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Violencia Juvenil, ¿qué les estamos transmitiendo a nuestros jóvenes?

Los últimos días hemos sido testigos por redes sociales de penosos episodios de violencia juvenil,
en que se ven involucrados jóvenes que solucionan sus problemas mediante la violencia. Como si el
hecho no fuera lo suficientemente duro en sí, cobra relevancia mediática cuando se “viralizan” en
forma espectacular en las portadas y redes sociales. Pero, sintomáticamente, luego de la irrupción
mediática la noticia desaparece como si sólo se tratase de un hecho aislado y no de una práctica
habitual.

La compleja realidad de la violencia juvenil afecta, según diversos estudios, a aproximadamente un


7% de nuestros niños y jóvenes. Si bien “no es algo dramático” en términos estadísticos, sí debería
preocupar que se registre de manera solapada y constante según hemos visto en redes sociales.
Tratar de negar eso, es no hacerse cargo de la raíz del problema, porque la violencia sí tiene
legitimidad entre los jóvenes y obviar esta realidad lleva al fracaso de cualquier intento de solución.
Poner el tema en cuestión es un imperativo para cambiar conductas y modificar una práctica abusiva
que finalmente redunda en toda la cultura.

La violencia juvenil se da en distintas formas, pero en todas ellas hay un mínimo común denominador:
la intención de hacer daño al otro. Se trata de desconocer al otro como un “legítimo otro en la
convivencia”, lo cual provoca la discriminación y luego da paso a la violencia. Es importante tener en
cuenta que el abuso se da en una tríada que está compuesta por un agresor, una víctima y la
audiencia que valida al agresor, con su presencia en el acto violento y con su silencio cómplice ante
los adultos.

Hoy se pueden definir a lo menos cinco tipos de violencia: la verbal, con la intención de insultar; la
más dañina, la sicológica pues corrompe la dignidad de los sujetos y los derrumba emocionalmente;
la física, no como juego, sino con voluntad de dañar; la delictual, que va desde el robo hasta la
utilización de armas para ejercer la fuerza, y el bullying, que es el hostigamiento sostenido a un sujeto
por parte de un agresor y con la venia del grupo que participa de manera “pasiva”, alentando el hecho
y validando al agresor. En estos la tecnología juega un rol predominante pues tanto en Internet como
en otros medios audiovisuales, los otros agresores (quienes comparten los videos y comentan) se
escudan en el anonimato para dañar emocionalmente al agredido, sin embargo, en este drama, todos
quedan dañados.

Considerar de manera efectiva el abuso en la escuela pasa por realizar una adecuada observación,
porque se corre el riesgo de banalizar este hecho al considerar que todo es bullying. Si todo fuera
bullying finalmente nada o todo sería maltrato y —por lo mismo— la credibilidad del agredido será
otra vez cuestionada. Por ello es preciso establecer parámetros concretos y tener un conocimiento
de los modos en que se relacionan los jóvenes en la escuela, conocer y comprender sus códigos que
son múltiples, diversos y cambiantes; quienes realizan un acto de violencia quieren mandar un
mensaje y es necesario percibir esto.

Por otro lado, hay otro grupo que a mí me preocupa enormemente y que es el peor en términos de
pronósticos. Me refiero, al grupo que efervescente presencia impávido la agresión sin atreverse a
defender a la víctima por temor a ser víctima. Sus miembros están aprendiendo a no ser solidarios y
a sumarse siempre al más fuerte, en la misma dinámica cultural que prima hoy, en la del éxito y la
ley del más fuerte. Lo que es muy preocupante en términos valóricos.

¿EN QUÉ CULTURA ESTAMOS?


¿En qué cultura estamos?¿Cuáles modelos y valores sociales y culturales les estamos transmitiendo
en la realidad cotidiana a nuestros hijos?

Basta ver el grado de violencia que hay en las calles, cualquiera que viaje en auto sabe de eso. Es
algo cotidiano que tal vez ni siquiera advertimos, pero esas actitudes transmiten valores. Y el mensaje
para los jóvenes es que gana el más violento y que es legítima esa violencia.

La violencia es percibida por el 65% de los alumnos en Chile como algo legítimo, según la encuesta
de la UAH realizada en 2005. Y este es un punto central. Las respuestas de quienes reconocen
observar violencia están presentes en porcentajes variables, en un rango que va desde un 80% en
los colegios más difíciles y de mayor violencia, a un 49% en los colegios más “pacíficos”.

Si el alumnado cree que la violencia es un hecho legítimo, cualquier política nacional que se desarrolle
para menguar esta realidad, debe considerar este dato y no puede limitarse a llamar a la convivencia,
porque sencillamente esas serán sólo palabras y el discurso no servirá de nada. En esto se da una
dinámica parecida a la cárcel, donde el sujeto no quiere ser pasado a llevar y aplica, como en el
fútbol, que la mejor defensa es el ataque. En un ambiente violento la persona se ve obligada a aplicar
la violencia.

Abordar el problema de la violencia escolar es abordar el entorno, porque el primer actor, el primer
testigo, es la audiencia. Así, si se deslegitima la violencia, cambia la mirada: la violencia no es legítima
y el asunto se convierte en un tema de Derechos Humanos.

Y como si fuera poco, el cambio cultural, ¿qué dice hoy?: que lo que se valora es el éxito a costa de
lo que sea, el dinero a costa de lo que sea. En la violencia juvenil hay una reproducción de un modelo
social que releva todo aquello y no le interesa la bondad, la convivencia, la solidaridad. Los jóvenes
no se sienten sujetos de derecho.

Por eso es tan importante abrir esta conversación, que vaya más allá de lo puntual y aborde el tema
de la violencia en general y, en la escuela, en particular, desde una perspectiva macro.

Todo este análisis, entre otras aristas, lleva a preguntarse cuál es el país que estamos construyendo
y cuáles son los valores que estamos inculcando a los jóvenes. A lo mejor no es demasiado
aventurado volver a cuestionarse: ¿qué país queremos? Y, ¿qué estamos haciendo para construirlo?

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