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Teoría de la Constitución

Concepto de constitución:
En 1862 Ferdinand Lassalle preguntó qué es una Constitución, interrogante que intentó
responder en una conferencia, que dio lugar a la clásica obra que lleva por título
precisamente la pregunta planteada. A partir de entonces, diversos autores se han
preguntado lo mismo, y después de más de 140 años, cabe preguntarse si dichos esfuerzos
dan cuenta o no de una comunidad científica que intenta, en conjunto, resolver el problema,
y si es o no posible encontrar un concepto unívoco, neutro y científicamente válido de la
palabra “Constitución”.

Lassalle se pregunta qué es, en esencia, una Constitución, y advierte que las
respuestas formales nos permiten identificar cómo se forma y qué hace una Constitución,
pero no dan respuesta la cuestión planteada. Si la Constitución es la ley fundamental, cabe
preguntarse qué la hace fundamental, o qué la diferencia de otras leyes. Para ello es
necesario que la ley fundamental “ahonde más que las leyes corrientes;” que sirva de
fundamento a las otras leyes, es decir, “deberá informar y engendrar las demás leyes
ordinarias basadas sobre ellas,” y que sea “una fuerza activa que hace, por un imperio de
necesidad, que todas las demás leyes e instituciones jurídicas vigentes en el país sean lo
que realmente son.”3 Esta fuerza activa no son sino factores de poder, como, en la época
de Lassalle, eran la monarquía, la burguesía y otros. Concluye Lassalle que en esencia la
Constitución de un país es “la suma de los factores reales de poder que rigen en ese país.”4
Estos factores guardan estrecha relación con la ‘Constitución jurídica’, pues simplemente
“se cogen esos factores reales de poder, se extienden en una hoja de papel, se les da
expresión escrita y a partir de ese momento, incorporados a un papel, ya no son simples
factores reales de poder, sino que se han erigido en derecho, en instituciones jurídicas, y
quien atente contra ellos atenta contra la ley, y es castigado.”

Principios del constitucionalismo clásico.


a) Supremacía constitucional
b) Derechos fundamentales
c) Separación de poderes.
d) Poder constituyente titularizado en el pueblo.

PRINCIPIOS DEL CONSTITUCIONALISMO CLÁSICO

La historia de la Constitución, y su evolución da origen a lo que conocemos como el


Constitucionalismo Clásico. Esta calificación no se otorga a cualquier complejo normativo
del poder político, sino que sólo a aquel que se configura de acuerdo a ciertas pautas más o
menos rígidas.
¿Cuáles son estos principios fundamentales que postula el constitucionalismo clásico?
En forma sucinta se pueden enunciar los siguientes:
1) Supremacía de la Constitución;
2) Derechos fundamentales y sus garantías;
3) Separación de poderes1 y
4) Titularidad del poder constituyente en el pueblo o en la nación.

Supremacía de la Constitución2.

En el orden jurídico establecido por la Constitución, las normas tienen distinto valor y
jerarquía: la Constitución misma, las leyes ordinarias, los decretos, etc., de donde nacen una
graduación jerárquica y el principio que se denomina “supremacía de la Constitución”. La
Constitución establece un orden jurídico-político, de donde surge la autoridad del Estado
dentro del marco que la misma determina; comprende y abarca toda la vida jurídica del
Estado. Se da vida a si misma.
Por ello: “la sola existencia de una Constitución basta para afirmar que el Estado de
Derecho, creado por ella, excluye todo el derecho que no nazca de ella, explícita o
implícitamente, porque ninguna manifestación de voluntad colectiva o personal, de
autoridad o de libertad, es apta para crear un derecho que, de una o de otra manera, no
tenga origen en la voluntad constituyente, expresada mediante la Constitución”.
La Constitución determina y fundamenta el orden jurídico, unificándolo a través de
dos vías. Por la primera establece una serie jerárquica de competencias, instituye a los
órganos encargados de ejercer las funciones que ella les encomienda como, legislar, juzgar,
administrar. Así, la Constitución funda el ordenamiento jurídico desde el punto de vista
formal, coordinando y unificación el poder del Estado. En la práctica, o anterior opera bajo
el entendido que si una norma es inferior debe conformarse con la superior. “Se persigue
que toda ley, en sentido lato, toda regla jurídica general, sancionada por la autoridad
pública y obligatoria para el pueblo, respete el valor jerárquico que la Constitución
establece. En definitiva, se trata de garantizar el orden jurídico constitucionalizado y la
supremacía formal y material de la Constitución. Por la otra vía, la Constitución determina
el contenido a través de su fin.
En tal sentido, una de las primeras medidas de protección, se encuentra en los
propios textos constitucionales, y se manifiesta en que ninguna norma o precepto legal,
decreto o tratado, puede prevalecer frente a las disposiciones expresas de la Constitución.
Otra forma de resguardo de este principio radica en el “juramento” o “promesa” de
cumplir y hacer cumplir la Constitución, que los ocupantes de los cargos o roles de mando
deben prestar al entrar en funciones, con las responsabilidades inherentes a su
quebrantamiento. Con todo, el constitucionalismo concibió mecanismos y técnicas de
mayor envergadura con miras a la preservación del principio de la supremacía.
Entre aquellos podemos distinguir los siguientes:
Rigidez constitucional. Las disposiciones contenidas en la Constitución no pueden ser
modificadas ni derogadas en los mismos términos que las leyes ordinarias. Se estima
entonces que se está en presencia de una Constitución rígida. A contrario sensu, una
constitución flexible, es aquella que puede derogarse o modificarse por el mero órgano
legislativo, según el procedimiento ordinario. Inglaterra posee una ordenación
constitucional propiamente flexible. Sobre la base del “derecho consuetudinario” (common
law), que no es escrito, descansa en una pequeña sección escrita llamada “leyes

1 O separación de funciones, también pueden preguntarlo así.


2 El principio de la supremacía de la Constitución representa uno de los pilares básicos del
constitucionalismo Clásico
estatutarias” (statute law), y que puede ser reformada en cualquier momento por el
Parlamento, sin llenar formalidad complementaria alguna. Por tanto, desde un punto de
vista meramente formal, la legalidad constitucional y la ordinaria se encuentran en un
mismo nivel.
Para el constitucionalismo clásico, sólo las constituciones rígidas dan suficiente
garantía al principio de la supremacía Constitucional.
Dentro de la rigidez constitucional encontramos las denominadas cláusulas pétreas,
que impiden modificar ciertos aspectos de la constitución. Y es que según el contenido que
la constitución pretende preservar, como valores que se consideran esenciales para la
comunidad.
Los tres sistemas más generalizados de preservación son:
1. La revisión se efectúa por el órgano legislativo, pero con sujeción a quórum y
formalidades especiales3.
2. La revisión por una asamblea especialmente elegida para aprobar la reforma4.
3. La intervención del pueblo por la vía del referéndum5.

Constitución escrita. Por motivos de seguridad y de claridad se estima que las normas
fundamentales deben estar contenidas en un documento único, orgánico y solemne. La idea
de la Constitución escrita codificada es típica de los pensadores del siglo XVIII, ya que, a
través de ella, se pretendía plasmar por escrito las limitaciones a que habría de estar
sometido el Rey, que hasta entonces había sido absoluto. A partir de la Constitución
norteamericana de 1787, el hecho de tener un documento escrito sistematizado se
generalizó y la palabra constitución adquiere ese significado. En nuestros días la gran
excepción está representada por Gran Bretaña, que carece de un texto fundamental único y
donde las convenciones, costumbres y tradiciones desempeñan el rol más importante de su
organización política.

Control de constitucionalidad de las leyes. Son mecanismos ideados a través del tiempo
para salvaguardar la supremacía constitucional frente a posibles vulneraciones emanadas
por parte del órgano legislativo. Según la naturaleza del órgano llamado a ejercer la tutela,
se distingue entre control político, control jurisdiccional y control mixto.
Control político. En este caso es el órgano legislativo el que tiene a su cargo un verdadero
autocontrol de su actividad normativa. Su fundamento doctrinario radica en que, “siendo las
cámaras legislativas la representación más acabada del pueblo, son ellas las que tienen
mayor autoridad, por ejercer la función de control”6.
Control jurisdiccional. En principio parece una solución óptima y consecuente entregar a
los tribunales y, en particular, a los superiores, el control de la constitucionalidad de las

3 En la Constitución chilena de 1925, el procedimiento de reforma suponía la intervención de ambas cámaras


por separado; del Congreso Pleno; del Presidente de la República; y, eventualmente, de la ciudadanía a
través de una consulta plebiscitaria convocada por el Ejecutivo.
4 La Constitución chilena de 1828 constituye un ejemplo expresivo de este sistema: su artículo 133 prescribía
que en 1836 debería elegirse una gran convención constituyente con el único objeto de estudiar la posible
reforma o adición de la Constitución
5 Este procedimiento se establece, por ejemplo, en las constituciones de Irlanda, Dinamarca, Australia y en la
Constitución de cada uno de los cincuenta estados norteamericanos.
6 En cierta forma era ése también el sistema que seguía nuestra Constitución de 1833.
leyes, ya que ¿cuál órgano puede ofrecer mayor competencia técnica, independencia e
imparcialidad?
Pero no faltan los autores que expresen reticencias al sistema: se estimula la ambición
política de los jueces. Por otra parte, se agrega, los tribunales son eminentemente
conservadores y, por lo general, no están capacitados para comprender los diferentes
aspectos de la realidad política. Habitualmente la eficacia de este control se circunscribe al
caso concreto de inconstitucionalidad planteada a su conocimiento7.
Control mixto. A fin de obviar los inconvenientes de los controles políticos y los
jurisdiccionales, en algunos textos constitucionales se opta por crear un órgano mixto de
control. Se trata de los comúnmente denominados “tribunales constitucionales”. Los tres
miembros son nombrados por el Presidente de la República, tres por la Asamblea y tres por
el Presidente del Senado. En Chile, la Reforma Constitucional de 1970 creó un tribunal
constitucional, que también ejercía control preventivo, y la de 1980 lo mantiene, aunque
con otra integración y atribuciones. Atendiendo a la oportunidad en que puede operar el
mecanismo de control, se distingue entre control preventivo o a priori8 y control represivo o
a posteriori9.
El sistema de nuestro país, que consulta ambas posibilidades, constituye un ejemplo
expresivo de la forma en que operan estos controles. Con anterioridad a la reforma
constitucional de 2005, el control represivo de la constitucionalidad de las leyes se
encontraba radicado en la Corte Suprema y el preventivo en el Tribunal Constitucional.
A partir de la vigencia de la precitada enmienda, ambos controles quedaron
radicados en el Tribunal Constitucional. De acuerdo al Nº 6 del artículo 93 de la
Constitución, la Magistratura Constitucional puede declarar la “inaplicabilidad” de un
precepto legal para un caso concreto. En virtud de las facultades que le otorga el Nº 7 del
mismo artículo, el Tribunal puede, bajo ciertos supuestos, declarar la “inconstitucionalidad”
de un precepto legal, lo que implica su eliminación del ordenamiento jurídico nacional,
pero sin efecto retroactivo.

Derechos Fundamentales y Garantías Constitucionales

Se acostumbra designar esta sección como parte “dogmática” de la Constitución.


Con frecuencia los autores e incluso los mismos textos positivos de rango
constitucional, emplean en forma bastante confusa y ligera los vocablos “declaraciones”,
“derechos” y “garantías”
La significación técnica de estos términos es diferente.
Las “declaraciones” representan la proclamación de principios superiores sobre
organización y fines del Estado.
Los “derechos” son las facultades morales e inviolables que competen al hombre para
realizar ciertos actos.
Las “garantías” son los medios para proteger estos derechos. Aun cuando en los textos de
las constituciones que inician la era del constitucionalismo clásico, no aparecen
incorporadas las declaraciones de derechos, posteriormente, tanto el reconocimiento como
En lo que toca al constitucionalismo clásico, el antecedente inmediato en esta materia, se

7 El artículo 86, inciso 2º de nuestra Constitución de 1925 lo consagra expresamente.


8 se hace presente durante la tramitación de los proyectos legislativos.
9 actúa cuando el texto legal ya se encuentra en vigencia.
encuentra representado por la “Declaración de Independencia” de los Estados Unidos de
1776: “Tenemos como verdades evidentes por sí mismas: que todos los hombres han sido
creados iguales; que han sido dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, entre
los cuales están la vida, la libertad y la obtención de la felicidad; que los gobiernos fueron
instituidos entre los hombres para asegurar esos derechos, derivándose sus poderes justos
del consentimiento de los gobernados; que si cualquier clase de gobierno se convirtiere en
destructor de esos fines, el pueblo tiene derecho a modificarlo o abolirlo e instituir otro
nuevo
El catálogo de los derechos del hombre se ha ido ampliando en el devenir histórico. Al
enunciado de corte marcadamente individualista que caracterizó a las declaraciones de fines
del siglo XVIII (libertades, igualdades, propiedad), se ha sumado en el presente siglo otro
conjunto de derechos en que se enfatiza una connotación social. Ahora bien, factores
económicos, políticos y sociales obligan a profundizar en la idea de igualdad, que va ligada
estrechamente a todas las libertades públicas. En esta forma la lista de las libertades se ha
completado con derechos que se denominan “derechos sociales” y que tienen un carácter
muy diferente de las libertades tradicionales. Se trata del derecho al trabajo (antes sólo se
mencionaba la “libertad de trabajo”), del derecho a la educación gratuita, del derecho a la
salud, a la seguridad material, al descanso, al tiempo libre, a la asistencia en caso de
invalidez, etc. En esta nueva perspectiva, los derechos o libertades no constituyen ya para
los individuos unos poderes de actuar, sino facultades de reclamar determinadas
prestaciones de parte del Estado: instrucción, trabajo, asistencia, etc.
La inclusión de estos derechos en los textos constitucionales origina bastantes
problemas para la estabilidad del régimen, por cuanto el Estado no puede dar satisfacción a
las prestaciones que ellos implican. Por otra parte, a menudo la materialización de los
derechos sociales representa en cierta medida la necesaria restricción de las libertades
clásicas, lo que naturalmente agudiza el conflicto.
Al ser incorporadas las declaraciones de derechos a los textos constitucionales, se
hizo evidente la necesidad de otorgar a los derechos reconocidos la debida protección a fin
de evitar que ellos fueren impunemente vulnerados, ya sea por los gobernantes o por los
simples particulares. Las garantías representan por consiguiente los diversos mecanismos
jurídicos ideados por los ordenamientos constitucionales para proteger el adecuado
ejercicio de los derechos fundamentales. Lamentablemente, por falta de pulcritud técnica,
corrientemente aparecen confundidos en los textos positivos con los derechos a los cuales
prestan protección. Cronológicamente, la garantía más efectiva de la libertad personal se
halla representada por el recurso de amparo (hábeas corpus). En términos generales, este
recurso procede contra las detenciones o prisiones ilegales o arbitrarias. Su interposición se
sujeta a formalidades mínimas y su tramitación es sumaria atendida la naturaleza del
derecho cautelado. En algunas legislaciones, por ejemplo en el art. 21 de la Constitución de
1980, el amparo tutela la libertad personal, no sólo cuando existe privación de ella, sino que
también cuando ella se encuentra ilegal o arbitrariamente amenazada o perturbada.
Asimismo, el recurso de protección consagrado en el artículo 20 otorga eficaz tutela a la
mayoría de los derechos reconocidos en el capítulo.

Entre otras garantías consultadas casi universalmente por los ordenamientos


positivos de rango constitucional, podemos mencionar:
a. juicio legal previo (nadie puede ser penado sin este requisito);
b. irretroactividad de la ley penal (la figura delictiva debe estar contenida en ley
anterior al hecho del proceso);
c. tribunales establecidos por ley (se excluyen las “comisiones especiales”);
d. libertad bajo fianza (derecho que asiste al sujeto a prisión preventiva no
condenado);
e. inviolabilidad de la defensa en juicio (comprende la persona y sus derechos);
f. nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo y se prohíbe toda coacción
física o psíquica.

Junto a estas garantías fundamentales procesales, hay que mencionar otras que sin
revestir este carácter contribuyen también a reforzar la seguridad personal: la inviolabilidad
del domicilio y de la correspondencia. Obviamente esta garantía tiene igualmente relación
con el reconocimiento del derecho de propiedad en sus diversas formas. Suelen omitirse, al
señalar las garantías que protegen los derechos fundamentales, los recursos y acciones que
contemplan los ordenamientos fundamentales, para velar por la constitucionalidad de las
leyes. Sin embargo, son ellos instrumentos valiosos para la defensa de los derechos, por
cuanto permiten invalidar o declarar inaplicables aquellos preceptos legales que en alguna
forma los vulneren. Al terminar este esquemático análisis de los derechos fundamentales y
sus garantías, parece imprescindible puntualizar que es un hecho incontestable que ellos no
pueden ser caracterizados como “derechos absolutos”, dice Izaga, “ello equivaldría a decir
que son ilimitados e incapaces de normas que, de alguna manera, regulen o coacten su
ejercicio. Y eso es totalmente falso.

SEPARACIÓN DE PODERES (FUNCIONES)

En la compleja actividad estatal pueden distinguirse distintas funciones. Sobre el


particular resulta siempre útil recordar las reflexiones de Aristóteles: “En toda polis hay tres
partes que todo legislador prudente debe, en primer término, ordenar convenientemente.
Una vez que se organicen bien estas tres partes, puede decirse que la polis está bien
organizada; y realmente las polis no pueden diferenciarse unas de otras, si no es por la
organización diversa de estos tres elementos”. Lo anterior nace como una forma de poner
cortapisas al poder de las monarquías absolutas.
 La primera fase del Estado moderno se caracteriza por la soberanía del monarca.
 La segunda fase se caracterizará por la vigencia del principio de la soberanía
popular o nacional.

El poder político emigra desde el Jefe del Estado a la base del Estado, al pueblo; y ese
tránsito implica toda la modificación de instituciones y de conceptos donde tiene
protagonismo la separación de funciones. Los principales expositores de la doctrina fueron
el inglés Locke y el francés Montesquieu, ambos inspirados en la evolución experimentada
por las instituciones inglesas a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Las líneas que
siguen procuran dar una síntesis del pensamiento de ambos autores. De acuerdo con su
concepción del origen del Estado, Locke expone en su obra: “Segundo Tratado de Gobierno
Civil”, la idea de que un contrato original hace salir a los hombres del estado naturaleza
para ingresar a la sociedad civil, donde encuentra seguridad. Pero el pacto no entraña
renunciar a aquella parte de libertad que Locke considera inalienable.
Por lo común, las teorías políticas están ligadas a los hechos políticos y son sugeridas
por la realidad ambiente. Después de oscilarse entre el poder absoluto de la monarquía y la
dictadura parlamentaria con la república de Cromwell, y vuelta a la monarquía absoluta, se
alcanza, como resultado de esa oscilación, un equilibrio de fuerzas políticas que
restablecerá de otra manera la situación medieval, al tener que conciliarse el poder del Rey
con el poder del Parlamento. Esta situación de hecho, este modo de relación entre poderes
políticos, fue lo que sugirió la teoría de la división de poderes, dentro de un Estado nacido
del pacto, entre un poder ejecutivo y un poder legislativo; aquél dividido, a su vez, en dos
ramas: una administrativa y otra judicial, atribuidas ambas en principio al rey, pero
ejercidas por vías independientes. Todavía reconoce Locke, aparte de estos dos –en verdad,
tres– poderes, otro más, al que llama de prerrogativa y al que atribuye la decisión en los
casos de emergencia o excepcionales, lo cual significa reconocer que no obstante todas sus
divisiones internas y orgánicas, el Estado constituye una unidad.

El pensamiento de MONTESQUIEU, en su célebre “El espíritu de las leyes”. Cap. VI


del Libro XI, se sustenta en la siguiente proposición: la libertad descansa principalmente
sobre la división de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, adscritos a órganos
separados entre sí. En efecto, esta separación orgánica de los poderes constituye la mejor
garantía para la esfera de la libertad de los particulares, ya que los poderes rivalizan, se
equilibran, se mantienen en un espíritu de emulación que le hace a cada uno de ellos ser
celoso guardián de su respectivo ámbito de competencia y, de este modo, queda entre ellos
una zona libre para actuaciones no reguladas, en las que ninguno está autorizado a
interferir, y que precisamente constituye el ámbito de libertad garantizado a los
particulares. El poder legislativo posee plenas facultades para dictar las leyes: sólo a él le
compete establecer normas de carácter general, que no otra cosa son, por su esencia, las
leyes.
Para MONTESQUIEU, si un mismo órgano estatal ejercía el poder legislativo y el
poder ejecutivo, no podía existir libertad, porque este órgano impondría leyes tiránicas para
tiránicamente ejecutarlas. “Según sus ideas, la unión de ambos poderes proporcionaría a su
titular tal cantidad de poder, que le permitiría actuar arbitrariamente, mientras que su
separación impediría que el legislador aprobase leyes que impusieran cargas desorbitadas,
debido a que no le beneficiarían a él, sino al poder ejecutivo. Por último, si el poder judicial
estuviese en las mismas manos que el poder ejecutivo, los jueces reunirían el poder de
juzgar y ejecutar, no pudiendo ser, por ello, neutrales. En consecuencia, los tres poderes
debían atribuirse a tres órganos estatales distintos e independientes entre sí”.13 Como anota
Francisco Ayala, “innecesario parece subrayar la importancia que tuvo, en orden al
desarrollo de las instituciones políticas hacia la fase democrático-liberal del Estado, El
espíritu de las leyes de Montesquieu. Se escribe esta obra en Francia en plena monarquía
absoluta, siendo una de las que más contribuyeron a conformar la ideología operante en la
Revolución, a la cual aporta elementos que resultan perfectamente identificables en algunos
de los documentos fundamentales”.14 Efectivamente, el artículo 16 de la Declaración de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano de agosto de 1789, expresa: “toda sociedad en la
cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de los poderes
determinada, carece de constitución”. Pero poco antes de la célebre Declaración francesa, la
Constitución norteamericana de 1788 había consagrado el principio de la separación de
poderes: “Artículo 1º. Todos los poderes legislativos aquí concedidos serán atribuidos a un
congreso de los Estados Unidos, que se compondrá de un Senado y de una Cámara de
Representantes. Artículo 2º. El poder ejecutivo será confiado a un Presidente de los Estados
Unidos de América. Artículo 3º. El poder judicial de los Estados Unidos será atribuido a un
Tribunal Supremo y a Tribunales inferiores…”. Sin incurrir en exageración, puede decirse
que a partir de esa época prácticamente todas las constituciones promulgadas en el mundo
hicieron suya la teoría de la separación de los poderes. Es más, el principio, elevado a
la categoría de verdadero dogma, conserva aún en nuestros días plena vigencia.15 La
amplia difusión y consagración del principio de separación de poderes, no garantiza que
ella escape a serias críticas. Para muchos autores la transformación de tres funciones de un
solo poder en tres poderes iguales e independientes, no pasa de ser un artilugio político-
jurídico contrario a la naturaleza del Estado y atentatorio a su unidad orgánica: tan
imposible es la vida de un Estado en que los poderes estén separados mecánicamente, como
la de un cuerpo humano cuyos miembros se conciban separados y desunidos. Tal punto de
vista de algunos autores contemporáneos se refleja en la siguiente síntesis: Jellinek afirma
que tan pronto se quiera trasladar la doctrina de Montesquieu a la realidad, surgen
dificultades teóricas y prácticas. Señala, en el primer sentido, que el fundamento de la
concepción jurídica del Estado está constituido por el reconocimiento de éste como una
unidad, de donde se deduce, como consecuencia necesaria, la doctrina de la indivisibilidad
del poder del Estado. Por eso, cada órgano del mismo “representa, dentro de sus límites, el
poder del Estado. Es imposible, pues, hablar de una división de poderes. En la variedad de
sus órganos no existe, por tanto, sino un solo poder del Estado”. Señala también Jellinek, en
cuanto a la práctica, que en ninguna Constitución se aplica estrictamente la doctrina de
división de poderes y siempre existe, en definitiva, preeminencia de algún órgano.16 Para
Kelsen, la doctrina de Montesquieu incurre en una confusión, puesto que al separar los
órganos separa las funciones que lógicamente están subordinadas en las etapas de la
creación del derecho, sin desmedro de la unidad de este último. Coincide además,
parcialmente, en la crítica de Jellinek en cuanto a que el poder es uno e
indivisible, ya que expresa 1a validez de un orden jurídico. A esta crítica teórica agrega otra
de orden práctico. La doctrina de la división de poderes –dice Kelsen– envuelve un
postulado político que es el de asegurar la libertad; pero en realidad no la asegura; no basta
que haya separación de órganos para que la libertad esté garantizada.17 Según Karl
Loewenstein “lo que en realidad significa la así llamada ‘separación de poderes’ no es, ni
más ni menos, que el reconocimiento de que por una parte el Estado tiene que cumplir
determinadas funciones –el problema técnico de la división del trabajo– y que, por otra, los
destinatarios del poder salen beneficiados si estas funciones son realizadas por diferentes
órganos: la libertad es el ‘telos’ ideológico de la teoría de la separación de los poderes. La
separación de poderes no es sino la forma clásica de expresar la necesidad de distribuir y
controlar respectivamente el ejercicio del poder político. Lo que por lo general, aunque
erróneamente, se suele designar como la separación de los poderes estatales, es en realidad
la distribución de determinadas funciones estatales a diferentes órganos del Estado. El
concepto de ‘poderes’, pese a lo profundamente enraizado que está, debe ser entendido en
este contexto de una manera meramente figurativa”.18 Tal vez una de las apreciaciones
críticas más severas al principio de la separación de poderes, corresponda a Luis Izaga: “Si
todo poder es de por sí despótico, lo serán cada uno de los tres poderes en su esfera, en la
que son independientes. En vez de un déspota, tendríamos que soportar a tres. “No se diga
que se equilibran por la mutua oposición. ¿Por qué, en vez de oponerse, no se han de sumar
para el ejercicio de la tiranía, si así les conviniera? ¿Cómo se consigue la armonía por la
oposición, si no existe entre ellos un supremo principio de subordinación orgánica, que, al
existir, destruya el principio mismo de la igualdad e independencia? Por lo tanto, para el
peligro indudable de despotismo, se va
a buscar la solución allí donde no existe, ni puede existir”.19 Al margen de todas las
consideraciones precedentes, la doctrina reconoce que la distinción de funciones y la
adecuada separación de los órganos que las realizan, junto con ser aconsejable desde el
punto de vista de la distribución del trabajo, contribuye igualmente a alejar el peligro de
abuso de poder. A mayor abundamiento, debe tenerse presente que la principal diferencia
entre los regímenes “autocráticos” y los “democráticos” reside en que mientras en los
primeros existe concentración del poder, en los segundos existe la distribución de
funciones. Por consiguiente, la doctrina de MONTESQUIEU, debidamente comprendida y
aplicada con flexibilidad, mantiene a nuestro entender plena vigencia. 26. LA FUNCIÓN
LEGISLATIVA Comúnmente se define la función legislativa por la producción de normas
generales y obligatorias, tendientes a regular la conducta tanto de los ocupantes como de
los no ocupantes de los cargos o roles de gobierno; y con respecto a todo tipo de relaciones
que se establezcan entre ellos. Asimismo, es frecuente atribuir a la legislación el carácter de
producción, creación o establecimiento del derecho, lo que se expresa con la fórmula:
“mediante la ley se crea el derecho”. Con la función normativa, el Estado cumple la misión
principal de plasmar el Derecho en normas para atenerse a él en su actuación.
Evidentemente, de que esta función se realice bien o mal depende de que las normas se
cumplan o no se cumplan, y que el Estado pueda ser o no calificado como de Derecho. “El
Estado de Derecho –que es uno de los pocos valores verdaderamente positivos heredados
de la Revolución francesa– existe allí donde la función normativa se desarrolla en forma
lógica, ordenada y consecuente, de manera que provoca el consentimiento espontáneo del
cuerpo ciudadano”.20 En doctrina predomina el criterio que lo que caracteriza
sustancialmente a la función legislativa es, en esencia, su función de norma innovadora y
novedosa; vale decir, que hay función o actividad en sentido sustancial cuando se crea una
situación nueva con relación al orden preexistente, o si existiendo, lo modifica.21
Siguiendo a la doctrina alemana, la mayoría de los autores modernos distingue entre la ley
en sentido formal y la ley en sentido material. Las leyes formales –se expresa–, son todos
los actos acordados en forma legislativa por el órgano legislador constituido
independientemente de la naturaleza íntima de éstos. “Toda decisión que emana del órgano
que, según la Constitución de un país, tiene el carácter de órgano legislativo” –dice Duguit.
Leyes materiales son todos los actos de “sustancia” legislativa, no importa cuál sea el
órgano que lo emita. Desde este punto de vista, es ley todo precepto que lleve en sí el
carácter intrínseco de ley, independiente del cuerpo de que procede. Como caracteres
intrínsecos se mencionan: la generalidad, el sentido abstracto y la obligatoriedad. La
aplicación de esta distinción al derecho positivo presenta dificultades, por cuanto la
generalidad de los textos constitucionales resalta de manera especial el concepto formal de
ley. “Esto se debe –afirma Carré– a que la Constitución, al colocarse inmediatamente en el
punto de vista de las realidades prácticas, no se preocupa de destacar la definición abstracta
de las funciones, sino que toma en consideración principalmente la actividad de los
órganos. Por consiguiente, tiene cierta tendencia a confundir a la función con la actividad
del órgano y a tratar como ley, por ejemplo, cualquier acto del cuerpo legislativo. La
Constitución no construye una teoría funcional, sino un sistema orgánico de los poderes.
Por eso las funciones del Estado no suelen aparecer, en los textos constitucionales, más que
en su aspecto formal”.22 Ello no implica –como el mismo Carré debe admitir– que a veces
las constituciones contemplan disposiciones que dan pábulo para aplicar el concepto de ley
material. Tal ocurre, por ejemplo, cuando el texto fundamental expresa: “Todos los
ciudadanos son iguales ante la ley”. En este caso, dentro del término ley, quedan incluidas,
sin duda, todas las normas jurídicas del Estado (las de rango constitucional, las
disposiciones reglamentarias, las ordenanzas municipales, los estatutos de entidades
autónomas). Se ha usado, pues, en este caso, la palabra ley en su más amplio sentido
material. Debe reconocerse, no obstante, que al margen de las situaciones equívocas, la
generalidad de las constituciones, cuando mencionan la palabra ley, lo hacen en el sentido
formal. “Este sería el único criterio jurídicamente aceptable en los países de régimen
constitucional: llamar ley a la ‘formal’, a la que es dictada por autoridades especiales en
ejecución inmediata de la constitución”. Es esta ley la que mantiene una situación de
preferencia sobre las demás normas o decisiones de las autoridades constituidas –incluso
las del propio órgano legislativo– que sólo son válidas en la medida en que se derivan de la
primera.23 Se agrega que las demás características que se atribuyen a la ley en su acepción
estricta, no pasan de ser cualidades ideales, muy racionales, pero que no coinciden
ordinariamente con los ordenamientos positivos. Otro tanto se expresa respecto a las teorías
finalistas que cualifican a la ley por sus propósitos de bien común, por su racionalidad, por
su justicia: sólo constituirían recomendaciones políticas para los gobernantes, pero nada
más, lamentablemente, debería agregarse.
De acuerdo con la parte orgánica de las constituciones promulgadas a partir de fines del
siglo XVIII, la función legislativa se encuentra radicada en un órgano colegiado que se
estima representativo de la voluntad nacional, por cuanto sus miembros son designados por
elección popular. Ha predominado, igualmente, en los textos constitucionales, la
configuración de un órgano dual: Sistema bicameral. Los argumentos que se exponen en
favor de este sistema son los siguientes: 1) La Cámara baja representa el impulso de mejora
y de toda reforma progresista. El Senado (Cámara alta) representa la tradición y el
equilibrio; 2) Los acuerdos legislativos se toman con más reflexión y competencia al pasar
por una doble discusión y examen; 3) En los estados federales, es en el Senado donde se
encuentran representados los estados miembros, lo que permite concretar el principio de
“participación”.24 El hecho de que la función legislativa se encuentre encomendada al
órgano legislativo no entraña que los demás órganos queden totalmente excluidos de dicha
actividad estatal. Por el contrario, la mayoría de los ordenamientos positivos admiten la
participación del órgano ejecutivo en el proceso de formación de la ley (iniciativa, veto) y,
en algunos casos, lo elevan a la categoría de colegislador (por ejemplo, la Constitución
chilena de 1925 y de 1980). Es más, sea por razones especialmente previstas por el
legislador, o por situaciones de hecho, la responsabilidad del ejercicio de la función
legislativa queda en cierta forma desplazada al órgano ejecutivo. Ello implica entrar al
ámbito legislativo que algunos autores denominan “legislación irregular”, lo que se trasunta
en la dictación de los denominados “decretos con fuerza de ley” y “decretos leyes”. Los
decretos con fuerza de ley (se suele llamarlos también ley delegada) suponen
la delegación que el órgano legislativo hace al ejecutivo de la facultad legislativa. Se los
define como “una orden escrita expedida por el Ejecutivo, obligatoria y general, sobre
materias propias de una ley, en virtud de una autorización que le ha conferido expresamente
el órgano legislativo”. La institución de la legislación delegada se justifica por razones de
conveniencia o necesidad prácticas: la naturaleza esencialmente técnica o muy
especializada de problemas que no pueden ser abordados por asambleas numerosas; la falta
de una adecuada asesoría para los congresales; la urgencia de una solución legislativa para
casos de excepción, y, muy particularmente, aunque generalmente no reconocido, el hecho
político real de la existencia, acción y concierto de los grupos de presión y centros de poder
frente a los cuales el Ejecutivo parece estar en mejor posición de diálogo o de resistencia
que los cuerpos legislativos.25 La institución –de una u otra manera– ha sido reconocida en
los textos constitucionales posteriores a la Primera Guerra Mundial. Es así como se
encuentra establecida en las constituciones de Francia, Italia, República Federal de
Alemania, Suecia, Colombia, Panamá, Venezuela, Yugoslavia y en muchas Cartas
Fundamentales de los nuevos estados africanos. La práctica extraconstitucional chilena fue
institucionalizada con la Reforma de 1970.26 Los diferentes ordenamientos positivos
presentan, generalmente, las siguientes reservas en materia de legislación delegada: a)
Dictación expresa de una ley de delegación o de habilitación para dictar por decreto normas
con carácter de ley; b) Fijación de un plazo determinado para el ejercicio de esta función
delegada. La Constitución de 1980 fija un plazo máximo de un año; c) Señalamiento, en la
ley delegatoria, de las materias a las cuales se extiende; d) Prohibición de que se afecten
con el ejercicio de la facultad delegada determinados principios, materias, entes o servicios;
e) Control de la adecuación de los decretos con fuerza de ley de contenido y extensión de
las facultades delegadas, y f) Exigencia ulterior de una ley de ratificación general o de
ratificación parcial de los decretos con fuerza de ley, como condición o requisito para
mantener su vigencia. Respecto a los decretos leyes, en primer lugar cabe puntualizar que
su origen se encuentra vinculado directamente a los gobiernos llamados de facto, esto es,
gobiernos que asumen el poder al margen de los cauces señalados por el ordenamiento
jurídico preestablecido. Pese a que el tema del gobierno de facto es abordado en este
Manual al tratar las crisis constitucionales, debemos señalar aquí las consecuencias que
derivan de su dictación para el ordenamiento jurídico. Desde luego, se los ubica dentro del
ámbito de la legislación irregular, por cuanto suponen la disolución de las cámaras
representativas y la consiguiente radicación de la función legislativa en el gobierno de
facto. El decreto ley presenta, por consiguiente, las características siguientes: es emitido por
la autoridad que ha asumido de hecho el poder político en plenitud; ha de referirse a
materias que el ordenamiento preexistente reservaba a la ley y ha de ser dictado en
circunstancias anormales, en las que el órgano legislativo se encuentre disuelto o
desconocido. La doctrina coincide en que la validez de los decretos leyes constituye un
problema metajurídico, ya que la circunstancia de que sean acatados y produzcan efectos
jurídicos no obsta a que desde la perspectiva de la legalidad preexistente carezcan de
asidero: rebasan los moldes constitucionales que configuran la competencia de los órganos
y que limitan el poder de los gobernantes. Los decretos leyes tienen la eficacia de las leyes
por razones extrajurídicas: es imposible negar al poder, a un poder que lo puede todo, la
posibilidad de hacer también leyes, y la actividad del Estado (sea legislativa o ejecutiva) no
puede suspenderse por motivo alguno, ni aun a la espera de la normalidad constitucional
(estado de necesidad). En todo caso, como se apreciará al estudiar el Gobierno de facto, la
situación de los decretos leyes podrá consolidarse jurídicamente en la medida en que el
gobierno de hecho se institucionalice jurídicamente. Tampoco es posible dar una regla
jurídica absoluta acerca de la validez de los decretos leyes dictados por un gobierno de
facto, una vez que se retoma al cauce de la constitucionalidad. Desde luego, la carta
constitucional que sucediera a un régimen de facto sí podría establecer normas relativas a la
validez de los decretos expedidos por dicho régimen. “En este caso la vigencia de dichos
decretos dependería exclusivamente de las disposiciones de la nueva constitución,
cualesquiera que éstos fueren”.27 La opinión doctrinal predominante es que, en términos
generales, deben seguir rigiendo: así lo recomiendan la estabilidad y seguridad jurídicas.
Ahora bien, la actividad ejecutiva se bifurca en una de carácter administrativo y en otra de
naturaleza política. La función administrativa es la actividad del Estado mediante la cual
éste realiza sus fines dentro del orden jurídico. De esta manera se distingue de la legislación
que, sustancialmente, es creación de derecho, y de la jurisdiccional, actividad destinada a
mantener el orden jurídico. Por eso se suele decir que la administración es una función
sublegal: no puede alterar ni violar a la ley. En tal sentido, dice CARRÉ DE MALBERG:
“administrar consiste en proveer por actos inmediatos e incesantes a la organización y al
funcionamiento de los servicios públicos. Son actos administrativos todos los que no
implican para los particulares ninguna modificación a su régimen jurídico, tal cual éste se
halla establecido por las leyes vigentes. Esto significa que la función administrativa se halla
constitucionalmente obligada, y sólo puede ejercerse bajo el imperio de las leyes que la
limitan jurídicamente. Es decir, no crea derecho nuevo”. Cierto es que el legislador, por
muy acucioso que sea, no puede prever todas las situaciones que en la práctica se originen
en la aplicación de las leyes. Para superar tales emergencias se otorga al administrador
cierta libertad de opción. Se trata de las llamadas facultades “discrecionales” –en oposición
a las facultades “regladas”–. En todo caso en el uso de las facultades discrecionales el
administrador no debe incurrir en arbitrariedad, y para ello debe atenerse a la finalidad
prevista por el legislador –interpretación teleológica.29 27.1. La función política En el
ámbito de la función política el Jefe del Ejecutivo (Primer Ministro o Presidente), aun
cuando siempre enmarcado dentro del ordenamiento jurídico, tiene mayor libertad de
acción. Entre diversas alternativas, sólo a él corresponde decidir y lo que es más,
podrá o no tomar dicha resolución. Ejemplos expresivos de estas facultades políticas son:
convocatorias a plebiscito; disolución de la cámara política; declaración de estados de
excepción constitucional; ejercicio del derecho de veto; manejo de relaciones
internacionales; otorgamiento de indultos particulares; patrocinio de proyectos de ley, etc. A
través de estas decisiones se puede apreciar el denominado “tacto político” del gobernante.
O como piensan otros, se puede distinguir a un simple administrador de un estadista. Como
dice XIFRA HERAS, “el ejercicio de la función política supone dirigir y conducir la
comunidad estatal al logro de sus fines esenciales, satisfaciendo sus exigencias; equivale a
hacer efectivo el principio unitario director de la orientación política, por encima de toda
distinción o encasillamiento de las actividades estatales y englobando armónicamente a
todas ellas bajo su impulso y dirección”.30 Encasillar los actos políticos en un esquema
rígido resulta en la sociedad contemporánea tarea en extremo difícil, tanto más si se
Considera la generalizada tendencia constitucional hacia el fenómeno descrito como
“vigorización del Ejecutivo”.31 Por consiguiente, frente a las funciones de rutina deben
considerarse las políticas, que implican la toma de decisiones ante situaciones nuevas y
únicas, no subsumibles en normas o precedentes. De un modo general, la función ejecutiva
tiene por finalidad asegurar el funcionamiento del Estado, dentro del cuadro de las leyes,
para la aplicación de los principios contenidos en dichas leyes. Para esto es necesario
primero realizar actos jurídicos individuales, que apliquen a tal o cual ciudadano,
específicamente designado, las disposiciones generales contenidas en una ley, precisándolas
y completándolas; así, se debe nombrar funcionarios, dar autorizaciones, celebrar contratos.
Es necesario, por otra parte, realizar actos materiales. La función ejecutiva no se limita,
pues, a una simple ejecución. Ella importa, en realidad, prerrogativas bastante más amplias,
puesto que allí caben todos los actos jurídicos que no tienen un carácter general e
impersonal: muchas decisiones de política interior y todos los actos diplomáticos se
encuentran en ella.32 En consecuencia, podemos estudiar el gobierno desde los mismos
puntos de vista subjetivo y objetivo. Desde el punto de vista objetivo, gobierno sería la
actividad política, es decir, aquella actividad de orden superior que concierne a la dirección
suprema y general del Estado en su conjunto y en su unidad. 27.2. La función
administrativa La administración tiene, en cambio, por objeto, intereses públicos,
singulares, vale decir, intereses particularmente determinados y circunscritos que entran en
una esfera subordinada: aquella en que se desenvuelve el poder público. Administración,
entonces, significa una actividad de un grado inferior a la de gobierno. Dios gobierna el
mundo, pero no administra. Gobiernan y administran el Presidente de la República y sus
ministros. En Francia se hizo una tentativa, bajo Napoleón, de separar gobierno y
administración desde el punto de vista objetivo. Napoleón gobernaba con su Consejo de
Estado, en cuanto designaba en el seno del Consejo Delegados para los grandes asuntos. En
cambio los ministros estaban encargados de los negocios corrientes. Por ello se ha podido
llegar a la siguiente distinción: 1º. La función administrativa consiste esencialmente en
realizar los asuntos corrientes de la Nación. 2º. La función gubernativa consiste en
solucionar los asuntos excepcionales que interesan a la unidad política y en velar por los
grandes intereses nacionales. Esta distinción, que se basa únicamente en la importancia del
asunto que debe resolverse, puede resultar insuficiente en muchos casos. La función
gubernamental trata de fijar las grandes directivas en la orientación política, en orientar a la
nación por un camino determinado. Trazadas estas grandes líneas políticas, deben ponerlas
en ejecución para satisfacción de las necesidades generales. Podríamos llegar, entonces, al
concepto de gobierno desde el punto de vista subjetivo y objetivo, diciendo que debe
entenderse por tal la actividad de los órganos supremos del Poder Ejecutivo, es decir,
órganos independientes, no sujetos a los otros órganos administrativos, que tienen por
objeto la dirección suprema del Estado, encontrando en él su funcionamiento y su causa
jurídica. Es lógico añadir que estos órganos superiores del Poder Ejecutivo, al mismo
tiempo que ejercen funciones de gobierno, pueden ejercer funciones administrativas. De allí
que el Presidente de la República ejerza, juntamente con los ministros, la función política
de gobierno y también la administrativa, mientras que los demás funcionarios solamente
pueden realizar tarea administrativa. En este sentido Ducrocq enseña que cuando en la
actividad del Estado se distingue una actividad de gobierno o política de una actividad
administrativa, la primera se refiere solamente a la actividad de los órganos del Poder
Ejecutivo y con la palabra gobierno se indica la parte más eminente de las funciones
atribuidas a esos órganos. La Administración es la acción que se realiza para satisfacer las
necesidades del Estado, de acuerdo con las leyes y las directivas del gobierno. El gobierno
es, entonces, función de iniciativa: da impulso y dirección a la administración. El gobierno
es la cabeza y la administración es el brazo.33 En lo que atañe a la estructura del órgano
ejecutivo, los sistemas adoptados por los ordenamientos constitucionales detentan marcadas
diferencias; pero es posible, como simple nota indicativa, señalar como predominantes las
siguientes características: a) órgano unipersonal (excepcionalmente colegiado); y b)
duración temporal del mandato. En el aspecto formal la función ejecutiva es muy variada,
pero la categoría formal más elevada de los actos de mando es el decreto, por emanar del
órgano ejecutivo supremo (Presidente, Consejo de Ministros). Después hay toda una gama
de posibilidades; incluso hay actos simbólicos y a veces se producen hasta por vía de
hecho. Con respecto al decreto, prevalece el mismo concepto formal que en relación a la
ley. Es así como se lo define como “un mandamiento de carácter general o a título
individual dictado por la autoridad administrativa, especialmente por el Jefe de Estado, con
las formalidades previstas en el ordenamiento constitucional”. Jerárquicamente, el decreto
se encuentra subordinado a la Constitución y a la ley.34 28.

LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL La función jurisdiccional, en su sentido material, es la


parte de la actividad del Estado que consiste en expresar derecho, en pronunciarlo. Ahora
bien, ¿qué debe entenderse por “pronunciar el derecho”? “En el Estado moderno –dice
Carré– el derecho es el conjunto de reglas formuladas por las leyes o en virtud de las leyes,
que constituyen el orden jurídico del Estado. Pronunciar el derecho no es, pues, crearlo,
sino reconocerlo. El acto jurisdiccional consiste, entonces, en buscar y determinar el
derecho que resulta de las leyes, a fin de aplicarlo a cada uno de los casos de que se hacen
cargo los tribunales.
El cometido de éstos, por consiguiente, es aplicar las leyes, o sea, asegurar el
mantenimiento del orden jurídico, establecido por ellos. Por esto se califica generalmente a
los jueces como guardianes de las leyes”.35 Existe la necesidad de pronunciar el derecho
por un órgano especial por diversos motivos: a) Siempre que haya violación de las leyes. Y
no sólo porque toda violación debe ser castigada y restablecido el derecho perturbado por
los fines que explica el Derecho Penal, sino también porque no se debe proceder a ese
castigo ni a ese restablecimiento, sin que proceda un juicio en que oficialmente consten el
delito y la culpabilidad del delincuente. Así lo precisa la seguridad personal. b) Sin que
exista violación de derecho, puede sobrevenir un desacuerdo en la manera de apreciarlo
entre particulares o entre los particulares y el Estado (por ejemplo: la cláusula de un
contrato o testamento; el alcance práctico de una ley). c) Sin que sobrevenga ninguna de las
situaciones anteriores, como preliminar indispensable para proceder a su ejercicio. Así, por
ejemplo, la existencia de una deuda reconocida, pero no pagada, otorga al acreedor sobre
los bienes determinados derechos cuya realización, a su vez, implica actos coactivos. Pero,
ya sea por el axioma de que no es lícito tomarse la justicia por su mano, ya porque es
necesaria la intervención de agentes, debe proceder siempre una oficial declaración del
derecho y la autorización; a veces procede el mandato de que se realicen determinados
actos. En la ejecución de un testamento, en la toma de posesión y ejercicio de la tutela, la
intervención de la autoridad soberana y oficial no sólo se justifica plenamente, con el fin de
resolver las disensiones que en la fijación de los nuevos derechos y obligaciones pudieran
brotar, sino también por la necesidad y conveniencia de prevenirlos.36 Las consideraciones
expuestas explican que en este trabajo utilicemos para designar esta función la expresión
jurisdiccional y no judicial, como también suele llamársela. La palabra juzgar evoca la idea
de proceso o juicio y tiene tradicionalmente un sentido de arbitraje: el juez es un árbitro
para las partes contrarias. La palabra jurisdicción, en cambio, no implica necesariamente la
existencia de un proceso, sino que designa simplemente una función que consiste en
pronunciar derecho. Se ha discutido arduamente en doctrina si la función jurisdiccional
constituye una actividad estatal independiente de la ejecutiva. Para numerosos autores –
Hauriou, Duguit, Carré de Malberg, entre otros– la función jurisdiccional es un incidente de
la ejecución de la ley, y debe, por lo mismo, considerarse como una rama de la función
ejecutiva. No faltan, por cierto, en abono a esta argumentación, las invocaciones al difusor
del principio de “división de poderes”, Montesquieu, para quien los jueces son “la boca que
proclama las palabras de la ley; seres inanimados”, y de acuerdo con su teoría, una tal
administración de la justicia que tan sólo aplica las leyes no precisa de una
institucionalización formal, puesto que nace directamente. Por lo tanto, no es poder
propiamente dicho: “prácticamente no es nada”.37 Para otros autores –Esmein, Meyer,
Davin, Izaga– no cabe duda de que la función jurisdiccional debe ser considerada como
independiente de la ejecutiva y ejercida por un órgano diferente. En primer lugar, esa
autonomía es consecuencia natural del principio de la división del trabajo y de la
especialidad técnica que la función misma reclama. Pero hay más, como expresa Meyer:
“Puesta la vista tan sólo en la justicia, sin acepción de personas ni de intereses, debe dar, o
estar en situación de dar, sus fallos con entera libertad, imparcialidad e independencia. Y
esa situación de independencia no la encuentra sino fuera de la esfera en que vive y se
mueve la actividad ejecutiva, libre de los halagos y de sus coacciones, de sus influencias
políticas y partidistas”.38

Por encima de las controversias doctrinarias, lo cierto es que en la actualidad la autonomía


del poder judicial, es decir, su ejercicio por órganos distintos e independientes de los
órganos que ejercen las otras dos funciones, es un verdadero postulado del Derecho
Político, disciplina que considera esta independencia como un principio integrador básico
del concepto Estado de Derecho. Por lo demás, así lo ha consagrado la mayoría de los
textos constitucionales contemporáneos.39 Debemos agregar, como se pormenorizará más
adelante, que dentro de algunos sistemas constitucionales, el órgano jurisdiccional cumple
el importantísimo rol de supervigilar la constitucionalidad de las leyes, esto es,
salvaguardar el principio de la supremacía constitucional. Respecto a la organización del
órgano jurisdiccional, en los diversos textos constitucionales existe cierto consenso de que
deben observarse las siguientes prescripciones: Los tribunales de justicia han de estar
distribuidos en el ámbito territorial del Estado en número y proporción suficientes para el
acceso viable de todos los ciudadanos. Estos tribunales deben ser autónomos e
independientes en su respectiva esfera y demarcación territorial. Pero están unificados, no
sólo por la unidad de legislación que aplican, sino por la coordinada subordinación a otros
tribunales de instancias superiores; y, finalmente, a un Tribunal central y supremo,
encargado de dar unidad a la jurisprudencia y de velar por la recta administración de
justicia. Generalmente, las legislaciones optan por establecer tribunales unipersonales en
primera instancia y colegiados para los de segunda y casación. Respecto a la designación de
los miembros de la judicatura, existen tres principales sistemas: a) autogeneración, que,
como lo indica su nombre, supone una total autonomía del órgano jurisdiccional frente a los
otros; b) elección popular (proclamado por la Revolución francesa y puesto en práctica por
diversos estados miembros de los Estados Unidos de Norteamérica); c) nombramiento por
el Jefe del Estado o por el Congreso; d) sistemas mixtos que ofrecen como variantes: 1)
Designación por el Ejecutivo con el consentimiento del Senado (miembros del Tribunal
supremo federal de EE.UU.); 2) por el ejecutivo, a partir de quinas o ternas propuestas por
los tribunales superiores (caso de Chile); y 3) designación por un consejo integrado por
miembros de los tres órganos del poder Estatal (Francia, Italia). Como una forma efectiva
de reforzar el principio de la independencia del órgano jurisdiccional, las constituciones
establecen casi universalmente la inamovilidad judicial. En virtud de ella los miembros de
la judicatura tienen la seguridad de sus cargos, ya que no pueden ser depuestos,
suspendidos ni trasladados contra su voluntad, sino por causa plenamente justificada y
consultada en la ley con antelación. La inamovilidad no obsta, por cierto, a que los jueces
sean responsables en los casos que se acredite incumplimiento o infracción de leyes, por
ignorancia inexcusable, descuido o mala fe. Los sistemas ideados para hacer efectiva esta
responsabilidad son diversos, pero todos ellos coinciden en tomar las debidas prevenciones
a fin de que el principio básico de la independencia de la judicatura no aparezca vulnerado.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, en su artículo 10, considera
como esencial la existencia en todos los países de “un tribunal independiente e imparcial”.

Esta exigencia es otro de los postulados del constitucionalismo clásico y, junto a la garantía
de los derechos individuales, fue elevada a la categoría de verdadero dogma político: “toda
sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de los
poderes determinada, carece de constitución”, expresa el artículo 16 de la Declaración de
los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Sobre el alcance de este principio nos
remitimos a lo ya expresado en el párrafo 23 de la Sección Sexta.

Titularidad del poder constituyente: el pueblo o la nación El Poder constituyente se define


como aquel que tiene capacidad o facultad para establecer o dictar la Constitución. Ahora
bien, existen dos casos principales en que procede el establecimiento de una nueva
Constitución: Cuando nace un nuevo Estado y cuando cae un régimen político como
consecuencia de un quiebre institucional. En ambos casos se plantea inevitablemente el
problema de determinar la titularidad del poder constituyente. Las diversas etapas históricas
resultan ilustrativas sobre el particular. En la Edad Media, la residencia del poder
constituyente no aparece decantada. Ni el Rey, ni la Iglesia, ni los señores feudales podían
atribuirse en forma prioritaria la titularidad de dicho poder. La coexistencia de estos
diversos factores de poder explica el nacimiento de los “pactos o compromisos” entre los
estamentos del mundo medieval. Sin duda, el más comentado por los autores es el
celebrado en 1215, entre los barones y el Rey Juan Sin Tierra de Inglaterra, pacto conocido
más tarde con la denominación de Carta Magna. A partir del Renacimiento, la titularidad
del poder constituyente queda radicada en el Rey. Las Constituciones de esta época son la
emanación directa de la voluntad del Monarca absoluto. “El Estado soy yo”, llegan a decir
aquellos monarcas. Por lo tanto, la Constitución del Estado se identifica con la voluntad del
Monarca, y no existe otro poder constituyente que el que se radica en
su persona. Doctrinariamente, esta posición del poder constituyente fue defendida por
Rodino y, más acabadamente, por Hobbes. Cierto es que este poder absoluto, soberano, este
poder constituyente, titularizado en el Rey, tuvo algunas limitaciones ultratemporales, que
se pusieron de manifiesto a través de las guerras de religión; y algunas limitaciones
procedentes del mundo político, como eran las llamadas leyes fundamentales, a las que
Montesquieu denominaba “cuerpos intermedios”.20 El pueblo como nuevo titular del poder
constituyente aparecerá en Inglaterra a fines del siglo XVII y con caracteres aún más
nítidos en la Declaración de Virginia de 1776 y en la Constitución norteamericana de 1787.
Con la irrupción del constitucionalismo clásico la titularidad del poder constituyente se
desplaza al “pueblo o a la nación”. Es así como en 1787 los norteamericanos declararon:
“Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos… disponemos y establecemos esta
Constitución para los Estados Unidos de América”. En el continente europeo, durante la
Revolución francesa, se difunde en las asambleas y en los documentos la teoría del poder
constituyente popular. En la terminología del derecho político, las constituciones que se
establecen reconociendo la titularidad del pueblo o la nación en el ejercicio del poder
constituyente, se designan como “democráticas”. En Francia la doctrina de la titularidad
popular del poder constituyente fue formulada por el abate Sieyès (“¿Qué es el tercer
Estado?”), a quien corresponde por lo demás haber divulgado la expresión “poder
constituyente”. En el período de la Revolución, los documentos consagran explícitamente
el principio. Thomas Paine condensa en estos términos el espíritu de la época: “Una
constitución no es el acto de un gobierno, sino de un pueblo que constituye su gobierno, y
un gobierno sin una constitución es un poder
sin derecho”.21 Efectivamente, en la época moderna no se concibe ningún poder
constituyente que no se encuentre radicado en el pueblo o en la nación. Por ejemplo, en
todos nuestros ordenamientos constitucionales se hace referencia explícita al pueblo como
fuente originaria del poder constituyente. “Mi objeto en la formación de este Proyecto de
Constitución provisoria –dice O’Higgins en la proclama de 1818– no ha sido el de
presentarla a los pueblos como una ley constitucional, sino como un proyecto que debe ser
aprobado o rechazado por la voluntad general. Si la pluralidad de los votos de los chilenos
libres lo quisiere, este proyecto se guardará como una Constitución provisoria; y si aquella
pluralidad fuere contraria, no tendrá la Constitución valor alguno. Jamás se dirá de Chile
que, al formar las bases de su gobierno, rompió los justos límites de la equidad; que puso
sus cimientos sobre la injusticia, ni que se procuró constituir sobre los agravios de una
mitad de sus habitantes. Por cuanto la voluntad soberana de la Nación, solemnemente
manifestada en el plebiscito verificado el 30 de agosto último, ha acordado…” expresa el
texto promulgatorio de la Constitución de 1925.22 La actual Constitución también hace
referencias al plebiscito efectuado el 11 de septiembre de 1980, en el cual “La voluntad
soberana nacional mayoritariamente manifestada en un acto libre, secreto e informado, se
pronunció aprobando la Carta Fundamental que le fuera propuesta”. Ahora bien, partiendo
del supuesto que el poder constituyente reside en el pueblo o en la Nación, ¿cómo se
manifiesta o expresa su ejercicio en el momento de establecer una nueva Constitución? Una
de las técnicas que tiene mayor aceptación en doctrina es la que propone la función
constituyente a una Asamblea o Convención integrada por representantes elegidos por la
ciudadanía
especialmente para tal efecto. Este cuerpo colegiado desaparece una vez que cumple su
objetivo. Otra fórmula propuesta consiste en someter a consulta popular un proyecto
elaborado por el detentador del poder. Para muchos autores, en este caso, quien ejerce
realmente el poder constituyente es el gobernante que prepara el texto fundamental.
Recordemos que en la génesis de la que habría de ser nuestra Constitución de 1925 se
postuló en un principio por una Asamblea Nacional Constituyente, para optar en definitiva
por el procedimiento de la Consulta plebiscitaria, tomando como base el proyecto
elaborado por la Comisión Consultiva designada por el Presidente Alessandri.23 Por ser el
poder constituyente el que establece o dicta la Constitución, se sigue de ello que él debe ser
anterior, distinto y superior a los órganos que en el código fundamental se establecen y a los
cuales se los faculta generalmente para modificar o reformar la Constitución. Desde los
tiempos de Sieyès se denomina al poder que establece la Constitución “poder constituyente
originario” y a los órganos a los cuales el ordenamiento faculta para efectuar la revisión
constitucional se los denomina “poder constituyente derivado o constituido”. Como ya
hemos explicado, para el constitucionalismo clásico la supremacía del poder constituyente
originario respecto a los poderes constituidos es de la esencia del sistema. Actúan, por lo
demás, con diferencias de tiempo y de funciones. Cronológicamente el originario precede a
los poderes constituidos, pero una vez que ha elaborado la Constitución desaparece del
escenario jurídico –aun cuando permanece latente–, para ser substituido por los órganos
creados. Desde el punto de vista de las funciones, la diferencia es igualmente clara: el poder
constituyente originario no gobierna, sino sólo expide la normatividad fundamental de los
órganos constituidos; éstos, por su parte, deben
actuar en los términos y límites señalados por la ley emanada del constituyente y sólo
podrán modificar la Constitución cumpliendo y ateniéndose al procedimiento previsto por
el mismo texto fundamental. Precisando la diversa naturaleza del poder constituyente
originario y derivado, expresa Carro, “el primero es metajurídico y se suele manifestar en
momentos de revolución, en momentos en que sobre un caos o un desorden se hace
necesario crear un nuevo orden o Constitución política. El poder constituyente originario no
trae causa de las normas constitucionales ni de actuación política anterior. El poder
constituyente originario crea ‘ex novo’ el orden político. El poder constituyente derivativo,
en cambio, trae sus causas de las relaciones u orden político existente con anterioridad; se
suele manifestar a través de alguno de los procedimientos de reforma constitucional que se
regulan dentro de las constituciones. De todas formas el poder constituyente esencial, el
poder constituyente tal y como suele ser reconocido por la doctrina, es el poder
constituyente originario. Este es el poder constituyente que verdaderamente se contrapone a
los poderes constituidos dentro del Estado. El poder constituyente es el que crea el orden
bajo el que va a vivir el Estado. Todo ejercicio del poder ulterior va a ser a través de los
poderes constituidos por este poder constituyente”.24 ¿Tiene límites el ejercicio del poder
constituyente? Nuevamente hay que distinguir entre el poder originario y el derivado o
constituido. En relación con el primero, la doctrina coincide en que en principio él carece
de limitaciones y de actividad. Sin embargo, con mayor análisis se admiten ciertas
limitaciones: a) debe reconocer los derechos fundamentales; b) debe admitir límites
impuestos por el orden o convivencia internacional, y c) no puede negar su propia
titularidad (no podría por ej., traspasarlo a un grupo o a un hombre). En lo que atañe al
poder derivado o constituido, las limitaciones son más netas:
En primer término, toda reforma de la Constitución debe sujetarse al procedimiento en ella
previsto, única posibilidad de que ella tenga validez. Luego, si el texto constitucional
consulta la irreformabilidad de ciertas materias, no es posible la revisión constitucional de
ellas (por ejemplo, reemplazar la forma de gobierno republicano por una monarquía). Una
tercera limitación al ejercicio del poder constituyente derivado que puede aparecer muy
sutil pero que es de extraordinaria relevancia, concierne al respeto que debe tener al espíritu
general de la Constitución. Para pensarlo así debe recordarse que una Constitución
representa un todo normativo orgánico que traduce los valores dominantes en la sociedad.
Si las reformas no atienden a este factor, se suscita el fenómeno que Burdeau denomina
fraude a la Constitución. Cabe puntualizar, finalmente, que las constituciones, junto con
señalar a los órganos capacitados para efectuar su reforma, indican el procedimiento a que
éstos deben ceñirse. Como viéramos al estudiar el principio de rigidez constitucional, los
sistemas ideados son diversos y complejos. En algunos debe elegirse una convención o
asamblea para que se aboque a la tarea (caso de la Constitución chilena de 1828); en otras,
debe existir una ratificación ciudadana (p. ej., Suiza); o bien se encomienda la reforma al
mismo órgano legislativo, pero exigiendo quórum y procedimientos especiales (ver Cap.
XV, arts. 127 y sgtes. de la Constitución de 1980).

CLASIFICACIONES

Descritos los principios que informan la escuela del constitucionalismo clásico, estamos en
condiciones de comprender la distinción entre Constitución material y Constitución formal.
Constitución en sentido material es el sistema de normas –escritas o no escritas; codificadas
o dispersas– que se refieren a la organización fundamental del Estado. El concepto material
de Constitución se define, por consiguiente, por su objeto o materia. El sentido material no
hace relación ninguna a la categoría formal del origen del precepto, sino a que el objeto o
materia reglado sea de importancia fundamental. “La Constitución –dice Jellinek– abarca
los principios jurídicos que designan los órganos supremos del Estado, los modos de su
creación, sus relaciones mutuas, fija el círculo de su acción y, por último, la situación de
cada uno de ellos respecto al poder estatal”.32 Crear y estructurar los órganos supremos del
poder estatal, dotándolos de competencia, es, por lo tanto, el contenido mínimo y esencial
de toda Constitución. En tal sentido, todo Estado está constituido de una manera
determinada, específica y concreta; tiene una manera de ser, un modo de disposición de sus
elementos, una estructura en cuanto todo. La Constitución en sentido material coincide con
el concepto genérico o amplio de Constitución enunciado al iniciar esta Sección. La
Constitución en el sentido formal es el sistema de normas referidas a la estructura del poder
estatal, en cuya elaboración y mantenimiento se han observado las formalidades que
prescribe el constitucionalismo clásico. Se atiende, por consiguiente, a las formas y efectos
que reviste la técnica jurídica. “Sabemos que el constitucionalismo moderno ha codificado
generalmente las normas jurídicas fundamentales del Estado, para conferir la inmutabilidad
y permanencia; el texto escrito y rígido ha sido equiparado a una superley, a una ley de
garantías. La Constitución adquiere, con eso, un carácter emintemente formal; se distingue
de la ley ordinaria, no sólo por su objeto ni por el género de las cuestiones que trata, por su
forma de elaboración”.33 Planteada en estos términos la distinción, se puede concluir que
todo Estado tiene Constitución en sentido material, pero no todos la tienen en sentido
formal. La clasificación puede explicitarse tomando como referencia las constituciones de
Inglaterra y de los Estados Unidos de Norteamérica.
Inglaterra tiene una Constitución material, porque se rige por leyes y convenciones
constitucionales que se refieren a la organización fundamental del Estado, como la ley que
mutiló atribuciones de la Cámara de los Lores (1911) y la que Meció el sufragio universal
(1918), y varias convenciones constitucionales que dan a su sistema político el carácter de
parlamentario. En cambio, no tiene Constitución formal, porque al carecer de un poder
constituyente no existe diferencia entre esas leyes constitucionales y las ordinarias. Por otra
parte, no existe un texto escrito único y de naturaleza orgánica. La Constitución
norteamericana, en cambio, presenta los caracteres de Constitución tanto en sentido
material como formal. En efecto, la Constitución de 1778-89, con las diez primeras
enmiendas, contiene el fondo de la Constitución con su tabla de derechos humanos y la
reglamentación de los poderes. El artículo V de la misma Constitución propone los trámites
necesarios para su reforma, trámites complejos que no son necesarios para la formación ni
modificación de las leyes ordinarias. Consta, además, en un documento escrito,
solemnemente promulgada por el pueblo y es la base de todo el ordenamiento jurídico
norteamericano.34 Otras clasificaciones que habitualmente aparecen en los textos –y a las
cuales nos hemos referido incidentalmente en esta Sección– carecen, a nuestro entender, de
relevancia. En efecto, para el constitucionalismo la Constitución debe ser necesariamente
escrita, rígida y establecida por el poder constituyente, cuya titularidad de ejercicio reside
en el pueblo o nación. Las constituciones no escritas, flexibles y otorgadas sólo podrán ser
consideradas como tales desde el punto de vista material. Conserva interés la clasificación
que se hace entre constituciones breves o sumarias y constituciones desarrolladas. El
problema no es meramente cuantitativo como parecen entender algunos autores. No se trata
del mayor o menor número de capítulos o artículos que tiene el texto constitucional, sino
del aspecto cualitativo, del alcance de las normas. La Constitución breve o sumaria se
limita a regular los aspectos esenciales de las instituciones que establece y encomienda a la
ley ordinaria su reglamentación o complementación. Por el contrario, las constituciones
desarrolladas pormenorizan materias propias de ley ordinaria. Las constituciones chilenas –
con la excepción de la de 1823, “moralista” de Egaña– han sido breves o sumarias. La
doctrina se inclina preferentemente por la Constitución breve o sumaria. Estimamos que la
clasificación entre Constitución escrita y Constitución real es perfectamente válida en su
contenido, pero resulta equívoca en cuanto a la terminología empleada. La alusión a
constituciones escritas como uno de los factores de la contraposición, excluye a cierto tipo
de normas fundamentales, respecto a las cuales también puede originarse la antinomia que
se procura evidenciar. Por tal motivo, estimamos más esclarecedora la distinción entre
Constitución y régimen político. Aun cuando el tema será profundizado en la Sección de los
Regímenes Políticos (tomo II), creemos oportuno trazar aquí un esbozo de este
planteamiento. La premisa fundamental de esta clasificación se traduce en el siguiente
enunciado: la verdadera configuración política de un pueblo no es siempre lo que aparece
en los textos constitucionales. La Constitución tiende a desfigurarse en su aplicación
práctica. “La puesta en marcha de la Constitución produce un cierto orden, el orden
constitucional, que tal vez se separe un poco –o mucho– de la imagen de orden concebida
por los constituyentes, o de la deducida por los exégetas del texto (en el caso de
Constitución escrita)”.35 Las causas que pueden provocar este desfase entre lo que dice el
texto constitucional y la realidad son complejas y, para su adecuada comprensión, es
preciso conocer el rol que en la vida estatal desempeñan las fuerzas políticas. Intertanto,
debemos adelantar que la vida política se nos presenta como un constante fluir que no
puede quedar paralizado por un texto constitucional. De ahí que surja la idea de régimen
como un continuo fluir vital de las situaciones concretas del poder. Se trata, en síntesis, de
visualizar el proceso dialéctico que se origina entre vida y organización, devenir y
estructura. Desde esta perspectiva, Jiménez de Parga define la Constitución como “un
sistema de normas jurídicas, escritas o no, que pretende regular los aspectos fundamentales
de la vida política de un pueblo”. El régimen político –según, el mismo autor– es “la
solución que se da de hecho a los problemas políticos de un pueblo”. Como tal solución es
efectiva, el régimen puede o no coincidir con el sistema de soluciones establecido por la
Constitución. Lamentablemente la mayoría de las veces esta coincidencia está muy lejos de
producirse.
Tipologías

El constitucionalismo, concepto y evolución

Forma de control y justicia constitucional.

Responsabilidad de los gobernantes.

Tendencias constitucionales contemporáneas: El neoconstitucionalismo.

Reforma de la constitución.

Bases de la Institucionalidad

Libertad, igualdad y dignidad de la persona

La familia

Finalidad del Estado y sus límites.

El bien común

La FORMA DE GOBIERNO en la constitución política (republica democrática)

La Forma de Estado Chilena Estado Unitario complejo. La soberanía y sus límites.

Los presupuestos del Estado de Derecho. Los principios de juricidad, transparencia y


probidad.

Los Derechos Políticos.

Los derechos asociados a la nacionalidad:


a) A la nacionalidad
b) A una nacionalidad
c) A una doble o plurinacionalidad.

La nacionalidad Chilena:
a) Fuentes
b) causales de pérdida
c) Excepciones a la igualdad entre chilenos y extranjeros en chile.

Ciudadanía y Derechos electorales:


La calidad de Ciudadano
Derechos que concede la ciudadanía
Derechos de sufragio
Derecho a optar por cargos de elección popular
Demás derechos que conceden la constitución y las leyes respecto de la ciudadanía

Causales de suspensión y pérdida de la ciudadanía


Derechos políticos de los extranjeros residentes que no tengan la calidad de ciudadanos
Libertades y cargas personales a que están afectos los ciudadanos.
Derecho a la autodeterminación de los pueblos.

DERECHO A LA VIDA Y LA INTEGRIDAD PERSONAL

Generalidades: El valor de la vida humana


Derecho a la vida (biológica)
Derecho a la integridad física y psíquica
Derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación
Derecho a la salud.

DERECHO A UNA VIDA DIGNA

Generalidades: El valor de la dignidad de la persona humana


Protección de la vida privada
Inviolabilidad del hogar y de las comunicaciones privadas
Derecho a una vivienda adecuada
Derecho al trabajo y a una justa retribución

DERECHO A LA LIBERTAD O A UNA VIDA LIBRE

Generalidades: El valor de la libertad y de la autonomía personal en nuestro ordenamiento


constitucional.
Libertad de conciencia y libertad de cultos
Libertad personal y libertad de desplazamientos
Derecho a la educación
Libertad de enseñanza
Libertad de expresión
Derecho de reunión y derecho de petición
Libertad de asociación:
Grupos intermedios: partidos políticos, sindicatos etc.
Libertad de trabajo
Libertades en materia económica
Libertad para adquirir bienes y derecho a desarrollar una actividad económica.

DERECHO A UNA VIDA SEGURA O EL DERECHO A LA SEGURIDAD

Generalidades: El valor de la seguridad jurídica.


El derecho a la seguridad individual
El derecho a la seguridad social
El derecho de propiedad
La garantía del art 19 Nº26.

EL PRINCIPIO DE LA IGUALDAD

Generalidades: el valor de la igualdad en nuestro ordenamiento jurídico constitucional.


La igualdad de derechos igualdad en dignidad e igualdad de oportunidades.

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