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a contracorriente
Materiales para una teoría
renovada del populismo
Luciana Cadahia
Valeria Coronel
Franklin Ramírez
Editores académicos
Reservados todos los derechos Diagramación:
© Pontificia Universidad Javeriana Isabel Sandoval
© De la edición académica, Luciana Cadahia, Valentina Randazzo
Valeria Coronel y Franklin Ramírez
Diseño de cubierta:
Carmen Villegas
Segunda edición
Bogotá, D. C., abril de 2019 Impresión:
isbn 978-958-781-368-5 Javegraf
Número de ejemplares: 300
Impreso y hecho en Colombia Pontificia Universidad Javeriana
Printed and made in Colombia | Vigilada Mineducación.
Reconocimiento como Universidad:
Editorial Pontificia Universidad Javeriana Decreto 1297 del 30 de mayo
Carrera 7.a n.º 37-25, oficina 1301, Bogotá de 1964. Reconocimiento de
Edificio Lutaima personería jurídica: Resolución 73
Teléfono: 3208320 ext. 4752 del 12 de diciembre de 1933 del
www.javeriana.edu.co Ministerio de Gobierno.
Bogotá, D. C.
opgp 28/03/2019
Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito
de la Pontificia Universidad Javeriana.
Contenido
Introducción xiii
| vii
II. Populismo e instituciones: un debate pendiente
viii |
Populismo y hegemonía en España.
Una experiencia feminista en Podemos 267
José Enrique Ema
| ix
x |
Prólogo a la edición colombiana
| xi
Andes y, por otro, la constatación de que nuestra época atraviesa un
momento populista. Asimismo, se procura un enfoque interdiscipli-
nar que ayude a explicitar, mediante un diálogo de saberes, cuáles
son las novedades teóricas que el populismo ofrece al terreno de la
historia, la sociología, las ciencias políticas y la filosofía.
De esta manera, el lector podrá apreciar nuevos registros his-
tóricos para pensar el populismo, otros enfoques desde los cuales
describir las experiencias populistas y la incorporación de ciertos
problemas políticos y filosóficos que, hasta el momento, eran ajenos
a la teoría populista. Por citar algunos ejemplos, en los capítulos de
los bloques I y II se pueden apreciar, mediante el estudio de casos
concretos del pasado y del presente, una serie de reflexiones cerca-
nas a la teoría comunitarista, liberal, socialista y republicana. Mien-
tras que en los del bloque III, si bien no se abandona el interés por
pensar desde determinados escenarios locales, se pretende inscribir
los debates en el terreno de la filosofía política actual, asumiendo las
discusiones con autores y corrientes filosóficas afines, tales como la
filosofía de la diferencia, el autonomismo, el feminismo, el posmar-
xismo, la teoría crítica y el pensamiento social latinoamericano.
Por todo ello, esperamos que con esta nueva edición los lectores
especialistas y no especialistas en temas de populismo tengan la
oportunidad de acercarse y comprender los principales debates que
existen alrededor de la teoría populista contemporánea.
xii | A contracorriente
Introducción
| xiii
ha escrito mucho sobre este tema a lo largo de los años y podría pare-
cer un poco repetitivo insistir en una cuestión que, a simple vista,
habría agotado sus posibilidades. Este cuestionamiento tendría sen-
tido si nos limitáramos a un punto de vista estrictamente teórico; es
decir, si considerásemos al populismo como un corpus teórico aca-
bado y delimitado de forma precisa. Así, las discusiones teóricas
alrededor del populismo ya habrían mostrado todas sus posibilida-
des y cualquier intento de decir algo nuevo estaría condenado a una
repetición de lo ya dicho. Pero si desplazamos este punto de vista
estrictamente teórico y nos enfocamos en las experiencias políticas
de los últimos años en América Latina y en el sur de Europa, la rea-
lidad parece ser un poco más tozuda de lo que cualquier sentencia
teórica pretenda establecer de manera definitiva. Lejos de mostrar
signos de agotamiento, las experiencias populistas parecen haberse
reactivado y ramificado incluso en latitudes donde hubiera sido
impensable una década atrás.
Así pues, todo parece indicar que un fantasma recorre el mundo,
un fantasma que se hace eco de aquel otro viejo fantasma comunista
que anunciaban Marx y Engels en su Manifiesto. Y ahora, tal como
entonces,
contra este fantasma se han conjurado en una santa jauría to-
das las potencias de la vieja Europa […]. ¿Hay un solo partido
de la oposición, a quien el gobierno no califique de comunis-
ta? ¿Hay un solo partido de la oposición que no lance al rostro
de la oposición más progresista, lo mismo que a sus enemigos
reaccionarios, la acusación estigmatizante de ‘comunista’? De
este hecho se desprenden dos consecuencias: la primera, que
el comunismo ya se halla reconocido como un poder por todas
las potencias europeas. La segunda, que ya es hora de que los
comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero
sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso
de esa leyenda del fantasma comunista. (Marx y Engels, 1848)
Tras casi dos siglos de este manifiesto, resulta más que llamativo
descubrir el empleo del mismo tipo de acusaciones hacia aquellas
fuerzas políticas que no son del agrado de los poderosos y de las
potencias internacionales, aunque esta vez el estigma le toque al
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populismo. Parafraseando la cita, podríamos afirmar que la vora-
cidad de las estigmatizaciones no son otra cosa que la aseveración
de que el populismo es una forma de poder político reconocido e
incómodo para las potencias que nos gobiernan. Si nos preguntamos
por los fantasmas que hoy giran a alrededor del populismo, estos se
asocian con la deriva autoritaria del líder, el peligroso papel de los
afectos en la política, la sobrevaloración del conflicto y la mutación
de la política popular hacia la manipulación de las masas.
Al igual que Marx y Engels nos invitaban a conjurar el fantasma
del comunismo, es decir, traerlo a presencia para que abandone su
estatus fantasmal y se convierta en el espíritu de una época, este
libro procura deshacernos de los fantasmas del populismo, tratando
de pensar en la fuerza que constituye a esta corriente como un ethos
de época. Aunque podríamos matizar la idea haciendo referencia
a que, quizás, los contornos del comunismo estaban mucho más
fijados que los del populismo y que, por ello, las vigentes estigma-
tizaciones provienen de muchas direcciones y se anclan tanto en
los discursos xenófobos de derecha como en los proyectos nacio-
nal-populares de diverso signo. En esa dirección, el ciclo progre-
sista que ha tenido lugar en América Latina, en países como Bolivia,
Ecuador, Brasil, Venezuela y Argentina, como la irrupción de Pode-
mos en España, Syriza en Grecia, Francia insumisa en Francia y la
alternativa laborista de Corbyn –por citar algunos ejemplos– suele
ser considerado bajo la sombra del populismo, sin otro motivo que
descalificar estas experiencias políticas y estudiarlas como formas
anómalas de gobierno. Tanto los ataques constantes a los gobiernos
populistas de la región como el blindaje mediático, político y econó-
mico de las potencias europeas para impedir el fortalecimiento de
fuerzas populares, tienen que ver con el hecho de percibir al popu-
lismo en términos de una amenaza. Y esto se debe a que los debates
sobre el populismo suelen centrarse en esta dimensión espectral y en
la reflexión de por qué causan tanto rechazo y temor. Sin embargo,
en lo que no se indaga demasiado es en el lugar de enunciación
de aquellos que definen al populismo con estas características. Si
deseamos entender lo que hay en juego con el populismo, tam-
bién es necesario comprender quiénes son sus detractores. Habría
que preguntarse por el sujeto político, por el sujeto históricamente
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constituido que invita a hacer estas advertencias hacia el popu-
lismo. Salvo que estemos dispuestos a creer en la existencia de algo
así como una conciencia “sensata” y “neutral” (capaz de advertirnos
–más allá de sus propias sedimentaciones ideológicas– los peligros
inmediatos del populismo), es necesario precisar el lugar ideológico
de este otro lado que va construyendo sus fantasmas. Si asumimos
que el rechazo al populismo está históricamente construido, que la
forma de este rechazo es el resultado de unos discursos y unos tipos
específicos de sensibilidades, entonces estaremos en mejores condi-
ciones para conjurar sus espectros y reflexionar críticamente sobre
el sentido común que autoriza este tipo de advertencias, tanto en
América Latina como en Europa.
Si bien este libro colectivo es el resultado de un momento polí-
tico determinado –la presencia del populismo en su amenazante
fantasmalidad–, no pretende agotarse en un análisis de coyuntura.
Los textos aquí propuestos no se limitan a una reflexión empírica
del populismo, ni quedan atrapados en un juego hermenéutico de
carácter meramente formal, olvidando así la dimensión material que
les dio su sentido. Por eso, así como estos textos buscan llevar los
problemas de coyuntura a una reflexión teórica, también tratan de
mostrar cómo la coyuntura nos obliga a reformular la propia teoría
de la que se parte. Y aquí podríamos señalar otro aspecto novedoso
del libro, que tiene que ver con el intento de poner a dialogar al
populismo con otras corrientes teóricas provenientes de la filosofía
y la teoría política. En vez de ofrecerse un estudio cerrado desde un
lenguaje estrictamente populista, se observa en varios de los autores
el esfuerzo por conectar la teoría populista con otras corrientes de la
modernidad y la contemporaneidad. Esta conexión además de mos-
trar los lugares de encuentro que puede haber entre estas teorías y el
populismo, propicia un diálogo con otras fuentes del pensamiento,
lo cual permite enriquecer, complejizar y llevar a otros lugares la
tradición populista.
Otras de las particularidades del libro es que busca poner en una
misma constelación las experiencias latinoamericanas con las del
sur de Europa. Nos interesa ensayar una propuesta que pueda dar
cuenta de los fructíferos diálogos entre ambas latitudes, sin renunciar
a las especificidades pero evidenciando toda una red subterránea de
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problemáticas comunes. Esto, a su vez, nos ayuda a entender cómo
este juego de ida y vuelta posibilita un aprendizaje recíproco para
las luchas populares.
Por otra parte, el lector podrá apreciar que el libro busca salirse
de los populismos clásicos de la región (Argentina, Brasil y México)
e incorpora experiencias menos trabajadas por las ciencias sociales,
como pueden ser los casos de Cuba, Bolivia y Ecuador. Nos parece
que la adscripción del Caribe y los países andinos amplía los mar-
cos analíticos desde los cuales pensar el populismo hoy. A la vez
que las reflexiones provienen de distintas disciplinas, tales como la
sociología, la teoría política, la historia y la filosofía. Nos alejamos
así un poco de los típicos abordajes sobre el populismo, que gene-
ralmente oscilan entre un historicismo o sociologicismo positivista
demasiado apegado a los hechos y una teoría formal poco proclive a
mancharse con los procesos políticos realmente existentes. Podría-
mos decir que los textos reunidos aquí buscan situarse en esta “y”
que permita conjugar ambos polos, apostando por una contamina-
ción virtuosa que contribuya a una teoría renovada del populismo.
Incluso, varios de los autores que escriben en este volumen divi-
den su tiempo entre la investigación académica y su participación
directa en la política.
En ese sentido, el presente volumen se divide en tres bloques
temáticos. En el primero de ellos, titulado “Populismo, democracia
y republicanismo: nuevas claves histórico-políticas”, sus autores
desarrollan –desde diferentes procesos políticos en Cuba, Ecuador
y Argentina– una inquietud común: los vínculos impensados entre
populismo y republicanismo. Y para ello, echan mano de las expe-
riencias históricas del pasado y del presente para desentrañar de qué
manera se ha ido tramando una insólita relación entre las experien-
cias populistas y determinado discurso republicano, a propósito de
la organización popular, la democracia y las libertades y derechos del
pueblo. Esta apuesta desafía las teorizaciones más comunes, puesto
que por lo general suele considerarse al populismo y al republica-
nismo como propuestas políticas diametralmente opuestas, como si
cada una expresase lo contrario de lo que la otra propone. Por eso, el
abandono de esta falsa dicotomía entre ambas tradiciones, además
de producir un cortocircuito teórico, impugna una serie de sentidos
A contracorriente | xvii
comunes asociados con la praxis misma, puesto que muchos de los
partidos políticos que se definen contrarios al populismo suelen
sentar su posición a partir de una determinada concepción de la
república, el republicanismo y las instituciones.
Y esto nos lleva al segundo capítulo, cuyo título “Populismo e
instituciones: un debate pendiente” da cuenta de algo que el pri-
mer bloque también se animaba a señalar, a saber: la necesidad de
prestar más atención a la dimensión institucional del populismo,
puesto que allí estarían las claves para deshacernos de una serie
de lugares comunes que nos impiden comprender de manera pre-
cisa la originalidad de estas experiencias. A diferencia de la sección
anterior, los autores de este apartado se centran exclusivamente en
experiencias políticas contemporáneas. Allí se baraja la hipótesis de
que, a diferencia de aquellas afirmaciones que asocian al populismo
con la destrucción de las instituciones y la división de los poderes,
las actuales experiencias populistas de la región no solo habrían
posibilitado una consolidación de nuevas instituciones, sino que
habrían desafiado las formas convencionales en las que se las con-
cibe. También se indaga sobre una serie de límites a estas experien-
cias institucionalistas, pero en vez de hacerlo desde un punto de
vista externo y condenatorio, los autores se adentran en las lógicas
internas y en la racionalidad propia del populismo. El desarrollo
minucioso de esta racionalidad interna del populismo nos ayuda
a pensar que quizá allí habría unas claves para ponerle límites a la
expansión ilimitada del neoliberalismo.
En el tercer capítulo, cuyo título podría haber englobado al resto
“El populismo ante la encrucijada neoliberal: desafíos actuales para
la hegemonía”, los autores exploran cuáles son los aspectos teóricos
y prácticos de las teorías populistas que deberían ser profundiza-
dos en su relación con otras teorías. Y para ello recurren a marcos
teóricos o problemáticas que no siempre suelen estar vinculados
con las teorías populistas. Posiblemente, el objetivo común de estos
diferentes abordajes tiene que ver con el intento de pensar cuáles
son aquellas cuestiones que todavía deben ser exploradas de manera
más minuciosa al momento de construir un proyecto hegemónico
como alternativa real al neoliberalismo.
xviii | A contracorriente
Para concluir, podría decirse que todas las intervenciones plan-
teadas en este libro coinciden en un mismo deseo: direccionar las
reflexiones al ámbito de la praxis y hacer de esta el lugar privilegiado
desde el cual pueda valer la pena una apuesta teórica. El resultado
de este libro no es otra cosa que el esfuerzo por conjurar los fantas-
mas del populismo, reactivar una forma enraizada de militancia teó-
rico-política y atrevernos a imaginar –desde la materialidad misma
de una fuerza política determinada– una suerte de alternativa al
proceso de oligarquización de nuestras sociedades; un proceso que,
lejos de presentarse en los términos de una amenaza fantasmática,
tan solo parece instalarse como la banal, apática y oscura certeza de
nuestra época.
A contracorriente | xix
I
Populismo, democracia
y republicanismo:
nuevas claves histórico-políticas
Populismo, democracia, república
(notas sobre libertades y derechos)
Eduardo Rinesi*
| 3
poco de sistema en toda esa locura, sino para trasladar al plano del
concepto esa loca organización política del mundo “populista” y
solazarse en las propias vaguedades de aquello que mejor harían en
ayudarnos a desambiguar y, por esa vía, a pensar mejor.
Y admitamos que los esfuerzos teóricos más sofisticados que en
los últimos años se han hecho para pensar este fenómeno del popu-
lismo no han hecho gran cosa para tranquilizar a estas almas geo-
metrizantes amigas de pensar la historia –como le gustaba decir al
político argentino John William Cooke, finísimo pensador sobre el
que tendremos todavía ocasión de volver en este escrito– “con com-
pás y tiralíneas”. No es el caso trazar aquí un “estado de la cuestión”
teórica del populismo en la América Latina posterior a la aparición,
en 2005, del libro que dedicó al asunto (un asunto sobre el que por
cierto venía dando vueltas sumamente sugestivas desde hacía ya
unas cuantas décadas) Ernesto Laclau. Baste apenas recordar esa
idea de Laclau, a esta altura incontables veces citada y re-citada,
según la cual –lo cito yo también– “el populismo es la vía real para
comprender algo relativo a la constitución ontológica de lo político
como tal” (Laclau, 2005: 91), y advertir hasta qué punto esta idea tan
potente y tan provocadora desestabiliza seriamente la posibilidad o
la pretensión de trazar una línea nítida y precisa que nos permitiera
distinguir, separar, una cierta “zona”, una cierta “región” donde el
populismo sentaría sus reales de otro ámbito por completo diferente
que pudiéramos considerar libre de semejantes turbulencias.
Nada de eso, enseñaba Laclau en ese libro, e incluso si no cedié-
ramos a la tentación de traducir la frase que acabo de citar en el sen-
tido de una perfecta identificación, de la declaración de una exacta
sinonimia entre lo que designarían las palabras “política” y “popu-
lismo”, y aun si atendiéramos también (como sin duda es necesario
hacer) a las numerosas observaciones y correcciones que muchos
muy buenos lectores de Laclau han formulado sobre las tesis de este
libro que apenas hemos vuelto a abrir aquí muy rápidamente, lo
que es evidente es que a la salida de la lectura de ese libro tenemos
muchas más dificultades para considerar al fenómeno del popu-
lismo como un fenómeno extraño, patológico, excepcional o excén-
trico respecto a los modos “normales” de funcionamiento de la vida
política de los pueblos, y muchos más elementos para percibir algo,
4 | Eduardo Rinesi
al menos de la configuración que llamamos “populista” en el cora-
zón de cualquier sistema político de los que existen en el mundo.
¿Tiene sentido insistir sobre la naturaleza de ese “algo”? Si lo
tuviera (pero no es por aquí que quiero hacer avanzar mi argumento
en estas páginas), deberíamos insistir en el interés del señalamiento
de Laclau y de tantos otros sobre la esencial, la constitutiva (es
decir: la no “patológica”, sino fundante) ambivalencia que tiene la
categoría de la que la propia palabra “populismo” se deriva, que es
la categoría de “pueblo”. Que, como sabemos bien, designa a veces
(Laclau subrayaba esto con frecuencia) el todo del cuerpo social, lo
que los viejos romanos llamaban el “populus”, y otras veces una
parte (la parte pobre) de ese mismo cuerpo, lo que los viejos roma-
nos llamaban la “plebs”. Pero que nunca avisa –y nunca avisa por-
que nunca sabe– cuándo exactamente designa una de esas cosas y
cuándo nombra la otra, y que por eso oscila siempre entre la “tesis”
(llamémosla así) consensualista que piensa al pueblo como una uni-
dad colectiva más o menos armónica y unida y la “tesis” conflicti-
vista que piensa al pueblo como una facción de ese cuerpo colectivo
siempre en pugna con otra, opuesta, enfrentada, a la que suele nom-
brarse como “anti-pueblo” o –con otra voz de sabor antiguo– como
oligarquía. Por eso tienen razón (el problema no es que no la tengan,
sino que no resulta interesante el modo en que la tienen) tanto los
pensadores marxistas que acertadamente señalan que al pensar en
términos de “pueblo” (y allí esos críticos marxistas del populismo
ven siempre el fantasma del consensualismo armonicista) los popu-
listas no permiten ni se permiten ver, debajo de esa mascarada, la
verdad profunda de la lucha entre las clases, cuanto los pensado-
res liberales que con toda justicia observan que al pensar de esa
manera (y en esa manera de pensar los impugnadores liberales del
populismo notan siempre la amenaza de la vuelta de la tesis de un
conflicto irremediable entre los ricos y los pobres) los populistas
dejan en un segundo lugar a los individuos y a su deseo de superar
la “grieta” alentada por ese discurso gritón y belicoso.
Unos y otros –digo– tienen razón. Unos y otros –digo también–
resultan poco interesantes en su manera de tener razón, que es la
que les impide, a los unos y a los otros, pensar lo que la política
tiene siempre de tensión entre su “momento”, su dimensión, su
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esta palabra, “populismo”, el nombre de una monstruosidad, de una
patología o de una extravagancia cuya propia excepcionalidad nos
eximiría de la tarea de pensarlo. Pero si eso no es así, si estamos
dispuestos a aceptar, no digamos ya –en la perspectiva de la lec-
tura más provocadora y más extrema de la obra de Laclau– que toda
política es populista, pero sí, al menos, que el populismo es una
posibilidad cierta, frecuente y, si pudiéramos hablar así, “legítima”
en la organización de la vida política de nuestras sociedades, y si al
mismo tiempo esas mismas categorías que mencioné recién –la de
república, la de democracia– nos siguen resultando útiles y estimu-
lantes para nombrar formas virtuosas y deseables de organización
política de esas sociedades que tenemos, entonces no solo es legí-
timo, sino que es necesario, que nos preguntemos por los modos en
los que esas ideas de república, de democracia y de populismo dia-
logan entre sí, por las relaciones que aquello que esas palabras nom-
bran han sostenido en nuestra experiencia histórica y por la forma
en la que en el interior de ese diálogo, y solamente allí, podemos
trazar las coordenadas de la discusión que es necesario que siga-
mos sosteniendo sobre el lugar que ocupan o que deben ocupar en
nuestra vida colectiva determinados valores fundamentales como lo
son (voy a mencionar apenas dos, decisivos, a los que me gustaría
referirme en este escrito) la libertad y los derechos. Los menciono
en este orden porque posiblemente sea en este orden como estos
dos problemas fundamentales de la organización política de nues-
tras sociedades (y del pensamiento político sobre esa organización)
hayan aparecido en nuestra escena histórica más reciente.
En efecto, parece posible sostener que, a la salida del último ciclo
de dictaduras militares, o cívico-militares, que asolaron la región
en la década de los 70, el valor más importante en nuestras repre-
sentaciones sobre lo que nos imaginábamos como una vida pública
deseable era el valor de la libertad. Eso era, desde luego, entera-
mente comprensible. Veníamos de experiencias políticas donde las
formas más elementales de la libertad nos habían sido arrebatadas,
y nos imaginábamos una sociedad digna de ser vivida como una
sociedad donde rigieran de manera plena esas libertades que añorá-
bamos. Por lo demás, en contextos sociales signados por fuertes
procesos de desindustrialización y, por consiguiente, también de
8 | Eduardo Rinesi
o “libertad-de”, y el componente “democrático” de la libertad posi-
tiva, o “libertad-para”.
Entre esos dos tipos de libertad, los sistemas políticos de nues-
tros países prevén distintas formas de combinación, articulación o
mezcla, pero si tuviéramos que decir cuál fue en general el tono que
dominó el proceso de fundación o refundación, después de las dic-
taduras, de los regímenes liberal-democráticos que aún tenemos, yo
diría que fue un tono decididamente más cercano al polo “liberal”
anti-estatalista, asociado a la idea de que los ciudadanos no delibe-
ran ni gobiernan sino a través de sus representantes, y que estos les
garantizan a cambio de eso el usufructo de una libertad negativa que
se comprometen a no mancillar ni amenazar, que al polo democrá-
tico participativista que en algún momento de esos procesos pudo
haber despertado algún entusiasmo, pero que iría perdiendo consis-
tencia y densidad en el mix que se terminó configurando.
Y que, de más está decirlo, se fue desbalanceando cada vez
más en dirección al privilegio de esta idea “negativa” de la liber-
tad cuando los énfasis “liberales” que dominaron los procesos de
reconstrucción institucional de las pos-dictaduras dieron lugar a
los aún más estridentes entusiasmos “neo-liberales” de la última
década del siglo. Ahí sí que la idea de la libertad como no inter-
ferencia de ningún poder externo sobre la perfecta soberanía del
individuo sobre su propia vida se terminó de imponer incluso sobre
cualquier módico proyecto de una libertad entendida como capaci-
dad de ese individuo de reponer algo de un sentido colectivo de la
vida en común a través del establecimiento de alguna forma de lazo
de reciprocidad con los demás. Ahí sí que el principio (digamos,
para simplificar muchas discusiones: “vertical”) de la representa-
ción se terminó de imponer sobre el principio “horizontal” de la
participación popular “deliberativa y activa”, como decía la filósofa
canadiense Carole Pateman leída por aquí, en esta clave, en aque-
llos años que ahora recordamos. Ahí sí que entre los ciudadanos y
sus representantes se terminó de profundizar un hiato o un abismo
que en muchos de nuestros países dio lugar a variados diagnósti-
cos sobre “crisis de legitimidad”, de “representatividad” o incluso
“de la política” misma, crisis que estuvo en la base, ciertamente, de
algunos episodios más o menos sonoros que solemos ubicar como
10 | Eduardo Rinesi
gobiernos populistas no desarrollaron por su parte alguna otra idea,
diferente, sobre la libertad.
Respecto a la primera cuestión, y puesto que, como queda dicho,
no podríamos empezar a abordarla seriamente sin un análisis por-
menorizado de los distintos casos nacionales, déjeseme apenas
dejar indicada una sospecha, o una impresión muy general. En todo
caso, propongo esta impresión como una hipótesis a ser testeada
eventualmente por medio de una o varias investigaciones de carác-
ter más empírico: sospecho que las experiencias políticas guberna-
mentales que aquí estamos considerando, y que estamos llamando,
de manera general, “populistas”, pudieron convivir bastante bien
–con más y con menos, sin duda alguna, y sin duda también que de
maneras diferentes en los distintos países de toda la región– con el
anhelo de sus ciudadanos de seguir gozando de grados amplios (que
incluso, en muchos casos, se volvieron aún mayores) de libertad
negativa o –como ya dije– “liberal”.
Quiero decir: que en la rara “mezcla” que representan esas
experiencias políticas que aquí estamos considerando, pudieron
incorporarse como “ingredientes” no necesariamente antagónicos
algunos de los rasgos propios de los modos de construcción política,
de interpelación colectiva, de construcción identitaria y de configu-
ración de liderazgos populistas y también un fuerte aprecio por el
valor liberal de la libertad negativa individual. Como digo, es posi-
ble que este mix de principios y valores haya tenido en cada país
una configuración singular y propia, pero en todo caso me atrevo a
sugerir que, en por lo menos algunas de las experiencias más emble-
máticas de este reciente ciclo político pos-neoliberal, nuestros paí-
ses (estoy tentado a ejemplificar con el que más conozco, que es
el mío, donde algunas de las medidas adoptadas por los gobiernos
populistasde 2003 a 2015 son de notoria inspiración liberal: elimi-
nación de las figuras de las calumnias y de las injurias del mapa
de las posibilidades de censura estatal a la libertad de prensa, ley
antimonopólica de servicios de comunicación audiovisual, decisión
gubernamental de no reprimir la protesta social) han experimentado
un aumento interesante de libertades negativas de sus ciudadanos.
¿Y las libertades “positivas”? Aquí también la cosa debería ser
estudiada caso a caso, y es muy posible que una mirada benevolente
12 | Eduardo Rinesi
sobre si nuestros gobiernos populistas fueron más o menos respe-
tuosos, promotores o entusiastas de las libertades negativas y posi-
tivas de sus ciudadanos, lo que es indudable es que introdujeron
como un valor fundamental en nuestras discusiones públicas y en
la fundamentación de muchas de sus decisiones políticas más rele-
vantes otra idea, no contradictoria sino complementaria, pero cier-
tamente diferente a estas dos que hemos estado considerando, sobre
la libertad. Me refiero a la idea de libertad (y de nuevo habría que
estudiar la cosa caso por caso país por país, pero inmediatamente
me vienen al recuerdo resonantes discursos y no menos resonantes
decisiones de los presidentes Chávez, Kirchner o Morales) que parte
de entender que ningún ciudadano puede ser libre, que ningún indi-
viduo puede ser libre, en un país que no es libre. Que la libertad, en
otras palabras, es un asunto que concierne a los países y no solo a
los individuos que los habitan, y que el sujeto de esa libertad no son
por lo tanto solamente (aunque por supuesto que son, también) los
ciudadanos considerados individualmente, sino el pueblo enten-
dido como un sujeto colectivo.
Esta idea de libertad, entendida entonces como libertad colec-
tiva de un pueblo, es, en efecto, una presencia muy fuerte en los
discursos políticos y en la fundamentación de la acción política de
los gobiernos del ciclo populista que aquí estamos considerando:
está en la base de una cantidad de definiciones muy importantes
en relación con el mundo de las finanzas internacionales, con el
mundo de los monopolios comunicativos, con los problemas de la
política energética, con las respuestas a las propuestas neocolonia-
les de organización del comercio internacional y con muchas otras
cosas. La libertad, entonces, como valor colectivo y no solo como
valor individual; la libertad como libertad del pueblo (como sobera-
nía, pues) y no solo como libertad de los ciudadanos. Y la libertad
(lo apunto de pasada: habrá que volver sobre este asunto más ade-
lante, sobre el final de estos apuntes) como un valor que se realiza,
no frente al Estado y contra él, sino a través de un Estado que se
presenta ahora, a diferencia de lo que ocurre en el universo libe-
ral, no como su amenaza sino como su garante. Por supuesto, esta
idea de libertad no es nueva ni es un invento latinoamericano. Tiene
una larga militancia en el pensamiento político moderno (Quentin
14 | Eduardo Rinesi
oponiendo las ideas de república y de populismo, en lugar de hacer
lo que nosotros trataremos de hacer acá: retomar la antigua discusión
sobre la existencia de distintos tipos de república, y plantear la pre-
gunta por su relación con el problemático concepto de populismo.
Esa discusión sobre la existencia de distintos tipos de república
se remonta por supuesto a tiempos muy lejanos, pero nosotros pode-
mos ir a recuperarla a un momento en la historia de las instituciones
y de las ideas políticas de Occidente del que no nos separan más que
cinco siglos, y que está en la base de muchas de nuestras represen-
taciones y de las grandes líneas maestras por las que circuló el pen-
samiento político moderno. Me refiero, claro, al gran Renacimiento
italiano, en el que se bosquejó, de la mano del despliegue de dos
experiencias políticas notorias, la distinción fundamental entre un
tipo de república signada por el gobierno de las buenas leyes y de
una élite virtuosa y sabia, capaz de mantener la armonía (la “sere-
nidad”, se decía) del cuerpo social aun si el costo de esa armonía y
de esa estabilidad era la exclusión de la vida pública de los sectores
sociales que quedaban fuera de los beneficios de la distribución de
los bienes y de los males sobre los que esa organización se sostenía,
y otro tipo de república sostenida sobre la participación activa, viva,
eventualmente (y con frecuencia) tumultuosa, como decía Maquia-
velo, de los distintos grupos y sectores de la sociedad, y por lo tanto
sobre la centralidad del conflicto, y no ya del consenso, como motor
de la vida común y como camino hacia la producción de las buenas
leyes. El primer modelo era el de la república veneciana; el otro,
el de la república florentina. Que era un tipo de república, diferente
del primero, menos inspirado en el virtuoso modelo de la Esparta de
Licurgo que en el turbulento ejemplo de la Roma de las célebres
luchas entre patricios y plebeyos, pero que no por ser un tipo de
república distinta dejaba de ser lo que notoriamente era: un tipo
de república. Un tipo de república conflictiva y popular, o democrá-
tica, por oposición a otro tipo de república serena y minoritarista,
o aristocrática. La distinción es importante y llena de interés para
pensar la historia de las ideas y de las instituciones de nuestros
países de América del Sur. Vuelvo pues por un momento al mío,
a la Argentina, para destacar la importancia, con relación a este
tema, de un libro reciente de Cristian Gaude, quien contrapone esos
16 | Eduardo Rinesi
significados de las palabras en la historia, el ya dos veces mencio-
nado John William Cooke solía decir que “en la Argentina, los ver-
daderos comunistas somos nosotros, los peronistas”. Quería decir,
claro, que el ánimo igualitarista, emancipatorio, revolucionario, que
asociamos con la palabra “comunismo”, en las precisas circuns-
tancias políticas argentinas se expresaba mejor en el movimiento
creado por Juan Perón que en las filas, las ideas y las opciones polí-
ticas de los dirigentes del PC. ¿No valdría la pena, parafraseando
hoy al autor de esa tan interesante provocación, afirmar que en la
Argentina y en toda América del Sur, hoy como ayer, los verdaderos
republicanos somos nosotros, los populistas?
Pero habíamos dejado dicho más arriba que íbamos a repasar los
modos en que estos populismos se ocuparon de la cuestión de la
libertad y de la de los derechos, y solo hemos hablado, hasta acá, de
las primeras. Me gustaría entonces terminar estas consideraciones
diciendo dos palabras sobre la centralidad de la idea de derechos en
la retórica y entre las inspiraciones más notorias de las políticas
impulsadas por los gobiernos populistas de los tres primeros lustros
de este siglo en toda la región; tres lustros de un proceso de lo que
ha dado en llamarse, en los discursos oficiales y en buena parte de
nuestras conversaciones, “democratización”de nuestras sociedades,
entendiendo por esto un movimiento, justamente, de ampliación,
profundización, universalización, de derechos. Es decir, de reali-
zación de derechos, en la medida en que los derechos, por defini-
ción, o son universales o no son. O no son, quiero decir, derechos.
Son, si acaso (si no son universales, si no son de todos), privilegios,
prerrogativas. Que es lo que de hecho son una enorme cantidad
de posibilidades con las que cuentan, en nuestras sociedades y en
cualquiera, algunos, y el único modo en que con mucha frecuen-
cia nos acostumbramos a pensar, naturalizando un cierto modo
de distribución de las chances de realización de las personas en
una sociedad injusta y desigual, que esas posibilidades pueden
distribuirse. Algunos (pongamos: los ricos) pueden ir a la univer-
sidad; otros, no. Algunos (pongamos: los heterosexuales) pueden
casarse; otros, no. Llamamos “democratización” al proceso en vir-
tud del cual una cantidad de posibilidades vitales de las personas,
que nos habíamos acostumbrado a naturalizar como privilegios o
18 | Eduardo Rinesi
lado de las cosas malas, por así decirlo, sino del lado de las cosas
buenas, de la vida y de la historia.
¿Está bien decirlo así? No: no está bien, o por lo menos resulta un
tanto simple. Pero este modo muy simple de decirlo me dará motivo
para terminar ya estas notas demasiado extensas con una última
consideración, precisamente, sobre la necesidad que tenemos hoy,
en nuestros países, en las ciencias sociales y políticas de nuestros
países, de tener una teoría sobre el Estado mejor, menos simple,
menos esquemática, más compleja, que las que en general tenemos.
Porque estas teorías sobre el Estado que en general tenemos suelen
oscilar entre una de dos posiciones extremas e igualmente pobres.
Algunas, en la estela de las grandes tradiciones críticas, emanci-
patorias, de la filosofía política del último par de siglos, tiende a
hacer del Estado un enemigo de la libertad individual y colectiva,
una parte de los problemas que las sociedades tienen que resolver
en el camino a su emancipación, o incluso el nombre mismo de
lo que esas sociedades deben destruir para alcanzar su plena rea-
lización. En muchas de nuestras mejores tradiciones, el Estado es
pensado como una superestructura al servicio de la reproducción
de relaciones sociales muy injustas, o bien como un disciplinador
compulsivo de nuestras sociedades, o como un violador serial de los
derechos humanos de sus ciudadanos, o como una mezcla de todas
esas cosas. Y no hay duda, ninguna duda, de que todas esas cosas el
Estado es. Pero tampoco hay ninguna duda, como hemos aprendido
bien en la historia latinoamericana más larga y también en la más
corta, que no es del otro lado del Estado donde nos espera la libertad,
la autonomía finalmente conquistada o la felicidad de los hombres
o de los pueblos. Que lo que del otro lado del Estado suele haber
es el funcionamiento más desatado de las fuerzas del mercado, la
intemperie más inclemente y más cruel, la falta de protección más
absoluta. Y que, al contrario, es gracias al Estado y de la mano del
Estado que los individuos y los pueblos pueden y suelen conquis-
tar dosis mayores de soberanía (de “libertad republicana”, decíamos
más arriba) y de derechos. Tenemos libertad, en efecto, y tenemos
derechos, justo porque tenemos Estado, y no a pesar de él o contra
él. ¿Y entonces? Entonces (y ahora sí termino), tenemos que poder
pensar, y este es un desafío particularmente interesante para nuestra
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20 | Eduardo Rinesi
Signos y realizaciones republicanas en América Latina:
líneas gruesas para el diálogo con los populismos
II
| 21
exigencias a un republicanismo entendido como marco totalizante
de análisis:
En la interesada furia de algún que otro converso políticamen-
te urgido, se ha llegado a exigir de todo al republicanismo: que
contribuya a la ‘construcción europea’, que dé un nuevo sen-
tido de lealtad ‘patriótico-comunitaria’ a los ciudadanos, que
forme más ‘capital social’ en la ‘sociedad civil’, que apuntale
al amenazado ‘Estado de Bienestar’... ¡Y hasta que sea com-
patible con la monarquía española o con el regeneracionis-
mo ‘democrático’ del neoclerical Partido de Acción Nacional
mexicano! (Bartomeu y Domènech, 2004: 28)
3 Ese autor desentrañó las rutas por las que los esclavizados comprendieron,
republicanamente, que la lucha por su libertad debía asentarse en la destruc-
ción de la posibilidad de establecer relaciones de propiedad con otros seres
humanos, y la apropiación y defensa del territorio para, con control sobre él,
desterrar la ocasión de la esclavitud: la transformación de la estructura de
propiedad era imprescindible para hacerse libres y permanecer como tales.
Así fue; la revolución produjo una reforma agraria radical que convirtió a Haití
“en el país más profundamente campesino del Caribe”, y garantizó la vida de
una mayoría de la población, incluso, hasta las políticas neoliberales de los
90. Su análisis, además, confirma que la revolución haitiana no emergió de la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano ni de la Asamblea
Nacional Constituyente francesa, sino que se gestó en las acciones de los pro-
pios esclavos, que definieron racialmente la ciudadanía como forma de uni-
versalizar y conservar la libertad. Con su radicalidad y límites, esa Revolución
no calcó la francesa; pero tampoco fue ajena o contraria a ella.
4 Análisis más específicos sobre la cuestión han notado que no fue propiamente
una exclusión del cuerpo nacional lo que sucedió con grupos subalternizados,
sino que ellos fueron parte integral de las repúblicas liberales, pero con arre-
glo a refinados mecanismos que garantizaban su posición subordinada. Ver:
Sanders, 2009; Barragán, 1999; Larson, 1979; Guerrero, 2000.
5 En esa línea, Rousseau había hablado del derecho natural a la existencia como
principal de la política y, en los mismos términos, Robespierre invocó a la
necesidad de una economía política popular, solo a través de la cual sería
posible habilitar condiciones de independencia recíproca que permitiesen el
despliegue de la ciudadanía.
III
IV
Valeria Coronel*
| 43
el velasquismo y los movimientos políticos de izquierda nacional
popular que marcaron la política de los años 30 y 40 en el Ecuador.
La invisibilización del socialismo, el liberalismo social, el
comunismo y los pactos cívicos militares que compusieron en dis-
tintos momentos el bloque democrático, como se llamaba la ten-
dencia nacional popular del momento, tiene varias explicaciones
que hemos abordado en otro lado. Aquí nos interesa apuntar el
impacto de ignorar la disputa política entre el velasquismo y el
bloque político que encerraba una historia de articulaciones nacio-
nal-populares en la comprensión del sendero recorrido por la hete-
rogénea gama de subalternidades. Esta se hallaba en conflicto con
su articulación política con los partidos, desde el ciclo de las gue-
rras republicanas hasta la era de los partidos sociales de la crisis
del 30. Asimismo, soslaya toda comprensión del impacto que esa
tendencia política tuvo en la formación de la “identidad pueblo”
sobre la conversación política entre campesinos, indios, y varias
clases de trabajadores, así como su influencia en la formación del
Estado garantista y el régimen de derechos políticos y sociales en
el Ecuador.
Para comprender este fenómeno –dentro del cual el velasquismo
es una tendencia en contraposición, aunque de raigambre conserva-
dora evolucionada en un conservadurismo social y una apelación
moral–, abordamos en las siguientes páginas el ciclo histórico en el
que se construyó el liderazgo del bloque democrático entre el libe-
ralismo social y las izquierdas –de influencia mariateguista– en el
periodo de entreguerras. En este se fraguó una articulación política
nacional popular renovada, un ciclo de auge contemporáneo a la
crisis oligárquica y en diálogo con los populismos de izquierda de
América Latina, como el de Cárdenas en México.
Como lo describe Ruy Mauro Marini en sus memorias, el ala radi-
cal de la teoría de la dependencia había surgido de un divorcio teó-
rico con la CEPAL y un divorcio político estratégico con la izquierda
histórica, representada por el Partido Comunista y el Partido Socia-
lista de cada país. Particularmente errado resultaba a la generación
del 70 el enfoque comunista de lo que se conocía como la estrategia de
la revolución democrático-burguesa, antiimperialista y antifeudal,
dentro de la cual se habían construido articulaciones políticas entre
44 | Valeria Coronel
organizaciones de clase y facciones progresistas de la burguesía
(Marini, 2012).
En el marco de los cambios que operaban en el capitalismo global
a inicios del neoliberalismo y en vista del carácter que había asu-
mido el proceso de modernización en cada país, los intelectuales de
la generación del 70 denunciaron el lazo de dependencia que unía a
la burguesía con la élite terrateniente. Se declararon escépticos del
ideal democrático nacional y de las tácticas de la “guerra de posicio-
nes”, para concebir la revolución dentro de un horizonte poscapi-
talista. Este giro teórico encontró interlocutores muy destacados en
el Ecuador; de él formaron parte activa, desde su vida universitaria,
los sociólogos Fernando Velasco, Agustín Cueva y Andrés Guerrero,
entre otros.
Los mencionados autores se referían a las coaliciones políticas
identificadas como democráticas y populares forjadas tras la cri-
sis oligárquica y del mercado mundial del periodo de entreguerras
(1925-1946). Incluso, sin voluntad expresa, descalificaron como
inconveniente a aquella confluencia de actores: agendas campesi-
nas de diversas regiones del país y las burguesías republicanas en el
ejército revolucionario. Este logró el triunfo militar contra el progre-
sismo conservador elitista y dio origen a la refundación del Ejército
Nacional, así como a la construcción de la compleja hegemonía del
Partido Liberal a la cabeza del Estado entre 1895 y 1925. Las imáge-
nes de una clase media pusilánime, de un campesinado demasiado
legalista, de un Estado ventrílocuo pusieron una manta de incredu-
lidad sobre toda la disputa política por posiciones dentro de una
sociedad atravesada por relaciones de poder altamente cuestiona-
das, puesto que no parecía verdaderamente poscapitalista.
Paradójicamente, la izquierda de la generación del 30, elemento
sustantivo del bloque democrático que dictaba la Constitución
democrática de 1944, consideraba que habían logrado sentar las
bases para la participación organizada y dirimente del pueblo en la
política, y para una dirección radical de la democracia. Signo de ello
era su poder de movilización, el peso de su agenda y su representa-
ción en el proceso constituyente, así como el proceso organizativo
que daba a luz plataformas nacionales de trabajadores y campesinos.
Mientras que, después del golpe perpetrado contra esa constitución
46 | Valeria Coronel
vía democrática. El autor describe el movimiento reformista de la
Revolución Juliana (1925) como una expresión de la clase media
con poca incidencia o capacidad de construir una alternativa de
salida de la crisis oligárquica. Para Cueva, solo en el caso de México
la confrontación de un pueblo mayoritariamente campesino contra
la oligarquía llevó a una salida de la crisis del tipo revolución demo-
crática. En los demás era impensable una revolución democrática
en los años 30, y se llegó a los años 40 “con una crisis estructural
no resuelta, sin alternativas burguesas claras” (Cueva, 2012: 229),
sumada a movimientos plebeyos con presencia campesina y clases
medias débiles. Este fue el escenario hasta el año 1945 cuando se
abriera un nuevo ciclo de acumulación de capital y con este toma-
ran forma los populismos (Cueva, 2012: 229-234).
En esa perspectiva, el populismo solo tenía una expresión preca-
ria y esta era con el dirigente de raigambre conservador José María
Velasco Ibarra, a quien se identifica como el gestor de la primera ver-
dadera salida a la crisis de la plutocracia liberal. Velasco, en su inter-
pelación a las masas, habría superado ampliamente lo que Cueva ve
como la deficiencia del reformismo y el fracasado retorno conserva-
dor. Habría logrado llenar este vacío de poder mediante la iniciativa
de articular por primera vez a las masas populares a su liderazgo y,
con este respaldo, conducir la transición hacia el nuevo ciclo de la
posguerra. Bajo esta perspectiva, Velasco Ibarra, quien había dado
precisamente el golpe al bloque democrático que empujóa la con-
frontación y al proceso constituyente de 1944, habría sido el gestor
de una transición entre una etapa oligárquica y una etapa burguesa
dependiente de desarrollo capitalista que inicia en 1945 un nuevo
ciclo de acumulación de capital (Cueva, 2012). Ya en la posguerra,
alimentados por nuevos flujos de capital y el respaldo internacio-
nal, habrían emergido movimientos democráticos de nuevo cuño,
dirigidos por facciones modernizadoras de la élite.
Para Cueva, el populismo traducía la precariedad de la burguesía
y del proletariado, por tanto, la imposibilidad de una revolución
democrática; en este sentido, en una discusión de la década del 70,
discrepaba con Ernesto Laclau respecto del potencial democrático
del populismo, al tiempo que descalificaba teóricamente el con-
cepto hegemonía por traer consigo una peligrosa confusión entre
48 | Valeria Coronel
“Doctor Dinero” no inauguraba la política financiera basada en los
estándares del oro, no era el primero en hablar de la intervención
del Estado en la economía –ya Luis Napoleón Dillon introdujo esa
reforma en la primera junta de la Juliana– ni de la necesidad de
garantizar niveles de consumo a la “clase media”, pues estos progra-
mas tenían antecedentes en el siglo XIX y en las primeras décadas
del siglo XX (Rodríguez, 1992). Lo que la misión Kemmerer hizo fue
certificar al Ecuador como una economía ante los Estados Unidos, lo
cual no fue una garantía de cooperación, puesto que ese mismo año se
quebró el sistema financiero mundial (Drake, 1995; Rodríguez, 1992).
La mirada de la Juliana como una transición hacia la consolida-
ción oligárquica ha sido discutida por autores concentrados en el
estudio de un fenómeno disonante con el clásico comportamiento
oligárquico y de los partidos tradicionales, que fue el fenómeno
velasquista. Ocho años después de la Juliana, en 1933, Velasco tuvo
su primera presidencia. De un total de cinco periodos de gobierno
hasta la década del 70, se había distinguido por su estilo demagó-
gico enardecido y por una notable capacidad de movilización de
multitudes. Frente a la poca claridad sobre el proceso de organi-
zación popular de izquierdas de la década del 40, este fenómeno
resultaba una excepción en medio de un campo político caótico y
supuestamente convencional y, por tanto, llamó la atención a todos
los estudiosos del caso ecuatoriano. Varios autores han intentado
caracterizar el fenómeno velasquista: unos lo describen como la vía
ecuatoriana al populismo, otros como un caudillo oligárquico; todos
coinciden en que esta fue la primera vía de entrada de las masas en
la política nacional.
Entre los trabajos sobre el velasquismo destacan el debate entre
Agustín Cueva y Rafael Quintero, y los más recientes trabajos de
Juan Maiguashca, Lisa North y Carlos de la Torre, los cuales han
debatido sobre la naturaleza de la articulación de los sectores popu-
lares que logra Velasco Ibarra en sus dos candidaturas de 1933 y
1939, siendo, para muchos, la primera articulación de las masas en
la vida política nacional y, por tanto, un caso de populismo en el
Ecuador del siglo XX. Para Cueva, el velasquismo se alimentaba del
subproletariado costeño y de la clase media serrana; para Quintero,
el populismo velasquista era un mito, pues, lejos de crear y politizar
50 | Valeria Coronel
del conjunto latinoamericano, precisamente por haber tenido las
condiciones para la emergencia de un populismo con raigambre
de izquierda y republicana. En este confluyeron, por una parte, un
campesinado configurado en los conflictos en el plano regional, en
la resistencia contra la usurpación y los intentos de predominio
forzoso del gamonalismo, que logró constituir una gran confedera-
ción campesina interétnica en la década del 30 y, por otra parte, una
amplia sindicalización, la cual también logró configurar una central
obrera definida como bloque ciudadano en apoyo del polo democrá-
tico de la política en el país.
El caso ecuatoriano se caracteriza por una oligarquía –en con-
tra del mito– dividida y confrontada entre sí, que asume la forma
de partidos políticos, uno de los cuales, el republicano, articula
antagonismos populares al gamonalismo y el colonialismo interno.
Es una oligarquía que no logra construir una alianza elitista para
sobreponerse a las presiones, como se lo hizo en Colombia contra
el republicanismo popular, o en la república oligárquica peruana.
La oligarquía ecuatoriana no está fortalecida por el capital interna-
cional directo como en Bolivia lo estuvo hasta la década del 30. Es
así como el Partido Republicano o Liberal Radical, que se fundara
en 1845 y conquistara el poder por 25 años en 1895, se mantuvo
con base en un delicado cálculo de la hegemonía que debía ofrecer
necesariamente arreglos democráticos y confrontar la dominación
señorial. Sobre las fracciones de ese partido se construyó la salida
a la crisis de mediados del 20; salida que fue inspirada por el libe-
ralismo social y el socialismo, pero que alcanzó dimensiones de
redistribución y de empoderamiento político del pueblo porque fue
encendida y condicionada por un campesinado y unas clases medias
pueblerinas a lo largo del territorio nacional que habían mantenido
sus demandas ante la justicia suspendidas por demasiado tiempo y
condicionaron a los acaso tímidos reformistas a un proceso de cam-
bio muy significativo entre 1925 y 1945.
El segundo factor, de importancia similar o mayor, fue la pre-
sencia de este campesinado indígena en la Sierra, de comunidades
libres en la sierra central y del campesinado inserto a la hacienda
en el norte. Mantenía redes económicas y de representación política
más amplias que las de la aldea campesina en circuitos mercantiles
52 | Valeria Coronel
reformas jurídicas, las cuales declaran la tierra como un objeto de
políticas de orden público antes que de consagración de la propie-
dad individual excluyente (1929), ciclos de redistribución amplia
y tribunales reforzados para el cumplimiento de leyes de trabajo.
Además, estos procesos permiten la reconfiguración del esquema de
representación política democrática hacia un sistema de represen-
tación funcional popular y mayoritario en la Asamblea Legislativa
(1929-1945). Asimismo, posibilitan el control de organismos del
Estado sustantivos: el gobierno interno y la justicia, así como la pre-
visión social, la tierra y el trabajo en el país. Por otro lado, mantiene
relaciones internacionales particularmente activas en los años del
liderazgo internacional del cardenismo y, hacia 1945, exploró una
reforma estatal compleja tendiente hacia el control popular de las
garantías, el sistema electoral, y los espacios de toma de decisiones
con participación sindical y corporativismo popular beligerante.
El respeto a esta generación en el Ecuador ha influido en la clau-
sura del problema de la hegemonía y de sus herramientas teóricas
hasta muy recientemente. Para volver visible la configuración de
un populismo de izquierdas es necesario hacer una lectura distinta
de: a) la izquierda de entreguerras, de su compleja composición,
y de cómo se produjo la articulación política de diversos tipos de
antagonismos subalternos y de las periferias del poder político en
el bloque partidista, reconocido como democrático y de izquierda;
b) de cómo ello condujo a la concepción de un colectivo mayor y
complejamente compuesto de lo nacional-indoamericano, lo nacio-
nal-popular, y c) cómo esto se tradujo en una forma de Estado que
alimentó un repertorio de interlocución entre la sociedad civil y el
Estado de tipo democrático.
Había dos populismos en construcción, de distinto signo, y cons-
truidos precisamente sobre el mutuo antagonismo entre derecha e
izquierda del espectro político. Esta polarización traducía una his-
tórica fractura desde arriba y un largo proceso de construcción de
bases populares en los tradicionales partidos Liberal y Conservador.
Ellos alcanzaron una nueva dimensión en la política de articulación
de lo popular en la derecha de entreguerras y en el bloque democrá-
tico, nacional y popular, reconocido como la izquierda en este mismo
periodo. En su distancia de la estrategia del Partido Comunista, el
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58 | Valeria Coronel
Disputas entre populismo, democracia
y régimen representativo: un análisis desde
el corporativismo en la Cuba de los 30
| 59
y la separación entre público y privado. Estos contenidos “libera-
les”1 serían los que evitan la pretensión del populismo: imponer “la
simple decisión de un gobierno electo sobre lo que arbitrariamente
supone que el pueblo quiere o necesita” (Peruzzotti, 2008: 110-11).
El argumento opera con una noción de democracia (liberal) como
cuestión básicamente procedimental. Con ello, la reduce a un “régi-
men político”. Kurt Weyland lo hace así en su caracterización del
populismo: este da forma a patrones de reglamentación política,
y no a la distribución de beneficios o pérdidas socioeconómicas
(Weyland, 2004: 30). La perspectiva se remite al debate sobre “sis-
tema institucional, reglas conocidas y resultados inciertos”, en un
formato que contiene específicos actores, reglas e instituciones. No
obstante, la demanda por reconocer la cuestión social, y por hacerla
inscribir en las políticas estatales, que es central en el populismo,
entiende a la democracia como un “sistema productor de decisiones
económico-sociales” (Franco, 1993).
En mi opinión, el argumento de Francois Furet sobre el jacobi-
nismo revolucionario francés –aunque no es reconocido como un
origen de tales tesis– ha sido trasladado sin criba, y sin contextuali-
zación, a la visión “populista” sobre la soberanía popular. Sobre esa
transferencia, se ha construido una narrativa genérica por encima de
las especificidades de los casos concretos que entiende, ahistórica-
mente, a la democracia liberal como sinónimo exclusivo de demo-
cracia. La tesis de Furet contiene los ítems de la reflexión teórica
actual aplicada al populismo que cuestiona la dicotomización del
espacio social –amigos vs. enemigos–, y la desconstitucionalización
del ámbito político –intercambio de derechos sociales por dere-
chos políticos, expresión homogeneizada de la soberanía popular y
monopolio del poder que la representa– con que operaría este pro-
ceso (Furet, 1980). Sin embargo, si su argumento falla al explicar la
historia política de la Revolución francesa como “burguesa”, (Gau-
thier, 19 de julio de 2014) es más problemático aún que pretenda
1 Para una crítica de la genealogía “liberal” de los derechos ver Linebaugh, 2013 y
Pirello, 2012.
2 Las obras de Annino (1994), Kapcia (1997) y Whitney (2010) han utilizado la
perspectiva del populismo para interpretar el proceso cubano de esta fecha.
Para el caso de Ecuador, ver Cueva, 1989; Quintero, 1980; Menéndez-Carrión,
2007. Para Bolivia, ver Rivera, 1985; Zavaleta, 2011. Para un análisis compara-
do sobre el populismo clásico en la región, ver Knight, 2005.
II
8 Un obrero del Central Santa Lucía, que firmó su carta como “un cubano”,
escribió a Carteles lo siguiente el 21 de julio de 1936: “Este central […] hace
muchos años es una ´una república chiquita`, se cometen los mayores atrope-
llos con los obreros, y cuando alguno osa levantar su voz en protesta es inme-
diatamente expulsado del territorio de Santa Lucía por “comunista”, como ha
pasado ahora en la colonia bananera, que aparte de su caña tiene este central”
(Opinión Ajena n.° 33, agosto 16: 55-56).
Bibliografía
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Populismo e instituciones:
un debate pendiente
Las gelatinosas instituciones de la
“populismología” contemporánea*
* Este trabajo es una versión modificada del texto publicado en Revista Estudios
Políticos (Universidad de Antioquia), Número 52, pp. 106-127. http://doiorg/
10.17533/udea.espo.n52a06
** Sociólogo, profesor-investigador, Facultad Latinoamericana de Ciencias
Sociales (FLACSO), Ecuador.
*** Doctora en Ciencias Sociales Universidad Nacional de La Plata, Argentina.
1 Extracto del discurso de P. Iglesias pronunciado el 5-10-2016. Ver, https://
www.youtube.com/watch?v=J2W1JM5nP-s (accesado el 1 de marzo de 2018).
| 81
construcción y gestión institucional? ¿No nos repiten acaso a dia-
rio los grandes medios que el populismo es una forma de ejerci-
cio de poder que avasalla las instituciones (y no que es destrozado
por ellas)? La confusión de nuestro hipotético lector de un diario
latinoamericano no puede ser más justa. Despejarla, quizás por ello
mismo, no parece una empresa sencilla. Un primer punto de apoyo
para acometer dicha tarea sería aludir al carácter polisémico de la
categoría populismo –derivado de sus diversos usos y campos fun-
cionales– para de inmediato pasar a afirmar que, desde sus especí-
ficos puntos de vista, tanto el populismo encarnado en el discurso
de Iglesias como aquel de la prensa liberal-conservadora en América
Latina pueden llevar parte de razón y que, aún más, comparten algo
sin saberlo: una mirada dicotómica, y de mutua exterioridad, entre
el mundo de las instituciones políticas y la nebulosa del populismo.
2 El interés teórico de Laclau por el populismo data de la década del 70, con su
primera obra Política e ideología en la teoría marxista, referida al vínculo entre
pueblo y clases –populismo y socialismo– y a la estrategia que debe construir
el bloque de izquierdas en América Latina en el marco de la existencia de mo-
vimientos nacional-populares. No obstante, es en La razón populista cuando
tal interés se plasma efectivamente en una teoría política del populismo.
6 Ver Barros, 2014. Como ya se dijo, durante los noventa se habló de “gobier-
nos neopopulistas” (Fujimori, Menem, Bucaram) con programas políticos que
se colocaron en las antípodas de los llamados populismos clásicos. Para este
tema, ver Viguera, 1993.
7 Por populismo clásico se hace referencia a las experiencias emergidas en
América Latina, especialmente en Argentina, Brasil y México, a raíz de las
crisis económicas de la década del 30, caracterizadas por liderazgos “caris-
máticos”, como el de Perón, Vargas y Cárdenas, respectivamente, por un mo-
delo de desarrollo orientado al mercado interno, sostenido en un proceso de
industrialización y aupado por una fuerte intervención estatal. Asimismo, el
tipo de alianzas sociopolíticas se basaba en un acuerdo tripartito, entre Estado,
movimiento sindical y empresarios; finalmente, la incorporación de grandes
sectores de la sociedad a la comunidad y sistema políticos habría operado por
medio de canales impulsados “desde arriba”, con una débil autonomía de la
sociedad. Ver Ianni, 1975.
La corrosión populista
8 Según el propio Velasco Ibarra relató, esta frase fue pronunciada por él en
Colombia durante uno de sus exilios (Sosa-Buchholz, 2006).
La ruptura populista
El sedante institucionalista
12 Cursivas nuestras.
Quebrar el impasse
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Íñigo Errejón*
| 105
haciendo de las propuestas políticas un espacio idealizado con
escasa capacidad de intervenir en el día a día. Por eso se vuelve
imperiosa una teoría de la política, una teoría del Estado que no
renuncie a todas las complejidades, las miserias y los detalles no
tan hermosos del día a día de la actividad política. Me parece que
por más resbaladizo que pueda parecer este intento de estar tradu-
ciendo permanentemente un campo al otro, entiendo que es la única
posibilidad de fraguar herramientas intelectuales que sirvan para
mejorar la vida de nuestras sociedades y la vida de los pueblos. Este
doble movimiento nos previene tanto de la miseria de la coyuntura
y de lo cotidiano como del refugio religioso y estético de hacer teo-
rías bellas que renuncian a arremangarse y a mancharse con una rea-
lidad que siempre es más fea, más incómoda y más contradictoria de
lo que pueda figurar en los papers.
Una vez aclarado mi lugar de enunciación –el cual tiene que ver
con la voluntad de pensar los procesos de cambio político–, me gus-
taría señalar que los diálogos que están teniendo lugar entre América
Latina y el sur Europa contribuyen a impugnar ciertos prejuicios de
las ciencias sociales, configurados en los espacios históricamente
legitimados para fraguar los conceptos y las teorías. El entorno aca-
démico del que provengo suele estudiar los procesos políticos lati-
noamericanos como una especificidad propia de América Latina,
al punto de etiquetar a sus estudiosos de “latinoamericanistas”. Es
curioso que, por ejemplo, en los congresos de la Asociación Española
de Ciencia Política no haya mesas de germanistas, ni de francesistas,
pero sí de latinoamericanistas. Esto conecta con un prejuicio muy
arraigado en los estudios políticos y tiene que ver con suponer, por
un lado, que habría algo así como una forma de estudiar la política
universal –entendida como los sistemas políticos maduros produci-
dos por el norte– y, por otro, todo un subcampo de estudios particu-
lares propios de sistemas políticos menos maduros y más locales.
Si bien siempre he impugnado, tanto desde mi experiencia mili-
tante como académica, este prejuicio, no obstante, resultaba muy
difícil sortear estas etiquetas y hacer entender la mezquindad de
este marco normativo de los estudios políticos. En mi caso particu-
lar, siempre me interesó estudiar los procesos de cambio político en
América Latina, no tanto como una especificidad latinoamericana,
106 | Íñigo Errejón
sino como una forma de pensar la teoría política o teoría del Estado
en general. Pero esta actitud chocaba con cosas como: “si usted va
a trabajar América Latina debe presentar su paper o ponencia en
alguna mesa latinoamericanista”.
Estos razonamientos me dejaban perplejo, puesto que siempre
he pensado que los científicos sociales necesitamos pensar desde
los procesos más complejos y dinámicos y, a partir de ahí, verifi-
car y probar algunas de nuestras hipótesis. Sin embargo, esta acti-
tud colisionaba con el prejuicio de considerar que los lugares más
dinámicos no nos autorizaban a construir marcos teóricos para la
política o el Estado, sino tan solo elaborar una reflexión particula-
rista de algo así como, por ejemplo, los movimientos sociales en el
área andina. Dicho de otra manera, se asume que si vamos a hablar
de los sistemas políticos, del derecho constitucional o de los Esta-
dos, las experiencias latinoamericanas, debido a sus particulari-
dades, no tendrían nada que decir, a diferencia de Europa donde,
curiosamente, sí se estarían produciendo las experiencias univer-
sales y los marcos teóricos generales. Mientas que para estudiar
el Estado deberíamos centramos en los países del norte, los estu-
dios y metodologías de América Latina solamente servirían para
estudiar una comunidad indígena de seis personas que tienen unas
particularidades que son absolutamente imposibles de trasladar a
ningún caso general. No resulta aleatorio que exista más financia-
ción para crear metodologías que permitan estudiar las particula-
ridades de América Latina que para construir métodos que ayuden
a comprender sus formas estatales o institucionales. Por eso creo
que una verdadero desafío político hoy sería el de renunciar al
latinoamericanismo. Y esto nos llevaría a decir, por ejemplo, que la
hipótesis intelectual que estaba detrás de Podemos, su aprendizaje
político, no se debía tanto a la “política latinoamericana” como a
las experiencias políticas que sucedieron en América Latina. Esto
ayudaría a abandonar tanto el prejuicio de considerar esta región
en sus meras particularidades como un romanticismo inmaculado
de ciertos abordajes teóricos. Y, a su vez, nos permitiría atrever-
nos a discutir procesos que siendo impuros y muy complejos nos
sirven para pensar algunas de las posibilidades de una iniciativa
política transformadora en España.
108 | Íñigo Errejón
herramienta electoral había que esperar un ciclo de luchas que cons-
truyeran su fuerza desde los movimientos, es decir, era necesario
una acumulación en lo social para que luego pudiera tener lugar
una maquinaria electoral. Esto, por supuesto, le da una primacía a
lo social frente a lo político. A mi entender, lo social es un terreno
–sobre todo cuando uno lo dice en un Estado de la Unión Europea–
un poco místico que no se sabe muy bien dónde se localiza pero que
no estaría contaminado ni por las lógicas institucionales ni por las
lógicas mercantiles. Sinceramente no conozco absolutamente nada
así que pueda, desde esta creencia incontaminada y autónoma, crear
un espacio puro de acumulación de fuerzas sociales capaz de produ-
cir herramientas electorales. Este habría sido, para una buena parte
de la ciencia política o de la ciencia social progresista, el proceso
que habría permitido la apertura de gobiernos nacionales populares
o gobiernos de cambio en América Latina. Y esta forma de entender
las cosas, me parece, solo se verifica en Bolivia. Considero que en
los otros casos latinoamericanos encontramos, más bien, candida-
turas que cuentan con un escepticismo generalizado por parte de
los que habían protagonizado los ciclos de protesta y, cuando no
es un escepticismo generalizado, funciona directamente como un
reflujo. Son candidaturas que nacen y construyen su identificación
política y electoral en el reflujo de los ciclos de movilización. No
obstante, esta idea de la movilización social como punto de partida
para construir una propuesta política electoral ha sido muy pode-
rosa como mito y como mecanismo para sostener que primero va lo
social y luego lo electoral, como si fueran dos procesos separados e
incontaminados. Este mito, entonces, es el que las teorías populistas
ayudan a impugnar.
Otro aspecto que podíamos extraer de las experiencias políticas en
América Latina tiene que ver con la importancia de los liderazgos y
la posibilidad de conciliar esta figura con una práctica radicalmente
democrática. En el caso español hay un ejemplo polémico que tiene
que ver, seguramente, con el principal movimiento nacional popu-
lar de la historia española: el anarco-sindicalismo. Y me refiero a la
anécdota donde cientos de miles de trabajadores deciden acudir, en
plena guerra civil, al entierro de Buenaventura Durruti. Este ejem-
plo funciona de manera paradigmática, pues no solía producirse
110 | Íñigo Errejón
establecer diferencias entre políticas orientadas hacia una mayor
justicia social y las que simplemente abandonan esa causa.
Por otra parte, esta impugnación que planteamos nada tiene que
ver con una actitud consensualista que busque eliminar las dife-
rencias y apunte a un consenso que contenga a toda la sociedad
española. De hecho, estamos sustituyendo la división o la frontera
izquierda-derecha por una de carácter mucho más radicalmente
democrático como puede ser la de una mayoría empobrecida por
la crisis y una minoría que secuestró las instituciones, utilizando
expresiones como pueden ser pueblo-oligarquía o ciudadanía-casta.
Es verdad que las utilizamos con muchísima flexibilidad, pero esto
es así porque lo que nos importa de los términos es, en cada caso,
entender qué nuevo tipo de ordenación del escenario político espa-
ñol permiten dibujar y en qué medida reactivan una voluntad popu-
lar nueva. Incluso me atrevería a decir que el eje izquierda-derecha
pudo convivir sin ningún problema en la cultura política española,
asumiendo un lugar dentro del reparto del poder dado a partir del
régimen de 1978. Me temo que hoy es más desafiante la división
social que nosotros proponemos a la que se mantuvo desde perma-
nentes reivindicaciones de la izquierda, perfectamente asumibles
por el régimen en su folklorismo minoritario, sobre la base de que
la mayoría social se inclinaba por los dos partidos dinásticos de la
transición española.
Un cuarto aporte que podemos encontrar, y que tiene que ver
con los estudios del populismo, es el papel de las pasiones. Resulta
curioso que en España nunca nadie acuse a un gobierno de haber
empleado las bajas pasiones para hacer una reforma laboral perju-
dicial para la mayoría de la gente o que la alianza perversa entre
los empresarios y el capital financiero no sea el resultado de malas
pasiones. Desde este punto de vista es como si el capital financiero o
las élites nunca tuvieran pasiones bajas, y que, al contrario, cuando
la ciudadanía se reúne para hacer oír sus reclamos entonces ahí sí el
peligro de las bajas pasiones comenzaría a asomarse.
¿Qué puede revelarnos la cuestión del populismo en la política
europea cuando las pasiones vuelven a salir a la luz como objeto
a estudiar? Me parece que revela, por lo menos, dos cosas. Desde
112 | Íñigo Errejón
en Europa que tengan capacidad efectiva de controlar a los poderes
financieros y a sus dispositivos de mando denominados la Troika.
El segundo elemento que revela este fenómeno tiene que ver con
esa fantasía conservadora –largamente soñada por los sectores pri-
vilegiados en Europa– de hacer posible un democracia sin pueblo,
una democracia sin actores colectivos, una democracia en la que
solamente hay ciudadanos aislados que expresan, de forma aséptica
e individual, sus preferencias dentro en un mercado electoral –por
cierto, cada vez más parecido al resto de mercados–. A su vez, estos
ciudadanos en ningún caso expresarían sus pasiones ni ningún
fin histórico más allá de un mero compendio electoral; menos aún
expresarían algún tipo de objetivo político a largo plazo que ponga
en cuestión la forma de institucionalidad actual.
Es muy revelador que cuando nosotros hicimos la marcha del 31
de enero –llamada “Marcha del cambio en Madrid”, que suponía
trascender la mera lógica partidista– hubiera una reacción tan furi-
bunda y extremadamente agresiva por parte de las élites. En cambio,
cuando hicimos el congreso constituyente de Podemos no desper-
tamos ese rechazo generalizado. Probablemente se deba a que este
último acto fue asumido como parte de la normalidad de cualquier
partido político. Y estas dos reacciones contrarias por parte de las
élites tienen que ver con el prejuicio de pensar que las fuerzas polí-
ticas serias no deben llevar a la gente a la calle y, menos aún, propi-
ciar algún tipo de reivindicación colectiva o expresar la intención
de poner en marcha la construcción de una voluntad popular. Esta
estrategia de llevar a la gente a la calle despertó todo tipo de luga-
res comunes en el discurso conservador y antipopulista europeo,
por ejemplo, asemejaron inmediatamente cualquier tipo de pulsión
colectiva –con alguna pretensión universalista– al totalitarismo. Es
como si cualquier mecanismo de intereses de grupo que vaya más
allá de los que están representados por una institución concreta,
por una ventanilla concreta de la institución, sería un camino que
al final te acabaría conduciendo a los campos de concentración. Tan
es así que la presidenta de la Comunidad de Madrid de ese entonces
llegó a decir: “Esto que están haciendo los de Podemos es la marcha
sobre Roma”, y así buscaba quitarle cualquier tipo de legitimidad a
una movilización social, reforzando el sentido común europeo de
114 | Íñigo Errejón
verlo en el último Gramsci, cuando tienen el olfato para pensar la
lógica propia del poder de su época, más allá de lo que una teoría
pueda decir. Y, en una suerte de mirada retrospectiva y teleológica,
luego deben volver a la teoría para integrar esa mirada a un cor-
pus teórico y a una tradición de pensamiento determinada, como si
hubiera un doble juego entre ir un poco más allá, pensar desde los
confines, y luego volver para reactivar de otra manera la tradición.
En esa dirección, uno de los elementos más ricos para pensar la polí-
tica del enfoque de la hegemonía y del populismo es esa advertencia
de que las formas de construcción del poder político moderno des-
cansan en algo que las hace al mismo tiempo fuertes y débiles y no
sería otra cosa que “la relación hegemónica”. Relación que piensa
tanto el rol de quien gobierna como la necesidad que tiene este de
los gobernados para la estabilidad de todo régimen. Esto nos ayuda a
reflexionar sobre la estabilidad que brinda toda forma de gobierno y
a desentrañar la perpetua negociación que debe hacer todo régimen
para seguir gobernando, por tanto, obliga a prestar atención a ese
perpetuo juego de compuertas, de apertura y de cierre, de inclusión
y de exclusión. Así, los regímenes que no son capaces de incluir
una buena parte de las demandas, de las necesidades, de los anhe-
los, de las esperanzas de los gobernados, se cierran y, por tanto,
pierden capacidad de articular consensos y se vuelven débiles. Pero
en el otro extremo, aquellos gobiernos que solo buscan ampliarse y
borrar las trazas de un proyecto histórico, pierden toda capacidad
de avance y, al final, acaban siendo suplantados por un sector que
venga con más énfasis y con más capacidad de empuje. Esto puede
ser expresado en una metáfora futbolística: Michael Laudrup era un
jugador capaz de dar pases que no existían y su forma de entender
el juego nos puede ayudar a comprender la práctica política. Lau-
drup no era un jugador que viera espacios o colectivos no represen-
tados que estuvieran esperando ser, era un futbolista que producía
pases que no estaban ahí, haciendo a la gente decir cosas como “¡Es
impresionante! ¡Cómo ha visto ese hueco!”. Con cierto ánimo pro-
vocador, me atrevería a darle una vuelta a esta afirmación y decir
que Laudrup no veía el hueco, sino que lo creaba, en cierta medida
inventaba un espacio de juego –espacio político en nuestra jerga–
donde no lo había, donde los demás solamente veían un conjunto
116 | Íñigo Errejón
que, además de pensar desde este enfoque los fenómenos de cambio
político, también está en condiciones de explorar la construcción
institucional. Por una parte, es capaz de abordar el problema del
Estado, el problema casi físico de la composición, del esqueleto, del
sistema nervioso del Estado. El Estado tiene una relación compleja
con el pueblo, puesto que así como lo funda lo fagocita. Necesita
un pueblo originario en el que se funda constituyéndolo y ofrecién-
dose como el marco institucional que va realizar la voluntad de ese
pueblo “reconciliado”. Pero, paradójicamente, el desarrollo normal
de su institucionalidad disuelve al pueblo. Todo Estado tiene como
objetivo último disolver al pueblo para poder gobernar. Creo que le
hemos prestado tradicionalmente demasiada atención a los relatos
que han sido capaces de construir una unidad que no existía, pero
le hemos prestado menos atención a los elementos por los cuales
los Estados han sufrido fracturas o grietas que han hecho que ese
carácter dual Estado/pueblo entre en problemas y se haga explícita
su tensión constitutiva y paradójica a la vez.
Habría otro componente de esta dimensión dual del Estado y
tiene que ver con que funciona en dos direcciones contrapuestas:
como Estado de todos pero también de unos pocos, lo cual obliga
a moverse siempre en esa tensión. Por citar un ejemplo, yo soy
el Estado de todos, satisfago las necesidades de todos, y mi exis-
tencia es en beneficio de la comunidad en general, pero al mismo
tiempo soy el Estado marcadamente de unos pocos, y estoy marcado
siempre por alguna asimetría, por alguna exclusión, por lo que no
cabe este orden de todos. Y es en esa tensión donde empiezan a
irrumpir elementos que tensan más las cosas y muestran la impo-
sibilidad del Estado para mostrarse como el Estado de todos. Por
eso se vuelve legítimo preguntar ¿cuáles son esos elementos que en
algún momento producen desagregación, desarticulación y hacen
que aquello que antes funcionaba de forma orgánica empiece a ope-
rar de manera disgregada o corporativa? Esto se ve claramente en
los fenómenos de crisis política que pareciera desatar el tema de la
corrupción en Europa, pero no tanto por la deslegitimación que pue-
dan sufrir los que mandan, sino por la ruptura de cohesión que brota
entre los que mandan, a partir de la dificultad que empiezan a expe-
rimentar algunos de los elementos que antes funcionaban de forma
118 | Íñigo Errejón
simpática y, en última instancia, inofensiva. Debo añadir que esta
lectura que hago es acompañada por cierto a priori un tanto pesi-
mista, a saber: entiendo que las posibilidades de transformación
tienen menos que ver con la virtud de los que desafían el orden
establecido que con la incapacidad de los que sostienen ese orden
para ofrecer unas alternativas que permita integrar a unos (incluir),
dispersar a otros (excluir) o, incluso, aprovechar parte de esas rei-
vindicaciones de los que desafían el orden para legitimar, oxigenar
y renovar a su favor el orden que gestionan.
120 | Íñigo Errejón
promesas incumplidas de los que gobiernan aquello que posibilita
el momento de ruptura y genera las condiciones para encarnar una
voluntad popular diferente. Por eso, y para concluir, es importante
hacer una aguda lectura de cuáles son esas grietas que empiezan a
formarse y por las cuales algunas veces los que dominan dejan de
tener capacidad de dirigir –y de construir un interés general–. Dicho
de otra manera, hace falta prestar una mayor atención al discurso de
los que dominan y observar en qué medida son ellos mismos, con
sus discursos y promesas incumplidas, los que van abriendo la grieta
que posibilitará una nueva correlación de fuerzas políticas. Y muy
probablemente sea esa incapacidad de leer y entender las grietas
que ellos mismos generan lo que permite a otras fuerzas comenzar a
imbricarse en ellas y mancharse –gracias a una mirada en términos
de hegemonía de los procesos políticos– del orden viejo y utilizar
algunos de esos elementos incumplidos o postergados para la trans-
formación o para la apertura de una nueva voluntad colectiva.
Por tanto, en este largo debate acerca de cómo deben operar las
fuerzas emancipadoras, y gracias a la mirada que nos pueden ofrecer
las teorías de los populismos, creo que no se trata ni de asumir la
postura de integración institucional plena ni tampoco la posición
dogmática de exterioridad absoluta que rechaza todo lo existente –y
por tanto no es capaz de moverse en las grietas y en los intersticios
de lo que ayer era un sentido instituido que generaba estabilidad y
que hoy ofrece grietas para la construcción de una voluntad popular
diferente–. Se trata, más bien, de prestarle mucha atención a todos
los elementos estéticos, culturales, étnicos y religiosos de la historia
nacional que, en un momento dado, operan como un factor clave
para la conservación de lo existente y en otros momentos, al contra-
rio, pueden ser rearticulados para conformar una voluntad popular
diferente que posibilite la construcción de un nuevo bloque histó-
rico y una nueva forma de Estado. En última instancia, el futuro de
Europa se dirime entre un retroceso oligárquico de décadas o una
apertura popular y constituyente que, sin duda alguna, empieza por
los pueblos unidos en Europa.
Gemma Ubasart-González*
| 123
política catalana y el inicio de lo que se ha llamado “procés” sobe-
ranista o independentista.
124 | Gemma Ubasart-González
dos momentos simbólicos que condensan el estado de ánimo de
importantes sectores ciudadanos descontentos e indignados frente a
la situación presente de las cosas. De manera más amplia podemos
hablar de la visualización de transformaciones en el imaginario y la
cultura política de una parte del país, sobretodo aquella más joven
y dinámica –pero no exclusivamente–, que no se producían de una
manera tan intensa (en fuerza) y extensa (en sectores implicados)
desde de la recuperación de la democracia. El 10-J y el 15-M fueron
entendidos por las élites políticas, culturales y económicas como
una enfermedad pasajera;se trataba de esperar y las cosas volverían
a su cauce. La recepción de ambas movilizaciones se dio a cabo
entre el paternalismo y enfado, pero no supuso ningún motivo de
preocupación para los principales representantes del statu quo. La
política se continuaba haciendo en los parlamentos y, sobretodo, en
los consejos de administración. Aquello que sucedía en las calles no
era más que un enésimo episodio contracultural y cíclico. Podían
introducirse pequeños retoques estéticos al sistema, pero en esencia
nada debía mutarse.
Aquellas élites que en los años 80 y los 90 construyeron un
nuevo régimen democrático –y que a la vez el sistema los hizo a
ellos– entendieron los acuerdos surgidos de la transición como
algo perpetuo e inamovible. Una vez construida, la hegemonía fue
comprendida como una petrificación a la que agarrarse; como algo
eterno que permanecería allí por generaciones y generaciones. Los
pactos surgidos de una determinada correlación de fuerzas y de un
contexto determinado debían servir para un futuro eterno, pero esa
foto fija tampoco restaba tan intacta como querían creer; esta iba
desgastándose. Aquellos consensos coloridos iban perdiendo fuerza
y brillo. La crisis económica y su gestión neoliberal hizo estragos.
La ciudadanía sufría los efectos de las reformas laborales y la deva-
luación de la fuerza de trabajo, los recortes en servicios públicos
como la sanidad o la educación, el desarrollo interruptus del dere-
cho a los cuidados en situación de dependencia, las ejecuciones
hipotecarias, etc. y también percibía las disfunciones provocadas
por la corrupción y la financiación ilegal de los partidos, la hibri-
dación de las principales fuerzas políticas con las élites económicas
y la importancia de los consejos de administración en esta área; la
126 | Gemma Ubasart-González
La crisis económica estalla en 2007 en Estados Unidos pero no
se hace sentir en el Estado español hasta un poco más tarde; ofi-
cialmente el país entra en recesión a principios de 2009, después
de sufrir el PIB dos caídas trimestrales consecutivas. Lo que en un
primer momento fue una crisis en la esfera especulativa se traslada
rápidamente a la economía real, impactando en los niveles de cre-
cimiento económico y en las tasas de paro, así como también en
deuda pública y privada. La estructura institucional europea, aún
débil como resultado del fracaso constitucional, no desarrolla una
política económica, financiera y fiscal para hacer frente al contexto;
pero tampoco se opera desde los estados nación de la eurozona, con
pocas competencias y capacidades de intervención. Son los dos
estados más fuertes de la Europa del euro en aquel momento, Fran-
cia y Alemania, ambos gobernados por fuerzas políticas conserva-
doras, que imponen la agenda política a seguir, así pues, se lleva
a cabo una política europea condicionada por los intereses de los
gobiernos de Sarkozy y Merkel, tanto nacionales como ideológicos.
Se impone una búsqueda a todo precio de la reducción de déficit
público y una centralidad y primacía de los principios de austeri-
dad presupuestaria, junto con una devaluación de derechos sociales
y laborales con la justificación de que este es el único camino para
reactivar la economía.
Siguiendo el argumento, la (segunda) ruptura del consenso del
bienestar empieza a ser efectiva a partir de estas intervenciones
externas en los estados nación europeos. En el caso del Estado espa-
ñol esta se materializa con la reforma del artículo 135 de la Cons-
titución que supedita el pago de la deuda a cualquier otro tipo de
gasto público. La amenaza de la intervención en la economía del
país si no se lleva a cabo un giro neoliberal en las políticas tiene
efecto en la materialidad de la intervención estatal, pero sobretodo
en la construcción discursiva. A partir de entonces se abandona
cualquier senda de política neokeynesiana y de reactivación eco-
nómica mediante la intervención pública y se aplican las recetas
neoliberales clásicas.
Hablamos de una segunda ruptura del consenso en los estados
de bienestar, después de una fase de reestructuración permanente
desde mitad de los años 80 de este modelo de organización política y
3 Se prevén dos vías para el acceso a la autonomía: la vía lenta (la ordinaria) y la
vía rápida (para los territorios que anteriormente habían validado su estatuto
por referéndum –el caso de Cataluña, Euskadi y Galicia– y para aquellos que
ratifiquen la voluntad de acceder a esta vía mediante referéndum ciudadano
–el caso de Andalucía–).
128 | Gemma Ubasart-González
47 transferencias de competencias. Posteriormente, entre 1983-84
solo se transfieren 11 (Lo Cascio, 2008). El modelo parecía pues que
permitía contentar, al menos parcialmente, las aspiraciones de estos
territorios. Aunque no con todos los instrumentos de un federalismo
asimétrico, el sistema autonómico posibilitaba tender a él. Pero el
intento del golpe de Estado de 1981 fue utilizado para cambiar el
rumbo del desarrollo de modelo. El 30 de junio de 1982, y gracias
a un acuerdo suscrito entre los dos principales partidos españoles
del momento –PSOE y UCD–, se aprueba la Ley Orgánica de Armoni-
zación del Proceso Autonómico (LOAPA) buscando igualar y homo-
geneizar el desarrollo autonómico. Aunque fue declarada en gran
parte inconstitucional, pasando de LOAPA a Ley de Proceso Autonó-
mico, este episodio muta el proceso de desarrollo autonómico regis-
trado en los primeros años: en un año se crean las 17 comunidades
autonómicas y se transfieren a ellas competencias. Empieza el lla-
mado “café para todos”: uniformidad, con independencia de mayor
o menor voluntad de autogobierno.
El segundo gran momento de puesta en crisis del modelo autonó-
mico se lleva a cabo en la legislatura del popular José María Aznar
(2000-04) con mayoría absoluta que pone en marcha un verdadero
proceso de recentralización del Estado, dificultando el manteni-
miento del autogobierno, sobretodo, de las nacionalidades históri-
cas. Fruto de este gobierno debe entenderse el periodo siguiente de
José Luis Rodríguez Zapatero de la “España plural” y la elabora-
ción de un nuevo Estatuto de Autonomía en Cataluña explorando
los límites de la Constitución en cuanto a consecución de autogo-
bierno, con la idea de blindar este de las derivas que pudieran tomar
futuros gobiernos centrales como el de Aznar. Así pues, el momento
emblemático de la ruptura del modelo autonómico se produce con
el doble recorte en el Estatut d’Autonomia de Cataluña. El recorte se
hace efectivo por parte del legislativo español durante el trámite de
aprobación (2006), modificando una gran cantidad de los artículos
de esta ley fundamental que había sido aprobada por el Parlamento
catalán con una amplia mayoría el 30 de setiembre de 2005 (todos
los partidos políticos a excepción del PP, con solo un 11% de esca-
ños). Posteriormente, en 2010, el Tribunal constitucional declara
inconstitucional e introduce una interpretación alternativa en una
130 | Gemma Ubasart-González
trazarse una senda de construcción de otro sentido común. Por ejem-
plo, y con la prudencia que debe tenerse al presentar contrafácticos
a la historia: ¿creen que sin el desarrollo del importante proceso
movilizador anti-políticas de austeridad durante el primer gobierno
de Artur Mas en Cataluña (2010-2012) CIU hubiera abrazado el inde-
pendentismo?4; ¿o piensan que sin la carpeta Cataluña encima la
mesa se hubiera enredado tanto el proceso de investidura después
de las elecciones generales del 20-D de 2015 en un momento en que
el PP perdió un tercio del electorado y que se quedó solo con 123
escaños (de 350 que tiene el Congreso de Diputados) y con puentes
rotos con el resto de fuerzas políticas?
En este texto se pone énfasis en la dimensión territorial-nacio-
nal de la crisis, pero también en la respuesta transformadora, no
por considerarla separada, sino porque ha sido de las menos trata-
das en la literatura sobre el 15-M, las fuerzas de cambio y la crisis
de régimen. La ruptura de los consensos en el régimen del 78 no
puede entenderse sin el agotamiento del modelo autonómico; pero
además, tampoco podemos reflexionar sobre el papel de los actores
de cambio sin comprender el carácter plural y plurinacional de su
configuración subjetiva.
132 | Gemma Ubasart-González
conviven en el Estado español. A pesar de esto, aparece la diferen-
ciación entre nacionalidades y regiones que abre la puerta hacia el
desarrollo plurinacional. El artículo 2 dice así: “La Constitución se
fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria
común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza
el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la
integran y la solidaridad entre todas ellas”. Como ejemplo de esta
mala resolución jurídica de la realidad nacional del Estado conviene
recordar la alarma generada por la incorporación del término nación
atribuido a Cataluña en el articulado de la propuesta de Estatuto de
2006, trasladada posteriormente al preámbulo durante su tramita-
ción en el Congreso, y finalmente considerada sin efecto jurídico
interpretativo tras la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010
con relación al recurso de inconstitucionalidad planteado por el
Partido Popular contra el Estatuto de Cataluña.
En este momento de cambio es un reto poner en el centro el debate
sobre la plurinacionalidad, explicitando la importancia de la esfera
del reconocimiento en las disputas sobre la organización territorial
del Estado. No se trata solamente de competencias sino también, y
sobre todo, de identidades nacionales en juego, de un debate sobre
soberanías y construcción popular. Esto puede ser productivo con
relación al conflicto existente, pero también puede ser una vía de
entendimiento dentro de organizaciones transformadoras de carác-
ter estatal o con núcleos coordinados en todo el territorio.
134 | Gemma Ubasart-González
Fuerzas de cambio y frentepopulismo
136 | Gemma Ubasart-González
También cabría tener en cuenta la historia para comprender que los
cambios culturales y políticos no son uniformes ni llegan todos a la
vez. Podríamos hablar de la existencia de un patrón histórico desde
el siglo XIX: el cambio ha llegado primero y ha tenido mayor impacto
en las áreas urbanas y en los llamados territorios “periféricos”; y
es en estos lugares donde la radicación subjetiva se produce antes.
Este patrón lo podemos visualizar también en la actualidad cuando
analizamos los resultados electorales.
Si observamos los resultados de las elecciones generales de 2015
y 2016, vemos que en algunos territorios Podemos ya ha hecho el
sorpasso al PSOE: País Vasco, Navarra, Cataluña, País Valenciano y
Comunidad de Madrid. Justo el patrón que comentábamos: urbano y
“periferias”.Coincide también con aquellos territorios en los que los
socialistas mayoritariamente no estaban de acuerdo con abstenerse
en la votación de investidura del candidato del PP, Mariano Rajoy
(Panedés, 2016). Cabe decir que, a excepción de la Comunidad de
Madrid, tienen de manera más o menos intensa un sentimiento
nacional diverso al español y en los últimos años se ha acentuado su
voluntad de autogobierno. Desde un punto de vista estático, algunos
analistas han visto en esta composición de resultados un límite a la
ampliación de voto de Podemos (León, 2016; Vallespín, 2016). Para
ellos el hecho de que Podemos haya apostado, tanto desde un punto
de vista sustantivo –modelo de Estado– como organizativo –modelo
de partido(s)–, por la plurinacionalidad supone un freno. De esta
manera, lo que sería una potencialidad (la concentración de voto en
las periferias) a la vez funcionaría como debilidad (la dificultad de
conseguir voto de izquierdas en otros territorios).
Ahora bien, cuando el análisis se realiza desde una perspectiva
dinámica, la valoración puede ser diversa. Conviene comprender
los patrones históricos antes citados. El cambio no llega de golpe,
y es normal que en algunos territorios la recepción de lo nuevo
se haga de forma más rápida que en otros. Introducir este vector
puede ayudar a entender porqué Podemos y confluencias se con-
solidan antes en algunos territorios. A medida que pase el tiempo
y vaya cambiando la cultura política de la ciudadanía, pero tam-
biénla estructura social, a las fuerzas del cambio puede que les
quede camino para recorrer. Más que un límite, esta distribución de
138 | Gemma Ubasart-González
radicalmente, solo asumiendo apuestas radicales podrá construirse
un futuro de progreso.
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Introducción
| 141
Montecristi en 2008, se dieron transformaciones fundamentales en
el campo de la justicia, la educación y la salud; hubo significativos
avances en la construcción de una infraestructura de escuelas, hos-
pitales y carreteras que apunta hacia un nuevo modelo de integra-
ción política y económica; el Estado ha logrado imponer en muchos
sentidos sus intereses en las negociaciones petroleras y mineras
con las transnacionales; se están dando pasos significativos hacia
el logro de la soberanía energética; se ha avanzado en el control del
monopolio privado de la comunicación mediante la ampliación del
acceso al espectro comunicacional hacia lo público y lo comunitario
y de la limitación al acceso a la comunicación a los poderes finan-
cieros. Entre otros logros, recientemente se ha aprobado, por parte
de la Asamblea, la Ley Orgánica de Recursos Hídricos que, junto a
la esperada Ley de Tierras y la Ley Orgánica de la Economía Popu-
lar y Solidaria, deberán convertirse en instrumentos que permitan
democratizar el acceso al agua, a las tierras y sustentar la soberanía
alimentaria, como una de las aspiraciones más sentidas de la pobla-
ción en general, y en particular de los sectores populares.
A pesar de estos significativos logros en los últimos años, un sec-
tor de la izquierda ha establecido un distanciamiento irreconcilia-
ble con el gobierno de Rafael Correa. Las distancias insalvables de
la oposición de izquierda de momento no significan un evidente
riesgo electoral para el gobierno, pero sí señalan la aparición de un
escenario en el que se puede debilitar la presencia de los elemen-
tos progresistas necesarios en la elaboración e implementación de
una agenda democrática radical y, de hecho, pueden beneficiar a la
derecha existente no solo en la oposición, sino también en el pro-
pio gobierno: en las elecciones presidenciales de 2013, la opositora
Unidad Plurinacional de las Izquierdas (conformada por 10 movi-
mientos y partidos políticos liderados por el movimiento neoindi-
genista Pachakutik y el partido de tendencia maoísta, Movimiento
Popular Democrático [MPD] alcanzó un total de 280-539 votos que
representaron un magro 3,26% del total electoral. De otro lado, el
carácter de la oposición de los movimientos de izquierda aglutina-
dos en torno a la Unidad Plurinacional expresa en gran medida su
negativa a que el Estado controle elementos que fueron parte cen-
tral de su capital político: rechazan las regulaciones estatales de la
y propugna por
una noción de autonomía entendida como libertad de con-
trol de las Iglesias, de los hacendados, de los comerciantes
intermediarios y de los partidos políticos −incluidos los de
la izquierda− así como de las instituciones y de los modelos
dominantes del Estado y también como la concreción de pro-
yectos políticos que se materializan en lo social, lo económico
y lo político. (Walsh, 2007: 30 y 31)
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Gabriel Vommaro*
Presentación
| 165
términos duales, y produjo lógicas de redistribución que fueron del
aumento de la participación de los asalariados en la distribución de
la renta a la construcción de mecanismos masivos de inclusión
de poblaciones que no podían ser absorbidas por el crecimiento de
la actividad económica formal. Estos mecanismos de inclusión se
asentaron sobre dos procesos heredados de la década anterior: por
un lado, la reorientación de una parte de las políticas sociales esta-
tales hacia los programas de asistencia basados en transferencia
condicionada de ingresos; por otro lado, el fortalecimiento de las
mediaciones organizativas que se habían constituido en el mundo
popular en los años 90, con la crisis de la llamada sociedad salarial.
Ambos procesos confluían en un punto fundamental: la centralidad
de las mediaciones territoriales en la provisión de bienes de origen
público ligados al bienestar de las familias de clases populares que
vivían, en buena parte, en condiciones de informalidad2.
Este fenómeno supuso, por un lado, una redefinición de la pre-
sencia estatal en el mundo popular, al mismo tiempo que ampliaba
lo que Michael Mann (1991) llamó “el poder infraestructural del
Estado”, las políticas sociales aplicadas en asociación con actores
territoriales crearon una burocracia paraestatal de la sociedad civil3,
si se nos permite la expresión, cuyo análisis requiere volver sobre
los trabajos que analizaron la burocracia de calle en el Estado de
bienestar (Lipsky, 1980); por otro lado, una reconfiguración de la
noción de derechos, central en la construcción del vínculo polí-
tico plebeyo que definió el peronismo en Argentina (James, 1990).
La conjugación entre políticas sociales de asistencia como núcleo
de la redistribución nacional-popular −en tiempos de economías
posindustriales y boom de las commodities− y las nuevas formas
166 | Gabriel Vommaro
de vinculación entre Estado y derechos provocó diferentes tensio-
nes en la legitimidad de la redistribución populista: tanto hacia el
interior del mundo popular –en especial, por las pujas distributivas
de la economía moral del bienestar– como en la legitimidad de esa
redistribución a través de políticas sociales en el debate público.
En las páginas que siguen nos ocupamos de estas cuestiones.
En primer lugar, describimos el modo en que los gobiernos argen-
tinos del ciclo nacional-popular dieron respuesta al problema de
la reconstrucción del bienestar. Mostramos el carácter dual de su
acción en este terreno, y nos centramos en las políticas destinadas
a las fracciones informales del mundo popular. En segundo lugar,
analizamos las consecuencias de estas políticas para las relaciones
entre el Estado –motor del proceso redistributivo– y la sociedad civil
de los barrios populares. Por fin, nos ocupamos de las reformulacio-
nes que vive la noción de derechos y los lenguajes asociados a ella
en esas condiciones de construcción de formas de bienestar para los
informales en sociedades posindustriales. Por el carácter de ensayo
de este texto, no podremos dar cuenta empíricamente de todas las
dimensiones que analizamos. Supliremos la debilidad empírica de
nuestro planteo teórico con algunas referencias a nuestros trabajos
de campo, así como a la profusa literatura sobre las transformacio-
nes del mundo popular en la Argentina reciente.
168 | Gabriel Vommaro
producir una reducción drástica de esta porción de la población
activa7. El problema tiene diferentes consecuencias que exceden los
límites de este trabajo. Digamos, por caso, que para el total de asala-
riados el trabajo en negro, que en el tercer trimestre de 2003 llegó al
49,5% de esa población, alcanzando su pico histórico, descendió al
33,6% en 2015. Si se lo compara con periodos anteriores, se trata de
la tasa más baja desde 1995, cuando fue del 33%; en tanto, en 1985,
primer año para el que hay datos oficiales, el trabajo asalariado no
registrado era del 26%. El aumento durante el ciclo democrático es
notorio, y los gobiernos nacional-populares de la primera década
del siglo XXI no pudieron revertir más que parcialmente la tenden-
cia. Si a las cifras de 2015 sumamos la de los segmentos informales
de los cuentapropistas, llegamos entonces a una relación informa-
les-formales de aproximadamente 4/108.
En estas condiciones, ¿cómo se construyó el bienestar en los
años de gobiernos nacional-populares? Es evidente que la política
de redistribución a través del aumento de salarios no llegó, de igual
manera, a todos los trabajadores. Por un lado, porque los asalariados
informales no gozaron de igual manera que los formales de las mejo-
ras de ingresos introducidas mediante la reinstitucionalización de
la negociación colectiva (Bertranou y Casanova, 2013). En este sen-
tido, la propia acción de los sindicatos se movió de una manera dual
que implicó ocuparse esencialmente de la suerte de los trabajadores
formales, en lo que Etchemendy y Berins Collier (2008) han llamado
9 Para lo cual se toma como base el hecho de no poseer un salario alcanzado por el
impuesto a las ganancias. Cf. sobre el punto (Pautassi, Arcidiácono et al, 2013).
10 En el caso de la AUH, los niños y adolescentes deben asistir regularmente a la
escuela, realizar los controles médicos reglamentarios y tener el esquema de
vacunación completo o en curso. En el caso de la AUE, las mujeres embarazadas,
deben cumplir también con los esquemas de vacunación y controles médicos.
170 | Gabriel Vommaro
Para comprender la amplitud del programa, en 2014, alcanzaba
a alrededor de 3,3 millones de niños y adolescentes; en 2011, la
cobertura efectiva llegaba a un 24,9% de la población menor de 18
años de edad.
El segundo tipo de política de transferencia de ingresos a las
fracciones informales del mundo popular, en consonancia con las
demandas de buena parte de los movimientos sociales aliados al
kirchnerismo, fueron los programas de fomento de empleo que for-
talecían lo que se ha llamado “economía popular”, o “economía
social” (Arcidiácono et al, 2014). Entre ellos, sobresale el Programa
de Ingreso Social con Trabajo (PRIST), creado también en 2009, y
cuyo objetivo era “la promoción del desarrollo económico y la
inclusión social a través de la generación de nuevos puestos de tra-
bajo genuino, con igualdad de oportunidades, fundado en el trabajo
organizado y comunitario incentivando e impulsando la forma-
ción de organizaciones sociales de trabajadores” (Resolución MDS
N.º 3182/09 del 06/08/2009, artículo 2.º). El PRIST, conocido como
“Argentina Trabaja”, promovía la creación de cooperativas a nivel
barrial, que tendieron a ocuparse de realizar pequeñas obras de
infraestructura barrial11. Estos programas se asentaron sobre la trama
política del mundo popular, y dieron cuenta del objetivo explícito
del gobierno kirchnerista de fortalecer a las organizaciones sociales
que allí actuaban, muchas de las cuales eran, desde la llegada de
Néstor Kirchner al poder, aliadas del gobierno12. Tanto con relación
a las contraprestaciones de la AUH como al ingreso al PRIST, a tra-
vés de la inclusión en programas de cooperativas, el Estado ofrecía
sus políticas redistributivas a través de la trama organizativa barrial,
13 Nos referimos aquí a la presencia del Estado como garante del bienestar.
Dejamos entonces explícitamente de lado el análisis de la presencia represiva
estatal, muchas veces reñida de hecho y derecho con su actividad social. En
Argentina, diferentes trabajos han dado cuenta de la persistencia de la violen-
cia institucional de las fuerzas de seguridad en los años de gobiernos nacio-
nal-populares. En 2014, el Centro de Estudios Legales y Sociales afirmaba al
respecto: “Los jóvenes que pueblan los barrios pobres, quienes deberían ser los
destinatarios privilegiados de acciones que vienen procurando el crecimiento
con inclusión social, están sujetos a rutinas de abuso y violencia policial y
penitenciaria que erosionan las políticas de carácter inclusivo que se pretende
desarrollar en esos mismos barrios. Hay zonas del Estado en las que rigen prác-
ticas que son verdaderos obstáculos para los esfuerzos que desde otros secto-
res del mismo Estado se despliegan en pos de condiciones dignas de vida”
(CELS, 2014: 2).
172 | Gabriel Vommaro
La importancia de los dirigentes sociales y políticos barriales en
la intermediación de las relaciones entre la sociedad y el Estado no
es un asunto novedoso. Diferentes trabajos sobre la sociedad civil
en los años de entreguerras (Gutiérrez y Romero, 1995) y durante el
primer peronismo (Acha, 2004) dieron cuenta de la centralidad que
tuvieron mutuales y asociaciones civiles de diferente tipo –algu-
nas vinculadas con comunidades nacionales de inmigrantes, otras
con la vida obrera– en la administración del bienestar de las clases
populares. De hecho, una particularidad argentina es que, junto a
los servicios públicos provistos por el Estado y sus agencias, los
sindicatos se ocuparon de cierta porción relevante de distribución
de bienes públicos de apropiación colectiva y de apropiación indi-
vidual para los trabajadores, desde los centros recreativos y de vaca-
ciones hasta la administración de los seguros de salud –las llamadas
“obras sociales”, financiadas con aportes patronales y de los trabaja-
dores–, de manera compulsiva, en virtud de una ley de 1970 (Acuña
y Chudnovsky, 2002). En lo que refiere al mundo popular informal,
el fomentismo, el mutualismo y el cooperativismo compartieron,
muchas veces en tensión, tareas asistenciales con el Estado, desde
los años de asistencia directa de la Fundación Eva Perón hasta las
políticas de modernización de la “cultura de la pobreza” de los años
60 y 70 (Tenti Fanfani, 1989); fue en esta última década que se crea-
ron fundaciones de raíz católica vinculadas con el mundo popu-
lar rural, como INCUPO y Fundapaz. En todos los casos, la acción
estatal tendía a ser percibida como el motor de una transición: del
mundo de la pobreza al mundo del trabajo, de una situación tradi-
cional a una moderna, etc. La economía industrial absorbería, tarde
o temprano, esos grupos sociales que transitoriamente debían ser
asistidos. Este diagnóstico se mantuvo hasta los años 90 y aún hoy
pervive en buena parte de las agencias estatales nacionales y de los
organismos multilaterales.
Sin embargo, a partir de entonces una serie de novedades tras-
tocaron la situación y dieron nueva centralidad a esta administra-
ción conjunta y bifronte del bienestar, que redefinió la presencia del
Estado en el mundo popular: por un lado, el Estado multiplicó sus
acciones de combate contra la pobreza a través de políticas socia-
les focalizadas que buscaron realizarse también como vías para
174 | Gabriel Vommaro
especial el masivo programa Jefas y Jefes de Hogar Desocupados,
ahora la inclusión aparecía como una forma de definir el bienes-
tar en tiempos de capitalismo posindustrial. La multiplicación de
programas se inscribía en esa lógica de derechos14. Se trataba de
construir la protección estatal de las clases populares en tiempos en
que las instituciones del bienestar asociado al empleo ya no podían
cumplir esta función de modo abarcador.
Esta protección se da, así, a través de programas de formación de
cooperativas, de financiamiento al trabajo social barrial en meren-
deros y comedores, pero también de la AUH, cuya gestión cotidiana,
en muchos casos, pasa por esas ventanillas del Estado a nivel barrial
que son los espacios sociales y políticos de movimientos sociales,
partidos políticos y movimientos religiosos (Vommaro, 2017). Algu-
nos programas, como el Fines, de financiamiento de la terminación
de la escuela secundaria, que depende del Ministerio de Educación,
se implementan en muchos casos a través de organizaciones socia-
les barriales que “tienen” una sede en sus locales, o en espacios
de mutuales o cooperativas. En algunos distritos, estas organizacio-
nes funcionan como promotoras del programa ante los vecinos de
los barrios populares, y se presentan como asociadas al Estado para
garantizar un “derecho”15. En otros casos, la burocracia central crea
ventanillas del Estado a nivel local que se articulan con esos espacios
barriales, y que crean zonas de interfaz entre el Estado y la sociedad
(Vommaro, 2017) en los que, con la retórica de la presencia estatal
en los barrios populares que, en el caso del kirchnerismo, también
seguía el principio de la expansión de derechos, se proponen acer-
car la administración del bienestar y de los servicios públicos al
mundo popular. La construcción de esa presencia del Estado en los
14 Sobre la centralidad del lenguaje de los derechos en las políticas públicas du-
rante los años del kirchnerismo, (Cf. Rinesi, 2013).
15 En el municipio de San Isidro, por ejemplo, al ocuparse de buscar a los posi-
bles beneficiarios del Plan Fines, el Movimiento Evita distribuía el siguiente
volante: “Si aún no terminaste el secundario, podés contar con nosotros. El
Movimiento Evita San Isidro junto al Plan Fines te dan la posibilidad de tener
un título oficial del Ministerio de Educación de la Nación, con clases y ho-
rarios flexibles, cerca de tu casa y de forma gratuita. Así que acercate, nunca
estuviste más cerca de lograrlo”. Sobre el Movimiento Evita y su relación con
los gobiernos kirchneristas (Cf. Pérez y Natalucci, 2012).
Karl Polanyi mostró cómo los mercados, lejos de ser una realidad
natural de la vida social, son realizaciones institucionales construi-
das políticamente. El bienestar destinado a las clases populares infor-
males edificado por los gobiernos nacional-populares en Argentina
se asienta sobre el mercado de la ayuda social heredado de los años
90. Es, también, un mercado políticamente construido en la interfaz
entre el Estado y la sociedad civil, de modo que se apoya en un doble
176 | Gabriel Vommaro
legado de esos años: la multiplicación de programas sociales desti-
nados al mundo popular informal y la imbricación con el activismo
barrial que se vuelve cogestor de esas políticas. Lejos de echarse a
andar luego con una lógica puramente mercantil, está regulado por
algunos principios políticos y morales que rigen la relación entre las
clases populares y los encargados de proveerles los bienes propios
de ese bienestar posindustrial, y por tanto desarraigado del trabajo
asalariado formal y estable como horizonte ordenador de expecta-
tivas. Esta regulación define y especifica a nivel local la noción de
derecho con que los gobiernos nacional-populares enmarcaron la
construcción de estas instituciones del bienestar. Como lo analizó
Edward P. Thompson para la Inglaterra del siglo XVIII, podemos
hablar aquí de una economía moral del bienestar en tiempos de eco-
nomías posindustriales, es decir, de una serie de principios morales
que rigen, en una configuración histórica determinada, la relación
entre los dominantes y los dominados, entre las clases populares
y el Estado. En tanto el Estado existe, como vimos, en diferentes
formas –desde el discurso de sus gobernantes, la acción de las buro-
cracias centrales, la intervención de las burocracias de calle y la
imbricación con los burócratas paraestatales de la sociedad civil,
si se nos permite insistir con esta expresión–, la economía moral
da cuenta de una dinámica conflictiva de definición plebeya del
derecho de los pobres a la asistencia en relación a esas múltiples
instancias estatales. Veamos.
Los referentes barriales aparecen como representantes de las
clases populares ante los gobernantes y ante las oficinas estatales
centrales –en los múltiples niveles del Estado federal argentino.
Movilizan a sus vecinos ante ministerios y secretarías para recla-
mar ante la interrupción de la llegada de programas de ayuda, o
para reclamar el aumento del monto de algunos programas de trans-
ferencia condicionada de dinero. Al mismo tiempo, son objeto de
demandas y de reclamos más o menos tensos de parte de esos veci-
nos, en caso de que estos perciban alguna falla en la distribución
local de los programas sociales. En otro lugar hemos dado cuenta de
la trama de negociaciones y merecimientos que forman parte de las
lógicas de atribución de los bienes de origen público en los espa-
cios políticos barriales (Vommaro, 2017). Nos apoyamos para ello
178 | Gabriel Vommaro
de movimientos, o de tensiones entre los referentes locales y las
oficinas públicas, los problemas en la provisión y distribución de
esos bienes asociados al bienestar de las fracciones informales del
mundo popular fueron traducidos en problemas de legitimidad de
la presencia del Estado en ese mundo, así como en realizaciones
fallidas de los derechos de los pobres. Si las relaciones cotidianas
con el Estado en las oficinas centrales revelan el modo en que se rea-
liza efectivamente la ciudadanía de manera desigual, las relaciones
políticas barriales atravesadas por la economía moral del bienestar
en tiempos de sociedades posindustriales define tanto la potenciali-
dad de la intervención y la capilaridad del Estado orientado por los
gobiernos nacional-populares –su poder infraestructural–, como la
fragilidad de la legitimidad de estos últimos, garantes de las deman-
das “desde abajo”. La presencia del Estado se volvió, en las últimas
décadas, estable pero precaria. La imbricación de la participación de
las clases populares informales a través del trabajo político y social
con esa presencia estatal tiende a volverla más previsible. Al mismo
tiempo, constituye, como en el caso de los trabajadores formales, un
polo de presión permanente que contrasta contra la pretensión, por
así decirlo, jacobina, de esos gobiernos, de encarnar una voluntad
general por encima de las demandas sectoriales. En este caso, sin
embargo, las instituciones reguladoras son más débiles, y tienen una
realización local desigual difícilmente controlable que parece llevar
este bienestar a la producción de una ciudadanía popular posindus-
trial sumamente variable.
Para concluir
180 | Gabriel Vommaro
institucionalización de un bienestar sui generis, al mismo tiempo,
deben computarse junto a lo que el mismo parece dejar, en términos
de legado, en ese mundo popular informal, y que se expresa en la
economía moral a la que aludimos en este artículo: un conjunto de
principios de justicia movilizados localmente que también estable-
cen ciertos diques de protección frente a posibles intentos de des-
membramiento de esa presencia precaria pero constante del Estado
como garante de la provisión de bienes para los pobres. Entre ambos
polos, el de la consolidación de derechos y el de la dificultad para
que estos se vuelvan sólidos en términos de reconocimiento social
y vida económica, se jugó la suerte de esa construcción política ple-
beya. En ese marco, además, puede aportar a un balance del modo
en que se realizó la distribución del excedente social en el ciclo
kirchnerista.
Bibliografía
Pérez, Germán y Natalucci, Ana (eds.). Vamos las bandas: organizaciones y mili-
tancia kirchnerista. Buenos Aires: Nueva Trilce, 2012.
Rinesi, Eduardo. “Tres décadas de democracia (1983-2013)” en Voces en el Fénix,
año 4, n.º 31, 2013.
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las organizaciones piqueteras. Buenos Aires: Biblos, 2003.
Tenti Fanfani, Emilio. Estado y pobreza: estrategias típicas de intervención. Buenos
Aires: CEAL, 1989.
Vommaro, Gabriel. “Política popular en tiempos de economías postindustriales:
trabajo territorial y economía moral en la Argentina reciente” en Revista POS,
vol. 14, n.º 27, 2017.
182 | Gabriel Vommaro
El kirchnerismo en cuestión:
el Estado como emancipador popular más allá
de la dicotomía populismo-instituciones
| 183
I
El kirchnerismo en cuestión | 185
II
El kirchnerismo en cuestión | 187
de cualquiera con cualquiera como la instancia para una forma de
subjetivación política, no debería obnubilar el otro aspecto que la
democracia muestra desde su origen griego, a saber, aquel que lo
relaciona con la dimensión de la práctica de una forma de conduc-
ción vinculada al uso de la palabra pública, lo cual supone el ejer-
cicio de cierto ascendente y liderazgo de uno en relación con los
muchos, tal como lo demuestra Foucault al señalar el lugar ocupado
por Pericles en la asamblea del siglo V a. C (Foucault, 2009: 344 y ss).
También podríamos mencionar la figura del líder democrático como
contracara del tirano en La república o el lugar central ocupado por
la compleja figura del legislador en El contrato social. Según pensa-
mos es en esta concepción que permite cuestionar la reducción de
la democracia al institucionalismo o al parlamentarismo –reducción
que seduce a pensadores tan diversos como Agamben y Rancière–
que debe inscribirse la singularidad del kirchnerismo como forma
de recuperación de aquella tradición nacional, popular y regional.
Aunque no sólo con ella, por supuesto5.
Al mismo tiempo, la doble raíz constitutiva de la democracia per-
mite resituar en este marco general de problematización la distin-
ción entre los procesos de construcción de una identidad popular y
los procesos propios de la constitución de una identidad populista.
En efecto, como es evidente, si bien la teoría de Rancière permite
explicar los primeros, los segundos requieren de una complejiza-
ción extra sobre todo en el caso de los denominados por Eduardo
Rinesi populismos de Estado6.
El kirchnerismo en cuestión | 189
No obstante, ese exterior no puede ser identificado sin más con
el Estado y las instituciones como elementos del orden policial de
distribución de los lugares sociales. Antes bien, podemos constatar
que uno de los acontecimientos epistémico-político, por llamarlo
de algún modo, central del proceso Sudamericano ha consistido en
romper con cierta mirada ingenua de la opinión pública y de parte de
la teoría política que tiende a identificar la dominación con el poder
del Estado, permitiendo sacar a la luz que la cuestión del Estado es
mucho más compleja en la medida en que tiene un lugar clave en
las prácticas actuales de emancipación popular. Asimismo, como ya
es sabido desde los trabajos de Foucault, el poder es una red de rela-
ciones estratégicas múltiples irreductibles a un centro fundamental
ocupado por el Estado9. En efecto, como afirma Rinesi (2013: 15-16),
si antes sólo podíamos pensar (con Marx) la emancipación en contra
del Estado, la actualidad nos fuerza a modificar esta manera de com-
prenderlo. En este sentido, el desafío conceptual actual es explicar
al estado como una entidad dinámica y compleja10 capaz de jugar un
papel determinante en el proceso de constitución del sujeto histó-
rico de la emancipación, a través de la reconquista y ampliación de
derechos vía la movilización popular. Esto es trabajado por Rinesi
a partir de dos elementos que estructuran su análisis de los popu-
lismos de Estado del siglo XXI: la idea de cierto jacobinismo vincu-
lado al liderazgo y al ejercicio de la iniciativa política, y la idea de
comprensión de la política como acción y proceso vinculados a una
concepción de la democracia como proceso de democratización y
ampliación de derechos antes que como sistema institucional a ser
defensivamente consolidado, tal como habría ocurrido durante la
década de los 80.
El kirchnerismo en cuestión | 191
de las mayorías populares capaces de hacer frente a la hegemonía
mundial de la racionalidad neoliberal de gobierno.
En efecto, como apunta Aboy Carlés, no se puede realizar una
cartografía simplista que sitúe sin más a las identidades populares
en oposición al poder del Estado con independencia de las coyun-
turas históricas:
Los movimientos populistas, así como diversas formas de afir-
mación de una identidad nacional de corte antiimperialista,
al igual que los movimientos de descolonización, son ejem-
plos de identidades populares cuyo antagonista elude el lugar
de un Estado que muchas veces las cobija para identificar ese
poder con un sector socioeconómico, un grupo étnico o una
potencia extranjera. (Aboy Carlés, 2013: 23)11
11 Cabe tener presente entonces, que para Aboy el populismo supone una forma
de construcción de la identidad política popular que adquiere su singularidad
por contraste con otras dos. En efecto, habría tres formas heterogéneas de cons-
titución histórica de las identidades políticas populares: las identidades tota-
les, las identidades parciales y las identidades con pretensión hegemónica. Es
decir que la configuración populista de un pueblo entendida como identidad
con pretensión hegemónica no solo permite diferenciarla de la teoría de la
democracia de Rancière en cuanto forma de subjetivación política pasible de
ser subsumida en el modelo de identidad parcial, sino también de la configu-
ración de una identidad total propia de los totalitarismos.
El kirchnerismo en cuestión | 193
Poder Judicial y en algunos casos rechazadas como inconstitucio-
nales por la Corte Suprema, lo que muestra la forma agonística que
ha adoptado el litigio entre ciertos poderes en la esfera pública, lo
cual queda constatado por el carácter del debate parlamentario y el
debate mediático en Argentina.
Conclusión
El kirchnerismo en cuestión | 195
permiten matizar la relación del populismo con el republicanismo,
el liberalismo y la democracia, saliendo de los enfoques que lo opo-
nen taxativamente a dichas tradiciones.
Bibliografía
Aboy Carlés, Gerardo; Barros, Sebastián; Melo, Julián. Las brechas del pueblo.
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Schmitt, Carl. “El Concepto de lo político” en Aguilar, Orestes (ed.) Carl Schmitt,
teólogo de la política. México: Fondo de Cultura Económica, 2004.
El populismo ante la
encrucijada neoliberal:
desafíos actuales para la hegemonía
¿Hacia un duelo del populismo?*
Paula Biglieri**
Introducción
| 199
derecha –no solo neoliberal, sino también conservadora e incluso
en algunos aspectos reaccionaria– darían cuenta del fracaso de los
populismos; hechos tales como el triunfo de Mauricio Macri en las
elecciones presidenciales de la Argentina en 2015, la derrota de
Evo Morales en 2016 en el referéndum que bloqueó la posibilidad
de que el presidente boliviano pudiera presentarse a una cuarta
reelección, el impeachment a Dilma Rousseff por parte del parla-
mento brasileño en ese mismo año, la turbulencia y dificultades de
Nicolás Maduro que pareciera nunca haber podido sustituir a Hugo
Chávez desde que lo sucedió en Venezuela, el constante fortaleci-
miento de la oposición de derecha a Rafael Correa en Ecuador, y en
Europa la capitulación de Syriza ante la Troika en 2015, etc. pare-
cen haber torcido la balanza en favor de los argumentos de aquellos
que desde el campo de la radical politics criticaban a los populis-
mos. Pues bien, podríamos imaginar sin llegar a ser muy fantasio-
sos que a quienes defendimos la posición de los populismos nos
dicen: “nosotros teníamos razón, el populismo era una impostura
que nos ha llevado finalmente al retorno, sin más, del neolibera-
lismo”. ¿Debemos entonces enfrentar el trabajo del duelo por el
populismo y dejarlo de una vez atrás? Ya Freud nos advirtió del
dolor que ello implica, pero hay una diferencia entre quien puede
atravesar un duelo y quien no puede hacerlo, este último corre el
riesgo de caer en la melancolía (Freud, 2008: 235-256). Más bien
se trata de dos estructuras psíquicas diferentes: quien puede hacer
un duelo, en todo caso, puede hacer algo con aquello que se da por
muerto, elabora el dolor y lo deja atrás, introyectándolo y sepul-
tando bien al muerto. Los melancólicos, en cambio, ahí padecen,
porque no pueden hacer algo con aquello perdido, quedan eterna-
mente demorados en su imposibilidad de enterrar al muerto. Allí
yace justamente su patología: en nunca dejar partir al objeto per-
dido. El riesgo que corremos parecería ser el de volvernos melan-
cólicos. En cambio, si pudiésemos hacer el duelo del populismo,
podríamos ponerle un fin a este objeto amado –es decir, a nues-
tros líderes, al pueblo allí articulado y a la experiencia vivida en
los últimos años– y pasar a otra instancia. Nos quedaría entonces
ir ahora, por las verdaderas formas de enfrentar al neoliberalismo
y alcanzar la emancipación, pero: ¿cuáles podrían ser estas otras
200 | Paula Biglieri
formas? Entonces, va nuevamente la pregunta: ¿debemos ir hacia
un duelo del populismo?
202 | Paula Biglieri
Ahora bien, ¿por qué Dean hace referencia al pueblo y no a la clase?
Básicamente porque considera, siguiendo a Badiou, que para Marx
el proletariado era un “genérico”, más que un “particular” en la
media en que se trataba de una identidad que era una no-identidado
una identidad que iba más allá de toda identidad. Sin embargo, en
la actualidad ni el “proletariado”, ni la “clase trabajadora” funcio-
nan como lo hacían en tiempos de Marx. Su función genérica está
“saturada”, no están abiertos a múltiples contenidos particulares.
Más bien, en el curso de las luchas políticas de la clase trabajadora
en siglo XX tal identidad genérica ha sido remplazada por el pueblo.
La actualidad del Partido Comunista radica, según Dean, en que
se ofrece como la mediación que la masa necesita para subjetivarse
como pueblo. Esto es, el Partido Comunista es un objeto transfe-
rencial que puede sustituir a la masa –no representándola– pero si
empujando las urgencias que esta activa en pos de la igualdad y la
justicia. El Partido Comunista deriva su energía de la masa en la
media en que se esfuerza en que perdure y en que su intensidad siga
siendo percibida aún después que se haya dispersado. Es la forma
organizada de asociación política que mantiene abierto el espacio
desde el cual la masa puede verse (y ser vista) como el pueblo. Y
es el Partido Comunista y no otro partido porque es este el que se
mantiene fiel a la descarga igualitaria de la masa misma y transfiere
su intensidad (igualitaria) de lo particular a lo universal. En pocas
palabras, el Partido Comunista encuentra al pueblo en la masa.
Pero el punto central para Dean es que el Partido Comunista ade-
más nos permite trascender la subjetividad impuesta por el capita-
lismo comunicativo. Frente al mandato de individualidad que nos
impone, el Partido Comunista provee una infraestructura afectiva
colectiva a través de la cual las experiencias diarias adquieren un
sentido diferente al del imperativo del capitalismo comunicativo3.
interpretándola como mero placer. Pero en todo caso, esta discusión exce-
de los objetivos de este artículo. Al respecto de Canetti ver: Canetti, Elías
(1960). Masa y Poder. Barcelona: Muchnik Editores, 1981.
3 Dean utiliza la noción de capitalismo comunicativo antes bien que la de
neoliberalismo. “El mandato del capitalismo comunicativo circula de diver-
sas formas. A cada uno se le repite que es único y es alentando a cultivar
esta singularidad. Aprendemos a insistir y a disfrutar nuestra diferencia,
Los santos. La gran figura santa que se evoca para llamar a enfren-
tar al neoliberalismo es san Francisco de Asís, aquel santo quien
viviera entre 1181/1182-1226. San Francisco rechazó el mundo
burgués naciente al cual por cuna pertenecía (escenificado en el
público desprecio y abandono de su padre y sus riquezas) y propuso
un éxodo hacia una nueva forma de vida. Si san Francisco encarnó
a aquel que en un mismo movimiento pugnó por una retirada que
buscaba al mismo tiempo cambiar el mundo, de allí que no resulte
sorpresivo que Michael Hardt y Antonio Negri lo hayan invocado
como figura de la militancia por la emancipación hacia el final del
texto Imperio:
Hay una antigua leyenda que puede servir para ilustrar la vida
futura de la militancia comunista: la de san Francisco de Asís.
Consideremos su obra. Para denunciarla pobreza de la Multi-
tud adoptó esa condición común y descubrió allí el poder on-
tológico de una nueva sociedad. El militante comunista hace
204 | Paula Biglieri
lo mismo, identificando en la condición común de la Multitud
su enorme riqueza. Francisco, oponiéndose al naciente capi-
talismo, rechazó toda disciplina instrumental, y en oposición
a la mortificación de la carne (en la pobreza y el orden consti-
tuido) sostuvo una vida gozosa, incluyendo a todos los seres y
a la naturaleza, los animales, la hermana luna, el hermano sol,
las aves del campo, los pobres y explotados humanos, juntos
contra la voluntad del poder y la corrupción. Una vez más, en
la posmodernidad nos hallamos en la situación de Francisco,
levantando contra la miseria del poder la alegría de ser. Esta
es una revolución que ningún poder logrará controlar porque
biopoder y comunismo, cooperación y revolución, permane-
cen juntos, en amor, simplicidad, y también inocencia. Esta
es la irreprimible alegría y gozo de ser comunistas. (Hartd y
Negri, 2000)
206 | Paula Biglieri
propia existencia y de sus propias necesidades. Nos hablan enton-
ces de un nuevo sujeto y de ontología política que surge de una
visión inmanentista de la Multitud.
La Multitud es un nuevo sujeto político, un sujeto de la histo-
ria que tiene la potencialidad de construir un dispositivo político
democrático en el seno del Imperio. Sus características principales
son lo inconmensurable y lo virtual. Lo inconmensurable o lo que
está fuera de medida en tanto que una ontología de la inmanencia.
Es decir, piensan al sujeto político desde la inmanencia, en donde
traen a colación la cuestión del no-fundamento o como la posibi-
lidad de crear fundamento a partir de la situación concreta y de
las necesidades que surgen de un contexto específico. En cuanto
a lo virtual, nos remiten al nuevo lugar que va a tener la Multitud:
un espacio físico, geográfico que va a ser un no-lugar, desterrito-
rialización y territorialización permanente. Estas dos características
de la Multitud son las que deforman al Imperio porque se salen de
la lógica de la lucha política tradicional. Frente al gobierno impe-
rial como un parásito tenemos a la Multitud como lo nómade y lo
mestizo. El cuerpo de la Multitud no es el cuerpo fijo (a la manera
en que fuera pensado por Hobbes) sino que por el contrario es un
cuerpo multiforme e inasible, en otras palabras, es la monstruosi-
dad de la carne, cuyo dato central es la producción de lo común. Es
decir, aquello que es común a partir de una situación de necesidad
concreta, no preestablecida, ni trascendente.
En todo caso, la figura del militante encarnada por san Francisco
de Asís es la que pone en acto una nueva subjetividad que se sus-
trae de la que ha sido emplazada por el Imperio y, al mismo tiempo,
resiste desde la potencialidad productora de la Multitud. El mili-
tante se sustrae y al mismo tiempo plantea un proyecto de amor, lo
predica. La figura de san Francisco de Asís es rescatada entonces
como aquella que rompe el emplazamiento subjetivo del Imperio,
como aquella que nos lleva a recuperar la solidaridad humana a par-
tir de una dimensión de lo común entre seres iguales desde donde se
construye un nuevo orden del mundo. Hardt y Negri retoman desde
la tradición marxiana las categorías de ser genérico y de valor de uso
y valor de cambio para afirmar que san Francisco de Asís se despojó
de la riqueza (privada), pero no su uso (común), ya que se trató de
208 | Paula Biglieri
malestar de la civilización porque “el verdadero problema que
ofrece el discurso capitalista es que no tiene un exterior porque,
finalmente el neoliberalismo lleva en su estructura misma la pro-
ducción de la subjetividad” (Alemán, 2014: 35). Y también lanza un
desafío urgente: pensar la posibilidad de una salida a aquello que
se nos presenta como sin salida, allí aparece entonces la figura del
Santo como metáfora de una posible militancia. Este vendría a inte-
rrumpir el discurso capitalista, pero no a la manera de un asceta que
busca la perfección espiritual a partir de practicar la humildad, la
sencillez y la austeridad (el éxodo del mundo material de san Fran-
cisco de Asís) sino como resto o desecho que el discurso capitalista
no puede reconvertir en un elemento más en su incesante circula-
ridad. El santo no puede ser “tratado” por el discurso capitalista e
implica, en ese sentido, algo del orden de la abyección y es justa-
mente ese rasgo abyecto para el neoliberalismo lo que lo torna un
elemento inasimilable y puede entonces devenir en causa de deseo.
En otras palabras, hace vívido el vínculo hacia aquel lugar al cual no
pertenecemos, al no poder ser “tramitado” por los emplazamientos
subjetivos del neoliberalismo abre el espacio para la experiencia de
la brecha, es decir, la emergencia del sujeto. Por esto el santo está
liberado de los valores de goce de su tiempo, que en nuestra época
neoliberal hasta “ha transformado lo que clásicamente llamamos
pobreza. Ya no se trataría a la manera marxiana de la “no satisfac-
ción de las necesidades materiales”, sino más bien de que el plus
de gozar se ha filtrado en todas las actividades y, por ello, lo vemos
operando en las chabolas, en las villas miseria, en los poblados o
en las favelas es el par falta/exceso, sin posibilidad de ser experi-
mentado en lo simbólico. Así, también en el tráfico de armas, en el
mercado de drogas sintéticas o en las marcas falsificadas, el goce
tapona u obtura la división del sujeto, volviéndolo ‘un individuo’,
que incluso en medio de la miseria más atroz, se convierte en un
emprendedor de sí, en un empresario de su vida o en un deudor
atrapado en una red sin salida” (Alemán, 2014: 36).
La gran pregunta que Alemán se tiene que plantear es por la cues-
tión colectiva porque está atento al propio señalamiento de Lacan
de que nunca es posible un escape del discurso capitalista si se trata
de la intervención de un santo o de unos pocos santos. Lacan decía:
210 | Paula Biglieri
considerar que para Laclau tanto la política como el populismo son
constitutivamente catacréticos. Para la retórica clásica la catacresis
es el nombre de un término figural que no posee un sustituto literal
(por ejemplo, cuando hablamos de las alas de un avión o las patas
de una mesa). Pero a esta definición Laclau le agregó algo más: sos-
tuvo que la catacresis no es una figura retórica más entre otras, sino
que es una dimensión de lo figural en general y, en este sentido,
constituye la retoricidad en cuanto tal; y como lo social se solapa
con el campo discursivo y posee –justamente– un modo retórico,
lo catacrético define la dimensión ontológica fundamental a través
de la cual lo social se estructura. Vale decir, generalizó la catacresis
en el sentido de que lo que tenemos con la retórica es la ausencia
de una significación literal y, en consecuencia, el desplazamiento
constante del significante en la medida en que un término asume la
representación de algo que lo excede. En términos psicoanalíticos
podríamos decir que se trata de aquel tipo de juego en el cual los
registros simbólicos-imaginarios nunca pueden dominar lo Real. O,
en otras palabras, la catacresis supone aquel tipo de operación por
la cual un elemento figural –siempre particular– que ante la ausen-
cia de una literalidad última viene a representar una totalidad que
es inconmensurable respecto de sí misma5. Esta es la definición de
hegemonía de Laclau y en tanto que todo populismo supone una
articulación hegemónica, podemos decir que ambos son constituti-
vamente retóricos –catacréticos– y suponen que toda articulación se
construye en esta relación inestable entre equivalencia y diferencia.
Digamos que es una manera de decir que la hegemonía es una prác-
tica figural y no literal y, que el pueblo es la figura en la cual esa
práctica toma forma en el populismo. Por ello la figura del pueblo
del populismo para Laclau nunca puede pensarse como un grupo
empírico, una clase sociológicamente establecida, un dato demo-
gráfico o la cuenta de una mayoría electoral. Es más, el pueblo se
escapa a toda métrica neoliberal, de allí su potencial radicalmente
emancipatorio.
212 | Paula Biglieri
se han vuelto “puramente” económicos. Vale decir, elementos des-
pojados de cualquier atisbo de política. Ya no se trata entonces de
una relación jerárquica entre un elemento y otro, sino de la preten-
sión de eliminación de uno de los componentes del par binario para
alcanzar la plena presencia del otro. En otras palabras, el neolibe-
ralismo no solamente implica una teoría y/o propuesta económica
que promueve la reducción del Estado o la primacía de lo privado
por sobre lo público, sino que se trata de algo que va mucho más
allá: establece un tipo de subjetividad que tiene como sello la dise-
minación de los valores de mercado y la métrica a todos los campos
de nuestras vida y pretende la eliminación de la política. ¿De qué
subjetividad estamos hablando? La del capital humano.
Pues bien, la tentación es pensar que habría que insistir con el
populismo porque se presenta mero como reverso negativo del neo-
liberalismo. Si el neoliberalismo arrasa con todas las promesas de
la social democracia y reubica a todos sus elementos en términos
económicos (la inclusión se convierte en competencia, la igualdad
en desigualdad, la libertad en libertad de mercados desregulados y
las expresiones colectivas como la voluntad soberana de un pue-
blo le son hostiles y deben ser eliminadas), su contracara pasaría a
ser el populismo. Sin embargo, sería un error pensar al populismo
en tándem con el neoliberalismo, en una oposición binaria del tipo
neoliberalismo/populismo en donde el primero representaría la
organización racional diferencial de espacios y jerarquías en una
institucionalidad extrema y el segundo el puro vínculo libidinal que
vuelve a los miembros de la masa equivalentes entre sí detrás de
un líder. El populismo no implica meramente la formación de un
pueblo a partir de la identificación imaginaria de quienes lo compo-
nen a partir de colocar a un mismo líder en el lugar del ideal (vaya,
el pueblo no es lo mismo que la masa de Freud {2008b: 65-136}),
porque el pueblo según Laclau también implica organización.“La
dimensión de el/la líder es solidaria con la articulación equivalen-
cial de las demandas, mientras que la dimensión de la organización
es solidaria con la absorción de las demandas a través de las formas
institucionales. Ambas dimensiones se encuentran interpenetradas
la una con la otra. La manera clásica de pensar estas dimensiones
nos la da el propio Laclau en su texto, cuando encontramos que
6 Ver para más detalle: Biglieri, Paula y Perelló, Gloria, “Sujeto y populismo o
la radicalidad del pueblo en la teoría posmarxista” en Debates y Combates,
Buenos Aires, Edición Homenaje, 2015: 53-64.
7 Si recordamos la metáfora que Freud presenta en “Tótem y Tabú” para ilustrar
el inicio de la cultura, allí el padre autoritario de la horda primitiva ha de
ser muerto y devorado para que se constituya la sociedad y se configure el
liderazgo como un lugar y, en consecuencia, alguno de los hermanos pueda
ocuparlo. Así, una vez establecido dicho lugar siempre quien lo ocupe será
uno de los hermanos, un primus inter pares, quien llegue a ese lugar estará jus-
tamente “en el lugar” del padre, pero nunca “será el padre”. Además, de que
siempre pesará sobre él la amenaza de ser asesinado por los hermanos. Freud,
Sigmund, “Tótem y tabú y otras obras (1913-1914)”, en Obras Completas, vol.
XIII, Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2008.
214 | Paula Biglieri
que corren establece una frontera con la lógica individualista que
domina la especulación financiera y el consumo ilimitado, el pue-
blo es una forma que interrumpe el goce solipsista que propone e
impone el capitalismo neoliberal.
El pueblo del populismo de Laclau es una construcción política
que no anula las particularidades, ni homogeniza el campo social, ni
encontramos en dicha figura ningún sentido de totalidad cerrada, de
identidad substancial o positiva, inmanencia dada, de plena presen-
cia o de alguna prioridad ontológica de algún tipo, y menos aún, de
posibilidad del pueblo-uno. A diferencia de la pretensión neoliberal
que busca obturar toda posible emergencia del sujeto, el populismo
bajo la figura del pueblo lo encarna y soporta la diferencia. Porque
si bien en el populismo la figura del pueblo es única, ya que en la
división dicotómica del espacio social en la que hay lugar para un
solo pueblo, este siempre encarna una universalidad hegemónica en
la que las demandas allí articuladas pueden ser muchas y de lo más
variadas. Es decir, en una misma figura del pueblo pueden articu-
larse demandas de diversa índole.
El pueblo lleva en su propia emergencia lo político. Frente a la
pretensión de eliminar la política por parte del neoliberalismo o de
reducirla a ciertos intercambios institucionales regidos por la lógica
del homo oeconomicus, el pueblo desborda las instituciones y lo
instituido. Pone en escena la política y la hace nuevamente pensa-
ble al actuarla en movilizaciones, en asambleas y en la ocupación de
diversos espacios (calles, plazas, fábricas, universidades, etc.) y, al
hacerlo, relanza lo público mismo por sobre lo privado, lo colectivo
por sobre lo individual y desestabiliza la lógica puramente econó-
mica reactivando el ejercicio de la soberanía popular.
Así a diferencia del exceso del pueblo del populismo, la puesta
por el Partido Comunista se presenta frente al autoritarismo y la asfi-
xia neoliberal como una forma de organización que alberga un auto-
ritarismo en sentido inverso. Tal como lo presenta Dean, el Partido
Comunista puede albergar la construcción de una nueva subjetivi-
dad sólo en la medida en que pretenda –al igual que la subjetivi-
dad neoliberal– emplazar todos los lugares. Esta vez, en lugar de la
individuación del capitalismo comunicativo, tenemos el colectivo
solidario de los camaradas. En otras palabras, nos pone frente a la
216 | Paula Biglieri
reconciliada –la cual es además siempre imposible ya que carece-
mos de una literalidad o fin último–, pero sabemos también que el
pueblo será siempre fallido –ya que asume la imposibilidad de la
plenitud en su propia forma–, como tampoco es posible definir de
antemano la orientación política general del pueblo y su capacidad
transformadora dependerá de la correlación de fuerzas del contexto
dado y como no sabemos hacia dónde puede llegar a salir dispa-
rada esa irrupción incesante del antagonismo constitutivo de toda
sociedad, es que nos convoca a militar. Militancia en un pueblo que
puede traer en su exceso la interrupción/modificación del discurso
dominante, vale decir, del discurso neoliberal de hoy.
Bibliografía
Germán Cano*
| 219
porque, entre estos pedagogos teóricos de las ideas humanistas
no se encontraba uno solo a quien le hubiera sido otorgado el
poder natural de la palabra fuerte para lanzar a gritos sus lla-
madas hasta lo profundo del pueblo. Un pensamiento grande y
santo quedó seco para varios siglos por obra de una generación
sin ánimos”
Stefan Zweig, Erasmo de Rotterdam
La casa y el tejado
Seguramente todos recordamos la cita del multimillonario Warren
Buffett: “Claro que hay lucha de clases. Pero es mi clase, la de los
ricos, la que ha empezado esta lucha. Y vamos ganando”. Argu-
mentando que la desigualdad económica durante las últimas déca-
das estaba creciendo exponencialmente mientras menguaban los
impuestos para los ricos, la falta de pudor del multimillonario ame-
ricano planteó para muchos el escenario obligado en el que debía
situarse toda fuerza de oposición y cambio. Buffet mostraba, por así
decirlo, el camino regio de la izquierda: esta debía por fin tomarse
en serio su lugar en la lucha en la que el adversario ya había asu-
mido su posición explícita. ¿Por qué la izquierda debería respon-
der negando o desplazando la centralidad de la política de clases e
invertir esfuerzo en la lucha ideológica, el paciente trabajo cultural,
cuando el enemigo mostraba tanto cinismo a la hora de presentar
un diagnóstico tan palmario? Dureza, pues, contra dureza. Frente al
cinismo desvelado, una lucha sin complejos.
Abordando esta cuestión, la prestigiosa historiadora británica
marxista Ellen Meiksins Wood, curtida en la fructífera escuela
thompsoniana, formuló, al calor de la lucha de los sindicatos
mineros en los 80 en Inglaterra, una pregunta clave: ¿por qué los
movimientos críticos deberían obsesionarse más con los “fetiches
ideológicos” del thatcherismo que con su práctica real en la guerra
de clases del capital contra la fuerza del trabajo? ¿Por qué se debería
responder problematizando la centralidad privilegiada de la polí-
tica de clases en lugar de confrontar con el thatcherismo por lo que
este es, teorizando desde estas premisas y respondiendo política-
mente mediante el posicionamiento en el bando contrario del de los
adversarios? (Wood, 1998: 59).
220 | Germán Cano
El interés del libro de Wood radica, entre otras razones, en que
nos sigue brindando hoy un sugerente balance general, si bien desde
un horizonte explícitamente marxista, de los puntos controvertidos
sobre el futuro de la izquierda a la luz de sus posibles “desviacio-
nes” posmarxistas. Por ejemplo, las que habría conducido a auto-
res como Ernesto Laclau a explorar la posibilidad “populista” o a
Nicos Poulantzas a reflexionar sobre el sentido de una estrategia
revisionista eurocomunista. La autora busca defender, como tesis
fundamental, que el posmarxismo sería el equivalente en el siglo
XX al “socialismo verdadero” que criticaran con tanta saña Marx
y Engels por ser una abstracción intelectual o “fantasía filosófica”
etérea, utópica, y en última instancia legitimadora de las relaciones
del statu quo. Acompañada de una sofisticación teórica, además,
que, desplazando la defensa de los intereses materiales del proleta-
riado a los “intereses generales” de la humanidad, habría terminado
siendo cómplice, explícita o implícitamente –recordemos la lucha
minera– de la derrota o claudicación de la izquierda frente al poder
del capital. Wood se sirve de esta idea de la “clase en retirada” como
hilo rojo para describir un ciclo histórico que iría de la influencia
maoísta tras 1968, con gran influencia de Althusser, al surgimiento
del eurocomunismo por la adopción por parte de los partidos comu-
nistas europeos de una estrategia explícitamente reformista, cuyo
compromiso histórico pasaba por la ocupación vía electoral del
Estado burgués y la transformación de sus instituciones mediante
una apuesta de radicalidad democrática. No podemos olvidar aquí
tampoco las resonancias socialdemócratas de Bernstein y su tran-
sición al socialismo mediante un proceso paulatino y continuo de
reformas institucionales desde el vientre del sistema.
Que la fuerza directriz en esta línea estratégica se distancie de los
llamados “intereses de clase” y se contextualice en el marco polí-
tico de una interpelación, a juicio de Wood, “abstracta”, plantea una
desviación del programa genuinamente socialista y una forma de
hacer, por así decirlo, de necesidad virtud, de impotencia ilusión.
Cuando se cuestiona, como en el eurocomunismo, la existencia de
“una muralla china” entre la democracia burguesa y la democracia
proletaria perdemos la tensión necesaria para impulsar el cambio
real, perdemos la brecha antagonista:
222 | Germán Cano
entre paréntesis la pedagogía del conflicto e intentar simplemente
desarticular o desagregar las fuerzas del adversario político?
Al poner el peso de la lucha de clases tanto en la ‘articula-
ción’ y ‘desarticulación’ de las interpelaciones ideológicas au-
tónomas hace que la lucha de clases parezca en gran parte un
ejercicio intelectual ‘autónomo’ en el cual los campeones inte-
lectuales ‘autónomos’ de cada clase compiten en un juego de
‘tira y afloja’ por elementos ideológicos desclasados, del cual
saldrá victoriosa aquella clase cuyos intelectuales puedan re-
definir con mayor convicción esos elementos para adaptarlos
a sus propios intereses particulares. (Wood, 1998: 121)
2 Aunque no pueda aquí matizar este punto, entiendo que, en su crítica al idea-
lismo utópico del “nuevo socialismo”, Wood recae en ocasiones, como con-
trapeso, en un materialismo poco dialéctico al subrayar una oposición entre
culturalismo e intereses materiales que parece no seguir la línea estética y
antropológica sobre el cuerpo planteada por el propio Marx. Como escribe
Terry Eagleton, bajo condiciones capitalistas “una identidad ‘estética’ entre
forma y contenido se antoja inalcanzable. A medida que las capacidades pro-
ductivas del cuerpo se racionalizan y mercantilizan, sus impulsos simbólicos
y libidinales o bien son abstraídos hasta convertirlos en un desear grosero, o
bien son eliminados como redundantes [...]. Una práctica estética verdadera
(una relación con la Naturaleza y la sociedad que podría ser a la vez material
y racional) se bifurca así en un ascetismo brutal, por un lado, y un barroco
esteticismo, por el otro. Suprimida de la producción material, la creatividad
humana se disipa en una fantasía idealista o se arruina en esa parodia cínica
de ella misma conocida como impulso posesivo. La sociedad capitalista es a
la vez una orgía de ese deseo anárquico y el reino de una razón supremamente
incorpórea. A modo de un artefacto sorprendentemente mal conseguido, sus
contenidos materiales degeneran en una inmediatez totalmente grosera, mien-
tras que sus formas dominantes crecen rígidamente abstractas y autónomas”
(Eagleton, Terry. La estética como ideología. Madrid, Trotta, 2006).
224 | Germán Cano
Como es conocido, las advertencias sobre esta hipertrofia inte-
lectualista han sido constantes desde que, por diversas razones, se
produjo un desplazamiento en la tradición marxista hacia la esfera
cultural. En la medida en que, por ejemplo, la historiadora britá-
nica sostiene que este planteamiento del “socialismo verdadero”
tiene necesariamente que asignar un protagonismo político exce-
sivo a la clase intelectual –sobre ella recaería la tarea fundamen-
tal: la construcción de “agentes sociales” por medio de la ideología
y el discurso–, su diagnóstico conecta con lo que Perry Anderson
ha denominado con éxito el giro hacia el “marxismo occidental”.
Ahora bien, ¿hasta qué punto esta etiqueta sigue resultando hoy
válida y esclarecedora de las transformaciones y movilizaciones
ocurridas? ¿Sirve la arquitectura marxista de Wood y su diagnóstico
crítico sobre la moralización y el utopismo elitista de sus críticos
para entender la relación entre teoría y praxis en el contexto de la
sociedad de masas?
226 | Germán Cano
laberinto de la desorientación histórica cuando la fisonomía cosifi-
cada del nuevo mundo social aparecía bajo la percepción del “reflujo
de las masas” del fascismo europeo? Si el problema de la ideología
ha ocupado un lugar tan prominente dentro del debate autocrítico
marxista es por diferentes razones, pero una principal ha sido tam-
bién por la necesidad de comprender las derrotas de la izquierda en
el siglo pasado. Creo que esto modifica el análisis de Anderson: el
desplazamiento hacia la esfera cultural, independientemente de sus
abusos, sobre todo en la época posmoderna, no fue a veces solo el
repliegue compensatorio de una derrota política, sino también un
intento teórico de urgencia por comprender las claves y causas de
esta derrota y actuar consecuentemente en la práctica. Despachar
este gesto como hipertrofia teórica y cultural respecto al problema
de la praxis sería, asimismo, injusto, máxime teniendo en cuenta
cómo, en los últimos tiempos, la mayor relevancia del problema de
la ideología en nuestras sociedades ha ido también justificándose
en base a criterios objetivos. Si Gramsci, como plantea, por ejemplo,
Manuel Sacristán, se dedicó a un trabajo teórico es “porque alguna
inferencia había que sacar de la derrota ante el fascismo. Había que
volver a ver las cosas, ‘pensar’ qué había pasado [...]” (Sacristán,
2005: 192). Hoy, ante el triunfo hegemónico del neoliberalismo, esta
lección de pensar la fuerza del enemigo más que la autoafirmación
de la identidad sigue siendo acuciante para nosotros. Y debe estu-
diarse con detenimiento el sentido de esta intervención teórica con-
jugada y anudada con la práctica de un modo que pueda también
cuestionar algunos postulados básicos del marxismo clásico.
El caso Gramsci es sugerente para comprender la nueva fisono-
mía y posibilidad de un nuevo realismo intelectual que, en momen-
tos de retroceso histórico, no se repliega ni en el desencanto ni en
una inflación criticista, pero tampoco se contenta con una simple
estrategia política de “alianzas”. Debemos reparar en esto: el pro-
yecto gramsciano de “filosofía de la praxis” surge como una ten-
tativa experimental de reformular la célebre undécima tesis sobre
Feuerbach en un contexto histórico en el que se quiebra justo la tesis
del joven Marx de que basta con ser conscientes del sueño de la rea-
lidad para realizarlo en la praxis. Esto es, en una situación de crisis
del concepto de “realización” histórica: la superación de la brecha
228 | Germán Cano
cientificista y su reflujo, su “filosofía de la praxis” enseñaba que
el precio por la falta de “ruptura” no tenía que ser necesariamente
el repliegue hipertrofiado en la teoría y la esfera cultural, sino una
intensificación política y hegemónica de la cuestión subjetiva que,
sin embargo, no renunciara a un vínculo orgánico con la práctica.
En este anuncio de una situación nueva no puede dejarse de lado
lo que Gramsci denominaba la “época de la guerra de posiciones”,
un escenario donde el movimiento obrero y la intelectualidad crí-
tica estarían enfrentados a los poderes capitalistas disputándose
sobre todo posiciones o trincheras claves del orden simbólico y cul-
tural en una situación de crisis orgánica. Esto implicaba entender la
práctica política de un modo más complejo que el leninismo clásico
y asimismo señalaba límites a la mera gestión técnica politicista.
Como señalan Laclau y Mouffe, parece claro que
para Gramsci la ‘guerra de posición’ es, por el contrario, la pro-
gresiva disgregación de una civilización y la construcción de
otra en torno a un nuevo núcleo de clase. La identidad de los
contrincantes, por tanto, lejos de estar fijada desde un comien-
zo, cambia constantemente en el proceso. Está claro que esto
tiene poco que ver con una ‘guerra de posición’ en el sentido
estrictamente militar, ya que esta última no consiste en un pa-
saje continuo de fuerzas adversarias a las propias filas: la me-
táfora militar se metaforiza aquí en la dirección opuesta. Si en
el leninismo había una militarización de la política, en el caso
de Gramsci hay una desmilitarización de la guerra. (2004: 105)
230 | Germán Cano
En este punto, se entiende que, hasta la preparación de una futura
fase de guerra de movimiento, la perspectiva expansiva de la “gue-
rra de posiciones” gramsciana –recoger todos los “problemas gene-
rales italianos”– plantea no solo rebasar el politicismo partidario de
clase, sino buscar la universalidad en una composición no limitada
a los intereses obreros o los espacios marcados directamente por el
conflicto de clase o la activa militancia política.
Llegados aquí, ¿podemos afirmar que fue la desviación cultura-
lista la principal causa responsable de las derrotas de la izquierda?
Como ha resaltado Stuart Hall en su crítica a Anderson, si bien
resulta necesario extraer su planteamiento crítico acerca del mar-
xismo occidental en el sentido de que su énfasis y construcción de
los debates sobre la ideología terminaron impulsando un cierto ais-
lamiento de la praxis, debemos descartar “cualquier insinuación de
que, si no fuera por las distorsiones producidas por el ‘marxismo
occidental’, la teoría marxista podría haber proseguido cómoda-
mente su camino designado, siguiendo el programa establecido:
dejando el problema de la ideología en su lugar subordinado, de
segunda categoría” (Hall, 2010: 134).
Hall sostiene que la relevancia del problema ideológico tiene al
menos dos fundamentos objetivos de implicaciones políticas direc-
tas. En primer lugar, el crecimiento del papel de las “industrias
culturales” en la creación de la conciencia de masas y, segundo,
el problema del “consentimiento” de la clase trabajadora respecto
al sistema en las sociedades ya no solo capitalistas avanzadas. Un
“consentimiento”, señala Hall, sin duda escaldado por la experien-
cia del thatcherismo, que si bien no puede separarse de los mecanis-
mos ideológicos, no se mantiene solo a través de ellos. Lo interesante
de esta aproximación más compleja al problema es que lo dota de
mayor filo político, la necesidad de comprender la ideología como
fuerza material en un doble sentido: en tanto naturalización de una
forma particular de poder y dominación que reconcilia a los agentes
subalternos con su lugar subordinado en la formación social como
posible potencia de cambio y como articulación de los procesos a
través de los que surgen nuevas formas de conciencia y nuevas con-
cepciones de mundo que movilizan a la acción contra el régimen
imperante. Este impulso teórico que trasciende los límites de las
232 | Germán Cano
La crítica, también decía Marx en un conocido pasaje de la Crítica
de la filosofía del Derecho de Hegel, le retira a las cadenas (religio-
sas o ideológicas) “sus flores ilusorias” no para que el ser humano
siga llevando esas tristes sujeciones sin fantasía ni consuelo; ni para
que se entregue a un desengañado cinismo, podríamos añadir; sino
“para que se desembarace de las cadenas y tome la flor viva” (Marx,
1982: 492). La dificultad de deshacernos de la cadena no debería
empujarnos, por tanto, a recaer en renunciar a la decisiva tarea del
partido como “intelectual colectivo”.
Gramsci no ve, pues, la posibilidad de que la mediación entre
la fuerza social (la energía de la clase obrera) y la intervención
revolucionaria sea de naturaleza científica, de la naturaleza
del programa crítico; para él, la única mediación posible es
una nueva ideología, la adopción por el marxismo de la forma
cultural de las religiones y de los grandes sistemas de creen-
cias [...]. (Gramsci, 2016: 27)
234 | Germán Cano
tampoco parezca deseable doblar la vara hacia el otro extremo y
entender el campo de batalla como un terreno totalmente abierto sin
restricciones materiales que permitan limitar una supuesta omnipo-
tencia discursiva. No es extraño que Hall, a la hora de emprender
la desmitificación de las seducciones del capitalismo de consumo,
o la demagogia de la retórica neoliberal thatcheriana, no abogara
por entrar tanto directamente en la lucha apelando a la praxis de la
clase trabajadora, sino que insistiera en preguntar antes si se podía
presuponer esa fuerza social. Si la izquierda iba a desarrollar alter-
nativas serias, tenía que partir de la base del reconocimiento de los
puntos fuertes y la capacidad de seducción de su oponente. Cierta-
mente, entendía que, en ese contexto de reflujo, el pesimismo de la
inteligencia y la voluntad consecuente de conformarse con objetivos
excesivamente modestos era mejor que una posición optimista.
Vistas retrospectivamente estas tres décadas, lo que a Wood le
parecía sin matices un error −esa excesiva y sofisticada preocupa-
ción por la lucha ideológica− se antoja hoy, sin embargo, una cues-
tión relevante y más matizada. Y lo es, entre otras cosas, porque
precisamente esa derrota de los sindicatos mineros en manos de
Thatcher, muy glosada en el imaginario cinematográfico, por ejem-
plo, sigue siendo una amarga lección de los errores políticos ligados
a esa vuelta al “realismo” de clase sin una buena práctica estratégica
ideológico-cultural. En Inglaterra se esperaba la fuerza de la clase
trabajadora, pero tampoco llegó esta vez conforme a las expectati-
vas. Si la respuesta realista al cinismo de la clase dominante pro-
dujo una política incorrecta para esa lucha correcta fue justo por
descuidar, en parte, el trabajo ideológico y subestimar el modo en el
que el adversario había cambiado también su fisonomía. Ahora se
llamaba neoliberal, y mientras la izquierda ondeaba épica y frontal-
mente sus banderas frente al adversario, aquél ganaba sutil y capi-
larmente su fuerza mediante la búsqueda de consentimiento en las
experiencias de la vida cotidiana y lograba condensar la inevitable
pluralidad y la diferencia de las sociedades tardocapitalistas en un
proyecto político-cultural.
En esta coyuntura sin garantías históricas, puede entenderse que
la arquitectónica tradicional de la izquierda, con sus privilegios apo-
yados sobre la diferencia entre base económica y supraestructura
236 | Germán Cano
de que el capitalismo neoliberal ha deshecho las grandes identidades
colectivas (en especial la de pertenencia a una clase social), disemi-
nando los conflictos, y conformando identidades colectivas dife-
renciadas? Hall plantea que en un momento en el que Thatcher está
“moviendo el suelo desde abajo”, condensando bajo un imaginario
diferencias y cambiando las reglas de juego, debemos replantearnos
esa vieja forma de hacer política aceptando esa novedad del pre-
sente volviendo a un determinado uso de Gramsci:
Lo que he llamado “la pregunta de Gramsci” en los Cuadernos
emerge en las postrimerías de este momento, con el reconoci-
miento de que la historia no iba por ese camino, especialmente
en las naciones industriales avanzadas de la capitalista Europa
occidental. Gramsci tenía que confrontar el repliegue, la falla,
de dicho momento: el hecho de que un momento tal, habiendo
pasado, nunca volvería en su antigua forma. Gramsci aquí se
encontró cara a cara con el carácter revolucionario de la his-
toria misma. Cuando una coyuntura se despliega, ya no hay
marcha atrás, la historia cambia de engranaje. El terreno cam-
bia. Te encuentras en un nuevo momento. Tienes que atender,
‘violentamente’, con todo el ‘pesimismo del intelecto’ del que
dispongas, a la disciplina de la coyuntura. (Hall, 1988: 162)
5 “Solo a un hombre que se ofrece a los otros como parte orgánica de un ideal
y de una entidad colectivas–, y que cumple con su vida esta promesa, se le
puede ocurrir la idea de que el partido político de la emancipación es un inte-
lectual colectivo en el que el intelectual tradicional por antonomasia, en vez
de quedar diluido o ser sobredimensionado, queda convertido en intelectual
productivo, en intelectual que produce junto a los otros, junto a los trabajado-
res manuales que quieren liberarse. Porque de un hombre así se puede decir
que ha renunciado a lo que es más característico del intelectual tradicional: su
apego al privilegio social” (Fernández Buey, 2001: 86).
238 | Germán Cano
medio. Desde su posición cultural aristocrática, el PCI contempló
esta emergencia con condescendencia, si no con desprecio. Disol-
viéndose, asimismo, poco a poco, la tensión y los puentes entre la
vanguardia artística con la sensibilidad popular, la izquierda quedó
sin capacidad de acción hegemónica ante la contrarrevolución cul-
tural del imperio mediático de Berlusconi, que terminó capturando
y saturando el imaginario popular bajo un imaginario consumista
autocomplaciente e infantilizado.
Donald Trump, fenómenos como el Brexit o el Frente Nacional
de Marine le Pen en Francia son hoy, sin embargo, la mejor prueba
de esta derrota en la disputa por los imaginarios colectivos. Si entre
un discurso reactivo y protector de los privilegios individualistas
perdidos, el de Marine Le Pen, y un discurso protector colectivista
y universalista, el de la izquierda de Jean-Luc Mélenchon, las clases
obreras y muchos jóvenes prefieren el primero, es porque, en la dis-
puta por los imaginarios sociales y las estructuras de sentimiento,
la derecha reactiva ha hegemonizado mejor el dolor social bajo sus
ideas orgánicas de comunidad. Esta derechización del imaginario
colectivo en las clases populares desde décadas tiene muchas cau-
sas –el hundimiento de las estrategias contrahegemónicas de los
partidos comunistas, la fascinación de los socialdemócratas con el
neoliberalismo, etc.–, pero también la derrota de la izquierda a la
hora de construir imaginarios colectivos sociales.
Si Podemos apareció para algunos sectores en España como un
intruso en la casa de la izquierda es porque buscó desde su entrada
en escena, conforme a estas lecciones históricas, poner entre
paréntesis esa identidad que obligaba obsesivamente a transmutar
heroicamente las derrotas en victorias morales y jugar otro juego,
cambiando la escala del enfrentamiento. Se había perdido, y había
que reconocerlo, pero no necesariamente había que resignarse. El
momento autocrítico del pesimismo de la inteligencia podía encon-
trar un nuevo camino a cierto optimismo ilusionado. Pero para ello
había que superar una estéril alternativa, la que aparecía, por un
lado, entre la apuesta por abrillantar los cimientos del edificio de la
izquierda a la espera de que los receptores llegaran a la buena nueva
de su mensaje en virtud del reconocimiento de sus profundas con-
tradicciones y malestares y, por otro, los diferentes voluntarismos
240 | Germán Cano
Sin embargo, la respuesta de los críticos fue inmediata: Podemos
buscaba “construir la casa ‘por’ el tejado”. En lugar de ver la com-
plejidad del “con”, se optó por la interpretación de “por el tejado”.
Demasiada “cultura” y discurso, en suma. Aunque, ciertamente,
la casa de la izquierda fuera del establishment en España, a pesar
de los entusiastas insobornables al desaliento (El 15-M como fase
prerrevolucionaria), si no estaba medio en ruinas, no ofrecía tam-
poco muy buen aspecto, no se problematizaba la relación entre los
cimientos y los techos ideológicos. ¿Qué ofrecía Podemos a la pér-
dida de ese privilegio arquitectónico de la Izquierda? La hipótesis
de que el importante aprendizaje realizado desde la década de los
60 por los movimientos sociales de que los intereses políticos no se
agotan en situaciones conflictivas de clase no necesariamente tiene
que implicar cortar el nudo existente entre las situaciones sociales
y materiales y los intereses políticos. Eso sí, esa tensión debía afron-
tarse con una mayor complejidad de lo que la izquierda tradicional
lo había hecho en su programa político y práctica cultural. ¿Cómo
impulsar una mejor relación entre los “cimientos” y el tejado, entre
la “materia prima” de los malestares sociales y el horizonte, la ilu-
sión de futuro?
Se esgrime desde la izquierda marxista, y a veces con razón, que
la imagen planteada por sus críticos revisionistas es de un excesivo
reduccionismo. Pero en este debate también a veces uno tiene la
impresión de que la izquierda tradicional a menudo entiende que
tomarse la cultura en serio es tomársela excesivamente en serio y
de que con frecuencia se construye un espantajo, el muñeco polí-
ticamente hipertrofiado del “voluntarismo discursivo”, para evitar
un debate más matizado y complejo sobre una práctica política y
económica sensible a las derrotas ante el neoliberalismo. Si acudi-
mos, por ejemplo, al análisis del thatcherismo y la derrota de las
luchas mineras en los ochenta, observamos que tanto por los resa-
bios reduccionistas como también por los excesos posmodernos cul-
turalistas no hemos avanzado demasiado.
En este contexto, la novedad de Podemos ha radicado preci-
samente en ofrecer una posibilidad distinta de entender la cone-
xión entre la teoría y la praxis, no en disolverla desde una presunta
autonomía del discurso político. En otras palabras, ¿realmente
242 | Germán Cano
tiempo histórico. Ante problemas semejantes la New Left británica
en los setenta fue lúcida, nos advierte de cómo la praxis política no
solo tiene que atender o interpelar a las “situaciones límites”, sino
también a la vida normal para cambiar las cosas de forma realista.
Conectar con la experiencia viva y “concreta” de la gente es, por
tanto, algo mucho más rico y complejo que apelar a su “activismo
frente a la pasividad”. El activismo no tiene el monopolio de lo que
es la práctica política. Como escribe Hall:
No hay ninguna ley que afirme que el movimiento laborista,
como una gran máquina inhumana, vaya a impulsarnos hacia
el socialismo, ni que podamos seguir confiando [...] en que la
pobreza y la explotación empuje a la gente, como a animales
ciegos, hacia el socialismo. El socialismo es y seguirá siendo
una fe activa en una nueva sociedad, a la que podemos acer-
carnos como seres humanos conscientes y lúcidos. La gente
debe ser confrontada con la experiencia y convocada a la ‘so-
ciedad de iguales’ no porque se encuentre en una situación
límite, sino porque la ‘sociedad de iguales’ es mejor que la
mejor de las arteras sociedades capitalistas de consumo, y la
vida es algo que se vive, no algo por lo que uno pasa como el
té por el colador. (Hall, 2010b: 179)
244 | Germán Cano
carta de naturaleza ni crear desde la nada estas posiciones por su
propia omnipotencia discursiva.
Bibliografía
Luciana Cadahia**
| 247
supuesto) es vista como constitutiva y fundacional, o bien es
vista como efecto “supraestructural” de un movimiento más
profundo que se concibe en términos de pura inmanencia. (La-
clau en Critchley y Marchart, 2008: 400)
248 | Luciana Cadahia
dispositivos en Agamben y Esposito o el papel emancipador de la
Multitud en Hardt y Negri.
Ahora bien, el caso de Laclau es bastante particular y merece toda
nuestra atención. Si bien se inscribe dentro de esta nueva marca
epocal de la diferencia ontológica –recogiendo de manera explí-
cita el pensamiento de Heidegger y Derrida–, está decidido a man-
tener el término “negatividad” como un movimiento clave dentro
de toda su apuesta teórica. Si nos preguntamos por las razones de
esta elección, podríamos decir que la negatividad opera como aquel
movimiento que impide a la sociedad, por un lado, cerrarse sobre
sí misma en una identidad plenamente constituida y, por otro, con-
cebir esa representación de sí como un orden objetivo y necesario.
Dicho de otra manera, la negatividad pone en cuestión la preten-
sión del carácter objetivo y positivo de las relaciones sociales, a la
vez que deja abierto su conflicto irresoluble. El movimiento de la
negatividad no solo sacaría a la luz el carácter contingente de toda
ordenación social, sino que también conservaría el legado hege-
liano y marxista de pensar la historia en términos de lucha y anta-
gonismo. Es decir, la negatividad permite una compresión profunda
del papel del conflicto en la sociedad, ofreciendo una alternativa a
las concepciones teóricas del consenso, interesadas en concebir al
conflicto como una falla a erradicar del orden social; aquí, al contra-
rio, el conflicto, expresado a través del movimiento de lo negativo,
se vuelve constitutivo de lo social. Lo que resulta entonces singular
de la propuesta de Laclau es haber puesto en relación, dentro de un
mismo proyecto intelectual, el pensamiento de la diferencia onto-
lógica con la cuestión de la negatividad y la mediación1. Esta elec-
ción supone un tratamiento diferente del vínculo entre identidad y
diferencia, puesto que Laclau, a diferencia de los herederos de Hei-
degger, no renuncia a la identidad2. Mas aún, es capaz de asumir el
250 | Luciana Cadahia
populismo no tenía capacidad de construir un proyecto hegemónico
y esto era relegado a la luchas de clases. En ese sentido, Laclau no
había renunciado a hablar en términos de clases sociales, aunque
ya criticaba el reduccionismo economicista y consideraba a estas
como una forma de existencia ideológica. Si el populismo introdu-
cía el elemento del pueblo, el socialismo incorporaba la dimensión
de clase necesaria para pensar la hegemonía. Es a partir de esta serie
de razonamientos que “La dialéctica entre el pueblo y las clases
encuentra aquí el momento final de su unidad: no hay socialismo
sin populismo, pero las formas más altas de populismo solo pueden
ser socialistas” (Laclau, 1978: 231).
Como todos sabemos, en los textos posteriores Laclau abandona
tanto la lógica de luchas de clases como cualquier apelación a la
dialéctica. Más aún, esta renuncia se expresa como el intento por
disputarle la negatividad a la dialéctica. Considero que en el capí-
tulo titulado “Más allá de la positividad de lo social: antagonismo
y hegemonía”, perteneciente a Hegemonía y estrategia socialista,
escrito junto a Chantal Mouffe, encontramos uno de los primeros
intentos sistemáticos por configurar los términos de esta disputa.
Allí Laclau hace explícito que la posibilidad de una teoría de la
hegemonía depende de pensar la lógica articulatoria que la hace
posible y eso supone adentrarse de lleno en la cuestión del anta-
gonismo. Pero lo que llama la atención de las primeras páginas de
este capítulo es su consideración del romanticismo, cuando afirma
que “los elementos sobre los que operan las prácticas articulatorias
fueron inicialmente especificados como fragmentos de una totali-
dad estructural u orgánica perdida” y que “la generación romántica
alemana va a hacer de la experiencia de la fragmentación y de la
división el punto de partida de su reflexión teórica” (Laclau y Mou-
ffe, 2004: 129). Más adelante añadirá que esta reflexión teórica se
ha visto reflejada como el intento por recuperar la unidad perdida.
Si bien resulta un poco problemática esta afirmación –sobre todo
si pensamos en autores románticos como Schiller, donde la rela-
ción entre forma y vida da cuenta de la imposibilidad de un cie-
rre reconciliador y establece las condiciones para poder pensar de
otra manera esa brecha que nos impide ser nosotros mismos–, tam-
bién resulta virtuosa y poco explorada la línea de continuidad que
252 | Luciana Cadahia
entre “oposición real” y “contradicción lógica”. En el primer caso
cada uno de los términos tiene una positividad propia, es decir, la
identidad de cada uno es autocontenida e independiente de su rela-
ción con el otro. Por tanto, la relación de oposición se da en los
términos de A-B. En el segundo caso, en cambio, estaríamos ante la
presencia de una contradicción, puesto que la identidad de un tér-
mino depende de su relación con el otro en la forma de A-A. Ahora
bien, mientras la primera oposición sería en el ámbito de lo real, la
segunda estaría en el ámbito lógico de las proposiciones. Según la
interpretación de estos autores, el paso falaz de la dialéctica hege-
liana habría consistido en concebir la contradicción en el ámbito
de lo real, mezclando así “oposiciones reales” con “contradicciones
lógicas”, y el marxismo habría continuado esta vía hegeliana para
pensar al “antagonismo” como una contradicción. La solución de
Della Volpe y Colleti consistirá en pensar al antagonismo como una
oposición real –puesto que reflejaría lo mejor de su filosofía mate-
rialista– y no como una “contradicción” del ámbito de lo lógico. Sin
embargo, Laclau prefiere tomar distancia de esta solución. Si bien
acuerda con estos autores en que la “contradicción” no es adecuada
para pensar el “antagonismo”, considera que tampoco sería correcto
entenderla como una oposición real; lisa y llanamente porque no
hay antagonismo sin negatividad y esta solamente tiene lugar en
el ámbito de la dialéctica. Habría que aclarar que resulta un poco
problemático el argumento por el cual acuerda con estos autores
al diferenciar la contradicción del antagonismo, dado que nos dice
que “es porque la contradicción no trata con objetos (sujetos) reales”
(Laclau, 2014: 130). Pareciera que aquí Laclau estuviera dispuesto
a aceptar el clásico dualismo entre “mundo” y “pensamiento”, algo
que contradiría su propia concepción de lo social como un terreno
metafórico donde no hay ni “identidades previamente constitui-
das” ni un camino “literal” que nos permita dar cuenta de ellas de
manera objetiva. Pero si avanzamos un poco más en sus razonamien-
tos, hallamos otros elementos más fecundos para su rechazo, ya que
afirma que la contradicción en Hegel (y en Marx) es más compleja
y su dimensión dialéctica supera el sentido estrictamente lógico de
esta contradicción.
254 | Luciana Cadahia
garantizadas. La pregunta que se hará Laclau es si resulta posible
liberar a la negatividad de la contradicción y convertirla en un nivel
fundante de la estructuración de los antagonismos. Y aquí es donde
Laclau insistirá en que para el caso del antagonismo no se da nin-
guna de las dos situaciones mencionadas anteriormente, puesto que
“la presencia del otro me impide ser totalmente yo mismo” (Laclau,
2014: 168). De esta manera, “la relación no surge de identidades
plenas, sino de la imposibilidad de constitución de las mismas” y
luego añade “la presencia del Otro no es una imposibilidad lógica,
ya que existe –es decir, no es una contradicción–” (ibídem). El anta-
gonismo sería la imposibilidad de constitución de identidades ple-
nas, puesto que muestra el límite de esa posibilidad. A partir de
estas caracterizaciones, Laclau decide dar el paso para concebir al
antagonismo como algo distinto de la contradicción. Al decir que
el antagonismo no es el resultado de “relaciones objetivas” sino el
límite de toda objetividad, tratará de mostrar en qué medida el anta-
gonismo libera a la negatividad de su opresión dialéctica, esto es,
una negatividad irreductible que no lograría ser superada por nin-
guna mediación dialéctica.
Habría que mencionar un paso más que no es del todo explici-
tado por Laclau, un paso donde, a la vez que desvincula la “contra-
dicción” del “antagonismo”, pone a la negatividad del lado de este
último, señalando que la contradicción no sería capaz de mostrar
a la negatividad en toda su radicalidad contingente. Aquí resulta
valiosa la crítica de Žižek a la deconstrucción, cuando dice que
“deberíamos cuestionar la serie de preferencias aceptadas por el
deconstructivismo actual como fondo indiscutible de su empeño:
la preferencia por la diferencia sobre la mismidad, por el cambio
histórico sobre el orden, por la apertura sobre el cierre […]” (Žižek,
2003: 96). Es decir, deberíamos preguntarnos por qué resulta autoe-
vidente otorgarle un mayor grado de radicalidad –incluso pareciera
de autenticidad– a la contingencia frente a la necesidad. Pareciera
que el pensamiento político contemporáneo ha caído en su propia
trampa: al erigir sus críticas a ciertos contenidos de la modernidad
(identidad, dialéctica, mismidad, totalidad, etc…) termina por crear
la forma de cierre que cree hallar en esos contenidos de los cuales
se aparta. Si seguimos los razonamientos de Nuevas reflexiones…,
256 | Luciana Cadahia
que se halla en la naturaleza de cada uno de ellos; el ser es en y
para sí mismo la nada, y la nada es en y para sí misma el ser” (Hegel
2011: 237). Para Hegel, no hay en primer lugar una dualidad primor-
dial entre elementos, sino la grieta intrínseca del Uno sin nombre,
pero manifiesta en y como devenir (werden). Por lo que aquí el anta-
gonismo no supone una tensión armoniosa entre los dos principios
o elementos opuestos, sino que implica la tensión interna, la impo-
sibilidad de autocoincidencia del ser consigo en cuanto ser (o de la
nada en cuanto nada, que para el caso da lo mismo).
¿Acaso esto no se acercaría a la idea de antagonismo que defiende
Laclau, entendida como una relación de fuerzas que me impide ser
una identidad plena? Así, pareciera que la dialéctica no es la expre-
sión acabada de una contradicción entre elementos que, siendo cada
uno idéntico a sí mismo, se opone al otro, sino un momento de lo
lógico, en el que las determinaciones hacen la “experiencia de sus
propios límites”, dando lugar al pensamiento especulativo. Este ter-
cer respecto de lo lógico no es sino el momento en el que se com-
prende “la unidad de las articulaciones contrapuestas”. La relación
de oposición entre los elementos es impura, la oposición no es la
relación de determinaciones opuestas en algo externo a ellas como
su fundamento, “sino que el fundamento de la contraposición es el
movimiento –no un ‘sustrato’– del recíproco asumirse una determi-
nación en la otra” (Duque, 1998: 434). No habría algo así como un
“tercer elemento” superador. Por lo general el término Aufhebung
se ha traducido como “superación”, dando lugar a toda una serie de
malos entendidos sobre el papel de la síntesis dialéctica y la recupe-
ración de una identidad plena. Por ello, la reflexividad de la mutua
oposición (o sea, la contraposición o reflexión absoluta) no es la
supresión de las diferencias, sino su asunción (Aufhebung), o sea,
el hacerse literalmente cargo cada uno de los extremos de la contra-
dicción resultante de “creerse con sentido por separado”, es decir, y
hablando con toda propiedad: de creerse “absolutamente” separado.
Aquello que Laclau entiende como superación dialéctica y el
retorno a la identidad en realidad en Hegel se expresa en los térmi-
nos de unidad. Y esta unidad no es identificada con la identidad,
puesto que cancela y conserva a la vez la identidad: “En este carácter
dialéctico, tal como viene aquí tomado, y por ende en la captación
258 | Luciana Cadahia
definitiva, sino el modo de darse el movimiento del pensamiento y la
posibilidad de este de saberse a sí mismo en la forma de una escisión.
Otros de los motivos por los cuales Laclau rechaza la dialéctica
es porque considera que se encuentra al servicio de una “positi-
vidad superior” (el momento absoluto). En gran medida, una de
las apuestas teóricas de Laclau consiste en una crítica feroz a la
positivización de lo social, es decir, a aquellas teorías que tien-
den a cosificar lo social y ponen como causa explicativa aquello
que es el resultado contingente de su propia factualidad. ¿Pero no
es Hegel justamente el filósofo que nos ha permitido pensar los
límites de toda positividad? Desde sus reflexiones tempranas de
juventud sobre la positividad en La positividad de la religión cris-
tiana y El espíritu del cristianismo y su destino3 Hegel no ha hecho
otra cosa que erigir una filosofía crítica de lo positivo y de la nos-
talgia por la unidad perdida de la modernidad. ¿No es la dialéctica
una economía que destruye toda forma de positividad u objetivi-
dad última? Pero habría que añadir algo más y es que la positiviza-
ción de las cosas no es algo que debiéramos condenar en sí mismo,
puesto que no se trata de rechazar sin más la positividad sino la
rigidificación de esta. Si tan solo existiera el momento meramente
negativo no sería posible construir ningún tipo de identidad, pro-
yecto político o sentido alguno; ni siquiera sería posible establecer
diferencias o hacer inteligible algo. Incluso en el mismo proyecto de
Laclau se puede encontrar esa pulsión hacia la positivización. Como
muy bien señala Stavrakakis, en Nuevas reflexiones…, Laclau se vio
en la obligación de abandonar el carácter constitutivo del antago-
nismo, al constatar que se trataba de una positivización de la nega-
tividad. Por esta razón, pasó a concebirlo como el efecto de algo
previo, a saber: la dislocación. Es decir, el antagonismo sería una de
las formas posibles para traducir esa dislocación fundacional den-
tro del orden simbólico (Laclau, 1990: 55-59). Stavrakakis utiliza de
manera indistinta el antagonismo y la negatividad, dando a entender
que la negatividad también pasaría a ocupar un lugar secundario.
260 | Luciana Cadahia
Pero ahora habría que preguntarse qué sucede con la negatividad
en este desplazamiento propuesto por Laclau. Como señala Stavraka-
kis, este nuevo lugar asignado al antagonismo sería la consecuencia
de las críticas de Žižek a esta noción en su texto “Más allá del aná-
lisis del discurso”, donde Žižek acusa a Laclau de “positivizar” el
antagonismo, puesto que el momento positivo tendría lugar cuando
identifico un adversario y me constituyo en oposición a él. Según
Žižek, la negatividad del otro que me impide alcanzar la identidad
conmigo mismo es una externalización de mi auto-negatividad, ya
que proyecto en el otro aquella fractura que está en mí. Dicho de otra
manera, el amo es una determinación refleja (Reflexionbestimmung)
de la imposibilidad del esclavo por alcanzar una identidad consigo
mismo. El amo sería la encarnación positiva del autobloqueo del
deseo del esclavo. Por tanto, mientras que para Laclau la identi-
dad del esclavo se construye por oposición a la figura del amo, para
Žižek es la escisión previa que se da en el interior del esclavo aque-
llo que se exterioriza bajo la figura del amo.
Si bien es claro que con la acusación de positivización del anta-
gonismo Žižek procura debilitar el argumento de Laclau, podríamos
preguntarnos por la eficacia de esa estrategia. ¿Acaso no es posible
asumir que existe esta forma de positivización en la propuesta de
Laclau y aún así seguir pensando que es adecuada? Cuando Žižek
contrapone la figura de una auto-negatividad previa a la lucha con-
tra un adversario también está partiendo de una forma positivizada
de pensar el antagonismo. La falacia de su argumento está en hacer-
nos creer que la identificación del momento de la negatividad con la
auto-negatividad del sujeto sería una forma de “escapar” de la posi-
tividad y una recuperación del antagonismo radical. La estrategia de
Žižek consiste en ir a la lógica del amo y el esclavo para indicarnos
que tras esta figura aparece la conciencia desgraciada, una concien-
cia que hace la experiencia de la negatividad en el interior de sí
misma. Pero si avanzamos en este registro hegeliano de pensar los
problemas, Hegel nos recuerda una y otra vez que estas figuras no
son otra cosa que formas de representación, es decir, maneras positi-
vadas de la negatividad radical. Más aún, la conciencia desgraciada
–experiencia del cristianismo– también se disuelve en Hegel, dando
lugar a la figura del Espíritu.
262 | Luciana Cadahia
donde comienza a construirse tejido social, cuando empiezan a con-
solidarse formas de articulación que escapan a la mera positiviza-
ción de nuestra relación negativa con algo.
Por otra parte, un actor político se sabe siendo otras cosas a la
vez, actuando en otras esferas donde deberá resolver otros proble-
mas que atañen a la constitución de su identidad. Es evidente que
con la lucha política no se busca la eliminación “física” del adver-
sario, sino transformar la posición que se ocupa en una determinada
relación de fuerzas. Y toda conquista no supone solamente la disolu-
ción de la identidad del adversario sino también la mía, puesto que
mi posición también se verá transformada por la nueva situación.
Pero lo que resulta más desalentador de la estrategia escogida por
Žižek es que bajo la lógica de que el esclavo “cede al deseo del amo”
podríamos rechazar cualquier tipo de protesta o denuncia colectiva,
puesto que siempre podríamos usar el argumento de que, ante el
descontento, los individuos no hacen otra cosa que exteriorizar en
otro –el amo– su propia falta, su propia negatividad que les impide
ser sí mismos. ¿Esto supondría que la historia de las luchas de cla-
ses –y el antagonismo que la posibilitó– no ha sido otra cosa que
ceder al deseo del amo? Si llevamos el argumento de Žižek hasta el
límite de sus posibilidades cualquier acto político debería ser con-
denado como una forma de autobloqueo del esclavo, invitando así
al esclavo a desviar su fantasía de otra manera. Si en el fondo se trata
de un autobloqueo de mi propio deseo, ¿qué diferencia habría entre
llevar a cabo una lucha política o considerar que la forma en que
el vecino aparca el carro impide mi propia realización? No se trata
simplemente de que el esclavo “elige” externalizar en el amo su pro-
pio bloqueo porque así lo desea. Al contrario, tuvo que tener lugar
la experimentación de una amenaza previa, la constatación de un
peligro que puso a mi deseo a trabajar en una dirección antagónica.
Y esto no tiene lugar mediante un trabajo introspectivo del sujeto,
sino cuando hacemos la experiencia colectiva de una falta a la que
vamos dándole forma.
Si prestamos atención al modo en que han evolucionado las
luchas de las minorías nos damos cuenta de este movimiento. En
sus orígenes el feminismo tenía una mayor tendencia a poner al
hombre (el amo) como el causante de su posición de subalternidad.
Bibliografía
264 | Luciana Cadahia
Laclau, Ernesto. “Antagonismo, subjetividad y política” en Los fundamentos retó-
ricos de la sociedad. Buenos Aires: FCE, 2014.
–––. “Atisbando el futuro” en Critchley, Simon y Marchart, Oliver. Laclau. Aproxi-
maciones críticas a su obra. Buenos Aires: FCE, 2008.
–––. Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires:
Nueva visión, 1990.
–––. “Hacia una teoría del populismo” en Política e ideología en la teoría marxista:
capitalismo, fascismo, populismo. Buenos Aires: Siglo XXI, 1978.
Laclau, Ernesto y Mouffe, Chantal. Hegemonía y estrategia socialista. Buenos Aires:
FCE, 2004.
| 267
política transformadora de las relaciones de la vida cotidiana, el
feminismo, observada por algunos sectores como parcial o particular
puede formar parte de un proyecto de cambio de la sociedad en su
conjunto. Para ello el feminismo modifica y es modificado por algu-
nos de los presupuestos que movilizan la política populista. Ambos
enfrentan una cuestión crucial para nuestro tiempo: la posibilidad
de articular la impugnación de orden establecido con una propuesta
política al servicio del conjunto de la sociedad vía participación en
las instituciones. La tesis de fondo que aquí se defiende es que es
posible, y deseable, una articulación entre el empuje antagonista,
popular y transversalizador de diferentes luchas sociales con una
experiencia institucional de gobierno para todos. Que el populismo
no puede entenderse solo como un movimiento de subversión des-
tituyente sino también de constitución de una nueva hegemonía
modulada por la práctica política institucional. Como veremos, este
camino supone rechazar los binarismos que de manera excluyente
enfrentan lo institucional-estatal con cualquier posibilidad de cam-
bio político en profundidad en la vida cotidiana.
En este texto abordamos estas cuestiones presentando, en primer
lugar, la hipótesis fundacional de Podemos en la que podemos reco-
nocer elementos claramente populistas y su desplazamiento pos-
terior incorporando elementos específicamente hegemónicos; en
segundo, el modo como estos presupuestos teóricos se han pensado
y llevado a la práctica en las propuestas feministas de Podemos;
y por último, dibujamos algunas de líneas de debate fundamental-
mente con los movimientos sociales. Está escrito en primera per-
sona del plural porque, a la vez que construye una cierta distancia
reflexiva para proponer un análisis, da cuenta de una experiencia
colectiva compartida en primera persona durante los últimos años
en Podemos.
De la hipótesis populista...
Bibliografía
Manuel Canelas*
| 289
han logrado que esta idea sea parte del sentido común. Por cosas
como estas es que Vicenç Navarro suele llamarles “medios de comu-
nicación y persuasión” −esta segunda tarea hace mucho, mucho
tiempo que ha desdibujado y subordinado a la primera−. No impor-
taría pues demasiado la voluntad popular expresada en las urnas
o la participación social en decisiones trascedentes de nuestros
países. No. En realidad, con los años ha quedado claro que estas
posiciones privilegian y promocionan una idea de liberalismo casi
contraria a la democracia. Una suerte de defensa de un gris y deter-
minado procedimentalismo: seguridad jurídica –mejor si es la de los
grandes propietarios– y libertad de expresión por encima y antes de
todo. En la misma operación, además, se identifica al enemigo de la
mano del manido recurso al populismo: los avances de la soberanía
popular en espacios antes “naturalmente” privatizados –por lo tanto
no susceptibles de ser puestos en conflicto ni cuestionados según el
dogma neoliberal– son siempre caracterizados como atentados a la
división de poderes y ataques a la libertad.
Estas caracterizaciones negativas de muchos de los avances rea-
lizados estos años en términos de agresión/invasión a la libertad
(individual) de los ciudadanos ha resultado más sencilla, entre
otras cosas, porque nos hemos olvidado de disputar el significado
de la palabra libertad y de mirar con más cuidado –definir mejor
las categorías; utilizar herramientas metodológicas cualitativas– las
transformaciones sociales en nuestros países. En la inauguración
del Encuentro Latinoamericano Progresista (ELAP) en el Ecuador en
2014 nos advertía sobre lo primero sensatamente el compañero Gui-
llaume Long1. Advertencia que tuvo lugar antes de que algunos de
los hechos –derrota del Frente Para la Victoria (FPV) en Argentina;
impeachment a Dilma Rousseff en Brasil; derrota del Sí en el Refe-
réndum Constitucional en Bolivia– que sirven para dar fuerza al
discurso de “fin de ciclo” hubieran tenido lugar. Es probable que
la advertencia hubiera llegado tarde ya en 2014, pero parecería
que seguimos, dos años después, sin hacerle mucho caso. Son muy
pocos los debates, libros, conferencias o asambleas donde nuestros
290 | Manuel Canelas
líderes, nuestros políticos e intelectuales mantienen una discusión
urgente sobre la necesidad de terminar con el monopolio de la pala-
bra “libertad” por parte de la derecha. Si hemos encontrado cierto
tipo de acuerdo reciente en pensar que algunos de los problemas que
enfrentamos se deben a la relativa salud del imaginario, del discurso
–que ya sabemos que es una práctica de primer orden– del neolibe-
ralismo, es evidente que deberíamos prestar especial atención a la
idea de libertad que promocionó el mismo y cuán vigente sigue hoy.
Nombra quien puede. Como dice David Slater, en última instan-
cia las luchas sociales son guerras de interpretación. La derecha
–sus políticos y todos sus voceros en diferentes áreas– lleva décadas
interpretando la idea de libertad, en su relación con la información
y los medios en un sentido tremendamente restrictivo: libertad de
expresión de las grandes empresas de comunicación y persuasión
–para mantenerse al margen del control democrático–. Por otro lado,
hemos permitido, incluso mientras hemos estado gobernando, que
la interpretación dominante de la libertad, desde un punto de vista
político económico, nos la marque de manera claramente predomi-
nante el mercado –la mayor agencia de persuasión mundial– y sus
respectivos voceros.
Esta vigencia de cierta idea de libertad tiene su actual puesta en
escena en el marco de un fuerte proceso de transformación social
en Bolivia, sobre todo gracias a las consecuencias de una exitosa
política económica que tiene en la nacionalización de los hidro-
carburos de mayo de 2006 su condición de posibilidad. Cada vez
que nosotros exhibimos los datos exitosos de la salida de la pobreza
de importantes sectores de la población, estamos apuntando algo
cierto y digno del reconocimiento de diferentes organismos inter-
nacinales2. Cuando destacamos como una potencialidad del modelo
económico boliviano el sustancial crecimiento de nuestro mercado
interno también decimos otra verdad (CEPAL, 2015). O cuando expli-
camos mediante el incremento del acceso al consumo la supera-
ción de techos de cristal étnicos que impedían a buena parte de los
292 | Manuel Canelas
todo el tiempo de la libertad, no haya sentido un especial aprecio
por este significante a la hora de construir un proyecto emancipador.
Esto es sencillo de comprobar leyendo los principales discursos de
nuestros líderes: justicia, igualdad, lucha contra la discriminación
son términos mucho más presentes en ellos. Sin embargo, el sen-
tido común ciudadano es algo distinto: si bien se transformó fuer-
temente entre 2000 y 2005 e incorporó como aceptables y normales
algunas de estas ideas, no empezó desde cero y, como hemos dicho,
la ampliación del mercado ha sido un catalizador para recuperar/
resignificar elementos del sentido común de las décadas anteriores
que permanecían bien arraigados –esto también se pudo ver, por
ejemplo, como dice Pablo Stefanoni (2016) en el resultado del Refe-
réndum Constitucional del 21de febrero–.
El vicepresidente Álvaro García Linera últimamente ha recupe-
rado la idea de construir comunidad en la ciudad. No es una tarea
sencilla. Esto solo será posible reflexionando en profundidad sobre
los espacios urbanos donde hoy se desenvuelven la vida, los sueños
y los deseos de la gente; llevando adelante acciones contundentes
que frenen, como decía Armando Ortuño, “la derrota de lo público
en la ciudad”; y cambiando la promesa de una libertad individual
mercantilizada por una libertad articulada en un sentido progresista
con otras ideas como la justicia social y la igualdad.
Lo público, hoy
4 Ver http://www.paginasiete.bo/nacional/2016/5/11/libertad-plena-expresion-
vivio-1982-2006-96153.html
294 | Manuel Canelas
entonces: “Bolivia se nos muere”. Es, por supuesto, una variación
local del célebre “There is no alternative”, de Margaret Thatcher.
Importa poco precisar si esto era cierto o no, la frase funcionaba
como una poderosa interpelación emocional que facultaba al enton-
ces jefe de Estado a hacer todo lo que estuviera en su mano para
evitar que la patria desaparezca. Puesto en estos términos –eviden-
ciando la enorme inteligencia política de Paz Estenssoro– la iden-
tificación de quien lo criticase o se opusiese a sus medidas estaba
servida: ¿Quién podía estar en contra de las acciones –así estas cau-
saran sufrimiento– que iban a permitir salvarnos? Nadie, salvo los
traidores, por supuesto. Por eso es que no hubo grandes moviliza-
ciones ni reclamos significativos por los confinados y los castigados
durante ese gobierno. Y es probable que aun ahora, sobre todo los
políticos e intelectuales que fueron grandes valedores de lo hecho
en esos años, no lo consideren más que lo que tocaba hacer.
Eso sí, resulta algo contradictorio ver a varios de estos políticos e
intelectuales ser tremendamente críticos cuando en algún discurso
el presidente Evo Morales habla en términos duros de los adversa-
rios políticos o de la defensa de algunas de nuestras acciones en
términos de cuidar el bienestar de la nación. Sin confinamientos ni
cierres de medios, nuestros críticos liberales, bien acomodados en la
prensa nacional, hablan del riesgo de la democracia todo el tiempo.
Las manos libres que tuvo Paz Estenssoro encontraron como
una de sus condiciones principales una fuerte estigmatización del
Estado interviniendo en lo público que se profundizó en los siguien-
tes gobiernos de ese ciclo. Al respecto cabe recordar el paquete de
medidas ortodoxas que se aplicaron en el país a partir de 1985 para
“frenar” uno de los peores episodios hiperinflacionarios del mundo.
Intelectuales poco sospechosos de ser radicales de izquierda como
Jorge Castañeda han matizado mucho lo de cierto que contenía este
discurso –hablando de América Latina, pero Bolivia no fue en esto
una excepción–. Castañeda hace un balance más equilibrado: hubo
ejemplos de gestión empresarial por parte del Estado muy deficiente,
hubo otras cosas positivas en ese periodo y conviene no olvidar lo
político que existió en la crisis de la deuda entonces. En fin, estos
matices poco importaron esos años y el neoliberalismo consiguió,
en muy poco tiempo, volverse la nueva razón de nuestro mundo.
296 | Manuel Canelas
Ahora bien, en esta década efectivamente se hizo mucho en pon-
derar la participación del Estado en la economía pero el resultado
en otros campos es bastante más ambiguo. Sobre todo en la salud
y en la educación. Las consecuencias de no haber sido capaces de
desagraviar la idea de lo público en estos campos son perjudiciales
para el avance del proceso y esto afecta de lleno a la posibilidad de
fortalecer estructuras generadoras de equidad eficientes y efectivas
que reduzcan de modo más intenso las desigualdades sociales exis-
tentes. En muchos casos no se trata de un problema de infraestruc-
tura –luego hablaremos un poco sobre la idea del espacio que tiene
nuestro Proceso de Cambio–, se invierte en esto más que las dos últi-
mas décadas juntas, sino de la calidad y la orientación del servicio,
y de la falta de recursos personales.
En los años 90, en el auge de la hegemonía neoliberal con el
“gonismo”7, un marcador de clase poderoso era la posibilidad de
acceder a un colegio y a una universidad privados. Nadie en su sano
juicio aspiracional de clase hubiera apuntado a su hijo en una ins-
titución de educación pública si el salario –o el crédito o el inge-
nio– le permitía no hacerlo. Para no quedarse sentado esperando la
eterna llegada del goteo el mejor camino era siempre el privado: con
algo de suerte se desembocaba en un puesto en el Estado.
De los miembros de todos los gabinetes ministeriales desde 1985
hasta 2005 los que estudiaron en la escuela pública representan un
porcentaje significativamente menor. Todavía menos son los hijos
de estos ministros que hayan elegido lo público para su educación
primaria y secundaria. A nivel de élite política esto ha cambiado
sustancialmente esta última década. Las investigaciones de Ximena
Soruco (2014) lo demuestran, hablando de la composición social
del funcionariado; sin embargo, en el sentido común ciudadano una
escuela pública sigue estando casi tan mal vista como lo estaba en
los años 90. Además estos años de crecimiento económico sostenido
han permitido que las escuelas privadas agranden la brecha respecto
Iñigo Errejón sostiene que uno de los retos a los que nos enfrenta-
mos los procesos de transformación en la región es el de ser capaces
298 | Manuel Canelas
de generar una nueva cotidianeidad distinta a la neoliberal9 –por
supuesto aún vigente en numerosísimos campos y en todos nuestros
días–. Esta es quizás la tarea más compleja ya que lo que se puede
hacer para esto desde un Gobierno es limitado sin que esto signifi-
que que no sea importante. Pensemos simplemente en el impacto
que podría tener una burocracia estatal distinta; o el que podría
tener un transporte público diferente al que tenemos; por no hablar
del campo, tan grande como poco explorado, de las series de ficción
o películas de cine que se transforman rápidamente –más en una
sociedad como la nuestra de crecimiento acelerado y ausencia de
productos audiovisuales propios– en modelos de comportamiento
social. ¿Acaso en estos diez años de empoderamiento popular sin
fácil comparación en nuestra historia hemos generado una historia
de ficción de éxito que valide en la pantalla lo ocurrido en las calles?
Que conozca, más allá de los resultados, solamente la revolución
bolivariana en Venezuela se tomó en serio llevar la disputa en este
campo: con la producción de telenovelas con contenido progresista
que buscaban subvertir los roles tradicionales; o, en otro campo, con
la democratización –en el acceso y en la gestión– de varios museos
y centros de exhibición de arte.
En toda esta discusión el espacio, su construcción, es absoluta-
mente importante a la hora de discutir sobre la subjetividad y la
construcción de lo cotidiano. Beatriz Preciado ha explicado bien en
“Pornotopia” (2010) la importancia de las revistas norteamericanas
de los años 50 y 60 para mostrar, enseñando en sus fotografías habi-
taciones ideales, lo que debía ser un hombre soltero –que además sea
un triunfador con las mujeres–. Kristin Ross, en “Coches rápidos,
cuerpos limpios” (1995), ha mostrado la importancia del automóvil
en la construcción del imaginario de la Francia (pos)moderna.
Los años 90 fueron probablemente los de mayor privatización de
los espacios. Comentamos anteriormente que la idea dominante era
la de lo privado –en la educación, la salud, el ocio– como sinónimo
de lo bueno. Y lo bueno, para el imaginario del neoliberalismo, es
300 | Manuel Canelas
la ingenuidad que lleva a idealizarlas todas solo por tener el sello
de lo alternativo –muchas de ellas son tremendamente neolibera-
les– existen algunas formas de relacionamiento y prácticas en estos
grupos sociales que construyen diariamente una manera diferente
de hacer las cosas –no estamos, por supuesto, hablando de nada que
pueda entusiasmar a los seguidores de Walter Mignolo–. Lo que hay
que preguntarse es si estas prácticas están, primero, consiguiendo
reproducirse estos años y, segundo, si el Estado está tomándolas en
cuenta a la hora de construir institucionalidad o, de manera equi-
vocada y desde una mirada más propia de un paradigma de moder-
nización clásico, está dándoles la espalda y desarrollando políticas
que buscan “formalizarlas” y cabe preguntarse también si el Estado
reflexiona sobre sus propias prácticas.
La construcción de la nueva cotidianeidad de la comunidad
urbana de la que habla García Linera se tiene que llevar a cabo pen-
sando y problematizando todo esto. Volviendo al tema del espacio,
hay que interrogarse sobre cuál es la idea predominante sobre el
mismo que ha tenido, y promovido, el Proceso de Cambio. Y tengo
la impresión que aún tenemos mucho por hacer en este campo. Es
cierto que se han hecho cosas muy importantes y que han tenido
un impacto notable. El teleférico, por ejemplo, no solo ha sido el
primer esfuerzo serio en muchos años de intervenir en el sistema de
transporte sino que, por sus características: comunica ciudadanos
alteños y paceños que viajan en espacios pequeños donde la gente
se mira de frente y ha llevado adelante una lenta pedagogía sobre la
condición ciudadana de vecinos de ambas ciudades como iguales.
Sin embargo, hay muchas otras cosas, sobre todo en políticas cultu-
rales, en las que no hemos trabajado suficiente. Y ya sabemos que,
en política, si tú no haces lo que hay que hacer, alguien lo hace en
tu lugar.
El fuerte ascenso social, el mayor número de jóvenes que accede
a una educación formal, el extendido uso de las redes sociales y la
mejora de las condiciones de vida ha provocado una actividad cul-
tural notablemente mayor que los años anteriores. Por ejemplo, la
ciudad de La Paz ha vivido una descentralización de sus espacios de
actividad cultural –antes limitado a dos o tres calles de dos barrios
acomodados y alguna otra en el centro de la ciudad–; a solo tres
302 | Manuel Canelas
Es probable que todo esto nos haya parecido un problema menor
hace unos años dada la envergadura de la tarea que se tenía por
delante cuando se accedió al gobierno hace una década atrás. Pero
la reivindicación del Estado como un instrumento necesario para el
cambio social (el “Estado como novísimo movimiento social”, decía
Boaventura de Sousa Santos) no puede hacernos caer en la trampa
de pensar que desde la atalaya estatal se ve todo el mapa, y sus
transformaciones, de manera cabal. No pasaba antes, y no sucede
ahora tampoco. Nosotros estábamos bastante prevenidos teórica y
prácticamente de esa distancia siempre insalvable del todo entre
Estado y sociedad. Insalvable pero de necesaria cohabitación si lo
que se quiere es un proyecto que realmente incida en la mejora de
la vida de las grandes mayorías y no se busca solamente una cátedra
que elogie la vida armónica de un centro social ocupado, imper-
meable, de modo sorpresivo, a las leyes y los presupuestos genera-
les del Estado.
Si éramos críticos, con razón, de las posiciones que argumenta-
ban de manera ortodoxa que el Estado siempre sería un instrumento
de dominación de clase o contra los que decían que su gestión sería
irrelevante por el desplazamiento de la soberanía a otros espacios a
una escala superior, no podemos pensar, ni por un momento, que con
nuestra presencia en el mismo y con su gestión se acabó la disputa.
304 | Manuel Canelas
(la UDP) a principios de los años 80, precisamente famosa por el
descontrol económico y la hiperinflación como seña mundialmente
conocida. Los primeros años la derecha intentó resucitar ese fan-
tasma: la izquierda no sabe gestionar la economía. Lo hizo primero
con la crisis en 2008; luego agitando la idea de que resultaba inmi-
nente un encarecimiento drástico del combustible –conocido como
“gasolinazo”–; incluso intentando, como hizo en alguna oportuni-
dad el líder opositor y empresario Samuel Doria Media, instalar
temor en el sistema financiero por su supuesta debilidad. Nada de
esto les resultó efectivo y la credibilidad que la gente le otorga a
estas advertencias tan poco inocentes es significativamente baja.
Ahora bien, una gestión pública que vea mucho más allá de la
gestión económica debería tomar en cuenta alguna de las cosas que
hemos apuntado en este texto: hay que saber captar por dónde van
las nuevas demandas de estos numerosos sectores emergentes que
en su gran mayoría viven, desean y votan en las ciudades. ¿Cuá-
les son los espacios en los que se pone en escena la construcción
de estas identidades y dónde se encuentran en pugna sus valores,
sus lealtades políticas? Hay que preguntarse si como Estado, desde
la gestión pública, se puede intervenir políticamente para que este
sentido sea progresista y de fortalecimiento de lo común.
Durante estos años han tenido lugar dos fenómenos convergen-
tes: una sostenida migración de gente a las ciudades y una transfor-
mación de decenas de núcleos poblaciones que con una mirada de
hace dos décadas podían ser considerados pueblos pero ahora sus
habitantes tienen identidad de ciudad. Es la ciudad –ampliada– el
nuevo campo de batalla. Los que identifican, desde nuestro lado,
a las ciudades como espacios “perdidos” donde viven las clases
medias, y además caracterizan a estas como en esencia antirrevo-
lucionarias, nos están haciendo un flaco favor con su mirada muy
limitada. En lugar de caer en el refugio de adjetivos que nos pueden
dar cierto confort revolucionario pero pocas pistas sobre lo que ocu-
rre realmente en nuestras calles hoy, nos resultaría mucho más útil
analizar con cuidado cómo y cuánto ha cambiado nuestro país gra-
cias a las políticas que nosotros mismos hemos puesto en marcha.
Es probable que después de esa mirada atenta veamos que podemos
interpelar a más gente y de manera más profunda hablando, por
Conclusiones
Son millones los bolivianos que esta última década, cada vez que
han sido preguntados, han mostrado su apoyo a la hoja de ruta que
el presidente Evo Morales puso en marcha en enero de 2006. Es muy
difícil encontrar algún otro líder político en el mundo que obtuviese
en sus terceras elecciones generales consecutivas un respaldo del
62% de los votos y una distancia respecto al segundo competidor
de 37%. Estos fueron los números de las elecciones de octubre de
2014. Son varios los actores opositores que admiten, en líneas gene-
rales, que el país esta última década ha cambiado notablemente y
que lo ha hecho en una buena dirección. De hecho, la campaña de
nuestro principal rival en las últimas elecciones tenía como uno
de sus lemas principales: “Cambiaremos solo lo malo”. Reconocían
nuestra política de redistribución como un ejemplo de, lo llamaban
así incluso en sus publicaciones, “rentismo moderno y democrati-
zador”; defendían la Nueva Constitución Política del Estado como si
en el Referéndum de Aprobación hubieran pedido el voto por el Sí.
Y se mostraban como los más celosos guardianes de la nacionaliza-
ción de los hidrocarburos. Estos años las ideas centrales del Proceso
de Cambio son las que han dibujado la cancha de lo imaginable
para hacer política. Situarte fuera de las mismas es una condena a
la irrelevancia.
Ahora bien, estas victorias también suponen dificultades para
nosotros. El éxito de buena parte de lo conseguido estos años ha
pasado a formar parte constitutiva del paisaje político: ha perdido,
306 | Manuel Canelas
por lo tanto, buena parte de su cualidad electoral. No deja de resul-
tar curioso que cuando nosotros empezamos a hablar de la irrever-
sibilidad, de cómo consolidar el carácter irreversible de lo logrado,
emerge con mucha fuerza un relato contrario: el del fin de ciclo. Lo
curioso es que para intentar contestarlo comprobamos cuán reversi-
ble es todo lo conseguido y argumentamos, con preocupación, que
se puede dar marcha atrás con las victorias de esta década.
La derrota del 21 de febrero puede llevarnos al camino fácil, al
repliegue sobre lo nuestro, sobre nuestros leales. Cuando uno ha
sufrido una derrota no parece el mejor tiempo para los experimentos.
Precisamente por eso debemos hacer lo contrario: ser más audaces
que nunca. La oposición aún no entiende, y si lo hace no le gusta,
el país que tenemos. Nosotros, últimamente, hemos caído en alguna
de las tentaciones de esta huida hacia lo nuestro: hablamos más de
la oposición política como amenaza real cuando, sin lugar a dudas,
es menos peligrosa y menos representativa que la que teníamos, por
ejemplo, en 2008. El balón sigue estando en nuestra cancha, eso
sí, en una cancha que nuestras victorias han cambiado sustancial-
mente y que haríamos bien en entender sus nuevas coordenadas.
Las encuestas siguen diciendo que el nuestro es el único proyecto
político que tiene un plan para el país, según opinan dos tercios de
los bolivianos, frente a un tercio, que no crece en una década, que
considera que la oposición tiene un plan para nuestra patria. Por
lo tanto, es razonable pensar que a la gente le preocupan menos
las actividades, incluso de dudosa legalidad, que realizan algunos
destacados opositores que nuestras respuestas a las condiciones del
mercado de trabajo o de la salud. Para decirlo esquemáticamente,
como hemos demostrado estos años, la mejor manera de ganarle a
la conspiración imperialista no es tanto denunciarla con palabras
que hoy no son parte de las preocupaciones de las mayorías como
seguir cumpliendo con nuestro programa de gobierno, con nuestro
plan para el país.
La hegemonía, dice Alejandro Grimson, es siempre buscar ampliar
las bases de sustentación de un proyecto. Incluso si la operación de
ampliación fracasa y nos quedamos con lo que tenemos, mereció la
pena. Cuando nos preguntamos por cómo construir irreversibilidad
es necesario hablar de la cotidianeidad. No vamos a construir esa
Bibliografía
308 | Manuel Canelas
La segunda edición de
A contracorriente. Materiales para
una teoría renovada del populismo
se terminó de imprimir en abril de 2019,
en los talleres de Javegraf,
Bogotá, D.C., Colombia.