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La Nueva Granada, vísperas de 1810

(con base en la obra de Adolfo


Atehortúa Cruz)
El Virreinato de Nueva Granada, llamado también Virreinato de Santa
Fe o Virreinato del Nuevo Reino de Granada, fue una división
administrativa territorial establecida por la Corona española como
resultado de su dominio en América. Creado por primera vez
mediante Cédula Real por Felipe V en 1717 y suspendido siete años
después por problemas financieros, el Virreinato fue restaurado en
1739, fecha desde la cual permaneció con diversas modificaciones en
sus límites hasta 1810, cuando la revolución independentista lo
sepultó en ruptura con el Imperio español. Reconquistado en 1815,
fue nuevamente restaurado hasta 1819 cuando la Batalla de Boyacá
selló su definitiva independencia.

El Virreinato comprendió las Reales Audiencias de Santa Fe de Bogotá, Panamá, y Quito, y parte del
posterior territorio de la Capitanía General de Venezuela. Puesto en términos actuales, formaron
parte del Virreinato las Repúblicas de Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela, además de regiones
del norte del Perú y Brasil, el oeste de Guyana y la costa Mosquitia de Nicaragua, que le fue anexada
en 1803. Como capital, desde un principio, le fue asignada la ciudad de Santa Fe (Maqueda, 2007).

1 - Mapa histórico del Nuevo Reino de Granada, 1717

En 1811, al iniciarse el proceso de Independencia, la Audiencia de Santa Fe pasó a formar las


“Provincias Unidas de la Nueva Granada” y, finalmente, lo que hoy son Colombia, Venezuela y
Ecuador formaron la Gran Colombia. Sin embargo, disuelta la unión en 1830, tras la muerte de
Bolívar, se constituyó la República de la Nueva Granada con capital Santa Fe de Bogotá.
2 - Virreinato de la Nueva Granada en 1810

El presente capítulo, aunque emplea en forma indiscriminada el término “Nueva Granada”, hace
referencia específica al Distrito de Santa Fe, es decir, al territorio de lo que es hoy la República de
Colombia. Su propósito, en términos generales, intenta mostrar las condiciones económicas y
sociales que caracterizaban esta entidad geográfica al momento de la revolución de independencia,
antecedida por una breve descripción del Imperio Español durante su dominio colonial.

1. España: poderío y decadencia

La América que hoy se expresa en el lenguaje hispano, como sabemos, fue ocupada y sojuzgada por
España a partir de 1492. Tras la huella de Colón, aventureros y conquistadores se lanzaron a la
empresa del sometimiento en busca de beneficios y riquezas. Previamente, el reino de España había
surgido como producto de la unión matrimonial entre los soberanos católicos de Castilla y Aragón,
quienes lograron con su fuerza la conquista de Granada y la expulsi ón definitiva de los moros.
“España vivía una crisis social que fue la fuerza motriz de sus guerras en Europa y el acicate para las
exploraciones y descubrimientos” (Friede, 1980: 70).

Con el arribo al Nuevo Mundo y a diferencia de Inglaterra, el imperio español no pudo levantarse
sobre cimientos capitalistas. España carecía de industria y la población adinerada no tenía todavía la
capacidad suficiente para absorber a plenitud los botines extraídos de América. El monopolio de la
Corona, ligado al sistema impositivo del Estado permitió su lucro, solventó los gastos de la corte y
brindó expensas militares a la metrópoli, pero no indujo su propio desarrollo y menos aún el de sus
colonias.
La expulsión de los judíos y de los musulmanes, así como el establecimiento de la Inquisición y el oro
que empezó a brotar por borbotones desde el nuevo continente, fortalecieron la monarquía pero no
le permitieron capitalizar en exclusivo provecho las iniciales consecuencias de los descubrimientos
geográficos: el intenso desarrollo del comercio y la industria, los cambios en la organizaci ón del
crédito y la revolución de los precios. Por el contrario, el auge del oro y del come rcio se extendió por
toda Europa y favoreció, en muchas ocasiones, a los enemigos de la península ibérica.

España se convirtió, claro está, en una potencia colonial. Aunque no pudo promover el desarrollo de
manufacturas ni avivar la expansión de empresas mercantiles en su propio territorio, construyó
mediante subasta una nueva casta de funcionarios públicos que adquirió poderes superiores a las
Cortes y reemplazó a la vieja aristocracia con el absolutismo. Basada en la hegemonía de una
burocracia civil y militar alineada con la iglesia, la Corona española impulsó las ‘casas de
contratación’ en su territorio y los ‘consulados’ en América para implantar el sistema con el cual
garantizó su monopolio y obtuvo un importante excedente de metales. Al mismo tiempo, en el
continente indígena, España repartió mercedes, vendió títulos nobiliarios y cargos públicos, legalizó
tierras ilegalmente adquiridas, construyó privilegios e instauró sobre los aborígenes un sistema
basado en relaciones tributarias y de servidumbre que pronto compartió con una esclavitud
inclemente sobre población negra extraída en forma violenta de África.

De esta manera, el poderío español se levantó sobre estructuras aún señoriales que en su edad
dorada le permitieron disputar amplios lugares en el escenario de Europa. Sin embargo, en menos
de dos siglos, ese mismo poderío no pudo imprimir sobre la monarquía los cambios institucionales
necesarios para el desarrollo del capitalismo y, por el contrario, debilitó al extremo el poder de la
naciente burguesía para forjar el derrumbe que la dinastía de los Austrias se encargó de acelerar.

La organización del imperio giró en torno a la ilusoria riqueza que brindaban los metales extraídos de
América con sangre y látigo; no se auspició el crecimiento productivo ni se planeó el mercado. El
sistema mercantil implantado amplió la circulación de metales y productos pero no transformó las
maneras de producir en la metrópoli ni en las colonias. Desde el gobierno de Felipe II, la decadencia
económica de España era insoslayable. El Estado monopolizó las actividades comerciales y
despilfarró los excedentes económicos en inversiones suntuarias o en guerras sin victorias; propici ó
la inflación y le quitó incentivos a la producción con los gravámenes. Como consecuencia, floreció el
contrabando, se amplió la piratería, se empobrecieron las ciudades y se extendió la ruina. El oro y la
plata que cruzaba por torrentes el océano Atlántico procedente de los vastos territorios coloniales,
pasó raudo por España con destino a las economías europeas ilustradas con que el reino comerciaba
(Elliot, 1970: 63). Si el imperio de España en América fue la perdición de su propia economía, la
estructura del imperio en la península fue la ruina de su Estado (Anderson, 1982: 69). Inglaterra y
Holanda, apoyadas en su pujanza económica contribuyeron, por otra parte, a socavar
paulatinamente las bases militares y económicas del Imperio español de ultramar, cortaron su
expansión hacia el resto de Europa y apresuraron su derrumbe (Kalmanovitz, 2008: 11).
Las reformas borbónicas no pudieron detener tampoco la hecatombe. Conscientes de que el
renacimiento de España pasaba por un mejor control de las colonias, los borbones impulsaron el
estudio de sus condiciones para promover transformaciones económicas, ordenar la administración
y mejorar la extracción de recursos. Tras este propósito, el reinado de Carlos III se impuso la
centralización extrema en beneficio de la Corona, lo cual se tradujo en nuevas medidas impositivas y
eficientes mecanismos de recaudo para garantizar el crecimiento de las arcas estatales (Alzate, 2009:
34).

Las reformas abarcaron, igualmente, el control del Estado sobre los monopolios más rentables, la
supresión de los resguardos, la eliminación de ciertos privilegios de la iglesia para afirmar el poder
secular sobre el religioso, diversos cambios en la producci ón de bienes, la ampliación del comercio,
la liberación de puertos y medidas para fortalecer los aparatos militares que, entre otras decisiones,
permitió a los criollos ingresar a la oficialidad del ejército y las milicias.

Detrás de la modernización se propuso, así mismo, la implementación de políticas de fomento y la


tecnificación de la minería, una mejor distribución de la tierra, generalización de la educación y
mayor difusión de las ciencias prácticas y los conocimientos técnicos. Con respecto al control social,
las reformas impulsaron la constitución de nuevos virreinatos, la creación del sistema de
intendencias con un esquema de división territorial similar al francés, ya instaurado en la España
peninsular, y la eliminación del consulado de comerciantes. Dichas medidas buscaron unificar la
administración y confinar la participación de los criollos en la alta burocracia[1].

Aunque las reformas lograron ampliar la base de recaudación impositiva a favor de la Corona,
reducir el poder de los criollos e incrementar la intervenci ón directa de la burocracia chapetona
sobre la vida económica y social de las colonias, su aplicación desmedida aceleró el descontento de
las élites locales, provocó levantamientos populares e impulsó el proceso de emancipación cuando,
en medio de sus crisis internas, España fue ocupada por Napoleón. En 1810, al iniciarse la lucha
independentista, el monopolio comercial que reivindicara España en sus posesiones americanas se
había debilitado y resquebrajado por completo (Konetzke, 1982: 274). Los criollos, al mismo tiempo,
habían madurado sus concepciones y estaban mejor preparados para el ejercicio del gobierno. Para
España, la suerte estaba echada.

[1] De 170 virreyes que hubo en el Nuevo Mundo, sólo 4 fueron criollos. De 602 mandatarios,
presidentes, gobernadores y capitanes generales, tan solo 14 fueron americanos. (Olivos, 1999: 20-
21).
2. La Nueva Granada: economía y sociedad

Economía del oro y economía de islas

La economía de los territorios que comprende hoy Colombia fue, durante la Colonia, una ‘economía
de islas’. Es cierto que primó la explotación del oro y que gruesa parte de la renta en la Nueva
Granada tuvo como sustento la explotación de este metal: Europa necesitaba minerales
amonedables para mantener el ritmo de los precios y estimular la producci ón; pero, aún así, no fue
el oro un producto exclusivo ni excluyente. A su lado, débiles, fallidos o ligeramente exitosos,
lucharon por surgir otros tipos de riqueza que privilegiaron productos y sistemas de explotación o
inserción comercial diferentes. En criterio de Colmenares, sin menospreciar la importancia del oro,
se construyó en la Nueva Granada la expresión de un régimen colonial cuyo propósito central se
basaba, ante todo, en la canalización de ganancias comerciales en favor de una metrópoli (1982:
243).

La explotación y producción del oro, por otra parte, no aplicó procesos uniformes, no se desarrolló
bajo un marco territorial exclusivo, ni estuvo sometida a una administraci ón centralizada. En un
primer momento, la abundante mano de obra indígena favoreció la explotación acelerada en los
distritos mineros cercanos a Popayán, Cartago, Arma, Anserma, Pamplona y Remedios.
Posteriormente, con los hallazgos en San Jerónimo, Cáceres y Zaragoza, se inició la introducción de
esclavos con un ciclo de producción que alcanzó su tope máximo entre 1590 y 1610. Tras un extenso
período de depresión y crisis a lo largo del siglo XVII, la producción en los distritos de Nóvita, Citará y
El Raposo recuperó el brillo de la minería. Por consiguiente, la explotación del oro se desplazó por
diversas regiones del Nuevo Reino con procesos de trabajo diversos y escenarios cambiantes. Dicha
movilidad, según Colmenares, “produjo como resultado que en diferentes épocas la riqueza, y con
ella el acceso a un mundo exterior, se concentrara en regiones aisladas unas de otras” (Colmenares,
1980: 125).

En el curso del Siglo XVIII y antes de la independencia, Popayán y su provincia alcanzaron un auge
económico sin precedentes, gracias al provecho de los yacimientos auríferos y a la formación de
haciendas en función de un mercado para sus productos en torno a las minas. A partir de la
explotación en el Chocó, el Cauca alcanzó paulatinamente un equilibrio considerable entre la
producción minera y sus abastecimientos agrícolas, así como también condiciones favorables para la
mano de obra esclava, dada la posibilidad de intercambio entre la mina y un trabajo más liviano, de
descanso o reposición de fuerza en las haciendas. No obstante, el conjunto productivo de esta
economía era aún simple. Aunque el consumo regional se cubría en la provincia y cobijaba las minas
de Almaguer y Caloto, las zonas mineras de Chocó y Pasto permanecieron comercialmente aisladas
de las villas y ciudades principales, mientras en Chocó ni siquiera fue posible la construcción de
centros urbanos o el traslado y residencia de los ‘señores de cuadrilla’ (Colmenares, 1997A: 296 y ss.
y 1997B: 121 y ss.).

Es cierto que algunas mercancías extranjeras se introdujeron por el Atrato al Cauca, pero, en sentido
inverso, las vías de comunicación recogían ante todo el flujo del oro y el tránsito de mulas con carne
salada y productos agrícolas ínfimos para la subsistencia de los esclavos y de algunos mineros en
Marmato y Antioquia. De Popayán a Santa Fe, solo la cera de laurel fue reclamada como elemento
de mercado.

A finales del siglo XVI y principios del XVII, los yacimientos de Antioquia ostentaron el mayor
rendimiento obtenido en toda la Colonia. Pero una vez exánimes los filones más superficiales, se
inició hacia 1630 una crisis que afectó a todo el Reino con escasez de capitales y mano de obra. Al
término del siglo XVIII, la explotación pasó a manos de una pequeña y mediana minería
independiente con una explotación aurífera dispersa y de rescate. Persistió, sin embargo, una
dificultad no despreciable: desde los primeros tiempos, Antioquia no logró construir una
infraestructura agropecuaria autosuficiente. Mon y Velarde, visitador colonial de la provincia en
1785, impulsó una reforma agraria para fomentar la agricultura y disminuir el costo de la
subsistencia en los distritos mineros. Todavía en el siglo XIX, José Manuel Restrepo se quejaba por el
consumo de cacao, cerdos y mulas procedentes del valle de Buga. Argumentaba con tristeza que,
por esa vía, Antioquia obsequiaba las riquezas de sus minas[1].

Con todo, gracias a la explotación aurífera y su contrabando, comerciantes y mineros (caucanos y


antioqueños principalmente), cosecharon los recursos iniciales para liderar económica y
políticamente el siglo XIX. El comercio externo, vía expedita para la inversión del oro que burlaba los
quintos reales, propició las fortunas más sólidas. Pero es cierto también que el alcance obtenido
estaba demasiado lejos de un carácter constructor de nacionalidad y próspero en materia financiera.
En las postrimerías coloniales, Carlos III intentó una ampliación y liberalización del tráfico entre
España y el Nuevo Reino con nuevas medidas que culminaron en el Reglamento de libre comercio
expedido en 1778. Pero, pese a ello, los historiadores coinciden en se ñalar sus débiles efectos como
una sencilla preparación para el intercambio que habría de nacer décadas después de la
independencia.

Es más, en repetidas ocasiones, la rentabilidad de las minas se colocó en tela de juicio al término del
siglo XVIII y principios del XIX. Según Pedro Fermín de Vargas, no eran pocos los mineros que
continuaban en la producción por simple obsesión y con vanas esperanzas. Queja oportunista, a
veces, reflejaba en otras la cruda realidad. De no ser por la exportaci ón ilegal -es la hipótesis de
algunos estudios- la actividad minera habría desaparecido, conforme fracasaron los intentos de Juan
José D'Eluyar por reconstruir la producción argentífera en Mariquita (De Vargas, 1968: 8).

En cualquier caso, hay que evitar las exageraciones. Es verdad que el oro posibilitó el nacimiento de
un comercio interno y cierto nivel de desarrollo artesanal y agropecuario. Es cierto, igualmente, que
el comercio se convirtió en una actividad integradora del territorio colonial que permiti ó el
desplazamiento de riquezas, impulsó la minería, fortaleció a las haciendas y dinamizó el
contrabando. Pero una cosa fue el comercio inicial con la metrópoli que drenó excedentes
productivos y oxigenó la acumulación de dinero, y otra bien distinta aquella actividad comercial que
intentó desarrollarse al interior de las colonias. En este sentido, no deben olvidarse los rudos golp es
que el comercio local sufrió con la penetración de productos extranjeros en diferentes épocas, como
consecuencia indirecta del florecimiento aurífero. Como quiera que el oro fuera moneda y
mercancía de exportación al mismo tiempo, cada región estableció su uso de la manera más
conveniente. A título de ejemplo, la élite antioqueña adquiría el oro de productores independientes
a cambio de plata. Pero, a pesar de ser aquel el circulante interno, los santafereños preferían un
comercio con base en el oro y no en la plata. Con esta lógica, la plata poseía mayor valor en
Antioquia que en Santa Fe, aunque muy escaso en la Costa, donde las transacciones se realizaban
con oro. En ciertos momentos, además, algunas haciendas, especialmente las de tierras bajas y
medias, eliminaron casi por completo la circulación monetaria en sus regiones, al pagar con vales
redimibles en sus propias tiendas (Kalmanovitz, 1985: 54).

Aunque la hacienda constituyó la más importante pieza de la estructura social granadina, al lado y
servicio del oro, no lo fue de su economía. Más que en la tecnología, los hacendados prefirieron
invertir en esclavos sin vislumbrar nunca el nivel alcanzado por las plantaciones en Venezuela o las
Antillas. Entre otras cosas, porque la presencia de esclavos en las haciendas era consecuencia de la
relación de éstas con el abastecimiento minero. Al término de la Colonia, Pedro Fermín de Vargas
advirtió igualmente el desconocimiento del arado de hierro y de las técnicas de siembra, abono y
riego en muchos parajes provinciales, sustituidos por un "inmenso trabajo corporal" (1968: 8).

Si bien la hacienda colonial obtuvo mejores dividendos que ciertos latifundios del siglo XIX, la
rentabilidad alcanzada no fue absoluta. Algunos géneros agrícolas lograron importante presencia en
los mercados urbanos y surtieron con éxito la manutención en las minas; otros más, con motivo de
las reformas borbónicas, ganaron terrenos en la exportación o en el incipiente comercio
intercolonial. Pero, con todo, su crecimiento fue moderado y la cantidad de tierra económicamente
utilizada continuó baja (Tovar, 1980: 36). Salvo el nivel rentable alcanzado por las haciendas jesuitas,
los historiadores atribuyen los grandes limitantes de las haciendas y la producci ón agropecuaria en
los siglos XVIII y XIX, al carácter regional del comercio sobre lo producido, a la debilidad del capital
propietario, a los "censos", a las dificultades topográficas y del transporte, a la escasa inversión
tecnológica y a las cargas fiscales y obstáculos coloniales[2].

En realidad, no pocos productos y esquemas de comercio fueron ante todo regionales. La Costa
atlántica, cuya producción giraba alrededor de la gran hacienda, entregaba al comercio ganado y
caña de azúcar para la fabricación de mieles y aguardiente. Su mercado, como ocurría con el cacao,
el maíz, la yuca y el plátano, era de carácter estrictamente provincial. Sólo en determinadas
ocasiones, algunos productos, sebos, cueros y ganado, se enviaron al Chocó. El algodón, el palo
brasil y el carey se exportaban a España y las islas inglesas, a donde también se enviaban
esporádicamente mulas y caballos.

La sabana de Santa Fe de Bogotá era productora de ganado, papa y trigo para el consumo propio y el
mercado con Tunja. La harina de trigo, único producto que había logrado ubicarse en el comercio
por el Magdalena, fracasó gracias a un acuerdo entre la Corona española e Inglaterra que le permitía
a esta última el monopolio del comercio de esclavos, tras el cual se escondi ó el contrabando de
harinas y otras mercancías por Cartagena.

De acuerdo con un informe enviado por los oficiales de la Direcci ón General de Rentas de Cartagena
en 1795, la zona del Socorro era sin duda aquella que más relaciones comerciales tenía establecidas
con el interior del virreinato. La villa del Socorro remitía "a todo el reino algodones en rama con
pepita y sin ella, lienzos, paños de manos, colchas y otras piezas útiles". Algo similar ocurría con el
tabaco producido en Girón y San Gil, cuyo comercio ilícito intentó controlar la Corona estableciendo
el estanco en 1766. Las mieles, convertidas en azúcar, panela y aguardiente, "hacían giro a Santa Fe
y alguna parte a Cartagena", lo mismo que el cacao de Pamplona y Cúcuta, rumbo a Maracaibo, San
Bartolomé y también Cartagena (Jaramillo, 1987: 74)[3].

En general, las reformas borbónicas no alcanzaron tampoco el desarrollo económico ni la


transformación social con que fueron anunciadas. En la última Relación de Mando, fechada en 1818
por el Virrey Francisco de Montalvo, se expresa acerca de la producci ón agrícola:

"La extracción de frutos no merece referirse; la cantidad de ellos salidos por nuestros pue rtos
sólo sirve para probar el vergonzoso atraso de todos los ramos de agricultura e industria de este
Reino. En el día no debe admirar tanto, porque se puede estimar como consecuencia de la guerra;
pero en los centenares de años que han pasado después de su descubrimiento (...) no merece
disculpa su criminal abandono, sea de quien fuere la culpa, bien de la general desidia de los
habitantes o del descuido de los jefes que nos han precedido, a quienes no puedo menos de atribuir
la parte principal..."[4].

Finalmente, para ser consecuentes con el vasto territorio que comprende hoy Colombia, debe
decirse con respecto a San Andrés y Providencia que solo inició su poblamiento definitivo en las
primeras décadas del siglo XVIII con elementos anglófonos procedentes de Jamaica, algunos
escoceses e irlandeses. Sus actividades económicas comprendían el corte y exportación de maderas,
plantación de algodón y coco, pesca, explotación de tortuga, comercio y contrabando. No obstante,
su integración a la parte continental de lo que hoy es Colombia fue mucho más difícil. Aunque el
arzobispo-virrey Caballero y Góngora concedió en 1788 un permiso especial para que los
sanandresanos pudieran vender sus frutos en Cartagena de Indias[5] y evitar así el comercio ilegal
con Jamaica, las transacciones fueron realmente pocas y los isleños siguieron sometidos a la
consideración como extranjeros.
Durante la breve ocupación del inglés John Bligh, en 1806, los Sanandresanos no tuvieron
inconveniente alguno en recibirlo con signos de alborozo y declararse vasallos del gobierno
británico. La oposición de la Corona española al comercio de las Islas con la Costa Mosquitia y sus
congéneres del Caribe, ocasionaba una oposición agravada por la ausencia de alternativas
diferentes, la lengua inglesa y las creencias protestantes.

[1] RESTREPO, José Manuel. "Ensayo sobre la geografía, producciones, industria y población de la
Provincia de Antioquia en el Nuevo Reyno de Granada". En, Semanario del Nuevo Reyno de Granada,
Nos. 6 al 12. Bogotá, febrero 12 a marzo 26 de 1809.

[2] Acerca de las haciendas y la agricultura en la época aludida, son obras básicas las siguientes:
Colmenares, 1983 y 1997; González, 1977; Fals, 1979 y Tovar, 1980.

[3] No obstante, es preciso subrayar el carácter limitado de los intercambios y comercios


regionales atrás expuestos. Tal como lo evidencia Germán Colmenares al analizar las cuentas de los
productos que pasaron por Honda entre 1773 y 1775, "este comercio no representaba gran cosa" si
se comparaba con la producción en sus puntos de origen y el consumo en sus lugares de mercado
(Colmenares, 1997A: 389 y ss.).

[4] Reproducido por Posada e Ibañez, 1910

[5] Archivo Nacional de Colombia (ANC) Colonia. Miscelanea, T.101, fol. 182. Licencia de
Comercio y Navegación concedida por el arzobispo virrey a los habitantes de San Andrés.

Heterogeneidad en lo social

A la diversidad productiva correspondió, desde luego, una heterogeneidad en lo social. Con respecto
al oro, por ejemplo, debe empezarse con una aclaración: existen en la explotación aurífera dos tipos
de minas, de veta o filón y de aluvión o "placer". En las primeras, el mineral rellena grietas o líneas
de fractura a las cuales se llega construyendo socavones y galerías por pozos verticales, a través de
rampas o a media ladera, según la profundidad del yacimiento. El procedimiento de extracci ón es
complicado y el lavado o separación entre metal y rocas es lento. En las segundas, el mineral se
encuentra en los playones de los ríos o a flor de tierra en la montaña y precisa tan solo excavaciones
a cielo descubierto con menor exigencia tecnológica.
Aunque las minas de aluvión o "placer" fueron preferidas en tiempos coloniales, las de veta o fil ón
no se abandonaron por completo. En el caso caucano, ambos tipos de mina fueron sometidos por
cuadrillas de esclavos cuando el trabajo indígena comenzó a faltar o lo exigió la hacienda. Entre las
minas de veta sobresalieron, precisamente, las de Anserma-Cartago (Marmato y Quiebralomo),
Popayán y Almaguer. En Antioquia, salvo la penetración original en el Cerro de Buriticá, floreció en
cambio una minería libre practicada sobre el ‘oro corrido’ en ríos y quebradas o sobre minas de tajo
abierto y extracción fácil a golpes de azada. De hecho, los criollos de Antioquia, forzados por el tipo
de explotación aurífera vinculada al "mazamorreo", a los "aventaderos" y al rescate en río, aunque
no olvidaron su "pureza de sangre", no vacilaron en plantear una relaci ón horizontal y cercana con
pequeños mineros mestizos, negros y mulatos. La esclavitud no era rentable y los levantamientos,
dada la alternativa que los manumisos tenían a la vista, se hicieron repetidos.

Las prácticas integradoras arrojaron, para los criollos antioqueños, mejores resultados que el modelo
oprobioso, jerárquico y vertical aplicado en el Cauca, propiciado a su vez por una minería que, como
el trapiche en las haciendas, exigía el empleo crudo de la fuerza. Algo similar ocurrió con los
contactos que en ocasiones trabaron los criollos hacendados con los negros cimarrones y sus
palenques. Antioquia fue el área excepcional en la que se hizo posible la movilidad social; no sólo a
través de la minería, sino incluso gracias al comercio. Medellín, fundada tardíamente en 1675, se
convirtió en punto nodal para el abastecimiento de las minas y centro general de la regi ón donde las
relaciones de trabajo empezaron a admitir la autonomía entre los contratantes[1]. Así las cosas,
mientras en Popayán se castigaba con látigo al negro que osaba entrar a las iglesias de los blancos,
en Antioquia se liberaba constantemente a los esclavos.

Santa Fe de Bogotá, sede que fue de la Administración Colonial, de la Casa de Moneda, de la Real
Audiencia y del Arzobispado, cultivó como el Cauca relaciones y prácticas sociales diferenciales. En
buena medida, Bogotá fue el centro de acopio y distribución del oro, la plata y las mercancías
nacionales y extranjeras, a cargo de una aristocracia que no alcanzó tampoco los niveles de riqueza
que muchos le suponen. Cubierta por profesionales, extranjeros, empleados, talleres y chicherías;
rodeada en ocasiones por otros sistemas productivos en sus haciendas boyacenses y receptora
directa de la dominación española, la casta de los criollos santafereños se hizo sui-generis entre sus
iguales.

Las regiones del Socorro y sus proximidades, el oriente de Boyacá y Pasto, fueron más conocidas por
su producción artesanal, aunque en Tunja, Villa de Leyva y Vélez, como en Santa Fe, empezaron a
formarse estancias que evolucionaron en algunos casos al nivel de hacienda y permitieron a su
alrededor propietarios medianos, simples labradores o artesanos para la atenci ón de necesidades
domésticas. En los tiempos coloniales la labor artesanal fue hasta cierto punto protegida y se intentó
con ella la creación de obrajes. No obstante, su demanda no llegó a cubrir todos los sectores
regionales. Grupos de la elite criolla preferían los géneros de Inglaterra y las mercancías importadas.

La manufactura del interior surtió a los grupos sociales de inferior nivel económico. Si bien el
vecindario santandereano pudo concentrarse en torno a los poblados y mantener un comercio
activo con Tunja y Bogotá, el artesanado del sur del país no logró salir de su condición más
miserable. Según Humboldt, "los desdichados habitantes de estos desiertos no tenían otro alimento
que las papas" (1970: 21) Económica, social y culturalmente, cada una de estas regiones recibi ó, por
su lado, el influjo de Maracaibo y Quito.

La costa atlántica se constituyó en el escenario predilecto y lógico del comercio con el exterior.
Durante la Colonia, nadie disputó a Cartagena el monopolio sobre el comercio marítimo. Debido a su
ubicación estratégica fue centro comercial, militar, eclesiástico y administrativo de primer orden, y
cuna de una aristocracia ocupada en la trata de esclavos. Con Santa Marta y la Guajira, pasó a ser
luego el punto de acceso para las mercaderías procedentes de Inglaterra, Francia y Holanda
principalmente. Si bien el patrón de ocupación fue diferente, la distribución de la tierra, como
sucedió en el Cauca, cobijó a pocos propietarios con grandes latifundios. La situación no era
semejante en Tunja, Bogotá o Cali, en cuyas inmediaciones se instalaron pequeños agricultores o
agregados con rozas y ganado, y muy opuesta en Pasto, en el Socorro o Antioquia donde, según Ann
Twinan, existía un concepto "atípico" sobre la propiedad de la tierra (Twinam, 1985).

Por su posición estratégica a orillas del Magdalena, Mompox fue el centro natural para el mercado
de los productos criollos en el norte, para las actividades exportadoras de las haciendas costeñas y
para la distribución de mercancías legalmente importadas o de contrabando, en el interior del país.
Por cierto, los asientos de la trata negrera que la Corona española otorgó a Portugal, Francia e
Inglaterra sucesivamente, permitieron la introducción ilícita y periódica de mercancías. En estas
condiciones, punto de contacto y cruce obligado en la relaci ón de diversos sectores, la costa terminó
rompiendo el modelo vertical de los tiempos coloniales, sin llegar a plantear, empero, un tipo de
relación como el antioqueño o el santandereano.

En cada una de las regiones, los patrones de ocupación de la tierra y el proceso constitutivo de la
hacienda fueron materia de diversidad, como lo fueron los procesos y relaciones de trabajo en todo
orden. Según Ospina Vásquez, "había una especialización regional bastante marcada" (1974: 59). A
excepción del Cauca y de algunas haciendas bogotanas, los propietarios eran ausentistas. Se
emplearon diferencialmente esclavos o mano de obra indígena, concierto forzoso o voluntario,
servidumbre o peonaje libre y asalariado, aparcería o terraje. En algunas zonas del Cauca y cerca a
Pasto se instalaron terrazgueros que laboraban gratis para los hacendados aledaños en
determinadas épocas del año. Otras haciendas emplearon arrendatarios fijos o asentados, cuya
atadura a la tierra se lograba por coerción o endeudamiento.

[1] Al respecto, el texto de López (1970), es pionero en argumentar tales condiciones.

Población y regiones separadas por la geografía

3 - Paisaje Rural del Nuevo Reino de Granada según un grabado de Jorge Juan y Antonio de Ulloa.
La Nueva Granada, según los cálculos de Humboldt, comprendía 58.300 leguas cuadradas[1]. Su
población, en 1810, fue estimada por Caldas en 1.400.000 habitantes distribuidos de la siguiente
manera: blancos, 877 mil; indígenas, 313 mil; pardos 140 mil, y esclavos 70 mil[2]. Antes que a un
censo exacto, el cómputo obedecía a conjeturas construidas con base en informaciones de los
suscriptores de su Semanario. Sin embargo, dicho cálculo no estaba lejos de la realidad. El censo
practicado por el arzobispo virrey Caballero y Góngora en 1782 encontró 1.046.000 habitantes, en
tanto el censo ordenado por el General Santander en 1825 contó un total de 1.327.000 habitantes.
Si se tienen en cuenta las dificultades y calamidades propias de la guerra, el desplazamiento de los
ejércitos y la huída de españoles, la cifra de Caldas podría tomarse como cierta.

El Nuevo Reino de Granada se hallaba compuesto por dos distritos: Santa Fe y Quito. El primero de
ellos se dividía en provincias: Santa Fe, Cartagena, Santa Marta, Riohacha, Panamá, Veraguas,
Popayán, Antioquia y Chocó, así como en los corregimientos de Tunja, Socorro, Pamplona, Casanare,
Mariquita y Neiva.

La ciudad de Santa Fe concentraba las actividades del ejercicio formal de autoridad, ya que en ella
tenían asiento los superiores tribunales de política, justicia y hacienda, así como la más alta jerarquía
eclesiástica. Allí se concentró, igualmente, la labor educativa y cultural que permitió la preparación
intelectual de la elite granadina. Todo ello, argumenta un historiador, “a pesar de que tales formas
de monopolio centralista se dieran en un contexto de dispersión regional, de acentuada
incomunicación y de geografía abrupta y montaraz, hasta el punto de generar ese espíritu
regionalista y autonomista que se reconoce durante todo el transcurso de la sociedad colonial y que,
bajo condiciones diferentes, reaparecerá con tanta fuerza en el siglo XIX” (Silva, 1988: 28).

En efecto, la comunicación entre las provincias y los corregimientos no era la más expedita. El
abrupto trazado de caminos o la ausencia de eficaces vías de comunicación y medios de transporte
lo impedían. Los carruajes de rueda eran un artículo de lujo que sólo se utilizaba por los privilegiados
en las grandes ciudades. La navegación se hacía por medio de canoas, champanes, botes, lanchas y
bongos a fuerza de remos o impelidas por palancas que se apoyaban en los árboles o piedras de las
orillas.

Diversos extranjeros que visitaron y exploraron el territorio nacional en la primera mitad del siglo
XIX, legaron con sus memorias una descripción detallada acerca de las enormes dificultades
geográficas que padecía el conjunto de las regiones. Para Humboldt, por ejemplo, el curso por el
Magdalena hacia el interior era indescriptible: una corriente crecida y poderosa, bosques
deshabitados, cataratas, mosquitos, caimanes y tempestades permanentes (1970: 16). Al final, el
camino de Honda hacia Bogotá no era más que "una pequeña escalera abierta en la piedra", con un
ancho de 18 a 20 pulgadas, insuficiente para el paso de una mula y en la que, según Augusto
Lemoyne, se acumulaban "todos los obstáculos susceptibles de hacer el tránsito difícil y peligroso"
(1970: 96).
El paso por el Quindío era tan sólo apto para bueyes y cargueros humanos que soportaban sobre sus
espaldas una silla amarrada para sentar al viajero. En una travesía superior a quince días, no se
encontraba huella alguna de habitante. Gracias a un tiempo "extraordinariamente hermoso",
Humboldt empleó 17 días en cruzar los Andes. Sus botas terminaron deshechas sobre la piel y arribó
a Cartago "con los pies desnudos y sangrantes". Los bueyes penosamente transitaban estas galerías
andinas, pero al toparse con ellos por desgracia en el centro de los barrancos, era necesario
"desandar el camino recorrido o subirse a los bordes de la grieta sujetándose a las raíces".
Igualmente, “la persona que va en las sillas de los cargueros ha de permane cer inmóvil horas
enteras, so pena de caer ambos con más peligros aún de los naturales (Humboldt, 1970: 23, 26).

Hacia el sur, el camino que conducía a Pasto no tenía similar. Según el mismo Humboldt, era el más
terrible de todos: bosques espesos y pantanos en los cuales las mulas "hunden medio cuerpo",
gargantas hondas y estrechas empedradas por los huesos de las mulas víctimas del frío o el
desfallecimiento. No obstante, sus descripciones no lograron superar el peligro relatado por Teodoro
Mollien al navegar por el río Dagua hasta Buenaventura (1970: 33) ni el accidentado trayecto
vencido a lomo de bestia por Carlos Saffray en Antioquia (1970: 171 y ss.).

En estas condiciones, a lo largo del siglo XIX era más fácil y menos penoso trasladarse de Cartagena a
La Habana o a Cádiz, que viajar desde el mismo Cartagena al interior del país. Es más, en cortos
tramos de una misma región, la topografía era igualmente inclemente. El camino que unía a Palmira
con Cali, por ejemplo, fue señalado por Isaac Holton como "el peor del mundo, en cuanto al barro se
refiere". El desnivel existente entre el lecho del río Cauca y el Valle, hacía rebosar sus márgenes y
represar todos sus afluentes en grandes inundaciones y pantanos plagados de mosquitos. "En cierto
lugar -advierte Holton- tuvimos que quitarle la montura a nuestros caballos, y cruzar un fangal
caminando sobre troncos tendidos, y sosteniendo las cabalgaduras por la jáquima para evitar que se
hundieran totalmente en el fango" (1970: 153).

Según el pensamiento de Pedro Fermín de Vargas, "la torpeza y falta de facilidad en los caminos"
impedía absolutamente "todo fomento interior". Además, mientras no se uniera a las provincias del
Reino con las costas y el exterior, ningún progreso era factible (1968: 16).

Con todo, los problemas geográficos no deben prestarse a equivoco. Sin aducir razones
contundentes, Ospina Vásquez no cree en un país "descoyuntado" o "incomunicado": “la
fragmentación e incomunicación en que se cree tanto –aplicando los criterios de hoy a los hechos de
entonces- no era la que se dice” (1974: 58). En opinión de Jorge Orlando Melo, "debe hacerse
énfasis en que la estrechez de mercado no era solamente un problema de barreras geográficas y de
altos costos de transporte, aunque estos eran importantes, sino que surgía en buena parte de la baja
productividad de las unidades económicas del país y de la poca capacidad de generar un excedente
comercializable, que a su vez dejara en manos de los productores unos ingresos capaces de
convertirse en demanda adecuada para productos no agrícolas" (1989: 53 y 58).

[1] Citado por RESTREPO, 1969: Vol. 1, 18.

[2] Ibid, 19.


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