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homi k. bhabha
compilador
Bhabha, Homi K.
Nación y narración - 1a ed. - Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores,
2010.
448 p. ; 23x16 cm. - (Sociología y política)
CDD 801
isbn 978-987-629-141-5
Agradecimientos 9
homi k. bhabha
Introducción
Narrar la nación
Homi K. Bhabha
* En todos los casos en que fue posible rastrear la edición castellana de un libro
e identificar la cita correspondiente, hemos optado por incluir esa versión
con el número de página respectivo. [N. de E.]
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vacilación en cuanto a sus vocabularios, entonces, ¿qué efecto tiene esto sobre
las narrativas y los discursos que transmiten un sentido de “lo nacional”: los
placeres heimlich del hogar a leña, el terror unheimlich* del espacio o la raza del
Otro, la comodidad de la pertenencia social, las heridas ocultas de las clases,
los hábitos del gusto, los poderes de la afiliación política, el sentido de un
orden social, la sensibilidad de la sexualidad, la ceguera de la burocracia, la
visión estrecha de las instituciones, la calidad de la justicia, el sentido común
de la injusticia, la langue de la ley y la parole del pueblo?
El surgimiento de la “racionalidad” política de la nación como forma de na-
rrativa –estrategias textuales, desplazamientos metafóricos, subtextos y estrata-
gemas figurativos– tiene su propia historia.1 Benedict Anderson lo sugiere al
concebir que el espacio y el tiempo de la nación moderna están encarnados
en la cultura narrativa de la novela realista, y Tom Nairn lo explora en su lec-
tura del racismo postimperialista de Enoch Powell, basado en el “fetichismo
del símbolo” que invade su febril poesía neorromántica. Encontrarse con la
nación tal como está escrita implica poner de relieve una temporalidad de la
cultura y de la conciencia social más acorde con el proceso parcial, sobredeter-
minado, por el cual el significado textual se produce mediante la articulación
de la diferencia en el lenguaje, algo que se ajusta más al problema del “cierre”,
que desempeña un papel enigmático en el discurso del signo. Este abordaje
pone en tela de juicio la autoridad tradicional de aquellos objetos nacionales
del conocimiento –la Tradición, el Pueblo, la Razón del Estado, la Cultura de
la Elite, por ejemplo– cuyo valor pedagógico a menudo reside en el hecho
de que son presentados como conceptos holísticos, situados dentro de una
narrativa evolucionista de la continuidad histórica. Las historias tradicionales
no toman la nación en sentido literal, sino que, por lo general, suponen que
el problema consiste en la interpretación de “acontecimientos” que tienen
cierta transparencia o visibilidad privilegiada. Estudiar la nación a través de
su narrativa no implica centrar la atención meramente en su lenguaje y su
retórica; también apunta a modificar el objeto conceptual mismo. Si el cierre
de la textualidad es problemático por cuanto cuestiona la “totalización” de la
cultura nacional, entonces su valor positivo reside en que pone de manifiesto
la amplia diversidad a través de la cual construimos el campo de significados y
símbolos que se vinculan con la vida nacional. Este proyecto tiene cierta acep-
tación dentro de aquellas formas de la crítica asociadas con los estudios cultu-
rales. Pese al considerable avance que esto representa, existe una tendencia a
leer la nación de modo bastante restrictivo: o bien como el aparato ideológico
del poder del Estado, que la lectura apresurada y funcionalista de Foucault
o Bajtín redefinen en cierta medida, o bien, en una inversión más utópica,
como la expresión incipiente o emergente del sentimiento “nacional popular”
conservado en una memoria radical. Estos abordajes son valiosos en la medida
en que dirigen nuestra atención hacia aquellos resquicios de la cultura nacio-
nal que fácilmente quedan relegados a las sombras, pero que son altamente
significativos, puesto que de ellos pueden emerger movimientos de personas y
capacidades analíticas de oposición –la juventud, lo cotidiano, la nostalgia, las
nuevas etnicidades, los nuevos movimientos sociales, la política de la diferen-
cia–. Éstos adscriben nuevos significados y direcciones diferentes al proceso
de cambio histórico. El desarrollo más progresista de estas posiciones adopta
“una concepción discursiva de la ideología. La ideología (como el lenguaje) es
conceptualizada en términos de la articulación de elementos. Como sostiene
Volóshinov, el signo ideológico siempre tiene múltiples modulaciones y, como
Jano, dos caras” (Hall, 1988: 9). Pero, en el fragor de la discusión política, la
duplicidad del signo a menudo queda borrada. La doble cara de la ideología
es tomada en su apariencia y su significado queda fijo, en última instancia, en
uno de los lados de la división entre ideología y condiciones materiales.
El proyecto de Nación y narración es explorar las dos caras del lenguaje mis-
mo, y por lo tanto su ambivalencia, en la construcción del discurso sobre la
nación, que es, también, un discurso de dos caras. Esto convierte al consabido
dios Jano en una figura prodigiosa por su duplicidad, adecuada para investigar
el espacio-nación en el proceso de articulación de elementos: donde los sig-
nificados pueden ser parciales por estar in medias res, y la historia puede estar
hecha a medias porque se encuentra en proceso de elaboración, y la imagen
de la autoridad cultural puede ser ambivalente porque se la capta en estado
titubeante en el acto de componer su imagen de poder. Sin esta concepción
de la performatividad del lenguaje en las narrativas de la nación sería difícil
comprender por qué Edward Said prescribe un tipo de “pluralismo analítico”
como la forma de atención crítica apropiada para los efectos culturales de la
nación. Pues la nación, como una forma de elaboración cultural (en el sentido
que Gramsci le da a este término), es un medio de narración ambivalente que
mantiene a la cultura en su posición más productiva, como una fuerza para
“subordinar, fracturar, difundir o reproducir, en igual medida que [para] pro-
ducir, crear, imponer o guiar” (Said, 2004: 232).
Cuando les escribí a los autores que colaboraron con este libro, tenía en
mente una concepción cada vez más fuerte, aunque algo extraña, según la cual
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ción de que el inglés ya no sea un idioma inglés. Como señala Brennan, esto
permite percibir de modo más elocuente que las condiciones poscoloniales y
neocoloniales son posiciones categóricas, a partir de las cuales es posible ha-
blarle tanto a Oriente como a Occidente. Pero estas posiciones, más allá de las
fronteras de la historia, la cultura y el lenguaje que hemos estado explorando,
son proyectos políticos peligrosos, aunque esenciales. La lectura de Dickens
que hace Bruce Robbins equilibra los riesgos de apartarse de las “verdades
éticas locales” de la experiencia humanística mediante las ventajas de desarro-
llar un saber para actuar en un sistema global disperso. Robbins sugiere que
nuestra atención a la aporía debería ponerse en contrapunto con una intencio-
nalidad que se inscribe en poros: el conocimiento práctico, técnico, que abjura
del racionalismo de los universales y a la vez mantiene el sentido práctico, y la
estrategia política de lidiar profesionalmente con situaciones locales que en sí
mismas se definen como liminares y fronterizas.
América nos conduce a África; las naciones de Europa y Asia se reúnen en
Australia; los márgenes de la nación desplazan el centro; los pueblos de la
periferia regresan para reescribir la historia y la ficción de la metrópoli. La
historia de la isla es relatada desde el ojo del aeroplano, que se convierte en el
ornamento que mantiene en suspenso lo público y lo privado. El bastión de lo
inglés se desmorona ante la aparición de los inmigrantes y los obreros de las
fábricas. El gran aparato sensorial de América “a lo Whitman” es sustituido por
una fotografía ampliada de Warhol, una instalación de Kruger o los cuerpos
desnudos de Mapplethorpe. El realismo mágico producto del boom latinoame-
ricano se convierte en el lenguaje literario del mundo poscolonial emergente.
En medio de estas imágenes exorbitantes del espacio-nación en su dimensión
transnacional, están aquellos que aún no han encontrado su nación: entre
ellos, los palestinos y los sudafricanos negros. Lamentamos no haber podido
sumar sus voces a las nuestras en este libro. Sus preguntas persistentes están
allí para recordarnos, en cierta forma o medida, lo que debe ser válido tam-
bién para el resto de nosotros: “¿Cuándo fue que nos convertimos en ‘un pue-
blo’? ¿Cuándo dejamos de ser ‘un pueblo’? O ¿estamos en vías de serlo? ¿Cuál
es el vínculo entre estas grandes preguntas y las relaciones que mantenemos
entre nosotros y con los demás?” (Said, 1986: 34).
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referencias bibliográficas