Rodolfo Kusch
Nos dijeron que el maestro había ido al lago a pescar. Tenía urgencia de
hablarle. Necesitaba que me abriera la iglesia para examinar unos
murales, y él era el único quien podía hacerlo. Todos me habían negado
el permiso. Además, tenía interés en conversar con un maestro de un
pueblo dormido a orillas del lago Titicaca. Seguramente contaría con
pocos alumnos y todos campesinos, de modo que tendría problemas
diferentes a los que se presentan en la gran ciudad.
Aquella noche cenamos con él. Era muy humilde y vestía pobremente,
pero denotaba una extraordinaria dignidad y pureza a través de todos
sus actos. Se advertía que era la autoridad más importante del pueblo,
ya que se le consultaban todos los asuntos que afectaban a la
comunidad.
Recuerdo que hablamos de tests. Es natural que así fuera. Para los que
somos de Buenos Aires, el test es un símbolo: supone evolución,
progreso y además con él se miden cosas; eso es lo más importante. El
maestro era inteligente y se interesó. Pero cuando le insistí que podía
enviarle algunos, se sonrió. Comprendí que su interés no llegaba a
tanto.
Sin embargo este maestro tenía algo más. Al fin y al cabo, ser un
maestro no significa sólo conocer la ciencia y la cultura. Esto sería
demasiado pobre y más, si únicamente se dedicara a aplicar tests.
Había otra cosa detrás de él. Y pensé que sería el lago. Veamos por qué.
Este lago siempre estuvo cargado de misterios. Todo lo que se lee sobre
él es extraño. No sólo fue el lago sagrado de las culturas antiguas, sino
que aún hoy en día se le atribuye un sin fin de cosas, quizá un poco
exageradas para un simple fenómeno geográfico. Pero aún así es
sugestivo: ¿qué pensar sino de un lago situado a cuatro mil metros de
altura, llevado ahí por el plegamiento de los Andes, y con un ancho
igual a la distancia que existe entre Buenos Aires y La Plata, y un largo
tres veces mayor?
Hoy en día ese lago es aún fuente de extrañas leyendas. Una mujer en
Perú me había relatado que su novio, un gringo, como se suele llamar a
los rubios, cruzaba el lago en una lancha por razones de trabajo. Nunca
más lo vio. Se dijo que había caído al agua y hubo quien suponía que lo
habían empujado los indios. Estos necesitaban una ofrenda para la
cosecha y el lago nunca devuelve sus muertos.
¿Pero dónde termina la mente de uno y dónde comienzan las cosas? Por
ejemplo compro un jarrón porque me gusta. En cierto modo ya
pertenece a mi vida. Pero salgo del negocio y se me rompe. Me aflijo.
¿Qué lamento entonces? ¿La simple rotura del jarrón? Esto es lo que
digo a todos. Pero en el fondo se ha estrellado contra el suelo un pedazo
de mí mismo. Nuestra vida se desparrama misteriosamente entre las
cosas. Y, si eso decimos del jarrón, qué no diremos del lago Titicaca.
Qué gran pedazo de vida tenemos que desparrama en él para
incorporarlo a nuestra alma.
¿Y por qué ir tan lejos? La vereda de nuestra casa, la calle, las casas de
los vecinos, el paso a nivel cercano, la avenida a dos cuadras, también
son trozos de nuestra intimidad. Vivimos siempre metidos en un paisaje,
aunque no lo querramos. Y el paisaje, ya sea el cotidiano o el del país,
no sólo es algo que se da afuera y que ven los turistas, sino que es el
símbolo más profundo, en el cual hacemos pie, como si fuera una
especie de escritura, con la cual cada habitante escribe en grande su
pequeña vida.
Pero debe ser tan fácil construirlos ¿verdad? Mucho más fácil que hacer
lo del maestro aquel: redondear la vida de sus alumnos simplemente
con lo que necesitaban para continuar junto al lago. Esto último nos
cuesta mucho más que construir un artefacto. Qué paradoja...
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