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Facultad de Psicología
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
México 2016
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Esta edición de un ejemplar (795 KB) fue elaborada con la colaboración de la Dirección
General de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM. La revisión y edición general de la
versión Electrónica estuvo a cargo de la Dra. Tania Esmeralda Rocha Sánchez. La formación
de este ejemplar en formato ePub fue realizada por Rosa María del Angel.
Portada:
Katherine E. Sánchez Charnock
Revisión de Estilo:
Psic. Inés Torres Carrión
Este libro en su edición digital fue posible gracias al apoyo de la DGAPA a través del proyecto
RL300516.
Facultad de Psicología
D. R. © 2016 UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
Ciudad Universitaria, 04510, Ciudad de México.
ISBN: 978-607-02-8825-8
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legítimo titular de derechos.
Hecho en México.
Contenido
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Introducción
PRIMERA PARTE:
Masculinidades, prácticas y dinamismos.
Capítulo 1. Incorporación del trabajo con hombres en la agenda feminista
Olivia Tena Guerrero
Capítulo 2. Hombres en la transición de roles y la igualdad de género: Retos, desafíos, malestares y posibilidades
Capítulo 3. Hombres en el feminismo: zigzaguear entre lo público y lo privado. Construyendo un método de investigación para analizar la masculinidad
Benno de Kejzer
Capítulo 7. Deseando no ser violento: las dificultades para dejar de ser hombre
Clara Juárez Ramírez y Cristina Herrera
TERCERA PARTE:
Crisis, homofobia e intimidad.
Capítulo 8. Algunos efectos de los cambios en la economía (trabajo y su precarización) en la vida de varones y en sus relaciones de género
Capítulo 9. Re-significaciones del trabajo y de la provisión económica: masculinidades en hombres de la Ciudad de México
___________
1 Cazés, D. (1998). Metodología de Género en los estudios de hombres. Revista de estudios
de género, La ventana, 8, 100-120.
2 Beauvoir, S. (1949). El segundo sexo. Argentina: De Bolsillo
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5 Connell, R.W. (2006). Desarrollo, globalización y masculinidades. . En G. Careaga y S. Cruz
vista. Anuario Social y Político de América Latina y el Caribe, 6, Flacso/ Unesco/ Nueva
Sociedad/ Caracas, 91-98.
7 Bonino, M. L. (1999). Los varones frente al cambio de las mujeres. Lectora, 4, 7-22.
8 Tena, O. (2010). Estudiar la masculinidad ¿para qué? En N. Blázquez G., F. Flores P. & M.
grupos, como grupos de varones, justo para diferenciarlos del resto de movimientos de
hombres que no comparten el objetivo de este grupo de desmantelar los supuestos
patriarcales que han contribuido a la opresión de las mujeres (ver Tena, 2010).
10 Nuñez, N. G. (2004). Los "hombres" y el conocimiento, reflexiones epistemológicas para el
estudio de" los hombres" como sujetos genéricos. Desacatos, 16, 13-32.
11 Kaufman, M. (1999). Men, feminism and Men`s Contradictory Experiences with Power. In
Kuypers, J.A.(Ed.). Men and Power. Fernwood Books: Halifax. pp. 59-83.
PRIMERA PARTE:
Masculinidades, prácticas y dinamismos.
Capítulo 1.
Incorporación del trabajo con hombres en la agenda feminista
Olivia Tena Guerrero
Introducción
El tema de las masculinidades ha sido tratado de diversas maneras, ya sea a través de un
análisis teórico como el que aquí expongo o a partir de resultados producto de investigación
empírica. Sin embargo, en la gran mayoría de los casos, se presenta como un planteamiento
de género desde el cual se puede mirar el fenómeno de estudio ligado con el significado de ser
hombre y las diversas formas de expresión masculina (Tena, 2015).
Una particularidad de los estudios de género ha sido su carácter interdisciplinario, lo cual no
tendría por qué resultar sorprendente si sabemos que las teorías feministas que le dan origen
tienen este mismo perfil. Patricia Castañeda (2008) resalta la orientación interdisciplinaria
propia de este tipo de investigación por el carácter mismo de los problemas que aborda,
ligados a la pluralidad, diversidad y multiplicidad de experiencias de las mujeres. Los estudios
de género, señala Castañeda, parten de problemáticas ligadas a la experiencia de las mujeres,
y de ahí su carácter multinivel que les obliga a tener una mirada interdisciplinaria.
Pero los estudios de género, ¿podrían contemplar también las múltiples experiencias de los
varones? La respuesta es en un sentido afirmativo si consideramos que la categoría misma de
género se construye al interior del campo teórico feminista, como un concepto de naturaleza
relacional, si bien, el reconocimiento feminista de las relaciones jerárquicas de poder inmersas
en la construcción de los géneros ha fijado la prioridad de privilegiar la voz de quienes han sido
situadas en una condición de opresión, es decir, las mujeres.
¿Cómo olvidar, al incluir a los varones como sujetos políticos, que aún no hemos cumplido
con la meta feminista de la igualdad? ¿Cómo reconocer sus malestares de género sin
victimizarlos cuando sabemos que las exigencias de la masculinidad aun los sitúan en una
condición de privilegio? Quizás estemos atemporalmente intentando unir bajo un paraguas
feminista aquello que pertenece a esferas dispares, que aún requiere un trato separado.
Pienso que no es así, pero también que, para incorporar a los varones a los estudios
feministas, ya sea como sujetos u objetos de estudio, se requiere de una reflexión política
académica que nos convenza o nos disuada.
Esto implica repensar la importancia de incorporar a la agenda feminista el trabajo con
hombres, para lo cual será inexcusable iniciar precisando algunos aspectos que generalmente
utilizamos obviando su significado, lo cual no es un tema menor, tanto en un sentido académico
como político. Me refiero a precisar qué es el feminismo, cuál es su agenda pendiente y qué
sentido tiene el trabajo con hombres para avanzar en dicha agenda. Únicamente después de
este posicionamiento, será posible argumentar si lo planteado es posible e incluso deseable y,
de ser así, cuál sería la estrategia y su importancia.
Antes de iniciar con los compromisos hasta aquí adquiridos, he de ubicar el presente trabajo
en su contexto de elaboración. Todo empezó con mis primeras incursiones feministas en los
años 90, investigando sobre las condiciones decisorias y morales de las mujeres solteras de
mediana edad. En aquella ocasión, decidí incorporar también como participantes a varones
solteros en situaciones de vida aparentemente similares a las de las mujeres, es decir:
solteros, de mediana edad, viviendo con su familia de origen, sin descendencia y con trabajo
remunerado. Incorporé las experiencias masculinas al estudio aun a sabiendas de que mi
interés original y central eran las mujeres, la forma como ejercían sus derechos sexuales y
reproductivos en un ambiente moral de restricciones por su condición de mujeres solteras
viviendo en la casa familiar y a la vez, en su condición de mujeres con ingresos económicos
propios, con lo que esto significaba en términos de posibilidad de autonomía. Estos supuestos
teóricos no aplicaban para los varones, así es que su agregación solo respondía a la
necesidad de hacer comparaciones para mostrar empíricamente la desigualdad basada en la
diferencia sexual.
Como consecuencia de este estudio, que fuera mi trabajo doctoral (Tena, 2002), empecé a
escribir y a hablar en algunos casos sobre mujeres (Tena, 2005ª), en otros sobre mujeres y
varones (Tena, 2005b), pero en muchos otros únicamente sobre varones (Tena, 2006),
haciendo contacto con líneas de investigación surgidas de los llamados estudios de
masculinidad. Más aún, sin proponérmelo, empecé también a ser identificada como “estudiosa
de la masculinidad” ante la mirada a veces sorprendida de mis colegas feministas y de la mía
propia. Fue obligatorio iniciar una reflexión sistemática y crítica sobre mi propio quehacer y
sobre los estudios mismos de masculinidad realizados por varones. Esto implicó un
acercamiento a la discusión postmoderna sobre la importancia del cuerpo de la persona que
conoce y la importancia de su identidad sexual, de género y de su posicionamiento feminista
(véase Tena, 2010). En este trabajo pretendo continuar con esta reflexión ya iniciada,
imaginando en qué medida la agenda feminista contempla los estudios de varones para su
avance y en qué medida los varones, como tales, pueden formar parte del grupo cognoscente
con una agenda pretendidamente común, en qué medida son viables de constituirse como
sujetos políticos del feminismo desde su categoría genérica masculina.
Posicionamiento feminista
Tanto los movimientos feministas como el feminismo académico han partido de un saber común
que tiene que ver con la condición de desigualdad de las mujeres en relación con los varones.
Esta desigualdad, que se ha manifestado a través de la historia y las culturas en diferentes
formas de opresión y de invisibilización de lo femenino, ha llevado a la vindicación de derechos
que antes no eran nombrados para ningún ser humano y que empezaron a hacerse visibles
como tales a partir del llamado Siglo de las Luces –aunque incluyendo únicamente a lo que se
consideraba la parte masculina de la humanidad. Es ahí donde inicia la historia del feminismo
como una tradición de resistencias y vindicaciones ante las concepciones ilustradas que,
aunque acertadas por principio, resultaron ser demasiado abstractas y fácilmente excluyentes.
Los principios básicos emanados de la Ilustración, mismos que continúan siendo centrales
en las discusiones sobre los Derechos Humanos, fueron construidos sobre un supuesto de
racionalidad no reconocida en las mujeres, lo cual las excluyó del disfrute de los logros de la
Modernidad, incluyendo su reconocimiento como ciudadanas (véase Tena, 2005a). Se adujo
que para ser considerados ciudadanos −en masculino−, los individuos debían ser capaces de
formular juicios autónomos, capacidad de la que supuestamente carecían las mujeres por
motivos de su constitución biológica. El paradigma social y científico cartesiano, que suponía
una división entre mente y cuerpo, privilegiando a la primera, favoreció que a la mujer se le
identificara con la naturaleza debido a sus manifestaciones sentimentales y emocionales, y al
varón con la cultura y la vida pública por su condición de “seres razonables” (véase Cazés,
1998 y Seidler, 2000)12.
Así fue como la mujer se mantuvo confinada al ámbito doméstico y del cuidado hacia los
otros bajo la tutela de varones, mientras que el varón accedió al ámbito laboral y político. Se
construyeron entonces instituciones y derechos “de los hombres”, creados por hombres; se
dejó fuera a la mujer del programa de la modernidad, negándole así la condición de sujeto
moral autónomo y condenándola a la heteronomía moral (véase Tena, 2005). De allí el interés
de los primeros movimientos feministas en el S. XVIII de procurar, entre otras cosas, la
educación de las mujeres en iguales circunstancias que la de los varones, como un medio de
promocionarlas hacia la autonomía como seres racionales (Amorós, 1996).
La meta, originalmente, era lograr el desarrollo de una racionalidad masculina en las
mujeres, a través de garantizar su acceso a los recursos hasta entonces no disponibles para
ellas, lo cual se consideró era la base de la desigualdad. Lo que esto implicaba, de principio,
era una aceptación tácita de una concepción de la moralidad, según la cual todos pueden
participar como seres racionales. Bajo esta lógica, las mujeres lucharon para acceder a los
recursos que les permitieran su desarrollo racional, el cual se había visto obstaculizado por la
desigualdad en oportunidades, afirmando al mismo tiempo que las diferencias que las
separaban del mundo masculino no eran insuperables.
Un primer error, a decir de algunas teóricas feministas con quienes concuerdo, fue el
concebir y luchar por una igualdad concebida como mismisidad en relación con los varones; es
decir, una igualdad apoyada en la universalidad de la razón masculina; si bien la ideología
igualitarista de la Ilustración y el concepto ilustrado de “razón universal” sentaron las bases o
permitieron que se despertara la conciencia de opresión en las mujeres, siendo así la semilla
del movimiento feminista (véase Reverter, 2011).
El problema, sin embargo, era aún más complejo. El tipo de moral esgrimido como proyecto
de la modernidad ocultó una doble moral. Las definiciones de autonomía y los conceptos de
igualdad, libertad y dignidad asociados a ésta se reconocieron para los varones, mas no para
las mujeres, con todo lo que esto ha implicado para sus decisiones sexuales y reproductivas,
entre otras. Si no se reconocía su autonomía por no reconocer su racionalidad, no tendrían
autoridad para pedir, negar, disentir o negociar, quedando sujetas a la decisión racional
masculina en todos los órdenes. De hecho, gran parte del desprestigio y satirización de los
movimientos feministas tiene que ver con esta identificación de la mujer con las emociones y
sentimientos desvalorizados: cualquier tipo de resistencia femenina, individual o grupal, se ha
relacionado con emociones femeninas que no son dignas de tomarse en cuenta por no
considerarse racionales.
La alternativa feminista ha consistido en replantear los principios éticos, de manera que las
mujeres, y otros actores sociales también excluidos, seamos reconocidas plenamente como
agentes morales autónomas, sin tomar como punto de referencia al varón, como se hizo en el
Siglo XVIII y como se sigue haciendo en diversos escenarios políticos y científicos. Este
replanteamiento de principios éticos modernos se puede formular a través de una redefinición
de los mismos en un sentido más dinámico y plural que conlleve tanto el reconocimiento a las
diferencias como la búsqueda de igualdad; unos principios que consideren lo que Nancy Fraser
(1996) denomina “justicia distributiva”, “justicia de reconocimiento” y “justicia de
representación”, que contemplan tres dimensiones de la justicia: la redistribución en la esfera
económica; el reconocimiento en el ámbito socio-cultural; y la representación en lo político.
Para esta autora, el género es un principio estructurante de la economía política y también
es una diferenciación en términos de estatus que constituye modelos culturales dominantes de
interpretación y valoración (Fraser, 1996). Dado que la injusticia de los diferentes órdenes de
género está cimentada principalmente en el androcentrismo y el sexismo cultural, con una
devaluación y denigración paradigmática de todo lo femenino, las mujeres y otros grupos de
bajo estatus corren el riesgo de ser feminizados y, por tanto, despreciados. Este orden está
institucionalizado en las leyes, políticas estatales, prácticas sociales y modelos informales de
interacción social; se expresa en daños infligidos a las mujeres que, de acuerdo con la autora,
requieren remedios independientes, mediante el reconocimiento, que implicaría transformar las
valoraciones culturales y, por tanto, sus expresiones legales y prácticas.
Con base en esta postura, si se incluye a los varones en la concepción de un sujeto
feminista reconfigurado, se pensaría que éstos serían también despreciados en tanto
masculinidades disidentes más cercanas a lo definido como femenino. Por otro lado, al
contemplarlos como objetos de estudio en tanto representantes de una masculinidad
dominante que se pretende deconstruir desde sus significados culturales, se pensaría en su
posible feminización y, por tanto, desde una mirada del no-reconocimiento, se considerarían
estudios ilegítimos.
En este sentido, para fines de este trabajo, planteo que es la justicia de reconocimiento la
que modula la posibilidad de una justicia distributiva, pues esta última sería una forma, entre
otras, de expresión de la primera y la base de la división sexual del trabajo y las otras formas
de segregación laboral estudiadas dese las teorías feministas. Esta justicia de reconocimiento
sería entonces el fundamento ético de la agenda feminista de la que se hablará en este trabajo
en relación con los estudios de masculinidad.
La propuesta de paridad de Fraser, congruente con lo anterior, considera que estas
dimensiones de la justicia están imbricadas y que, por tanto, se tiene que analizar cada caso
particular desde ambas visiones normativas, con lo que integra los dos modelos en un mismo
marco conceptual. El objetivo a alcanzar es, desde esta perspectiva, la paridad participativa a
través del análisis de cada caso de injusticia y sus necesidades, guiado por un propósito
práctico: superar la injusticia.
La paridad participativa es el núcleo normativo que propone Fraser en su modelo bipolar de
justicia, cuya norma es “que todos los miembros adultos de la sociedad interactúen entre ellos
como iguales.” La condición previa para cumplimentar la norma es la justicia en sus
dimensiones distributiva o económica y cultural o de reconocimiento, que incluye a mujeres y
hombres de diferentes condiciones de orientación, origen, raza, clase, etc. Sin embargo, la
constitución de un sujeto político necesariamente se orienta a quien actualmente se encuentra
en mayor desventaja en el ejercicio y reconocimiento de sus derechos, en este caso, las
mujeres en sus diferentes formas de vida y expresiones. ¿Es entonces la construcción del
sujeto político feminista el obstáculo para incorporar a los varones en un proyecto feminista
que abone a una agenda común? ¿Quién es o puede ser este sujeto?
Masculinidades disidentes
Los primeros hombres que se unieron a un movimiento de liberación feminista fueron los
colectivos gays, aplicando las técnicas de reflexión feminista, según Carrigan, Connell y Lee
(1987). De hecho, quienes principalmente se han ubicado a sí mismos como hombres
feministas, o pro−feministas, son varones que persiguen con el feminismo una meta común,
que es erradicar la discriminación y desvaloración de todo aquello que se asocia a lo femenino.
No se trata, sin embargo, de hombres que ejerzan formas de masculinidad subordinadas o
alternativas (véase Connell, 1997), sino varones en expresa disidencia hacia estos modelos de
masculinidad que dañan a las mujeres y restringen las posibilidades de libre relación tanto a
unas como a otros.
Hablar de disidencia en torno a la masculinidad es importante pues alude a una conciencia
de género y, en ocasiones, a una conciencia de opresión compartida, además de la voluntad
de trabajar por un cambio social crítico de las normatividades de género vigentes e incluso de
la diferenciación sexual en sí misma. Algunos varones han asumido, explícitamente desde esta
postura, una identidad feminista bajo el reconocimiento de un mismo sujeto político. Estas
masculinidades disidentes se han interesado en los estudios feministas porque comparten con
el feminismo la visión respecto de un mismo sujeto y modelo opresor.
Desde esta disidencia política, algunos varones se han interesado en explorar la
construcción de las masculinidades dominantes en su entorno como un medio para su
transformación (véase Carrigan, Connell y Lee, 1987). Este hecho nos lleva a pensar en la
posibilidad de contar con una agenda feminista en común que, a partir de tener como objeto de
estudio las relaciones desiguales de género que oprimen a las mujeres y a lo femenino,
permita un avance substancial hacia la igualdad de género para beneficio también de los
varones.
Lo anterior va hilvanando la justificación sobre la posibilidad de incorporación de los varones
como partícipes activos dentro de los estudios feministas, sin por ello dejar de atender a los
posibles sesgos de género que, a través de una continua autorreflexión, se van
deconstruyendo tanto en los discursos y prácticas de varones como de mujeres feministas. En
este mismo sentido, va cobrando importancia analizar en este punto las posibilidades de
incorporación de los varones como objeto de estudio y puntualizar su presencia al interior de la
agenda feminista.
La agenda feminista
Con lo dicho hasta ahora podría definirse a la agenda feminista como una agenda de igualdad
de género que, para avanzar, debe centrar su mirada en las mujeres -en la diversidad de sus
situaciones de vida- y en la mujer, entendida en torno a una misma condición de género y una
misma historia de opresión a remontar. En esta tónica, la igualdad no implica la búsqueda de
una mismisidad con los hombres, sino la posibilidad común de ejercer derechos sin jerarquías
de poder debidos a una asignación sexual.
Construir una agenda feminista implica, y ha implicado también, ir aclarandonos el para qué
de la misma, asumiendo que la producción de conocimiento no es neutral sino que responde a
intereses académicos pero también políticos en relación con problemáticas particulares de
colectividades o grupos sociales. Las agendas feministas −que no son sólo una− se han ido
construyendo con base en esos intereses, por lo que se puede hablar tanto de una agenda que
lucha primordialmente por la educación, trabajo y representación política de las mujeres, como
de una agenda que lucha en contra de su explotación económica, así como de una agenda en
torno al ejercicio de sus derechos sexuales y reproductivos y en contra de la violencia en
cualquiera de sus manifestaciones, pero en cada caso se tiene a las mujeres en el centro.
Con frecuencia, las diversas agendas están activas de manera simultánea redefiniéndose y
reinterpretándose con base en los contextos locales. Una de las mayores oportunidades de
confluencia y transnacionalización de diversas agendas feministas se presentó en la cumbre de
Beijing, aún con sus conflictos y contradicciones (véase Álvarez, 1997 y Guerra, 2007). No es
objetivo de este texto abundar en los trabajos previos y durante la Cuarta Conferencia Mundial
sobre la Mujer, celebrada en Beijing en 1995, pero cabe señalar que un logro importante y no
sencillo fue la ampliación de los derechos reconocidos de las mujeres hacia el entorno de la
sexualidad y reproducción, cuyo ejercicio forma aun parte de la agenda pendiente.
Los derechos sexuales y reproductivos, reconocidos como derechos humanos a propuesta
del sujeto político feminista de finales del S. XX, han representado la posibilidad de generar
condiciones para desvincular a la mujer de su condición biológica que ha asignado la
maternidad como mandato moral en diferentes culturas. En ese sentido, su reconocimiento y
ejercicio aporta a su ciudadanía en la medida que contempla la provisión de recursos para
ejercer el poder decisorio sobre sus cuerpos y sus vidas, en tanto se libera a la sexualidad de
la reproducción.
En esta cumbre se reconoció en las mujeres su capacidad de decidir sobre el hecho de
tener hijos o no tenerlos como consecuencia de un intercambio sexual de cualquier tipo. Este
derecho, sin embargo, requiere de un entorno de justicia paritaria como la planteada por Nancy
Fraser (1996), aún inconcluso. Asimismo, este derecho hace contacto con la agenda pendiente
en el entorno de la salud y el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia, entre otros,
todo lo cual es posible al iniciar las mujeres procesos de empoderamiento individual y colectivo.
Como se puede ver, el debate sobre la ciudadanía de las mujeres volvió a cobrar vigencia a
partir de la Cuarta Conferencia de Beijing, misma que recogió iniciativas de los movimientos
feministas latino-caribeños (Vargas, 2002; 2008) y dio la pauta para una gran cantidad de
líneas de investigación en la academia a partir de diferentes disciplinas.
Un punto relevante que es de interés para este trabajo es la forma como en esta cumbre se
asienta el papel de los hombres en el entorno de los derechos sexuales y reproductivos. Hubo
acuerdos también en este sentido pero, como siempre en estos casos, habrá que analizarlos e
interpretarlos para dilucidar si éstos pudieran entorpecer o contradecir lo alcanzado o si, por el
contrario, favorecen los avances de la agenda feminista. En el siguiente apartado será
importante también repensar si en realidad habría que incluir a los varones en la agenda
feminista, poniendo como fondo los derechos sexuales y reproductivos por la importancia antes
descrita, al articularse con otros derechos y ser cruciales en el desarrollo de ciudadanía y
empoderamiento.
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___________
12 Otra interpretación al cartesianismo la daría Poulain de la Barre en 1673 en De l'Égalité des
deux sexes, discours physique et moral où l'on voit l'importance de se défaire des préjugés
(Paris: Fayard. 1973). Para Poulain, Descartes abría la puerta para construir el principio de
igualdad universal, al implicar que el bon sense no tenía sexo, al ser "el buen sentido y razón
naturalmente igual en todos los hombres", como lo dijera el mismo Descartes en "El discurso
del método" en 1637 (Obras Escogidas. Buenos Aires: Sudamericana,1967). Poulain, como
aliado de las primeras vindicaciones feministas de la época, concebía que al hablar de "los
hombres" Descartes incluía también las mujeres.
Capítulo 2.
Hombres en la transición de roles y la igualdad de género: Retos,
desafíos, malestares y posibilidades
Tania Esmeralda Rocha Sánchez
Ejercicio de poder Aquí se congregan diferentes aspectos que aluden a la búsqueda de control y dominio por parte X=2.79
y dominación de los varones; se hace referencia al deseo de dominar a otras personas, sentirse superior al sexo DE=1.01
opuesto, no respetar las reglas y buscar de forma imperante el poder. Incluso se alude a una
percepción de invulnerabilidad (9 reactivos, α=.89).
Logro, éxito y En este apartado se reconoce la relevancia que tiene la búsqueda de logros en el ámbito
eficacia profesional, el éxito en el desempeño profesional, así como la búsqueda de independencia, X=5.74
competitividad y capacidad de proveer económicamente. No obstante, también se integra una DE=.71
dimensión de cooperación y vinculación afectiva con los demás (8 reactivos, α=.89).
Paternalismo Este factor congrega aquellas premisas que se relacionan con la necesidad y el deber de proteger X=3.64
a otros, incluyendo la posibilidad de anteponer las necesidades de los demás antes que las DE=.84
propias y refiriendo también la posibilidad de cuidar a los demás (5 reactivos, α=.80).
Afectividad En este factor se agrupan reactivos que tienen que ver con la capacidad de experimentar 4
emociones y dar importancia a las relaciones afectivas que se establecen con otros. Incluso, se reactivos
reconoce la capacidad maternal de los varones y su sensibilidad (4 reactivos, α=.75). X=3.34
DE=.90
Reflexiones finales
Son varias las consideraciones que se desprenden de las reflexiones anteriores. En primer
lugar se vuelven indispensables no sólo el análisis, sino el cuestionamiento y la desarticulación
de un gran número de constructos, empezando por el que compete a las “masculinidades”, al
“ser hombre”, etc. La mayoría de los y las autoras aquí citadas coinciden en la necesidad de
reformular la manera en la que hasta ahora hemos pensado a este sector poblacional, sobre
todo porque se vuelve fundamental trabajar seriamente en incluir el estudio de las
masculinidades desde una perspectiva de género, tanto por su inclusión en la agenda
feminista, como por la necesidad de visibilizar a los “varones” como parte del entramado de
género.
Al mismo tiempo, ante la imbricación que existe entre lo subjetivo y lo estructural, resulta
indispensable trabajar en el diseño de políticas con perspectiva de género que promuevan la
equidad de género pero también el replanteamiento y negociación de las relaciones entre
hombres y mujeres, ya que como lo señalan Valdés y Olavarría (1998), la invisibilidad de los
varones en los espacios tiene que ver con las formas en las que se estructuran las identidades
tanto en lo individual como en lo colectivo, de forma tal que desde los discursos sociales y
culturales se desdibuja a los varones como sujetos genéricos.
Resulta muy importante el trabajo directo con los varones y sus movimientos, pues, como lo
señala Bonino (1999), los procesos de transformación y de adaptación de éstos, no pueden
ser a partir de un acto de voluntarismo y cambio individual, sino que se requiere de estrategias
grupales y sociales que motiven a los varones y les permitan crear o desarrollar deseos de
cambio para la igualdad. Tal vez por mi formación y mi propia historia, me parece fundamental
trabajar en el campo de la subjetividad; creo que es indispensable conocer las vivencias, las
experiencias, las emociones y las transformaciones que los “varones” están experimentando,
cuáles son los retos que hoy enfrentan, los miedos, los obstáculos y las exigencias que hacen
muy compleja la posibilidad de reconocer no sólo la necesidad de generar una sociedad más
equitativa, sino también de poner en cuestión y análisis sus “masculinidades”. Estoy segura,
por lo que he visto en mi propio trabajo de investigación, que existe una reconfiguración
permanente no sólo en el “ser mujeres” sino también en el “ser hombres”; no obstante, coincido
con la idea de que la transformación de muchos varones no necesariamente surge desde ellos
mismos, pues aún falta tomar conciencia sobre la posición y el papel de complicidad que se
juega en el entramado social y las relaciones de género.
Por otra parte, también considero que en nuestra labor de investigadores, orientadores,
capacitadores, y seres interactuantes con otros “varones”, tenemos que trabajar mucho en
dejar de lado los estereotipos inmovibles bajo los que analizamos y trabajos con nuestros
participantes –que no es lo mismo que ser críticos y tener perspectiva de género en nuestro
trabajo, reconociendo la forma en la que hasta ahora se han construido las masculinidades–,
con la finalidad no sólo de generar el espacio para generar nuevas historias, sino también para
facilitar la capacidad de agencia y, si se me permite decirlo así, de empoderamiento. Me
parece fundamental que desde diferentes niveles coadyuvemos en la posibilidad de acción y
reconfiguración de los propios varones.
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___________
13 Quiero indicar que a lo largo de este texto utilizaré de forma indistinta los términos varones y
hombres, más por cuestión de estilo que por otra cosa, ya que en lo personal aún me
encuentro en una situación no definida respecto a la conveniencia e inconveniencia de cada
término. Por una parte, entiendo que el término "hombres" conlleva la dificultad de ser utilizado
como representante universal de la experiencia humana, invisibilizando la otra cara de la
experiencia que son las mujeres (uso que me parece inadecuado) pero que en el marco de
este y otros trabajos que he realizado, para mí es claro que lo hago aludiendo concretamente
a la representación del grupo biológico de “machos" —con la clara conciencia de que hombre
no es igual a masculino y viceversa. Por otra parte, el término "varones", en su homofonía con
"Barón", ha sido indicado como inadecuado porque de manera implícita supone un título
nobiliario o una posición de estatus sobre el término mujeres; no obstante, para algunos
teóricos es apropiado pues elimina el de "hombres" en su supuesto carácter "universal".
14 Hoy se alude a la existencia de varias masculinidades hegemónicas en el sentido de que la
social, y está más que claro en la literatura al respecto, que la identidad no es un proceso
individualista y supeditado a la voluntad, finalmente lo social, lo cultural y lo individual confluyen
todo el tiempo en una misma fuerza.
17 Por eso es imposible hablar de una sola "masculinidad" como referente. Como sugieren
varios autores, cada vez se evidencia más la necesidad de pluralizar el término y hablar de
"masculinidades" en tanto se da cuenta de la diversidad que existe (Amuchástegui & Szasz,
2007; Conell, 1995; Keijzer, 2001; Olavarría, 2005; Tena, 2010).
18 Resulta muy interesante y reflejo de la construcción sociocultural que se erige al respecto, el
vínculo que supuestamente "debe" existir entre el sexo biológico de una persona y su
orientación sexual. En particular dentro del modelo de la masculinidad tradicional hegemónica,
la heterosexualidad se coloca como un referente importante en el proceso de "hacerse
hombre".
19 Las áreas aparecen citadas en orden de importancia según la varianza total que explican;
empero, eso no significa que ocupen el mismo orden de prioridad en el acomodo que los
participantes hacen de estos mandatos en su propia autodefinición.
20 Este inventario fue desarrollado inicialmente en mi tesis de licenciatura y posteriormente fue
trabajado y reeplanteado en la tesis doctoral. Los resultados que se muestran en esta tabla
corresponden específicamente a la escala que evalúa en qué medida las personas aceptan o
rechazan ideas vinculadas con una mayor igualdad entre los sexos (p.e. que las mujeres
tengan derecho sobre sí mismas, que hombres y mujeres compartan las tareas del hogar y del
cuidado, que las mujeres tengan una actividad remunerada, etc.). De ser de interés, se puede
encontrar parte de este material del IMG en el libro "Identidades de Género: Más allá de
Cuerpos y Mitos". Editorial Trillas.
21 Me parece importante señalar que mis reflexiones puede interpretarse como si estuviera
El presente trabajo pretende mostrar un método de investigación para estudiar a los varones
fuera de los márgenes de los estudios de las masculinidades. Puede parecer paradójico que
en un libro como el que tiene en sus manos, una mujer proponga estudiar a los hombres fuera
de su propio marco de análisis masculinista, y sí, de salir de esa paradoja se trata. A lo largo
de estas breves líneas comparto lo que considero puede ser una manera de acercarnos a una
problemática de estudio en particular; a una problemática enteramente efervescente y
debatible, es decir, los hombres en el feminismo.
Palabras finales
Considero que, en Latinoamérica, y particularmente en México, los estudios del género de los
varones tienden a entramparse en un esquema que despliega la masculinidad hegemónica
describiendo las formas diversas de vivirla y, de ese modo, entender cómo se reproduce y
cómo se perpetúa sin presentar, al menos, miras o resquicios para desconstruirla. Tampoco se
presenta un corpus teórico sólido, ni se apuesta a un método de investigación para su propia
problemática de estudio. Sugiero abocarnos, más bien, a la cultura de género misma, que
demanda cierto tipo de masculinidad y cierto de feminidad para su cabal ordenamiento social
buscando así, desde ella, formas para su derrocamiento. Sugiero, pues, no quedarnos en el
análisis de los discursos sino cuestionar y analizar las practicas discursivas; volver al inicio de
todo: las relaciones privadas son políticas, el género es una categoría que relaciona tanto lo
público como lo privado.
Firestone (1973) tiene a bien indicar que no habrá teoría de la emancipación como
propuesta sino prácticas emancipatorias concretas. Luego entonces, ¿cuáles son las prácticas
emancipatorias concretas que puede ofrecer el análisis de la masculinidad? ¿Podremos borrar
el “pro” del feminismo y, por el contrario, incluir los estudios de la masculinidad en la causa
feminista? Pienso que sí, siempre y cuando empecemos por utilizar un un método de
investigación que busque tocar fondo.
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___________
23 Entiéndase el "trabajo con hombres" como aquellas prácticas que apuntan a la reflexión
sobre la construcción del género masculino, a los procesos de re-educación que se llevan a
cabo a fin de concienciar que no hay una sólo forma de ser hombres y que se pueden des-
aprender conductas asumidas como naturales o propias de un género, entre otras
posibilidades.
24 Entiendo por discursos a aquellas referencias de una sucesión de hechos sociales que se
primero tiene su origen en países como la India y países de medio oriente en los que el debate
se centra, principalmente, en la independencia cultural y política de los pueblos, mientras que
el decolonialismo, se ubica en países latinoamericanos cuyo debate se centra en la des-
colonización cultural, económica y de pensamiento del norte sobre el sur y la lucha contra el
imperialismo (Conversación personal, UAM-X, julio 2011).
26 De modo que la performatividad no es pues un "acto" singular, porque siempre es la
Enmascaramiento y homoerotismo
El cuerpo es un receptáculo consciente o incosciente de fantasías, deseos y fuente primaria de
la pasión erótica, lo que también puede ser un ingrediente, en algunos casos, en el desempeño
del trabajo sexual ¿Qué posibilita el que algunos hombres sean más propensos a ejercer el
trabajo sexual? Sin lugar a dudas se podría plantear, en algunos, una cierta inclinación al deseo
homoerótico, pero sin que éste sea reconocido. Aunque los entrevistados hicieron referencia a
sentimientos negativos que surgen en el sexo con los clientes, también ellos mismos dan
cuenta de determinadas sensaciones placenteras, e incluso necesarias para desempeñarse
eficazmente en estas prácticas.
Pues hora si que como le dije a un señor la vez pasada: “pues me doy un poco de gusto y le
saco provecho al asunto”, digo no con todos, porque hay muchos que son activos y pos no,
tampoco ¿verdad?... Yo digo que tiene que gustarte, también ¿no? Porque luego señores
me llegan, dicen que onda ¿pos cuánto? No pues ya les digo el precio ¿no?, dicen: “pero
¡quiúbule! ¿Sí funcionas o no funcionas? Porque hay muchos que ni se les para. Igual por
que de plano no son gays ¿no? O sea, no les gusta, no les gusta, y como te digo, a mi no
me desagrada tanto hacer el sexo tanto con un hombre como con una mujer, yo creo que ya
va en la mente ¿no? Te imaginas si te vienes a prostituir y no funcionas como hombre, pus
ya estuvo cabrón, mejor no vengas.
Así, el deseo y el erotismo, en el caso de algunos trabajadores sexuales, parece que se
enmascara. La mascarada que cubre ese deseo se refleja en lo contradictorio, lo ambivalente,
lo difuso de sus experiencias. Reiterando, se podría plantear que en algunos existe una cierta
inclinación al deseo homoerótico, como es el caso de Juan:
- Pos nomás fue así, pos yo estaba muy nervioso no, yo mis 15 años, y de primero me
opuse y ya después pos desistí, lo conocí en un baño público y dije: “ok, vamos a donde él
me lleve”, y hubo sexo oral, un poco de sexo oral, él me penetró un poco, algo que me
gustó, la verdad. Pero después de eso hubo como un remordimiento, así como que no, ya
me voy, y me salí del baño, me fui. Llegué a mi casa y empecé a llorar, ¿por qué lo había
hecho? De hecho, mis primeras experiencias siempre fueron así, yo iba a mi casa y me
ponía a llorar, y no lo quiero volver a hacer, pero pos.
- ¿En qué momento lograste superar eso?
- Eso fue como a mis 18, 17 años ya, en la fábrica donde trabajaba me salía y pos de ahí
me iba al parque del monumento, y con el que se me hiciera pos está bien, y ya fue cuando
yo ya empecé a sentir así algo más diferente, o sea como que me gustaba, como que me
gustaba y lo disfrutaba, pero a la vez como que era algo no aceptado, porque era pos con
hombres, o sea era algo que no era aceptado. Yo intentaba tener relaciones con mujeres y
no podía, la verdad, no, no podía tener relaciones con mujeres, sino que, a los 18 si tuve mi
primera experiencia con una mujer y… fue una, dos veces y ya nunca la volví a ver, y
después de ahí fue con la que fue mi primer esposa, y ya con ella lleve una vida sexual ya
diferente con una mujer.
El placer erótico no necesariamente les es ajeno ni está ausente en estas experiencias, el
cuerpo vivido se convierte en el receptáculo de múltiples sensaciones y emociones, el
problema radica en la dificultad de asumirlo sin ver afectada su identidad masculina. Sin
embargo, en el caso de los hombres que no identifican o reconocen este llamado “gusto”, la
identidad de género sucumbe y se resignifica, aparentemente, con el propósito del beneficio
monetario o del simple “cotorreo”.
Por otra parte, como el caso del siguiente testimonio, confronta al sujeto con el sentido de la
mismidad, de verse reflejado o proyectado en el otro cuerpo, pero que remite en todo su
sentido a la noción, creencia o representación de la dicotomía masculino-femenino, así como a
los significados de la pasividad-actividad.
- Yo sí yo había tenido relaciones con mujeres, porque yo prefería una panocha que estar
con un pinché jundillo igual que el mío. Fue, has de cuenta, que mis pensamientos fueron de
remordimiento ¿no? Que al último dije: “na pos se dio y ¡ya se dio!, pasó y pasó, y pos ni
modo, ni modo de estarse echando pa atrás, ni modo de estarse quejando por lo que ya
hiciste.
- Tu primera experiencia con una mujer, ¿fue gratificante para ti?
- Realmente sí, gratificante porque sentí una experiencia que pos no, nunca había vivido con
hombres, y dices pos bueno, (con hombres)… has de cuenta que me lo estoy haciendo yo a
mí mismo, a mi mismo cuerpo…
…(con mujeres) pos no, ves algo diferente, ves ora sí que las nalgas, ves el culito, ves en
una mujer también su panochita, en cambio de los hombres no pos, (en los hombres) te
imaginas las nalgas que son unas rocas, pero pos nada, ora que como dicen por ahí nada
que ver. Y luego se voltean o cualquier cosa que te quede de frente ¡no!, tú vas a quedar de
frente de su miembro…cuando se quedan así de frente, te ves tu parado y luego vez su pito
del cabrón, y ¡no! ¡Ni madres! Luego hasta dice uno: “¡chale! ¿Eso es bueno? Yo no sé por
qué les gusta la verga, ¿por qué les gusta que uno les saque la mierda? y ¿por qué a uno
les gusta sacarles la mierda? Es lo que me refiero
- ¿Y hasta ahorita lo has comprendido? ¿Ahora lo entiendes?
- Pos entenderlo no, y comprenderlo bien no, a lo mejor sí y ya otra cosa es que me haga
pendejo yo solo, la neta; o sea, a lo mejor y ya me pasó por la cabeza decir: “es que va a
pasar esto, y con una mujer va a pasar esto y esto y esto, con el hombre voy a sentir el
remordimiento de conciencia, y dices ¡na! pos ya estoy viejo, ya casi estoy viejo, pos lo sigo
haciendo ¡chingue su madre!
Por la información vertida por los entrevistados, se observa que en el ejercicio de la
sexualidad el cuerpo de los hombres representa un instrumento de trabajo que se vive en
forma automatizada. En general, los hombres reflejan poco conocimiento de su cuerpo. En muy
pocos casos responde o da cuenta de sus sensaciones de placer, de su sensibilidad y de su
erotismo; el cuerpo es también el que habla de su propia existencia. En el discurso reafirman lo
que se ha llamado la hipersexualización, por lo que ésta forma de sexualidad puede
representar un medio a través del cual se experimenta el cuerpo masculino.
Estos procesos cognitivos, físicos, emocionales, identitarios y subjetivos de los cuerpos se
verifican mediante un conjunto sostenido de actos corporales que tienen la capacidad de la
acción y la transformación de los mismos (Butler, 1990). En el trabajo sexual, los hombres
considerados heterosexuales o bisexuales muestran aversión por desempeñar el papel pasivo
en el acto sexual; sin embargo, lo llegan a realizar por dinero. Pero el punto no es el acto
mismo, sino lo que éste implica en la valoración social que tiene: la degradación de la
pasividad, de lo femenino, y una asociación entre el rol activo con formas de control, es decir,
con ejercicios de poder. En este sentido, el género masculino se construye a través de
prácticas y simbolismos que están siempre en un constante hacer. El “ser” hombre resulta de
la misma construcción performativa en el hacer. Es decir, en el hacer cotidiano se construye el
ser hombre.
Performatividad masculina.
La performatividad que el sujeto opera sobre sí mismo –cuerpo, identidad y deseo– le permite
“representarse” ante el otro, en este caso frente al cliente, como el hombre masculino
heterosexual que toma, paradójicamente, como objeto sexual a otro hombre. Sin embargo,
esta representación no es tan ajena de la que ellos construyen para sí mismos, y a la cual
resignifican, ajustan o transforman hacia formas menos generadoras de conflicto o desgaste
emocional. En el trabajo sexual masculino se hace evidente la representación del sí mismo,
como acto performativo, que mantiene la imagen de ser un hombre que proveerá de
satisfacción sexual a otro hombre, o que él mismo obtiene placer del sexo con otro hombres;
representa el ejemplo de una subjetividad masculina que muestra las rupturas, quiebres y
flexibilización de los géneros inteligibles, como los nombra Butler (2001).
En otro trabajo sobre intimidad masculina, un entrevistado hacía referencia al cuerpo como
enmascarado, dado que se le desconoce y se le mantiene en el silencio, se le enmascara, y
“parece que pesa como un muerto”, señalaba. Un aspecto importante de esta mascarada es la
representación de la imagen fálica que recrea la ilusión de encarnar el deseo del otro, la
anhelada posición del falo que se encubre del miembro erecto que simboliza el deseo y la
potencia del “macho”.
Que los cinturones que lucieran, y muy importante las camisetas, tratábamos de que
lucieran, tenían los zipers cruzados, que se podían abrir, para enseñar un poco del pecho si
queríamos vernos masculinos, había unas que eran más cortas, en las que tu podías
enseñar tu estomago plano, delgado, y el pantalón siempre lo más ajustado posible para
que se viera también, claro, el bulto. Si no, si nos poníamos a veces detrás de un carro para
acariciarnos entre yo y él, para que se viera más la erección, porque allí eso es lo que más
llama la atención, para que el cliente si pasaba, saludar, pero con la mano aquí…como que
te metías la mano y como que te la acomodabas para un lado (Miguel).
Es una constante el señalar como parte de la sexualidad masculina la fragmentación del
cuerpo, especialmente la genitalización de la sexualidad. El alarde al pene demuestra la
importancia central que tiene en términos simbólicos. En el trabajo sexual masculino el pene se
reafirma como el emblema y estandarte de la virilidad y, por lo tanto, como eje central de la
definición de la masculinidad. El falo, que como referente material tiene al pene, sin reducirse a
él, representa el vigor, la determinación, la eficacia, la rectitud, la dureza, la fuerza y la
penetración. En el trabajo sexual, planteado desde Woffman (1971) como una representación,
se personifica la masculinidad en un cuerpo viril, donde la mascarada que cubre ese cuerpo
representa la imagen fálica que recrea la ilusión de encarnar el deseo del otro, la anhelada
posición del falo que se encubre de la verga erecta que simboliza el deseo y la potencia del
“macho”. Deseo que se extingue justo en el momento posterior a la eyaculación.
La imagen corporal representa la parte simbólica y en ella se concreta la experiencia
emocional de los sujetos. En este sentido, el cuerpo de los hombres que se construyen acorde
al género masculino adquieren consistencia a través actos performativos, representaciones
teatralizadas de lo que se considera corresponde a este género. Lo cual implica una
representación casi dramatizada de lo masculino para lograr proyectar una identidad
coherente. Algunos hombres acostumbran tocarse los genitales al paso de algún prospecto y
otros mantienen y exhiben una erección permanente, pero la hacen más evidente y notoria ante
la mirada de algún interesado. Para lo anterior, la forma de vestir también cuenta y, aunque no
hay alguna uniformidad que los distinga, hay hombres procuran usar ropa que facilite la
exhibición o manejo de los genitales; así, pueden vestir desde pantalones de mezclilla y
camisetas ajustadas hasta pantalones deportivos.
La verdad, es muy cierto, te paras así como que muy vergas, así vulgarmente, y las locas
pasan y “wooow!, mira ese hombre, mira”, o cosas así ¿no? Este, siempre viéndote la
verga, vulgarmente (Cristian).
La performatividad que el sujeto opera sobre sí mismo, cuerpo e identidad, le permite
representarse tanto teatral como discursivamente ante el otro, que regularmente se le
posiciona en el lugar de lo femenino; como el hombre masculino heterosexual que toma,
paradójicamente, como objeto sexual a otro hombre. Por lo que proyectar una imagen
masculina, de virilidad y disposición sexual resulta un ingrediente recurrente en el acto de la
representación. Siguiendo la propuesta de Woffman (1971), podría decirse que el sujeto en el
escenario, o en la front region, mantiene hasta lo posible una coherencia entre imagen y actos.
Por lo que de cara a otros clientes o a sus pares deberá conservar la imagen de hombre
heterosexual que toma el rol activo en el acto sexual. Más allá del sexo como práctica erótica,
la sexualidad que organiza las identidades, subjetividades, deseos y prácticas, es normada
desde la esfera pública. La sexualidad nunca ha estado desligada de la política27. Reducida al
ámbito de lo privado y asimilada a lo más íntimo en la vida de las personas la sexualidad se
nos revela como un dispositivo de control social que posibilita la sujeción de los sujetos en
objetos de poder remitidos a un orden sexual asimétrico (por ello la fundamental premisa
feminista de “lo personal es político”), más no por ello reconocida su presencia y papel en el
ámbito de lo público.
La cultura de género produce cuerpos masculinos, sujetos que en la cotidianidad tienen que
demostrar que son hombres mediante acciones constantes. A lo anterior se llega a través de la
asimilación y la introspección de símbolos culturales o de la Norma Hegemónica de Género,
como le llama Bonino, así como de prácticas diversas que van moldeando dichos cuerpos. El
cuerpo es una situación histórica, pues representa una manera de ir haciendo, dramatizando y
reproduciendo una situación. En este sentido, los significados asociados a la masculinidad
dominante se plasman tanto en la representación como en la propia experiencia corporal y
emocional de los sujetos. Así, el cuerpo adquiere su género en función de una serie de actos
que se renuevan, revisan y consolidan con el tiempo.
A los 13 años nunca podía besar a los clientes en la boca, nunca, nunca, nunca… eso sí
era, así totalmente prohibido, porque si los otros prostitutos te veían…si alguien te veía
besando a un tipo, él volvía con los niños del parque y decía que tú ya no eras prostituto, tú
ya eras un joto, no sé si te estoy explicando bien la diferencia, ya no eras alguien que lo
hacía por dinero, sino que ya eras joto, ya no te queríamos a un lado,… “este si es joto,
este si los besa en la boca” (Miguel).
La misma situación se presenta por el peso cultural que adquieren los sentidos de la
actividad versus la pasividad. Los roles sexuales juegan un papel fundamental en la práctica de
la prostitución en su expresión masculina. Los entrevistados narran, no sin perturbaciones,
situaciones al respecto:
Hay unos que se quieren pasar de lanzas, se quieren dar vuelta, pero nel, quieren que tú los
penetres y después ellos te penetren a ti, pos ya el que se deje pos es pendejo, pero yo
nel. Yo soy hombrecito, no soy un gay, por eso (Juan Carlos).
La importancia de los roles sexuales activo/pasivo se refleja en la elaboración discursiva que
hacen de los mismos para justificar prácticas contrarias a la normatividad de género. La
referencia a los roles sexuales no se debe reducir a la simple realización o no del acto, sino a
las implicaciones simbólicas que reproducen en el cuerpo social formas de dominación
basadas en la dicotomía masculino/femenino. Los sujetos con identidades puestas en lo
masculino, que en un claro sentido nos remite a los hombres, encuentran referentes culturales,
e incluso discursos científicos o seudocientíficos, que hablan del poder fálico y deifican la
masculinidad dominante, y son considerados por los hombres como recursos suficientes para
avalar su supremacía de género.
El juego de la seducción
El sexo casual entre hombres, las posturas, la vestimenta, los tocamientos y la exhibición de
determinadas partes representan aspectos relevantes para la interacción. Particularmente, el
dejar mostrar o permitir entrever la forma y tamaño de los genitales o de las nalgas, invitan a la
seducción mediante el ofrecimiento al placer y al goce sexual, o más bien genital, y se podrán
llamar juegos de seducción.
Para Baudrillard (1993), la seducción es del orden del signo y del ritual. Para él, la
seducción es femenina por convicción: se recrea en términos de juego, desafío; de relaciones
duales y de estrategias de apariencia; de indefinición entre lo auténtico y lo artificial; es la
supremacía de la simulación. En este sentido, en el trabajo sexual masculino, el juego de la
seducción está presente. Pero en este caso, en términos simbólicos, es el hombre quien juega
el papel de la mujer, posicionándose en el lugar de objeto “pasivo”, de la feminidad.
Al momento de trabajar, los hombres acostumbran tomar posturas corporales específicas.
Aunque algunos de ellos prefieren sentarse en las delgadas rejas que protegen las jardineras
del parque, suelen tomar más bien posturas rígidas, de pie, con poco movimiento. La mirada
es la que posibilita el coqueteo con el otro, se está atento a la mirada del otro, que en este
caso pueden ser posibles clientes. Simmel, en su texto “Filosofía de la coquetería”, ya
señalaba, en el caso de la coquetería femenina, que lo propio y peculiar de ésta consiste en
producir el agrado y el deseo por medio de una antítesis y síntesis típicas, ofreciéndose y
negándose simultánea o sucesivamente, diciendo sí y no: “como desde lejos, por símbolos e
insinuaciones, dándose sin darse, esto a través la mirada por el rabillo, donde hay un
apartamiento mezclado al mismo tiempo con una como efímera entrega; la atención que por un
momento se dirige hacia el otro y sin embargo, en ese mismo momento, se desvía
simbólicamente por la dirección opuesta del cuerpo y de la cabeza” (Simmel, 1924: 12).
Casi no hago nada cuando ellos se acercan a mí, porque yo no soy de los que sonrío y de
que estar acá, no, no no, eso no va conmigo...simplemente pasan, yo me doy cuenta si les
atraigo ¿me entiendes? Se te quedan mirando, y la mirada dice más que mil palabras,
siempre, siempre, sé cuando me miran nada más para barrerme de pies a cabeza y sé
cuando me miran porque les gusto, o sea, ya uno aprende a eso, ¿no? (Cristian).
En el caso de los trabajadores sexuales, ellos toman una actitud pasiva, se podría decir una
posición femenina. Pendientes de la mirada, esperan ser abordados por el cliente.
Uy, pus ora si que yo no hago nada, ¿no? Ya si tuve suerte y le llamé la atención a alguien
pos solito me llama, hasta ahorita afortunadamente pues las veces que he ido siempre me
han llegado, me han abordado (Marco Antonio).
Como se observa, es habitual que los trabajadores permanezcan a la espera de ser
abordados; sin embargo, hay quienes toman la iniciativa y se acercan a ofrecer sus servicios
de forma directa. Muy frecuentemente los jóvenes en situación de calle y los menos cuidados
en su aseo, imagen o atractivo personal, acostumbran ofrecer sus servicios o permitir ser
tocados o exhibidos sus genitales a cambio de unas monedas, cigarrillos o comida. Algunos de
estos trabajadores suelen pedir dinero para ingerir algún alimento, después de las largas
noches de juerga en que se consume gran cantidad de alcohol y drogas, a clientes, amigos o
curiosos. Tampoco resulta extraño que algunos de ellos estén trabajando bajo el efecto, a
veces muy evidente, de las drogas. Sin embargo, son los que menos recursos simbólicos
cuenta para la competencia en esta actividad.
Si la seducción, como señala Baudrillard (1993), es el manejo de las apariencias que pone
en escena al cuerpo para debatirse en el juego del sexo, entonces dicho juego que se sustenta
por dos hombres pone también en evidencia la artificialidad de lo masculino y la fragilidad de la
identidad masculina. En el trabajo sexual, los hombres juegan con su propio cuerpo al juego de
la ilusión, que lleva a configurar la apariencia pura, y aunque ello es significado dentro de lo
femenino, delata lo moldeable de lo masculino puesto en términos de lo auténtico y real. Al
mismo tiempo, aunque es pre-reflexivo, o quizá ya reflexionado en unos, da cuenta de la
complejidad en que se cruzan y transitan las identidades, el deseo y el placer erótico.
Si analizamos los alcances de dicha propuesta, podemos interrogarnos sobre el papel del
juego de la seducción y su relación con la performatividad de dos individuos que, podríamos
suponer al menos hipotéticamente, representan una identidad de género masculina, establecen
un juego en que uno y otro juega con los simbolismos y referentes del género, en tanto se
posicionan de manera indistinta tanto en el lugar de lo masculino como de lo femenino.
Conclusiones
En términos generales, se puede decir que las personas que ejercen la prostitución de calle, y
que participaron en este trabajo, representan una masculinidad subordinada. La situación de
desigualdad social, expresada en la pobreza, falta de educación formal y desempleo, les ubica
en la marginación y exclusión social, pero a su vez, el trabajo sexual enfocado hacia otros
hombres los ubica del lado de la homosexualidad, otro elemento estigmatizante. Estos
hombres pueden desempeñar el rol activo en el encuentro sexual y sentirse masculinos con
relación al cliente pasivo, pueden tener una orientación heterosexual, ser casados, ser padres,
o tener novia, pero su acercamiento sexual con otros hombres hace que su masculinidad se
ponga en duda tanto por gays como por otros heterosexuales. El que sean identificados como
“mayates” o “chichifos”, por los clientes o por ellos mismos, ya los posiciona en un lugar de
descalificación y de estigma social doble.
Al cuerpo se le usa, se le viste y se le trasviste, se le cubre con máscaras para la
interacción social, dependiendo de la clase social, de la orientación sexual, de la edad y hasta
de la profesión. Sin embargo, el cuerpo masculino en sí mismo está silenciado, en el sentido
de que difícilmente se habla de él en términos de cuidado, de salud o de placeres ajenos a la
genitalidad. También parece estar poco presente en la experiencia de la intimidad de los
hombres; sin embargo, se da cuenta de él a través de diversas prácticas sociales, como el
trabajo sexual masculino. La masculinidad, como una dimensión política que encarna el poder
de los hombres sobre las mujeres, también adquiere forma en las relaciones entre hombres y
se inscribe como insignia en el propio cuerpo de estos hombres. Siguiendo a Bourdieu, el
cuerpo es donde se objetiviza el sistema de oposiciones, como la conocida dicotomía
masculino-femenino, que como estructura objetiva dentro del orden social representa el
producto de la división sexual del trabajo y de los procesos subjetivos correspondientes al
orden simbólico. Lo que en consecuencia hace que se naturalice e invisibilice la dominación
masculina.
El cuerpo es formado y habilitado para incorporar estos valores socioculturales. Las
prácticas homoeróticas, más allá de la patologización que ha hecho la psicología de ellas,
pueden ser comprendidas, por una parte, a la luz de la condición masculina, pero no en el
sentido de una visión naturalista o biologicísta del macho animal que pretende justificar tanto la
violencia como la hipersexualización de los hombres, sino más bien como producto de la cultura
de género que construye en los cuerpos determinadas sensibilidades, placeres, demandas y
deseos con base en la dicotomía masculino-femenino.
Referencias
Baudrillard, Jean (1993) De la seducción, Planeta-Agostini, Barcelona.
Bonino Méndez, Luis (1999) “Los varones frente al cambio de las mujeres”, s/p.
Bourdieu, Pierre (2000) La dominación masculina. Anagrama, Barcelona
Butler, Judith (2001) El género en disputa. Paidós y PUEG-UNAM, México, 2001.
Butler, Judith, (1990) “Performative acts and gender constitución: an essay and fenomeloghy
and feminist theory”. En Sue-Ellen Case, John Hopkill, Performing feminisms: feminist
critical theory and theater. University Press, Baltimore and London.
Connell, R. W. (2003) Masculinidades. PUEG-UNAM, México.
Goffman, Irving (1971) La presentación de la persona en la vida cotidiana. Amorrortu
editores, Buenos Aires.
Heller, Agnes (1999) Teoría de los sentimientos. Filosofía y Cultura Contemporánea, México.
Olavarría, José (2001) ¿Hombres a la deriva? FLACSO, Santiago de Chile.
Seidler, Victor (2001) La sinrazón masculina. Paidós y PUEG-UNAM, México.
Simmel, Jorge (1924) Filosofía de la coquetería, Revista de Occidente, Madrid.
___________
La sexualidad siempre se construye dentro de lo que establecen el discurso y el poder
27
Enjambres
En este artículo reflexiono sobre la relación entre ciertas leyes y la masculinidad, a través de
las definiciones y normatividades explícitas o implícitas que aquéllas producen sobre el cuerpo
masculino. Las grandes transformaciones legales que han sucedido en el campo de la
sexualidad durante los últimos 20 años en México, han sido también modificaciones
significativas en la manera como las leyes intentan regular y normar las relaciones de género.
El influjo del movimiento feminista y las tendencias globales hacia la equidad de género han
marcado el decurso de este campo. De este modo, se han derogado leyes y/o artículos que
sostenían la subordinación de las mujeres, o que les permitían a los hombres tener control
sobre la sexualidad femenina. Se han promulgado otras que intentan promover y proteger
ciertos derechos entre las mujeres; por ejemplo, a una vida libre de violencia. También se han
realizado modificaciones legales, de carácter local, que garantizan a las mujeres el derecho a
interrumpir sus embarazos hasta las 12 semanas de gestación, y a las personas del mismo
sexo a casarse. Toda esta trama de cambios supone una modificación de los marcos
regulatorios de las relaciones de género en un sentido profundo y radical, en muchos sentidos.
Si bien la ley es sólo uno de los aspectos de las regulaciones de género, orienta la acción del
Estado, que es una de las instituciones más importantes en la producción y reproducción de
esas regulaciones.
Mi interés en la ley no tiene un carácter ni técnico ni jurídico. La pienso, más bien, como una
red de significación que forma parte de lo que Butler (2004) llama ‘aparato de género’, o que
De Lauretis (1996) denomina ‘tecnologías de género’. En esa medida, me concierne la ley
como un discurso que enuncia lo que colectivamente se estima deseable o punible y como un
dispositivo que facilita ciertas prácticas y prohíbe o castiga otras. De este modo, me centro
ante todo en el carácter discursivo de la ley.
Parto del supuesto de que las modificaciones legales sucedidas en México desde los años
noventa e intensificadas durante la primera década de este siglo, no sólo responden a
procesos sociopolíticos globales, que se traducen en transformaciones a nivel nacional y local,
sino a una metamorfosis más profunda en el orden de género que afecta de manera central las
definiciones de la masculinidad y las formas de producir una corporalidad masculina. Para
explorar esas transformaciones intentaré leer la ley como un texto que produce un tipo de
corporalidad, masculina en este caso.
El cuerpo no siempre está enunciado directamente en las leyes, pero podemos analizarlo en
las partes que cita, si es que las hubiere, o en las prácticas corporales que permite o prohíbe.
La corporalidad masculina será producto de diversos procesos sociales e institucionales y, sin
duda, no sólo de la ley. Pero creo que el discurso legal formula, en este campo, lo que es
deseable o esperable y lo que se rechaza o se condena. En ese sentido, la ley esboza un
orden moral. Si las transformaciones de las que hemos hablado son ciertas, las modificaciones
legales corresponden, en alguna medida, a desplazamientos en ese orden, al menos en el que
se debate públicamente y que tiene que ver con las definiciones y acciones del Estado.
Este análisis, que no reduce el cuerpo a la ley, ni la ley al cuerpo, creo que permitirá vincular
el orden del discurso con el orden de los cuerpos (Rancière, 1993: 79). Son órdenes distintos,
pero que mantienen relaciones relevantes para comprender los dispositivos plurales de
construcción de la masculinidad en el país.
Creo que la imagen de un orden de género sistemático y uniforme perderá validez empírica
en los años venideros y debemos preparar herramientas teóricas y analíticas para pensar un
campo cruzado por una creciente ambigüedad y pluralidad. Quizás lo que se ha olvidado en el
uso de la noción de masculinidad hegemónica28 es que la hegemonía se construye y se pelea
en el campo simbólico, e implica, precisamente, que un orden social nunca está asentado ni
determinado de manera definitiva (Laclau y Mouffe, 2006). Los lugares en los que dicho orden
parece monolítico y sólido están siendo disueltos, con mayor o menor rapidez, por los efectos
de las resistencias, tensiones, desacuerdos y conflictos que aquéllos intentan fijar o resolver.
De este modo, la masculinidad hegemónica se transformó en una especie de explicación a
priori que ha impedido muchas veces, a mi entender, investigar los procesos de transformación
de las relaciones de género. En este sentido, la pregunta que guiará mi análisis es cómo las
leyes promulgadas en el ámbito de las relaciones de género, orientadas muchas de ellas por
un discurso igualitario o de equidad, han transformado la masculinidad hegemónica y/o intentan
modificarla.
Es interesante constatar que la ley positiva discute, en muchos aspectos, con la ley
simbólica, tal como la formula el psicoanálisis lacaniano y la antropología estructural. Por
ejemplo, el matrimonio entre personas del mismo sexo ha supuesto una revocación de la
heterosexualidad como eje articulador de las formas legítimas de alianza.29 Por otro lado,
diversas leyes le restan poder a los hombres sobre la sexualidad femenina, que habría sido
uno de los monopolios capitales de cualquier tipo de patriarcado. De este modo, los
instrumentos reguladores que una sociedad crea, mediante su sistema político, modifican los
fundamentos simbólicos sobre los que esa sociedad parece descansar.
Creo que es importante entender que ese movimiento no es el de un iceberg en la superficie
del mar, sino el de un enjambre de abejas entre los árboles. Es decir, un movimiento plural y
múltiple que destrona parcialmente la univocidad del orden de género y crea formas diversas
de experiencia, significación y práctica. En ese sentido, la contraparte de la masculinidad
hegemónica no será otra igualitaria, no violenta o menos patriarcal, como pretenden, por
ejemplo, algunos discursos vinculados con la equidad de género. Su contraparte estará
constituida por una multiplicidad de prácticas y discursos sociales, así como de experiencias
personales o grupales, creadas y sostenidas por hombres, por mujeres y por una pléyade de
(inter)subjetividades y corporalidades que escapan (por ahora) a las clasificaciones binarias y
estrictas. Se trata de un desplazamiento que no es sistemático ni unitario, como lo supondría el
imaginario que aún nos embarga, pero sí profundo e irrevocable. Lo extraño en todo esto, es
que las leyes, al menos las que nos interesan en este texto, parecen alimentar este proceso de
socavamiento del orden de género.
Cualquiera diría que la evidencia actúa en contra de mi razonamiento: la masculinidad
hegemónica y las formas más brutales de subordinación y explotación, ancladas y
reproducidas en un orden de género, no han experimentado mella alguna. La violencia de
género y homofóbica son sus pruebas irrefutables. Sin embargo, la densa trama de prácticas
sociales y culturales, de instituciones y relaciones sociales, y de significados e interpretaciones
vinculados con el género y la sexualidad, ha comenzado a desplazarse y transformarse. Si se
tratara de mostrar la veracidad de este argumento, no podría recurrir a la desaparición de
prácticas violentas o discriminadoras, o de un lenguaje sexista y excluyente. Creo que las
pistas no se encuentran en esa desaparición esperada, o en una extinción prometida, sino en el
estatus que dichas prácticas tienen hoy en día en los discursos públicos y en las significaciones
colectivas y subjetivas. Por ejemplo, la legitimidad de la violencia contra las mujeres ha perdido
una parte importante de su sostén colectivo. Los discursos discriminadores son cuestionados e
increpados con una intensidad creciente. Sujetos y grupos que no habían participado en los
debates públicos y que no eran considerados voces legítimas en la arena política, hoy se
pronuncian, interpelan, producen su propio conocimiento y debaten, con mayor o menor
visibilidad, con los discursos más reaccionarios y refractarios a la transformación de estos
campos.
Falos
En un texto donde analiza “las mallas del poder”, Foucault señala que debemos
“desembarazarnos de —una— concepción jurídica del poder, de esta concepción del poder a
partir de la ley y el soberano, a partir de la regla y la prohibición, si queremos proceder a un
análisis no ya de la representación del poder sino del funcionamiento real del poder” (Foucault,
2010: 892). Su afirmación tiene algo de desconcertante, porque escinde el estudio del poder
entre su representación, sostenida en la ley, el soberano y la prohibición, y su funcionamiento
real. ¿Cómo se puede distinguir la representación del poder de su funcionamiento real?, ¿hay
un funcionamiento real del poder que esté más allá de cualquier representación?, ¿la ley
siempre formará parte de este espacio representacional del poder y no de su operación real?
Luego, Foucault pregunta cómo se puede analizar el poder en sus “mecanismos positivos”,
en vez de los negativos que previamente ha impugnado. En una de sus respuestas sugiere
descartar la univocidad del poder para estudiar sus formas plurales, “formas locales,
regionales de poder (…) formas heterogéneas” (892). Añade, para profundizar su argumento,
que una sociedad “(…) no es un cuerpo unitario en el que se ejerza un poder y solamente uno,
sino que en realidad es una yuxtaposición, un enlace, una coordinación y también una jerarquía
de diferentes poderes, que sin embargo persisten en su especificidad” (893). Entonces, por
una parte habría una forma de entender el poder que incluye a la ley y la prohibición, la
representación y una generalidad unívoca; por otra, lo real, la positividad, la especificidad y
heterogeneidad y la pluralidad. La ley, como vimos, está anclada en el campo de la
representación unitaria y prohibitiva del poder, distante de su dimensión real, positiva y
heterogénea. Pero debemos preguntarnos si la ley sólo prohíbe o prescribe, si como texto y
como discurso también tiene un efecto productivo o positivo, como lo llama Foucault.
Al menos en los puntos que me interesan en este artículo, la ley tiene tanto una función
prohibitiva y prescriptiva como otra productiva. Pero las tres están entrelazadas: las
prohibiciones son formas de articular corporalidades femeninas y masculinas en los enunciados
de la ley, que prescribe a su vez determinadas prácticas corporales y produce, en
consecuencia, un campo de significación del cuerpo, las conductas y los deseos. Más adelante
precisaré qué prácticas y significaciones. Ahora bien, la ley puede pensarse en un
funcionamiento heterogéneo y múltiple para el que no bastaría una lectura literal y sí, en
cambio, la serie múltiple y quizás dispersa de prácticas culturales e institucionales que permite,
sostiene o incita. Para ello es necesario analizar un campo muy complejo que incluye desde las
formulaciones legales por parte de los parlamentos, sus interpretaciones en las instituciones
jurídicas, los usos que hacen de la ley las distintas instancias y niveles del Estado, hasta las
significaciones colectivas que suscita y las diversas relaciones de poder en las que se ancla o
crea. Un análisis foucaultiano de la ley debiera permitir entender y describir lo que él ha
llamado “una yuxtaposición, un enlace, una coordinación y también una jerarquía de diferentes
poderes” (893), que atraviesen las leyes y sean traspasados por ellas, así como refracten
relaciones de poder en direcciones distintas.
Por ejemplo, el Código Penal Federal30, en los artículos referidos a la violación o abuso
sexual, estipula que se entenderá por cópula “(…) la introducción del miembro viril en el cuerpo
de la víctima por vía vaginal, anal u oral, independientemente de su sexo.” (Cámara de
Diputados, 2011c: 78). ¿Qué orden sexual y de género se produce y se regula en este
enunciado tan corto y tan denso, a la vez?
Para esta ley, la cópula es siempre la penetración del pene en el cuerpo de otro (mujer u
hombre) y supone una corporalidad masculina que puede violentar otra corporalidad,
“independiente de su sexo”.31 La cópula se sitúa en este límite entre los orificios mayores del
cuerpo y el ‘miembro viril’. La diferencia sexual está situada del lado del ofensor, porque la
víctima no tiene sexo en esta ley y la cópula se penaliza con independencia de él. Si no se
introduce el pene, pero sí cualquier otra cosa, por vía vaginal o anal, también se considerará
violación. Cuando el pene es sustituido por una prótesis, cualquiera que ella sea, entonces las
vías corporales se reducen a dos: la vagina y el ano. La boca deja de considerarse susceptible
de violación por un sustituto fálico. El texto dice: “se considerará también como violación y se
sancionará con prisión (…) al que introduzca por vía vaginal o anal cualquier elemento o
instrumento distinto al miembro viril, por medio de la violencia física o moral, sea cual fuere el
sexo del ofendido.” (ibíd.). El miembro ha desaparecido y sólo ha quedado su mímesis
material, pero permanece la conducta, que es descrita como la introducción de algo en las vías
señaladas —vagina y ano—. Una conducta que se realiza por medio de violencia física o
moral, “sea cual fuere el sexo del ofendido”.
Entonces, la ley significa la cópula como una actividad estrictamente masculina o fálica
(puede ser realizada por mujeres si introducen un sustituto fálico por vía vaginal o anal), como
un acto estrictamente penetrativo, que sucede sobre el cuerpo de la víctima. La violación es,
ante todo, un acto físico y corporal. Los orificios de la víctima sólo son testigos de la
introducción del falo del ofensor. Son vías para la realización de su deseo y son rutas de su
violencia.
¿Qué regulaciones de género produce este texto?, ¿qué orden subyace a su formulación?,
¿qué tipo de corporalidad está en juego en sus enunciados? Me parece que la ley penaliza la
corporalidad masculina y, más exactamente, una parte: el falo. Es como si se cumpliera el
retruécano que Žižek (2006) hace con una famosa idea deleuziana: el órgano sin cuerpo, en
vez del cuerpo sin órganos.32 El agresor tiene cuerpo sólo porque posee un falo. El falo es la
variable independiente del acto. Sea como miembro masculino o como instrumento o elemento
distinto de él, pero que se introduce por las mismas vías con intenciones y efectos semejantes.
Incluso si una mujer violara a alguien, debe proveerse de un falo o su sustituto para que se
constituya el delito. Y la víctima sólo tiene vías copulatorias y orificios en los que se introduce
el falo en sus distintas versiones. Entonces, un órgano extenso, el falo, se contrapone a otros
que se convierten en vías copulatorias sólo porque éste se ha introducido en ellos. La voluntad,
por supuesto, está del lado del falo y la pasividad del lado de los orificios.
La ley confirma aquel principio freudiano que indica que la libido es siempre masculina y
activa. De este modo, la violación es siempre el acto de un hombre o de alguien que se dota
de un falo. La víctima, como hemos visto, no tiene sexo o el sexo se independiza del acto, se
hace indiferente al acto fálico violento: sea cual fuere el sexo del ofendido, dice la ley. El
órgano sin cuerpo es el miembro masculino y sus prótesis, el cuerpo sin órganos son los
orificios de la víctima.
Si esta ley, como lo vimos, admite la sustitución del miembro masculino por otro instrumento
que realice las mismas acciones sobre los mismos orificios, entonces podemos plantear una
pregunta que Žižek se hace: “¿cómo afecta este desdoblamiento del pene al funcionamiento
simbólico del falo como significante?” Ese desdoblamiento produce un “(…) hiato que separa al
pene-como-órgano del falo-como-significante” (2006: 108). Quisiera, no obstante, destacar
otra consecuencia de esa escisión: la corporalidad masculina se divide entre el cuerpo —el
pene— y su función —el falo. Me parece interesante que la corporalidad masculina, y el deseo
masculino, escindidos de este modo, perseveren en las conductas y en los actos descritos por
la ley. Habría una masculinidad del cuerpo (el ofensor) y otra de los actos (realizados con los
sustitutos del pene), sustentadas ambas por el miembro masculino. Lo que se puede sustituir
es el órgano, pero no la identidad (de género) del agresor. El sexo, como dije, está del lado
del ofensor, en una especie de confirmación paradójica del falo como significante: la víctima
sólo tiene vías de penetración, pero no sexo. Indiferenciada, la víctima experimenta en el texto
una escisión ‘hacia dentro’, en la que sólo permanecen sus orificios como signos de la violencia
que ha sufrido, pero desaparece su cuerpo.
El lenguaje de la ley es extraño: describe partes y conductas, pero como si fueran cosas.
Actos sin sujetos, órganos sin cuerpo. Es una especie de lenguaje vacío. Cabe plantear otra
pregunta, que el mismo Žižek se hace: “¿cómo puede dar lugar ese entremezclarse de
cuerpos al pensamiento ‘neutral’, es decir, a un campo simbólico que sea ‘lineal’, en el preciso
sentido de no estar sujeto a las ataduras de las pulsiones corporales (...)?” (Žižek, 2006: 109).
Aunque la ley habla de prácticas sexuales, lo hace con un lenguaje técnico que crea un campo
objetivo de violencias y conductas. Habla de sexualidad sin hablar de ella, con un lenguaje que
se aleja para evitar otras connotaciones. ¿Pero lo consigue? Žižek señala que la sexualidad es
justo el lugar al que llegan todos los desvíos. No es un campo objetivo sino elusivo. Por eso,
este discurso tiene un efecto paradójico que hipersexualiza el cuerpo masculino, eludiéndolo.
En esa medida, como indica Žižek, la sexualidad “(…) puede funcionar como un co-sentido
que suplementa el significado literal-neutral ‘desexualizado’ precisamente en la medida en que
ese significado neutral ya está ahí” (110). Paradójicamente, esta desexualización del lenguaje
legal se profundiza cuando se elimina la referencia a la diferencia sexual. Como en la
perversión, “(…) la sexualidad se convierte en objeto directo de nuestro discurso, pero el
precio que pagamos por ello es la desexualización de nuestra actitud hacia la sexualidad; la
sexualidad se convierte en un objeto desexualidado entre otros” (ibíd.). Este zoom discursivo
en el ‘miembro viril’ es la estrategia mediante la cual la sexualidad se desexualiza en el
lenguaje jurídico: “el falo es el ‘órgano de la desexualización’ precisamente en su condición de
significante sin significado (…) el falo designa la paradoja siguiente: la sexualidad sólo puede
universalizarse por medio de la desexualización, sólo al experimentar una especie de
transustanciación en la que se convierte en un suplemento-connotación del sentido literal,
neutral y asexual” (ibíd.: 111-112).
Las reformas a los artículos sobre la violación, introducidas en 1991 en el Código Penal
Federal, suscitaron una polémica acerca de la eliminación del sexo de la víctima, que en el
original de 1931 sólo consideraba al femenino. Existía ahora una ampliación de la corporalidad
involucrada en el delito, al incluirse la boca entre las vías susceptibles de ser violentadas
sexualmente. Un comentarista señaló que la violación dejaba de ser “lo que siempre ha sido”.
Citaré en extenso el comentario porque juzgo muy interesante el lenguaje que utiliza:
(…) para la ley penal mexicana la violación ha dejado de ser lo que siempre ha sido y lo que
le da sentido: el ayuntamiento carnal violento, el acceso carnal violento, por vaso debido o
indebido respecto a la mujer, por vaso indebido respecto al hombre, entendiéndose por vaso
indebido la vía anal. La ley mexicana, por razones tal vez contingentes que no conocemos,
ha efectuado una innovación de mucha monta al separarse de la idea de invasión genital,
especialmente odiosa si es violenta, que la violación ha significado tradicionalmente. En
lugar de eso ha adoptado el concepto de introducir el miembro viril en el ‘cuerpo’ de la
víctima, ‘cuerpo’ que por ahora se mienta –además de la vagina y la vía anal–, la cavidad
bucal, por la erótica anticipación del coito que puede significar o por el remedo del mismo al
que puede prestarse. (Bunster, 1992: 158).
¿No hay en este discurso un orden corporal que se ve alterado por las modificaciones
legales?, ¿no reclama un orden sexual que también experimenta desplazamientos indeseables,
según el comentarista? Antes de la cita reproducida, el comentarista se quejó por extender el
concepto de violación al caso en que se introduce un objeto, que no siendo el miembro viril,
termina por reemplazarlo en la cópula. Ahora, su reserva se dirige a la inclusión de un ‘vaso’ no
considerado en la legislación anterior: la boca. El orden moral que diferenciaba los vasos
‘debidos’ e ‘indebidos’, se ve alterado por este suplemento que no es ni lo uno ni lo otro,
porque no es genital. La innovación que se impugna es el reemplazo de lo que el autor llama
‘invasión genital’ por introducción corporal. Ahora todo el cuerpo es susceptible de ser violado,
especialmente sus orificios. Vimos que esta ampliación es paralela a la inclusión de los
sustitutos fálicos. Pero la boca, en esta lectura, sirve de ‘remedo’ de los genitales en tanto
permite una especie de cópula.
Entre el comentario y la ley tenemos ese efecto de universalización desexualizada de la
sexualidad, que Žižek analiza. El lenguaje jurídico, en sus distintas versiones, intenta neutralizar
la connotación sexual de sus preocupaciones y objetos, eludiéndola mediante todos esos
términos extraños e inesperados: ‘vasos’, ‘invasión genital’, ‘vías’, ‘introducción del miembro viril
en el cuerpo de la víctima’. El cuerpo que está en juego en estas definiciones —alusivas y
elusivas— no es, según Žižek, el cuerpo biológico, sino el cuerpo como “(…) una multitud de
zonas erógenas que se localizan en la SUPERFICIE” (p. 114). Multitud de zonas erógenas
(vías, vasos, miembros) que motivan una serie de regulaciones legales.
En este sentido, la ley es tan específica como los poderes positivos reivindicados por
Foucault, tan regional como ellos. Y se desplaza, como lo hemos visto, en una trayectoria
histórica que reduce la importancia de la diferencia sexual, al menos en el delito que nos
interesa en este apartado, y aumenta las zonas potencialmente violentadas por el miembro
viril. A la vez, intensifica una fragmentación del cuerpo, tanto del ofensor (reducido a miembro
viril o sus sustitutos) como de la víctima (reducido a vías).
Cuerpos
El artículo primero de la Ley General para la Igualdad de Género, promulgada en 2006,
señala que: “La presente Ley tiene por objeto regular y garantizar la igualdad entre mujeres y
hombres y proponer los lineamientos y mecanismos institucionales que orienten a la Nación
hacia el cumplimiento de la igualdad sustantiva en los ámbitos público y privado, promoviendo
el empoderamiento de las mujeres.” (Cámara de Diputados, 2011b: 2). En este pequeño
párrafo se enuncia un proyecto colectivo de gran alcance. El texto citado es un ejemplo claro
tanto de la capacidad del Estado para imponer interpretaciones como de las luchas existentes
en torno a ciertas relaciones de poder (Mertz, 1994: 441).
La igualdad que asume la Nación como un mandato, es el movimiento desde un tiempo
presente hacia otro futuro, que se logrará mediante “el empoderamiento de las mujeres”. En el
artículo sexto se indica que: “La igualdad entre mujeres y hombres implica la eliminación de
toda forma de discriminación en cualquiera de los ámbitos de la vida, que se genere por
pertenecer a cualquier sexo” (Cámara de Diputados, 2011b: 3). Aparece una oscilación, puesto
que primero se identifica a las mujeres como los sujetos de una ley que promueve su igualdad
respecto a los hombres, y luego indica que la igualdad se logrará eliminando toda forma de
discriminación “que se genere por pertenecer a cualquier sexo”. De este modo, se infiere que
algunas de esas formas de discriminación podrían afectar al “sexo masculino”.
En el primer artículo los verbos centrales son regular y garantizar, acciones que el Estado se
propone realizar mediante la ley. Regula la igualdad y la garantiza. En el artículo 26, se indica
que el Sistema Nacional para la Igualdad entre Mujeres y Hombres tendrá como objetivos
promover la igualdad, contribuir al adelanto de las mujeres, coadyuvar a la modificación de
estereotipos y alentar el desarrollo de programas y servicios. Son objetivos que se
comprometen a crear políticas públicas garantes de la igualdad y la regulación de las
relaciones de género. De hecho, el Sistema involucra una compleja institucionalidad que tendría
a su cargo conseguir los objetivos de esta ley, y es definido como:
(…) el conjunto orgánico y articulado de estructuras, relaciones funcionales, métodos y
procedimientos que establecen las dependencias y las entidades de la Administración
Pública Federal entre sí, con las organizaciones de los diversos grupos sociales y con las
autoridades de los Estados, el Distrito Federal y los Municipios, a fin de efectuar acciones
de común acuerdo destinadas a la promoción y procuración de la igualdad entre mujeres y
hombres. (Cámara de Diputados, 2011b: 6).
Esta ley parece no tener cuerpo, al menos no el que alcanzamos a vislumbrar en el análisis
anterior. Pero sí lo tiene y está articulado según los discursos de la diferencia sexual, leída en
este caso como ‘igualdad entre hombres y mujeres’. Pero tan importante como esto es que la
ley crea una institucionalidad compleja que no sólo prohíbe, si recordamos la crítica de
Foucault, a cierta noción del poder, sino también produce: “un conjunto orgánico y articulado de
estructuras, relacionales funcionales, métodos y procedimientos”. Y en muchos sentidos lo ha
creado.
Hoy existe una densa trama institucional y normativa que interviene las relaciones de género,
prohibiendo, prescribiendo y también produciendo. El objetivo final de la ley, que es regular y
garantizar, no se sustenta ante todo en una prohibición. La ley busca (¿desea?) producir cierto
tipo de relaciones sociales en este campo y facilitar una transformación social, que se
sintetizaría en el “empoderamiento de las mujeres.” Todo esto forma parte de lo que De
Lauretis llama una tecnología de género, entendida como “el conjunto de efectos producidos
en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales (…) por el despliegue de una
tecnología política compleja” (De Lauretis, 1996: 8).
Sin duda, ese ‘conjunto orgánico y articulado’, que menciona la ley, constituye una tecnología
política compleja. Lo que no podemos vislumbrar todavía son sus efectos en los cuerpos, los
comportamientos y las relaciones sociales ¿Qué tipo de corporalidad es la que produce el
discurso legal? Una corporalidad oscilante entre las conductas posibles y los órganos
involucrados. Es curioso, pero la pregunta que hace la ley no es quién, como dice Foucault,
sino qué. Con esta pregunta se podría interrogar cualquier poder positivo, como los analizados
por él.
Ahora bien, la segunda ley que citamos parece recuperar la diferencia sexual como eje de
su discurso, pero descartando las relaciones de género. Hombres y mujeres comparten una
especie de exterior social donde se produce y reproduce la desigualdad y en el que pueden
sufrir discriminación. Nuevamente, la pregunta que intenta responder la ley no es quién
discrimina o quién origina la desigualdad, sino en dónde sucede y qué efectos produce. Frente
a este exterior, si bien a las mujeres se les presta especial atención, puesto que la desigualdad
las afectaría con mayor intensidad, se les considera ubicadas en un mismo lugar discursivo,
político y social que los hombres: el de la desigualdad y la discriminación.
La diferencia sexual, entendida como el sustento corporal y representacional de relaciones
de poder que sitúan a las mujeres en un lugar subordinado con respecto a los hombres, se
constituye en un campo homogéneo.33 La desigualdad no se produce en la diferencia sexual
misma, sino en las vicisitudes sociales que afectan a hombres y mujeres. No hay lugar para las
relaciones de poder que crean la desigualdad, sino un exterior vacío e inidentificable. Por eso,
la ruta elegida para modificar la desigualdad es la promoción del “empoderamiento de las
mujeres” y no la transformación de las relaciones de poder, sustentadas en la diferencia
sexual, que la producen y reproducen.
De este modo, el modelo corporal de la ley es el cuerpo masculino, que ubicado en un plano
aparentemente horizontal con el cuerpo femenino, sirve de referencia para la igualdad que se
pretende conseguir. ¿Cómo se puede producir igualdad a partir de la diferencia? Creo que la
diferencia, sexual en este caso, sólo produce diferencia y es imposible que produzca
igualdad.34 Por eso, la crítica de la desigualdad de género debe ser una crítica de la diferencia
sexual, como locus del poder masculino y como dispositivo productor y regulador de la
subordinación femenina. Mujeres empoderadas, como las que enuncia la ley, no serán mujeres
iguales, sólo serán mujeres diferentes con respecto a los hombres que debieran “alcanzar”, al
menos en lo que al poder corresponde. El mismo poder, las mismas relaciones, para
distribuciones distintas.
Violencias
Si en la ley analizada en la sección anterior, hombres y mujeres estaban ubicados en un plano
horizontal, pero con cierta inclinación con respecto al exterior de la desigualdad, en Ley
General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, las relaciones de género se
transforman en relaciones polares, estructuradas en torno a dos personajes centrales: el
agresor y la víctima. Si bien la víctima siempre es mujer y se la define en la ley como la “mujer
de cualquier edad a quien se le inflige cualquier tipo de violencia”, el agresor parece no tener
un ‘sexo’ establecido y se le denomina como la “persona que inflige cualquier tipo de violencia
contra las mujeres”. ¿Quién es esa ‘persona’ que ‘inflige cualquier tipo de violencia contras las
mujeres’?, ¿podría ser otra mujer?, ¿es necesariamente un hombre? Y si fuera el caso que
esa persona fuera un hombre: ¿por qué no se enuncia directamente y se define al agresor
como “el hombre que inflige cualquier tipo de violencia contra las mujeres’?
La ley es particular cuando identifica a la víctima y universal cuando lo hace con el agresor.
A la inversa de lo que sucedía con los artículos del Código Penal Federal, en este caso la
diferencia está del lado de la víctima y el agresor permanece indiferenciado. ¿Cuáles serán las
consecuencias de esto?, ¿qué corporalidad se delinea en los artículos de la ley y de qué forma
se articula con la trama de relaciones de género que intenta regular?
La ley parece ser ambigua con respecto a la identidad del agresor. Si bien en su glosario lo
define como ‘persona’, en el artículo 8 dispone, entre otras medidas para la prevención y
atención de la violencia: “Brindar servicios reeducativos integrales, especializados y gratuitos al
Agresor para erradicar las conductas violentas a través de una educación que elimine los
estereotipos de supremacía masculina, y los patrones machistas que generaron su violencia”
(Cámara de Diputados, 2011c: 3) ¿A quién se podría educar de esta manera sino a un
hombre?, ¿quién presentaría estereotipos de ´supremacía masculina’ sino un hombre? La
pregunta es, entonces, ¿por qué el agresor se define como ‘persona’ y no, directamente, como
‘hombre’? Un lenguaje elusivo es una manera estratégica de rehuir las relaciones de poder que
subyacen a la violencia y la violencia que atraviesa las relaciones de género.
El lenguaje oscilante de la ley impide localizar el origen de la violencia e identificar al agresor
con claridad. ¿Supone la ley que sólo en los estereotipos de supremacía masculina y en los
patrones machistas está el origen de la violencia de los hombres contra las mujeres?, ¿esto
implicaría que el resto de las relaciones de género, situadas fuera de esos estereotipos y
patrones, están libres de violencia?, ¿no se reconoce como violencia la subordinación
estructural de las mujeres, responsables de la reproducción, del cuidado de la familia, de la
atención de los enfermos, de las tareas domésticas y, por otro lado, impedidas de tomar
decisiones autónomas sobre su cuerpo, desasirse de los códigos heterosexuales de
vinculación y vivir vidas que no estén al servicio de los/as otros/as? Al parecer, para la
representación de la violencia que elabora la ley, todo esto no forma parte de los estereotipos
ni de los patrones.
Pero quizás el problema más profundo de este discurso es que localiza la violencia en un
sujeto punible y no en un orden social injusto. Es el agresor el que actúa los patrones y los
estereotipos, el que reclama mediante la violencia la supremacía masculina. Si el
empoderamiento de las mujeres era el proceso clave para conseguir la igualdad ante los
hombres, en el caso de la violencia es el horizonte deseable que la eliminaría. En el glosario
citado se lo define como “un proceso por medio del cual las mujeres transitan de cualquier
situación de opresión, desigualdad, discriminación, explotación o exclusión a un estadio de
conciencia, autodeterminación y autonomía (…)” (Cámara de Diputados, 2011c: 2-3). El
agresor se interpone en este tránsito, en el que las mujeres pasan de su subordinación
histórica a un “estadio de conciencia, autodeterminación y autonomía”. Es una especie de
evolución social dentro del orden de género que las libera de sus antiguas heteronomías y les
ofrece la autodeterminación como perspectiva colectiva y personal. Frente a las mujeres que
efectúan este tránsito supuesto, el agresor es un obstáculo, con sus patrones y estereotipos
que, al contrario, refrendan su subordinación.
Si el ofensor en el Código Penal se reducía al ‘miembro masculino’, en esta ley se
transforma en el protagonista de todas las violencias y se le dota de un cuerpo para una
diversidad de actos. En la clasificación de los tipos de violencia se distinguen cinco posibles:
psicológica, física, económica, patrimonial y sexual. En la violencia psicológica se reúnen
actos, emociones, vínculos y afectos de manera horizontal: celotipia, abandono, infidelidad,
insultos, comparaciones, rechazo, marginación, descuido reiterado y humillaciones, entre otros.
En cambio, la violencia física es más precisa y restrictiva en su definición: “cualquier acto que
inflige daño no accidental, usando la fuerza física o algún tipo de arma u objeto que pueda
provocar o no lesiones ya sean internas, externas, o ambas” (3).
Por su parte, la violencia sexual contiene elementos de los dos tipos de violencia citados
antes y se la define como “cualquier acto que degrada o daña el cuerpo y/o la sexualidad de la
Víctima y que por tanto atenta contra su libertad, dignidad e integridad física. Es una expresión
de abuso de poder que implica la supremacía masculina sobre la mujer, al denigrarla y
concebirla como objeto” (ibíd.). Si la violencia psicológica parece ser un tipo de violencia
procesual, que no tiene un principio ni un fin claramente delimitado, la violencia física y sexual
corresponden a actos que tienen una intención de daño notoriamente discernible. Los efectos
de ambas violencias son más claros: daño o degradación; en cambio, la violencia psicológica
incluye la depresión, el aislamiento, la devaluación de su autoestima y el suicidio.
La violencia es física si el cuerpo del otro (el agresor) está involucrado en los actos. Es
psicológica si los efectos de la violencia se experimentan en el cuerpo de la víctima, aunque no
intervenga el cuerpo del agresor. Si la violencia física y la sexual se sitúan siempre en el
presente, la psicológica es una violencia histórica, con efectos futuros. Entonces, se elabora
una temporalidad de la violencia, que la escande en momentos de ocurrencia, pero también de
acumulación. Pero lo que marca este orden temporal es la presencia directa del cuerpo. Es
como si el tiempo de la violencia surgiera de la corporalidad del agresor y tuviera en ella su
asiento.
Por otra parte, esta ley invierte las figuras que diferencia, respecto a las analizadas para el
Código Penal Federal. Si en este último la víctima casi no tiene espesor y sólo está constituida
por vías introductorias del miembro masculino, en el caso de la que ahora nos ocupa, el
agresor sólo puede ser conocido a través de la víctima. En los artículos referidos al delito de
violación, el ofensor constituye a la víctima en tal, le da un cuerpo al introducir su miembro por
determinados orificios. En el caso de la ley para una vida libre de violencia, es la víctima la que
conforma al agresor, le adjudica ciertas conductas e intenciones y lo transforma en un
personaje con cierta densidad subjetiva o, al menos, psicológica. Sabemos, como ya lo señalé,
que su motivación principal es la repetición de patrones y estereotipos vinculados con la
supremacía masculina. Luego, que insulta, grita, golpea, toquetea, insinúa, agrede, amenaza,
cela, es infiel, devalúa, entre otras muchas conductas. Sabemos, según la ley, que puede y
debe ser reeducado en la doctrina de la igualdad de género.
Es extraño que sólo la víctima tenga historia y acumule los efectos de las violencias diversas
que puede haber padecido. Es extraño porque la repetición está del lado del agresor y no de
ella. Es él quien repite patrones y estereotipos, pero como un autómata que no los sedimenta
en una visión del mundo y en un vínculo intersubjetivo. En esa delgada línea que separa a la
víctima del agresor, objeto de distintas medidas, se pierde justamente el orden social y de
género que sostiene la relación violenta. Es interesante constatar que la violencia que no puede
acumularse históricamente, porque se remite a dos figuras esmirriadas y tenues, se densifica
en el espacio. De este modo, la ley detalla los procedimientos y modos en los que se debe
alejar, consecutiva y secuencialmente, al agresor de la víctima: prohibiéndole que se acerque,
escondiendo a la víctima, quitándole las armas al victimario, etc.
Quizás podríamos pensar que en esta codificación espacial, pero no histórica, en esta
delimitación de efectos pero no de causas, se ha producido una degradación de la experiencia
de la violencia de género. Benjamín escribe que esa degradación de la experiencia nos obliga
“(…) a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a arreglárselas con poco; a construir
desde lo ínfimo y seguir construyendo sin mirar ni a diestra ni siniestra” (citado en Jay, 2009:
381). Y esta pobreza se asienta, en primera instancia, en la psicologización de la violencia y su
entramado íntimo.35 Donde había que afirmar la violencia estructural e histórica que un sistema
de dominación ejerce sobre las mujeres, se ha alegado un degradé de estados psíquicos y de
actos violentos ¿Por qué era importante instalar este argumento? Porque sólo así la repetición
en la que está atrapado el agresor no se convierte en una mera tara personal o un capricho
sádico. La repetición que esta ley esgrime es justamente la que la diferencia sexual (en su
lectura complementarista) puede producir.36
Por esto, ese momento futuro que está condensado en el mecanismo que la ley denomina
“alerta de género” no ha producido algún efecto que no sea mediático. La alerta sólo puede
operar en un horizonte histórico que explique políticamente la violencia contra las mujeres y su
subordinación, no en otro íntimo que la entienda como la repetición de patrones nefastos o una
indefensión aprendida. Cuando la ley define violencia feminicida, entonces se encuentra con un
sistema social violento, y señala que: “Es la forma extrema de violencia de género contra las
mujeres, producto de la violación de sus derechos humanos, en los ámbitos público y privado,
conformada por el conjunto de conductas misóginas que pueden conllevar impunidad social y
del Estado y puede culminar en homicidio y otras formas de muerte violenta de mujeres”
(Cámara de Diputados, 2011c: 6). En estos párrafos las conductas reunidas en los tipos de
violencia adquieren un dramatismo que no habían tenido. La ley crea su propia retórica, pero
también una prosodia. ¿Sólo esta violencia, esta forma extrema en palabras de la ley, es
producto de la violación de los derechos humanos de las mujeres y la impunidad social y
estatal? Cuando el orden de género, sostenido en la subordinación de las mujeres, aparece
como ‘conjunto de conductas misóginas’, entonces la violencia es extrema. No sabemos si es
extrema por los actos que son capaces de cometer quienes la ejercen o porque resulta de la
acumulación de causas y efectos en encadenamientos sociales y biográficos. En este punto, el
agresor ha desaparecido, para ser reemplazado por un conjunto de conductas misóginas y la
impunidad. Sólo permanecen los actos, pero sin un sujeto que los realice.
Normalizaciones
¿Qué hace la ley con el cuerpo? Creo que realiza dos operaciones distintas. Primero, produce
una corporalidad a través de la especificación de ciertas conductas. Segundo, la fragmenta
mediante una particularización de los órganos. Los textos que analizamos son distintos entre
sí, como ya lo vimos. Me parece que las dos leyes difieren de los artículos del Código Penal
en que proponen una imagen de lo deseable, no sólo de lo punible. Vidas sin violencias y
relaciones igualitarias. En sus intersticios hemos podido leer ciertos modelos de corporalidad y
nos detuvimos, especialmente, en su versión ‘masculina’. Pero también pudimos constatar que
ésta es una corporalidad compleja, tensionada por lo que la ley propone como deseable y lo
que considera punible o sancionable.
Si las leyes expresan o delinean lo que se considera socialmente deseable o esperable,
entonces son leyes que operan según criterios de normalidad antes que de justicia. El
deslizamiento de la ley hacia la norma fue señalado por Foucault como una de las formas
mediante las que la ley perdía su carácter prohibitivo y lograba otro productivo (Foucault,
1989; Butler, 2004). Las leyes analizadas son artefactos de normalización, en términos de
Foucault. La pregunta que resta es qué tipo de normalización de la masculinidad proponen
esos textos y qué tipo de normalidad corporal implican.
En el caso de la ley para lograr la igualdad entre hombres y mujeres, la igualdad jurídica y
social sólo podía lograrse mediante un desplazamiento de las mujeres, que la ley denomina
‘empoderamiento’, hacia el estatus de los hombres. La normalidad de las relaciones de género
(entendidas como relaciones de poder) se consigue mediante una distribución equitativa de las
atribuciones y capacidades que iguala a las mujeres con los hombres, pero que no altera su
estructura.
En la ley para una vida libre de violencia, me parece que la normalización del cuerpo
masculino pasa por la eliminación de sus tendencias, actos y comportamientos violentos. Es
una normalización profunda, pues implica una ortopedia de las emociones y las palabras, los
gestos y los deseos. El cuerpo masculino que propone la ley, o que podemos leer en ella, es,
paradójicamente, un cuerpo con muchas de las características que se le atribuyen al cuerpo
femenino, en un esquema binario y, también, estereotipado. Es más contenido y más quieto; es
protector y no agresor; es cariñoso y no violento. A la inversa de lo que sucede con la ley para
conseguir la igualdad, el cuerpo no violento, que la ley busca y articula en sus enunciados, que
sirve como parámetro de la normalidad, es el cuerpo femenino.
¿Cuál es el alcance de las regulaciones y normalizaciones propuestas? Una de los debates
más importantes que se han generado en el campo de los estudios de género y del feminismo
en los últimos años gira en torno al estatuto de la diferencia sexual. No puedo reconstruirlo
porque sería demasiado extenso, pero si se nos permite simplificar las dos posturas
encontradas, una postula que la diferencia sexual es el producto de un orden cultural y político
y puede ser deconstruida, desplazada y, en último término, eliminada. La otra señala que la
diferencia sexual no se ancla sólo en el campo de la cultura ni del orden simbólico y tiene un
sustento pulsional no erradicable ni desplazable.
Cito esta disputa porque me interesa saber de qué modo las regulaciones y normalizaciones
propuestas por estas leyes se relacionan con la diferencia sexual. Una y otra forma de
entenderla conducen a conclusiones distintas. Si la diferencia sexual no sólo es un lugar
discursivo, entonces las leyes también fracasarían en su intento por regularla. Si es el efecto
de la cultura en su interpretación de los cuerpos, entonces las leyes podrían desplazarla.
Deleuze señala que “(…) un mecanismo regulador está siempre habitado por lo que le
desborda y le hace reventar desde su interior” (Deleuze, 2007: 119). ¿Cómo habita la
diferencia sexual este mecanismo regulador que hemos analizado?, ¿lo desborda de alguna
manera?, ¿podría reventarlo? Creo que las leyes responden, más bien, a la forma en que
Copjec conceptualiza la diferencia sexual: “dentro de cualquier discurso, el sujeto sólo puede
asumir o bien una posición masculina, o bien una femenina” (2006: 31).
En el caso de los artículos del Código Penal Federal que analizamos, cuando el sujeto no
asume ni una ni otra posición, entonces sólo se convierte en un cuerpo indiferenciado y pasivo
ante la violencia y el deseo de un otro siempre masculino. En las otras dos leyes, las
posiciones están configuradas con claridad. La víctima es siempre femenina, en el caso de la
ley que se aboca a la violencia contra las mujeres, y el agresor siempre masculino. La
desigualdad es una gradiente entre ambas posiciones, que será modificada mediante el
empoderamiento de las mujeres. Ahora, todo esto indicaría que la diferencia sexual otorga
sentido a la relación entre hombres y mujeres y lo articula.
Pero Copjec indica que la diferencia sexual es un límite para la significación y que sexo y
sentido se oponen (dice que experimentan un ‘radical antagonismo’). “El sexo, escribe la
autora, nunca es simplemente un hecho natural, tampoco es reducible a ninguna construcción
discursiva, al sentido, en última instancia” (2006: 23). No obstante, la ley sí intenta anclar la
diferencia al sentido y por eso su funcionamiento es tan claro, salvo cuando la desestima y
entonces los cuerpos nunca suponen posiciones específicas y las identidades se hacen
borrosas o confusas. Quizás no podemos dirimir el funcionamiento de la diferencia sexual en la
ley de modo tajante; no podríamos decir que la deconstruye ni que la esencializa, justamente
porque es un híbrido de ambas visiones.
Judith Butler señala que dado que el género es inestable, como lo ha sostenido a lo largo de
toda su obra, a ella le interesan los lugares en los que lo masculino y femenino se quiebran,
“(…) donde ellos cohabitan y se interceptan, donde pierden su separación (discreteness)”
(Cheah et. al., 1998). Casi todos los esfuerzos queer se han centrado en esos intersticios de
la diferencia sexual. Sin embargo, tal vez debemos reorientar nuestros intereses y mirar
justamente hacia los lugares donde la diferencia es sostenida, donde brilla en su transparencia
y parece incuestionable. No para deconstruirla solamente, sino más bien para atender a estos
efectos de hiperclaridad paradójica, esta ausencia de sentido donde parece afirmarlo. Habría
algo ominoso en la ley, que debemos explorar; algo ominoso en su uso de la diferencia sexual.
Si se nos permite un juego de palabras, habría que desarrollar un sexo-sentido que nos
permita identificar los lugares donde la diferencia sexual se difuma no por su desplazamiento
significante, sino en su improductividad, en su silencio.
Quisiera pensar que el enjambre de abejas que propuse como imagen de los múltiples
socavamientos del orden de género de los que somos testigos, no sólo se agita en los
márgenes sino también al centro de las definiciones capitales que sostienen dicho orden. Tal
vez, por ahora, genera cierta confusión. Las leyes que analizamos son un ejemplo. Ni se puede
afirmar de modo tajante la diferencia sexual como justificación de relaciones de subordinación,
ni se la puede soslayar completamente. Por eso, la noción de masculinidad hegemónica, que
tan cara ha sido para los estudios de masculinidad, debería volver a interrogar las formas en
las que hoy se construye la hegemonía en este campo, los antagonismos que la atraviesan, los
fantasmas que la recorren y las grietas que no dejan de producirse ni de repararse.
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Žižek, Slavoj, 2006, Órganos sin cuerpo. Sobre Deleuze y sus consecuencias, Valencia, Pre-
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___________
28 Esta noción ha tenido una enorme importancia en los estudios de masculinidad,
especialmente en América Latina. Fue acuñada por autores anglosajones (Connell, 1997). En
otro texto realicé una crítica de su uso, que me parece aún pertinente, especialmente cuando
se estudia el poder. Véase Parrini, 2007.
29 Para un análisis detallado de este punto véase Butler, 2005.
30 México es una República Federal que tiene leyes federales, generales y estatales. Las leyes
federales regulan asuntos de interés nacional y se aplican en todo el país. En el caso del
Código Penal Federal, se aplica a todos los habitantes de la República, por parte de
autoridades federales, pero cada Estado tiene un Código Penal específico. Las Leyes
Generales abordan asuntos que son de materia obligatoria para las autoridades federales y
estatales y establecen competencias distintas según el nivel de gobierno. En este artículo me
centraré sólo en leyes federales o generales, dado su alcance y su importancia jurídica, pero
también cultural.
31 Un Código Penal, a diferencia de las otras leyes que analizaré después, debe especificar con
detalle las conductas que intenta regular. En este texto, el lenguaje será muy específico, en los
otros, en cambio, más general. Agradezco a José Luis Caballero esta aclaración.
32 “El falo es un ‘órgano sin cuerpo’ que llevo encima, que está unido a mi cuerpo sin llegar a
ser nunca ‘parte orgánica de él’, siempre presente como un suplemento incoherente y
excesivo” (Žižek, 2006: 108).
33 Copjec llama 'complementaria' a esta forma de entender la diferencia sexual, en la que los
dos términos binarios, masculinidad y feminidad, "(�) guardan una relación recíproca, por lo
cual el significado de uno depende del significado del otro y viceversa" (2006: 21). Señala que,
en términos de Lacan, una relación complementaria es "una relación imaginaria; comporta tanto
la unión absoluta como la agresión absoluta" (22).
34 El debate entre la igualdad y la diferencia, entendidas de modos muy diversos, ha ocupado
un lugar central en el feminismo durante las últimas décadas. Supera los objetivos de este
texto reconstruir esa discusión, que ha producido una gran cantidad de textos y de
argumentos. Lecturas muy interesantes de este debate se pueden encontrar en Scott (1992) y
Jelin (1997).
35 La psicologización de la violencia por parte del agresor es estudiada de modo muy
interesante por Amuchástegui, 2007. Cohen (2002) indica que existe una tensión entre la
regulación creciente de las relaciones íntimas, la justicia y el bienestar colectivo e individual. Si
no se las regula se permite la injusticia. Por ejemplo, relaciones de género violentas. Si se
norma en exceso, se coarta la libertad individual.
36 Esta repetición estaría anclada en creencias y representaciones culturales de larga data y
muy arraigadas entre los hombres, al menos en México. La repetición individual es una
repetición cultural. Véase Ramírez, et. al., 2009; y Ramírez, 1997.
Capítulo 6.
La salud de los hombres: muchos problemas y pocas políticas
Benno de Keijzer
Este texto sintetiza, actualiza y desarrolla una serie de trabajos previos en el tema de la salud
de los hombres. Pretende hacer un balance tanto de la problemática de salud de los hombres
y algunas políticas y acciones realizadas, así como delinear algunas de las perspectivas a
futuro. En la invitación a escribir me enviaron la siguiente pregunta que retomo a modo de
pregunta guía, o bien, pregunta generadora, retomando a Paulo Freire:
5 508
De la próstata
4 413
De la tráquea, de los bronquios y del pulmón 29 176
4. Accidentes 12 924
De tráfico de vehículos de motor 23 618
10 793
5. Enfermedades de hígado
6. Agresiones 23 285
6. Accidentes 8906
De tráfico de vehículos de motor 2615
7. Enfermedades del hígado 8829
c
Incluye tétanos obstétrico, trastornos mentales y del comportamiento asociados con el
puerperio y osteomalacia puerperal.
Fuente: INEGI. Estadísticas de Mortalidad. Fecha de actualización: Martes 13 de marzo de 2012
Una mirada a las causas de muerte de hombres y mujeres en el país puede ayudarnos a
observar la traza del género. En los cuadros se resaltan las causas que más se vinculan con
las determinaciones del género. En apariencia las dos principales causas de muerte no son
distintas y aparentemente igual la tercera, pero con cánceres radicalmente distintos en su
génesis.
Con respecto a las enfermedades isquémicas del corazón es bien sabido que los factores
predisponentes en su desarrollo, así como su percepción, su vivencia y el autocuidado también
varían según el género. En el caso de la diabetes, la vivencia y el autocuidado son aún más
contrastantes para los hombres y para las mujeres, incluyendo lo que implica su cuidado para
sus familiares cercanos. Además, casi invariablemente, las personas al cuidado de personas
con secuelas de diabetes o de accidentes vasculares cerebrales son mujeres, ya sean de la
familia o contratadas (OPS, 2008).
Los cánceres son la tercera causa para ambos sexos y tienden a ser del ámbito
reproductivo, lo cual parecería remitir a la biología cuando, en realidad, la socialización
femenina subyace a la atención tardía en el cáncer de mama y de cuello uterino en una mala
combinación con la escasa calidad en la atención en los servicios (Aranda, 2010). En el caso
de los hombres, está también la socialización tanto en el rechazo/retraso a detectar
oportunamente el cáncer de próstata, por un lado, y el tabaquismo en el cáncer de vías
respiratorias bajas, por el otro. Estas estadísticas de cáncer relacionadas con el tabaco
reflejan el predominio del consumo entre hombres de muchas décadas atrás. Entre las mujeres
no se manifiesta aún en las 20 primeras causas de muerte, aunque es algo que se prevé en un
tiempo no lejano.
Llama la atención la presencia del alcohol como parte de la 5ª causa entre los hombres,
centralmente en el número 17 y como la 7ª causa entre las mujeres. El VIH ya aparece como
la causa 15 en hombres de todas las edades, aunque ocupa un lugar más alto en las
estadísticas de hombres jóvenes y adultos. Si bien va en aumento la transmisión del VIH a
mujeres, aún no se refleja en las 20 causas generales de sus defunciones.
Existen problemas de salud en donde se da una sugestiva articulación entre el sexo y el
género. Tanto en la transmisión del VIH-SIDA como en el proceso de alcoholización, está
presente una particular vulnerabilidad biológica de las mujeres. En el primer caso, es por
razones ligadas a la estructura y características de la mucosa vaginal que la hacen más
permeable a la infección comparado con los hombres (Herrera y Campero, 2002). En el
segundo caso, se da por razones anatómicas (una mayor proporción de grasa corporal) y
metabólicas (menor capacidad de procesamiento del alcohol) que conducen a un mayor efecto
de la substancia a una misma dosis que la ingerida por los hombres.
A pesar de la mayor vulnerabilidad biológica de las mujeres, hasta ahora tanto el VIH como
el alcoholismo han tenido una mayor mortalidad en los hombres en México y esto ocurre por
razones de género: una mayor permisividad social y acceso tanto al sexo como al abuso de
substancias articuladas a una sensación de invulnerabilidad, la invitación a la transgresión y
otros aspectos comunes en la socialización masculina. Sin embargo, es notable el ascenso de
casos de VIH-SIDA en las mujeres por la transmisión desde sus parejas, y el creciente
consumo abusivo de alcohol entre adolescentes y mujeres jóvenes urbanas. En el caso del
VIH, la vulnerabilidad social de las mujeres está relacionada con una socialización que suele
dificultarles el ser asertivas en la negociación de las prácticas de sexo seguro en contextos
donde, con frecuencia, viven relaciones en las que son violentadas (de Keijzer, 2010).
Los accidentes muestran una tendencia diferencial similar siendo la 4ª causa entre hombres
y la 6ª entre mujeres, con una razón de 3.5 muertes de hombres por cada muerte femenina.
Hay que resaltar el número alarmante de jóvenes en estas estadísticas y que, en ambos
casos, los varones suelen estar al volante. Los suicidios aparecen en los hombres en el lugar
14 con más de cuatro mil muertes en el año. No aparecen entre las 20 causas entre las
mujeres, pero los datos muestran una razón de 5 hombres por mujer (INEGI, 2012). Esta
razón suele invertirse en el intento de suicidio reforzando la diferencia de género en la
capacidad de pedir ayuda.
Finalmente, es notable que la mortalidad total de hombres sea más alta que la de mujeres a
pesar de que ellas cargan, además, con el diferencial de riesgo que suponen los diversos
problemas asociados biológicamente a la reproducción (el embarazo, parto y puerperio),
sumado a la atención o desatención de estos problemas que pueden llevar el sello de la
inequidad de género, clase y/o etnia.
Promoviendo el cambio
Cualquier espacio de reflexión para hombres tiende a cuestionar y desestabilizar a un
número significativo de los participantes. Lo que pasa después de esta alteración depende
mucho de la continuidad, del apoyo o de la resistencia que se encuentre con la pareja, la
familia extendida, amigos y colegas. Esta relación dialéctica entre el individuo y el cambio llega
a ser una sorpresa, cuando el cambio ocurre inesperadamente, o, por el contrario,
decepcionante cuando el cambio esperado no se da. El cambio se articula con la colectividad:
ocurre con mayor facilidad en grupos de hombres y mujeres que se apoyan unos a los otros y
que buscan la manera de expandir la experiencia a sus relaciones familiares, de amistad y de
trabajo. Este proceso puede mejorar cuando existe un fuerte y explícito apoyo institucional
para la equidad de género. Así, pensando desde un modelo ecológico, podemos entender
mejor tanto los procesos de cambio como los de resistencia.
Intervenciones como la de ReproSalud en Perú promovieron dicha transformación en el
medio rural e indígena mediante una combinación de actividades educativas con mujeres y
hombres, utilizando diferentes estrategias de organización y comunicación orientadas al cambio
en temas de salud sexual y reproductiva y de maltrato, hacia una cultura de respeto por los
derechos de las mujeres, buscando disminuir la tolerancia a la violencia contra la mujer
(Manuela Ramos, 2003 y Rogow, 2000). En los diagnósticos comunitarios las mujeres
quechuas clasificaban a los hombres en dos tipos: “los que no saben” y “los que no entienden”.
Para los que no saben recomendaban las estrategias de educación e información. Y para los
que no entienden, está el médico, el cura... y el policía. Así, las mujeres suelen estar muy
pendientes de los procesos con los hombres. Esto permitió que ReproSalud, pensado
inicialmente sólo para trabajar con mujeres, abriera el espacio para trabajar masivamente con
hombres, en su mirada dirigida a la igualdad de género.
Con frecuencia las redes cercanas a los hombres son señaladas como un obstáculo para el
cambio. Un hombre que está en el proceso de transformación es una amenaza para otros
hombres que tenderán a criticarlo o ridiculizarlo, etiquetándolo de afeminado, de dominado por
su esposa (“su vieja lo manda”) o de “joto” (homosexual). Aun si él comienza a vislumbrar los
beneficios del cambio, estas críticas afectan a su propia representación de lo que es la
masculinidad y terminan minando su propósito. Esto ocurre en los procesos en torno a la
violencia y el alcoholismo y afectan la toma de decisiones sobre la vasectomía. Hemos
conocido hombres que se hacen “vasectomías encubiertas”, durante sus vacaciones laborales,
como una forma de ocultarlo a la familia ampliada y a colegas que puedan poner en duda su
masculinidad y sexualidad. Coriac, por otra parte, etiquetaba a cierto tipo de hombres como
“tiernos de clóset”, ya que sólo se muestran cariñosos con sus hijos en privado, jamás en
público, algo visto también como femenino. En privado me es fácil y en público, en ocasiones,
me siento vulnerable, afirma uno de los participantes del Programa Hombres Renunciando a
su Violencia en Xalapa.
Los ejemplos planteados son indicativos de situaciones que están más allá de la subjetividad
y la decisión individual de los hombres que, en privado, pueden desear el cambio. Hablan de un
sistema social que sigue reproduciendo la dominación masculina y neutralizando sus esfuerzos
de transformación. La vasectomía encubierta o la ternura privada pueden también ser vistas
como estrategias de manejo y adaptación de los hombres mediante las cuales pueden hacer lo
que desean (vasectomizarse o ser tiernos) y evitar la crítica social por hacerlo, manteniendo
ciertas apariencias en público. Vistas así las cosas, tendríamos que reconocer ciertos avances
de los hombres y centrar la mirada en esas zonas “públicas” para empezar a cuestionar y
promover estas acciones que, al parecer, ya han comenzado a ser transformadas en el ámbito
privado.
Las trayectorias de los hombres tienen que ver centralmente con sus historias y con las
respuestas del entorno familiar, laboral y social. Así como se da la concatenación de diversos
problemas que los hombres presentan, esto puede ser superado por su trabajo y capacidad de
ir concatenando soluciones. El proceso personal de cambio debe ir involucrando diversos
planos como son el discurso (necesario, pero claramente insuficiente), la consciencia, la
emotividad y, necesariamente, debe alcanzar la práctica.
Una influencia en ascenso es la de los hombres que ya han participado en algún proceso de
reflexión. Si su proceso dura lo suficiente y una nueva red de pares se forma, entonces la
transformación será más fácilmente consolidada. De este modo, los hombres se convierten en
un potente elemento de cambio, ya que otros hombres les otorgarán mayor crédito a sus
opiniones y prácticas. Éste ha sido el caso de muchos hombres que luchan contra el
alcoholismo, y cada vez más con los que renuncian a la violencia en sus vidas. Además, no hay
que olvidar que todo esto ocurre en el contradictorio contexto de cambios hacia la equidad en
ciertos ámbitos mientras en otros se da la descomposición que apunta a formas de violencia
masculina que se pensaban superadas en México.
Hemos realizado un balance de lo que la masculinidad hegemónica significa en términos de
costos en salud tanto para los hombres como para las mujeres y niñas/os. Los hombres
podríamos observar y reducir estos costos desde el aporte de la perspectiva de género, un
regalo inesperado que nos lega el feminismo. Esto vale tanto para el hombre concreto que lidia
con su salud, su cuerpo y sus relaciones significativas, como para el que construye y/o aplica
políticas de salud.
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___________
37 Me opongo a decir "genéricamente" construidos.
38 Otra perspectiva a retomar, subalterna como la de género, es la de la medicina social o
Violencia contra las Mujeres (2003), ENSAR (2003) y ENDIREH: Encuesta Nacional sobre
Dinámica de las Relaciones en los Hogares (2003).
40 En pleno 2012, un diputado federal del PRI espeta en el Congreso: No hay mujer bonita que
Chile, Croacia, India, México, Sudáfrica y Tanzania, y que busca: analizar las formas en que los
hombres y las masculinidades están contempladas en las políticas de género; llevar a cabo
una encuesta para medir las percepciones y comportamientos de hombres y mujeres en una
serie de temas vinculados con la equidad de género (IMAGES); y realizar un estudio cualitativo
sobre hombres que están involucrados en tareas de cuidado.
44 Con la conformación de redes nacionales en varios países del continente. Ver www.menengage.org .
En el caso de México la denominamos Cómplices por la Equidad (www.c ómplic espor la equidad)
45 Ver www.whiteribbon.c a , www.lazoblanc o.org .
Capítulo 7.
Deseando no ser violento: las dificultades para dejar de ser hombre
Clara Juárez Ramírez
Cristina Herrera
Introducción
Para escribir sobre los hombres y su participación en la violencia de pareja, es necesario
referirnos al concepto de masculinidad, una noción clave dentro del apartado de los estudios
de género que se ocupa de los varones. Varios autores concuerdan en que el concepto de
masculinidad no está completamente definido, aún cuando los estudios sobre los hombres
tienen una larga historia, datan de los años setenta, tuvieron su mayor desarrollo a partir de la
década de los ochenta y se han multiplicado hasta la actualidad (Ramírez J.C. y Uribe G.,
2008).
Dos de los autores más citados que han elaborado una definición de masculinidad (Kimmel
M., 1992; y Conell R. W. 1997) se refieren a ésta como el aprendizaje social de las
características asociadas al ser hombre. La aportación de estos autores es relevante en el
punto en que señalan que los atributos asociados al ser hombre tienen un carácter histórico, es
decir, responden a los valores de una sociedad en una época determinada. Esta idea nos sirve
para introducir una pregunta central de la investigación que aquí documentamos: ¿existirían
actualmente las condiciones necesarias para hablar de un cambio cultural, que posibilitaría la
transformación de los significados del ser hombre y, por lo tanto, las prácticas asociadas a
ello?
En relación al problema de la violencia conyugal esto significaría un avance importante, ya
que estaría dando la pauta para tener en el futuro relaciones de pareja más equitativas. De ahí
parte la importancia de documentar procesos de ruptura con los patrones dominantes de
masculinidad que favorecen la violencia de pareja, como los que aquí se presentan.
Derivado de un proceso histórico de lucha feminista, el problema de la violencia conyugal —
que hace parte de la violencia de género46— fue reconocido, dando lugar a adecuaciones
institucionales orientadas a otorgar atención a esa demanda47. La violencia de género nos
remite a la necesidad de comprender el sistema de género, entendiendo por tal el conjunto de
normas, pautas y valores socialmente construidos, que sientan las bases para el aprendizaje
de los roles sociales que cada sexo debe desempeñar. Para estudiar la violencia de pareja es
importante tener presente este concepto, ya que el abuso sobre las mujeres se origina en la
permisividad social desigual que existe para que hombres y mujeres realicen ciertas prácticas
(De Barbieri T., 1992; Lamas M., 1996; Saucedo I., 1999; Riquer y Castro, 2001; Güezmes A.,
2001; Castro R. 2004; Gutiérrez S. 2008; Herrera C. 2009).
La generación de conocimiento sobre el problema de la violencia conyugal ha puesto la
mirada con mayor empeño en explicar qué ocurre con las mujeres, debido a que se demostró
el conjunto de afecciones físicas y emocionales que traía para ellas ser el objeto de la violencia
de su pareja. Enfocar la atención solamente en las mujeres circunscribió la producción de
conocimiento sociológico a una versión del problema, dejando de lado la comprensión de la
otra parte involucrada: la de los hombres agresores.
Esta ausencia de análisis sobre la participación de los varones en problemas sociales no es
algo novedoso; tradicionalmente, tanto la investigación como los programas sociales se han
enfocado en las mujeres porque se considera que es más fácil trabajar con ellas. De esta
manera, existe un vacío de conocimiento respecto de qué ocurre con los varones, lo cual
atrasó tanto la comprensión del problema de la violencia de género como el desarrollo de
medidas institucionales dirigidas a los varones, las cuales deben ser complemento de la
atención institucional que se proporciona al género femenino.
El concepto actual de violencia de género ha tenido una larga evolución, tal como sucede
con la mayoría de los conceptos según se aportan nuevos hallazgos. En este caso, se transitó
por las nociones de violencia sexual, doméstica, familiar, intrafamiliar, de pareja y conyugal.
Cuando usamos el concepto de violencia de género, nos estamos refiriendo a cualquier tipo de
abuso que ambos sexos ejercen de manera intencionada contra el otro, basándose en la
permisividad social que existe para ello, fundada en la construcción social del género en una
sociedad y época determinada48.
En el caso de la violencia que ejerce el hombre, la permisividad se basa en el poder
simbólico que se le atribuye, el cual —según la definición de Foucault (1988) — sirve para
mantener los privilegios y estatus otorgados.49 Según Ferreira (1995), la consecuencia de
ejercer poder es la obtención de obediencia, virtud positiva para las mujeres, pero no para los
hombres.
En 1998, año en que se empezó a construir la idea para la investigación que aquí se
reporta, en México era escasa la oferta de atención para hombres que buscaban un sitio en
donde reflexionar sobre su masculinidad y su ser violento. En el ámbito institucional, la
posibilidad era nula. Como alternativa existían algunas Organizaciones de la Sociedad Civil
(OSC) y la consulta privada con profesionales de la salud mental.
En el caso de las OSC, se trataba de organizaciones que pugnaban porque en las
instituciones se mirara también la situación de los hombres y la forma en que la construcción
social del género masculino operaba en el aprendizaje de roles permisivos para ejercer
agresión contra la pareja. Estas OSC trabajaban con el tema de la violencia de género
formando grupos de reflexión de hombres que querían dejar de ejercer abuso contra sus
parejas, y utilizaban un modelo de grupos de ayuda mutua (GAM), basado en el tradicional
ejemplo del modelo Minessota50 (Anderson D.J., 1999).
La esencia de estos grupos, tal como lo propone el modelo original, radica en enfocarse en
el cuidado del usuario y no en la curación; desde este punto de vista se considera que se
puede ayudar al usuario a mirar su problema como una enfermedad crónica de la que debe
cuidarse y atenderse para el resto de su vida. En esta noción de ayuda mutua, el apoyo de la
red de amistades y familiares es muy importante, ya que se considera que forman una
‘comunidad terapéutica’. Para el caso de la violencia entre la pareja, el GAM considera que
estas redes de apoyo social son las que deberían ayudar al varón a seguir con su proceso de
reeducación. Además de facilitar la reflexión sobre el comportamiento agresivo hacia la pareja,
los GAM tienen el objetivo de formar participantes con un perfil que posteriormente pueda
fungir como responsable de otros grupos y de esta manera multiplicarlos.
El diseño original del estudio que sustenta este capítulo, contemplaba trabajar con una
muestra de varones que provinieran de diversos escenarios, para analizar el problema desde la
heterogeneidad de sus discursos. Sin embargo, esto no fue posible debido, entre otras cosas,
a que no existían instituciones que trabajaran con hombres en el estado de Morelos —lugar
donde se inició el trabajo de campo. Se realizó un intento de invitar a participar en el proyecto
a hombres que acudían a centros de salud para atenderse alguna enfermedad, lo cual no
fructificó debido a que en esa época era menos frecuente que ahora escuchar sobre el tema
en los medios masivos de comunicación. Esto hacía sospechosa la presencia de una mujer
queriendo entrevistar varones que maltrataran a sus parejas.
Debido a esto, decidimos pedir apoyo a algunas OSC como las antes mencionadas, y
encontramos en una de ellas las condiciones y apertura necesarias para realizar el trabajo y
cumplir el objetivo. Así, se modificaron los criterios de inclusión iniciales y, a pesar de
identificar el sesgo que existiría al obtener información de varones ya instruidos sobre los
orígenes culturales de la violencia de pareja, consideramos valiosa la posibilidad de
documentar procesos de ruptura con la masculinidad hegemónica como los que se producen
en estos grupos de reflexión, desde la propia óptica de los varones.
La OSC contaba con un equipo de cuatro profesionales de la salud mental que coordinaban
diferentes grupos. Los usuarios se ubicaban en alguno de los tres grupos que sesionaban, que
correspondían a tres niveles distintos. La ubicación en los niveles no dependía del tiempo que
llevaran sesionando, sino de los logros que iban obteniendo en el “control” del impulso de
agredir a la pareja y la reflexión sobre la permisividad social de la violencia, ambos objetivos
del GAM.
Apunte teórico-metodológico
La investigación original tuvo como objetivo general recuperar la experiencia de mujeres y
hombres que vivían o hubieran vivido ciclos prolongados de violencia de pareja. Así mismo, nos
planteamos varios objetivos específicos; diversos tipos de informantes (mujeres que recibieron
agresiones, hombres que ejercían violencia, personal de salud, coordinadores de GAM,
directores de OSC); y distintos escenarios (rurales, urbanos, centros de salud, OSC). Por
razones de espacio, aquí solamente se presentarán los resultados de tres aspectos que se
indagaron con hombres que ejercían o habían ejercido violencia intencional con su pareja: a) la
experiencia de la violencia; b) el trabajo de reflexión en el GAM; c) las consecuencias para la
salud de los varones.
Para abordar el problema realizamos un diseño metodológico de tipo cualitativo. Con ello
queremos decir que tratamos de comprender la experiencia de nuestros sujetos a través de la
interpretación y descripción de las características particulares de su discurso. La investigación
cualitativa parte del supuesto básico de que el mundo social está construido con significados y
símbolos, lo que implica la búsqueda de esta construcción y de sus significados a través de la
experiencia de los sujetos (Strauss y Corbin, 2002; Ruiz J. I., 1999; Denzin y Lincoln, 1994).
La técnica central de indagación utilizada fue la entrevista en profundidad de orientación
biográfica (Pujadas J.J., 1992; Plummer K., 1989) para recuperar el punto de vista del actor,
dando cuenta de la complejidad propia de los procesos y prácticas sociales a partir del
contacto con los informantes. También se realizó observación no participante en los GAM’s y
las OSC. Por razones de espacio sólo reportaremos los resultados del análisis de las
entrevistas.
El número de informantes que integró la muestra se decidió a conveniencia. En el caso de
los hombres, cuidamos que estuviera representada por las diferentes edades de los
participantes en el GAM y que se cubrieran los siguientes criterios de inclusión: ser mayor de
18 años; vivir o haber vivido en una relación de pareja con la cual hubiera ejercido violencia de
cualquier tipo de manera intencional; participar en un proceso de reflexión sobre la violencia de
pareja; y que estuvieran decididos a proporcionar su testimonio de manera voluntaria. Así,
obtuvimos testimonios de 10 participantes, cuidando todos los aspectos éticos que sugiere la
investigación con personas.
Las entrevistas fueron audio-grabadas y transcritas, creándose archivos de texto. Para
garantizar el anonimato de los participantes, todas las entrevistas se realizaron dentro de la
OSC a donde acudían al GAM para su proceso de reflexión. Se otorgaron nombres ficticios a
los entrevistados y para procesar la información se les reconoció por un número. Para analizar
los datos utilizamos el software Etnograph V.5., con el cual se crearon 6 categorías y 20
subcategorías de análisis. También recurrimos a los planteamientos conceptuales sobre la
técnica del análisis del discurso propuesta por Wetherell y Potter (1996). El trabajo de campo
en la OSC se realizó en el año 2002, y el reporte general de la investigación se presentó en
2006.
Los datos que a continuación se presentan adquieren relevancia en la actualidad a raíz de la
apertura institucional realizada en 201051 para promover la atención de varones que ejercen
violencia contra su pareja dentro del sistema nacional de salud, proyecto que actualmente se
está impulsando en todos los estados de nuestro país.
La violencia “…Como vivíamos en casa de su abuelita yo creo que se sentía segura, empezamos a forcejear y me sacó el
hacia la dinero de la bolsa, yo le agarré la mano y estábamos forcejeando bien duro, entonces empezó a gritar bien
familia fuerte ‘maldito perro no me pegues’… su abuelita y sus tíos pensaron que yo le estaba haciendo lo peor…”
extensa (H27, líneas: 407-419).
Impacto de la “…Mis papás no se hablaban, mi papá hasta la fecha sigue metido en su silencio, ve televisión nada más… mis
violencia en primeras memorias es que él llegaba con bilé por aquí y por allá, andaba con chavas, esa era su forma de
sus relaciones agredir y la otra el silencio, podía estar sin hablar hasta una semana… había insultos de vez en cuando… soy
actuales de igual, también me quedo callado…” (H18, líneas: 240-1186).
pareja
Segunda
generación
Iniciación en “… Recuerdo que llegué a la casa, le había estado rogando, la veía sólo por la ventana y a mi hijo igual, le
la violencia de rogaba que habláramos, fueron semanas de dolor tan intenso que se me ocurrió llegar una mañana que yo
pareja: ¿los sabía que iba a salir mi hijo y mi esposa para el kinder; estaba allí esperando a que ella abriera la puerta, yo
hijos sólo son estaba escuchando el ruido de la cerradura, quería pedirle que ese día no fuera a la escuela sino que se
espectadores? quedaran a hablar conmigo, fue un forcejeo muy fuerte, le apachurré los brazos, traté de sujetarla; mi esposa le
gritó a mi hijo que se fuera a casa de su abuela que está cerca, mi hijo le hizo caso, mi intención no era dañarlos
Tercera
pero los dañé…” (H14, líneas: 2118-2157).
generación
Reflexiones finales
La experiencia de la violencia
Contrario a lo que comúnmente se cree, el maltrato masculino no tiene una relación directa con
el nivel socioeconómico de la pareja, la escolaridad o el contexto al cual pertenezcan.
Pareciera que el ejercicio de la violencia es un hecho que se reproduce dentro de las familias
independientemente de las variables anteriores, lo cual apunta a un evento relacionado con la
permisividad social de la violencia y la construcción desigual de los roles de género.
En cambio, sí encontramos una asociación entre las historias de varones que vivían su
situación conyugal de una manera más sufriente y antecedentes de violencia en la familia de
origen, lo que podríamos llamar “herencia de violencia” proveniente de uno o ambos padres.
Ramírez (2002), en un estudio semejante, encontró la misma asociación.
Fue frecuente encontrar en las narraciones una especie de confusión mental cuando se les
cuestionó sobre su propia interpretación de la violencia. Casi todos respondieron “no haberse
dado cuenta” de la situación sino hasta que las hostilidades subieron de tono. Aun en los casos
de abuso extremo, se notó un esfuerzo por reflexionar sobre el origen de la violencia; antes de
ingresar al GAM existía una necesidad por darse a sí mismos explicaciones que les
permitieran seguir con sus actividades cotidianas, aunque no les parecieran coherentes. En la
mayoría de los casos suponían que “actuaban correctamente”, de acuerdo a lo aprendido.
Para comprender la participación de los varones en una dinámica de pareja atravesada por
la violencia, es relevante referirnos al proceso de socialización que los construye como
hombres y que les otorga el marco de referencia del género masculino para actuar como
varones en el mundo social. Gilmore (1994) y Gutmann (2001) coinciden al señalar —al igual
que muchos otros autores— que la persona de género masculino es la única que, en todos los
grupos humanos, debe pasar por un ritual de iniciación a la masculinidad. Esta situación, según
los mismos autores, es decisiva en la conformación de su subjetividad e impacta la conducta
femenina.
Por otro lado, las creencias sobre la superioridad masculina desempeñan un papel
importante en las relaciones entre el hombre y la mujer, debido a que generan expectativas que
un gran porcentaje de la población masculina no puede cumplir en la actualidad, ya que se
basan en una representación social que no tiene fundamento en la práctica cotidiana de la vida
de pareja (Cervantes, 1999).
En nuestra sociedad, los valores sociales tradicionales sobre el significado de ser hombre se
venían aceptando sin cuestionamientos. Sin embargo, en las últimas décadas se han
incrementado las críticas hacia el comportamiento masculino y las desigualdades de género.
Este cambio cultural se aprecia en la apertura institucional para diseñar programas54 que
atendieran la demanda de los varones de todas las edades que buscan dejar de ser violentos
con sus parejas (Hijar M. y Valdéz-Santiago R. 2010). Hasta 2010, cuando se abrieron este
tipo de programas, solamente existía en México la opción de las OSC. En general, el género
masculino ha tenido pocas opciones de ser objeto de programas asistenciales; en la mayoría
de los casos son las mujeres las destinatarias debido a que es más fácil obtener participación
de ellas que de los hombres.
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___________
Nos remite a la comprensión del sistema de género, entendiendo por esto las normas,
46
pautas y valores que se construyen socialmente para crear un contexto en el cual cada sexo
aprende cómo debe comportarse con el otro.
47 La atención institucional se hizo posible con la publicación de la Norma oficial-190. La Noma
embargo, esta situación es poco frecuente. Lo común es que ambos integrantes de la pareja
participen en las agresiones en menor o mayor medida, ya sea de manera física o emocional.
Así mismo, la violencia se ejerce de manera diferencial según el lugar que le toque ocupar a la
mujer o al varón de acuerdo a las circunstancias.
49 La violencia de género no solamente ocurre entre parejas heterosexuales.
50 También se llama: "Modelo de los 12 pasos". Fue aplicado por primera vez en el estado de
Minnesota en la Unión Americana entre 1948 y 1950. Durante esos años se fundaron los
centros pioneros, el modelo sigue desarrollándose sin muchos cambios dentro de la agrupación
de AA.
51 Ver referencia: Híjar M. y Valdéz-Santiago R. (2010).
52 En algunos casos la violencia se seguía ejerciendo hasta el momento en que fue entrevistado
existencial; sin embargo, estudios recientes han puesto en evidencia que tanto el dolor físico
como el sufrimiento moral son dos dimensiones relacionadas no solamente con el cuerpo, sino
con la persona y su historia personal. La vivencia del dolor y del sufrimiento son el producto de
una "educación social", es decir, está impregnada de construcciones culturales (Breton D.
1999).
TERCERA PARTE:
Crisis, homofobia e intimidad.
Capítulo 8.
Algunos efectos de los cambios en la economía (trabajo y su
precarización) en la vida de varones y en sus relaciones de género
María Lucero Jiménez Guzmán
A manera de introducción
Considero que resulta pertinente plantearse reflexiones y análisis que vinculen la perspectiva
de género, particularmente en relación con los hombres y sus vidas, con elementos
económicos relevantes, como es el caso del desempleo y la precarización laboral. Desde hace
ya varios años, desde 2005, he realizado y coordinado investigaciones que justamente se han
planteado estudiar estas realidades sociales, tan importantes y complejas, de manera
vinculada.
En nuestras redes de investigación hemos tenido como punto de partida la idea de que el
género trata de una construcción social, que es histórica, que varía de sociedad a sociedad y
que, además, el concepto se vincula y relaciona con otras categorías fundamentales de la
desigualdad social, como lo son la clase social y la etnia. Por otra parte, el género
corresponde a un sistema de significados y prácticas, determinado mayoritariamente por la
ideología dominante en una sociedad y es, por tanto, transformable.
Es así que la categoría de género y la aplicación de la perspectiva que sostiene, han
permitido emprender el proceso de “desnaturalizar” estas desigualdades y han contribuido a
construir la posibilidad de cuestionar y transformar las relaciones sociales imperantes.
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Capítulo 9.
Re-significaciones del trabajo y de la provisión económica:
masculinidades en hombres de la Ciudad de México56
Deysy Margarita Tovar-Hernández
A manera de conclusión
Los procesos históricos acontecidos en nuestro contexto cultural han dado el marco para la
configuración de diversas formas de ser hombre (Connell, 2003). No obstante, las
masculinidades toman como referente un modelo hegemónico de la masculinidad que, en el
caso de los hombres de la Ciudad de México, está basado en preceptos patriarcales,
capitalistas, colonialistas (Galindo, 2007; Grosfoguel, 2007) y heterosexistas, devenidos de la
ideología occidental como parte del proceso imperialista y de colonización que se vive en la
actualidad. Por ello, es importante ver cómo se configuran las masculinidades locales dentro
del marco de las transformaciones globales y de deconstrucción de las subjetividades de
género (Connell, 2006).
En este estudio, se mostraron cómo las masculinidades se articulan alrededor del modelo
hegemónico occidental tomando como ejes rectores los mandatos de la proveeduría
económica y el trabajo remunerado en el espacio público como constitutivos de las
subjetividades en los hombres (Cruz, 2007; Olavarría, 2001; Salguero, 2007). Dentro de estas
articulaciones, se pueden observar diferencias en cuanto al grado de adherencia al dicho
modelo, generando la posibilidad de construir nuevos referentes de las masculinidades
(Connell, 2003; Rascón, 2007). Asimismo, se observan diferencias en los matices de la
masculinidad que se derivan de las imbricaciones de las condiciones de género, étnicas y de
clase (Connell, 2006).
La inserción de la mujer a la esfera del trabajo remunerado trajo de manera inherente una
serie de re-significaciones y reestructuraciones de las relaciones de género que vienen a
cuestionar el rol de proveedor económico principal como un asunto exclusivo de los varones
(Capella, 2007; Cruz, 2007; Rascón, 2007; Tena, 2007). Sin embargo, en el contenido de la
información dada por los participantes se pudieron observar reacciones patriarcales (Cobo,
2011) ante la amenaza de la ocupación de los espacios considerados tradicionalmente como
espacios exclusivamente asignados para el grupo de los hombres.
Se recomienda, por lo tanto, continuar realizando estudios sobre las masculinidades desde
una perspectiva de género feminista que ayude a develar los preceptos patriarcales (Tena,
2010) y que promueva la desarticulación de las opresiones de género que se entrelazan con
las otras formas de opresión, como son las diferencias etnoraciales, de clase, de preferencia
sexual, entre otras (Connell, 2006). Esto para dar pauta al reconocimiento de otras formas
posibles de masculinidad, dentro de las cuales, posiblemente, se encuentren referentes que
tiendan al cambio social dirigido hacia una sociedad más equitativa (Rascón, 2007).
Agradecimientos
Primero agradezco la participación de los varones en este estudio. El presente trabajo forma
parte de un proyecto de investigación que se llevó a cabo dentro del programa de Maestría y
Doctorado en Psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México; dicho estudio se
realizó gracias a la beca otorgada a la autora por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología
(CONACYT).
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___________
56 El estudio que aquí se presenta forma parte del proyecto de Doctorado en psicología social
de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional Autónoma de México, el cual se realizó
con el financiamiento dado por CONACYT.
57 Cabe mencionar que diversas autoras refieren que el sistema patriarcal precede a los
"color político", para reivindicar la lucha de las personas de color, aunque aclara que la raza no
existe en términos de diferenciación biológica y que ha sido construida socialmente por
intereses imperialistas.
59 En términos marxistas, el trabajo no remunerado vinculado con la extracción-explotación de
heterosexista, es decir, en la constitución del ser hombre se espera que llegado a la edad
reproductiva, este elija a una mujer como su pareja, forme una familia, ejerza su paternidad y
se instaure como jefe de familia (Olavarría, 2001), por lo que debe buscar el cumplimiento de
los mandatos preestablecidos por la idea de familia patriarcal existente en las sociedades
modernas. Habría que investigar detalladamente si este imperativo se aplica o no a otro tipos
de familia o de vinculaciones socio-afectivas y a personas con deseos homo-eróticos
disidentes.
61 Desde esta postura Olivia Tena (2010) refiere como necesario realizar propuestas de
investigación que promuevan el cambio social en los estudios de las masculinidades, para la
transformación de las relaciones sociales de opresión que las mujeres viven tomando en
consideración la desarticulación de los sistemas patriarcales.
Capítulo 10.
La colusión entre masculinidad y homofobia
Ignacio Lozano Verduzco
La homofobia ha sido un constructo estudiado durante los últimos 40 años desde disciplinas
como la psicología y la sociología y más recientemente desde la antropología, la salud pública
y la ciencia política. La relevancia del estudio de tantos años sobre este concepto, es que
alude directamente a tres procesos que resultan en la producción de un espacio social
denominado vulnerabilidad. El primer proceso es el de discriminación, proceso entendido
como una serie de desventajas que tienen las personas debido a su pertenencia a cierto grupo
(Hnilica, 2011). Aquí no sólo me refiero a la adscripción que hace la propia persona al grupo
que pertenece, sino a la categorización que se hace desde afuera; es decir, el grupo al que
otras personas lo adscriben o atribuyen.
El desarrollo en las áreas de la cognición y percepción social desde la psicología social, ha
permitido entender que, como seres humanos, usamos heurísticos mentales, o atajos
cognitivos que nos permiten ahorrar energía con tal de entender la realidad que observamos
de acuerdo a estructuras personales. El segundo proceso sería entonces el de un esquema o
heurístico mental: los estereotipos. Un estereotipo se define como las “…expectativas o
suposiciones sobre un individuo basadas en su pertenencia a un grupo o categoría” (p. 412,
Zárate y Smith, 1990 citado en Kimble y cols., 2002). Así, al comprender que una persona
pertenece a cierto grupo, le atribuimos una serie de características que nos ayudan a definirlo,
sin saber realmente si esa persona posee dichas características. El último proceso es el del
prejuicio, que se ha definido como el afecto negativo asociado a ciertos individuos, afecto
basado en la pertenencia a una categoría o grupo. Tanto los estereotipos como los prejuicios,
en tanto representantes de elementos cognitivos y afectivos respectivamente, juegan un papel
fundamental en la discriminación, expresión conductual de estos afectos y cogniciones.
En conjunto, los tres elementos contribuyen a producir un espacio de vulnerabilidad social,
es decir la posibilidad de vivir en condiciones dispares, desiguales e injustas. La ocupación de
un espacio vulnerable tiene importantes implicaciones psicológicas, sociales, culturales,
políticas y de salud que deben estudiarse. En otras palabras, las personas que son blanco de
estos tres procesos se encuentran en una franca desventaja en comparación con otros grupos
y que limita un desarrollo pleno (Castro, 2010; Stern, 2004). Así que la discriminación, el
prejuicio y los estereotipos de género y de la sexualidad se conjugan en lo que se ha llamado
homofobia y generan espacios de vulnerabilidad para personas cuya orientación sexo-afectiva
no es heterosexual (Núñez, 2009).
La discriminación, además, se construye con base en la formación de grupos. Es decir,
como se ve en líneas anteriores, el prejuicio y los estereotipos tienen su raíz en la atribución
grupal que se hace de las personas. Así, es cierto que podemos agrupar a las personas no-
heterosexuales, ya que comparten una orientación sexo-afectiva diferente a la normativa; lo
mismo que aquellos/as que comparten una orientación sexo-afectiva heterosexual. Lo que
resulta digno de estudio, es el porqué y cómo uno de estos dos grupos se vuelve blanco
constante de la discriminación y la vulnerabilidad. Los seres humanos tendemos a categorizar a
las personas a partir de sus características. Para mantener nuestros heurísticos, solemos
categorizar en binarios y dicotomías: blanco y negro, hombres y mujeres, ricos y pobres,
heterosexuales y homosexuales. Las personas pertenecientes a un lado de la dicotomía suelen
ser oprimidas, mientras que otros, en aras de mantenerse en el poder, lo ejercen.
La comprensión de cómo funciona la homofobia cobra entonces especial relevancia, pues
permite entender el lugar de vulnerabilidad que ocupan las personas que son blanco de ella y
los efectos personales y sociales que esto tiene. Además, me parece que el estudio sobre
este tipo de temas señala el compromiso ético y político de quien lo hace, pues evidencia la
necesidad de generar circunstancias, contextos y espacios de igualdad entre las personas,
independientemente de sus cuerpos, deseos, gustos y posturas ideológicas. Debido a estas
razones, para las ciencias sociales y profesionistas de la salud resulta menester comprender
dichos mecanismos y procesos.
Para aterrizar
Desde mi punto de vista, una forma de acercarnos a la realidad social es estudiando lo que las
personas dicen y hacen. Esto nos permite entender la realidad a diferentes niveles: subjetivo y
social, debido a que como seres sociales, somos constructo y resultado de ese proceso de
socialización. Por ello, si nuestro estudio es a través de personas, me parece congruente
definir nuestras variables u objetos de estudio de tal forma que puedan ser comprendidos
desde las personas.
Siguiendo esta lógica, la homofobia se puede definir como un prejuicio sexual que toma la
forma de una actitud negativa hacia personas con una identidad sexual diferente a la
heterosexual. Es decir, se trata de toda actitud (cognición, emoción y conducta; ver Adams et
al, 1996 y Quiroz, 2004) negativa dirigida hacia los conceptos que hagan referencia a
orientaciones sexuales y afectivas diferentes la heterosexual, y a las personas con esta
orientación en específico. Esta actitud se puede expresar en conductas físicas y verbales, en
emociones y en cogniciones. Dichos prejuicios son construidos a partir de la socialización y
endoculturación con los grupos con los que convive la persona. Gracias a estos mecanismos,
la persona se identifica con dichos grupos, adoptando roles y características que el grupo
promueve y acepta. Se optó por usar el término homofobia, a diferencia de prejuicio sexual u
homonegatividad ya que, a mi juicio, es el concepto más cercano y más usado en la
cotidianidad.
Posterior a la primera versión de este texto, comenzaron a aparecer otros términos como
lesbofobia, bifobia y transfobia para especificar el tipo de rechazo que viven las lesbianas, las
personas bisexuales y trans, respectivamente. Comprendo la demanda de cada grupo
identitario por generar categorías que permitan explicitar los mecanismos que les oprimen, no
obstante, me parece que las raíces de la les-bi y transfobia tienen sus raíces en un sistema de
género binario y jerárquico que es posible describir con el concepto de homofobia.
Resultados de estudios sobre homofobia han encontrado que, en general, los hombres son
más homofóbicos que las mujeres (Castañeda, 2006; Herek y González-Rivera, 2006; Toro-
Alfonso y Varas-Díaz, 2004), y que personas con menores niveles educativos (Anderssen,
2002; Castañeda, 2006; Herek y González-Rivera, 2006); que practican alguna religión (Herek
y González-Rivera, 2006; Lozano y Díaz-Loving, 2009); que no conocen a personas
homosexuales (Anderssen, 2002; Lozano y Díaz-Loving, 2009); y las personas más apegadas
a roles tradicionales de género (Herek y González-Rivera, 2006; Lozano y Díaz-Loving, 2009)
son más homofóbicas.
En un estudio previo, encontré que los jóvenes de la Ciudad de México definen
homosexualidad como “joto”, “puto”, “maricón” y “lencha”, palabras que todos/as reconocemos
como peyorativas (Lozano, 2009). Por su parte, existen testimonios de personas que han sido
acosadas y extorsionadas por la policía en diferentes zonas del Distrito Federal, sin que conste
un registro publicado de ello. En términos más formales, el CONAPRED, en el 2010, encontró
que más del 40% de sus entrevistados no permitiría que una persona homosexual viviera en su
casa, en donde casi el 50% de las personas de 12 a 17 años y casi el 60% de los mayores de
60, casi el 65% de personas sin escolaridad y más del 50% con primaria, no lo harían. Existen
datos similares cuando se les pregunta si están de acuerdo con que parejas de mujeres y de
hombres puedan adoptar.
Por su parte, la organización Letra S (2009) informa que entre 1995 y 2008, se cometieron
627 crímenes de odio por homofobia reportados en algún medio impreso nacional, casi 150
cometidos en el DF. Este dato contrasta radicalmente con el de otras entidades dentro de la
república, ya que la entidad que le sigue con mayor número es Morelos, que reporta 77. La
mayoría de los crímenes son cometidos con un arma blanca (222 de los casos) y contra
hombres (525 casos). Por último, Del Collado (2006) informa que de los más de 400 crímenes
de odio que él reporta en contra de personas homosexuales, solo el 2% ha sido resuelto
jurídicamente.
Método
Debido a la ausencia de una escala valida y confiable para medir homofobia en México, se
decidió construir una en un estudio anterior (ver Lozano y Díaz-Loving, 2010). El resultado final
produjo un instrumento de 27 reactivos en una escala tipo Likert de 5 opciones con una
confiabilidad de 0.91 y que explica el 60.62% de la varianza. Esta escala cuenta con cuatro
factores. El primero, discriminación hacia la expresión homosexual, que describe la negación
y rechazo hacia que las personas tengan expresiones conductuales y emocionales diferentes a
las heterosexuales en lugares públicos. El segundo factor es el rechazo familiar, que describe
el rechazo que se enseña y reproduce en el espacio simbólico familiar hacia las personas
homosexuales. Se ha visto que el rechazo familiar es de los factores más altos. El tercer
factor, denominado rechazo social, muestra el rechazo basado en normas de instituciones
sociales importantes, como la familia y la iglesia. Finalmente, el factor rechazo personal
muestra creencias y conductas individuales que señalan discriminación hacia la
homosexualidad. Además, la escala se divide en tres sub-escalas teóricas: actitudes hacia la
homosexualidad, actitudes hacia gays y actitudes hacia lesbianas.
Dado que la literatura que revisé sobre el tema asegura que la homofobia se relaciona de
manera importante con otras variables, me pareció necesario conocer empíricamente cómo
sucedía esto. Para ello, también se hicieron mediciones sobre rasgos de género, es decir,
sobre características relativamente permanentes de las personas, resultado de un proceso de
socialización diferencial entre hombres y mujeres, y sobre conductas y deseos sexuales.
Además, se preguntó sobre la edad, el nivel educativo, el contacto con personas
homosexuales y la religiosidad (ver Lozano, 2008). Así, el objetivo de este estudio fue conocer
la relación que guarda la homofobia con rasgos, conductas y deseos sexuales propios de la
masculinidad hegemónica.
Para cumplir con este objetivo se encuestó a una muestra no probabilística intencional,
constituida por 252 personas, 123 hombres y 128 mujeres (una persona no reportó su sexo).
Tenían entre 14 y 77 años, con un promedio de edad de 32.77 años y una desviación estándar
de 13.14 años, en donde casi el 80% tenía entre 21 y 30 años. El 44% contaba con estudios
de licenciatura, el 16% con estudios técnicos y el 15% con preparatoria. Más del 52% reportó
estar soltero/a y 42% casado/a o en unión libre. Más del 70% reportó identificarse como
católico/a. Casi el 90% reportó conocer a por lo menos un hombre gay y el 11% dijo no
conocer a ninguno. De los que sí conocían, más de la mitad dijo que tenían un amigo gay y
más del 20% a un familiar. Un 56% de la muestra dijo conocer a por lo menos una mujer
lesbiana y el 44% restante no conocer a ninguna. El 41% de los/as que si conocían a una
lesbiana, dijo que era amiga. Estas características son importantes de tener presentes a la
hora de observar los resultados, pues tienen efectos sobre la homofobia.
*significativo al 0.05
La tabla muestra los resultados de la prueba t de Student, que indica diferencias
estadísticamente significativas entre dos grupos. De acuerdo con los datos, los hombres tienen
niveles más altos de homofobia que las mujeres en todos los factores excepto en rechazo
social. Si entendemos que el cuerpo “de hombre” es un referente importante en nuestra
sociedad para constituir el género, entonces podemos tomar como referente al sexo; es decir,
ser hombre o ser mujer como una expresión importante de la normatividad de género. En este
caso, vemos que el cuerpo con el que se nace y en el cual uno es socializado, tiene
implicaciones para la homofobia, en donde ser considerado hombre implica mayor
discriminación hacia la homosexualidad. Cabe la pena retomar a Connell y Messerschmidt
(2005), Kimmel (2008) y Schwartz (2007), quienes explican que la cultura de género exige a
los hombres mostrar un rechazo constante hacia la homosexualidad, es decir, ser homofóbicos,
puesto que la aceptación de la homosexualidad para los hombres implica perder poder y ser
percibidos como débiles y femeninos. Además, Butler (2006) sostiene que el cuerpo es un
aspecto fundamental en la construcción de la identidad de género, ya que es el primer
referente que permite nombrar. Para esta autora, se nombra a los cuerpos a partir de la
norma pre-existente, convirtiendo al nombramiento en la repetición de la norma. En esta lógica,
lo que se repite es el reglamento del género que da lugar al cuerpo, de tal manera que la
forma en que somos nombrados como cuerpos (hombre o mujer) invoca una regla fundamental
del género: la homofobia.
Una prueba que permitiría conocer qué rasgos de género han sido adoptados por hombres y
por mujeres, es una t de Student que muestra diferencias en los rasgos de género entre
hombres y mujeres.
Tabla 2.
Diferencias en rasgos de género entre hombres y mujeres
Factores Tamaño de t P Medias: hombres Medias: mujeres
Instrumental cooperativo -1.96 .052 3.89 4.09
Instrumental orientado a logro -.34 .732 3.75 3.79
Instrumental egocéntrico 2.05 .042* 3.45 3.25
Instrumental machismo 2.45 .015* 2.80 2.58
Instrumental autoritarismo 1.15 .252 2.93 2.58
Instrumental rebelde social 1.79 .074 2.06 1.87
Expresivo Afiliativo -2.50 .013* 3.81 4.07
Romántico soñador -3.14 .002* 3.72 4.06
Emotivo negativo egocéntrico -.025 .980 2.37 2.37
Vulnerable emocional -7.23 .001* 2.64 3.40
Control externo pasivo negativo -1.83 .069 2.39 2.57
Aquí observamos que los hombres son más egocéntricos y machistas que las mujeres.
Rasgos como ser arriesgado, atrevido, violento, rudo y agresivo, son propios de hombres en
esta muestra. En cambio, las mujeres muestran ser más afiliativas, soñadoras y vulnerables; a
través de estas dimensiones, muestran rasgos como ser amorosas, cariñosas, emocionales y
miedosas. Desde aquí, los/as participantes señalan poseer rasgos tradicionales para su
género. Así, la idea de que el cuerpo es una referencia importantísima para la construcción de
género se expresa en los datos aquí mostrados, datos que aportan a la validez de la matriz
descrita anteriormente.
Aunque el cuerpo con el que uno nace es una referencia medular para la construcción del
género en este sentido tan binario, definitivamente no excluye que los rasgos de género
traspasen los cuerpos y sean incorporados tanto por hombres como por mujeres, cuestión que
colabora en la reproducción de la homofobia no sólo como actitud, sino también como norma
del género.
Es así como llegamos al estudio de las masculinidades. El cúmulo de investigaciones
permite hoy entender a la masculinidad dentro de las relaciones de poder (Kimmel, 2008; Tena,
2010; Toro-Alfonso, 2009). Los hombres somos quienes, por nuestra constitución física,
heredamos el poder, pero que además lo vamos construyendo, produciendo y reproduciendo
activamente en nuestra cotidianidad. La masculinidad se vuelve un ejercicio constante, no
voluntario que rebasa a la propia noción de individuo y que contribuye a la generación de
sistemas normativos que constriñen y que obligan a los hombres a comportarse de cierta
forma (Amuchástegui, 2006; Amorós, 1992; Butler, 2001; Castañeda, 2007). Sin embargo, los
modelos hegemónicos de masculinidad se vuelven un ideal, no son posibles de cumplir en su
totalidad, lo cual tiene consecuencias graves para el bienestar de los hombres. Primero, son
observados como “poco hombres”, o “no-hombres”, o cualquier sinónimo femenino; y segundo,
ellos se sienten fracasados, o que no cumplen (Kimmel, 2008), cosa que afecta sus estados
emocionales (Fleiz, Ito, Medina-Mora y Ramos, 2008).
Los/as estudiosos/as de las masculinidades como Amuchástegui (2006), Careaga (2004),
Cruz (2004) y Núñez (2006), nos advierten del poder que desde la masculinidad se ejerce. La
propuesta de estos/as autores/as es similar, puesto que señalan reglas y normas establecidas
por y para los hombres para continuar en el ejercicio del poder. No obstante, también indican lo
endeble de la propia masculinidad, puesto que existen muchas formas de “ser hombre” y pocos
modelos guía para serlo. Es en este “intento” por cumplir con el modelo en el que se juegan el
ejercicio del poder y de la homofobia, puesto que el modelo se compone de normas, como la
homofobia. Es en este juego permanente con el poder que se puede llegar a transformar la
identidad “masculina”, el modelo guía de la masculinidad y las normas que lo componen. En
esta linea, Kaufman sostiene que los hombres podemos ejercer tres tipos de violencia y que
debido a que éstas se vuelven parte de la identidad, a menudo lo hacemos:
1. Violencia contra las mujeres: es la más frecuente y se expresa en diferentes formas:
física, psicológica, sexual, entre otras.
2. Violencia contra otros hombres: es una constante en las relaciones entre hombres, se
expresa en la rivalidad, la competencia y en la homofobia.
3. Violencia contra uno mismo: es el precio que se paga por el ejercicio de poder en contra
de otras personas, a través de la supresión de emociones, necesidades y posibilidades.
Para que estas reglas se sigan cumpliendo, es necesario producir nuevos hombres que
cumplan con estas normas y resguarden el poder, por lo que la sexualidad heterosexual es
fundamental para la masculinidad y la homosexual es rechazada. Otra norma del género, como
bien lo han documentado varias autoras feministas (Rich, 2003; Rubin, 1992; Warner, 1993),
se trata justo de la heterosexualidad, que implica la posibilidad de pensarse únicamente como
heterosexual y de excluir otras formas de vinculación erótica y afectiva. Así, aquellos hombres
cuyo deseo sexual no esté orientado hacia las mujeres son vistos como traidores de este
poder; y aquellas mujeres que desean sexualmente a otra mujer, son vistas como mujeres que
atentan contra un poder que no les corresponde, pues no cumplen con las normas del género.
La tabla 3 muestra cómo se relacionan los rasgos de género con la homofobia. Debido a que
las tablas 1 y 2 muestran resultados diferentes para hombres y para mujeres, por lo menos en
esta muestra, me parece importante reportar los siguientes datos segregado por sexo.
Tabla 3.
Correlación entre rasgos de género y homofobia por sexo
H Factores IC IOL IE IM IA IRS EA RS ENE VE CEPN
O Homofobia .03 .20* .05 .23** -.00 .18 -.24** -.34** -.06 -.10 -.07
M DEH .06 -.20* -.01 .22* -.03 .14 -.24** -.32** -.10 -.06 -.05
B
RF .04 -.06 .17 .20* .02 .17 -.11 -.22* -.03 -.20* -.08
R
E RS .05 -.14 .07 .02 -.04 .05 -.14 -.24** -.12 -.07 -.10
S RP -.12 -.29** -.06 .16 -.02 .19* -.39** -.40** .08 -.21* -.07
M Factores IC IOL IE IM IA IRS EA RS ENE VE CEPN
U Homofobia .02 .04 .20* .06 .03 .27** .02 -.05 -.03 -.05 .21*
J DEH .03 .06 .20* .07 .03 .27** .04 -.04 -.04 -.05 .25**
E
RF .07 .06 .10 .06 .03 .23** -.01 -.02 -.04 -.01 .23**
R
E RS .08 .06 .23** .12 .05 .13 -.02 -.08 -.09 -.15 .00
S RP -.08 -.10 .03 -.012 -.00 .18* -.04 -.06 -.01 -.03 .04
*confiable al 0.05
* confiable al 0.01
La tabla 3 nos indica que las correlaciones entre los rasgos adoptados por hombres y por
mujeres son muy diferentes entre sí. En otras palabras, la homofobia se relaciona de forma
diferente con la feminidad y la masculinidad adoptada por hombres y por mujeres. Sin
embargo, tanto en hombres como en mujeres, se observan correlaciones positivas entre la
masculinidad y la homofobia, indicando que a mayor masculinidad, mayor homofobia. Son los
aspectos menos deseables de la masculinidad y de la feminidad, como el machismo (ser rudo,
violento y agresivo) y el control externo pasivo (indeciso, sumiso y conformista) que se
relacionan de manera positiva con la homofobia. Es decir, las personas que tienen más de
estos rasgos son más homofóbicas.
No obstante, algunos rasgos de género se relacionan de manera negativa con la homofobia.
Este es el caso de la orientación a logro (como ser determinado, competente y tenaz), el
factor de romántico soñador (emocional, sentimental) y de expresividad afiliativa (amoroso,
cariñoso y tierno) en hombres. Estos hallazgos nos indican, primero, que existen hombres que
han incorporado rasgos tradicionalmente femeninos a su identidad; y segundo, que ello los ha
llevado a romper con aspectos de la masculinidad hegemónica, como no rechazar la
homosexualidad.
En cambio, en el caso de las mujeres, tanto rasgos deseables como no deseables se
relacionan con mayor homofobia. En particular, aquellas mujeres que han incorporado más
rasgos considerados masculinos son las que muestran actitudes más negativas hacia la
homosexualidad. Los datos que estas correlaciones muestran que, en efecto, los rasgos
masculinos, sobre todo los considerados no deseables, llevan a actitudes más negativas hacia
la homosexualidad: las mujeres que los incorporan a su identidad muestran más relación con
homofobia; mientras que los hombres que incorporan rasgos considerados femeninos,
muestran menos homofobia.
Así, la masculinidad sigue promoviendo el seguimiento de ciertas reglas que contribuyen a
los pactos masculinos, pactos (masculinos) que también son llevados a cabo por mujeres. Es
decir, este “desprecio” o rechazo hacia la homosexualidad en sus diferentes niveles, forma
parte de un entramado de dinámicas culturales que permiten que la masculinidad y la
heterosexualidad mantengan una posición de poder: lo masculino por encima de lo femenino y
lo heterosexual por encima de lo homosexual.
Conclusiones
Sin duda, la homofobia es un constructo complejo, que requiere ser abordado desde diferentes
disciplinas y posiciones teóricas. Sin embargo, considero que en este texto discuto una visión
integral de la masculinidad y de la homofobia. La masculinidad surge gracias a una posición
teórica interdisciplinaria que se desprende de los estudios de género y feministas. Desde aquí,
es necesario entender al conocimiento de forma situada, específico para un espacio
geográfico y temporal, y no de forma ahistórica y universal. Con esto en mente, me parece
necesario entender a la homofobia como un mecanismo de control que forma parte de la
estructura del género en nuestra sociedad. La homofobia es un mecanismo que se expresa en
diferentes niveles y que aporta a garantizar que lo considerado masculino —fuerte, rudo,
agresivo— se mantenga así, por encima de aquello considerado femenino. Pero sobre todo, la
homofobia aporta a garantizar la subordinación de aquellas identidades, conductas, deseos y
prácticas homoeróticas —afectivas y sexuales entre personas del mismo sexo— a través del
reforzamiento de la heteronorma. La homofobia permite distinguir a personas que gustan de
llevar a cabo estas prácticas, conductas y deseos y que se identifican con ellos, de aquellas
personas que no. Dicha distinción, es el precursor de la discriminación y, por tal, de la
vulnerabilidad de las personas homosexuales. Desde la psicología social sabemos que la
distinción es imposible de evitar, pero la discriminación no.
Además, los resultados que aquí presento dan cuenta de varios niveles de expresión de la
homofobia. No sólo existe a un nivel de creencias personales, en donde el individuo es
responsable de poseerlas, sino que son resultado de procesos de socialización a través de
instituciones sociales, como la familia y la iglesia, y de la reproducción de algunas normas del
reglamento del género. Es por ello que este tipo de discriminación, la homofobia, tiene que ser
combatida desde diferentes frentes y de manera integral.
La comunidad lésbico-gay-bisexual y transexual en México ha intentado a lo largo de casi 40
años luchar por sus derechos, que, en el fondo, significa una lucha en contra de la homofobia.
Esta comunidad ha presentado la homofobia como un problema para el estado. Me parece que
es necesario que desde este frente, se adopte la visión de que los derechos para la
comunidad LGBT (como el derecho al matrimonio y la adopción, que han sido derechos por los
cuales la comunidad ha peleado de manera ardua) vienen cuando la homofobia disminuye. La
forma de trabajo actual tiene como premisa que la homofobia disminuye conforme se logra la
concesión de derechos. Sin embargo, la experiencia en México ha demostrado que esto no
necesariamente es cierto. Por ejemplo, en el Distrito Federal, cuando se aprobó el matrimonio
para personas del mismo sexo, los grupos conservadores aumentaron sus acciones y su
discurso homofóbico, al grado de llegar a demandar legalmente al jefe de gobierno de la
entidad. Este tipo de discursos en contra de cambios jurídicos se suman a la estructura social
y permean la construcción identitaria de los sujetos.
Por otro lado, el estado y el gobierno Mexicano sí han realizado esfuerzos por producir
discursos igualitarios. Diferentes instancias gubernamentales pueden adoptar una postura anti-
homofóbica, promover políticas públicas que permitan la educación sexual desmitificada y
desprejuiciada en todos los niveles educativos. La instalación de campañas en radio, televisión
y medios impresos que promuevan a la homosexualidad como una opción sexual más, son
esfuerzos estatales que pueden aportar a la disminución de la homofobia.
En esta lógica, existe una experiencia previa en México, llevada a cabo por el Consejo
Nacional para Prevenir la Discriminación en el 2003, cuyo slogan fue “la homosexualidad no es
una enfermedad, la homofobia si”. Esta campaña ha tenido impactos positivos en todo el país
(ver Diez, 2010). Es importante que instancias gubernamentales hagan red con organizaciones
de la sociedad civil y equipos de investigación para reproducir experiencias como ésta. De
igual forma, la prevención debe ser trabajada desde el cambio de actitudes. Un cambio de
actitudes puede garantizar un cambio no solo conductual de aquellos que verbal y físicamente
violentan a las personas homosexuales, sino en las cogniciones y emociones que las subyacen,
y que, creo yo, tendrá como resultados una disminución en la discriminación hacia este sector
de la población.
No obstante, debe considerarse que en esta lucha anti-homofobia, se remite a políticas y
formas de normalizar lo que es “anormal” o “diferente” y tiene como resultado la
“normalización” de la homosexualidad. Si bien esto puede ser visto de manera positiva por la
militancia LGBT, es importante no perder de vista que esta nueva normalización implica
“anormalizar” a otras identidades, conductas, prácticas y experiencias que tendrían que llevar a
cabo la misma lucha por vivirse integrados al sistema sexo/género.
En este texto he intentado mostrar que la perspectiva de género y de las masculinidades es
útil para el análisis y la intervención para la reducción de la violencia, específicamente la
homofobia. La colusión entre la masculinidad y la homofobia radica justo en este aspecto: la
violencia. La masculinidad es un eje constructor de la realidad y de identidades en donde el
poder se discute de manera constante. La homofobia es un espacio y mecanismo más dentro
de esta violencia simbólica que permite el ejercicio del poder. El poder también se discute en
los grandes discursos sociales, como el gubernamental y el discurso conservador, que permea
las construcciones sociales. Es este ejercicio violento el que permite que los tres procesos que
mencioné en la introducción de este capítulo (discriminación, prejuicio y estereotipo) también
se coludan para producir un espacio de vulnerabilidad social para las personas homosexuales,
mismo que implica un riesgo para su salud.
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Weinber, G. (1972). Society and the Healthy Homosexual. St. Martin Press
___________
62 https://www.ac ademia.edu/4291716/How_Homophobia_Hurts_Everyone
63 Hasta el momento de la publicación de este texto, tanto el IMSS como el ISSSTE no habían
resuelto en sus reglamentos internos, la posibilidad de que el/la cónyuge de un/a afiliado/a y
que fueran parejas casadas del mismo sexo, fuera beneficiado/a por dichas instituciones.
64 http://www.xoc .uam.mx/oferta-educ ativa/divisiones/c bs/c ienc ias/materiales/11.pdf
Capítulo 11.
“Amigos, simplemente amigos”: Intimidad entre hombres y masculinidad
Rosa María Ramírez-de Garay
Introducción
El objetivo de este capítulo es poner sobre la mesa de discusión el tema de la amistad entre
hombres y cómo ésta también se ve atravesada por el género al igual que otras relaciones,
como las de pareja. Sin embargo, para este texto me enfocaré únicamente en el análisis de la
intimidad dentro de dichas amistades, desde cómo la conceptualizan los hombres y cómo la
viven, hasta las dificultades que ellos mismos identifican. Hacia el final, se analizarán los
resultados de la investigación que aquí se presenta desde dos diferentes perspectivas, una
psicosocial y una psicoanalítica, proponiendo un punto de encuentro y complementariedad
entre ambas. Para ello, primero habremos de hacer una breve exploración en torno al
concepto de amistad, profundizando en una de sus principales cualidades: la intimidad.
Quizás la primera pregunta a la cual sería pertinente responder es ¿por qué estudiar las
relaciones de amistad? Una primera razón radica en que, como propone Pahl (2000), ante la
crisis de instituciones sociales como el matrimonio y la familia que históricamente habían tenido
un papel preponderante, la amistad se ha convertido en la base para una nueva forma de
moralidad social y ha adquirido poco a poco una mayor relevancia tanto social como personal,
en parte porque se ha hecho evidente que dentro de estas relaciones también se reproducen y
generan diversos fenómenos sociales. Debido lo anterior, la amistad se considera como una
forma cada vez más importante de “pegamento social” en la sociedad contemporánea. Aunado
a que, actualmente, su importancia ya no se limita, como se creía anteriormente, a la etapa de
la adolescencia, sino que cada vez adquiere una mayor relevancia en la vida de las personas
adultas.
Es necesario comprender la amistad como un fenómeno dinámico, que se define en la
interacción y que varía en el tiempo de acuerdo al contexto social y cultural, así como a
aspectos individuales (Adams & Allan, 1998). La forma en la que entendemos en la actualidad
el concepto de amistad no es la misma en la que se entendió en el siglo pasado, e incluso, en
un tiempo y contexto similares, cada interacción amistosa adquiere matices particulares, lo cual
significa que los patrones de amistad además de contextualizados son emergentes; es decir,
también son influenciados por las circunstancias personales en las que los individuos
construyen sus relaciones de amistad (Allan, 1998; Adams & Allan, 1998).
No obstante, los estudios actuales sobre amistad han logrado identificar diversas
“cualidades” que la caracterizan y que se encuentran en mayor o menor grado en casi toda
relación que se defina como amistosa. Por ejemplo interdependencia, afecto, apoyo, intimidad
y cercanía. Para este capítulo, me interesa examinar específicamente el papel y la vivencia de
la intimidad en las amistades entre hombres.
De acuerdo con Strikwerda y May (1992) la intimidad es una cualidad que está presente en
la amistad cuando hay reciprocidad, comprensión, autoconocimiento (es necesario conocerse a
sí mismo para compartir dicho conocimiento y poder entender o comprender al otro) y,
finalmente, calidez, que se refiere a dos dimensiones: una preocupación receptiva hacia el otro,
y sentirse a gusto con la otra persona. Morales (2007) define el mismo término como un
“sentimiento de cercanía, unión y afecto hacia el otro, la preocupación por promover su
bienestar, dar y recibir apoyo emocional y compartir las propias posesiones y la propia
persona con el otro” (p. 353). Mientras que Oliker (1998) propone que consiste en compartir
experiencias interiores o íntimas, auto-exploración mutua y expresión de apego emocional. Por
otro lado, para Monsour (1992) la intimidad consta de cuatro dimensiones principales:
autorrevelación, expresividad emocional (que incluye compasión y cuidado), apoyo
incondicional y contacto físico (no sexual en el caso de la amistad).
Reis y Patrick (1996, en Morales, 2007), conjuntan tres elementos básicos presentes en
cualquier definición de intimidad: comprensión o entendimiento, respaldo y cuidado. La
comprensión se refiere a la posibilidad de compartir experiencias y emociones en un proceso
recíproco. El respaldo consiste en la percepción de que la otra persona estará abierta a
comprender lo que uno intenta expresar, así como muestras de respeto, interés, apoyo y
validación hacia los puntos de vista de la otra persona. Por último, el cuidado implica el
componente de tipo afectivo: que la persona se sienta cuidada, querida, protegida y segura
dentro de esa relación.
Sin embargo, ocurre algo muy interesante con respecto a la intimidad en las relaciones de
amistad, a saber, que hombres y mujeres la perciben y viven de manera muy distinta. Los
estudios que comparan la amistad entre hombres con la amistad entre mujeres sugieren que
ambos generan una cultura diferente en torno a ésta que comienza desde la infancia y se
extiende a lo largo de sus vidas (Winstead, 1986; Underwood, 2007). Se ha observado, por
ejemplo, que las amistades entre mujeres tienden a ser más intensas, exclusivas y con una
gran cercanía emocional, mientras que los hombres prefieren interactuar en grupos y compartir
actividades e intereses, más que aspectos emocionales (Richey & Richey, 1980).
En términos generales las mujeres reportan significativamente una mayor aceptación; apego
y cuidado (Peretti & Venton, 1986; Sloan, Erwin & Barchard, 2003); autorrevelación; confianza
y placer (Jones, 1991), y proveen un mayor apoyo emocional e informacional (Hays, 1989) que
las amistades entre hombres. Las mujeres invierten una cantidad considerable de tiempo a
conversar con sus amigas y consideran esto como una actividad central dentro de la amistad,
mientras que los hombres prefieren hacer cosas juntos, como compartir actividades y
deportes, por lo que no centran su atención en el amigo, sino en la actividad o meta que
quieren realizar (Winstead, 1986).
Entonces, ¿cómo se vive la intimidad en las amistades entre hombres y cómo se vincula
esto con la construcción de la identidad de género? En general, las investigaciones que se han
hecho en torno a la intimidad en el marco de las relaciones de amistad entre varones sugieren
que estas amistades se basan más en la lealtad, la camaradería y el compartir intereses que
en establecer una relación íntima con otros (por ejemplo Nardi, 2007; Porter, 1996; Strikwerda
& May, 1992). Aunado a ello, este tipo de relaciones están limitadas a espacios o escenarios
formalizados como las pandillas de adolescentes, la escuela, el trabajo y los deportes, entre
otros, factores que limitan la posibilidad de establecer intimidad (Tognoli, 1980).
En este sentido, la amistad entre hombres evoca más un tipo de relación que algunos
autores han llamado “camaradería” (Strikwerda & May, 1992). Estos autores incluso comparan
este tipo de amistad con el juego paralelo en los niños: se trata de dos niños que están
jugando el uno junto al otro pero que realmente no interactúan entre ellos, lo cual es
consistente con la forma en la que Wright (1982) caracteriza la amistad entre hombres
mediante la frase “side by side” o “lado a lado”.
La camaradería consiste en compartir experiencias, tener un poco de autorrevelación mutua
ocasionalmente y en manifestar una intensa lealtad hacia la otra persona, pero pasa por alto la
intimidad. En cierto sentido, los “camaradas” se tratan el uno a otro como otros generalizados,
es decir, no bajo la consideración de que la otra persona es única, especial, particular, con
sentimientos que compartir, y con la capacidad de entender al otro (Strikwerda & May, 1992).
En la camaradería siguen existiendo claras barreras entre las dos personas y una necesidad
por demostrarse hombre, confiado, competente, seguro de sí mismo, fuerte, etc. En cambio,
en la intimidad se busca tirar esas barreras y extender o expandir la atención más allá de uno
mismo, para incluir al otro.
Como ya se mencionó anteriormente, compartir actividades se ha definido como un eje
central en la amistad entre hombres, aunado a ello, en las actividades que realizan se
encuentra con gran frecuencia una orientación hacia el logro, lo cual genera que los hombres
tengan serias reservas ante la posibilidad de revelar aspectos de sí mismos que pudieran
hacerlos vulnerables ante los otros (Porter, 1996). Esta orientación al logro también se
manifiesta en sus conversaciones: “con frecuencia, los diálogos se concentran en los deportes,
en la puesta en común de los conocimientos y destrezas, el trabajo y las conquistas sexuales”
(Porter, 1996, p. 72). Finalmente, se ha encontrado que los lazos que se establecen en las
amistades entre hombres asumen una forma ritualizada, lo cual limita el desarrollo de la
intimidad (Pleck, 1976, en Tognoli, 1980). Sus conversaciones se caracterizan por permanecer
en un nivel abstracto, muy generales y tienden a usar términos teóricos (Fasteau, 1975, en
Tognoli, 1980), además de centrarse en aspectos impersonales como deportes, política y
automóviles (Goldberg, 1976, en Tognoli, 1980).
Sin embargo, como ya mencionaba al comienzo de este texto, la amistad no es un concepto
universal, sino contextual, por lo cual la forma en la que se vive y se entiende está sujeta a
distintos contextos, espacios y tiempos. Por ello, surge el interés en esta investigación de
explorar la forma en la que los hombres construyen relaciones de amistad con otros hombres,
y cómo justo la forma en la que se construyen dichas amistades está mediada por diversos
aspectos de la identidad de género, de la concepción de la masculinidad.
Para lograr el objetivo se realizó un estudio cualitativo por medio de entrevistas
semiestructuradas con jóvenes de la Ciudad de México, de entre 25 y 35 años de edad.
Algunos de los participantes se encontraban cursando una carrera universitaria, mientras que
otros ya la habían terminado y estaban incorporados a la vida laboral en diversos ámbitos.
Algunos de ellos realizaban sus estudios en la Universidad Nacional Autónoma de México (de
diversas licenciaturas como Geografía y Arquitectura) y otros en universidades privadas (como
el instituto ELEIA y la Universidad de Insurgentes). Cinco de los participantes reportaron tener
una orientación heterosexual y los dos restantes una orientación homosexual. El reclutamiento
de los participantes se realizó mediante el método de “bola de nieve”. El número de
participantes se determinó por el criterio de saturación. La decisión para la selección de los
entrevistados se basó en el criterio de la edad, el estado civil, una escolaridad mayor a
preparatoria y la disponibilidad de las personas que se logró contactar.
Se elaboró un protocolo para la entrevista que cumplía con los tres objetivos principales del
estudio. El primero de ellos fue explorar la conceptualización de la amistad que tienen los
participantes, para lo cual se indagó en torno a su definición, función, expectativas,
características y los grandes constructos que se han propuesto como componentes
fundamentales de la amistad: intimidad, interdependencia, autorrevelación y reciprocidad. El
segundo objetivo consistió en explorar sobre aspectos muy específicos de las relaciones de
amistad e indagar cómo la forma en la que se vive en cada uno de ellos se encuentra en
relación con la construcción de la masculinidad. En este apartado se aludió a los siguientes
aspectos: apoyo, afecto, compromiso, empatía, conflicto, competencia y poder. Por último, se
buscó identificar aquellos elementos que los hombres entrevistados experimentan como
barreras o dificultades en sus relaciones de amistad; es decir, qué elementos dentro de sus
relaciones de amistad logran identificar como dificultades que interfieren con el desarrollo de
una relación más profunda y satisfactoria para ellos.
De esta forma se buscó explorar las formas en las que estos hombres experimentaban
mayor malestar o satisfacción dentro de sus relaciones, de acuerdo a sus vivencias y a sus
propios parámetros. Cabe aclarar que para los fines de este capítulo únicamente se analizará
lo que se encontró en las entrevistas en torno a la forma en la que los hombres definen y viven
la intimidad dentro de las amistades y su vínculo con la conceptualización y vivencia de la
masculinidad, para conocer más sobre los resultados completos de esta investigación se
puede acudir al trabajo original (Ramírez-de Garay, 2011).
Hallazgos
Para explorar la intimidad en las relaciones de amistad, se le hizo una primera pregunta a los
participantes, ante la cual hubo reacciones muy interesantes. La pregunta fue: “¿hay intimidad
en las relaciones de amistad?”.
Todos los entrevistados, excepto uno, contestaron con muchas reservas. Algunos se rieron,
otros dudaron bastante antes de responder, otros hicieron gesto de sorpresa, e incluso uno de
los entrevistados se apuró a aclarar que él nunca había tenido contacto de tipo erótico con un
hombre. Todas estas manifestaciones parecen evidenciar que hay algo en la palabra intimidad
que asusta a los entrevistados o que los confronta y genera estas reacciones entre
sorpresivas y defensivas. Al parecer, como propuso Tognoli (1980) para la mayoría de los
hombres la palabra “intimidad” tiene una connotación sexual que automáticamente los “asusta”
o los pone a la “defensiva” dado que despierta el “fantasma de la homosexualidad”, como se
puede observar en las primeras reacciones de los participantes y sobre todo en el participante
que aclara que no ha tenido contacto sexual con otros hombres (aunque fue el único que lo
aclaro explícitamente, los otros participantes también hicieron referencia a esta asociación).
No obstante, al abundar un poco más en sus respuestas, todos los entrevistados
consideraron que sí puede haber intimidad en sus relaciones de amistad; sin embargo, el único
aspecto que ellos asociaron a la intimidad fue el de autorrevelación, esto es, compartir
aspectos privados de su historia personal, cosas que nadie más sabe, “lo que es más difícil de
sacar”. Uno de los entrevistados expresó:
“Pues yo creo que es un grado más de la confianza que puede haber dentro de la
amistad. O sea que, intimidad entendida como que le cuentes tal vez traumas y
frustraciones que tienes a la otra persona sin que sepas que te va a dañar, que te va a
hacer algo o a hablar de ti, e intimidad entendida como que tu externes esos problemas
internos realmente, psicológicos, que por alguna razón te han configurado como persona y
que muchas veces no cuentas a todos los demás ¿no? Intimidad entendida como que tú te
quieres destapar hacia la otra persona tal y como eres y no mostrando como este
caparazón social que solemos tener hacia las otras personas ¿no? Poder decir soy tal
persona pero en el fondo tengo infinidad de traumas, infinidad de ideas que tal vez se
contraponen con lo que yo quiero demostrar.” (Estudiante de posgrado y profesor, 27
años)
Como podemos observar en el fragmento anterior, la intimidad está estrechamente
relacionada con el revelar cosas de uno mismo y tener la confianza para hacerlo. Sin embargo,
estos aspectos tienen una característica en particular, y esto es que suelen referirse a
experiencias que denotan vulnerabilidad (miedos, “traumas”, frustraciones, problemas) en un
grado ya muy significativo de confianza:
“Yo creo que intimidad es como tener ese espacio donde tu le confías a otro tus
inquietudes, tus miedos, o sea digo, ¿por qué no?” (Estudiante, 24 años)
“Abrirse”, como lo mencionan los participantes, parece representar un paso importante
dentro de la amistad que no se da con cualquiera, sino que surge a partir del proceso en el que
cada vez comparten más cosas. De acuerdo con los hombres entrevistados, la confianza
implica tres aspectos principales: la confidencialidad, el respeto y el no emitir juicios. Resulta
interesante que, además, se hace evidente que existe un importante miedo a “abrirse”, es
decir, a tratar temas íntimos y personales y este miedo, ya sea el propio o el de los otros, es
un impedimento para compartir más cosas en una amistad. ¿De dónde surge este temor? Al
parecer, principalmente del riesgo de que alguien pueda divulgar aspectos privados que
pueden denotar vulnerabilidad o emotividad. De esta forma, la autorrevelación se hace siempre
con cautela y, aunque puede llegar a ser muy amplia, el control que se ejerce sobre la misma
es bastante estricto. Uno de los participantes se expresa de la siguiente manera ante el
cuestionamiento de si es importante el proceso de autorrevelación en la amistad:
“Sí, yo creo que sí aunque también diría con ciertas reservas ¿no? O sea sí
autorrevelarme, o sea autorrevelarme en aspectos básicos ¿no? Cuáles son mis valores,
cuáles son mis virtudes, en formas de ser ¿no? Y en diversas facetas de mi mismo ¿no?
Que luego uno no saca frente a todos pero que sí con el amigo pues se puede digamos
que mostrar todas tus facetas ¿no? Pero pues depende nuevamente del tiempo, de cuánto
lleves de amistad con esa persona, o sea si llevas pon tu dos años pues ya esperas algo
de autorrevelación ¿no? O sea porque dos años pues ya es algo de tiempo o sea, dos
meses o tres meses pues dices o sea pues sí pero pues no, tendrías que esperar un poco
más tiempo a ver que haya más confianza y entonces ya te autorrevelas ¿no? Pero sí creo
que ya la autorrevelación pues ya marca un punto de una amistad más íntima…”
(Estudiante, 24 años)
En el fragmento anterior es posible apreciar la importancia de la valencia de la información
que se revela. Se comienza con temas superficiales, “básicos” y generalmente positivos del yo
(valores y virtudes, como menciona el participante anterior) que permiten conocer más a la otra
persona y comenzar a compartir algunas cosas. Es sólo hasta que la amistad se considera lo
suficientemente sólida que se comparten aspectos negativos del yo.
Esto ya había sido propuesto anteriormente por Bowman (2008), quien encontró, en un
estudio hecho con universitarios norteamericanos, que una orientación de género masculina se
asocia a un alto grado de autorrevelación pero sólo en aspectos positivos, lo cual sugiere que
es precisamente en los aspectos negativos en los que principalmente los hombres encuentran
una mayor dificultad. Por ejemplo, otro participante responde lo siguiente ante una pregunta
referente a la posibilidad de hablar de sus propios sentimientos en las relaciones de amistad:
“También, sí sí exacto, sí ya quizá al principio te cuesta trabajo porque no sabes, no
conoces bien a las personas o no sé, con el tiempo pues ya es más fácil, te vas abriendo
y también ves cómo responden ellos porque si es alguien que se va a burlar de ti o va a…
pues no, ahí sí tomas tus precauciones. Pero con la gente que ya tomamos mayor
confianza pues sí compartes sentimientos y todo eso.” (Estudiante y empleado, 26 años)
O bien, otro participante expresa:
“Por ejemplo con X antes de irse, platicamos bien cañón así de yo creo que tú, te falta
esto y siento que eres muy impulsivo, siento que eres muy pesimista, o sea como que ya
nos abrimos a decir cosas que a lo mejor con otra persona no te atreves a revelar por el
miedo a que te… a que en algún momento lo tome como arma, y con un amigo yo creo
que no, es… te abres y conoces muchas cosas de él que él te quiere compartir porque le
nace, y tu también de igual forma.” (Estudiante y entrenador, 24 años)
Algunos de los entrevistados mencionaron también el papel del alcohol como un elemento
que los desinhibe y les permite compartir cosas más privadas con sus amigos. Mencionan que
es “con las chelas” o “en la borrachera” las situaciones en las que se vuelve más sencillo hablar
de sí mismo y decir más de lo que normalmente se dice. Al preguntarle a uno de los
participantes por qué ocurre esto, él alude a las exigencias sociales que hay hacia los
hombres, al deber ser de la masculinidad:
“Porque… pues queramos o no seguimos con cierta cultura así… pues los hombres no
pueden abrirse o no pueden llorar o cosas así y eso pues es lo que no nos deja, no nos
deja abrirnos así por completo, yo creo que es eso…” (Estudiante y empleado, 26 años)
Y es que algo que resultó muy interesante e incluso sorpresivo, fue que cuando se le
preguntó a los participantes a qué asocian esta dificultad para vincularse de manera íntima con
otros hombres, la mayoría aludió a distintos aspectos de la masculinidad que perciben como
barreras que les impiden relacionarse quizás de forma más auténtica. Por ejemplo, uno de los
participantes menciona que es justo desahogarse o expresar sus sentimientos lo que le genera
una mayor dificultad:
“Híjole… pues yo creo que sí ¿no? Porque bueno yo por ejemplo no soy una persona que
tiende a mostrar muy seguido sus emociones ¿no? Aunque sea con amigos cercanos
¿no? Y en cambio tengo un amigo que sí, que sí muestra todas sus emociones y si se
emociona o le da tristeza pues sí lo expresa ¿no? Y en cambio yo siempre he sido como
que un poco más como constreñido, a lo mejor por la construcción social de que los
hombres no debemos expresar sentimientos porque se ven muy mal y todas las
connotaciones que se tienen sobre el género masculino en cuanto a la expresión de
emociones ¿no? (…) Pero yo creo que sí influye por varios factores ¿no? Primero por el
factor cultural ¿no? Y que la amistad entre hombres es así como muy limitada ¿no? En
cuanto a acercamiento ¿no? O sea y apoyo emocional.” (Estudiante, 24 años)
Como ya se ha hecho evidente, para esta muestra de participantes, el concepto de intimidad
está exclusivamente relacionado con la autorrevelación, y no con otros aspectos que se han
mencionado en la literatura alrededor del tema. Uno de estos aspectos fundamentales, y que
claramente se encuentra atravesado por la masculinidad, es el afecto. Por ello, resultó
importante indagar también específicamente sobre este aspecto y se encontraron respuestas
muy interesantes.
Para comenzar, todos los participantes distinguen entre diversas formas de demostrar
afecto, físicamente, mediante el apoyo y comprensión, o con cosas materiales, y cada uno de
los participantes le da un peso diferente a estos aspectos. Generalmente, con apoyo y cosas
materiales es la forma que resulta más cómoda para demostrarle afecto a sus amigos, por el
contrario, la expresión física parece ser la más conflictiva, e incluso amenazante. A
continuación podemos ver un ejemplo de un participante para quién el apoyo material es la
mejor forma de demostrar afecto:
“La amistad, la camaraduría masculina está más enfocada a no tanto la expresión de
emociones sino que más bien al apoyo material y al apoyo económico o de negocios. (…)
O sea no a cualquier persona le puedes decir “te estimo mucho” por decir ¿no? Porque se
te queda viendo raro y dice ‘Ay no vaya a ser que este cuate ahí tenga alguna cosa
homosexual o algo así’ ¿no? Porque como que se ha pensado eso de que expresar
muchas emociones pues es cosa más de la mujer y no tanto del hombre ¿no?”
(Estudiante, 24 años)
Esta es una noción que se encuentra en la mayoría de los entrevistados. Es decir, se
considera que los hombres no pueden ser muy expresivos con otros hombres dentro de una
relación de amistad por que esto puede ser juzgado erróneamente, lo que quiere decir que los
otros involucrados pueden pensar que se trata de una muestra de homosexualidad, como se
observa en estos otros ejemplos:
“Igual y no te sientes tan bien al principio por la misma confianza de hacerlo [dar un
abrazo], y a lo mejor tampoco es porque se vea mal o se piense que está mal, sino
porque no sabes cómo va a reaccionar o no sientes esa… o a lo mejor tu sientes las
ganas de hacerlo o el impulso pero no sabes como… mmm… no sabes si ya estás en el
punto de poder hacerlo, si ya la otra persona también tendrá como que el mismo grado de
confianza o… o de verlo así como algo normal. Yo creo que es eso, no saber si la otra
persona lo tomará a mal o algo así.” (Estudiante y empleado, 26 años)
“Tal vez algunas veces me dan ganas de abrazar a un amigo y no lo hago, sé que tal vez
va a ser raro.” (Estudiante y empleado, 23 años)
Sin embargo, es interesante observar en los relatos las expresiones que usan, como “a
veces me dan ganas de abrazar a un amigo y no lo hago…” o “A lo mejor tu sientes las ganas
de hacerlo o el impulso pero no sabes cómo…”. En ambas expresiones se hace evidente la
necesidad o el impulso de los participantes de expresar afecto hacia sus amigos pero que
tiene que ser reprimido porque puede ser tomado a mal, reitero, como una muestra de
homosexualidad, por lo cual este afecto se reprime, y se buscan otras formas menos
amenazantes de expresarlo que sean más congruentes con los patrones de comportamiento
esperados en un hombre. Una de ellas es dando apoyo instrumental (por ejemplo, económico),
otra haciéndose presente, compartiendo actividades o estando físicamente cerca. Y
finalmente, cuando la situación lo requiere, se puede hacer uso de algunas expresiones físicas
de afecto que no comprometan la orientación sexual de los participantes, como la típica
palmadita en la espalda:
“Con que les des una palmada y lo interpretan como que les das importancia y te
interesas por su problema ¿no?” (Estudiante, 24 años)
“Puede… sí, puede haber abrazos, que te digo que es ya más difícil por esa educación
que tenemos, pero sí sí hay. Este… una palmada en la espalda, un golpecillo en el
hombro, cosas así, pues son como formas que yo he visto de demostrar afecto”.
(Estudiante y empleado, 26 años)
“Teniendo algún detalle algún día… Obvio no una rosa ¿no? Pero pues sí mira, te compré
este disco… O sea pero pues obviamente pues de alguna manera que pues… como
hombres ¿no? Así “mira cabrón…” (Estudiante, 22 años)
Ante lo que relata este último participante, se le preguntó “¿cómo es como hombres?” y la
respuesta resultó muy interesante:
“Pues sí o sea… no llegando y “ay mira… ten, te lo regalo” ‘[con un tono de voz
amanerado] o sea porque pues igual y no está mal ¿no? Pero pues uno no está
acostumbrado a llegar con un amigo así de “hola cómo estás, te compré un cd” [con el
mismo tono que en la frase anterior]. Pues no… así de “Qué onda cabrón, mira, ten, lo
compré en el metro, me costó 10 pesos”, o equis cosa, o sea cualquier detalle, hasta yo
creo que un refresco, una torta, una quesadilla, cualquier detalle que es una manera de
demostrar ¿no? El afecto.” También la bronca esta de pues del machismo y eso ¿no?
Porque pues puede que uno sea un poco más afectuoso y el otro así como que “güey
pues espérate ¿no? Pinche joto”. (Estudiante, 22 años)
Lo que a mi parecer resulta muy interesante en este fragmento, además de que conjunta
todos los elementos que ya han sido mencionados anteriormente, es que evidencia lo que yo
llamo “formas encubiertas de expresividad”, esto es, los caminos que los hombres encuentran
para lograr expresar de formas socialmente aceptables estos afectos que han sido reprimidos
en un primer momento, llevando a cabo acciones que no necesariamente hacen explícito el
afecto pero que sí lo llevan implícito y que, además, están recubiertas de un componente de
agresividad o rudeza. Así, se logra expresar el afecto “como hombres”, como mencionó este
último participante.
Y finalmente hay otro grupo de participantes para quienes la expresión de afecto al parecer
no resulta conflictiva en absoluto, al menos de su parte, como podemos ver en el siguiente
fragmento:
“Mmm no, no, no, siempre y cuando la otra persona lo permita porque hay muchas
personas que tienen tantos prejuicios sociales en que un abrazo no es de machines como
suelen decir por ahí que no lo permiten. Pero si la otra persona está como abierta a
permitir ese contacto físico yo creo que no es nada, nada complicado”. (Estudiante de
posgrado y profesor, 27 años)
Finalmente, la competencia aparece también como un elemento importante en relación con
la intimidad. Strikwerda y May (1992) ya lo mencionaban como un factor que impide el
desarrollo de un alto grado de intimidad y el reconocimiento del otro, a la vez que genera una
mayor resistencia para cuestiones íntimas sobre sí mismo. Lo que encontramos en esta
investigación es que todos los entrevistados coincidieron en que la competencia es muy común
en las amistades entre hombres, sin embargo, algunos tienen una mayor tolerancia a la misma
que otros.
Es decir, para algunos esto es algo normal dentro de toda amistad y mientras no sobrepase
ciertos niveles puede permanecer como parte de la relación, como una competencia sana.
Para otros, no existe competencia sana, cualquier tipo de forma en la que se compita es
dañina para la amistad en tanto afecta cuestiones fundamentales como la confianza y la
lealtad. Un claro ejemplo de la primera noción en la que la competencia es algo común es el
siguiente:
“Porque una de las cosas más importantes es demostrar la superioridad entre hombres y
si está muy arraigado eso en la cultura y en el machismo entonces tanto vales por tanto
tienes ¿no? Es la forma en la que te enseñan a ti como hombre ¿no? Entonces mientras
más dinero tengas mientras mejor carro tengas, mientras te ligues a la chica más guapa o
sea si eres todo un don Juan que se ligue a todas y conquiste a todas las mujeres te da
más estatus social o al menos es como se le da a entender al hombre ¿no? O sea es
poder, prestigio y posición. (…)Sobre todo en, sobre todo yo te diría más en los hombres,
o sea a lo mejor en las mujeres de otra forma ¿no? Ustedes tienen otras cosas ¿no? Que
también explota la cultura pero en el hombre sí es así de eres chingón porque eres
chingón y si no te pisotean, o sea es como que el mensaje que te dan, de que tienes que
sobresalir en todo.” (Estudiante, 24 años)
En conclusión, me parece que hay tres ideas fundamentales que se hicieron manifiestas a lo
largo de estos relatos y que están estrechamente relacionadas con la forma particular en la
que los hombres viven sus relaciones de amistad y, en particular, la intimidad. Estas son: el
miedo a la homosexualidad, el miedo a parecer vulnerables y la necesidad de reafirmar
continuamente y de diversas formas su virilidad. La pregunta es ¿cómo podemos explicar este
fenómeno?
Perspectivas teóricas
En este apartado sugeriré un par de perspectivas teóricas que pueden ayudar a comprender
desde distintos puntos de partida estos fenómenos de los que venimos hablando. Por un lado,
está la perspectiva psicosocial y por otro la psicoanalítica. Aunado a ello, exploraremos el
vínculo entre una y otra, el cual permite que comprender que estas dos perspectivas no son
excluyentes y que incluso pueden llegar a ser complementarias.
La psicología social, de la mano de la antropología y la sociología, ha ofrecido valiosas
aportaciones acerca de la construcción social de la masculinidad, la cual puede definirse como
“un lugar en las relaciones de género, en las prácticas a través de las cuales los hombres y
mujeres ocupan ese espacio en las relaciones de género, y en los efectos en la experiencia
corporal, en la personalidad y en la cultura” (Connell, 2003, p. 109). La masculinidad es
entonces una especie de categoría que describe dicha posición a la vez que proscribe en el
imaginario social cómo deben de ser los hombres en muy diversos ámbitos de su desarrollo
como seres humanos (Careaga & Cruz, 2006). Así pues, el término “masculinidad” hace
referencia a la construcción simbólica alrededor de la diferencia biológica, a una categoría
descriptiva acerca de lo que hacen los hombres y lo que los caracteriza, a un “deber ser” de
carácter normativo y a una posición ubicada dentro de un sistema simbólico (Ramírez, 2006).
La masculinidad se define en dos instancias. La primera de ellas es en relación con las
mujeres, la cual supone la subordinación o la desvalorización de todo lo femenino. La segunda
es en relación con otros hombres; esto significa que la masculinidad no es algo homogéneo,
sino que hacia adentro del grupo de hombres hay diferencias importantes en la forma en la que
cada quién la vive, incluso se habla de “grados” dependiendo del concepto de masculinidad que
tenga cada contexto sociocultural (Ramírez, 2006). No obstante, en general los autores
coinciden en que “es posible identificar cierta versión de masculinidad que se erige en ‘norma’ y
deviene ‘hegemónica’ -incorporándose en la subjetividad tanto de hombres como de mujeres-,
que forma parte de la identidad de los varones y busca regular al máximo las relaciones
genéricas” (Olavarría, 2006, p. 115).
Lo que algunos autores han propuesto en relación con la vivencia de la intimidad en las
relaciones de amistad, es que “mientras algunos de los atributos incluidos dentro de la
masculinidad (p. e. competencia, sentirse superior) parecen impedir la intimidad en la amistad,
otros (p. e. ser activo y tener confianza en sí mismo) pueden estar relacionados con la
adquisición de las habilidades sociales necesarias para establecer relaciones personales
cercanas” (Williams, 1985, p. 598). Se han propuesto diversos factores característicos de la
masculinidad, con base en los cuales aun la mayoría de los hombres son socializados, y que
pueden estar vinculados con las dificultades para generar intimidad dentro de las relaciones de
amistad. Por ejemplo, la forma particular en la que se desarrolla el manejo emocional en los
hombres.
Es necesario recordar que la masculinidad no se configura únicamente mediante el
desarrollo de ciertas características independientes de lo que se denomina feminidad, por el
contrario, los hombres son objeto de una gran presión social que los motiva constantemente a
evitar todo lo que tenga que ver con lo femenino, en palabras de Ramírez (2006): “Siempre
hay que afirmarse como varón, como hombre, como niño. Siempre hay que establecer la
diferencia” (p.43). Esto incluye la expresividad, un aspecto central de la definición del rol
femenino.
Mientras que a las mujeres se les motiva para expresar sus emociones, a los hombres se
les castiga por hacerlo, y se les premia por expresar cualquier otra cosa que no denote
vulnerabilidad, por ejemplo, agresividad. Strikwerda y May (1992) explican que una de las
posibles causas por las cuales no hay autorrevelación en las amistades entre hombres es que,
para que ésta exista, un primer requisito es poder reconocer las propias emociones y
expresarlas. Esto implica que las personas habrán de estar conscientes de tener ciertas
emociones y tener la capacidad de conceptualizarlas. Sin embargo, durante el proceso de
socialización, a los hombres se les alienta a negar y no mostrar sus emociones, dado que ello
es contrario a rasgos característicos de la masculinidad tradicional como ser competitivo,
arriesgado, duro y fuerte. Los hombres han sido socializados de forma que muestren
insensibilidad ante aquellas situaciones en las que sus emociones puedan denotar
vulnerabilidad. Debido a esto, puede ser que los hombres realmente se hallen “incapacitados”
para reconocer sus emociones, el primer paso necesario para poder expresarlas y, por lo
tanto, esto dificulta que haya un mayor grado de autorrevelación e intimidad en sus relaciones
(Strikwerda & May, 1992).
Otra posibilidad es que los hombres tengan cierta conciencia y reconocimiento de sus
emociones, pero que les parezca muy difícil comunicarlas, o bien demasiado amenazante. Se
ha encontrado también que el modelo predominante de convivencia entre hombres enfatiza la
competencia sobre la confianza (Strikwerda & May, 1992). La competencia genera aún una
mayor resistencia en los hombres para revelar cuestiones íntimas sobre sí mismos en tanto
esto los podría hacer vulnerables y, por lo tanto, quedarse atrás en esa permanente
competencia.
Como vimos anteriormente, otro factor de relevancia en cuanto al análisis de la intimidad en
las amistades entre hombres es la homofobia. De acuerdo con Strikwerda y May (1992) la
mayoría de los hombres norteamericanos tienen un fuerte bloqueo hacia la intimidad con otros
hombres por los miedos relacionados con su sexualidad. Hay fuertes restricciones y tabúes
que minan la expresión de sentimientos profundos y el contacto físico entre hombres. Es
común que cuando los hombres experimentan algún fracaso relacionado con cualquier esfera
importante de su rol masculino (en el trabajo o en la sexualidad, por ejemplo) o cuando
manifiestan comportamientos o actitudes “poco masculinas” se les califique como
homosexuales o se utilicen adjetivos despectivos que aludan a la homosexualidad (Tognoli,
1980). Esta homofobia crea la necesidad en los hombres a ser constantemente competitivos
tanto en el mundo social como privado y a mantener la mayor distancia posible de otros
hombres. En este sentido, es muy útil el término unmanliness (en inglés), que hace referencia
a las formas culturales e históricas a través de las cuales ciertas prácticas propias de los
hombres son caracterizadas negativamente, en contraste con otras prácticas que se considera
son propias de “un hombre de verdad” (Walle, 2007).
Finalmente, me gustaría mencionar lo que Porter (1996) propone como los tres principales
obstáculos que impiden llegar a establecer relaciones de amistad íntimas entre hombres. El
primero de ellos es “el culto masculino a la rudeza, en la que las ideologías que rodean la
masculinidad e idealizan la agresión, la autosuficiencia y la abstracción del contexto se
refuerzan mediante una autonomía objetivadora, emocionalmente distanciada” (p. 72). Un
segundo obstáculo es la asociación de la expresividad emotiva con la feminidad. Como ya se
mencionó antes, la masculinidad no se define únicamente como un conjunto de rasgos
independientes, sino que también se define por la negación de la feminidad o de todo aquello
que evoque a lo femenino, lo cual genera que con gran frecuencia los hombres nieguen la
existencia o la legitimidad de sus propios sentimientos. Por último, la homofobia (como ya
mencionaba Tognoli en 1980) es un tercer obstáculo en tanto la afectividad y el acercamiento
físico de otros hombres suele suponer una amenaza para algunos hombres heterosexuales.
La perspectiva psicosocial nos ofrece diversos elementos teóricos que nos permiten
explicarnos el problema de la intimidad entre hombres desde lo que ha sido aprendido e
internalizado. Sin embargo, ¿qué fenómenos psíquicos subyacen a esto? Uno de los
principales problemas de esta perspectiva es que, como propone Marta Lamas “imaginó a la
mente como una página en blanco, sobre la cual la sociedad escribe un ‘script’ con papeles
diferenciados para mujeres y hombres” (Lamas, 2000, p. 5), lo cual implica pensar al cuerpo
como un ente pasivo donde se inscriben dichas prescripciones y cuyos códigos podrían
cambiarse mediante una “reeducación voluntarista”. Lo que nos sugiere que hay algo más allá
de esto que hace al proceso de identificación genérica un proceso sumamente complejo que
está estrechamente relacionado con la estructuración psíquica del sujeto, y es justo aquí
donde el psicoanálisis nos ofrece otra mirada.
Lo que el psicoanálisis propone es que el cuerpo es territorio de simbolización tanto social
como psíquica y se ve atravesado por diversos significados. Partiendo de ello, explora la forma
en la que el sujeto elabora en su inconsciente la diferencia sexual y con base en ello posiciona
su deseo y su identidad sexual (Lamas, 2000). De esta forma, se establece un nexo entre los
significados sociales que se asignan a hombres y mujeres y la elaboración subjetiva y
posicionamiento ante dichos significados. Como nos dice Lamas (2000, p. 19) “el sujeto es
producido por las prácticas y representaciones simbólicas dentro de formaciones sociales
dadas, pero también por procesos inconscientes vinculados a la vivencia y simbolización de la
diferencia sexual”.
En este sentido, los conceptos de masculinidad y feminidad no se reducen al aprendizaje e
internalización de determinados roles o conductas socialmente aceptables y prescriptas, sino
que tienen un lugar primordial dentro de la subjetividad, estando estrechamente vinculados con
el Yo, el Super Yo y el deseo sexual, y están colocados como una representación privilegiada
del sistema narcisista Yo Ideal- Ideal del Yo y Superyó, por lo que ocupan una posición
sumamente importante y constitutiva dentro del psiquismo del sujeto (Dio Bleichmar, 1997;
Allegue, 2000).
Es justo a partir de esta nueva conceptualización que la intersubjetividad adquiere una gran
importancia en tanto anuda lo relativo a la cultura y la interacción social con lo intrapsíquico a
través del papel de las identificaciones. Como Dio Bleichmar (2000) dice, “lo político es
personal, todo aquello que es social, universal, al mismo tiempo es asumido por un sujeto que,
en su apropiación individual, lo subjetiva, marcándolo con la historia de sus avatares
intersubjetivos y sus pulsiones” (p. 4). Todo aquello del orden de la subjetividad es de carácter
histórico y social y está relacionado con la forma en la que cada sujeto es socializado, mientras
que del orden del psiquismo es aquello que corresponde a la estructuración (primera y
segunda tópica de Freud); sin embargo, ambas se traslapan y superponen de diversas formas
(Bleichmar, 2006).
A lo largo de la historia del psicoanálisis, la sexualidad femenina ha sido concebida como el
gran enigma, el “continente negro”, como decía el mismo Freud, algo que parece
incomprensible por los caminos que recorre y que lo vuelven objeto digno de estudio. Mientras
que, por el contrario, se ha asumido que la sexualidad masculina recorre un camino lineal, sin
mayores obstáculos y estableciendo un cierto criterio de normalidad. Sin embargo, como
propone Bleichmar (2006) es justo la presencia del pene real lo que ha obstaculizado la
comprensión de la masculinidad, ya que incita a pensar que la masculinidad es un proceso
lineal que ya está dado en el hombre a partir de tener el símbolo fálico. Sin embargo, como
veremos a continuación, el camino de la constitución de la masculinidad puede ser más
complejo que esto.
En vez de comenzar por Freud, quien por supuesto es el punto de partida necesario para
construir alrededor del tema del psiquismo, por razones de espacio únicamente expondré
brevemente algunos puntos de la propuesta de Silvia Bleichmar (2006) dado que me parece un
excelente ejemplo de un esfuerzo por explicar la sexualidad masculina desde el psicoanálisis,
aunado a que proporciona un punto de vista que le da un lugar privilegiado a la intersubjetividad
y nos permite pensar el vínculo entre lo social y lo psíquico.
Bleichmar (2006) propuso que existen tres tiempos en los cuales se construye la identidad
sexual masculina. Hay un primer tiempo en el cual se instituye la identidad de género, la cual
no asume un carácter genital ni ha pasado aún por el reconocimiento de la diferencia
anatómica entre los sexos, sin embargo, implica un posicionamiento diferencial de acuerdo a
las características morfológicas del niño o niña que viene dado precisamente por la
socialización de los padres. Es así que en este primer tiempo se determinan los rasgos
identitarios propios de pertenecer a uno u otro sexo mediante la asignación de un nombre, los
tipos de juguetes, actitudes, actividades e incluso afectos, entre otras cosas, generando así,
desde un momento tan temprano, un posicionamiento del recién llegado en las relaciones de
género.
Es por esto que Bleichmar (2006), al igual que otros autores (como Butler, 2006; Dio
Bleichmar, 1985 ó Stoller, 1968), sugieren que el género antecede al sexo, en tanto este ya
está presente y asignado incluso antes del reconocimiento de la diferencia sexual. Es desde
entonces que el “qué se es” queda marcado en el núcleo del Yo. El sujeto es entonces
posicionado con relación a una identidad que comienza a instalarse y a partir de la cual
realizará un trabajo de apropiación y consolidación (Bleichmar, 2006, p. 28). Aquí, Laplanche
(2007, en Dio Bleichmar, 2010) propone una distinción que me parece pertinente mencionar: la
niña o el niño no sólo se identifican con uno de los padres (identificación con), sino que, y
sobre todo en este momento, son identificados por los padres como una niña, o un niño y se
refieren a él como otro semejante o distinto.
En un segundo tiempo se hace el descubrimiento de la diferencia anatómica de los
sexos y es justamente este descubrimiento el que se “abrocha” con aquel primer tiempo en el
que el sujeto ya fue asignado a una posición genérica. Sin embargo, en el cuerpo del niño, el
descubrimiento del pene no es suficiente para constituir la masculinidad, sino que es necesario
lograr que dicho atributo se invista simbólicamente de potencia genital, la cual, desde la
propuesta de Bleichmar (2006), tiene que ser recibida de otro hombre (y posteriormente
veremos como desde aquí también se puede desprender la angustia homosexual que
encontramos en los hombre al hablar de la intimidad en sus relaciones de amistad y que
parece estar presente como una parte constitutiva de la masculinidad).
De acuerdo con esta autora, este proceso de incorporación de la masculinidad se da a
través de las fantasías de incorporación del pene paterno (fantasías que se observan con gran
frecuencia en la práctica clínica y que suelen ser interpretadas de forma errónea como
fantasías de homosexualidad). Mediante estas fantasías se posibilita la instauración de la
virilidad, pero sólo a costa de la incorporación del pene paterno, la cual instaura la angustia
homosexual. De esta forma, colocado en una posición pasiva en los primeros años de su vida,
el niño sólo puede acceder a una posición activa como lo exige la virilidad a través de la
incorporación de la potencia fálica, mediante la incorporación fantasmática del pene masculino
del adulto. Así mismo, esto implica que, contrario a lo que propuso Freud en un primer
momento, también tiene que haber en el niño mociones amorosas hacia el padre dado que
éstas son las que vehiculizan el camino de la identificación y la incorporación de la
masculinidad, mociones que no sólo son amorosas, sino también eróticas, las cuales deben
sublimarse para lograr la identificación.
Y finalmente, en un tercer momento, se definen las identificaciones secundarias, que se
instauran en el Superyó: “en el niño varón, no se tata ya de ser hombre, inscripto
narcisísticamente en el yo, sino de qué clase de hombre se deberá ser, lo cual se articula en
las prohibiciones y mandatos que constituyen la conciencia moral y los ideales” (Bleichmar,
2006, p.30). A mi parecer, este último tipo de identificaciones está estrechamente relacionado
con la concepción cultural de la masculinidad hegemónica que, como ya se explicó
anteriormente, es una especie de ideal sobre el deber ser de la masculinidad que deviene en
norma y que se encuentra incorporada a la subjetividad tanto de hombres como mujeres
(Olavarría, 2006).
Así pues, mediante el análisis de los fantasmas aparentemente de carácter homosexual en
los pacientes, Bleichmar (2006) propone que la masculinidad sólo logra constituirse “sobre el
trasfondo de la homosexualidad”, esto es, sobre fantasías que el Yo califica como
homosexuales. Sin embargo, Bleichmar hace también una revisión muy interesante de estudios
antropológicos en los cuales se hace evidente que en los ritos de iniciación de diversas culturas
hay mucho de estas fantasías. Uno de los más claros es el de los sambia, de Nueva Guinea,
quienes obligan a los jóvenes a practicar la felación a un adulto, no por placer, sino para ingerir
su semen, el cual representa la semilla de la masculinidad que germinará dentro de dichos
jóvenes, pasando por otras pruebas más.
Es así que mediante esta propuesta, podemos tener una comprensión distinta del “fantasma
de la homosexualidad” del que hablan autores como Tognoli (1980) y Strikwerda y May (1992),
entre muchos otros, y de dónde surge este miedo tan evidente hacia la intimidad en las
relaciones de amistad entre hombres. Podríamos pensar, desde Bleichmar (2006), que estas
fantasías que permiten la incorporación de la masculinidad son al mismo tiempo juzgadas por
el Yo como fantasías homosexuales y apartadas de la consciencia por tener un carácter muy
amenazante, lo cual hecha a andar una serie de defensas que permitan al Yo mantenerse a
salvo de dichas fantasías. Y es que, curiosamente, como se observó en las entrevistas
elaboradas para este estudio, a la amistad entre hombres le subyace el miedo al contacto con
otros hombres, el miedo a ser juzgado como una persona homosexual y seguramente el miedo
a las mociones amorosas del propio sujeto. Como discutimos anteriormente, esto junto con
otros elementos minan la posibilidad de que los participantes de este estudio pudiesen
demostrar afecto, preocupación, vulnerabilidad y muchas otras cosas.
Aunado a ello, a través de esta propuesta también podemos pensar en cómo son
incorporados en el psiquismo del sujeto todos estos mandatos acerca de la masculinidad, el
“deber ser” que termina instalándose como ideales en el Superyó y que se encuentra
generalmente más allá de la consciencia del sujeto, lo cual nos permite entender por qué es
insuficiente lo que Lamas (2000) llama la “reeducación de carácter voluntarista”. Finalmente,
me parece importante reiterar la necesidad de tener una visión más amplia acerca de los
procesos a partir de los cuales hombres y mujeres nos colocamos dentro de las relaciones de
género y la forma en la que se construye la identidad sexual.
En este trabajo se expusieron los resultados de una investigación acerca de la intimidad en
la amistad entre hombres lo cual, además de aportar resultados importantes para la
comprensión de dichas relaciones, nos permitió hacer un ejercicio en el cual se contrastaron
dos explicaciones que parten de dos propuestas teóricas distintas, la psicoanalítica y la
psicosocial. En este sentido, resulta sumamente importante seguir investigando y teorizando
acerca del concepto fundamental que conecta lo social con el psiquismo: la intersubjetividad, y
seguir buscando sus puntos de encuentro de forma que las explicaciones que podamos ofrecer
alrededor de diversos fenómenos no se encuentren limitadas únicamente a uno y otro espacio.
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Sobre los/as autores/as
Salvador Cruz Sierra
Profesor-Investigador adscrito al Departamento de Estudios Culturales de El Colegio de la
Frontera Norte, Ciudad Juárez. Cuenta con diversas
publicaciones, entre las que destacan la coordinación de dos libros, aborda los temas de
género, masculinidad y sexualidad. Contacto: sc ruz@c olef.mx
Benno de Keijzer
Mexicano, Médico (UNAM), Antropólogo (ENAH) y Doctorado en Salud Mental Comunitaria
(Universidad Veracruzana). Docente en educación, participación social y temas de género.
Fundador y socio Salud y Género, A.C. Docente–investigador del Instituto de Salud Pública de
la Universidad Veracruzana donde coordina el Área de Comunicación en Salud. Co-coordinador
en México de la red internacional MenEngage (Hombres, equidad y políticas públicas). Contac to:
bennodek@hotmail.c om
Cristina Herrera
Doctora en Investigación en Ciencias Sociales con especialidad en Sociología por la FLACSO-
México; Maestra en Ciencias Sociales por la FLACSO-México; Licenciada en Sociología por la
Universidad de Buenos Aires. Profesora-investigadora de tiempo completo en el Instituto
Nacional de Salud Pública desde 1999. Miembro del SNI, nivel II. Autora de varias
publicaciones en los temas de género, salud, violencia contra las mujeres, VIH/Sida, sexualidad
y políticas públicas. Contacto: c ristina.herrera@insp.mx