Bob, lejos de implicarse en la vida, hacía tiempo que se había convertido en un mero espectador. Sentado en el patio de butacas que, perfectamente había diseñado y construido su desapego, observaba el drama de la vida, como algo poco interesante la mayor parte del tiempo. Él mismo se definía como apocado y patoso y, desde hacía ya varios meses, había saboteado su mayor y más firme deseo de no ser molestado firmando un contrato millonario como cantante Country para la discográfica Emmy. Evitaba el contacto visual con su audiencia durante los conciertos y desarrolló una habilidad magistral escondiendo sus pensamientos y deseos detrás de unas letras cortantes y los desgarrados acordes de la guitarra que él mismo llamaba abiertamente mi dulce indiferencia. Todos pensaban que le gustaba vivir en el misterio, pero esto no era más que el reflejo de su fantasiosa actitud para mantener incólume su verdadera personalidad. Como un zorro protegiendo la guarida de su mundo interior, siempre al acecho, observaba el todo desde lejos, olfateando en el aire algún posible peligro. Constantemente se reinventaba a si mismo, manteniendo a así al resto del universo en la inopia sobre su personalidad y, tanto el conocimiento como el entendimiento, eran su estandarte, baluarte firme de quien desea mantener su posición de observador y no mojarse nunca. Sus canciones hablaban del desapego, del desapego que dirían los ecologistas, y cuando, un lugar, una persona o un grupo, se convertían en algo importante para él, tanto que su pérdida le resultase dolorosa, le entraba pánico y trataba de retraer sus sentimientos. Todos sus conciertos estaban coronados por un ¡No! rotundo jamás expresado con palabras y su postura más contundente era la del rechazo silencioso. Rechazo que adquiría dimensiones apocalípticas, cuando miles de personas coreaban sus estribillos sin tener ni idea de que, quien las había compuesto, hacía ya mucho tiempo, había dejado el escenario. Una tarde, después de la actuación, al entrar en el camerino, encontró agazapado en un rincón, un cachorro de labrador. Junto a él un papel en el que se podía leer las siglas: A P C R. Bob, abrió los ojos como platos y de manera instintiva llevó las manos hacia sus oídos para protegerse, pues los golpes que producían los latidos de su propio corazón, le hicieron creer que mil timbales tronaban dentro del camerino. Aquellas siglas fueron inventadas por él mismo con la edad de seis años y jamás fueron pronunciadas. Letras inventadas que le ayudaban a soportar la frustración provocada por el ahogo continuo de sus manifestaciones, y que ahora, cuarenta años después, aparecían ante sus ojos incrédulos. En este estado de shock su mirada se topó con la del cachorro y, al hacerlo, pudo observar la realidad. En sus ojos pudo ver el miedo tal como es, la ternura en su esencia más clara y la comprensión de su propio Ser más honesta. Bob entonces pudo atravesar el enorme agujero de su alma y admitir, que la insignificancia que él mismo había otorgado a su Ser era tan solo su idea, y que, al igual que aquellas siglas que tantas veces le habían abrazado en su soledad dejaron de ser refugio al tornarse ellas mismas realidad. Pudo entonces ir soltando cada una de las estructuras mentales y las imágenes internas que se había ido creando del mundo en su continua huida del mismo. Poco a poco fue tomando fuerza y vitalidad y su árido desierto interior poco a poco fue transformándose en amplitud y plenitud. Nunca supo la procedencia de aquel cachorro ni de aquella enigmática nota. Tampoco se preocupó por saberlo. Ya no le acompañaban unas siglas inventadas para protegerse del mundo. Ahora, la mirada sincera de los ojos de su amigo le recordaban la realidad, su realidad, la de todos.