
problema cristiano. Al menos, la consulta que el gobernador dirige a Marco
Aurelio sobre el castigo que debía imponer a los que poseyeran la ciudadanía
romana cuando ya había comenzado la persecución contra la comunidad
cristiana de Lyón, muestra a las claras el desconocimiento del emperador sobre
los sangrientos hechos acaecidos en aquella ciudad. En cualquier caso, la
respuesta de Roma no dejaba lugar a dudas sobre el procedimiento que el
gobernador debía seguir: entregar a la muerte a los adeptos del cristianismo
(señalando la decapitación para los que fueran ciudadanos romanos), salvo que
se produjera una clara renuncia a sus principios religiosos, circunstancia que
conllevaría el perdón y la libertad de los acusados (Eusebio, Hist. eccL, Y, 1,
47). Es decir, a excepción del modo de actuar respecto al supuesto de la
ciudadanía romana, Marco Aurelio siguió las mismas directrices marcadas por
Trajano en su rescripto a Plinio el Joven.
En palabras de N. Santos Yanguas (1998, p. 87), «Marco Aurelio, a
causa de sus principios filosóficos, e igualmente por razones de Estado, no era
partidario de la religión cristiana; sin embargo, si durante su reinado hubo
mártires, no sería como consecuencia de una persecución oficial y sistemática,
sino más bien como resultado de la simple aplicación del principio jurídico
establecido por Trajano y que venía funcionando ya desde los años finales del
reinado de dicho emperador».
Ciertas fuentes, entre ellas Eusebio de Cesarea (Hist, eccl., V, 21, 1),
presentan el reinado de Cómodo como un período de paz para los cristianos.
Algunos investigadores modernos sostienen, incluso, que existen suficientes
indicios como para hacernos pensar que las relaciones entre Iglesia y Estado
comenzaron a plantearse de forma abierta, si bien no oficial (Sordi, 1988, p. 77;
cfr. Baus, 1980, p. 256). A veces, también se ha concedido crédito a la
suposición de que en la misma corte de Cómodo se empezaron a introducir
elementos cristianos gracias a las influencias de Marcia, concubina del
emperador presumiblemente cristiana (Allard, 1971,1, p. 473; Llorca, 1964,p.
178). Sin embargo, la exigua información de que disponemos sobre este
particular no nos permite confirmar tal hipótesis con suficientes garantías de
verosimilitud. Antes bien, la constatación de esporádicas condenas a cristianos
en virtud del nomen christianum (caso, por ejemplo, del senador Apolonio, en
Roma) induciría a pensar que realmente no se produjo ninguna alteración
procesal (y menos aún jurídica) que afectase a los cristianos durante el reinado
del último representante de los antoninos.

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L as persecu cio n es contra los cristian os en el Im perio romano.
Una aproxim ación critica

e) La amplia tolerancia de los Severos

Con la llegada al poder de la dinastía de los Severos (193-235), muy abierta


a las influencias religiosas de Oriente y proclive a favorecer las tendencias
sincretistas de orientación monoteísta, se instaura en el Imperio romano una
tolerancia generalizada para los cristianos. Durante este largo período, la Iglesia
se dotará de una sólida estructura interna que, en el ámbito disciplinar, girará
definitivamente en tomo al episcopado monárquico. Aparecerá inmersa en un
profundo proceso de redefinición de la naturaleza y estructura de las
comunidades cristianas, ahora mucho más férreamente enraizadas en el tejido
social y cultural del Imperio. Como muy bien ha señalado G. Filoramo, «de la
religión “invisible”, privada de lugares de culto reconocidos como los templos
paganos y las sinagogas judías, el cristianismo se estaba, de hecho,
transformando en una religión “visible”, dotada no sólo de edificios propios
para el culto, de formas seguras de iniciación y de control de la vida moral de
sus adheridos, sino también de una sólida organización y de estructuras
comunitarias en condiciones de hacer frente tanto a las dificultades que
incumbían al Imperio, como al desafío, que permanecía vivo y vital, del variado
mundo religioso pagano» (en Filoramo y Menozzi, 2001, p. 209). Por otro lado,
los activos contactos entre los dirigentes de las grandes comunidades de
tendencia petro-paulina consiguieron marginar a los grupos minoritarios de
signo profético, apocalíptico y misteriológico; y no cabe duda de que la amplia
aceptación de un único canon de las Escrituras favoreció considerablemente la
consolidación de la ortodoxia cristiana.
De ser cierto que en el año 202 Septimio Severo (195-211) promulgó un
edicto contra el proselitismo tanto de judíos como de cristianos, habría que
presuponer que estos últimos se habrían visto especialmente afectados, sin duda
de forma negativa, pues sólo por medio de la misión evangélica podían
aumentar significativamente sus filas. Resulta, en efecto, muy sospechoso que
la única fuente documental que recoge la noticia de este edicto sea precisamente
la Historia Augusta, una obra colectiva de fecha tardía que no siempre contiene
información histórica fiable. Además, apenas podemos conocer las circunstan­
cias, y menos aún las razones, que motivaron esta decisión imperial con una
referencia a la misma tan escueta:

Durante su viaje, dio muchas leyes a los palestinos. Prohibió bajo severas penas hacerse judío.
Respecto al cristianismo, estableció una prohibición semejante (Sev., 17, 1; trad. V. Picón
García).

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L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
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Tampoco habría que desestimar del todo las razones por las que Κ. H.
Schwarte dudó de que el citado edicto fuese auténtico; y es que si los cristianos
se encontraban realmente en la misma situación que los judíos y únicamente su
conversión era juzgada como ilegal, la condición de cristiano de nacimiento no
sería considerada fuera de la ley y, como consecuencia de ello, la profesión
cristiana en sí misma no habría supuesto ningún crimen legal, extremo éste que,
según los procesos judiciales de la época, dista mucho de corresponder con la
realidad (Schwarte, 1963), a menos que admitamos como posibilidad que dicha
medida sólo tuvo aplicación efectiva en Palestina.
Aun así, de aceptar este último supuesto, no parece que dicho edicto
conllevara ningún inconveniente adicional que dificultara especialmente la vida
religiosa de las comunidades cristianas. Si se produjeron ciertos episodios
violentos que dieron lugar a algunos martirios, como el de Perpetua y Felicidad
en Cartago (acaecido en el año 203), fue debido exclusivamente a la iniciativa
aislada de gobernadores provinciales que aplicaron la legislación contra las
asociaciones ilegales o que no consintieron la pasividad cristiana en los
diferentes eventos religiosos que requerían la adhesión incondicional del pueblo
(celebraciones victoriosas, decennalia, ludi saeculares) y, en ningún caso, a
persecuciones programadas desde la corte imperial. Las obras de Tertuliano,
compuestas a partir del 197, constituyen, en este sentido, una fuente de
información inestimable (Daguet-Gagey, 2001).
Por otro lado, no cabe duda de que, con emperadores como Heliogábalo
(218-222) o Alejandro Severo (222-235), la seguridad y tranquilidad para los
cristianos aumentaron considerablemente. Es posible que, como ya se ha
apuntado, este ambiente de tolerancia fuese inducido por la sorprendente
aparición de un nuevo clima religioso caracterizado por la creciente apertura del
Imperio hacia las religiones mistéricas y orientales. Las tendencias sincretistas
que impregnaron el mundo religioso pagano y, especialmente, las corrientes
religiosas próximas al monoteísmo, favorecidas en particular por el conocido
monoteísmo solar de Heliogábalo, beneficiarían considerablemente al
cristianismo. De hecho, no habría que descartar que, a la muerte de Alejandro
Severo, algunos adeptos de la «nueva religión» hubiesen logrado introducirse
en el ordo equester y que, incluso, hubiesen gozado de la oportunidad de
ocupar altos cargos en la administración imperial. Según la Historia Augusta
(Alex. Sev., 29, 3), la tolerancia que este emperador desplegó hacia judíos y
cristianos fue tan amplia, y la visible presencia de éstos en la sociedad tan
evidente para los adeptos de los demás cultos oficiales del Imperio romano, que
en el larario privado del palacio imperial se había reservado un lugar para el
culto a Cristo junto a Abraham, Orfeo y Apolonio de Tiana; e incluso se
aseguraba que el propio Alejandro Severo llegó a concebir la idea de levantar

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L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

un templo dedicado a Cristo y hasta de admitirlo entre los dioses romanos.


Aunque no siempre es posible conceder crédito a las noticias procedentes de
esta fuente histórica de finales del siglo IV, lo cierto es que no sería extraño que
el emperador hubiese recibido esta proclividad al cristianismo de su propia
madre, Julia Mamea, quien había contado durante un tiempo con la presencia
en su palacio de Antioquía del erudito cristiano Orígenes para que la
aleccionara sobre los preceptos de la religión cristiana (Eusebio, Hist, eccl., VI,
21, 3-4).

j) Maximino Tracio y Julio Filipo el Arabe

Una vez asesinado su predecesor por sus propios soldados en el año 235,
Maximino Tracio (235-238), iletrado y brutal, fue elevado al poder imperial por
el ejército, como ya sería costumbre a lo largo de todo el siglo III. Debido, al
parecer, a su profundo resentimiento contra la casa de Alejandro Severo,
integrada en buena medida por cristianos, impulsó una política contraria al
cristianismo. Herodiano (VII, 1,3-4) cuenta, en este sentido, que Maximino no
tardó en eliminar «sin dilación» a todos los amigos de Alejandro, tanto
senadores como sirvientes, y la Historia Augusta no aporta noticias muy
diferentes sobre el particular:

Además, mató de maneras diferentes a todos los ministros de Alejandro y abolió las
disposiciones que éste había tomado. Y a medida que concebía sospechas hacia los amigos y
colaboradores de Alejandro se volvía más cruel (Max., 9, 7-8; trad. A. Cascón Dorado).

La afirmación de Eusebio de Cesarea (Hist, eccl., VI, 28) de que


Maximino habría ordenado acabar con la vida de los «jefes de las iglesias»
(obispos, sacerdotes y diáconos), entra en contradicción con el testimonio de
un obispo contemporáneo, Firmiano, quien atribuye un carácter exclusivamente
local a las acciones persecutorias que en estos momentos se desataron
particularmente en Capadocia (Cipriano, Epist., 75, 10), razón por la que la
historiografía moderna no concede crédito alguno a aquellas palabras de
Eusebio (Moreau, 1977, p. 86). Así pues, las supuestas medidas puntuales que
Maximino tomó contra los cristianos no pueden considerarse como una
verdadera persecución, sino como una simple depuración (aunque de alcance
muy limitado) de todos aquellos que se habían movido en la órbita política de
su predecesor. Ni siquiera existen pruebas de que llegara a promulgar ningún
edicto contra la Iglesia, y los brotes de violencia que, de forma aislada,
surgieron en algunos lugares del Imperio no obedeceron a instrucciones

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Una aproxim ación critica

concretas de Roma, sino a la iniciativa de gobernadores que aplicaban las


normas jurídicas heredadas de anteriores emperadores.
En todo caso, no es probable que estos impulsos agresivos de carácter
esporádico durasen mucho tiempo, pues Gordiano III (238-244) restablecería
inmediatamente y, al parecer, de forma efectiva, la antigua tolerancia severiana,
continuada, a su vez, por Julio Filipo el Árabe (244-249), a quien una tradición
cristiana no sólo ha considerado como el primer emperador cristiano, sino
también el primero en someterse a la autoridad religiosa de un obispo (en este
caso Dionisio de Alejandría):

De él cuenta una tradición que, como era cristiano, quiso tomar parte con la muchedumbre en
las oraciones que se hacían en la Iglesia el día de la última 'vigilia de la Pascua, pero el que
presidía en aquella ocasión no le permitió entrar sin haber hecho antes la confesión y haberse
inscrito con los que se clasificaba com o pecadores y ocupaban el lugar de la penitencia, porque,
si no hacía esto, nunca lo recibiría de otra manera, a causa de los m uchos cargos que se le
hacían. Y se dice que al menos obedeció con buen ánimo y demostró con obras la sinceridad
y piedad de sus disposiciones respecto del temor de D ios (Eusebio, Hist, eccl., VI, 34; trad. A.
Velasco-Delgado).

Es posible que, como ha señalado algún autor, el casi absoluto silencio


posterior de la Iglesia respecto a la supuesta conversión cristiana de este
emperador, se hubiese debido a determinadas circunstancias políticas que
desaconsejaban seguir manteniendo en el recuerdo semejante conjetura. «Quizá
-apunta R. Teja (2003, p. 302)- el hecho de que la existencia de un emperador
cristiano antes de Constantino quitaba protagonismo a la conversión de éste
determinó que la condición de cristiano de Filipo el Árabe fuese casi totalmente
olvidada en la tradición cristiana posterior». Ahora bien, existen sobradas
razones para considerar que dicho silencio no fue sino el reflejo de la falta de
evidencias históricas que confirmasen una circunstancia tan sorprendente. Es
cierto que, durante su pacífico mandato, la Iglesia fortaleció de forma muy
apreciable su posición económica y su organización interna, pero existen
suficientes indicios como para dudar, de nuevo, de la imagen que Eusebio de
Cesarea desea transmitir de este emperador. Según la mayoría de los
investigadores, sería muy improbable que se hubiese declarado públicamente
adepto del cristianismo, teniendo presente el hecho de que Filipo el Árabe llegó
a divinizar a su padre y a celebrar en Roma los juegos seculares con todos los
fastos de la tradición religiosa romana, a lo que habría que añadir que nunca
dejó de usar símbolos paganos en sus monedas ni renunció jamás al título de
Pontifex Maximus. Y, en cambio, sería comprensible que, ante las muestras de
cordialidad que este emperador ofreció a los cristianos, éstos (Eusebio entre
ellos) viesen en él a un firme partidario o incluso a un converso convencido, de

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Una aproxim ación crítica

la misma forma que vieron en su sucesor, Decio, a un tyranus ferociens o a un


execrabile animal (Pohlsander, 1980, p. 473).

3.3. L a s p e r s e c u c io n e s generales

a) La persecución de Decio

Decio (249-251) fue el gran restaurador del paganismo del siglo III. En una
inscripción encontrada en Cosa (EA, 1973, n° 235), se asigna a este emperador
el significativo epíteto de restitutor sacrorum, recuperado después únicamente
por Juliano a mediados del siglo IV. Al igual que sucedió con el resto de
emperadores que alcanzaron el poder sin una prueba segura de legitimación,
Decio acudió a la defensa de los valores de la tradición religiosa romana para
conseguir de ese modo el apoyo incondicional de la opinión pública y asentar
sobre una base inamovible un dominio político efímero que se fundamentaba,
en realidad, en la mera usurpación militar.
Las primeras medidas contra los cristianos fueron tomadas por Decio a
su llegada a la capital en el otoño del 249. La animadversión popular, siempre
latente y largamente refrenada por el poder imperial, pudo finalmente
manifestarse en espontáneas reacciones violentas que se hicieron sentir de
manera especial en aquellas ciudades en las que la comunidad cristiana era
especialmente numerosa. De hecho, según Orígenes, las protestas de los
paganos contra el gobierno de Filipo el Arabe, que había impedido la
persecución de cristianos en todo el Imperio, habían sido muy frecuentes
(Contr. Cel., III, 15). No es de extrañar, por tanto, que Dionisio de Alejandría
mencionara la preocupación de su comunidad ante el final del reinado de este
emperador «demasiado benévolo connosotros» (apudEusebio, Hist., eccl., VI,
41, 9). Así pues, incitados por los tumultos populares que exigían medidas
mucho más drásticas de las que se habían tomado hasta entonces, los
gobernadores provinciales se vieron pronto impelidos a actuar con energía
contra los adeptos de la religión cristiana y, tal como temían los fieles cristianos
de la capital egipcia, comenzaron a realizar detenciones y a decretar destierros.
No hay duda de que, en este sentido, el adversario de Filipo el Arabe y de su
política religiosa sabía de antemano que, apenas reconocido por el Senado
como el legítimo emperador de Roma, podría contar con una parte considerable
de la opinión pública para instaurar de nuevo la antigua religión romana y
eliminar cualquier elemento perturbador que fuese ajeno a la misma.
El tres de enero del año 250 el nuevo emperador decidió cumplir en el
Capitolio con el tradicional sacrificio anual a Júpiter, ordenando además que

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siguiesen dicho ejemplo todas la ciudades del Imperio. Lo que durante tanto
tiempo había constituido un rutinario acto formal sin apenas consecuencias
políticas visibles, se convirtió así en una prueba simbólica e incondicional de
adhesión al Estado y a sus divinidades protectoras. Según el edicto publicado
por Decio, todos los habitantes del Imperio (salvo, al parecer, los judíos
amparados por sus antiguos privilegios), estarían obligados a realizar sacrificios
y a rendir culto a los dioses, razón por la que M. Sordi (1988, p. 102)
consideraba que, con esta medida, el emperador estaba, en la práctica, acusando
de impiedad (si no abiertamente, sí al menos de forma implícita) a todos los
ciudadanos del Imperio. En realidad, se trataba de una prescripción que, para
mayor eficacia y sin perjuicio alguno de los que nunca habían abandonado el
paganismo, fue impuesta simplemente por procedimientos censales. Sólo
quienes sacrificaban, derramaban una libación y participaban de la carne de las
víctimas inmoladas, tenían derecho a recibir un libellus o certificado de
sacrificio por medio del cual demostraban haber cumplido plenamente con el
mandato imperial. Hasta el momento, las arenas del desierto de Egipto han
preservado cerca de cincuenta libelli papiráceos (el primero fue descubierto en
El Fayum en el año 1893), prueba fehaciente de que el citado decreto fue
aplicado rigurosamente en todos los lugares del Imperio y a todos sus
ciudadanos. Además, a juzgar por el arresto de Fabiano, obispo de Roma, el
veinte de enero de ese mismo año, por haberse negado a obedecer la orden,
parece que ésta se llevó a la práctica de forma inmediata. Al poco tiempo,
correrían el mismo destino otros obispos como Babilas de Antioquía o
Alejandro de Jerusalén, quien terminaría por morir en prisión. Solamente
quienes huyeron, como Dionisio de Alejandría o Cipriano de Cartago, pudieron
evitar la cárcel y la muerte. No hay duda de que, según las fuentes cristianas
que nos informan del amargo destino de éstos y otros obispos relevantes, dicho
decreto demostró tener una gran eficacia, golpeando con fuerza a la jerarquía
eclesiástica y provocando serios problemas en el seno de las comunidades
cristianas, ya que el pánico ante una muerte terrible desencadenó desde el
principio un número enorme de apostasias. Cipriano describe la dramática
situación vivida en Cartago en los siguientes términos:

Mas, ¡oh maldad!, a muchos se les olvidaron todas estas verdades. N i esperaron siquiera a ser
arrestados para subir al templo, a ser interrogados para negar a Cristo. Muchos quedaron ya
derrotados antes de la batalla; derribados por tierra sin combate, no les quedó ni el recurso de
que, si sacrificaban a los ídolos, se viera lo hacían contra su voluntad. Corrieron de grado al
tribunal, se apresuraron a su perdición, cual si hubieran estado deseando esto ya de tiempo
atrás, como si hubieran aprovechado la ocasión que se les ofrecía y hubieran estado
esperándola, gustosos. Cuántos dejaron entonces los magistrados para otro día por la urgencia
del tiempo y cuántos de éstos hasta rogaron que no les dilataran su perdición [...] ¿Es que acaso

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Raúl González Salinero :
Las persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

cuando llegaron de propia voluntad al Capitolio, cuando acudieron a ofrecer el horrible


sacrificio, vacilaron en dar los pasos, se les oscureció el semblante, se les removieron las
entrañas, se les cayeron los brazos, se les embotaron los sentidos y se les trabó la lengua y
faltóles el habla? {De laps., 8; trad. J. Campos).
)

Y Dionisio no se aleja mucho de esta realidad narrada por el obispo africano


al describir, por su parte, los difíciles momentos por los que pasó la comunidad
alejandrina:

Lo cierto es que todos estaban aterrados, y muchos de los más conspicuos, unos comparecían
en seguida, muertos de miedo; otros, con cargos públicos, se veían llevados por sus propias
funciones, y otros eran arrastrados por los amigos. Llamados por su nombre, se acercaban a los
impuros y profanos sacrificios, pálidos unos y temblorosos, com o si no fueran a sacrificar, sino
a ser ellos mismos sacrificados y víctimas para los ídolos, tanto que el numeroso público que
les rodeaba se mofaba de ellos, pues era evidente que para todo resultaban unos cobardes, para
morir y para sacrificar; algunos otros, en cambio, corrían más resueltos a los altares y llevaban
su audacia hasta sostener que jamás anteriormente habían sido cristianos. A ellos se refiere la
muy verdadera predicación del Señor: que difícilmente se salvarán. D e los restantes, unos
seguían a uno u otro de estos dos grupos mencionados, y los demás huían. En cuanto a los que
fueron prendidos, los unos, tras haber llegado hasta las cadenas y la cárcel -algunos incluso
estuvieron encerrados varios días-, luego renegaron, aun antes de llegar al tribunal, y los otros,
después de mantenerse firmes algún tiempo en los tormentos, se negaron a seguir adelante
(a p u d Eusebio de Cesarea, Hist, eccl., VI, 41, 11-13; trad. A. Velasco-Delgado).

Ahora bien, a partir del momento en que fue publicado el decreto de


Decio, además de los mártires y de los apóstatas o thuriflcati (aquellos que
llegaron a quemar incienso ante la imagen del emperador), comenzaron a
aparecer nuevos grupos de fíeles dentro de la Iglesia que se valieron de todo
tipo de subterfugios para salvar las exigencias del edicto imperial: por un lado,
surgieron aquellos que Cipriano llamaba stantes o consistentes por no haberse
presentado cuando fueron convocados para realizar públicamente los sacrificios
en honor de los dioses, aun a riesgo de un severo castigo (que a veces caía en
el olvido); y, por otro lado, aquellos otros que lograron sobornar a los
funcionarios para evitar el sacrificio y obtener así sus libelli (llamados
libellatici). Todos estos ocasionaron en la Iglesia un grave problema disciplinar.
En Occidente, por ejemplo, los libellatici eran considerados casi como
apóstatas, aunque su pecado tuviera menos gravedad que el de los que
consintieron en sacrificar a los dioses; en Oriente, por el contrario, no se
consideraba ninguna falta contra la Iglesia haber sido libellaticus, ya que se
pensaba que quienes habían comprado los libelli para librarse de los sacrificios
demostraban que, ante circunstancias de máxima gravedad, no habían vacilado
en desprenderse de cualquier riqueza para salvar sus almas.

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Raúl González Salinero :
L as persecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación critica

Las Actas de los Mártires a veces dejan translucir también la desestabili­


zación disciplinaria en el interior de la Iglesia a la que dio lugar la dramática
situación provocada por la persecución de Decio. Por ejemplo, el Martirio de
Pionio refleja de manera implícita las disensiones que, respecto al sacrificio por
la fe, enfrentaban a diferentes tendencias dentro de una misma comunidad. En
este sentido, es muy ilustrativo que el relato del martirio se abra con las
siguientes palabras:

Que convenga relatar y se deban recordar los merecimientos de los santos, cosa es que manda
el Apóstol, por saber que por la memoria de los hechos gloriosos crece la llama en el pecho de
los egregios varones, de aquellos señaladamente que se esfuerzan por imitar tales ejemplos y
con noble emulación contienden con los hombres pasados. D e ahí que no deba callarse la
pasión del mártir Pionio, pues mientras él vio la luz disipó en muchos hermanos la ignorancia
y el error, y luego, coronado del martirio, a los mismos a quienes infundió vivo su doctrina les
mostró en su muerte un ejemplo {Mart. Pion., I; trad. D. Ruiz Bueno).

Sin olvidar que las Actas de los Mártires fueron redactadas desde una
perspectiva ortodoxa en defensa de la teología triunfal del martirio, resulta
extraordinariamente significativo que la defección del propio obispo de
Esmima, quien había cedido por cobardía al sacrificio pagano (Mart. Pion. XV,
2) y que sin duda alguna se encontraba entre aquellos hermanos dominados por
la «ignorancia y el error», no hiciese a Pionio desistir de su heroica
determinación (Mart. Pion., VIII, 3-4).
Con todo, las víctimas de la persecución de Decio no fueron muchas. De
hecho, la finalidad del edicto no era provocar martirios sino apostasias y, en
este sentido, es indudable que pocos cristianos (entre ellos obispos y diáconos)
se resistieron a la claudicación. Resulta difícil admitir que, como a menudo se
ha señalado, el citado decreto no llegara a alcanzar su objetivo último por
haberse atenido exclusivamente al viejo principio jurídico según el cual el
«delito de cristianismo» sólo era una falta individual de carácter religioso, en
lugar de haber contemplado como posibilidad oficialmente punible su realidad
comunitaria (Sordi, 1988, p. 105). Como veremos, Valeriano y Diocleciano
intentaron atacar infructuosamente a la Iglesia por ese flanco. Lo cierto es que
la pronta desaparición de Decio fue determinante para que la persecución no se
prolongara hasta ver cumplidos plenamente sus objetivos. Aun así, sus efectos
en la Iglesia fueron devastadores hasta el punto de haber provocado incisivas
divisiones internas, «algunas de las cuales dieron lugar a cismas, como el de
Novaciano en Roma, que se prolongarán durante siglos» (Teja, 2003, p. 310).
De hecho, el edicto de este emperador precipitó un inquietante contraste, cada
vez más pronunciado, entre el grupo mayoritario de lapsi y libellatici y el de
aquellos que estuvieron dispuestos a permanecer firmes en la fe aun a riesgo de

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Raúl González Salinero :
Las persecu cion es contra los cristianos en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

perder la vida. Ahora bien, esta dislocación en el seno de las comunidades


cristianas podría encontrar una explicación plausible en las profundas
transformaciones que la Iglesia había conocido en la primera mitad del siglo III.
Según G. Filoramo (en Filoramo y Menozzi, 2001, p. 248), «la influencia de los
nuevos conversos había creado una creciente fosa entre el pueblo de creyentes,
cuyas convicciones demostraban no ser totalmente sólidas ante la prueba del
martirio y los que, herederos de la tradición de los confesores y mártires,
prefirieron (como Pionio), una muerte atroz, antes que traicionar su propia fe».
Cipriano mismo denuncia, en este sentido, la alarmante relajación en las
virtudes cristianas que observaba con indignación no sólo en los fieles sino
también en los ministros de la Iglesia, atribuyendo, desde una perspectiva
claramente providencialista, a esta degradación moral la responsabilidad última
de la persecución:

Cada uno buscaba engrosar su hacienda y, olvidándose de la pobreza que practicaban los fieles
en tiempo de los apóstoles y que siempre debieran seguir, no tenían otra ansiedad que la de
acumular bienes con una codicia abrasadora e insaciable. N o se veía en los sacerdotes el celo
por la religión ni una fe íntegra en los ministros del santuario; no había obras de misericordia
ni disciplina en las costumbres [...] Muchos obispos, que deben ser un estímulo y ejemplo para
los demás, despreciando su sagrado ministerio, se empleaban en el manejo de bienes mundanos,
y abandonando su cátedra y su ciudad recorrían por las provincias extranjeras los mercados a
caza de negocios lucrativos, buscando amontonar dinero en abundancia, mientras pasaban
necesidad los hermanos en la Iglesia [...] Qué castigo no íbamos a merecer por tales
iniquidades, puesto que ya tiempo ha había advertido la justicia divina con estas palabras: Si
abandonaren mi ley y no siguieren mis juicios, s i profanaren m is precep to s y no observaren
mis mandamientos, castigaré con la vara sus m aldades y con el azote sus delitos [Sal 88, 31-
33] (De apost., 6; trad. J. Campos).

b) La persecución de Valeriano

A pesar de la muerte de Decio en la guerra contra los godos, no parece que


cesara inmediatamente la presión contra los cristianos. Aunque la intensidad
persecutoria se había reducido considerablemente, durante el reinado de su
sucesor, Trebonio Galo (251 -253), se registraron todavía episodios de violencia
que tuvieron como escenario principalmente la capital del Imperio. Gracias a
la carta que Cipriano dirigió a Lucio (Epist.,61), sucesor de Cornelio en la sede
episcopal de Roma tras la muerte de éste en la pasada persecución, conocemos
algunos detalles de acciones esporádicas contra ciertos miembros de la Iglesia
romana. Por su parte, Dionisio de Alejandría asegura que el nuevo emperador
en persona aprobó algunas medidas encaminadas a conducir al destierro a los
«santos varones que ante Dios intercedían por su paz y por su salud» (apud

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L as persecu cio n es contra los cristianos en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

Eusebio, Hist, eccl., VII, 1). Los efectos de dichas medidas fueron, no obstante,
muy exiguos.
Habrá que esperar hasta el reinado de Valeriano (253-260) y, en concreto
al año 257, para asistir a una reanudación de las persecuciones generales en
todo el Imperio. Influido, según parece, por su consejero Macrino, en ese año
dejó atrás la disposición favorable al cristianismo que había demostrado tener
durante sus primeros años de reinado. En comparación con sus precedentes, las
medidas de Valeriano presentan un carácter innovador. Sus pretensiones fueron
mucho más selectivas, pues apuntaban directamente contra la jerarquía
eclesiástica y, especialmente, contra las más destacadas e influyentes figuras
cristianas dentro de la sociedad. De ahí que en su primer edicto obligase a
sacrificar a los dioses solamente al clero cristiano y prohibiese, bajo pena de
muerte, la celebración de cultos. Pero además, ordenó mediante el mismo
decreto, el cierre de todas las iglesias, así como la confiscación de los
cementerios y demás lugares de reunión.
Al año siguiente, se hizo público un segundo edicto por el que, según nos
informa Cipriano, se endurecían las penas y se ampliaba su radio de acción con
el fin de alcanzar también a todos aquellos sospechosos que gozasen de un alto
rango social. Ahora no sólo serían condenados a muerte los dignatarios
eclesiásticos (obispos, presbíteros y diáconos) que rehusasen sacrificar a los
dioses, sino también los cristianos pertenecientes a los órdenes ecuestre y
senatorial. Los funcionarios imperiales serían, asimismo, reducidos a la
esclavitud y condenados de por vida a trabajos forzados. Así se expresaba el
obispo de Cartago:

Lo verdadero es lo siguiente: Que Valeriano dio un rescripto al Senado, ordenando que los
obispos y presbíteros y diáconos fueran ejecutados al instante, que los senadores y hombres
de altas funciones y los caballeros romanos deben ser despojados de sus bienes, además de
la dignidad, y, si perseveraren en su cristianismo, después de despojados de todo, sean
decapitados; las matronas, por su parte, perderán sus bienes y serán relegadas al destierro;
a los cesarianos, cualesquiera que hubieren confesado antes o confesaren al presente, les
serán confiscados los bienes y serán encarcelados y enviados a las posesiones del
emperador, levantando acta de ellos (E pist., 80, 1; trad. J. Campos).

No hay duda de que por medio de estas medidas el emperador trató de


incautarse propiedades y bienes no sólo de la Iglesia sino también de aquellos
nuevos cristianos pertenecientes a las clases más acomodadas de la sociedad
romana. En palabras de R. Teja (2003, p. 310), «los motivos de orden
financiero y económico que subyacían en la persecución, en un momento de
crisis económica del Estado, se ponen de manifiesto en el hecho de que a los
senadores y funcionarios de la corte que hubiesen accedido a ofrecer sacrificios

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Raúl González Salinero :
L as persecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

no les eran restituidos sus bienes embargados por el fisco». Era, en efecto, la
primera vez que la apostasia no era suficiente motivo para anular la pena.
Pero además, al intentar golpear duramente a la jerarquía eclesiástica,
tratando así de privar a la Iglesia de sus dirigentes y, por tanto, de su estructura
de poder, los dos edictos de Valeriano demostraban que las autoridades
imperiales habían asumido, también por primera vez, la importancia social
adquirida por el cristianismo dentro del Imperio y, al mismo tiempo, reconocían
la existencia de una fuerte organización colectiva e institucional que era
necesario desmembrar, comenzando con el descabezamiento de sus más altos
dignatarios y valedores. Aunque las víctimas de esta persecución (entre ellas
Cipriano, el conocido obispo de Cartago), fueron más numerosas que las de la
anterior, al igual que sucedió con Decio, los edictos de Valeriano tuvieron tan
corta vigencia que apenas contaron con margen temporal suficiente como para
cumplir tan ambiciosos objetivos. En efecto, apenas comenzado su reinado en
solitario, su hijo Galieno (260-268) derogó las disposiciones de Valeriano
contra los cristianos y, en consecuencia, restituyó a los obispos las propiedades
eclesiásticas confiscadas:

Pero no mucho después, mientras Valeriano sufría la esclavitud entre los bárbaros, empezó a
reinar solo su hijo y gobernó con mayor sensatez. Inmediatamente puso fin, mediante edictos,
a la persecución contra nosotros, y ordenó por un rescripto a los que presidían la palabra que
libremente ejercieran sus funciones acostumbradas. El rescripto rezaba así: «El emperador
César Publio Licinio Galieno Pío Félix Augusto, a D ionisio, Pina, Demetrio y a demás obispos:
He mandado que el beneficio de mi don se extienda por todo el mundo, con el fin de que se
evacúe los lugares sagrados y por ello también podáis disfrutar de la regla contenida en mi
rescripto, de manera que nadie pueda molestaros. Y aquello que podáis recuperar, en la medida
de lo posible, hace ya tiempo que lo he concedido. Por lo cual, Aurelio Cirinio, que está al
frente de los asuntos supremos, mantendrá cuidadosamente la regla dada por mí» (Eusebio,
Hist., eccl., VII, 13; trad. A. Velasco-Delgado).

Aunque algunos autores se muestran reacios a admitir que, por medio del
citado rescripto, el cristianismo fuese reconocido oficialmente como licita
religio (S. Pezzella, 1965), lo cierto es que, en la práctica, se había abierto un
inesperado conducto legal a partir del cual los cristianos podrían gozar de plena
libertad de culto. W. H. C. Frend (1965, pp. 440-467) sostuvo incluso que, sin
la inauguración de esta nueva época, no habría sido posible el definitivo triunfo
de la Iglesia, cuyos primeros momentos de gestación han de situarse en el largo
período de tranquilidad que vivió esta institución desde el reinado de Galieno
hasta la persecución de Diocleciano (260-303). Eusebio de Cesarea no podría
haber descrito mejor la prosperidad que acompañaba entonces a la Iglesia:

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Una aproxim ación critica

¡Era de ver también de qué favor todos los procuradores y gobernadores juzgaban dignos a los
dirigentes de cada iglesia! ¿Y quién podría describir aquellas concentraciones de miles de
hombres y aquellas muchedumbres de las reuniones de cada ciudad, lo mismo que las célebres
concurrencias en los oratorios? Por causa de éstos precisamente, no contentos ya en modo
alguno con los antiguos edificios, levantaron desde los cimientos iglesias de gran amplitud por
todas las ciudades (Hist, eccl., VIII, 1, 5; trad. A. Velasco-Delgado).

Y es que -afirma Eusebio a continuación-, después de tantos sufrimientos,


los cristianos se habían hecho, por fin, merecedores de la protección divina:

Esto con el tiempo iba avanzando y cobrando cada día mayor acrecentamiento y grandeza, sin
que envidia alguna lo impidiera y sin que un mal demonio fuera capaz de hacerlo malograr ni
obstaculizarlo con conjuros de hombres, en tanto que la celestial mano de D ios protegía y
custodiaba a su propio pueblo porque en realidad lo merecía (Hist, eccl., VIII, 1, 6; trad A.
Velasco-D elgado).

En efecto, de acuerdo con la información que aportan las fuentes


literarias y con los abundantes datos arqueológicos de que disponemos,
podemos constatar que la expansión geográfica del cristianismo a finales del
siglo III fue, aunque desigual, ciertamente espectacular. De forma detallada, J.
Montserrat Torrents (1992, p. 247) apunta que en las vísperas de la Gran
Persecución «la máxima densidad cristiana se encontraba en Asia Menor,
Macedonia y Grecia, en Oriente, y en el norte de África, en Occidente. En Asia
Menor había pequeñas ciudades íntegramente cristianas, incluidos los
magistrados. Roma, Alejandría (no el resto de Egipto) y Siria, con Antioquía
a la cabeza, detentaban nutridas comunidades. El resto e Italia, Galia e Hispania
registraban grupos más pequeños».

c) La Gran Persecución

Ante la progresiva gravedad de los problemas políticos, militares y


económicos que afectaban al Imperio, Diocleciano (285-305) decidió
emprender una profunda regeneración de las estructuras del Estado con la
instauración de un nuevo régimen político: la tetrarquía. A partir de entonces,
el Imperio sería regido por cuatro soberanos (dos de rango superior, los
Augustos, y dos de rango inferior, los Césares) que compartirían el mando, dos
en Oriente y otros dos en Occidente. Para afianzar el poder imperial,
Diocleciano (que, no obstante, se había reservado la supremacía entre sus
colegas) ideó una teología política con la que reforzar el carácter divino de los
nuevos emperadores e instaurar un absolutismo teocrático que rompiera con la
vieja tradición asentada en el título augusteo de Princeps (el primero entre

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Raúl González Salinero :
Las persecuciones contra los cristianos en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

iguales) como principio legitimador del poder imperial. El complejo sistema


político creado por Diocleciano se asentaría en el modelo de las monarquías
orientales: todo lo relacionado con la persona del emperador (dominus et deus
noster), así como con las instituciones y ceremonias de la corte, tendría carácter
sagrado. En este sentido, Diocleciano adoptó en el 287 el título de Iovius,
descendiente de Júpiter, atribuyendo a su compañero el de Herculius (de la
estirpe de Hércules). A su vez, los dos Césares nombrados en el 293 (Galerio
y Constancio Cloro) serían investidos con el nombre de sus respectivos
Augustos a fin de configurar dos líneas dinásticas de ascendencia divina.
Ninguno de los soberanos eligió Roma como capital, ya que la sede de
Diocleciano fue Nicomedia y Milán la del otro Augusto, Maximiano.
Aunque es indudable que los valores de la religión tradicional romana
ocupaban un lugar destacado en la ideología que sustentaba este nuevo régimen
político, parece que, no obstante, los cristianos no se vieron afectados en sus
prácticas religiosas hasta los últimos años del reinado de Diocleciano.
Ciertamente, ya con anterioridad a la persecución general que sobrevino en el
año 303, puede constatarse la existencia de algunas medidas contra los
cristianos que servían en el ejército y contra aquellos otros que ocupaban altos
cargos en la corte imperial, pero apenas tuvieron repercusiones negativas en el
seno de las comunidades cristianas. Ahora bien, los motivos por los que en
aquel año se decidió desencadenar una nueva oleada de persecuciones contra
el cristianismo permanecen todavía en la oscuridad. Realmente, varios factores
pudieron haber favorecido una decisión tan drástica, pero no existe certeza de
que alguno de ellos prevaleciera sobre los demás. Se ha apuntado que, en un
momento determinado, pudieron haber adquirido gran relevancia las tensiones
personales surgidas en la corte, donde la mujer y la hija del propio Diocleciano
llegaron a ser sospechosas de haber favorecido conscientemente al cristianismo.
También se ha señalado que la decisiva victoria de Galerio en el 297 sobre los
persas permitió centrar la atención en cuestiones de política interna y afrontar
con mayores garantías el problema de la religión cristiana. Finalmente, se ha
acudido a explicaciones de carácter exclusivamente ideológico, como la
creciente necesidad, cada vez más acuciante, de emprender una política de
erradicación del cristianismo para un emperador que se había propuesto
recuperar los valores tradicionales de la sociedad romana (Filoramo y Menozzi,
2001, p. 262).
Es posible que las persecuciones contra los cristianos fuesen, en realidad,
la continuación de las medidas que se habían tomado en el año 297 (o quizás
en el 302) contra el maniqueísmo, pues las razones aducidas para acabar con los
maniqueos serían muy parecidas a las que se habían divulgado para difamar a
los cristianos. El texto del decreto antimaniqueo, recogido en el Código

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Gregoriano (recopilación privada de constituciones imperiales reunida a finales


del siglo III o principios del IV), era el siguiente:

Los emperadores Augustos D ioeleciano y M aximiano y los nobilísim os Césares Constancio y


Maximiano a Juliano, procónsul de África [...] Pero los dioses inmortales por su providencia
se dignaron ordenar y disponer que las cosas que son buenas y verdaderas fueran aprobadas y
establecidas en su integridad, por el consejo y deliberación de muchos varones no sólo buenos
sino también ilustres y sapientísimos, a quienes no está permitido ni enfrentarlas ni resistirlas,
y una vieja religión no debiera ser criticada por una nueva. Sin duda es propio del más grande
crimen volver a tratar las cosas que una vez establecidas y definidas por los antiguos tienen y
poseen su estado y curso. D e ahí que nosotros tengamos un inmenso interés en castigar la
obstinación de la mente torcida de hombres muy malos, pues hemos oído que estos maniqueos,
que ponen nuevas e inauditas sectas contra las más viejas religiones, de modo que según su
torcido capricho excluyen las cosas que alguna vez nos fueron concedidas por voluntad divina,
y de los cuales tú hábilmente nos diste cuenta para nuestra tranquilidad; com o nuevos e
inopinados prodigios, muy recientemente nacieron y salieron a este mundo desde la nación
persa, enemiga nuestra, y que cometen ahí muchas fechorías y que ciertamente perturban a
pueblos quietos y que también introducen muy grandes daños a las ciudades: y debe temerse,
que aunque sea por casualidad, como suele suceder, llegándose el tiempo, intenten por las
costumbres execrables y por las funestas leyes de los persas, infectar, por así decir, con sus
malévolos venenos a hombres de naturaleza más inocente, al pueblo romano modesto y también
tranquilo y a todo nuestro universo [...] ( Cod. G reg., 14, 4, apu d Coll. leg., 15, 3; trad. Μ. E.
Montemayor A ceves).

Retomando las líneas fundamentales de las disposiciones de Valeriano,


el primer edicto de Diocleciano (y Galerio) contra el cristianismo, dado a
conocer el 24 de febrero del 303 (fecha elegida no por casualidad, pues
coincidía con la fiesta de los Terminalia), suponía un ataque directo contra la
Iglesia como institución y, especialmente, contra sus más altos e insignes
dirigentes. Ordenaba la destrucción de todas las iglesias, la quema pública de
sus libros sagrados (que, además, debían ser entregados a las autoridades por
los propios ministros cristianos), la prohibición de sus servicios religiosos, la
confiscación de todos los bienes eclesiásticos, así como la destitución inmediata
de todos aquellos cristianos que ocupasen cargos públicos. Los pertenecientes
a las clases elevadas (honestiores) perderían todos sus privilegios y los que
tuviesen la condición de esclavos nunca podrían ser manumitidos.
No hay duda de que, con este primer edicto, el poder imperial se propuso
de nuevo lesionar gravemente los sólidos cimientos de la organización
eclesiástica y, al mismo tiempo, privar a los cristianos socialmente acomodados
de todos sus privilegios y propiedades. Pero el daño moral infligido fue, si cabe,
aún mucho mayor, pues los dirigentes eclesiásticos sufrieron, además, el
descrédito y la humillación ante los miembros de sus propias congregaciones
cuando fueron obligados a entregar a los funcionarios paganos los libros
sagrados, que no habrían de tener otro destino que arder en el fuego. Las actas

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oficiales conservadas de la incautación de los bienes de la iglesia de Cirta, en


Numidia (hoy Constantine, Argelia), el 19 de mayo del 303, constituyen un
documento excepcional que ofrece el testimonio real de las consecuencias que
trajo consigo la aplicación sistemática de estç edicto en todo el Imperio {vid.
Duval, 2000a). La mayor parte de la comunidad cristiana había huido a un
cercano desierto montañoso cuando la comisión oficial encargada de velar por
el cumplimiento del decreto imperial hizo su entrada «en donde los cristianos
tenían la costumbre de reunirse». Entonces, el funcionario romano ordenó al
obispo Pablo «traer los libros de la ley y todas las demás cosas que tenéis aquí».
Según las propias palabras del prelado, salvo las Escrituras, que se encontraban
en manos de los lectores, estaba dispuesto a entregar sin dilación el resto de las
cosas requeridas por las autoridades presentes. Aunque los diáconos (entre ellos
Silvano, futuro obispo de la ciudad) aportaron el único códice del que
disponían, los seis lectores proporcionaron finalmente cinco códices grandes,
dos pequeños, veinticinco de un tamaño no especificado y cuatro cuadernos de
apuntes (Gest. apud Zen. cons., 3-4). Ante éstas y otras drásticas medidas, es
fácil deducir que la comunidad cristiana de Cirta (al igual que otras muchas)
quedaría seriamente afectada.
Aunque este primer edicto no pretendía provocar derramamientos de
sangre (Lactancio, De morí, pers., 11,3), la aversión popular y el desarrollo
lógico del procedimiento seguido contra las comunidades cristianas, no sólo
convirtieron a muchos ministros de la Iglesia en traditores, sino que además
originaron una considerable cantidad de víctimas que entregaron su vida por
negarse a colaborar con las autoridades imperiales o por tratar de impedir que
éstas desarrollasen su cometido. Sin embargo, los nefastos efectos de esta
primera persecución difícilmente podrían igualar el número de martirios a que
dieron lugar los siguientes edictos.
En el verano de ese mismo año, se decretaba el encarcelamiento de los
miembros que formaban la jerarquía eclesiástica en todos sus grados, con el
único fin de obligarles a realizar sacrificios en honor de los dioses paganos.
Eran tantos los detenidos que la situación en las cárceles llegó a ser insostenible
y, en cierto modo, grotesca: ¡antiguos criminales tuvieron que ser desalojados
para hacer sitio a obispos y presbíteros! Así lo relataba Eusebio de Cesarea:

Y el espectáculo a que esto dio lugar sobrepasa toda narracción: en todas partes se
encerraba a una muchedumbre innumerable, y en todo lugar las cárceles, aparejadas
anteriormente, desde antiguo, para homicidas y violadores de tumbas, rebosaban ahora de
obispos, presbíteros, diáconos, lectores y exorcistas, hasta no quedar ya sitio allí para los
condenados por sus maldades (Hist, eccl., VIII, 6, 9; trad. A. Velasco-Delgado).

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Una aproxim ación critica

A principios del año 304, quizás debido a los acuciantes problemas


provocados por el hacinamiento en las cárceles del Imperio o como una especie
de «amnistía» en previsión de las inminentes vicennalia (fiesta que
conmemoraba los veinte años de reinado de Diocleciano), se ordenaba por
medio de un tercer edicto liberar a los presos cristianos que sacrificaran y
atormentar hasta la muerte a los que se resistieran obstinadamente. Y apenas
unos meses después (en la primavera del mismo año), impuesta ya claramente
la voluntad de Galerio sobre los designios del Imperio, se estableció la
obligación para todos los habitantes del Imperio de ofrecer públicamente
sacrificios y libaciones a los dioses tradicionales romanos. Lactancio afirma, no
sin evidente exageración, que entonces se produjeron verdaderas ejecuciones
en masa: «personas de todo sexo y edad eran arrojadas al fuego y el número era
tan elevado que tenían que ser colocados en medio de la hoguera, no de uno en
uno, sino en grupos» (De morí, pers., 15,3); y asegura, además, que, para ello,
se forzó al máximo el procedimiento jurídico por el que se condenaba a los
cristianos:

[...] se ideaban sistemas de tortura desconocidos hasta entonces y, a fin de que nadie fuese
juzgado sin pruebas, eran colocados altares en las salas de audiencia y delante de los tribunales
para que los litigantes ofreciesen sacrificios antes de defender sus causas: se presentaba, pues,
uno ante los jueces como si fuese ante los dioses (Lactancio, D e mort, p ers., 15, 5; trad. R.
Teja).

No puede negarse, sin embargo, que esta última disposición, heredera del
antiguo edicto del emperador Decio, produjo abundantes víctimas. Ahora bien,
su incidencia, al igual que la de las medidas precedentes, no fue la misma en
todas las partes del Imperio. Mientras que la persecución se prolongó en
Oriente casi diez años, sus dramáticos efectos en Occidente apenas se dejaron
sentir durante dos años. Tales circunstancias fueron debidas a la distinta
disposición que, tanto los Augustos como los Césares, mostraron en una y otra
parte del Imperio. En los territorios gobernados por Constancio Cloro (Galia y
Britania), padre del futuro emperador Constantino, los edictos imperiales
apenas tuvieron aplicación y en aquellos otros que dependieron de Maximiano
(Italia, Hispania y África) la persecución, aunque de mayor intensidad, cesó
pronto, a los pocos meses de haberse iniciado. Al menos ésta es la versión que
nos ha transmitido la historiografía cristiana:

Se habían enviado también cartas a Maximiano y a Constancio para que actuasen del mismo
modo; ni siquiera se solicitó su parecer en asunto tan importante. Ciertamente, el anciano
Maximiano, persona que no se caracterizaba por su clem encia, obedeció de buen grado en
Italia. En cuanto a Constancio, para que no pareciese que desaprobaba las órdenes de sus
superiores, se limitó a permitir que fuesen destruidos los lugares de reunión, es decir, las

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

paredes que podían ser reconstruidas, pero conservó intacto el verdadero templo de D ios que
se encuentra dentro de las personas (Lactancio, D e morí, p e rs., 15, 6-7; trad. R. Teja; cfr.
Eusebio,H ist. ecch, VIII, 13, 13).

En la parte oriental del Imperio, donde el cristianismo estaba más


extendido, los emperadores (Diocleciano hasta su abdicación en el 305, así
como Galerio y Maximino Daya) hicieron cumplir los edictos de manera
estricta hasta el 311, año en el que Galerio, gravemente enfermo, publicó antes
de su muerte un edicto de tolerancia por el que se permitía a los cristianos
practicar libremente su religión y se decretaba la restitución de los bienes
confiscados (Lactancio, De mort, pers., 34). En realidad, esta decisión suponía
el reconocimiento público (no exento de cierta ironía) del fracaso de los
propósitos a los que se había pretendido llegar con las reiteradas persecuciones
impulsadas por el Estado contra la Iglesia (Skarsaune, 2002, p. 429):

[...] Tras emanar nosotros la disposición de que volviesen a las creencias de los antiguos,
muchos accedieron por las amenazas, otros muchos por las torturas. Mas, com o muchos han
perseverado en su propósito y hemos constatado que ni prestan a los dioses el culto y la
veneración debidos, ni pueden honrar tampoco al D ios de los cristianos, en virtud de nuestra
benevolísima clemencia y de nuestra habitual costumbre de conceder a todos el perdón, hemos
creído oportuno extenderles también a ellos nuestra muy manifiesta indulgencia, de modo que
puedan nuevamente ser cristianos y puedan reconstruir sus lugares de culto, con la condición
de que no hagan nada contrario al orden establecido [...] (Lactancio, D e mort, pers., 34, 3-4;
trad. R. Teja).

A pesar de que, por razones de rivalidad entre los emperadores,


Maximino Daya volvió a reanudar con cierta fuerza la persecución una vez
desaparecido Galerio, el sufrimiento de los cristianos no se prolongó en ningún
caso más allá de su trágica muerte en el año 313. Lo cierto es que la progresiva
descomposición del sistema tetrárquico y las continuas guerras civiles que
surgieron entre los diversos aspirantes al poder, proporcionaron a los cristianos
inesperados períodos de calma en los que, de forma sucesiva, lograron
recomponer la estructura interna de las comunidades golpeadas por los
perseguidores. «Además, -observa acertadamente R. Teja-, la atmósfera que
rodeaba a los cristianos en la sociedad pagana había cambiado profundamente
respecto a las persecuciones anteriores y los cristianos ahora encontraron
generalmente comprensión en la sociedad, como víctimas inocentes de un poder
despótico, lo que atenuó notablemente la aplicación de las medidas contra
ellos» (2003, p. 314).

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Raúl González Salinero :
L a s persecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

3 .4 . C o n s t a n t in o y l a n u e v a e r a c r is t ia n a

Tras la abdicación en el año 305 de los dos primeros Augustos, Diocleciano


y Maximiano, el sistema de la tetrarquía comenzó a tambalearse
irremisiblemente. Después de la muerte en junio del 306 de Constacio Cloro
(Augusto desde la abdicación de Maximiano), su hijo Constantino, proclamado
emperador por el ejército, se hizo dueño único de la parte occidental del
Imperio tras vencer en la famosa batalla del Puente Milvio (28 de octubre del
312) a su rival Majencio. Tanto Lactancio (De mort, pers., 44, 3-6) como
Eusebio (Vit. Const., I, 26-29) relatan que dicha victoria fue consecuencia de
la intervención divina, pues, gracias a las prodigiosas señales que le fueron
indicadas a Constantino mientras dormía (una cruz de luz en la que se percibían
las palabras in hoc vinces), pudo acabar con su feroz adversario. A raíz de este
«prodigio», la historiografía cristiana comenzó a hablar de la «conversión de
Constantino» y, aunque el significado exacto de tal expresión suscita todavía
largas controversias entre los eruditos, a partir de ese momento, Constantino
favoreció extraordinariamente a los cristianos y consideró a su «Dios
Supremo», e incluso a «Cristo», como la deidad que habría de guiar su
reconstrucción del Imperio romano con la instauración de una nueva época de
paz y orden.
Para llevar a la práctica sus ambiciosos propósitos encontró momentánea­
mente a un valioso aliado en la persona de Licinio, único gobernante de la parte
oriental del Imperio tras haber derrotado a Maximino Daya a principios del 313.
En junio de ese mismo año, ambos emperadores publicaron de forma conjunta
el acuerdo conocido posteriormente como «Edicto de Milán», por el cual se
concedía a los cristianos plena libertad religiosa, así como la restitución de
todos los lugares de reunión que les habían sido confiscados durante las pasadas
persecuciones. Tanto Eusebio como Lactancio han transmitido el texto
completo de dicho edicto, cuyos pasajes más significativos son los siguientes:

Habiéndonos reunido felizmente en Milán tanto yo, Constantino Augusto, como yo, Licinio
Augusto, y habiendo tratado sobre todo lo relativo al bienestar y a la seguridad públicas,
juzgamos oportuno regular, en primer lugar, entre los demás asuntos que, según nosotros,
beneficiarán a la mayoría, lo relativo a la reverencia debida a la divinidad; a saber, conceder
a los cristianos y a todos los demás la facultad de practicar libremente la religión que cada uno
desease, con la finalidad de que todo lo que hay de divino en la sede celestial se mostrase
favorable y propicio tanto a nosotros como a todos los que están bajo nuestra autoridad. A sí
pues, con criterio sano y recto, hemos creído oportuno tomar la decisión de no rehusar a nadie
en absoluto este derecho, bien haya orientado su espíritu a la religión de los cristianos, bien a
cualquier otra religión que cada uno crea la más apropiada para sí, con el fin de que la suprema
divinidad, a quien rendimos culto por propia iniciativa, pueda prestamos en toda circunstancia
su favor y benevolencia acostumbrados [...] Además, hemos dictado, en relación con los

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Raúl González Salinero :
Las persecuciones contra los cristianos en el Im perio romano.
Una aproximación crítica

cristianos, la siguiente disposición: los locales en que anteriormente acostumbraban a reunirse


[...] les deben ser restituidos a los cristianos sin reclamar pago o indemnización alguna y
dejando de lado cualquier subterfugio o pretexto [...] Por otra parte, puesto que es sabido que
los mismos cristianos poseían no sólo los locales en que solían reunirse, sino también otras
propiedades que pertenecían a su comunidad en cuanto persona jurídica, es decir, a las iglesias,
y no a las personas físicas, también éstas, sin excepción, quedan incluidas en la disposición
anterior [...] A fin de que puedan llegar los términos del decreto, muestra de nuestra
benevolencia, a conocimiento de todos, deberás [el praeses] ordenar su promulgación y
exponerlo en público en todas partes para que todos lo conozcan, de modo que nadie pueda
ignorar esta manifestación de nuestra benevolencia (De mort, p e rs., 48 ,2 -1 2 ; trad. R. Teja; cfr.
Eusebio, Hist, e cc l, X, 5,4-14).

Es cierto que, por medio de este edicto, el cristianismo podría gozar de


la misma tolerancia reconocida a otros credos religiosos. Sin embargo, una
lectura atenta del documento revela que el propósito último de los emperadores
era legalizar de forma singular a la religión cristiana, única creencia que
aparecía mencionada de manera explícita. No hay duda de que la suerte de la
Iglesia había cambiado ya definitivamente. De nada serviría que después
(especialmente a partir del 320) Licinio cambiara de idea y actuara contra el
espíritu de este decreto, pues tal imprudencia apenas supuso un pequeño
quebranto para los cristianos y, en cambio, contribuiría a su propia destrucción.
Como si hubiese contado de nuevo con la ayuda divina, Constantino terminó
por imponerse al «tirano» de Oriente en septiembre del 324, convirtiéndose así
en el único gobernante de todo el Imperio. En ese preciso instante, el maltrecho
sistema de la tetrarquía ideado por Diocleciano quedaría definitivamente
abolido.
Es muy significativo que Eusebio de Cesarea, que había vivido la Gran
Persecución en la parte oriental del Imperio y que, probablemente, había
comenzado su monumental Historia ecclesiastica con anterioridad a las
acciones persecutorias de los tetrarcas, decidiese retrasar su publicación para
poder incluir el «final feliz» de su historia. Ahora que los malvados
emperadores que osaron perseguir a la Iglesia habían desaparecido y que
Constantino comenzaba a ser visto como el nuevo Moisés destinado a dirigir
los designios del renovado pueblo de Dios, podría finalmente poner término a
su gloriosa narración:

[...] Todo estallaba de luz. Los que antes andaban cabizbajos se miraban mutuamente con
rostros sonrientes y ojos radiantes, y por las ciudades, igual que por los campos, las danzas y
los cantos glorificaban en primerísimo lugar al Dios rey y soberano de todo -porque esto habían
aprendido-, y luego al piadoso emperador, junto con sus hijos amados de Dios [...] Expurgada
así, realmente, toda tiranía, el imperio que les correspondía se reservaba seguro e indiscutible
solamente para Constantino y sus hijos, quienes, después de eliminar del mundo antes que nada
el odio a Dios, conscientes de los bienes que Dios les había otorgado, pusieron de manifiesto

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

su amor a la virtud, su amor a D ios, su piedad para con D ios y su gratitud, mediante obras que
realizaban públicamente a la vista de todos los hombres (Hist, eccl., X , 9 ,7 -9 ; trad. A. Velasco-
Delgado).

No es extraño que, tras largos años de persecución, los autores cristianos


de la época juzgasen como milagrosos los acontecimientos acaecidos durante
el dilatado reinado de Constantino y, aún menos, que la Iglesia aprovechase la
oportunidad que el poder le brindaba para afianzar su posición en el Imperio.
Y es que, a pesar de las fórmulas de compromiso oficial con la vieja religión,
las medidas de este emperador en favor de la Iglesia y del culto cristiano fueron
continuas y decisivas. Los clérigos gozaron pronto de la exención de los
munera curialia y las iglesias obtuvieron a partir del 321 el derecho a recibir
legados, incrementando con ello aún más sus ya enormes riquezas. Además,
mediante diferentes iniciativas, quedaron resguardadas otras prerrogativas de
carácter jurídico, como por ejemplo la jurisdicción episcopal, el reconocimiento
legal del arbitrio del obispo inter volentes, el derecho de asilo a las iglesias
cristianas o la institución de la manumissio in ecclesia. Algunas leyes regularon
costumbres sociales y morales, y, aunque no puedan considerarse medidas
expresamente filocristianas, tuvieron muy presentes la «sensibilidad» y los
postulados doctrinales de la «nueva religión». Éste sería el caso de, entre otras
muchas, las normas relativas a la proscripción de la crucifixión, la prohibición
de marcar a los esclavos en la cara, la proclamación oficial de la fiesta
dominical, la mitigación del procedimiento penal, la penalización del divorcio,
etc. Asimismo fue notable el impulso que dio el emperador a las construcciones
masivas de iglesias cristianas, las cuales pasaron a formar parte de la edilicia
pública.
Bajo estas circunstancias, la Iglesia tuvo una vez más que colaborar y
acomodarse a las exigencias del poder imperial para llegar a un entendimiento
fructífero, ya que, como afirma G. Puente Ojea (1974, p. 279), «entre poderes
nada se da gratuitamente: la Iglesia retribuye inmediatamente decretando, en el
Concilio de Arlés (agosto del 314), lo que había sido ya, en ocasiones, práctica
cristiana, es decir, la excomunión de todo soldado que se rebelase contra la
autoridad política constituida; y decretando también la suspensión de la
excomunión ipso facto de los cristianos que aceptaren cargos públicos; la
excomunión intervendría ahora sólo mediante prueba de actos de apostasia.
Iglesia y Estado se traban desde este momento tan íntimamente que ya no queda
espacio jurídico alguno para la, en otro tiempo, debatida “objeción de
conciencia”».
Sin embargo, pronto pudo comprobarse que el emperador romano podría
también convertirse en un aliado incómodo, especialmente cuando insistía en

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Raúl González Salinero :
Las persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

erigirse en la máxima autoridad en materias eclesiásticas que no fueran


exclusivamente teológicas y en asumir hasta sus últimas consecuencias la
responsabilidad de asegurar la unidad y la paz dentro de la Iglesia. El cisma
donatista surgido hacia el 311/312 en el seno de la Iglesia norteafricana dejaría
al descubierto esta realidad, sobre todo en el momento en que Constantino
intentó doblegar a los donatistas mediante el uso de la fuerza, ya que, a pesar
del fracaso en este empeño, la jerarquía eclesiástica tomó conciencia de que un
emperador que se entrometiese hasta ese punto en sus asuntos institucionales
podría resultar incluso peor que un perseguidor pagano (Skarsaune, 2002, pp.
430-431). Tal inconveniente, no obstante, terminaríapor asumirse como un mal
menor para seguir sosteniendo la privilegiada posición que ocupaba la Iglesia
dentro de un Estado que, paulatinamente, fue cediendo a los intereses de la
jerarquía eclesiástica. De hecho, no será el emperador, sino los obispos, quienes
en un futuro inmediato dibujen las líneas maestras de la política religiosa de un
Imperio en proceso imparable de cristianización (vid. últimamente, Just, 2003).
Constantino fue, en efecto, el primer emperador que legisló contra las
prácticas de la religión pagana: decretó la prohibición en el ámbito privado de
los ritos propios de la aruspicina (la adivinación a través de las entrañas de los
animales sacrificados). Pero con dicha medida no se pretendía todavía acabar
con las costumbres religiosas paganas, sino simplemente controlar el ejercicio
sacerdotal de los tradicionales poderes religiosos (adivinación, magia, etc.). Los
hijos de Constantino serán quienes inauguren la verdadera represión oficial
contra el paganismo. A partir del reinado de Constancio II comienzan
verdaderamente a ponerse serias trabas a la práctica de la religión tradicional
(Barceló, 2004). El Codex Theodosianus ha conservado en el capítulo décimo
de su libro XVI veinticinco decretos destinados a tal efecto. La primera ley
severa sobre el particular fue dictada en el año 354 por Constancio II:

Queremos que todos los templos se cierren inmediatamente en todos los lugares y en todas las
ciudades, que se prohiba el acceso a ellos para evitar la oportunidad de que los hombres
depravados cometan pecado. Queremos también que todos se abstengan de realizar sacrificios.
Si alguien cometiera tal crimen, que sea destruido con la espada vengadora. Decretamos
también que las propiedades de quien sea ejecutado pasen al fisco. Los gobernantes de las
provincias recibirán el mismo castigo si fueran negligentes en vengar tales crímenes (CTh.,
XVI, 10, 4; trad. M. Marcos).

Apenas diez años antes, Fírmico Materno, pagano convertido al


cristianismo y autor de un panfleto titulado Sobre el error de las religiones
paganas, había recordado a los emperadores su obligación de «corregir y
castigar» a los súbditos que continuaban dejándose seducir por las
supersticiones paganas, al mismo tiempo que les exhortaba a «perseguir por

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Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra ¡os cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación crítica

todas las maneras posibles a los seguidores del culto idolátrico» (Err., 2 0 ,5-7;
28, 6; 29,1-4). Es muy posible que tales palabras hubiesen sido motivadas por
la «tibieza» con la que, para algunos cristianos, Constancio II se había
conducido en una constitución anterior (del año 342) en la que, a pesar de
reconocer que toda superstición debía ser completamente extirpada, ordenaba
respetar los templos situados a extramuros de las ciudades (CTh., XVI, 10,3).
Arcadio se encargaría oficialmente de su definitiva demolición en el año 399:

Si quedan templos en el campo, que sean demolidos sin desórdenes y tumultos (sine turba ac
tumulto). A sí, cuando sean demolidos y hechos desaparecer, con ellos desaparecerá el
fundamento de toda superstición {CTh., XVI, 10, 16; trad. M. Marcos).

Es sobradamente conocido que, en virtud de un paulatino proceso de


desacralización de los espacios paganos, muchos de los antiguos santuarios
fueron reutilizados y transformados en iglesias (Hanson, 1978; Saradi-
Mendelorici, 1990; Testa, 1991; Caillet, 1996; etc.). Lo cierto es que, salvo la
breve época en que Juliano trató de revitalizar la cultura pagana (361-363), un
efímero período de respiro que se desvanecería apenas desaparecido este
emperador, el cristianismo fue imponiéndose progresivamente como religión
dominante dentro del Imperio romano. Sin embargo, las posibles consecuencias
desfavorables al dogma cristiano que pudieron derivarse de la drástica política
de Juliano no pueden considerarse, en absoluto, una persecución. Serían
simplemente efectos secundarios de ese breve intento restaurador del
paganismo (Buenacasa Pérez, 2000).
No existen dudas de que la conversión del cristianismo en religión oficial
del Imperio según el Edicto de Tesalónica decretado por Teodosio el Grande
en el año 380 (CTh., XVI, 1, 2), propició un endurecimiento aún mayor de la
política imperial contra el paganismo, las herejías y el judaismo. Ahora bien,
según ha resaltado M. Th. Fogen, «esta ley puesta en vigor por Teodosio no
sólo define la esencia del credo oficial, sino que apela a los que hasta el
momento no lo profesan para que se adhieran sin demora a él. En segundo
lugar, el espíritu del decreto da un golpe de advertencia a los paganos. Al
posicionarse el emperador en materia religiosa de una manera indiscutible, se
deja bien claro cuál será en el futuro el camino a seguir por todos los súbditos
del Imperio. A partir de ahora, todos aquellos que no se amolden a la conducta
dictada serán tratados por parte de las autoridades como hostis communis
salutis o incluso como inimici humani generis» (Fôgen, 1993, pp. 235-236;
traducción, aunque con modificaciones, de P. Barceló). No es, por ello, casual
que los mecanismos del poder cambiasen igualmente de significado según la
conveniencia política e ideológica de la autoridad establecida. Así, por ej emplo,

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Una aproxim ación crítica

«en relación al crimen maiestatis -afirm a B. Santalucia (1990, p. 137)- las


constituciones imperiales muestran la tendencia a extender la tutela antes
reservada a la persona del príncipe a otros distintos aspectos del aparato estatal.
Así, quedan ahora atraídos al ámbito y a las sanciones de lesa majestad la
celebración de sacrificios y ceremonias paganas». Siguiendo el devenir lógico
de los acontecimientos, era previsible que se terminara por prohibir a los
paganos el desempeño de cargos públicos (CTh., XVI, 10, 12).
Es innegable que para entonces la Iglesia ocupaba ya la posición
privilegiada que sus enemigos habían ostentado con anterioridad. Las
clamorosas peticiones de tolerancia procedían ahora de los paganos, como
puede comprobarse, por ejemplo, en el caso de la protesta que, en nombre de
la vieja aristocracia senatorial, el orador Quinto Aurelio Símaco elevó al
emperador Teodosio en defensa de la restitución a la Curia romana del altar de
la Victoria y en contra de la legislación antipagana que prohibía, una vez más,
los sacrificios, la visita a los antiguos templos y, en definitiva, cualquier forma
de culto que no fuese exclusivamente cristiana (CTh., XVI, 10, 7-12). «En el
período de un siglo -afirma M. Marcos (2002, p. 87)- la situación había dado
un giro completo. Diocleciano puso a los cristianos al margen de la ley y tomó
contra ellos medidas sangrientas. Ahora existía una orden imperial que permitía
perseguir a los paganos y, aunque no correspondía a los particulares ejecutar las
leyes sino a los funcionarios del estado, el ambiente era propicio para las
delaciones y para las acciones incontroladas de violencia». Muchas de ellas
fueron promovidas de manera indiscriminada tanto por obispos como por
monjes, exacerbados por un celo religioso que llegó hasta tal extremo que, en
ocasiones, ni siquiera pudo ponerle freno la intervención «protectora» de la
cancillería imperial (Testa, 1991, pp. 313ss.).
Sorprende, por todo ello, que todavía algún autor moderno, posiblemente
influido por un fuerte prejuicio apologético, continúe afirmando que «el
ambiente pagano se sintió también impresionado por la actitud de los cristianos
ante sus perseguidores, contra quienes no abrigaron sentimientos de rencor ni
de venganza» (Baus, 1980, p. 598). En este sentido, parece muy oportuno, a mi
juicio, recordar las palabras de J. Montserrat Torrents (1992, pp. 250-251)
cuando afirma que «el paganismo no se extinguió: fue eliminado por ley. Los
templos no decayeron: fueron cerrados y demolidos. Los paganos no se
convirtieron: fueron obligados a convertirse. Con tales antecedentes, plantear
el “problema” de la “conversión” del paganismo raya el cinismo
historiográfico» (cfr. Frend, 1965, p. 456).

78
EPÍLOGO

Hubo una época en que los historiadores modernos estuvieron obsesionados


por calcular, aunque fuese de forma aproximada, el número total de víctimas
que, a lo largo de su historia, generaron las persecuciones contra el
cristianismo. Como era de esperar, los autores cristianos de la Antigüedad
exageraron la cifra de martirios y muertes ocasionados por la crueldad de las
autoridades paganas; según ellos, debían contarse por decenas de miles. Ante
la ciega credibilidad con la que una parte considerable de la historiografía
tradicional había aceptado la versión transmitida por los apologistas, algunos
historiadores críticos decidieron emprender, a partir de mediados del siglo
pasado, estudios más profundos sobre este particular. Así, por ejemplo, G. E.
M. Ste. Croix (1954, pp. 100-102) revisó las cifras que aportaba Eusebio
respecto a los llamados «mártires de Palestina» durante la Gran Persecución,
estableciendo una triple división a partir de la información aportada sobre ellos
por el historiador de Cesarea: por un lado, los voluntarios que se entregaron al
suplicio para alcanzar la gloria celestial; por otro, los que, sin solicitar
directamente el martirio, atrajeron voluntariamente la atención sobre sí mismos;
y, finalmente, aquellos que fueron arrestados sin que favorecieran en absoluto
su prendimiento. Al desestimar, por razones obvias, a los que se encontraban
englobados en las dos primeras categorías, el citado investigador tan sólo
registró dieciséis mártires (de los noventa y uno mencionados por Eusebio) que,
ciertamente, podrían considerarse «víctimas reales» de la presión ejercida por
las autoridades romanas sobre los cristianos.
Lejos de apreciaciones como la de H. Daniel-Rops, para quien «el siglo
II estuvo recorrido por la procesión de los que llevan en la frente la marca del
martirio» (1951, p. 214; cfr. p. 224), lo cierto es que las investigaciones
históricas de los últimos decenios registran una reducción considerable del
número de víctimas. De acuerdo con los últimos análisis críticos de las fuentes,
han sido dos las razones principales que motivaron este cambio de perspectiva:
el carácter apócrifo de la mayor parte de las Actas de los Mártires y la
tendencia desmedida a la hipérbole que caracterizó a los primeros autores
cristianos, influidos sin duda por su fervor religioso (Lepelley, 1969, p. 112;
Simon y Benoit, 1972, p. 85). Excluyendo a aquellos mártires cuyo nombre
concreto desconocemos, H. Grégoire (1964, p. 162) consideró que las víctimas
cristianas en todo el Imperio durante la Gran Persecución (la más cruenta de
todas), no llegaron a superar la cifra de 2.500 ó 3.000. Un procedimiento

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Raúl González Salinero :
Las persecuciones contra los cristianos en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

similar condujo a W. H. C. Frend (1965, p. 537) a estimaciones no muy


diferentes: de 2.500 a 3.000 para Oriente y tan sólo 500 para Occidente. Si nos
hacemos eco de las palabras de un autor tan escéptico como K. Deschner (1990,
p. 158), habría incluso que asumir que, según «las investigaciones más serias
y no refutadas por nadie, se calcula la cifra de las víctimas cristianas, unas
veces en 3.000, otras en 1.500 para el total de tres siglos de persecuciones».
Sea como fuere, es innegable que el fortalecimiento de la religión
cristiana durante los primeros siglos de nuestra era tuvo en las persecuciones
(ya fuesen esporádicas o promovidas por edictos generales) un factor
determinante. Paradójicamente, contribuyeron de alguna forma a dar un
impulso decisivo a la organización y consolidación de la Iglesia. Es posible
que, en este sentido, esté en lo cierto G. Puente Ojea cuando afirma que «la
conversión de Constantino, acto eminentemente político, no es punto inicial,
sino punto final de la sostenida pugna de la Iglesia por absorber crecientes
parcelas de poder político, con el objetivo manifiesto de subordinarlo a la
potencia hierocrática» (1992, p. 155). De hecho, como afirma A. Momigliano,
a partir del siglo IV, «en Occidente la Iglesia reemplazó gradualmente al Estado
moribundo en el trato con los bárbaros. En Oriente, por otra parte, la Iglesia se
dio cuenta de que el Estado romano era mucho más vital y le apoyó en su lucha
contra los bárbaros. En Occidente, tras haber debilitado al Estado romano, la
Iglesia aceptó su legado y actuó independientemente sometiéndolos. En
cambio, la Iglesia de Oriente casi se identificó con el Estado romano de
Constantinopla» (Momigliano, 1989, p. 29).
Ahora bien, no parece lícito recurrir a una interpretación sesgada del
fenómeno histórico de las persecuciones contra los cristianos como argumento
a partir del cual poder desprestigiar, desde una determinada perspectiva
ideológica, los valores inherentes a la cultura antigua. Para algunos
historiadores confesionales, la política persecutoria del Estado romano no
suponía sino la constatación externa de la perversidad y crueldad que albergaba
la sociedad romana. Según observó J. Daniélou (1964, p. 129), «resulta
sorprendente que emperadores liberales y filósofos como los Antoninos cuenten
con mártires en sus reinados. Pero es que la civilización greco-romana como tal
escondía, bajo su barniz humanista, un fondo de crueldad».
Sin embargo, desde una óptica ideológica diametralmente opuesta, otros
investigadores sostienen que, en realidad, el Imperio romano sólo se defendió
(aunque para nuestra época mediante el recurso inadecuado a la violencia) del
exclusivismo y la intolerancia de la religión cristiana. En este sentido, debemos
acudir, de nuevo, a la certera opinión de J. Montserrat Torrents y cerrar esta
obra con las mismas palabras con las que concluía la suya: «Nosotros sólo
rechazamos a los intolerantes, a los que no aceptan las reglas del juego. La

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Raúl González Salinero :
Las persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

actitud del paganismo tardío y sus representantes obedeció al mismo


sentimiento. Rechazaron al que rechazaba, no toleraron al que no toleraba [...]
El paganismo defendió y logró preservar valores que, mil años más tarde,
renacieron y se han convertido en el fundamento de nuestra convivencia. Éstas
fueron, por tanto, las razones del perseguidor: nuestras propias razones» (1992,
p. 255).

81
FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA SELECTA

Fuentes

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Catacumba de Santa Tecla. Fresco con presunta escen a de martirio (V . Fiocchi N icolai, F.
B isconti y D . M azzoleni, L as catacum bas cristian as d e Roma. Origen, desarrollo, aparato
decorativo y docum entación epigráfica, trad. F. M. Romero Pecourt, Schnell & Steiner,
Regensburg, 1999, p. 105).

104
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Una aproxim ación critica

Com plejo de Dom itila. B asílica de los Santos M ereo y A quileo: pequeña colum na esculpida con
el martirio de A quileo (V. F iocchi N icolai, F. B isconti y D . M azzoleni, Las catacum bas
cristianas d e Roma. Origen, desarrollo, aparato decorativo y docum entación epigráfica, trad.
F. M. Romero Pecourt, Schnell & Steiner, Regensburg, 1999, p. 106).

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Raúl González Salinero :
L as p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación crítica

P. Ryl. II 112a:
Certificado de sacrificio pagano.
Teadelfia. A ño 2 5 0 d. C.

oí? έ π ΐ τω ν θυσιών ή ρη μένοι?

παρά Αύρηλία? Σουήλεω? μητρό?

Τ αήσεω ? ά πό κώμη? Θ εαδελφ εία?.

καί ά εΐ μ εν θύουσα καί εύσεβοΰσα το ί?

θεοί? δ ιετ έλ εσ α καί ν υ ν έ π ΐ πα ρόν­

τω ν υμών κατά τα π ρ ο σ τ α χ θ έ ν

τα έθυσα καί ε σ π ε ισ α καί τώ ν ιε­

ρείων έγευ σ ά μ η ν, καί άξιώ ϋμά?

ύποσημεκόσασθαι δ ιευ τ υ χ εΐτ ε.

Αύρήλιοι Σερήνο? καί ' Ερμα? εϊ

δ α μ εν σ ε θυσιάζουσαι;

'Ε ρμα ? σ(εσ)η(μείωμαι).

(ετου?) α Α ύτοκράτορο? Κ αίσαρο? Γαίου

Μ εσσιου Κ υίντου Τ ραϊανού Δεκίου Εύσεβοΰ?

Ε ύτυχοΰ? Σεβαστοί) Παΰνι κ?.

Traducción: «A los com isarios de sacrificios departe de


Aurelia Souelis, cuya madre es Taesis del pueblo de Teadelfia. Siempre he tenido la costumbre
de sacrificar y reverenciar a los dioses, y ahora, en vuestra presencia, de acuerdo con los
mandatos, he hecho sacrificio y libación, y he probado las ofrendas, y os ruego que lo
certifiquéis. Saludos. Aurelio Sereno y Hermás te vim os sacrificar. Y o Hermás lo he firmado.
Año primero del emperador César G ayo M esio Quinto Trajano D ecio Pío F élix Augusto [año
250], el 26 del m es Pauni [aproximadamente junio]»
[J. D e M. Johnson, V . Martin y A. S. Hunt (eds.), C atalogu e o f the G reek P a p yri in the John
R ylands L ibrary (M anchester), vol. II. D ocum ents o f the P tolem aic a n d Rom an P eriods (nos. 62-
456), The U niversity Press, M anchester, 1915, p. 94.]

106
INDICES

AUTORES MODERNOS Bruce, F. F., 97


Brunt, P. A., 98
Adamik, T., 92 Buenacasa Pérez, C., 77, 100
Aland, B., 96 Burckhardt, J., 100
Alfodi, A., 100 Burgess, R. W., 99
Alfôldy, G., 85 Caillet, J. P., 77, 101
Allard, P., 53, 55, 85 Callewaert, C., 33,95
Alvarez Gómez, J., 30, 85 Campenhausen, H. von, 93
Amat, J., 97 Candau, J. M.a, 101
Andrei, O., 97 Canfield, L. H., 86
Andresen, C., 89 Castillo Maldonado, P., 96
Arias Bonet, J. A., 95 Cezard, L., 95
Arias Ramos, J., 95 Chadwick, H., 90
Aubé, B., 85 Chiabó, M., 92
Barceló, P., 13, 49, 76-77, 89, 97, 100 Churruca, J. de, 86
Bames, T. D., 85,95, 100 Chuvin, P., 101
Bartolini, R., 93 Clarke, G. W., 99
Barzanô, A., 85, 97 Clévenot, M., 86
Baumeister, T., 96 Cochrane, Ch. N., 90
Baus, Κ., 55, 78, 85 Contreras, C. A., 90
Beard, Μ., 86 Corcoran, S., 99
Beatrice, P. F., 91, 100 Cova, P. V., 98
Beaude, P. M., 96 Crake, J. E. A., 95
Benko, St., 21, 44, 46, 86, 90, 97 Daguet-Gagey, A., 57, 98
Benoit, A., 79, 89 Dal Covolo, E., 98
Bickerman, E. J., 93, 97 Daniélou, J., 80, 86
Bisconti, F., 104-105 Daniel-Rops, H., 79, 96
Blázquez, J. M.a, 93 Davies, J. G., 95
Borgen, P., 94 Davies, P. S., 99
Borleffs, J. W. Ph., 95 Daza Martínez, J., 41, 90
Boulhol, P., 14,91 De Decker, D., 99
Bovini, G., 27, 95 De Labriolle, P., 90
Bowersock, G. W., 40, 92, 96 Delehaye, H., 96
Boyarín, D., 96 Deschner, Κ., 54, 80, 86
Bradbury, S., 100 Dibelius, M., 35, 86
Bravo, G., 96 Dieu, P. L., 95
Brent, A., 17, 92 Dodds, E. R., 90
Brezzi, P., 27, 86 Dôlger, F. J., 92
Brown, P., 8, 100 Drachmann, A. B., 91
Brox, N., 96 Drake, Η. A., 101

107
Raúl González Salinero :
L as p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

Duval, Y., 70, 98, 99 Hopkins, Κ., 40, 87


Eastwood, B. S., 86 Hubefiák, F., 90
Edwards, M. J., 90, 92 Hunt, A. S., 106
Ferguson, E., 86, 96 Iglesias, J., 37,95
Fernández Ubiña, J., 16-17, 29, 89, 93 Jaeger, W., 90
Fiedrowicz, M., 90 Janssen, J., 97
Filoramo, G., 56, 64, 68, 86 Janssen, L. F., 92
Fiochi Nicolai, V., 104-105 Johnson, J. De M., 106
Fishwick, D., 92 Jones, A. H. M., 101
Fitzgerald, J. T., 90 Jones, D. L., 92
Flint, V., 101 Jossa, G., 34, 54, 87
Fôgen, M. Th., 77, 101 Junior, M. A., 91
Fontaine, J., 93 Just, P., 76, 101
Fowden, G., 101 Keresztes, P., 33, 87, 98-99
Frend, W. H. C„ 29, 31, 66, 78, 80, 86, 94, 99 Klauck, H.-J., 19, 87
Gabba, E., 93 Kolb, F., 99
Gamsey, P., 13, 86 Laistner, M. L. W., 90
Gaseó de la Calle, F., 39, 96 Lanata, G., 95
Geffcken, J., 101 Lancel, S., 99
Gemmiti, D., 101 Lane Fox, R., 87
Gigon, O., 90 Laupot, E., 91
Giordano, O., 99 Lazzati, G., 97
Giovannini, A., 98 LeBlant, E. F., 33, 95, 97
González Salinero, R., 101 Leadbetter, B., 101
Goodman, Μ., 90 Leclercq, H., 87
Gottlieb, G., 86, 89 Leigh Gibson, E., 31
Gradel, I., 92 Leone, M., 98
Grant, R. M., 90 Lepelley, Cl., 26, 79, 87
Grégoire, H., 79, 86 Lieu, J., 3), 40, 94
Griffe, E., 86, 95 Llorca, B., 30, 54-55, 87
Grzybek, E., 46, 98 Lombardi, G., 87
Guignebert, Ch., 87 Lopuszanski, G., 87
Gustafson, M., 95 Luehrmann, D., 92
Guterman, S. L., 87 MacMullen, R., 101
Hanson, R. P. C., 77, 90, 101 Maraval, P., 48, 53
Hare, D. R. A., 94 Marcone, A., 99
Hargis, J. W., 90 Marcos, M., 78, 101
Hamack, A. von, 29, 87 Marín, N., 17, 92
Healy, P. J., 99 Markschies, Chr., 87
Helgeland, J., 93 Markus, R. A., 87
Henrichs, A., 92 Marrou, H. I., 87
Hoeck, A. van der, 41, 96 Martin, J.-P., 87
Hoffmann, A. B., 90 Martin, V., 106

108
Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación crítica

Mazzoleni, D., 104-105 Riddle, D. W., 97


McGowan, A., 90 Rizzi, M., 41, 91, 97
Meslin, M., 87 Rodríguez Herrera, I., 91
Millar, F., 92 Rougier, L. J., 11,86-87,91
Minnerath, R., 18,40, 87 Rouselle, A., 95
Molthagen, J., 87 Ruffin, C. B., 88
Momigliano, A., 80, 101 Ruggiero, F., 91
Mommsen, Th., 33, 95 Saggioro, A., 102
Monachino, V., 95 Sainte Croix, G. E. M. de, 1 7 ,2 3,26,45,79,88,
100
Montevecchi, O., 93
Santalucia, B., 18,78, 96
Montserrat Torrents, J., 11,19,22-23,45, 54,67,
78, 80-81,88, 94 Santos Yanguas, N., 46-47, 55, 88, 98
Moreau, J., 26, 35, 58, 86, 88 Saradi-Mendelovici, H., 77, 102
Moreschini, Cl., 34, 54, 88 Saulnier, C., 88
Mouxy, B. de, 93 Schafke, W., 88
Munier, Ch., 88 Scholer, D. M., 30, 94
Nagy, A. A., 92 Schowalter, D. N., 88
Nestle, W., 93 Schwarte, K. H., 98
North, J., 86 Segura Ramos, B., 35, 98
Olbricht, Th. H„ 90 Selinger, R., 100
Onida, P. P., 101 Sherwin-White, A. N., 23, 89
Orestano, R., 36, 95 Siat, J., 98
Padovese, L., 90 Simmons, M. B., 91
Parkes, J., 30, 94 Simon, M., 29, 31, 79, 89, 91, 94
Pascal, C., 93 Siniscalco, P., 89
Paschoud, F., 91 Skarsaune, O., 72, 76, 94, 103
Pavón Torrejón, P., 35, 95 Smart, N., 103
Perea Yébenes, S., 16, 46, 91, 97 Sordi, M., 27, 45-46, 55, 61, 63, 89, 98
Perkins, J., 97 Sotinel, Cl., 102
Peterson, E., 90 Speigl, J., 99
Pezzella, S., 66, 91, 97, 99 Stauffer, E., 89
Plescia, J., 88 Stover, H. D., 89
Pohlsander, H. A., 60, 98 Stroumsa, G. G., 11, 91
Pouderon, B., 47, 98 Taylor, M. S., 30-31,94
Praet, D., 102 Teja, R., 15, 50, 59, 63, 65, 72, 89, 99
Prete, S., 33, 95 Testa, A., 77-78, 102
Price, S., 86, 90 Tibiletti, C., 89
Prieto, A., 17, 92 Tomaselli, G., 89
Pucciarelli, E., 94 Trocmé, É., 89
Puente Ojea, G., 11, 28, 75, 80, 88 Van Henten, J. W., 97
Ramelli, I., 47, 98 Van Oort, J., 102
Ramírez de Verger, A., Vermander, J. M., 91
Rascón García, C., 34, 95 Volterra, E., 93

109
Raúl González Salinero :
L as p e rsecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

Walsh, J. J., 89, 91 A d Dem., 2 16


Walsh, W., 103 De apost., 6 64
Waltzing, J.-P., 93 D e laps., 8 61-62
Watson, G., 91 Epist., 6, 1 23
Weidmann, F. W., 99 'Epist., 13, 5, 1 23
White, L. M., 90 Epist., 75, 10 58
Whittaker, J., 93 Epist., 80, 1 64
Wilken, R. L., 92 Clemente de Alejandría,
Williams, St., 12, 100 Epist. Cor., 60-61 18
Wlosok, A., 8, 89 I Epist. virg., 10, 1-2 23
Woods, D., 100 Paedag., III, 11,81,3 23
Workman, H. B., 89 Strom., III, 4, 30 22
Wyrwa, D., 102 Strom., III, 34, 3 22
Young, F., 94 Strom., VII, 17, 108, 2 22
Zeller, E., 93 Codex Gregorianus,
Zuccotti, F., 19, 96 14,4 69
Codex Theodosianus,
XVI, 1,2 77
INDICE DE FUENTES
XVI, 10, 3 77
XVI, 10, 4 76
Apocalipsis, XVI, 10,7-12 78
1,9 47 XVI, 10, 12 78
2,3 47 XVI, 10, 16 77
2,9 47 Collectio legum mosaicarum
2, 13 47 et romanarían,
17,6 47 15,3 69
19,2 47
Digesto,
20,4 47
1, 18, 13 26
Aristides, 48, 2, 6 37
Apol., 14 30 Dión Casio,
Arnobio de Sicca, Hist., LIV, 6, 6 12
Ad nat., I, 1 16 Hist., LXVII, 14, 1-3 47
Ad nat., I, 3 16
Epístola de Judas,
Atenágoras,
12 21
Legat., 2 24-25
Eusebio de Cesarea,
Legat., 3 21
Hist, eccl., Ill, 17-18 46
Legat., 32 23
Hist, eccl., IV, 9, 1-3 51
Cicerón,
Hist, eccl., IV, 13, 1-7 53
Alt., IV, 17, 1 34
Hist, eccl., IV, 26, 6 28
De leg., II, 8, 19 12
Hist, eccl., IV, 26, 10 52-53
De nat. deor., III, 59 17
Hist, eccl., V, pról., 1 54
CIL, I, 2,581 12 Hist, eccl., V, 21, 1 55
Cipriano de Cartago, Hist, eccl., VI, 12, L 30

110
Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en e l Im perio rom ano.
Una aproxim ación crítica

Hist, ecci., VI, 21, 3-4 58 Julio César,


Hist, ecci., VI, 34 59 Bell. Civ., 110 34
Hist, ecci., VI, 41, 9 60 Bell. Gall., I, 50 34
Hist, ecci., VI, 41, 11-13 62 Justino,
Hist, ecci., VII, 1 65 IApol., 1, 17 11
Hist, ecci., VII, 13 66 lApol., 4 24
Hist, ecci., VIII, 1, 5 67 IApol., 5, 1-3 28
Hist, ecci., VIII, 6 67 IApol., 17, 1 28
Hist, ecci., VIII, 6, 9 70 IApol., 17,3-4 28
Hist, ecci., VIII, 13, 13 71 IApol., 24 24
Hist, ecci., X, 5,4-14 74 IApol., 47ss. 30
Hist, ecci., X, 9, 7-9 75 IApol., 68, 5-10 51
Vit. Const., I, 26-29 73 IIApol., 1,2 28
Firmico Materno, IIApol., 2, 16 24
Err., 20, 5-7 77 IIApol., 3 (4) 39-40
Err., 28, 6 77 IIApol., 12, 4-5 21
Err., 29, 1-4 77 Dial. Tryph., 110 52
Flavio Josefo, Dial. Tryph.,passim 30
Ant., XX, 18, 11 45 Lactancio,
Gesta apud Zenophiliim De mort, pers., 3 46
consulares, De mort, pers., 11,3 70
3-4 70 De mort, pers., 15, 5 71

Hechos de los Apóstoles, De mort, pers., 15, 6-7 71


17,5 De mort, pers., 34 72
43
24,5 De mort, pers., 34, 3-4 72
43
De mort, pers., 44, 3-6 73
Herodiano,
De mort, pers., 48, 2-12 74
Hist., VII, 1, 3-4 58
Luciano,
Hipólito de Roma,
De mort, peregi·., 13 15,39
Refut., V, 7, 14 22
Refut., V, 7, 18-19 22 Martyrium Carpi, Papili
atque Agathonicae,
Historia Augusta,
Alex. Sev., 29, 3 4: 15
57
Max., 9, 7-8 58 Martyrium Pionii,
Sev., 17, 1 56 1 63
3 31
Ignacio de Antioquía,
4 31-32
Epist. Efes., 3, 1 24
Epist. Rom., IV, 1-3 7 35
40-41
8,3-4 63
Tral., VIII, 2 21
13 30
Ireneo de Lyón,
15 63
Adv. haer., I, 6, 3 22
Adv. haer., I, 13, 1-5 Martyrium Polycarpi,
22
9 15,38
Adv. haer., I, 25, 3 22
11 30
Adv. haer., I, 31, 1-2 22

111
Raúl González Salinero :
L a s p e rsecu cio n es con tra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

12 30 Apol., 2, 10 38-39
Minucio Félix, Apol., 5, 2 44
Oct., 20, 1 14 Apol., 5, 4 46
Oct., 26, 8 41 Apol., 5, 6 53
Oct., 28, 3-4 38 Apol., 21 30
Apol., 21, 1 30
Orígenes,
Contr. Cels., Ill, 15 Apol., 21, 25 30
16, 60
Apol., 27, 3-5 28
Contr. Cels., IV, 32 28
Apol., 32, 2-3 18
Contr. Cels., VI, 27 21
Apol., 37, 8 21
Contr. Cels., VI, 40 21
Contr. Cels., VIII, 73 Λρο/., 38, 2 27
29
Apol., 40, 2 16
Passio Eupli,
Λρο/., 42, 9 28
1 39 De ieun., 17, 3 23
Pastor de Hermas, Scorp., 10, 10 30
simii., VIII, 6 ,4 52 Tito Livio,
simii., IX, 10,7-11,8 23
XXXIX, 8,-19 12
vis., II, 2, 2 52
vis., II, 2, 6 52
vis., III, 2, 1 52 INDICE ANALÍTICO

Plinio el Joven,
Epist., X, 96 34, 38, 48-49 aborto: 21
Abraham: 57
Epist., X, 97 49
Acilio Glabrión: 46-47
Primera Epistola de Pedro,
Acta Martyrum: 14, 19, 31, 40, 54, 63, 79
2, 12 21 adivinación: 76
Suetonio, Adriano, emperador: 50-51,53
Aug., XXXII, 1 12 África: 53,67,71
Claud., 25, 11 44 agápe (ágape cristiano, comida fraternal):
Dom., 10, 2-3 46 agapetae'. vid. subinlroductae
Ner., 16, 2 20 Agatónica, mártir: 15
Taciano, Alejandría: 67
Or. graec., 27 24 Alejandro de Jerusalén: 61
Alejandro Severo, emperador: 57-58
Tácito,
altar de la Victoria: 78
Ann., XV, 44, 2-5 20, 45
ángeles: 14
Teófilo de Antioquía,
antijudaísmo: 8, 31, 46
Ad Autolycum, 3, 4 21
antimilitarismo cristiano: 28-29
Tertuliano, Antioquía: 58, 67
Ad nat., I, 7, 9 34 Antonino Pío, emperador: 52
Ad nat., I, 9, 3 16 antropofagia: 21
Λί/ν. Iud., 13, 26 30 Apocalipsis'. 11,47
Apol., 2, 1-4 24 apologistas: vid. literatura apologética
Apol., 2, 5 21 Apolonio de Tiana: 57
Apol., 2, 7-9 50 Apolonio, senador: 55~

112
Raúl González Salinero :
L as persecu cio n es contra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación critica

apostasia, apóstatas: 36-37,49, 52, 61-64,66, 75 condena a las minas (metalla)·. 35


Argelia: 70 confesores: 64
Arnobio de Sicca: 29 confiscación de bienes: 65-66, 69-70, 72-73
aruspicina: 76 consistentes: 62
Asia Menor: 15, 23, 47, 53, 67 Constancio Cloro, emperador: 68, 71, 73
astrologia, astrólogos: 52 Constancio II: 76-77
ateísmo: 13, 15, 17,46-47,51 Constantine: 70
Atenas: 52 Constantino, emperador: 4 3,59,71, 73-76, 80
Augusto, emperador: 12, 17 Constantinopla: 80
Augustos: 68,71,73 construcción de iglesias: 75
Aurelia Souelis: 106 contumacia·. 33
Aurelio Cirinio: 66 «conversión de Constantino»: 73
Aurelio Sereno: 106 Cornelio, obispo: 64
Babilas de Antioquía: 61 corte imperial: 68
Bacanales: 12, 53 Cosa: vid. inscripción de Cosa
banquetes tiesteos: 21 crimen maiestatis: vid. maiestas
bárbaros: 80 crimina·. 20
Beelphegor, misterios de: 31 crucifixión: 75
bienes eclesiásticos: 65-66, 69-70, 72-75 culto imperial: 17-19,47-48
Bitinia-Ponto: 21, 48 daimones (démones, demonios): 14, 18, 28, 67
Britania: 71 Decennalia·. 57
Caifás, sacerdote judío: 44 Decio, emperador: 33, 43, 60-64, 66, 71, 103
Capadocia: 58 delicta'. 20
cárcel, cárceles: 52, 61-62, 70-71 Demetrio, obispo: 66
Carpo, mártir: 15 Derecho penal romano: 35, 54
Cartago: 57, 61 Derecho romano: 20
Celso, filósofo pagano: 22 desjudaización: 8
Césares: 68, 71 deslealtad cristiana al Estado romano: 13, 51
Chrestos: 44 destrucción de templos paganos: 76-78
Cibeles: vid. Mater Magna devotio: 18
cínicos (filósofos): 39 difusión del cristianismo: vid. expansión del
Cipriano de Cartago: 16, 23, 58, 61-66 cristianismo.
circo, circos: 30 Diocleciano, emperador: 29, 36, 63, 66-69, 71-
Cirta, iglesia de: 70 74, 78
Claudio, emperador: 44 Dión Casio: 46
Clemente de Alejandría: 23, 41 Dionisio de Alejandría: 59-62, 64, 66
Código Gregoriano: 68-69 dioses romanos: vid. panteón romano
Código Teodosiano: 76-78 discriminación de los paganos en el Imperio
coercitio: vid. ilis coercitionis cristiano: 77-78
cognitio extra ordinem·. 25, 36-37 divorcio: 75
collegia illicita'. 26-27 Domiciano, emperador: 19, 46-48
collegia religionis·. 27 domingo, fiesta dominical: 75
collegia tenuiorum: 27 Domitila: vid. Flavia Domitila
Cómodo, emperador: 52, 55 donaciones a la Iglesia: 27
Concilio de Arlés (314): 75 donatismo, donatistas: 76

113
Raúl González Salinero :
L as persecu cio n es con tra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

Edicto de Milán (año 313): 43, 72-73 Hermás: 106


Edicto de Tesalónica (afio 380): 77 Hispania: 67, 71
Egipto: 67 Historia Augusta'. 51, 56
ejército: 28-29, 68, 73, 75 honestiores: 52, 69
El Fayum: 61 hostis communis salutis: 77
encarcelamiento: vid. cárcel, cárceles humiliores: 52
episcopado monárquico: 56 idolatría: 18
Epístola a los Hebreos'. 35 ídolos: 14-15, 22
Epistola a los Romanos: 11 Iglesia, iglesias: 7, 11, 16, 22, 27-29, 31, 40-41,
esclavitud, esclavos: 65, 75 43,46,52,55-56, 58-59,62-67,69-70,72,74-
Esmima: 15, 23, 53 78,80
Euplo, diácono mártir: 39 illicita religio: 15
Eusebio de Cesarea: 28,30,46,51-55,58-60,65- imperium: 36-37
67, 70, 72-74, 79 impietas (impiedad), impíos: 15, 19, 21, 31, 33,
excomunión: 75 36, 38,40,61
expansión del cristianismo: 7-8, 11,43, 67, 103 incendio de Roma (afto 64 d. C.): 20,43, 45-46
fanatismo, fanáticos: 39, 50 incestum (incesto): 21, 33
Felicidad, mártir: 57 inimici humani generis: 77, vid. también odium
fílantropismo: 15 humani generis
Filipo el Árabe, emperador: 58-60 inscripción de Cosa: 60
filosofía pagana, filósofos paganos: 14, 39, 46, institutum neronianum: 34-35
80 intolerancia, intolerantes: 8, 13, 80
Firmiano, obispo: 58 Iovius: 68
Firmico Materno: 76-77 Ireneo de Lyón: 22-23
fisco: 66 Isis: 12
fiscus iudaicus: 47 Italia: 67, 71
fiagitia: 19-23 iuramentum (sacramentum): 18
Flavia Domitila: 47 iurisdictio: 36-37
fracaso mesiánico: 44 ius coercitionis: 33, 36
Fundano: vid. Minucio Fundano ius divinum: 17
Galerio, emperador: 68-69, 71-72 ius gladii: 49
Galia:23, 54, 67,71 jerarquía eclesiástica: 21, 23, 31, 61, 65-66, 70,
Galieno, emperador: 66 76
genius imperatoris (genius principis): 17-18 Jesús de Nazaret: 43, 47, 52
Gesta apud Zenophilum consulares: 70 judaismo, judíos: 7-8, 13, 29-31, 40, 43-44, 46-
gladiadores: 22, 47 47, 56-57,61,77
gnosticismo, gnósticos: 22-23, 54 judeocristianismo: 11
Gordiano III, emperador: 59 Julia Mamea: 58
Gran Persecución: 67-74, 79 Juliano, emperador: 77
Graniano: vid. Sereno Graniano Julio César: 44
Grecia: 67 Júpiter Capitolino: 47, 60, 68
Heliogábalo, emperador: 57 juramento cívico: 11, 18, vid. también
Hércules: 68 iuramentum
Herculeus·. 68 Justino: 11,21,24, 28,30,40,51-52
herejías, herejes: 77 Lactancio: 29, 46, 70=73

114
Raúl González Salinero :
L as persecu cion es contra los cristian os en el Im perio rom ano.
Una aproxim ación crítica

Larisa: 52 mitos antiguos: 14-15,19


lealtad cristiana al Estado romano: 11,16-18, 30 Mitra: 12
Legio XII Fulminata·. 16-17 Moisés: 74
legis actiones: 36 monarquías orientales: 68
libellatici (libeláticos): 61-63 monjes violentos: 78
libertad religiosa: 66, Ti monoteísmo: 13-14, 17, 56-57
licita religio: 7, 66 montañismo, montañistas: 54
literatura apologética: 11, 14, 16, 18, 21, 24, 28, mosmaiontm: 19
29-30, 3 5 ,4 0 ,4 6 ,5 0 , 52, 79 munera curialia: 75
liturgia cristiana: 23 mystérion santificante: 18
logos: 14 Nerón, emperador: 20,30, 34-35,43,45-46
luchas de fieras: 22 Nicomedia: 68
Lucio Vero, emperador: 53 Nilo, río: 16
Lucio, obispo: 64 nomen Christianum: 24-25, 36, 38, 50-51, 55
ludi saeculares: 57 Novaciano: 63
Lugdunense: 52 Numidia: 70
Lyón: 53-55 «objeción de conciencia»: 29, 75
Macedonia: 67 Occidente: 62, 67, 71, 80
Macrino, «ministro»: 27, 65 odium humani generis: 20
magia, magos: 20, 52, 76 ordo equester: 57, 65
maiestas (maiestas imminuta): 18, 33, 36-37, 50, ordo senatorius: 65
77-78 Orfeo: 57
Majencio, emperador: 73 orgías sexuales: 21
maleficia: 20 Oriente: 56, 62, 67, 71, 74, 80
maniqueismo: 68-69 Orígenes, apologista: 16, 21, 28-29, 41, 58, 60
manumissio in ecclesia: 75 Pablo de Tarso: 14, 28
Marcia, concubina: 55 Pablo, obispo norteafricano: 70
Marco Aurelio, emperador: 16-17, 52-55 Pacato, legado: 52
marcosianos (gnósticos): 23, 54 pacifismo cristiano: 28-29
«mártires de Palestina»: 79 paganismo, religiones paganas, paganos: 7-8,12-
martirio, mártires: 37-41, 47, 64, 79 15, 21-28, 30, 37, 54, 57, 59-60, 76-79, 81
martirios voluntarios: 39, 79 Palestina: 44, 52, 57
masas populares: 15, 17, 23, 25-26, 45, 50-52, Pandataria, isla: 47
54, 60 panteón romano: 12-14, 16, 70
Mater Magna (Cibeles): 12 Papilo, mártir: 15
Maximiano, emperador: 68, 71, 73 Passiones: 40
Maximino Daya, emperador: 72-73 Pastor de Hermas: 52
Maximino Tracio, emperador: 58 pax deorum: 13, 15-17
Melitón de Sardes: 28, 52-53 Pérgamo: 53
milagro de la lluvia: 16-17 Perpetua, mártir: 57
Milán: 68, 73 petro-paulinismo: 8, 11, 22-23, 54, 56
minas: vid. condena a las minas Pina, obispo: 66
mfnim: 30 Pío, obispo de Roma: 52
Minucio Félix: 38, 41 Pionio, mártir: 30-32, 35, 63-64
Minucio Fundano: 51

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Raúl González Salinero :
L as p e rsecu cio n es con tra los cristian os en e l Im perio romano.
Una aproxim ación crítica

Plinio el Joven (Cayo Plinio Cecilio Segundo): Tácito: 35, 46


11,21,34-35,38, 48-49, 55 Taesis: 106
Policarpo, mártir: 15, 37-38 Talmud de Babilonia: 7
politeísmo: 8, 12-13, 17, 48-50, 58, 61-62, 65, Teadelfia: 106
69-72, 106 templos paganos: 15, 77
Pontifex Maximus·. 59 Teodosio el Grande, emperador: 77-78
Porfirio, filósofo pagano: 22 Terminalia: 69
Primera Epístola de Clemente a los Romanos: 11 Tertuliano: 16, 18, 21-22, 24, 26-30, 34-35, 38,
Primera Epistola de Pedro: 11 44, 46, 50, 53, 57
Princeps: 67 Tesalónica: 52
profetismo carismático: 54 Tetrarquía: 33, 67, 73-74
provocatio ad populum: 36 thurificati: 62
psíquicos (católicos): 22 Tiber, río: 16
Puente Milvio, batalla del: 73 Tiberio, emperador: 44
Quinto Aurelio Símaco: 78 Tito Flavio Clemente: 46-47
rabinos, judaismo rabínico: 7, 43 tolerancia: 12-13
restitución de bienes: 72-73, 78 «tolerancia controlada»: 13
restitutor sacrorum: 60 Tora (Ley mosaica): 7, 14, 30
retórica antijudía: 31 traditores: 70
ritos paganos: 21 Trajano, emperador: 21, 34,47-51, 53-55
Ródano: 54 transformación de los templos paganos en
Roma: 16, 43-49, 52-55, 59-60, 63-64, 67-68 iglesias: 77-78
sacramentum: vid. iuramentum Trebonio Galo, emperador: 64
sacrificios paganos: 62, 63, 65, 70-71, 76, 78 tumultos populares: 23,25,44-45, 51, 54,60,77-
sacrilegium: 33 78
Satanás: 18 Ulpiano, jurista: 26
secta cristiana: 21 valentinianos (gnósticos): 22, 54
sectas, sectarios, 7, 17, 22, 43, 45, 49, 54 Valeriano, emperador: 27, 63-67
Senado, senadores: 20, 46, 55, 58, 60, 65 Verdadero Israel: 7
Septimio Severo, emperador: 56 Verus Israel: vid. Verdadero Israel
Serapis: 12 Vicennalia: 71
Sereno Graniano: 51 Vienne: 53-54
Silvano, obispo: 70 xenofobia: 54
Símaco: vid. Quinto Aurelio Símaco zelotes: 44
Sinagoga, sinagogas: 7, 30-31, 45, 47, 56
sincretismo religioso: 12, 53
Siria: 67
sistema formulario {performulam): 36
sociedad pagana: 8, 28-29
stantes: 62
subintroductae (vírgenes cristianas bajo dirección
espiritual): 23
Suetonio: 46
superstitio, superstición: 14-15, 19-20, 38, 46,
49, 76-77

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