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Decir que Hitchcock fue el “maestro del suspense” también implica añadir: “… y del
terror”. Un terror psicológico que ahondó en la paranoia y la obsesión. Siempre fue
más sutil que Dario Argento, George A. Romero o Roman Polanski, el “trío
calavera” del horror: jugó con los elementos narrativos que tanto le gustaban al
público sin caer en las excentricidades del giallo o en la hipervisibilidad del gore, e
introdujo en su lugar toda clase de elementos psicológicos que bebían de las teorías
psicoanalíticas de Freud y que solo son comparables a los trabajos del polaco en La
semilla del diablo o Repulsión. No lo hizo en vano: el Código Hays, que restringía
los contenidos moralmente inaceptables en la industria cinematográfica
estadounidense, lo incitó a leer al psicoanalista austríaco para sortear la censura y
establecer una relación directa con el inconsciente del espectador.
Hitchcock comprendió el cine como un espectáculo de masas, y aunque utilizó los
encuadres, los colores y la música para recubrir de emoción y significado sus obras
(muchas veces con intención de manipulación emocional), despreció los
intelectualismos narrativos y la rimbombancia visual, tan típicos de sus coetáneos
europeos, y prefirió usar los artificios y los trucajes para crear una estética efectista.
Priorizó mantener al espectador apegado al asiento por encima de introducir tramas
de gran complejidad argumental. Fue el Mozart del cine: un genio de lo terrenal.
RUMBO A HOLLYWOOD
Con un generoso contrato bajo el brazo, Hitchcock puso rumbo a Hollywood para
trabajar bajo las órdenes del productor independiente David O. Selznick, quien
había triunfado tras producir Lo que el viento se llevó (1939). En su primera
colaboración, Rebeca (1940), basada en el best-seller homónimo de Daphne Du
Maurier y con Joan Fontaine y Laurence Olivier como pareja protagonista, el
cineasta comenzó a mostrar sus desavenencias con Selznick. Hitchcock era celoso
de su trabajo y Selznick excesivamente controlador.
En una tortuosa relación creativa, ambos tuvieron que ceder ante el ego del otro:
uno dirigía productos que daban amplios beneficios y el otro buscaba rentabilizar al
máximo el metraje. Fue una relación de tira y afloja. Conocida era la manía del
británico de rodar solo el metraje exacto para que el montador no pudiese
aprovechar nada (algo parecido a lo que hacía John Ford: al acabar cada toma,
ponía la mano frente al objetivo para “estropear” lo que viniese después). Tras
Selznick llegaron las colaboraciones con la Universal, Paramount (su etapa de
florecimiento creativo) y la Metro Goldwyn Mayer, a las que rindió grandes
beneficios. Mientras, Hitchcock puso en marcha su propia
productora, Transatlantic Pictures, y le encargó a Warner Bros. la distribución de
sus películas.
Durante esta etapa también se rodeó de sus dos actores favoritos: Cary
Grant y James Stewart, habituales protagonistas de sus obras más emblemáticas,
grandes éxitos de taquilla que cosecharon un inmenso reconocimiento entre el
público e innumerables alabanzas en los más prestigiosos festivales
internacionales: La soga (1948), La ventana indiscreta (1954), Atrapa a un
ladrón (1955), El hombre que sabía demasiado (1956), Vértigo (1958) y Con la
muerte en los talones (1959).
EL JUEGO DE LA NARRACIÓN
Janet Leigh, estrella protagonista de la cinta, era asesinada a escasos cuarenta
minutos de comenzar la narración. ¿Alguien se imagina a un coloso del cine
como James Stewart o Elizabeth Taylor perdiendo la vida a mitad de metraje? Ni
el director más poderoso de Hollywood se hubiese atrevido acercarse a Katharine
Hepburn para susurrarle… “Oye, que al segundo rollo de película tu personaje es
brutalmente asesinado, desnudo, en una ducha”. Romper la narración de una
manera tan abrupta, acabando de esa manera con la estrella de la cinta, fue algo
insólito que dejó tan impactado al público como lo hicieron el hueso-nave de 2001:
Una odisea del espacio o la llegada del tren de los Lumière a la estación de La
Ciotat.
ESCÁNDALOS SEXUALES
Hace un par de años, Tippi Hedren, actriz protagonista de Los pájaros y Marnie,
la ladrona, publicó un libro autobiográfico en el que defendía que Hitchcock había
intentado abusar de ella en varias ocasiones. Tocamientos, un intento de beso en
una limusina y un constante martirio psicológico durante el rodaje de Los
pájaros (que casi lleva a Hedren a la consulta del psiquiatra) son solo algunas de
las supuestas acusaciones emitidas por la actriz, que hace pocos meses cumplía
88 años.
Aunque considera al director un genio, también cree que una de las razones por las
que nunca llegó a ser una gran estrella en Hollywood fue debido a la infructuosa
relación con Hitchcock detrás de las cámaras. Demasiadas malas experiencias.
Treinta y tres años han pasado desde la muerte del cineasta inglés Alfred
Hitchcock pero sus películas siguen resultando sorprendentes y atrayentes para buena
parte del público. Prueba de ello es que se encuentran entre las más emitidas por las
televisiones de medio mundo y aun así siguen siendo ávidamente consumidas por los
espectadores. Alfred Hitchcock no solamente fue uno de los directores británicos más
exitosos de su generación —junto al hoy injustamente «olvidado» Carol Reed— sino
que su estilo ha marcado a numerosos cineastas de generaciones posteriores. Podría
decirse que Hitchcock revolucionó muchos aspectos del séptimo arte,
fundamentalmente a través de un vocabulario audiovisual muy definido. Así que como
homenaje a su cine, veamos algunas de las características más llamativas de esa tan
personal manera de hacer películas y más concretamente de su manera de hacer
suspense, el género que más le gustaba, en el que mejor se desenvolvió y por el que
ha pasado a la historia. Muchas de estas características las diseccionó él mismo en
numerosas entrevistas, así como en aquella legendaria conversación con François
Truffaut que en España se publicó con el título de El cine según Hitchcock, y que es
una imprescindible lectura no solamente para comprender su trabajo sino para
deleitarse sobre una lección magistral sobre el séptimo arte. Aquí desgranaremos
quince características de su cine, pero naturalmente son solamente una parte de su
amplio y complejo universo.
A su vez, el silencio más absoluto puede ser tan importante como el sonido, cuando es
utilizado en el momento justo:
No existen los héroes por naturaleza: Al igual que los villanos, tampoco los héroes
son quienes deberían ser. Una premisa argumental habitual en su cine es la de que el
protagonista sea una persona inocente y frecuentemente desvalida —al menos en
apariencia—, que se ve implicada en una peligrosa trama ajena a ellos. En su cine
apenas existen los héroes que luchan motu proprio por amor a la justicia, sino
sencillamente individuos normales y corrientes que intentan salir de una situación
peligrosa donde se han visto metidos sin saber muy bien cómo ni por qué.
Paralelamente, en uno de tantos giros irónicos del cine de Hitchcock, aquellos que
deberían comportarse como héroes nunca lo hacen: los policías y las autoridades de
cualquier tipo suelen ser inútiles y de nula ayuda cuando se trata de combatir el mal
que acecha a los protagonistas (unido a esto, Hitchcock siempre confesó sentir una
curiosa fobia hacia los agentes de la ley). Así que sus héroes pueden ser pueden ser
delincuentes que son culpables de sus propios delitos pero inocentes en la trama
principal del film, como en Psicosis, o sencillamente individuos que se ven involucrados
a causa de un pecado menor, como el de la excesiva curiosidad.
Una película es como un videojuego: Y eso que cuando Hitchcock murió los
videojuegos modernos ni siquiera existían. Pero su uso de la cámara es muy similar al
que podemos ver en diversos videojuegos, donde el jugador ve la acción en primera
persona y a través de los ojos de su personaje. De manera similar, Hitchcock usaba la
cámara para situar al espectador en la primera persona de la acción y fue uno de los
principales desarrolladores de las técnicas de cámara subjetiva. En ocasiones la
cámara escrutaba los espacios casi como si estuviese implantada en los ojos de algún
curioso que husmease por el escenario, y así hacía partícipe al espectador de esa
especie de curiosidad por comprobar qué hay en una habitación, en una calle, o en un
vecindario. En multitud de ocasiones la cámara vuela libremente como representación
directa de esa curiosidad innata del espectador. Muchas otras veces, en cambio, la
cámara se convierte en los ojos del personaje principal y el espectador ve directamente
lo que el protagonista está contemplando, normalmente mediante un plano-contraplano
que bascula entre el objeto observado y la reacción del protagonista. En este caso,
claro, no se trata de contagiar al espectador de una curiosidad abstracta sino de los
muy concretos miedos del protagonista ante la situación.
El color también es un lenguaje: Hitchcock fue uno de los pioneros en utilizar el color
como un lenguaje en sí mismo, algo que ha sido imitado por multitud de otros directores
y que de hecho ese ha convertido en algo muy común en el cine posterior, hasta el
punto de que existen estudios sobre tonalidades concretas asociadas incluso a géneros
concretos. Hitchcock usaba los colores para establecer el tono emocional de una
secuencia, principalmente. Pero también para otros fines diversos, particularmente el
centrar la atención sobre determinados objetos o personajes. El ejemplo más famoso
—él mismo lo utilizaba para ilustrar y explicar esta técnica— sucede en Vértigo: durante
la primera parte de la película están completamente ausentes de la pantalla dos colores
básicos como el rojo y el verde. Aunque el espectador no lo sabe, su percepción
subconsciente sí nota una falta de equilibrio cromático y eso crea una cierta desazón
visual en el público, en consonancia con la desazón que siente el protagonista a causa
de su soledad. El espectador, aunque inconscientemente y sin darse cuenta, busca los
colores que están ausentes y no los encuentra. Sin embargo, cuando aparece por
primera vez Kim Novak —objeto de la obsesión de James Stewart— lo hace vestida
de verde y sentada junto a una pared de intenso color rojo. Esa repentina visión
satisface tanto al protagonista, que encuentra el objeto de su obsesión, como al propio
público, que se siente aliviado al ver por fin esos colores en pantalla. Así, no importa
que cada espectador concreto sienta hacia la actriz la misma atracción que siente el
protagonista porque, mediante un proceso paralelo el espectador sentirá lo mismo que
él cuando ve a aquella mujer en un restaurante. En su etapa de blanco y negro
Hitchcock recurría a los contrastes de luz de manera parecida a como usaba el color,
aunque lógicamente la paleta de posibilidades era más reducida.
Dios no juega a los dados: En muchos de los momentos climáticos de su cine, cuando
el protagonista está a punto de hacer avanzar la historia, aparece alguien de la nada
que desconoce la trama principal o los apuros del protagonista y que, sin darse cuenta,
amenaza con arruinar la situación con su sola presencia. Hitchcock utiliza la casualidad
o la mala suerte para poner al espectador al borde de su butaca, ya que vemos al
protagonista en peligro pero sumido en una inoportuna situación cotidiana —que nada
tiene que ver con la amenaza principal— de la que resulta difícil salir y que le está
impidiendo conseguir aquello que necesita. En las películas de Hitchcock hay casi
siempre una especie de dios malicioso que se encarga de gastarles bromas a los
personajes, y cuanto más delicada la situación del personaje, más bromas de este tipo
le gasta.
La importancia del contraste emocional: Otra de las grandes críticas que el director
inglés hacía al cine de suspense tradicional era la falta de ligereza y de sentido del
humor. Para acentuar los momentos de clímax, afirmaba, se necesitaban secuencias
que ejercieran como contraste humorístico. Algunas de sus películas comenzaban con
un registro ligero y esa ligereza podía aparecer después en cualquier momento del
metraje, de la manera más inesperada, y en ocasiones incluso introduciendo detalles
irónicos en mitad de los momentos de acción más intensa. Aunque a veces sus detalles
ligeros se le volvían en contra, como la costumbre de aparecer medio camuflado en sus
propias películas: al final tuvo que restringir esos cameos a la parte inicial de los films y
hacerlos muy evidentes, para que el público no se distrajese del argumento principal,
más pendiente de tratar de localizar al director. Una curiosa recopilación de sus
cameos:
Los objetos no son muy distintos de los actores: No hablamos aquí del famoso
desprecio de Hitchcock hacia los intérpretes, como en aquella célebre ocasión en que
le preguntaron «¿Es verdad que usted ha dicho que los actores son ganado?» y él
respondió tranquilamente «No he dicho que sean ganado, sino que hay que tratarlos
como a ganado». Mucha gente ha tomado esta actitud como un signo de soberbia,
aunque lo cierto es que podía resultar igualmente tajante con respecto a su propio
trabajo como director. Pero más allá de este cinismo tan típico de él («no hagas
películas con niños, ni con perros, ni con Charles Laughton») hay otro aspecto
completamente distinto en su relación con los actores, pero ya a nivel puramente
técnico. Hitchock no primaba a los actores por encima de los objetos. Objetos
inanimados e intérpretes humanos eran ambos material de idéntico valor narrativo para
la cámara. Esto hoy puede resultar menos sorprendente, ya que otros muchos
directores han tomado ese camino, pero durante el auge de Hitchcock no resultaba tan
común ese despego hacia el actor como casi exclusivo hilo conductor de la acción.
Fue un niño tímido, callado, bueno, "oveja sin mancha" según su padre,
pero marcado por el miedo: el sentimiento que definiría todo su cine,
que caería sobre la platea como una soga asfixiante.
Louis Ferdinand Cèline, el autor de la gran novela Viaje al Fin de la
Noche, dividió a los humanos en dos
categorías: exhibicionistas y mirones. Y Alfred fue un icono de los
últimos.
A sus cuatro o cinco años, el padre lo mandó a una estación de policía
con una carta para el jefe. Éste la leyó…, y encerró al pequeño en una
celda:
–Esto es lo que se hace con los niños malos.
Alfred juró que nunca superó esos instantes "de miedo y humillación", y
su odio a los policías.
Dos años después rodó su primer film –el último, luego de sesenta,
fue en 1976: Trama Macabra–, sin fortuna: la Paramount cerró sus
estudios en Inglaterra, y quedó trunco…
Escena de “Psicosis”
Queda claro el consejo para lectores: si no la vieron, ¡búsquenla
ya!