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a contracorriente

Pontificia Universidad Javeriana

a contracorriente
Materiales para una teoría
renovada del populismo

Luciana Cadahia
Valeria Coronel
Franklin Ramírez
Editores académicos
Reservados todos los derechos Diagramación:
© Pontificia Universidad Javeriana Isabel Sandoval
© De la edición académica, Luciana Cadahia, Valentina Randazzo
Valeria Coronel y Franklin Ramírez
Diseño de cubierta:
Carmen Villegas
Segunda edición
Bogotá, D. C., abril de 2019 Impresión:
isbn 978-958-781-368-5 Javegraf
Número de ejemplares: 300
Impreso y hecho en Colombia Pontificia Universidad Javeriana
Printed and made in Colombia | Vigilada Mineducación.
Reconocimiento como Universidad:
Editorial Pontificia Universidad Javeriana Decreto 1297 del 30 de mayo
Carrera 7.a n.º 37-25, oficina 1301, Bogotá de 1964. Reconocimiento de
Edificio Lutaima personería jurídica: Resolución 73
Teléfono: 3208320 ext. 4752 del 12 de diciembre de 1933 del
www.javeriana.edu.co Ministerio de Gobierno.
Bogotá, D. C.

Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J.


Catalogación en la publicación
Rinesi, Eduardo|d1964-, autor
A contracorriente : materiales para una teoría renovada del populismo / editores
académicos Luciana Cadahia, Valeria Coronel, Franklin Ramírez ; autores Eduardo
Rinesi [y otros dieciséis]. -- Segunda edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia
Universidad Javeriana, 2019.
352 páginas ; 24 cm
Incluye referencias bibliográficas (página 351-352).
ISBN : 978-958-781-368-5
1. Ideologías políticas 2. Populismo 3. Filosofía política 4. Ciencia política 5.
Sistemas políticos I. Pontificia Universidad Javeriana
CDD 320.5 edición 21

opgp 28/03/2019

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito
de la Pontificia Universidad Javeriana.
Contenido

Prólogo a la edición colombiana xi

Introducción xiii

I. Populismo, democracia y republicanismo:


nuevas claves histórico-políticas

Populismo, democracia, república


(notas sobre libertades y derechos) 3
Eduardo Rinesi

Signos y realizaciones republicanas en América Latina:


líneas gruesas para el diálogo con los populismos 21
Ailynn Torres Santana

¿Cómo se volvió invisible el populismo de izquierda en


el Ecuador? Elementos para reevaluar la relación entre
izquierda, populismo y democracia 43
Valeria Coronel

Disputas entre populismo, democracia y régimen


representativo: un análisis desde el corporativismo
en la Cuba de los 30 59
Julio César Guanche Zaldívar

  |  vii
II. Populismo e instituciones: un debate pendiente

Las gelatinosas instituciones de la


“populismología” contemporánea 81
Franklin Ramírez Gallegos · Soledad Stoessel

España y Europa en la encrucijada de la teoría


y la praxis: para pensar los nuevos populismos 105
Íñigo Errejón

Periferias, plurinacionalidad y frentepopulismo 123


Gemma Ubasart-González

Etnicidad, esencialismos de izquierda


y democracia radical 141
José Antonio Figueroa

Mundo popular informal y bienestar plebeyo


en economías posindustriales: lecciones del caso
argentino 165
Gabriel Vommaro

El kirchnerismo en cuestión: el Estado como


emancipador popular más allá de la dicotomía
populismo-instituciones 183
Luis Félix Blengino · Diego G. Baccarelli Bures

III. El populismo ante la encrucijada neoliberal:


desafíos actuales para la hegemonía

¿Hacia un duelo del populismo? 199


Paula Biglieri

A vueltas con la praxis: algunas reflexiones sobre las


condiciones históricasde la hegemonía y el populismo 219
Germán Cano

La tragicidad del populismo: hacia una reactivación


de su dialéctica 247
Luciana Cadahia

viii | 
Populismo y hegemonía en España.
Una experiencia feminista en Podemos 267
José Enrique Ema

La década ganada… ¿y después? 289


Manuel Canelas

  |  ix
x | 
Prólogo a la edición colombiana

El libro que el lector tiene entre sus manos es el resultado de un


doble esfuerzo intelectual. Por un lado, trata de tomar distancia de
los usos mediáticos del populismo, usos que tienden a tergiversar
el sentido del término, mezclar diferentes experiencias políticas y
consolidar una serie de prejuicios alrededor de los gobiernos lla-
mados “populistas”. Nos parece que este tipo de acercamientos,
muchas veces reproducido por la misma academia, da lugar a un
discurso antipopulista de carácter acrítico y condenatorio que no
plantea ninguna matriz explicativa que ayude a entender el fenó-
meno. Más aún, tiende a desconocer la historicidad del término, el
largo recorrido académico que hay a su alrededor y los diferentes
enfoques y tradiciones de pensamiento que lo han trabajado y con
los que el populismo dialoga. Por eso, más que ayudar a hacer inteli-
gible los límites, posibilidades y contradicciones del populismo, los
usos mediáticos de este término tienden, por el contrario, a obturar
su racionalidad y crear un discurso oportunista y carente de profun-
didad analítica.
Por otro lado, este libro procura mostrar a la academia colom-
biana cuáles son los principales autores latinoamericanos, caribeños
y europeos que trabajan en la renovación de la teoría populista y qué
tipos de aportes ofrecen al campo del pensamiento político contem-
poráneo. Así, se trata de pensar por qué el populismo ha dejado de
ser un concepto estrictamente latinoamericano y en qué sentido se
está convirtiendo en una categoría política para pensar otros escena-
rios del norte y sur global. Cabría añadir que esta ampliación de los
estudios viene dada por dos factores, por un lado, el descubrimiento
de experiencias populistas del pasado en la región del Caribe y los

  |  xi
Andes y, por otro, la constatación de que nuestra época atraviesa un
momento populista. Asimismo, se procura un enfoque interdiscipli-
nar que ayude a explicitar, mediante un diálogo de saberes, cuáles
son las novedades teóricas que el populismo ofrece al terreno de la
historia, la sociología, las ciencias políticas y la filosofía.
De esta manera, el lector podrá apreciar nuevos registros his-
tóricos para pensar el populismo, otros enfoques desde los cuales
describir las experiencias populistas y la incorporación de ciertos
problemas políticos y filosóficos que, hasta el momento, eran ajenos
a la teoría populista. Por citar algunos ejemplos, en los capítulos de
los bloques I y II se pueden apreciar, mediante el estudio de casos
concretos del pasado y del presente, una serie de reflexiones cerca-
nas a la teoría comunitarista, liberal, socialista y republicana. Mien-
tras que en los del bloque III, si bien no se abandona el interés por
pensar desde determinados escenarios locales, se pretende inscribir
los debates en el terreno de la filosofía política actual, asumiendo las
discusiones con autores y corrientes filosóficas afines, tales como la
filosofía de la diferencia, el autonomismo, el feminismo, el posmar-
xismo, la teoría crítica y el pensamiento social latinoamericano.
Por todo ello, esperamos que con esta nueva edición los lectores
especialistas y no especialistas en temas de populismo tengan la
oportunidad de acercarse y comprender los principales debates que
existen alrededor de la teoría populista contemporánea.

Luciana Cadahia, Valeria Coronel y Franklin Ramírez


Bogotá, 12 de marzo de 2019

xii | A contracorriente
Introducción

Nos gustaría empezar haciendo referencia al título escogido, puesto


que con el término “a contra-corriente” no pretendemos fijar algo
así como un lugar de resistencia minoritaria, muy orgullosa de sí
pero incapaz de salirse de su propio espacio de confort polémico.
Tampoco buscamos hacer alarde de habitar el espacio de la periferia,
como si las periferias, por su propio lugar de enunciación, fueran las
guardianas de alguna verdad olvidada en los centros. Al contrario,
este libro pareciera tener otra pretensión, una búsqueda más excén-
trica que periférica. Como sugiere Jorge Alemán en su libro Hori-
zontes neoliberales en la subjetividad (Grama Ediciones, 2016), las
posiciones excéntricas no son aquellas que se asumen pasivamente
como la periferia, sino las que tienen la capacidad de crear una ubi-
cación que escapa al centro. Es decir, no tienen por qué significar
algo minoritario; al contrario, la constatación de ir construyendo un
espacio que, si bien va contra la corriente, contra aquello que parece
arrastrarnos sin más a un lugar incierto, tiene la voluntad de ir con-
figurando una serie de coordenadas políticas, epistémicas y sim-
bólicas capaces de disputar los sentidos comunes establecidos por
los espacios de legitimación de los saberes y las prácticas políticas.
Esta voluntad excéntrica puede, incluso, ir asumiendo dentro de sí,
en unos registros muy diferentes, aquello que los espacios oficia-
les habrían determinado como propios. Por eso, ir a contracorriente
no significa abandonar la pretensión de construir propuestas inte-
lectuales de carácter universal, sino entender la posición extraña y
controversial desde la cual se intenta asumir esa tarea.
Ahora bien, lo primero que podríamos preguntarnos es ¿por qué
resulta oportuno publicar un libro colectivo sobre el populismo? Se

  |  xiii
ha escrito mucho sobre este tema a lo largo de los años y podría pare-
cer un poco repetitivo insistir en una cuestión que, a simple vista,
habría agotado sus posibilidades. Este cuestionamiento tendría sen-
tido si nos limitáramos a un punto de vista estrictamente teórico; es
decir, si considerásemos al populismo como un corpus teórico aca-
bado y delimitado de forma precisa. Así, las discusiones teóricas
alrededor del populismo ya habrían mostrado todas sus posibilida-
des y cualquier intento de decir algo nuevo estaría condenado a una
repetición de lo ya dicho. Pero si desplazamos este punto de vista
estrictamente teórico y nos enfocamos en las experiencias políticas
de los últimos años en América Latina y en el sur de Europa, la rea-
lidad parece ser un poco más tozuda de lo que cualquier sentencia
teórica pretenda establecer de manera definitiva. Lejos de mostrar
signos de agotamiento, las experiencias populistas parecen haberse
reactivado y ramificado incluso en latitudes donde hubiera sido
impensable una década atrás.
Así pues, todo parece indicar que un fantasma recorre el mundo,
un fantasma que se hace eco de aquel otro viejo fantasma comunista
que anunciaban Marx y Engels en su Manifiesto. Y ahora, tal como
entonces,
contra este fantasma se han conjurado en una santa jauría to-
das las potencias de la vieja Europa […]. ¿Hay un solo partido
de la oposición, a quien el gobierno no califique de comunis-
ta? ¿Hay un solo partido de la oposición que no lance al rostro
de la oposición más progresista, lo mismo que a sus enemigos
reaccionarios, la acusación estigmatizante de ‘comunista’? De
este hecho se desprenden dos consecuencias: la primera, que
el comunismo ya se halla reconocido como un poder por todas
las potencias europeas. La segunda, que ya es hora de que los
comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero
sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso
de esa leyenda del fantasma comunista. (Marx y Engels, 1848)

Tras casi dos siglos de este manifiesto, resulta más que llamativo
descubrir el empleo del mismo tipo de acusaciones hacia aquellas
fuerzas políticas que no son del agrado de los poderosos y de las
potencias internacionales, aunque esta vez el estigma le toque al

xiv | A contracorriente
populismo. Parafraseando la cita, podríamos afirmar que la vora-
cidad de las estigmatizaciones no son otra cosa que la aseveración
de que el populismo es una forma de poder político reconocido e
incómodo para las potencias que nos gobiernan. Si nos preguntamos
por los fantasmas que hoy giran a alrededor del populismo, estos se
asocian con la deriva autoritaria del líder, el peligroso papel de los
afectos en la política, la sobrevaloración del conflicto y la mutación
de la política popular hacia la manipulación de las masas.
Al igual que Marx y Engels nos invitaban a conjurar el fantasma
del comunismo, es decir, traerlo a presencia para que abandone su
estatus fantasmal y se convierta en el espíritu de una época, este
libro procura deshacernos de los fantasmas del populismo, tratando
de pensar en la fuerza que constituye a esta corriente como un ethos
de época. Aunque podríamos matizar la idea haciendo referencia
a que, quizás, los contornos del comunismo estaban mucho más
fijados que los del populismo y que, por ello, las vigentes estigma-
tizaciones provienen de muchas direcciones y se anclan tanto en
los discursos xenófobos de derecha como en los proyectos nacio-
nal-populares de diverso signo. En esa dirección, el ciclo progre-
sista que ha tenido lugar en América Latina, en países como Bolivia,
Ecuador, Brasil, Venezuela y Argentina, como la irrupción de Pode-
mos en España, Syriza en Grecia, Francia insumisa en Francia y la
alternativa laborista de Corbyn –por citar algunos ejemplos– suele
ser considerado bajo la sombra del populismo, sin otro motivo que
descalificar estas experiencias políticas y estudiarlas como formas
anómalas de gobierno. Tanto los ataques constantes a los gobiernos
populistas de la región como el blindaje mediático, político y econó-
mico de las potencias europeas para impedir el fortalecimiento de
fuerzas populares, tienen que ver con el hecho de percibir al popu-
lismo en términos de una amenaza. Y esto se debe a que los debates
sobre el populismo suelen centrarse en esta dimensión espectral y en
la reflexión de por qué causan tanto rechazo y temor. Sin embargo,
en lo que no se indaga demasiado es en el lugar de enunciación
de aquellos que definen al populismo con estas características. Si
deseamos entender lo que hay en juego con el populismo, tam-
bién es necesario comprender quiénes son sus detractores. Habría
que preguntarse por el sujeto político, por el sujeto históricamente

A contracorriente | xv
constituido que invita a hacer estas advertencias hacia el popu-
lismo. Salvo que estemos dispuestos a creer en la existencia de algo
así como una conciencia “sensata” y “neutral” (capaz de advertirnos
–más allá de sus propias sedimentaciones ideológicas– los peligros
inmediatos del populismo), es necesario precisar el lugar ideológico
de este otro lado que va construyendo sus fantasmas. Si asumimos
que el rechazo al populismo está históricamente construido, que la
forma de este rechazo es el resultado de unos discursos y unos tipos
específicos de sensibilidades, entonces estaremos en mejores condi-
ciones para conjurar sus espectros y reflexionar críticamente sobre
el sentido común que autoriza este tipo de advertencias, tanto en
América Latina como en Europa.
Si bien este libro colectivo es el resultado de un momento polí-
tico determinado –la presencia del populismo en su amenazante
fantasmalidad–, no pretende agotarse en un análisis de coyuntura.
Los textos aquí propuestos no se limitan a una reflexión empírica
del populismo, ni quedan atrapados en un juego hermenéutico de
carácter meramente formal, olvidando así la dimensión material que
les dio su sentido. Por eso, así como estos textos buscan llevar los
problemas de coyuntura a una reflexión teórica, también tratan de
mostrar cómo la coyuntura nos obliga a reformular la propia teoría
de la que se parte. Y aquí podríamos señalar otro aspecto novedoso
del libro, que tiene que ver con el intento de poner a dialogar al
populismo con otras corrientes teóricas provenientes de la filosofía
y la teoría política. En vez de ofrecerse un estudio cerrado desde un
lenguaje estrictamente populista, se observa en varios de los autores
el esfuerzo por conectar la teoría populista con otras corrientes de la
modernidad y la contemporaneidad. Esta conexión además de mos-
trar los lugares de encuentro que puede haber entre estas teorías y el
populismo, propicia un diálogo con otras fuentes del pensamiento,
lo cual permite enriquecer, complejizar y llevar a otros lugares la
tradición populista.
Otras de las particularidades del libro es que busca poner en una
misma constelación las experiencias latinoamericanas con las del
sur de Europa. Nos interesa ensayar una propuesta que pueda dar
cuenta de los fructíferos diálogos entre ambas latitudes, sin renunciar
a las especificidades pero evidenciando toda una red subterránea de

xvi | A contracorriente
problemáticas comunes. Esto, a su vez, nos ayuda a entender cómo
este juego de ida y vuelta posibilita un aprendizaje recíproco para
las luchas populares.
Por otra parte, el lector podrá apreciar que el libro busca salirse
de los populismos clásicos de la región (Argentina, Brasil y México)
e incorpora experiencias menos trabajadas por las ciencias sociales,
como pueden ser los casos de Cuba, Bolivia y Ecuador. Nos parece
que la adscripción del Caribe y los países andinos amplía los mar-
cos analíticos desde los cuales pensar el populismo hoy. A la vez
que las reflexiones provienen de distintas disciplinas, tales como la
sociología, la teoría política, la historia y la filosofía. Nos alejamos
así un poco de los típicos abordajes sobre el populismo, que gene-
ralmente oscilan entre un historicismo o sociologicismo positivista
demasiado apegado a los hechos y una teoría formal poco proclive a
mancharse con los procesos políticos realmente existentes. Podría-
mos decir que los textos reunidos aquí buscan situarse en esta “y”
que permita conjugar ambos polos, apostando por una contamina-
ción virtuosa que contribuya a una teoría renovada del populismo.
Incluso, varios de los autores que escriben en este volumen divi-
den su tiempo entre la investigación académica y su participación
directa en la política.
En ese sentido, el presente volumen se divide en tres bloques
temáticos. En el primero de ellos, titulado “Populismo, democracia
y republicanismo: nuevas claves histórico-políticas”, sus autores
desarrollan –desde diferentes procesos políticos en Cuba, Ecuador
y Argentina– una inquietud común: los vínculos impensados entre
populismo y republicanismo. Y para ello, echan mano de las expe-
riencias históricas del pasado y del presente para desentrañar de qué
manera se ha ido tramando una insólita relación entre las experien-
cias populistas y determinado discurso republicano, a propósito de
la organización popular, la democracia y las libertades y derechos del
pueblo. Esta apuesta desafía las teorizaciones más comunes, puesto
que por lo general suele considerarse al populismo y al republica-
nismo como propuestas políticas diametralmente opuestas, como si
cada una expresase lo contrario de lo que la otra propone. Por eso, el
abandono de esta falsa dicotomía entre ambas tradiciones, además
de producir un cortocircuito teórico, impugna una serie de sentidos

A contracorriente | xvii
comunes asociados con la praxis misma, puesto que muchos de los
partidos políticos que se definen contrarios al populismo suelen
sentar su posición a partir de una determinada concepción de la
república, el republicanismo y las instituciones.
Y esto nos lleva al segundo capítulo, cuyo título “Populismo e
instituciones: un debate pendiente” da cuenta de algo que el pri-
mer bloque también se animaba a señalar, a saber: la necesidad de
prestar más atención a la dimensión institucional del populismo,
puesto que allí estarían las claves para deshacernos de una serie
de lugares comunes que nos impiden comprender de manera pre-
cisa la originalidad de estas experiencias. A diferencia de la sección
anterior, los autores de este apartado se centran exclusivamente en
experiencias políticas contemporáneas. Allí se baraja la hipótesis de
que, a diferencia de aquellas afirmaciones que asocian al populismo
con la destrucción de las instituciones y la división de los poderes,
las actuales experiencias populistas de la región no solo habrían
posibilitado una consolidación de nuevas instituciones, sino que
habrían desafiado las formas convencionales en las que se las con-
cibe. También se indaga sobre una serie de límites a estas experien-
cias institucionalistas, pero en vez de hacerlo desde un punto de
vista externo y condenatorio, los autores se adentran en las lógicas
internas y en la racionalidad propia del populismo. El desarrollo
minucioso de esta racionalidad interna del populismo nos ayuda
a pensar que quizá allí habría unas claves para ponerle límites a la
expansión ilimitada del neoliberalismo.
En el tercer capítulo, cuyo título podría haber englobado al resto
“El populismo ante la encrucijada neoliberal: desafíos actuales para
la hegemonía”, los autores exploran cuáles son los aspectos teóricos
y prácticos de las teorías populistas que deberían ser profundiza-
dos en su relación con otras teorías. Y para ello recurren a marcos
teóricos o problemáticas que no siempre suelen estar vinculados
con las teorías populistas. Posiblemente, el objetivo común de estos
diferentes abordajes tiene que ver con el intento de pensar cuáles
son aquellas cuestiones que todavía deben ser exploradas de manera
más minuciosa al momento de construir un proyecto hegemónico
como alternativa real al neoliberalismo.

xviii | A contracorriente
Para concluir, podría decirse que todas las intervenciones plan-
teadas en este libro coinciden en un mismo deseo: direccionar las
reflexiones al ámbito de la praxis y hacer de esta el lugar privilegiado
desde el cual pueda valer la pena una apuesta teórica. El resultado
de este libro no es otra cosa que el esfuerzo por conjurar los fantas-
mas del populismo, reactivar una forma enraizada de militancia teó-
rico-política y atrevernos a imaginar –desde la materialidad misma
de una fuerza política determinada– una suerte de alternativa al
proceso de oligarquización de nuestras sociedades; un proceso que,
lejos de presentarse en los términos de una amenaza fantasmática,
tan solo parece instalarse como la banal, apática y oscura certeza de
nuestra época.

Luciana Cadahia, Valeria Coronel y Franklin Ramírez


Haití, 21 de agosto de 1791

A contracorriente | xix
I

Populismo, democracia
y republicanismo:
nuevas claves histórico-políticas
Populismo, democracia, república
(notas sobre libertades y derechos)

Eduardo Rinesi*

La categoría de “populismo” atraviesa la historia de la política y del


pensamiento teórico sobre la política de todo el siglo XX para desig-
nar o para caracterizar movimientos de naturaleza bastante diferente
que, sin embargo, nos hemos habituado a ubicar bajo el amparo de
esa misma palabreja, sin que muchas veces nos hayamos esmerado
lo suficiente por producir sobre ella o a propósito de ella una que la
volviera menos ambigua, menos esquiva, menos imprecisa; lo cual,
desde luego, está en la base del rechazo que la palabra misma –junto
con el tipo de fenómenos que ha servido para designar– tiende a
despertar desde hace mucho tiempo en amplias zonas de la teoría,
la filosofía y la ciencia política de todo el mundo.
Todo en relación con el populismo, en efecto, es sospechoso, y es
sospechoso en primer lugar de indefinición, de indeterminación, de
vaguedad. La palabra “populismo” es incierta e imprecisa, y lo que
la palabra “populismo” designa no lo es menos; son muchas las tra-
diciones teóricas y filosóficas que encuentran en esa misma incerti-
dumbre y en esa misma imprecisión motivos suficientes para poner
a las dos cosas (a la palabra –digamos– y a la cosa: a la categoría
de “populismo” y a los fenómenos que la misma suele usarse para
definir) en debida penitencia, para ubicar a las dos cosas del lado
del error o de la ilusión, del engaño o del autoengaño: a lamentar
que la vida de los pueblos que han atravesado experiencias populis-
tas no se haya desarrollado a través de carriles más normales, más
previsibles, más aconsejables, y a deplorar que en lugar de apurarse
a tirar todo eso al cesto de basura de la historia algunos dizque teóri-
cos, caprichosos, engañados y a su vez engañadores, se tomen toda-
vía en serio todo eso, busquen teorizar sobre aquello sobre lo que
sería imposible teorizar, y no lo hagan para poner un poco de orden
conceptual en medio de tanto desorden empírico, para poner un

* Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS), Argentina.

  |  3
poco de sistema en toda esa locura, sino para trasladar al plano del
concepto esa loca organización política del mundo “populista” y
solazarse en las propias vaguedades de aquello que mejor harían en
ayudarnos a desambiguar y, por esa vía, a pensar mejor.
Y admitamos que los esfuerzos teóricos más sofisticados que en
los últimos años se han hecho para pensar este fenómeno del popu-
lismo no han hecho gran cosa para tranquilizar a estas almas geo-
metrizantes amigas de pensar la historia –como le gustaba decir al
político argentino John William Cooke, finísimo pensador sobre el
que tendremos todavía ocasión de volver en este escrito– “con com-
pás y tiralíneas”. No es el caso trazar aquí un “estado de la cuestión”
teórica del populismo en la América Latina posterior a la aparición,
en 2005, del libro que dedicó al asunto (un asunto sobre el que por
cierto venía dando vueltas sumamente sugestivas desde hacía ya
unas cuantas décadas) Ernesto Laclau. Baste apenas recordar esa
idea de Laclau, a esta altura incontables veces citada y re-citada,
según la cual –lo cito yo también– “el populismo es la vía real para
comprender algo relativo a la constitución ontológica de lo político
como tal” (Laclau, 2005: 91), y advertir hasta qué punto esta idea tan
potente y tan provocadora desestabiliza seriamente la posibilidad o
la pretensión de trazar una línea nítida y precisa que nos permitiera
distinguir, separar, una cierta “zona”, una cierta “región” donde el
populismo sentaría sus reales de otro ámbito por completo diferente
que pudiéramos considerar libre de semejantes turbulencias.
Nada de eso, enseñaba Laclau en ese libro, e incluso si no cedié-
ramos a la tentación de traducir la frase que acabo de citar en el sen-
tido de una perfecta identificación, de la declaración de una exacta
sinonimia entre lo que designarían las palabras “política” y “popu-
lismo”, y aun si atendiéramos también (como sin duda es necesario
hacer) a las numerosas observaciones y correcciones que muchos
muy buenos lectores de Laclau han formulado sobre las tesis de este
libro que apenas hemos vuelto a abrir aquí muy rápidamente, lo
que es evidente es que a la salida de la lectura de ese libro tenemos
muchas más dificultades para considerar al fenómeno del popu-
lismo como un fenómeno extraño, patológico, excepcional o excén-
trico respecto a los modos “normales” de funcionamiento de la vida
política de los pueblos, y muchos más elementos para percibir algo,

4 | Eduardo Rinesi
al menos de la configuración que llamamos “populista” en el cora-
zón de cualquier sistema político de los que existen en el mundo.
¿Tiene sentido insistir sobre la naturaleza de ese “algo”? Si lo
tuviera (pero no es por aquí que quiero hacer avanzar mi argumento
en estas páginas), deberíamos insistir en el interés del señalamiento
de Laclau y de tantos otros sobre la esencial, la constitutiva (es
decir: la no “patológica”, sino fundante) ambivalencia que tiene la
categoría de la que la propia palabra “populismo” se deriva, que es
la categoría de “pueblo”. Que, como sabemos bien, designa a veces
(Laclau subrayaba esto con frecuencia) el todo del cuerpo social, lo
que los viejos romanos llamaban el “populus”, y otras veces una
parte (la parte pobre) de ese mismo cuerpo, lo que los viejos roma-
nos llamaban la “plebs”. Pero que nunca avisa –y nunca avisa por-
que nunca sabe– cuándo exactamente designa una de esas cosas y
cuándo nombra la otra, y que por eso oscila siempre entre la “tesis”
(llamémosla así) consensualista que piensa al pueblo como una uni-
dad colectiva más o menos armónica y unida y la “tesis” conflicti-
vista que piensa al pueblo como una facción de ese cuerpo colectivo
siempre en pugna con otra, opuesta, enfrentada, a la que suele nom-
brarse como “anti-pueblo” o –con otra voz de sabor antiguo– como
oligarquía. Por eso tienen razón (el problema no es que no la tengan,
sino que no resulta interesante el modo en que la tienen) tanto los
pensadores marxistas que acertadamente señalan que al pensar en
términos de “pueblo” (y allí esos críticos marxistas del populismo
ven siempre el fantasma del consensualismo armonicista) los popu-
listas no permiten ni se permiten ver, debajo de esa mascarada, la
verdad profunda de la lucha entre las clases, cuanto los pensado-
res liberales que con toda justicia observan que al pensar de esa
manera (y en esa manera de pensar los impugnadores liberales del
populismo notan siempre la amenaza de la vuelta de la tesis de un
conflicto irremediable entre los ricos y los pobres) los populistas
dejan en un segundo lugar a los individuos y a su deseo de superar
la “grieta” alentada por ese discurso gritón y belicoso.
Unos y otros –digo– tienen razón. Unos y otros –digo también–
resultan poco interesantes en su manera de tener razón, que es la
que les impide, a los unos y a los otros, pensar lo que la política
tiene siempre de tensión entre su “momento”, su dimensión, su

Populismo, democracia, república | 5


lado –digamos así– de apertura de la historia a través del conflicto y
de la lucha, y su momento, su dimensión, su “lado” de cierre (todo
lo provisorio que se quiera, todo lo contingente que sabemos que
estos cierres siempre son: estamos en el corazón de los problemas
que plantea el otro asunto –que en realidad, como bien se ve, no
es “otro” en absoluto– que ocupó durante muchos años y muchos
libros los desvelos de Laclau: el de la hegemonía) de esa misma his-
toria en perpetuo movimiento. Esa tensión, que es la materia misma
de la vida colectiva, es la que se expresa de manera muy evidente en
las formas de construcción política, de agregación de intereses y de
definición de identidades a las que solemos calificar de populistas,
la que suele habitar la retórica política de los líderes de los movi-
mientos populistas (invariablemente acusados, por la derecha, de
provocadores y de pendencieros, y, “por izquierda”, de concesivos
y aun de cómplices) y la que ha buscado teorizar, con más o menos
problemas, con mejores o peores resultados, la teoría política deci-
dida a no sacarse de encima con un gesto fastidiado, como quien
se quiere sacar de encima un mal pensamiento o un mal sueño, las
rugosidades y los grumos de la historia, sino a tratar de pensar las
cosas instalándose en el corazón de sus contradicciones.
Pero ya dije que no es por esta vía que me propongo avanzar en
este escrito. Solo me interesaba dejar indicada acá mi convicción de
que lo que llamamos “populismo” no debe ser pensado como una
anomalía ni como una forma por completo ajena a la normalidad de
la vida política de las sociedades; porque lo que querría hacer en
lo que sigue es sugerir algunas pistas para pensar el lugar que han
ocupado algunas experiencias populistas recientes (o aun actuales)
en América Latina en la forja del tipo de democracia que, desde
el fin del último ciclo de dictaduras militares en toda la región,
venimos construyendo. Y para pensar las cuales, desde los años 80
hasta la fecha, hemos utilizado un conjunto de categorías teóricas,
provenientes de los grandes cuerpos de ideas que han permitido al
pensamiento político occidental pensar desde hace tiempo fenóme-
nos tales como los que nombramos cuando usamos palabras como
“república” o como “democracia”, que solo podemos autorizarnos
a suponer que no tienen ningún diálogo posible para sostener con
la idea y con la historia del populismo si previamente hicimos de

6 | Eduardo Rinesi
esta palabra, “populismo”, el nombre de una monstruosidad, de una
patología o de una extravagancia cuya propia excepcionalidad nos
eximiría de la tarea de pensarlo. Pero si eso no es así, si estamos
dispuestos a aceptar, no digamos ya –en la perspectiva de la lec-
tura más provocadora y más extrema de la obra de Laclau– que toda
política es populista, pero sí, al menos, que el populismo es una
posibilidad cierta, frecuente y, si pudiéramos hablar así, “legítima”
en la organización de la vida política de nuestras sociedades, y si al
mismo tiempo esas mismas categorías que mencioné recién –la de
república, la de democracia– nos siguen resultando útiles y estimu-
lantes para nombrar formas virtuosas y deseables de organización
política de esas sociedades que tenemos, entonces no solo es legí-
timo, sino que es necesario, que nos preguntemos por los modos en
los que esas ideas de república, de democracia y de populismo dia-
logan entre sí, por las relaciones que aquello que esas palabras nom-
bran han sostenido en nuestra experiencia histórica y por la forma
en la que en el interior de ese diálogo, y solamente allí, podemos
trazar las coordenadas de la discusión que es necesario que siga-
mos sosteniendo sobre el lugar que ocupan o que deben ocupar en
nuestra vida colectiva determinados valores fundamentales como lo
son (voy a mencionar apenas dos, decisivos, a los que me gustaría
referirme en este escrito) la libertad y los derechos. Los menciono
en este orden porque posiblemente sea en este orden como estos
dos problemas fundamentales de la organización política de nues-
tras sociedades (y del pensamiento político sobre esa organización)
hayan aparecido en nuestra escena histórica más reciente.
En efecto, parece posible sostener que, a la salida del último ciclo
de dictaduras militares, o cívico-militares, que asolaron la región
en la década de los 70, el valor más importante en nuestras repre-
sentaciones sobre lo que nos imaginábamos como una vida pública
deseable era el valor de la libertad. Eso era, desde luego, entera-
mente comprensible. Veníamos de experiencias políticas donde las
formas más elementales de la libertad nos habían sido arrebatadas,
y nos imaginábamos una sociedad digna de ser vivida como una
sociedad donde rigieran de manera plena esas libertades que añorá-
bamos. Por lo demás, en contextos sociales signados por fuertes
procesos de desindustrialización y, por consiguiente, también de

Populismo, democracia, república | 7


licuación de algunas de las más características identidades colecti-
vas (sociales, sindicales, políticas) que habían acompañado el ciclo
anterior de industrialización sustitutiva, no teníamos muchas posi-
bilidades de representarnos al sujeto de esas libertades que esperá-
bamos ver garantizadas en el tablero del nuevo juego institucional
más que como el sujeto individual que históricamente había pen-
sado la tradición política liberal. Que fue por cierto la tradición que
dominó y que dio el tono de las discusiones de aquellos años de
lo que se llamó, en muchos de nuestros países, la “transición” a la
democracia, que como se dijo fue más bien la transición a un tipo
muy específico de democracia: a una democracia liberal o incluso a
un “liberalismo democrático” (que acaso haya tenido bastante más
de liberal que de democrático: tal era la tesis que en sus escritos de
esos años solía sostener el politólogo argentino José Nun) que ponía
en el centro de sus preocupaciones la garantía de una forma también
muy específica de la libertad: la libertad “liberal”, “moderna”, o –
como célebremente había escrito Benjamin Constant– “negativa”.
Por supuesto, frente a la hegemonía de esta manera “liberal” de
pensarse la cuestión de la igualdad, en aquellos años aparecía tam-
bién una idea alternativa: no una que plantease para la libertad un
sujeto diferente del ciudadano individual del liberalismo, pero sí
una que, partiendo de esa misma idea “individualista” sobre quién
era el sujeto de esa libertad, no entendía a esa libertad como la pura
libertad de ese individuo frente a las fuerzas o poderes que pudieran
amenazarla, limitarla o sofocarla (fuerzas o poderes a la cabeza de
los cuales el sentido común de aquellos años 80 ponía por supuesto
al poder terrible, temible, del Estado: el pensamiento liberal-político
de la “transición a la democracia” fue un pensamiento de marcado
tono anti-estatalista, y esto es por cierto algo sobre lo que tendremos
que volver), sino que la pensaba como la libertad de ese individuo
para actuar junto con otros en el espacio público de las grandes con-
versaciones colectivas: para participar, para gobernar (siquiera una
parte de) su vida. En algún sentido, sería posible sostener que la
gran discusión teórico-política de aquellos años de la “transición”
fue la discusión sobre el peso relativo que debían tener, en el inte-
rior de la tradición “liberal-democrática” que presidía todas nues-
tras conversaciones, el componente “liberal” de la libertad negativa,

8 | Eduardo Rinesi
o “libertad-de”, y el componente “democrático” de la libertad posi-
tiva, o “libertad-para”.
Entre esos dos tipos de libertad, los sistemas políticos de nues-
tros países prevén distintas formas de combinación, articulación o
mezcla, pero si tuviéramos que decir cuál fue en general el tono que
dominó el proceso de fundación o refundación, después de las dic-
taduras, de los regímenes liberal-democráticos que aún tenemos, yo
diría que fue un tono decididamente más cercano al polo “liberal”
anti-estatalista, asociado a la idea de que los ciudadanos no delibe-
ran ni gobiernan sino a través de sus representantes, y que estos les
garantizan a cambio de eso el usufructo de una libertad negativa que
se comprometen a no mancillar ni amenazar, que al polo democrá-
tico participativista que en algún momento de esos procesos pudo
haber despertado algún entusiasmo, pero que iría perdiendo consis-
tencia y densidad en el mix que se terminó configurando.
Y que, de más está decirlo, se fue desbalanceando cada vez
más en dirección al privilegio de esta idea “negativa” de la liber-
tad cuando los énfasis “liberales” que dominaron los procesos de
reconstrucción institucional de las pos-dictaduras dieron lugar a
los aún más estridentes entusiasmos “neo-liberales” de la última
década del siglo. Ahí sí que la idea de la libertad como no inter-
ferencia de ningún poder externo sobre la perfecta soberanía del
individuo sobre su propia vida se terminó de imponer incluso sobre
cualquier módico proyecto de una libertad entendida como capaci-
dad de ese individuo de reponer algo de un sentido colectivo de la
vida en común a través del establecimiento de alguna forma de lazo
de reciprocidad con los demás. Ahí sí que el principio (digamos,
para simplificar muchas discusiones: “vertical”) de la representa-
ción se terminó de imponer sobre el principio “horizontal” de la
participación popular “deliberativa y activa”, como decía la filósofa
canadiense Carole Pateman leída por aquí, en esta clave, en aque-
llos años que ahora recordamos. Ahí sí que entre los ciudadanos y
sus representantes se terminó de profundizar un hiato o un abismo
que en muchos de nuestros países dio lugar a variados diagnósti-
cos sobre “crisis de legitimidad”, de “representatividad” o incluso
“de la política” misma, crisis que estuvo en la base, ciertamente, de
algunos episodios más o menos sonoros que solemos ubicar como

Populismo, democracia, república | 9


antecedentes inmediatos o como causas directas del cierre de ese
ciclo político “neo-liberal” y de su reemplazo por los gobiernos que,
con distintos tonos y características en los diferentes países de toda
la región, dieron en general por caracterizarse como, precisamente,
pos-neoliberales, y cuyo “populismo”, o cuyo parentesco o filiación
con experiencias típicamente populistas del pasado de esos mismos
países, es lo que aquí nos interesa examinar.
De manera que podemos empezar por preguntarnos, en nuestro
intento por caracterizar esas experiencias populistas o (como tam-
bién se dijo: aquí esta distinción nos interesa poco) “neo-populis-
tas”, y por pensar el modo en que esas experiencias populistas han
contribuido a diseñar alguno de los rasgos de estas democracias que
venimos construyendo desde hace seis o siete lustros en la mayor
parte de los países del subcontinente, de qué manera esas experien-
cias políticas pos-neoliberales nos permitieron pensar, o nos invita-
ron a repensar, el problema que hasta aquí venimos considerando,
que es el problema de la libertad. ¿Qué idea sobre la libertad ha
tendido a dominar como inspiración de estas experiencias, qué idea
sobre la libertad puede leerse en los discursos (muchas veces muy
frondosos) de los dirigentes que las lideraron?
Para responder adecuadamente estas preguntas, parece inexcu-
sable un análisis caso por caso de los distintos procesos nacionales
que aquí estamos englobando un poco abusivamente. Un análisis
semejante está por supuesto fuera de nuestras posibilidades y de
las modestas pretensiones de este texto, pero si acaso alguien se
propusiera encararlo alguna vez, creo que debería tener en cuenta
dos cosas. Una es el lugar que tuvieron en el imaginario político, en
la retórica y en la práctica de los distintos gobiernos populistas que
tuvo la región en los últimos diez o doce o quince años las dos ideas
de libertad individual que hemos estado discutiendo hasta este
punto: la idea “liberal” sobre la libertad del individuo de los pode-
res externos a él que pueden sofocarla y la idea “democrática” sobre
la libertad de ese mismo individuo para participar junto a los otros
en la vida política de su sociedad. La otra es la pregunta acerca de si,
junto con estas dos ideas que habían dominado los ciclos, anterio-
res, de la “transición” liberal y la “postransición” neo-liberal, estos

10 | Eduardo Rinesi
gobiernos populistas no desarrollaron por su parte alguna otra idea,
diferente, sobre la libertad.
Respecto a la primera cuestión, y puesto que, como queda dicho,
no podríamos empezar a abordarla seriamente sin un análisis por-
menorizado de los distintos casos nacionales, déjeseme apenas
dejar indicada una sospecha, o una impresión muy general. En todo
caso, propongo esta impresión como una hipótesis a ser testeada
eventualmente por medio de una o varias investigaciones de carác-
ter más empírico: sospecho que las experiencias políticas guberna-
mentales que aquí estamos considerando, y que estamos llamando,
de manera general, “populistas”, pudieron convivir bastante bien
–con más y con menos, sin duda alguna, y sin duda también que de
maneras diferentes en los distintos países de toda la región– con el
anhelo de sus ciudadanos de seguir gozando de grados amplios (que
incluso, en muchos casos, se volvieron aún mayores) de libertad
negativa o –como ya dije– “liberal”.
Quiero decir: que en la rara “mezcla” que representan esas
experiencias políticas que aquí estamos considerando, pudieron
incorporarse como “ingredientes” no necesariamente antagónicos
algunos de los rasgos propios de los modos de construcción política,
de interpelación colectiva, de construcción identitaria y de configu-
ración de liderazgos populistas y también un fuerte aprecio por el
valor liberal de la libertad negativa individual. Como digo, es posi-
ble que este mix de principios y valores haya tenido en cada país
una configuración singular y propia, pero en todo caso me atrevo a
sugerir que, en por lo menos algunas de las experiencias más emble-
máticas de este reciente ciclo político pos-neoliberal, nuestros paí-
ses (estoy tentado a ejemplificar con el que más conozco, que es
el mío, donde algunas de las medidas adoptadas por los gobiernos
populistasde 2003 a 2015 son de notoria inspiración liberal: elimi-
nación de las figuras de las calumnias y de las injurias del mapa
de las posibilidades de censura estatal a la libertad de prensa, ley
antimonopólica de servicios de comunicación audiovisual, decisión
gubernamental de no reprimir la protesta social) han experimentado
un aumento interesante de libertades negativas de sus ciudadanos.
¿Y las libertades “positivas”? Aquí también la cosa debería ser
estudiada caso a caso, y es muy posible que una mirada benevolente

Populismo, democracia, república | 11


hacia las experiencias que aquí consideramos nos permitiera iden-
tificar muchos ejemplos interesantes de ampliación de las posi-
bilidades de ejercicio de esta forma de libertad: la libertad para
–dijimos– participar. De nuevo, pienso en mi país y enseguida
encuentro ejemplos adecuados: elaboración y puesta en funciona-
miento de protocolos para la discusión participativa de normas,
promoción de la organización de nuestros adolescentes en “centros
de estudiantes” en sus escuelas secundarias, baja de 18 a 16 años de
la edad mínima necesaria para ejercer el derecho a participar en la
elección de nuestros gobernantes… Sin embargo, creo que, también
en mi país, y presumo que en unos cuantos más de la región, enfren-
tamos en este punto una cuestión que me parece necesario analizar
con más cuidado, y que es la tensión entre el carácter marcadamente
personalista que han tendido a tener los liderazgos populistas a lo
largo de nuestra historia, y en este ciclo político que aquí considera-
mos en particular, y la posibilidad misma de que se desplieguen for-
mas amplias de participación popular en los asuntos públicos. No
estoy planteando nada que no forme parte, a esta altura, del sentido
común politológico más convencional, y por supuesto que no me
dejan nada satisfecho (ni me propondría aplicar a nuestro caso sin
muchas prevenciones) categorías que no siempre consiguen expli-
car gran cosa sobre la especificidad de estos procesos que estamos
considerando, como la de “democracia delegativa” o ese tipo de lin-
dezas. Y tampoco es que la existencia de figuras muy activas, diná-
micas y fuertes en la cabeza de los poderes ejecutivos de los aparatos
de nuestros estados me escandalice ni me resulte inconveniente: de
hecho, los gobiernos populistas con este tipo de liderazgo han sido,
todo a lo largo de nuestra historia regional, la vía por la que se han
materializado los más interesantes procesos de democratización de
nuestras sociedades. En cualquier caso, sí parece necesario apuntar
como un problema la tensión que necesariamente se establece entre
ese tipo de vínculo entre líder y ciudadanía y la posibilidad de que
esta ciudadanía encuentre formas más autónomas de organización
de sus grandes conversaciones colectivas.
Quiero ahora decir siquiera dos palabras sobre la segunda cues-
tión que había dejado planteada más arriba, y que voy a apurarme a
responder afirmativamente sugiriendo que, más allá de la pregunta

12 | Eduardo Rinesi
sobre si nuestros gobiernos populistas fueron más o menos respe-
tuosos, promotores o entusiastas de las libertades negativas y posi-
tivas de sus ciudadanos, lo que es indudable es que introdujeron
como un valor fundamental en nuestras discusiones públicas y en
la fundamentación de muchas de sus decisiones políticas más rele-
vantes otra idea, no contradictoria sino complementaria, pero cier-
tamente diferente a estas dos que hemos estado considerando, sobre
la libertad. Me refiero a la idea de libertad (y de nuevo habría que
estudiar la cosa caso por caso país por país, pero inmediatamente
me vienen al recuerdo resonantes discursos y no menos resonantes
decisiones de los presidentes Chávez, Kirchner o Morales) que parte
de entender que ningún ciudadano puede ser libre, que ningún indi-
viduo puede ser libre, en un país que no es libre. Que la libertad, en
otras palabras, es un asunto que concierne a los países y no solo a
los individuos que los habitan, y que el sujeto de esa libertad no son
por lo tanto solamente (aunque por supuesto que son, también) los
ciudadanos considerados individualmente, sino el pueblo enten-
dido como un sujeto colectivo.
Esta idea de libertad, entendida entonces como libertad colec-
tiva de un pueblo, es, en efecto, una presencia muy fuerte en los
discursos políticos y en la fundamentación de la acción política de
los gobiernos del ciclo populista que aquí estamos considerando:
está en la base de una cantidad de definiciones muy importantes
en relación con el mundo de las finanzas internacionales, con el
mundo de los monopolios comunicativos, con los problemas de la
política energética, con las respuestas a las propuestas neocolonia-
les de organización del comercio internacional y con muchas otras
cosas. La libertad, entonces, como valor colectivo y no solo como
valor individual; la libertad como libertad del pueblo (como sobera-
nía, pues) y no solo como libertad de los ciudadanos. Y la libertad
(lo apunto de pasada: habrá que volver sobre este asunto más ade-
lante, sobre el final de estos apuntes) como un valor que se realiza,
no frente al Estado y contra él, sino a través de un Estado que se
presenta ahora, a diferencia de lo que ocurre en el universo libe-
ral, no como su amenaza sino como su garante. Por supuesto, esta
idea de libertad no es nueva ni es un invento latinoamericano. Tiene
una larga militancia en el pensamiento político moderno (Quentin

Populismo, democracia, república | 13


Skinner, por ejemplo, la ha estudiado admirablemente en muchos
de sus libros), y tiene un nombre: se llama (por oposición a la liber-
tad liberal y a la libertad democrática que vimos más arriba) libertad
republicana.
Hemos escrito la palabra que queríamos escribir. Hemos llegado a
un punto fundamental de nuestro argumento, que es el punto en que
debemos discutir, entonces, la relación entre populismo… y repú-
blica. El modo en que hoy se lo hace en general entre nosotros es de
una extrema pobreza política y conceptual. Identificando la idea de
“república” apenas con un conjunto de buenas maneras de la mesa,
confundiendo la “cosa pública” con la propensión a hablar en voz
calma y a no confrontar con los intereses de los poderosos, actores
muy relevantes del mundo de los medios y también de la academia
nos han habituado a oponer, como si fueran dos conceptos antagó-
nicos y mutuamente excluyentes, las categorías de “populismo” y
de “república”. Esta oposición constituye un error teórico gravísimo
y un triunfo ideológico de la derecha más antidemocrática y más
antipopular, que no es que no sostenga, como por cierto lo hace,
una cierta idea sobre la república, sino que ha logrado convencer-
nos de que esa idea sobre la república que sostiene, que es una idea
ciertamente parcial y muy sesgada, es la única idea legítima sobre la
república que puede sostenerse, e incluso se confunde con la repú-
blica sin más. Porque la idea sobre la república que sostienen hoy
las derechas latinoamericanas apenas consigue articular, en relación
con –y contra– el tipo de democracias populares al que llaman (y al
que nosotros también hemos llamado acá, solo que sin darle a esa
designación ningún valor peyorativo) “populismo”, un conjunto de
previsibles tópicos montesquevinos a favor de la división de pode-
res y en contra de cualquier forma real o presunta de “concentra-
ción del poder”. Corrijo: no de cualquier forma de concentración
del poder, sino de cualquier forma de concentración del poder en el
Ejecutivo: a los soi-disants republicanos latinoamericanos no solo
no parece preocuparles, sino que tiende a parecerles bien, la fuerte
concentración de poder en nuestros contra-mayoritarios (es decir,
contra-democráticos) poderes judiciales. Con esos recursos teóri-
cos tan pobres, un cierto pensamiento hoy dominante en el perio-
dismo y también –insisto– en la academia de nuestros países viene

14 | Eduardo Rinesi
oponiendo las ideas de república y de populismo, en lugar de hacer
lo que nosotros trataremos de hacer acá: retomar la antigua discusión
sobre la existencia de distintos tipos de república, y plantear la pre-
gunta por su relación con el problemático concepto de populismo.
Esa discusión sobre la existencia de distintos tipos de república
se remonta por supuesto a tiempos muy lejanos, pero nosotros pode-
mos ir a recuperarla a un momento en la historia de las instituciones
y de las ideas políticas de Occidente del que no nos separan más que
cinco siglos, y que está en la base de muchas de nuestras represen-
taciones y de las grandes líneas maestras por las que circuló el pen-
samiento político moderno. Me refiero, claro, al gran Renacimiento
italiano, en el que se bosquejó, de la mano del despliegue de dos
experiencias políticas notorias, la distinción fundamental entre un
tipo de república signada por el gobierno de las buenas leyes y de
una élite virtuosa y sabia, capaz de mantener la armonía (la “sere-
nidad”, se decía) del cuerpo social aun si el costo de esa armonía y
de esa estabilidad era la exclusión de la vida pública de los sectores
sociales que quedaban fuera de los beneficios de la distribución de
los bienes y de los males sobre los que esa organización se sostenía,
y otro tipo de república sostenida sobre la participación activa, viva,
eventualmente (y con frecuencia) tumultuosa, como decía Maquia-
velo, de los distintos grupos y sectores de la sociedad, y por lo tanto
sobre la centralidad del conflicto, y no ya del consenso, como motor
de la vida común y como camino hacia la producción de las buenas
leyes. El primer modelo era el de la república veneciana; el otro,
el de la república florentina. Que era un tipo de república, diferente
del primero, menos inspirado en el virtuoso modelo de la Esparta de
Licurgo que en el turbulento ejemplo de la Roma de las célebres
luchas entre patricios y plebeyos, pero que no por ser un tipo de
república distinta dejaba de ser lo que notoriamente era: un tipo
de república. Un tipo de república conflictiva y popular, o democrá-
tica, por oposición a otro tipo de república serena y minoritarista,
o aristocrática. La distinción es importante y llena de interés para
pensar la historia de las ideas y de las instituciones de nuestros
países de América del Sur. Vuelvo pues por un momento al mío,
a la Argentina, para destacar la importancia, con relación a este
tema, de un libro reciente de Cristian Gaude, quien contrapone esos

Populismo, democracia, república | 15


dos modelos de república para pensar la labor parlamentaria de un
político y pensador peronista que ya mencioné bastante más arriba,
John William Cooke, como una labor que debe ser inscripta dentro
del gran paradigma del pensamiento “republicano popular”, y no
–como pretenderían quienes se arrogan el uso monopólico de la
palabra “república” para nombrar apenas una de sus formas– den-
tro del paradigma de un pensamiento democrático, popular o popu-
lista, y por lo tanto “anti”-republicano.
Creo que tomar nota de esta distinción entre dos tipos diferentes
de república, de escuelas, de ideas o de prácticas republicanas (uno
aristocrático y otro popular, pero ambos republicanos) nos permite
pensar con más complejidad y con más interés la relación entre
republicanismo y populismo en la escena política y teórica latinoa-
mericana actual. Que nos exigiría no contraponer, como los nombres
de dos cosas por completo opuestas y enfrentadas, la “república” y
el “populismo”, sino, al contrario, pensar lo que llamamos “popu-
lismo” como una de esas dos formas (como una forma conflictiva,
tumultuosa, democrática y popular) de la república.
El debate actual en América Latina, en efecto, no es el debate
entre republicanos y populistas: es –como lo ha sido a lo largo de
largos tramos de nuestra historia– el debate entre republicanos
minoritaristas y republicanos populares. Que incluso tendrían algu-
nos títulos más que los primeros, si nos pusiéramos de veras exigen-
tes, para reclamar ser nombrados propiamente como republicanos.
En efecto: si recordáramos que res publica quiere decir, simple y
decisivamente, “cosa pública”, si nos preguntáramos qué puede ser
esa expresión, “cosa pública”, sino el nombre que le damos al bien
común, al bienestar general y al patrimonio colectivo, y si reflexio-
náramos sobre qué gobiernos, a lo largo de la historia de nuestros
países, hicieron más, y qué gobiernos hicieron menos, por defender
o por ensanchar ese bien común, ese bienestar general, ese patrimo-
nio colectivo (que, por cierto, nuestros republicanos de derecha ya
se están preparando para volver a rifar una vez más, como lo han
hecho cada vez que alcanzaron el poder), podríamos legítimamente
llegar a la conclusión de que son los denostados populistas los que
más merecen el nombre de republicanos en el pasado y el presente
de nuestra región. Jugando con las palabras y con los variables

16 | Eduardo Rinesi
significados de las palabras en la historia, el ya dos veces mencio-
nado John William Cooke solía decir que “en la Argentina, los ver-
daderos comunistas somos nosotros, los peronistas”. Quería decir,
claro, que el ánimo igualitarista, emancipatorio, revolucionario, que
asociamos con la palabra “comunismo”, en las precisas circuns-
tancias políticas argentinas se expresaba mejor en el movimiento
creado por Juan Perón que en las filas, las ideas y las opciones polí-
ticas de los dirigentes del PC. ¿No valdría la pena, parafraseando
hoy al autor de esa tan interesante provocación, afirmar que en la
Argentina y en toda América del Sur, hoy como ayer, los verdaderos
republicanos somos nosotros, los populistas?
Pero habíamos dejado dicho más arriba que íbamos a repasar los
modos en que estos populismos se ocuparon de la cuestión de la
libertad y de la de los derechos, y solo hemos hablado, hasta acá, de
las primeras. Me gustaría entonces terminar estas consideraciones
diciendo dos palabras sobre la centralidad de la idea de derechos en
la retórica y entre las inspiraciones más notorias de las políticas
impulsadas por los gobiernos populistas de los tres primeros lustros
de este siglo en toda la región; tres lustros de un proceso de lo que
ha dado en llamarse, en los discursos oficiales y en buena parte de
nuestras conversaciones, “democratización”de nuestras sociedades,
entendiendo por esto un movimiento, justamente, de ampliación,
profundización, universalización, de derechos. Es decir, de reali-
zación de derechos, en la medida en que los derechos, por defini-
ción, o son universales o no son. O no son, quiero decir, derechos.
Son, si acaso (si no son universales, si no son de todos), privilegios,
prerrogativas. Que es lo que de hecho son una enorme cantidad
de posibilidades con las que cuentan, en nuestras sociedades y en
cualquiera, algunos, y el único modo en que con mucha frecuen-
cia nos acostumbramos a pensar, naturalizando un cierto modo
de distribución de las chances de realización de las personas en
una sociedad injusta y desigual, que esas posibilidades pueden
distribuirse. Algunos (pongamos: los ricos) pueden ir a la univer-
sidad; otros, no. Algunos (pongamos: los heterosexuales) pueden
casarse; otros, no. Llamamos “democratización” al proceso en vir-
tud del cual una cantidad de posibilidades vitales de las personas,
que nos habíamos acostumbrado a naturalizar como privilegios o

Populismo, democracia, república | 17


prerrogativas de algunos, se convierten en (empiezan a convertirse
en, pueden empezar a ser representadas como) posibilidades ciertas
y efectivas, es decir, derechos, que son o que tienen que poder ser,
o que es un escándalo, en todo caso, que no sean, de todos.Y que
es una responsabilidad del Estado que estén, en efecto, garantiza-
dos para todos. Esta es una novedad muy importante, me parece (y
ya para terminar) de estos últimos años latinoamericanos. Que fue-
ron años, entonces, de democratización de nuestras sociedades, de
ampliación, profundización, universalización de derechos en nues-
tras sociedades, y que fueron también, para que todo esto que acabo
de decir se volviera posible y cierto, años de fuerte ampliación de
las responsabilidades del Estado en relación con sus ciudadanos.
En efecto: es porque (y es solo si) el Estado garantiza, a través de
políticas activas, de asignación de recursos, de orientaciones deter-
minadas de su intervención sobre la vida colectiva, los derechos de
sus ciudadanos, que estos derechos pueden considerarse tales. Esto
pone al Estado en un lugar no solo muy decisivo, sino también muy
diferente al que había ocupado durante tramos anteriores del largo
proceso histórico iniciado con el fin del último ciclo de dictadu-
ras cívico-militares y que aquí estuvimos recorriendo. Porque si al
comienzo de ese ciclo la identificación del Estado con el monstruo
terrorista que había castigado a sus sociedades y a sus ciudadanos
en los años inmediatamente previos nos había llevado a tener un
pensamiento, como dijimos más arriba, fuertemente anti-estatalista,
a suponer, al estilo clásicamente liberal, que a la libertad debíamos
conquistarla contra el Estado, a expensas del Estado, limitando
la capacidad del Estado para meterse con nosotros y con nuestras
vidas, y si un poco después la hegemonía del pensamiento econó-
mico neo-liberal hizo pensar al Estado como una máquina inefi-
ciente y torpe de asfixia de la iniciativa de los actores económicos
más dinámicos y de obturación de las posibilidades de despliegue
de las fuerzas productivas, el fracaso estrepitoso de todo aquello y
el impulso que los gobiernos más avanzados de estos años recientes
dieron a una política de democratización de nuestras sociedades en
el sentido que acabamos de exponer: como una política de amplia-
ción y universalización, es decir, de realización, de derechos, nos
hizo poner por primera vez en todos estos años al Estado no ya del

18 | Eduardo Rinesi
lado de las cosas malas, por así decirlo, sino del lado de las cosas
buenas, de la vida y de la historia.
¿Está bien decirlo así? No: no está bien, o por lo menos resulta un
tanto simple. Pero este modo muy simple de decirlo me dará motivo
para terminar ya estas notas demasiado extensas con una última
consideración, precisamente, sobre la necesidad que tenemos hoy,
en nuestros países, en las ciencias sociales y políticas de nuestros
países, de tener una teoría sobre el Estado mejor, menos simple,
menos esquemática, más compleja, que las que en general tenemos.
Porque estas teorías sobre el Estado que en general tenemos suelen
oscilar entre una de dos posiciones extremas e igualmente pobres.
Algunas, en la estela de las grandes tradiciones críticas, emanci-
patorias, de la filosofía política del último par de siglos, tiende a
hacer del Estado un enemigo de la libertad individual y colectiva,
una parte de los problemas que las sociedades tienen que resolver
en el camino a su emancipación, o incluso el nombre mismo de
lo que esas sociedades deben destruir para alcanzar su plena rea-
lización. En muchas de nuestras mejores tradiciones, el Estado es
pensado como una superestructura al servicio de la reproducción
de relaciones sociales muy injustas, o bien como un disciplinador
compulsivo de nuestras sociedades, o como un violador serial de los
derechos humanos de sus ciudadanos, o como una mezcla de todas
esas cosas. Y no hay duda, ninguna duda, de que todas esas cosas el
Estado es. Pero tampoco hay ninguna duda, como hemos aprendido
bien en la historia latinoamericana más larga y también en la más
corta, que no es del otro lado del Estado donde nos espera la libertad,
la autonomía finalmente conquistada o la felicidad de los hombres
o de los pueblos. Que lo que del otro lado del Estado suele haber
es el funcionamiento más desatado de las fuerzas del mercado, la
intemperie más inclemente y más cruel, la falta de protección más
absoluta. Y que, al contrario, es gracias al Estado y de la mano del
Estado que los individuos y los pueblos pueden y suelen conquis-
tar dosis mayores de soberanía (de “libertad republicana”, decíamos
más arriba) y de derechos. Tenemos libertad, en efecto, y tenemos
derechos, justo porque tenemos Estado, y no a pesar de él o contra
él. ¿Y entonces? Entonces (y ahora sí termino), tenemos que poder
pensar, y este es un desafío particularmente interesante para nuestra

Populismo, democracia, república | 19


filosofía, para nuestra teoría, para nuestra sociología y nuestra poli-
tología, una teoría del Estado que dé cuenta de esta calidad suya de
–como dice el jurista argentino Abel Córdoba– “monstruo bifronte”,
al mismo tiempo parte del problema y parte de la solución, parte de
las fuerzas que debemos sacudirnos en nuestra lucha por la libertad
y los derechos y parte de los auxilios con los que contamos en esa
misma lucha. Un pensamiento sobre la política que pueda pensarla
en toda la complejidad que la misma ha mostrado tener en nuestras
sociedades latinoamericanas, y que lo haga a partir de la riquísima
experiencia de estos últimos quince años de gobiernos populistas en
toda la región, deberá tener este asunto en un lugar muy destacado
de su agenda de problemas.

Bibliografía

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Gaude, Cristian. El peronismo republicano. John William Cooke en el Parlamento
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Laclau, Ernesto. La razón populista. Buenos Aires: FCE, 2005.
Nun, José. “La democracia y la modernización treinta años después” en XV Con-
greso Mundial de la Asociación Internacional de Ciencia Política, Buenos
Aires, 1991.
Pateman, Carole. The problem of political obligation. A critique of liberal theory.
Berkeley: University of California Press, 1985.
Skinner, Quentin. Los fundamentos del pensamiento político moderno. México:
FCE, 1985.

20 | Eduardo Rinesi
Signos y realizaciones republicanas en América Latina:
líneas gruesas para el diálogo con los populismos

Ailynn Torres Santana*

Aquí se ha convocado a un debate que recorre las academias de


América y Europa y que incide en las agendas políticas construidas
en el contexto de descrédito –mas no derrota– del neoliberalismo:
los análisis sobre populismo, republicanismo y sus posibles víncu-
los. En este texto me haré cargo, con demasiada brevedad, de –solo–
tres asuntos dentro del campo que plantea ese debate.
De inicio, examino grosso modo los contextos académicos y
políticos en los que reemergen esas tradiciones en Latinoamérica;
sobre ello afirmo que el expediente de investigación republicano es
mucho más discreto que el populista. Siendo así, –frente a lo que
reconozco como una deuda del pensamiento latinoamericano con
el tema– tanteo signos, luchas, despliegues y existencias históricas
republicanas, para lo cual me centro en referencias ecuatorianas
con el objetivo de informar casos históricos concretos. Ese ejerci-
cio parte de una premisa: solo a través de análisis históricamente
situados, es posible intentar leer lazos entre ambas tradiciones. En
segundo lugar, comento las contribuciones de esos argumentos para
pensar los populismos. Al término, repienso las (im)pertinencias
de la fórmula “populismo republicano” para evitar anacronismos y
etiquetas retóricas.

II

El revival republicano en la academia, producido a partir de los 60,


ha promovido la conversión a sus filas de autodenominados libe-
rales, comunitaristas, utilitaristas, etc. y ha elaborado progresivas

* Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), Ecuador. ICIC Juan


Marinello, Cuba

  |  21
exigencias a un republicanismo entendido como marco totalizante
de análisis:
En la interesada furia de algún que otro converso políticamen-
te urgido, se ha llegado a exigir de todo al republicanismo: que
contribuya a la ‘construcción europea’, que dé un nuevo sen-
tido de lealtad ‘patriótico-comunitaria’ a los ciudadanos, que
forme más ‘capital social’ en la ‘sociedad civil’, que apuntale
al amenazado ‘Estado de Bienestar’... ¡Y hasta que sea com-
patible con la monarquía española o con el regeneracionis-
mo ‘democrático’ del neoclerical Partido de Acción Nacional
mexicano! (Bartomeu y Domènech, 2004: 28)

El marco republicano ha recomenzado, así, a discutirse no siem-


pre con acuciosidad histórica ni política, pero ha permanecido en
el primer plano de discusiones académicas y políticas. En América
Latina, ha sido a inicios del siglo XXI que esos debates ocupan con
constancia las plazas políticas. Mientras hace unas décadas el tema
preocupaba casi exclusivamente a algunos historiadores y a aún
menos filósofos políticos, hoy se escucha hablar de republicanismo
con cierta frecuencia, y se establecen diálogos con procesos de otras
geografías. Ese retorno del republicanismo llega a la región en una
contingencia particular: el despliegue de (neo)populismos o “popu-
lismos de alta intensidad”. Con esas denominaciones se ha llamado
la atención sobre un cambio de época en el que emergieron gobier-
nos “progresistas”, “de izquierda”, o de “centro-izquierda” que –en
explícita alusión a los populismos clásicos– resituaron una agenda
que reivindica el papel del Estado en la regulación de la economía
y la construcción de la nación, construye la política como un espa-
cio polar de antagonismos, y otorga centralidad a los líderes en el
curso político (Svampa, 2015). Dentro de esa generalidad, se han
producido exploraciones más o menos exhaustivas sobre las comu-
nidades y diferencias entre las situaciones (neo)populistas, y sobre
las dificultades del uso de la categoría “populismo” para calificar
experiencias contemporáneas específicas1. Con todo, ciertamente

1 Ese es el caso, por ejemplo, de la experiencia ecuatoriana, que ha apostado por


una política descorporativizadora que contrasta con la línea pro-corporativa

22 | Ailynn Torres Santana


presenciamos, también, un revival populista que propulsa revisitas
a los populismos clásicos latinoamericanos, de lo cual testimonia-
rán, seguramente, textos de este volumen.
El resultado es una agenda que, nucleada en torno al populismo y
al republicanismo, define los intereses de coloquios, jornadas de for-
mación política y volúmenes como este. Sin embargo, es constatable
una brecha: las producciones sobre los populismos han engrosado
investigaciones sobre sus nexos y discrepado sobre qué procesos
políticos calificar como populistas, a través de cuáles indicadores,
cómo los populismos operan dentro de los capitalismos realmente
existentes, cuáles son sus dilemas internos, vacíos e (im)posibilida-
des. Aunque se cuenta con pocos acuerdos y vacíos importantes, esa
prolijidad2 contrasta con una escasa reflexión sistemática sobre el
marco republicano de la política y de los Estados, sobre el contenido
republicano de las agendas populares, sobre las realizaciones histó-
ricas republicanas, y los signos republicanos apreciables en nuestro
presente. A continuación, examino posibles líneas para repensar el
republicanismo en la región.
Antes, acoto que el republicanismo al que me refiero remite a un
programa político y no a una forma de gobierno. Sobre el populismo
hago la misma observación. Ese planteo es fundamental para pensar
los vínculos, pues supone considerar que estamos relacionando no
estrategias políticas, sino programas políticos asentados en arreglos
institucionales, de economía política y de relaciones sociales. Debe-
ríamos referirnos, entonces, al ámbito de sus realizaciones y de los
conflictos desde donde los cuales se producen y se dirimen los pro-
gramas calificados como populistas y/o como republicanos.
Ahora, el programa republicano reconoce cuatro núcleos sustan-
tivos: 1) una concepción que no opone al derecho y la ley, y que

de los populismos clásicos. El expresidente Rafael Correa ha alegado que las


corporaciones de trabajadores, fundamentalmente, han devenido feudos de
poder y nichos de corrupción, barreras para la democracia. Por esa razón, en-
tre otras, su programa ha declarado desactivar políticamente esas corporacio-
nes y hablar a los ciudadanos, en relación de uno a uno.
2 Entre otros aportes, ver: Aboy Carlés, 2005; Arditi, 2010; Cerutti, 2009; de
la Torre, 2013; Dussel, 2012; Franco, 1992; Freidenberg, 2007; James, 2006;
Knight, 1999; Knight, 2005; Laclau, 2005; Negretto, 2012; Stanley, 2007.

Signos y realizaciones republicanas en América Latina | 23


considera que la ley es fundamento de la libertad; 2) una conside-
ración de la libertad como derecho constitutivo inalienable; 3) una
argumentación sobre la relación de fideicomiso entre la autoridad
política y el conjunto de los ciudadanos libres según la cual los
gobernantes no son sino sus fieles servidores y 4) una consideración
de la naturaleza fiduciaria de la propiedad de los medios de exis-
tencia y de producción, que alude a la obligatoriedad de su función
social (Domènech, 2012). La enunciación de esos cuatro núcleos no
aspira a la formalización de la tradición; cada uno de esos elementos
tiene una existencia que, como diré, remite a la historia en toda su
línea y revela que el republicanismo no constituye un corpus homo-
géneo sino un campo disputado con otras tradiciones y a su interior.
Parte de la academia sobre América Latina se ha hecho cargo de
la búsqueda de signos republicanos en los procesos de construcción
de nuestros Estados y de las agendas políticas contendidas. Ese es
el caso del trabajo fundacional de C.R.L. James sobre la revolución
haitiana, analizada en la complejidad y profundidad de sus cursos y
relaciones de ida y vuelta con la experiencia republicano-democrá-
tica de más hondo calado: la Revolución francesa3 . James Sanders
hizo algo similar respecto a Colombia en su importante libro sobre
el Cauca del siglo XIX, dedicado al estudio de la lucha entre el con-
servadurismo oligárquico y el liberalismo radical en sinergia, tem-
poral, con las clases populares esclavizadas. En su análisis, Sanders
(2009) demuestra que, si bien ese liberalismo se alía con las clases

3 Ese autor desentrañó las rutas por las que los esclavizados comprendieron,
republicanamente, que la lucha por su libertad debía asentarse en la destruc-
ción de la posibilidad de establecer relaciones de propiedad con otros seres
humanos, y la apropiación y defensa del territorio para, con control sobre él,
desterrar la ocasión de la esclavitud: la transformación de la estructura de
propiedad era imprescindible para hacerse libres y permanecer como tales.
Así fue; la revolución produjo una reforma agraria radical que convirtió a Haití
“en el país más profundamente campesino del Caribe”, y garantizó la vida de
una mayoría de la población, incluso, hasta las políticas neoliberales de los
90. Su análisis, además, confirma que la revolución haitiana no emergió de la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano ni de la Asamblea
Nacional Constituyente francesa, sino que se gestó en las acciones de los pro-
pios esclavos, que definieron racialmente la ciudadanía como forma de uni-
versalizar y conservar la libertad. Con su radicalidad y límites, esa Revolución
no calcó la francesa; pero tampoco fue ajena o contraria a ella.

24 | Ailynn Torres Santana


populares y libran de conjunto la lucha por la abolición de la escla-
vitud y la universalización del voto, la alianza finiquita al llegar al
punto medular de la redistribución de la propiedad que garantizaba
la libertad y acceso a la política de los subalternizados. Lasso (2013)
concretó un empeño semejante también en Colombia con su diserta-
ción sobre el republicanismo negro; al igual que Fernández (2002).
Coronel (2011) lo ha hecho para Ecuador analizando los procesos de
formación del Estado y Guanche (2017) para la Cuba de la primera
mitad del siglo XX.
A pesar de esos esfuerzos, no es identificable un corpus denso
sobre los caminos republicanos de formación de nuestros Estados
que sea comparable con los enjundiosos análisis sobre los populis-
mos. Ese desfase analítico constituye una primera dificultad para
quienes piensan un populismo republicano como alternativa exis-
tente –y hasta inevitable– para la política contemporánea latinoa-
mericana, porque limita considerablemente la agudeza del término
–como realidad política informada– y la evaluación de su pertinen-
cia. En definitiva, obscurece la pregunta sobre qué aporta el “repu-
blicanismo” a la fórmula populismo republicano. Entonces, ¿cómo
el análisis sobre el republicanismo podría contribuir al debate? A
continuación, realizo comentarios a propósito de esa pregunta en
referencia al Ecuador. Para acotar la discusión, reflexiono solo sobre
los ámbitos de la ciudadanía y su relación con la propiedad, centrales
para el republicanismo y para la política moderna en América Latina.
Para comenzar a complejizar del asunto, recordaré que el republi-
canismo ha tenido, históricamente, recorridos antidemocráticos y
recorridos democráticos. Ambos cursos comparten los núcleos seña-
lados antes, pero tienen diferentes consecuencias. El primero justi-
fica la exclusión de la vida civil y política de “quienes viven por sus
manos” –y las traducciones contemporáneas de esa referencia– y el
monopolio del poder político por parte de los propietarios. De esa
forma, concreta una específica configuración antidemocrática de la
política donde la libertad es prerrequisito de la ciudadanía: quien
no es libre –porque dependa de otro para vivir– carece de autono-
mía y, por tanto, se encuentra incapacitado para participar de la
vida pública y codecidir el bien común. A ese curso se apegaron las
nacientes repúblicas latinoamericanas cuando consignaron el voto

Signos y realizaciones republicanas en América Latina | 25


censitario que habilitó la distinción entre “ciudadanos” y “nacio-
nales”, instituida en función de la posesión o ausencia de propie-
dades: quien carece de propiedad no es libre; por tanto, no puede
cultivar la virtud; no puede ejercer el autogobierno ni gobernar a los
demás; no califica, entonces, como parte del cuerpo político de la
nación, como ciudadano4 (Barragán, 1999). El curso de esas y otras
exclusiones argumenta que José Martí hablara de “República nomi-
nal” –refiriéndose a Cuba– y Mariátegui compartiera el calificativo
de “falsa República” –refiriéndose a Perú–.
El programa democrático, por su parte, aspira a la universali-
zación de la libertad republicana, a la consiguiente inclusión ciu-
dadana de los pobres, y al gobierno de ellos mismos. Por lo tanto,
arremete contra las oligarquías desde donde sea que provengan:
desde el interior del republicanismo, desde el liberalismo, o desde
cualquier programa político que construya monopolios de poder.
Para ello, reconoce que los poderes públicos requieren intervenir
en las condiciones que limitan, de facto, la libertad de los despo-
seídos5; esto es, considera la relevancia de las “circunstancias de
la justicia” que habilitan la ciudadanía: sin propiedad no hay liber-
tad posible; pero la consecuencia es diferente: es imprescindible un
programa político que habilite a los poderes públicos a intervenir
para asegurar la libertad de los no-libres. Así, la propiedad no es
prerrequisito para la ciudadanía, y su ausencia es una barrera que se
desactiva en el curso de la política definida institucionalmente, que
tiene el deber de hacerlo.
Mirado con detalle, lo dicho comunica una concepción especí-
fica de la ciudadanía –la ciudadanía es un estatus de derecho y una
práctica política–, de la libertad –que remite al autogobierno y no,

4 Análisis más específicos sobre la cuestión han notado que no fue propiamente
una exclusión del cuerpo nacional lo que sucedió con grupos subalternizados,
sino que ellos fueron parte integral de las repúblicas liberales, pero con arre-
glo a refinados mecanismos que garantizaban su posición subordinada. Ver:
Sanders, 2009; Barragán, 1999; Larson, 1979; Guerrero, 2000.
5 En esa línea, Rousseau había hablado del derecho natural a la existencia como
principal de la política y, en los mismos términos, Robespierre invocó a la
necesidad de una economía política popular, solo a través de la cual sería
posible habilitar condiciones de independencia recíproca que permitiesen el
despliegue de la ciudadanía.

26 | Ailynn Torres Santana


como alegarían los liberales doctrinarios, a la ausencia de interfe-
rencia de terceros en la vida propia– y de la propiedad –reconocida
como control de un recurso que provee autonomía, y no como una
posesión exclusiva y excluyente sobre bien alguno–; y comunica,
también, las tensiones y distancias entre ambos cursos republicanos
y su forma institucional. El planteo tiene realidad histórica en las
pos-independencias latinoamericanas; una fotografía especialmente
nítida la encuentro en el siguiente hecho ecuatoriano: los órdenes
constitucionales consideraron, desde temprano en la república, dos
contenidos republicanos de signo diferente: 1) el voto censitario y
2) la capacidad del Estado de intervenir en la propiedad a criterio
de utilidad pública –y, luego, de función social de la propiedad6–.
Analicemos ambas dimensiones.
El orden institucional ecuatoriano operó con criterios de exclu-
sión formal de la comunidad política en base de diferentes requi-
sitos, de los cuales el de más largo aliento fue el de alfabetización
–hasta 1978 los ciudadanos eran los nacionales mayores de diecio-
cho años alfabetos–. La condición de alfabetización fungió como
una exclusión censitaria, pues los analfabetos eran/son los que no
tenían propiedad. Eran sujetos dependientes de otros en lo formal
del orden político y en lo real de las relaciones políticas. Por tanto,

6 Ninguno de esos preceptos podría calificarse estrictamente como liberal. El


liberalismo, en principio, promulgaría la universalización formal de la ciuda-
danía y el respeto irrestricto a la propiedad, que pertenecería al ámbito priva-
do de la vida y que, por tanto, no debería ser interferida. Ver: Bartomeu, 2005;
Mundó, 2014. En la práctica, el liberalismo no logró asentarse como campo ge-
neral normativo de regulación de la propiedad. Bartomeu & Domènech (2004),
insisten en que el derecho público moderno desconsidera una supuestamente
pura concepción liberal que define la propiedad como posesión exclusiva y
excluyente sobre un bien. Esto no quiere decir que no se codifique en esos
términos en artículos específicos de códigos civiles y las cartas magnas; sino
que, incluso al interior de esas normativas, ello debe atemperarse a otras regu-
laciones que especifican las condiciones en las cuales el derecho de propiedad
exclusivo y excluyente puede ser respetado. De esa forma, se condiciona el
marco general de regulación de la propiedad. En cuanto al estatus formal de
la ciudadanía, los liberales tampoco lo defendieron en pleno en todos los mo-
mentos de la historia ecuatoriana. Antes, apoyaron el requisito sobre la base
del temor a la manipulación que ejercerían los conservadores y la Iglesia sobre
las masas analfabetas, principalmente rurales.

Signos y realizaciones republicanas en América Latina | 27


no podían ser ciudadanos7. En la cercana fecha de 1966, la prensa
reflejaba un argumento a todas luces republicano-oligárquico:
Otra vez se ha lanzado la tesis de que conviene adoptar el su-
fragio universal. Que voten todos los ecuatorianos, sin excep-
ción a partir de los 18 años de edad. Sean analfabetos o no
[...] ¿puede hacérselo efectivo en el país? ¿Es viable, es conve-
niente? Sostenemos que constituye una magnífica aspiración
a la que debemos llegar cuanto antes. Pero que no la podemos
practicar ahora. Es un derecho de todos los ecuatorianos, en su
responsabilidad, participar en la definición de los asuntos na-
cionales. [...] Es, además, antidemocrático. Pero por desgracia,
sobre la masa analfabeta, pesan todavía influencias de diverso
tipo, que impiden expresarse con libertad. Queremos sufragio
libre. Sin coacción sobre las conciencias. ¿Es posible lograrlo
ahora con este conjunto de compatriotas, muchos aun someti-
dos económicamente, dependientes de otras personas explota-
doras y expoliadoras?
Para llegar al voto universal tendremos que comenzar asegu-
rando laindependencia económica de nuestras gentes. (“Con-
ciertos para el sufragio” 1966)

Pasó mucho en el Ecuador antes de que las élites del poder


alegaran que los empobrecidos y expropiados habían practicado

7 No me detengo aquí en un asunto que, sin embargo, es de la mayor importancia.


La exclusión formal de la ciudadanía de los analfabetos no debe entenderse
como una exclusión real que agotaba todo el campo de los derechos. La historia
de la ciudadanía en el Ecuador, y en las otras naciones latinoamericanas
muestra sistemáticos y complejos espacios de disputas por derechos que
alcanzaron forma institucional y que consideraron derechos sociales, civiles y
políticos para todos los nacionales. En los 30, por ejemplo, a los campesinos e
indígenas (en número considerable analfabetos) se les reconoció la existencia
jurídico legal de sus comunas; mecanismos de representación en el sistema
político, a través de la representación funcional; derechos de sindicalización;
etc. Con esto quiero aclarar enfáticamente que los caminos por los cuales se
construye la ciudadanía revelan actores, agendas, espacios y realizaciones que
trascienden el reconocimiento constitucional de la ciudadanía. Sin embargo,
este hecho no es menor, pues reproduce órdenes de exclusión material, política
y simbólica. Al respecto de esto último solo señalo un ejemplo: hasta los 1960,
no era extraordinario encontrar anuncios de venta de haciendas que incluía,
además de las tierra y bienes inmuebles, a los indios que le “pertenecían”. Ver
Torres, 2017.

28 | Ailynn Torres Santana


suficientemente las virtudes públicas y que merecían, a pesar de
su dependencia, considerarse ciudadanos (Prieto, 2004). Esa ruta,
republicano-oligárquica, pervivió en conflicto hasta 1978. Durante
el largo lapso, las clases populares reclamaron el estatus formal de
ciudadanía y los derechos políticos al voto a través de estrategias
individuales y colectivas. Hacia finales de los 1970, en el contexto
del referéndum que discernió entre dos constituciones –solo una de
las cuales universalizaba del estatus formal de ciudadanía– algunos
indios se pronunciaron:
Los campesinos de habla quichua y de habla castellana de la
provincia del Chimborazo, algunos analfabetos y todos pobres
pero conscientes de nuestra situación y de nuestro papel en
la historia de hoy [...], hemos tenido conocimiento que a no-
sotros [...] se nos quieren negar la participación de nuestros
votos para elegir al presidente que rige los destinos de nuestro
país. Es algo curioso que se nos niegan los derechos, ecuatoria-
nos y personas que somos y que solamente sean los obligados
a pagar los impuestos, obligados a cedularnos y estar sujetos
a todas las leyes, las mismas que sólo tienen valor para hacer
obedecer al campesino y al pobre. Opinamos que el negar el
voto al campesino analfabeto sería una maniobra de los po-
líticos de turno [...] En caso de suceder así, que nos nieguen
nuestros derechos como ciudadanos ecuatorianos, también
exigimos en igual forma se nos exonera de los impuestos y
demás obligaciones que tenemos como ecuatorianos porque
hemos visto que en nuestra organización habemos personas
analfabetas que tienen amplios conocimientos de lucha contra
la opresión y la injusticia y han dado muestras de capacidad
intelectual. [...] Pedimos a ustedes que conscientes de la grave
responsabilidad que tienen frente al futuro destino de nues-
tro país piensen en que nosotros los campesinos somos una
fuente de riqueza y los hombres que mantenemos con nues-
tro trabajo el equilibrio normal de la economía del país y por
lo tanto exigimos pensar un poco más concienzudamente en
crear leyes que favorezcan y ayuden eficazmente a la situación
económica del campesino que se encuentra ultrajado y humi-
llado. (Guacho, 1977)

Signos y realizaciones republicanas en América Latina | 29


Las citas manifiestan las diferentes dimensiones de la ciudadanía
consideradas por el republicanismo: estatus formal, ideal igualitario
y práctica política. Mientras la fuente de prensa comunica la impo-
sibilidad de que los dependientes cultiven la virtud republicana,
los indios explicitan la tensión entre una concepción de ciudadanía
real con consecuencia para el orden político, y la exclusión –en la
práctica– censitaria de la ciudadanía de signo antidemocrático. A
la vez, la referencia comunica la relación de la ciudadanía con el
mundo de la economía: la desposesión de los indios y campesinos y
su lugar como actores de la economía nacional.
En la lucha por la ciudadanía, la historia ecuatoriana revela que
derechos sociales, civiles y políticos se disputaron contenciosa-
mente, hecho que dio forma y contenido al Estado y a los gobiernos
de diferente signo político –también a los populistas–. La educa-
ción, la seguridad social, el derecho al trabajo y a la asociatividad, a
la propiedad, y a la intervención en el orden político, ocuparon los
primeros planos. Durante el lapso calificado como nacional-popular
(1925-1944), los mundos del trabajo se democratizaron considera-
blemente y hubo una concreción institucional de ese camino: se creó
el Ministerio de Trabajo y Previsión Social y ello habilitó un canal
de intervención en el Estado, se reconoció la personalidad jurídica
de las comunas, se redistribuyeron tierras y operó la representación
funcional de los indios (Coronel, 2009). El giro conservador de ese
país que se produjo de la mano del Velasco Ibarra de 1945, inició un
retroceso. Hacia finales de los 1950 la lucha popular tiene un nuevo
pico de tensión cuyo núcleo es la ciudadanía. En ese contexto, el
asunto mayor de los derechos de propiedad continuó teniendo pre-
eminencia. A ello me refiero enseguida, porque enuncia otra puja
dentro del contexto republicano, pero con otras características.
En alusión a la propiedad, la línea republicano-democrática se
había asentado institucionalmente, y cualquier otro planteo al res-
pecto seguramente estará desinformado: desde muy temprano en la
república (1871) se consignó la utilidad pública como criterio de
expropiación de los propietarios, y desde los 40 se registró explíci-
tamente el cumplimiento de la función social de la propiedad como
requisito condicional de los derechos de propiedad privada. Las dis-
putas en torno a los contenidos y formas de regulación de la función

30 | Ailynn Torres Santana


social de la propiedad son un mirador privilegiado de la lucha de
clases en el Ecuador y de sus signos políticos; así lo demuestran, por
ejemplo, las contiendas a propósito de las reformas agrarias8. En su
marco, se pusieron en juego al menos ocho versiones de lo que debía
considerarse “función social de la propiedad”. Ellas encarnaron un
continuo que consideró una versión excluyente de la propiedad
amparada en el proyecto desarrollista de la hora –la función social
de la propiedad se cumple solo si la tierra es productiva– hasta posi-
ciones que apelaron a la justicia y a los derechos, y alegaron que la
función social de la propiedad se cumplía si, además, la tierra era
propiedad de quien la trabajaba, se cumplían las leyes y regulaciones
laborales, y no se evidenciaba acaparamiento del recurso. Durante
las décadas del periodo reformista agrario (1960-1979), la función
social fue la bandera que acreditaba la intervención del Estado en la
economía9 y se integró, no sin anacronismos, en los discursos polí-
ticos más diversos; a ella aludieron propietarios y desposeídos, las
oligarquías y el Partido Comunista, campesinos y hacendados. Así,
se disputó normativa e institucionalmente la función social de la
propiedad y ni liberales doctrinarios –donde los había– ni propieta-
rios conservadores, pudieron deshacerse del precepto. A él tuvieron
que atenerse los populismos ecuatorianos, los gobiernos más con-
servadores e, incluso, el neoliberalismo más franco.

8 La función social de la propiedad no solo estaba presente en los discursos ge-


nerales sobre la nación, sino en los microespacios donde se definía y aplicaba
la política pública. Por ejemplo, el Ministerio de Bienestar Social, en relación
con el conocido problema de la especulación con la propiedad de la tierra, re-
gistró: “para combatir este grave vicio social de la especulación, se encuentra
la disposición constitucional que permite al Gobierno expropiar tierras, con
fines de utilidad pública” (Ministerio de Trabajo y Previsión Social 1960-1961,
XXVI). Igualmente, la Ley de Caminos facultaba al Ministerio de Obras Públicas
“a la apertura de carreteras, caminos y senderos [...] para beneficio público o
privado, autorizándole para expropiarlos terrenos de propiedad particular o
de cualquier entidad de derecho público”. (Terán Varea, Rafael Antonio 1962:
63-64). Así lo impelía el cumplimiento de la función social de la propiedad.
También los fallos legales hacían uso sistemático del precepto.
9 La discusión sobre la intervención del Estado en la economía, presente desde
la primera posguerra, se actualizó en el Ecuador hacia mediados de siglo, en el
marco del Estado desarrollista. Las disputas sobre las posibilidades y límites
del Estado en ese sentido, revelan los proyectos políticos contendidos en la
hora. Ver Torres, 2017.

Signos y realizaciones republicanas en América Latina | 31


Claramente, la codificación legal de la función social no garan-
tiza una distribución justa de la propiedad; la propiedad se encon-
traba –y se encuentra– altamente concentrada y los procesos de
desposesión eran –y son– continuos y sistemáticos. Sin embargo,
el molde político republicano-democrático que refrendaba la nece-
sidad de cumplimiento de su función social era el código de dis-
cusión que requería ser encarado en las disputas de las, al menos,
tres concepciones de propiedad circulantes: la que intentaba defi-
nirla como posesión exclusiva y excluyente de un bien que debía
ser respetado de forma irrestricta (defendida por clases propietarias
y la Iglesia conservadora apegada a las oligarquías); la que enfati-
zaba en la necesidad de su regulación con beneficio al desarrollo
de la nación y alegaba que la propiedad privada debía entenderse
como una institución social10 (los gobiernos desarrollistas, la Iglesia
influida por el II Concilio del Vaticano); y la que, proveniente de las
clases populares rurales, reconocía múltiples formas de propiedad:
privada, común con uso común, común con uso privado, privada
con uso común (Torres, 2017). Las dos últimas concepciones defen-
dían el sentido social de la propiedad; la última alegaba la necesidad
de dejar “a los demás tanto y bueno” para que pudieran subsistir11.
Las luchas en torno a la universalización de la ciudadanía for-
mal y a la redistribución de la propiedad de la tierra convergieron
en las décadas de los 60 y los 70 en el país, fecha en la cual, tam-
bién, tuvieron lugar parte de los populismos ecuatorianos, cuando
ya estaban enterrados para el resto de América Latina. Esa conver-
gencia mostró, con mucha más claridad que en otros momentos, el
molde republicano del Estado y las tensiones entre los diferentes
signos políticos del republicanismo: la relevancia del precepto de

10 La idea de que la propiedad es una institución social, de ascendencia republica-


no-democrática, había sido planteada en los mismos términos por Robespierre
a propósito de la Declaración de Derechos Humanos y Ciudadanos (1793): “Al
definir la libertad como el primero de los bienes del hombre, el más sagrado
de los derechos de su propia naturaleza, decía bien que tiene como límite los
derechos de todos; ¿por qué no habéis aplicado este principio a la propiedad
como institución social que es?” (Robespierre et al., 2005: 197).
11 La frase, reconocida como “cláusula de Locke” revela al Locke republicano,
erróneamente calificado como padre del liberalismo. Para un argumento exce-
lente y exhaustivo que demuestra ese error ver Mundó 2014 y 2006.

32 | Ailynn Torres Santana


función social de la propiedad como dispositivo político, las rela-
ciones entre la ciudadanía y la propiedad en el sentido republicano
que considera que solo la independencia material provee la auto-
nomía para participar en condición de iguales en el orden de lo
político, y las consecuencias de esas elaboraciones políticas para
los cursos de la formación del Estado. El conjunto muestra que,
al reclamar la tierra, los campesinos, indígenas y clases populares
aspiraron a la intervención en el orden estatal-institucional y a la
modificación del “orden social” en su conjunto. En esos marcos, las
luchas populares se encaminaron a la disputa por todas las “gene-
raciones” de derechos y construyeron una agenda que interpelaba
un concepto homogéneo de nación y reclamaba la independencia
material y política. Menos de una década después, y a pesar de la
muy escasa redistribución de la tierra, las clases populares indíge-
nas y campesinas del Ecuador, protagonizaron la movilización de
mayor calado en la historia de ese país, lideraron la lucha social en
la fase política siguiente y participaron de una exitosa contención
del neoliberalismo en el país. A la fecha, durante el gobierno de
Rafael Correa, calificado por algunos como neopopulista, se discute
una Ley de Tierras que actualiza los debates sobre la función social
de la propiedad y sobre las relaciones fundamentales entre la auto-
nomía y la participación política.
Ahora bien, hasta aquí he ofrecido pistas gruesas y muy generales
sobre los cursos republicanos y su existencia institucional y política
a través del caso ecuatoriano. ¿En qué medida ello podría ser útil
para mirar los populismos?

III

Para hacer frente al capitalismo liberal y la dominación oligárquica,


el populismo clásico consideró dentro de su programa las cuestiones
asociadas a la ciudadanía formal y al derecho ilimitado de propie-
dad privada. Parte importante de esos populismos universalizaron
el sufragio12 –constitucionalizando así una de las dimensiones de

12 No fue el caso del Ecuador.

Signos y realizaciones republicanas en América Latina | 33


la libertad ciudadana–, y promovieron el intervencionismo estatal
en la economía. Esa línea amparó la realización de reformas agra-
rias o la nacionalización de recursos como el petróleo o la minería:
los derechos de propiedad quedaron intervenidos a partir de una
concepción fiduciaria de la misma; esto es, republicana. Por otro
lado, se retomaron y ampliaron las regulaciones frente al mundo del
trabajo, democratizándolo: se declaró al trabajo como un derecho y
se calificó como obligación del Estado la garantía del derecho de los
trabajadores a tener “una existencia digna”. Además, se desplegó el
componente activo de la ciudadanía a través de una amplia coorpo-
rativización de las relaciones laborales que tejió fuerzas populares
con capacidad para traducir sus demandas como demandas polí-
ticas e interlocutar con el Estado. La política social, se expandió
exponencialmente de manos de un populismo a la búsqueda de la
ciudadanía social.
La cercanía de lo anterior con los núcleos republicanos es evi-
dente, pero es mejor no realizar conclusiones precipitadas. El Estado
populista en América Latina apostó discursiva y prácticamente por
una tercera vía: “ni la del individualismo o régimen liberal, que
reduce al Estado al simple papel de guardián del orden público
externo y espectador del proceso económico, en el cual para nada
influye, y lo abandona a la libertad completa de los hombres; ni la
del sistema de absorción completa, total, absoluta, por el Estado, de
las actividades económicas”. Así se definía la tercera vía, por ejem-
plo, en tiempos de Velasco en Ecuador. A través de ella, el popu-
lismo pretendió cumplir, al mismo tiempo, con los requerimientos
de mayorías sociales y con los de las clases propietarias. Si bien así se
contendía al liberalismo económico del cual se descreía en la fecha,
el programa de economía política populista fue consecuentemente
capitalista –promovió una estrategia de acumulación extensiva que
procuró la ampliación del mercado de trabajo, la incorporación de
nuevos recursos materiales, financieros y humanos a los procesos
de producción; expandió la frontera agrícola, incrementó los volú-
menes de producción, etc. (Vilas, 2009)–. Como era de esperar de
esas intermediaciones, el populismo también intentó desactivar los
repertorios más beligerantes de las organizaciones sociales, a tra-
vés del monopolio del gobierno sobre los medios de propaganda

34 | Ailynn Torres Santana


electoral, el acoso a la oposición, la existencia de irregularidades en
el proceso electoral, la negación del derecho a huelga, etc. (Negretto,
2012). Una concepción republicano-democrática de la ciudadanía
que se define por la amplitud de la participación ciudadana y por la
capacidad de elaborar progresivamente los márgenes de la indepen-
dencia recíproca, parece haber quedado trunca en la madeja conflic-
tiva de la situación populista.
El carácter de la ciudadanía y de la propiedad también es un
lugar recomendable para examinar los populismos contemporá-
neos. La Revolución ciudadana, por ejemplo, planteó un nuevo
mapa de actores y de agendas que supuso un discurso universalista
e igualitarista de la ciudadanía, y dio paso a una ciudadanía social
que legitimó al Estado como un actor corrector-compensador de las
desigualdades. Sin embargo, no modificó sustantivamente la estruc-
tura de la propiedad ni el modelo económico altamente excluyente.
Durante su existencia, las mayores tensiones se han encontrado
en las disputas entre una ciudadanía activa –que aspira construir
prácticas políticas influyentes–, y una ciudadanía más pasiva, fun-
dada en derechos sociales y políticos fundamentalmente dirigidos
al ciudadano, en singular; para lo cual se ha declarado la necesidad
de una política descoorporativizadora que alcanza a las corporacio-
nes de trabajadores creadas en los 1930, durante un amplio proceso
democratizador. Frente a ello, se ha encontrado con una conflic-
tividad social que –si bien no ha sido tan importante como en las
décadas anteriores– ha disputado los grandes cambios del periodo,
entre ellos, el código del trabajo y la Ley de tierras. El asunto no se
explica a través de una esquemática oposición entre un Estado que
promueve una ciudadanía pasiva y un tejido social que pugna por
la participación; antes bien, el conflicto de dirime en los complejos
espacios de la institucionalidad creada por ese Estado para procesar
demandas diferentes, en los canales establecidos y reinventados por
las organizaciones, y en los juegos de poder de los diferentes actores
políticos que capitalizan para sí las formas y posibilidades de la
ciudadanía.
La necesidad de contrastar el programa republicano –con sus ten-
siones internas– con el populista, es un deber de quienes plantean
la posibilidad del vínculo como programa político deseable en el

Signos y realizaciones republicanas en América Latina | 35


presente latinoamericano. Al hacerlo, será evidente, por ejemplo,
que el republicanismo democrático también encuentra sus límites
en el capitalismo, pero se opone a él; por ello, cuando funciona en
sus marcos, presiona la balanza de la dialéctica entre el avance y el
control del capitalismo, hacia ese último lado. Será apreciable, ade-
más, que las tensiones del republicanismo democrático no son las
específicamente populistas: no son, por ejemplo, las del liderazgo
personalizado ni la de la construcción de una “tercera vía”. Ahora,
leyendo con similares claves los cursos republicanos y populis-
tas ¿estamos siendo demasiado exigentes con ambos programas?
Entiendo que no. Entonces, ¿cuáles son los sentidos o sinsentidos
de plantear la fórmula del populismo republicano?

IV

El populismo republicano se ha considerado una posibilidad de ela-


borar teórica y políticamente un vínculo según el cual el populismo
le recuerde al republicanismo su contenido democrático e impida
su oligarquización, y según el cual el republicanismo le recuerde
al populismo su posible deriva hacia un poder despótico monopo-
lizado por el líder populista. Entonces, la conjunción entre el repu-
blicanismo y el populismo permitiría una suerte de compensación
correctora cruzada, que aportaría a una deseada tensión fundante
de la política democrática (Mouffe, 1999; Mouffe, 2003) y/o a un
balance propiciador de cursos republicanos (Villacañas, 2015; 2016).
Un análisis detenido revela problemas de ese enfoque. Si con
él se espera definir un signo plebeyo para el populismo, tendría-
mos que considerar que –como mismo los populismos se han cali-
ficado como “de izquierdas” y “de derechas”13– el republicanismo
informa dos recorridos, uno oligárquico y uno democrático. Es
inevitable, entonces, especificar más el contenido de la fórmula, con
lo cual probablemente terminaríamos hablando de un populismo

13 Me refiero a los análisis de los populismos contemporáneos, sobre todo eu-


ropeos. Los populismos clásicos, no son discernibles en populismos de iz-
quierda y de derechas; antes bien, constituyeron un único programa que
intentó conciliar a su interior demandas diversas (Vilas, 2009; 2011; 2005).

36 | Ailynn Torres Santana


republicano plebeyo –de izquierdas– y de un populismo republi-
cano oligárquico –de derechas–. Ante al peligro de una lista dema-
siado extensa de etiquetas que pueda enturbiar el análisis, quizás
sea más pertinente preguntarnos directamente qué aportaría el cali-
ficativo “republicano” al populismo. Tres de las posibles respuestas
serían: 1) la calificación republicana es relevante porque reafirma el
desmarque populista del liberalismo14; 2) la calificación republicana
es relevante porque llama la atención sobre el molde institucional
republicano al interior del cual opera al populismo15; o/y 3) la califi-
cación republicana es relevante porque comunica una especificidad
de la agenda que el populismo intenta desplegar a través de su espe-
cífica configuración de la política, la economía y la cultura16.
Esas posibles respuestas remiten, respectivamente, a: las distan-
cias entre el liberalismo y el republicanismo, la agenda específica-
mente republicana –que no es pura ni homogénea, como argumenté
antes–, y al molde histórico republicano de nuestros Estados. El
conjunto conforma un programa de estudios pendiente en América
Latina, que debemos afrontar para analizar con agudeza los procesos
históricos y contemporáneos. Hacerlo contribuiría a la mejor com-
prensión de la formación de los Estados y de su matriz conflictiva,
al debate en torno a categorías y problemas sobre a los cuales el
republicanismo aporta reflexiones meridianas –la libertad, la pro-
piedad, la ciudadanía y la democracia–, al procesamiento político
de alternativas democratizadoras realmente existentes en nuestro

14 El republicanismo ha sido históricamente el contendiente principal del libera-


lismo. El populismo, como se ha reiterado en la literatura en América Latina,
constituye, en toda su línea, una respuesta a la crisis del liberalismo.
15 Sobre esto me detengo más adelante; por ahora baste decir que el derecho
público moderno tiene una forma institucional indiscutiblemente republica-
na, expresada, entre otros muchos signos, en la concepción inalienable de la
libertad y en la elaboración de la naturaleza fiduciaria de la propiedad.
16 Las tres respuestas hipotéticas desatienden una de las características conside-
rada definitoria del populismo: la preminencia del líder carismático. Ello se
debe a que el asunto sería irrelevante para el republicanismo: allí, las carac-
terísticas psicológico morales son insignificantes y el peso mayor recae en la
forma político institucional de la política que garantizaría la realización del
vínculo fiduciario entre los gobernantes y el soberano. Lo que le preocuparía
al republicanismo es el despotismo del poder de donde provenga, de la econo-
mía o de la política.

Signos y realizaciones republicanas en América Latina | 37


presente político –renta básica universal (España) o ingreso univer-
sal ciudadano (Argentina)–, al análisis políticamente fecundo sobre
las relaciones históricas entre el derecho y la ley, sobre las luchas
políticas y sobre las conexiones globales entre diferentes tradiciones
políticas operantes en nuestras naciones.
Entiendo, además, que del análisis cuidadoso de los tres cami-
nos depende la pertinencia de un sincretismo arriesgado como el
de populismo republicano. De ese modo podrá evitarse cualquier
anacronismo o empeño políticamente inocuo. Si el resultado indica
su pertinencia, contaríamos con un enfoque informado por la histo-
ria y no con una referencia definida solo en el ámbito de las teorías
ideales17. Si la desestima, contaríamos con la posibilidad de repen-
sar, para provecho de la política histórica y contemporánea, otros
enfoques que informen de mejores modos las opciones de futuro
con las que contamos.
Con lo argumentado he aludido a algunos asuntos de interés para
pensar el vínculo entre republicanismo y populismo: he sugerido
pistas para analizar el molde político-institucional republicano
de nuestros Estados y sus procesos; he mostrado las tensiones del
republicanismo con otras tradiciones políticas y a su interior; he
comentado las luchas por la definición de la ciudadanía y la propie-
dad como categorías políticas y he enfatizado en la dimensión de
práctica política de la ciudadanía. Con todo, he incitado a analizar
las realizaciones republicanas, pues entendiendo que ello provee
una agenda que nos permite reconocer de mejores modos las raíces
populares de los procesos políticos; nos permite leer con más agu-
deza los procesos de construcción de los Estados latinoamericanos
caracterizando su matriz conflictiva; y nos permite reivindicar, para
hoy, herencias plebeyas muchas veces mal calificadas como evolu-
ciones “racionales” de las clases propietarias o como conflictos entre
ellas, y no como la intervención de tradiciones críticas populares en
la modelación del Estado. La invitación, finalmente, está hecha.

17 A propósito, recuerdo que el republicanismo, tanto como el populismo, no


remiten a teorías ideales de la política sino a la observancia de las normas por
parte de los agentes/actores reales históricamente situados.

38 | Ailynn Torres Santana


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Signos y realizaciones republicanas en América Latina | 41


¿Cómo se volvió invisible el populismo de izquierda
en el Ecuador? Elementos para reevaluar la relación
entre izquierda, populismo y democracia

Valeria Coronel*

La sociología marxista revolucionaria de la década del 70 dejó sen-


tada en el Ecuador una corriente historiográfica de largo aliento
que ha caracterizado este país como un caso de vía junker1 de for-
mación estatal y modernización capitalista (Cueva, 1990 y 2008;
Velasco Abad, 1979). La crítica de esa generación tuvo como blanco
tanto las teorías y agencias de la modernización dependiente,
cuanto lo que describieron como la “trampa colaboracionista” de
la izquierda histórica.
Por ello, en los estudios sobre populismo en Ecuador encontra-
mos una gama de análisis que van desde el estructuralismo hasta
la aproximación de la economía moral, para hablar del fenómeno
velasquista. El velasquismo sería una alternativa a la pérdida del
paternalismo y carece de impacto reformador sobre el Estado.
Aunque movilizador de la masa, el velasquismo habría surgido
como alternativa ante el quiebre del paternalismo causado por la
expansión y contracción del mercado y no de la conflictividad y
movilización política. El canon dominante sobre el populismo en
el Ecuador soslaya deliberadamente el estudio de la disputa entre

* Profesora e investigadora Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales


(FLASO), Ecuador
1 La vía junker de formación del Estado en América Latina es un paradigma de
interpretación que se inscribe dentro de la teoría de la dependencia –corriente
intelectual predominante, junto con la teoría de los modos de producción en
América Latina, desde los años 70–. Esta tesis planteaba que las clases domi-
nantes, dentro de una formación capitalista dependiente, eran burguesías in-
termediarias en el mercado mundial, a su vez, dependientes de las clases gran
propietarias y oligárquicas, y fueron determinantes en el carácter del Estado.
Entonces, la tesis de la vía junker plantea que hay un proceso de moderniza-
ción desde arriba, abanderado por clases dependientes en el sistema mundial
y que no logran constituir una articulación nacional de las sociedades.

  |  43
el velasquismo y los movimientos políticos de izquierda nacional
popular que marcaron la política de los años 30 y 40 en el Ecuador.
La invisibilización del socialismo, el liberalismo social, el
comunismo y los pactos cívicos militares que compusieron en dis-
tintos momentos el bloque democrático, como se llamaba la ten-
dencia nacional popular del momento, tiene varias explicaciones
que hemos abordado en otro lado. Aquí nos interesa apuntar el
impacto de ignorar la disputa política entre el velasquismo y el
bloque político que encerraba una historia de articulaciones nacio-
nal-populares en la comprensión del sendero recorrido por la hete-
rogénea gama de subalternidades. Esta se hallaba en conflicto con
su articulación política con los partidos, desde el ciclo de las gue-
rras republicanas hasta la era de los partidos sociales de la crisis
del 30. Asimismo, soslaya toda comprensión del impacto que esa
tendencia política tuvo en la formación de la “identidad pueblo”
sobre la conversación política entre campesinos, indios, y varias
clases de trabajadores, así como su influencia en la formación del
Estado garantista y el régimen de derechos políticos y sociales en
el Ecuador.
Para comprender este fenómeno –dentro del cual el velasquismo
es una tendencia en contraposición, aunque de raigambre conserva-
dora evolucionada en un conservadurismo social y una apelación
moral–, abordamos en las siguientes páginas el ciclo histórico en el
que se construyó el liderazgo del bloque democrático entre el libe-
ralismo social y las izquierdas –de influencia mariateguista– en el
periodo de entreguerras. En este se fraguó una articulación política
nacional popular renovada, un ciclo de auge contemporáneo a la
crisis oligárquica y en diálogo con los populismos de izquierda de
América Latina, como el de Cárdenas en México.
Como lo describe Ruy Mauro Marini en sus memorias, el ala radi-
cal de la teoría de la dependencia había surgido de un divorcio teó-
rico con la CEPAL y un divorcio político estratégico con la izquierda
histórica, representada por el Partido Comunista y el Partido Socia-
lista de cada país. Particularmente errado resultaba a la generación
del 70 el enfoque comunista de lo que se conocía como la estrategia de
la revolución democrático-burguesa, antiimperialista y antifeudal,
dentro de la cual se habían construido articulaciones políticas entre

44 | Valeria Coronel
organizaciones de clase y facciones progresistas de la burguesía
(Marini, 2012).
En el marco de los cambios que operaban en el capitalismo global
a inicios del neoliberalismo y en vista del carácter que había asu-
mido el proceso de modernización en cada país, los intelectuales de
la generación del 70 denunciaron el lazo de dependencia que unía a
la burguesía con la élite terrateniente. Se declararon escépticos del
ideal democrático nacional y de las tácticas de la “guerra de posicio-
nes”, para concebir la revolución dentro de un horizonte poscapi-
talista. Este giro teórico encontró interlocutores muy destacados en
el Ecuador; de él formaron parte activa, desde su vida universitaria,
los sociólogos Fernando Velasco, Agustín Cueva y Andrés Guerrero,
entre otros.
Los mencionados autores se referían a las coaliciones políticas
identificadas como democráticas y populares forjadas tras la cri-
sis oligárquica y del mercado mundial del periodo de entreguerras
(1925-1946). Incluso, sin voluntad expresa, descalificaron como
inconveniente a aquella confluencia de actores: agendas campesi-
nas de diversas regiones del país y las burguesías republicanas en el
ejército revolucionario. Este logró el triunfo militar contra el progre-
sismo conservador elitista y dio origen a la refundación del Ejército
Nacional, así como a la construcción de la compleja hegemonía del
Partido Liberal a la cabeza del Estado entre 1895 y 1925. Las imáge-
nes de una clase media pusilánime, de un campesinado demasiado
legalista, de un Estado ventrílocuo pusieron una manta de incredu-
lidad sobre toda la disputa política por posiciones dentro de una
sociedad atravesada por relaciones de poder altamente cuestiona-
das, puesto que no parecía verdaderamente poscapitalista.
Paradójicamente, la izquierda de la generación del 30, elemento
sustantivo del bloque democrático que dictaba la Constitución
democrática de 1944, consideraba que habían logrado sentar las
bases para la participación organizada y dirimente del pueblo en la
política, y para una dirección radical de la democracia. Signo de ello
era su poder de movilización, el peso de su agenda y su representa-
ción en el proceso constituyente, así como el proceso organizativo
que daba a luz plataformas nacionales de trabajadores y campesinos.
Mientras que, después del golpe perpetrado contra esa constitución

¿Cómo se volvió invisible el populismo de izquierda en el Ecuador? | 45


en 1946, por parte de Velasco Ibarra y el militar golpista preferido
por el FBI, Carlos Mancheno, la izquierda empezó a dividirse y a
sentir que había que depurarse de colaboracionismo; precisamente
a tono con el discurso de la guerra fría, puso una manta de olvido
sobre sus propias conquistas. Los inicios del neoliberalismo solo
profundizaron la sombra de los inicios de la guerra fría en cuanto a
descalificar las tradiciones democráticas ligadas a la política repu-
blicana y populista en América Latina (en Guatemala, véase Grandin
y Joseph, 2010).
Manuel Agustín Aguirre (antes diputado por los trabajadores en
la Constituyente de 1944) dictó hacia los 60 la tesis de que la gran
revolución nacional y popular, que habría de radicalizarse con la
segunda constituyente socialista (1929,1944-45), había cometido
dos errores garrafales: el primero, haber levantado el nombre de la
unidad nacional integrando al bloque democrático fuerzas retarda-
tarias; el segundo gran error de la revolución Gloriosa había sido
entrar apresuradamente al régimen legal, pues se había convocado
apresuradamente a una Asamblea Nacional, quedando la revolución
entrampada en la institucionalidad burguesa. Fernando Velasco, en
su análisis sobre la reforma agraria (1973), sostuvo, en esta línea,
que el movimiento indígena y campesino de la Sierra, en su lucha
por la tierra y el salario, y contra la dominación terrateniente, había
pavimentado el camino de una modernización que acabaría con sus
aspiraciones de autonomía. Los 70 eran el lugar de llegada del largo
ciclo de la lucha de clases y se revelaba finalmente su carácter. La
izquierda y el Estado desarrollista habían empujado el surgimiento
de una facción modernizante dentro de la propia élite terrateniente,
la cual, junto con la burguesía dependiente, desencadenaría un
proceso de proletarización del campesinado y tomarían el control
definitivo del Estado. En un análisis comparativo de las revolucio-
nes del mundo moderno, el caso ecuatoriano revelaba al final una
alianza entre los terratenientes y la burguesía, y ponía en entredicho
la apuesta por un bloque democrático.
En esta misma línea, Agustín Cueva confirmó la tesis del predo-
minio histórico de la vía oligárquica de modernización en el Ecua-
dor, y se refirió a ciertos ciclos de crisis en los que se conformaron
movimientos anti-oligárquicos débiles, incapaces de imponer una

46 | Valeria Coronel
vía democrática. El autor describe el movimiento reformista de la
Revolución Juliana (1925) como una expresión de la clase media
con poca incidencia o capacidad de construir una alternativa de
salida de la crisis oligárquica. Para Cueva, solo en el caso de México
la confrontación de un pueblo mayoritariamente campesino contra
la oligarquía llevó a una salida de la crisis del tipo revolución demo-
crática. En los demás era impensable una revolución democrática
en los años 30, y se llegó a los años 40 “con una crisis estructural
no resuelta, sin alternativas burguesas claras” (Cueva, 2012: 229),
sumada a movimientos plebeyos con presencia campesina y clases
medias débiles. Este fue el escenario hasta el año 1945 cuando se
abriera un nuevo ciclo de acumulación de capital y con este toma-
ran forma los populismos (Cueva, 2012: 229-234).
En esa perspectiva, el populismo solo tenía una expresión preca-
ria y esta era con el dirigente de raigambre conservador José María
Velasco Ibarra, a quien se identifica como el gestor de la primera ver-
dadera salida a la crisis de la plutocracia liberal. Velasco, en su inter-
pelación a las masas, habría superado ampliamente lo que Cueva ve
como la deficiencia del reformismo y el fracasado retorno conserva-
dor. Habría logrado llenar este vacío de poder mediante la iniciativa
de articular por primera vez a las masas populares a su liderazgo y,
con este respaldo, conducir la transición hacia el nuevo ciclo de la
posguerra. Bajo esta perspectiva, Velasco Ibarra, quien había dado
precisamente el golpe al bloque democrático que empujóa la con-
frontación y al proceso constituyente de 1944, habría sido el gestor
de una transición entre una etapa oligárquica y una etapa burguesa
dependiente de desarrollo capitalista que inicia en 1945 un nuevo
ciclo de acumulación de capital (Cueva, 2012). Ya en la posguerra,
alimentados por nuevos flujos de capital y el respaldo internacio-
nal, habrían emergido movimientos democráticos de nuevo cuño,
dirigidos por facciones modernizadoras de la élite.
Para Cueva, el populismo traducía la precariedad de la burguesía
y del proletariado, por tanto, la imposibilidad de una revolución
democrática; en este sentido, en una discusión de la década del 70,
discrepaba con Ernesto Laclau respecto del potencial democrático
del populismo, al tiempo que descalificaba teóricamente el con-
cepto hegemonía por traer consigo una peligrosa confusión entre

¿Cómo se volvió invisible el populismo de izquierda en el Ecuador? | 47


populismo y lo popular democrático (Cueva, 2012). Al contrario de
Laclau, para Cueva, ni la revolución democrática ni el socialismo
podían encontrar sus raíces en la izquierda de entreguerras o el
populismo de los 40; debían, al contrario, surgir de su desplaza-
miento por otra estrategia.
Para Quintero y Silva, la Revolución Juliana sentó las condiciones
para ese pacto oligárquico, ya que con la rebelión de los tenientes,
el retorno del poder estatal a Quito y con la creación de una banca
central en la Sierra se cerró un ciclo de gobiernos liberales siempre
tensionados entre sus facciones oligárquicas y sus facciones radi-
cales, y volvió a ponerse en primer plano la élite terrateniente de
la Sierra. La obra conjunta de Rafael Quintero y Erika Silva asevera
que los verdaderos beneficiarios de la Revolución Juliana fueron los
terratenientes, pues:desplazó por la fuerza a los representantes de la
burguesía comercial bancaria acaparadora del poder, buscó reorde-
nar el juego de fuerzas de las clases dominantes regionales al inte-
rior del Estado en concordancia con el grado de influencia y poder
alcanzado en el terreno de la sociedad civil por el resto de franjas
burguesas y de los sectores de punta de la clase terrateniente serrana
(Quintero y Silva, 1991: 365).
Las esperanzadoras contradicciones del liberalismo –tensiones
propias del desarrollo desigual del país para los autores– empeza-
ron a ser resueltas desde entonces para definir una vía de moderni-
zación desde arriba. A la larga, el legado de la Revolución Juliana,
para Cueva, Quintero y Silva, fue la modernización vía junker, que
pudo construirse a partir de ese momento y que se expresó tanto en
el experimento democrático de Galo Plaza, como en la reforma agra-
ria de 1963 (Cueva, 2012).
Para estos autores, la misión Kemmerer, que vino al país en 1929
a establecer un formato de control financiero, ligó desde el mismo
periodo juliano un lazo de dependencia con el imperialismo nortea-
mericano, con lo cual, las misiones de asesoría de 1948 y la Misión
Andina de 1963 (ambas norteamericanas) habrían sido solo una con-
tinuidad. En esta imagen coincidieron dos libros de historia econó-
mica del Ecuador publicados en la década del 80, según los cuales la
misión para la asesoría financiera del profesor norteamericano E.W.
Kemmerer cumplió un objetivo que no era la sanidad financiera. El

48 | Valeria Coronel
“Doctor Dinero” no inauguraba la política financiera basada en los
estándares del oro, no era el primero en hablar de la intervención
del Estado en la economía –ya Luis Napoleón Dillon introdujo esa
reforma en la primera junta de la Juliana– ni de la necesidad de
garantizar niveles de consumo a la “clase media”, pues estos progra-
mas tenían antecedentes en el siglo XIX y en las primeras décadas
del siglo XX (Rodríguez, 1992). Lo que la misión Kemmerer hizo fue
certificar al Ecuador como una economía ante los Estados Unidos, lo
cual no fue una garantía de cooperación, puesto que ese mismo año se
quebró el sistema financiero mundial (Drake, 1995; Rodríguez, 1992).
La mirada de la Juliana como una transición hacia la consolida-
ción oligárquica ha sido discutida por autores concentrados en el
estudio de un fenómeno disonante con el clásico comportamiento
oligárquico y de los partidos tradicionales, que fue el fenómeno
velasquista. Ocho años después de la Juliana, en 1933, Velasco tuvo
su primera presidencia. De un total de cinco periodos de gobierno
hasta la década del 70, se había distinguido por su estilo demagó-
gico enardecido y por una notable capacidad de movilización de
multitudes. Frente a la poca claridad sobre el proceso de organi-
zación popular de izquierdas de la década del 40, este fenómeno
resultaba una excepción en medio de un campo político caótico y
supuestamente convencional y, por tanto, llamó la atención a todos
los estudiosos del caso ecuatoriano. Varios autores han intentado
caracterizar el fenómeno velasquista: unos lo describen como la vía
ecuatoriana al populismo, otros como un caudillo oligárquico; todos
coinciden en que esta fue la primera vía de entrada de las masas en
la política nacional.
Entre los trabajos sobre el velasquismo destacan el debate entre
Agustín Cueva y Rafael Quintero, y los más recientes trabajos de
Juan Maiguashca, Lisa North y Carlos de la Torre, los cuales han
debatido sobre la naturaleza de la articulación de los sectores popu-
lares que logra Velasco Ibarra en sus dos candidaturas de 1933 y
1939, siendo, para muchos, la primera articulación de las masas en
la vida política nacional y, por tanto, un caso de populismo en el
Ecuador del siglo XX. Para Cueva, el velasquismo se alimentaba del
subproletariado costeño y de la clase media serrana; para Quintero,
el populismo velasquista era un mito, pues, lejos de crear y politizar

¿Cómo se volvió invisible el populismo de izquierda en el Ecuador? | 49


a las masas mediante su interpelación, lo que había logrado era aglu-
tinar en un movimiento episódico las masas ya construidas por el
histórico partido clerical en sus corporaciones.
La obra más reciente de Maiguashca y North pasó del debate
estructuralista sobre la clase que estaba detrás, y la que se articuló
en el movimiento velasquista, a una visión sobre los mecanismos
políticos y las identidades de los actores subalternos que les permi-
tieron, desde su economía moral, integrarse al fenómeno colectivo.
En su propuesta, el velasquismo ofrecía una ideología de integración
comunitaria a quienes –como los pequeños comerciantes y artesa-
nos– habían perdido sus referentes de articulación como efecto de la
crisis del paternalismo (Maiguashca y North, 1991). En esta escuela,
Carlos de la Torre propuso que Velasco logró combinar, en un ima-
ginario de comunidad, un público que iba más allá de los votantes y
los límites convencionales al sistema de partidos políticos. Estos se
acercaban al caudillo buscando una inclusión –así fuera simbólica–
a la política nacional, marcando una transición entre la política de
notables a la política de masas: “incorporating previously excluded
people into the political community” (De la Torre, 2010: 30).
Si bien la literatura ha tenido aproximaciones al fenómeno velas-
quista que han ido de la escuela teórica estructuralista a la economía
moral, por las razones antes expuestas, la alternativa de un popu-
lismo de izquierda que hubiera tomado forma en estas décadas crí-
ticas de la reforma del Estado y la articulación de lo popular no han
recibido la misma atención; han sido pensadas como un imposible.
El respeto a esta generación en el Ecuador ha debido influir en la
clausura del problema de la hegemonía y de sus herramientas teóri-
cas hasta muy recientemente.
La imagen de pequeña burguesía pusilánime de “los reformistas”
tiene claramente que ver con la distancia tomada con ella a inicios
del neoliberalismo y con el imaginario de una oligarquía poderosa
y eficiente en adaptarse y dirigir el cambio. Esto contrasta con la
imagen escéptica que pesa sobre la politización popular e ignora la
fractura de largo aliento que existe entre las oligarquías regionales
que no logran conciliar un pacto sino que se oponen en organiza-
ciones partidistas entre sí, hasta 1946. Esta perspectiva no asume
dos elementos que hacen al caso ecuatoriano interesante dentro

50 | Valeria Coronel
del conjunto latinoamericano, precisamente por haber tenido las
condiciones para la emergencia de un populismo con raigambre
de izquierda y republicana. En este confluyeron, por una parte, un
campesinado configurado en los conflictos en el plano regional, en
la resistencia contra la usurpación y los intentos de predominio
forzoso del gamonalismo, que logró constituir una gran confedera-
ción campesina interétnica en la década del 30 y, por otra parte, una
amplia sindicalización, la cual también logró configurar una central
obrera definida como bloque ciudadano en apoyo del polo democrá-
tico de la política en el país.
El caso ecuatoriano se caracteriza por una oligarquía –en con-
tra del mito– dividida y confrontada entre sí, que asume la forma
de partidos políticos, uno de los cuales, el republicano, articula
antagonismos populares al gamonalismo y el colonialismo interno.
Es una oligarquía que no logra construir una alianza elitista para
sobreponerse a las presiones, como se lo hizo en Colombia contra
el republicanismo popular, o en la república oligárquica peruana.
La oligarquía ecuatoriana no está fortalecida por el capital interna-
cional directo como en Bolivia lo estuvo hasta la década del 30. Es
así como el Partido Republicano o Liberal Radical, que se fundara
en 1845 y conquistara el poder por 25 años en 1895, se mantuvo
con base en un delicado cálculo de la hegemonía que debía ofrecer
necesariamente arreglos democráticos y confrontar la dominación
señorial. Sobre las fracciones de ese partido se construyó la salida
a la crisis de mediados del 20; salida que fue inspirada por el libe-
ralismo social y el socialismo, pero que alcanzó dimensiones de
redistribución y de empoderamiento político del pueblo porque fue
encendida y condicionada por un campesinado y unas clases medias
pueblerinas a lo largo del territorio nacional que habían mantenido
sus demandas ante la justicia suspendidas por demasiado tiempo y
condicionaron a los acaso tímidos reformistas a un proceso de cam-
bio muy significativo entre 1925 y 1945.
El segundo factor, de importancia similar o mayor, fue la pre-
sencia de este campesinado indígena en la Sierra, de comunidades
libres en la sierra central y del campesinado inserto a la hacienda
en el norte. Mantenía redes económicas y de representación política
más amplias que las de la aldea campesina en circuitos mercantiles

¿Cómo se volvió invisible el populismo de izquierda en el Ecuador? | 51


de tierras bajas y espacios de la economía urbana así como de la
hacienda. Esto junto con otro campesinado en las tierras bajas, que
aspiraba a la autonomía y al fin del trabajo servil. Este campesi-
nado, una y otra vez, combatió a la gran propiedad y buscó zonas
para la realización de “repúblicas proletarias” y hacia la década del
30 mantuvo vínculos de identidad política nacional y campesina
con su contraparte en la Sierra. Se trataba de un campesinado con
bases para autonomía económica, altamente politizado y acostum-
brado al uso de la ley. Además, había atravesado la experiencia de
formar parte de la fundación revolucionaria del Ejército Nacional,
que se identificaba como republicano, es decir, que tenía memoria
de presencia en la vida partidista del país y reclamaba el perjuicio
causado sobre su ciudadanía. Este solo logró nuevos niveles de efi-
ciencia estratégica en las décadas de la crisis y fue un ingrediente
sustantivo para la construcción del imaginario nacional popular y
las políticas orientadas a su fortalecimiento en los 30. Si los 20 fue-
ron de la reforma, los 30 fueron de la organización de plataformas
nacionales del campesinado de la Costa y las comunidades indíge-
nas de la Sierra, con apoyo comunista y recepción jurídica socialista
en el Estado. Los años 40 fueron de inspiración democrática: tomar
los organismos democráticos del Estado, expandir la representación
y el poder del bloque ciudadano en estos organismos debía com-
plementar las políticas redistributivas inspiradas en la ciudadanía
popular y la soberanía internacional de los 30.
La conflictividad campesina acudió tanto a la movilización como
al uso de la ley, a la intervención en la vida partidista, y en los espa-
cios de la opinión pública. En la reconstrucción que ofrece nuestro
trabajo, se puede notar que se integró a la refundación del Ejército
Nacional en 1895, pero en el ciclo que nos interesa tras la crisis del
Estado “oligárquico”, ejerció presión desde los territorios y, con
apoyo de las clases medias radicalizadas entre los partidos Liberal
Social, Socialista y Comunista, estableció puentes directos con el
Estado, al que condicionó a tomar la forma de un “Estado reparador”.
Así, esta genealogía del populismo de izquierda, que tiene su
forma más acabada en el proceso constituyente de 1945, se empieza
a formar lentamente en procesos de reclamación ante la justicia.
Son coyunturas que establecen nuevos marcos de acción a partir de

52 | Valeria Coronel
reformas jurídicas, las cuales declaran la tierra como un objeto de
políticas de orden público antes que de consagración de la propie-
dad individual excluyente (1929), ciclos de redistribución amplia
y tribunales reforzados para el cumplimiento de leyes de trabajo.
Además, estos procesos permiten la reconfiguración del esquema de
representación política democrática hacia un sistema de represen-
tación funcional popular y mayoritario en la Asamblea Legislativa
(1929-1945). Asimismo, posibilitan el control de organismos del
Estado sustantivos: el gobierno interno y la justicia, así como la pre-
visión social, la tierra y el trabajo en el país. Por otro lado, mantiene
relaciones internacionales particularmente activas en los años del
liderazgo internacional del cardenismo y, hacia 1945, exploró una
reforma estatal compleja tendiente hacia el control popular de las
garantías, el sistema electoral, y los espacios de toma de decisiones
con participación sindical y corporativismo popular beligerante.
El respeto a esta generación en el Ecuador ha influido en la clau-
sura del problema de la hegemonía y de sus herramientas teóricas
hasta muy recientemente. Para volver visible la configuración de
un populismo de izquierdas es necesario hacer una lectura distinta
de: a) la izquierda de entreguerras, de su compleja composición,
y de cómo se produjo la articulación política de diversos tipos de
antagonismos subalternos y de las periferias del poder político en
el bloque partidista, reconocido como democrático y de izquierda;
b) de cómo ello condujo a la concepción de un colectivo mayor y
complejamente compuesto de lo nacional-indoamericano, lo nacio-
nal-popular, y c) cómo esto se tradujo en una forma de Estado que
alimentó un repertorio de interlocución entre la sociedad civil y el
Estado de tipo democrático.
Había dos populismos en construcción, de distinto signo, y cons-
truidos precisamente sobre el mutuo antagonismo entre derecha e
izquierda del espectro político. Esta polarización traducía una his-
tórica fractura desde arriba y un largo proceso de construcción de
bases populares en los tradicionales partidos Liberal y Conservador.
Ellos alcanzaron una nueva dimensión en la política de articulación
de lo popular en la derecha de entreguerras y en el bloque democrá-
tico, nacional y popular, reconocido como la izquierda en este mismo
periodo. En su distancia de la estrategia del Partido Comunista, el

¿Cómo se volvió invisible el populismo de izquierda en el Ecuador? | 53


discurso de Cueva le otorgó a Velasco un protagonismo solitario,
mientras que se reducía la imagen de las clases populares a masas
en extremo de precariedad: un subproletariado formado del despla-
zamiento del campesinado a las ciudades, despolitizado y carente
de organización que se adhiere al caudillo. Para otros, el campesi-
nado era demasiado legalista, empantanado en una visión de meno-
res reivindicaciones justicieras y carente de voz propia.
Todas estas imágenes, según lo hemos demostrado en anteriores
trabajos, no hacen justicia al proceso organizativo ni al poder trans-
formador que tuvo el movimiento nacional popular de izquierda
sostenido en gran parte por el campesinado indígena y una de cuyas
expresiones fue la reforma del Estado (Zamosc, 1990). La falta de
examen a la genealogía democrática y de izquierdas, de una de
las alternativas populistas de mayor calado en el país, tiene como
consecuencia también una lectura clásica del populismo como la
antípoda de la democracia, lo cual resulta discutible al examinar la
expansión democrática que desató el populismo de izquierdas entre
1926 y 1945.

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58 | Valeria Coronel
Disputas entre populismo, democracia
y régimen representativo: un análisis desde
el corporativismo en la Cuba de los 30

Julio César Guanche Zaldívar*

Un extendido consenso teórico sitúa a la reacción frente a la crisis


del sistema institucional representativo como causa de la emergen-
cia del populismo. Existe también un consenso, más reciente, en
establecer que esa reacción toma formas anti-institucionales y crí-
ticas de la representación, que terminarían por desmontar el entra-
mado democrático.
En esta lógica, el populismo (en este texto me referiré solo al con-
siderado “clásico” en América Latina, verificado entre 1930 y 1950)
se ancla en la crítica a la institucionalidad democrática puesta al
servicio del orden oligárquico. En algunas de las tesis que compar-
ten este enfoque, se presenta como un proyecto democratizador, en
tanto permite la inclusión de sectores antes excluidos. El problema,
para tal argumento, son los costos del proyecto: la entronización del
“reinado del pueblo”, la reducción de la heterogeneidad política,
el desmantelamiento del entramado institucional de la democracia
representativa, la concepción monolítica de la voluntad popular, y la
autonomización del poder que se arroga la representación del pueblo.
La identidad populista se construiría en contraposición a la
democracia liberal representativa propia del orden conservador/
oligárquico; si bien solo puede surgir de ella, el populismo resulta
una reacción frente a ella. Su proyecto estructuraría, siguiendo este
argumento, tensiones tanto con el liberalismo como con el entra-
mado republicano, con los que colisiona en tanto pone en solfa los
elementos que el liberalismo aseguraría para la democracia: dere-
chos fundamentales, separación de poderes, existencia de media-
ciones representativas como el parlamento y el espacio público,

* Investigador asociado, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales


(FLACSO), Ecuador.

  |  59
y la separación entre público y privado. Estos contenidos “libera-
les”1 serían los que evitan la pretensión del populismo: imponer “la
simple decisión de un gobierno electo sobre lo que arbitrariamente
supone que el pueblo quiere o necesita” (Peruzzotti, 2008: 110-11).
El argumento opera con una noción de democracia (liberal) como
cuestión básicamente procedimental. Con ello, la reduce a un “régi-
men político”. Kurt Weyland lo hace así en su caracterización del
populismo: este da forma a patrones de reglamentación política,
y no a la distribución de beneficios o pérdidas socioeconómicas
(Weyland, 2004: 30). La perspectiva se remite al debate sobre “sis-
tema institucional, reglas conocidas y resultados inciertos”, en un
formato que contiene específicos actores, reglas e instituciones. No
obstante, la demanda por reconocer la cuestión social, y por hacerla
inscribir en las políticas estatales, que es central en el populismo,
entiende a la democracia como un “sistema productor de decisiones
económico-sociales” (Franco, 1993).
En mi opinión, el argumento de Francois Furet sobre el jacobi-
nismo revolucionario francés –aunque no es reconocido como un
origen de tales tesis– ha sido trasladado sin criba, y sin contextuali-
zación, a la visión “populista” sobre la soberanía popular. Sobre esa
transferencia, se ha construido una narrativa genérica por encima de
las especificidades de los casos concretos que entiende, ahistórica-
mente, a la democracia liberal como sinónimo exclusivo de demo-
cracia. La tesis de Furet contiene los ítems de la reflexión teórica
actual aplicada al populismo que cuestiona la dicotomización del
espacio social –amigos vs. enemigos–, y la desconstitucionalización
del ámbito político –intercambio de derechos sociales por dere-
chos políticos, expresión homogeneizada de la soberanía popular y
monopolio del poder que la representa– con que operaría este pro-
ceso (Furet, 1980). Sin embargo, si su argumento falla al explicar la
historia política de la Revolución francesa como “burguesa”, (Gau-
thier, 19 de julio de 2014) es más problemático aún que pretenda

1 Para una crítica de la genealogía “liberal” de los derechos ver Linebaugh, 2013 y
Pirello, 2012.

60 | Julio César Guanche Zaldívar


otorgársele valor universal explicativo, en este caso para todos los
procesos populistas.
La reconstrucción de las propuestas reales sobre cómo represen-
tar políticamente al pueblo por parte de los actores populistas “clá-
sicos” ilumina lo problemático de la visión negativa de la soberanía
popular, homogénea, antirrepresentativa y “absolutista”, que se le
atribuye de modo genérico. En ello, aparece la dificultad de trazar
una clara línea divisoria entre propuestas populistas, y contenidos
liberales y republicanos.
Observado en sus procesos reales, es complicado apreciar una
“vocación doctrinal” antinstitucional por parte del populismo clá-
sico. Lo que aparece es más bien otro tipo de constatación: la cri-
sis del funcionamiento del modelo institucional, con reducida base
social, y estructura política y económica de contenido oligárquico,
y la necesidad de ofrecerle soluciones en los marcos de las ideas y
los procesos existentes en el contexto global de los años 30, marcado
por la redefinición y defensa de la democracia en el contexto de cri-
sis del liberalismo individualista y la presencia del fascismo y del
comunismo soviéticos.
En este texto doy cuenta de este problema. Analizo un caso de
historia real en el escenario que llevó, en Cuba, a la aprobación de
la Constitución de 1940. Ciertamente, no es un caso “central” de
populismo en la región, como el cardenismo o el peronismo, pero el
proceso cubano de dicho lapso comparte contexto, ideas, prácticas,
necesidades, soluciones (en materias como la economía, la política
y la cultura), que lo ubican dentro de la imaginación que produjo el
populismo clásico latinoamericano. Es un caso de populismo “peri-
férico” respecto a los procesos más estudiados en América Latina,
y comparte este perfil con otros cursos, también calificados como
populistas, experimentados en Ecuador y Bolivia2.

2 Las obras de Annino (1994), Kapcia (1997) y Whitney (2010) han utilizado la
perspectiva del populismo para interpretar el proceso cubano de esta fecha.
Para el caso de Ecuador, ver Cueva, 1989; Quintero, 1980; Menéndez-Carrión,
2007. Para Bolivia, ver Rivera, 1985; Zavaleta, 2011. Para un análisis compara-
do sobre el populismo clásico en la región, ver Knight, 2005.

Disputas entre populismo, democracia y régimen representativo | 61


En particular, analizo cómo el populismo cubano de los 30 ima-
gina la representación de la soberanía popular, especifica su crítica
a la democracia liberal y a los partidos políticos, y explico cómo
el ensanchamiento social de la política impulsada por los actores
populistas disputa nociones distintas de democracia. Para ello, me
detengo en analizar cómo la solución corporativista formó parte de
esos objetivos y en establecer el significado de la conservación del
régimen democrático representativo como mecanismo de captura
elitaria de la política.

En el contexto cubano de los 30, fueron los sectores oligárquicos –


defensores de la entonces llamada“vieja política”que controlaba la
industria clave del país, la del azúcar de caña– los que entendieron
la democracia en el sentido restringido de “procedimientos”, como
gobierno de la opinión pública, con forzosa y exclusiva estructura
representativa; los que colocaron a la política como barrera de con-
tención a la creación de nuevos derechos, no distinguieron entre
legalidad y legitimidad, y manejaron una concepción de la propie-
dad privada desde la cual se hacía imposible la expansión de dere-
chos sociales y laborales.
Esas posturas localizaron así la fuente del despotismo: “El ciuda-
dano se ha expuesto a experimentar, principalmente, dos tipos de
agresiones, derivadas del régimen. Una es la omnipotencia legisla-
tiva y otra la arbitrariedad del poder ejecutivo de la nación” (Boada,
1939: 216-217). En dicha lógica, la opresión proviene del régimen
exclusivamente político, el ejecutivo o el legislativo, pero no de la
limitación de la base social del sistema institucional ni de las caren-
cias de su régimen de derechos. El derecho debía proteger situacio-
nes creadas por la propiedad privada e impedir a la acción política
mayoritaria modificarlas. El uso del término “confiscación”, por
parte de estos actores, para calificar cualquier acto intervencionista
del Estado sobre los acuerdos civiles y la propiedad privada revelaba
su desconsideración de cualquier soporte social para la democracia.
La asociación “virtuosa” entre democracia y capitalismo –a
partir del congelamiento de la estructura liberal de la propiedad

62 | Julio César Guanche Zaldívar


privada– era un núcleo duro del discurso liberal oligárquico de la
hora en Cuba. Con ello, defendía un concepto de libertad “nega-
tiva”, como “no interferencia” del Estado, (Pettit, 1999; Skinner,
2005) y protegía la democracia en su versión exclusivamente pro-
cedimental, como respeto a las reglas e instituciones establecidas.
Tal asociación era la noción más restrictiva de democracia entre las
disponibles en la fecha para los sujetos sociales cubanos. Un vasto
campo político cuestionaba esa noción, en el marco de la crisis del
liberalismo individualista experimentada tras la Gran Guerra y la
Gran Depresión. Para este, la propuesta de un “nuevo concepto de
la libertad” significaba considerarla como “instrumento o medio de
asegurar la posibilidad funcional de la democracia”. Los derechos
de propiedad, del trabajo, de las industrias y del comercio no apa-
recían como derechos “puros” del individuo, sino consagrados en
el marco de la función social que se les exigía cumplir. Era la forma
de darle acceso a esos derechos a vastos sectores sociales para los
cuales tales “derechos” eran completamente ajenos. La adhesión al
principio de la función social de la propiedad devenía la condición
de posibilidad de la democracia social.
Los discursos de los sectores obreros que impulsaban demandas
populistas no distinguían entre tipos de derechos, ni “intercam-
biaban” unos por otros. El Sindicato de Obreros Panaderos de La
Habana reclamaba que la futura Constitución recogiera los dere-
chos ya consagrados y estableciera nuevos, entre ellos el derecho de
huelga y boicot, el reconocimiento de las federaciones y de la Confe-
deración, el descanso retribuido proporcional y el pago de días festi-
vos, la jornada de seis horas para el trabajo nocturno; la creación de
viviendas baratas para obreros; pan o trabajo para los desocupados;
coordinación del transporte; derecho de libre organización sindical;
y el mantenimiento de Cuba fuera de la guerra imperialista (1940).
Tampoco elegían un tipo de derechos, en detrimento de otros,
los actores burgueses interesados en las demandas populistas de
integración social, diversificación económica, ampliación de los
mercados internos y estabilidad política. En su lógica, derechos
civiles y políticos, como la seguridad personal, la inviolabilidad del
domicilio, de la correspondencia, la libertad de circulación, la liber-
tad de residencia, el derecho de petición, el de libre expresión del

Disputas entre populismo, democracia y régimen representativo | 63


pensamiento, la libertad de cátedra o de enseñanza, la libertad de
cultos, la libertad de imprenta, la libertad de propaganda, las liber-
tades de reunión y de asociación, de igualdad ante la ley, de inter-
vención o participación en el gobierno, de sufragio y de elección de
diputados o mandatarios “no solo son respetados dentro del nuevo
concepto de la democracia, sino que quedan confirmados y robuste-
cidos como contenido esencial de la libertad” (Zamora, 1943: 386).
No hay en tales argumentos descreimiento de los derechos teni-
dos por “liberales”. Para hacer efectivo el robustecimiento de los
derechos civiles y políticos era necesario cambiar el fundamento de
los derechos de propiedad privada y libre empresa, de modo que
estos dejasen de ser instrumentos de uso privilegiado de sus deten-
tadores. Por lo mismo, es difícil encontrar aquí una ruptura clara
con el liberalismo de los derechos y con el republicanismo.
Los argumentos del ABC, de Ramón Zaydín, de Ramón Grau
San Martín, de Juan Marinello, de los apristas y de Acción Socia-
lista (socialistas no comunistas) valoraban la libertad “negativa” al
tiempo que la “positiva”, considerada esta última como un compor-
tamiento explícito orientado –desde la esfera pública– a viabilizar
la creación de condiciones materiales y legales para el ejercicio de
la libertad, a través de la institución de bienes comunes e indivi-
duales. La función pública de producir justicia “rearma” al Estado,
crea instituciones para ese fin y transforma su identidad política.
Fueron comunes a esas posiciones las propuestas de crear la carrera
administrativa, la banca nacional y el tribunal de cuentas. Desde
esta lógica, fueron creados institutos de estabilización del azúcar, de
la moneda y del café, la Comisión Nacional de Transporte, escuelas
provinciales de agricultura, la Comisión de la Malaria, y la Comi-
sión Nacional de Salarios Mínimos, con un diseño institucional que
daba espacio a los distintos actores involucrados en sus respecti-
vas materias, y así encontraban, también, en ellos, mecanismos de
comunicación e intermediación política.
Buena parte de ese consenso recogía la necesidad de la interde-
pendencia de derechos y la insuficiencia del gobierno representa-
tivo realmente existente. Propugnaba una democracia alternativa a
la liberal, no una desviación antidemocrática. En su lógica, la polí-
tica creaba derechos, la ley debía estar al servicio de la libertad y no

64 | Julio César Guanche Zaldívar


del orden, existía diferencia entre legalidad y legitimidad; y asignar
una función social a los derechos era la manera de otorgarle com-
plexión social a la política. En este marco, la democracia no estaba
al entero servicio del capitalismo, sino tenía entre sus deberes la
contención de sus efectos disruptivos y excluyentes. El argumento
poseía un contenido explícitamente republicano3:
La visión final ha de consistir en que todos, absolutamente
todos los pobladores de un Estado deben ser propietarios. No
por miedo a aquello de “que es peligroso irritar hasta el extre-
mo al hombre que nada tiene que perder”, sino por estricto
espíritu de equidad y de amor al prójimo; función social de
que pronto nos ocuparemos si no preferimos el capital. (López
Rovirosa, 1936)

II

El diagnóstico crítico sobre la eficacia de la concepción exclusiva-


mente procedimental de la democracia, y las demandas de ensanchar
su base social, encontró una alternativa en Cuba a tales problemas
en las propuestas corporativistas de esa hora en el mundo. Fueron
formuladas por actores críticos del liberalismo oligárquico desde la
izquierda, el centro y la derecha4. La pluralidad de posiciones tenía

3 Para Domènech y Bartomeu el problema fundamental de la tradición repu-


blicana se puede sintetizar de este modo: “dadas las motivaciones plurales
de los agentes, cómo diseñar las mejores instituciones sociales (incluidas
las instituciones básicas que influyen causalmente en la distribución de la
propiedad de y el acceso a los medios de existencia social)” ( Domènech y
Bartomeu, 2005: 66).
4 La izquierda (los apristas) defendían la utilidad del corporativismo con estas
palabras: “la democracia funcional […] es un nuevo sistema de representación
democrática, que en vez de fundamentarse en un enfoque simplista de la so-
ciedad, se basa en su enjuiciamiento económico...” (Cartilla Aprista 1936?: 7)
Los “centristas” (clases burguesas representadas en la revista Carteles; o in-
telectuales socioliberales como Ortiz, zonas del catolicismo guiadas por las
encíclicas Rerum Novarum y Quadragessimo Anno) aseguraban que el corpo-
rativismo era democrático y no tenía que ver con el facismo: “La implantación
de una cámara de elección corporativa no solo estimularía, sino que haría
obligatoria la corresponsabilización de esas superiores fuerzas ciudadanas en
la administración pública” (Editorial, 1936b: 17). Según el ABC, “el verdadero
bienestar, la paz verdadera del futuro no podrá surgir sino de una coordinación

Disputas entre populismo, democracia y régimen representativo | 65


una base común: la necesidad de hacer irrumpir a la sociedad civil
como órgano creador del poder legislativo, de encajar los hechos
sociales en la representación política, de impugnar el universalismo
formal del individualismo liberal, de representar al pueblo de un
modo más completo, a partir de sus “realidades sociales”, de su
inserción específica en la estructura social cubana. Todos reivindi-
caban, desde lugares diferentes, la democracia y su completamiento,
no su sustitución.
El corporativismo era una proposición universal hacia los 30. Su
presencia abarcó un campo mucho más amplio que el fascismo ita-
liano5. Distintas versiones del corporativismo “societal” –centrado
en el poder de las organizaciones sociales al tiempo que compro-
metido con las formas democráticas, opuesto a corporativismos de
tipo “estatalista”, como el fascista– adquirieron carta de ciudadanía.
Keynes, buscando salidas a las consecuencias trágicas de la crisis
del laissez faire las encontró “en algún lugar entre el individuo y
el Estado moderno”, y miró hacia las concepciones medievales de
las “autonomías separadas” como vía para salir de la crisis, aunque
defendiendo siempre la soberanía de la democracia, personificada
por el parlamento (Keynes, 1963). Harold Laski impugnaba “el dere-
cho de soberanía” estatal y colocaba la sede de la legitimidad en un
espacio de actores múltiples, entre los cuales el Estado participaba
como una más de las agrupaciones sociales. La propuesta sindica-
lista de George Sorel, el solidarismo jurídico de León Duguit y la teo-
ría pluralista de G. H. D. Cole negaban la unidad soberana del Estado
para refundar la política sobre la base de la existencia múltiple de
grupos sociales y de realidades económicas (Fernández Riquelme,
2009: 55-56).
En esa lógica, la politización de lo económico suponía la demo-
cratización de lo político. Tal imaginación no era una novedad
radical en Cuba. En 1914, José Antonio Ramos había defendido la

armónica de todas las clases trabajadoras, bajo la tutela y supervisión de un


poder político que tenga un sentido integral de la nación” (ABC, 1934: 27).
5 El nazismo alemán apreció muy poco el corporativismo porque contenía, aún en
su versión fascista, un núcleo de representación pluralista de lo social (Payne,
1982: 16).

66 | Julio César Guanche Zaldívar


necesidad de establecer una senaduría corporativa con argumentos
que resonaban aún dos décadas después. El objetivo de Ramos era
separar el senado de la “política de partidos”, para lo cual sugería
integrar ese cuerpo por organismos del Estado y particulares. Fer-
nando Ortiz formuló en 1934 una propuesta similar, pero que conte-
nía, a diferencia de la de Ramos, a los sectores populares emergentes
de la revolución de 1930 (Ortiz, 1934: 16-17).
El ABC –propuesta de derecha de masas nacida de la revolución
de 1930, que nucleó a amplios sectores sociales, sobre todo entre las
clases medias– fue la organización que llevó más lejos la propuesta
corporativista, y la única que la defendió (sin éxito) en la Conven-
ción Constituyente de 1939-40. La suya especificaba más, respecto a
la propuesta de Ortiz, a los sectores trabajadores; su argumento era
similar a los de Ramos y Ortiz: la impugnación del carácter exclu-
sivamente “político” de la representación institucional. Entre sus
beneficios consideraban la conservación del principio representa-
tivo, manteniendo el sufragio universal dentro de las profesiones,
pero otorgándole representación a las clases productoras; el forta-
lecimiento del Estado y la promoción del “principio de la armonía
y la colaboración entre las clases sociales y su personificación polí-
tica” (Diario de Sesiones de la Convención Constituyente: 16-17).
Propuestas similares circulaban entre significativos actores socia-
les democráticos en los 30. La revista Carteles sostuvo en la segunda
mitad de esa década, con insistencia, la solución corporativista. Su
proposición no abandonaba el principio del sufragio universal y
condicionaba la elección del órgano gremial, en lugar de la afilia-
ción a partidos, a las funciones que desempeñaban los electores en
la sociedad (“El senado de elección gremial mixta”, 1939: 30-31).
Por lo visto, existía una fuerte asociación entre los actores intere-
sados en el reformismo socialdemocrático y la solución corporativa;
unos porque ofrecía canales de inclusión política a las clases traba-
jadoras, otros porque significaba un remedio técnico a los rigores
de la lucha de clases y una alternativa de estabilización política e
impulso planificado de la economía del país bajo hegemonía bur-
guesa. Todos coincidían en la necesidad de soportar la democracia
sobre una base social, ninguno rehusaba el principio del sufragio
universal ni la integración representativa de los órganos del Estado.

Disputas entre populismo, democracia y régimen representativo | 67


Proponían cambiar la base de la representación para dar espacio
a los sectores actuantes en la vida nacional. La identificación de
los sectores funcionales que debían integrar los órganos gremiales
respectivamente propuestos era una apuesta por dar relevancia a
la diversidad existente en el conglomerado social cubano. El cor-
porativismo buscaba así hacer efectivo políticamente el pluralismo
societal. Esa diversidad hacía impensable la reducción de la volun-
tad política de tal conglomerado a una única voluntad homogénea,
hasta el punto que debían ser representados por sí mismos, en tanto
sectores diferenciados que cumplían sendas funciones sociales.
La solución final que adoptó la Constitución de 1940 sobre el
tema de la representación política de la soberanía popular deses-
timó la visión “funcional” de la representación a favor del gobierno
representativo de partidos. No solo fue derrotada la propuesta del
ABC de senado funcional, asociada con el fascismo italiano por
Orestes Ferrara –ante los descargos del ABC–, sino también fueron
desechadas otras alternativas más moderadas –comparada con la
corporativista– de gobierno representativo, como fue la propuesta
de parlamento unicameral, presentada por Juan Marinello (Diario
de Sesiones de la Convención Constituyente: 16-17).
El hecho fue una victoria indirecta de los defensores del libe-
ralismo oligárquico. Estos habían vinculado sus demandas con la
defensa de la democracia liberal representativa, que en su opinión
estaba fundada sobre “la organización voluntaria de la sociedad
por medio de estas cinco bases esenciales: el derecho de propiedad
privada, derechos individuales, igualdad de oportunidades, sufra-
gio universal y equilibrio de los poderes del Estado”. (Asociación
Nacional Pro-Restauración del Crédito Cubano, 1939: 55-56).
El Partido Demócrata Republicano –representante clásico de la
“vieja política” oligárquica– sostuvo enérgicamente la postura de
conservar “el viejo régimen estrictamente representativo” (Diario de
Sesiones de la Convención Constituyente, 1940: 3). Estuvieron de
acuerdo con ella, aunque tenían posiciones diferentes sobre la forma
de gobierno (si debía ser presidencialista o parlamentaria), liberales
individualistas/oligárquicos, como Orestes Ferrara, y liberales pro-
ductivos/sociales, como José Manuel Casanova. El hecho mostraba
el límite al que los segundos –los burgueses “productivos”– podían

68 | Julio César Guanche Zaldívar


llegar, en los hechos, respecto a la democracia social y la represen-
tación plural del pueblo. Se trató de un acuerdo clasista entre libera-
les oligárquicos y “pankeynesianos” burgueses: la protección de la
democracia representativa como mecanismo elitario de captura de
la política a su favor.
Varios factores intervinieron para diluir la aspiración corpora-
tiva de poder popular en la noción liberal de pueblo representado
por los partidos políticos en el aparato institucional. Las razones
públicas de este fracaso fueron la asociación del corporativismo con
el fascismo, la invocación de los peligros del totalitarismo “extran-
jerizante” –que podría servir de “quintacolumna” en Cuba contra la
democracia–, y la crítica a los vicios del corporativismo realmente
existente en la isla en esa fecha, el implementado por Batista entre
1936 y 19406. En el fondo, estaba también una estrategia burguesa de
control sobre la política.
La mayoría de los proponentes cubanos de versiones corpora-
tivistas habían rehusado expresamente su asociación con el fas-
cismo. El estallido de la Segunda Guerra Mundial no contribuyó a
evitar esa identificación; multiplicó los temores y la proliferación
de discursos para contener los posibles avances de los fascistas
criollos7. Algunos de estos eran acusados de pretender instaurar el
sistema nazi en Cuba (Cuadriello, 2000: 29; Naranjo, 1988: 17-18).
Sin embargo, actores muy informados sobre la realidad política del
país expresaban “dudas sobre la existencia de quintacolumnistas
en Cuba” (Confidential US Diplomatic. Post records. Central Ame-
rica. Cuba, 1930-1945).

6 Por razones de espacio, no puedo trabajar aquí la performance de Batista en


esta fecha, pero ello es consistente con mi argumento más general: el popu-
lismo no es la invención de un “líder” sino la respuesta política a un espacio
social producido por demandas de muy diversos actores. El desempeño de
Batista describe ese contexto, pero no lo explica. Dicho contexto hizo a Batista
tanto como Batista contribuyó a reproducirlo. Esto es, Batista es un punto en
el mapa del populismo, pero en caso alguno el mapa completo.
7 Existían organizaciones fascistas y filofascistas en el país, como la Legión
Nacional Revolucionaria Sindicalista, la Comisión Nacional Obrera, las
Juventudes Organizadas Nacional-Sindicalistas, la Falange Española
Tradicionalista, las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista y el Comité
Nacionalista Español.

Disputas entre populismo, democracia y régimen representativo | 69


Otro peligro invocado para defender el sistema representativo
de partidos fue la contención del “totalitarismo extranjerizante”,
referido al comunismo soviético. La referencia a la dependencia
extranjera aludía a la membresía, por parte del Partido Comunista
cubano, a la Tercera Internacional (comunista). Con este argumento,
el PC sería la quintacolumna que podía comprometer el sistema
democrático representativo del país, a favor del totalitarismo. Era
una acusación cierta en el aspecto de su relación con la URSS, pero
descabellada en lo demás. El PC había dado muestras fehacientes
de aceptar las reglas básicas del sistema político imperante, y de
participar de él desde posiciones revolucionarias y reformistas. El
comunismo era un “peligro” más real que el fascismo en Cuba. La
protesta obrera fue asociada en la época con el comunismo8. La agi-
tación de su imagen como quintacoluma obligó al PC a defenderse a
sí mismo, y contribuyó a fijar la defensa irrestricta del sistema libe-
ral representativo de partidos.
La negativa al corporativismo, propuesta que gozaba del con-
senso antes descrito entre diversos actores cubanos en los 30, debía
dar alguna respuesta a la crítica al sistema institucional tradicional.
La respuesta fue la formulación, por primera vez en la historia insti-
tucional cubana, de un régimen semiparlamentario, con la figura de
un primer ministro y mecanismos de concertación entre todos los
poderes públicos, que moderasen el peso del Ejecutivo. No obstante,
como observó Carlos Prío Socarrás, tanto el sistema presidencialista
como el parlamentarista eran “sistemas representativos”.
La conservación de este sistema respondía también a otra lógica:
la captura elitaria de la política por parte de los actores dominantes
del sistema con capacidad de conducirlo a su favor. Según Roberto
Gargarella, el constitucionalismo reformista latinoamericano, den-
tro del cual está el populista, se dedicó a expandir los derechos

8 Un obrero del Central Santa Lucía, que firmó su carta como “un cubano”,
escribió a Carteles lo siguiente el 21 de julio de 1936: “Este central […] hace
muchos años es una ´una república chiquita`, se cometen los mayores atrope-
llos con los obreros, y cuando alguno osa levantar su voz en protesta es inme-
diatamente expulsado del territorio de Santa Lucía por “comunista”, como ha
pasado ahora en la colonia bananera, que aparte de su caña tiene este central”
(Opinión Ajena n.° 33, agosto 16: 55-56).

70 | Julio César Guanche Zaldívar


existentes, pero sin incorporar las modificaciones acordes y nece-
sarias en la otra área fundamental de la Constitución, el área de la
organización del poder (Gargarella, 2014). Esto es, lo que ampliaba
el constitucionalismo social por un lado, era impedido por otro al
dejar intocada la “sala de máquinas” de la Constitución.
La tesis de Gargarella refiere al hiperpresidencialismo que impide
la expansión de los derechos tanto para autoatribuirlos desde los
actores sociales como para defenderlos desde instrumentos públi-
cos. En mi opinión, quizás el argumento deba extenderse y abarcar
no solo la concentración de poder del presidencialismo, sino tam-
bién, en el contexto que he venido analizando, el mantenimiento
irrestricto del aparato representativo de partidos como exclusivo
“representante” de la soberanía popular. En ello puede residir tam-
bién una explicación a la negación de la expresión “corporeizada”
de la soberanía popular, como pretendía el corporativismo demo-
crático, que había sido un tema común de las propuestas del campo
político previo a la Constituyente.
El hecho resultó un modo de contener las demandas sociales
más radicales que se colocaban como deberes de la Constitución, al
encuadrarlas en un formato institucional que permitía procesarlas
con garantías para los intereses con mayor poder para capturarlas.
El tema ofrece otra puerta para observar cómo el populismo clásico,
un proceso ni enteramente oligárquico ni enteramente popular, pro-
dujo un marco de confluencias que podía servir para defender cau-
sas populares, pero con la aspiración –y en la medida de sus fuerzas,
con la práctica– de tenerlas bajo control por parte de los actores
burgueses dominantes en dicho pacto.
Los autores de los informes de la embajada estadounidense en
la Habana sobre la Constituyente comprendieron el hecho. Le die-
ron seguimiento detallado a cómo se iban modificando los artículos
constitucionales en debate, clasificando las propuestas más “conser-
vadoras” y alineadas con sus intereses. Los informes identificaron
que el lenguaje de los artículos estaba siendo empleado de forma
tal (por general y ambigua), que hiciera posible que el Congreso
pudiese legislar luego en función de sus intereses (Confidential US
Diplomatic. Post records. Central America. Cuba, 1930-1945).

Disputas entre populismo, democracia y régimen representativo | 71


El régimen representativo, con el sistema de partidos, no fue
entonces atacado y menos desmontado por el populismo; funcionó
como un resguardo de la posesión del poder político por parte de
las élites, que limitaban con ello las vías de intervención popular en
la política. Este era uno de los objetivos fundamentales del corpo-
rativismo democrático, que se imaginaba como un complemento a
la democracia liberal, para suplir sus deficiencias individualistas y
otorgar representación a diversos sectores sociales, más allá de los
partidos políticos. La revista Carteles intuía los obstáculos a su pro-
puesta corporativa cuando expresaba:
¿Es posible que todas estas reformas, que de un modo tan
radical mermaría en las prerrogativas e influencias de los
legisladores y los partidos, sean propuestas y aceptadas por
los actuales miembros del Congreso? Por eso no llevan tra-
zas de prosperar las iniciativas corporativistas, y, en cambio,
encuentra [camino] favorable la implantación de un sistema
semiparlamentario, mediante el cual, miel sobre hojuelas, au-
mentarían considerablemente las facultades e influencia de
los legisladores, sin ningún resultado práctico que no fuera de
un orden puramente político, ya que, en el mejor de los casos,
solo serviría de dique más o menos efectivo contra la recurren-
cia del hábito revolucionario. (Editorial 1936)

Orestes Ferrara comprendía también el problema cuando obser-


vaba la contradicción entre el régimen representativo y la revolu-
ción, o entre representación e intervención popular directa:
¿Qué es régimen representativo? Es la ordenada marcha que
el pueblo sigue, al poner en los curules del Estado a los que
obtengan el mayor número de votos, y aquí hay tres partidos
que se califican de revolucionarios. ¿Qué es la revolución? La
desordenada, aunque noble marcha de la voluntad popular,
ocupando los poderes por encima de la forma, y por encima
del método representativo. (Diario de Sesiones de la Conven-
ción Constituyente: 2)

Ferrara comprendía que el régimen representativo era un dique


frente al hecho revolucionario. Ellen Meiksins Wood ha teorizado
contemporáneamente este enfoque con su tesis de la democracia

72 | Julio César Guanche Zaldívar


liberal como recurso de la dilución del poder popular. En su argu-
mento, la oposición entre democracia representativa y democracia
directa no visibiliza el foco del problema que estoy comentando,
pues existen razones para favorecer la representación “hasta en el
sistema de gobierno más democrático”. El punto en cuestión –para
Wood– es la suposición en la que se basó la concepción federalista
(formulada por Hamilton) de representación: “La ‘democracia repre-
sentativa’, al igual que una de las mezclas de Aristóteles, es la demo-
cracia civilizada con un toque de oligarquía” (Wood, 2000: 253).
Los burgueses populistas cubanos –que tenían en el modelo polí-
tico estadunidense su gran referencia– parecieron comprenderlo.
Luego, el fracaso del corporativismo –insisto en que me refiero al
fracaso de todas las propuestas corporativas en ese contexto y a
las alternativas triunfantes ante él– no debería celebrarse norma-
tivamente como un triunfo de la democracia liberal. Otras lecturas
pueden aportar mayor rendimiento analítico: primero, ofrecen una
matización del antagonismo entre populismo y republicanismo y,
luego, sugieren una puerta de entrada para entender mecanismos de
control de la expansión de la democracia social y de desempodera-
miento de lo popular, procesados más a través del régimen represen-
tativo que propiamente del populismo.

Bibliografía

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Disputas entre populismo, democracia y régimen representativo | 77


II

Populismo e instituciones:
un debate pendiente
Las gelatinosas instituciones de la
“populismología” contemporánea*

Franklin Ramírez Gallegos*


Soledad Stoessel**

“El populismo termina con el fin de la política, con el fin


del antagonismo, esto quiere decir que el populismo termina
cuando la política se convierte en decisiones administrativas
que se toman desde dispositivos administrativos: el Estado, un
ayuntamiento, un partido… La clave, por lo tanto, del popu-
lismo es el afuera… pero PODEMOS se dedica durante dos años
a presentarse a elecciones –las campañas electorales son cam-
pos de batallas ideológicos cojonudos– y eso termina siempre
convirtiéndote en una organización que participa en procesos
para tener cargos públicos en instituciones que toman decisio-
nes administrativas y que de alguna manera destrozan, des-
truyen, limitan el antagonismo de la política. Es nuestra gran
contradicción…”.1

Al calor de una suculenta disputa al interior del emergente partido


español, su número uno, Pablo Iglesias, dibujó en tales términos uno
de los litigios fundantes del pensamiento político contemporáneo:
las sinuosas relaciones entre las instituciones y el populismo. Para
un lector profano de la prensa dominante en la región de donde par-
tieron “las carabelas populistas”, no obstante, la invectiva de Igle-
sias podrá lucir, por decir lo menos, como desconcertante. ¿Cómo
es eso de que el populismo acaba cuando empieza el ejercicio de

* Este trabajo es una versión modificada del texto publicado en Revista Estudios
Políticos (Universidad de Antioquia), Número 52, pp. 106-127. http://doiorg/
10.17533/udea.espo.n52a06
** Sociólogo, profesor-investigador, Facultad Latinoamericana de Ciencias
Sociales (FLACSO), Ecuador.
*** Doctora en Ciencias Sociales Universidad Nacional de La Plata, Argentina.
1 Extracto del discurso de P. Iglesias pronunciado el 5-10-2016. Ver, https://
www.youtube.com/watch?v=J2W1JM5nP-s (accesado el 1 de marzo de 2018).

  |  81
construcción y gestión institucional? ¿No nos repiten acaso a dia-
rio los grandes medios que el populismo es una forma de ejerci-
cio de poder que avasalla las instituciones (y no que es destrozado
por ellas)? La confusión de nuestro hipotético lector de un diario
latinoamericano no puede ser más justa. Despejarla, quizás por ello
mismo, no parece una empresa sencilla. Un primer punto de apoyo
para acometer dicha tarea sería aludir al carácter polisémico de la
categoría populismo –derivado de sus diversos usos y campos fun-
cionales– para de inmediato pasar a afirmar que, desde sus especí-
ficos puntos de vista, tanto el populismo encarnado en el discurso
de Iglesias como aquel de la prensa liberal-conservadora en América
Latina pueden llevar parte de razón y que, aún más, comparten algo
sin saberlo: una mirada dicotómica, y de mutua exterioridad, entre
el mundo de las instituciones políticas y la nebulosa del populismo.

Sin saberlo. Hablamos líneas arriba de una suerte de litigio en torno


a los nexos entre populismo e instituciones. Es probable que el tér-
mino sea impreciso pues el gran campo de batalla no termina de
configurarse. Cada bando tiene sus particulares querellas y tiende
a dialogar más bien al interior de sus propios circuitos. Simplifi-
cando, en la troupe liberal, el acuerdo sobre el poder corrosivo del
populismo con relación a las instituciones prácticamente no tiene
fisuras. Podrán discrepar sobre los grados de afectación o sobre
las específicas instituciones fracturadas, pero no sobre la imagen
global del populismo como fenómeno político que entroniza un
liderazgo indómito que termina por someter a la institucionalidad
democrática. En otra arena, la parcela de Laclau y sus intérpretes,
si bien rescata al populismo como un momento fundamental para
la incorporación de los de abajo en la comunidad política, no cree
en la productividad de las instituciones –¿muros de contención o
esclusas del antagonismo?– para la profundización democrática,
la construcción de sujetos populares y la afirmación de proyec-
tos políticos emancipadores. Ambos bandos, que no son los úni-
cos implicados en la cuestión, se escuchan desde lejos. Aún así, y
aunque con una carga normativa diversa, compartirían un similar
punto de vista sobre los términos en cuestión: a los regímenes, líde-
res y proyectos populistas poco les interesan las instituciones ya

82 | Franklin Ramírez Gallegos y Soledad Stoessel


sea porque a) son un obstáculo para un ejercicio decisionista del
poder y por tanto debe neutralizarse su existencia (visión liberal); b)
debilitan la potencia radical de los proyectos populares al contener
el antagonismo social y confinar la tramitación de las demandas a
los enjambres administrativos del Estado (visión posmarxista). Así,
enfatizando en la perversa relación entre populismo e instituciones,
la “populismología” dominante pierde de vista la complejidad de
sus relaciones y deja abierto un campo de indagación que requiere
contemplar otras aristas.
Los trabajos sobre la “cuestión populista”, en cualquier caso, han
venido a amplificarse desde inicios del nuevo siglo en el marco del
denominado giro a la izquierda latinoamericano. La ya abundante
“populismología” se reactivó a raíz del acceso al poder de variopin-
tas coaliciones progresistas nucleadas por liderazgos de vocación
transformacional que han marcado a fuego la dinámica política de la
región y de sus respectivas naciones durante tres lustros. La centrali-
dad de la cuestión en la agenda académica e intelectual de la región
en el siglo XXI se podría comparar incluso con el predominio que
tuviera, en los años 80, la denominada “transitología” –con autores
como Guillermo O´Donnell a la cabeza– preocupada por explicar el
quiebre de los regímenes militares y la restauración de gobiernos
civiles en América del Sur.
La vigente problematización del populismo trajo consigo algu-
nas innovaciones teóricas y políticas. Conviene rescatar dos. En
cuanto a las primeras, destaca la potente irrupción de una lectura
posgramsciana/discursiva del populismo abanderada por Ernesto
Laclau2. Se trata de un agudo esfuerzo teórico por instaurar la com-
prensión del populismo como lógica política que instituye al pue-
blo a través de la articulación de heterogéneas demandas sociales
y del trazado de un antagonismo fundamental que lo diferencia de
su adversario. Por su parte, a la luz de la propia obra laclausiana y,

2 El interés teórico de Laclau por el populismo data de la década del 70, con su
primera obra Política e ideología en la teoría marxista, referida al vínculo entre
pueblo y clases –populismo y socialismo– y a la estrategia que debe construir
el bloque de izquierdas en América Latina en el marco de la existencia de mo-
vimientos nacional-populares. No obstante, es en La razón populista cuando
tal interés se plasma efectivamente en una teoría política del populismo.

Las gelatinosas instituciones de la “populismología” contemporánea | 83


sobre todo, de la irradiación de las experiencias progresistas suda-
mericanas, la novedad política proviene de la deliberada recupera-
ción del populismo como brújula estratégica de un emergente actor
antisistémico que proyecta, desde allí, su ascenso hegemónico y
la instalación de una democracia radical. El caso de PODEMOS es
sintomático de esa explícita apropiación del populismo. El expresi-
dente venezolano, Hugo Chávez, difícilmente calibró alguna vez su
identidad política desde tal autoconciencia táctica. Aún más, ni si
quiera en medio del logrado esfuerzo de la pléyade laclausiana por
dignificar la noción, los gobiernos izquierdistas latinoamericanos
hicieron suya semejante adscripción y hasta llegaron a renegar de
ella3. En este sentido, la manifiesta reivindicación del populismo
por parte de una promisoria fuerza popular-democrática luce como
un vuelco de particular relevancia en el debate estratégico sobre las
vías de la lucha y la transformación social en el siglo XXI. Junto con
la renovación teórica antes señalada, se trata de dos elementos que,
entre otros, caracterizarían la tercera ola4 de la populismología en
la región.
Precisamente, con los ojos puestos en los gobiernos populares en
América del Sur, este trabajo discute las relaciones entre populismo,
instituciones y cambio político en las lecturas predominantes de
la populismología contemporánea. Para el efecto, se presenta, en
primer lugar, una clave de interpretación que permite situar la poli-
semia populista en los debates teóricos-analíticos en curso. A la luz
de dicha matriz interpretativa, en segundo término, se reconstruyen
los relatos con que los enfoques liberal y discursivo se han ocupado
del populismo en sus nexos con las instituciones. Sobre esa base,
el texto concluye con una de serie de interrogantes respecto a la

3 En boca de la propia Cristina Fernández de Kirchner (CFK): “Yo creo en las


palabras de los que dicen que quieren un mundo más justo… pero entonces,
¿por qué se combate y se tilda de populistas precisamente a los gobiernos
que en América Latina han sido los que mayores logros en equidad, en dere-
chos humanos, en inclusión, en educación, en salud, han logrado?”, ver en
https://www.youtube.com/watch?v=_6_1PiEfddw (accesado el 10 de octu-
bre de 2016). Aquello no desconoce la proximidad entre el entorno presiden-
cial de CFK y el Laclau teórico del populismo.
4 Las dos oleadas anteriores estarían asociadas al populismo clásico de mediados
del siglo XX y al neopopulismo (de derechas) de los años 90. Ver Gratius, 2007.

84 | Franklin Ramírez Gallegos y Soledad Stoessel


necesidad de ir más allá de la mirada dicotómica sobre el asunto y,
sobre todo, de observar la capacidad instituyente del populismo en
su compleja articulación con la movilización y el antagonismo.

Situar la polisemia populista

A diferencia de aquellos que postulan el malentendido en torno al


populismo a raíz de su intrínseca polisemia y de la carencia de un
campo de conocimiento más o menos fijado en su torno (Abraldes,
2016)5, sospechamos que esta suerte de atolladero conceptual res-
ponde a los diversos usos y campos funcionales que atraviesan a
los diferentes enfoques. Por “usos” nos referimos a la construcción
conceptual que distintas perspectivas hacen de la categoría popu-
lismo a partir de las específicas dimensiones del fenómeno político
que abordan. De otra parte, por “campos funcionales”, con Reta-
mozo (2014), apuntamos a los recortes fragmentarios de la realidad
o a los “universos de observación” (Zemelman, 2009) que cada enfo-
que procura capturar con la noción de populismo. En este sentido,
se sugiere que la combinación de distintos usos y campos hicieron
de la categoría de populismo una noción hiper-abarcadora, debili-
tando su capacidad explicativa. Esto no significa que definiendo de
modo unívoco al populismo –tarea quizás imposible– estemos en
condiciones de otorgarle mayor precisión analítica. En todo caso,
la identificación y explicitación de dichos usos y campos en cada
enfoque –no siempre declarados en sus formulaciones– puede con-
tribuir a la comprensión de los argumentos y supuestos que subya-
cen en cada análisis.
Respecto a los usos del populismo, siempre con relación a los
procesos contemporáneos, se pueden identificar cuatro: a) para des-
cribir la dimensión política del ciclo posneoliberal inaugurado con
la llegada de Hugo Chávez al poder presidencial en Venezuela. Así,

5 A finales de los 80, ya se había propuesto la eliminación de la categoría ‘po-


pulismo’ del léxico de las ciencias sociales debido a su incapacidad explica-
tiva. Dicha moratoria no prosperó. Al contrario, como sostiene Retamozo: “la
intensidad de los debates sobre el concepto de populismo es incomparable
con otros términos como partidos políticos, movimientos sociales, elitismo”
(2017: 129).

Las gelatinosas instituciones de la “populismología” contemporánea | 85


distintos trabajos han acudido a la categoría de populismo para ofre-
cer un cuadro general sobre los liderazgos y sus estrategias políticas
(Roberts, 2007; Vilas, 2011), el tipo de movilización que el posneo-
liberalismo promueve (Roberts, 2008), el vínculo entre pueblo y cla-
ses sociales en tanto categorías sociales (Vilas, 2011) y los modos
de identificación política (De la Torre, 2009; Panizza, 2008; b) para
describir (y comparar) las distintas fases y momentos históricos del
populismo a lo largo del siglo XX y principios de este6. Varios traba-
jos han descrito los llamados “neopopulismos” así como los actua-
les procesos políticos a la luz de –y en contraste con– los llamados
populismos clásicos7, considerados por varios como su forma bau-
tismal. Tales populismos marcaron a partir de entonces los distintos
procesos políticos de la región y los dotaron de determinados ras-
gos que han operado como baremos para el análisis de posteriores
experiencias de similar signo; c) para (des)calificar y evaluar, desde
un particular punto de vista normativo, los “daños a la democra-
cia” (Barros, 2014). Así, el populismo aparece como una expresión
patológica de la política moderna en que un líder demagogo forja
ensoñaciones en un pueblo siempre caracterizado por su docilidad
y su “impaciencia irreflexiva” (Hermet, 2003: 11). En dicha diná-
mica quedan avasalladas las clásicas instituciones de la democra-
cia representativa y se entroniza una forma decisionista de gestión
política (Castañeda, 2006; De la Torre, 2013); y d) para producir una
teoría política formal del populismo como proceso de conformación

6 Ver Barros, 2014. Como ya se dijo, durante los noventa se habló de “gobier-
nos neopopulistas” (Fujimori, Menem, Bucaram) con programas políticos que
se colocaron en las antípodas de los llamados populismos clásicos. Para este
tema, ver Viguera, 1993.
7 Por populismo clásico se hace referencia a las experiencias emergidas en
América Latina, especialmente en Argentina, Brasil y México, a raíz de las
crisis económicas de la década del 30, caracterizadas por liderazgos “caris-
máticos”, como el de Perón, Vargas y Cárdenas, respectivamente, por un mo-
delo de desarrollo orientado al mercado interno, sostenido en un proceso de
industrialización y aupado por una fuerte intervención estatal. Asimismo, el
tipo de alianzas sociopolíticas se basaba en un acuerdo tripartito, entre Estado,
movimiento sindical y empresarios; finalmente, la incorporación de grandes
sectores de la sociedad a la comunidad y sistema políticos habría operado por
medio de canales impulsados “desde arriba”, con una débil autonomía de la
sociedad. Ver Ianni, 1975.

86 | Franklin Ramírez Gallegos y Soledad Stoessel


de los sujetos sociales y las identidades políticas (perspectiva de
Laclau). Desde este enfoque, el populismo en tanto categoría situada
en distintos niveles y combinada a otros andamiajes categoriales y
disciplinarios (especialmente, la lingüística y el psicoanálisis) con-
siste en una lógica de articulación de demandas que, sin predicar a
priori sobre los contenidos que amalgama, da cuenta de la confor-
mación antagónica del pueblo.
En relación con los campos funcionales, por otra parte, cabe
sugerir que la populismología del siglo XXI se ha concentrado espe-
cialmente en tres dominios. El primero recupera al populismo como
momento de ruptura política de un orden que se encuentra en crisis.
El populismo vendría a ser el factor destituyente del orden social.
Desde este campo, quizás el más influyente, se enfatiza en el aná-
lisis de las condiciones de posibilidad para la emergencia de las
“rupturas populistas” (crisis de representación política, acumula-
ción de conflictos sociales, déficit de legitimidad democrática de
las élites, etc.). El segundo campo, de orden agencial, comprende
al populismo como una lógica de construcción de sujetos (el sujeto
“pueblo”), identidades políticas y discursos (Aboy Carlés et al.). En
el tercero, el populismo funciona como una lógica política que, una
vez consumada la ruptura, gestiona y regula el nuevo orden, el vín-
culo con las instituciones y la incorporación de los distintos secto-
res sociales a la comunidad política (Retamozo y Muñoz, 2013; De
Mendonça, 2014; Stoessel, 2015). Este campo, que asume un enfo-
que procesual, ha sido relegado en los estudios sobre populismo.
En efecto, el escrutinio de las aspiraciones refundacionales del
populismo, del tenso tránsito entre el momento antagónico y el de
la recomposición política, su devenir hegemónico y/o su capacidad
instituyente –e incluso la dinámica que acontece una vez que los
populismos entran en crisis– han sido asuntos bastante descuida-
dos por la populismología en boga. Esta infravaloración del campo
procesual se combina con el predominio de los usos normativos de
la noción para oponerla en diversos sentidos –populismo contra
democracia; gestión administrativa contra populismo– a la norma-
lidad institucionalidad. Así, en lugar de observar las específicas y
contradictorias formas que toma el vínculo entre ambas dimensiones
de lo político –lo constituyente y lo constituido, el antagonismo y el

Las gelatinosas instituciones de la “populismología” contemporánea | 87


orden, la participación popular y la administración de las cosas, la
movilización y la institucionalización–, aquellas han sido pensadas
como mutuamente excluyentes y atravesadas por una pura relación
de exterioridad. Tal es el impasse a problematizar de aquí en más.

La corrosión populista

El populismo es tóxico para las instituciones políticas. Tal es la


tesis central de buena parte de la populismología contemporánea.
El tono de la crítica difícilmente puede desprenderse de la constela-
ción normativa –pocas veces del todo confesa– de cierto liberalismo
político. Más allá de dicha norma, semejante punto de vista se cons-
truye a partir de la interrogación sobre los efectos del populismo en
la democracia. La pregunta encierra ya una sospecha, la intuición de
una relación tormentosa. Esta aprensión no alcanza a ser si quiera
matizada por ciertos llamados de atención acerca de la –¿eventual?–
capacidad populista para ampliar el espacio de la política e incluir
a los de abajo (Rovira Kaltwasser, 2012: 184-208). Un escepticismo
fundante con la política populista obtura cualquier comprensión
dialéctica de su nexo con las instituciones. No hay signo contra-
dictorio alguno en su lógica de construcción política: donde florece
el populismo las instituciones son arrasadas; o es populismo o es
democracia. Resuena ahí avasallante el poder simplificador de una
analítica binaria.

El enamoramiento de las multitudes. “Dadme un balcón y seré pre-


sidente…” decía José María Velasco Ibarra, arquetipo –si los hay–
del clásico líder populista del siglo XX, cinco veces presidente del
Ecuador y referente indiscutido de la política nacional durante
cuarenta años (1930-1970)8. El carácter performativo del enunciado
designa la potencia del liderazgo frente a las masas. Entre el balcón,
en lo alto, y aquellas, en la plaza, solo media la destreza persua-
siva del gran orador. Atravesados por ese embrujo, irónicamente,
los estudios políticos en la región (y más allá) no han dejado de

8 Según el propio Velasco Ibarra relató, esta frase fue pronunciada por él en
Colombia durante uno de sus exilios (Sosa-Buchholz, 2006).

88 | Franklin Ramírez Gallegos y Soledad Stoessel


referirse a la cuestión sin hacer uso de la imagen de la conexión
directa entre el gran jefe y las multitudes. Populismo es el nom-
bre de una relación apasionada y sin intermediación alguna entre
el pueblo y el paladín. Es a través de su discurso, apenas, que las
masas son incorporadas al juego político. La voluntad del liderazgo
condensa entonces el ejercicio de inclusión social y representación
popular que la política moderna había prometido trasladar a una
serie de instituciones despersonalizadas. Dicha constatación enraíza
el sentido de la impugnación liberal: la comunidad de ciudada-
nos libres se construye desde la activación de garantías abstractas,
derechos formales y reglas generales que la interpelación populista
se empeña en interrumpir una y otra vez. El mito fundacional del
populismo como “política in-mediata” abona, pues, el terreno de la
plena desconfianza liberal en su nula disposición para traslaparse
con ciertas instituciones políticas o, peor aún, para producir cual-
quier entramado institucional. El vínculo populista no puede sedi-
mentarse sino en las virtudes del gran líder para capturar el variante
humor de su pueblo y seducirle según las circunstancias. En ese
nexo pasional ninguna interfaz tiene cabida, cualquier forma orga-
nizacional queda sobrando. La intermediación partidaria, incluso,
es vista como innecesaria.

La futilidad de las instituciones. El imperativo populista de la inme-


diatez desborda la ponderación de las instituciones democráticas.
Se trata de distintas medidas de tiempo político. La centralidad del
liderazgo popular exige recrear cada vez el vínculo con la sociedad
(y sus demandas). Las instituciones, al contrario, operan como fil-
tros de las reivindicaciones sociales y como válvulas de moderación
entre su incubación y la toma de decisiones. En consecuencia, en
tanto estrategia política, el populismo no puede sino poner en cri-
sis permanente el lugar de las instituciones en la construcción de
los regímenes democráticos. En particular, el relato liberal resalta la
amenaza populista hacia los derechos de las minorías, la dinámica
de la deliberación pública y el juego de pesos y contrapesos como
base de la separación de poderes (Levitsky y Loxton, 2013). La arqui-
tectura de la democracia como poliarquía, señalan, entra en inelu-
dible embate con la propensión populista a reconstruir al pueblo en

Las gelatinosas instituciones de la “populismología” contemporánea | 89


su homogeneidad, a hablar en nombre de las mayorías nacionales,
a proyectarse desde la representación de la voluntad general refrac-
taria a los pequeños intereses y a la pluralidad de lo social. La gra-
mática de legitimación de los vigentes ‘populismos izquierdistas’ de
los países andinos (Venezuela, Ecuador, Bolivia) a la hora de activar
la convocatoria a asambleas constituyentes se apoyó en la apela-
ción a la soberanía popular como fuente directa de (nuevo) poder
político y, por tanto, mecanismo autorizado para cortocircuitar la
vigencia de las instituciones del ancien régime (Ramírez Gallegos,
2013). La permanente querella entre los universos políticos de la
legitimidad del soberano –pueblo siempre articulado por un activo
liderazgo político, bonapartista– y aquellos fundados en la invoca-
ción a la legitimidad de los órdenes constituidos aparece como trazo
insigne de los procesos andinos de reemplazo constitucional en el
siglo XXI9. La estabilización institucional no es pues, a pesar de sus
impulsos de refundación de la comunidad política, el desiderátum
fundamental de los populismos realmente existentes. La indiferen-
cia con las instituciones –en particular las que trazan el horizonte
de las poliarquías modernas– sería más bien su marca de fuego.

El magma decisionista. Si en el credo liberal las instituciones polí-


ticas materializan el funcionamiento eficaz del sistema de pesos y
contrapesos de todo orden que se precie de democrático, en el pro-
yecto populista no se entienden sino como parte de la correa de
trasmisión que permite convertir la voluntad popular en decisio-
nes políticas vinculantes (Urbinati, 1998: 110-124). El decisionismo
populista solo asigna un valor instrumental a su lugar en el juego
político. Si ya contiene a las grandes mayorías, ¿qué sentido sus-
tantivo puede asignar el liderazgo populista a unas instituciones en
que las mayorías se forman, provisoriamente, a través de la negocia-
ción, el acuerdo, la deliberación entre pequeñas y grandes fuerzas?

9 El litigio entre la gramática de la soberanía popular y aquella de la legali-


dad institucional desbordó los procesos constituyentes y, en los tres casos se-
ñalados, se reactivó, por ejemplo, cada vez que los movimientos oficialistas
encauzaron cambios en la Carta Magna a través de vías plebiscitarias. Ello fue
particularmente notorio con la cuestión de la relección presidencial.

90 | Franklin Ramírez Gallegos y Soledad Stoessel


Para ciertos paradigmas políticos modernos, la función primordial
de la política es la acción de tomar y ejecutar decisiones. Krockow
sostiene que la tradición intelectual decisionista, muy imbuida en
la crítica a la democracia liberal, pretende romper con los plantea-
mientos normativos positivistas por medio de un modelo volunta-
rista de acción que trascienda la estrecha promesa de emancipación
de los arquetipos burgueses del positivismo (Krockow, 2001). El
núcleo de la acción decisional se sitúa, dentro de la esfera pública,
en la actividad gubernamental monopolizada por el Estado. En tanto
que modelo de gestión política el decisionismo supone pues la arti-
culación entre la toma de decisiones radicales y la construcción de
la imagen de un tiempo excepcional que debe ser resuelto. La com-
pleja realidad excusa, entonces, legítimamente un proceso de toma
de decisiones aun si estas no han estado previstas por las rutinas
administrativas o normativas –donde el liberalismo pone el acento–
del Estado. El decisionismo se define así como la proyección legiti-
matoria del ejercicio de la voluntad política (Andara, 2009: 31-51).
En el corazón de la agencia transformacional de los líderes latinoa-
mericanos se ha situado, precisamente, la continua búsqueda de
legitimidad política sobre la base de decisiones radicales y con-
flictivas presentadas como catalizadoras de un momento histórico
excepcional (Ramírez Gallegos, 2010: 131-157). Así, en el proceso
en que se conectan decisionismo populista y legitimación, las insti-
tuciones solo formalizan ex post un tipo de articulación política que
ya ha sido trazada en otra parte.
En definitiva, ya sea retratado en su inmediatez, en su gramá-
tica de soberanía popular o en su forma voluntarista de acción polí-
tica, el populismo opera, según el relato liberal, en un permanente
vacío institucional. La dinámica populista se materializa apenas en
mediaciones discursivas: no se observan a cabalidad ni sus institu-
ciones de intermediación (movimiento, partido, sindicatos, colec-
tivos, etc.), ni se toma en serio su vocación de construcción estatal
(estatalidad, expansión de derechos), ni se conecta su producción
decisional con sus puntos de apoyo en el sistema político (nego-
ciación parlamentaria, corporativismo, instituciones participativas,
etc.) o en la gestión pública (lógicas de administración, burocracia,
reforma del Estado). Más allá de la fundamental insistencia en las

Las gelatinosas instituciones de la “populismología” contemporánea | 91


amenazas del populismo a la democracia, la representación liberal
de la política populista desconoce la materialización institucional
de procesos que, no en vano, se han anclado por periodos prolonga-
dos en la sociedad. Aquello no puede ser fruto de la pura voluntad
de liderazgos todopoderosos.

La primacía del antagonismo

Las instituciones políticas son tóxicas para el populismo. Tal es la


fórmula que, aunque llevada al extremo, podría condensar parte de
las elaboraciones contemporáneas de la populismología de corte
laclausiano respecto a la cuestión que nos ocupa. La tesis invierte
el sentido de la sospecha liberal. No se trata ya de dimensionar
la devastación populista de las instituciones sino de advertir que
estas últimas operan como resortes de esterilización de la política
populista. La contundencia del desplazamiento interpretativo –de
la naturaleza anti-institucional del populismo al carácter anti-po-
pulista de las instituciones– no encubre, sin embargo, la continui-
dad de una matriz de análisis que coloca a las instituciones y al
populismo en una relación de mutua exterioridad. Así, mientras el
relato liberal sentencia la escasa disposición de los populismos –ya
sea que se hable de liderazgos, regímenes, movimientos o discur-
sos– para reconocer, construir y fortalecer las instituciones, la teoría
populista del último Laclau –así como algunos de sus intérpretes–
considera que la materialización institucional de los populismos
tiende a bloquear la lógica antagónica, a saber, el principio constitu-
tivo de lo político. Bajo ese lente, dicha perspectiva no puede sino
mantener una resbalosa indiferencia con la dimensión institucional
de los procesos populistas.

La ruptura populista

Coherente con su compromiso posfundacional, la teoría laclausiana


del populismo no se erige sobre la base de un conflicto social deter-
minado, sino sobre el antagonismo en tanto negatividad de un orden
que excluye –porque ordena– y que está encarnado en la figura del
enemigo político. Así, el populismo no surge de cualquier conflicto

92 | Franklin Ramírez Gallegos y Soledad Stoessel


sino de un antagonismo que, en su negación del orden vigente, intro-
duce en el campo político un conflicto por los principios ordenado-
res de la sociedad. En este sentido, si bien por definición todo orden
está dislocado –atravesado por una falla constitutiva– no necesa-
riamente está irrigado, de forma permanente, por antagonismos. El
populismo aparece entonces, en lo fundamental, como un momento
de construcción de fronteras políticas que recorta el espacio de lo
social en dos campos antagónicos: el bloque de poder y el pueblo.
Dicho trazado de fronteras aparece como la operación fundante del
proceso de identificación, politización y articulación, en torno a
determinada plataforma política (un significante vacío, en lenguaje
laclausiano), de una pluralidad de demandas inconformes con el
sistema institucional. Tal proceso articulatorio produce una unidad
siempre precaria y compleja que debe ser sostenida a través de la
permanente reactivación de la frontera como un marcador de aque-
llo que identifica a los polos confrontados. La frontera simplifica
pues el espacio político y permite la reproducción del populismo en
el tiempo (Pereyra, 2012).
Vista así, la ruptura populista condensa tanto la posibilidad de
dinamitar un orden siempre susceptible de ser quebrado (negativi-
dad) como el ejercicio de sutura del orden social (positividad) en
que el pueblo emerge y se construye como sujeto. De este modo,
aunque se visualizan los dos planos constitutivos de lo político –el
antagonismo como vector de cambio y el agonismo como refunda-
ción de la comunidad– la perspectiva laclausiana termina no solo
por otorgar primacía al primer plano, sino que apenas brinda pistas
certeras sobre la operación del populismo en su dinámica refunda-
cional. Una mayor preocupación por este segundo plano exigiría,
entre otros aspectos, un tratamiento sistemático del lugar de las ins-
tituciones en el populismo y no el despliegue de un punto de vista
que tiende a diferenciar ambas lógicas. Para Laclau, en efecto, una
de las propiedades insignes del populismo es su talante profunda-
mente “anti-institucional” (Laclau, 2009: 58-59). Dicho en palabras
de Aboy Carlés, en el marco conceptual de Laclau “…si el popu-
lismo se define como una dicotomización polarizada de la sociedad
sin más, la institucionalización solo corresponderá al momento de

Las gelatinosas instituciones de la “populismología” contemporánea | 93


su eclipse, será, en palabras citadas por el propio autor, su momento
“stalinista’” (Aboy Carlés, 2010: 21-40).

El sedante institucionalista

Quizás sea La razón populista la única obra en que Laclau vuelca


un desarrollo más sustantivo sobre el vínculo del populismo con las
instituciones a partir de lo que denomina “totalización populista y
totalización institucional” como dos modos de construcción polí-
tica10. En dicha elaboración, el populismo opera con una lógica pro-
pia basada en el ejercicio de volver equivalentes una heterogeneidad
de demandas no procesadas por la institucionalidad vigente, a partir
de reconocerse en el elemento que aquellas tienen en común, aun-
que sin aniquilar su particularidad. Dicho reconocimiento, como se
ha visto, se instituye y gestiona a partir de la frontera antagónica en
la que algún elemento logra erigirse como representante legítimo
general de esas demandas; Laclau denomina a este proceso “hege-
monía” y en general coloca a la figura del líder como elemento de
universalización. Ahí reside la posibilidad de construcción de un
pueblo y, por tanto, del populismo.
En la otra orilla, no obstante, emerge el problema de la ausen-
cia de “exceso”, es decir, cuando todo reclamo es diferencialmente
tramitado por las instituciones existentes, cuando cada demanda
logra ser contenida y procesada por un poder institucionalizado.
En esta lógica política, de corte institucionalista, las demandas par-
ticulares son tratadas como si gozaran del mismo estatus y autono-
mía entre sí y por esta razón son incorporadas a la totalidad social
como “diferencialidad pura”, de modo sectorializado: “pueden ser
absorbidas por el sistema de un modo transformista (para utilizar
el término gramsciano)” (Laclau, 2005: 105)11. En la medida que las
reivindicaciones sociales logran ser tramitadas sin activar antago-
nismos, a través de la negociación con el sistema y poder dominan-
tes, la gramática institucionalista imposibilita la construcción de

10 Para profundizar en la teoría del populismo de Laclau, aquí sumamente sim-


plificada, ver Retamozo, 2014.
11 En cursivas en el original.

94 | Franklin Ramírez Gallegos y Soledad Stoessel


una totalidad global –“el pueblo como actor histórico”– y apacigua
la centralidad del conflicto. Imágenes inversas: la inconmensurabi-
lidad entre la razón populista y la lógica institucionalista no puede
ser mayor.
Se entiende entonces que, en la formulación laclausiana, el even-
tual paso de la confrontación antagónica a la negociación pluralis-
ta-particularizada suponga el adormecimiento de la lógica populista
en las aguas mansas de una institucionalidad que reduce la praxis
política a una mera gestión “racional-legal” de las cosas. El ejemplo
de la metamorfosis del discurso peronista anclado, originalmente,
en la figura del “descamisado” para luego sostenerse en aquella de
la “comunidad organizada” como elemento institucional de recon-
ciliación política es paradigmático del efecto anestésico de dicho
desplazamiento (Laclau, 2009).

Una querella laclausiana

La escasa atención o la simplificación teórica de Laclau respecto a


las relaciones entre populismo e instituciones no pasó sin contro-
versias entre sus intérpretes, apologetas y críticos. Más allá de cues-
tionar la ineficacia analítica de una tesis dicotómica de lo político
–antagonismo populista vs. construcción institucional– a la hora
de comprender los procesos populistas realmente existentes o de
impugnar el carácter anti-institucional que se les asigna, a priori, sin
auscultar sus variadas relaciones con el mundo de las instituciones
(Melo, 2010), el centro de la disputa teórica gira quizás en torno a la
fijación del lugar y de la orientación de las relaciones entre ruptura
y refundación al interior del fenómeno populista. Veamos.
Admitir la dualidad del populismo, fijada entre el imperativo de
reactivar las fronteras divisorias de lo social y la tendencia a la re-in-
tegración precaria de la comunidad política, no deja mayores indi-
caciones sobre el tipo de imbricaciones que se tejen en su torno. El
llamado de atención de Laclau sobre la esterilización institucional
del populismo pone por delante la imagen de un peligroso tránsito
entre uno y otro momento –lo que alienta a la vez cierta idea de
continuidad–, mientras parece cerrar el debate de forma abrupta. A
partir de allí, sin embargo, la querella ha ido amplificándose. Una

Las gelatinosas instituciones de la “populismología” contemporánea | 95


primera clave de lectura alterna suscribe la tesis del populismo
como un andamiaje cimentado en la “tensa combinación” de incli-
naciones rupturistas y predisposiciones a la reunificación del espa-
cio político. El populismo asume entonces un signo nítidamente
contradictorio que se plasma como un turbulento entrelazamiento
entre ruptura del orden y voluntad de representar al conjunto del
pueblo: “ambas tendencias deben coexistir en tensión para hablar
de populismo, sin que una logre imponerse sobre la otra” (Aboy Car-
lés, 2010: 28)12. En esta crítica (interna) del populismo laclausiano,
Aboy Carlés no concibe ya al populismo como un momento previo
a la institucionalidad (poliárquica) sino como la constante negocia-
ción de la representación del todo y las partes que por momentos
excluye y por otros incluye la alteridad resultante de la frontera
antagónica. De esta lectura, que no oculta su carga normativa, se
pueden extraer dos implicaciones: por un lado, la posibilidad real
de la coexistencia entre rupturismo político y agenciamiento insti-
tucional en un mismo proceso populista; por otro, la necesidad de
observar las modulaciones del ‘péndulo populista’ a partir de pro-
cesos políticos concretos, caso por caso, pues no cabría establecer
un patrón general que informe sobre la tensión asociada al lugar de
las instituciones en las experiencias populistas. No es posible, pues,
pronunciarse a priori sobre el tipo de vínculo que se entreteje entre
ambas lógicas políticas.
Dicha tensa coexistencia ha sido puesta en cuestión en diversas
perspectivas críticas al populismo laclausiano. Ya en 1981, Por-
tantiero y De Ípola aludían a los trabajos originarios de Laclau en
torno a la cuestión reconociendo la potencia de la ruptura populista
para forjar la creación de las masas populares en sujeto-pueblo pero
observando, a la vez, que dicho movimiento no supone la impug-
nación del “principio general de dominación” sino, al contrario, la
necesaria subordinación popular a una instancia central corporizada
en el Estado. En el mismo acto en que el pueblo es investido de exis-
tencia política se afirma la congénita tendencia proestatal que lleva
como su signo de fuego toda experiencia populista real: el pueblo

12 Cursivas nuestras.

96 | Franklin Ramírez Gallegos y Soledad Stoessel


como sujeto del Estado (Portantiero, 1981:7-18). En similar clave de
interpretación, Vatter (2012) presenta la teoría de la hegemonía de
Laclau –que en algún sentido es también su teoría del populismo
(Arditi, 2010)– como la descripción de la permanente lucha por
medio de la cual el poder constituido (el sistema político, las insti-
tuciones) procura determinar para sí mismo un poder constituyente
(el pueblo soberano como sujeto político) en capacidad de brindarle
una base para su contingente fundación (Vatter, 2012: 133-135). La
creación del pueblo adquiere sentido político a través de su función
legitimadora de la instauración estatal. El primado del antagonismo
es apenas ilusorio. Lo nacional-estatal termina por imponerse y por
dar forma cabal al proyecto populista. Nada de ello es accidental. Se
trata más bien de una “ley de hierro del populismo”.
Retomando el sentido de esta crítica, una tercera línea interpreta-
tiva lee el legado de La razón populista en torno a su preocupación
por asegurar la permanencia del populismo luego de su irrupción
contra las instituciones vigentes. La continuidad populista exige,
en esta perspectiva, cierta cristalización institucional y no depende
apenas de operaciones verbales o de la reactivación constante de la
polarización política. Dicha materialización, sin embargo, no puede
colocar límites a la práctica política en que se forja el pueblo ni
direccionar la dinámica de la lucha. La institucionalidad (estatal
y no) toma la forma de un punto de apoyo –nunca constituye un
fin en sí mismo– fundamental para la diseminación del populismo
como lógica de afirmación política de los que “no tienen parte”.
Así, en este registro, la aversión laclausiana a las instituciones hace
referencia más al carácter restrictivo de la política burocratizada y
‘administrativizante’ que a su faceta de condensación o acumula-
ción de nuevas gramáticas y sentidos políticos. Como experiencia
efectiva, como estrategia y como proyecto histórico, el populismo
no reniega de la expresión institucional de su despliegue sino que
más bien la asume como un producto de la dimensión polémica de
lo político. Se sigue, pues, que la sustentabilidad del populismo en
el tiempo no puede eludir la cuestión de la producción e innovación
de las instituciones contra las cuales afirmó su irrupción antagónica.
Emerge aquí la figura de lo “institucional-populista”, de las institu-
ciones del pueblo, como indisociable del antagonismo que activa y

Las gelatinosas instituciones de la “populismología” contemporánea | 97


de su propia voluntad hegemónica. La práctica de la articulación de
demandas diferenciadas se irriga en el cuerpo social por medio del
discurso y la materialidad de un conjunto de instituciones –en par-
ticular aquellas provenientes del propio entramado de organización
popular– de diverso orden: “en este sentido, en el populismo, lo ins-
titucional adquiere un cariz más complejo que en las construcciones
políticas que no privilegian los antagonismos” (Pereyra, 2012).
Las tres claves de lectura brevemente recabadas dan cuenta de la
apertura de una querella teórica que dista mucho de estar cerrada.
La populismología (pos) laclausiana parece, en todo caso, cons-
ciente de la incomodidad de “su” teoría con la problemática de las
instituciones políticas y esboza la necesidad de establecer un punto
de vista que, más allá de las antinomias, dé cuenta del carácter de
la vinculación entre antagonismo-hegemonía e instituciones. Para
el efecto, se sugiere calibrar una aproximación desde el campo pro-
cesual –péndulo, desplazamiento, combinación, contradicción–,
observar de modo más atento al populismo en su faz de recomposi-
ción política e interrogar, sin determinismos, las consecuencias de
dicha dimensión en la conflictiva dinámica del cambio político.

Quebrar el impasse

La cualidad de lo cómodo es atribuida a cualquier objeto necesa-


rio para vivir a gusto. Visitar a las instituciones no parece procurar
esa experiencia a la boyante populismología contemporánea. Esta,
tan expansiva en relación a los nexos de su objeto de estudio con las
estrategias, los liderazgos, los discursos, las identidades, etc., tiende
a detenerse cuando bordea las fronteras de la institucionalidad.
No se trata de un no-lugar o de un modo de invisibilizar una pro-
blemática; dicha incomodidad se expresa más bien en la forma de
una indiferencia analítica que abunda en cierta sub-teorización del
asunto.
En los dos enfoques examinados, al menos, semejante distrac-
ción está conectada con los supuestos de base con que se aborda la
cuestión. Desde la mirada liberal se asume el carácter personalista,
in-mediato y des-intermediado de la política populista. Así, cual-
quier abordaje de sus vínculos con el entramado institucional de la

98 | Franklin Ramírez Gallegos y Soledad Stoessel


sociedad luce como un problema de segundo orden, salvo en lo que
concierne a sus efectos –siempre devastadores– sobre las reglas de
juego de la (propia) democracia liberal. En la comprensión laclau-
siana, mientras tanto, la articulación populista tiene lugar y adquiere
su significado más democrático en el espacio de lo social y en el
tiempo del conflicto. Las instituciones, en su forma de representa-
ción política o administración de las cosas, expresan una atrofia de
la productividad de los antagonismos o su puro bloqueo. No cabe
pues ocuparse de ellas sino en su momento de descomposición y
crisis, aquel que propicia las condiciones para la ruptura populista.
Más allá del universo de las normas, sin embargo, el debate avan-
zado sobre la relación del populismo con el entramado institucional
abre un sinnúmero de problemáticas que, abordadas desde su par-
ticularidad, pueden contribuir a fijar un dispositivo analítico más
estable para encarar este espinoso terreno de estudio.
Una primera cuestión, sin duda, remite a las relaciones entre
populismo e instituciones democráticas. Si el abordaje de este
asunto desde un punto de vista liberal parece insuficiente también
luce largamente insatisfactoria cualquier mirada que menoscabe de
partida la centralidad de su crítica. Salir de este impasse implicaría
dos movimientos: articular el análisis de los nexos del populismo
con los procedimientos de la poliarquía con la indagación sobre los
trazos de innovación democrática posliberal (arreglos participativos,
democracia comunitaria, representación colectiva, etc.) que acom-
pañan a los procesos populistas contemporáneos; y evaluar dicha
articulación a partir de las diversas lógicas y tradiciones (republi-
canismo, movimientismo/autonomismo, corporativismo) que for-
jan la experiencia democrática moderna y que pueden atravesar de
modo virtuoso (o no) la propia lógica populista de construcción del
demos (Panizza, 2008; Retamozo y Muñoz, 2013; Rinesi, 2016). En
el cruce de ambos elementos queda situada la paradoja democrática
del populismo tanto en su específica capacidad de producción y
reforma institucional como en la valoración de su potencial (des)
democratizador. Esta arista del debate obliga, a la vez, a reconocer
que ni en el plano analítico ni en el plano descriptivo es posible
capturar la naturaleza y práctica de un régimen político solo a tra-
vés de las teorías del populismo desprovistas de otras referencias

Las gelatinosas instituciones de la “populismología” contemporánea | 99


normativas y de otras teorías de alcance medio (como las teorías de
la democracia, del Estado y de los movimientos sociales y el anda-
miaje categorial que subyacen a ellas).
Una segunda cuestión, que hace cojear a unos y otros, alude a
la indagación acerca del potencial transformador de los procesos
institucionales y su lugar en las dinámicas de cambio social. Cierta
perspectiva liberal puede reconocer la construcción por parte de
los populismos de un tipo de institucionalidad –una “sucia, no
pluralista, desprolija” para hablar en términos de Ostiguy (2015)–
donde domina lo plebeyo y se es gobierno pero al mismo tiempo
oposición. Los populismos en-tanto-gobierno, prosigue dicha pers-
pectiva, crean “desde arriba” las propias demandas que luego serán
tramitadas por ellos mismos de modo antagónico y “radicalmente”
inclusivo. Aquello, sin embargo, tiene más que ver con estrategias
de afirmación del poder que con sustantivos procesos de cambio.
De otra parte, denigrar el estudio de los procesos institucionales es
negar, en alguna medida, el carácter contencioso de los procesos
socio-políticos. Como si la disputa en y por las instituciones no con-
llevara dinámicas conflictivas y, de modo inverso, como si las insti-
tuciones no fueran un vector clave para procesar cambios radicales
que al mismo tiempo producen un conjunto de conflictividades ata-
das a la disputa por dicho cambio. ¿Acaso no es la dimensión anta-
gónica la piedra angular de los estudios y reflexiones posmarxistas?
¿Qué otro objeto, si no es el Estado constituye el constructo más
atravesado por antagonismos y luchas políticas capaces de vigorizar
la acción política?
Finalmente, en la perspectiva laclausiana del populismo se enfa-
tiza que entre las dinámicas de la ruptura populista y el entramado
de los poderes constituidos se establece un relacionamiento pura-
mente externo. La absolutización del antagonismo populista desde el
campo de lo social descarga a la política de cualquier vínculo con el
poder constituido más allá del horizonte, siempre reconfortante, de
la productividad de los conflictos. Si aquello niega, correctamente,
cualquier opción de plena recuperación de la dinámica del antago-
nismo por los mecanismos del poder constituido, no contribuye a
una cabal comprensión de las múltiples conexiones internas en que
se configuran históricamente ambas instancias. La misma dinámica

100 | Franklin Ramírez Gallegos y Soledad Stoessel


de la resistencia y la persistencia del antagonismo no encuentra
cabida sino al interior de la relación entre la esfera de la emancipa-
ción y aquella del poder. Ello luce aún más crucial en la medida en
que –como lo han sugerido los trabajos sobre la dimensión repro-
ductiva del Estado y las mediaciones institucionales– el espacio de
los poderes constituidos también resiste y remodela las trayectorias
del antagonismo. La “resistencia recíproca” entre ambas instancias
evidencia la interioridad de su vínculo, así como el carácter per-
manentemente conflictivo de aquel. Se dibuja allí el espacio de lo
político, no subsumido en lo social ni represado en los pliegues de
lo instituido, en que se fraguan –condicionándose y resistiéndose–
los sujetos y las formas políticas (Ramírez Gallego, 2015).
Al visualizar este conflictivo encuentro, saturado de específicos
mecanismos, mediaciones e instituciones, se reinstituye la posibi-
lidad de otorgar un estatus analítico equivalente, en el análisis del
cambio político, a la faz antagónica del populismo y a la transforma-
ción del campo de la dominación en su expresión institucionalizada.

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Las gelatinosas instituciones de la “populismología” contemporánea | 103


España y Europa en la encrucijada de la teoría
y la praxis: para pensar los nuevos populismos

Íñigo Errejón*

Anfibiologías de la política: el cruce entre praxis y teoría

El presente texto se sitúa en un terreno resbaladizo que es, creo, el


único terreno donde, a pesar de ser más complicado y de que garan-
tice menos certezas, merece la pena desarrollar una apuesta teórica
e intelectual. Este terreno anfibio es configurado por la acción polí-
tica directa y por el intento de una reflexión intelectual o analítica
que vaya más allá de las batallas políticas del día a día. Y creo que
deberíamos hacer apología de este terreno y de este modo de inter-
vención intelectual, puesto que ha sido una forma de intervención
muy castigada tanto por la teoría como por la práctica. Me atrevo
a decir que se han construido muchos muros, al menos en España,
para diferenciar de manera irreconciliable una actividad de la otra.
Del lado de la academia ha habido una permanente sospecha de
quien se atreve a confesar sus compromisos, sus valores y la posi-
ción política desde la que piensa; del lado de la acción política, en
cambio, ha imperado una suerte de realismo chato que asume como
ingenua cualquier reflexión que trate de problematizar cosas que,
a lo mejor, no son inmediatamente necesarias para los problemas
de la coyuntura, pero que, no obstante, se vuelven fundamentales a
largo plazo.
Somos conscientes de que, al estarnos moviendo entre estos dos
terrenos, es posible detectar dos abismos que los pueden aquejar.
Por un lado, si nos quedamos solo en la política de corto plazo, la
política de responder a la última polémica mediática que caducará
en veinticuatro horas, corremos el riesgo de una conservación mise-
rable de lo existente, como si el presente se redujera a las disputas
internas cotidianas. Pero por otro lado, si nos fugamos enteramente
de estas cuestiones coyunturales, corremos el riesgo de terminar

* Universidad Complutense de Madrid, España

  |  105
haciendo de las propuestas políticas un espacio idealizado con
escasa capacidad de intervenir en el día a día. Por eso se vuelve
imperiosa una teoría de la política, una teoría del Estado que no
renuncie a todas las complejidades, las miserias y los detalles no
tan hermosos del día a día de la actividad política. Me parece que
por más resbaladizo que pueda parecer este intento de estar tradu-
ciendo permanentemente un campo al otro, entiendo que es la única
posibilidad de fraguar herramientas intelectuales que sirvan para
mejorar la vida de nuestras sociedades y la vida de los pueblos. Este
doble movimiento nos previene tanto de la miseria de la coyuntura
y de lo cotidiano como del refugio religioso y estético de hacer teo-
rías bellas que renuncian a arremangarse y a mancharse con una rea-
lidad que siempre es más fea, más incómoda y más contradictoria de
lo que pueda figurar en los papers.
Una vez aclarado mi lugar de enunciación –el cual tiene que ver
con la voluntad de pensar los procesos de cambio político–, me gus-
taría señalar que los diálogos que están teniendo lugar entre América
Latina y el sur Europa contribuyen a impugnar ciertos prejuicios de
las ciencias sociales, configurados en los espacios históricamente
legitimados para fraguar los conceptos y las teorías. El entorno aca-
démico del que provengo suele estudiar los procesos políticos lati-
noamericanos como una especificidad propia de América Latina,
al punto de etiquetar a sus estudiosos de “latinoamericanistas”. Es
curioso que, por ejemplo, en los congresos de la Asociación Española
de Ciencia Política no haya mesas de germanistas, ni de francesistas,
pero sí de latinoamericanistas. Esto conecta con un prejuicio muy
arraigado en los estudios políticos y tiene que ver con suponer, por
un lado, que habría algo así como una forma de estudiar la política
universal –entendida como los sistemas políticos maduros produci-
dos por el norte– y, por otro, todo un subcampo de estudios particu-
lares propios de sistemas políticos menos maduros y más locales.
Si bien siempre he impugnado, tanto desde mi experiencia mili-
tante como académica, este prejuicio, no obstante, resultaba muy
difícil sortear estas etiquetas y hacer entender la mezquindad de
este marco normativo de los estudios políticos. En mi caso particu-
lar, siempre me interesó estudiar los procesos de cambio político en
América Latina, no tanto como una especificidad latinoamericana,

106 | Íñigo Errejón
sino como una forma de pensar la teoría política o teoría del Estado
en general. Pero esta actitud chocaba con cosas como: “si usted va
a trabajar América Latina debe presentar su paper o ponencia en
alguna mesa latinoamericanista”.
Estos razonamientos me dejaban perplejo, puesto que siempre
he pensado que los científicos sociales necesitamos pensar desde
los procesos más complejos y dinámicos y, a partir de ahí, verifi-
car y probar algunas de nuestras hipótesis. Sin embargo, esta acti-
tud colisionaba con el prejuicio de considerar que los lugares más
dinámicos no nos autorizaban a construir marcos teóricos para la
política o el Estado, sino tan solo elaborar una reflexión particula-
rista de algo así como, por ejemplo, los movimientos sociales en el
área andina. Dicho de otra manera, se asume que si vamos a hablar
de los sistemas políticos, del derecho constitucional o de los Esta-
dos, las experiencias latinoamericanas, debido a sus particulari-
dades, no tendrían nada que decir, a diferencia de Europa donde,
curiosamente, sí se estarían produciendo las experiencias univer-
sales y los marcos teóricos generales. Mientas que para estudiar
el Estado deberíamos centramos en los países del norte, los estu-
dios y metodologías de América Latina solamente servirían para
estudiar una comunidad indígena de seis personas que tienen unas
particularidades que son absolutamente imposibles de trasladar a
ningún caso general. No resulta aleatorio que exista más financia-
ción para crear metodologías que permitan estudiar las particula-
ridades de América Latina que para construir métodos que ayuden
a comprender sus formas estatales o institucionales. Por eso creo
que una verdadero desafío político hoy sería el de renunciar al
latinoamericanismo. Y esto nos llevaría a decir, por ejemplo, que la
hipótesis intelectual que estaba detrás de Podemos, su aprendizaje
político, no se debía tanto a la “política latinoamericana” como a
las experiencias políticas que sucedieron en América Latina. Esto
ayudaría a abandonar tanto el prejuicio de considerar esta región
en sus meras particularidades como un romanticismo inmaculado
de ciertos abordajes teóricos. Y, a su vez, nos permitiría atrever-
nos a discutir procesos que siendo impuros y muy complejos nos
sirven para pensar algunas de las posibilidades de una iniciativa
política transformadora en España.

España y Europa en la encrucijada de la teoría y la praxis | 107


Podría decirse que la crisis del sistema político en Europa en
general, y en España en particular, abre la oportunidad de profun-
dizar en una mirada teórica que había sido impensable hasta hace
unos años: los estudios del populismo. No obstante, este supone
una paradoja teórica bien curiosa: la latinoamericanización de algu-
nos escenarios políticos europeos permite deslatinoamericanizar los
estudios políticos sobre el populismo. Si bien se trata de contextos
culturales, políticos e institucionales diferentes, se ha abierto una
ventana de oportunidades que hace posible destilar algunos elemen-
tos constitutivos de una lógica propia de mirar la construcción de
lo político tanto en Europa como en América Latina. Esta paradoja
tiene la virtud de echar por tierra la creencia de que la teoría popu-
lista sería algo así como un soporte teórico sofisticado para estudios
de un área geográfica determinada que no tendría nada que decir
sobre fenómenos políticos supuestamente “universales” que suce-
den más al norte de América Latina. Al visualizar este conflictivo
encuentro, mediaciones e instituciones, se reinstituye la posibilidad
de otorgar un estatus analítico equivalente, en el análisis del cambio
político, a la faz antagónica del populismo y a la transformación del
campo de la dominación en su expresión institucionalizada. A su
vez, esta paradoja posibilita una discusión apasionante sobre la que
me voy a referir a continuación, a través del desarrollo de algunas
ideas centrales.

El vínculo virtuoso entre las experiencias políticas


latinoamericanas y la hipótesis de Podemos

Hemos señalado muchas veces que algunos de los elementos ini-


ciales que permitieron a Podemos imaginar que se podía hacer una
política diferente, que se podía inaugurar una identificación polí-
tica novedosa o a dar pasos para construir una identificación política
distinta que pusiera en apuros a las élites políticas y económicas
tradicionales en España, tenían que ver con algunas enseñanzas con-
cretas, complicadas y contradictorias, en todo caso, de los procesos
latinoamericanos. En primer lugar, esto tenía que ver con el cues-
tionamiento de la división entre lo social y lo político. La errada
creencia en esta división alentaba la idea de que para construir una

108 | Íñigo Errejón
herramienta electoral había que esperar un ciclo de luchas que cons-
truyeran su fuerza desde los movimientos, es decir, era necesario
una acumulación en lo social para que luego pudiera tener lugar
una maquinaria electoral. Esto, por supuesto, le da una primacía a
lo social frente a lo político. A mi entender, lo social es un terreno
–sobre todo cuando uno lo dice en un Estado de la Unión Europea–
un poco místico que no se sabe muy bien dónde se localiza pero que
no estaría contaminado ni por las lógicas institucionales ni por las
lógicas mercantiles. Sinceramente no conozco absolutamente nada
así que pueda, desde esta creencia incontaminada y autónoma, crear
un espacio puro de acumulación de fuerzas sociales capaz de produ-
cir herramientas electorales. Este habría sido, para una buena parte
de la ciencia política o de la ciencia social progresista, el proceso
que habría permitido la apertura de gobiernos nacionales populares
o gobiernos de cambio en América Latina. Y esta forma de entender
las cosas, me parece, solo se verifica en Bolivia. Considero que en
los otros casos latinoamericanos encontramos, más bien, candida-
turas que cuentan con un escepticismo generalizado por parte de
los que habían protagonizado los ciclos de protesta y, cuando no
es un escepticismo generalizado, funciona directamente como un
reflujo. Son candidaturas que nacen y construyen su identificación
política y electoral en el reflujo de los ciclos de movilización. No
obstante, esta idea de la movilización social como punto de partida
para construir una propuesta política electoral ha sido muy pode-
rosa como mito y como mecanismo para sostener que primero va lo
social y luego lo electoral, como si fueran dos procesos separados e
incontaminados. Este mito, entonces, es el que las teorías populistas
ayudan a impugnar.
Otro aspecto que podíamos extraer de las experiencias políticas en
América Latina tiene que ver con la importancia de los liderazgos y
la posibilidad de conciliar esta figura con una práctica radicalmente
democrática. En el caso español hay un ejemplo polémico que tiene
que ver, seguramente, con el principal movimiento nacional popu-
lar de la historia española: el anarco-sindicalismo. Y me refiero a la
anécdota donde cientos de miles de trabajadores deciden acudir, en
plena guerra civil, al entierro de Buenaventura Durruti. Este ejem-
plo funciona de manera paradigmática, pues no solía producirse

España y Europa en la encrucijada de la teoría y la praxis | 109


esta concentración de gente en cada uno de los miles de entierros
de cada miliciano que moría en el frente; por eso llama la atención
que en un momento determinado –y más allá del cargo formal o de
una determinada biografía– el nombre de Durruti se convierte en
un nombre común que aglutina una experiencia compartida. Ese
nombre, por tanto, ayudó a resumir un sentimiento, una experiencia
compartida por mucha gente. Soy consciente de que este ejemplo de
liderazgo es paradójico, puesto que el anarco-sindicalismo español
es una de las culturas políticas más horizontalistas y cuidadosas con
la delegación política o la delegación de poder en otros. Me atrevo
a decir que para el caso de Podemos, nuestro modesto atrevimiento
ha consistido en utilizar herramientas de liderazgo y de identifi-
cación a través de la figura de Pablo Iglesias. Y este atrevimiento
tiene que ver con la necesidad de intentar construir, en torno a la
identificación inicial en una persona y en un nombre propio, una
identidad que los cauces ideológicos y organizativos existentes no
habían permitido agrupar. Dimos este paso porque creíamos que el
grueso del descontento popular no podía ser canalizado ni por rela-
tos ideológicos ya existentes ni por los canales organizativos dados
en los partidos, en las organizaciones o en los colectivos así llama-
dos movimientos sociales.
El tercer aprendizaje que me interesa resaltar de las experiencias
en América Latina tiene que ver con un cierto uso laico del len-
guaje. En España –lo cual podría ser extensivo para Europa– durante
mucho tiempo se nos olvidó que los términos en política siempre
funcionan como metáforas. Y este olvido condujo a que los térmi-
nos pasaran a convertirse en un marcador del compromiso moral
de cada uno, de tal manera que para ser de izquierdas bastaba con
decirlo muchas veces. Esto condujo, junto con un profundo senti-
miento marcadamente eurocéntrico, a la acusación de decirnos que
nuestra impugnación a la división simbólica izquierda-derecha era
una impugnación de la ideología. A este gesto acusatorio creo que
puede responderse con la siguiente pregunta: ¿Qué hace usted con
el 80% del planeta donde las identificaciones políticas no siguen
el patrón izquierda-derecha? Y no es que se trate de una posición
pospolítica de la gente, puesto que muchas veces son capaces de

110 | Íñigo Errejón
establecer diferencias entre políticas orientadas hacia una mayor
justicia social y las que simplemente abandonan esa causa.
Por otra parte, esta impugnación que planteamos nada tiene que
ver con una actitud consensualista que busque eliminar las dife-
rencias y apunte a un consenso que contenga a toda la sociedad
española. De hecho, estamos sustituyendo la división o la frontera
izquierda-derecha por una de carácter mucho más radicalmente
democrático como puede ser la de una mayoría empobrecida por
la crisis y una minoría que secuestró las instituciones, utilizando
expresiones como pueden ser pueblo-oligarquía o ciudadanía-casta.
Es verdad que las utilizamos con muchísima flexibilidad, pero esto
es así porque lo que nos importa de los términos es, en cada caso,
entender qué nuevo tipo de ordenación del escenario político espa-
ñol permiten dibujar y en qué medida reactivan una voluntad popu-
lar nueva. Incluso me atrevería a decir que el eje izquierda-derecha
pudo convivir sin ningún problema en la cultura política española,
asumiendo un lugar dentro del reparto del poder dado a partir del
régimen de 1978. Me temo que hoy es más desafiante la división
social que nosotros proponemos a la que se mantuvo desde perma-
nentes reivindicaciones de la izquierda, perfectamente asumibles
por el régimen en su folklorismo minoritario, sobre la base de que
la mayoría social se inclinaba por los dos partidos dinásticos de la
transición española.
Un cuarto aporte que podemos encontrar, y que tiene que ver
con los estudios del populismo, es el papel de las pasiones. Resulta
curioso que en España nunca nadie acuse a un gobierno de haber
empleado las bajas pasiones para hacer una reforma laboral perju-
dicial para la mayoría de la gente o que la alianza perversa entre
los empresarios y el capital financiero no sea el resultado de malas
pasiones. Desde este punto de vista es como si el capital financiero o
las élites nunca tuvieran pasiones bajas, y que, al contrario, cuando
la ciudadanía se reúne para hacer oír sus reclamos entonces ahí sí el
peligro de las bajas pasiones comenzaría a asomarse.
¿Qué puede revelarnos la cuestión del populismo en la política
europea cuando las pasiones vuelven a salir a la luz como objeto
a estudiar? Me parece que revela, por lo menos, dos cosas. Desde

España y Europa en la encrucijada de la teoría y la praxis | 111


finales de los años 70 y comienzos de los 80, llevamos experimen-
tando una ofensiva oligárquica sobre el pacto social de posguerra,
sobre el marco institucional y sobre la redistribución de la riqueza en
Europa. Esta ofensiva oligárquica ha asumido, de una parte, que el
marco institucional es algo consolidado en una forma de pluralismo
que ha venido a quedarse para siempre y, de otra, que la forma como
la competición electoral tiene lugar es un componente innegociable
del orden y en nada debería preocupar a sus élites. Sin embargo, y
a pesar de la existencia de los mismos códigos constitucionales y
de las mismas instituciones vigentes constatamos que, por lo bajo,
se ha ido produciendo una serie de modificaciones de facto en cada
una de las constituciones nacionales, limitando aquellos aspectos
que abogaban a favor de un Estado de bienestar garantista o de una
tímida redistribución de la riqueza. Incluso, me atrevería a decir que
hasta la rígida división de poderes se ha ido horadando en beneficio
de una acumulación cada vez mayor de poder y de renta en pocas
manos dentro de la pirámide social.
Si prestamos atención al problemático vínculo entre cada Esta-
do-nación y el marco constitucional europeo, se observa –desde
Maastricht– una forma de candado que no solo protege a cada una
de las oligarquías de nuestros países europeos, sino que impide a sus
pueblos acceder a ese juego político que solamente pareciera tener
lugar en la cúspide de la pirámide. Este vínculo parece darse de tal
forma que si perdiéramos el poder en cada uno de nuestros Esta-
dos nacionales –como parece ser el caso de Grecia– la arquitectura
jurídico-política seguiría intacta y los privilegios no se verían ame-
nazados. A la vez que esta ficción de solidez funcionaría como una
forma de chantaje para impedir cualquier experiencia de recupera-
ción y de construcción de la soberanía popular al nivel de cada Esta-
do-nación. Con respecto a esto, habría que tener cuidado de no caer
en el extremo contrario de apostar por una suerte de europeísmo
naíf donde se asuma que la única solución posible tendría lugar
a escala europea. Está claro que una solución europea es deseable
pero esto nos puede conducir a una cierta abstracción que olvide
pensar sobre qué instituciones concretas –Estados nacionales– se
produce ese combate. Es evidente que hasta el momento, a nivel
europeo, no hay instituciones asequibles para la soberanía popular

112 | Íñigo Errejón
en Europa que tengan capacidad efectiva de controlar a los poderes
financieros y a sus dispositivos de mando denominados la Troika.
El segundo elemento que revela este fenómeno tiene que ver con
esa fantasía conservadora –largamente soñada por los sectores pri-
vilegiados en Europa– de hacer posible un democracia sin pueblo,
una democracia sin actores colectivos, una democracia en la que
solamente hay ciudadanos aislados que expresan, de forma aséptica
e individual, sus preferencias dentro en un mercado electoral –por
cierto, cada vez más parecido al resto de mercados–. A su vez, estos
ciudadanos en ningún caso expresarían sus pasiones ni ningún
fin histórico más allá de un mero compendio electoral; menos aún
expresarían algún tipo de objetivo político a largo plazo que ponga
en cuestión la forma de institucionalidad actual.
Es muy revelador que cuando nosotros hicimos la marcha del 31
de enero –llamada “Marcha del cambio en Madrid”, que suponía
trascender la mera lógica partidista– hubiera una reacción tan furi-
bunda y extremadamente agresiva por parte de las élites. En cambio,
cuando hicimos el congreso constituyente de Podemos no desper-
tamos ese rechazo generalizado. Probablemente se deba a que este
último acto fue asumido como parte de la normalidad de cualquier
partido político. Y estas dos reacciones contrarias por parte de las
élites tienen que ver con el prejuicio de pensar que las fuerzas polí-
ticas serias no deben llevar a la gente a la calle y, menos aún, propi-
ciar algún tipo de reivindicación colectiva o expresar la intención
de poner en marcha la construcción de una voluntad popular. Esta
estrategia de llevar a la gente a la calle despertó todo tipo de luga-
res comunes en el discurso conservador y antipopulista europeo,
por ejemplo, asemejaron inmediatamente cualquier tipo de pulsión
colectiva –con alguna pretensión universalista– al totalitarismo. Es
como si cualquier mecanismo de intereses de grupo que vaya más
allá de los que están representados por una institución concreta,
por una ventanilla concreta de la institución, sería un camino que
al final te acabaría conduciendo a los campos de concentración. Tan
es así que la presidenta de la Comunidad de Madrid de ese entonces
llegó a decir: “Esto que están haciendo los de Podemos es la marcha
sobre Roma”, y así buscaba quitarle cualquier tipo de legitimidad a
una movilización social, reforzando el sentido común europeo de

España y Europa en la encrucijada de la teoría y la praxis | 113


que no hay mayor voluntad popular que aquella que se expresó por
el voto en las instituciones.
Ahora bien, en relación con todo esto, me gustaría volver a la
cuestión de la trampa de la ideología. La incorporación de algunos
aspectos propios de los populismos no debería llevarnos a pensar
que hemos reemplazado los referentes ideológicos tradicionales por
una nueva ideología de cuño populista. Y para evitar esta trampa
es necesario tener un enfoque eminentemente laico que nos ayude,
como nos ha servido desde Podemos en algunos casos, a pensar
una forma de acercamiento a la política diferente y a ver la ten-
sión existente en todo tipo de construcción política, incluso en las
experiencias políticas donde las instituciones están más asentadas
en equilibrios que parecieran congelados. Para poder asumir esta
mirada es importante tener presente cuatro premisas que me gustaría
exponer a continuación dentro del marco de las teorías populistas.

Una teoría populista para Europa

Uno de los aspectos más interesantes del libro de Chantal Mouffe


y Ernesto Laclau, Hegemonía y estrategia socialista, tiene que ver
con que discute internamente las tesis del marxismo desde fenóme-
nos de los confines, de los límites y, por tanto, supone una suerte
de herejía en su enfoque. La virtud de esta estrategia les permitió
a Mouffe y Laclau llegar lo más lejos posible en la comprensión y
en la postulación de una lógica específica de lo político y escapar a
cualquier tipo de pensamiento epigonal que muchas veces se con-
vierte en un punto muerto, en una jaula. Podríamos decir que las
mejores experiencias teóricas y prácticas para pensar la construc-
ción de poder político de los sectores subalternos se dan siempre en
los confines, en las excepciones, es decir, las mejores teorías sobre
la construcción del poder político tienen lugar gracias a su aten-
ción a las excepciones, a las experiencias que no estaban en ningún
manual. Me atrevería a decir que los teóricos más destacados de
los procesos revolucionarios o de transformación social siempre son
aquellos que tiran a la basura los manuales de su época. Esta afir-
mación no supone una suerte de reivindicación estética iconoclasta,
sino entender que las teorías más sofisticadas se logran, y eso creo

114 | Íñigo Errejón
verlo en el último Gramsci, cuando tienen el olfato para pensar la
lógica propia del poder de su época, más allá de lo que una teoría
pueda decir. Y, en una suerte de mirada retrospectiva y teleológica,
luego deben volver a la teoría para integrar esa mirada a un cor-
pus teórico y a una tradición de pensamiento determinada, como si
hubiera un doble juego entre ir un poco más allá, pensar desde los
confines, y luego volver para reactivar de otra manera la tradición.
En esa dirección, uno de los elementos más ricos para pensar la polí-
tica del enfoque de la hegemonía y del populismo es esa advertencia
de que las formas de construcción del poder político moderno des-
cansan en algo que las hace al mismo tiempo fuertes y débiles y no
sería otra cosa que “la relación hegemónica”. Relación que piensa
tanto el rol de quien gobierna como la necesidad que tiene este de
los gobernados para la estabilidad de todo régimen. Esto nos ayuda a
reflexionar sobre la estabilidad que brinda toda forma de gobierno y
a desentrañar la perpetua negociación que debe hacer todo régimen
para seguir gobernando, por tanto, obliga a prestar atención a ese
perpetuo juego de compuertas, de apertura y de cierre, de inclusión
y de exclusión. Así, los regímenes que no son capaces de incluir
una buena parte de las demandas, de las necesidades, de los anhe-
los, de las esperanzas de los gobernados, se cierran y, por tanto,
pierden capacidad de articular consensos y se vuelven débiles. Pero
en el otro extremo, aquellos gobiernos que solo buscan ampliarse y
borrar las trazas de un proyecto histórico, pierden toda capacidad
de avance y, al final, acaban siendo suplantados por un sector que
venga con más énfasis y con más capacidad de empuje. Esto puede
ser expresado en una metáfora futbolística: Michael Laudrup era un
jugador capaz de dar pases que no existían y su forma de entender
el juego nos puede ayudar a comprender la práctica política. Lau-
drup no era un jugador que viera espacios o colectivos no represen-
tados que estuvieran esperando ser, era un futbolista que producía
pases que no estaban ahí, haciendo a la gente decir cosas como “¡Es
impresionante! ¡Cómo ha visto ese hueco!”. Con cierto ánimo pro-
vocador, me atrevería a darle una vuelta a esta afirmación y decir
que Laudrup no veía el hueco, sino que lo creaba, en cierta medida
inventaba un espacio de juego –espacio político en nuestra jerga–
donde no lo había, donde los demás solamente veían un conjunto

España y Europa en la encrucijada de la teoría y la praxis | 115


de equilibrios congelados. Y esta forma de jugar, de hacer política,
además de tener un punto de contingencia, tiene una nota de aven-
tura y riesgo revolucionario.
Curiosamente, este salirse del manual, esta forma de crear espa-
cios donde la correlación de fuerzas no lo permitía es lo que, lamenta-
blemente, el cientificismo de cierta ciencia política o el dogmatismo
de determinadas tradiciones de pensamiento es incapaz de ver. Y es
incapaz de ver porque justamente teme salirse del manual teórico
prestablecido al momento de acercarse a un acontecimiento político
dado. Me atrevería a decir que toda iniciativa política que en algún
momento es capaz de subvertir un orden o régimen dado tiene una
dosis importantísima de “vamos a ver qué sale, vamos atrevernos y
asumir las consecuencias de atreverse”. Creo que las ciencias socia-
les y, en particular, la ciencia política, por una necesidad de legiti-
marse como ciencia dura, no ha sido capaz de reconocer cuáles son
algunos de los elementos “mágicos” que ayudan a entender por qué
determinadas situaciones políticas cambian en un signo inesperado.
Me parece que todo esto que acabo de señalar con la metáfora
futbolística nos aboca a una segunda cuestión que también está pre-
sente de alguna manera en el pensamiento de Laclau y tiene que
ver con una tensión privilegiada: la disputa por el sentido. Y esto,
a mi entender, apunta definitivamente al problema de la unidad y
la asunción de que no hay ninguna unidad de sentido dada previa-
mente como proyecto político, de que la unidad de todo proyecto,
en última instancia, es imposible. Pero, paradójicamente, siempre
será el horizonte deseado de toda práctica que intente construir
algún tipo de lazo entre los que quieren que las cosas sean diferen-
tes. Entiendo que hay aquí, desde ese movimiento de inclusión y de
exclusión, de apertura y de cierre de la hegemonía, un doble juego.
Esto lo resume muy bien Poulantzas cuando dice –y me permito
esta paráfrasis–: los Estados capitalistas tienen la misión de cohe-
sionar por arriba y dispersar por abajo. Por tanto, los que desafían
esa cohesión tienen la misión de aprovechar la desarticulación por
arriba, saber leerla o estimularla y, lejos de recomponerla con plan-
teamientos cortos, tratar de producir agregación por abajo. Estimo
que hay en esa agregación, por abajo, elementos que funcionan como
un campo fructífero para el desarrollo de una forma de teorización

116 | Íñigo Errejón
que, además de pensar desde este enfoque los fenómenos de cambio
político, también está en condiciones de explorar la construcción
institucional. Por una parte, es capaz de abordar el problema del
Estado, el problema casi físico de la composición, del esqueleto, del
sistema nervioso del Estado. El Estado tiene una relación compleja
con el pueblo, puesto que así como lo funda lo fagocita. Necesita
un pueblo originario en el que se funda constituyéndolo y ofrecién-
dose como el marco institucional que va realizar la voluntad de ese
pueblo “reconciliado”. Pero, paradójicamente, el desarrollo normal
de su institucionalidad disuelve al pueblo. Todo Estado tiene como
objetivo último disolver al pueblo para poder gobernar. Creo que le
hemos prestado tradicionalmente demasiada atención a los relatos
que han sido capaces de construir una unidad que no existía, pero
le hemos prestado menos atención a los elementos por los cuales
los Estados han sufrido fracturas o grietas que han hecho que ese
carácter dual Estado/pueblo entre en problemas y se haga explícita
su tensión constitutiva y paradójica a la vez.
Habría otro componente de esta dimensión dual del Estado y
tiene que ver con que funciona en dos direcciones contrapuestas:
como Estado de todos pero también de unos pocos, lo cual obliga
a moverse siempre en esa tensión. Por citar un ejemplo, yo soy
el Estado de todos, satisfago las necesidades de todos, y mi exis-
tencia es en beneficio de la comunidad en general, pero al mismo
tiempo soy el Estado marcadamente de unos pocos, y estoy marcado
siempre por alguna asimetría, por alguna exclusión, por lo que no
cabe este orden de todos. Y es en esa tensión donde empiezan a
irrumpir elementos que tensan más las cosas y muestran la impo-
sibilidad del Estado para mostrarse como el Estado de todos. Por
eso se vuelve legítimo preguntar ¿cuáles son esos elementos que en
algún momento producen desagregación, desarticulación y hacen
que aquello que antes funcionaba de forma orgánica empiece a ope-
rar de manera disgregada o corporativa? Esto se ve claramente en
los fenómenos de crisis política que pareciera desatar el tema de la
corrupción en Europa, pero no tanto por la deslegitimación que pue-
dan sufrir los que mandan, sino por la ruptura de cohesión que brota
entre los que mandan, a partir de la dificultad que empiezan a expe-
rimentar algunos de los elementos que antes funcionaban de forma

España y Europa en la encrucijada de la teoría y la praxis | 117


orgánica y mantenían cohesionado el interés colectivo y, de pronto,
dejan de cumplir ese rol, instalando una cierta dinámica de “sálvese
quien pueda” en términos meramente individualistas. Esta pérdida
de cohesión también apunta a otro problema que podría expresarse
de la siguiente manera: ¿por qué en un determinado momento las
élites pierden la capacidad de encarnar las esperanzas de las gentes
sobre las que gobiernan? Es evidente que esto se vincula con las
prestaciones materiales y las dificultades para seguir gestionándolas
de una determinada manera. Pero sería un error quedarse solamente
ahí y estaríamos limitándonos a una explicación mecánica del tipo:
los factores económicos determinan la forma de la conflictividad
política. Si asumimos cierta autonomía de lo político y aceptamos
que desde allí se dispara algo propio para que esta desagregación
tenga lugar, es claro que la misma no es causada solamente por
las crisis sociales y/o económicas –puesto que una crisis no siem-
pre causa desagregación–, sino también por la incapacidad de los
que mandan para ofrecer algún tipo de esperanza u horizonte más
o menos ilusionador o tranquilizador para una buena parte de los
gobernados. Dicho de otra manera: ¿cuáles son los elementos con-
cretos que activan esta pérdida de control sobre la esperanza o tran-
quilidad de los gobernados? Estimo que hace falta desarrollar todo
un campo de estudios culturales que permitan entender por qué en
un momento determinado los que mandan pierden esa capacidad de
ponerle nombres a las cosas, dar una unidad de sentido a los proble-
mas y despertar el interés general.
Por otra parte, hay una tercera idea que me gustaría desarrollar
y tiene que ver con la relación entre ruptura e instituciones. Sabe-
mos que es una relación muy problemática y a menudo nos ha ocu-
pado muchas discusiones que nos han conducido hacia cuestiones
más estéticas y estériles que a un profundo análisis político. Esto
se relaciona con la dificultad para leer en todo proceso de transfor-
mación, por un lado, el difícil equilibrio y contaminación entre los
momentos de negociación y los momentos de ruptura y, por otro,
la capacidad revolucionaria de navegar ese difícil equilibrio entre
la voluntad de no ser integrado totalmente –convirtiéndose en algo
mainstream y totalmente inofensivo– y quedar relegado –a causa de
esa pulsión no integrista– a una minoría folclórica cómoda, pura,

118 | Íñigo Errejón
simpática y, en última instancia, inofensiva. Debo añadir que esta
lectura que hago es acompañada por cierto a priori un tanto pesi-
mista, a saber: entiendo que las posibilidades de transformación
tienen menos que ver con la virtud de los que desafían el orden
establecido que con la incapacidad de los que sostienen ese orden
para ofrecer unas alternativas que permita integrar a unos (incluir),
dispersar a otros (excluir) o, incluso, aprovechar parte de esas rei-
vindicaciones de los que desafían el orden para legitimar, oxigenar
y renovar a su favor el orden que gestionan.

Una encrucijada para Europa:


oligarquías vs. voluntades populares

Finalmente, me gustaría añadir dos cosas más relacionadas con esta


idea de cómo la latinoamericanización de las experiencias políticas
en otras latitudes nos permite deslatinoamericanizar buena parte de
los estudios sobre los fenómenos nacional populares y su corpus
teórico. En primer lugar, es importante hacer un ejercicio de traduc-
ción muy cuidadoso de los diferentes lugares donde se va a aplicar
esta mirada teórica, puesto que la morfología de un sistema político
parlamentario es muy distinto a uno presidencialista. La configura-
ción del sistema electoral, de las instituciones, de la relación entre
instituciones, de la relación entre partidos e instituciones es deci-
siva a la hora de abrir o cerrar el campo a un tipo de interpelación
en vez de otra. En un sistema presidencialista, que a primera vista
es menos plural y más cerrado, una interpelación destituyente del
conjunto de las élites políticas es mucho más fácil porque privile-
gian momentos de concentración de la disputa electoral que pueden
servir como plebiscitos y se abren a un juego más radical del todo o
nada. El parlamentarismo, en cambio, juega precisamente a lo con-
trario, puesto que te deja entrar más fácilmente a las instituciones
al precio de integrarte y enredarte en un juego de compromisos del
que es más complicado salir. Sería importante dedicarle una mayor
reflexión y discusión a las posibilidades emancipadoras y de cons-
trucción de hegemonías populares que plantean cada uno de estos
sistemas políticos y sus respectivas fórmulas electorales.

España y Europa en la encrucijada de la teoría y la praxis | 119


Por otra parte, habría que prestar más atención a cuáles son los
factores por los que, en determinado momento, algunas reivindi-
caciones o algunos grupos son capaces de encarnar una voluntad
generalizada de cambio. Y ahí, para no caer en ninguna suerte de
economicismo, yo propondría dos ejemplos que, a grosso modo, se
hacen presentes en la actual experiencia política española. Es lla-
mativo que las luchas o conflictos que no siendo mayoritarios en
términos estadísticos, es decir, que no siendo los que más afectan
en términos reales a la población, ni tampoco siendo los que más
duelen o señalan la raíz del modelo de acumulación en España, son
capaces de despertar una indignación generalizada y comenzar a
encarnar en torno a sí una voluntad popular. Por citar un ejemplo
bien conocido, como pueden ser los desahucios en España, uno
podría preguntarse en qué momento dado este problema es capaz de
representar la sensación generalizada de que el país se está yendo a
pique, incluso para mucha gente que no está en riesgo de ser desahu-
ciada. Y, a pesar de no sufrir ni de cerca ese problema, experimenta
en la imagen de una anciana expulsada de su casa por los bancos el
mejor ejemplo de derrumbe moral y social de nuestra comunidad
política. Otro ejemplo que me parece más válido pero que ha sido
menos pensado es la conmoción que suscita, a la sociedad espa-
ñola, la metáfora de unos jóvenes muy bien preparados que se tie-
nen que ir a vivir al extranjero. Estos jóvenes no son la mayoría del
país, ni siquiera son los que la están pasando peor en modo alguno,
incluso, son los que a menudo tienen más recursos como para plan-
tearse la opción de marcharse a otro país y que están en mejores
condiciones para encontrar, algunas veces, una vida más cómoda
fuera de España. Sin embargo, esta imagen entronca tan bien por-
que, me atrevo a decir, golpea al propio imaginario con el que las
élites construyeron su legitimación desde la fundación de 1978, lo
cual tiene que ver con la posibilidad de la movilidad social ascen-
dente y con nuestra integración como país moderno en la Unión
Europea. Golpea en el corazón de adhesión de las clases medias
y su pacto con una determinada política instituida por las élites,
esto es: “yo cumplí con todas las labores que tenía que cumplir, mi
hijo tiene 725 másteres, y fíjate que se está teniendo que ir fuera
del país”. Este segundo ejemplo es muy significativo porque son las

120 | Íñigo Errejón
promesas incumplidas de los que gobiernan aquello que posibilita
el momento de ruptura y genera las condiciones para encarnar una
voluntad popular diferente. Por eso, y para concluir, es importante
hacer una aguda lectura de cuáles son esas grietas que empiezan a
formarse y por las cuales algunas veces los que dominan dejan de
tener capacidad de dirigir –y de construir un interés general–. Dicho
de otra manera, hace falta prestar una mayor atención al discurso de
los que dominan y observar en qué medida son ellos mismos, con
sus discursos y promesas incumplidas, los que van abriendo la grieta
que posibilitará una nueva correlación de fuerzas políticas. Y muy
probablemente sea esa incapacidad de leer y entender las grietas
que ellos mismos generan lo que permite a otras fuerzas comenzar a
imbricarse en ellas y mancharse –gracias a una mirada en términos
de hegemonía de los procesos políticos– del orden viejo y utilizar
algunos de esos elementos incumplidos o postergados para la trans-
formación o para la apertura de una nueva voluntad colectiva.
Por tanto, en este largo debate acerca de cómo deben operar las
fuerzas emancipadoras, y gracias a la mirada que nos pueden ofrecer
las teorías de los populismos, creo que no se trata ni de asumir la
postura de integración institucional plena ni tampoco la posición
dogmática de exterioridad absoluta que rechaza todo lo existente –y
por tanto no es capaz de moverse en las grietas y en los intersticios
de lo que ayer era un sentido instituido que generaba estabilidad y
que hoy ofrece grietas para la construcción de una voluntad popular
diferente–. Se trata, más bien, de prestarle mucha atención a todos
los elementos estéticos, culturales, étnicos y religiosos de la historia
nacional que, en un momento dado, operan como un factor clave
para la conservación de lo existente y en otros momentos, al contra-
rio, pueden ser rearticulados para conformar una voluntad popular
diferente que posibilite la construcción de un nuevo bloque histó-
rico y una nueva forma de Estado. En última instancia, el futuro de
Europa se dirime entre un retroceso oligárquico de décadas o una
apertura popular y constituyente que, sin duda alguna, empieza por
los pueblos unidos en Europa.

España y Europa en la encrucijada de la teoría y la praxis | 121


Periferias, plurinacionalidad y frentepopulismo

Gemma Ubasart-González*

I. Dos imágenes: ya nada será como antes

10-J (2010). Multitudinaria manifestación en las calles de Barcelona


bajo el lema “Som una nació. Nosaltres decidim” (con 1.1 millones
de personas según la Guardia Urbana; 1.5 según Omnium Cultu-
ral). El Tribunal Constitucional acababa de declarar inconstitucional
parte del articulado del Estatut de Autonomia (Carta Magna Auto-
nómica) que había sido aprobado por el Parlament y ratificado en
referéndum por el pueblo catalán. La manifestación –que unía a la
mayoría de fuerzas sociales y políticas del país– fue un clamor con-
tra la vulneración democrática y el ataque al autogobierno que supo-
nía la sentencia. La idea de “un sol poble” (un solo pueblo) contra
la decisión del Constitucional quedaba ejemplificada con la presen-
cia de los presidentes José Montilla, Pasqual Maragall y Jordi Pujol.
Cabe entender que el nuevo Estatut se desarrolla como reacción a
la segunda legislatura del Partido Popular de Aznar (2000-04), con
gran contenido recentralizador y que generó importantes desen-
cuentros con los territorios con mayor voluntad de autogobierno. La
lógica del proceso estatutario fue, en época socialista (2004-2011),
extender dentro del marco constitucional existente el mayor nivel
de autogobierno posible. El Partido Popular, con clara intencionali-
dad política, recurrió ante el Tribunal Constitucional el articulado
catalán –cosa que no hizo con otros estatutos aprobados contempo-
ráneamente– negando una interpretación abierta de la arquitectura
territorial de la Carta Magna. El recorte del Estatut sobre 14 artículos
y la reinterpretación de 27 más simboliza el agotamiento del sistema
autonómico nacido en la transición; un punto de no retorno en la

* Doctora en Ciencia Política y profesora. Ha sido secretaria de Plurinacionalidad


en Podemos y secretaria general de Podem Catalunya. Universidad de Girona,
España.

  |  123
política catalana y el inicio de lo que se ha llamado “procés” sobe-
ranista o independentista.

15-M (2011). Una semana antes de la celebración de las eleccio-


nes municipales y autonómicas, en más de 60 ciudades del Estado
español se llevaron a cabo manifestaciones convocadas por la pla-
taforma Democracia Real ¡Ya! bajo el lema “No somos mercancía en
manos de políticos y banqueros”. Aunque los y las organizadoras
hacía tiempo que preparaban las marchas, nadie podía imaginar que
aquella convocatoria iba a desembocar en una gran movilización
ciudadana que devolvería al espacio público una ciudadanía políti-
camente consciente y crítica. En Madrid, la Policía reprimió el final
de la marcha y algunos pocos jóvenes decidieron quedarse a dormir
en la Puerta del Sol aquella misma noche. La idea de acampada se
trasladó rápidamente a Barcelona, modelo de disrupción que se iba
imitando en otras ciudades; la convocatoria se difundió eficazmente
por las redes sociales y se consiguió llegar más allá del círculo acti-
vista. Su tabla reivindicativa era sencilla y ágil de comunicar. Este,
por ejemplo, es el caso de los mensajes lanzados por Juventud Sin
Futuro: “Somos conscientes de que las medidas de salida a la crisis
se han caracterizado por un constante recorte de nuestros derechos
así como por una socialización de las pérdidas”; “Pretendemos ser
motor de cambio que hasta el momento parece que no va a ser abra-
zado por la clase dirigente” (Juventud Sin Futuro, 2011a)1.
El 10 de junio de 2010 y el 15 de mayo de 2011 son dos fechas
que simbolizan, y a la par sirven de revulsivo, (d)el proceso de ago-
tamiento de los principales consensos de la transición. Se trata de

1 Distintos datos demoscópicos indican el importante apoyo ciudadano a las


movilizaciones del 15-M. Se produce un buen enmarcamiento discursivo y
de repertorio de acción, y en un primer momento provoca una simpatía gene-
ralizada en la ciudadanía. Según el barómetro del Centro de Investigaciones
Sociales (CIS) de junio de 2011 (estudio número 2905), un 70,3% de la pobla-
ción española tiene una buena opinión de las movilizaciones del 15-M. A una
conclusión similar se llega con los datos de la encuesta de Metroscopia (2011),
también de junio de 2011: un 66% muestra simpatía por el movimiento, un
81% cree que los que participan en el movimiento tienen razón en las cosas
por las que protestan y un 84% afirma que el 15-M trata de problemas que
afectan al conjunto de la sociedad.

124 | Gemma Ubasart-González
dos momentos simbólicos que condensan el estado de ánimo de
importantes sectores ciudadanos descontentos e indignados frente a
la situación presente de las cosas. De manera más amplia podemos
hablar de la visualización de transformaciones en el imaginario y la
cultura política de una parte del país, sobretodo aquella más joven
y dinámica –pero no exclusivamente–, que no se producían de una
manera tan intensa (en fuerza) y extensa (en sectores implicados)
desde de la recuperación de la democracia. El 10-J y el 15-M fueron
entendidos por las élites políticas, culturales y económicas como
una enfermedad pasajera;se trataba de esperar y las cosas volverían
a su cauce. La recepción de ambas movilizaciones se dio a cabo
entre el paternalismo y enfado, pero no supuso ningún motivo de
preocupación para los principales representantes del statu quo. La
política se continuaba haciendo en los parlamentos y, sobretodo, en
los consejos de administración. Aquello que sucedía en las calles no
era más que un enésimo episodio contracultural y cíclico. Podían
introducirse pequeños retoques estéticos al sistema, pero en esencia
nada debía mutarse.
Aquellas élites que en los años 80 y los 90 construyeron un
nuevo régimen democrático –y que a la vez el sistema los hizo a
ellos– entendieron los acuerdos surgidos de la transición como
algo perpetuo e inamovible. Una vez construida, la hegemonía fue
comprendida como una petrificación a la que agarrarse; como algo
eterno que permanecería allí por generaciones y generaciones. Los
pactos surgidos de una determinada correlación de fuerzas y de un
contexto determinado debían servir para un futuro eterno, pero esa
foto fija tampoco restaba tan intacta como querían creer; esta iba
desgastándose. Aquellos consensos coloridos iban perdiendo fuerza
y brillo. La crisis económica y su gestión neoliberal hizo estragos.
La ciudadanía sufría los efectos de las reformas laborales y la deva-
luación de la fuerza de trabajo, los recortes en servicios públicos
como la sanidad o la educación, el desarrollo interruptus del dere-
cho a los cuidados en situación de dependencia, las ejecuciones
hipotecarias, etc. y también percibía las disfunciones provocadas
por la corrupción y la financiación ilegal de los partidos, la hibri-
dación de las principales fuerzas políticas con las élites económicas
y la importancia de los consejos de administración en esta área; la

Periferias, plurinacionalidad y frentepopulismo | 125


nefasta gestión de la plurinacionalidad del Estado y el fracaso del
modelo autonómico del “café para todos”, etc.
La desconexión entre los de arriba y los de abajo (aunque aún no
materializada en estas palabras) devino un abismo después del esta-
llido de la crisis económica en 2008 y la gestión neoliberal de esta a
partir de 2010; también después de la sentencia del Tribunal Cons-
titucional contra el Estatut de Cataluña. El quietismo con el que las
élites afrontaron el 10-J y el 15-M no les dio margen de maniobra
para actuar hasta que el daño ya tenía un tamaño considerable. El
sistema político estaba herido de muerte. No respondieron con polí-
tica a desafíos políticos, y las grietas del régimen fueron haciéndose
grandes; además,en momentos de crisis, son tanto o más importan-
tes las grietas por arriba que los alineamientos por abajo, y todo eso
fue decantando como una gota malaya.

II. La crisis de régimen: las corrientes de fondo2

Varias corrientes de fondo atravesaron la vida política y social del


país durante el cambio de milenio provocando importantes trans-
formaciones en la cultura política y en los principales esquemas
cognitivos de la ciudadanía. La inflamación del 10-J y el 15-M tenía
anclajes estructurales, aunque en el momento pocos fueran los
analistas que lo destacaran. No se trataba de una crisis económica
más, con una gestión coyuntural de sus efectos, sino que los movi-
mientos tectónicos se mostraban mucho más profundos. Estábamos
frente a una crisis de régimen, de sistema político; irrumpieron
cuatro elementos que podemos identificar como distintos niveles
de un mismo contexto de colapso, y que explican en parte el marco
de surgimiento del 10-J y 15-M, y los fenómenos políticos que suce-
dieron después. Estamos frente a una crisis económica y financiera
internacional, la (segunda) ruptura de consenso en el estado del
bienestar europeo, el agotamiento del modelo autonómico y una
crisis del sistema de representación política. Aquí algunas pincela-
das de cada uno.

2 Este apartado forma parte del texto Ubasart-González (2015).

126 | Gemma Ubasart-González
La crisis económica estalla en 2007 en Estados Unidos pero no
se hace sentir en el Estado español hasta un poco más tarde; ofi-
cialmente el país entra en recesión a principios de 2009, después
de sufrir el PIB dos caídas trimestrales consecutivas. Lo que en un
primer momento fue una crisis en la esfera especulativa se traslada
rápidamente a la economía real, impactando en los niveles de cre-
cimiento económico y en las tasas de paro, así como también en
deuda pública y privada. La estructura institucional europea, aún
débil como resultado del fracaso constitucional, no desarrolla una
política económica, financiera y fiscal para hacer frente al contexto;
pero tampoco se opera desde los estados nación de la eurozona, con
pocas competencias y capacidades de intervención. Son los dos
estados más fuertes de la Europa del euro en aquel momento, Fran-
cia y Alemania, ambos gobernados por fuerzas políticas conserva-
doras, que imponen la agenda política a seguir, así pues, se lleva
a cabo una política europea condicionada por los intereses de los
gobiernos de Sarkozy y Merkel, tanto nacionales como ideológicos.
Se impone una búsqueda a todo precio de la reducción de déficit
público y una centralidad y primacía de los principios de austeri-
dad presupuestaria, junto con una devaluación de derechos sociales
y laborales con la justificación de que este es el único camino para
reactivar la economía.
Siguiendo el argumento, la (segunda) ruptura del consenso del
bienestar empieza a ser efectiva a partir de estas intervenciones
externas en los estados nación europeos. En el caso del Estado espa-
ñol esta se materializa con la reforma del artículo 135 de la Cons-
titución que supedita el pago de la deuda a cualquier otro tipo de
gasto público. La amenaza de la intervención en la economía del
país si no se lleva a cabo un giro neoliberal en las políticas tiene
efecto en la materialidad de la intervención estatal, pero sobretodo
en la construcción discursiva. A partir de entonces se abandona
cualquier senda de política neokeynesiana y de reactivación eco-
nómica mediante la intervención pública y se aplican las recetas
neoliberales clásicas.
Hablamos de una segunda ruptura del consenso en los estados
de bienestar, después de una fase de reestructuración permanente
desde mitad de los años 80 de este modelo de organización política y

Periferias, plurinacionalidad y frentepopulismo | 127


social. Si bien se habían introducido importantes transformaciones
en lo que fue el Estado del bienestar keynesiano-fordista (1945-73),
en Europa existía un consenso generalizado en la necesidad de
mantenimiento de unos niveles destacados de protección, sobre-
todo porque eran compatibles con los principios de competividad
económica; muestra de ello es que el gasto público y la cartera de
servicios y prestaciones sociales había aumentado en todos los paí-
ses en los últimos treinta años, con independencia de la presencia
de gobiernos conservadores o progresista. El debate se centraba en
cómo tenían que ser los estados de bienestar, y no en su existencia,
esto fue así hasta el año 2010. De la misma manera que sucedió con
la irrupción de Thatcher y Reagan, y sus propuestas neoliberales,
se produce una ruptura del consenso: el equilibrio de 30 años se
rompe y se cuestionan las propias bases del Estado del bienestar.
Cabe apuntar que existen diferencias entre la primera y la segunda
ruptura. Mientras que a final de los años 70 las propuestas de supe-
ración de los Estados de bienestar venían del interior de algunos
Estados-nación, en la actualidad estas recetas son impuestas desde
el exterior, más allá de la soberanía nacional. En este sentido, cabe
recordar que el primer gobierno de Artur Mas en Cataluña (2010-12)
se construye como un auténtico laboratorio de políticas neoliberales
y de achicamiento del Estado.
También se opera un agotamiento del modelo autonómico. La
Constitución española de 1978, en su título VIII, deja bastante abierto
el futuro desarrollo del modelo territorial, permitiendo importan-
tes niveles de descentralización así como también la adopción de
diversos ritmos y grados de asunción de autogobierno3. El proceso
de traspaso de competencias se lleva a cabo de manera acelerada
durante los primeros años de democracia en las nacionalidades his-
tóricas. En Cataluña, desde que se celebran las primeras elecciones
autonómicas el 20 de marzo de 1980 y hasta 1982 se llevan a cabo

3 Se prevén dos vías para el acceso a la autonomía: la vía lenta (la ordinaria) y la
vía rápida (para los territorios que anteriormente habían validado su estatuto
por referéndum –el caso de Cataluña, Euskadi y Galicia– y para aquellos que
ratifiquen la voluntad de acceder a esta vía mediante referéndum ciudadano
–el caso de Andalucía–).

128 | Gemma Ubasart-González
47 transferencias de competencias. Posteriormente, entre 1983-84
solo se transfieren 11 (Lo Cascio, 2008). El modelo parecía pues que
permitía contentar, al menos parcialmente, las aspiraciones de estos
territorios. Aunque no con todos los instrumentos de un federalismo
asimétrico, el sistema autonómico posibilitaba tender a él. Pero el
intento del golpe de Estado de 1981 fue utilizado para cambiar el
rumbo del desarrollo de modelo. El 30 de junio de 1982, y gracias
a un acuerdo suscrito entre los dos principales partidos españoles
del momento –PSOE y UCD–, se aprueba la Ley Orgánica de Armoni-
zación del Proceso Autonómico (LOAPA) buscando igualar y homo-
geneizar el desarrollo autonómico. Aunque fue declarada en gran
parte inconstitucional, pasando de LOAPA a Ley de Proceso Autonó-
mico, este episodio muta el proceso de desarrollo autonómico regis-
trado en los primeros años: en un año se crean las 17 comunidades
autonómicas y se transfieren a ellas competencias. Empieza el lla-
mado “café para todos”: uniformidad, con independencia de mayor
o menor voluntad de autogobierno.
El segundo gran momento de puesta en crisis del modelo autonó-
mico se lleva a cabo en la legislatura del popular José María Aznar
(2000-04) con mayoría absoluta que pone en marcha un verdadero
proceso de recentralización del Estado, dificultando el manteni-
miento del autogobierno, sobretodo, de las nacionalidades históri-
cas. Fruto de este gobierno debe entenderse el periodo siguiente de
José Luis Rodríguez Zapatero de la “España plural” y la elabora-
ción de un nuevo Estatuto de Autonomía en Cataluña explorando
los límites de la Constitución en cuanto a consecución de autogo-
bierno, con la idea de blindar este de las derivas que pudieran tomar
futuros gobiernos centrales como el de Aznar. Así pues, el momento
emblemático de la ruptura del modelo autonómico se produce con
el doble recorte en el Estatut d’Autonomia de Cataluña. El recorte se
hace efectivo por parte del legislativo español durante el trámite de
aprobación (2006), modificando una gran cantidad de los artículos
de esta ley fundamental que había sido aprobada por el Parlamento
catalán con una amplia mayoría el 30 de setiembre de 2005 (todos
los partidos políticos a excepción del PP, con solo un 11% de esca-
ños). Posteriormente, en 2010, el Tribunal constitucional declara
inconstitucional e introduce una interpretación alternativa en una

Periferias, plurinacionalidad y frentepopulismo | 129


parte importante del texto saliente del Congreso y Senado, y ratifi-
cado en referéndum. Este hecho provocó un importante malestar
generalizado, materializado en la multitudinaria manifestación que
se convoca después de la resolución de los magistrados. Se cierra la
vía del pacto y de la negociación entre gobiernos, así como también
la suerte de relación bilateral que había permitido el modelo hasta
el momento.
La crisis en su dimensión política hace referencia al proceso de
alejamiento que se produce entre las organizaciones de mediación
política (de manera destacada los partidos políticos, pero también
sindicatos u otras organizaciones sociales) de la ciudadanía. Si
bien es cierto que los partidos políticos nunca han sido actores con
demasiado prestigio social en el Estado, este descrédito aumentó de
manera importante en los años anteriores a los episodios citados: la
corrupción y la financiación ilegal de los partidos, los procesos de
“carterización” de estas organizaciones (Kartz y Mair, 1995), la falta
de democracia interna de las fuerzas políticas, las puertas giratorias
y el papel de los políticos en los consejos de administración, etc.
Pero la crítica a los partidos no va unida a una crítica a la política, al
contrario, el llamado “bipartidismo” actúa como vector en la dico-
tomización de lo viejo y lo nuevo, ejercicio teórico-político que per-
mite la politización de una parte importante de la ciudadanía, con
anterioridad totalmente despreocupada de la cosa pública. El sis-
tema de partidos políticos consolidado en la transición se fractura
en el ciclo electoral que inicia en 2014 con las elecciones europeas.

III. Plurinacional y frentepopulismo: una hipótesis ganadora

Existe la tentación de tratar por separado el 10-J y el 15-M: el pri-


mero de ellos tendría que ver con la crisis territorial, el segundo con
la socioeconómica y política. Y no solo esto, también se identifica
la tentación de considerar la crisis territorial solamente circunscrita
en Cataluña y, por lo tanto, gestionable exclusivamente en esta uni-
dad territorial. Cometeríamos un error si las distintas dimensiones
fueran observadas como compartimentos estancos: la crisis de régi-
men solamente puede ser analizada y politizada en su conjunto;
solamente haciendo frente a los distintos consensos en crisis puede

130 | Gemma Ubasart-González
trazarse una senda de construcción de otro sentido común. Por ejem-
plo, y con la prudencia que debe tenerse al presentar contrafácticos
a la historia: ¿creen que sin el desarrollo del importante proceso
movilizador anti-políticas de austeridad durante el primer gobierno
de Artur Mas en Cataluña (2010-2012) CIU hubiera abrazado el inde-
pendentismo?4; ¿o piensan que sin la carpeta Cataluña encima la
mesa se hubiera enredado tanto el proceso de investidura después
de las elecciones generales del 20-D de 2015 en un momento en que
el PP perdió un tercio del electorado y que se quedó solo con 123
escaños (de 350 que tiene el Congreso de Diputados) y con puentes
rotos con el resto de fuerzas políticas?
En este texto se pone énfasis en la dimensión territorial-nacio-
nal de la crisis, pero también en la respuesta transformadora, no
por considerarla separada, sino porque ha sido de las menos trata-
das en la literatura sobre el 15-M, las fuerzas de cambio y la crisis
de régimen. La ruptura de los consensos en el régimen del 78 no
puede entenderse sin el agotamiento del modelo autonómico; pero
además, tampoco podemos reflexionar sobre el papel de los actores
de cambio sin comprender el carácter plural y plurinacional de su
configuración subjetiva.

Dimensión territorial-nacional de la crisis de régimen (1):


la plurinacionalidad en juego5

La crisis territorial es objeto de debate público a raíz de la ree-


mergencia de la cuestión catalana. Ahora bien, esta responde a un
problema de más largo alcance: el agotamiento del modelo autonó-
mico derivado de la Constitución de 1978. Sería un error tomar por
causa lo que es efecto de un desajuste estructural más profundo: la
ausencia de una cultura plurinacional compartida por el conjunto

4 Ver un desarrollo de mayor amplitud sobre el tema en Lo Cascio, 2016.


5 En este apartado se utilizan reflexiones extraídas del informe coordinado por
Jordi Bonet en el marco de la Secretaría de Plurinacionalidad de Podemos,
bajo mi dirección política, “Hacia una construcción democrática de un país
de países. Documento de trabajo: propuestas en plurinacionalidad, modelo
territorial y derecho a la autodeterminación” y de Ubasart-González (2016).

Periferias, plurinacionalidad y frentepopulismo | 131


del estado español y un diseño institucional disfuncional. En este
sentido, es preciso señalar que si la revisión del modelo territorial
tuviera como único objetivo reconducir sistémicamente la anomalía
catalana, ya fuera vía pacto fiscal o bloqueo de competencias, nos
encontraríamos frente a una mera remisión del síntoma, que podría
aflorar en otros territorios; situación altamente probable, conocidas
las dinámicas de atribución de agravios inter-territoriales sobre las
que se ha basado el desarrollo del modelo autonómico.
También cabe reconocer que, en el caso que nos ocupa, el debate
acerca del modelo de organización territorial ha ensombrecido en
parte el debate acerca de su plurinacionalidad, al considerar que
plurinacionalidad y descentralización iban siempre parejas. No obs-
tante, esta relación no tiene porqué evidenciarse como necesaria:
es necesario abordar de forma diferenciada la cuestión de la plu-
rinacionalidad, que entronca con la esfera del reconocimiento (de
su pluralidad lingüística y cultural) del modelo de estructura terri-
torial, y con la esfera de la redistribución (de recursos y competen-
cias); aunque es cierto que ambas esferas son interdependientes y que
los cambios en una acabarán afectando irremediablemente a la otra.
España puede clasificarse en la categoría de países plurinaciona-
les, es decir, aquellos formados por una colectividad política cons-
tituida por dos o más naciones en que buena parte de sus miembros
aspiran a ser reconocidos como colectividades autogobernadas espe-
cíficas (Requejo, 2010). Es bueno recordar que el proceso de cons-
trucción nacional (nation-building) del Estado español fue bastante
complejo y limitado, mientras también se producía la generación
de identidades nacionales densas en su periferia territorial (Cata-
luña, País Vasco y Galicia) en las que se desarrollaba un sistema
cultural de pertenencia diferenciado. De una manera menos intensa
también se identifica una dinámica de generación de identidad en
otros territorios con características homologables (País Valenciano,
Islas Baleares, Asturias, Canarias, Andalucía y Aragón).
El reconocimiento jurídico de la plurinacionalidad en el Estado
español es el área en que se ha avanzado menos desde 1978 hasta la
actualidad con relación a la cuestión territorial-nacional. La Cons-
titución vigente solo reconoce una nación, la española, y mantiene
en una posición de subalternidad las otras lenguas y naciones que

132 | Gemma Ubasart-González
conviven en el Estado español. A pesar de esto, aparece la diferen-
ciación entre nacionalidades y regiones que abre la puerta hacia el
desarrollo plurinacional. El artículo 2 dice así: “La Constitución se
fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria
común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza
el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la
integran y la solidaridad entre todas ellas”. Como ejemplo de esta
mala resolución jurídica de la realidad nacional del Estado conviene
recordar la alarma generada por la incorporación del término nación
atribuido a Cataluña en el articulado de la propuesta de Estatuto de
2006, trasladada posteriormente al preámbulo durante su tramita-
ción en el Congreso, y finalmente considerada sin efecto jurídico
interpretativo tras la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010
con relación al recurso de inconstitucionalidad planteado por el
Partido Popular contra el Estatuto de Cataluña.
En este momento de cambio es un reto poner en el centro el debate
sobre la plurinacionalidad, explicitando la importancia de la esfera
del reconocimiento en las disputas sobre la organización territorial
del Estado. No se trata solamente de competencias sino también, y
sobre todo, de identidades nacionales en juego, de un debate sobre
soberanías y construcción popular. Esto puede ser productivo con
relación al conflicto existente, pero también puede ser una vía de
entendimiento dentro de organizaciones transformadoras de carác-
ter estatal o con núcleos coordinados en todo el territorio.

Dimensión territorial-nacional de la crisis de régimen (2):


descentralización asimétrica y autonomía por voluntad

Como se ha comentado, el modelo de articulación territorial dibu-


jado en la Constitución quedaba bastante abierto. De hecho, los
primeros años se configura una especie de descentralización asi-
métrica donde Cataluña y Euskadi asumen en poco tiempo un alto
número de competencias; pero con posterioridad al 23-F, y con el
fin de debilitar las reivindicaciones de las nacionalidades históri-
cas, se estableció a la práctica un modelo finalmente homogenei-
zador que permitía el acceso al autogobierno a territorios que no
tenían aspiraciones autonómicas previas, mientras se establecía una

Periferias, plurinacionalidad y frentepopulismo | 133


faja autonómica para territorios que aspiraban a un pleno reconoci-
miento de sus derechos políticos. Este modelo ha alimentado dos
fuerzas a la vez: una centrífuga y una centrípeta que lo hace disfun-
cional y que se encuentra en la base de la crisis territorial actual.
Además, cabe tener en cuenta dos periodos que suponen un pro-
ceso importante de recentralización y de puesta en crisis del autogo-
bierno, particularmente, en aquellas comunidades con mayor nivel
de descentralización: el segundo gobierno de Aznar (2000-04) y el
gobierno de Rajoy (2011-15).
Rescatar el principio de asimetría podría ser una buena manera
de afrontar la cuestión; a la vez, sería bueno combinarlo con el de
plurinacionalidad. Sobre estas bases se construye, por ejemplo,
el caso del Reino Unido o de Canadá. Además, parte del colapso
del modelo autonómico se identifica con el sistema de financia-
ción autonómico. Sería bueno construir uno nuevo que garantice
la suficiencia del ámbito competencial autonómico a través de la
recaudación tributaria de los tributos cedidos a las comunidades
autónomas y la participación de los tributos del Estado, es decir,
que la financiación no sea un obstáculo para el desarrollo del marco
competencial propio. Esto tendría sentido bajo los principios de
equidad, justicia territorial y solidaridad interterritorial. El modelo
en su versión actual se ha manifestado como un factor de agravios y
desigualdades territoriales, generando conflictos innecesarios.
A diferencia del modelo federal, en el caso español hay una
inexistencia de instituciones centrales en cuya composición y
actividad intervengan de alguna manera entidades supraestatales:
cámara legislativa, gobierno federal, banco público federal, tribu-
nal constitucional o tribunal superior, por ejemplo. O la existen-
cia de un tribunal central o federal con atribuciones para decidir
sobre los conflictos que enfrentan a la federación con los Estados y
los Estados entre sí. Quizás también sería un camino interesante a
transitar. Finalmente, queda comentar que la distribución de com-
petencias las fija la Constitución y los estatutos, y que la reforma de
estos solamente puede hacerse mediante el acuerdo. Por lo tanto,
es necesaria mucha política que ha estado ausente en los citados
gobiernos recentralizadores.

134 | Gemma Ubasart-González
Fuerzas de cambio y frentepopulismo

Esta dimensión no solo es importante con relación a la crisis de con-


senso que provoca el modelo autonómico y que pone en cuestión la
legitimidad del sistema político; es muy relevante tenerla en cuenta
también a la hora de tejer sujetos de cambio. La realidad plural y
plurinacional del Estado hace necesarias unas fuerzas de cambio
que consigan articular un frentepopulismo que tenga en cuenta la
diversidad de realidades culturales y nacionales, así como también,
de culturas políticas y organizativas de cada territorio. Superado el
largo e intenso ciclo electoral que empieza con las elecciones euro-
peas en mayo de 2014 y que termina con la investidura de Rajoy el
30 de octubre de 2016, la maquinaria electoral –construida por Pode-
mos y por otras experiencias municipales y nacionales6 – puede dar
paso a crear sujeto(s) con capacidad de generar nuevas hegemonías
en el ámbito social y cultural, y también de construirse como bloque
con capacidad y solvencia para asumir el poder político a medio
plazo. Esto último va a ser posible con un buen trabajo en el ámbito
institucional, a la vez que sumando “inteligencia”, expertos y profe-
sionales comprometidos con políticas de progreso.
Construir frentepopulismo, partir de la hipótesis populista pero
ir más allá, no es solamente caminar hacia el federalismo o con-
federalismo de las fuerzas políticas del cambio, que también es
importante. De hecho, Podemos tiene el reto de descentralizarse,
pero en algunos territorios, que coinciden en parte con aquellos
que tienen un carácter nacional propio y/o importantes demandas
de autogobierno y un subsistema de partidos propio las fuerzas del
cambio no se limitan a la organización Podemos. Se trata de hibri-
daciones más complejas y plurales que articulan sujetos individua-
les o colectivos de procedencias diversas, algunos identificados con
Podemos, otros con otras identidades. Se encuentran radicados en
territorios que tienen dinámicas políticas propias, con un tejido aso-
ciativo relevante, y por lo tanto también actores propios. Los casos

6 Barcelona en Comú, Ahora Madrid, Mareas en Galicia, En Comú Podem en


Catalunya… Y de manera más incipiente la alianza entre Compromís y Podem
en el País Valencià y MES y Podem en las Illes Balears.

Periferias, plurinacionalidad y frentepopulismo | 135


más paradigmáticos son Galicia o Cataluña. La opinión pública de
estos territorios ya los considera como sujetos con lógica propia.
Se identifica la importancia de liderazgos radicados en el territorio,
la presencia de organizaciones políticas más clásicas pero que ya
habían transitado un camino hacia la “nueva política”, la tradición
municipalista y el ensayo de experiencias de unidad popular previas
a la irrupción de la crisis, sobretodo, en el caso catalán (Ubasart-Gon-
zález, 2012 y 2016).
El reto, pues, no pasa tanto por resolver la clásica disyuntiva orga-
nizativa para articular en todo el territorio una fuerza política, con
sus debates alrededor de una fórmula más centralista, federalista o
confederalista. El desafío pasa por mantener la potencia populista
articulando organización(es) según peculiaridades propias de cada
territorio. Y por eso es necesario comprender el carácter plural y
plurinacional de la realidad española, porque una misma organi-
zación en un territorio tan diverso puede simplificar y no captar la
complejidad social, política y sobretodo cultural, y por lo tanto des-
activar la potencia de la herramienta de intervención. Así pues, las
fuerzas del cambio pueden encontrar buenos resultados actuando en
forma de red, cooperando, sumando y multiplicando. Es en este sen-
tido que hablamos de frentepopulismo, y además lo hacemos en un
doble nivel: en un primero, reconociendo que puede haber sujetos
distintos en el territorio plural, dependiendo del carácter nacional
de cada uno de ellos, pero sujetos con articulación entre sí; en un
segundo, reconociendo que en algunos territorios, el mismo sujeto
nacional (por ejemplo, En Comú Podem en Cataluña o En Marea en
Galicia) ya tiene una lógica interna diversa, de frentepopulismo. En
definitiva, frentepopulismo coordinando diversos espacios y frente-
populismo dentro de un espacio.
Cabe apuntar que la activación populista no es nueva: en los
momentos de la historia española con alto contenido disruptivo
se han desarrollado experiencias populistas (Ucelay Da Cal, 1982).
Sin ir más lejos, aquellas iniciativas transformadoras construidas
en la II República o en el tardofranquismo. En algunos territorios,
con un carácter frentepopulista más marcado (el caso de Cataluña,
por ejemplo, sobre todo con la creación de la transversal y a la vez
mezcla de actores sociales y políticos: la Assemblea de Catalunya).

136 | Gemma Ubasart-González
También cabría tener en cuenta la historia para comprender que los
cambios culturales y políticos no son uniformes ni llegan todos a la
vez. Podríamos hablar de la existencia de un patrón histórico desde
el siglo XIX: el cambio ha llegado primero y ha tenido mayor impacto
en las áreas urbanas y en los llamados territorios “periféricos”; y
es en estos lugares donde la radicación subjetiva se produce antes.
Este patrón lo podemos visualizar también en la actualidad cuando
analizamos los resultados electorales.
Si observamos los resultados de las elecciones generales de 2015
y 2016, vemos que en algunos territorios Podemos ya ha hecho el
sorpasso al PSOE: País Vasco, Navarra, Cataluña, País Valenciano y
Comunidad de Madrid. Justo el patrón que comentábamos: urbano y
“periferias”.Coincide también con aquellos territorios en los que los
socialistas mayoritariamente no estaban de acuerdo con abstenerse
en la votación de investidura del candidato del PP, Mariano Rajoy
(Panedés, 2016). Cabe decir que, a excepción de la Comunidad de
Madrid, tienen de manera más o menos intensa un sentimiento
nacional diverso al español y en los últimos años se ha acentuado su
voluntad de autogobierno. Desde un punto de vista estático, algunos
analistas han visto en esta composición de resultados un límite a la
ampliación de voto de Podemos (León, 2016; Vallespín, 2016). Para
ellos el hecho de que Podemos haya apostado, tanto desde un punto
de vista sustantivo –modelo de Estado– como organizativo –modelo
de partido(s)–, por la plurinacionalidad supone un freno. De esta
manera, lo que sería una potencialidad (la concentración de voto en
las periferias) a la vez funcionaría como debilidad (la dificultad de
conseguir voto de izquierdas en otros territorios).
Ahora bien, cuando el análisis se realiza desde una perspectiva
dinámica, la valoración puede ser diversa. Conviene comprender
los patrones históricos antes citados. El cambio no llega de golpe,
y es normal que en algunos territorios la recepción de lo nuevo
se haga de forma más rápida que en otros. Introducir este vector
puede ayudar a entender porqué Podemos y confluencias se con-
solidan antes en algunos territorios. A medida que pase el tiempo
y vaya cambiando la cultura política de la ciudadanía, pero tam-
biénla estructura social, a las fuerzas del cambio puede que les
quede camino para recorrer. Más que un límite, esta distribución de

Periferias, plurinacionalidad y frentepopulismo | 137


votante puede presentarse como una potencialidad con el paso de
los años.
Llegados hasta aquí, conviene recuperar la diferencia entre el
debate sobre la descentralización y el de la plurinacionalidad. La
novedad que plantea el modelo territorial-nacional de Podemos y
confluencias es haber puesto el acento en la diversidad de proyectos
nacionales en el Estado y no tanto en la descentralización (como han
hecho los partidos del 78). De esta manera, es plenamente posible
introducir el vector asimetría a la hora de pensar modelos de Estado
que pueden ser más funcionales para todos. Este hecho permite la
convivencia de sentimientos nacionales y grados de descentraliza-
ción diversos, y admite la voluntad centralizadora de una parte de
territorios que asumieron competencias no por voluntad sino por
obligación después del 23-F y la apuesta por el “café para todos”,
a la vez que también la voluntad descentralizadora. Además, cabe
considerar que la experiencia de Podemos no solo se limita a tomar
por dado lo que hay, sino que busca construir una nueva hegemonía.
La hipótesis populista necesita de la creación de un nuevo sentido
común, y uno de los componentes que ha estado presente en este
proceso es el de la plurinacionalidad. Por esto, la cultura política
de los ciudadanos seducidos por la propuesta que plantea Podemos
también ha mutado en el debate en cuestión. Un ejemplo muy claro:
en una encuesta realizada después del ciclo electoral, preguntados
sobre si en Cataluña debe realizarse un referéndum sobre la inde-
pendencia, un 84% de los votantes de Podemos y confluencias mos-
traban su acuerdo.
Finalmente, y en el plano más organizativo, y frente a aquello que
algunos entienden por “refeudalización” de la izquierda y su nega-
tivo impacto que puede tener un efecto centrípeto (Vallespín, 2016)
o la dificultad que puede comportar el hecho de que los “líderes
territoriales” hayan ganado peso (León, 2016); en un mundo com-
plejo como el actual y en un momento de ruptura de los principales
consensos de la transición (también el modelo autonómico) quizás
la propuesta de construcción de sujetos de cambio solo puede rea-
lizarse desde la pluralidad y la plurinacionalidad, desde un fren-
tepopulismo complejo pero productivo. Si la realidad ha mutado

138 | Gemma Ubasart-González
radicalmente, solo asumiendo apuestas radicales podrá construirse
un futuro de progreso.

Bibliografía

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Periferias, plurinacionalidad y frentepopulismo | 139


Etnicidad, esencialismos de izquierda
y democracia radical

José Antonio Figueroa*

Introducción

Las sociedades latinoamericanas lideraron, en los últimos años,


una gran movilización contra el neoliberalismo que se impuso en la
región desde los años 70 del siglo pasado. Varias décadas de movi-
lizaciones realizadas en el contexto de una despiadada represión
estatal y paraestatal, y en medio de la crisis y caída del socialismo
real dominante en la Europa del Este, permitieron que a partir de
1999 la izquierda llegara al poder en un importante número de paí-
ses latinoamericanos, empezando por el ascenso del coronel Hugo
Chávez a la presidencia de Venezuela.
La llegada de la izquierda latinoamericana al Estado abrió una
serie de interrogantes acerca de la gestión de gobierno por parte de
movimientos y partidos que habían estado principalmente ubica-
dos en la oposición y habían hecho de la resistencia una de sus
armas políticas más eficientes. El triunfo electoral de la izquierda
que pronto cubrió a países como Bolivia, Ecuador, Brasil, Argentina,
Nicaragua, Uruguay y Paraguay −que terminó en un desafortunado
golpe de Estado−, ha dado inicio a una serie de transformaciones
sin precedentes en la historia continental: se han diseñado nuevos
mecanismos de alianza regional que han logrado controlar la expan-
sión norteamericana y consolidar un sentido de soberanía nunca
antes visto en la región, se ha hecho una inversión social en campos
como la educación y la salud y se han implementado medidas enca-
minadas a la reducción de la pobreza sin precedentes en la historia.
Hablando en específico de Ecuador, a partir de las nuevas reglas
de juego establecidas desde la promulgación de la Constitución de

* Doctor en Antropología, Literatura Hispanoamericana y Estudios Culturales.


Profesor agregado en la Facultad de Artes Universidad Central de Ecuador.

  |  141
Montecristi en 2008, se dieron transformaciones fundamentales en
el campo de la justicia, la educación y la salud; hubo significativos
avances en la construcción de una infraestructura de escuelas, hos-
pitales y carreteras que apunta hacia un nuevo modelo de integra-
ción política y económica; el Estado ha logrado imponer en muchos
sentidos sus intereses en las negociaciones petroleras y mineras
con las transnacionales; se están dando pasos significativos hacia
el logro de la soberanía energética; se ha avanzado en el control del
monopolio privado de la comunicación mediante la ampliación del
acceso al espectro comunicacional hacia lo público y lo comunitario
y de la limitación al acceso a la comunicación a los poderes finan-
cieros. Entre otros logros, recientemente se ha aprobado, por parte
de la Asamblea, la Ley Orgánica de Recursos Hídricos que, junto a
la esperada Ley de Tierras y la Ley Orgánica de la Economía Popu-
lar y Solidaria, deberán convertirse en instrumentos que permitan
democratizar el acceso al agua, a las tierras y sustentar la soberanía
alimentaria, como una de las aspiraciones más sentidas de la pobla-
ción en general, y en particular de los sectores populares.
A pesar de estos significativos logros en los últimos años, un sec-
tor de la izquierda ha establecido un distanciamiento irreconcilia-
ble con el gobierno de Rafael Correa. Las distancias insalvables de
la oposición de izquierda de momento no significan un evidente
riesgo electoral para el gobierno, pero sí señalan la aparición de un
escenario en el que se puede debilitar la presencia de los elemen-
tos progresistas necesarios en la elaboración e implementación de
una agenda democrática radical y, de hecho, pueden beneficiar a la
derecha existente no solo en la oposición, sino también en el pro-
pio gobierno: en las elecciones presidenciales de 2013, la opositora
Unidad Plurinacional de las Izquierdas (conformada por 10 movi-
mientos y partidos políticos liderados por el movimiento neoindi-
genista Pachakutik y el partido de tendencia maoísta, Movimiento
Popular Democrático [MPD] alcanzó un total de 280-539 votos que
representaron un magro 3,26% del total electoral. De otro lado, el
carácter de la oposición de los movimientos de izquierda aglutina-
dos en torno a la Unidad Plurinacional expresa en gran medida su
negativa a que el Estado controle elementos que fueron parte cen-
tral de su capital político: rechazan las regulaciones estatales de la

142 | José Antonio Figueroa


educación y la educación intercultural bilingüe, las nuevas regula-
ciones del manejo de aguas, la decisión de propiciar la extracción y
a la explotación minera con un estricto control de la minería ilegal;
ante el fracaso de una de las aspiraciones más importantes de los
sectores ambientalistas –la iniciativa ITT–, por el desinterés de la
comunidad internacional en compensar a Ecuador con una parte de
los beneficios económicos que no se obtendrían de haber dejado los
recursos petroleros bajo tierra en una región amazónica, el gobierno
tomó la decisión de explotar los recursos petroleros con los mayores
avances técnicos que permitan mitigar al máximo los efectos de la
explotación, y la negativa a la explotación se convirtió en una de las
principales banderas de la oposición de izquierda. En otros casos,
la oposición se justifica sosteniendo que el gobierno de Correa ha
abandonado los ideales de izquierda porque no ha transformado las
estructuras económicas tradicionales y no es más que una renova-
ción de un capitalismo centrado en el Estado y con cierto énfasis en
lo social.
Como veremos a lo largo de este trabajo, el principal eje de aglu-
tinación del discurso de izquierdas ha sido el sector indígena que,
en las últimas décadas, ha jugado un papel análogo al de los obreros,
los campesinos o los sectores marginales que en distintas coyuntu-
ras del siglo XX fueron identificados como las vanguardias privi-
legiadas o como la encarnación esencial de un modelo político y
económico radicalmente distinto de sociedad y de humanidad. A
partir de la crítica que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe formulan
al esencialismo de izquierda, quisiera mostrar cómo la izquierda ha
contribuido a crear una imagen esencialista del indígena, análoga
a la que construyó sobre otros sectores sociales; y mostrar también
algunos de los problemas que se derivan de esta imagen en la cons-
trucción de una democracia radical de base popular. La perspectiva
de Laclau y Mouffe, enfocada principalmente en explorar las impli-
caciones que ha tenido para la izquierda el esencialismo basado
en la noción de clase, se enriquecerá con perspectivas críticas que
muestran cómo el esencialismo étnico debilita la conformación de
bloques populares y la construcción de una democracia radical.

Etnicidad, esencialismos de izquierda y democracia radical | 143


Laclau, Mouffe: el esencialismo y sus críticas

Una de las preocupaciones centrales de Laclau y Mouffe es la inda-


gación en las raíces autoritarias de la izquierda. La publicación del
libro Hegemonía y estrategia socialista, en 1985, coincidió con el
año en el que subió Gorbachov al poder en la hoy extinta Unión
Soviética, y cuando el neoliberalismo se erguía triunfante en el
mundo con el liderazgo de Ronald Reagan en Estados Unidos y Mar-
garet Thatcher en Gran Bretaña, mientras en Argentina –para dar un
ejemplo de la región–, dos años antes, la dictadura había dado paso
al gobierno de Raúl Alfonsín, encargado de profundizar el neolibe-
ralismo impuesto por los militares.
El ascenso de Gorbachov y la consolidación del neoliberalismo
señalaban los claros límites a los que había llegado el denominado
socialismo real y el pensamiento de izquierdas sufría una de las
mayores crisis que conduciría al fin del socialismo y de los parti-
dos comunistas en Europa. En este contexto, un gran contingente
de izquierdas optó por el nihilismo posmoderno, mientras la movi-
lización contra el neoliberalismo dejó de expresarse a través de las
formas convencionales de los partidos y los sindicatos y floreció
la resistencia de los movimientos sociales. En este sentido, la obra
de Laclau y Mouffe se coloca en el centro en el que confluyen el
agotamiento del socialismo real, petrificado por el autoritarismo y
la parálisis económica, el clamoroso triunfo del neoliberalismo, la
consolidación del posmodernismo y la crisis de los partidos cla-
sistas, sustituidos por una vigorosa presencia de los denominados
nuevos movimientos sociales.
Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de
la democracia ofrece un balance crítico de la historia de las ideas
de la izquierda que condujeron a su petrificación, y ofrece un marco
en el que se reconoce el carácter estructural de las transformacio-
nes del capitalismo que permitieron la aparición de nuevas lógi-
cas políticas y económicas a las que la izquierda no parece haber
respondido de la mejor manera. En este sentido, Laclau y Mouffe
reflexionan en torno al diseño de estrategias fundamentales para la
izquierda ante una nueva situación económica y política del capi-
talismo que había empezado desde mediados del siglo XIX y que se

144 | José Antonio Figueroa


había radicalizado luego de la Segunda Guerra Mundial, como se
detallará seguidamente.
Para ambos autores, el tratamiento esencialista del paradigma de
clases es una de las principales razones que condujo al autorita-
rismo de izquierda y a la paralización que se evidenció en la década
de los 80, tanto en el denominado socialismo real como en el pen-
samiento de las izquierdas. El esencialismo de clases forma parte
constitutiva de una tradición marxista que solo se rompe a partir de
la obra de Antonio Gramsci y se expresa en la convicción de que las
clases se definen como grupos con esencias comunes que resultan
de su posicionamiento ante la esfera económica y que tienen un
carácter inmodificable. A partir del uso de las categorías de origen
hegeliano, de la clase en sí y la clase para sí, el esencialismo supone
que el socialismo o la lucha por el socialismo es el camino inequí-
voco hacia la realización de la esencia de clase del proletariado, que
puede lograrse en el presente o en el futuro. La ortodoxia marxista
ha definido la identidad esencial de la clase de manera apriorística
y cuando no hay evidencia empírica que la apoye, ha apelado a la
noción de las etapas o a la teoría de una identidad espuria represen-
tada por otro sector social.
Laclau y Mouffe contrarrestaron el esencialismo de clase a través
de una exploración pormenorizada sobre la hegemonía y para esto
tomaron algunas referencias históricas que mostraban los límites de
la noción de clase como categoría apriorística: en primer lugar las
transformaciones que ocurrieron en el capitalismo desde mediados
del siglo XIX y que permitieron la inexorable entrada de los secto-
res populares en los países del capitalismo central a los beneficios
generados por la modernidad burguesa. Esta nueva lógica puso en
cuestionamiento la premisa marxista de la existencia de dos cla-
ses atravesadas por un antagonismo esencial. Otro momento sobre
el que reflexionan es el de la revolución rusa y la pluralidad de
los actores que la llevaron a cabo, así como la política de frentes
populares que tuvo su apogeo en el contexto de la lucha contra el
fascismo y su expresión en bloques multiclasistas que encontraron
en esa lucha un objetivo que les permitió trabajar de manera articu-
lada. La otra experiencia histórica que inspira en general la obra de
Laclau es el populismo latinoamericano, generalmente denostado

Etnicidad, esencialismos de izquierda y democracia radical | 145


como un fenómeno espurio en muchos análisis políticos tanto de
derecha como de izquierda, al que Laclau y Mouffe describen como
un paradigma de multiclasismo que permite mostrar que las dife-
rencias entre los sectores sociales, incluso de carácter económico,
no necesariamente son antagonismos. El populismo también mues-
tra cómo una multiplicidad de intereses políticos y económicos de
los distintos movimientos puede converger en puntos que constru-
yen una plataforma común, a pesar de las diferencias de los que
conforman el bloque popular.
Laclau y Mouffe privilegian la negociación política antes que
el determinismo económico al momento de describir las alianzas
multiclasistas; sin embargo, no niegan que las alianzas puedan
articularse en torno a la noción de clase, pero esto no se da por
la posición “objetiva” que ocupen las clases, sino por la capacidad
que eventualmente tengan de permitir que las alianzas se hagan en
torno a ellas. En la conformación de los bloques de aliados, Laclau y
Mouffe priorizan el elemento político sobre la posición económica,
lo que abre un amplio campo de posibilidades: las identidades y
las alianzas políticas tienen un alto grado de indeterminación y de
eventualidad que se reduce solo en la medida en que alguno de los
estamentos tenga capacidad de que sus reclamos o intereses par-
ticulares alcancen a ser asumidos por los otros sectores. El logro que
tiene un estamento o un sector −que normalmente es de carácter
multiclasista− depende de la capacidad que tenga de posibilitar que
su reclamo sea equivalente al reclamo de otros sectores particulares.
La construcción de escenarios comunes que resultan de las equi-
valencias de los reclamos de unos sectores con otros es, de hecho,
una reelaboración de la Teoría de la hegemonía de Gramsci, que
constituye una de las fuentes más importantes para Laclau y Mou-
ffe. De igual manera, la noción de hegemonía es una valorización de
la política y un reconocimiento de que la construcción de los acto-
res políticos es una experiencia que se da por fuera de la determina-
ción económica. Para Laclau y Mouffe, la política se da en el campo
sobre-determinado de lo simbólico, en este sentido, reconocen la
importancia que tienen para Gramsci, entre otros, los distintos cam-
pos de la cultura, la educación, la profesionalización y las artes,
como ámbitos que han permitido que la burguesía haya logrado

146 | José Antonio Figueroa


hacer de su interés particular un interés general. Sin embargo, cues-
tionan el papel que el marxista italiano otorga a las clases como
lugar privilegiado de construcción de la hegemonía y abren la posi-
bilidad de que en el bloque popular cualquier sector social pueda
ser hegemónico en la medida en que traduzca las diferencias y con-
tradicciones en antagonismos y en que pueda hacer su reclamo par-
ticular como equivalente a los reclamos particulares esgrimidos por
otros sectores populares.
De otro lado, la noción de la política y de la negociación como un
campo simbólico atravesado por las incertidumbres, que sustituye
a la creencia en la identidad objetiva de las clases por su posición
económica y de la infalible realización de la esencia proletaria en el
socialismo, permite ver que no es una anomalía el hecho de que los
sectores retardatarios se conviertan en hegemónicos en la medida
en que sean capaces de articular los intereses de otros sectores; en
un escenario donde se da igual importancia a la posibilidad de la
hegemonía por parte de sectores más retardatarios o más progresis-
tas de la burguesía, así como por sectores más retardatarios o más
progresistas de los bloques populares, queda claro que la política es
un campo en permanente disputa, sin un fin determinado de ante-
mano, como suponen los esencialistas.
De igual manera, las nociones de hegemonía, antagonismo y arti-
culación representan un rescate y una revaloración de la política, el
humanismo y la modernidad como experiencias cruciales que han
sufrido los efectos de una ofensiva del posmodernismo y del neo-
liberalismo: para Laclau y Mouffe, la modernidad y el humanismo
son las condiciones de existencia de la política porque son las que
permiten que las contradicciones se conviertan en antagonismos, ya
que al mostrar que el mundo es un orden producido por la sociedad
y no un orden recibido de los dioses o la tradición, cualquier pri-
vilegio puede ser puesto en cuestionamiento o defendido mediante
el uso de los medios culturales o la violencia, o, dicho en otros tér-
minos, mediante el uso de la persuasión o de la coerción, lo que
constituye las dos caras de la hegemonía.
En 2005, con la publicación del libro La razón populista, Laclau
dirigió de manera decidida los esfuerzos teóricos que había desarro-
llado en Hegemonía y estrategia socialista hacia el estudio del

Etnicidad, esencialismos de izquierda y democracia radical | 147


populismo. En su estudio, muestra cómo el populismo constituye
una experiencia privilegiada para mostrar la indeterminación de
lo social y el peso de la contingencia en vez del inexorable cum-
plimiento de un destino por parte de alguna clase concebida como
esencial. El populismo también muestra empíricamente cómo se
construyen los procesos hegemónicos cuando ciertos sectores par-
ticulares pueden articular las demandas de otros sectores, mediante
el establecimiento de equivalencias entre las distintas demandas. De
otro lado, la indefinición y vaguedad propias del populismo ejem-
plifican la existencia de un significante vacío que es disputado por
los distintos actores políticos, mostrando la riqueza y complejidad
en la disputa por la hegemonía.
Otra importante contribución de la obra sobre populismo es la
crítica a los enfoques clásicos que desde el siglo XIX catalogan al
populismo como una aberración irracional o una patología social.
En este sentido, la obra de Laclau y Mouffe contribuye a rescatar el
racionalismo y la modernidad como condiciones fundantes de la
política y el rescate de los elementos emancipatorios de la moder-
nidad constituye una de sus más importantes contribuciones en
un contexto en el cual la profundidad de la crisis de la izquierda
europea y la expansión del neoliberalismo condujo a que un amplio
sector de la izquierda abrazara la irracionalidad posmoderna, ins-
pirada en muchos sentidos en el devastador balance que Foucault
hizo del humanismo y de la modernidad. Laclau y Mouffe recono-
cen que el humanismo −es decir, todo el proceso iniciado por la
modernidad que permitió el desplazamiento de Dios y la colocación
de lo “humano” en el centro del devenir social− es una condición
indispensable para una política que permita una democracia radi-
cal. También reconocen, al igual que Foucault, que la modernidad y
el humanismo tienen un carácter provisional pero, a diferencia del
filósofo francés, sostienen que el análisis de las condiciones histó-
ricas de su aparición y el reconocimiento de su vulnerabilidad obli-
gan a diseñar una defensa eficaz y sin ilusiones de la modernidad y
el humanismo ante la ofensiva posmoderna (Figueroa, 2009).
Seguidamente, quisiera mostrar cómo la crítica al esencialismo y
el rescate de la política, del humanismo y de una modernidad crítica
por parte de Laclau y Mouffe, ofrecen herramientas que permiten

148 | José Antonio Figueroa


identificar una serie de problemáticas planteadas para la construc-
ción de una democracia radical, el esencialismo étnico impulsado
por la oposición de izquierda y un sector de la dirigencia indígena
de Ecuador.

Del esencialismo de clases al esencialismo étnico:


oposición de izquierda y movimiento indígena en Ecuador

El intelectual quechua Floresmilo Simbaña (2009), propone una


periodización del surgimiento y declive del movimiento indígena
ecuatoriano, y muestra cómo a partir de los años 90, un vigoroso
movimiento empezó a sufrir un proceso en el que la política fue
sustituida por un esencialismo basado en la cultura. En su trabajo,
sostiene que a partir de la represión llevada a cabo por el caudillo
ultra conservador Gabriel García Moreno contra los movimientos
independentistas indígenas de 1873, y que culminaron con la ejecu-
ción de los líderes Fernando Daquilema y Manuela León, las luchas
del movimiento indígena ecuatoriano se insertan claramente den-
tro de las fronteras políticas del Estado-nacional en formación. Al
periodizar la movilización política indígena que ocurre luego de la
represión de García Moreno, sobresalen tres momentos claves: el
primero al que cataloga como de unificación, comprendido entre los
años 30 del siglo XX y la primera reforma agraria de 1964, cuando la
movilización se da principalmente contra el modelo hacendatario y
el movimiento indígena tuvo una clara articulación con los partidos
socialista y comunista; el segundo momento, lo ubica entre 1964 y
1990, cuando la crisis de los partidos de izquierda, expresada en
el absoluto desconocimiento de las especificidades del sector indí-
gena, motivó el aparecimiento de movimientos que reclamaban una
mayor autonomía de los partidos de la izquierda. El tercer momento
ocurre a partir de 1990, año del levantamiento del Inti Raymi, que
puede ser considerado uno de los más importantes movimientos
indígenas del siglo XX. La década de los 90 marca un momento de
profundización de la crisis de la izquierda que termina con el fin
del socialismo real en Europa y muchos sectores de la izquierda
empiezan a apoyar al movimiento indígena que, si bien había
expresado una gran capacidad de movilización, se encontraba

Etnicidad, esencialismos de izquierda y democracia radical | 149


atravesado por serias contradicciones internas y especialmente
por la negación de la perspectiva socialista y por el dominio que
empezaron a tener “…corrientes antropológicas que devinieron en
etnocentristas” (Simbaña, 2009: 163).
Es importante reflexionar sobre el papel de las corrientes antro-
pológicas a las que hace referencia Simbaña, porque evidencian una
contradicción entre las imágenes esencialistas de orden cultural
que crean esas corrientes, con la real operación política del movi-
miento indígena. El levantamiento de 1990 mostró por primera vez
una presencia nacional del movimiento y desde entonces salieron
a flote una serie de tensiones y tendencias divergentes: la presencia
de sectores que apostaban por ampliar el éxito político hacia la par-
ticipación electoral, junto a sectores que apostaban por el abstencio-
nismo y que privilegiaron la movilización; la presencia de sectores
que apostaban por crear una alianza popular con otros movimien-
tos populares, junto a otros que apoyaban la consolidación de la
autonomía étnica; igualmente, la construcción de una organización
como la Confederación Nacional de Indígenas de Ecuador (CONAIE)
hizo que el movimiento indígena organizado tuviera presencia en
la costa, en la sierra y en la Amazonia, lo que significaba una pre-
sencia en todas las regiones del país, con la única excepción de las
islas Galápagos. Esta cobertura nacional de la organización indígena
hizo que a su interior se visibilizaran las dinámicas, las tensiones
y las divisiones propias de los niveles locales y regionales. Como
veremos en detalle, en algunos casos sectores de la organización
apoyan propuestas electorales que responden a tendencias locales
o regionales que no necesariamente coinciden con las directrices
nacionales, sino a las dinámicas del movimiento indígena local.
La visibilidad política alcanzada por la CONAIE a partir del levan-
tamiento de 1990, junto a la crisis de los sectores clasistas de la
izquierda golpeados por la caída del socialismo real en Europa,
estimularon la fundación, en 1995, del Movimiento de Unidad Plu-
rinacional Pachakutik - Nuevo País (MUPP-NP) que jugó un papel pro-
tagónico en la política ecuatoriana hasta los primeros años del siglo
XXI. El MUP-NP protagonizó la movilización política que condujo a la
caída de los expresidentes neoliberales Abdalá Bucaram, en 1996, y
Jamil Mahuad, en 2000, y formó parte del tumultuoso gobierno del

150 | José Antonio Figueroa


coronel Lucio Gutiérrez en 2003. Pachakutik estuvo liderado por
la CONAIE y por la organización indígena de segundo grado Ecua-
dor Runacunapaj Riccharimui (ECUARUNARI), y en su conformación
estuvieron un sector de los trabajadores de los sectores estratégicos,
socialistas, comunistas y extrotskistas, y movimientos sociales de
mujeres, ecologistas y sectores de base de la teología de la liberación
(Freidenberg y Alcántara, 2001).
A un año de su fundación, Pachakutik participó en las elecciones
con candidatos para la presidencia, la vicepresidencia, la diputa-
ción nacional y provincial, para las alcaldías, prefecturas, conceja-
lías cantonales y provinciales y, sorpresivamente, alcanzó más del
20% de la votación nacional y se constituyó en la tercera fuerza
política del país (Freidenberg y Alcántara, op. cit.). Luego de ocupar
un papel clave en el derrocamiento de Bucaram en 1997, la CONAIE
y Pachakutik, que ya era identificado como el movimiento político
de la CONAIE, tuvieron un papel protagónico en la elaboración de la
Constitución promulgada en 1999, a partir de la formación de una
alianza, denominada Concertación Democrática, entre Pachakutik
y sectores social demócratas de la izquierda democrática y del
Partido Socialista Frente Amplio de la izquierda (Freidenberg y
Alcántara, op. cit.).
El debilitamiento político de Pachakutik empezó a evidenciarse
desde su participación en el gobierno de Lucio Gutiérrez y por la
incapacidad estructural que tuvo para dirigir un frente popular
amplio, lo que ocurrió en gran medida porque a su interior primaron
los intereses corporativos de los sectores etnicistas. La conforma-
ción de la Concertación Democrática permitió que la Constitución
de 1999 introdujera demandas del movimiento indígena como la
declaratoria de la plurinacionalidad, pero no logró avances hacia
las transformaciones estructurales del país, en gran medida, porque
Pachakutik privilegió las demandas étnicas antes que las demandas
plurales de la Concertación (Freidenberg y Alcántara, op. cit.).
La participación en el gobierno de Gutiérrez fue aún más com-
pleja: como sostiene Carvajal (2004), la alianza de Pachakutik con
Sociedad Patriótica empieza en el momento en que los indígenas y
los militares protagonizan el derrocamiento de Mahuad. La parti-
cipación de los militares fue vista de manera positiva por muchos

Etnicidad, esencialismos de izquierda y democracia radical | 151


sectores progresistas que la identificaron con el giro a la izquierda
que empezaba a ocurrir con la llegada al poder de Hugo Chávez y
Lula da Silva. El movimiento indígena se alió a lo que se consi-
deraba un sector progresista de las Fuerzas Armadas con miras a
construir una gran alianza con base social que apuntara a resolver
los problemas estructurales de la realidad política ecuatoriana que
habían conducido a la gran inestabilidad de la década de los 90. Las
aspiraciones y las promesas resultaban atractivas para un posible
bloque popular articulado en torno a la
lucha contra la corrupción, recuperación de recursos de los
deudores de la AGD4, promoción de amplios acuerdos nacio-
nales, reforma del Estado, principalmente del Congreso y del
sistema de administración de justicia, modificación del sis-
tema de renovaciones de organismos públicos a través de la
representación de los partido tradicionales, privilegio de las
inversiones sociales, recuperación de la producción nacional,
apoyo a las micro-empresas, reducción de las tasas de interés
y soberanía en las negociaciones con los organismos multi-
laterales, consolidación de la participación indígena en las
instituciones públicas, como parte de su estrategia política de
democratización del Estado. En política exterior, se planteó
la independencia frente al Plan Colombia y oposición a toda
forma de intervención militar en la región. (Carvajal, 2004: 7)

El carácter neoliberal, el nepotismo y la corrupción del gobierno


de Gutiérrez se manifestaron de manera inmediata a su posesión, no
obstante haber entregado cuotas burocráticas a sus aliados indíge-
nas, cuya participación en el gobierno se caracterizó por la ausencia
de un plan político (Carvajal, 2004; Becker, 2011) ya que mantuvie-
ron durante algunos meses una ambigüedad sobre la continuidad
o no de su apoyo al gobierno; una vez la alianza terminó, un sector
del movimiento indígena continuó dando su apoyo a Gutiérrez, en
lo que al parecer jugó un papel importante la coincidencia con el
origen amazónico del presidente de los dirigentes que continuaron
apoyándolo. De acuerdo con Hernández (2004), durante el gobierno
de Gutiérrez, Pachakutik entró en un proceso de regateo burocrático
y hubo un abandono de la disputa de sentido y de la direccionalidad

152 | José Antonio Figueroa


del gobierno. Cuando terminó la alianza, la relación entre indíge-
nas y mestizos al interior del movimiento resultó la más deteriorada
ya que un sector indígena culpó a la presencia mestiza dentro del
movimiento como la responsable del fracaso de toda la experiencia
política. Por su lado, la participación de Pachakutik en el gobierno
de Gutiérrez hizo que el liderazgo de oposición que había ocupado
el movimiento indígena en los levantamientos que terminaron con
los gobiernos de Abdalá Bucaram y Jamil Mahuad, fuera ocupado
por sectores de clase media urbana, identificados como “forajidos”,
por el epíteto que sobre ellos lanzó el coronel Gutiérrez en uno de
los álgidos momentos de la insurrección que terminaría derribán-
dolo del poder.
Los sectores de clase media representados en el “forajidismo”
cumplieron un papel fundamental en el triunfo electoral de Rafael
Correa que le permitió su llegada a la presidencia, pero también los
sectores de la izquierda próximos a Pachakutik y a otros partidos de
izquierda, como el maoísta Movimiento Popular Democrático y una
facción del Partido Socialista, que terminarían luego en el sector
que conformaría el bloque de izquierda opositor a Correa.
Seguidamente, quisiera mostrar cómo este sector ha venido
homogenizando su discurso de oposición en torno a una serie de
imágenes esencialistas sobre las nacionalidades y pueblos indíge-
nas, y cómo el abandono del gobierno de un sector de la izquierda
puede debilitar las opciones de construcción de un bloque popular
fundamental para una democracia radical.

Estado e indígenas: el esencialismo de izquierda


y la negación de la hegemonía

En esta sección quiero mostrar cómo la construcción de un esen-


cialismo étnico por parte de la oposición de izquierda coincide
con varios de los señalamientos hechos por Laclau y Mouffe res-
pecto al esencialismo de clases. El esencialismo étnico de la opo-
sición de izquierda permite mostrar el impacto de las “corrientes
antropológicas” señaladas por Simbaña (2009), tanto en el debili-
tamiento de la construcción de una hegemonía popular como en la
consolidación de la exclusión económica y política de los pueblos

Etnicidad, esencialismos de izquierda y democracia radical | 153


y nacionalidades. Los principales argumentos de la oposición de
izquierda sostienen que la intervención del Estado representa una
cooptación de los movimientos sociales y un debilitamiento de su
experiencia libertaria y estos argumentos se han construido sobre
una imagen esencialmente anti-estatista de los movimientos socia-
les que se radicaliza en el caso de las imágenes sobre los movimien-
tos étnicos.
Como señalan Laclau y Mouffe, el cambio del capitalismo inter-
nacional de la posguerra consolidó la presencia de los trabajadores
en el mercado, lo que profundizó la crisis del paradigma de clases
así como la tendencia que desde el siglo XIX permitió que los recla-
mos políticos fueran articulados de manera creciente por los movi-
mientos sociales. La constatación de Laclau y Mouffe, sin embargo,
viene acompañada de un claro llamado de atención al hecho de que
el esencialismo de clases se traslade a otros sectores:
Muchos se han puesto a la búsqueda, a partir de los años 60,
de un nuevo sujeto revolucionario privilegiado que vendría
a reemplazar a la clase obrera, la cual habría fracasado en su
misión histórica de emancipación. Los movimientos ecologis-
tas, los movimientos estudiantiles, el feminismo y las masas
marginales, han sido los candidatos más populares para el
desempeño de este nuevo papel. Pero está claro que así no se
escapa a la problemática tradicional, sino que simplemente se
la desplaza. No hay posición privilegiada única a partir de la
cual se seguiría una continuidad uniforme de efectos que con-
cluirían por transformar a la sociedad en su conjunto. Todas
las luchas, tanto obreras como de los otros sujetos políticos
tienen, libradas a sí mismas, un carácter parcial, y pueden ser
articuladas en discursos muy diferentes. Es esta articulación
la que les da su carácter, no el lugar del que ellas provienen.
(Laclau y Mouffe, 1987:278)

La oposición de izquierda ha hecho del sector indígena el sujeto


privilegiado de su discurso; como veremos, en este caso el esencia-
lismo es incluso más radical que aquel que se basa en las premisas
de clase, en la medida en que el indígena es construido como “el
otro cultural” por excelencia y como la encarnación de la solución
no solo de la crisis del capitalismo, sino de la crisis del mundo

154 | José Antonio Figueroa


moderno y de la civilización occidental contemporánea. Las imá-
genes sobre el sector indígena de la oposición de izquierda coinci-
den con las imágenes construidas por las corrientes posmodernas
en las que el esencialismo étnico alcanza unos niveles casi paroxís-
ticos lo que, como veremos, no solo imposibilita la construcción
del bloque popular, sino que despolitiza al propio sector indígena
y consolida su exclusión al exotizarlo y construirlo como un sector
invulnerable a los efectos de la historia y del tiempo; de hecho, la
construcción del indígena como una esencia más allá del tiempo
puede constatarse en el vacío en las narrativas de la oposición de
izquierda de la compleja historia de Pachakutik de la que hemos
hecho algunas referencias.
El gobierno de Rafael Correa ha tenido como una de sus vetas más
importantes la recuperación del rol regulador del Estado, lo que ha
representado quizá la oposición más significativa al neoliberalismo.
En rigor, la descentralización y la entrega a manos privadas de áreas
estratégicas como la salud, la educación, los servicios públicos tele-
fónicos, de agua y electricidad, entre muchas de las áreas que fueron
privatizadas, fue un proceso que vino acompañado, desde fines de
los 70, por una campaña ideológica sin precedentes, en contra del
Estado y de la soberanía nacional. Sin embargo, la recuperación del
rol regulador del Estado asumida por los gobiernos actuales ha sido
leída por algunos teóricos de la oposición de izquierda como la evi-
dencia del fin de la era progresista y de la instalación de un nuevo
conservadurismo expresado en la implementación de una “… lógica
estatista, implacable, hostil a los movimientos, que busca fortalecer
el aparato estatal y que se asienta en las profusas burocracias esta-
tales” (Zibechi, 2009:190). Inspirado en Foucault, Zibechi establece
una dicotomía entre el Estado y los movimientos sociales; en su
perspectiva, el Estado representa la cooptación, la disciplina y la
implementación de planes sociales se convierte en un instrumento
de control biopolítico que se basa en la clasificación de las personas
por sus carencias, convirtiendo así a la política en algo irrelevante,
mientras con un toque de nostalgia añora los movimientos sociales
“del período anterior” a los gobiernos del denominado socialismo
del siglo XXI, cuando un conjunto de problemas comunes permitió

Etnicidad, esencialismos de izquierda y democracia radical | 155


el surgimiento de movimientos con formas flexibles de coordina-
ción (Zibechi, 2009: 193).
Por su parte, Hoetmer (2009), inspirado también en Foucault,
sostiene que el Estado es una maquinaria de dominación que se ha
adaptado a las transformaciones de la globalización y se ha con-
vertido en un sofisticado instrumento de control de los movimien-
tos sociales en la escala nacional, complementando las tendencias
supranacionales del neoliberalismo. Asimismo, en su criterio, los
movimientos son el lugar de mayor potencialidad de ejercicio de
la libertad porque tienen mayor sensibilidad a la opresión, mayor
grado de libertad de pensamiento y la más grande necesidad de cam-
bio. En un contexto de crisis civilizatoria que requiere un cambio de
época, el movimiento indígena ocupa un lugar fundamental y, al
comparar el movimiento zapatista de Chiapas con el movimiento
indígena ecuatoriano, los zapatistas tienen una especie de supe-
rioridad moral porque ni siquiera han elaborado estrategias para
la toma del Estado, mientras la participación del movimiento indí-
gena ecuatoriano en los procesos electorales y en la administración
del Estado le ha significado una “enorme pérdida de legitimidad y
apoyo” (Hoetmer, 2009: 103).
De igual manera, Pablo Ospina, uno de los más visibles represen-
tantes de la oposición de izquierda en Ecuador, también identifica la
recuperación del rol regulador del Estado como el doble proceso de
cooptación y represión de los movimientos sociales. Ospina declara
una radical oposición a la dirección que ha tomado el gobierno en
favor de la meritocracia como forma de debilitar las tendencias cor-
porativistas que caracterizaron muchas de las luchas lideradas por
los movimientos sociales y por partidos de izquierda en las últimas
décadas, y en su argumentación termina reivindicando los intereses
de los grupos corporativos que controlaron sectores claves de la eco-
nomía y la educación.
En el caso de la educación superior, Ospina critica lo que deno-
mina la utilización de criterios rígidos, estandarizados y convencio-
nales de “calidad” en los procesos de evaluación que se han venido
construyendo en los últimos años, así como la obligatoriedad, hasta
el 2017, de obtener el título de doctor por parte de los docentes
investigadores de las universidades y la existencia de pruebas

156 | José Antonio Figueroa


masivas estandarizadas para el ingreso a la universidad; como alter-
nativa a estas medidas propone “…por supuesto, permitir mecanis-
mos descentralizados de identificación de los estudiantes según su
preferencia, basados en entrevistas y ensayos, además de las prue-
bas que se consideren apropiadas para cada carrera y cada contexto
local” (Ospina. 2013: 186).
En el campo específico de la educación intercultural, Ospina
evoca las décadas anteriores en las que la CONAIE había logrado
“avances”, como los espacios de autonomía dentro del Estado cen-
tral expresados, por ejemplo, en la dirección de educación bilingüe
intercultural; critica la introducción de los méritos como meca-
nismo de participación de los profesionales indígenas en los órga-
nos de dirección de la educación intercultural bilingüe y favorece la
participación por cuotas de las organizaciones. A tono con el auto-
nomismo neoindigenista, Ospina está a favor de que los indígenas
puedan definir “a partir de sus propias autoridades, políticas nacio-
nales de su interés y competencia de acuerdo con su propia cosmo-
visión” (Ospina, 2013: 195).
En otros teóricos de la oposición de izquierda, el esencialismo
étnico alcanza niveles paroxísticos. Natalia Sierra, a través de un
discurso evocativo de la Escuela de Frankfurt, mediante el cual
interroga con desconcierto porqué un gobierno que, en su pers-
pectiva, representa una simple modernización del capitalismo, se
encuentra sin una vigorosa oposición de las mayorías, afirma que
la sociedad ecuatoriana está obnubilada por el fetiche del progreso.
Luego de identificar al gobierno de Correa como un ejemplo claro
de colonización del “mundo de la vida”, por la racionalización capi-
talista encarnada en el desarrollo y el progreso, considera que la
única opción está en los sustratos agrarios, encarnados en los gru-
pos ancestrales, donde se esconde la magia y los tejidos sociales y
comunitarios que pueden rescatar el mundo de la vida disuelto por
la racionalidad del capitalismo impulsado por Rafael Correa.
El enfoque y concepción de los teóricos de la oposición de
izquierda sobre los movimientos sociales y especialmente sobre el
indigenado y sus relaciones con el Estado, sintetizan muchos de los
problemas señalados por Laclau, respecto al esencialismo de cla-
ses: los enfoques presuponen que entre el Estado y los movimientos

Etnicidad, esencialismos de izquierda y democracia radical | 157


existen distancias ontológicas insalvables, cuando sostienen que
mientras el Estado representa la represión y la cooptación, los movi-
mientos encarnan la libertad. Como vimos, tanto la CONAIE como
Pachakutik son movimientos que desde su constitución han tenido
como referencia la lucha política por el control del Estado, o al menos
se han caracterizado por compartir algunas cuotas de su poder, lo
cual se evidencia de manera cotidiana en la lucha permanente de las
organizaciones indígenas por garantizar su presencia en los poderes
institucionales locales, a la vez que a su interior coexisten distintas
tendencias que apuestan de manera diferenciada por las opciones
de la izquierda o de la derecha, mientras algunas optan por una
relación con otros sectores populares, y otras por un purismo étnico.
Laclau y Mouffe, muestran la debilidad de las teorías que sostienen
que hay que profundizar la separación entre Estado y sociedad civil
porque consideran que toda forma de dominación se encarna solo
en el Estado, cuando “es claro que la sociedad civil también es la
sede de numerosas relaciones de opresión y, por consiguiente, de
antagonismos y luchas democráticas” (Laclau y Mouffe, 1987: 297).
De otro lado, términos como “cosmovisión” se han convertido
en un fetiche del culturalismo antropológico que denuncia Sim-
baña, porque sirve para afirmar la creencia de que los indígenas son
mónadas que construyen sus particularidades sin ningún vínculo
con otro movimiento o sector social. Esta perspectiva tampoco tiene
evidencia empírica como lo atestigua una compleja historia de rela-
ciones fluidas entre indígenas con mestizos, colonos y afroecuato-
rianos, así como un proceso de construcción de identidad política
que ha estado atravesado por la presencia de intelectuales metropo-
litanos e intelectuales nativos; sacerdotes, militantes de distintos
partidos de derecha e izquierda y miembros de ONG, entre otros. El
esencialismo étnico eleva a niveles paroxísticos el peligro señalado
por Laclau del esencialismo de clases que concibe que uno de los
sectores sociales pueda dar cuenta de la totalidad social y consti-
tuirse en su centro, negando el hecho de que la construcción de toda
práctica hegemónica se da solo mediante la apertura de lo social
y no puede ser reducida a la lógica de una fuerza social única. El
concepto de “cosmovisión” es quizá la mayor expresión de la des-
politización que se produce por el culturalismo ya que remite a una

158 | José Antonio Figueroa


noción de identidad cerrada, contraviniendo el carácter incompleto,
relacional y polisémico que tiene toda identidad; de igual manera,
es un concepto que construye a los indígenas no solo como cate-
gorías cerradas cultural y simbólicamente, sino que también crea
una oposición esencial entre indígenas y mestizos bajo la lógica de
víctimas y victimarios que imposibilita no solo la construcción de
cualquier posibilidad de alianza popular, sino que también alimenta
nuevas versiones de racismo.
En el caso de Catherine Walsh, en un trabajo publicado en 2007
retoma al intelectual nativista boliviano Fausto Reinaga quien
reclama que los indígenas no tengan “ni a Marx ni a Cristo” y sos-
tiene que la lucha de los indígenas viene de
muy lejos, desde el mismo momento en el que las hordas es-
pañolas invadieron la confederación de pueblos indo america-
nos. Nuestra lucha es contra todo los vestigios europeos… la
ley romana, el código napoleónico, la democracia francesa, el
marxismo-leninismo, todo lo que nos mantiene en dependen-
cia, en colonialismo, en la obscuridad sin permitirnos encon-
trar la luz. (Reinaga, 1970: 15, en Walsh, 2007: 226)

y propugna por
una noción de autonomía entendida como libertad de con-
trol de las Iglesias, de los hacendados, de los comerciantes
intermediarios y de los partidos políticos −incluidos los de
la izquierda− así como de las instituciones y de los modelos
dominantes del Estado y también como la concreción de pro-
yectos políticos que se materializan en lo social, lo económico
y lo político. (Walsh, 2007: 30 y 31)

En este caso, la intelectual metropolitana hace un llamado radi-


cal a la resistencia cultural en vez de a la construcción de una hege-
monía a partir de la presunción de que existe un indígena esencial
que se descubre a sí mismo una vez que se libra de todo lo que le
ha sido impuesto. En términos empíricos, la definición que Walsh
hace de indígenas y criollos-mestizos esencias irreconciliables, sim-
plifica la rica historia de las relaciones que no solo son relaciones
unilaterales de dominación, discriminación y racismo, sino que

Etnicidad, esencialismos de izquierda y democracia radical | 159


también han estado atravesadas por solidaridades políticas a la vez
que se ha mostrado que el mestizaje es una estrategia impulsada no
solo desde el poder, sino también desde los propios indígenas (De
la Cadena, 2004; Coronel, 2011; Arguedas, 1998; Minchom, 2007;
Figueroa, 2009).
Una simple mirada histórica permite ver que las alianzas entre
mestizos, indígenas y montubios han sido fundamentales en el pro-
ceso de democratización conseguido en eventos de singular impor-
tancia como la revolución liberal, las alianzas del movimiento
indígena con socialistas y comunistas como fue característico entre
los 30 y los 70, y que permitió una significativa ampliación de la
participación social y política de los sectores populares (Coronel,
op. cit.). De otro lado, como hemos visto, el mismo movimiento
Pachakutik no puede ser entendido sino desde una base popular
amplia en la que participaron obreros y campesinos mestizos, junto
a un movimiento indígena que tuvo en su momento un papel de
liderazgo. En este sentido, el uso maniqueo de la oposición mesti-
zo(criollo)-indígena puede devenir en una forma de racismo en la
que el mestizo y el indígena se constituyen como categorías esen-
ciales que ocupan lugares fijos e inmutables de victimario y víctima
por excelencia, donde se niegan las solidaridades y complicidades
mutuas que han tenido en la construcción de proyectos políticos e
intelectuales, y donde la voz externa de los académicos se consti-
tuye en la única que encarna la justicia reivindicadora.
De otra parte, la construcción esencialista del sector indígena
torna en ineficaz a la lucha contra la lógica instrumental y contra
los procesos de acumulación anti- democráticos que evidentemente
existen en los proyectos del denominado socialismo del siglo XXI. La
angustia que se traduce en análisis como los de Sierra (2013; 2014),
en los que se pregunta de manera descorazonada sobre el apoyo a
un proyecto modernizador del capitalismo, muestra los límites de
las imágenes que se han construido sobre el sector popular y en
particular sobre el sector indígena que es de hecho uno de los que
ofrece un apoyo significativo al gobierno. Al sector indígena se le
ha construido como el opuesto esencial al progreso y a la moderni-
dad, lo que se ha convertido en tópico de crítica no solo por parte
de la izquierda, sino también de los distintos posmodernismos. La

160 | José Antonio Figueroa


consecuencia de esta perspectiva es que la modernidad es vista
como un hecho exclusivamente euroamericano que desconoce el
papel activo que las poblaciones del sur global –incluidos los indí-
genas– han tenido en la construcción de ese proyecto. Si estamos de
acuerdo con Simbaña (2009), ya desde la segunda mitad del siglo
XIX los levantamientos indígenas se hicieron dentro del marco del
Estado ecuatoriano, lo que permitiría concluir que, desde entonces,
la movilización política busca ampliar la democracia y la participa-
ción en proyectos en los cuales la modernidad y el desarrollo han
sido retóricas manejadas por el Estado nacional, sin desconocer que
estas tuvieron su máximo apogeo en el siglo XX. En este sentido,
el apoyo actual de los sectores populares al gobierno de Correa no
pude verse como una simple expresión del dominio ideológico del
capitalismo que enceguece a unas masas obnubiladas por la feti-
chización del progreso, como lo sostiene Sierra (2013; 2014), sino
que muestra la apuesta que estos sectores, incluidos los indígenas,
hacen en pos de construir una soberanía económica y política de la
que pueden sentirse partícipes legítimos.
Otro de los elementos políticos que no son tenidos en cuenta por
los discursos que enarbolan un claro desprecio hacia el Estado y
la modernidad, es que desconocen la profunda similitud que tie-
nen con las perspectivas más conservadoras de la política. Ernesto
Laclau y Chantal Mouffe muestran las claras conexiones entre los
discursos anti-Estado y el conservadurismo, lo que permitiría ver
las que también mantienen con el esencialismo etnicista: uno de
los más importantes teóricos neoconservadores, Fredrick Hayek, fue
uno de los más acérrimos críticos de la regularización y planifica-
ción del Estado porque consideraba que conduciría al colectivismo
y al totalitarismo. Según Laclau y Mouffe, la crítica a la intervención
de Estado es una reivindicación de la libertad tradicional que iden-
tifica la no interferencia del Estado con el derecho a la apropiación
ilimitada y con la economía de mercado, lo cual se hace desacredi-
tando la libertad positiva como potencialmente totalitaria (Laclau y
Mouffe, 1987:284). La asociación entre regulación y cooptación por
parte de la oposición de izquierda coincide con la tesis neoliberal
de la regulación como pérdida de la libertad, no toma en cuenta las
dinámicas de poder que se establecen entre los distintos grupos a

Etnicidad, esencialismos de izquierda y democracia radical | 161


través de los movimientos sociales y deshecha la construcción de
la hegemonía y de esferas comunes que se logra a través del Estado.
De igual manera, el esencialismo etnicista que ha desarrollado
un discurso reivindicador de la diferencia y la heterogeneidad del
mundo, no toma en cuenta los límites de las diferencias éticamente
admisibles; tampoco permite ver cómo el discurso de las diferencias
esconde la existencia de desigualdades ni cómo estas juegan un rol
definitivo en los regímenes de derecha. En este sentido, no puede
ser más vívida la postura de la derecha citada por Laclau y Mouffe:
“De Benoist escribe: ‘Yo llamo de derecha la actitud que consiste en
considerar la diversidad del mundo y por consiguiente las desigual-
dades, como un bien, y la homogeneización progresiva del mundo,
preconizada y realizada por el discurso bi-milenario de la ideología
totalitaria, como un mal’”(Laclau y Mouffe, 1987: 287).
Finalmente, resultan fundamentales las contribuciones de Laclau
y Mouffe en la disputa contra el esencialismo etnicista de izquierda
y su coincidencia con las perspectivas neoliberales y posmodernas
que, inspiradas en Foucault en gran medida, han lanzado una ofen-
siva contra la modernidad y contra el humanismo. Laclau y Mouffe
sostienen que una de las más importantes conquistas de la moder-
nidad, como es la democracia, es una condición indispensable para
articular diversas luchas contra la subordinación porque fue esta la
que hizo de la igualdad un bien deseado. La modernidad supuso el
fin del orden naturalizado de las jerarquías explicadas por razones
divinas, lo que conduce a considerar que una nueva secularización
debe abrir un horizonte que cuestione las desigualdades basadas en
una noción naturalizada de la cultura. De cara a la construcción
de un proyecto de democracia radical, es indispensable buscar las
confluencias entre los distintos movimientos y no las supuestas
esencias diferenciadoras que hacen que unos ocupen unos lugares
privilegiados, o que evita que aparezcan las equivalencias de las
demandas. Pero para esto es indispensable encontrar “la fuerza sub-
versiva profunda del discurso democrático, que permitirá desplazar
la igualdad y la libertad hacia dominios cada vez más amplios, y que
servirá, por tanto, de fermento a las diversas formas de lucha contra
la subordinación” (Laclau y Mouffe, 1987: 256).

162 | José Antonio Figueroa


Reconociendo que los proyectos políticos en marcha en la región
son proyectos en disputa, la marginación de sectores de la izquierda
que han asumido las premisas posmodernas a través de las cuales
declaran su marginalidad respecto a la modernidad, la democracia
y el liberalismo, debilita la lucha por la democracia radical y es un
factor que puede profundizar las asimetrías y desigualdades exis-
tentes en la sociedad.
La existencia de distintos proyectos al interior de la Revolución
Ciudadana, en Ecuador, implica una lucha por la hegemonía, pero
si la izquierda quiere ocupar un papel protagónico en esa lucha,
debe ubicarse en el lado de la revolución democrática; en términos
de Laclau y Mouffe: “La tarea de la izquierda no puede, por tanto,
consistir en renegar de la ideología liberal-democrática, sino al con-
trario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una demo-
cracia radicalizada y plural” (Laclau y Mouffe, 1987: 291).

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164 | José Antonio Figueroa


Mundo popular informal y bienestar plebeyo
en economías posindustriales:
lecciones del caso argentino

Gabriel Vommaro*

Presentación

Los gobiernos nacional-populares de los años 2000 se propusieron


modificar el modelo de distribución del excedente imperante en los
años 90 y tuvieron, a su favor, un ingreso extraordinario de recur-
sos a partir del boom de las commodities. En cambio, a diferencia
de los populismos de mediados del siglo XX, se apalancaron en un
capitalismo incapaz de absorber toda la mano de obra que generaba
la sociedad, de modo que sus bases sociales, ubicadas en su mayoría
en el mundo popular, no ocupaban el lugar central que tuvieron los
trabajadores industriales en el proceso de industrialización sustitu-
tiva sobre el que se asentaron los gobiernos nacional-populares que
dominaron la escena medio siglo atrás. En este sentido, moviliza-
ron un “pueblo” que, en términos socioeconómicos pero también
en términos simbólicos, no era el sujeto central del proceso de acu-
mulación económica. En estas condiciones, debieron proponerle un
acceso al bienestar diferente al de la sociedad industrial.
Este fenómeno fue de particular intensidad en el caso argentino.
Así, la descripción de las soluciones ensayadas por los gobiernos
kirchneristas entre 2003 y 2015 respecto de la cuestión social, por
hablar en términos de Robert Castel (1995)1, permite ingresar a la
cuestión de la construcción de un bienestar nacional-popular en tiem-
pos de sociedades posindustriales. Este bienestar fue construido en

* Sociólogo, investigador y docente. Universidad Nacional de General


Sarmiento-CONICET, Argentina.
1 Para Castel, la cuestión social remite al modo en que las sociedades resuelven,
históricamente, el “enigma de su cohesión”, es decir, los modos de construir
formas de solidaridad y protección que fundan la vida en común, al tiempo
que dan sustrato a la comunidad política. Cf. (Castel, 1995).

  |  165
términos duales, y produjo lógicas de redistribución que fueron del
aumento de la participación de los asalariados en la distribución de
la renta a la construcción de mecanismos masivos de inclusión
de poblaciones que no podían ser absorbidas por el crecimiento de
la actividad económica formal. Estos mecanismos de inclusión se
asentaron sobre dos procesos heredados de la década anterior: por
un lado, la reorientación de una parte de las políticas sociales esta-
tales hacia los programas de asistencia basados en transferencia
condicionada de ingresos; por otro lado, el fortalecimiento de las
mediaciones organizativas que se habían constituido en el mundo
popular en los años 90, con la crisis de la llamada sociedad salarial.
Ambos procesos confluían en un punto fundamental: la centralidad
de las mediaciones territoriales en la provisión de bienes de origen
público ligados al bienestar de las familias de clases populares que
vivían, en buena parte, en condiciones de informalidad2.
Este fenómeno supuso, por un lado, una redefinición de la pre-
sencia estatal en el mundo popular, al mismo tiempo que ampliaba
lo que Michael Mann (1991) llamó “el poder infraestructural del
Estado”, las políticas sociales aplicadas en asociación con actores
territoriales crearon una burocracia paraestatal de la sociedad civil3,
si se nos permite la expresión, cuyo análisis requiere volver sobre
los trabajos que analizaron la burocracia de calle en el Estado de
bienestar (Lipsky, 1980); por otro lado, una reconfiguración de la
noción de derechos, central en la construcción del vínculo polí-
tico plebeyo que definió el peronismo en Argentina (James, 1990).
La conjugación entre políticas sociales de asistencia como núcleo
de la redistribución nacional-popular −en tiempos de economías
posindustriales y boom de las commodities− y las nuevas formas

2 Recientemente, el INDEC publicó datos sobre informalidad en Argentina en la


década del dos mil. Cf. “Hay 12 millones de personas sin un empleo de cali-
dad” en La Nación, 14 de agosto de 2016.
3 La noción de burocracia estatal de la sociedad civil permite diferenciar este
conjunto de actores, que colaboran en la administración del Estado al tiempo
que hunden sus raíces en la sociabilidad política barrial, del cuerpo adminis-
trativo del mundo de las ONG. Se trata, aquí, de aludir a actores de una socie-
dad civil del mundo popular que trabaja como cara del Estado en los barrios y
como movilizador de aquélla ante las oficinas públicas.

166 | Gabriel Vommaro
de vinculación entre Estado y derechos provocó diferentes tensio-
nes en la legitimidad de la redistribución populista: tanto hacia el
interior del mundo popular –en especial, por las pujas distributivas
de la economía moral del bienestar– como en la legitimidad de esa
redistribución a través de políticas sociales en el debate público.
En las páginas que siguen nos ocupamos de estas cuestiones.
En primer lugar, describimos el modo en que los gobiernos argen-
tinos del ciclo nacional-popular dieron respuesta al problema de
la reconstrucción del bienestar. Mostramos el carácter dual de su
acción en este terreno, y nos centramos en las políticas destinadas
a las fracciones informales del mundo popular. En segundo lugar,
analizamos las consecuencias de estas políticas para las relaciones
entre el Estado –motor del proceso redistributivo– y la sociedad civil
de los barrios populares. Por fin, nos ocupamos de las reformulacio-
nes que vive la noción de derechos y los lenguajes asociados a ella
en esas condiciones de construcción de formas de bienestar para los
informales en sociedades posindustriales. Por el carácter de ensayo
de este texto, no podremos dar cuenta empíricamente de todas las
dimensiones que analizamos. Supliremos la debilidad empírica de
nuestro planteo teórico con algunas referencias a nuestros trabajos
de campo, así como a la profusa literatura sobre las transformacio-
nes del mundo popular en la Argentina reciente.

Formales e informales: la respuesta dual del gobierno


nacional-popular al desafío de reconstruir formas del bienestar

A la salida de la crisis social y económica de 2001 y 2002, Argen-


tina inició una etapa de reactivación económica acompañada de cre-
cimiento del empleo formal. El empleo registrado casi se duplicó
entre diciembre de 2002 y diciembre de 2015; sin embargo, este cre-
cimiento desaceleró su ritmo a partir de diciembre de 2007, cuando
la economía argentina parecía haber puesto nuevamente en marcha
su capacidad instalada4. Desde entonces, el Estado intentó asumir el

4 Excepto que se señale lo contrario, los datos de empleo, desempleo e infor-


malidad utilizados en este trabajo fueron tomados del Boletín de Estadísticas
Laborales del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de Argentina.

Mundo popular informal y bienestar plebeyo en economías posindustriales | 167


rol de motor del crecimiento del empleo que el sector privado ya no
garantizaba. Con todo, en líneas generales, entre diciembre de 2002
y diciembre de 2015 se duplicó el número de aportantes al régimen
provisional, lo que da cuenta del aumento de la cobertura de las
prestaciones sociales entre la población argentina.
La combinación de captación de recursos extraordinarios prove-
nientes del boom de las commodities, con una política de recompo-
sición del mercado interno a través del consumo masivo sustentado
en un aumento constante de salarios llevó a la reducción de las des-
igualdades y a la ampliación de la participación de los segmentos
populares en la distribución de la riqueza. Sobre esto, los diagnósti-
cos son más o menos unánimes5. Esa combinación, impulsada acti-
vamente desde los sucesivos gobiernos kirchneristas, dinamizó la
vida económica en todas sus dimensiones y produjo también una
reducción sostenida y sistemática del desempleo, hasta llegar al
7,5% en el último trimestre de 2007, cifra que se mantuvo estable
–con excepción del aumento producido por la crisis mundial en
2009– hasta el final del periodo. Al mismo tiempo, es compartida
la constatación de las dificultades para reducir el empleo no regis-
trado, informal, o en negro (según sus múltiples denominaciones).
Más allá del extenso debate acerca de su definición, y de su relación
compleja con la desprotección social y la exclusión de la población
en esta situación de los derechos sociales vinculados con el bienes-
tar6, lo cierto es que hay consenso respecto de las dificultades para

5 Puede consultarse al respecto el balance realizado recientemente por Gabriel


Kessler (2014).
6 Un documento de la OIT de 2012 definía la informalidad laboral, para el caso
de Argentina, “como el no registro de la relación laboral asalariada en la se-
guridad social y la no inscripción de los trabajadores independientes en la
administración fiscal” (Bertranou y Casanova, 2013: 18). Esta categoría revis-
te diferentes situaciones: 1) trabajadores por cuenta propia y dueños de sus
propias empresas del sector informal; 2) empleadores, dueños de sus propias
empresas del sector informal; 3) trabajadores familiares; 4) miembros de coo-
perativas de productores informales; 5) asalariados que tienen empleos in-
formales, empleados por empresas del sector formal, por empresas del sector
informal o por hogares que les emplean como trabajadores domésticos asala-
riados; 6) trabajadores por cuenta propia que producen bienes exclusivamente
para el propio uso final de su hogar (Bertranou y Casanova, 2013: 27). No todas
las situaciones están relacionadas con las clases populares. A lo largo de este

168 | Gabriel Vommaro
producir una reducción drástica de esta porción de la población
activa7. El problema tiene diferentes consecuencias que exceden los
límites de este trabajo. Digamos, por caso, que para el total de asala-
riados el trabajo en negro, que en el tercer trimestre de 2003 llegó al
49,5% de esa población, alcanzando su pico histórico, descendió al
33,6% en 2015. Si se lo compara con periodos anteriores, se trata de
la tasa más baja desde 1995, cuando fue del 33%; en tanto, en 1985,
primer año para el que hay datos oficiales, el trabajo asalariado no
registrado era del 26%. El aumento durante el ciclo democrático es
notorio, y los gobiernos nacional-populares de la primera década
del siglo XXI no pudieron revertir más que parcialmente la tenden-
cia. Si a las cifras de 2015 sumamos la de los segmentos informales
de los cuentapropistas, llegamos entonces a una relación informa-
les-formales de aproximadamente 4/108.
En estas condiciones, ¿cómo se construyó el bienestar en los
años de gobiernos nacional-populares? Es evidente que la política
de redistribución a través del aumento de salarios no llegó, de igual
manera, a todos los trabajadores. Por un lado, porque los asalariados
informales no gozaron de igual manera que los formales de las mejo-
ras de ingresos introducidas mediante la reinstitucionalización de
la negociación colectiva (Bertranou y Casanova, 2013). En este sen-
tido, la propia acción de los sindicatos se movió de una manera dual
que implicó ocuparse esencialmente de la suerte de los trabajadores
formales, en lo que Etchemendy y Berins Collier (2008) han llamado

trabajo, cuando hablemos de informales, haremos referencia a los segmentos


de esta categoría asociados a esas clases.
7 El documento recién citado sostiene al respecto: “La informalidad laboral se
ha convertido en un fenómeno socioeconómico que reviste una gravedad y
una extensión más que significativas desde hace varias décadas, y afecta en la
actualidad a 4 de cada 10 trabajadores. El problema es más elevado entre los
trabajadores independientes, donde la incidencia es cercana al 60%, que entre
los trabajadores asalariados, donde es del orden del 35%. De hecho, si bien se
ha registrado una importante reversión en los años 2000, el trabajo informal
constituye la principal fuente de empleo precario en el país” (Bertranou y
Casanova, 2013: 18).
8 Los segmentos del mercado de trabajo con mayor informalidad son: i) trabajo
doméstico; ii) industria de la indumentaria; iii) pequeños establecimientos en
las ramas del comercio y la construcción; iv) el trabajo por cuenta propia; y v)
el empleo en zonas rurales (Bertranou y Casanova, 2013: 73).

Mundo popular informal y bienestar plebeyo en economías posindustriales | 169


un “corporativismo segmentado”. Por otro lado, porque así como los
desempleados y los subempleados, los informales de bajos ingresos
y actividades de baja calificación tuvieron una relación inestable y
porosa con el bienestar producido durante el periodo kirchnerista.
Fuertemente dependientes del “derrame” en el consumo de servi-
cios de parte de los trabajadores formales, por un lado, y de los dife-
rentes programas estatales de transferencia de ingresos, por el otro.
En efecto, a partir de 2008, cuando se modera el mejoramiento
de todos los indicadores sociales y laborales, y en especial a partir
de 2009, cuando se produce un debilitamiento político evidenciado
en la derrota electoral en las legislativas de ese año, y una crisis
económica mundial que afectó, como se dijo, el nivel de empleo
local, el gobierno intensificó una estrategia dual para incorporar
a los trabajadores informales al bienestar. En consonancia con los
partidarios de un ingreso mínimo ciudadano que autonomizara el
acceso al bienestar de la posesión de un empleo formal, introdujo la
Asignación Universal por Hijo (AUH), orientada a los niños, niñas y
adolescentes menores de 18 años de edad cuyos padres son traba-
jadores desocupados o informales con ingresos inferiores al salario
mínimo legal. De este modo, se aseguraba un ingreso a las familias
que no podían acceder a las asignaciones familiares –un monto fijo
remunerado por el Estado en función de la cantidad de hijos, entre
otros factores– garantizadas por el empleo formal para los trabajado-
res de bajos ingresos9. Luego, en abril de 2011, se creó la Asignación
Universal por Embarazo para la Protección Social (AUE), para las
mujeres embarazadas a partir del tercer mes de gestación y hasta
el nacimiento o interrupción del embarazo. Ambos beneficios, ges-
tionados por la Administración Nacional de la Seguridad Social
(ANSES), se encuentran a mitad de camino entre el ingreso univer-
sal y el programa social, ya que suponen una contraprestación10.

9 Para lo cual se toma como base el hecho de no poseer un salario alcanzado por el
impuesto a las ganancias. Cf. sobre el punto (Pautassi, Arcidiácono et al, 2013).
10 En el caso de la AUH, los niños y adolescentes deben asistir regularmente a la
escuela, realizar los controles médicos reglamentarios y tener el esquema de
vacunación completo o en curso. En el caso de la AUE, las mujeres embarazadas,
deben cumplir también con los esquemas de vacunación y controles médicos.

170 | Gabriel Vommaro
Para comprender la amplitud del programa, en 2014, alcanzaba
a alrededor de 3,3 millones de niños y adolescentes; en 2011, la
cobertura efectiva llegaba a un 24,9% de la población menor de 18
años de edad.
El segundo tipo de política de transferencia de ingresos a las
fracciones informales del mundo popular, en consonancia con las
demandas de buena parte de los movimientos sociales aliados al
kirchnerismo, fueron los programas de fomento de empleo que for-
talecían lo que se ha llamado “economía popular”, o “economía
social” (Arcidiácono et al, 2014). Entre ellos, sobresale el Programa
de Ingreso Social con Trabajo (PRIST), creado también en 2009, y
cuyo objetivo era “la promoción del desarrollo económico y la
inclusión social a través de la generación de nuevos puestos de tra-
bajo genuino, con igualdad de oportunidades, fundado en el trabajo
organizado y comunitario incentivando e impulsando la forma-
ción de organizaciones sociales de trabajadores” (Resolución MDS
N.º 3182/09 del 06/08/2009, artículo 2.º). El PRIST, conocido como
“Argentina Trabaja”, promovía la creación de cooperativas a nivel
barrial, que tendieron a ocuparse de realizar pequeñas obras de
infraestructura barrial11. Estos programas se asentaron sobre la trama
política del mundo popular, y dieron cuenta del objetivo explícito
del gobierno kirchnerista de fortalecer a las organizaciones sociales
que allí actuaban, muchas de las cuales eran, desde la llegada de
Néstor Kirchner al poder, aliadas del gobierno12. Tanto con relación
a las contraprestaciones de la AUH como al ingreso al PRIST, a tra-
vés de la inclusión en programas de cooperativas, el Estado ofrecía
sus políticas redistributivas a través de la trama organizativa barrial,

11 En los objetivos iniciales estaba también el de fomentar la producción de bie-


nes para el consumo popular, pero su comercialización se volvió problemáti-
ca. Cf. (Arcidiácono et al; 2014).
12 Y que constituían, en algunas localidades del país, los sectores más fieles al
kirchnerismo y menos comprometidas con los diferentes sectores del Partido
Justicialista, con el que el peronismo en el gobierno siempre tuvo una rela-
ción de pertenencia a la vez que de competencia y tensión. Sobre el rol de
los movimientos sociales como base social privilegiada del kirchnerismo, Cf.
(Pérez y Natalucci, 2012).completo o en curso. En el caso de la AUE, las mu-
jeres embarazadas, deben cumplir también con los esquemas de vacunación
y controles médicos.

Mundo popular informal y bienestar plebeyo en economías posindustriales | 171


que suponía una gestión compartida del bienestar entre burocracias
estatales y activistas sociales.

El Estado y el mundo popular, más allá de los límites formales

El Estado se hizo presente en los barrios populares de manera coor-


dinada con las organizaciones territoriales; se sobreimprimió, en
cierta medida, en la trama política territorial. Los estudios clásicos
sobre la burocracia de calle en Estados Unidos (Lipsky, 1980) y sobre
las ventanillas locales en Francia (Dubois, 1999) dieron cuenta de la
importancia de estos actores para el funcionamiento del bienestar a
nivel local. Constituían –y en ciertos casos lo siguen haciendo– la
cara del Estado ante las clases populares en cuanto a sus diferen-
tes prestaciones sociales, desde los subsidios a la vivienda hasta
las políticas de empleo. En América Latina, esta burocracia de calle
convivió siempre con otras instancias de administración de servi-
cios sociales, y tuvo una desigual presencia en los diferentes territo-
rios. En tiempos de capitalismo posindustrial, la administración del
bienestar provisto por el Estado mutó de la mano de la multiplica-
ción de las políticas focalizadas de combate contra la pobreza, pri-
mero, y de las políticas masivas de transferencia de ingresos, luego.
La burocracia de calle comenzó a entrecruzarse –y en algunos casos
a ser eclipsada– por los actores de la sociedad civil barrial. A tra-
vés de ellos, el Estado asumió una existencia porosa y difusa en el
mundo popular13. Expliquémonos.

13 Nos referimos aquí a la presencia del Estado como garante del bienestar.
Dejamos entonces explícitamente de lado el análisis de la presencia represiva
estatal, muchas veces reñida de hecho y derecho con su actividad social. En
Argentina, diferentes trabajos han dado cuenta de la persistencia de la violen-
cia institucional de las fuerzas de seguridad en los años de gobiernos nacio-
nal-populares. En 2014, el Centro de Estudios Legales y Sociales afirmaba al
respecto: “Los jóvenes que pueblan los barrios pobres, quienes deberían ser los
destinatarios privilegiados de acciones que vienen procurando el crecimiento
con inclusión social, están sujetos a rutinas de abuso y violencia policial y
penitenciaria que erosionan las políticas de carácter inclusivo que se pretende
desarrollar en esos mismos barrios. Hay zonas del Estado en las que rigen prác-
ticas que son verdaderos obstáculos para los esfuerzos que desde otros secto-
res del mismo Estado se despliegan en pos de condiciones dignas de vida”
(CELS, 2014: 2).

172 | Gabriel Vommaro
La importancia de los dirigentes sociales y políticos barriales en
la intermediación de las relaciones entre la sociedad y el Estado no
es un asunto novedoso. Diferentes trabajos sobre la sociedad civil
en los años de entreguerras (Gutiérrez y Romero, 1995) y durante el
primer peronismo (Acha, 2004) dieron cuenta de la centralidad que
tuvieron mutuales y asociaciones civiles de diferente tipo –algu-
nas vinculadas con comunidades nacionales de inmigrantes, otras
con la vida obrera– en la administración del bienestar de las clases
populares. De hecho, una particularidad argentina es que, junto a
los servicios públicos provistos por el Estado y sus agencias, los
sindicatos se ocuparon de cierta porción relevante de distribución
de bienes públicos de apropiación colectiva y de apropiación indi-
vidual para los trabajadores, desde los centros recreativos y de vaca-
ciones hasta la administración de los seguros de salud –las llamadas
“obras sociales”, financiadas con aportes patronales y de los trabaja-
dores–, de manera compulsiva, en virtud de una ley de 1970 (Acuña
y Chudnovsky, 2002). En lo que refiere al mundo popular informal,
el fomentismo, el mutualismo y el cooperativismo compartieron,
muchas veces en tensión, tareas asistenciales con el Estado, desde
los años de asistencia directa de la Fundación Eva Perón hasta las
políticas de modernización de la “cultura de la pobreza” de los años
60 y 70 (Tenti Fanfani, 1989); fue en esta última década que se crea-
ron fundaciones de raíz católica vinculadas con el mundo popu-
lar rural, como INCUPO y Fundapaz. En todos los casos, la acción
estatal tendía a ser percibida como el motor de una transición: del
mundo de la pobreza al mundo del trabajo, de una situación tradi-
cional a una moderna, etc. La economía industrial absorbería, tarde
o temprano, esos grupos sociales que transitoriamente debían ser
asistidos. Este diagnóstico se mantuvo hasta los años 90 y aún hoy
pervive en buena parte de las agencias estatales nacionales y de los
organismos multilaterales.
Sin embargo, a partir de entonces una serie de novedades tras-
tocaron la situación y dieron nueva centralidad a esta administra-
ción conjunta y bifronte del bienestar, que redefinió la presencia del
Estado en el mundo popular: por un lado, el Estado multiplicó sus
acciones de combate contra la pobreza a través de políticas socia-
les focalizadas que buscaron realizarse también como vías para

Mundo popular informal y bienestar plebeyo en economías posindustriales | 173


fortalecer –empoderar, en el lenguaje de los organismos multilate-
rales y del mundo de las ONG– a la sociedad civil, y que se pro-
pusieron entonces transformar a los actores locales en cogestores
de las mismas. Por otro lado, el activismo popular se intensificó
a nivel barrial de la mano de los cambios en la morfología de esas
clases: el empobrecimiento y la informalidad reorientaron buena
parte de la sociabilidad política popular al ámbito barrial (Merklen,
2005), donde tanto las nuevas organizaciones sociales territoriales
(Svampa y Pereyra, 2003) como los actores del peronismo (Levitsky,
2005) intensificaron su capacidad de movilización, de organización
y de recepción de las demandas locales. El imperativo de fortaleci-
miento de la sociedad civil llevó a muchas de estas organizaciones
barriales a crear asociaciones civiles –inscriptas en un registro nacio-
nal– que les permitían acceder a los programas de asistencia como
gestores barriales. Los recursos de origen público llegaron entonces
al mundo popular a través de una impensada sociedad civil. Este
proceso forjó una serie de saberes asistenciales y burocráticos en las
organizaciones sociales y políticas barriales que se especializaron
en la distribución de recursos de origen público, en la organización
de las contraprestaciones –es decir de las actividades de producción
de bienes y servicios que debían realizar los beneficiarios de pro-
gramas sociales–, así como en la realización de trámites en las ofi-
cinas centrales para los vecinos de sus barrios (Manzano, 2013). En
este contexto, fueron crecientemente un punto de encuentro entre
el Estado y sus políticas, la burocracia estatal y el mundo popular.
La multiplicación de políticas de transferencia de recursos que
tuvieron lugar a partir de la estrategia del kirchnerismo de llevar el
bienestar y la redistribución a través de programas sociales encon-
tró así un mundo popular con actores experimentados en este tipo
de mediaciones. Encontró también un circuito de relaciones arrai-
gadas entre vecinos de barrios populares y organizaciones locales,
que suponía que estas eran espacios de consulta y demanda de ges-
tiones ante el Estado. Sobre esa trama se imprimió, con el objetivo
explícito, como vimos respecto del PRIST, de impulsar la organiza-
ción popular, la acción de los gobiernos kirchneristas. Asentada en
un discurso de los derechos, que ya había sustentado las políticas
sociales durante la presidencia provisional de Eduardo Duhalde, en

174 | Gabriel Vommaro
especial el masivo programa Jefas y Jefes de Hogar Desocupados,
ahora la inclusión aparecía como una forma de definir el bienes-
tar en tiempos de capitalismo posindustrial. La multiplicación de
programas se inscribía en esa lógica de derechos14. Se trataba de
construir la protección estatal de las clases populares en tiempos en
que las instituciones del bienestar asociado al empleo ya no podían
cumplir esta función de modo abarcador.
Esta protección se da, así, a través de programas de formación de
cooperativas, de financiamiento al trabajo social barrial en meren-
deros y comedores, pero también de la AUH, cuya gestión cotidiana,
en muchos casos, pasa por esas ventanillas del Estado a nivel barrial
que son los espacios sociales y políticos de movimientos sociales,
partidos políticos y movimientos religiosos (Vommaro, 2017). Algu-
nos programas, como el Fines, de financiamiento de la terminación
de la escuela secundaria, que depende del Ministerio de Educación,
se implementan en muchos casos a través de organizaciones socia-
les barriales que “tienen” una sede en sus locales, o en espacios
de mutuales o cooperativas. En algunos distritos, estas organizacio-
nes funcionan como promotoras del programa ante los vecinos de
los barrios populares, y se presentan como asociadas al Estado para
garantizar un “derecho”15. En otros casos, la burocracia central crea
ventanillas del Estado a nivel local que se articulan con esos espacios
barriales, y que crean zonas de interfaz entre el Estado y la sociedad
(Vommaro, 2017) en los que, con la retórica de la presencia estatal
en los barrios populares que, en el caso del kirchnerismo, también
seguía el principio de la expansión de derechos, se proponen acer-
car la administración del bienestar y de los servicios públicos al
mundo popular. La construcción de esa presencia del Estado en los

14 Sobre la centralidad del lenguaje de los derechos en las políticas públicas du-
rante los años del kirchnerismo, (Cf. Rinesi, 2013).
15 En el municipio de San Isidro, por ejemplo, al ocuparse de buscar a los posi-
bles beneficiarios del Plan Fines, el Movimiento Evita distribuía el siguiente
volante: “Si aún no terminaste el secundario, podés contar con nosotros. El
Movimiento Evita San Isidro junto al Plan Fines te dan la posibilidad de tener
un título oficial del Ministerio de Educación de la Nación, con clases y ho-
rarios flexibles, cerca de tu casa y de forma gratuita. Así que acercate, nunca
estuviste más cerca de lograrlo”. Sobre el Movimiento Evita y su relación con
los gobiernos kirchneristas (Cf. Pérez y Natalucci, 2012).

Mundo popular informal y bienestar plebeyo en economías posindustriales | 175


barrios incluía la instalación de “mesas interministeriales” (Vom-
maro, 2017) que permanecían en el lugar durante cierto periodo con
el objeto de buscar soluciones integrales para problemas de infraes-
tructura y servicios públicos, pero que, en lo más inmediato y coti-
diano, eran ventanillas para hacer trámites de todo tipo, desde la
obtención de un documento de identidad hasta la realización de
averiguaciones relacionadas con la AUH. Estas ventanillas se instala-
ban en ocasiones en sociedades de fomento o centros comunitarios
y contrataban a militantes barriales como empleados de escritorio o
como promotores que salían en busca de los vecinos para invitarlos
a utilizar los servicios suministrados. Los referentes barriales eran
entonces, del mismo modo que los burócratas de calle, la cara del
Estado ante el barrio, a la vez que este aparecía, a través de esos refe-
rentes, imbricado con la sociedad civil barrial16.
¿Qué tipo de derechos se forja en estas condiciones? ¿Qué tipo de
bienestar se construye, en definitiva, a través de esta presencia esta-
tal en los barrios populares? El último argumento de nuestro trabajo
es que la noción de derechos que se instituye en el mundo popular
no puede pensarse ni como derecho jurídico ni como derecho colec-
tivo stricto sensu, en cambio, forma parte de una configuración local
que hemos llamado la economía moral de las clases populares en
tiempos de capitalismo posindustrial (Vommaro, 2017).

La economía moral del bienestar popular


en tiempos de capitalismo posindustrial

Karl Polanyi mostró cómo los mercados, lejos de ser una realidad
natural de la vida social, son realizaciones institucionales construi-
das políticamente. El bienestar destinado a las clases populares infor-
males edificado por los gobiernos nacional-populares en Argentina
se asienta sobre el mercado de la ayuda social heredado de los años
90. Es, también, un mercado políticamente construido en la interfaz
entre el Estado y la sociedad civil, de modo que se apoya en un doble

16 En este sentido podemos entender la noción de “sociedad política” que utiliza


Partha Chaterjee (2008) para pensar el modo en que los gobernados negocian a
nivel local las condiciones de su dominación.

176 | Gabriel Vommaro
legado de esos años: la multiplicación de programas sociales desti-
nados al mundo popular informal y la imbricación con el activismo
barrial que se vuelve cogestor de esas políticas. Lejos de echarse a
andar luego con una lógica puramente mercantil, está regulado por
algunos principios políticos y morales que rigen la relación entre las
clases populares y los encargados de proveerles los bienes propios
de ese bienestar posindustrial, y por tanto desarraigado del trabajo
asalariado formal y estable como horizonte ordenador de expecta-
tivas. Esta regulación define y especifica a nivel local la noción de
derecho con que los gobiernos nacional-populares enmarcaron la
construcción de estas instituciones del bienestar. Como lo analizó
Edward P. Thompson para la Inglaterra del siglo XVIII, podemos
hablar aquí de una economía moral del bienestar en tiempos de eco-
nomías posindustriales, es decir, de una serie de principios morales
que rigen, en una configuración histórica determinada, la relación
entre los dominantes y los dominados, entre las clases populares
y el Estado. En tanto el Estado existe, como vimos, en diferentes
formas –desde el discurso de sus gobernantes, la acción de las buro-
cracias centrales, la intervención de las burocracias de calle y la
imbricación con los burócratas paraestatales de la sociedad civil,
si se nos permite insistir con esta expresión–, la economía moral
da cuenta de una dinámica conflictiva de definición plebeya del
derecho de los pobres a la asistencia en relación a esas múltiples
instancias estatales. Veamos.
Los referentes barriales aparecen como representantes de las
clases populares ante los gobernantes y ante las oficinas estatales
centrales –en los múltiples niveles del Estado federal argentino.
Movilizan a sus vecinos ante ministerios y secretarías para recla-
mar ante la interrupción de la llegada de programas de ayuda, o
para reclamar el aumento del monto de algunos programas de trans-
ferencia condicionada de dinero. Al mismo tiempo, son objeto de
demandas y de reclamos más o menos tensos de parte de esos veci-
nos, en caso de que estos perciban alguna falla en la distribución
local de los programas sociales. En otro lugar hemos dado cuenta de
la trama de negociaciones y merecimientos que forman parte de las
lógicas de atribución de los bienes de origen público en los espa-
cios políticos barriales (Vommaro, 2017). Nos apoyamos para ello

Mundo popular informal y bienestar plebeyo en economías posindustriales | 177


en nuestro propio trabajo de campo en barrios populares, así como
en la importante cantidad de etnografías que en los últimos años
han dado cuenta de la complejidad de la trama social barrial en rela-
ción con la circulación de bienes de origen público que provienen
de políticas sociales, pero también de la producción de relaciones
sociales, recursos políticos y de formas de respecto y merecimiento
que están asociadas a lo que los propios actores llaman el “tra-
bajo político y social barrial”. Ese trabajo político y social, que se
organiza en torno a los espacios barriales de sociabilidad política,
que va desde la fabricación de pan hasta la realización de obras de
infraestructura barrial de poca complejidad, y que combina tareas
de proselitismo y movilización política con la producción de bienes
y servicios de circulación predominantemente local, es una de las
bases de esas regulaciones cotidianas del acceso y la permanencia
en las instituciones formales e informales del bienestar. Al producir,
al mismo tiempo, un fortalecimiento de las organizaciones popula-
res y un aumento de los recursos que llegan a las fracciones informa-
les del mundo popular, los gobiernos nacional-populares hicieron
aún más persistente este mercado de la asistencia social. Intervinie-
ron en la economía moral del bienestar y fueron, en muchas ocasio-
nes, blanco de formas de protesta y resistencia plebeya, desde los
saqueos y estallidos violentos hasta las movilizaciones masivas a
ministerios y plazas públicas.
La calidad de las prestaciones en esta presencia barrial del Estado
se reveló profundamente desigual, y la legitimidad del Estado, al
asociarse con actores territoriales, terminó muchas veces ligada a
la suerte de esos actores, que aparecían como sus representantes.
Así, en casos de uso indebido de los fondos públicos –denunciados
por los propios habitantes de los barrios populares–17, de internas

17 Denuncias que debemos diferenciar de aquellas que ponen permanentemente


en la mira del periodismo político y de investigación el uso de los recursos
de origen público en el mundo popular, y que sirven a los fines de la lucha
política y mediática. En este sentido, desde los años 2000 las denuncias de
clientelismo crecieron en la prensa diaria, de la mano del aumento y del me-
joramiento de los programas de asistencia social. Paradójicamente, así, cuanto
más amplias fueron las prestaciones estatales, mayor fue el riesgo de ser vistas
como formas de sujeción de las clases populares.

178 | Gabriel Vommaro
de movimientos, o de tensiones entre los referentes locales y las
oficinas públicas, los problemas en la provisión y distribución de
esos bienes asociados al bienestar de las fracciones informales del
mundo popular fueron traducidos en problemas de legitimidad de
la presencia del Estado en ese mundo, así como en realizaciones
fallidas de los derechos de los pobres. Si las relaciones cotidianas
con el Estado en las oficinas centrales revelan el modo en que se rea-
liza efectivamente la ciudadanía de manera desigual, las relaciones
políticas barriales atravesadas por la economía moral del bienestar
en tiempos de sociedades posindustriales define tanto la potenciali-
dad de la intervención y la capilaridad del Estado orientado por los
gobiernos nacional-populares –su poder infraestructural–, como la
fragilidad de la legitimidad de estos últimos, garantes de las deman-
das “desde abajo”. La presencia del Estado se volvió, en las últimas
décadas, estable pero precaria. La imbricación de la participación de
las clases populares informales a través del trabajo político y social
con esa presencia estatal tiende a volverla más previsible. Al mismo
tiempo, constituye, como en el caso de los trabajadores formales, un
polo de presión permanente que contrasta contra la pretensión, por
así decirlo, jacobina, de esos gobiernos, de encarnar una voluntad
general por encima de las demandas sectoriales. En este caso, sin
embargo, las instituciones reguladoras son más débiles, y tienen una
realización local desigual difícilmente controlable que parece llevar
este bienestar a la producción de una ciudadanía popular posindus-
trial sumamente variable.

Para concluir

A diferencia de los populismos de la primera mitad del siglo XX,


los gobiernos nacional-populares de las últimas décadas debieron
lidiar con un capitalismo incapaz de generar trabajo formal para
todos los miembros de las clases populares. En estas condiciones, la
reindustrialización argentina producida luego de la crisis de 2001 y
2002 no llegó a absorber a buena parte de las fracciones informales
del mundo popular. El gobierno fue aceptando, progresivamente,
que era necesario aplicar una política diferencial de bienestar
para estos sectores. Esta se sobreimprimió sobre un mercado de la

Mundo popular informal y bienestar plebeyo en economías posindustriales | 179


asistencia social ya constituido en los años 90, y sobre una sociedad
civil barrial con cierto arraigo en la resolución de problemas liga-
dos a la vida cotidiana de los vecinos de los barrios populares, lo
que incluía creciente y predominantemente la distribución de bie-
nes de origen público y la organización de los beneficiarios de los
programas sociales en torno a actividades de contraprestación. La
sociedad civil barrial fue así una puerta de entrada del Estado al
mundo popular. La burocracia de calle se combinó con la burocra-
cia paraestatal de la sociedad civil, personificada por los activistas
y referentes barriales de movimientos sociales, partidos políticos, y
organizaciones eclesiales. El apoyo de las fracciones informales de
las clases populares a los gobiernos kirchneristas tanto en tiempos
electorales como de movilización política en torno a alguna causa
o conmemoración ha sido establecido. Sin embargo, la precariedad
del bienestar organizado en torno a esos sectores hizo del gobierno
un blanco de críticas tanto al interior de esos sectores como de una
esfera pública en la que la participación política de los pobres estuvo
cada vez más sospechada de ser motivada por la manipulación y el
intercambio, ideas asociadas con la etiqueta moral de clientelismo
(Vommaro, 2017).
Como en los tiempos del primer populismo, los debates sobre
la legitimidad de la intervención de los informales en el espacio
público también estuvieron asociados al cuestionamiento de su
independencia. En este caso, no por falta de instrucción o de cultura
política –que los haría fácilmente manipulables por un caudillo–,
sino por la reducción de la autonomía que producirían las condi-
ciones de vida, asociadas a la precariedad material. Lo cierto es que
no solo el gobierno tuvo problemas de legitimidad interna, sino
también cuestionamientos públicos hacia el modo en que establecía
sus vínculos con esa fracción del mundo popular. A ello podemos
sumar el hecho de que, a diferencia del caso de los trabajadores
formales en tiempos de economía industrial, la actividad de los
pobres informales no tiene un lugar estructural central en el pro-
ceso de acumulación. Las formas de dignidad del trabajo político y
social barrial son así objeto de una mirada en términos de sospecha,
que se sobreimprime a la sospecha respecto de las motivaciones de
esos grupos a movilizarse. Estas tensiones propias de la dificultosa

180 | Gabriel Vommaro
institucionalización de un bienestar sui generis, al mismo tiempo,
deben computarse junto a lo que el mismo parece dejar, en términos
de legado, en ese mundo popular informal, y que se expresa en la
economía moral a la que aludimos en este artículo: un conjunto de
principios de justicia movilizados localmente que también estable-
cen ciertos diques de protección frente a posibles intentos de des-
membramiento de esa presencia precaria pero constante del Estado
como garante de la provisión de bienes para los pobres. Entre ambos
polos, el de la consolidación de derechos y el de la dificultad para
que estos se vuelvan sólidos en términos de reconocimiento social
y vida económica, se jugó la suerte de esa construcción política ple-
beya. En ese marco, además, puede aportar a un balance del modo
en que se realizó la distribución del excedente social en el ciclo
kirchnerista.

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182 | Gabriel Vommaro
El kirchnerismo en cuestión:
el Estado como emancipador popular más allá
de la dicotomía populismo-instituciones

Luis Félix Blengino *


Diego G. Baccarelli Bures**

Con el fin del corto siglo XX y el desarrollo de los procesos políticos


que inauguraron el XXI en América Latina se ha reavivado el debate
en torno del populismo, adquiriendo matices propios en cada país
de la región. En el caso específico de la Argentina la emergencia
del kirchnerismo como fenómeno político de masas fue tanto rei-
vindicada como criticada a partir del uso público de la categoría
“populismo”, instaurando un ida y vuelta inédito en la relación
entre academia y esfera pública. No obstante, como cualquier con-
cepto político, posee cierta reversibilidad táctica1 que lo constituye
en un concepto polémico que, en cuanto tal, debe ser analizado con
el fin de disputar su sentido en tanto se lo utiliza para adjetivar a los
gobiernos populares.
En este trabajo nos proponemos problematizar algunas aristas del
pensamiento de Laclau y Mouffe vinculadas a la relación entre popu-
lismo e instituciones, planteando brevemente como ejemplos en la
conclusión del trabajo, dos experiencias de la coyuntura argentina de
los gobiernos kirchneristas, a saber: el llamado “conflicto del campo”
al inicio de la gestión de Cristina Fernández y la renovación de la
Corte Suprema de Justicia durante el gobierno de Néstor Kirchner.

* Profesor adjunto de Teoría Política y Filosofía del Derecho, UNLaM. Profesor


auxiliar de Filosofía, Facultad de Ciencias Sociales, UBA
** Profesor asociado de Teoría Política y Filosofía del Derecho, UNLaM. Profesor
adjunto de Filosofía Facultad de Ciencias Sociales, UBA. Universidad
Nacional de La Matanza, Argentina. Universidad de Buenos Aires, Argentina
1 Foucault, (2000: 192). En este mismo sentido puede leerse la crítica al uso
liberal del concepto de humanidad realizada por Schmitt (2004: 201).

  |  183
I

Un renovado debate acerca del estatus del populismo y del pueblo


como sujeto político se suscitó en América Latina a partir de los pro-
cesos políticos que comenzaron a desarrollarse en varios países de
nuestra región desde fines de los años 90 y principios de este siglo.
En el caso argentino, específicamente, perspectivas enfrentadas
acerca del kirchnerismo como fenómeno político suelen enmarcarlo
bajo la categoría del “populismo”. Sin embargo, la simplificación de
este concepto complejo en nuestro debate político e intelectual lleva
a visiones sesgadas, cuando no ideológicamente reduccionistas, de
acuerdo a las cuales el populismo se puede identificar, o bien, con
la quintaesencia de la democracia, o bien, con la forma en que en
América Latina en general, ciertos gobernantes o líderes democrá-
ticamente elegidos llevarían adelante políticas de forma autoritaria
y antirrepublicana, y a gestiones ineficientes y corruptas. En efecto,
en el debate argentino se han librado fuertes discusiones en torno
a algunas dicotomías, por ejemplo, la que opone el populismo a las
instituciones, o la que opone el momento del conflicto a la hegemo-
nía, pero también las que postulan la incompatibilidad de la ciuda-
danía y los derechos con el populismo como modelo político.
En este sentido, el concepto de “populismo” ha ocupado en Argen-
tina un lugar central, o bien como forma de explicación orientada
a la legitimación de las prácticas gubernamentales de los últimos
doce años, o bien para codificar esta serie de prácticas con las que
se buscó, y aún se busca, deslegitimar al kirchnerismo pretendiendo
desenmascarar con esa caracterización una impostura fundamental
que se ocultaría tras una autoproclamada novedad histórica.
Dicha coyuntura inmediata nos confronta e interpela de un modo
que nos obliga a cotejar los acontecimientos políticos que la marcan
como “nuestra actualidad” con las diversas e importantes concepcio-
nes teóricas sobre lo político que dan cuenta de la política contem-
poránea desde perspectivas heterogéneas de las que son extraídas
diferentes consecuencias. Sin embargo, para que este trabajo no
resulte exclusivamente teórico ni normativo creemos que se debe-
ría inscribir ese cotejo en las tradiciones políticas de la Argentina.
En este sentido, la ponderación conceptual de ciertas características

184 | Luis Félix Blengino y Diego G. Baccarelli Bures


sustantivas delos populismos latinoamericanos en general y del kir-
chnerismo en particular, debería ponerse en el contexto de dichas
tradiciones. Así, en lugar de leer a los populismos argentinos desde
una matriz conceptual configurada a partir de las experiencias polí-
ticas europeas, es necesario pensar las experiencias nacionales de
América Latina como singularidades insertas en una tradición.
De este modo, la relación entre el líder y el pueblo o el líder y
las masas populares, se remonta en nuestra historia política a un
tipo de mando en la conformación y desarrollo de las fuerzas de la
independencia y al caudillismo, dando lugar a un profundo debate
político e ideológico en el cual posturas como la de Sarmiento, por
dar un ejemplo fundacional, interpretaron ese fenómeno desde una
matriz europea. O para decirlo en otros términos, buscaron brindar
una interpretación de la historia nacional insertándola en la “His-
toria Universal”, de modo tal que el tipo de liderazgo político que
remite al caudillismo fue y es leído como momento de una tradición
“incivilizada” de la política nacional, y no como una característica
de nuestra politicidad y singularidad2.
En efecto, la singularidad de la teoría de Laclau respecto a las
diversas perspectivas de la teoría política contemporánea con las
que dialoga y comparte un campo de problematización, al propo-
ner la identificación entre política y populismo se comprende en la
medida en que piensa la política desde la tradición de la izquierda
nacional, y desde la Argentina del siglo XX, es decir, desde una
situación singular en la que siempre que hubo política –esto es,
democracia, no dictadura o política de élites con proscripción- hubo
lógicas de articulación populista que permitieron la inscripción de
las demandas de democratización a partir del establecimiento de
una frontera que divide a la comunidad.

2 En el caso específico de Sarmiento, su vinculación del caudillismo al fenó-


meno estructural de la barbarie ocupa un lugar central en del desarrollo del
Facundo como modelo de interpretación del proceso emancipatorio a partir
de la Revolución de Mayo. Pero no es éste el único ejemplo en el pensamiento
argentino, tenemos igualmente diversas interpretaciones del tenor del pueblo,
como por ejemplo el ensayo Las multitudes argentinas de Ramos Mejía. Por
otra parte, la historia “mitrista” inaugura un relato desde las élites, que si-
guiendo la línea de Sarmiento, coloca a las masas populares y los caudillos en
una posición subalterna.

El kirchnerismo en cuestión | 185
II

En el debate contemporáneo de estas cuestiones se destaca la


corriente teórica posmarxista vinculada a posiciones posfundacio-
nalistas, que proponen pensar a través de la postulación de la dis-
tinción entre “la política” y “lo político”. Junto con la propuesta de
Laclau y Mouffe, la “filosofía de la democracia” de Jacques Rancière
es sin dudas una de las más destacadas en esta forma de problema-
tización del fenómeno político a partir del intento de recuperar la
categoría de pueblo para el análisis.
Ciertamente, la concepción ranciereana de lo político y la demo-
cracia ha sido muy potente para la lectura de un número de fenó-
menos políticos desarrollados en el contexto producido por los
acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001 en Argentina,
en el que primó un encono generalizado contra las élites políticas,
sintetizado en la consigna “que se vayan todos”; consigna que tam-
bién se tradujo en posiciones antiestatalistas por parte de muchos
sectores populares.
Sin embargo, el lugar que ha ocupado el Estado a partir de aque-
lla crisis, en especial en la gestión de Néstor Kirchner, aunque no
únicamente, como agente, instrumento y punto de apoyo de una
subjetivación política colectiva conmociona algunos de los supues-
tos teóricos fundamentales de estas perspectivas. En efecto, el
mismo Rancière –en un importante debate con Laclau durante su
coincidencia en Argentina ha mostrado ciertas reservas respecto
del alcance y la adecuación de su teoría como herramienta de inter-
pretación de los acontecimientos de esta región y ha diferenciado
en su análisis el uso de la categoría de populismo en Europa, del
uso latinoamericano que sería más cercano a una “forma de gobier-
no”3. Esto permitiríavincularla, desde nuestra perspectiva, con la

3 Para Rancière en Europa el término “populismo” “es el nombre cómodo bajo


el cual se disimula la exacerbada contradicción entre legitimidad popular y le-
gitimidad erudita, la dificultad del gobierno de la ciencia para conciliarse con
las manifestaciones de la democracia y hasta con la forma mixta del sistema
representativo. Este nombre oculta y revela a la vez la gran aspiración de la
oligarquía: gobernar sin pueblo, es decir, sin división del pueblo; gobernar sin
política. Y permite al gobierno erudito exorcizar la vieja aporía: ¿cómo puede
la ciencia gobernar a los que no la entienden? (Rancière, 2006: 114-115).

186 | Luis Félix Blengino y Diego G. Baccarelli Bures


propuesta de Mouffe y Laclau en cuanto focalizada en la articula-
ción de una serie de movimientos populares a partir de la moviliza-
ción política de los afectos4.
En efecto, por una parte, ese concepto posestructuralista de lo
político resulta profundamente sugerente para pensar procesos de
subjetivación política en una dimensión “horizontal”, en tanto fenó-
menos emancipatorios que no podrían ser interpretados en la lógica
teleológica de la Historia como el proceso convergente que cons-
tituiría un gran relato. En este sentido, para Rancière se trata más
bien de acontecimientos capilares en los que se constituyen sujetos
políticos múltiples y no un Sujeto de la Historia ni un sujeto identi-
ficado necesariamente con la clase en sentido marxiano.
Sin embargo, por otra parte, las consecuencias de su crítica a
la concepción de la democracia qua forma de gobierno, tal como
ha sido pensada por la tradición filosófica, y al reducirla exclusi-
vamente a una praxis singular y de alcance local, fundada en la
actualización del principio universal de la igualdad, expone los
límites de este planteo a la hora de pensar procesos emancipato-
rios en relación con las instituciones estatales –en tanto para él las
instituciones jurídico-políticas serían los campos principales de la
articulación del orden policial–. Esto, desde nuestra óptica, obtura
cualquier posibilidad de pensar lo institucional en su productivi-
dad política emancipatoria, vinculada a lo que consideramos una
“dimensión vertical” de lo político inscripta en la concepción origi-
naria misma de la democracia.
En efecto, según creemos, subrayar el aspecto en el que la demo-
cracia se identifica con el proceso de verificación de la igualdad

4 Según Mouffe “Tanto Rawls como Habermas afirman, aunque de diferentes


maneras, que el objetivo de la democracia es establecer un acuerdo racional
en la esfera pública. Sus teorías difieren con respecto a los procedimientos de
deliberación que se necesitan para alcanzarlo, pero su objetivo es el mismo:
llegar a un consenso, sin exclusión, respecto del bien común. […] Creen fir-
memente que la política democrática requiere la eliminación de las pasiones
de la esfera pública, y sin duda es por eso que no pueden aprehender el pro-
ceso de constitución de las identidades políticas. […] Una vez que se reconoce
el papel crucial que desempeñan los afectos y las pasiones en la política, la
cuestión central pasa a ser cómo hallar formas de movilizarlos hacia diseños
democráticos” (Mouffe, 2014: 67).

El kirchnerismo en cuestión | 187
de cualquiera con cualquiera como la instancia para una forma de
subjetivación política, no debería obnubilar el otro aspecto que la
democracia muestra desde su origen griego, a saber, aquel que lo
relaciona con la dimensión de la práctica de una forma de conduc-
ción vinculada al uso de la palabra pública, lo cual supone el ejer-
cicio de cierto ascendente y liderazgo de uno en relación con los
muchos, tal como lo demuestra Foucault al señalar el lugar ocupado
por Pericles en la asamblea del siglo V a. C (Foucault, 2009: 344 y ss).
También podríamos mencionar la figura del líder democrático como
contracara del tirano en La república o el lugar central ocupado por
la compleja figura del legislador en El contrato social. Según pensa-
mos es en esta concepción que permite cuestionar la reducción de
la democracia al institucionalismo o al parlamentarismo –reducción
que seduce a pensadores tan diversos como Agamben y Rancière–
que debe inscribirse la singularidad del kirchnerismo como forma
de recuperación de aquella tradición nacional, popular y regional.
Aunque no sólo con ella, por supuesto5.
Al mismo tiempo, la doble raíz constitutiva de la democracia per-
mite resituar en este marco general de problematización la distin-
ción entre los procesos de construcción de una identidad popular y
los procesos propios de la constitución de una identidad populista.
En efecto, como es evidente, si bien la teoría de Rancière permite
explicar los primeros, los segundos requieren de una complejiza-
ción extra sobre todo en el caso de los denominados por Eduardo
Rinesi populismos de Estado6.

5 En este sentido, cabe destacar que la relación entre populismo e instituciones


puede explicarse siguiendo a Aboy Carlés, a partir de la postulación de un me-
canismo pendular entre esos polos, como una forma de gestión de la tensión
entre la plebs y el populus. Sin embargo, nos parece adecuada la crítica de
Paula Biglieri, según la cual, esa postura llevaría a pensar que el populismo es
una cuestión de grados según los gobiernos se acerquen más o menos a alguno
de esos polos. A diferencia de ese planteo, Biglieri sostiene que populismo
e instituciones son dos lógicas de satisfacción de demandas que siempre se
contaminan, o en otras palabras, nunca hay ni puro populismo ni puro insti-
tucionalismo, lo cual creemos, la sitúa en un camino de problematización más
cercano al que aquí sostenemos; es decir, una perspectiva que trascienda la
dicotomización férrea entre política populista e instituciones.
6 Rinesi distingue entre los populismos “de base” como el narodnichestvo
ruso o “los movimientos populistas de resistencia a los poderes estatales

188 | Luis Félix Blengino y Diego G. Baccarelli Bures


Detengámonos un momento en esta distinción. Rinesi toma como
punto de partida la necesidad de diferenciarse de la equiparación
laclausiana entre identificación popular y articulación populista,
como si aquella operación fuera un tipo de práctica exclusiva de los
discursos propios de la última. En efecto, como sostienen Aboy Car-
lés y Barros el populismo es solo una posibilidad, en cuanto opera-
ción de construcción de las identidades populares, pues se deberían
distinguir los procesos de construcción de una identidad popular7,
como procesos más genéricos, de los procesos de construcción de
una identidad populista, en cuanto éstos constituyen únicamente
una modalidad específica de construcción de una identidad popu-
lar. Esta forma específica, como es conocido, es el emergente de la
articulación en torno de un significante vacío de una serie de deman-
das populares que entran en equivalencia para constituir un pueblo
a partir de un doble movimiento por el cual el populismo consiste
en una forma de procesar la tensión entre la plebs y el populus, es
decir, el proceso por el cual la parte busca identificarse con el todo,
a partir de señalar una frontera antagónica que divide el todo de
la comunidad entre un nosotros y un ellos que supone un exterior
constitutivo8.

oligárquicos en la América Latina de los últimos cien años” y los populismos


“de Estado” como el cardenismo, el varguismo, el yrigoyenismo y el peronis-
mo (cf. 2013: 15).
7 Como la diferencia que establece Aboy Carlés entre populismo y “Panteras
negras”, o el movimiento de identificación de la parte con el todo y la parte
que no aspira a identificarse con el todo (Aboy Carlés, 2013: 31-32).
8 Según Aboy Carlés “los populismos latinoamericanos nos revelan rápidamen-
te que esa apariencia totalizante está lejos de constituir su marca definito-
ria. Su aspiración a que la plebs cubra rápidamente el espacio comunitario
se ve rápidamente desmentida por la presencia de fuertes oposiciones que
demuestran su irrevocable carácter de parcialidad. […] El sueño de una repre-
sentación unitaria del pueblo de los populismos latinoamericanos se convir-
tió en una promesa siempre diferida a futuro. La aspiración hegemonista se
renovaba a través de una forma específica de gestionar ese desnivel entre la
representación de la parte y la representación del todo comunitario, encarnan-
do al mismo tiempo la ruptura y la integración de la comunidad política […]
Mantuvieron un inerradicable elemento pluralista que es característico de su
gestión pendular entre la ruptura y la integración, entre la representación de
la plebs y la representación del populus.

El kirchnerismo en cuestión | 189
No obstante, ese exterior no puede ser identificado sin más con
el Estado y las instituciones como elementos del orden policial de
distribución de los lugares sociales. Antes bien, podemos constatar
que uno de los acontecimientos epistémico-político, por llamarlo
de algún modo, central del proceso Sudamericano ha consistido en
romper con cierta mirada ingenua de la opinión pública y de parte de
la teoría política que tiende a identificar la dominación con el poder
del Estado, permitiendo sacar a la luz que la cuestión del Estado es
mucho más compleja en la medida en que tiene un lugar clave en
las prácticas actuales de emancipación popular. Asimismo, como ya
es sabido desde los trabajos de Foucault, el poder es una red de rela-
ciones estratégicas múltiples irreductibles a un centro fundamental
ocupado por el Estado9. En efecto, como afirma Rinesi (2013: 15-16),
si antes sólo podíamos pensar (con Marx) la emancipación en contra
del Estado, la actualidad nos fuerza a modificar esta manera de com-
prenderlo. En este sentido, el desafío conceptual actual es explicar
al estado como una entidad dinámica y compleja10 capaz de jugar un
papel determinante en el proceso de constitución del sujeto histó-
rico de la emancipación, a través de la reconquista y ampliación de
derechos vía la movilización popular. Esto es trabajado por Rinesi
a partir de dos elementos que estructuran su análisis de los popu-
lismos de Estado del siglo XXI: la idea de cierto jacobinismo vincu-
lado al liderazgo y al ejercicio de la iniciativa política, y la idea de
comprensión de la política como acción y proceso vinculados a una
concepción de la democracia como proceso de democratización y
ampliación de derechos antes que como sistema institucional a ser
defensivamente consolidado, tal como habría ocurrido durante la
década de los 80.

9 El Estado por su lugar y su potencialidad involucra una complejidad que ex-


cede su identificación con una dimensión meramente policial, a la vez que el
poder no se reduce a una simple relación de dominación del Estado
10 Para Mouffe tanto el neoliberalismo como el horizontalismo de la multitud, se
fundan en cierta “demonización del Estado”, señalando que “su insistencia en
percibir al Estado como una entidad monolítica, en lugar de concebirlo como
un complejo conjunto de relaciones, dinámico y atravesado por contradiccio-
nes, les impide reconocer las diversas posibilidades que podría ofrecer el con-
trol de las instituciones del Estado para luchar contra la mercantilización de
la sociedad” (Mouffe, 2014: 121).

190 | Luis Félix Blengino y Diego G. Baccarelli Bures


III

Cabe recordar que si bien la oposición al poder es un elemento cons-


titutivo del proceso de construcción de una identidad popular, el
campo popular no se define como lo puramente antagónico al poder
en cuanto tal, ya que la identidad popular es en sí misma, en cuanto
forma de subjetivación, otra forma de poder, un contrapoder; forma
que podríamos identificar con lo que Foucault denomina “movi-
miento de contraconducta”. Estos nunca son movimientos contra
el poder en general, sino contra una forma determinada de ejercicio
del poder, son movimientos cuyo objetivo es ser conducidos de otro
modo, por otros pastores, hacia otras metas y mediante otros pro-
cedimientos (cf. 2006: 225). Para entender esta caracterización es
preciso encuadrarla en la definición foucaultiana de política como
juego, debate y combate entre gubernamentalidades heterogéneas.
En efecto, si se comprende por gubernamentalidad un conjunto de
prácticas, racionalidades, programas y tecnologías de gobierno, se
ve que el Estado, así como la idea de sociedad civil o incluso de
pueblo, se pueden analizar como elementos de prácticas guberna-
mentales en coyunturas específicas. En consecuencia, así como
la gubernamentalidad liberal se configura a través del debate y el
combate del arte de gobernar en la razón de Estado o la guberna-
mentalidad neoliberal a partir del combate a la gubernamentalidad
del Estado de Bienestar y a la gubernamentalidad de partido, los
populismos de Estado del siglo XXI, quizás van adquiriendo su con-
figuración propia a partir del debate, el juego y el combate con las
tecnologías de gobierno neoliberal, al poner en el primer plano de
la práctica gubernamental la relación entre el líder y el pueblo, la
defensa de la soberanía estatal y la ampliación y garantía de dere-
chos, para desplazar la idea de una sociedad pospolítica correlativa
de un estado radicalmente económico en el que el estado de derecho
es concebido como regla de juego para lograr un mercado de compe-
tencia perfecta. A partir de esta interpretación puede explicarse la
singularidad de los populismos de Estado de algunos países de Sud-
américa, es decir, aquello por lo que no dejan de ser movimientos
emancipatorios, aún siendo “de Estado”, pues el Estado y el derecho
aparecen como algunas de las principales herramientas a la mano

El kirchnerismo en cuestión | 191
de las mayorías populares capaces de hacer frente a la hegemonía
mundial de la racionalidad neoliberal de gobierno.
En efecto, como apunta Aboy Carlés, no se puede realizar una
cartografía simplista que sitúe sin más a las identidades populares
en oposición al poder del Estado con independencia de las coyun-
turas históricas:
Los movimientos populistas, así como diversas formas de afir-
mación de una identidad nacional de corte antiimperialista,
al igual que los movimientos de descolonización, son ejem-
plos de identidades populares cuyo antagonista elude el lugar
de un Estado que muchas veces las cobija para identificar ese
poder con un sector socioeconómico, un grupo étnico o una
potencia extranjera. (Aboy Carlés, 2013: 23)11

Por otra parte, es claro que no pueden confundirse estos popu-


lismos de Estado ni con una gubernamentalidad de partido, ni con
la antigua gubernamentalidad en la razón de Estado, ambas de corte
autoritario o totalizante, aunque comparta con ellos algunas carac-
terísticas. De hecho, con el kirchnerismo rigió plenamente el estado
de derecho y la frontera que delimitaba el campo popular de su otro,
supuso la no eliminación de ese otro. En efecto, el populismo tal
como destacan desde posiciones tan disímiles, Mouffe, Biglieri y
Aboy Carlés respeta la dimensión de la pluralidad como condición
de la política en un doble sentido: en cuanto supone la articula-
ción de una serie de demandas heterogéneas, múltiples, plurales
como constitutivas de la propia identidad, que es por ello siempre
inestable y contingente; y en cuanto supone relaciones estratégicas

11 Cabe tener presente entonces, que para Aboy el populismo supone una forma
de construcción de la identidad política popular que adquiere su singularidad
por contraste con otras dos. En efecto, habría tres formas heterogéneas de cons-
titución histórica de las identidades políticas populares: las identidades tota-
les, las identidades parciales y las identidades con pretensión hegemónica. Es
decir que la configuración populista de un pueblo entendida como identidad
con pretensión hegemónica no solo permite diferenciarla de la teoría de la
democracia de Rancière en cuanto forma de subjetivación política pasible de
ser subsumida en el modelo de identidad parcial, sino también de la configu-
ración de una identidad total propia de los totalitarismos.

192 | Luis Félix Blengino y Diego G. Baccarelli Bures


dependientes de variables coyunturales con un otro cambiante y
también contingente12.
Por lo tanto, aún cuando la construcción populista de un pueblo
pueda llevar a una extrema polarización política, la frontera que
delimita su relación con el otro no pretende alcanzar su elimina-
ción, sino su gobierno. El concepto de “agonismo” de Mouffe per-
mite comprender el modo en que la construcción de un pueblo a
través de una articulación equivalencial da lugar a “una forma de
unidad que respeta la diversidad y no suprime las diferencias”13.
Desde nuestra perspectiva, el acierto del “enfoque hegemónico”
reside en plantear la necesidad de habitar y transformar las institu-
ciones en cuanto herramientas de una política radical a partir de la
articulación de disputas tanto parlamentarias como extraparlamen-
tarias, incluyendo en ese espacio de juego democrático al conflicto,
la pluralidad y los afectos.
En este sentido, consideramos que el concepto de agonismo,
entendido como la domesticación del antagonismo, resulta más
adecuado para interpretar la experiencia populista del período kir-
chnerista que la idea de antagonismo misma –vinculada por Mou-
ffe con cierta idea jacobina de la democracia14–. De hecho, resulta
paradigmático que muchas disputas libradas por el gobierno kir-
chnerista consistieron en una serie de iniciativas del poder ejecu-
tivo que se trataron en el Parlamento y han sido controladas por el

12 En este sentido: En última instancia, un límite indiscutido entre las identi-


dades totales y las identidades con pretensión hegemónica está dado por el
hecho de que si las primeras excluyen constitutivamente la tolerancia a la di-
versidad característica del pluralismo político, las segundas suponen un rango
extremadamente variado de esa tolerancia (Aboy Carlés, 2013: 34).
13 En este sentido, la construcción de una voluntad populista supone la determi-
nación de un adversario aunque no su eliminación, sin embargo, como afirma
Mouffe “tal adversario no puede ser definido en términos amplios y generales
como ‘imperio’, o ‘capitalismo’, sino en términos de puntos nodales de poder
que deben ser atacados y conformados con el fin de crear una nueva hegemonía
[…]. Lo que está en juego no es una ‘extinción’ del Estado o de las diversas ins-
tituciones a través de las cuales se organiza el pluralismo” (Mouffe, 2014: 85).
14 Como afirma Mouffe “La figura del adversario apunta precisamente a esca-
par a esta dicotomía y a superar tanto la visión ‘jacobina’ de la política del
enemigo como la ‘liberal’ de la pura y simple competencia de intereses”
(Mouffe, 1999: 24).

El kirchnerismo en cuestión | 193
Poder Judicial y en algunos casos rechazadas como inconstitucio-
nales por la Corte Suprema, lo que muestra la forma agonística que
ha adoptado el litigio entre ciertos poderes en la esfera pública, lo
cual queda constatado por el carácter del debate parlamentario y el
debate mediático en Argentina.

Conclusión

Hemos intentado exponer algunos de los límites a los que se enfrenta


hoy el debate político argentino al verse confrontado por una expe-
riencia política singular como la iniciada a comienzos del siglo XXI,
cuya complejidad parece desbordar ciertas dicotomías de algunos
enfoques posestructuralistas.
En este sentido, hemos procurado señalar que la filosofía de la
democracia de Rancière incurre en un sesgo que no permite com-
prender el proceso político argentino del siglo XXI al reducir a la
democracia a una dimensión meramente horizontal. Al contrario,
la singularidad de nuestra experiencia refleja el involucramiento
como actor productor de política al Estado en una dimensión verti-
cal que vertebra las demandas populares con la institucionalización
en términos de restitución-producción de derechos. Un ejemplo
típico sería la AUH que ya era evidentemente una demanda popular.
No obstante un caso testigo de la iniciativa estatal fue la creación de
la nueva Corte Suprema, pues no existiendo en la sociedad más que
una serie de demandas aisladas que no llegaban a constituirse en
demandas populares, en la medida en que eran más bien una queja
instalada por los medios masivos contra la corte adicta menemista,
pero que no lograban constituir un reclamo popular, fueron instala-
das en la agenda y recuperadas como bandera fundante de la nueva
articulación populista por la iniciativa política del Jefe de Estado,
Néstor Kirchner.
Por otra parte, a la luz de la interpretación coyuntural de Rinesi
y la filosofía de Foucault, hemos planteado que el populismo como
forma de subjetivación opuesta al poder no supondría necesaria-
mente la oposición al Estado, sino más bien a una forma determi-
nada de gobernar y ser gobernado en la que el Estado puede ser
un instrumento privilegiado y un punto de anclaje clave para las

194 | Luis Félix Blengino y Diego G. Baccarelli Bures


emancipaciones populares. Un caso interesante para pensar es el
del denominado conflicto del campo que duró más de cuatro meses
a comienzos del 2008 (del 11/3 al 17/7). En esa ocasión pudo verse
en qué sentido el conflicto político lejos de enfrentar al populismo
a las instituciones se codificó en una forma agonista que enfrentó a
dos modelos de país, o en los términos foucaultianos, a dos guber-
namentalidades heterogéneas que a su vez buscaron articular una
serie de demandas conformando dos pueblos a través de una lógica
de articulación populista: un pueblo vinculado al liderazgo kirchne-
rista ejercido desde el Estado y una articulación “de base”, de tinte
corporativo unificando al pueblo en torno de la mesa de enlace, un
liderazgo articulado a partir de la alianza estratégica de los repre-
sentantes de las entidades agrarias. Ambos buscaron articularse en
torno de los símbolos patrios pretendiendo identificarse con la ver-
dadera nación y constituyendo así un caso paradigmático de lucha
por la hegemonía que enfrentó dos movimientos populistas con pre-
tensión hegemónica. Ambos movimientos populares y masivos, sin
embargo, no sólo ocuparon los espacios públicos no institucionales
(siendo el momento más álgido del conflicto la medición de fuer-
zas a partir de la ocupación de dos plazas en el mismo día), sino
que aceptaron dirimir la disputa en el marco del poder legislativo
(que fue zanjada a partir del voto “no positivo” del vicepresidente
desde ese momento opositor a su propio gobierno). Es decir, que el
conflicto más importante de esos años no sólo adoptó una forma de
enfrentamiento entre dos lógicas populistas, sino que ésta fue cana-
lizada en forma de agonismo en la que, no obstante, se pusieron en
cuestión los principios mismos de la organización de la sociedad
y el rol del Estado en ella, pero sin concebir al oponente como un
enemigo a ser eliminado, sino como un adversario a ser gobernado.
En este sentido, por último, hemos intentado explicar de qué
manera el populismo argentino no puede, siguiendo una lectura
europea, identificarse con un autoritarismo o un totalitarismo ya
que desde una perspectiva afín a la de Chantal Mouffe podemos afir-
mar que nunca se puso en cuestión la asunción de la dimensión de
la pluralidad como dimensiones inescindibles de la acción política.
En definitiva, lo que hemos pretendido plantear en el marco del
debate actual en Argentina, es el modo en que estas tres características

El kirchnerismo en cuestión | 195
permiten matizar la relación del populismo con el republicanismo,
el liberalismo y la democracia, saliendo de los enfoques que lo opo-
nen taxativamente a dichas tradiciones.

Bibliografía

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Biglieri, Paula y Perelló, Gloria. Los usos del psicoanálisis en la teoría de la hege-
monía de Ernesto Laclau. Buenos Aires: Grama, 2012.
Biglieri, Paula y Perelló, Gloria (eds.). En el Nombre del Pueblo: la emergencia del
populismo kirchnerista. Buenos Aires: UNSAM  Edita, 2007.
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–––. Seguridad, territorio, población. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica,
2006.
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Mouffe, Chantal. Agonística. Pensar el mundo políticamente. Buenos Aries: Fondo
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Schmitt, Carl. “El Concepto de lo político” en Aguilar, Orestes (ed.) Carl Schmitt,
teólogo de la política. México: Fondo de Cultura Económica, 2004.

196 | Luis Félix Blengino y Diego G. Baccarelli Bures


III

El populismo ante la
encrucijada neoliberal:
desafíos actuales para la hegemonía
¿Hacia un duelo del populismo?*

Paula Biglieri**

Introducción

Durante los primeros lustros del siglo XXI, un grupo de países de


América Latina vivió un nuevo periodo de gobiernos populistas que
reavivó un debate que ocupó gran parte de la escena académica –e
inclusive mediática– y trascendió las fronteras de la región para des-
embarcar también en Europa. Significantes tales como líder, pue-
blo, soberanía popular, emancipación, etc. volvieron al ruedo de la
discusión después de años de haber estado soterrados por el léxico
político y académico hegemónicamente aceptado. Claro está, para
el discurso neoliberal predominante (aquel de los años previos al
retorno populista, que una vez más se vuelve a hacer presente de
manera renovada) se trataba de meras desviaciones ideológicas no
adecuadas a ningún estándar racional o científico respecto del orden
del funcionamiento económico, político y social, o bien, simple-
mente se trataba de términos en desuso que debían ser confinados
en un arcón para el recuerdo –o quizás más bien para el olvido– de
un pasado al que no había nunca que regresar.
La reactivación de estos significantes llevó a que el debate en
el campo del pensamiento de la radical politics girara en torno a
si los populismos eran una forma “verdadera” o una “impostura”
política, alternativa y contraria al neoliberalismo y, en ese sentido,
emancipatoria. Sin embargo, la serie de acontecimientos que han
volcado el escenario político latinoamericano hacia una vuelta a la

* Este texto fue elaborado en el marco del proyecto de investigación denomi-


nado “Theorising Transnational Populist Politics” financiado por la British
Academy y llevado adelante conjuntamente por la Cátedra Libre Ernesto
Laclau, de la Facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad de Buenos
Aires y el Centre for Applied Philosophy, Politics and Ethic de la University
of Brighton.
** Profesora e investigadora. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Técnicas, Universidad de Buenos Aires, Argentina.

  |  199
derecha –no solo neoliberal, sino también conservadora e incluso
en algunos aspectos reaccionaria– darían cuenta del fracaso de los
populismos; hechos tales como el triunfo de Mauricio Macri en las
elecciones presidenciales de la Argentina en 2015, la derrota de
Evo Morales en 2016 en el referéndum que bloqueó la posibilidad
de que el presidente boliviano pudiera presentarse a una cuarta
reelección, el impeachment a Dilma Rousseff por parte del parla-
mento brasileño en ese mismo año, la turbulencia y dificultades de
Nicolás Maduro que pareciera nunca haber podido sustituir a Hugo
Chávez desde que lo sucedió en Venezuela, el constante fortaleci-
miento de la oposición de derecha a Rafael Correa en Ecuador, y en
Europa la capitulación de Syriza ante la Troika en 2015, etc. pare-
cen haber torcido la balanza en favor de los argumentos de aquellos
que desde el campo de la radical politics criticaban a los populis-
mos. Pues bien, podríamos imaginar sin llegar a ser muy fantasio-
sos que a quienes defendimos la posición de los populismos nos
dicen: “nosotros teníamos razón, el populismo era una impostura
que nos ha llevado finalmente al retorno, sin más, del neolibera-
lismo”. ¿Debemos entonces enfrentar el trabajo del duelo por el
populismo y dejarlo de una vez atrás? Ya Freud nos advirtió del
dolor que ello implica, pero hay una diferencia entre quien puede
atravesar un duelo y quien no puede hacerlo, este último corre el
riesgo de caer en la melancolía (Freud, 2008: 235-256). Más bien
se trata de dos estructuras psíquicas diferentes: quien puede hacer
un duelo, en todo caso, puede hacer algo con aquello que se da por
muerto, elabora el dolor y lo deja atrás, introyectándolo y sepul-
tando bien al muerto. Los melancólicos, en cambio, ahí padecen,
porque no pueden hacer algo con aquello perdido, quedan eterna-
mente demorados en su imposibilidad de enterrar al muerto. Allí
yace justamente su patología: en nunca dejar partir al objeto per-
dido. El riesgo que corremos parecería ser el de volvernos melan-
cólicos. En cambio, si pudiésemos hacer el duelo del populismo,
podríamos ponerle un fin a este objeto amado –es decir, a nues-
tros líderes, al pueblo allí articulado y a la experiencia vivida en
los últimos años– y pasar a otra instancia. Nos quedaría entonces
ir ahora, por las verdaderas formas de enfrentar al neoliberalismo
y alcanzar la emancipación, pero: ¿cuáles podrían ser estas otras

200 | Paula Biglieri
formas? Entonces, va nuevamente la pregunta: ¿debemos ir hacia
un duelo del populismo?

Entre el Partido Comunista y los santos

Tomaré dos posiciones para ilustrar formas alternativas al popu-


lismo como opciones militantes contrarias al neoliberalismo: me
refiero a la de quienes bregan por el retorno al Partido Comunista y
a quienes lo hacen por los santos.

El Partido Comunista. La hipótesis de que la voluntad colectiva se


ajusta al comunismo encuentra una firme indicación organizativa
en el texto de Jodi Dean1. La autora parte de un diagnóstico: las
revueltas y las protestas de masas de la última década (aquellas liga-
das al movimiento de Occupy, las de los estudiantes chilenos, las
anti-deuda de Montreal, las brasileñas por el transporte y la FIFA,
las europeas anti-austeridad, así como las huelgas intermitentes
de maestros, empleados públicos y médicos a lo largo y ancho del
globo) constituyen protestas de clase protagonizada por aquellos
proletarizados en el contexto del capitalismo comunicativo. Por
ello no se trataría de luchas que expresan a la multitud, ni peleas
por la democracia, ni conflictos sobre asuntos específicamente loca-
les, tampoco serían revueltas de las clases medias en contra de los
recortes sociales, el estancamiento de los salarios, el desempleo,
la ejecución de hipotecas o el endeudamiento. Sino que son fren-
tes de la guerra global de clases del capitalismo comunicativo, es
decir, se trata de revueltas de masa de aquellos cuyas actividades
comunicativas generan un valor que les es expropiado. Evidente-
mente, Dean no solo no comparte la lectura que hacen Hardt y Negri
(2000) sobre el capitalismo contemporáneo, sino que tampoco la
propuesta de la democracia radical de Laclau y Mouffe (1985), ni
la posterior apuesta por el populismo de Laclau (2005), ni mucho
menos la deconstrucción del marxismo que realizaron, de hecho,
la ignora completamente y retoma ciertos argumentos básicos de

1 Traducción propia de Dean, Jodi. Crowds and Party. Londres/Nueva York:


Verso, 2016.

¿Hacia un duelo del populismo? | 201


dicha tradición de pensamiento. Particularmente aquellos que sos-
tienen que todo sujeto político es un sujeto de clases y que hay una
correspondencia entre clase social y tareas asignadas (en este caso,
a los trabajadores proletarizados del capitalismo comunicativo les
corresponde emprender la tarea del cambio de dicho modo de pro-
ducción). Ahora bien, el problema radica entonces en cómo hacer
para que estas manifestaciones de masa –que son expresiones de
clase– puedan mantenerse en el tiempo y volverse la base de un
nuevo proceso político. Para dar una respuesta echa mano de algu-
nas herramientas teóricas que provienen de distintas tradiciones.
Dean afirma que la masa es un corte inicial en lo establecido que
tiene lugar gracias al empuje de “los muchos”, al poder disruptivo
del número o, en otras palabras, la ruptura que trae la masa es lo
Real (lacaniano) que incita la subjetivación política. Sin embargo, la
masa es un componente necesario pero no suficiente de la composi-
ción de una subjetividad política, si este empuje resulta la expresión
igualitaria del pueblo o una mera turba en todo caso dependerá de
la asignación que pueda hacerle retroactivamente una intervención
política, a saber: la del Partido Comunista. La masa no es aún un
sujeto político, debe volverse un pueblo. Esta es la tarea le corres-
ponde al Partido Comunista ya que el pueblo surge si ese evento
que es la ruptura de la masa queda asociado retroactivamente como
efecto fiel del descargo igualitario2 que esa misma ruptura implica.

2 Dean sigue a Canetti en su conceptualización de la masa, la que conside-


ra una teoría del deseo colectivo. El inconsciente de la masa posee cuatro
atributos; el deseo de crecer, un estado de absoluta igualdad (la descarga
igualitaria), un amor por la densidad y la necesidad de una dirección. Dean
contrapone la noción de “descarga igualitaria” y “la necesidad de una direc-
ción” de Canetti al psicoanálisis. La primera supone que la igualdad en la
masa trae des-diferenciación, des-individuación, la liberación momentánea
de las jerarquías, etc. que según su lectura se opone a la masa como una “una
asociación igualitaria con envidia” del psicoanálisis y, la segunda, supone
una meta común que fortalece el sentido de igualdad (cuanto más fuerte la
meta común, más débiles las individuales) en el sentido de una causa común
que subordina las preferencias individuales, que contrapone a la idea de
“la necesidad de una dirección como necesidad de un líder”. “Estos atribu-
tos generan dinámicamente un goce colectivo” (Dean, 2016: 214-215). Cabe
mencionar aquí que no solo es debatible la crítica que Dean hace a la masa
de Freud, sino que tampoco queda muy claro cómo usa la noción de jouis-
sance ya que pareciera que pierde por completo lo mortífero que encierra,

202 | Paula Biglieri
Ahora bien, ¿por qué Dean hace referencia al pueblo y no a la clase?
Básicamente porque considera, siguiendo a Badiou, que para Marx
el proletariado era un “genérico”, más que un “particular” en la
media en que se trataba de una identidad que era una no-identidado
una identidad que iba más allá de toda identidad. Sin embargo, en
la actualidad ni el “proletariado”, ni la “clase trabajadora” funcio-
nan como lo hacían en tiempos de Marx. Su función genérica está
“saturada”, no están abiertos a múltiples contenidos particulares.
Más bien, en el curso de las luchas políticas de la clase trabajadora
en siglo XX tal identidad genérica ha sido remplazada por el pueblo.
La actualidad del Partido Comunista radica, según Dean, en que
se ofrece como la mediación que la masa necesita para subjetivarse
como pueblo. Esto es, el Partido Comunista es un objeto transfe-
rencial que puede sustituir a la masa –no representándola– pero si
empujando las urgencias que esta activa en pos de la igualdad y la
justicia. El Partido Comunista deriva su energía de la masa en la
media en que se esfuerza en que perdure y en que su intensidad siga
siendo percibida aún después que se haya dispersado. Es la forma
organizada de asociación política que mantiene abierto el espacio
desde el cual la masa puede verse (y ser vista) como el pueblo. Y
es el Partido Comunista y no otro partido porque es este el que se
mantiene fiel a la descarga igualitaria de la masa misma y transfiere
su intensidad (igualitaria) de lo particular a lo universal. En pocas
palabras, el Partido Comunista encuentra al pueblo en la masa.
Pero el punto central para Dean es que el Partido Comunista ade-
más nos permite trascender la subjetividad impuesta por el capita-
lismo comunicativo. Frente al mandato de individualidad que nos
impone, el Partido Comunista provee una infraestructura afectiva
colectiva a través de la cual las experiencias diarias adquieren un
sentido diferente al del imperativo del capitalismo comunicativo3.

interpretándola como mero placer. Pero en todo caso, esta discusión exce-
de los objetivos de este artículo. Al respecto de Canetti ver: Canetti, Elías
(1960). Masa y Poder. Barcelona: Muchnik Editores, 1981.
3 Dean utiliza la noción de capitalismo comunicativo antes bien que la de
neoliberalismo. “El mandato del capitalismo comunicativo circula de diver-
sas formas. A cada uno se le repite que es único y es alentando a cultivar
esta singularidad. Aprendemos a insistir y a disfrutar nuestra diferencia,

¿Hacia un duelo del populismo? | 203


Mantiene abierta una brecha en lo establecido a través de la cual
podemos vernos reflejados en luchas colectivas para cambiar el
mundo en un sentido igualitario. El Partido Comunista con todo
el tradicional despliegue organizacional y acciones variadas que
implica (reuniones, publicación de periódicos y revistas, clubes,
sindicatos, equipos deportivos, escuelas, grupos teatrales, literarios
o de mujeres, etc.) al que habría que agregarle criterios de membre-
sía y de expectativas establecidas que sean aseguradas y fortaleci-
das, por ejemplo, a través de reportes regulares de sus miembros
con el objeto de no repetir errores del pasado (patrones de sexismo,
racismo y homofobia), provee una forma solidaria de lo colectivo
que se contrapone con la competencia individual del capitalismo
comunicativo. Una opción militante para tener puestos nuestros
ojos en el horizonte comunista.

Los santos. La gran figura santa que se evoca para llamar a enfren-
tar al neoliberalismo es san Francisco de Asís, aquel santo quien
viviera entre 1181/1182-1226. San Francisco rechazó el mundo
burgués naciente al cual por cuna pertenecía (escenificado en el
público desprecio y abandono de su padre y sus riquezas) y propuso
un éxodo hacia una nueva forma de vida. Si san Francisco encarnó
a aquel que en un mismo movimiento pugnó por una retirada que
buscaba al mismo tiempo cambiar el mundo, de allí que no resulte
sorpresivo que Michael Hardt y Antonio Negri lo hayan invocado
como figura de la militancia por la emancipación hacia el final del
texto Imperio:
Hay una antigua leyenda que puede servir para ilustrar la vida
futura de la militancia comunista: la de san Francisco de Asís.
Consideremos su obra. Para denunciarla pobreza de la Multi-
tud adoptó esa condición común y descubrió allí el poder on-
tológico de una nueva sociedad. El militante comunista hace

intensificando procesos de auto-individuación. El ´hazlo tú mismo´ es tan in-


cesante que el ´cuidarse uno mismo´ aparece como un elemento políticamente
significativo en lugar de un síntoma de un fracaso colectivo, en un mercado de
trabajo viciosamente competitivo no tenemos más opción que trabajar sobre
nosotros mismos, constantemente, solo para seguir el ritmo” (Dean, 2016: 31).

204 | Paula Biglieri
lo mismo, identificando en la condición común de la Multitud
su enorme riqueza. Francisco, oponiéndose al naciente capi-
talismo, rechazó toda disciplina instrumental, y en oposición
a la mortificación de la carne (en la pobreza y el orden consti-
tuido) sostuvo una vida gozosa, incluyendo a todos los seres y
a la naturaleza, los animales, la hermana luna, el hermano sol,
las aves del campo, los pobres y explotados humanos, juntos
contra la voluntad del poder y la corrupción. Una vez más, en
la posmodernidad nos hallamos en la situación de Francisco,
levantando contra la miseria del poder la alegría de ser. Esta
es una revolución que ningún poder logrará controlar porque
biopoder y comunismo, cooperación y revolución, permane-
cen juntos, en amor, simplicidad, y también inocencia. Esta
es la irreprimible alegría y gozo de ser comunistas. (Hartd y
Negri, 2000)

Recordemos que en su propuesta teórico-política Hardt y Negri


diagnosticaron que el Imperio y la Multitud son anverso y reverso
de la nueva forma en que se constituye el orden en el capitalismo
contemporáneo. El Imperio no es meramente una nueva forma de
acumular el capital, sino que también implica una nueva modalidad
de producción de la vida. En términos espaciales trae la novedad de
una soberanía mundial descentrada y desterritorializada: implica la
totalidad espacial y carece de algún elemento trascendente que se
ofrezca como referente que le otorgue sentido o unidad y supone,
en consecuencia, un poder mundial que no se puede identificar con
un lugar, un estado o una potencia en particular y encarna la forma
paradigmática del biopoder ya que es una forma de creación de la
vida que está en todas partes. Mientras que en términos temporales
el Imperio “es un orden que suspende efectivamente el curso de
la historia, y fija por ello mismo, el estado presente de los asuntos
para la eternidad” (Hartd y Negri, 2000: 5). Es un presente perma-
nente: de aquí que se presente como un régimen sin fronteras
temporales y entonces aparezca como al final o fuera del decurso
histórico. Sin embargo, hay un reverso del Imperio: las fuerzas de
liberación de la Multitud.
Ahora bien, en la medida en que el Imperio supone una pro-
ducción biopolítica, Hardt y Negri se ocupan particularmente de

¿Hacia un duelo del populismo? | 205


dicha producción en el gobierno disciplinario y de la sociedad mun-
dial de control. La mundialización que implica el Imperio se ha pro-
ducido a raíz de la globalización de los intercambios del mercado
mundial capitalista. Estas operaciones han difundido toda una serie
de valores y saberes que no son otra cosa más que valores y saberes
imperialistas, en donde también las ONG han jugado un papel fun-
damental. Y es aquí en donde el concepto de biopolítica, en tanto
uno de los aspectos del biopoder, adquiere para los autores un lugar
fundamental. El marco general en el que se desarrolla la biopolítica
es la sociedad mundial de control4 en la que producción biopolí-
tica se da como una máquina que genera tanto el orden social como
la subjetividad contemporánea. Esta máquina imperial no produce
positividad, por el contrario, es vacía, mero espectáculo, un pará-
sito que no produce ontología sino que se monta y toma su vitali-
dad de la ontología que es construida por la Multitud. Así, Hardt y
Negri proponen una biopolítica positiva, ya que consideran que esta
forma de producción de la vida, tanto en términos subjetivos como
colectivos, permite una liberación que se encuentra encerrada en la
potencialidad de la acción de la Multitud. La Multitud que es pro-
ducción de vida, tiene primacía frente al Imperio y no a la inversa.
La potencialidad productiva de la Multitud es lo que desarma al
Imperio porque la noción de biopolítica positiva conlleva la coo-
peración social como estrategia de la Multitud y la noción de nuda
vida como potencialidad positiva de la producción. Hardt y Negri
sostienen la posibilidad de la superación de la alienación, es decir,
entrar en la historia (dejar atrás la prehistoria capitalista) y hacerse
sujeto de ella en la medida en que la nuda vida sea elevada a la dig-
nidad del poder productor. Entonces, si el Imperio es una ontología
de lo vacío, negativa puesto que no hay posibilidad de producción de
vida, la contracara es la Multitud como una ontología positiva, del
exceso, de la plenitud en la medida en que se afirma a partir de su

4 Hardt y Negri retoman a Deleuze quien (recuperando y reformulando a


Foucault) afirmó que hemos pasado del paradigma de la sociedad disciplinaria
al de la sociedad de control, lo que implica haber transitado de la forma de
producción de la subjetividad y el orden social bajo la figura de la prisión a
la empresa. Ver Deleuze, G., “Post-scriptum sobre las sociedades de control”,
Conversaciones, Valencia: Pre-Textos, 2006: 277-286.

206 | Paula Biglieri
propia existencia y de sus propias necesidades. Nos hablan enton-
ces de un nuevo sujeto y de ontología política que surge de una
visión inmanentista de la Multitud.
La Multitud es un nuevo sujeto político, un sujeto de la histo-
ria que tiene la potencialidad de construir un dispositivo político
democrático en el seno del Imperio. Sus características principales
son lo inconmensurable y lo virtual. Lo inconmensurable o lo que
está fuera de medida en tanto que una ontología de la inmanencia.
Es decir, piensan al sujeto político desde la inmanencia, en donde
traen a colación la cuestión del no-fundamento o como la posibi-
lidad de crear fundamento a partir de la situación concreta y de
las necesidades que surgen de un contexto específico. En cuanto
a lo virtual, nos remiten al nuevo lugar que va a tener la Multitud:
un espacio físico, geográfico que va a ser un no-lugar, desterrito-
rialización y territorialización permanente. Estas dos características
de la Multitud son las que deforman al Imperio porque se salen de
la lógica de la lucha política tradicional. Frente al gobierno impe-
rial como un parásito tenemos a la Multitud como lo nómade y lo
mestizo. El cuerpo de la Multitud no es el cuerpo fijo (a la manera
en que fuera pensado por Hobbes) sino que por el contrario es un
cuerpo multiforme e inasible, en otras palabras, es la monstruosi-
dad de la carne, cuyo dato central es la producción de lo común. Es
decir, aquello que es común a partir de una situación de necesidad
concreta, no preestablecida, ni trascendente.
En todo caso, la figura del militante encarnada por san Francisco
de Asís es la que pone en acto una nueva subjetividad que se sus-
trae de la que ha sido emplazada por el Imperio y, al mismo tiempo,
resiste desde la potencialidad productora de la Multitud. El mili-
tante se sustrae y al mismo tiempo plantea un proyecto de amor, lo
predica. La figura de san Francisco de Asís es rescatada entonces
como aquella que rompe el emplazamiento subjetivo del Imperio,
como aquella que nos lleva a recuperar la solidaridad humana a par-
tir de una dimensión de lo común entre seres iguales desde donde se
construye un nuevo orden del mundo. Hardt y Negri retoman desde
la tradición marxiana las categorías de ser genérico y de valor de uso
y valor de cambio para afirmar que san Francisco de Asís se despojó
de la riqueza (privada), pero no su uso (común), ya que se trató de

¿Hacia un duelo del populismo? | 207


personaje que recuperó el ser genérico a partir del reemplazo de la
propiedad privada por la noción de uso y que además retomó cierto
vitalismo cuando propuso una vida feliz en el sentido de disfrutar
con la alegría de la existencia.
Parado en un campo diferente como es el psicoanálisis lacaniano,
Jorge Alemán, retoma también la figura del santo para pensar una
nueva subjetividad militante que pueda establecer una cisura en
el discurso neoliberal. Explícitamente contraponiéndose a Hardt y
Negri, para quienes –tal como señalamos– el capitalismo contem-
poráneo expresado en el Imperio supone una realidad espacial y
temporal total que se expande ilimitadamente en donde todo está
conectado sin tener un centro de referencia, Alemán propone tomar
a cambio la noción de discurso capitalista de Lacan que refiere a
una circularidad sin un afuera para pensar allí la posibilidad de un
corte. Pero nos advierte que el discurso capitalista funciona como un
“contradiscurso” ya que su propio movimiento circular que supone
un incesante “volver a lo mismo” pretende cubrir plenamente el
universo simbólico. El discurso capitalista conecta por contigüidad
todos los lugares y, en consecuencia, obtura cualquier interrupción
y, con ello, la experiencia del inconsciente no encuentra el lugar
para resolverse como tal por lo que se vuelve imposible. Se trata
justamente de un “contradiscurso” porque se opone a aquello que –
desde la intervención posestructuralista– sabemos: ningún discurso
puede conformarse como una totalidad coherentemente unificada
en donde se logra asignar sin dislocaciones o fisuras lugares y jerar-
quías y determinar lo que importa de lo que no, lo que es visible de
lo que no y lo que existe de lo que no. O, para plantearlo en térmi-
nos psicoanalíticos, es contrario al supuesto que “ningún discurso
puede pensarse como una totalidad cerrada que elimina la fractura
constitutiva del sujeto y de la realidad, y tampoco ningún discurso
establece una relación de continuidad entre sus términos. En todos
los discursos hay una construcción como respuesta a la imposibili-
dad y un resto heterogéneo, denominado por Lacan ‘objeto a’, que
muestra que la realidad no puede ser totalmente simbolizada por vía
del significante” (Alemán, 2014: 32).
Alemán nos ofrece además un diagnóstico: en este “contra-
discurso” que obtura cualquier posibilidad de fuga yace el único

208 | Paula Biglieri
malestar de la civilización porque “el verdadero problema que
ofrece el discurso capitalista es que no tiene un exterior porque,
finalmente el neoliberalismo lleva en su estructura misma la pro-
ducción de la subjetividad” (Alemán, 2014: 35). Y también lanza un
desafío urgente: pensar la posibilidad de una salida a aquello que
se nos presenta como sin salida, allí aparece entonces la figura del
Santo como metáfora de una posible militancia. Este vendría a inte-
rrumpir el discurso capitalista, pero no a la manera de un asceta que
busca la perfección espiritual a partir de practicar la humildad, la
sencillez y la austeridad (el éxodo del mundo material de san Fran-
cisco de Asís) sino como resto o desecho que el discurso capitalista
no puede reconvertir en un elemento más en su incesante circula-
ridad. El santo no puede ser “tratado” por el discurso capitalista e
implica, en ese sentido, algo del orden de la abyección y es justa-
mente ese rasgo abyecto para el neoliberalismo lo que lo torna un
elemento inasimilable y puede entonces devenir en causa de deseo.
En otras palabras, hace vívido el vínculo hacia aquel lugar al cual no
pertenecemos, al no poder ser “tramitado” por los emplazamientos
subjetivos del neoliberalismo abre el espacio para la experiencia de
la brecha, es decir, la emergencia del sujeto. Por esto el santo está
liberado de los valores de goce de su tiempo, que en nuestra época
neoliberal hasta “ha transformado lo que clásicamente llamamos
pobreza. Ya no se trataría a la manera marxiana de la “no satisfac-
ción de las necesidades materiales”, sino más bien de que el plus
de gozar se ha filtrado en todas las actividades y, por ello, lo vemos
operando en las chabolas, en las villas miseria, en los poblados o
en las favelas es el par falta/exceso, sin posibilidad de ser experi-
mentado en lo simbólico. Así, también en el tráfico de armas, en el
mercado de drogas sintéticas o en las marcas falsificadas, el goce
tapona u obtura la división del sujeto, volviéndolo ‘un individuo’,
que incluso en medio de la miseria más atroz, se convierte en un
emprendedor de sí, en un empresario de su vida o en un deudor
atrapado en una red sin salida” (Alemán, 2014: 36).
La gran pregunta que Alemán se tiene que plantear es por la cues-
tión colectiva porque está atento al propio señalamiento de Lacan
de que nunca es posible un escape del discurso capitalista si se trata
de la intervención de un santo o de unos pocos santos. Lacan decía:

¿Hacia un duelo del populismo? | 209


“¡Cuanto más santos hay más se ríe! Ese es mi principio. Podría ser
la salida del discurso capitalista. Pero no constituirá un progreso
si pasa solo para algunos”. Por eso Alemán pregunta: “¿cuál sería
la asociación colectiva de esa enigmática figura llamadas Santo”
que “interrumpiría la promoción del consumidor consumido en el
movimiento circular del discurso capitalista?” (Alemán, 2014: 43).
Este autor no nos da una respuesta al respecto. Pero rescata las expe-
riencias hegemónicas como aquellas formas de la política que se
oponen al discurso capitalista, discurso que por cierto –desde su
perspectiva– no es de índole hegemónico. En efecto, si el discurso
capitalista tiene pretensión de totalidad en la media en que actúa
con “la potencia de representar el todo y reduce así todas y cada una
de las singularidades y las diferencias a la totalidad del circuito cir-
cular de la mercancía” (Alemán, 2015a), la hegemonía al contrario –
siguiendo la conceptualización de Laclau– implica una articulación
de elementos que nunca anulan las diferencias entre sí. Más aún, la
hegemonía reniega de cualquier pretensión de totalidad y supone
un tipo de formación que soporta la brecha y permite la emergen-
cia del sujeto y la conformación de subjetividades que escapen del
emplazamiento neoliberal. Por eso mismo, a la hora de pensar la
emancipación Alemán sostiene que “solo puede existir la emanci-
pación si se pasa por la experiencia hegemónica” (Alemán, 2015b),
afirmación a la cual cabría agregarle una última palabra: “populista”.

Ni duelo, ni melancolía. Populismo sin pedido de disculpas

Laclau entendió a la política como la práctica de la hegemonía o


de la articulación y en su texto La razón populista planteó al popu-
lismo como una forma de la práctica hegemónica. Es más, el popu-
lismo fue su forma dilecta de la política (Laclau, 2005).Y –a pesar
de que no lo haya expresado exactamente de esta manera– podemos
decir su predilección se basó en dos razones. En primer lugar, en
que el populismo es una dimensión inerradicable de la política. Y,
en segundo lugar, porque es la forma de la política radical hoy. En
cuanto al primer aspecto, una vez que hemos aceptado el supuesto
de que lo social se superpone con el campo discursivo y que, por
lo tanto, posee una estructuración retórica, el paso siguiente es

210 | Paula Biglieri
considerar que para Laclau tanto la política como el populismo son
constitutivamente catacréticos. Para la retórica clásica la catacresis
es el nombre de un término figural que no posee un sustituto literal
(por ejemplo, cuando hablamos de las alas de un avión o las patas
de una mesa). Pero a esta definición Laclau le agregó algo más: sos-
tuvo que la catacresis no es una figura retórica más entre otras, sino
que es una dimensión de lo figural en general y, en este sentido,
constituye la retoricidad en cuanto tal; y como lo social se solapa
con el campo discursivo y posee –justamente– un modo retórico,
lo catacrético define la dimensión ontológica fundamental a través
de la cual lo social se estructura. Vale decir, generalizó la catacresis
en el sentido de que lo que tenemos con la retórica es la ausencia
de una significación literal y, en consecuencia, el desplazamiento
constante del significante en la medida en que un término asume la
representación de algo que lo excede. En términos psicoanalíticos
podríamos decir que se trata de aquel tipo de juego en el cual los
registros simbólicos-imaginarios nunca pueden dominar lo Real. O,
en otras palabras, la catacresis supone aquel tipo de operación por
la cual un elemento figural –siempre particular– que ante la ausen-
cia de una literalidad última viene a representar una totalidad que
es inconmensurable respecto de sí misma5. Esta es la definición de
hegemonía de Laclau y en tanto que todo populismo supone una
articulación hegemónica, podemos decir que ambos son constituti-
vamente retóricos –catacréticos– y suponen que toda articulación se
construye en esta relación inestable entre equivalencia y diferencia.
Digamos que es una manera de decir que la hegemonía es una prác-
tica figural y no literal y, que el pueblo es la figura en la cual esa
práctica toma forma en el populismo. Por ello la figura del pueblo
del populismo para Laclau nunca puede pensarse como un grupo
empírico, una clase sociológicamente establecida, un dato demo-
gráfico o la cuenta de una mayoría electoral. Es más, el pueblo se
escapa a toda métrica neoliberal, de allí su potencial radicalmente
emancipatorio.

5 Para Laclau es imposible que lo universal tenga una representación última y


directa, sino que siempre la representación será constitutivamente distorsio-
nada ya que está mediada por el lazo hegemónico.

¿Hacia un duelo del populismo? | 211


En cuanto al segundo aspecto y en relación con el primero, el
populismo es la forma dilecta de la política para Laclau porque es
la figura del pueblo la única que puede desencadenar modificacio-
nes en el statu quo. Es decir, es el pueblo (la plebs que reclama
ser el único populus legítimo, vale decir, esa parte que se arroga
la representación del todo)el que puede empujar un proceso de
política radical hoy. ¿Por qué? Porque el pueblo escapa al emplaza-
miento subjetivo del neoliberalismo. Si tal como lo afirma Alemán,
el discurso capitalista en su versión neoliberal tiene la pretensión
y la potencia de dominar el todo, el pueblo es aquella figura que es
expresión de la imposibilidad de la plenitud de dicha pretensión.
En otras palabras, el pueblo se constituye alrededor de la “imposibi-
lidad de la sociedad” (Laclau y Mouffe, 2006: 154). Si esta pudiese
establecerse y cerrarse como un ordenamiento coherentemente uni-
ficado sin dislocaciones se cancelaría toda posibilidad de figura-
lidad, y en consecuencia, de pueblo, de hegemonía y también de
antagonismo. El pueblo muestra dicha imposibilidad al articularse,
al “colarse” y emerger en el espacio discursivo desde los intersticios
de la asignación de lugares, la determinación funciones y el estable-
cimiento de jerarquías que la subjetividad neoliberal impone y, con
ello, cuestiona aquello que ha sido determinado como prioritario e
importante, lo visible y lo existente. En este sentido, el pueblo es ya
una suerte de inscripción/expresión del antagonismo en la medida
en que da cuenta de él. Digamos que el pueblo se “inventa”, se crea
o se construye, se trata una figura política que no se desprende de
ninguna premisa anterior, ni se deriva lógicamente de ninguna cir-
cunstancia política o contexto determinado.
Vale aquí entonces la siguiente pregunta: ¿por qué insistir con el
pueblo del populismo y no ir por el Partido Comunista o el santo
como figuras militantes para pensar la emancipación en el contexto
neoliberal de hoy? Tomemos, para argumentar en favor del pueblo
del populismo, resumidamente alguno de los aspectos que trabaja
Brown para describir la subjetividad neoliberal. Brown (2015) afirma
que en la tradición moderna en el par binario homo oeconomicus/
homo politicus ha habido una clara primacía del primero por sobre
el segundo. Sin embargo, solo es con el arribo del neoliberalismo
que la subjetividad y el propio Estado y, con ello, el ciudadano,

212 | Paula Biglieri
se han vuelto “puramente” económicos. Vale decir, elementos des-
pojados de cualquier atisbo de política. Ya no se trata entonces de
una relación jerárquica entre un elemento y otro, sino de la preten-
sión de eliminación de uno de los componentes del par binario para
alcanzar la plena presencia del otro. En otras palabras, el neolibe-
ralismo no solamente implica una teoría y/o propuesta económica
que promueve la reducción del Estado o la primacía de lo privado
por sobre lo público, sino que se trata de algo que va mucho más
allá: establece un tipo de subjetividad que tiene como sello la dise-
minación de los valores de mercado y la métrica a todos los campos
de nuestras vida y pretende la eliminación de la política. ¿De qué
subjetividad estamos hablando? La del capital humano.
Pues bien, la tentación es pensar que habría que insistir con el
populismo porque se presenta mero como reverso negativo del neo-
liberalismo. Si el neoliberalismo arrasa con todas las promesas de
la social democracia y reubica a todos sus elementos en términos
económicos (la inclusión se convierte en competencia, la igualdad
en desigualdad, la libertad en libertad de mercados desregulados y
las expresiones colectivas como la voluntad soberana de un pue-
blo le son hostiles y deben ser eliminadas), su contracara pasaría a
ser el populismo. Sin embargo, sería un error pensar al populismo
en tándem con el neoliberalismo, en una oposición binaria del tipo
neoliberalismo/populismo en donde el primero representaría la
organización racional diferencial de espacios y jerarquías en una
institucionalidad extrema y el segundo el puro vínculo libidinal que
vuelve a los miembros de la masa equivalentes entre sí detrás de
un líder. El populismo no implica meramente la formación de un
pueblo a partir de la identificación imaginaria de quienes lo compo-
nen a partir de colocar a un mismo líder en el lugar del ideal (vaya,
el pueblo no es lo mismo que la masa de Freud {2008b: 65-136}),
porque el pueblo según Laclau también implica organización.“La
dimensión de el/la líder es solidaria con la articulación equivalen-
cial de las demandas, mientras que la dimensión de la organización
es solidaria con la absorción de las demandas a través de las formas
institucionales. Ambas dimensiones se encuentran interpenetradas
la una con la otra. La manera clásica de pensar estas dimensiones
nos la da el propio Laclau en su texto, cuando encontramos que

¿Hacia un duelo del populismo? | 213


las demandas insatisfechas –aquellas que no han sido absorbidas
por las formas institucionales– pueden entrar en una cadena de
equivalencia en relación con la investidura libidinal de un/a líder.
Sin embargo, existe otro cruzamiento entre ambas dimensiones que
no resulta tan evidente: si el/la líder se vuelve la cabeza del poder
institucional, el/la líder tendrá la función de satisfacer (o no) las
demandas a través de las formas institucionales”6. En todo caso,
podemos afirmar que la emergencia del pueblo del populismo no es
solamente el reverso del neoliberalismo sino también su exceso y de
allí su radicalidad en el contexto de hoy.
El pueblo lleva inscripto en su propia forma la igualdad, es
constitutivamente igualitario. Se trata de un exceso igualitario que
trastoca la normativa neoliberal de la meritocracia, de la diferencia
entre ganadores-perdedores y la desigualdad que supone la compe-
tencia entre capitales humanos. Todos y cada uno de aquellos que
lo componen son elementos iguales entre sí, vale decir pares, en
relación con un líder quién inclusive nunca deja de ser un primus
inter pares7.
El pueblo no puede no tener la forma de “un colectivo”, por lo
tanto desborda los límites de las responsabilidades individuales,
aisladas o empresarial-de-sí en las que nos captura la racionalidad
neoliberal y emplaza las subjetividades. En todo caso, el pueblo pro-
pone hacer una “causa común” con aquello que emerge y no tiene
fundamento ni literalidad ni causa última, pero que surge y como
tal muestra el malestar en lo dispuesto,en lo emplazado o en el
statu quo, que se vuelve su enemigo. Vale decir que en los tiempos

6 Ver para más detalle: Biglieri, Paula y Perelló, Gloria, “Sujeto y populismo o
la radicalidad del pueblo en la teoría posmarxista” en Debates y Combates,
Buenos Aires, Edición Homenaje, 2015: 53-64.
7 Si recordamos la metáfora que Freud presenta en “Tótem y Tabú” para ilustrar
el inicio de la cultura, allí el padre autoritario de la horda primitiva ha de
ser muerto y devorado para que se constituya la sociedad y se configure el
liderazgo como un lugar y, en consecuencia, alguno de los hermanos pueda
ocuparlo. Así, una vez establecido dicho lugar siempre quien lo ocupe será
uno de los hermanos, un primus inter pares, quien llegue a ese lugar estará jus-
tamente “en el lugar” del padre, pero nunca “será el padre”. Además, de que
siempre pesará sobre él la amenaza de ser asesinado por los hermanos. Freud,
Sigmund, “Tótem y tabú y otras obras (1913-1914)”, en Obras Completas, vol.
XIII, Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2008.

214 | Paula Biglieri
que corren establece una frontera con la lógica individualista que
domina la especulación financiera y el consumo ilimitado, el pue-
blo es una forma que interrumpe el goce solipsista que propone e
impone el capitalismo neoliberal.
El pueblo del populismo de Laclau es una construcción política
que no anula las particularidades, ni homogeniza el campo social, ni
encontramos en dicha figura ningún sentido de totalidad cerrada, de
identidad substancial o positiva, inmanencia dada, de plena presen-
cia o de alguna prioridad ontológica de algún tipo, y menos aún, de
posibilidad del pueblo-uno. A diferencia de la pretensión neoliberal
que busca obturar toda posible emergencia del sujeto, el populismo
bajo la figura del pueblo lo encarna y soporta la diferencia. Porque
si bien en el populismo la figura del pueblo es única, ya que en la
división dicotómica del espacio social en la que hay lugar para un
solo pueblo, este siempre encarna una universalidad hegemónica en
la que las demandas allí articuladas pueden ser muchas y de lo más
variadas. Es decir, en una misma figura del pueblo pueden articu-
larse demandas de diversa índole.
El pueblo lleva en su propia emergencia lo político. Frente a la
pretensión de eliminar la política por parte del neoliberalismo o de
reducirla a ciertos intercambios institucionales regidos por la lógica
del homo oeconomicus, el pueblo desborda las instituciones y lo
instituido. Pone en escena la política y la hace nuevamente pensa-
ble al actuarla en movilizaciones, en asambleas y en la ocupación de
diversos espacios (calles, plazas, fábricas, universidades, etc.) y, al
hacerlo, relanza lo público mismo por sobre lo privado, lo colectivo
por sobre lo individual y desestabiliza la lógica puramente econó-
mica reactivando el ejercicio de la soberanía popular.
Así a diferencia del exceso del pueblo del populismo, la puesta
por el Partido Comunista se presenta frente al autoritarismo y la asfi-
xia neoliberal como una forma de organización que alberga un auto-
ritarismo en sentido inverso. Tal como lo presenta Dean, el Partido
Comunista puede albergar la construcción de una nueva subjetivi-
dad sólo en la medida en que pretenda –al igual que la subjetivi-
dad neoliberal– emplazar todos los lugares. Esta vez, en lugar de la
individuación del capitalismo comunicativo, tenemos el colectivo
solidario de los camaradas. En otras palabras, nos pone frente a la

¿Hacia un duelo del populismo? | 215


pregunta: ¿para romper el emplazamiento de la subjetividad neoli-
beral hace falta en un punto un giro autoritario?
Mientras que el santo en tanto figura de la desconexión, en todo
caso, no sólo es aquel que se sustrae de toda fijación o emplaza-
miento subjetivo impuesto por el neoliberalismo sino es aquel que
además se retira de toda identificación a insignias, consignas, lide-
razgos, etc. y, en ese caso, se sustrae también de la lucha política en
la medida en que escapa a la posibilidad de la formación de alguna
forma de lo colectivo. Pareciera el santo ser más una figura moral
que política cercana a la de Bartleby, porque a pesar del vitalismo y
la positividad que intentan imprimirle Hardt y Negri o del desafío
que Alemán se ve forzado a proponer de pensar una “asociación
de esas figuras enigmáticas llamadas santos”–en la medida en que
adhiere al proyecto hegemónico–, el santo, más allá de su extraor-
dinaria vida, una vez muerto nada cambió ya que no provoca una
modificación en el contexto discursivo.
Nuestros populismos latinoamericanos encarnaron sus antago-
nismos en el campo discursivo que hay disponible y que ha sido
dispuesto por aquel que es su enemigo: el neoliberalismo, ¿acaso
cabría otra posibilidad? De allí también su paradoja: su potencia
desestabilizadora y sus límites. Porque, ¿cómo sería intervenir polí-
ticamente desde una pura exterioridad sin contaminarse? ¿Cuál
sería la forma de “verdaderamente” trastocar los al neoliberalismo
y desterrar definitivamente y por completo al capitalismo? ¿De qué
forma el santo o el Partido Comunista darían cuenta del antago-
nismo que necesariamente nace al momento de enfrentar y afectar
al neoliberalismo?
En todo caso, el populismo trae en su propia forma un llamado a
involucrarse en las luchas políticas. Por esto, insistir con el popu-
lismo nos aleja de su duelo y también de caer en la melancolía.
Más bien, nos arroja ante la interpelación militante. El populismo
evoca un llamado a formar parte del pueblo en la medida en que
nada está garantizado: como no sabemos cómo será el orden de las
cosas, como nada nos asegura que los derechos ganados hoy sigan
vigentes el día de mañana o que mañana podamos obtener lo que
ahora tenemos negado, como sabemos que no es posible establecer
de manera transparente y certera los caminos hacia una sociedad

216 | Paula Biglieri
reconciliada –la cual es además siempre imposible ya que carece-
mos de una literalidad o fin último–, pero sabemos también que el
pueblo será siempre fallido –ya que asume la imposibilidad de la
plenitud en su propia forma–, como tampoco es posible definir de
antemano la orientación política general del pueblo y su capacidad
transformadora dependerá de la correlación de fuerzas del contexto
dado y como no sabemos hacia dónde puede llegar a salir dispa-
rada esa irrupción incesante del antagonismo constitutivo de toda
sociedad, es que nos convoca a militar. Militancia en un pueblo que
puede traer en su exceso la interrupción/modificación del discurso
dominante, vale decir, del discurso neoliberal de hoy.

Bibliografía

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ponible en http://www.eldiario.es/politica/Solo-existir-emancipacion-apues-
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radicalización de la democracia. Buenos Aires: FCE, 2007.
Laclau, Ernesto. La razón populista. Buenos Aires: FCE, 2005.

¿Hacia un duelo del populismo? | 217


A vueltas con la praxis: algunas reflexiones
sobre las condiciones históricas
de la hegemonía y el populismo

Germán Cano*

“Una pizca de ridiculez va unida a estos idealistas de cuarto


cerrado, como lo va siempre a los reformadores del mundo
puramente académicos; almas áridas todos ellos, bien inten-
cionados, honrados, un poco pedantes, vanos, que ostentan
sus nombres latinos como en una espiritual mascarada; [...]
Estos pequeños camaradas de Erasmo son conmovedores en su
ingenuidad profesoral, algo semejantes a las buenas gentes que
también hoy vemos reunidas en asociaciones filantrópicas y
de mejoramiento social, idealistas teóricos que creen en el pro-
greso como en una religión, soñadores despiertos que en sus
mesas de escribir construyen un mundo moral y redactan tesis
sobre la paz perpetua, mientras en el mundo real una guerra
sucede a otra y precisamente los mismos papas, emperadores y
príncipes que rinden, encantados, un tributo de aplausos a sus
ideas de mutua tolerancia, pactan, al propio tiempo, unos con
otros y en contra de los otros, y prenden fuego al mundo en-
tero. Si se encuentra un nuevo manuscrito de Cicerón, cree ya
el clan humanista que todo el universo tiene que resonar con
sus clamores de júbilo; cualquier libelillo provoca su cólera y
su pasión. Pero lo que agita al hombre de la calle, lo que rige
fundamentalmente en lo profundo de las muchedumbres, eso
no lo saben ni quieren saberlo, y, como permanecen encerra-
dos en sus estancias, su bien intencionada palabra pierde toda
resonancia en la realidad. Por este apartamiento fatal, por esta
carencia de pasión y de popularidad, el humanismo no logró
nunca hacer fructificar en la realidad sus ideas más fructíferas.
El magnífico optimismo contenido en el fondo de su doctrina
no era capaz de desarrollarse creadoramente y de desplegarse,

* Profesor titular de Filosofía Contemporánea. Universidad Alcalá de Henares,


España.

  |  219
porque, entre estos pedagogos teóricos de las ideas humanistas
no se encontraba uno solo a quien le hubiera sido otorgado el
poder natural de la palabra fuerte para lanzar a gritos sus lla-
madas hasta lo profundo del pueblo. Un pensamiento grande y
santo quedó seco para varios siglos por obra de una generación
sin ánimos”
Stefan Zweig, Erasmo de Rotterdam

La casa y el tejado
Seguramente todos recordamos la cita del multimillonario Warren
Buffett: “Claro que hay lucha de clases. Pero es mi clase, la de los
ricos, la que ha empezado esta lucha. Y vamos ganando”. Argu-
mentando que la desigualdad económica durante las últimas déca-
das estaba creciendo exponencialmente mientras menguaban los
impuestos para los ricos, la falta de pudor del multimillonario ame-
ricano planteó para muchos el escenario obligado en el que debía
situarse toda fuerza de oposición y cambio. Buffet mostraba, por así
decirlo, el camino regio de la izquierda: esta debía por fin tomarse
en serio su lugar en la lucha en la que el adversario ya había asu-
mido su posición explícita. ¿Por qué la izquierda debería respon-
der negando o desplazando la centralidad de la política de clases e
invertir esfuerzo en la lucha ideológica, el paciente trabajo cultural,
cuando el enemigo mostraba tanto cinismo a la hora de presentar
un diagnóstico tan palmario? Dureza, pues, contra dureza. Frente al
cinismo desvelado, una lucha sin complejos.
Abordando esta cuestión, la prestigiosa historiadora británica
marxista Ellen Meiksins Wood, curtida en la fructífera escuela
thompsoniana, formuló, al calor de la lucha de los sindicatos
mineros en los 80 en Inglaterra, una pregunta clave: ¿por qué los
movimientos críticos deberían obsesionarse más con los “fetiches
ideológicos” del thatcherismo que con su práctica real en la guerra
de clases del capital contra la fuerza del trabajo? ¿Por qué se debería
responder problematizando la centralidad privilegiada de la polí-
tica de clases en lugar de confrontar con el thatcherismo por lo que
este es, teorizando desde estas premisas y respondiendo política-
mente mediante el posicionamiento en el bando contrario del de los
adversarios? (Wood, 1998: 59).

220 | Germán Cano
El interés del libro de Wood radica, entre otras razones, en que
nos sigue brindando hoy un sugerente balance general, si bien desde
un horizonte explícitamente marxista, de los puntos controvertidos
sobre el futuro de la izquierda a la luz de sus posibles “desviacio-
nes” posmarxistas. Por ejemplo, las que habría conducido a auto-
res como Ernesto Laclau a explorar la posibilidad “populista” o a
Nicos Poulantzas a reflexionar sobre el sentido de una estrategia
revisionista eurocomunista. La autora busca defender, como tesis
fundamental, que el posmarxismo sería el equivalente en el siglo
XX al “socialismo verdadero” que criticaran con tanta saña Marx
y Engels por ser una abstracción intelectual o “fantasía filosófica”
etérea, utópica, y en última instancia legitimadora de las relaciones
del statu quo. Acompañada de una sofisticación teórica, además,
que, desplazando la defensa de los intereses materiales del proleta-
riado a los “intereses generales” de la humanidad, habría terminado
siendo cómplice, explícita o implícitamente –recordemos la lucha
minera– de la derrota o claudicación de la izquierda frente al poder
del capital. Wood se sirve de esta idea de la “clase en retirada” como
hilo rojo para describir un ciclo histórico que iría de la influencia
maoísta tras 1968, con gran influencia de Althusser, al surgimiento
del eurocomunismo por la adopción por parte de los partidos comu-
nistas europeos de una estrategia explícitamente reformista, cuyo
compromiso histórico pasaba por la ocupación vía electoral del
Estado burgués y la transformación de sus instituciones mediante
una apuesta de radicalidad democrática. No podemos olvidar aquí
tampoco las resonancias socialdemócratas de Bernstein y su tran-
sición al socialismo mediante un proceso paulatino y continuo de
reformas institucionales desde el vientre del sistema.
Que la fuerza directriz en esta línea estratégica se distancie de los
llamados “intereses de clase” y se contextualice en el marco polí-
tico de una interpelación, a juicio de Wood, “abstracta”, plantea una
desviación del programa genuinamente socialista y una forma de
hacer, por así decirlo, de necesidad virtud, de impotencia ilusión.
Cuando se cuestiona, como en el eurocomunismo, la existencia de
“una muralla china” entre la democracia burguesa y la democracia
proletaria perdemos la tensión necesaria para impulsar el cambio
real, perdemos la brecha antagonista:

A vueltas con la praxis | 221


Dejamos de ver la brecha en el continuo de la ‘democratiza-
ción’, una brecha que se corresponde precisamente con la
oposición de los intereses de clase. En otras palabras, se nos
induce a olvidar que la lucha entre el capitalismo y el socia-
lismo puede concebirse como una lucha sobre las diferentes
formas de democracia, y que la línea divisoria entre las dos
formas puede ubicarse exactamente en el punto donde diver-
gen los intereses de clase fundamentales. (Wood, 1998: 240)

¿Cabe pensar así que sin la conciencia de esa “brecha” estamos


condenados a una estrategia política no tan orientada a transformar
la sociedad como a alcanzar una mayoría parlamentaria? Wood así
lo cree. Entiende que las limitaciones de este programa teórico con-
ducen a una práctica política cuya retórica solo busca una agrupa-
ción dispar de electores cada cuatro años.
De aquí surge también una cuestión en nada menor: si la derrota
de la hegemonía burguesa depende del reclamo del valor democra-
cia, no dejándolo, por tanto al adversario –con lo que ello implica
de no adoptar una posición desmitificadora, la “democracia como
trampantojo”1–, ¿en qué sentido la estrategia política debe dejar

1 Un ejemplo reciente de este problema durante la crisis política y económica


española fue la iniciativa “Rodea el Congreso”, también conocida como 25-S,
convocada para el 25 de septiembre de 2012 en Madrid. En un principio, la ac-
ción original, que partía de un colectivo en la sombra denominado Plataforma
¡En Pie!, era la de rodear el Congreso de los Diputados de España con un
discurso de conflicto antiinstitucional muy marcado, lo que generó una ex-
traordinaria atención mediática, que enmarcaba la iniciativa como un ataque
antisistema al mayor órgano de representatividad democrática. Esta idea, sin
embargo, fue recogida y reformulada por algunas asambleas del 15-M en un
debate altamente interesante con otro marco: el mensaje mediático del “rodeo”
del congreso no debía entenderse como una “asalto” o un “cerco” popular a las
instituciones, sino como un modo de poner de manifiesto en cambio que era la
institución la que ya estaba siendo “asaltada” por poderes económicos y finan-
cieros no elegidos democráticamente. Debe recordarse que por esa época, por
coacción imperativa de la Troika, coleaba aún la reforma del artículo 135 de la
Constitución Española subordinando la soberanía estatal al pago de la deuda
por parte del bipartito PP-PSOE. Entiendo que este desplazamiento del marco
equivalía a mostrar que la lucha política en ese contexto no podía permitirse
el lujo de dejarle la democracia al enemigo. Que la impotencia institucional no
se convierta en virtud, como suele hacerse desde los partidos tradicionales, es
una precaución crítica muy razonable, siempre y cuando no entendamos que,
por principio, el marco institucional es una gran trampa que aboca necesaria-
mente a la impotencia. Evitar ese pesimismo anticipado no debería implica

222 | Germán Cano
entre paréntesis la pedagogía del conflicto e intentar simplemente
desarticular o desagregar las fuerzas del adversario político?
Al poner el peso de la lucha de clases tanto en la ‘articula-
ción’ y ‘desarticulación’ de las interpelaciones ideológicas au-
tónomas hace que la lucha de clases parezca en gran parte un
ejercicio intelectual ‘autónomo’ en el cual los campeones inte-
lectuales ‘autónomos’ de cada clase compiten en un juego de
‘tira y afloja’ por elementos ideológicos desclasados, del cual
saldrá victoriosa aquella clase cuyos intelectuales puedan re-
definir con mayor convicción esos elementos para adaptarlos
a sus propios intereses particulares. (Wood, 1998: 121)

Wood sostiene además que, en la medida en que el posmarxismo


parece defender la “autonomía absoluta de la esfera política” con
respecto a la infraestructura económica, es incapaz de abandonar
el eje gravitatorio de la tradición liberal y, lo que es más grave,
corre el riesgo de recaer en un inquietante neoplatonismo. Como
ejemplo de esta posición política recuerda los trabajos de Hannah
Arendt, quien habría entendido que, puesto que la fuerza política
solo puede emerger “liberada” de las limitaciones biológicas del tra-
bajo y de las privaciones, cualquier cambio social contaminado por
la materialidad de la “cuestión social” solo conduciría a un aborto
emancipatorio. Una consecuencia paradójica de este planteamiento
sería que cuanto más sufre uno la explotación, menos capacidad
política desarrolla, lo que arrojaría como conclusión una evidente
concepción elitista: solo la fuerza intelectual, por sus aptitudes a la
hora de distanciarse del ámbito de la necesidad y la precariedad, y
no la derivada de la experiencia práctica de la opresión, sería la que
impulsaría bajo mejores condiciones el proceso de cambio político.
Wood subraya así que esta interpelación ciudadanista, dejando
de lado la referencia a los intereses materiales de clase, comete el
error político de creer que la gente se moviliza mejor bajo impul-
sos abstractos o virtudes cívicas, como “la democracia”, el “interés
general”, cuando en realidad lo que mejor galvaniza políticamente

caer tampoco en un ingenuo optimismo del trabajo parlamentario, sino en una


mayor asunción de responsabilidad.

A vueltas con la praxis | 223


es la interpelación materialista a las necesidades y los intereses cru-
dos y concretos2. Desde este punto de vista, lo que cuestiona de
este “socialismo verdadero” es su absoluta falta de tensión dialéc-
tica entre espíritu y masa, justo ese dualismo estéril, esa “gran con-
tradicción dogmática” y a la postre conservadora que Marx había
oportunamente criticado a sus compañeros de ruta de la izquierda
hegeliana en La sagrada familia.
A la vista de todo este planteamiento, que buscaría, por así
decirlo, construir la casa (los cimientos del cambio) por el tejado (la
ideología), “¿no deberíamos –se pregunta Meiksin-Wood– buscar en
algunos productores privilegiados de ‘discurso’ la implantación del
discurso democrático desde afuera, aportando una identidad colec-
tiva a una masa por lo demás informe, creando el ‘pueblo’ y luego
impartiéndole un espíritu socialista o democrático imposible de
generar a partir de sus propios recursos” (Wood, 1998: 247). Desde
esta perspectiva también aborda la cuestión hegemónica: sería,
según ella, un error interpretar este concepto gramsciano como un
modo de reemplazar la lucha de clases y su principal protagonista,
la clase obrera, por el trabajo de los intelectuales y sus respectivas
“actividades autónomas” como principal agente del cambio.

2 Aunque no pueda aquí matizar este punto, entiendo que, en su crítica al idea-
lismo utópico del “nuevo socialismo”, Wood recae en ocasiones, como con-
trapeso, en un materialismo poco dialéctico al subrayar una oposición entre
culturalismo e intereses materiales que parece no seguir la línea estética y
antropológica sobre el cuerpo planteada por el propio Marx. Como escribe
Terry Eagleton, bajo condiciones capitalistas “una identidad ‘estética’ entre
forma y contenido se antoja inalcanzable. A medida que las capacidades pro-
ductivas del cuerpo se racionalizan y mercantilizan, sus impulsos simbólicos
y libidinales o bien son abstraídos hasta convertirlos en un desear grosero, o
bien son eliminados como redundantes [...]. Una práctica estética verdadera
(una relación con la Naturaleza y la sociedad que podría ser a la vez material
y racional) se bifurca así en un ascetismo brutal, por un lado, y un barroco
esteticismo, por el otro. Suprimida de la producción material, la creatividad
humana se disipa en una fantasía idealista o se arruina en esa parodia cínica
de ella misma conocida como impulso posesivo. La sociedad capitalista es a
la vez una orgía de ese deseo anárquico y el reino de una razón supremamente
incorpórea. A modo de un artefacto sorprendentemente mal conseguido, sus
contenidos materiales degeneran en una inmediatez totalmente grosera, mien-
tras que sus formas dominantes crecen rígidamente abstractas y autónomas”
(Eagleton, Terry. La estética como ideología. Madrid, Trotta, 2006).

224 | Germán Cano
Como es conocido, las advertencias sobre esta hipertrofia inte-
lectualista han sido constantes desde que, por diversas razones, se
produjo un desplazamiento en la tradición marxista hacia la esfera
cultural. En la medida en que, por ejemplo, la historiadora britá-
nica sostiene que este planteamiento del “socialismo verdadero”
tiene necesariamente que asignar un protagonismo político exce-
sivo a la clase intelectual –sobre ella recaería la tarea fundamen-
tal: la construcción de “agentes sociales” por medio de la ideología
y el discurso–, su diagnóstico conecta con lo que Perry Anderson
ha denominado con éxito el giro hacia el “marxismo occidental”.
Ahora bien, ¿hasta qué punto esta etiqueta sigue resultando hoy
válida y esclarecedora de las transformaciones y movilizaciones
ocurridas? ¿Sirve la arquitectura marxista de Wood y su diagnóstico
crítico sobre la moralización y el utopismo elitista de sus críticos
para entender la relación entre teoría y praxis en el contexto de la
sociedad de masas?

El marxismo occidental en tiempos de retroceso

Ha sido Perry Anderson, ciertamente, en su recorrido de la escena


marxista de Europa occidental quien mejor ha acotado el futuro
marco de discusión desde los repliegues de los 70, señalando los
límites de esta posición culturalista “hipertrófica” y entendiendo
este desplazamiento como una desviación en el desarrollo del pen-
samiento marxista. El privilegio otorgado a las cuestiones culturales
e ideológicas en el marxismo reflejaba según él un paulatino ais-
lamiento y un repliegue académico de los intelectuales marxistas
de Europa occidental con respecto a los imperativos de la lucha
política y organización de las masas; “su divorcio de las ‘tensiones
controladoras de una relación directa o activa con una audiencia
proletaria’; su distancia de ‘la práctica popular’ y su sometimiento
continuado al predominio del pensamiento burgués. Esto había
resultado –argumentó– en una desvinculación general con respecto
a los temas y problemas clásicos del Marx maduro y del marxismo”
(Hall, 2010: 133).

A vueltas con la praxis | 225


A la vista de lo ocurrido en las últimas décadas, no puede negarse
el grano de verdad del diagnóstico de Anderson. Terry Eagleton lo
ha sabido explicar en términos muy expresivos:
Atrapados entre el capitalismo y el estalinismo, grupos como
la Escuela de Frankfurt podían compensar su falta de hogar
político volviéndose hacia cuestiones culturales y filosóficas.
Políticamente abandonados, podían alzarse sobre sus formi-
dables recursos culturales para enfrentarse a un capitalismo
en el que el papel de la cultura estaba convirtiéndose en algo
cada vez más vital, y así mostrarse una vez más políticamente
relevantes. En el mismo acto, podían disociarse de un mun-
do comunista bastante ignorante, al tiempo que enriquecían
infinitamente las tradiciones de pensamiento que ese comu-
nismo había traicionado. Sin embargo, al hacerlo, gran parte
del marxismo occidental acabó siendo una especie de versión
aburguesada, academicista desilusionada y políticamente des-
dentada de sus antepasados revolucionarios militantes. Esto
también se contagió a sus sucesores en los estudios culturales,
para quienes pensadores como Antonio Gramsci acabaron por
representar teorías de la subjetividad más que la revolución de
los trabajadores. (Eagleton, 2005: 43)

Eagleton plantea una cuestión decisiva: ¿hasta qué punto el mar-


xismo occidental no fue sino un modo de hacer de necesidad vir-
tud, un hasta cierto punto comprensible repliegue culturalista ante
una situación de perplejidad histórica que, asimismo, permitía al
intelectual crítico disfrutar de los privilegios de su bagaje teórico
sin hacer cuestión de sus incómodas fricciones con la práctica polí-
tica? Es conocido cómo esta tesis ha hecho fortuna en el relato de la
izquierda: el giro cultural se entendería como un revés político, una
compensación o suplemento ante la derrota. Ahora bien, ¿hasta qué
punto esto es exactamente así?
Se cuenta que Leo Löwentahl, al hacer balance del grupo de la
Escuela de Frankfurt, comentaba que “no fuimos nosotros quienes
abandonamos la praxis, fue la praxis quien nos abandonó”. Sin
duda, esta frase plantea el reto que supuso para cierta práctica polí-
tica marxista el dar respuesta al “secuestro” del sujeto emancipa-
torio durante la década de los 30. ¿Cómo era posible salir de este

226 | Germán Cano
laberinto de la desorientación histórica cuando la fisonomía cosifi-
cada del nuevo mundo social aparecía bajo la percepción del “reflujo
de las masas” del fascismo europeo? Si el problema de la ideología
ha ocupado un lugar tan prominente dentro del debate autocrítico
marxista es por diferentes razones, pero una principal ha sido tam-
bién por la necesidad de comprender las derrotas de la izquierda en
el siglo pasado. Creo que esto modifica el análisis de Anderson: el
desplazamiento hacia la esfera cultural, independientemente de sus
abusos, sobre todo en la época posmoderna, no fue a veces solo el
repliegue compensatorio de una derrota política, sino también un
intento teórico de urgencia por comprender las claves y causas de
esta derrota y actuar consecuentemente en la práctica. Despachar
este gesto como hipertrofia teórica y cultural respecto al problema
de la praxis sería, asimismo, injusto, máxime teniendo en cuenta
cómo, en los últimos tiempos, la mayor relevancia del problema de
la ideología en nuestras sociedades ha ido también justificándose
en base a criterios objetivos. Si Gramsci, como plantea, por ejemplo,
Manuel Sacristán, se dedicó a un trabajo teórico es “porque alguna
inferencia había que sacar de la derrota ante el fascismo. Había que
volver a ver las cosas, ‘pensar’ qué había pasado [...]” (Sacristán,
2005: 192). Hoy, ante el triunfo hegemónico del neoliberalismo, esta
lección de pensar la fuerza del enemigo más que la autoafirmación
de la identidad sigue siendo acuciante para nosotros. Y debe estu-
diarse con detenimiento el sentido de esta intervención teórica con-
jugada y anudada con la práctica de un modo que pueda también
cuestionar algunos postulados básicos del marxismo clásico.
El caso Gramsci es sugerente para comprender la nueva fisono-
mía y posibilidad de un nuevo realismo intelectual que, en momen-
tos de retroceso histórico, no se repliega ni en el desencanto ni en
una inflación criticista, pero tampoco se contenta con una simple
estrategia política de “alianzas”. Debemos reparar en esto: el pro-
yecto gramsciano de “filosofía de la praxis” surge como una ten-
tativa experimental de reformular la célebre undécima tesis sobre
Feuerbach en un contexto histórico en el que se quiebra justo la tesis
del joven Marx de que basta con ser conscientes del sueño de la rea-
lidad para realizarlo en la praxis. Esto es, en una situación de crisis
del concepto de “realización” histórica: la superación de la brecha

A vueltas con la praxis | 227


entre el ser social y la conciencia no viene garantizada por la his-
toria. No hay ya correlación, como siempre ha comentado Laclau,
entre la tarea política encomendada y el agente social. La “filosofía
de la praxis”, por tanto, no se propone como ningún gesto de repu-
dio a la herencia filosófica, sino como un gesto de fastidio frente a
los filósofos y sus reiteraciones que no comprenden la necesidad de
afirmar una unidad entre teoría y práctica. Es esta reivindicación de
la unidad de la teoría y la práctica lo que anuncia para Gramsci una
nueva filosofía, una filosofía que pueda intervenir en la coyuntura,
porque forma parte de esa coyuntura y está marcada por el sello de
la política3. Es decir, para Gramsci una acción transformadora no
puede dejar de ser una “teoría”, una “filosofía”, un discurso que se
arriesga a decir lo que pasa y, en esa medida, organiza la realidad;
una palabra que desea realmente el deseo de la realidad, o que desea
con el mismo deseo que la realidad. “No basta –decía Marx– con que
el pensamiento busque la realización, es menester además que la
realidad busque al pensamiento” (Lyotard, 1989: 155).
Enfrentado con el carácter imprevisto de la historia misma y el
cambio de coyuntura –esos tiempos “mórbidos” en los que el futuro
no acaba de nacer ni el pasado de morir–, Gramsci se veía obligado,
por un lado, a cambiar de terreno y a modificar sus expectativas
incluso al precio de una intensa autoviolentación subjetiva. Por
otro, su fusión de “pesimismo del intelecto” y “optimismo de la
voluntad” no descuidaba un importante problema: si no se producía
este nuevo desplazamiento teórico respecto a las antiguas expectati-
vas históricas, se corría el riesgo de dejar la iniciativa hegemónica al
enemigo. ¿No era la lección a extraer el reconocimiento de que la cri-
sis de la izquierda no podía saldarse con el abandono más o menos
desencantado del trabajo hegemónico? Hoy, a la vista de cómo el
neoliberalismo ha colonizado estos espacios desde la década de
los 60, no parece insensato perder de vista la tensión intelectual a
la que apuntaba frente al desenlace aparentemente inevitable del
desencanto. En otras palabras, frente al maximalismo del marxismo

3 Véase para este punto en concreto el libro de Buci-Glucksmann. Gramsci y el


Estado. Madrid: Siglo XXI.

228 | Germán Cano
cientificista y su reflujo, su “filosofía de la praxis” enseñaba que
el precio por la falta de “ruptura” no tenía que ser necesariamente
el repliegue hipertrofiado en la teoría y la esfera cultural, sino una
intensificación política y hegemónica de la cuestión subjetiva que,
sin embargo, no renunciara a un vínculo orgánico con la práctica.
En este anuncio de una situación nueva no puede dejarse de lado
lo que Gramsci denominaba la “época de la guerra de posiciones”,
un escenario donde el movimiento obrero y la intelectualidad crí-
tica estarían enfrentados a los poderes capitalistas disputándose
sobre todo posiciones o trincheras claves del orden simbólico y cul-
tural en una situación de crisis orgánica. Esto implicaba entender la
práctica política de un modo más complejo que el leninismo clásico
y asimismo señalaba límites a la mera gestión técnica politicista.
Como señalan Laclau y Mouffe, parece claro que
para Gramsci la ‘guerra de posición’ es, por el contrario, la pro-
gresiva disgregación de una civilización y la construcción de
otra en torno a un nuevo núcleo de clase. La identidad de los
contrincantes, por tanto, lejos de estar fijada desde un comien-
zo, cambia constantemente en el proceso. Está claro que esto
tiene poco que ver con una ‘guerra de posición’ en el sentido
estrictamente militar, ya que esta última no consiste en un pa-
saje continuo de fuerzas adversarias a las propias filas: la me-
táfora militar se metaforiza aquí en la dirección opuesta. Si en
el leninismo había una militarización de la política, en el caso
de Gramsci hay una desmilitarización de la guerra. (2004: 105)

En este contexto autocrítico, orientado principalmente al desen-


cantamiento de todo wishful thinking y receloso de toda euforia,
pero no por ello cínicamente “desencantado”, aprender de Gramsci
podía ser, en efecto, aprender de “la veracidad con la que reconoció
la derrota y el talante de un comunista con el que trató de articu-
lar una estrategia defensiva no claudicante” (Domènech, 1977: 68),
pero quizá también algo más, algo más, por ejemplo, de lo que plan-
teaba la lectura “dura” de Perry Anderson, que en esta alusión a
Croce, plantea un problema decisivo:
La conquista del poder político requería de una doble estrate-
gia, basada en la teoría militar de la guerra de posiciones y la

A vueltas con la praxis | 229


guerra de movimientos –la guerra de trincheras o el asedio ver-
sus el asalto dinámico– pero, del mismo modo que los comu-
nistas italianos habían reducido la hegemonía a su importancia
consensual, el concepto de estrategia política había quedado
reducido a la idea de guerra de posiciones como lenta adqui-
sición de influencia en la sociedad civil, como si la guerra de
movimientos –la emboscada, el cambio súbito, el fulminante
ataque sorpresa– ya no fuera necesario. (Anderson, 2012: 345)

Aquí se abre una diferente interpretación de la herencia


gramsciana. Ya conocemos la de Anderson. Según la otra, en la
“guerra de posiciones” la “fuerza dirigente” y su praxis política en
las “trincheras” ideológicas (la crisis económica no abre directa y
automáticamente la brecha, sino tan “solo” subraya y muestra las
grietas, por así decirlo) no solo es preciso un ejercicio incesante de
confrontación, sino de desagregación de las fuerzas en juego “des-
clasadas” que pertenecían al bloque histórico hasta ahora hegemó-
nico. Este trabajo en la crisis no puede hacerse, por tanto, solo a
través de la segregación y depuración de fuerzas, sino 1) priorizando
un trabajo de “infiltración” en las “líneas enemigas” y 2) habilitando
coberturas resistentes a los dispositivos neoliberales de poder orien-
tados a liberalizar espacios de acción –potenciando, por ejemplo
la auto-responsabilización (salud, educación, servicios públicos) de
los problemas y malestares– y contraer los espacios públicos o esta-
tales. Como escribe Manuel Sacristán, tratando de dar “soluciones
políticas también para hoy y para los problemas generales italianos”:
Gramsci tiene ya en su pensamiento político los elementos
analíticos que lo diferencian de la escatología izquierdista y
del maximalismo socialdemócrata. La lucha de clases ha en-
trado ya en la fase de guerra de posiciones, y hay que pensar
en el gris aguante cotidiano en la trinchera y en el también gris
esfuerzo por desgastar al enemigo día tras día, sin esperar de
nadie la consumación de los tiempos. Y para posibilitar esa lu-
cha corrosiva de ambos bandos hay que introducirse en todos
los resquicios de las líneas enemigas, separar de ellas todos
los sectores sociales cuyos problemas no sean resueltos por el
poder capitalista, dar soluciones propias no ya solo para los
problemas de la clase obrera. (Sacristán, 1998: 166)

230 | Germán Cano
En este punto, se entiende que, hasta la preparación de una futura
fase de guerra de movimiento, la perspectiva expansiva de la “gue-
rra de posiciones” gramsciana –recoger todos los “problemas gene-
rales italianos”– plantea no solo rebasar el politicismo partidario de
clase, sino buscar la universalidad en una composición no limitada
a los intereses obreros o los espacios marcados directamente por el
conflicto de clase o la activa militancia política.
Llegados aquí, ¿podemos afirmar que fue la desviación cultura-
lista la principal causa responsable de las derrotas de la izquierda?
Como ha resaltado Stuart Hall en su crítica a Anderson, si bien
resulta necesario extraer su planteamiento crítico acerca del mar-
xismo occidental en el sentido de que su énfasis y construcción de
los debates sobre la ideología terminaron impulsando un cierto ais-
lamiento de la praxis, debemos descartar “cualquier insinuación de
que, si no fuera por las distorsiones producidas por el ‘marxismo
occidental’, la teoría marxista podría haber proseguido cómoda-
mente su camino designado, siguiendo el programa establecido:
dejando el problema de la ideología en su lugar subordinado, de
segunda categoría” (Hall, 2010: 134).
Hall sostiene que la relevancia del problema ideológico tiene al
menos dos fundamentos objetivos de implicaciones políticas direc-
tas. En primer lugar, el crecimiento del papel de las “industrias
culturales” en la creación de la conciencia de masas y, segundo,
el problema del “consentimiento” de la clase trabajadora respecto
al sistema en las sociedades ya no solo capitalistas avanzadas. Un
“consentimiento”, señala Hall, sin duda escaldado por la experien-
cia del thatcherismo, que si bien no puede separarse de los mecanis-
mos ideológicos, no se mantiene solo a través de ellos. Lo interesante
de esta aproximación más compleja al problema es que lo dota de
mayor filo político, la necesidad de comprender la ideología como
fuerza material en un doble sentido: en tanto naturalización de una
forma particular de poder y dominación que reconcilia a los agentes
subalternos con su lugar subordinado en la formación social como
posible potencia de cambio y como articulación de los procesos a
través de los que surgen nuevas formas de conciencia y nuevas con-
cepciones de mundo que movilizan a la acción contra el régimen
imperante. Este impulso teórico que trasciende los límites de las

A vueltas con la praxis | 231


preocupaciones teóricas y prácticas del marxismo, por tanto, no
puede reducirse al intento teórico compensatorio de aislarse sofisti-
cada y académicamente de la praxis, toda vez que busca intervenir
prácticamente mejor en el contexto social.
Estas cuestiones están en juego en un abanico de luchas socia-
les. Es para explicarlas, con el fin de comprender y dominar
mejor el terreno de la lucha ideológica, que necesitamos no
solo una teoría sino una teoría apropiada para las complejida-
des de lo que estamos tratando de explicar. (Hall, 2010: 148)

Creo que deberíamos entender este movimiento no como un ensi-


mismamiento o repliegue teórico sino como una apertura en direc-
ción a “un análisis más concreto de cómo, en situaciones históricas
particulares, las ideas ‘organizan las masas humanas y crean el
terreno sobre el cual se mueven los hombres, y adquieren conciencia
de su posición, lucha, etc.’, lo que hace del trabajo de Gramsci [...]
un hito en el desarrollo del pensamiento marxista en el ámbito de
lo ideológico”. Evidentemente, este paso gramsciano lleva en cierto
modo a subordinar el programa duro crítico-ideológico al momento
de construcción política.

Una fantasía concreta

“Una fantasía concreta”. En su estudio de Maquiavelo, Antonio


Gramsci acuña esta paradójica expresión para definir su tratado
político más famoso, El príncipe. Se trata de construir un discurso
y una praxis que no se presenten ya como una “fría utopía” sin pies
en la tierra, ni como una “argumentación doctrinaria” que se limita
a repetir consignas y mantras –”izquierda”, “clase trabajadora”,
“acumulación de fuerzas”…–, sino como un insolente proyecto que
busca actuar “sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar
y organizar una voluntad colectiva” (Gramsci, 1970: 343). Entiendo
que en este paso el pensador político sardo no solo está tratando de
reflexionar sobre la derrota histórica, sino también plantea el hori-
zonte “populista” del futuro.
¿Cómo interpretar desde esta revisión el célebre dictum mar-
xiano de que “la teoría se hace fuerza cuando se aferra a las masas”?

232 | Germán Cano
La crítica, también decía Marx en un conocido pasaje de la Crítica
de la filosofía del Derecho de Hegel, le retira a las cadenas (religio-
sas o ideológicas) “sus flores ilusorias” no para que el ser humano
siga llevando esas tristes sujeciones sin fantasía ni consuelo; ni para
que se entregue a un desengañado cinismo, podríamos añadir; sino
“para que se desembarace de las cadenas y tome la flor viva” (Marx,
1982: 492). La dificultad de deshacernos de la cadena no debería
empujarnos, por tanto, a recaer en renunciar a la decisiva tarea del
partido como “intelectual colectivo”.
Gramsci no ve, pues, la posibilidad de que la mediación entre
la fuerza social (la energía de la clase obrera) y la intervención
revolucionaria sea de naturaleza científica, de la naturaleza
del programa crítico; para él, la única mediación posible es
una nueva ideología, la adopción por el marxismo de la forma
cultural de las religiones y de los grandes sistemas de creen-
cias [...]. (Gramsci, 2016: 27)

Esta apuesta va a declinarse en diversas apuestas políticas, como


se hará patente en la historia de su recepción española: un Gramsci,
cuya sobria veracidad y ejemplaridad serviría, sobre todo, al desen-
cantamiento de nuestras euforias desiderativas y un Gramsci reno-
vador de la figura de Maquiavelo bajo la apelación a una “fantasía
concreta”. Dicho de otro modo: hoy quizá nos encontramos en una
situación donde la operatividad de sus conceptos (“hegemonía”,
“bloque histórico”, “revolución pasiva”, etc.) es más fructífera polí-
ticamente que esta apelación, por otro lado, no rechazable, al pro-
grama crítico-ideológico.
Es desde aquí donde observamos una tensión entre fuerza social
y fuerza intelectual que, lejos de ser utópica, plantea una mediación
diferente del trabajo hegemónico que va más allá de la oposición
del programa clásico dicotómico de utopía (ideología) versus reali-
zación práctica o “despertar” versus “sueño”. Puede ser aquí intere-
sante esclarecer este trabajo del “intelectual orgánico” acudiendo a
ciertas observaciones de Ernesto Laclau al respecto:
La función del intelectual −o, más bien, la función intelectual,
ya que esta última no se concentra en una casta− consiste en la
invención de lenguaje. Si la unidad de los bloques históricos

A vueltas con la praxis | 233


está dada por “ideologías orgánicas” que articulan en nuevos
proyectos los elementos sociales fragmentados y dispersos, la
producción de estas ideologías es la función intelectual par
excellence. Observa que estas ideológicas no se construyen
como ‘utopías’ propuestas a la sociedad; ellas son inseparables
de las prácticas colectivas a través de las cuales la articulación
social tiene lugar. Ellas son, en consecuencia, eminentemente
prácticas y pragmáticas lo que no excluye ciertos aspectos utó-
picos o míticos (en el sentido soreliano) que les están dados
por su dimensión de horizonte. (Laclau, 2000: 205)

Parece claro que la fuerza hegemónica de los intelectuales −con-


siderados ahora en un sentido nada tradicional y restringido− radica
no solo en su trabajo de disolución de la “casta” intelectual, sino
en su capacidad de conectar con la fuerza social o material y sus
deseos. Es esta interacción constructivista de doble dirección la
que escapa a las objeciones de Wood, que interpretaría este paso
como una contradicción entre el “espíritu” y la “masa” o como un
modo de despreciar el potencial emancipador de la fuerza social
por valorarlo “impotente como fuerza política”. Por otra parte, como
subraya Laclau, aquí tiene lugar un proceso que cuestiona uno de los
grandes atributos del intelectual tradicional: su función de “reco-
nocimiento” como detentador de “verdad”. Teniendo en cuenta la
célebre undécima tesis sobre Feuerbach, pareciera ahora que no es
posible una transformación del mundo que no se apoye de alguna
manera en una “interpretación” o, al menos, un proceso de “traduc-
ción” de los intereses sociales en pugna4.
Si volvemos a la reflexión de Wood con la que comenzábamos
este artículo, podemos así empezar a comprender por qué no es
políticamente útil comprender el escenario de clase como la lucha
abierta entre dos grandes batallones ideológicamente puros, aunque

4 “Este es el núcleo de la verdad de la posición posmarxista: que los ‘significan-


tes’ o los medios de representación política o ideológica, están siempre activos
con respecto a lo que significan. En este sentido los intereses político-ideo-
lógicos no son solo la expresión obediente y espontánea de condiciones so-
cioeconómicas ‘dadas’. Lo que se representa no es nunca una realidad ‘bruta’,
sino que estará moldeado por la propia práctica de representación” (Eagleton,
2005b: 267).

234 | Germán Cano
tampoco parezca deseable doblar la vara hacia el otro extremo y
entender el campo de batalla como un terreno totalmente abierto sin
restricciones materiales que permitan limitar una supuesta omnipo-
tencia discursiva. No es extraño que Hall, a la hora de emprender
la desmitificación de las seducciones del capitalismo de consumo,
o la demagogia de la retórica neoliberal thatcheriana, no abogara
por entrar tanto directamente en la lucha apelando a la praxis de la
clase trabajadora, sino que insistiera en preguntar antes si se podía
presuponer esa fuerza social. Si la izquierda iba a desarrollar alter-
nativas serias, tenía que partir de la base del reconocimiento de los
puntos fuertes y la capacidad de seducción de su oponente. Cierta-
mente, entendía que, en ese contexto de reflujo, el pesimismo de la
inteligencia y la voluntad consecuente de conformarse con objetivos
excesivamente modestos era mejor que una posición optimista.
Vistas retrospectivamente estas tres décadas, lo que a Wood le
parecía sin matices un error −esa excesiva y sofisticada preocupa-
ción por la lucha ideológica− se antoja hoy, sin embargo, una cues-
tión relevante y más matizada. Y lo es, entre otras cosas, porque
precisamente esa derrota de los sindicatos mineros en manos de
Thatcher, muy glosada en el imaginario cinematográfico, por ejem-
plo, sigue siendo una amarga lección de los errores políticos ligados
a esa vuelta al “realismo” de clase sin una buena práctica estratégica
ideológico-cultural. En Inglaterra se esperaba la fuerza de la clase
trabajadora, pero tampoco llegó esta vez conforme a las expectati-
vas. Si la respuesta realista al cinismo de la clase dominante pro-
dujo una política incorrecta para esa lucha correcta fue justo por
descuidar, en parte, el trabajo ideológico y subestimar el modo en el
que el adversario había cambiado también su fisonomía. Ahora se
llamaba neoliberal, y mientras la izquierda ondeaba épica y frontal-
mente sus banderas frente al adversario, aquél ganaba sutil y capi-
larmente su fuerza mediante la búsqueda de consentimiento en las
experiencias de la vida cotidiana y lograba condensar la inevitable
pluralidad y la diferencia de las sociedades tardocapitalistas en un
proyecto político-cultural.
En esta coyuntura sin garantías históricas, puede entenderse que
la arquitectónica tradicional de la izquierda, con sus privilegios apo-
yados sobre la diferencia entre base económica y supraestructura

A vueltas con la praxis | 235


ideológica, entrara en crisis. Lo significativo es que, a raíz de las
transformaciones culturales del capitalismo desde los sesenta, tener
políticamente solo los pies en el suelo dejó de ser una opción, al
menos políticamente hablando, realista. Máxime cuando las clases
trabajadoras votaban derecha y los oprimidos por el sistema parecían
mostrarse muy interesados en luchar contra sus presuntos intereses
“naturales”. Ante esta situación, el error político de la izquierda fue,
siguiendo la clásica brújula de los cimientos −ese “en última ins-
tancia”−, adoptar el mantra racionalista y entender como un simple
error de juicio por parte de las masas su renuncia voluntaria a sus
intereses, el haberse dejado manipular por las añagazas del conser-
vadurismo thatcheriano. Ahora bien, si el nuevo “populismo autori-
tario”, como fue definido por Stuart Hall, generó tal consentimiento,
¿no fue porque, en esa situación concreta, aunque deformándolas en
un sentido de repliegue conservador, interpelaba y escuchaba mejor
las condiciones reales, experiencias y contradicciones de la vida de
la gente?
¿Qué lecciones extraer de estos procesos históricos? Una posible,
que si la izquierda quería ser una alternativa seria, su reconstruc-
ción tenía que partir del reconocimiento de los puntos fuertes de
su adversario y ser también consciente de su fuerza ideológica. En
esta conversación con el diablo ya Gramsci había marcado líneas
de orientación de una posible propuesta carente de garantías pero
rica en articulaciones. Si la huelga de mineros de 1984-1985 mostró
algo era que la apelación desnuda a la lucha de clase en los térmi-
nos “realistas” contra Buffet se estrellaba ante un thatcherismo que
había conquistado posiciones de consenso en espacios sociales tra-
dicionalmente ocupados por la clase trabajadora. La crisis se cerraba
desde arriba en términos neoliberales mientras las apelaciones a “lo
obrero” seguían planteando el territorio de combate en los escena-
rios clásicos. Hall así entendía que la experiencia de la derrota de
los mineros mostró los límites de la apuesta de la identidad de clase
y que planteó más bien otra pregunta acerca de la contingencia y la
coyuntura: ¿cómo hacer política sin tener la garantía de que hay que
esperar al sujeto revolucionario de clase, es decir, cuestionando la
tesis de que este tiene históricamente que aparecer o está ya confor-
mado? ¿Cómo establecer una estrategia realista siendo conscientes

236 | Germán Cano
de que el capitalismo neoliberal ha deshecho las grandes identidades
colectivas (en especial la de pertenencia a una clase social), disemi-
nando los conflictos, y conformando identidades colectivas dife-
renciadas? Hall plantea que en un momento en el que Thatcher está
“moviendo el suelo desde abajo”, condensando bajo un imaginario
diferencias y cambiando las reglas de juego, debemos replantearnos
esa vieja forma de hacer política aceptando esa novedad del pre-
sente volviendo a un determinado uso de Gramsci:
Lo que he llamado “la pregunta de Gramsci” en los Cuadernos
emerge en las postrimerías de este momento, con el reconoci-
miento de que la historia no iba por ese camino, especialmente
en las naciones industriales avanzadas de la capitalista Europa
occidental. Gramsci tenía que confrontar el repliegue, la falla,
de dicho momento: el hecho de que un momento tal, habiendo
pasado, nunca volvería en su antigua forma. Gramsci aquí se
encontró cara a cara con el carácter revolucionario de la his-
toria misma. Cuando una coyuntura se despliega, ya no hay
marcha atrás, la historia cambia de engranaje. El terreno cam-
bia. Te encuentras en un nuevo momento. Tienes que atender,
‘violentamente’, con todo el ‘pesimismo del intelecto’ del que
dispongas, a la disciplina de la coyuntura. (Hall, 1988: 162)

Consciente de la necesidad de valorar, pero al mismo tiempo, tam-


bién de superar de alguna manera, la necesaria matriz populista del
proceso emancipatorio, Gramsci se vio obligado a modificarse como
intelectual de procedencia pequeñoburguesa anudándose afecti-
vamente al “pueblo”. Lo decisivo de este itinerario es que termina
aboliendo el problema de si la conciencia o dirección de este pro-
ceso tenía que ser interior o exterior al pueblo. Al entenderse como
“centro de anudamiento” dinámico entre él y el “pueblo”, supera la
foto sociológica como expresión de una realidad social dada, y se
involucra en un proceso relacional que actúa conforme a una combi-
nación de teoría y práctica. Allí donde estaba la masa, debe advenir
un pueblo, esto es, una construcción de un pueblo futuro.
El error del intelectual consiste –escribe Gramsci– en creer
que se puede saber sin comprender, y, especialmente, sin sen-
tir ni ser apasionado (no solo del saber en sí, sino del objeto de

A vueltas con la praxis | 237


saber), esto es, que el intelectual pueda ser tal (y no un puro
pedante) si se halla separado del pueblo-nación, o sea, sin sen-
tir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y,
por lo tanto, explicándolas y justificándolas por la situación
histórica determinada; vinculándolas dialécticamente a las
leyes de la historia, a una superior concepción del mundo,
científica y coherentemente elaborada: el ‘saber’. No se hace
política-historia sin esta pasión, sin esta vinculación senti-
mental entre intelectuales y pueblo-nación. En ausencia de
tal nexo, las relaciones entre intelectuales y el pueblo-nación
son o se reducen a relaciones de orden puramente burocrático,
formal; los intelectuales se convierten en una casta o un sacer-
docio. (Gramsci, 1970: 321)5

El caso Podemos y la vuelta del intelectual orgánico

Si alguna lección, por ejemplo, puede extraerse de la política cul-


tural del PCI en la Italia de posguerra fue la derrota de una posición
excesivamente idealista ante la industria cultural y su creación de
conciencia de masas, un abanico de gestos y valores inimaginable
para unos militantes generacionalmente curtidos en otra geografía
social. Es cierto, como analiza Perry Anderson (2012: 337-341), que,
incluso en el momento de su mayor irradiación, la influencia en
el plano cultural de la izquierda italiana tenía un gran límite obje-
tivo, dado el espacio ocupado por la Iglesia en el imaginario popu-
lar, pero el problema era otro. Fuera de las universidades, de los
editores, de los estudios o de los periódicos, donde se extendía el
envidiable radio de influencia del partido, empezó a florecer en las
trincheras de la prensa liberal un giro cultural al calor de revistas o
programas televisivos concebidos a medida de los gustos del elector

5 “Solo a un hombre que se ofrece a los otros como parte orgánica de un ideal
y de una entidad colectivas–, y que cumple con su vida esta promesa, se le
puede ocurrir la idea de que el partido político de la emancipación es un inte-
lectual colectivo en el que el intelectual tradicional por antonomasia, en vez
de quedar diluido o ser sobredimensionado, queda convertido en intelectual
productivo, en intelectual que produce junto a los otros, junto a los trabajado-
res manuales que quieren liberarse. Porque de un hombre así se puede decir
que ha renunciado a lo que es más característico del intelectual tradicional: su
apego al privilegio social” (Fernández Buey, 2001: 86).

238 | Germán Cano
medio. Desde su posición cultural aristocrática, el PCI contempló
esta emergencia con condescendencia, si no con desprecio. Disol-
viéndose, asimismo, poco a poco, la tensión y los puentes entre la
vanguardia artística con la sensibilidad popular, la izquierda quedó
sin capacidad de acción hegemónica ante la contrarrevolución cul-
tural del imperio mediático de Berlusconi, que terminó capturando
y saturando el imaginario popular bajo un imaginario consumista
autocomplaciente e infantilizado.
Donald Trump, fenómenos como el Brexit o el Frente Nacional
de Marine le Pen en Francia son hoy, sin embargo, la mejor prueba
de esta derrota en la disputa por los imaginarios colectivos. Si entre
un discurso reactivo y protector de los privilegios individualistas
perdidos, el de Marine Le Pen, y un discurso protector colectivista
y universalista, el de la izquierda de Jean-Luc Mélenchon, las clases
obreras y muchos jóvenes prefieren el primero, es porque, en la dis-
puta por los imaginarios sociales y las estructuras de sentimiento,
la derecha reactiva ha hegemonizado mejor el dolor social bajo sus
ideas orgánicas de comunidad. Esta derechización del imaginario
colectivo en las clases populares desde décadas tiene muchas cau-
sas –el hundimiento de las estrategias contrahegemónicas de los
partidos comunistas, la fascinación de los socialdemócratas con el
neoliberalismo, etc.–, pero también la derrota de la izquierda a la
hora de construir imaginarios colectivos sociales.
Si Podemos apareció para algunos sectores en España como un
intruso en la casa de la izquierda es porque buscó desde su entrada
en escena, conforme a estas lecciones históricas, poner entre
paréntesis esa identidad que obligaba obsesivamente a transmutar
heroicamente las derrotas en victorias morales y jugar otro juego,
cambiando la escala del enfrentamiento. Se había perdido, y había
que reconocerlo, pero no necesariamente había que resignarse. El
momento autocrítico del pesimismo de la inteligencia podía encon-
trar un nuevo camino a cierto optimismo ilusionado. Pero para ello
había que superar una estéril alternativa, la que aparecía, por un
lado, entre la apuesta por abrillantar los cimientos del edificio de la
izquierda a la espera de que los receptores llegaran a la buena nueva
de su mensaje en virtud del reconocimiento de sus profundas con-
tradicciones y malestares y, por otro, los diferentes voluntarismos

A vueltas con la praxis | 239


sectarios. En este sentido, yerran en el tiro quienes acostumbran en
sus análisis a identificar a Podemos con una mera “fantasía intelec-
tualista” enamorada académicamente de la capacidad mundo-cons-
tituyente del discurso y al margen de las condiciones materiales y
sociales.
Aquí observamos algo curioso: cuánto más desacreditaba polí-
ticamente el establishment a la formación por interpelar al grado
más grosero de la emotividad −“populismo” simplificador de las
complejidades de la política−, más se censuraba teóricamente, por
otro lado, su supuesto manierismo conceptual desde la izquierda.
Incluso allí donde la izquierda cuestiona de Podemos una excesiva
interpelación moralista al sentido común de “lo justo” que maqui-
llaba las “verdaderas” necesidades e intereses, la derecha solo perci-
bía a un funesto aprendiz de brujo que desataba de forma oportunista
las bajas pasiones de la turba en un contexto severo de crisis.
En todo caso, hastiado de esa espera, que solo redistribuía el
poder dentro de los aparatos tradicionales de partido, y sabedor
de la ilusión que suponía seguir huyendo hacia adelante, Podemos
entró en la escena política española entendiendo que no tenía más
opción que aceptar y contaminarse con ese fragmentado y contra-
dictorio sentido común existente trabajando en sus núcleos de buen
sentido. Había que intervenir y “llegar a tiempo” allí donde la cons-
trucción política podía ser más efectiva. En pocas palabras, no había
que seguir esperando a la izquierda. Para ello había que aligerarla
un poco de peso, aceptar un horizonte político sin garantías históri-
cas, y afinar la relación entre la teoría y la praxis. Pero no desde un
voluntarismo discursivo, como se critica habitualmente con desco-
nocimiento, sino justamente para poder conectar mejor con la rea-
lidad social y sus malestares sensibles. Había que tener presente
la lección del 15-M de que la construcción política se podía reali-
zar mejor bajo fórmulas más sencillas, emotivas y cotidianas que
desde proclamas identitarias o marcos apriorísticos que recortaban
la coyuntura en función de sus presupuestos a priori. Lo que per-
turba de los nuevos agentes políticos es que son fuerzas históricas
que no se cimentan de forma evidente o directa en las condiciones
específicas de la vida material o, al menos, se relacionan con ella de
una forma más compleja.

240 | Germán Cano
Sin embargo, la respuesta de los críticos fue inmediata: Podemos
buscaba “construir la casa ‘por’ el tejado”. En lugar de ver la com-
plejidad del “con”, se optó por la interpretación de “por el tejado”.
Demasiada “cultura” y discurso, en suma. Aunque, ciertamente,
la casa de la izquierda fuera del establishment en España, a pesar
de los entusiastas insobornables al desaliento (El 15-M como fase
prerrevolucionaria), si no estaba medio en ruinas, no ofrecía tam-
poco muy buen aspecto, no se problematizaba la relación entre los
cimientos y los techos ideológicos. ¿Qué ofrecía Podemos a la pér-
dida de ese privilegio arquitectónico de la Izquierda? La hipótesis
de que el importante aprendizaje realizado desde la década de los
60 por los movimientos sociales de que los intereses políticos no se
agotan en situaciones conflictivas de clase no necesariamente tiene
que implicar cortar el nudo existente entre las situaciones sociales
y materiales y los intereses políticos. Eso sí, esa tensión debía afron-
tarse con una mayor complejidad de lo que la izquierda tradicional
lo había hecho en su programa político y práctica cultural. ¿Cómo
impulsar una mejor relación entre los “cimientos” y el tejado, entre
la “materia prima” de los malestares sociales y el horizonte, la ilu-
sión de futuro?
Se esgrime desde la izquierda marxista, y a veces con razón, que
la imagen planteada por sus críticos revisionistas es de un excesivo
reduccionismo. Pero en este debate también a veces uno tiene la
impresión de que la izquierda tradicional a menudo entiende que
tomarse la cultura en serio es tomársela excesivamente en serio y
de que con frecuencia se construye un espantajo, el muñeco polí-
ticamente hipertrofiado del “voluntarismo discursivo”, para evitar
un debate más matizado y complejo sobre una práctica política y
económica sensible a las derrotas ante el neoliberalismo. Si acudi-
mos, por ejemplo, al análisis del thatcherismo y la derrota de las
luchas mineras en los ochenta, observamos que tanto por los resa-
bios reduccionistas como también por los excesos posmodernos cul-
turalistas no hemos avanzado demasiado.
En este contexto, la novedad de Podemos ha radicado preci-
samente en ofrecer una posibilidad distinta de entender la cone-
xión entre la teoría y la praxis, no en disolverla desde una presunta
autonomía del discurso político. En otras palabras, ¿realmente

A vueltas con la praxis | 241


alguien puede creer que el éxito de su hipótesis ha consistido en
su voluntarismo discursivo al margen de las condiciones materiales
y sociales de nuestro país? Si la práctica político-cultural de Pode-
mos ha abierto, como todo el mundo reconoce, una brecha no es,
desde luego, porque haya sobrevolado moral o utópicamente con
una “fantasía intelectualista” estas condiciones emergentes o se
haya anticipado o fundido con ellas, sino porque las ha interpretado
mejor desde una “imaginación −este es el matiz gramsciano deci-
sivo− concreta” para transformarlas.
Es esta relación entre la hipótesis teórica y la realidad social en
movimiento la que queda desdibujada cuando se presenta a Pode-
mos como la hipótesis de un grupo básicamente universitario que,
experto en el marketing político, ha sabido agregar mecánicamente,
en función de un discurso seductor, a múltiples voluntades. Esta
lectura no solo subestima la capacidad popular de entendimiento
como una dimensión activa, sino que malentiende la tensión entre
el proyecto político y la fuerza social que le acompaña, toda vez que
la entiende como simple arcilla susceptible de ser estirada y mol-
deada por una supuesta vanguardia intelectual.
En efecto, más que asumirse de un modo pasivo, la identidad de
un proceso colectivo se conforma en su proceso, en su aprendizaje,
en sus relatos, expectativas de futuro, hitos e imágenes. Este es el
sentido de que un pueblo, más que nacer o venir al mundo, deviene.
Se observa, sin embargo, a veces en la izquierda la insistencia en
reiniciar, en volver a cierto realismo de la praxis, de “la calle”, de la
tensión social frente a un supuesto “moderantismo” y pusilanimi-
dad. Por supuesto, bienvenida sea toda aproximación política a esos
necesarios espacios, pero el peligro que se corre poniendo el centro
de gravedad solo sobre lo que podríamos denominar la “pedago-
gía del conflicto” es que desatiende una parte fundamental de la
práctica política de cambiar las cosas. Es cierto que ha existido un
repliegue cultural y posmoderno, generalmente universitario, que
ha hecho de necesidad virtud, pero no usemos este espantajo para
simplificar los retos y no asumir errores pasados. Cuidado con tam-
bién con extremar este diagnóstico porque con el intento de elimi-
nar el agua sucia del culturalismo (sin tampoco darlo por bueno) por
el desagüe también se puede eliminar una política realista ante el

242 | Germán Cano
tiempo histórico. Ante problemas semejantes la New Left británica
en los setenta fue lúcida, nos advierte de cómo la praxis política no
solo tiene que atender o interpelar a las “situaciones límites”, sino
también a la vida normal para cambiar las cosas de forma realista.
Conectar con la experiencia viva y “concreta” de la gente es, por
tanto, algo mucho más rico y complejo que apelar a su “activismo
frente a la pasividad”. El activismo no tiene el monopolio de lo que
es la práctica política. Como escribe Hall:
No hay ninguna ley que afirme que el movimiento laborista,
como una gran máquina inhumana, vaya a impulsarnos hacia
el socialismo, ni que podamos seguir confiando [...] en que la
pobreza y la explotación empuje a la gente, como a animales
ciegos, hacia el socialismo. El socialismo es y seguirá siendo
una fe activa en una nueva sociedad, a la que podemos acer-
carnos como seres humanos conscientes y lúcidos. La gente
debe ser confrontada con la experiencia y convocada a la ‘so-
ciedad de iguales’ no porque se encuentre en una situación
límite, sino porque la ‘sociedad de iguales’ es mejor que la
mejor de las arteras sociedades capitalistas de consumo, y la
vida es algo que se vive, no algo por lo que uno pasa como el
té por el colador. (Hall, 2010b: 179)

La falta de interpelación, la indiferencia o descalificación implí-


cita de esos espacios de vida y reconocimiento, que no se interesan
por la densidad de esas experiencias e identidades no forjadas en la
esfera del trabajo, se antoja además un repliegue político problemá-
tico en un contexto como el neoliberal. Por otra parte, al subordinar
estas experiencias cotidianas al centro de gravedad del conflicto deja
escapar la cuestión de cómo evitar el sectarismo y abrirse a la genera-
ción de nuevos sujetos políticos. Porque es en este terreno ambiguo
donde también pueden constituirse otras prácticas y confrontacio-
nes. Aquí lo que se puede ver como una “evasión” culturalista de lo
importante es justo un terreno relevante, por mucho que se perciba
erróneamente que ocuparse de “esas cosas” no es hacer política “de
verdad”. Dos serían las líneas de fuerza de esta posición:
Una idea de lo politizable en la que no caben más actores
populares que la clase obrera, ni más conflictos que los que

A vueltas con la praxis | 243


provienen del choque entre capital y trabajo, ni más espacios
que los de la fábrica o el sindicato; y una visión heroica de la
política, pero no en el sentido de los románticos, sino dejando
fuera el mundo de la cotidianidad y la subjetividad. (Martín
Barbero, 1987: 27)6

Si Podemos ha puesto en práctica una mejor gramática de la cri-


sis española no es porque se haya limitado a ser el reflejo directo o
mecánico de la fuerza ya existente en las calles y plazas, sino por-
que ha sabido construir intereses políticos de forma efectiva sobre
y desde estas nuevas fuerzas difusas de cambio y resistencia. Llama
la atención por tanto que se acuse de hipertrofia politicista a una
hipótesis que ha transformado con tanta efectividad la realidad del
tablero político existente y precisamente dejando de lado las estra-
tegias que ahora se vuelven a esgrimir como menos intelectuales y
“más realistas”.
Lo interesante de Podemos es que no es ha sido un proyecto pura-
mente teórico basado en una política ideológica ociosamente desco-
nectada de sus bases sociales; al contrario, debe operar como una
fuerza social organizadora que constituya activamente a los sujetos
humanos “desde la raíz” de sus experiencias en la esfera de la vida
cotidiana y pretenda dotarles de formas de valor y creencia relevan-
tes para sus tareas sociales específicas y la reproducción general del
orden social. Estos sujetos se constituyen siempre de manera con-
flictiva y precaria; y aunque la ideología se “centre en el sujeto”, no
puede reducirse a la cuestión de la subjetividad. Aunque la mejor
política ideológica posible contribuya a la constitución de intereses
sociales en vez de limitarse obedientemente a expresar o reflejar
pasivamente posiciones dadas de antemano, tampoco puede dar

6 “La imposibilidad de asumir y dar cuenta de la complejidad y la riqueza cul-


tural de separar el momento ideológico del cultural momento se materializará
en la tendencia a idealizar la cultura proletaria y a mirar como decadente la
producción cultural de las vanguardias. La crítica de esa homologación tiene
hoy ya bien delimitados los impases, tanto el que se sitúa en la predominancia
del sentido negativo –falsificación de la realidad– sobre los otros sentidos y
efectos de la ideología –concepción del mundo, interpelación a los sujetos–,
como el que resulta de pensar las relaciones de producción como un espacio
exterior a los procesos de constitución del sentido” (Martín Barbero, 1987: 30).

244 | Germán Cano
carta de naturaleza ni crear desde la nada estas posiciones por su
propia omnipotencia discursiva.

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–––. Seis conferencias sobre la tradición marxista y los nuevos problemas. Madrid:
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A vueltas con la praxis | 245


La tragicidad del populismo: hacia una
reactivación de su dialéctica*

Luciana Cadahia**

Cuando pensamos en la originalidad de la teoría populista desarro-


llada por Ernesto Laclau solemos centrarnos en el papel de la hege-
monía, el antagonismo y la contingencia radical. Incluso llegamos a
percibir que en el interior de su teoría habita una original compren-
sión de la universalidad dada en un terreno indecidible y de conflic-
tividad radical. Se han explorado con suficiente rigor los supuestos
que hay detrás de esta apuesta laclausiana, al punto de conside-
rarse una de las pocas teorías contemporáneas capaces de articular
en una misma estrategia teórica la certeza del posfundacionalismo
(Marchart, 2009) –el fundamento como ausencia y diferencia– y la
apuesta por la universalidad –la posibilidad de trascender las meras
particularidades diferenciales–. Sin embargo, me parece que no se
ha desarrollado de la misma manera la cuestión de la negatividad,
como si esta tuviera un papel secundario dentro de su proyecto. Si
prestamos atención a su recorrido intelectual, descubrimos que la
negatividad ha sido un tema recurrente en sus escritos.
Desde sus textos más clásicamente marxistas, como “Hacia una
teoría del populismo”, pasando por Hegemonía y estrategia socia-
lista –sobre todo en el capítulo III entendido como una crítica feroz
de la positivización de lo social–, hasta llegar a La razón populista
y sus artículos sobre el misticismo y la retórica, encontramos una
constante indagación por el papel de la negatividad. Sin ir más
lejos, en “Atisbando el futuro”, un capítulo escrito como respuesta a
una serie de textos dedicados a su obra, Laclau nos dice lo siguiente:
Existe una primera opción teórica donde estimo que encon-
tramos la divisoria de aguas básicas de la filosofía contem-
poránea: o la negatividad (una negatividad no dialéctica, por

* Este texto fue posible gracias a la participación en CALAS como profesora de


la Javeriana y subcoordinadora regional del proyecto del área Andes.
** Profesora Pontificia Universidad Javeriana.

  |  247
supuesto) es vista como constitutiva y fundacional, o bien es
vista como efecto “supraestructural” de un movimiento más
profundo que se concibe en términos de pura inmanencia. (La-
clau en Critchley y Marchart, 2008: 400)

Así constatamos la importancia que Laclau le otorga a este tér-


mino, a la vez que señala la existencia de dos tipos diferentes de
negatividad: una constitutiva y otra aparente, es decir, una forma
de negatividad radical y fundante y otra transitoria y supeditada
a un movimiento más profundo de reorganización y cierre. Más
adelante identifica a la negatividad aparente con el pensamiento
moderno –dado que cita a Spinoza y Hegel dentro de esta tradi-
ción– y a la negatividad fundante con el pensamiento contempo-
ráneo. Aunque no lo diga de manera explícita, es como si Laclau
concibiese a cada época engendrando una forma diferente de nega-
tividad y la pregunta que no deja de llamar la atención es por qué la
forma de negatividad contemporánea sería preferible a la moderna.
Más aún, cabría interrogarse qué diferenciaría a una de otra y por
qué nuestra época estaría en mejores condiciones para entender la
negatividad. Podríamos caer en la ilusión progresista de pensar que
la época donde nos tocó vivir sería la más adecuada para compren-
der los problemas fundamentales de la filosofía. Pero si la cues-
tión de la negatividad, como nos indica Laclau, es “la divisoria de
aguas de la filosofía contemporánea”, resulta imprescindible tratar
de acercarnos a algunos de sus intérpretes más importantes y tratar de
comprender qué hay en juego, a nivel político y filosófico, bajo el
nombre de negatividad.
Como todos sabemos, la negatividad ha sido un concepto clave
del pensamiento dialéctico, por no decir el concepto en el que se
funda la dialéctica hegeliana. Por eso, las diferentes propuestas
superadoras del pensamiento hegeliano se vieron en la necesidad
de cuestionar su papel. Podríamos decir que la diferencia ontológica
planteada por Heidegger no solo ha sido el intento más riguroso por
destruir este legado hegeliano, sino que ha posibilitado una serie de
propuestas filosóficas alternativas. Por citar algunos ejemplos clá-
sicos, encontramos el concepto de differance en Derrida, el juego
de la diferencia y la repetición en Deleuze, la interrupción de los

248 | Luciana Cadahia
dispositivos en Agamben y Esposito o el papel emancipador de la
Multitud en Hardt y Negri.
Ahora bien, el caso de Laclau es bastante particular y merece toda
nuestra atención. Si bien se inscribe dentro de esta nueva marca
epocal de la diferencia ontológica –recogiendo de manera explí-
cita el pensamiento de Heidegger y Derrida–, está decidido a man-
tener el término “negatividad” como un movimiento clave dentro
de toda su apuesta teórica. Si nos preguntamos por las razones de
esta elección, podríamos decir que la negatividad opera como aquel
movimiento que impide a la sociedad, por un lado, cerrarse sobre
sí misma en una identidad plenamente constituida y, por otro, con-
cebir esa representación de sí como un orden objetivo y necesario.
Dicho de otra manera, la negatividad pone en cuestión la preten-
sión del carácter objetivo y positivo de las relaciones sociales, a la
vez que deja abierto su conflicto irresoluble. El movimiento de la
negatividad no solo sacaría a la luz el carácter contingente de toda
ordenación social, sino que también conservaría el legado hege-
liano y marxista de pensar la historia en términos de lucha y anta-
gonismo. Es decir, la negatividad permite una compresión profunda
del papel del conflicto en la sociedad, ofreciendo una alternativa a
las concepciones teóricas del consenso, interesadas en concebir al
conflicto como una falla a erradicar del orden social; aquí, al contra-
rio, el conflicto, expresado a través del movimiento de lo negativo,
se vuelve constitutivo de lo social. Lo que resulta entonces singular
de la propuesta de Laclau es haber puesto en relación, dentro de un
mismo proyecto intelectual, el pensamiento de la diferencia onto-
lógica con la cuestión de la negatividad y la mediación1. Esta elec-
ción supone un tratamiento diferente del vínculo entre identidad y
diferencia, puesto que Laclau, a diferencia de los herederos de Hei-
degger, no renuncia a la identidad2. Mas aún, es capaz de asumir el

1 “Es característico de las visiones hegeliana y marxista de la historia que, en un


mismo momento en que se abren a una compresión más profunda del papel de
la lucha y la negatividad en la constitución de lo social, dan inmediatamente
un paso atrás e intentan integrar esta nueva compresión a una teoría de la po-
sitividad de lo social del corte más radical” (Laclau, 1990: 33).
2 Aquí tomamos distancia del estimulante libro de Marchart titulado El pensa-
miento político posfundacional…, véase la página 19.

La tragicidad del populismo | 249


carácter contingente de toda identidad y, a la vez, considerarla como
un aspecto fundamental de toda praxis política; esto trae una serie
de consecuencias inesperadas para el pensamiento político contem-
poráneo, puesto que esta combinación hace posible una reconsi-
deración del Estado, la democracia, la representación, la voluntad
colectiva y otras categorías propias de la modernidad que, un pensa-
miento de la diferencia pura, nos obligaría a abandonar.
Uno estaría tentado a pensar que la apuesta por la negatividad
en Laclau sería una forma de reactivación de la dialéctica hegeliana
–como sucede en el caso de Žižek– pero Laclau no ha hecho otra
cosa que disputarle a la dialéctica la noción de negatividad y media-
ción. Así como elige conservar una compresión de la sociedad en
términos de luchas y antagonismo, decide también abandonar el
movimiento dialéctico que las organizaba. Tan es así que llegará a
plantear una mediación sin dialéctica:
Hay una diferencia esencial entre un antagonismo considera-
do como no contradictorio y la contradicción hegeliana sensu
stricto. En el caso de esta última, el movimiento dialéctico (y
por lo tanto interno) del concepto predetermina sus formas
subsiguientes, mientras que en el caso del antagonismo sin
contradicción esa conexión interna está ausente. La resolución
del antagonismo depende enteramente de una historia factual
y contingente .(Laclau, 1990: 400)

Un aspecto a tener en cuenta es que esto no ha sido siempre así


en Laclau. Si prestamos atención a las últimas páginas del texto
“Hacia una teoría del populismo”, descubrimos que la dialéctica
sería el movimiento lógico privilegiado para articular al socialismo
con el populismo. Recordemos que allí estaba interesado en criti-
car las concepciones funcionalistas e historicistas del populismo
–entendido como una forma abigarrada de praxis política en las
sociedades periféricas– y pensar a este como una forma de articu-
lación popular democrática que apelaba al pueblo como principio
de inteligibilidad de la política. Esta apelación al pueblo solamente
sería posible mediante una línea divisoria entre este y los que deten-
tan el poder, es decir, el antagonismo sería la lógica articulatoria de
esta apelación. Sin embargo, todavía esta concepción rupturista del

250 | Luciana Cadahia
populismo no tenía capacidad de construir un proyecto hegemónico
y esto era relegado a la luchas de clases. En ese sentido, Laclau no
había renunciado a hablar en términos de clases sociales, aunque
ya criticaba el reduccionismo economicista y consideraba a estas
como una forma de existencia ideológica. Si el populismo introdu-
cía el elemento del pueblo, el socialismo incorporaba la dimensión
de clase necesaria para pensar la hegemonía. Es a partir de esta serie
de razonamientos que “La dialéctica entre el pueblo y las clases
encuentra aquí el momento final de su unidad: no hay socialismo
sin populismo, pero las formas más altas de populismo solo pueden
ser socialistas” (Laclau, 1978: 231).
Como todos sabemos, en los textos posteriores Laclau abandona
tanto la lógica de luchas de clases como cualquier apelación a la
dialéctica. Más aún, esta renuncia se expresa como el intento por
disputarle la negatividad a la dialéctica. Considero que en el capí-
tulo titulado “Más allá de la positividad de lo social: antagonismo
y hegemonía”, perteneciente a Hegemonía y estrategia socialista,
escrito junto a Chantal Mouffe, encontramos uno de los primeros
intentos sistemáticos por configurar los términos de esta disputa.
Allí Laclau hace explícito que la posibilidad de una teoría de la
hegemonía depende de pensar la lógica articulatoria que la hace
posible y eso supone adentrarse de lleno en la cuestión del anta-
gonismo. Pero lo que llama la atención de las primeras páginas de
este capítulo es su consideración del romanticismo, cuando afirma
que “los elementos sobre los que operan las prácticas articulatorias
fueron inicialmente especificados como fragmentos de una totali-
dad estructural u orgánica perdida” y que “la generación romántica
alemana va a hacer de la experiencia de la fragmentación y de la
división el punto de partida de su reflexión teórica” (Laclau y Mou-
ffe, 2004: 129). Más adelante añadirá que esta reflexión teórica se
ha visto reflejada como el intento por recuperar la unidad perdida.
Si bien resulta un poco problemática esta afirmación –sobre todo
si pensamos en autores románticos como Schiller, donde la rela-
ción entre forma y vida da cuenta de la imposibilidad de un cie-
rre reconciliador y establece las condiciones para poder pensar de
otra manera esa brecha que nos impide ser nosotros mismos–, tam-
bién resulta virtuosa y poco explorada la línea de continuidad que

La tragicidad del populismo | 251


Laclau establece entre la experiencia de fragmentación romántica y
su propia apuesta teórica; sobre todo, cuando afirma que su interés
consiste en pensar la posibilidad de una unidad de esos fragmen-
tos. Es a raíz de esa pregunta que establece una primera distinción
entre la mediación (propia del pensamiento dialéctico) y la articu-
lación (propia de la teoría hegemónica). Según Laclau, mientras la
mediación sería la organización de esos fragmentos dentro de una
totalidad necesaria que los trasciende, la articulación, en cambio,
negaría el carácter necesario de esa unión y mostraría su radical
contingencia. Incluso llegará a decir que la mediación supone una
serie de “transiciones lógicas, que concibe las relaciones entre obje-
tos como siguiendo una relación entre conceptos, a diferencia de la
articulación cuya naturaleza debemos intentar determinar” (Laclau
y Mouffe, 2004: 161).
Aquí observamos una primera distinción entre la lógica dialéc-
tica, vinculada a la necesidad y totalidad, y la lógica hegemónica,
identificada con la contingencia y la imposibilidad de un cierre
total. Resulta llamativo que en otras oportunidades vuelve a recurrir
a la expresión “mediación” sobre todo cuando discute el esponta-
neísmo que subyace a las teorías de Hardt y Negri o cuando reconoce
la necesidad de mediaciones políticas o discursivas para combatir
la “ilusión de inmediatez”. Aunque es cierto que llega a hablar de
mediaciones articulatorias, como si pareciera aventurarse una dife-
rencia entre estas y las mediaciones lógicas, lamentablemente sus
argumentos no avanzan lo suficiente como para comprender en qué
consistirían estas diferencias y por qué habría sido necesario asumir
otra vez la noción de mediación, es decir, qué supondría pensar la
mediación dentro de la teoría de la hegemonía.
Un segundo momento donde lo vemos distanciarse de la dialéc-
tica es cuando se interesa por el significado ontológico del anta-
gonismo, alejándose de las lecturas sociológicas que asumen como
dado lo que debería ser motivo de interrogación. Cabe señalar que
esta misma estructura argumentativa es reproducida de un modo
mucho más exhaustivo en un texto posterior, “Antagonismos, sub-
jetividad y política”, por lo que puede resultar conveniente tener
presentes ambos textos al momento de organizar este debate. Allí
retoma la distinción kantiana explorada por Della Volpe y Colleti

252 | Luciana Cadahia
entre “oposición real” y “contradicción lógica”. En el primer caso
cada uno de los términos tiene una positividad propia, es decir, la
identidad de cada uno es autocontenida e independiente de su rela-
ción con el otro. Por tanto, la relación de oposición se da en los
términos de A-B. En el segundo caso, en cambio, estaríamos ante la
presencia de una contradicción, puesto que la identidad de un tér-
mino depende de su relación con el otro en la forma de A-A. Ahora
bien, mientras la primera oposición sería en el ámbito de lo real, la
segunda estaría en el ámbito lógico de las proposiciones. Según la
interpretación de estos autores, el paso falaz de la dialéctica hege-
liana habría consistido en concebir la contradicción en el ámbito
de lo real, mezclando así “oposiciones reales” con “contradicciones
lógicas”, y el marxismo habría continuado esta vía hegeliana para
pensar al “antagonismo” como una contradicción. La solución de
Della Volpe y Colleti consistirá en pensar al antagonismo como una
oposición real –puesto que reflejaría lo mejor de su filosofía mate-
rialista– y no como una “contradicción” del ámbito de lo lógico. Sin
embargo, Laclau prefiere tomar distancia de esta solución. Si bien
acuerda con estos autores en que la “contradicción” no es adecuada
para pensar el “antagonismo”, considera que tampoco sería correcto
entenderla como una oposición real; lisa y llanamente porque no
hay antagonismo sin negatividad y esta solamente tiene lugar en
el ámbito de la dialéctica. Habría que aclarar que resulta un poco
problemático el argumento por el cual acuerda con estos autores
al diferenciar la contradicción del antagonismo, dado que nos dice
que “es porque la contradicción no trata con objetos (sujetos) reales”
(Laclau, 2014: 130). Pareciera que aquí Laclau estuviera dispuesto
a aceptar el clásico dualismo entre “mundo” y “pensamiento”, algo
que contradiría su propia concepción de lo social como un terreno
metafórico donde no hay ni “identidades previamente constitui-
das” ni un camino “literal” que nos permita dar cuenta de ellas de
manera objetiva. Pero si avanzamos un poco más en sus razonamien-
tos, hallamos otros elementos más fecundos para su rechazo, ya que
afirma que la contradicción en Hegel (y en Marx) es más compleja
y su dimensión dialéctica supera el sentido estrictamente lógico de
esta contradicción.

La tragicidad del populismo | 253


A pesar de que en Hegel no habría algo así como una distinción
entre la dialéctica y lo lógico, puesto que aquella sería un momento
de este (el momento de la razón negativa), preferimos continuar con
la forma de razonamiento que nos propone Laclau y ver a dónde nos
conducen sus conclusiones. La contradicción dialéctica, entonces,
no sería la mera contradicción entre dos polos que se niegan a sí mis-
mos en su mutua relación lógica, sino que pretende añadir un tercer
término que sobrepasaría esta contradicción para “resolverla”.
Ahora bien, en su esfuerzo por diferenciar el antagonismo de
la contradicción es que Laclau se preguntará si la “negatividad
dialéctica es el único tipo de negatividad al que tenemos acceso”
y es esta pregunta la que guía todo su desarrollo posterior. En el
antagonismo, nos dice Laclau, cada fuerza niega la identidad de la
otra, donde la fuerza enemiga impide constituir la propia identi-
dad, a diferencia de la oposición real, donde la identidad positiva
de los polos nunca es puesta en cuestión. Este tipo de negativi-
dad de la identidad habita en el interior del antagonismo y no se
hace presente en una oposición real. Al respecto nos dice que en
la dialéctica el tercer término pareciera conducir a los dos prime-
ros a una resolución “efectiva”, presentándose como una instancia
“superadora”. Y si esto es así, añade, la negatividad inherente a
los antagonismos sería ficticia, no sería un antagonismo real sino
una mera transición a una identidad superior. Es como si las iden-
tidades no hubieran sido transitoriamente interrumpidas, es decir,
para Laclau, en la dialéctica la negatividad sería algo diferente de
ella y nunca sería algo constitutivo y radical. Al contrario, formaría
parte de un campo de representación más amplio, comprendiendo
en su interior un puente hacia una “positividad” más “alta”. Y aquí
propone una interpretación del “espíritu absoluto” como el lugar
donde todas las contradicciones encuentran su punto de superación
final y lo contingente sería un modo de expresar una necesidad sub-
yacente. Así, Laclau se pregunta si es posible una ligazón interna
de los polos que no esté constituida por la lógica de la contradic-
ción, es decir, una forma de antagonismo cuya negatividad escape
a esta lógica. Tanto la oposición real como la contradicción serían
relaciones objetivas entre objetos conceptuales, por un lado, y obje-
tos reales, por el otro, donde las identidades estarían plenamente

254 | Luciana Cadahia
garantizadas. La pregunta que se hará Laclau es si resulta posible
liberar a la negatividad de la contradicción y convertirla en un nivel
fundante de la estructuración de los antagonismos. Y aquí es donde
Laclau insistirá en que para el caso del antagonismo no se da nin-
guna de las dos situaciones mencionadas anteriormente, puesto que
“la presencia del otro me impide ser totalmente yo mismo” (Laclau,
2014: 168). De esta manera, “la relación no surge de identidades
plenas, sino de la imposibilidad de constitución de las mismas” y
luego añade “la presencia del Otro no es una imposibilidad lógica,
ya que existe –es decir, no es una contradicción–” (ibídem). El anta-
gonismo sería la imposibilidad de constitución de identidades ple-
nas, puesto que muestra el límite de esa posibilidad. A partir de
estas caracterizaciones, Laclau decide dar el paso para concebir al
antagonismo como algo distinto de la contradicción. Al decir que
el antagonismo no es el resultado de “relaciones objetivas” sino el
límite de toda objetividad, tratará de mostrar en qué medida el anta-
gonismo libera a la negatividad de su opresión dialéctica, esto es,
una negatividad irreductible que no lograría ser superada por nin-
guna mediación dialéctica.
Habría que mencionar un paso más que no es del todo explici-
tado por Laclau, un paso donde, a la vez que desvincula la “contra-
dicción” del “antagonismo”, pone a la negatividad del lado de este
último, señalando que la contradicción no sería capaz de mostrar
a la negatividad en toda su radicalidad contingente. Aquí resulta
valiosa la crítica de Žižek a la deconstrucción, cuando dice que
“deberíamos cuestionar la serie de preferencias aceptadas por el
deconstructivismo actual como fondo indiscutible de su empeño:
la preferencia por la diferencia sobre la mismidad, por el cambio
histórico sobre el orden, por la apertura sobre el cierre […]” (Žižek,
2003: 96). Es decir, deberíamos preguntarnos por qué resulta autoe-
vidente otorgarle un mayor grado de radicalidad –incluso pareciera
de autenticidad– a la contingencia frente a la necesidad. Pareciera
que el pensamiento político contemporáneo ha caído en su propia
trampa: al erigir sus críticas a ciertos contenidos de la modernidad
(identidad, dialéctica, mismidad, totalidad, etc…) termina por crear
la forma de cierre que cree hallar en esos contenidos de los cuales
se aparta. Si seguimos los razonamientos de Nuevas reflexiones…,

La tragicidad del populismo | 255


la forma de negatividad dialéctica debería ser rechazada porque es
reabsorbida por una positividad mayor:
Una concepción como la “astucia de la razón” en Hegel solo
puede afirmar la racionalidad de lo real al precio de reducir
el antagonismo, la negatividad, a apariencia a través de la cual
“trabaja” una forma de racionalidad y de positividad más alta.
(Laclau, 1990: 33)

Según Laclau, Hegel –y Marx– tienen la virtud de ofrecer una


profunda reflexión sobre la lucha y la negatividad pero dan un paso
atrás al elaborar una teoría de la positividad social que trata de inte-
grar todo en los términos de un gran desarrollo teleológico de la
historia. La pregunta que podríamos hacernos a estas alturas es si
resulta correcto concederle a Laclau la afirmación de que la dialéc-
tica en Hegel asume la lógica de las identidades plenas, de las rela-
ciones objetivas y de una positividad mayor. Nos da la sensación de
que con Laclau sucede algo parecido a lo que observamos en Derrida,
puesto que varias de las cosas que propone están ya comprendidas
en la lógica hegeliana. Incluso resulta sintomática –en los términos
de una sintomatología sobre la que hace falta pensar– la constante
necesidad por parte de Laclau de distanciarse “explícitamente” de
Hegel. ¿No hay en ese declarado anti-hegelianismo una conexión
subterránea con él y con uno de los conceptos más malinterpretados
en la historia del pensamiento, a saber: noción de Aufhebung?
Laclau nos dice que en la dialéctica la negatividad es ficticia,
puesto que media entre dos positividades, dos identidades plena-
mente constituidas. La pregunta que nos hacemos aquí es si esta
crítica apunta directamente al corazón de la dialéctica hegeliana o
más bien a esa otra forma de dialéctica, también criticada por Hegel
en su Ciencia de la lógica, a saber: “la dialéctica habitual”. Cuando
Hegel piensa el vínculo entre “ser” y “nada”, critica la actitud de
la “dialéctica habitual”que parte de una oposición originaria entre
los elementos, puesto que: “Cuando viene algo desde luego incon-
cebible [...] pues se hace una presuposición que suprime el inicio
o el devenir”. Hegel, en cambio, piensa la dialéctica a partir de la
“unidad” de ser y nada, es decir, desde una concepción del ser como
devenir, puesto que: “el devenir es una unidad tal de los mismos

256 | Luciana Cadahia
que se halla en la naturaleza de cada uno de ellos; el ser es en y
para sí mismo la nada, y la nada es en y para sí misma el ser” (Hegel
2011: 237). Para Hegel, no hay en primer lugar una dualidad primor-
dial entre elementos, sino la grieta intrínseca del Uno sin nombre,
pero manifiesta en y como devenir (werden). Por lo que aquí el anta-
gonismo no supone una tensión armoniosa entre los dos principios
o elementos opuestos, sino que implica la tensión interna, la impo-
sibilidad de autocoincidencia del ser consigo en cuanto ser (o de la
nada en cuanto nada, que para el caso da lo mismo).
¿Acaso esto no se acercaría a la idea de antagonismo que defiende
Laclau, entendida como una relación de fuerzas que me impide ser
una identidad plena? Así, pareciera que la dialéctica no es la expre-
sión acabada de una contradicción entre elementos que, siendo cada
uno idéntico a sí mismo, se opone al otro, sino un momento de lo
lógico, en el que las determinaciones hacen la “experiencia de sus
propios límites”, dando lugar al pensamiento especulativo. Este ter-
cer respecto de lo lógico no es sino el momento en el que se com-
prende “la unidad de las articulaciones contrapuestas”. La relación
de oposición entre los elementos es impura, la oposición no es la
relación de determinaciones opuestas en algo externo a ellas como
su fundamento, “sino que el fundamento de la contraposición es el
movimiento –no un ‘sustrato’– del recíproco asumirse una determi-
nación en la otra” (Duque, 1998: 434). No habría algo así como un
“tercer elemento” superador. Por lo general el término Aufhebung
se ha traducido como “superación”, dando lugar a toda una serie de
malos entendidos sobre el papel de la síntesis dialéctica y la recupe-
ración de una identidad plena. Por ello, la reflexividad de la mutua
oposición (o sea, la contraposición o reflexión absoluta) no es la
supresión de las diferencias, sino su asunción (Aufhebung), o sea,
el hacerse literalmente cargo cada uno de los extremos de la contra-
dicción resultante de “creerse con sentido por separado”, es decir, y
hablando con toda propiedad: de creerse “absolutamente” separado.
Aquello que Laclau entiende como superación dialéctica y el
retorno a la identidad en realidad en Hegel se expresa en los térmi-
nos de unidad. Y esta unidad no es identificada con la identidad,
puesto que cancela y conserva a la vez la identidad: “En este carácter
dialéctico, tal como viene aquí tomado, y por ende en la captación

La tragicidad del populismo | 257


de lo contrapuesto en su unidad o de lo positivo en lo negativo, con-
siste lo especulativo” (Hegel, 2011: 205). El movimiento negativo
del Absoluto hegeliano no es “unidad resultante de la supresión de
las diferencias (Aufgehobenseyn)”, algo que parecía ser interpretado
por Laclau cuando se refería al espíritu absoluto, sino “la unidad de
la diferencia y de la Aufhebung de la diferencia” (Duque, 1998: 434).
Es decir, en Hegel no hay algo así como un momento de “supresión”
de las diferencias, sino que estas no dejan de habitar la identidad,
impidiéndole ser “sí misma”.
¿No expresa la dialéctica de Hegel también el límite de toda obje-
tividad? ¿No es acaso la dialéctica una forma de hacer la experien-
cia de los propios límites y la explicitación de la imposibilidad de
todo cierre? Esta idea de unidad “fallida” pareciera tener grandes
similitudes con la noción de articulación en Laclau. En este sentido,
el término Aufhebung nos ayuda a ver que el momento de “inte-
rrupción” de la negatividad dialéctica no es un momento transito-
rio hacia una totalidad más elevada, sino la “constatación” de que
esa interrupción sigue habitando como una huella inerradicable. Lo
absoluto no es la superación de la escisión (negatividad) constitu-
tiva, sino el punto de vista desde el cual se piensa esa escisión. Y
la forma de darse este punto de vista coincide con la forma misma
de la escisión. El absoluto es ese juego inmanente de coinciden-
cia entre el movimiento de enunciación y aquello que se enuncia –
movimiento que Derrida supo jugar muy bien–. Si el entendimiento
asume la escisión de dos elementos como algo meramente dado –
donde cada elemento tiene una existencia independiente del otro– y
la dialéctica da cuenta de la disolución de esa independencia de
los elementos, el absoluto, por su parte, asume la existencia de una
unidad constitutiva de esos elementos, puesto que es la forma de la
escisión lo que posibilita su existencia. La unidad es la condición
de posibilidad para hacer pensable esa escisión radical. Y lo que
resulta más complejo de concebir en Hegel es que todos los puntos
de vista operan a la vez, no hay una superación progresiva de uno a
otro, como si el absoluto fuera la mirada plena y última de todas las
cosas. Y quizá sea en este lugar donde nos distanciamos de Laclau
y su punto de vista elegido para interpretar el absoluto hegeliano.
El absoluto no es un punto de llegada al cual arribamos de manera

258 | Luciana Cadahia
definitiva, sino el modo de darse el movimiento del pensamiento y la
posibilidad de este de saberse a sí mismo en la forma de una escisión.
Otros de los motivos por los cuales Laclau rechaza la dialéctica
es porque considera que se encuentra al servicio de una “positi-
vidad superior” (el momento absoluto). En gran medida, una de
las apuestas teóricas de Laclau consiste en una crítica feroz a la
positivización de lo social, es decir, a aquellas teorías que tien-
den a cosificar lo social y ponen como causa explicativa aquello
que es el resultado contingente de su propia factualidad. ¿Pero no
es Hegel justamente el filósofo que nos ha permitido pensar los
límites de toda positividad? Desde sus reflexiones tempranas de
juventud sobre la positividad en La positividad de la religión cris-
tiana y El espíritu del cristianismo y su destino3 Hegel no ha hecho
otra cosa que erigir una filosofía crítica de lo positivo y de la nos-
talgia por la unidad perdida de la modernidad. ¿No es la dialéctica
una economía que destruye toda forma de positividad u objetivi-
dad última? Pero habría que añadir algo más y es que la positiviza-
ción de las cosas no es algo que debiéramos condenar en sí mismo,
puesto que no se trata de rechazar sin más la positividad sino la
rigidificación de esta. Si tan solo existiera el momento meramente
negativo no sería posible construir ningún tipo de identidad, pro-
yecto político o sentido alguno; ni siquiera sería posible establecer
diferencias o hacer inteligible algo. Incluso en el mismo proyecto de
Laclau se puede encontrar esa pulsión hacia la positivización. Como
muy bien señala Stavrakakis, en Nuevas reflexiones…, Laclau se vio
en la obligación de abandonar el carácter constitutivo del antago-
nismo, al constatar que se trataba de una positivización de la nega-
tividad. Por esta razón, pasó a concebirlo como el efecto de algo
previo, a saber: la dislocación. Es decir, el antagonismo sería una de
las formas posibles para traducir esa dislocación fundacional den-
tro del orden simbólico (Laclau, 1990: 55-59). Stavrakakis utiliza de
manera indistinta el antagonismo y la negatividad, dando a entender
que la negatividad también pasaría a ocupar un lugar secundario.

3 Para un desarrollo más exhaustivo de este punto véase: Cadahia, L.


“¿Espiritualización de la zoé y biologización del espíritu?: bíos y positividad
en la historia”. Bajo Palabra 7, 2012 325-335.

La tragicidad del populismo | 259


No obstante, si tomamos en consideración la argumentación desa-
rrollada hasta aquí es fácil constatar que en Laclau antagonismo y
negatividad no son lo mismo. La dislocación es el nombre escogido
para dar cuenta de esa imposibilidad que constituye todo orden,
pues “el Uno es lo que no-es”. Y es aquí donde Laclau toma dis-
tancia de la ontología de la diferencia afirmativa, y añade que “el
uno es lo que no es no es la multiplicadad sino la unidad fallida”
(Laclau, 1990: 400). ¿Pero no era justamente esta concepción de lo
Uno la que encontrábamos en el absoluto? ¿No es el absoluto el
movimiento de dislocación de lo Uno para que este sea? Pareciera
existir una conexión subterránea entre la dislocación en Laclau y el
absoluto en Hegel, como si Laclau hubiera sido capaz de conducir,
a pesar de sí mismo, el movimiento especulativo hacia una cons-
trucción teórica de la praxis política y mostrar el papel crucial de
la contingencia. Y esta forma especulativa más que aludir al juego
de la retirada en Heidegger o la remisión sin envío ni represen-
tación en Derrida, parece recuperar lo mejor del legado hegeliano
y marxista: lo negativo como condición de posibilidad/imposibi-
lidad toda “unidad”. No olvidemos que el absoluto es el término
escogido para un movimiento que Hegel había designado con otro
nombre en su época de juventud, a saber: la vida. Con este término
buscaba pensar una experiencia de la unidad moderna que no estu-
viera atravesada ni por la nostalgia de la pérdida ni por la ilusión
de su posible recomposición. A diferencia de una razón abstracta
que observa las diferencias como elementos aislados que deben ser
reunidos por una norma que los acoja –la unión de lo desunido–,
o de la actitud del alma bella que siempre está en la búsqueda de
una unión consigo misma –desatendiendo las mediaciones como
diferencias muertas–, Hegel contrapone a la nostalgia de la unidad
perdida el juego de la vida, entendiendo a esta como la “vincula-
ción (Verbindung) de la vinculación y de la desvinculación” (Hegel,
2003: 401). Este movimiento no es otra cosa que la dolorosa expe-
riencia del desgarramiento de las diferencias, el ineludible juego de
las mediaciones y la comprensión de que la unidad (fallida) solo
puede tomarse a sí en sus propias diferencias. El absoluto será otro
nombre asignado a la experiencia de esta tragicidad de la vida inca-
paz de reunirse a sí desde sí misma.

260 | Luciana Cadahia
Pero ahora habría que preguntarse qué sucede con la negatividad
en este desplazamiento propuesto por Laclau. Como señala Stavraka-
kis, este nuevo lugar asignado al antagonismo sería la consecuencia
de las críticas de Žižek a esta noción en su texto “Más allá del aná-
lisis del discurso”, donde Žižek acusa a Laclau de “positivizar” el
antagonismo, puesto que el momento positivo tendría lugar cuando
identifico un adversario y me constituyo en oposición a él. Según
Žižek, la negatividad del otro que me impide alcanzar la identidad
conmigo mismo es una externalización de mi auto-negatividad, ya
que proyecto en el otro aquella fractura que está en mí. Dicho de otra
manera, el amo es una determinación refleja (Reflexionbestimmung)
de la imposibilidad del esclavo por alcanzar una identidad consigo
mismo. El amo sería la encarnación positiva del autobloqueo del
deseo del esclavo. Por tanto, mientras que para Laclau la identi-
dad del esclavo se construye por oposición a la figura del amo, para
Žižek es la escisión previa que se da en el interior del esclavo aque-
llo que se exterioriza bajo la figura del amo.
Si bien es claro que con la acusación de positivización del anta-
gonismo Žižek procura debilitar el argumento de Laclau, podríamos
preguntarnos por la eficacia de esa estrategia. ¿Acaso no es posible
asumir que existe esta forma de positivización en la propuesta de
Laclau y aún así seguir pensando que es adecuada? Cuando Žižek
contrapone la figura de una auto-negatividad previa a la lucha con-
tra un adversario también está partiendo de una forma positivizada
de pensar el antagonismo. La falacia de su argumento está en hacer-
nos creer que la identificación del momento de la negatividad con la
auto-negatividad del sujeto sería una forma de “escapar” de la posi-
tividad y una recuperación del antagonismo radical. La estrategia de
Žižek consiste en ir a la lógica del amo y el esclavo para indicarnos
que tras esta figura aparece la conciencia desgraciada, una concien-
cia que hace la experiencia de la negatividad en el interior de sí
misma. Pero si avanzamos en este registro hegeliano de pensar los
problemas, Hegel nos recuerda una y otra vez que estas figuras no
son otra cosa que formas de representación, es decir, maneras positi-
vadas de la negatividad radical. Más aún, la conciencia desgraciada
–experiencia del cristianismo– también se disuelve en Hegel, dando
lugar a la figura del Espíritu.

La tragicidad del populismo | 261


El retorno a sí de la conciencia, donde experimenta la escisión
como propia se disuelve como experiencia de la conciencia para
exteriorizarse en las figuras del Espíritu. La conciencia desgraciada
es una forma más de darse la conciencia y su incapacidad para com-
prender al mundo. Así que la crítica que Žižek parece atribuirle
a Laclau también podría ser aplicada a él si nos mantenemos en
el juego de las conciencias. La elección de Žižek al momento de
decantarse por una autonegatividad pareciera indicar una estrate-
gia de repliegue, el repliegue de una conciencia desgraciada que se
“autosatisface en su actividad” sin que todavía consiga “descubrir
al mundo como su nuevo mundo efectivo […] la conciencia de que
solo en él hace la experiencia de sí” (Hegel, 2010: 307). Si en ambos
casos se trata de una positivización, es decir, una forma de repre-
sentación, carece de sentido la acusación de una cierta ilusión en la
propuesta de Laclau. Por otra parte, una cosa es decir que los sujetos
se engañan al considerar que la erradicación del otro supondría la
consumación de su identidad y otra muy distinta es asumir que la
constitución de su identidad política –puesto que de este tipo de
identidad se trata aquí– se construye a partir de la relación con lo
que se opone –el adversario–. Si como dice Hegel, a propósito de los
límites de la conciencia desgraciada, solo en el mundo la conciencia
puede hacer la experiencia de sí, la forma de darse el antagonismo
que plantea Laclau no sería otra cosa que la posibilidad de hacer la
experiencia de sí de la conciencia en el mundo.
Si prestamos atención acerca de cómo funcionan las luchas polí-
ticas realmente existentes resulta extraña la estrategia de Žižek.
Cuando un movimiento o colectivo social sale a las calles no cree
que la conquista de una reivindicación se convierta en la realización
plena de su identidad. Simplemente experimenta la necesidad de
esa conquista para poder realizar una parte de sí que ha sido negada.
Según Žižek, nuestra posición no sería otra cosa que “la positiviza-
ción de nuestra relación negativa con el otro [amo]” y de lo que se
trataría, más bien, es la “positivización de nuestra relación nega-
tiva respecto de nosotros mismos” (Žižek en Arditi, 2000: 173). Pero
¿no es justamente en la experiencia de mi relación negativa con el
otro que me descubro a mí mismo siendo otra cosa distinta que esa
negación? Podríamos decir que es en la experiencia de la resistencia

262 | Luciana Cadahia
donde comienza a construirse tejido social, cuando empiezan a con-
solidarse formas de articulación que escapan a la mera positiviza-
ción de nuestra relación negativa con algo.
Por otra parte, un actor político se sabe siendo otras cosas a la
vez, actuando en otras esferas donde deberá resolver otros proble-
mas que atañen a la constitución de su identidad. Es evidente que
con la lucha política no se busca la eliminación “física” del adver-
sario, sino transformar la posición que se ocupa en una determinada
relación de fuerzas. Y toda conquista no supone solamente la disolu-
ción de la identidad del adversario sino también la mía, puesto que
mi posición también se verá transformada por la nueva situación.
Pero lo que resulta más desalentador de la estrategia escogida por
Žižek es que bajo la lógica de que el esclavo “cede al deseo del amo”
podríamos rechazar cualquier tipo de protesta o denuncia colectiva,
puesto que siempre podríamos usar el argumento de que, ante el
descontento, los individuos no hacen otra cosa que exteriorizar en
otro –el amo– su propia falta, su propia negatividad que les impide
ser sí mismos. ¿Esto supondría que la historia de las luchas de cla-
ses –y el antagonismo que la posibilitó– no ha sido otra cosa que
ceder al deseo del amo? Si llevamos el argumento de Žižek hasta el
límite de sus posibilidades cualquier acto político debería ser con-
denado como una forma de autobloqueo del esclavo, invitando así
al esclavo a desviar su fantasía de otra manera. Si en el fondo se trata
de un autobloqueo de mi propio deseo, ¿qué diferencia habría entre
llevar a cabo una lucha política o considerar que la forma en que
el vecino aparca el carro impide mi propia realización? No se trata
simplemente de que el esclavo “elige” externalizar en el amo su pro-
pio bloqueo porque así lo desea. Al contrario, tuvo que tener lugar
la experimentación de una amenaza previa, la constatación de un
peligro que puso a mi deseo a trabajar en una dirección antagónica.
Y esto no tiene lugar mediante un trabajo introspectivo del sujeto,
sino cuando hacemos la experiencia colectiva de una falta a la que
vamos dándole forma.
Si prestamos atención al modo en que han evolucionado las
luchas de las minorías nos damos cuenta de este movimiento. En
sus orígenes el feminismo tenía una mayor tendencia a poner al
hombre (el amo) como el causante de su posición de subalternidad.

La tragicidad del populismo | 263


Dentro de este discurso, la mujer y el hombre se concebían como
dos identidad plenas, donde la existencia de una suponía la sub-
alternización de la otra; pero a medida que se hizo la experiencia
de esta lucha, no solo se descubrió que las mismas mujeres perpe-
tuaban el machismo o que habían hombres solidarios con la causa
feminista, sino que se llegó a constatar la inutilidad de pensar en
términos de una exterioridad pura contra la que se debía luchar. La
figura hombre-mujer, tal y como era criticada, respondía a una lógica
relacional. No se trataba tanto de erradicar la identidad (hombre)
que impedía mi propia identidad (mujer) como de transformar la
forma de producirse esa relación. Quizá habría que pensar esta dis-
cusión entre Žižek y Laclau como parte de un mismo juego, donde
se co-implican dos momentos diferentes. Partimos de una posición
que consiste en positivizar nuestra relación negativa con el otro y es
a partir de ella que empezamos a positivizar nuestra relación nega-
tiva respecto a nosotros mismos. Y es en la relación dialéctica entre
ambos como hacemos la experiencia de toda transformación social.
Quizá la clave está en evitar la caída en alguno de los polos: no se
trata ni llevar todo al polo de una exterioridad plena ni caer en el
repliegue del ámbito privado de mi propia subjetividad fallida. En
última instancia, la experiencia de mi propia falla es traducible a
partir de un afuera entendido como un conjunto de sedimentacio-
nes biográficas, históricas, traumáticas y colectivas que se reactivan
en mí para lidiar con mi falla constitutiva, siendo la política esa
manera de exteriorizar la falla, de trabajarla, ya no bajo la forma de
un solitario repliegue “autosatisfactorio”, sino de una praxis ple-
beya y colectiva.

Bibliografía

Cadahia, Luciana. “¿Espiritualización de la zoé y biologización del espíritu?: bíos y


positividad en la historia”. Bajo Palabra n° 7, 2012.
Duque, Félix. Historia de la filosofía moderna. La era de la crítica. Madrid: Akal,
1998.
Hegel,W.G.F. Ciencia de la lógica. Madrid: Abada, 2011.
–––. Fenomenología del espíritu, Madrid: Abada, 2010.
–––. Escritos de juventud, México: FCE, 2003.

264 | Luciana Cadahia
Laclau, Ernesto. “Antagonismo, subjetividad y política” en Los fundamentos retó-
ricos de la sociedad. Buenos Aires: FCE, 2014.
–––. “Atisbando el futuro” en Critchley, Simon y Marchart, Oliver. Laclau. Aproxi-
maciones críticas a su obra. Buenos Aires: FCE, 2008.
–––. Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires:
Nueva visión, 1990.
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Laclau, Ernesto y Mouffe, Chantal. Hegemonía y estrategia socialista. Buenos Aires:
FCE, 2004.

Marchart, Oliver. El pensamiento político posfundacional. La diferencia política en


Nancy, Lefort, Badiou, Laclau. Buenos Aires: FCE, 2009.
Žižek, Slavoj. “Más allá del análisis del discurso” en Arditi, Benjamín (ed.) El reverso
de la diferencia. Identidad y política. Caracas: Nueva Sociedad, 2000.
Žižek, Slavoj. “¿Lucha de clases o posmodernismo? ¡Sí, por favor!” en Contingen-
cia, hegemonía y universalidad. Buenos Aires: FCE, 2003.

La tragicidad del populismo | 265


Populismo y hegemonía en España.
Una experiencia feminista en Podemos

José Enrique Ema*

El ciclo victorioso del neoliberalismo en Europa ha tropezado con la


apertura de algunas pequeñas ventanas de oportunidad para quie-
nes anhelamos, como poco, algún freno a sus políticas autericidas.
Este cambio ha venido acompañado en España de una transforma-
ción de los modos de entender la política observable en la expe-
riencia singular de Podemos. Podemos ha tomado buena nota de las
derrotas del pasado y se ha atrevido a arriesgar otros modos de hacer
diferentes a los ensayados por la izquierda en los últimos tiempos.
Se trata de una práctica que, con Laclau (2005), podríamos denomi-
nar como populista.
Conocemos bien el uso del término para descalificar cualquier
novedad política como nada más que bajas pasiones colectivas
anti-instituciones democráticas y proto-totalitarias, pero defen-
demos que es necesario complejizar esta lectura, que podemos
encontrar en algunos de los fenómenos que se denominan como
populistas algo muy diferente a un mero repliegue antipolítico
provocado por el resentimiento. Es posible calificar de populistas
iniciativas políticas que suponen una oportunidad para devolver
a la política su dignidad proponiendo una mayor participación
democrática popular. No hablamos solo de una estrategia práctica,
sino finalmente de una concepción sobre la misma naturaleza de la
política que ha tomado buena nota de las críticas antiesencialistas
sobre las relaciones sociales (no hay fundamento esencial ni recon-
ciliación armoniosa final de la sociedad) sin renunciar (al modo
relativista posmoderno) a construir una experiencia emancipadora
para el conjunto de la sociedad.
En este texto analizamos la experiencia Podemos en España, ejem-
plificada en la labor de su “Área Estatal de Igualdad, Feminismos y
Sexualidades”. Así damos cuenta del modo como una experiencia

* Universidad de Castilla - La Mancha, España.

  |  267
política transformadora de las relaciones de la vida cotidiana, el
feminismo, observada por algunos sectores como parcial o particular
puede formar parte de un proyecto de cambio de la sociedad en su
conjunto. Para ello el feminismo modifica y es modificado por algu-
nos de los presupuestos que movilizan la política populista. Ambos
enfrentan una cuestión crucial para nuestro tiempo: la posibilidad
de articular la impugnación de orden establecido con una propuesta
política al servicio del conjunto de la sociedad vía participación en
las instituciones. La tesis de fondo que aquí se defiende es que es
posible, y deseable, una articulación entre el empuje antagonista,
popular y transversalizador de diferentes luchas sociales con una
experiencia institucional de gobierno para todos. Que el populismo
no puede entenderse solo como un movimiento de subversión des-
tituyente sino también de constitución de una nueva hegemonía
modulada por la práctica política institucional. Como veremos, este
camino supone rechazar los binarismos que de manera excluyente
enfrentan lo institucional-estatal con cualquier posibilidad de cam-
bio político en profundidad en la vida cotidiana.
En este texto abordamos estas cuestiones presentando, en primer
lugar, la hipótesis fundacional de Podemos en la que podemos reco-
nocer elementos claramente populistas y su desplazamiento pos-
terior incorporando elementos específicamente hegemónicos; en
segundo, el modo como estos presupuestos teóricos se han pensado
y llevado a la práctica en las propuestas feministas de Podemos;
y por último, dibujamos algunas de líneas de debate fundamental-
mente con los movimientos sociales. Está escrito en primera per-
sona del plural porque, a la vez que construye una cierta distancia
reflexiva para proponer un análisis, da cuenta de una experiencia
colectiva compartida en primera persona durante los últimos años
en Podemos.

De la hipótesis populista...

Podemos nace a partir de un diagnóstico que, con independencia de


su acierto teórico, sin duda se ha mostrado exitoso por sus efectos en
la práctica. Así, a principio de 2014, cuando comienza su andadura,
decíamos que la configuración hegemónica dominante en España en

268 | José Enrique Ema


las últimas décadas (el llamado “régimen del 78”, año de aprobación
de la actual Constitución) venía siendo puesta en entredicho como
se ejemplificaba, al menos, con las movilizaciones en las plazas
de muchas ciudades españolas a partir del 15 de mayo de 2011 (el
15-M). Para muchas personas ya no funcionaba como marco “natu-
ral” desde el que percibir y entender lo que ocurría, ni tampoco para
solucionar los problemas que nos afectaban, especialmente aquellos
derivados de la crisis económica global desencadenada en 2008. No
servían los análisis de quienes aparecían como sus voces legítimas
(partidos políticos del bipartidismo –Partido Socialista Obrero Espa-
ñol (PSOE) y Partido Popular (PP)–, periodistas, etc.), ni confiábamos
en sus principales actores para garantizar el funcionamiento de la
sociedad de acuerdo al interés común. Y ello tenía que ver con que
la crisis no se percibía únicamente como crisis económica sino tam-
bién de los marcos de sentido y legitimidad política (avivada por la
corrupción). Esta crisis de legitimidad convivía, sin embargo, con la
aceptación de un marco institucional general de actuación que no se
ha puesto en cuestión de manera mayoritaria. Es decir, el despres-
tigio generalizado de la “clase” política “realmente existente” no se
tradujo en una “crisis de Estado”. Continuamos esperando y recla-
mando a las instituciones que realicen eficazmente su trabajo. Y con
ello, la desafección hacia los representantes políticos no se convirtió
tampoco en despolitización ni en rechazo de la legitimidad de las
instituciones políticas. Al contrario, más bien se habló de rescatarlas
para “ponerlas al servicio de la gente”.
Entendíamos por tanto que “la crisis”, con sus importantes con-
secuencias sociales, era también una oportunidad para la política
que quiere cambiar las cosas. Hablábamos de oportunidad, no de
garantía. Sabíamos que el capitalismo necesita generar sus propias
crisis para hacerse durable, y que sus salidas en el pasado no siem-
pre han traído lo mejor. La constatación de una dislocación en el
orden establecido facilita la llegada de un nuevo orden que pueda
estabilizar parcialmente el desorden existente, pero el contenido
político de este orden no está garantizado de antemano y, en los
momentos de incertidumbre social, la necesidad de algún tipo de
orden de sentido puede volverse más importante que el orden con-
creto que pueda responder a esta necesidad (Laclau, 2008).

Populismo y hegemonía en España | 269


Por tanto, no era suficiente con la extensión de la desconfianza,
el malestar o el rechazo hacia lo existente. ¿Qué más debía ocu-
rrir para que en una situación de crisis de sentidos compartidos y
legitimidades encontráramos una salida en clave de profundización
democrática y no de afianzamiento de las mismas políticas (neoli-
berales) que la habían provocado? Esta era la interrogación y el reto
que moviliza la aparición de Podemos.
Podemos surge con el objetivo de transformar el descontento
social, tan extendido como disperso y fragmentado, en capacidad
política institucional determinante. Su apuesta pasa por hacer de
la participación electoral y en las instituciones una herramienta
catalizadora de la construcción de una voluntad colectiva que per-
mita articular el potencial transformador que se había presentado, al
menos, en las movilizaciones del 15-M y en los años posteriores (las
“mareas” que respondieron a los recortes públicos movilizándose
no solamente en defensa de los intereses de sus sectores profesiona-
les específicos, sino también de un modelo de sociedad alternativo
al impulsado por el gobierno español y la Unión Europea).
Para ello, Podemos toma distancia práctica con alguno de los pre-
supuestos clásicos de la movilización política (Errejón, 2014). En
primer lugar, aquel que consideraría que la participación política
institucional es una consecuencia o un resultado de la acumula-
ción de fuerza en lo social. Sin darle la espalda a esta posibilidad
que entiende de manera unidireccional la representación política,
de abajo (movimientos sociales) a arriba (instituciones), Podemos
explora también el sentido inverso: el de la construcción de sub-
jetividad politizada desde la participación en las instituciones vía
elecciones. La representación política no sería así únicamente un
resultado, sino también una causa de la extensión de la politización.
En segundo lugar, Podemos decide utilizar todas las herramientas
comunicativas a su alcance, no solamente las redes en internet (en
las que puede desenvolverse con mayor autonomía), sino incluso
también los espacios de los grandes medios de comunicación gober-
nados por la lógica despolitizadora del espectáculo, en los que cier-
tamente la posibilidad de gobernar el mensaje a trasmitir es muy
limitada. Y en tercer lugar, cuenta con el papel movilizador de las
identificaciones colectivas mediante su activación a través de figuras

270 | José Enrique Ema


de liderazgo (sin considerar que esto sea incompatible con otras
formas de participación colectiva y organización ciudadana). Estas
tres cuestiones no obedecen tanto a una elección política previa,
sino más a un análisis de las posibilidades, no siempre favorables,
para la política en un escenario de debilidad organizativa de los
movimientos sociales, de ausencia de herramientas con capacidad
de influencia comunicativa en amplios sectores sociales, y con una
arquitectura institucional prácticamente hermética e impermeable a
la movilización social.
En esta situación se plantea una hipótesis fundacional de tipo
populista, en los términos de Laclau (2005), con el reto de la cons-
trucción de un sujeto colectivo popular. Como es sabido, Laclau
habla de construcción porque este sujeto no está dado, aunque se
conforme con los mimbres de la situación, porque no se deriva
naturalmente de las condiciones sociales existentes (mediante, por
ejemplo, una toma de conciencia al tocar fondo en la degradación
de las condiciones de vida). Un sujeto político colectivo no emerge
por arte de magia, como un mero resultado de la transformación de
las condiciones objetivas, es necesario un trabajo de articulación
de prácticas, afectos y marcos de sentido para que pueda consti-
tuirse. Y para esta tarea apela a un antagonismo que pueda resul-
tar movilizador de mayorías populares, buscando incorporar a los
sectores desfavorecidos, pero también a otros sectores sociales que
se puedan reconocerse en un proyecto de cambio compartido con
una base social muy amplia y transversal. Por eso se propone la
división del espacio social convocando a “los de abajo” que aspi-
ran a la extensión de derechos para todos frente a “los de arriba”,
“la casta”, que quieren mantener sus privilegios, los de unos
pocos. Observamos aquí algunos elementos típicamente populis-
tas (Laclau, 2005): la construcción de un sujeto popular mediante
la construcción de una frontera antagónica que divide el espacio
social y la articulación de una serie de reivindicaciones y propues-
tas previamente dispersas y desatendidas desde las instituciones
que entran a formar parte de una cadena equivalencial como parte
de un proyecto de transformación general. Se trata de construir un
pueblo a partir de la extensión del descontento, sí, pero también
de la apertura de una posibilidad de cambio viable invitando a

Populismo y hegemonía en España | 271


la movilización y el compromiso mediante la constitución de un
antagonismo.

… A una hipótesis (más) institucional y hegemónica

Como es sabido para Laclau la construcción, contingente y no defi-


nitiva de totalizaciones imposibles pero necesarias (la sociedad, el
pueblo, etc.) es la tarea constitutiva de la política. Este hilo vincula
sus dos obras más conocidas: Hegemonía y estrategia socialista,
escrito junto con Chantal Mouffe, y La razón populista. En la pri-
mera pone el acento en la dimensión hegemónica de esta tarea y, en
la última, en la populista, al ocupar el pueblo el lugar de esta tota-
lización. Allí Laclau distingue entre las totalizaciones populistas e
institucionalistas (Laclau, 2005) para destacar cómo, en las segun-
das, cuando existe un marco institucional que puede responder a
las demandas el componente antagónico y equivalencial en la cons-
trucción popular puede perder peso. La institución aspira a integrar
todas las diferencias en el conjunto de la sociedad, sin que para
ello la nominación de un antagonismo, en principio, tenga el papel
tan importante que toma en un escenario populista. Más allá del
reconocimiento de la existencia de populismos institucionales que
enfrentan de manera singular la tensión inerradicable entre lo popu-
lar y lo institucional, lo que resulta relevante para nuestro análisis
es observar cómo la llegada a las instituciones de Podemos puede
ser leída en sus consecuencias como un desplazamiento hacia una
hipótesis en la que se acentúan elementos hegemónicos no específi-
camente populistas. Al menos en dos sentidos.
En primer lugar, en el de la complejización y matización del dis-
curso antagónico para proponer otro modo de gestionar las institu-
ciones que pueda beneficiar a todos. Se utilizan nombres colectivos
comunes más integradores, por ejemplo, en el lema para las elec-
ciones al parlamento estatal el 20 de diciembre de 2015: “Contigo.
Un país para su gente”. A la idea de ruptura y novedad frente a la
vieja política se incorpora ahora la defensa de otro modo de hacer
en las instituciones al servicio de un proyecto de país mejor, no
para una parte sino para el conjunto de la sociedad (si se pone en el
centro otros principios políticos, la defensa de los derechos y no la

272 | José Enrique Ema


obtención de beneficio económico, etc.). Y en segundo lugar, porque
se hace más evidente que las novedades políticas no se imponen
borrando de un plumazo todo lo anterior, sino que son, al contrario,
el resultado de un laborioso proceso de recomposición del cemento
ideológico-material que sostiene el orden social, el corazón de lo
que se da por sentado, lo obvio: el sentido común. No se trata, por
tanto, de imponer a la realidad un paquete de nuevas ideas que sus-
tituyan a las viejas, sino más bien de liarse a tejer y destejer reali-
dad utilizando elementos ya presentes en la situación para hacer
que esta pueda ser otra. Esto es precisamente lo que Chantal Mouffe
encuentra como característico de la hegemonía en su trabajo sobre
Gramsci y Althusser. Ahí dice:
Gramsci no concibió la hegemonía como imposición de una
ideología de clase sino como el establecimiento de un princi-
pio articulador sobre elementos ideológicos de origen diverso
[...] La lucha ideológica [en clave hegemónica] tiene lugar en
el interior de las formaciones ideológicas existentes a fin de
modificar su principio de articulación y no entre formaciones
ideológicas diferentes (ya constituidas previamente) que ex-
presan posiciones de clase opuestas. (Mouffe, 1985: 143)

Plantear la disputa hegemónica en el terreno de las “formacio-


nes ideológicas existentes” significa abrir muchos frentes en donde
construir otros modos de hacer política, desde los parlamentos y los
medios de comunicación hasta las conversaciones cotidianas y las
prácticas de la convivencia día a día. No caben lecturas dicotómi-
cas que separen, por una parte, la gestión en las instituciones de la
aspiración a transformar la vida en profundidad, por otra. Ni la obli-
gación de elegir como ámbito privilegiado de la política transforma-
dora entre la vida cotidiana o la política institucional. Mediante la
gestión en las instituciones cabe la posibilidad de una transforma-
ción radical de relaciones políticas dentro y fuera de ellas. Y tam-
bién lo que ocurre fuera de ellas puede articularse y condicionar las
transformaciones institucionales que necesitamos. Desarrollamos
estas cuestiones a continuación analizando una experiencia con-
creta de trabajo en Podemos en torno a las posibilidades de articular
hegemónicamente feminismo y populismo.

Populismo y hegemonía en España | 273


El feminismo en Podemos1

Aterrizamos las reflexiones que hemos presentado en el apartado


anterior en relación a las hipótesis que inspiran la práctica de Pode-
mos en el marco del trabajo del “Área estatal de Igualdad, Feminis-
mos y Sexualidades” de Podemos. Comenzamos refiriéndonos de
manera más genérica a las relaciones entre feminismo y hegemonía
para luego concretar más nuestro análisis a partir de algunos ejem-
plos tomados de la práctica del Área. En ella nos planteamos, ya
desde sus primeros pasos, un doble objetivo. Por una parte, conside-
rábamos que era necesario incorporar un “punto de vista” feminista
a la apuesta política de Podemos. No solamente algunos contenidos
particulares para incluir en su agenda de propuestas, sino también
modos feministas de pensar y hacer política (por ejemplo, en torno
a lo que se ha denominado en los últimos tiempos como “femini-
zación de la política”)2.Y por otra, pensamos también que el femi-
nismo se enfrenta a la oportunidad de pensarse como propuesta
política con capacidad de conectar con otras batallas para lograr
una transformación política general y de largo alcance. Los cami-
nos de esta relación son, por tanto, de ida y vuelta. El feminismo se
ve modificado cuando quiere participar de un proceso hegemónico
pero la hegemonía y su variante populista también pueden tomar
buena nota de las experiencias feministas.
Abordamos estas relaciones a partir de tres ideas marco. La pri-
mera. El feminismo con su preocupación por las prácticas de la vida
cotidiana ya sabe que la política no consiste únicamente en la modi-
ficación de la correlación de fuerzas en las instituciones o en otros
centros de poder para luego desde ahí gobernar la sociedad. Esto
juega su papel y tiene su importancia, pero ningún orden social es

1 Algunas de las ideas más importantes que se exponen aquí ya se desarrollaron


con más profundidad en: Ema, José Enrique; Montoto, Marina; Serra, Clara y
Caretti, Celia. “Por un feminismo ganador. Una lectura feminista de la hegemo-
nía y una propuesta hegemónica para el feminismo desde Podemos. Debates y
Combates, 8, 2015: 169-201.
2 Véase por ejemplo la sección dedicada al tema en el número 4 de “La Circular”
la revista publicada por el Instituto 25-M de Podemos. Disponible en: http://
lacircular.info/feminizacion-de-la-politica/

274 | José Enrique Ema


una mera consecuencia del despliegue del poder de arriba a abajo
para imponerse como una fuerza exterior que violenta y domestica
la vida de los individuos. La sociedad no es únicamente el resultado
de la coacción de las estructuras de gobierno sino sobre todo una
articulación singular de coerción y consenso que atraviesa nues-
tras prácticas en la vida cotidiana. A esta cuestión se han referido
las feministas al hablar, por ejemplo, del patriarcado, o del sistema
sexo-género (Rubin, 1975) o De Lauretis (2000). Y esto es preci-
samente lo que aspiramos a transformar hegemónicamente, la trama
de coerciones y consentimientos implícitos que sostienen lo que
hay. Por eso, tanto la reproducción de las relaciones de poder, como
las novedades políticas que las modifican, trabajan en los recovecos
cotidianos de la configuración hegemónica dominante, no desde un
supuesto e imposible lugar de exterioridad no contaminada por ella.
Apuntamos a esta tensión entre lo particular y lo hegemónico gene-
ral en nuestra segunda idea.
Nos referimos, en concreto, a la dimensión universal de la polí-
tica emancipatoria. Por más que estemos advertidos de los riesgos
de un universalismo transcendental y abstracto, la política no puede
renunciar a proponer una transformación general y para todos. Redu-
cir esta a lo parcial-particular-concreto, renunciando a transformar
el conjunto de la sociedad, no es una alternativa (es precisamente
una posición muy bien engrasada con el orden establecido: este no
podría transformarse, y apenas podríamos modificar nuestro modo
particular/individual de habitar en él). Frente al universalismo abs-
tracto y el particularismo concreto (el reverso complementario que
retroalimenta a aquel) pensamos en la dimensión universal de la
política emancipatoria como “universal concreto” siempre puesto
en juego a partir de una posición singular. Por eso el trabajo para
transformar “lo de todos” parte de la elección de un punto de vista
local desde el que mirar al conjunto (por ejemplo, el lugar de la
subordinación, los excluidos, etc.) sin renunciar a modificar las
condiciones generales que afectan al funcionamiento de la socie-
dad. Así, decidir el lugar particular desde el que se mira/constituye
el todo social se convierte en una decisión política fundamental.
¿Y no hay ya en las epistemologías feministas del “punto de vista”,
la “localización” o los “conocimientos situados” (Harding, 2008,

Populismo y hegemonía en España | 275


Haraway, 1995) una enseñanza sobre lo que supone hacer política
para todos, ya no desde una mirada abstracta y descontextualizada
(masculina), sino desde la parcialidad de una situación concreta y
de subordinación?
Y en tercer lugar, señalamos finalmente una condición práctica
similar para Podemos y para la experiencia política del feminismo.
No es lo mismo pensar en una transformación política hegemónica
cuando partes del lugar del poder y cuentas con herramientas de
influencia social a gran escala (medios de comunicación, alianza
con poderes estratégicos, etc.) que cuando no las tienes. Estos con-
dicionantes de la posición subordinada obliga a tomar en cuenta
aquellos contenidos y marcos de sentido ya presentes en la sociedad
que pueden formar parte de las transformaciones políticas que bus-
camos. ¿Qué elementos clave de los que ya son mayoritariamente
aceptados pueden formar parte de nuevas articulaciones políticas
transformadoras? Esta cuestión supone además manejar estratégi-
camente alguna noción de eficacia para poder conquistar progre-
sivamente marcos y apoyos que permitan incorporar novedades
políticas que deben encontrar en lo realmente existente algún punto
viable de anclaje.
Aterrizamos estas cuestiones en tres ejemplos que señalan tam-
bién algunas tensiones críticas en la práctica de Podemos miradas
desde la política fuera de las instituciones.

Disputar la familia: conectar con el


sentido común para desplazarlo
Movilizados por la idea de conectar con los sentidos comunes domi-
nantes para poder disputar y desplazar sus significados establecidos,
decidimos bautizar nuestra propuesta de feminismo hegemónico
como feminismo “ganador”. Subrayamos con este nombre que que-
remos que el feminismo sea capaz de ganar aquellos marcos de sen-
tido y posibilidades prácticas que ya son aceptadas como obvias y no
discutibles. El objetivo es plantear las coordenadas de esta disputa
política en un terreno favorable, presentando tus propuestas como
opción de sentido común a la que es difícil oponerse y ante la hay
que posicionarse. Por eso decidimos hacer bandera de la defensa del
derecho de todas las personas a tener y formar una familia.

276 | José Enrique Ema


Discutimos a los discursos más conservadores la noción de fami-
lia, encasillada en el cofre de las esencias naturales y heteronorma-
tivas, para, frente a su lectura retrógrada, defender la diversidad de
opciones familiares y la garantía de las condiciones sociales y mate-
riales necesarias para que vivir en familia obedezca a un deseo deci-
dido y no a una obligación (moral) o un privilegio (económico). Si
el significante “familia” abre la posibilidad de trasladar demandas
feministas al corazón del sentido común es porque ya está aceptado
en el discurso cotidiano. Esta es justamente una de las tareas a las
que nos invita la hegemonía: a utilizar a nuestro favor los referentes
que circulan de modo transversal e interpelan a la mayoría de los
sujetos para, con ello, poder participar del mejor modo en la disputa
por la rearticulación de sus contenidos. Por eso hablamos de un
“derecho a la familia” que puede ser aceptado por sectores socia-
les muy diversos. Así mostramos que esta posibilidad se encuentra
amenazada, por un lado, por las políticas de recortes que dificul-
tan materialmente formar una familia, y, por otro, por la ideología
que solo acepta un único modelo de familia y que considera que
la maternidad es el destino natural, y obligatorio, de las mujeres.
Frente a la opción “perdedora” de regalar al adversario el término
familia ya mayoritariamente aceptado, disputamos la legitimidad de
su defensa a aquellos que hacen imposible el acceso a amplísimos
sectores sociales a las condiciones necesarias para poder vivir en
ellas o formar una.
Esta operación pone además los cimientos para introducir otras
reivindicaciones en un marco de legitimidad más amplio y con más
apoyos que si lo hiciésemos apelando a principios de justicia abs-
tracta que podrían chocar frontalmente con el sentido común mayo-
ritario. Pensemos, por ejemplo, en la posibilidad de reclamar la
cobertura pública de los tratamientos de fertilización asistida para
mujeres lesbianas y la utilidad de hacerlo en el marco ganador de un
derecho a la familia extensible a cualquier persona con independen-
cia de su orientación sexual. Es más difícil oponerse a ellos si estos
se enmarcan como consecuencia lógica de un derecho a la familia
mayoritariamente aceptado, que como, por ejemplo, subversión de
la heteronormatividad dominante, (una formulación mucho más
controvertida para muchos sectores de la sociedad).

Populismo y hegemonía en España | 277


En el actual momento político tenemos la posibilidad de que
demandas que en el orden previo formaban parte de la marginalidad
ocupen una posición central y relevante en la sociedad. Este modo
de hacer hegemónico nos ha llevado a tomar decisiones tácticas que
han sido discutidas desde algunos sectores vinculados a los movi-
mientos sociales. Algunas de estas críticas entienden que conectar
con el sentido común implica ceder demasiado al marco dominante
haciendo imposible su superación; que se suavizan y renuncia a los
objetivos importantes y que con ello disminuyen las posibilidades
de los cambios profundos que queremos. Se estaría bloqueando la
transformación radical de la sociedad privilegiando un reformismo
centrado en la gestión de lo posible, finalmente incapaz de cambiar
nada. Frente a esto, la alternativa pasaría por anunciar y defender
de manera contundente las ideas y propuestas que pueden cam-
biar realmente la situación, no aquellas que supuestamente solo las
maquillan.
Más allá del acuerdo con que efectivamente el objetivo es una
transformación radical y profunda y no una mera recomposición
superficial de algunos elementos para que todo siga igual, el punto
que nos parece clave para pensar esta cuestión tiene que ver con la
consideración de que una transformación profunda es aquella que
es capaz de afectar a la médula de la realidad cotidiana y a los senti-
dos comunes que se construyen en torno a ella. Y no es únicamente
la radicalidad de la formulación de las propuestas lo que puede con-
seguir eso, sino su capacidad, siempre abierta y por explorar, de
condicionar esa normalidad imperante.
Aunque no hay garantía alguna de que una propuesta como la
que defendemos no evite encontrarse con límites y fracasos, nuestra
apuesta pasa precisamente por considerar que esta política puede
ser más eficaz y útil para cambiar en profundidad el orden estable-
cido. Precisamente porque sabe de sus propias debilidades y de la
necesidad de contar con los pocos resortes que se puedan encontrar
en el terreno de la hegemonía dominante. Frente al riesgo, siempre
presente, de no tener la capacidad y la fuerza para impulsar los cam-
bios necesarios es pertinente reconocer que también existe otro, no
menos importante, el de convertir la política en una práctica iden-
titaria y autoreferencial que solo tiene como objeto confirmar, en el

278 | José Enrique Ema


conflicto con los otros, la propia posición de pureza crítica como
“alma bella”. Esta posición puede encontrar su acomodo en la conti-
nua denuncia de toda propuesta como insuficiente o reformista y no
decididamente comprometida con el cambio. Siempre será posible
encontrar un límite o una dificultad no definitivamente superada. A
ello dedicamos nuestro siguiente ejemplo.

Olvidar el alma bella. del “sin nosotras no hay


democracia” al “es ahora y con nosotras”
Es Friedich Schiller quien en 1793 utiliza inicialmente la noción de
“alma bella” en el sentido que queremos criticar aquí. Reaccionando
frente al racionalismo ilustrado, pretende señalar la encarnación de
la moralidad, no como regla o deber fruto de la voluntad, sino como
expresión espontánea de la sensibilidad natural del sujeto. Hegel
criticó está noción, al igual que Nietzsche posteriormente, llegando
hasta nuestros días como expresión que descalifica a quien no se
compromete en la transformación efectiva del mundo por mantener
la pureza de sus ideales; la práctica siempre presentará alguna con-
tradicción con aquellos, nunca estará a su altura.
Slavoj Žižek (2013) delimita con precisión esta posición subje-
tiva recurriendo a Hegel, Freud y Lacan para indicar cómo el alma
bella describe de modo crítico el estado deplorable del mundo como
si ella misma no participara de él, observándolo desde fuera “obje-
tivamente”. El alma es bella porque no se contamina con el mundo
real, sucio e impuro. Desde fuera, olvida incluir su propia posición
subjetiva, el hecho de que ella necesita que el mundo sea tal cual
es para poder continuar ocupando esa posición de víctima agra-
viada que alimenta y da consistencia autorreferencial a su propio
yo. Al hacer esto puede dotarse de una cierta consistencia subjetiva
que necesita de la maldad del mundo ahí fuera para mantenerse
a salvo conservando su pureza y su inocencia. La crítica al alma
bella entonces no pasará únicamente por señalar que no actúa y solo
cuestiona, sino también por mostrar que ella es también responsable
de mantener aquello que descalifica por no comprometerse con su
transformación efectiva al priorizar la defensa narcisista de su posi-
ción de pureza identitaria.

Populismo y hegemonía en España | 279


La posición del alma bella puede suponer la cancelación de la
política en la medida en la que el mundo se clausura como inmo-
dificable. Es necesario que las cosas sigan como están para que
paradójicamente pueda mantenerse la propia posición subjetiva de
insatisfacción inconformista con ellas. Este es el riesgo de la crí-
tica convertida en identidad: poner por delante la consistencia de
la posición propia antes que la posibilidad efectiva de modificar la
situación. La alternativa no pasa desde luego por relajar la actividad
crítica, sino por sostener la paradoja que reúne la toma de distancia
que necesita la crítica con la cercanía del compromiso por tener y
tomar parte en lo que hay para poder modificarlo, por cabalgar las
contradicciones como el terreno real y concreto de la construcción
de transformaciones reales, durables y viables.
Esta apuesta por deshacerse del lugar del alma bella puede
ejemplificarse en el desplazamiento de los acentos y las posicio-
nes subjetivas implícitas en dos iniciativas feministas en Podemos.
Con motivo de la asamblea constituyente de Podemos en noviem-
bre de 2015 se presentó el documento feminista “Sin nosotras no
hay democracia” que señalaba el déficit democrático que supone
un proceso de cambio que no cuenta con las mujeres. Se impugnaba
un modelo de sociedad y de organización política que no tuviera en
cuenta la participación de las mujeres señalando lo que faltaba, lo
que todavía no se había conseguido. Unos meses después le dába-
mos la vuelta a este planteamiento para proponer como lema de
nuestra campaña con motivo del Día Internacional de las Mujeres,
el 8 de marzo de 2016: “Es ahora y con nosotras”. Así señalábamos
no solo lo que falta, sino también lo que aportan las propias muje-
res feministas participando de la profundización democrática que
queremos para todos. De este modo manteniendo el mismo impulso
crítico, se situaba a las propias mujeres no solo como validadoras/
cuestionadoras externas del cambio político sino también como sus
impulsoras y protagonistas.
Desde la llegada de Podemos a las instituciones hemos compro-
bado cómo se ha planteado un debate que puede ser leído igualmente
desde este prisma. Se plantea la elección entre dos modos posibles
de actuación en las instituciones: la gestión que participaría de sus
códigos y normas o una intervención en ellas buscando subvertirlas,

280 | José Enrique Ema


cuestionarlas y desplazar la prioridad política a la movilización
popular en las calles. Pero ¿la separación entre estas dos opciones,
(o gestión o denuncia) mostrándolas como mutuamente excluyentes
no deja entrever la posición de un alma bella que no puede contami-
narse ni mancharse las manos con la gestión institucional?
Por eso pensamos que la elección no es entre la gestión institu-
cional o la política que va a la raíz de las cosas, sino entre los modos
de hacer que pueden traer cambios profundos y durables y los que
no, dentro y fuera. Y hoy en las instituciones nos podemos gestionar
eficazmente de otro modo para desmontar el mantra despolitizador
del “no hay alternativa” que nos han repetido tantas veces desde
ellas. Formamos parte de un mundo que no nos gusta y solo parti-
cipando en él (no como un alma bella, sino como un cuerpo sucio y
feo) podemos cambiarlo.

Ampliar el sujeto feminista


En la experiencia del trabajo feminista en Podemos también nos
hemos encontrado con el problema del sujeto que debe protagoni-
zar las transformaciones políticas. El sujeto que sufre las relaciones
de opresión es el que tradicionalmente se ha considerado como el
actor principal para modificar esas relaciones ilegítimas de subordi-
nación. Hay al menos tres buenos motivos para que esto sea así. Y
no son exclusivos del feminismo.
El primero, histórico y empírico. Las batallas políticas eman-
cipatorias han partido de la problematización y politización de la
realidad desde los sectores que sufren directamente las relacio-
nes de opresión. Las luchas políticas han comenzado en el mismo
momento que se pasaba de la posición subjetiva de la servidumbre
a la de la politización colectiva cuestionadora y transformadora de
la realidad. Es necesaria una experiencia de subjetivación política
a partir de la propia situación para constituirse como agente movi-
lizador de su transformación. No son solo las condiciones de la
opresión por sí mismas las que crean el sujeto capaz de modificar-
las sino también esa toma de postura (subjetivación) que pasa por
hacerse cargo del lugar propio como un lugar de capacidad y posibi-
lidad transformadora. En segundo lugar, porque sabemos del poder
motivador de la subjetivación política como impulso causa y deseo

Populismo y hegemonía en España | 281


para poder proponer otros modos de vida. No solo nos reconocemos
como víctimas de una injusticia sino también como protagonistas
de su transformación. La propia práctica política no funciona enton-
ces únicamente como resultado de la subjetivación, puede hacerlo
también como su condición facilitadora. Y por último, en tercer
lugar, porque sabemos que no hay estructura que no se sostenga en
la exclusión de alguna parte. Es necesario que la situación excluya
y delimite sus propias imposibilidades. Estas emergen como contra-
dicción transformadora cuando se presentan como “parte sin parte”
(Rancière, 1996) que reclama subvertir el orden establecido a partir
de la problematización de su exclusión. Por eso ese lugar, que no
está definido a priori (antes de la práctica política) pero que tam-
poco es completamente ajeno a la situación (puesto que ya formaba
parte de ella como imposibilidad excluida), es un resorte clave para
su modificación.
Este análisis puede y debe ser completado. Resulta insuficiente
para pensar en las voluntades colectivas en nuestro contexto de frag-
mentación y dispersión de las experiencias vitales políticas. En él es
todavía más evidente que la hegemonía debe constituirse a partir de
la alianza de posiciones políticas diversas, no homogéneas ni equi-
valentes a priori. Hoy el conflicto político no se presenta a partir de
la evidencia de un solo polo privilegiado. Los conflictos políticos
aparecen como mutuamente interdependientes y sobredetermina-
dos, y, por tanto, las posibilidades de subjetivación política se mul-
tiplican en muy diferentes ámbitos. Por eso es necesario pensar en
los sujetos políticos no solo a partir de la intensificación de la poli-
tización de los colectivos que encarnan a través de su experiencia de
exclusión las contradicciones más profundas del orden establecido,
sino también de la extensión de sus demandas y propuestas constru-
yendo alianzas entre experiencias diversas, especialmente aquellas
que representan el lugar de la normalidad establecida. Si aspiramos
a cambiar la sociedad radicalmente, la politización debe llegar pre-
cisamente hasta donde aquella se sostiene como no política, obvia
y natural. Los imaginarios y grupos sociales que en algún momento
se denominaron como clases medias, y más específicamente en rela-
ción al feminismo, también a los hombres.

282 | José Enrique Ema


Pensamos esta cuestión a partir de dos ideas. La primera tiene
que ver con las reflexiones de Chantal Mouffe sobre el feminismo
y la democracia radical. Para Mouffe el feminismo no puede cons-
truirse desde el lugar de la demanda particular de un sujeto ya dado
(“la mujer”) sino desde la aspiración general y universal por ir más
allá de la disputa por una parcela particular del escenario social,
la de los “asuntos de mujeres”. Dejamos de concebir al feminismo
como una práctica política orientada a la persecución de los inte-
reses de las mujeres en tanto que mujeres, para proponer metas y
aspiraciones feministas dentro del contexto de una articulación más
amplia de propuestas políticas en torno a un objetivo común (Mou-
ffe, 1993). No se trata de luchar exclusivamente en contra de las
discriminaciones de género, sino también de implicarse en un pro-
ceso de democratización general que haga posible que las demandas
feministas, junto con otras, puedan ser concebidas como parte nece-
saria de un proceso más amplio de transformación democrática.
Por eso el feminismo puede presentarse no solo como defensa
de un sector particular de la sociedad, sino también como vehículo
de una transformación deseable para el conjunto de la misma. No
son los derechos de un colectivo, sino la aspiración a cambiar el
funcionamiento general que provoca en la práctica las relaciones
de subordinación por motivo de la condición, identidad o prácticas
sexuadas y sexuales. Se trata de transformar la situación general de
manera que las injusticias que afectan a sectores específicos sean
vistas como ilegítimas por el conjunto de la sociedad.
La segunda idea tiene que ver con las reflexiones de Álvaro Gar-
cía Linera sobre los límites retos de la práctica hegemónica, este
afirma que:
La hegemonía del bloque nacional-revolucionario exige no
solo la cohesión de las clases trabajadoras indígenas, obre-
ras y populares, sino la irradiación de su liderazgo histórico,
material, pedagógico y moral, sobre las otras clases sociales
que abarquen a la inmensa mayoría de la población boliviana.
Siempre habrá un segmento reacio a cualquier liderazgo indí-
gena y popular, y actuará como correa de transmisión de po-
deres externos. Pero la continua consolidación del liderazgo
plebeyo requiere que las otras clases sociales, al tiempo de ser

Populismo y hegemonía en España | 283


reeducadas en los intereses colectivos como unidad suprema
del país, consideren que su propia situación personal está me-
jor conducida bajo el mando nacional de las clases trabajado-
ras. (García Linera, 2012: 44)

No se renuncia a considerar como actores necesarios de las trans-


formaciones políticas a otros diferentes al “núcleo irradiador”, de
los oprimidos, de los excluidos, la parte sin parte. Pero necesita-
mos también aliados colaterales para que esa transformación pueda
hacerse y mantenerse como hegemónica. Por eso los sujetos y los
actores que deben participar del cambio no pueden reducirse única-
mente a aquellos que sufren directamente la opresión. Eso implica
una modificación subjetiva también en los actores que no partici-
pan expresamente de esa exclusión, vulneración de derechos, etc.
para que asuman como interés propio y del conjunto de la sociedad
la transformación de las injusticias que son denunciadas desde los
sectores desfavorecidos. No se trata únicamente de aceptar el mando
del “núcleo irradiador” sino también de transformar a los sectores
sociales medios para que puedan hacer del lugar de los excluidos la
mejor orientación para las prioridades políticas de todos.
En relación al feminismo es posible defender igualmente la cons-
trucción de estas alianzas para dar forma a una voluntad colectiva
transformadora con una base social muy amplia. Contemos con
las mujeres como “núcleo irradiador”, pero también con “aliados
colaterales”, con los hombres que también pueden y deben contri-
buir a transformar la normalidad imperante y las subjetividades
que la sostienen.
Podemos ejemplificar esta cuestión con la manifestación que se
produjo en España contra la violencia machista el 7 de noviembre
de 2015, probablemente la mayor manifestación feminista en nues-
tro país hasta la fecha (aunque muchas de las personas participan-
tes no se reconocieran bajo este calificativo). Para convocar a esta
manifestación desde Podemos (aunque la manifestación fue orga-
nizada específicamente desde el movimiento feminista) tratamos
de combinar la apelación a las mujeres como actrices clave en el
momento de cambio social y político que queremos (y no solo como
víctimas de la violencia) con la interpelación a los hombres para

284 | José Enrique Ema


que consideraran que esta batalla es algo que les incumbe, algo en
lo que ellos son responsables, y no solo como agresores o poten-
ciales agresores, sino como agentes capaces de su transformación.
De esta manera, además, se desplaza el antagonismo desde quien
puede sufrir la violencia frente a quien puede ejercerla, hacía quie-
nes apuestan por enfrentar la violencia y defender la igualad frente
a quien no lo hace (con independencia de su condición sexuada).
Esta cuestión puede pensarse también en relación a los debates
sobre si Podemos ser el partido de las clases populares o si debe
interpelar a las clases medias. De acuerdo a las ideas que hemos
mostrado es posible abordar esta cuestión sin plantear estas alter-
nativas de modo excluyente. Podemos puede ser el partido de los
sectores sociales desfavorecidos poniendo en el centro la transfor-
mación del conjunto de la sociedad el punto de vista de los exclui-
dos. Pero esto implica interpelar a los sectores medios para que
consideren que una sociedad mejor para todos es aquella que mira
al conjunto desde la situación de los grupos desfavorecidos. Como
comentamos anteriormente, no se trata de ceder en los objetivos de
transformación social para que puedan ser aceptados por la norma-
lidad imperante de los sectores medios (que las ideas de izquierda
se suavicen para acercarse al centro político) sino de lograr que los
sectores medios y sus imaginarios que conforman el sentido común
dominante se desplacen hacia los lugares de lo que hoy se considera
de izquierdas (que el centro político se “izquierdice”). Por eso esta
ampliación de los sujetos políticos no supone renunciar a la radica-
lidad de la transformación, sino que pone el acento estratégico para
conseguirlo en la modificación del sentido común dominante.
Esta cuestión es exactamente la misma que abordamos anterior-
mente al referirnos a las epistemologías feministas del punto de
vista y al universal concreto. Una transformación política emanci-
padora no renuncia a su dimensión universal y a la vez reconoce
que ese lugar se construye a partir de una elección particular en la
que se privilegia, no puede ser de otra manera, un punto de vista
particular. Esta elección es política, no está dada por ningún saber
técnico, no renuncia al conflicto y a elegir determinados puntos de
vista frente a otros, incluso la atención a las condiciones de vida de
determinados grupos sociales. Pero nos permite superar la mirada

Populismo y hegemonía en España | 285


particularista que finalmente reúne las miradas conservadoras que
consideran que nada es posible con aquellas que se refugian en lo
particular minoritario para hacer imposible precisamente esa trans-
formación radical y global de la sociedad que se reclama.

El reto de la política populista en las instituciones:


una apuesta hegemónica sin garantías

Comenzamos este texto presentando un desplazamiento en la hipó-


tesis fundacional de Podemos constituida en un escenario excepcio-
nal de “asalto” institucional en un contexto de crisis económica y
de legitimidad política. Hemos defendido la idea de que esta hipó-
tesis se ha visto modificada rearticulando sus elementos populistas
en una dirección (más) hegemónica. Al menos en dos sentidos. El
primero se refiere a la importancia de la intervención sobre los sen-
tidos comunes establecidos para transformarlos en una dirección
emancipadora. No se transforma una sociedad derribando y sustitu-
yendo desde fuera y por completo su centro hegemónico conserva-
dor, sino operando en su seno para que incorpore ideas y prácticas
que anteriormente se consideraban como radicales. El segundo
entiende el conflicto hegemónico no como disputa entre dos grupos
naturalmente enfrentados por su lugar en las relaciones de domi-
nación (opresores y oprimidos), sino como la misma construcción
de los grupos en conflicto en un contexto en el que estos no están
dados espontáneamente. Tomamos como ejemplo de esta cuestión
clave la articulación feminista entre hombres y mujeres para dar
cuenta de la posibilidad de construir una nueva voluntad popular
(más) feminista que incluya a ambos. Esta cuestión es clave. Quizá
la tarea política por excelencia sea la misma elección del punto de
vista particular que aspira a hegemonizar el lugar universal de las
prioridades del conjunto de la sociedad. Así, defendemos la defensa
de los sectores sociales oprimidos porque encarna mejor el orden
social que queremos para todos.
Reconocemos por tanto la posibilidad de una rearticulación hege-
mónica del populismo a partir de su práctica institucional porque
no supone renunciar al mordiente antagónico y rupturista de aquél
cuando, a la vez que interpela transversalmente a sectores sociales

286 | José Enrique Ema


muy diversos, aspira a reconstruir también un marco hegemónico
“para todos” contando con la intervención y la gestión de gobierno
en las instituciones (esta lectura nos aleja de aquella otra que consi-
dera al populismo como reacción de desafección destituyente).
Nos hemos aproximado a estas cuestiones en la práctica dibu-
jando una articulación posible entre algunos presupuestos hegemó-
nico-populistas y la experiencia feminista de Podemos ejemplificada
en tres puntos: el trabajo político sobre el sentido común, el aban-
dono del lugar del alma bella, y la constitución de voluntades colec-
tivas transformadoras en nuestro actual contexto de dispersión y
fragmentación de las experiencias vitales.
Las cuestiones aquí tratadas permanecen abiertas y sujetas a dis-
cusión. Fundamentalmente porque no se pueden resolver exclusiva-
mente de manera teórica. Son específicamente políticas e implican
decisiones que no pueden tomarse solo a partir de la aplicación de
un saber abstracto. Sin embargo, aunque la teoría no nos suministra
una razón suficiente para decidir políticamente, reconocemos que
las elecciones políticas implican tomas de postura que son también
teóricas. Así, nuestra elección pasa por considerar que el marco
populista y hegemónico que se ha desarrollado en este trabajo nos
pone en mejor situación para pensar una política emancipadora en
nuestro tiempo. Construir las consecuencias de ello es un reto, una
apuesta abierta y sin garantías que necesariamente tiene que conti-
nuar alimentándose de la discusión y el apoyo entre experiencias
similares en diferentes lugares del mundo.

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288 | José Enrique Ema


La década ganada… ¿y después?

Manuel Canelas*

La disputa por la libertad

De un tiempo a esta parte, ha cobrado fuerza el debate sobre el “fin


de ciclo” de los gobiernos progresistas en América Latina. Buena
parte de quienes sentencian con contundencia que ya llegó a su fin
el tiempo de los gobiernos de izquierda en la región no lo hacen
desde un lugar incontaminado por diversos intereses en juego; al
contrario, muchos de quienes han confrontado con nuestros gobier-
nos desde hace más de una década ahora parece que tienen mucha
prisa por despedirnos. A los más entusiastas incluso les gustaría
hacerlo antes de que lo hagan las urnas. Para nadie es un secreto
que en América Latina los grandes grupos mediáticos y sus intelec-
tuales orgánicos –esos pocos escogidos con compensaciones mucho
más altas que el salario de un representante público– son desde
hace mucho los opositores más fuertes a los cambios en la última
década y media. En muchos de nuestros países no resulta compli-
cado establecer un mapa de los intereses cruzados entre poder polí-
tico y poder mediático que existían desde las décadas de los 80 y
90. Cuando los partidos tradicionales fueron desplazados del poder
político a inicios de siglo en Bolivia, buena parte de sus miembros
encontraron refugio, escondite, en sus brazos empresariales mediá-
ticos. Y, con la coartada de la libertad de expresión y la no necesidad
de pasar por el escrutinio público de las urnas, han sido implaca-
bles, muchas veces sin jugar limpio, contra el proceso de transfor-
mación que dirige el presidente Evo Morales desde 2006.
Sabemos además que nuestras élites (neo)liberales desplazadas
han construido y consolidado durante décadas la idea de que la
libertad de expresión –empresarial y concentrada– representa algo
así como la condición previa de la democracia. Y es innegable que

* Ministro de Comunicación del Estado Plurinacional de Bolivia.

  |  289
han logrado que esta idea sea parte del sentido común. Por cosas
como estas es que Vicenç Navarro suele llamarles “medios de comu-
nicación y persuasión” −esta segunda tarea hace mucho, mucho
tiempo que ha desdibujado y subordinado a la primera−. No impor-
taría pues demasiado la voluntad popular expresada en las urnas
o la participación social en decisiones trascedentes de nuestros
países. No. En realidad, con los años ha quedado claro que estas
posiciones privilegian y promocionan una idea de liberalismo casi
contraria a la democracia. Una suerte de defensa de un gris y deter-
minado procedimentalismo: seguridad jurídica –mejor si es la de los
grandes propietarios– y libertad de expresión por encima y antes de
todo. En la misma operación, además, se identifica al enemigo de la
mano del manido recurso al populismo: los avances de la soberanía
popular en espacios antes “naturalmente” privatizados –por lo tanto
no susceptibles de ser puestos en conflicto ni cuestionados según el
dogma neoliberal– son siempre caracterizados como atentados a la
división de poderes y ataques a la libertad.
Estas caracterizaciones negativas de muchos de los avances rea-
lizados estos años en términos de agresión/invasión a la libertad
(individual) de los ciudadanos ha resultado más sencilla, entre
otras cosas, porque nos hemos olvidado de disputar el significado
de la palabra libertad y de mirar con más cuidado –definir mejor
las categorías; utilizar herramientas metodológicas cualitativas– las
transformaciones sociales en nuestros países. En la inauguración
del Encuentro Latinoamericano Progresista (ELAP) en el Ecuador en
2014 nos advertía sobre lo primero sensatamente el compañero Gui-
llaume Long1. Advertencia que tuvo lugar antes de que algunos de
los hechos –derrota del Frente Para la Victoria (FPV) en Argentina;
impeachment a Dilma Rousseff en Brasil; derrota del Sí en el Refe-
réndum Constitucional en Bolivia– que sirven para dar fuerza al
discurso de “fin de ciclo” hubieran tenido lugar. Es probable que
la advertencia hubiera llegado tarde ya en 2014, pero parecería
que seguimos, dos años después, sin hacerle mucho caso. Son muy
pocos los debates, libros, conferencias o asambleas donde nuestros

1 Ministro de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana del Ecuador.

290 | Manuel Canelas
líderes, nuestros políticos e intelectuales mantienen una discusión
urgente sobre la necesidad de terminar con el monopolio de la pala-
bra “libertad” por parte de la derecha. Si hemos encontrado cierto
tipo de acuerdo reciente en pensar que algunos de los problemas que
enfrentamos se deben a la relativa salud del imaginario, del discurso
–que ya sabemos que es una práctica de primer orden– del neolibe-
ralismo, es evidente que deberíamos prestar especial atención a la
idea de libertad que promocionó el mismo y cuán vigente sigue hoy.
Nombra quien puede. Como dice David Slater, en última instan-
cia las luchas sociales son guerras de interpretación. La derecha
–sus políticos y todos sus voceros en diferentes áreas– lleva décadas
interpretando la idea de libertad, en su relación con la información
y los medios en un sentido tremendamente restrictivo: libertad de
expresión de las grandes empresas de comunicación y persuasión
–para mantenerse al margen del control democrático–. Por otro lado,
hemos permitido, incluso mientras hemos estado gobernando, que
la interpretación dominante de la libertad, desde un punto de vista
político económico, nos la marque de manera claramente predomi-
nante el mercado –la mayor agencia de persuasión mundial– y sus
respectivos voceros.
Esta vigencia de cierta idea de libertad tiene su actual puesta en
escena en el marco de un fuerte proceso de transformación social
en Bolivia, sobre todo gracias a las consecuencias de una exitosa
política económica que tiene en la nacionalización de los hidro-
carburos de mayo de 2006 su condición de posibilidad. Cada vez
que nosotros exhibimos los datos exitosos de la salida de la pobreza
de importantes sectores de la población, estamos apuntando algo
cierto y digno del reconocimiento de diferentes organismos inter-
nacinales2. Cuando destacamos como una potencialidad del modelo
económico boliviano el sustancial crecimiento de nuestro mercado
interno también decimos otra verdad (CEPAL, 2015). O cuando expli-
camos mediante el incremento del acceso al consumo la supera-
ción de techos de cristal étnicos que impedían a buena parte de los

2 Son numerosos los textos y oportunidades en las que organismos internacio-


nales han elogiado a Bolivia por sus esfuerzos en la reducción de la pobreza
extrema y moderada. Consultar, por ejemplo, CEPAL, 2014: 18-20; PNUD, 2015.

La década ganada… ¿y después? | 291


bolivianos ejercer su ciudadanía plena en ciertos espacios. Todo esto
es verdad pero nos falta problematizar algunos aspectos relevan-
tes, cuestionarnos más, para entender mejor algunas limitaciones
de estos éxitos y algunas interrogantes que se abren hacia adelante.
Estar ante nuevas preguntas no nos aboca necesariamente a un fin
de ciclo. No saber responderlas probablemente sí.
¿Qué idea de libertad –y de ciudadanía– promueve el acceso al
consumo masivo en la Bolivia de hoy? Si bien se han roto muchos
techos de cristal que mantenían a los indígenas excluidos de diver-
sos espacios, ¿la incorporación de millones de ellos está subvir-
tiendo en profundidad los parámetros de identificación de clase?
¿O estamos viendo cómo, de la mano de un mercado con una fuerza
que no ha conocido nunca este Estado, se están resignificando con
fuerza nuevas fronteras de distinción? ¿De qué manera el éxito de
nuestra gestión económica está transformando la construcción del
vínculo social en Bolivia?
La (idea de) libertad tiene mucho que decir para responder las
anteriores cuestiones. Habría que preguntarse, por ejemplo, qué
entiende por libertad, y con qué prácticas y en qué espacios llega
a esta comprensión, un joven que es, gracias a la nueva situación
de estabilidad económica, el primer miembro de una familia en
ingresar a una universidad. O de qué manera el enorme salto en el
número de conexiones a internet –debido en buena medida al rol de
la nacionalizada empresa de telecomunicaciones (ENTEL)– ha posi-
bilitado una ampliación de canales mediante los cuales los bolivia-
nos construimos nuestra subjetividad.
La libertad no ha sido ni mucho menos ajena a la tradición de la
izquierda mundial, sin embargo es probable que este último tiempo
la hayamos descuidado. Hemos descuidado la lucha por su politi-
zación al no considerarla como es: un valor de importancia central
para la gente. Su interpretación debe ser un campo de lucha central
en este momento. Es probable que la izquierda en Bolivia, sobre
todo después de lo que destruyó la “democracia pactada”3 hablando

3 Periodo de la vida política boliviana (1982-2002) caracterizado por una suerte


de turnismo político de partidos políticos tradicionales como el MNR, ADN, MIR,
UCS o CONDEPA.

292 | Manuel Canelas
todo el tiempo de la libertad, no haya sentido un especial aprecio
por este significante a la hora de construir un proyecto emancipador.
Esto es sencillo de comprobar leyendo los principales discursos de
nuestros líderes: justicia, igualdad, lucha contra la discriminación
son términos mucho más presentes en ellos. Sin embargo, el sen-
tido común ciudadano es algo distinto: si bien se transformó fuer-
temente entre 2000 y 2005 e incorporó como aceptables y normales
algunas de estas ideas, no empezó desde cero y, como hemos dicho,
la ampliación del mercado ha sido un catalizador para recuperar/
resignificar elementos del sentido común de las décadas anteriores
que permanecían bien arraigados –esto también se pudo ver, por
ejemplo, como dice Pablo Stefanoni (2016) en el resultado del Refe-
réndum Constitucional del 21de febrero–.
El vicepresidente Álvaro García Linera últimamente ha recupe-
rado la idea de construir comunidad en la ciudad. No es una tarea
sencilla. Esto solo será posible reflexionando en profundidad sobre
los espacios urbanos donde hoy se desenvuelven la vida, los sueños
y los deseos de la gente; llevando adelante acciones contundentes
que frenen, como decía Armando Ortuño, “la derrota de lo público
en la ciudad”; y cambiando la promesa de una libertad individual
mercantilizada por una libertad articulada en un sentido progresista
con otras ideas como la justicia social y la igualdad.

Lo público, hoy

Los años de plomo del neoliberalismo arrasaron con cualquier reivin-


dicación de lo público, estatal y no estatal, en nuestro país durante
muchos años. Es de sobra conocido que el paradigma que empezó
a consolidarse en los años 80 se asentó en buena medida sobre una
poderosa estigmatización de lo hecho en las décadas anteriores: las
del protagonismo estatal en la economía y la de incorporaciones
sustantivas de grandes mayorías a condiciones de ciudadanía antes
propiedad de los contados protagonistas del proyecto liberal repu-
blicano que fue hegemónico en Bolivia desde la guerra Federal hasta
los años 50 con momentos nacional-populares en los 30 y 40.
De hecho, en nuestro país tuvo una especial relevancia simbólica
el inicio del ciclo neoliberal a mediados de los años 80, ya que el

La década ganada… ¿y después? | 293


partido revolucionario por antonomasia (el Movimiento Naciona-
lista Revolucionario, MNR) fue también el encargado de sepultar el
ciclo anterior y, con una velocidad ruborizante, justificó su accionar
por la “responsabilidad de salvar a la patria”. Para no pocos resultó
sorprendente ver a Víctor Paz Estenssoro –el presidente de la Revo-
lución del 52– como el protagonista de desmantelar buena parte del
aparato estatal y nuestra soberanía. Es cierto que el abandono del
MNR de su carácter de partido revolucionario ya venía de muy atrás,
pero el haber tenido un rol central en lo que se inició en 1985 no
deja de resultar una clase magistral sobre los alcances del “prag-
matismo” político. De hecho, a diferencia de lo ocurrido en 2005
con Evo Morales, el último gobierno de Paz Estenssoro (1985-1989)
no dudó un segundo en recurrir a la violencia estatal desnuda para
la imposición de su programa: estados de sitio, cierres de medios
de comunicación, detención de periodistas, etc. No parece que los
que ahora critican a nuestro gobierno con tanta severidad sobre el
estado de la libertad de expresión recuerden muy bien estos episo-
dios. En algunos casos es aún peor, sí los recuerdan, como hace poco
en una entrevista el expresidente Carlos Mesa4, pero parece que no
los consideran demasiado graves. Mesa no tuvo problemas en decir
que de 2006 en adelante se vive el peor momento en lo que a liber-
tad de expresión se refiere. Paradójicamente, recordó brevemente
las detenciones y cierre de medios de Paz Estenssoro –nada similar
ha ocurrido durante los gobiernos del MAS– pero eso no alteró su
balance final.
Igual la explicación de estos olvidos o matizaciones se encuentra
no solo en la identidad de clase con el proyecto que se instaura con
Paz Estenssoro sino en la fuerza hegemónica que tuvo su discurso.
Sería un error pensar que este no persuadió a muchos millones de
que era el camino de sacrificio obligatorio, desigual, eso sí, no lo
vivieron del mismo modo los miles de mineros que se quedaron
sin trabajo que las élites de la democracia pactada. No olvidemos
la recordada frase del discurso más importante de Paz Estenssoro

4 Ver http://www.paginasiete.bo/nacional/2016/5/11/libertad-plena-expresion-
vivio-1982-2006-96153.html

294 | Manuel Canelas
entonces: “Bolivia se nos muere”. Es, por supuesto, una variación
local del célebre “There is no alternative”, de Margaret Thatcher.
Importa poco precisar si esto era cierto o no, la frase funcionaba
como una poderosa interpelación emocional que facultaba al enton-
ces jefe de Estado a hacer todo lo que estuviera en su mano para
evitar que la patria desaparezca. Puesto en estos términos –eviden-
ciando la enorme inteligencia política de Paz Estenssoro– la iden-
tificación de quien lo criticase o se opusiese a sus medidas estaba
servida: ¿Quién podía estar en contra de las acciones –así estas cau-
saran sufrimiento– que iban a permitir salvarnos? Nadie, salvo los
traidores, por supuesto. Por eso es que no hubo grandes moviliza-
ciones ni reclamos significativos por los confinados y los castigados
durante ese gobierno. Y es probable que aun ahora, sobre todo los
políticos e intelectuales que fueron grandes valedores de lo hecho
en esos años, no lo consideren más que lo que tocaba hacer.
Eso sí, resulta algo contradictorio ver a varios de estos políticos e
intelectuales ser tremendamente críticos cuando en algún discurso
el presidente Evo Morales habla en términos duros de los adversa-
rios políticos o de la defensa de algunas de nuestras acciones en
términos de cuidar el bienestar de la nación. Sin confinamientos ni
cierres de medios, nuestros críticos liberales, bien acomodados en la
prensa nacional, hablan del riesgo de la democracia todo el tiempo.
Las manos libres que tuvo Paz Estenssoro encontraron como
una de sus condiciones principales una fuerte estigmatización del
Estado interviniendo en lo público que se profundizó en los siguien-
tes gobiernos de ese ciclo. Al respecto cabe recordar el paquete de
medidas ortodoxas que se aplicaron en el país a partir de 1985 para
“frenar” uno de los peores episodios hiperinflacionarios del mundo.
Intelectuales poco sospechosos de ser radicales de izquierda como
Jorge Castañeda han matizado mucho lo de cierto que contenía este
discurso –hablando de América Latina, pero Bolivia no fue en esto
una excepción–. Castañeda hace un balance más equilibrado: hubo
ejemplos de gestión empresarial por parte del Estado muy deficiente,
hubo otras cosas positivas en ese periodo y conviene no olvidar lo
político que existió en la crisis de la deuda entonces. En fin, estos
matices poco importaron esos años y el neoliberalismo consiguió,
en muy poco tiempo, volverse la nueva razón de nuestro mundo.

La década ganada… ¿y después? | 295


Lamentablemente la retirada del Estado, de lo público en rela-
ción a la economía y a lo social, no supuso la entrega de estos cam-
pos a las manos de la sociedad civil, a los sectores autoorganizados
o a las comunidades indígenas con formas comunitarias de gestión
que tenían, en algunos casos, mejores condiciones para ser más efi-
cientes. Fueron unas pocas manos privadas, nacionales y sobre todo
transnacionales, las que rápidamente ocuparon los espacios de los
que se iba retirando el Estado. Por demás está señalar –casi cualquier
estadística de esos años así lo avala– que esta operación de sustrac-
ción no repercutió en la mejora de vida de las mayorías sociales de
nuestro país. La promesa del goteo del crecimiento –una suerte de
espera interminable para recoger el beneficio del sacrificio obligato-
rio– no se produjo y el descontento organizado impugnó con fuerza
al sistema político a finales del siglo pasado.
Las luchas más importantes del denominado “ciclo rebelde”5
2000-2005 tuvieron a la defensa de lo público como señal más
importante. Desde la emblemática Coordinadora del Agua pasando
por la lucha por el gas de los movimientos sociales alteños y termi-
nando en las exigencias de protagonismo político de las organiza-
ciones indígenas, todo el programa del gobierno popular contenía
una poderosa reivindicación de lo público.
El programa de gobierno del MAS-IPSP en 2005 y buena parte de
las discusiones en la Asamblea Constituyente están enmarcadas en
este sentido común que esta victoria electoral lleva de las calles a
las instituciones. De hecho, una década después podemos ver que
la presencia del Estado en la economía –esa que había sido gran
responsable de todos los males las décadas anteriores– es valorada
como algo positivo por una mayoría absoluta de los bolivianos según
el Latinobarómetro6. Y no hay actor político opositor que aspire a
ser una opción razonable de gobierno que no defienda como algo
positivo dicho rol.

5 Concepto utilizado por la socióloga Silvia Rivera Cusicanqui para referirse a


los numerosos focos rebeldes indígenas del Altiplano y valles bolivianos en
1947, Rivera, 1984.
6 Consultar bases de datos en: http://www.latinobarometro.org/latContents.jsp

296 | Manuel Canelas
Ahora bien, en esta década efectivamente se hizo mucho en pon-
derar la participación del Estado en la economía pero el resultado
en otros campos es bastante más ambiguo. Sobre todo en la salud
y en la educación. Las consecuencias de no haber sido capaces de
desagraviar la idea de lo público en estos campos son perjudiciales
para el avance del proceso y esto afecta de lleno a la posibilidad de
fortalecer estructuras generadoras de equidad eficientes y efectivas
que reduzcan de modo más intenso las desigualdades sociales exis-
tentes. En muchos casos no se trata de un problema de infraestruc-
tura –luego hablaremos un poco sobre la idea del espacio que tiene
nuestro Proceso de Cambio–, se invierte en esto más que las dos últi-
mas décadas juntas, sino de la calidad y la orientación del servicio,
y de la falta de recursos personales.
En los años 90, en el auge de la hegemonía neoliberal con el
“gonismo”7, un marcador de clase poderoso era la posibilidad de
acceder a un colegio y a una universidad privados. Nadie en su sano
juicio aspiracional de clase hubiera apuntado a su hijo en una ins-
titución de educación pública si el salario –o el crédito o el inge-
nio– le permitía no hacerlo. Para no quedarse sentado esperando la
eterna llegada del goteo el mejor camino era siempre el privado: con
algo de suerte se desembocaba en un puesto en el Estado.
De los miembros de todos los gabinetes ministeriales desde 1985
hasta 2005 los que estudiaron en la escuela pública representan un
porcentaje significativamente menor. Todavía menos son los hijos
de estos ministros que hayan elegido lo público para su educación
primaria y secundaria. A nivel de élite política esto ha cambiado
sustancialmente esta última década. Las investigaciones de Ximena
Soruco (2014) lo demuestran, hablando de la composición social
del funcionariado; sin embargo, en el sentido común ciudadano una
escuela pública sigue estando casi tan mal vista como lo estaba en
los años 90. Además estos años de crecimiento económico sostenido
han permitido que las escuelas privadas agranden la brecha respecto

7 Expresión que hace referencia a los periodos de gobierno de 1993-1997 y 2002-


2003 bajo el mandato expresidente Gonzalo Sánchez de Lozada, actualmente
“asilado” en Estados Unidos y prófugo de la justicia boliviana por los hechos
de Octubre Negro de 2003.

La década ganada… ¿y después? | 297


a las públicas en cuanto a tecnología y vinculación académica con
sus pares en otros países, a pesar de esfuerzos como el programa
Quipus8. Y una parte muy significativa de las nuevas clases medias
–de las que tan orgullosos nos mostramos– no ha cambiado su opi-
nión sobre la educación pública. Todo esto ha terminado con un for-
talecimiento de lo privado como marcador de la calidad del servicio.
Algo muy similar ocurre en la salud. Esta opinión negativa
sobre los servicios públicos de salud está tan vigente en nuestro
sentido común que no son pocas las autoridades que reconocen en
público que prefieren, en la medida de lo posible, evitar un hospi-
tal público.
¿Qué impacto tienen estas declaraciones y prácticas en la cons-
trucción de las preferencias de nuestras clases medias emergentes?
¿Reconducen las mismas a una idea progresista de la ciudadanía o, al
contrario, fortalecen el imaginario de los años 90 sobre estos temas?
¿Y todo esto qué relación tiene con la identificación con diferentes
proyectos políticos? ¿Acaso no podemos encontrar en esto parte de
la explicación de por qué, por ejemplo, no estamos siendo capaces
de ganar la batalla político-cultural a la hora de defender que una
mujer de pollera o un líder sindical está tanto o más preparado para
gestionar una institución pública que un sujeto que ha estudiado
en instituciones privadas y tiene dinero para llevar a su familia a la
sanidad privada?
La relativa permanencia en nuestro imaginario de lo privado
como sinónimo de algo de mejor calidad es una constante subver-
sión a buena parte de nuestro discurso. Su fortalecimiento puede
terminar erosionando nuestra base electoral.

Algo menos de Lenin, un poco más de Lefebvre

Iñigo Errejón sostiene que uno de los retos a los que nos enfrenta-
mos los procesos de transformación en la región es el de ser capaces

8 Programa de ensamblaje masivo de computadoras portátiles que se entregan


a estudiantes de primeros años de colegio. El programa fue puesto en mar-
cha por el Ministerio de Desarrollo Productivo y el Ministerio de Educación
en 2014.

298 | Manuel Canelas
de generar una nueva cotidianeidad distinta a la neoliberal9 –por
supuesto aún vigente en numerosísimos campos y en todos nuestros
días–. Esta es quizás la tarea más compleja ya que lo que se puede
hacer para esto desde un Gobierno es limitado sin que esto signifi-
que que no sea importante. Pensemos simplemente en el impacto
que podría tener una burocracia estatal distinta; o el que podría
tener un transporte público diferente al que tenemos; por no hablar
del campo, tan grande como poco explorado, de las series de ficción
o películas de cine que se transforman rápidamente –más en una
sociedad como la nuestra de crecimiento acelerado y ausencia de
productos audiovisuales propios– en modelos de comportamiento
social. ¿Acaso en estos diez años de empoderamiento popular sin
fácil comparación en nuestra historia hemos generado una historia
de ficción de éxito que valide en la pantalla lo ocurrido en las calles?
Que conozca, más allá de los resultados, solamente la revolución
bolivariana en Venezuela se tomó en serio llevar la disputa en este
campo: con la producción de telenovelas con contenido progresista
que buscaban subvertir los roles tradicionales; o, en otro campo, con
la democratización –en el acceso y en la gestión– de varios museos
y centros de exhibición de arte.
En toda esta discusión el espacio, su construcción, es absoluta-
mente importante a la hora de discutir sobre la subjetividad y la
construcción de lo cotidiano. Beatriz Preciado ha explicado bien en
“Pornotopia” (2010) la importancia de las revistas norteamericanas
de los años 50 y 60 para mostrar, enseñando en sus fotografías habi-
taciones ideales, lo que debía ser un hombre soltero –que además sea
un triunfador con las mujeres–. Kristin Ross, en “Coches rápidos,
cuerpos limpios” (1995), ha mostrado la importancia del automóvil
en la construcción del imaginario de la Francia (pos)moderna.
Los años 90 fueron probablemente los de mayor privatización de
los espacios. Comentamos anteriormente que la idea dominante era
la de lo privado –en la educación, la salud, el ocio– como sinónimo
de lo bueno. Y lo bueno, para el imaginario del neoliberalismo, es

9 Ver, por ejemplo, https://instituto25m.info/entrevista-a-inigo-errejon-pode-


mos-como-practica-cultural-emergente-frente-al-imaginario-neoliberal-hege-
monia-y-disidencia/

La década ganada… ¿y después? | 299


una justa compensación por el esfuerzo individual, no algo que se
busque democratizar o que se deba compartir: si se comparte deja
de ser bueno, distinguido. De este modo, esos años, los criterios (in)
formales para evitar que la plebe ingresara en un número elevado
de espacios estaban muy extendidos. Y en ese poder ingresar o no
se marcaba la condición de ciudadano de primera o de segunda.
Se dibujaba, con esa respuesta, los límites de la ciudad. Si bien en
nuestro país no existió un sistema de discriminación sancionado
por ley durante este periodo, la costumbre era un poderoso crite-
rio para excluir a muchas personas de discotecas de moda, plazas
públicas de barrios acomodados o universidades privadas, por citar
algunos casos. Cualquier cosa valía: desde el recurso policial para
combatir la inseguridad por la presencia de “gente extraña”, hasta
súbitas condiciones de membresía requerida para ingresar a la dis-
coteca de moda.
Nosotros tenemos, como Estado, una serie de instrumentos en
forma de políticas y de normativas para intervenir en estos espacios
en un sentido progresista, para ir construyendo una cotidianeidad
alternativa. No estamos escasos de ejemplos de estas alternativas
en nuestro país, de hecho las hay en un buen número. En todo el
proceso de movilizaciones y luchas de los primeros años del siglo,
el campo popular enseñó diferentes muestras de esto que hablamos:
por ejemplo, casi todos los días duros de la guerra del Gas en El
Alto10, los vecinos, en condiciones de asedio policial y con cada vez
menos recursos materiales, fueron capaces de aguantar y triunfar
apoyándose en formas de relación diferentes a las estrictamente mer-
cantiles. Formas de relación que no fueron improvisaciones por la
coyuntura sino que respondían a maneras arraigadas de relacionarse
entre habitantes de un mismo barrio y, en muchos casos, con víncu-
los familiares entre sí. Tenemos también diferentes ejemplos entre
las prácticas y las instituciones de la economía popular. Sin caer en

10 La denominada “Guerra del Gas”, desencadenada entre septiembre y octubre


de 2003, tuvo el trágico saldo de más de 60 personas muertas y centenares de
heridos. Ver, por ejemplo: CLACSO, Dossier, Análisis de Casos, La Guerra del
Gas, 2003; Ornelas, Raúl, La Guerra del Gas: cuarenta y cinco días de resisten-
cia y triunfo popular. CLACSO, 2003.

300 | Manuel Canelas
la ingenuidad que lleva a idealizarlas todas solo por tener el sello
de lo alternativo –muchas de ellas son tremendamente neolibera-
les– existen algunas formas de relacionamiento y prácticas en estos
grupos sociales que construyen diariamente una manera diferente
de hacer las cosas –no estamos, por supuesto, hablando de nada que
pueda entusiasmar a los seguidores de Walter Mignolo–. Lo que hay
que preguntarse es si estas prácticas están, primero, consiguiendo
reproducirse estos años y, segundo, si el Estado está tomándolas en
cuenta a la hora de construir institucionalidad o, de manera equi-
vocada y desde una mirada más propia de un paradigma de moder-
nización clásico, está dándoles la espalda y desarrollando políticas
que buscan “formalizarlas” y cabe preguntarse también si el Estado
reflexiona sobre sus propias prácticas.
La construcción de la nueva cotidianeidad de la comunidad
urbana de la que habla García Linera se tiene que llevar a cabo pen-
sando y problematizando todo esto. Volviendo al tema del espacio,
hay que interrogarse sobre cuál es la idea predominante sobre el
mismo que ha tenido, y promovido, el Proceso de Cambio. Y tengo
la impresión que aún tenemos mucho por hacer en este campo. Es
cierto que se han hecho cosas muy importantes y que han tenido
un impacto notable. El teleférico, por ejemplo, no solo ha sido el
primer esfuerzo serio en muchos años de intervenir en el sistema de
transporte sino que, por sus características: comunica ciudadanos
alteños y paceños que viajan en espacios pequeños donde la gente
se mira de frente y ha llevado adelante una lenta pedagogía sobre la
condición ciudadana de vecinos de ambas ciudades como iguales.
Sin embargo, hay muchas otras cosas, sobre todo en políticas cultu-
rales, en las que no hemos trabajado suficiente. Y ya sabemos que,
en política, si tú no haces lo que hay que hacer, alguien lo hace en
tu lugar.
El fuerte ascenso social, el mayor número de jóvenes que accede
a una educación formal, el extendido uso de las redes sociales y la
mejora de las condiciones de vida ha provocado una actividad cul-
tural notablemente mayor que los años anteriores. Por ejemplo, la
ciudad de La Paz ha vivido una descentralización de sus espacios de
actividad cultural –antes limitado a dos o tres calles de dos barrios
acomodados y alguna otra en el centro de la ciudad–; a solo tres

La década ganada… ¿y después? | 301


calles de la Asamblea Legislativa Plurinacional se encuentra el edi-
ficio de ENTEL (la empresa de telecomunicaciones nacionalizada en
2008), en la parte exterior del edificio, cada noche, se junta un grupo
de unos 20 jóvenes que literalmente ocupan el espacio para, durante
horas, estar practicando diferentes bailes. Antes de medianoche, sin
causar nunca ningún problema ni daño al edificio, se marchan para
volver al final de la tarde siguiente en una especie de nacionali-
zación popular del frontis de ENTEL. Y no es una excepción, son
varios los edificios públicos o privados, algunos abandonados, que
son ocupados por diferentes colectivos que desarrollan actividades
de este modo y hasta muy tarde por la falta de espacios públicos en
nuestras ciudades. Estas actividades generan obviamente una coti-
dianidad tremendamente diferente a las que uno puede encontrar
en otro tipo de espacios. Se puede suponer, con poco riesgo de equi-
vocarse, que el vínculo social en estos colectivos es más fuerte que
el que tienen los consumidores que pasan las mismas horas en un
centro comercial.
Otro indicador, poco positivo sobre el estado de nuestras políti-
cas de recuperación del espacio público, es el significativo auge de
los gimnasios. Mucho se ha escrito sobre estos y sobre los centros
comerciales como lugares emblemáticos de la subjetividad neoli-
beral (American Psycho, 1991, es seguramente uno de los clási-
cos contemporáneos sobre este tema). Uno no va a un gimnasio a
construir precisamente un sólido vínculo social con la comunidad.
Incluso la disposición clásica de sus espacios complota contra este
deseo, si es que alguno de los usuarios lo tuviera. Lo que también
muestra este crecimiento fácilmente contrastable de los gimnasios
son las ganas y el tiempo disponible de cada vez mayor número de
bolivianos para ejercitarse. También, por supuesto, enseña cam-
bios en los patrones de belleza. Estas ganas de hacer gimnasia, o
de verse más atractivo, no tienen una sola manera de canalizarse.
Podríamos haber tenido una respuesta diferente que nos hubiera
dado mejores resultados en términos de ir sembrando una cotidia-
nidad nueva, por ejemplo, si como Gobierno hubiéramos promo-
vido con mayor fuerza la recuperación de espacios públicos donde
la gente pueda ir a estar al aire libre, cerca de otra gente, otras
familias, practicando deporte.

302 | Manuel Canelas
Es probable que todo esto nos haya parecido un problema menor
hace unos años dada la envergadura de la tarea que se tenía por
delante cuando se accedió al gobierno hace una década atrás. Pero
la reivindicación del Estado como un instrumento necesario para el
cambio social (el “Estado como novísimo movimiento social”, decía
Boaventura de Sousa Santos) no puede hacernos caer en la trampa
de pensar que desde la atalaya estatal se ve todo el mapa, y sus
transformaciones, de manera cabal. No pasaba antes, y no sucede
ahora tampoco. Nosotros estábamos bastante prevenidos teórica y
prácticamente de esa distancia siempre insalvable del todo entre
Estado y sociedad. Insalvable pero de necesaria cohabitación si lo
que se quiere es un proyecto que realmente incida en la mejora de
la vida de las grandes mayorías y no se busca solamente una cátedra
que elogie la vida armónica de un centro social ocupado, imper-
meable, de modo sorpresivo, a las leyes y los presupuestos genera-
les del Estado.
Si éramos críticos, con razón, de las posiciones que argumenta-
ban de manera ortodoxa que el Estado siempre sería un instrumento
de dominación de clase o contra los que decían que su gestión sería
irrelevante por el desplazamiento de la soberanía a otros espacios a
una escala superior, no podemos pensar, ni por un momento, que con
nuestra presencia en el mismo y con su gestión se acabó la disputa.

La dimensión política de la gestión pública

Es preciso recuperar una idea amplia de lo que es la gestión pública.


Darle nuevamente una dimensión política que se ha ido perdiendo
relativamente estos años en favor de destacar solamente su faceta
económica. En los últimos años hemos dedicado casi todos nuestros
esfuerzos a consolidar nuestras fortalezas en la gestión económica,
no sostengo que esto sea algo negativo por sí mismo pero hay que
mirar qué se ha descuidado en este proceso. Es preciso valorar y cui-
dar los mejores diez años de gestión económica de nuestra historia,
sin duda. Además es cierto que, a pesar de que todos los argumen-
tos de la oposición han ido cayendo uno tras otro: si nuestro éxito
económico se debía solo a buena suerte, si todo se lo debíamos a
los precios internacionales, si el siguiente año ya indudablemente

La década ganada… ¿y después? | 303


nos hundíamos como pronosticaban sus sabias columnas, se man-
tiene la ofensiva contra nuestra política económica porque se sabe
que buena parte de nuestro apoyo popular radica en sus buenos
resultados.
Sin embargo, creo que este argumento a nuestro favor ha empe-
zado a mostrar sus limitaciones y no porque la economía esté yendo
mal, sino porque después de tanto tiempo de estabilidad ha ido per-
diendo su cualidad política diferenciada: la mayoría de los bolivia-
nos ya considera que esto es lo mínimo que debería hacer nuestro
Gobierno y que cualquier otro proyecto que quiera disputar el poder
tendrá que garantizar niveles de estabilidad económica similares.
De algún modo siempre sucede así con los grandes objetivos alcan-
zados en política: primero parecen metas imposibles, por fuera de lo
razonable; luego logros sacrificados garantizados solo por una mez-
cla de la voluntad política de un determinado líder o partido y el
empuje popular; luego, si esto dura en el tiempo, ya parecen parte
del paisaje, se vuelven la condición mínima razonable desde la que
hacer política.
La campaña del Referéndum Constitucional del 21 de febrero
tuvo muchos problemas –solo hace falta ver el resultado– pero qui-
zás el más significativo es que mostró las limitaciones electorales de
la apelación a la buena gestión económica y a la estabilidad. Nadie
la ponía en duda pero tampoco nadie la vio amenazada. Y no fun-
cionó del todo el mensaje de que la única garantía de su continuidad
era nuestra presencia en el poder, con Evo a la cabeza. De hecho,
la campaña del No más exitosa fue la que reconocía lo hecho –no
negaba la paternidad de la situación económica a nuestro Gobierno–
hasta hoy por el MAS pero cuestionaba que esto bastase para querer
seguir después de 2019.
Por señales como estas resulta urgente redimensionar política-
mente la gestión pública que nunca debe reducirse a la gestión eco-
nómica. Esta centralidad de lo económico en nuestro discurso tiene
varias causas. No hay que olvidarse que el ciclo neoliberal se instaló
sobre el epitafio del Estado como pésimo gestor de la economía.
Había que combatir esa idea, desde el discurso y con resultados.
Lo mismo que disipar el fantasma de nuestra última experiencia
fracasada de la izquierda en el poder, la Unión Democrática Popular

304 | Manuel Canelas
(la UDP) a principios de los años 80, precisamente famosa por el
descontrol económico y la hiperinflación como seña mundialmente
conocida. Los primeros años la derecha intentó resucitar ese fan-
tasma: la izquierda no sabe gestionar la economía. Lo hizo primero
con la crisis en 2008; luego agitando la idea de que resultaba inmi-
nente un encarecimiento drástico del combustible –conocido como
“gasolinazo”–; incluso intentando, como hizo en alguna oportuni-
dad el líder opositor y empresario Samuel Doria Media, instalar
temor en el sistema financiero por su supuesta debilidad. Nada de
esto les resultó efectivo y la credibilidad que la gente le otorga a
estas advertencias tan poco inocentes es significativamente baja.
Ahora bien, una gestión pública que vea mucho más allá de la
gestión económica debería tomar en cuenta alguna de las cosas que
hemos apuntado en este texto: hay que saber captar por dónde van
las nuevas demandas de estos numerosos sectores emergentes que
en su gran mayoría viven, desean y votan en las ciudades. ¿Cuá-
les son los espacios en los que se pone en escena la construcción
de estas identidades y dónde se encuentran en pugna sus valores,
sus lealtades políticas? Hay que preguntarse si como Estado, desde
la gestión pública, se puede intervenir políticamente para que este
sentido sea progresista y de fortalecimiento de lo común.
Durante estos años han tenido lugar dos fenómenos convergen-
tes: una sostenida migración de gente a las ciudades y una transfor-
mación de decenas de núcleos poblaciones que con una mirada de
hace dos décadas podían ser considerados pueblos pero ahora sus
habitantes tienen identidad de ciudad. Es la ciudad –ampliada– el
nuevo campo de batalla. Los que identifican, desde nuestro lado,
a las ciudades como espacios “perdidos” donde viven las clases
medias, y además caracterizan a estas como en esencia antirrevo-
lucionarias, nos están haciendo un flaco favor con su mirada muy
limitada. En lugar de caer en el refugio de adjetivos que nos pueden
dar cierto confort revolucionario pero pocas pistas sobre lo que ocu-
rre realmente en nuestras calles hoy, nos resultaría mucho más útil
analizar con cuidado cómo y cuánto ha cambiado nuestro país gra-
cias a las políticas que nosotros mismos hemos puesto en marcha.
Es probable que después de esa mirada atenta veamos que podemos
interpelar a más gente y de manera más profunda hablando, por

La década ganada… ¿y después? | 305


ejemplo, de los trabajadores y sus condiciones –buena parte de los
jóvenes que migran a la ciudad consiguen trabajos precarios en el
sector servicios– que del imperialismo y su ofensiva constante. No
porque el imperialismo haya dejado de actuar –ejemplos hay todo el
tiempo– sino porque incluso para que esta advertencia funcione hay
que saber qué entienden hoy la mayoría de los bolivianos por esta
palabra, entre otras tantas.
Lo dijo muy bien Cristina Fernández de Kirchner: “A los que nos
odian hay que responderles con gestión: con gestión y con amor”.
Con una gestión pública profundamente política.

Conclusiones

Son millones los bolivianos que esta última década, cada vez que
han sido preguntados, han mostrado su apoyo a la hoja de ruta que
el presidente Evo Morales puso en marcha en enero de 2006. Es muy
difícil encontrar algún otro líder político en el mundo que obtuviese
en sus terceras elecciones generales consecutivas un respaldo del
62% de los votos y una distancia respecto al segundo competidor
de 37%. Estos fueron los números de las elecciones de octubre de
2014. Son varios los actores opositores que admiten, en líneas gene-
rales, que el país esta última década ha cambiado notablemente y
que lo ha hecho en una buena dirección. De hecho, la campaña de
nuestro principal rival en las últimas elecciones tenía como uno
de sus lemas principales: “Cambiaremos solo lo malo”. Reconocían
nuestra política de redistribución como un ejemplo de, lo llamaban
así incluso en sus publicaciones, “rentismo moderno y democrati-
zador”; defendían la Nueva Constitución Política del Estado como si
en el Referéndum de Aprobación hubieran pedido el voto por el Sí.
Y se mostraban como los más celosos guardianes de la nacionaliza-
ción de los hidrocarburos. Estos años las ideas centrales del Proceso
de Cambio son las que han dibujado la cancha de lo imaginable
para hacer política. Situarte fuera de las mismas es una condena a
la irrelevancia.
Ahora bien, estas victorias también suponen dificultades para
nosotros. El éxito de buena parte de lo conseguido estos años ha
pasado a formar parte constitutiva del paisaje político: ha perdido,

306 | Manuel Canelas
por lo tanto, buena parte de su cualidad electoral. No deja de resul-
tar curioso que cuando nosotros empezamos a hablar de la irrever-
sibilidad, de cómo consolidar el carácter irreversible de lo logrado,
emerge con mucha fuerza un relato contrario: el del fin de ciclo. Lo
curioso es que para intentar contestarlo comprobamos cuán reversi-
ble es todo lo conseguido y argumentamos, con preocupación, que
se puede dar marcha atrás con las victorias de esta década.
La derrota del 21 de febrero puede llevarnos al camino fácil, al
repliegue sobre lo nuestro, sobre nuestros leales. Cuando uno ha
sufrido una derrota no parece el mejor tiempo para los experimentos.
Precisamente por eso debemos hacer lo contrario: ser más audaces
que nunca. La oposición aún no entiende, y si lo hace no le gusta,
el país que tenemos. Nosotros, últimamente, hemos caído en alguna
de las tentaciones de esta huida hacia lo nuestro: hablamos más de
la oposición política como amenaza real cuando, sin lugar a dudas,
es menos peligrosa y menos representativa que la que teníamos, por
ejemplo, en 2008. El balón sigue estando en nuestra cancha, eso
sí, en una cancha que nuestras victorias han cambiado sustancial-
mente y que haríamos bien en entender sus nuevas coordenadas.
Las encuestas siguen diciendo que el nuestro es el único proyecto
político que tiene un plan para el país, según opinan dos tercios de
los bolivianos, frente a un tercio, que no crece en una década, que
considera que la oposición tiene un plan para nuestra patria. Por
lo tanto, es razonable pensar que a la gente le preocupan menos
las actividades, incluso de dudosa legalidad, que realizan algunos
destacados opositores que nuestras respuestas a las condiciones del
mercado de trabajo o de la salud. Para decirlo esquemáticamente,
como hemos demostrado estos años, la mejor manera de ganarle a
la conspiración imperialista no es tanto denunciarla con palabras
que hoy no son parte de las preocupaciones de las mayorías como
seguir cumpliendo con nuestro programa de gobierno, con nuestro
plan para el país.
La hegemonía, dice Alejandro Grimson, es siempre buscar ampliar
las bases de sustentación de un proyecto. Incluso si la operación de
ampliación fracasa y nos quedamos con lo que tenemos, mereció la
pena. Cuando nos preguntamos por cómo construir irreversibilidad
es necesario hablar de la cotidianeidad. No vamos a construir esa

La década ganada… ¿y después? | 307


deseada irreversibilidad solo con que nos cuadre la macroeconomía.
Tenemos que volver a mirar con más cuidado qué sucede en nues-
tras ciudades, en sus espacios, en los deseos y las necesidades que
allí se manifiesta

Bibliografía

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Ornelas, Raúl. La guerra del Gas: cuarenta y cinco días de resistencia y triunfo
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Rivera Cusicanqui, Silvia. Oprimidos pero no vencidos, Luchas del campesinado
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vio-1982-2006-96153.html

308 | Manuel Canelas
La segunda edición de
A contracorriente. Materiales para
una teoría renovada del populismo
se terminó de imprimir en abril de 2019,
en los talleres de Javegraf,
Bogotá, D.C., Colombia.

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