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La frontera entre el derecho de huelga y el chantaje social

Los humanos somos muy dados a establecer clasificaciones, parece un método


eficiente para organizar el conocimiento pero, por desgracia, esta táctica no tiene esta-
blecido un modo práctico para colocar con precisión la barrera entre los conjuntos a
separar y en este intento solemos naufragar.

¿Dónde terminan exactamente mis derechos y comienzan los de mi vecino?

El derecho a la huelga quedó legalmente establecido hace ya mucho tiempo y


hoy se encuentra tan asentado en la cultura de los países occidentales que nadie se atre-
ve a ponerlo en duda como un derecho inalienable al que cualquier estamento social, sin
importar su clase o naturaleza, pueda acogerse. Sin embargo, en nuestra actual “so-
ciedad del bienestar” hay momentos en que este derecho nos lleva a incertidumbres bien
fundadas. De hecho ya hay precedentes formales de restricciones como las que impuso
el Tribunal de Justicia de Luxemburgo en el año 2007 en el famoso caso Viking en que
el Alto Tribunal admitía que aunque el derecho de huelga forma parte del derecho
Comunitario como un derecho fundamental, su ejercicio puede ser sometido a cier-
tas restricciones cuando se ponen en peligro otros derechos fundamentales. En
aquella sentencia se refería al derecho al libre establecimiento de las empresas dentro de
la Unión Europea, ahora estamos hablando del derecho de libre circulación de los ciu-
dadanos.
Basta esperar a la llegada de cualquier periodo vacacional, navidades, verano,
para tropezarnos con pequeños grupos bien valorados, incluso admirados socialmente,
aunque solo sea por los desvergonzados sueldos que perciben que, a cambio de obtener
unas monedas más y amparados por sus propios sindicatos, no tienen el menor empacho
en malograr el merecido descanso vacacional de millones de ciudadanos cuyo nivel de
vida, en general, está muy por debajo del suyo.

¿A estas acciones se las debe incluir en el cajón de las huelgas laborales o habrá
que ponerlas en el de los chantajes sociales?

Para dirimir tan peliaguda tesitura sospecho que tendríamos que comenzar por
las raíces. ¿Cuáles fueron las razones que impulsaron a la sociedad a admitir la huelga
como un derecho? Sospecho que no será necesario recurrir a la precisión de las enciclo-
pedias ni a la historia del derecho del trabajo para entender que se trataba de salvaguar-
dar el derecho a la vida digna, a no ser pisoteados por las grandes empresas y los gran-
des y pequeños empresarios que nunca pensaron en otra cosa que su lucro personal y no
se acordaron de considerar la dignidad de sus empleados.

¿Dónde quedan estos principios cuando los huelguistas son los pilotos de avia-
ción civil o los controladores aéreos, cuyos impúdicos salarios se sitúan en el mismo
nivel de las nubes donde trabajan? Estamos hablando de unos 300.000 € anuales. Lo-
grados, naturalmente, no por la dificultad extrema de su trabajo, sino por la reiterada
práctica del chantaje social, año tras año.

Hace falta tener muy escaso pudor moral para que unos cientos de estos millona-
rios decidan frustrar y privar de su derecho a la movilidad y al descanso a millones de
personas, a cambio de incrementar su bolsa en unos euros extras.

La situación se hace más sangrante cuando uno se pregunta, ¿cómo de difícil es


la profesión de la que hablamos?

Yo recuerdo, en mis años mozos, el detenerme en Puerta Real, el centro de mi


querida Granada, a contemplar la increíble eficacia del guardia de tráfico que, situado
en la encrucijada de 6 calles de intenso tráfico y armado de un silbato y dos grandes
guantes blancos, lograba, con arte y estilo torero, que decenas de coches circularan sin
problemas. ¡Hay! ¡Entonces aún no se habían inventado los torpes semáforos!

Pues cambien ustedes el silbato por una emisora de radio, los guantes por unos
radares y los coches por aviones y tendremos un controlador aéreo.

Me pregunto con nostalgia cuánto cobrarían aquellos guardias y cuantas veces


en sus vidas irían a la huelga. Claro que quizá no haya que santificarlos, como nos gusta
hacer con todo lo pasado, es posible que ellos no fueran conscientes de la capacidad de
chantaje social de que disponían. Su huelga hubiera paralizado la ciudad. Pero también
es posible que, precisamente por eso, porque conocían la gran responsabilidad de su
trabajo, nunca se atrevieron ni a planteárselo.
No quedaría completa esta reflexión si no nos preguntamos a su vez cuál debe
ser la responsabilidad del gobierno de una nación para salvaguardar los derechos esen-
ciales de los ciudadanos, como la movilidad, en el caso que nos ocupa.

A mi modo de ver hay dos campos claros de actuación. El primero, por más rá-
pido, sería disponer de refuerzos de técnicos de estas especialidades conflictivas para
casos de emergencia. Y el manantial de estos técnicos podría estar en el ejército. Por
fortuna, desde que Rusia se ha convertido en un apetecido lugar para pasar las vacacio-
nes, ya no necesitamos a un ejército para que salve nuestras vidas del malvado ejército
rojo y, con la liberación de responsabilidades que esto implica podría cambiarlas por la
de salvaguardar los derechos de la sociedad frente a pequeños grupos extorsionadores.

La otra vía de actuación gubernamental, que no excluye la primera, sería la típi-


ca del gobierno: legislar.

Legíslese el derecho de huelga de manera que sea fácilmente distinguible del


chantaje social y de modo que los derechos básicos del resto de los ciudadanos no se
puedan poner en peligro.

Manuel Reyes Camacho

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