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andan formulando la misma pregunta ‘¿para qué sirve la filosofía?’”. La definición, claro
está, podría ser más afinada e incorporar matices que perfilaran mejor la idea, aunque fuera
a costa de su contundencia. Así, también se podría enunciar esto mismo —intentando el
difícil ejercicio de mirar de reojo al mismo tiempo a Jorge Luis Borges y a Thomas S. Kuhn—
con más palabras: “filósofo es alguien tenido por tal en su sociedad, que, en cuanto alcanza
un determinado nivel de notoriedad pública y/o visibilidad, empieza a recibir
sistemáticamente la pregunta ‘¿para qué sirve la filosofía?’”. Nada sustancial cambiaría en
la versión extendida, fuera de que, tal vez, haría algo más comprensible el contenido de lo
que se estaba intentando expresar.
Posiblemente no constituya una definición de una gran potencia heurística, esto es,
posiblemente no sirva para avanzar en el conocimiento, descubrir aspectos insospechados
de los asuntos que nos conciernen o proporcionar soluciones de ningún tipo a nuestros
problemas más importantes, pero sí posee un cierto valor descriptivo, como lo prueba el
simple hecho de que sin duda los profesionales de esto se reconocerán en la experiencia de
haber sido reiteradamente preguntados en el sentido indicado. Y ya se sabe que con una
buena descripción tenemos buena parte de nuestras dificultades teóricas resueltas o, por lo
menos, bien encaminadas hacia su resolución.
Constatemos por lo pronto que, a pesar de su apariencia, la pregunta (en cualquiera de sus
dos versiones) está lejos de ser obvia o trivial. Ni al más bisoño de los periodistas se le
ocurre preguntarle al físico nuclear para qué sirve la física, al médico para qué sirve la
medicina o al arquitecto para qué sirve la arquitectura. Y si alguien objetara que los
ejemplos seleccionados son tendenciosos (y, en la misma medida, irrelevantes) porque en
esos casos la aplicación práctica de tales saberes resulta absolutamente evidente,
podríamos replicar aportando ejemplos del ámbito de las humanidades que parecen apuntar
en la misma dirección. No se le acostumbra a preguntar al historiador para qué sirve la
historia, al novelista para qué sirven las novelas o al músico para qué sirve la música.
Pero no nos quedemos en la mera perplejidad y ensayemos alguna hipótesis, aunque sea
modesta, para intentar avanzar un poco. Podría ser que, en realidad, lo que estuviera
significando la pertinaz pregunta no fuera tanto lo que manifiestamente declara como lo que
subyace y no termina de enunciar, que quizá se parece más a esto otro: ¿qué hemos de
hacer con la filosofía? Porque, con independencia de que, por ejemplo, el artista a menudo
se soliviante y se rebele contra el uso (mercantil, especulativo, ornamental o como símbolo
de prestigio) que la sociedad de consumo hace de sus obras, lo cierto es que ésta parece
que sabe qué hacer con ellas (de ahí que no se le interrogue al autor por dicha cuestión),
mientras que la pregunta por la que empezábamos este papel parece indicar lo contrario
respecto a los filósofos.
Ahora bien, que nuestra sociedad no sepa muy bien qué hacer con la filosofía en absoluto
constituye una prueba de que no quepa hacer nada con ella, sino más bien de nuestra falta
de destreza al respecto. O, formulando el asunto algo menos en general, el hecho de que
nuestra sociedad sea incapaz de considerar de interés ninguna actividad que no esté
directamente relacionada con la producción de beneficio económico revela una severísima
limitación conceptual, un radical empobrecimiento de los imaginarios colectivos
hegemónicos, empobrecimiento que probablemente nadie expresó con mayor certeza que
Antonio Machado en sus Proverbios y Cantares al escribir que “todo necio confunde
valor y precio”.
Planteo la cosa de manera tan general porque si vemos, por mencionar una cuestión bien
específica, las reformas previstas por el Ministerio de Educación en la futura LOMCE (más
conocida como ley Wert), reformas que debilitan severamente la presencia de la filosofía en
los planes de estudio de secundaria, comprobaremos que forma parte de la misma ofensiva
que en otros ámbitos, como el de la sanidad, está dando lugar a efectos directamente
escandalosos en muchos casos. ¿O es que se le ocurre a alguien mejor representante de la
necedad a la que aludía el gran poeta sevillano que el ministro de Finanzas japonés Taro
Aso, quien, en una reunión del comité nacional de reformas de la seguridad social de su país,
llegó a animar a los ancianos que padecen enfermedades que requieren costosos
tratamientos a darse prisa en morir? (aunque, por cierto, no se termina de ver por qué razón
no hubiera debido, siendo consecuente con la argumentación, animar también en idéntico
sentido a cualesquiera enfermos incurables, fuera cual fuera su edad).
Que no distraiga la dureza del ejemplo: a fin de cuentas, son muchos los que hoy en día se
sirven de la misma lógica que la del ministro japonés, aunque consigan pasar más
desapercibidos por utilizarla a otra escala. Pero no razonan de manera realmente diferente,
pongamos por caso, todos los responsables sanitarios de nuestro país que están
convencidos de que es más importante cuadrar las cuentas que velar por la salud de los
ciudadanos. O que opinan, regresando al tema que nos ocupa, que seguir hablando de la
necesidad de educar ciudadanos libres y críticos, de transmitir adecuadamente la
herencia recibida o de cuidar del legado cultural del que somos hijos constituye una
pérdida de tiempo, mera cháchara irrelevante frente a la urgente necesidad de
adecuación al mercado de trabajo, que es lo único que parece importarles.
Es cierto, no hay por qué ocultarlo, que la propia filosofía lleva toda su historia
preguntándose por la naturaleza del quehacer filosófico, hasta el punto que,
recuperando —levemente desplazada—- la consideración inicial, ha llegado a ser definida
como ese discurso que se caracteriza por preguntarse permanentemente por su propio ser.
Pero quienes interpretaran semejante pertinacia en la pregunta como un indicio de la
esterilidad de lo filosófico en cuanto tal, extrayendo la conclusión de que un saber que ni
siquiera es capaz de definirse a sí mismo no se encuentra en condiciones de preguntarse por
nada más allá de sus propios límites, errarían por completo. Porque el hecho de que a lo
largo de su historia los filósofos no hayan proporcionado siempre idéntica respuesta nos está
indicando que en la presunta permanente pregunta resuena el tiempo en el que se plantea.
No se trata de entrar ahora a debatir si existen las cuestiones eternas, inamovibles, aquéllas
que, por evocar al clásico, los hombres se plantearán siempre a pesar de saber que no
tienen respuesta. Se trata más bien de señalar que la grandeza de la filosofía no pasa
por estar por encima de la historia, sino por hacerse cargo de ella. El vértigo que nos
produce constatar que pensadores de los que nos separan más de veinte siglos se
asombraban ante parecidas cosas ante las que nos seguimos asombrando nosotros hoy no
indica que ellos sobrevolaran su propio tiempo o que anticiparan, casi proféticamente,
nuestras preocupaciones actuales, sino que nos hace saber del profundo calado de aquello
que activaba su pensamiento.
Miremos la cosa, en fin, desde este lado: que la filosofía sea capaz de preguntarse con
radicalidad incluso por su propio ser es una clara muestra de que la esencia última de
su actividad es ponerlo todo —absolutamente todo— en cuestión. Es para eso —con
otras palabras, para ser capaz de recelar incluso de la pregunta, solo en apariencia inocente,
por la utilidad— para lo que sirve la filosofía. Probablemente resida aquí la clave para
entender la sustancia del permanente acoso a que se ve sometida. Pregúntense quién
puede considerar que conviene poner en sordina un discurso como el filosófico, que
no deja nada sin cuestionar, y tendrán la respuesta. ¿Me sigue, ministro?
Dentro de cada crío hay un filósofo en potencia; la cuestión es cómo sacarlo a la luz
Para ayudar a reflexionar a los más jóvenes llegan libros como 'El niño filósofo', de Jordi
Nomen, un manual para enseñar a pensar
¿Por qué se acaba la vida? ¿Cómo es posible que existan los números si no podemos
tocarlos? ¿Qué ocurre cuando uno muere? ¿Es posible demostrar si existe o no existe Dios?
¿Cómo sabemos que los perros no piensan? ¿Todos estamos al corriente de lo que está
bien y de lo que está mal?
«Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres», sentenció Pitágoras
hace ya unos 2.500 años. Sin embargo, la Filosofía, la disciplina que precisamente enseña a
pensar, a cuestionar, a sacar conclusiones, a aplicar respuestas críticas a los problemas
cotidianos y, en definitiva, a vivir de forma reflexiva no sólo se encuentra cada vez más
arrinconada en los planes de estudio. Durante mucho tiempo incluso ha estado vetada a los
más pequeños.
Ese saber que juega un papel fundamental a la hora de formar a ciudadanos comprometidos,
con juicio propio y que no sean idiotas (los griegos llamaban idiotés a quienes no
participaban en los asuntos públicos y carecían de pensamiento crítico) tradicionalmente ha
sido considerado como una materia demasiado abstracta y demasiado obtusa para los críos,
una forma de conocimiento apta sólo para las mentes plenamente desarrolladas de los
adultos. El suizo Jean Piaget, famoso por sus estudios sobre la infancia, consideraba por
ejemplo que hasta los 11 o 12 años los niños no eran capaces de desarrollar el pensamiento
crítico.
Lipman había sido profesor en la Universidad de Columbia y se había percatado de que sus
estudiantes eran capaces de recitarle de carrerilla toda la historia de la Filosofía, pero sin
embargo no eran capaces de filosofar. Así que llegó a la conclusión de que debía ser en el
colegio donde se aprendiera a pensar, a preguntarse sobre cuestiones filosóficas y a formar
juicios razonables. Si no, sería demasiado tarde.
Ese convencimiento le llevó primero a crear unos cuentos filosóficos para niños de 11 y 12
años cuyo objetivo era enseñarles a ser críticos, estimularles a hacerse preguntas y a
tratar de respondérselas. Durante un año, Lipman estudió el efecto de esas lecturas en los
alumnos de escuelas públicas de Montclair, en Nueva Jersey. El resultado mostraba que los
beneficios de filosofar se veían reflejados en todas las áreas del conocimiento. Porque, en
palabras del propio Lipman, «la Filosofía es por excelencia la disciplina que plantea las
preguntas genéricas que pueden servirnos de introducción a otras disciplinas y
prepararnos para pensar en las demás disciplinas».
Philosophy for children se fue ampliando poco a poco, con nuevos libros para enseñar a los
críos a filosofar y también con manuales para los profesores en los que se les explicaba
cómo poner en práctica el proyecto. En vista de sus exitosos resultados, en 1986 el
Departamento de Educación de Estados Unidos reconoció los beneficios de Philosophy for
children, y desde entonces lo subvenciona. Hoy, el proyecto de Lipman está presente en 40
países.
A esa peliaguda cuestión trata de responder El niño filósofo, un delicioso libro firmado por
Jordi Nomen, profesor de Filosofía y uno de los cerebros detrás de la escuela Sadako de
Barcelona, uno de los centros educativos más influyentes e innovadores de España. El libro,
publicado por la editorial Arpa, es un manual práctico para ayudar a padres y educadores a
enseñar a filosofar a críos de entre 9 y 12 años.
«Es necesario enseñar a los niños a filosofar. De ese modo aprenderán a pensar, podrán
construir un mundo mejor, participar activamente en un proyecto común, podrán ser
ciudadanos activos y comprometidos, capaces de separar la verdad de la mentira en
estos tiempos en los que resulta difícil, en estos tiempos de falsas promesas. Para contribuir
al bien común, tenemos que poder pensar de manera lúcida y creativa, filosófica. Y eso es
algo que o se aprende en edad escolar o no se aprende», asegura Jordi Nomen.
Uno de los modos de enseñarles a filosofar es devolverles algunas de esas preguntas con
las que con frecuencia acribillan a los mayores. Por ejemplo, ante un «papá, ¿qué sentido
tiene vivir sabiendo que al final todos vamos a morir?» se puede responder con «¿tú por qué
crees?» y, a partir de ahí, establecer un diálogo. Pero Nomen apuesta, sobre todo, por tres
herramientas para enseñar a los niños a reflexionar: los cuentos, los juegos y el arte.
Evidentemente, los adultos deben simplificar su lenguaje al enseñar a los niños a filosofar.
«Pero eso no significa obviar el rigor y la precisión», señala Nomen, subrayando que también
es necesario que sean los propios niños los que descubran los presupuestos de las ideas y
lo que implican. Y, para ello, es imprescindible que los adultos adopten una posición neutral y
dejen a los críos expresarse libremente. Pero vigilando siempre que los pequeños sean
respetuosos con las ideas de los demás.
El problema es que no basta con que los padres y educadores tengan espíritu crítico para
poder enseñar a filosofar a los niños: deben ellos mismos ejercitarse en esa práctica, saber
hacer las preguntas adecuadas.
El niño filósofo es, en ese sentido, un libro enormemente útil y práctico. Nomen pone a
disposición de padres y educadores un total de 12 grandes preguntas que a lo largo de la
historia 12 grandes filósofos occidentales se han planteado, incluyendo la respuesta que
daban a las mismas. Platón nos adentra por ejemplo en la duda trascendental de si
debemos actuar con la cabeza o con el corazón. A través de Séneca, podemos explorar si
hay que tener miedo a la muerte. Qué es el mal encuentra respuesta en Hannah Arendt. Y
de la mano de Nietzsche se puede comprender el valor de la creatividad.
Pero Nomen no sólo ofrece esas 12 preguntas trascendentales y la respuesta que a cada
una de ellas da un importante filósofo. También brinda un cuento con el que poder explorar
junto a los niños todas esas cuestiones y las pautas para, a partir de ahí, poder establecer un
diálogo con ellos, chivándoles algunas de las preguntas que pueden dirigir a los pequeños
para hacerles pensar.
Para adentrarse, por ejemplo, en el pensamiento de Erich Fromm, Jordi Nomen da la vuelta
al cuento de Caperucita roja y lo transforma en un relato maravilloso: La historia de
Caperucita contada por el lobo, en la que el animal denostado durante generaciones y
generaciones por fin cuenta su versión de los hechos y se presenta a sí mismo como víctima
en lugar de como agresor. Ese cuento al revés sirve para plantear a los críos cuestiones
como «¿por qué crees que la versión del lobo no ha llegado hasta ahora y la de Caperucita
sí?» o «¿cómo se construye la verdad?».
Nomen también ofrece un juego y una actividad artística para proponer a los niños,
relacionados los dos con el tema que se está tratando. Y así con cada una de las 12
cuestiones, con cada uno de los 12 filósofos que propone.
El caso es que filosofar en tiempos de internet y de redes sociales, cuando todo son
distracciones, se ha convertido en algo muy complicado. «Filosofar ahora es más difícil
que nunca. La actitud filosófica, el diálogo filosófico, exige prestar atención al otro,
tiempo para reflexionar, para pensar, para profundizar. Y en esta sociedad de la
inmediatez, de lo rápido, eso cada vez resulta más y más difícil», asegura Nomen, quien,
como jefe del departamento de Humanidades de la escuela Sadako, tampoco oculta su
indignación ante el relego cada vez mayor de la Filosofía en los planes de estudio.
«Me da la sensación de que algunos no quieren que pensemos por nosotros mismos,
no quieren que seamos capaces de descubrir las mentiras y las falacias. Y la mejor
manera de lograrlo es arrinconando las asignaturas de tipo humanístico, la Filosofía, pero
también la Historia, la Literatura... Esas son materias que deben estar en el currículo porque
nos hacen mejores ciudadanos», sentencia.
El texto se divide en cinco capítulos: Filósofos de la Antigüedad (700 a.C. – 250 d.C.),
Filósofos de la Edad Media (250-1500), Filósofos de la Razón (1500-1750), Filósofos de la
Revolución (1750-1900) y Filósofos del Siglo XX. En total repasamos (brevemente) el
pensamiento de 56 filósofos, desde Tales de Mileto hasta Michel Foucault. Además, nos
ayudamos de un gráfico realizado por VENTURA (este gráfico G1042018) que podéis abrir
en otra pestaña, porque nos será muy útil para nuestro recorrido.
Los primeros filósofos trataron de entender el origen del mundo en el que vivían. Se
interesaron por la infinidad de la cosmología, la perfección de la geometría y por la
composición de la naturaleza. Para aproximarse a la reflexión sobre el origen del Universo
plantearon el concepto arché (arjé), que hacía referencia a ese elemento desconocido que
era la base de todas las cosas y componía en última instancia todo el Universo. El arché era
la sustancia primigenia, el elemento esencial del que estaba compuesto el mundo físico. Los
filósofos griegos propusieron distintas respuestas ante la pregunta de qué era el arché.
Además de esta búsqueda infructuosa, también abordaron otros temas como la naturaleza
(physis) -especialmente los presocráticos-, o la política y la antropología.
Tales de Mileto (624 a.C. – 546 a.C.)
En su Metafísica, Aristóteles (384 a.C.- 322 a.C.) escribe que Tales de Mileto fue el primer
filósofo. Nacido en la polis de Mileto, en la costa de la actual Turquía, Tales viajó por Egipto y
aprendió geometría. Entre sus aportes matemáticos más importantes está el
famoso Teorema de Tales. En cuanto a su obra filosófica, pese a no conservarse ningún
texto suyo, se sabe -por otros autores que escribieron sobre él- que Tales consideró el agua
como el elemento primigenio del mundo y del Universo. Para Tales el arché era el agua,
porque era algo a partir de lo que se podía formar todo lo demás, era esencial para la vida,
capaz de provocar movimiento y transformación. Por su búsqueda de la verdad a través de la
razón, superando las historias o mitos que se contaban en la época, se considera a Tales de
Mileto el primer filósofo. Como curiosidad, se dice que midió la altura de la Pirámide de
Keops.
No se sabe mucho de la vida de Pitágoras, pero se cree que estuvo en contacto con la
Escuela de Mileto -de la que habían formado parte Tales, Anaximandro y Anaxímenes tan
sólo una generación antes- y que viajó a Egipto y allí aprendió geometría. Estas influencias
hicieron que su aproximación a la filosofía fuera desde una perspectiva matemática. Sin
embargo, en Pitágoras sorprende encontrar a un hombre profundamente religioso y creyente
en todo lo relacionado con el alma y la reencarnación. Es famoso por haber fundado la
Escuela Pitagórica, una especie de secta religiosa formada por los llamados pitagóricos,
estudiosos de la obra de Pitágoras y adoradores del personaje. El filósofo creó todo un culto
religioso alrededor de su propia figura, y sus seguidores entendían las ideas de su maestro
como revelaciones místicas. Pitágoras era un científico místico que no encontraba
contradicción en su filosofía. También se atrevió a dar solución al problema del arché, y
propuso que el elemento primigenio del cual estaba compuesto el Universo eran los
números.
Heráclito (540 a.C. – 480 a.C.)
Tratando de superar lo estático de sus predecesores, Heráclito apostó porque el arché era
una sustancia en constante cambio y transformación. Usó la metáfora del fuego y por eso
algunos interpretan que, para Heráclito, el arché era el mismo fuego. En realidad lo que
quería transmitir este filósofo nacido en Éfeso era la idea de que en el Universo existía un
constante cambio que, sin embargo, se mantenía en equilibrio: el día y la noche, el calor y el
frío… Heráclito llamó a esa ley universal logos, una especie de razón superior que ordenaba
el Universo.
Uno de los pluralistas fue Empédocles, que señaló al agua, la tierra, el aire y el fuego como
los cuatro elementos esenciales que componían todas las cosas. El arché pasaba de ser una
única sustancia (monismo) a poder estar formado por varias (pluralismo). Los cuatro
elementos que identificó Empédocles como sustanciales estaban en constante movimiento y
mezclándose. Además, Empédocles habló de el Amor y la Discordia como fuerzas motoras
del ser, fuerzas de atracción y repulsión.
Otro pluralista fue Anaxágoras, que habló de una serie de semillas que formaban el mundo
físico. Trataba así de explicar la pluralidad de formas en el mundo, ya que estas semillas de
las que hablaba eran partículas elementales de muy diferente naturaleza. Además de esta
explicación, Anaxágoras introdujo el concepto de nous, con el que intentó dar forma a la
inteligencia, que según él era un fluido que se filtraba en el interior de la materia y la dotaba
de movimiento.
Junto con su maestro Leucipo, Demócrito planteó que el misterioso arché era en realidad una
enorme cantidad de átomos, sustancias indivisibles. Así pues, el Universo no estaba formado
de una sola sustancia, sino de millones de partículas inmutables y diminutas. Demócrito
las llamó atomos, literalmente: indivisible. Además, aportó una interesante idea relacionada
con el vacío que había entre los átomos, de manera que en el Universo sólo existían átomos
y vacío, nada más. Y nada menos. Esta corriente, denominada atomismo, fue la primera
visión mecanicista del Universo.
Famoso por vivir como un vagabundo, Diógenes consideraba que la pobreza era una virtud,
ya que la verdadera virtud es la supresión de necesidades. Algo sólo al alcance de los más
sabios. Él sin duda era muy sabio: vivía únicamente con un manto, un zurrón y un báculo.
Llevó una vida natural e independiente de los “falsos bienes” de los que gozaba la sociedad
convencional. Diógenes pensaba que los dioses habían dado al hombre una vida fácil, pero
que este se encargaba de complicarla. La filosofía de Diógenes era denunciar lo
convencional, liberarse de los deseos y reducir al mínimo las necesidades. En la actualidad
hay un síndrome psiquiátrico que lleva el nombre de Diógenes, y que hace referencia a
personas que sufren aislamiento social (voluntario), abandono personal y acumulación de
basura.
Zenón de Citio no debe confundirse con el filósofo presocrático Zenón de Elea. El Zenón
original de la polis de Citio, en la isla de Chipre, es más importante por haber sido el fundador
de la corriente filosófica del estoicismo. Zenón fue seguidor de las ideas de Diógenes, y por
ello creía en vivir una vida sencilla. Además, defendía dos ideas importantes: que el Universo
estaba gobernado por leyes naturales hechas por un “legislador supremo” y que el hombre
no podía hacer nada para cambiar esa realidad. Aun así, Zenón creía que los individuos
tenían libre albedrío para decir qué tipo de vida llevar, y proponía que lo más adecuado era
vivir en armonía con la naturaleza. El estoicismo tuvo mucha influencia en la sociedad y
política del Imperio Romano.
Con Cicerón llegamos al primer gran filósofo romano. Como vemos en el gráfico G1042018,
la decadencia de las polis griegas y el crecimiento de Roma hizo virar el centro político,
cultural y social desde Atenas hacia la Península itálica. Los años dorados de los pensadores
griegos habían terminado. Cicerón filosofó sobre temas sociales como la amistad, la
felicidad, la vejez o la sabiduría, sobre temas políticos como la autoridad o la dictadura, sobre
oratoria y retórica, y también sobre justicia. Fue uno de los abogados más reconocidos de
Roma, y ha pasado a la historia como un gran escritor, maestro del estilo epistolar, y por
haber introducido el conocimiento de las escuelas de pensamiento helenas en la filosofía
romana.
Nacido en Córdoba, capital de la Provincia Bética de la Hispania romana, Séneca fue uno de
los más fervientes seguidores del estoicismo. Además de su importante carrera como político
-ocupó los cargos de senador, ministro, pretor, cuestor… y fue tutor y consejero de Nerón- y
escritor -autor de tragedias como Medea-, Séneca ha pasado a la historia como un influyente
moralista, autor de varios ensayos dedicados a fortalecer psicológicamente a los individuos,
a través de virtudes como la entereza, la voluntad, la fortaleza, la no resignación… etc. Su
pensamiento estoico le llevó a fijarse en la naturaleza y a tratar de controlar las
perturbaciones de la vida. La clave estaba en superar las necesidades materiales y guiarse
por la razón. Séneca pretendía ayudar a cada individuo a encontrarse a sí mismo, paso
previo necesario para encontrar la felicidad y la verdad. “Nadie que viva al margen de la
verdad puede ser feliz”, creía. Su pensamiento fue recuperado por filósofos medievales como
San Agustín, o más adelante por otros como Erasmo de Rotterdam.
Moralista estoico como Séneca, Epicteto no vivió entre políticos ni Emperadores, sino que
pasó una gran parte de su vida como esclavo. Su filosofía se basa en la práctica, más que en
la teoría, y no dejó obra escrita. Trató de ayudar a la gente a vivir correctamente, y aseguró
que la filosofía no es un fin en sí mismo, sino un medio necesario para aprender a vivir
conforme a la naturaleza.
Pese a ser uno de los Emperadores romanos más famosos y queridos, Marco Aurelio dejó
además una importante obra filosófica. Como buen romano era estoico, y siguió las
enseñanzas de Séneca. Escribió las famosas Meditaciones, una compilación de reflexiones
en doce tomos distintos en las que habla sobre la condición humana, el universo, la
moralidad, los valores… Toda la obra está cargada de melancolía e impotencia por no poder
cambiar la irracionalidad con la que actúan los hombres.
La ciudad de Alejandría era en esos años el mayor centro intelectual del mundo. Allí estudió
Plotino antes de trasladarse a Roma, llevando consigo una nueva corriente: el
neoplatonismo, una variante de la doctrina de Platón. Plotino creía en la reencarnación del
alma, y también que ésta era inmortal. Si Anaxágoras habló del nous o Platón de las Ideas,
Plotino señaló al Uno como fuente indefinible de todas las cosas. Ese Uno se situaba en la
parte superior de todo, estaba por encima de todo, y era una sola cosa. No es difícil imaginar
por qué el pensamiento de Plotino fue muy importante en el desarrollo y afianzamiento del
cristianismo, religión que en esos momentos se estaba arraigando en la sociedad del Imperio
Romano.
Filósofos de la Edad Media (250 – 1500)
Durante los tres primeros siglos del Segundo Milenio la corriente filosófica predominante fue
el neoplatonismo, que como hemos visto con Plotino hablaba del alma, de la inmortalidad, la
reencarnación y de “el Uno“, el ser supremo del que emanan todas las cosas y la inteligencia.
Es sin duda una buena base filosófica sobre la que construir el cristianismo. Los cristianos
habían sido perseguidos en el Imperio Romano desde el siglo I (entre los años 64 y 68 d.C.
el Emperador Nerón realizó importantes persecuciones). Hay que comprender que en esa
época los cristianos eran grupúsculos de personas que se reunían para adorar a una serie de
santos y seguir a un tal Jesucristo, que había muerto hacía tan sólo unas décadas (en el año
33 d.C.). Funcionaban como una secta. Ese cristianismo oculto y perseguido nos ha quedado
a través de la pintura prerrománica, que repasamos en el primer capítulo de Historia de la
Pintura.
En el año 313 los cristianos pudieron salir de las catacumbas y de sus escondites y practicar
su religión sin miedo, pues el Emperador Constantino I proclamó la libertad religiosa en el
Imperio. Desde esa histórica fecha, el cristianismo no hizo sino crecer. Se convirtió en una
doctrina atractiva para la gente y ganó rápidamente muchos adeptos, también entre las
clases gobernantes. En el año 529 se ordena el cierre de la Academia fundada ochocientos
años antes por Platón, por ser un centro de difusión del paganismo. El edicto de ese año
promovido por Justiniano prohibía además la enseñanza de la filosofía griega. Durante los
primeros mil años de cristianismo no encontramos tantos filósofos como en la Antigüedad, de
hecho hay un vacío entre San Agustín y San Anselmo de 600 años en el que no hay avances
en filosofía ni filósofos destacados. Fueron largos años de oscuridad durante la Alta Edad
Media en los que los monjes, en sus monasterios, trataban de integrar la antigua filosofía
griega con la doctrina cristiana. La escolástica fue la orientación filosófica que predominó, sin
pretender dar respuesta a preguntas como “¿Existe Dios?” o “¿tiene el hombre un alma
inmortal?”, sino buscando explicaciones que justificaran el creer en Dios y en el alma
inmortal.
El primer gran filósofo cristiano es San Agustín, aunque durante su vida el Imperio Romano
de Occidente siguió existiendo (a duras penas: caería en el año 476). En su filosofía San
Agustín nunca puso en cuestionamiento la existencia de Dios, pero sí reflexionó sobre cómo
era posible que, siendo Dios un ser bueno y todopoderoso, hubiera podido crear un mundo
en el que estuviera presente el mal. El mal fue el tema sobre el que filosofó San Agustín, y lo
hizo siguiendo el pensamiento de Platón (el neoplatonismo era la única corriente filosófica
vigente en esa época). La clave de la existencia del mal en un mundo creado por un Ser
bueno era el libre albedrío de las personas. Dios había creado seres humanos racionales,
con capacidad para decidir su propia conducta. Era por ello que algunos individuos actuaban
con maldad. No por culpa de Dios, sino por voluntad propia. Es interesante la reflexión que
hace San Agustín de que, en un mundo sin mal, los seres racionales no seríamos libres de
decidir nuestras conductas. Mientras los no creyentes pueden encontrar en el mal una
prueba de la inexistencia de Dios, San Agustín lo utiliza como una explicación para
demostrar justamente lo contrario.
Tuvieron que pasar nada más y nada menos que seiscientos años para que el cristianismo
diera otro gran filósofo. Anselmo de Canterbury (canonizado como San Anselmo en el año
1494) se empeñó en demostrar la existencia de Dios de manera argumentada. Planteó una
ingeniosa manera de conseguirlo. Sólo hace falta aceptar dos premisas (fácilmente
aceptables): que Dios, de existir, es un ser superior a todos los demás, que no hay nada más
grande; la otra premisa es que la existencia es superior a la no existencia, es decir, aquello
que existe es más importante que lo que no existe. Con estas dos ideas se plantea el
argumento ontológico de San Anselmo, que se puede representar de la siguiente manera: