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Capítulo 1. Tocar fondo a veces te ayuda a impulsarte.

Hace tiempo comprendí que nadie se pone en el lugar del más desfavorecido
en cualquier situación. Porque dime, ¿alguna vez, viendo una película, has pensado lo
hecha polvo que se queda la chica a la que dejan plantada? No. Porque nadie lo hace.
Por naturaleza preferimos alegrarnos de la otra chica. Sí, la que el chico guapo elige al
final. A la otra que le den. Esa es una perra, le ha estado haciendo la vida imposible a la
finalmente agraciada toda la maldita película. Nadie se pone del lado del más débil.
Supongo, que se debe a que es más bonito ponerse de lado de la historia de
amor entre el guapo y la prota, que pensar que la otra chica, aquella a la que hemos
estado odiando durante casi dos horas, se va a quedar echa unos zorros, comiendo
chocolate y maldiciendo el momento en el que aquel idiota se le cruzó en su camino.
Ya que el chico en el que puso todas sus expectativas, aquel con el que pensó
compartir su vida, aquel al que se lo había dado todo, hasta su vergüenza, había
decidido largarse con otra. Sin más. Remplazándola y dejando que se torturase
preguntándose, una y otra vez, qué había hecho mal. Nada, Alma, no hiciste nada mal.
Alma soy yo. Y, efectivamente, me habían dejado por otra. De la manera más
cruel y ruin que jamás hubiera imaginado. Así que ahora soy yo la que ve con otros
ojos a la mala de la película. Porque, seguramente, ella también estaría pasando por la
mayor tortura a la que yo me había visto sometida en mi vida. Le llegarían las ojeras a
los tobillos, tendría el pelo enmarañado y su compañía se basaría en una manta, unos
leggins, un cargamento de pañuelos y un sofá. O una maleta de mano, el pasaporte y
un billete de ida a una ciudad costera de Londres, como era mi caso.

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