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El problema del mal

Monografía

Deschi Martín Pablo- Díaz Rebeca María.


Instituto Virgen del Rosario N 4.004– Profesorado de Ciencias Sagradas – 4to. Año 2019.
Profesor: Trapani Daniel.
Índice

Introducción…………………………………………………………………….……………………………..02
Capítulo I……………………………………………………………………………………...…………...….03
Capítulo II……………………………………………………………………………………………………. 05
Capítulo III………………………………………………………………………………………………...…. 07
Conclusión…………………………………………………………………………………………………… 09
Bibliografía…………………………………………………………………………………………………....10

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Introducción.

El mal es algo evidente que ha generado un planteo filosófico a lo largo de la historia. Éste ha sido causa de grandes
debates en el último medio siglo, sobre todo, desde la filosofía de la religión.

Lo que se entiende habitualmente por “problema del mal” es la dificultad de hacer compatible la existencia del mal en
el mundo con la afirmación de que existe un Dios omnipotente, omnisciente y benevolente. ¿Cómo es posible que exista
el mal, si hay un Dios bueno, sabio y todopoderoso? Si Dios es todo lo que se predica acerca de Él ¿cómo permite
semejantes males? Aquí intentaremos explicar de qué trata este “problema del mal” y la dificultad que surge en reconciliar
la existencia de Dios con la existencia de la maldad y el sufrimiento en este mundo.

El mal y el sufrimiento que nos genera son motivos suficientes para que pensadores ateos sostengan de que Dios no
existe, o que, por lo menos, no con la omnipotencia y benevolencia con que se lo predica. Pensadores creyentes y teólogos
por medio de las teodiceas han querido encontrar diversas formas de atenuar esta tensión y dar explicaciones al asunto,
pero no acaban por convencer a los ateos.

El siguiente trabajo pretende presentar el problema bajo algunas de las formulaciones ateístas respecto a la evidencia
del mal y la incompatibilidad con la existencia de Dios.

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Capítulo I.

Supongamos que cierto grupo de extraterrestres decide visitar el planeta Tierra para investigar sobre la vida aquí. Los
primeros terrícolas que encuentran, muy amables, comienzan a responder sus preguntas. Al parecer, conocen de primera
mano quién es su creador y cómo se manifiesta: es un ser sumamente sabio y omnipotente; creador del cielo, la tierra y todo
lo que habita sobre ella. Éste es tan poderoso que no sólo es el creador de todo lo que existe, sino que es especialmente
afecto a cada uno de los hombres, los ama como si fueran sus hijos. Supongamos también que estos hombres, por su
entusiasmo, despiertan el interés de los alienígenas por conocer a ese que llaman “Dios”. Sin retraso, deciden emprender
un viaje por el planeta para conocer las maravillas que escucharon y de paso, encontrar y entrevistar al “Creador”.

No pasó mucho tiempo para que los extraterrestres se sintieran estafados con el cuento de aquellos creyentes. Explorando
se toparon con un mundo lleno de dolor, desigualdad, muerte, avaricia, soledad y todo tipo de males. Desconcertados, estos
visitantes deciden regresar hacia donde residen los creyentes. ¡¿Cómo es posible que estas cosas ocurran en su planeta?!
¿Dónde está el ser omnipotente que tanto predicaron? ¿Salió de vacaciones? ¿O acaso será producto de su imaginación?
Ofendidos, estos hombres responden: ¡Por supuesto que Dios existe!, aunque nunca lo hemos visto, porque él es invisible
y actúa de formas misteriosas… Los extraterrestres siguieron sin entender y obviamente sin creer en la existencia de tal ser.

Resulta difícil predicar la benevolencia divina frente a lo evidente del mal. Si los extraterrestres de la historia dudaron de
tal existencia, ¿no estamos igualmente justificados, como hombres, en dudar de la existencia de Dios al ver tanto mal entre
nosotros?

Pensemos en acontecimientos a lo largo de la historia: las guerras, los nazis, la hambruna, las catástrofes naturales, la
pedofilia, los asesinatos, el sufrimiento animal, las enfermedades y tantas otras cosas más… ¿Dónde ha estado Dios? O
mejor, ¿existe tal Dios?

Este tema es antiquísimo; Epicuro proponía cuatro hipótesis desde un punto de vista esencial:

O bien Dios quiere suprimir los males y no puede, o bien puede y no quiere, o bien ni puede ni quiere, o bien quiere y
puede. Si quiere y no puede, entonces no es omnipotente, lo cual es impropio de Dios. Si puede y no quiere, entonces es
malvado, lo cual tampoco conviene a Dios. Si no puede ni quiere, entonces es impotente y malvado, por lo tanto, no es
Dios. Finalmente, si puede y quiere, ¿de dónde procede el mal?

No obstante, el mal no es una fábula o una abstracción que queda encerrada en debates filosóficos esencialistas; el mal
se experimenta, se padece y conmueve lo más profundo de nuestro ser. “Aquí, la experiencia es más importante que la
metafísica. Y la sensibilidad, quizá, más que la experiencia” (Comte Sponville: 2006, 123). Frente a esto, los creyentes
consideran encasillarlo en un problema; el «problema del mal». Pero sólo lo es para los creyentes. Los pensadores ateos
concluyen que Dios no creó el mundo, mucho menos lo gobierna. Si Dios no existe, no hay nadie que se ocupe de nosotros.

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Es imposible que un mundo lleno de imperfecciones haya sido creado por Dios. Las imperfecciones, anomalías,
limitaciones, desastres, enfermedades obligan a reflexionar sobre el origen del mal.

El mal es una realidad irrefutable:

“Existen demasiados horrores en este mundo, demasiados sufrimientos, demasiadas injusticias —y demasiada poca felicidad—
para que la idea de que haya sido creado por un Dios todopoderoso e infinitamente bueno me parezca aceptable. Para los ateos,
el mal es un hecho que es necesario conocer, afrontar y superar” (Comte Sponville: 2006, 122).

Si bien este es un tema antiquísimo, como hemos dicho, ha resurgido en el siglo pasado como un caballo de batalla
ubicado en el tablero del ateísmo, para argumentar la inexistencia o, por lo menos, la falta de omnipotencia de Dios.

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Capítulo II.

El «problema intelectual» del mal plantea que basta con reconocer la existencia de cualquier mal para probar la
inexistencia de Dios. De acuerdo con las formulaciones lógicas del pensamiento, la coexistencia de Dios y el mal es
imposible. Si Dios existe, no puede existir el mal; si el mal existe, no puede existir Dios. Dado que el mal existe, se sigue
que Dios no existe. Uno de los primeros que formula este tipo de hipótesis es el ya mencionado Epicuro.

En la Suma Teológica, Santo Tomás responde a una objeción lógica:

“Parece que Dios no existe. Pues si uno de dos contrarios fuese infinito, el otro se destruiría totalmente. Ahora bien, bajo el
nombre ‘Dios’ se entiende esto, a saber, que es un cierto bien infinito. Por consiguiente, si Dios existiese, no existiría ningún
mal. Ahora bien, hay mal en el mundo. Por lo tanto, Dios no existe” (Suma Teológica, I q2 a3 obj. 1).

Respondiendo a la objeción, parafrasea a San Agustín:

“Escribe Agustín en el Enchiridio: Dios, por ser el bien sumo, de ninguna manera permitiría que hubiera algún tipo de mal
en sus obras, a no ser que, por ser omnipotente y bueno, del mal sacara un bien. Esto pertenece a la infinita bondad de Dios,
que puede permitir el mal para sacar de él un bien”.

Para estos autores la respuesta al problema del mal estriba en la afirmación de que Dios no es su causa, sino que sólo lo
“permite” en vistas a obtener bienes mayores, o para impedir mayores males, que se seguirían de su no permisión. Respecto
a este argumento, ¿qué bien obtenemos, por ejemplo, del sufrimiento de los pingüinos que mueren por derramamiento de
petróleo? o ¿en qué nos beneficiamos cuando se comente un femicidio? ¿Qué tipo de bien podríamos sacar de estos eventos?
Y si surgiese un bien, ¿no podría haberse obtenido por otro medio? Un ser omnipotente como se lo predica a Dios ¿no
podría haber buscado otra forma de obtener este bien?

Junto con la filosofía analítica del siglo XX surgió el evidencialismo, postulando lo siguiente: para que una creencia sea
racional debe estar respaldada por una evidencia proporcional; si no hay tal evidencia a favor de la existencia de Dios, no
debemos creer en ella.

El pensador John Mackie, reza:

“En su forma más simple, el problema del mal es el siguiente: Dios es omnipotente; Dios es enteramente bueno; y, sin
embargo, existe el mal. Parece haber alguna contradicción entre esas tres proposiciones, de modo que, si dos de ellas fueran
verdaderas, la tercera sería falsa. Pero, al mismo tiempo, las tres son parte esencial de la mayoría de las posturas teológicas: tal
parece que el teólogo debe adherir a ellas, pero no puede adherir de manera coherente a todas ellas”. (Mackie: 1995, 1)

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No obstante, si una sola razón existiera que nos permitiera concebir la coexistencia de un Dios «Sumo Bien»
con el mal, este argumento lógico fracasaría.

“Una vez planteado el problema, resulta claro que puede ser resuelto, en el sentido de que el problema no surgirá si
renunciamos al menos a una de las proposiciones que lo constituyen. Si alguien está preparado para decir que Dios no es
enteramente bueno, o no del todo omnipotente, o que el mal no existe, o que el bien no se opone al tipo de mal existente, o que
existen límites para lo que un ser omnipotente puede hacer, el problema del mal no se le presentará (como tal) a esa persona”.
(Mackie: 1995, 2)

Por otro lado, Leibniz en su Teodicea expresó: “Si Dios existe, ¿de dónde procede el mal? Y si no existe, ¿de
dónde procede el bien?”. Comte Sponville en “El alma del ateísmo” sostiene que lo que hizo Leibniz fue “repartir
cómodamente” la carga, pero las dos preguntas a pesar de su aparente simetría no tienen el mismo peso (Comte
Sponville: 2006, 122). Desde la naturaleza se podría explicar el bien en el mundo, pero la abundancia de mal
¿cómo puede ser compatible con la perfección de Dios que plantean los creyentes?

Aunque algunos pensadores argumenten esto con la teoría de la kénosis1 o un “Dios que se ha despojado de su
divinidad” como Simone Weil para el primero o Hans Jonas para el segundo, no parece convencer del todo a los
pensadores ateos. Aunque dichas teorías podrían explicar el mal en el mundo, cabe preguntarnos ¿era necesario
que hubiera tanto?

Existen demasiados males, sufrimientos e injusticias que interpelan a la creación entera. El mal es un problema,
como anteriormente dijimos, que no se queda en reflexiones abstractas; es algo que se palpa y sufre.

1 Este concepto ha surgido de su concepción cristológica, bíblicamente fundada en el himno litúrgico recogido por San Pablo (Filipenses 2,6-11),
tradicionalmente aplicado a la encarnación, en el que se canta a Cristo que, en su amor redentor, siendo de condición divina, “se despojó de sí mismo”
(en griego heautón ekénosen: literalmente “se auto-vació”, “se auto-anonadó”), tomando condición de esclavo y haciéndose obediente hasta la muerte.
Pero la kénosis es concebida desde el acto creador del Padre y se remonta al concepto judío de «tsimtsum»: “La nada aparece en un acto de
autolimitación (kénosis) de la esencia divina que, en vez de obrar hacia fuera en su primer acto, más bien se repliega sobre sí misma (kénosis)”. Se
refiere claramente al hacerse nada de Dios para dar paso a la creación.
El primer acto de la creación no puede ser un salir de Dios de sí mismo hacia fuera (emanación), sino lo que crea la posibilidad de creación, debe ser
un entrar de Dios en sí mismo. La creación es irradiación, pero, es también un continuo autorreplegarse y autocontenerse de lo divino, porque si aquella
limitación de Dios en sí mismo no fuera continuada, únicamente quedaría Dios solo otra vez. Podemos animarnos y decir que el tsimtsum y la kénosis
casi tienen el mismo significado, uno expresando la limitación de Dios en sí mismo y el otro haciendo alusión al auto vaciamiento de Cristo (G.
SCHOLEM: 2008, 73)

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Capítulo III.

¡La vida es demasiado difícil; la humanidad, demasiado débil; el trabajo demasiado agotador; los placeres demasiado
escasos; el dolor, demasiado frecuente o demasiado atroz y el azar demasiado injusto o demasiado ciego como para que
se pueda creer que un mundo tan imperfecto tenga origen divino!, sostenía Lucrecio (Comte Sponville: 2006. 122).
Los ateos sostienen que no hay tal Dios que nos cuide ni haya creado nada para nosotros; la naturaleza lo refleja en sus
imperfecciones. Para éstos, el mal es algo evidente; no se deben buscar demasiadas explicaciones. Como la creación no es
algo que haya sido creado por alguna deidad para estar bajo el cuidado y/o sometimiento de los hombres, ésta no tiene por
qué contemplar ni evitar el sufrimiento de nada ni de nadie.
Caso contrario, la evidencia de este mal, a los creyentes les genera un problema a resolver: se les presenta como objeción
o misterio. En el supuesto que Dios se haya replegado sobre sí mismo para dar paso a la creación y ésta, al ser algo diferente
a Dios, le cabe la imperfección causando la existencia del mal; nos volvemos a preguntar ¿por qué tanto?

Dentro de lo que denominamos «mal moral», cualquier creyente puede refutar desde “la libertad” del hombre. El libre
albedrío humano sería un bien intrínseco que supera cualquier mal que pueda provenir de su uso indebido. Dios, por lo
tanto, está completamente justificado en tolerar la existencia del mal causado por la libertad humana, ya que no hacerlo
constituiría la privación de un bien mayor, como lo veíamos anteriormente en el argumento de San Agustín utilizado por el
Aquinate.
En palabras de Mackie:

“Quizá la más importante de las soluciones que se han propuesto para resolver el problema del mal consiste en sostener que
la existencia el mal no ha de ser imputada a la divinidad, sino a los actos libres (independientes) de los seres humanos, a quienes
Dios supuestamente ha conferido libre albedrío. Esta solución pondría el mal en primer orden (por ejemplo, el dolor); así puede
justificarse como un componente lógicamente necesario de un bien de segundo orden (por ejemplo, la compasión), mientras
que el mal de segundo orden (por ejemplo, la crueldad) no estaría justificado, sino que sería imputable a los seres humanos,
por cuyos actos Dios no puede ser responsable.

Para explicar por qué un Dios enteramente bueno dotó de libre albedrío a los hombres, aunque ello diera lugar a importantes
males, puede argumentarse que en general, a pesar de que en ocasiones actúen mal, es mejor que los hombres actúen libremente
a que sean autómatas inocentes que actúan siempre de manera correcta pero absolutamente determinada. Es decir que aquí la
libertad es considerada como un bien de tercer orden, y como algo más valioso que lo que podría ser cualquier bien de segundo
orden (por ejemplo, la compasión y el heroísmo) si estos tuvieran lugar de manera determinística; y esta solución también
presupone que los males de segundo orden, tales como la crueldad, son el acompañamiento necesario de la libertad, del mismo
modo en que el dolor es una precondición lógicamente necesaria de la compasión”. (cf, Comte Sponville: 2006, 9)
Si los creyentes obtuvieran un punto a favor en este tema… ¿qué respuestas le darían a los males injustificables?
Evidentemente, estos disminuyen la probabilidad de que Dios exista.

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Durante siglos, se han experimentado sufrimientos tales como abortos espontáneos, los cánceres, la lepra, el autismo
¿cómo justificar estos males? A los que padecen algún tipo de estos sufrimientos, sería absurdo intentar consolarlos con “es
causa del pecado original”. Y ¿qué sucede con las catástrofes naturales; el meteorito que acabó con los dinosaurios, los
terremotos, los maremotos, las erupciones volcánicas? ¿y con el sufrimiento de una gacela al ser desangrada lentamente por
su depredador el león? ¿por qué con tanto sufrimiento? Si existiera un Dios benevolente, por lo menos hubiera creado en
los animales una especie de adormecimiento a la hora de ser devorados, para que no experimenten el agonizante dolor.

Estos “males injustificados” son definidos como eventos que producen un gran mal y, no producen ningún bien que
supere ese mal, o bien, producen un bien que, si bien es superior al mal causado, podrían obtenerse causando un mal menor.
Si Dios existe y todo lo que se predica de él es cierto, debería ser moralmente perfecto y tener el poder y el conocimiento
suficiente para prevenir cualquier evento. Por tanto, un ser moralmente perfecto prevendría males injustificados y tales no
existirían. Pero vemos que existen, disminuyendo la probabilidad de que Dios exista, y de no ser así, la omnipotencia que
le atributan no sería tal.

Paul Draper formula el problema del mal como una competencia entre estas dos hipótesis incompatibles:
1. El universo está regido por un Ser todopoderoso que ama a sus habitantes;
2. El universo está únicamente regido por leyes naturales indiferentes al sufrimiento de sus habitantes.
¿Cuál de las dos hipótesis constituiría una mejor explicación para la existencia del mal? Draper concluye que la segunda
es mucho mejor explicación que la primera.
Un argumento parecido utiliza Comte Sponville: el “naturalismo” tiene mayor poder explicativo que el teísmo frente a
la existencia del mal en el mundo.
“Dicho problema es más un obstáculo práctico por superar, que un problema teórico a resolver. El mal no es
un misterio oculto; está ahí, frente a mí para mirarlo a la cara y combatirlo en la medida de lo posible” (Comte
Sponville: 2006, 128).

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Conclusión.

Mientras que los teólogos y pensadores creyentes ven al mal como un problema, e intentan que tal se comprenda como
fruto del pecado original o por causa de un libre albedrio mal utilizado, en el que Dios esté completamente justificado en
tolerar y que de él pueda sacar un bien mayor, vemos que el mal es algo que evidentemente nos interpela y es difícil escapar
del mismo.

La teología presenta al mal como camino hacia un bien mayor. Nosotros los creyentes nos adherimos, en lo que respecta
al mal moral, al libre albedrio. También creemos que somos peregrinos en un mundo creado por Dios, pero como algo
distinto a Él y, por tanto, imperfecto. Y nos mantenemos en la esperanza de un “cielo nuevo y una tierra nueva” en donde
Dios “enjugará toda lágrima de los ojos y ya no habrá muerte ni llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ya habrá
pasado” (Ap. 21). Nos sentimos parte del “ya, pero todavía no” del Reino de los cielos y confiamos plenamente en la
promesa de que “las puertas del infierno no prevalecerán” (Mt 18).

No obstante, para el que no cree, se comprende que Dios le sea indiferente o que intente demostrar por las vías del
pensamiento la inexistencia del mismo o, por lo menos, la inexistencia de un Dios benévolo y misericordioso. El ateo
experimenta los mismos males y sufrimientos que cualquier creyente; no obstante, opta por tratar de entender el poder de
lo factible, viendo la vida como algo que se basta a sí misma y al mal, como algo que debe afrontar y superar.

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Bibliografía.

Biblia de Jerusalén, Bilbao, Editorial Descée de Brouwer, S.A, 2009.

COMTE SPONVILLE, André. El alma del ateísmo, Barcelona, Ediciones Paidos Ibérica S.A, 2006

MACKIE J.L. El Mal y la Omnipotencia, 1995. Sitio: https://es.scribd.com/doc/204866953/Mackie-J-L-1955-El-Mal-y-


La-Omnipotencia, 26 Oct 2019.

SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, I q2 a3. Sitio: http://hjg.com.ar/sumat/a/index.html

SCHOLEM, Gershom, Conceptos básicos del judaísmo, Madrid, Editorial Trotta, 2008.

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