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El Guarda

Edgar Wallace

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Texto núm. 3000

Título: El Guarda
Autor: Edgar Wallace
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 5 de noviembre de 2017
Fecha de modificación: 5 de noviembre de 2017

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Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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El Guarda
Los reporteros de crímenes poseen gran cantidad de intereses y de
amigos, singulares en su mayoría. Su vida transcurre en una atmósfera
cuyo principal ingrediente es la sospecha. Wise Y. Symon era un gran
reportero de crímenes, un verdadero Napoleón de la especie, y su
grandeza se debía en grado no pequeño al hecho de que conservaba su fe
en la naturaleza humana. Y a que, según he observado, el título de
grandeza se basa con frecuencia en la mezcla de virtudes contradictorias.

Había una joven empleada en las oficinas de una firma de abogados de


Walford House, en la City, por quien Wise Symon sentía inmenso interés.
Trabó conocimiento con ella cuatro años antes de que diera comienzo la
presente historia, en un tiempo en que la conocían todos los periodistas de
la ciudad, y su retrato, más o menos grande según dictaran las exigencias
de espacio, figuraba en casi todos los diarios de la mañana o de la tarde.

La desaparición de su padre, Harrigay Ford, había constituido la sensación


del momento, pero llegó un tiempo en que los periódicos cesaron de
entrevistar a su hija y de imprimir las declaraciones de los camareros de
trasatlánticos que lo habían reconocido en el misterioso pasajero que
tomaba sus comidas en el camarote.

Después de todo, un hombre rico tiene derecho a aparecer y desaparecer


cuando lo desee. La historia perdió interés cuando su banquero, el
patriarcal señor Borthwick, intervino. Harrigay Ford se había marchado al
extranjero y había escrito una apresurada carta en papel con membrete
del barco S. S. Cretpic, diciendo que esperaba estar ausente de Inglaterra
durante varios años, y ordenando al señor Borthwick que pagase a la hija
del mencionado Harrigay Ford la suma anual de cien libras, repartida en
trimestres.

La asignación era asaz mezquina para hacerla un millonario a su hija


huérfana de madre, y la única excusa de éste pudiera haber sido que
apenas sabía que tenía una hija. Pues el señor Ford era una pira

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alcohólica por la noche y una nube de sopor durante el día.

Eileen Ford no se afligía por su padre. No había perdido nada con su


desaparición. Vivía en la gran casa de su progenitor, enviaba las facturas
al banquero de éste, y las mismas eran pagadas. Pero cien libras anuales
eran una cantidad apenas acorde con el estilo de vida de ella, quien,
cuando el caso Ford hubo desaparecido de los titulares sensacionalistas,
asistió a una academia de taquimecanografía, aprendió las posiciones
relativas de Q.W.E.R.T.Y.U.I.O.P. en el teclado de una máquina de escribir
e incrementó sus ingresos anuales con otras cien libras trabajando en las
imponentes oficinas de Atkins y Walters, abogados.

La amistad de Symon con la muchacha sobrevivió a su interés periodístico


por la fortuna de ella, y probablemente fue por esto por lo que la extraña
conducta del señor Hopper atrajo su atención más de lo debido, y por lo
que la secuela de tal atención trajo la más sensacional de las noticias
bomba en exclusiva a las murmurantes prensas del Telephone Herald.

Decir que las oficinas o incluso las prensas del Telephone Herald
murmuraban es, desde luego, una pintoresca inexactitud. Las oficinas de
los periódicos no murmuran. Traquetean, aúllan, emiten un continuo
«clic—clac—clic», pero no murmuran. Unas puertas de cristal giran
temerariamente, unos hombres empapados, abotonados hasta la barbilla,
entran con prisa alocada, arrojando de sí los chorreantes abrigos y
diciendo cosas impublicables acerca de los Favoritos del Gran Público que
dan como direcciones oficiales lugares inaccesibles y climatológicamente
insufribles.

Los portacargas neumáticos, desde el interior de sus tubos, exhalan


quejidos y profieren «¡plafs!». Las linotipias (que por algún acuerdo
especial se encuentran invariablemente situadas encima de la sala de los
reporteros) atruenan el aire con su misterioso parloteo, y de vez en cuando
una voz quejumbrosa grita: «¡Chico!». Un menudo y desaseado demócrata
se limpia la boca, pegajosa de mermelada, con el dorso de la mano, y se
apresura, jadeante, a recoger la literatura. Esta literatura está escrita a
lápiz y se encuentra engalanada por los trazos azules de un supervisor de
redacción.

Poco antes de las doce de una noche nevada, Wise Y. Symon entró con
andar ingrávido a presencia del jefe nocturno de redacción y se tumbó
sobre el escritorio. Nuestro sabio individuo se tumbaba invariablemente

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encima de cualquier cosa sobre la que no pudiera posar el pie. Su modus
operandi consistía en llegar al filo del escritorio y, encogiéndose como una
regla plegable, depositar la parte superior del cuerpo de este a oeste, por
así decirlo, apoyando la barbilla en las manos.

El jefe nocturno de redacción echó su sillón hacia atrás con un suspiro,


hizo descender sus gafas de montura de concha hasta la punta de la nariz
y miró a Wise Symon tristemente.

—¿Dónde está el reportaje? —preguntó al azar.

—¿Qué reportaje? —replicó Symon.

El redactor jefe sorbió por la nariz.

—Veo que no tienes ni idea del asunto, amigo O —acusó el señor Symon
(el nombre del jefe nocturno era Oliver, y le llamaban «O», alias «El Oliva».

—Bien, ¿qué haces aquí, de todas maneras? —se quejó el señor Oliver
lastimeramente—. Hay un periódico en espera de ser editado. ¿Alguna vez
has oído que tales cosas sucedan?

—¿Acaso podría yo saber algo de los bajos fondos sin estar al corriente de
eso? —reprochó Symon—. No, mi querido O, no he venido aquí para
refocilarme a costa tuya. No me he ataviado con una vestimenta tan alegre
por el mero placer de provocar la tantálica envidia de los esclavos del
periodismo. Tengo un motivo para esta misteriosa visita.

Wise Symon estaba vestido de etiqueta, y la visión que ofrecía era


francamente bella, desde la cabeza, pulcramente peinada, hasta la suela
de los deslumbrantes zapatos.

—Ya me he fijado en tu ropa —dijo el paciente Oliver, girando en su sillón


y encendiendo su pipa—. Esas prendas se pueden alquilar, tengo
entendido… si bien la camisa hay que comprarla. ¿Dónde has estado
cenando, y a costa de quién?

El señor Symon sacó con suma ostentación una pitillera de oro y extrajo
de la misma un gran cigarrillo turco.

—He estado cenando con un relevante personaje del mundo de la banca


—dijo con tiento—, un hombre poseedor de un carisma y de una

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sagacidad infinitos. Tengo una nueva cita con él a la una, hora a la que me
presentaré en su costoso y palaciego piso, donde, rodeado de una
atmósfera de refinamiento y opulencia, procuraré extraer el cuerpo de un
reportaje cuya escurridiza cola se encuentra ya en mi mano.

—¡Mi más ferviente enhorabuena! —dijo el redactor jefe cansadamente—.


Ahora que ya has pronunciado el discurso de la noche, si tienes la
amabilidad de retirar los codos de mi tintero, reanudaré mi humilde labor,
tonificado…

—Y fortalecido —terminó Y. Symon, la estrella de los reporteros de


crímenes— por la claridad y la lógica… Ahí llega el viejo, querido O.

El «viejo» era el director del Telephone Herald, quien en aquellos


momentos llevaba la expresión facial propia de los directores a
medianoche, expresión que puede equipararse a la de quien tiene una cita
con el verdugo y está ansioso por cometer sólo otro insignificante
asesinato antes de morir. Su mirada tropezó con Symon, que pertenecía al
privilegiado círculo que componían el consejo directivo diario, incluso
cuando las materias a tratar eran de naturaleza altamente confidencial, y
retrocedió bruscamente, afectando un desmayo al ver el equipo de alta
sociedad lucido por el señor Symon.

—Hola, Symon… ¿A qué viene ese disfraz?

—He estado cenando con un caballero —explicó el señor Symon


ampulosamente—. Hemos consumido vino auténtico y cigarros de verdad.

—Los reporteros de crímenes deberían mantenerse en el lugar que les


corresponde —dijo el director—; se te está desenroscando la cabeza.
¿Quién era el magnífico criminal?

—William Haliburton Hopper —pronunció Y. solemnemente.

—¿Hopper? —El director frunció el ceño—. No figura en mi carta de vinos.


Ni siquiera me suena como perteneciente a la jeunesse dorée. ¿Qué
fabrica, aviones o margarina?

—William no es ningún vulgar industrial.

Wise Symon se sentó en el borde del escritorio desocupado que encontró


más cerca. Había una expresión de desconcierto en sus ojos.

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—Como podéis imaginar, yo no pierdo el tiempo con un millonario
cualquiera —dijo—. Si William no tuviera otro aliciente que la afición al vino
malo y a los mondadientes, hubiera pasado olímpicamente de él. Hace
muy poco tiempo que William ha comenzado a frecuentar los
establecimientos de moda. Me lo encontré bebiendo a solas en la parrilla
del Petroni hace cosa de una semana. Quizá fuera el cuello tan hortera
que llevaba, o la culata del revólver que vi asomándole por el bolsillo de la
cadera, o el habla tan soez con que se dirigió al camarero, pero el caso es
que una de estas cosas despertó mi interés. Así que me enrollé con él. El
hombre quería vivir a tope; tenía dinero a raudales y una capacidad infinita
para beber champán dulce. ¡Uf! Bueno, el chorbo parecía interesante.
Posee la mentalidad de una cabra y un vocabulario estrictamente limitado
a un centenar de sustantivos y media docena de adjetivos.

—¿Cómo ha hecho su dinero?

—Dijo que lo heredó de su tío. Mas no tiene pinta de ésos que cuentan en
su haber con esa clase de tíos. Lo seguí, pero se me escurrió. Esta noche
me he encontrado con él mediante previa cita… y he estado en su casa.
—Hizo una pausa—. Es el guarda del Banco Borthwick.

—Eso habla en favor del viejo Borthwick —dijo el director tras un momento
de silencio—. ¿Duerme tal guarda en el edificio del Banco?

Wise Symon hizo un gesto afirmativo.

—Sí y no. Tiene alquilado un piso anejo al banco. Es allí donde voy a
encontrarme con el.

—¿Y emplea su tiempo libre atizándose pelotazos de champán por la zona


céntrica? —dijo Hammond—. ¡Humm! Bien, el viejo Borthwick debe
enterarse de esto. Su banco nunca ha sido una empresa sólida, y un
simple atisbo de ese tipo de irregularidad podría causarle la ruina. Estuvo
al borde de la quiebra hace cuatro años. ¿Vas a volver a ver al guarda?

—Sí. Pero me dijo que tenía que resolver cierto asunto antes de volver a
verme, lo que naturalmente picó mi curiosidad. Lo espié y lo vi meterse por
la entrada lateral del banco. Entonces lo recordé. Le había visto barrer las
escaleras… Paso todos los días ante el edificio.

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El director se consultó el reloj.

—Tenía pensado marcharme ya a casa, pero creo que te esperaré.


¿Cuándo regresarás?

—No más tarde de las tres —dijo Wise Symon—. La historia me parece
buena, y me gustaría consignar la totalidad de los hechos en letras de
molde antes que la policía eche el lazo a nuestro hombre.

El señor Hammond hizo un gesto de asentimiento.

—La historia es buena, y al público le gustan estos casos en que alguien


es obrero durante el día y millonario durante la noche. Pero tendrás que
darle la noticia a Borthwick antes que la policía comience a actuar.

Eran las tres menos cuarto cuando Wise Symon entró en el despacho del
director.

—El asunto se pone difícil —anunció, dejando caer al suelo su mojado


sombrero—. Todo cuanto me ha dicho Hopper es que podría pelearse con
el mejor luchador del mundo y que es capaz de beber tres veces más que
cualquier otro hombre del planeta, informaciones no especialmente útiles.

Se detuvo, y el director, retrepándose en su sillón, alzó la mirada hacia él.

—Aparte de eso, ¿has descubierto algo que no esperases descubrir?

Wise Symon sacudió negativamente la cabeza.

—No. Estoy decepcionado. Esperaba hacer un descubrimiento… y no lo


he hecho.

—Ambos estamos pensando lo mismo, supongo —dijo Hammond


reposadamente—. ¿Qué tienes en la mente, Symon?

—Te diré lo que me ronda por la cabeza —respondió Symon tras una
ligera vacilación—. Asocio esta nauseabunda prosperidad de Hopper con
la desaparición de Harrigay Ford.

—Me imaginaba que dirías eso. —El director movió la cabeza


negativamente—. Hace mucho tiempo que Ford se fue, tres o cuatro años,
y sinceramente pienso que tu suposición es fantástica, aunque también a

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mí me asaltó la misma idea. ¿Dijo nuestro hombre algo que te produjera la
impresión de que sabía algo acerca de la desaparición de Ford?

—Nada.

—¿Cuál es tu hipótesis?

—Ford era un alcohólico y un toxicómano —dijo Symon—. Tales


individuos, como sabemos, se sienten completamente a sus anchas en los
entornos más sórdidos y miserables, por muy refinada que pueda haber
sido su educación. Me inclino a pensar que cuando, hace cuatro años,
Harrigay Ford desapareció, no salió de Londres. Sí, ya sé lo que vas a
decir sobre la carta escrita en papel del barco, pero tú o yo podríamos
haber hecho exactamente lo mismo. Cualquiera hubiera podido subir a
bordo del buque, escribir la carta y echarla al correo sin necesidad de salir
del país. Mi teoría es que Harrigay Ford se encuentra en algún antro de
esta ciudad, y que el señor Hopper es su guardián y tesorero. Ayer hice
indagaciones y descubrí que obtuvo su empleo en el banco gracias a la
recomendación de Ford.

El director se rascó la barbilla.

—Lo más aconsejable, desde luego, es ver mañana al viejo Borthwick.


Según mis informes, los cheques firmados por Ford llegan con perfecta
regularidad y son liquidados por Borthwick, su banquero. Este último me
hablaba hace pocos días, en el club, de lo mucho que le preocupaba el
asunto. En todo caso, Borthwick podrá decirte de dónde proceden los
cheques. Creo que descubrirás que vienen del extranjero. En cuanto a la
idea de que Ford se encuentre escondido en un fumadero de opio de esta
ciudad… ¡soy francamente escéptico! Esas cosas sólo suceden en los
libros.

Eran las diez y media de la mañana cuando Wise Symon entró en el


Banco Borthwick. El edificio era pequeño y carecía de pretensiones, pero
había constituido el domicilio de una u otra entidad bancaria desde tiempo
inmemorial.

El Banco Borthwick tenía carácter privado; contaba con muy pocos


clientes. Su consejo administrativo lo componían dos ancianos que
empleaban la mayor parte de su tiempo en seguir las fluctuaciones de la
Bolsa. Al decir de todos, el señor Borthwick se sentía sobrecargado por el

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trabajo adicional que reclamaba su escasa clientela.

Uno de los cajeros tomó la tarjeta del señor Symon y desapareció con ella
tras una puerta del fondo. Regresó para llamar con una seña a Symon, y el
viejo Borthwick se levantó desde detrás de la mesa tapizada de cuero,
donde pasaba la mayor parte del día leyendo a través de una lupa los
informes periodísticos acerca de las bolsas y negociaciones extranjeras, y
ofreció su gran mano al visitante.

El hombre rebasaba el metro ochenta estando descalzo. Tenía una de


esas imponentes cabezas que Rafael gustaba de pintar en escenas de
apóstoles. Su barba, blanca como la nieve, le llegaba a media distancia de
la cintura. Era un anciano venerable, campechano, benevolente, de juicio
agudo, poseedor de una tonante voz que armonizaba completamente con
su comunero aspecto. Asió la mano de Symon en un apretón que provocó
en el joven una mueca de dolor.

—Siéntese, siéntese, señor Symon —mugió—. Me acuerdo perfectamente


de usted. ¿Qué problemas me trae?

—Lamento no tener ninguna buena noticia que darle —repuso Symon


sonriendo, y refirió la historia del alegre guardián.

El señor Borthwick escuchó con rostro atribulado.

—Deploro que se comporte así —dijo cuando Symon hubo terminado—;


da mal nombre al banco.

—Pero seguramente… —comenzó el asombrado Symon.

—¡Oh, el dinero es suyo, desde luego! —interrumpió el señor Borthwick—.


Heredó una elevada suma de un hermano que falleció en Australia. De
hecho, ha abierto una cuenta con nosotros. He intentado persuadirle a
abandonar su empleo en el banco, pero hasta ahora ha rehusado la idea.
¿Estaba muy borracho?

—Muy borracho. —Symon estaba algo desilusionado, como lo están todos


los grandes artistas cuando no producen la sensación que anticipan—. Me
dijo que era su tío quien había fallecido.

—Muy posiblemente, muy posiblemente. Sé que era algún tipo de


pariente. Bien, ¿cuál es el otro asunto, señor Symon?

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—Quiero saber si puede usted proporcionarme alguna noticia acerca de
Ford.

—Ninguna, me temo. —El anciano sacudió la cabeza pesarosamente—.


¡Qué asunto tan horroroso, señor Symon, qué asunto tan horroroso!
¡Bebida y drogas! He aquí un caso que debería servir de lección a todo
joven.

—¿Cuándo recibió usted la última noticia sobre él, señor Borthwick?

—Hace cosa de una semana.

—¿Puede decirme en qué país se encuentra?

—No me es posible en absoluto decirle su paradero. Estaría


contraviniendo las instrucciones que me han sido dadas si tal hiciera, pero
sí puedo decirle que se halla en Australia.

—¿Está seguro? —Symon se sintió desconcertado por segunda vez.

—Absolutamente seguro —respondió el señor Borthwick.

Se levantó, caminó hasta una caja fuerte y la abrió. De un cajón extrajo un


cheque y lo tendió al reportero. Wise Symon, cuya memoria era
equiparable a la de una caja registradora, advirtió que su número era el
1795 y que llevaba estampada la firma de Ford, con la que estaba
familiarizado. Devolvió el papel.

—Ha llegado de Australia hace sólo dos días —informó el señor Borthwick
volviendo a guardarlo en la caja fuerte.

Wise Symon se levantó.

—Bien, creo que eso es todo cuanto quería preguntarle —dijo, ocultando
su desilusión lo mejor que pudo.

—¿No le gustaría aprovechar esta ocasión para adquirir unas tierras en el


Pacífico del Sur? —preguntó el jovial anciano—. Uno de mis infortunados
clientes quiere deshacerse de una parcela.

—No, gracias, señor Borthwick —contestó Wise Symon apresuradamente,

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y se marchó al tiempo que el viejo banquero soltaba una risilla.

Seguidamente visitó la firma de abogados donde estaba empleada la hija


de Ford, y no tuvo dificultad en persuadirles a permitirle verla.

—No, señor Symon —respondió ella a su pregunta—. No tengo noticias de


mi padre. ¿Las tiene usted? —preguntó con avidez.

Él negó con la cabeza y preguntó a su vez:

—¿Recibe usted su asignación con regularidad?

—Sí, la recibo cuando corresponde.

—¿Le ha dado el señor Borthwick alguna vez un mensaje de su padre?

—Nunca —respondió ella con cierta tristeza.

—¿Cuánto tiempo hace que el señor Borthwick es el banquero de su


padre?

—¡Oh, hace mucho tiempo, tanto que no lo puedo recordar! Eran viejos
amigos en los días anteriores a que papá fuese… —Sus labios temblaron.

—¿Y después?

—Bueno, después mi padre no se portó muy bien con el señor Borthwick.


Salía tratar despóticamente al pobre anciano. Una vez le amenazó con
cambiar la cuenta al Banco Nacional, lo que hubiera supuesto la ruina del
señor Borthwick.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Aproximadamente un mes antes de que mi padre se marchase… o


quizá después. Sé que el señor Borthwick estaba muy disgustado.

Le hizo algunas preguntas más, pero no obtuvo ninguna información


nueva. Comió en compañía de su director e hizo una parca confesión de
su fracaso.

—Ya me parecía que Ford no se encontraba en esta ciudad —dijo


Hammond—, y el legado del guarda ataca la base de tus teorías, mi sabio
y joven amigo.

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—Mis teorías carecen de base —admitió Wise Symon—. De todas
maneras, faltaré esta noche a mi cita con William. Si sólo es un vulgar
heredero, y no el fascinante criminal que yo pensaba, ha dejado de
interesarme.

Sucedió que un caso de fuga de lo más vulgar, en el que figuraban la hija,


el chófer y la caja de caudales de cierto empresario, mantuvo al reportero
de crímenes sumamente ocupado. Acudió a entregar su reportaje a las
once de aquella noche, y acababa apenas de entrar en el despacho del
jefe de redacción cuando tal prócer se abalanzó sobre él, le arrancó el
escrito de las manos y le empujó afuera.

—De prisa, Y. —apremió—. Tu guarda… William Hopper…

—¿Qué pasa con él?

—Lo han encontrado esta noche en un banco del parque, muerto de un


tiro. Llevamos buscándote toda la noche.

Wise Symon logró extraer pocos detalles a la policía. Obviamente, el


hombre había sido asesinado, ya que no había sido encontrada ningún
arma en las proximidades del cadáver. Un policía de servicio había oído el
disparo y había corrido en dirección del mismo, pero no había visto al
asesino.

El guarda estaba vestido con su uniforme habitual y se hallaba


completamente muerto cuando fue encontrado. Un manojo de llaves, unos
cuantos chelines y un andullo de tabaco era cuanto llevaba encima.
Siddon, de Scotland Yard, estaba encargado del caso, y Siddon era
particularmente amigo de Wise Symon.

—¿Estás seguro de que no encontraron nada más en el cadáver?


—preguntó el reportero.

—Helo ahí todo —respondió Siddon, señalando una mesa de su despacho


sobre la que se hallaba desparramada la heterogénea colección de
artículos—. No hay pruebas que soporten tu creencia de que el hombre
era muy rico, a menos que llames riqueza a esto.

Cogió un arrugado pedazo de papel y lo tendió a Symon. Era la mitad de


un cheque roto, marcado con el número 1796, en cuyo dorso estaba

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garabateado: £ 10.000.

Symon volvió el papel y miró de nuevo la anotación. Sus ojos eran una
hoguera de triunfo cuando devolvió el papel al policía.

—Jimmy Siddon —dijo—, voy a labrar tu fortuna; o en todo caso, voy a


labrarte un nombre.

—¿Qué quieres decir? ¿Sabes algo?

—Lo sé todo. Vayamos a ver al viejo Borthwick. Lleva ese papel contigo, y
creo que podremos decirle muchas más cosas sobre su vigilante de las
que le gustaría oír.

—¿Le ha estado robando? —preguntó Siddon mientras el taxi se dirigía


velozmente a Hampstead, donde el señor Borthwick tenía su severo pero
costoso domicilio.

—¿Te refieres a si ha estado robando al banco? Honestamente, no creo


que lo haya estado haciendo. De todas formas, si siguiera vivo no sería
ésa la acusación que yo formularía contra él. Siddon, esta historia es mía;
y tienes que mantener a raya a todos los demás buitres de la prensa hasta
que yo haya redactado una plana completa del Telephone Herald.

—Tienes el reportaje todavía por hacer —repuso Siddon, que conocía los
requisitos de la prensa diaria.

—Está hecho.

El señor Borthwick vivía con dos sirvientes en la tercera planta de un gran


bloque de pisos, pero no se encontraba en casa. El ama de llaves sugirió
que quizá se hallase en su club.

—Probemos en el banco —dijo Wise Symon—. Puede que esté sumando


sus cuentas.

El banco estaba a oscuras y en silencio.

—Si condonas el delito —dijo Wise Symon al tiempo que extraía un


manojo de llaves del bolsillo— cometeremos un pequeño asalto.

—¿De dónde has sacado esas llaves? —inquirió el inspector detective.

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—Las birlé cuando no mirabas. Formaban parte de los efectos personales
del difunto Hopper. ¡Ajajá ésta es la llave!

La puerta se abrió sin ruido.

—¿Tienes linterna? —musitó Symon.

—No me gusta esto —gruñó el otro, pero sacó la linterna.

Pasaron adentro del oscuro pasillo y cerraron la puerta tras de sí. Corría
paralelo a la oficina exterior. A la derecha había una escalera que
conducía a las dependencias superiores y, presumiblemente, al
alojamiento de Hopper. Al fondo del pasillo había otra puerta, que no se
abrió hasta que todas las llaves fueron probadas. Se encontraron entonces
en la oficina exterior misma, de frente al despacho privado del señor
Borthwick.

Wise Symon tocó el brazo de su compañero y apuntó con el índice. Una


delgada línea de luz se veía bajo la puerta. Avanzó de puntillas, hizo girar
el picaporte cautelosamente y abrió la puerta de par en par.

El señor Borthwick estaba sentado ante el escritorio, con la imponente


cabeza apoyada en la mano, examinando un pequeño libro de
contabilidad. A sus espaldas, la puerta de acero que conducía a los
sótanos del banco estaba entornada. Al primer sonido se levantó de un
salto.

—¡Baje ese revólver, Borthwick! —dijo Wise Symon en tono cortante—.


Bájelo o le mataré en mucho menos tiempo que usted mató a Hopper.

El anciano se quedó de una pieza. Ya no era benevolente la luz de sus


ojos. Abrió la boca para hablar, pero hubo una interrupción. La puerta que
comunicaba con los sótanos se abrió lentamente, dando paso a una figura
encogida, pálida, barbuda, con las manos temblorosas y los ojos
inyectados de sangre, que miraron pestañeantes del uno al otro.

—Señor Borthwick —plañó—, señor Borthwick, está usted completamente


equivocado. ¿Me permite explicarme? Es cierto que prometí a Hopper diez
mil libras si me dejaba libre. Lo escribí en uno de los cheques y lo pasé a
través de los barrotes, pero no pensaba traicionarle. Señor Borthwick
—sollozó—, le juro por Dios que no pensaba hacerle ningún daño.

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—Siddon —dijo Wise Symon—, éste es el señor Harrigay Ford, quien, a
menos que mucho me equivoque, lleva prisionero en los sótanos de este
banco desde que amenazó con cambiar su cuenta a otra entidad.

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—El viejo Borthwick era un jugador —dijo Wise Symon a su jefe a primeras
horas de la mañana, cuando las prensas del Telephone Herald rugían, al
parecer, de exultación motivada por el ingenio y el arrojo del personal—.
Ha sido siempre un especulador, y cuando Ford amenazó con retirar su
cuenta comprendió que estaba arruinado. Cogió a Ford cuando éste se
hallaba drogado y lo metió en el sótano. ¿Nunca se ha fijado usted en que
todos los bancos están construidos de manera tal que constituyen cárceles
ideales? El guarda había de estar en el secreto; nadie más visitaba el
sótano. Por lo tanto, había que untarle con dinero. Ford fue aprovisionado
con comida, un libro de cheques y una pluma, y cada vez que las cuentas
de Borthwick necesitaban equilibrarse, el prisionero tenía que elegir entre
extender un cheque o sufrir; el viejo banquero es tan fuerte como un roble,
pese a su edad. No creo que Hopper tuviera comunicación alguna con el
prisionero, pero al parecer Ford trató de sobornarlo para conseguir su
libertad, anotando la suma que estaba dispuesto a pagar en el dorso de un
trozo de cheque y deslizándolo en la mano del guarda en un momento en
que el viejo no estaba mirando. Borthwick debió de descubrirlo. Le alarmó
mi visita, pero probablemente le alarmó aún más la actitud de Hopper.

—Pero ¿cómo lo adivinaste?

—No lo adiviné. El trozo de papel encontrado en el cadáver de Hopper, el


que tenía anotada la suma de diez mil libras, correspondía al cheque
número 1796, consecutivo al que, según las palabras del viejo, había sido
extendido en Australia pocos días antes.

—Eres todo un genio —exclamó el director, admirado.

—¿Alguna vez alguien lo ha puesto honradamente en duda?

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Edgar Wallace

Richard Horatio Edgar Wallace (Greenwich, Inglaterra, Reino Unido, 1 de


abril de 1875 – Beverly Hills, Estados Unidos, 10 de febrero de 1932) fue
un novelista, dramaturgo y periodista británico, padre del moderno estilo
thriller y aclamado mundialmente como maestro de la narración de
misterio. Además es el autor del guion original de la película King-Kong.

Edgar Wallace creó el "thriller" con su novela Los Cuatro Hombres Justos
(1905), y consolidó este género narrativo con su obra posterior. Las
investigaciones detectivescas realizadas en sus novelas requieren siempre

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un profesionalismo, y suelen desplegarse con el concurso de la maquinaria
policial, lo que las diferencia de la corriente de la "novela problema" o
"novela enigma", donde se supone que el lector dispone de todos los
indicios necesarios para resolver por sí mismo el misterio, rivalizando así
con el protagonista de la narración, generalmente un detective aficionado.
No obstante, Wallace sí brinda frecuentemente al lector la posibilidad de
ejercer sus propias dotes de detección. Recordemos como ejemplo los
problemas de habitación cerrada planteados en The Four Just Men (1905)
Los Cuatro Hombres Justos, The Clue of the Twisted Candle (1917)
(traducida como El misterio de la vela doblada) o The Clue of The New Pin
(1923) (La pista del alfiler). No obstante, incluso en estas novelas
prepondera la acción sobre el análisis. Esto se debe a que, como
cultivador del thriller (narración inquietante), Wallace da preferencia a la
tensión dramática y a la unidad narrativa sobre la lenta exposición de
indicios característica de la "novela enigma".

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