Está en la página 1de 25

El coche de la familia Brenner se aleja lentamente por un paisaje oscuro, casi

dantesco, infestado de cientos, miles de pájaros negros. Como un enjambre de


perversos guardianes del universo del horror y las tinieblas, las aves observan
impasibles a los aterrorizados protagonistas, que se aproximan al horizonte hasta
convertirse en seres insignificantes antes de desaparecer para siempre.

Alfred Hitchcock retrató, a través de esta inquietante solemnidad, la


materialización del miedo. No fueron necesarios los sustos, ni los fantasmas, ni los
muertos vivientes. No. Lo incomprensible (por antinatural) siempre ha sido más
poderoso. Unos pájaros que, en bandada, atacaban despiadadamente a los
humanos, como una plaga enviada por Dios para castigarlos por sus
comportamientos errados, o como una rebelión animal organizada para paliar las
humillaciones sistemáticas contra la especie inferior, fueron suficientes para
despertar el terror del público. Un terror sin gritos ni sustos metidos con calzador;
un terror fruto de lo inquietante y no de lo explícito. La misma baza de lo desconocido
que luego jugarían Steven Spielberg y Ridley Scott en Tiburón y Alien, el
octavo pasajero, dos de las cintas más terroríficas de la historia del cine.

MAESTRO DEL SUSPENSE… Y DEL TERROR

Decir que Hitchcock fue el “maestro del suspense” también implica añadir: “… y del
terror”. Un terror psicológico que ahondó en la paranoia y la obsesión. Siempre fue
más sutil que Dario Argento, George A. Romero o Roman Polanski, el “trío
calavera” del horror: jugó con los elementos narrativos que tanto le gustaban al
público sin caer en las excentricidades del giallo o en la hipervisibilidad del gore, e
introdujo en su lugar toda clase de elementos psicológicos que bebían de las teorías
psicoanalíticas de Freud y que solo son comparables a los trabajos del polaco en La
semilla del diablo o Repulsión. No lo hizo en vano: el Código Hays, que restringía
los contenidos moralmente inaceptables en la industria cinematográfica
estadounidense, lo incitó a leer al psicoanalista austríaco para sortear la censura y
establecer una relación directa con el inconsciente del espectador.
Hitchcock comprendió el cine como un espectáculo de masas, y aunque utilizó los
encuadres, los colores y la música para recubrir de emoción y significado sus obras
(muchas veces con intención de manipulación emocional), despreció los
intelectualismos narrativos y la rimbombancia visual, tan típicos de sus coetáneos
europeos, y prefirió usar los artificios y los trucajes para crear una estética efectista.
Priorizó mantener al espectador apegado al asiento por encima de introducir tramas
de gran complejidad argumental. Fue el Mozart del cine: un genio de lo terrenal.

LOS COMIENZOS: LA ETAPA BRITÁNICA

Alfred Hitchcock nació en Londres el 13 de agosto de 1899. Fue criado en una


familia de fuerte tradición católica, pero, a pesar de su conservadurismo, no tardó
en precipitarse al mundo del espectáculo. En 1925, a la edad de 26 años, comenzó
a rodar El jardín de la alegría, su primer trabajo en la silla del director, pero no llegó
a los cines hasta 1927, tras el éxito de El enemigo de las rubias, su debut oficial.

En El enemigo de las rubias, Hitchcok ya mostró algunos de los elementos que


posteriormente serían comunes en todas sus películas: los personajes perturbados
(la obra estaba inspirada en la historia de Jack el Destripador), los elementos
sobrenaturales, el juego con las transiciones, la iluminación con claroscuros (la
influencia del expresionismo alemán aún era evidente) y la constante presencia de
la sexualidad. También fue la película con la que inició su serie de famosos cameos
delante de las cámaras (39 a lo largo de toda su carrera).

UN ÉXITO TRAS OTRO


Aunque el productor de El enemigo de las rubias quedó escandalizado por el estilo
de rodaje de Hitchcock, que contradecía la corriente estética habitual, la película
supuso un éxito de taquilla, lo que le abrió al director las puertas de nuevos
proyectos. Dos años después de que Al Jolson pronunciase las primeras palabras
de la historia del cine en El cantor de jazz, Hitchcock rodó Chantaje, el primer filme
europeo con diálogos.

El británico encadenó varios éxitos: El hombre que sabía demasiado (1934), la


primera película en inglés en la que aparecía el actor Peter Lorre (y de la que luego
Hitchcock haría un remake en 1956 con James Stewart) y 39 escalones (1935),
su primera obra maestra, que lo lanzó definitivamente a la fama mundial.

Antes de firmar un contrato con el productor David O. Selznick y marchar al


refulgente bosque de acebos californiano, filmó en Inglaterra otras dos obras
imprescindibles: Sabotaje (1936) y Alarma en el expreso (1938). A los cuarenta
años ya llevaba a sus espaldas 25 películas dirigidas. Todo un prodigio.

RUMBO A HOLLYWOOD
Con un generoso contrato bajo el brazo, Hitchcock puso rumbo a Hollywood para
trabajar bajo las órdenes del productor independiente David O. Selznick, quien
había triunfado tras producir Lo que el viento se llevó (1939). En su primera
colaboración, Rebeca (1940), basada en el best-seller homónimo de Daphne Du
Maurier y con Joan Fontaine y Laurence Olivier como pareja protagonista, el
cineasta comenzó a mostrar sus desavenencias con Selznick. Hitchcock era celoso
de su trabajo y Selznick excesivamente controlador.

En una tortuosa relación creativa, ambos tuvieron que ceder ante el ego del otro:
uno dirigía productos que daban amplios beneficios y el otro buscaba rentabilizar al
máximo el metraje. Fue una relación de tira y afloja. Conocida era la manía del
británico de rodar solo el metraje exacto para que el montador no pudiese
aprovechar nada (algo parecido a lo que hacía John Ford: al acabar cada toma,
ponía la mano frente al objetivo para “estropear” lo que viniese después). Tras
Selznick llegaron las colaboraciones con la Universal, Paramount (su etapa de
florecimiento creativo) y la Metro Goldwyn Mayer, a las que rindió grandes
beneficios. Mientras, Hitchcock puso en marcha su propia
productora, Transatlantic Pictures, y le encargó a Warner Bros. la distribución de
sus películas.

REBECA: EL PRIMER (Y ÚNICO) OSCAR A MEJOR PELÍCULA


El maestro del suspense creó con Rebeca una obra redonda. Su trabajo le granjeó
el único Oscar que conseguiría en toda su carrera a Mejor película (el de Mejor
dirección fue a parar a manos de John Ford por Las uvas de la ira). Hitchcock
tampoco recibió nunca un Oscar por sus dotes de dirección, a pesar de sus cinco
nominaciones. Tras varios éxitos junto a Selznick, entre ellos Sospecha (1942), el
productor lo puso en contacto con la actriz Ingrid Bergman, su primera musa, junto
a quien rodó Recuerda (1945) Encadenados (1946) y Atormentada (1949). Tras
esta última colaboración, Bergman se casó con el cineasta italiano Roberto
Rossellini y dejó de trabajar con Hitchcock, algo que el director nunca le perdonó.

Durante esta etapa también se rodeó de sus dos actores favoritos: Cary
Grant y James Stewart, habituales protagonistas de sus obras más emblemáticas,
grandes éxitos de taquilla que cosecharon un inmenso reconocimiento entre el
público e innumerables alabanzas en los más prestigiosos festivales
internacionales: La soga (1948), La ventana indiscreta (1954), Atrapa a un
ladrón (1955), El hombre que sabía demasiado (1956), Vértigo (1958) y Con la
muerte en los talones (1959).

LA SOMBRA DE UN CUCHILLO SOBRE LA CORTINA DE LA DUCHA


El cine de Hitchcock buscaba manipular conscientemente las emociones del
público. Así se lo confesó a François Truffaut en su celebérrimo libro-entrevista El
cine según Hitchcock. En primer lugar, lo hizo a través de la música. Contó con la
figura del compositor Franz Waxman para su primera obra en Hollywood, Rebeca,
y junto a él consiguió canalizar las emociones que debía sentir el público durante el
metraje. Lo mismo ocurrió con la repiqueteante e intensa banda sonora
de Psicosis, a cargo de Bernard Herrmann (su segunda composición más
famosa: la de Taxi Driver, por la que recibió el Oscar), con toda probabilidad, junto
a Los pájaros (1963) y La soga, su trabajo más reconocido, y también el más
intenso e inquietante; un descenso a los infiernos de la demencia y la obsesión.

Psicosis supuso un antes y un después en la carrera del maestro del suspense.


Pocas películas han ejercido tanta influencia en la historia del cine. A través de un
montaje frenético (casi obsesivo) que rozaba lo experimental (en los cuarenta
segundos de la escena de la ducha hay setenta cortes), Hitchcock rompió con los
esquemas narrativos convencionales (el famoso clasicismo) para descuadrar al
público.

EL JUEGO DE LA NARRACIÓN
Janet Leigh, estrella protagonista de la cinta, era asesinada a escasos cuarenta
minutos de comenzar la narración. ¿Alguien se imagina a un coloso del cine
como James Stewart o Elizabeth Taylor perdiendo la vida a mitad de metraje? Ni
el director más poderoso de Hollywood se hubiese atrevido acercarse a Katharine
Hepburn para susurrarle… “Oye, que al segundo rollo de película tu personaje es
brutalmente asesinado, desnudo, en una ducha”. Romper la narración de una
manera tan abrupta, acabando de esa manera con la estrella de la cinta, fue algo
insólito que dejó tan impactado al público como lo hicieron el hueso-nave de 2001:
Una odisea del espacio o la llegada del tren de los Lumière a la estación de La
Ciotat.

El Chicago Sun-Times describió Psicosis de la siguiente manera: “Mientras que


olvidamos otras películas en cuanto salimos del cine, Psicosis es inmortal porque
conecta directamente con nuestros temores: el temor de cometer un crimen
impulsivamente; el temor a la policía; el temor de ser víctima de un maníaco y, por
supuesto, el temor de decepcionar a nuestra madre“. La psicología
de Psicosis penetró tanto en el imaginario colectivo que se ganó el sobrenombre
de “la película de terror psicológico más escalofriante de los todos tiempos”.

EL CINE DE HITCHCOCK: PSICOLOGÍA DEL ÉXITO


El director hizo hincapié en el suspense y el miedo, pero también en las tramas
sencillas en las que el espectador se sintiera rey del espectáculo. Sentado en su
trono, palomitas en mano, era, en el fondo, quien tomaba las riendas de su cine y lo
mantenía en lo alto de la taquilla. Si algo no satisfacía al público, Hitchcock lo
cambiaba. Por eso nunca fue demasiado amigo de la crítica especializada, que
consideraba sus películas proyectos prefabricados, estética y narrativamente
coherentes pero sin demasiada profundidad existencial. Luego, los teóricos
franceses, asociando el uso de las subtramas, los encuadres y los colores a la
psicología freudiana, demostraron que esto no era del todo cierto y que, quizás,
detrás del envoltorio había algo oculto.

Hitchcock utilizó técnicas narrativas que otros directores no se habían atrevido a


poner en práctica. Conocido es ese falso plano secuencia en el que se desarrolla
toda la acción de La soga, que no es sino una concatenación de trucajes que
simulan una narración sin cortes (y que engañó a muchos espectadores ingenuos
que creyeron que todo se rodó en una sola toma). O los MacGuffin, tramas que
prometían tener una relación coherente para con la historia pero que realmente eran
pantallas de humo que distraían al público de la trama principal. Su MacGuffin más
famoso: la primera parte de Psicosis, el robo y la huida, que no lleva a ninguna
parte y podría haber sido sustituida por cualquier otra trama sin afectar a la historia.
Lo mismo ocurría con el maletín de Pulp Fiction o el misterioso Rosebud
de Ciudadano Kane.

ESCÁNDALOS SEXUALES
Hace un par de años, Tippi Hedren, actriz protagonista de Los pájaros y Marnie,
la ladrona, publicó un libro autobiográfico en el que defendía que Hitchcock había
intentado abusar de ella en varias ocasiones. Tocamientos, un intento de beso en
una limusina y un constante martirio psicológico durante el rodaje de Los
pájaros (que casi lleva a Hedren a la consulta del psiquiatra) son solo algunas de
las supuestas acusaciones emitidas por la actriz, que hace pocos meses cumplía
88 años.

Aunque considera al director un genio, también cree que una de las razones por las
que nunca llegó a ser una gran estrella en Hollywood fue debido a la infructuosa
relación con Hitchcock detrás de las cámaras. Demasiadas malas experiencias.

SEXUALIDAD Y PSICOANÁLISIS: LA OBSESIÓN POR LAS RUBIAS


De todos modos, a nadie le sorprende la obsesión de Hitchcock con los personajes
femeninos. Las rubias, su arquetipo de mujer ideal, pueblan los papeles principales
en prácticamente todas sus películas: Grace Kelly, Ingrid Bergman, Tippi
Hedren, Eva Marie Saint, Kim Novak y Janet Leigh. Hasta la
editorial Periférica publicó hace unos años el libro Las fascinantes rubias de
Hitchcock, donde profundizaba en la obsesión del cineasta por cierto tipo de
mujeres. Algunos especialistas han hablado incluso de una compleja relación
maternofilial entre el director y Emma Jane Whelan, su progenitora. Figuras fuertes,
muchas veces opresoras, omnipresentes durante todo el metraje, con una gran
capacidad de ordenación e incluso con grandes dotes de manipulación han
despertado curiosas teorías que insinúan que Hitchcock padecía un fuerte complejo
de Edipo.

Independientemente de si Hitchcock buscaba (o no) contar algo más allá de lo


perceptible en un primer visionado de sus películas, su cine ha pasado a los anales
de la historia como uno de los más poderosos y reconocibles por sus tramas llenas
de intriga y suspense. Hoy, un 29 de abril de 1980, el maestro del suspense, la
intriga y el terror nos abandonaba para siempre. Recordémosle como lo que fue: un
genio. Lo atestiguan 57 películas, entre las que se encuentran un puñado de obras
maestras.

Treinta y tres años han pasado desde la muerte del cineasta inglés Alfred
Hitchcock pero sus películas siguen resultando sorprendentes y atrayentes para buena
parte del público. Prueba de ello es que se encuentran entre las más emitidas por las
televisiones de medio mundo y aun así siguen siendo ávidamente consumidas por los
espectadores. Alfred Hitchcock no solamente fue uno de los directores británicos más
exitosos de su generación —junto al hoy injustamente «olvidado» Carol Reed— sino
que su estilo ha marcado a numerosos cineastas de generaciones posteriores. Podría
decirse que Hitchcock revolucionó muchos aspectos del séptimo arte,
fundamentalmente a través de un vocabulario audiovisual muy definido. Así que como
homenaje a su cine, veamos algunas de las características más llamativas de esa tan
personal manera de hacer películas y más concretamente de su manera de hacer
suspense, el género que más le gustaba, en el que mejor se desenvolvió y por el que
ha pasado a la historia. Muchas de estas características las diseccionó él mismo en
numerosas entrevistas, así como en aquella legendaria conversación con François
Truffaut que en España se publicó con el título de El cine según Hitchcock, y que es
una imprescindible lectura no solamente para comprender su trabajo sino para
deleitarse sobre una lección magistral sobre el séptimo arte. Aquí desgranaremos
quince características de su cine, pero naturalmente son solamente una parte de su
amplio y complejo universo.

El cine es un espectáculo y el público es el destinatario: Este fue uno de sus


principios básicos. Y aunque ese principio podría parecer una perogrullada lo cierto es
que no lo fue tanto entre ciertos sectores de la crítica, quienes no respetaron demasiado
a Hitchcock. Al menos no recibió los parabienes generalizados de la crítica hasta
prácticamente los últimos años de su vida. Todo ello por su fama de director
«comercial», que hizo que —hasta cierto grado— se le tuviera en algo menor
consideración como artista. Esta tendencia crítica se agudizó particularmente después
de su instalación en Hollywood y es un caso con bastantes paralelismos con el
de Spielberg, aunque este sí obtuvo un reconocimiento generalizado más temprano en
su carrera. Con todo, Hitchcock fue nominado cinco veces como mejor director en los
Oscars (por Rebecca, Náufragos, Recuerda, La ventana indiscreta, y Psicosis) aunque
no ganó ninguna estatuilla. Sí la ganó como mejor película Rebecca en 1941, aunque
resulta significativo que ninguno de sus films obtuviese una nominación como mejor
película más allá de 1946. Sin embargo, el —relativo— desapego de la crítica más
intelectual no preocupaba demasiado a Hitchcock (en todo caso le fastidiaba, pero no
tanto como para intentar ser «más artístico»). El espectador era finalmente el crítico
más exigente, y «Hitch» consideraba que la mejor crítica para una película era que esta
atrajese a la gente y que la gente saliese contenta de la sala de cine. Además, la
asistencia de público hacía feliz a los estudios. Por eso siempre cuidó su relación directa
con el espectador, promocionando su propia figura y convirtiéndose en un chiste más
asociado a su cine, apareciendo en los trailers publicitarios (en la foto de abajo,
Hitchcock en el trailer de Los pájaros), y relacionando su nombre con publicaciones,
series de televisión, etc.
Los argumentos, siempre simples: A Hitchcock no le gustaba filmar argumentos
complejos, lo cual fue otro de los motivos de que recibiese no pocos e injustos
desprecios de cierta parte de cierta crítica, que requería mayor «profundidad» y
«mensaje». Pero Hitchcock amaba el de suspense y pensaba que dicho suspense debe
construirse a base de recursos narrativos puramente audiovisuales, no de una mera
acumulación de interrogantes argumentales. Una historia simple permite utilizar
muchos recursos visuales que explican y subrayan elementos simples y que el
espectador podrá entender de manera intuitiva. En cambio, una historia compleja
escaparía a la comprensión intuitiva y haría que esos recursos visuales resultaran
inútiles, bombardeando al espectador con demasiada información simultánea que
tendría que ser resumida artificiosamente en los diálogos.
Los diálogos son generalmente inútiles: Cualquier espectador tiene grabadas en la
retina imágenes de sus películas, pero es poco probable que recuerde un diálogo de
memoria. No en vano Hitchcock definió una buena película como aquella que puedes
ver en la televisión de tu casa con el sonido apagado, pero cuyo argumento puedes
entender a grandes rasgos sin necesidad de escuchar a los actores. Sus comienzos en
el cine mudo marcaron profundamente su estilo y su manera de dirigir, hasta el punto
de que llegaba a despreciar abiertamente los diálogos. Según Hitchcock, los personajes
han de expresar su emoción mediante la interpretación facial y gestual de los actores:
lo que digan, las palabras que pronuncien, son lo de menos. Es más, en muchas
secuencias de sus largometrajes, las líneas de diálogo llegan a contradecir lo que los
actores están expresando con su rostro o sus acciones. Los diálogos quedan, pues,
como mero ruido de fondo. Y en cualquier caso como último recurso para explicar
aquellos elementos argumentales demasiado complejos como para poder ser
expresados mediante la simple imagen, pero que aun así resultan necesarios en la
trama. Hitchcock detestaba particularmente lo que llamaba «teatro filmado», aquellas
películas que lo basan todo en los diálogos y dejan de lado los mecanismos puramente
audiovisuales que para él son la esencia misma del cine. Lo que están pensando los
personajes debemos poder verlo en sus caras.
El sonido puede ser tan importante como la imagen: Paradójicamente, pese a su
formación en el cine mudo y pese a su abierto desprecio de los diálogos, Hitchcock fue
uno de los pioneros en utilizar sonidos y música no como mero fondo ambiental sino
como recurso para introducir un elemento emocional o incluso informativo en una
escena, o para introducir a personajes a los que no vemos en pantalla. Un ejemplo
célebre y mil veces imitados sucede en Los pájaros, cuando los protagonistas están
encerrados en una casa y sabemos que están rodeados por las aves, pero lo sabemos
únicamente porque escuchamos a esas aves haciendo ruido en el exterior. También
servía para expresar las emociones de los personajes. Como ejemplo, la impresionante
secuencia del desayuno en Chantaje, donde en mitad de una charla supuestamente
intrascendente sobre un crimen en el que está involucrada, Anny Ondra termina
escuchando obsesivamente la palabra knife! (cuchillo) y nosotros podemos entender
perfectamente su estado de ánimo.

A su vez, el silencio más absoluto puede ser tan importante como el sonido, cuando es
utilizado en el momento justo:

El peligro sucede en lugares insospechados: Él siempre decía que muchas


películas de suspense de otros directores le aburrían porque estaban aferradas a
determinados clichés establecidos. Por ejemplo: el malvado tenía siempre un aspecto
siniestro, los peligros acechaban siempre en callejones y lugares oscuros, etc. Según
él, estos clichés estaban tan asimilados por el espectador que ya sabía de antemano
cuándo un escenario oscuro encerraba una amenaza, constituyendo la única sorpresa
el momento preciso de la aparición de esa amenaza. Es decir, Hitchcock se quejaba de
que muchas películas de suspense no eran realmente de suspense, sino que
simplemente se limitaban a «dar sustos» pero no creaban una auténtica sensación de
incertidumbre sostenida. Por otra parte, estos antiguos clichés (y no tan antiguos;
muchas películas de hoy se siguen aferrando a ellos) dejaban abierto el siempre fácil
recurso de que el protagonista se salvara de algún modo porque apareciese un policía
de la nada o porque algún vecino oyera gritos y bajara a ayudar a los protagonistas, o
mecanismos similares. Para evitar esto, Hitchcock solía situar el peligro en lugares
abiertos y bien iluminados, incluso en lugares concurridos y con la presencia de gente
que podría ayudar pero que, por un motivo u otro, nunca lo hace. Por ello solía recurrir
a argumentos con un elemento conspirativo, donde pedir ayuda policial o ponerse a
soltar gritos no era exactamente la mejor idea para salir airoso. Según Hitchcock, en la
vida real no hay un horario para las desgracias y la vida no diseña escenarios terroríficos
para que a alguien le suceda algo terrorífico: cualquier cosa mala puede sucederle a
cualquiera en cualquier momento. Lo importante era que pudiésemos captar el mal, que
pudiésemos leer las intenciones de quien ataca al protagonista, como en la famosa
secuencia del avión que persigue a Cary Grant sobre los campos de maíz: campo
abierto, a pleno sol, y un malvado piloto en cuya mente podemos llegar a situarnos
durante la secuencia.

El villano puede parecer perfectamente bueno: El otro cliché que mencionábamos,


el del villano con rasgos «característicos de villano», fue también denostado por Hitch.
Los malvados de sus películas podían ser los individuos más insospechados, muy a
menudo personas de aspecto común e incluso distinguido. Un vecino, el aparentemente
inocente dependiente de un motel, un amigo de aspecto inofensivo o incluso el propio
marido de la protagonista… cualquiera podía ser el malo de la historia. También recurrió
al resorte de introducir individuos peligrosos que no sabían que lo eran, como aquel
niño de Sabotaje que portaba una caja desconociendo que dentro había una bomba:
aquel niño no era exactamente un villano, pero sí era un instrumento inocente utilizado
por los villanos y en la práctica era el portador del peligro (en el vídeo siguiente está la
mencionada secuencia, así que es spoiler para quien no haya visto ese film). Hicthcock
también recurría a malvados de los que nunca estaremos seguros si eran conscientes
o no de su propia maldad, como las mencionadas e inquietantes aves de Los pájaros.
Para acentuar la sensación de que el espectador nunca está seguro de quién es
malvado y quién no, Hitchcock introducía personajes secundarios o anecdóticos que,
en algún momento del film, despiertan las sospechas del protagonista y del propio
público, incrementando así la sensación de indefensión. El malvado podría ser
cualquiera que está de pie en una esquina o que lanza una mirada repentina al
protagonista, aunque sea de manera casual.

No existen los héroes por naturaleza: Al igual que los villanos, tampoco los héroes
son quienes deberían ser. Una premisa argumental habitual en su cine es la de que el
protagonista sea una persona inocente y frecuentemente desvalida —al menos en
apariencia—, que se ve implicada en una peligrosa trama ajena a ellos. En su cine
apenas existen los héroes que luchan motu proprio por amor a la justicia, sino
sencillamente individuos normales y corrientes que intentan salir de una situación
peligrosa donde se han visto metidos sin saber muy bien cómo ni por qué.
Paralelamente, en uno de tantos giros irónicos del cine de Hitchcock, aquellos que
deberían comportarse como héroes nunca lo hacen: los policías y las autoridades de
cualquier tipo suelen ser inútiles y de nula ayuda cuando se trata de combatir el mal
que acecha a los protagonistas (unido a esto, Hitchcock siempre confesó sentir una
curiosa fobia hacia los agentes de la ley). Así que sus héroes pueden ser pueden ser
delincuentes que son culpables de sus propios delitos pero inocentes en la trama
principal del film, como en Psicosis, o sencillamente individuos que se ven involucrados
a causa de un pecado menor, como el de la excesiva curiosidad.
Una película es como un videojuego: Y eso que cuando Hitchcock murió los
videojuegos modernos ni siquiera existían. Pero su uso de la cámara es muy similar al
que podemos ver en diversos videojuegos, donde el jugador ve la acción en primera
persona y a través de los ojos de su personaje. De manera similar, Hitchcock usaba la
cámara para situar al espectador en la primera persona de la acción y fue uno de los
principales desarrolladores de las técnicas de cámara subjetiva. En ocasiones la
cámara escrutaba los espacios casi como si estuviese implantada en los ojos de algún
curioso que husmease por el escenario, y así hacía partícipe al espectador de esa
especie de curiosidad por comprobar qué hay en una habitación, en una calle, o en un
vecindario. En multitud de ocasiones la cámara vuela libremente como representación
directa de esa curiosidad innata del espectador. Muchas otras veces, en cambio, la
cámara se convierte en los ojos del personaje principal y el espectador ve directamente
lo que el protagonista está contemplando, normalmente mediante un plano-contraplano
que bascula entre el objeto observado y la reacción del protagonista. En este caso,
claro, no se trata de contagiar al espectador de una curiosidad abstracta sino de los
muy concretos miedos del protagonista ante la situación.

Los encuadres tienen un significado emocional: Hitchcock, por lo general, no


componía las secuencias anteponiendo una intención estética (por eso llaman tanto la
atención en su cine, por lo inusuales, escenas como la muerte de una mujer en Topaz,
cuando su vestido se derrama en poética metáfora de la sangre). Su intención solía ser
primero y ante todo narrativa. Pensaba en afectar al público pulsando sus emociones
primarias —miedo, curiosidad, etc.— y no recurriendo a la emoción estética. Y para
pulsar esas emociones básicas creía ciegamente en que se necesitaba utilizar un tipo
de plano para cada situación emocional concreta. Así, los momentos de clímax
emocional están caracterizados por encuadres inusuales (verticales, oblicuos,
deformados, etc.) planeados para causar la desazón visual del espectador, o bien por
planos muy cercanos para involucrar al espectador en la acción. En cambio, los
momentos tranquilos se caracterizan por planos mucho más horizontales y «bien»
encuadrados, donde la cámara toma más distancia de la acción y donde la imagen es
mucho más convencional, permitiendo que el espectador se relaje en su butaca al no
percibir nada anormal.

El color también es un lenguaje: Hitchcock fue uno de los pioneros en utilizar el color
como un lenguaje en sí mismo, algo que ha sido imitado por multitud de otros directores
y que de hecho ese ha convertido en algo muy común en el cine posterior, hasta el
punto de que existen estudios sobre tonalidades concretas asociadas incluso a géneros
concretos. Hitchcock usaba los colores para establecer el tono emocional de una
secuencia, principalmente. Pero también para otros fines diversos, particularmente el
centrar la atención sobre determinados objetos o personajes. El ejemplo más famoso
—él mismo lo utilizaba para ilustrar y explicar esta técnica— sucede en Vértigo: durante
la primera parte de la película están completamente ausentes de la pantalla dos colores
básicos como el rojo y el verde. Aunque el espectador no lo sabe, su percepción
subconsciente sí nota una falta de equilibrio cromático y eso crea una cierta desazón
visual en el público, en consonancia con la desazón que siente el protagonista a causa
de su soledad. El espectador, aunque inconscientemente y sin darse cuenta, busca los
colores que están ausentes y no los encuentra. Sin embargo, cuando aparece por
primera vez Kim Novak —objeto de la obsesión de James Stewart— lo hace vestida
de verde y sentada junto a una pared de intenso color rojo. Esa repentina visión
satisface tanto al protagonista, que encuentra el objeto de su obsesión, como al propio
público, que se siente aliviado al ver por fin esos colores en pantalla. Así, no importa
que cada espectador concreto sienta hacia la actriz la misma atracción que siente el
protagonista porque, mediante un proceso paralelo el espectador sentirá lo mismo que
él cuando ve a aquella mujer en un restaurante. En su etapa de blanco y negro
Hitchcock recurría a los contrastes de luz de manera parecida a como usaba el color,
aunque lógicamente la paleta de posibilidades era más reducida.

Dios no juega a los dados: En muchos de los momentos climáticos de su cine, cuando
el protagonista está a punto de hacer avanzar la historia, aparece alguien de la nada
que desconoce la trama principal o los apuros del protagonista y que, sin darse cuenta,
amenaza con arruinar la situación con su sola presencia. Hitchcock utiliza la casualidad
o la mala suerte para poner al espectador al borde de su butaca, ya que vemos al
protagonista en peligro pero sumido en una inoportuna situación cotidiana —que nada
tiene que ver con la amenaza principal— de la que resulta difícil salir y que le está
impidiendo conseguir aquello que necesita. En las películas de Hitchcock hay casi
siempre una especie de dios malicioso que se encarga de gastarles bromas a los
personajes, y cuanto más delicada la situación del personaje, más bromas de este tipo
le gasta.

La importancia del contraste emocional: Otra de las grandes críticas que el director
inglés hacía al cine de suspense tradicional era la falta de ligereza y de sentido del
humor. Para acentuar los momentos de clímax, afirmaba, se necesitaban secuencias
que ejercieran como contraste humorístico. Algunas de sus películas comenzaban con
un registro ligero y esa ligereza podía aparecer después en cualquier momento del
metraje, de la manera más inesperada, y en ocasiones incluso introduciendo detalles
irónicos en mitad de los momentos de acción más intensa. Aunque a veces sus detalles
ligeros se le volvían en contra, como la costumbre de aparecer medio camuflado en sus
propias películas: al final tuvo que restringir esos cameos a la parte inicial de los films y
hacerlos muy evidentes, para que el público no se distrajese del argumento principal,
más pendiente de tratar de localizar al director. Una curiosa recopilación de sus
cameos:

El montaje es el principal arma del director: Todos recordamos escenas célebres de


sus películas, como aquella de la ducha en Psicosis, que se basan en el llamado
«montaje acelerado». Esto es, una multitud de planos muy breves tomados desde
diversos ángulos, que se suceden rápidamente en la pantalla para componer la acción.
Esto, además de responder al intento hitchcockiano de crear desazón emocional en el
espectador mediante enfoques inusuales, le servía para dejar su impronta personal en
la película, era demás una manera de garantizarse que los jerifaltes del estudio no iban
a retocar sus escenas… porque, ¡sencillamente no sabrían cómo montarlas! El director,
decía Hitchcock, debe haber visualizado en su cabeza todo el largometraje ya antes de
comenzar a rodar, y muy particularmente debe tener perfectamente memorizadas
aquellas escenas clave que desea que aparezcan sin retocar en el film estrenado. De
este modo, entregando en la sala de montaje un montón de planos aparentemente
caóticos e inconexos, los ejecutivos se convencerían de que únicamente Hitchcock
sabría cómo sacar algo con sentido de semejante caos de material. Y acertaba.
El espectador debe tener más respuestas que preguntas: Para Hitchcock el
suspense no consistía en mantener al público en la ignorancia y rodeado de misterios,
o dejando que las amenazas los sorprendiesen, sino todo lo contrario. La gente que
miraba la pantalla debía tener mucha información, debía conocer aquello que podía
sucederles a los protagonistas del film y debía saber dónde, cuándo y cómo acechaba
el peligro. De lo contrario, lo que se obtiene es el efecto «susto», que dura apenas unos
segundos, y no el efecto suspense, que puede prolongarse casi tanto como el director
quiera. Es por esto que Hitchcock hizo siempre una auténtica campaña contra
los Whodunit, las típicas historias detectivescas donde todo son preguntas y los
misterios se van destapando poco a poco. Hitchcock, al contrario, mantenía únicamente
un misterio o unas pocas preguntas sin responder, los mínimos para que la historia
funcionase, pero el resto de respuestas se las entregaba al espectador de antemano.
Los personajes del film, en cambio, recibían la información única y exclusivamente en
un momento clave, cuando los espectadores ya habían procesado lo que estaba
sucediendo en pantalla.

Los objetos no son muy distintos de los actores: No hablamos aquí del famoso
desprecio de Hitchcock hacia los intérpretes, como en aquella célebre ocasión en que
le preguntaron «¿Es verdad que usted ha dicho que los actores son ganado?» y él
respondió tranquilamente «No he dicho que sean ganado, sino que hay que tratarlos
como a ganado». Mucha gente ha tomado esta actitud como un signo de soberbia,
aunque lo cierto es que podía resultar igualmente tajante con respecto a su propio
trabajo como director. Pero más allá de este cinismo tan típico de él («no hagas
películas con niños, ni con perros, ni con Charles Laughton») hay otro aspecto
completamente distinto en su relación con los actores, pero ya a nivel puramente
técnico. Hitchock no primaba a los actores por encima de los objetos. Objetos
inanimados e intérpretes humanos eran ambos material de idéntico valor narrativo para
la cámara. Esto hoy puede resultar menos sorprendente, ya que otros muchos
directores han tomado ese camino, pero durante el auge de Hitchcock no resultaba tan
común ese despego hacia el actor como casi exclusivo hilo conductor de la acción.

La mujer ha de responder a un patrón determinado: Hitchcock, como Billy Wilder,


era frecuentemente acusado de misoginia, y como Wilder, lo negaba tajantemente. Es
posible que ninguno de los dos se considerase realmente misógino en su vida personal
—eran hombres felizmente casados y, al menos por lo que sabemos, con sendas
mujeres de fuerte personalidad— pero como creadores hay algo que tienen en común:
en sus películas los principales papeles femeninos muy a menudo se prestan a una
interpretación bastante retorcida. Lo cual no significa que esa interpretación sea
necesariamente cierta, pero sí que ha llamado suficientemente la atención como para
que incluso en épocas pasadas, donde el feminismo no era precisamente una corriente
de pensamiento dominante, se hablase bastante de ello. En el caso de Wilder, muchos
personajes femeninos eran tratados con un cinismo rayano en el abierto desprecio, si
bien es verdad que los personajes masculinos no salían mucho mejor parados. Pero no
pocas veces la balanza parecía inclinarse en disfavor de las mujeres o así lo
interpretaban los observadores. En el caso de Hitchcock se percibía una mezcla de
profunda fascinación con una vena sádica que al parecer también mostraba en la vida
real, al menos en lo referente a su retorcido sentido del humor. Si en el cine de Wilder
muchas mujeres eran superficiales y volubles, en el de Hitchcock solían ser
extremadamente pasivas y vulnerables. Eso sí, estas interpretaciones se hacen sobre
el conjunto de toda su obra —porque como en todo hay excepciones o matices— y lo
cierto es que a menudo se han exagerado ciertos rasgos o se ha pretendido
psicoanalizar al director, señalando su obsesión con las mujeres de cabello rubio y con
un físico refinado y elegante. O el que su cine contuviese altas dosis de sexualidad —
que no de sexo— transmitidas con maestría; solamente un hombre muy fascinado por
el atractivo sexual de la mujer podía conseguir que la bellísima pero habitualmente
gélida Grace Kelly tuviese momentos de auténtica sensualidad calenturienta ante la
cámara (y sin necesidad de hacer nada particularmente provocativo), sensualidad que
no resaltaba prácticamente nunca bajo la batuta de otros directores. Según Hitchcock,
mujeres como las de sus películas —refinadas, altivas— escondían su sexualidad bajo
un velo de sofisticación, y él quería que el espectador descubriese esa sexualidad
durante la película y que no la diese por hecho antes como sí sucedía con actrices con
fama de ser más «carnales». O, dicho en sus propias palabras, «quería mujeres con
aspecto de maniquí, auténticas damas, que se convierten en verdaderas putas cuando
ya están en la alcoba». Esta explotación de una fantasía masculina bastante básica —
conquistar la sexualidad oculta de una mujer aparentemente inaccesible— hizo que
muchos quisieran trazar paralelismos entre las películas de Hitchcock y su propia
sexualidad, aunque esto, claro está, ya es terreno especulativo.

El 28 de diciembre de 1895, Día de los Santos Inocentes, en el Salon


Indien del Grand Café, Boulevard des Capucines 14, París, los
hermanos Auguste y Louis Lumière presentan en público –un franco la
entrada– un juguete nada inocente: el cinematógrafo.

Menos de cuatro años después, el 13 de agosto de 1899, en un primer


piso del 517 High Road, Leytonstone, noroeste de Londres, nace Alfred
Joseph Hitchcock, como llamado por aquella primera pantalla para ser
uno de sus hijos más fieles, y acaso el más original.

Sus padres, William y Emma Jane Whelan, de ascendencia irlandesa, lo


criaron y educaron bajo la religión católica.

Fue un niño tímido, callado, bueno, "oveja sin mancha" según su padre,
pero marcado por el miedo: el sentimiento que definiría todo su cine,
que caería sobre la platea como una soga asfixiante.
Louis Ferdinand Cèline, el autor de la gran novela Viaje al Fin de la
Noche, dividió a los humanos en dos
categorías: exhibicionistas y mirones. Y Alfred fue un icono de los
últimos.
A sus cuatro o cinco años, el padre lo mandó a una estación de policía
con una carta para el jefe. Éste la leyó…, y encerró al pequeño en una
celda:
–Esto es lo que se hace con los niños malos.

Alfred juró que nunca superó esos instantes "de miedo y humillación", y
su odio a los policías.

En cuanto a su timidez, le confesó a François Truffaut en la memorable


entrevista de 1955 transcripta en el libro El Cine según
Hitchcock (Editorial Alianza, primera edición en castellano, 1974), que
"hasta mis veintitrés años no salí con una chica ni tomé una copa".

Telefonista a la fuerza después de la muerte de su padre en 1914, al


empezar los años 20 tuvo su primer y modestísimo contacto con el cine:
diseñador de rótulos para la Famous Players Lasky, socia de
Paramount Pictures.

Dos años después rodó su primer film –el último, luego de sesenta,
fue en 1976: Trama Macabra–, sin fortuna: la Paramount cerró sus
estudios en Inglaterra, y quedó trunco…

En la entrevista con Truffaut reveló algunos de sus secretos: "La única


verdad del cine es una platea llena… Mis argumentos deben ser
simples: lo lamento por aquellos que me piden más profundidad y
mensaje… Los diálogos, en general, son inútiles: una buena película es
aquella que puede verse en el televisor de casa, con el sonido
apagado (Nota: su homenaje al cine mudo)… A veces, el sonido es tan
importante como la imagen… El peligro debe suceder en lugares
insospechados, abiertos, bien iluminados, y no en los clishés: callejones
en sombras donde acechan los villanos… Y de villanos hablando, no
deben parecerlo: los prefiero comunes, y en lo posible, distinguidos… El
suspenso, aun el más terrorífico, deben tener algún toque de humor… El
color también es un lenguaje… Para un director no hay mejor arma que
el montaje… No dije que los actores son ganado, sino que hay que
tratarlos como ganado… Cuando un actor me pregunta cuál debe ser la
motivación de su personaje, respondo: ¡Tu sueldo!..Mis mujeres en el
cine deben responder a un patrón: rubias, cuerpo refinado y elegante, y
altas dosis de sexualidad –no de sexo–, con aspecto de maniquí, de finas
damas que se convierten en putas cuando llegan al dormitorio".

Alfred Hitchcock (Shutterstock)


Sus actrices-fetiche fueron Grace Kelly, Ingrid Bergman, Vera Miles,
Janet Leigh, Tippi Hedren, Kim Novak. Sus actores: Cary Grant,
James Stewart, Ray Milland, Charles Laughton ("Nunca dirijas
películas con niños, con perros, ni con Laugthton: nadie recordará tu
nombre"). Y tal vez el mismo Hitchcok, padre del cameo: su fugaz
aparición en unos pocos segundos de película…

Filmografía imprescindible (obligada, en


realidad): Rebeca, Corresponsal Extranjero, Cuéntame tu Vida –su
incursión en el psicoanálisis: novedad en el cine– Festín
Diabólico, Pacto Siniestro, Mi Secreto me Condena, La Llamada
Fatal, La Ventana Indiscreta (¡!), con uno de los planos-secuencia más
largos del cine, Para Atrapar al Ladrón, Vértigo, Los
Pájaros, Marnie, La Cortina Rasgada, Intriga Internacional…

Pero es clave detenerse en Psicosis, de 1960, blanco y negro: es un


manual Hitchcok de principio a The End. Dato revolucionario: la
protagonista (Janet Leigh)… ¡muere casi al principio del film! El
hotelero del motel en que se aloja (Anthony Perkins), de aspecto
manso, amable, insospechado, emana la certeza de que algo horrendo
ocurrirá, reforzado por el contraste entre la lúgubre casona de fondo y el
impersonal cuarto, escenario fatal. Perkins le lleva un sandwich y un vaso
de leche…, que relumbra: otro preanuncio que Hichtcok resolvió
iluminado el vaso con una lámpara eléctrica en su interior. Y por fin,
ya con ella en la ducha, una de las escenas más célebres y aterradoras
de la historia del cine. La sombra del asesino y su cuchillo a través de la
cortina de baño…, la mano que descarga una puñalada tras otra…, el
sonido de los sostenes de la cortina de baño al romperse, con ella
aferrada desesperadamente…, la sangre que se escurre por el sumidero
de la bañera… La escena dura tres minutos y tiene cincuenta planos.
Pero todo es ilusorio. Pura sugestión. Lo que el público –estremecido–
quiere ver, y no lo que filmó el director. Se parece a los trucos de los
magos (la mujer serruchada, por ejemplo). Todo pasa, nada pasa,
y Psicosis es la obra maestra de un ilusionista.

Escena de “Psicosis”
Queda claro el consejo para lectores: si no la vieron, ¡búsquenla
ya!

A mediados de 2009 apareció el ensayo Las Damas de Hitchcock, del


norteamericano Donald Spoto. Según él, "sentía por las mujeres una
extraña mezcla de adoración y desprecio. Si hoy viviera, sería
denunciado por acoso sexual. Se casó, para cuidar las apariencias, con
la muy inteligente guionista Alma Reville: su consejera, cocinera, ama
de llaves. Pero entre ellos no hubo pasión. Pasó un año sin que el
matrimonio fuera consumado, hasta que en 1928 le nació una
hija: Patricia, heredera de su fortuna. Cruel, mientras filmaba Rebeca,
obligó a Joan Fontaine a repetir tres veces una escena, la abofeteó
hasta hacerla llorar, y dijo "¡Corten! Toma perfecta". En cambió mimó
a Ingrid Bergman –las nórdicas lo enloquecían–, y su rubia soñada fue
la gélida Grace Kelly, que llegó a decir "estaba obsesionado conmigo, al
punto en que me sentí muy incómoda". Y algo parecido sucedió
con Tippi Hedren en el rodaje de Los Pájaros".

Pero estos son sólo chismes. Material descartable.

Hitchcock y Tippi Hedren


En todo caso es más valioso y perenne el juicio de Truffaut: "Es
comparable a Kafka, a Dostoyevski, a Poe".

Hitchcock murió en Los Ángeles el 29 de abril de 1980. Tenía 80


años. Nunca recibió un Oscar. Sólo el honorífico Irving Thalberg en
1968, de las manos de su notorio colega Robert Wise. Una vergüenza.
Una bolilla negra para la Academia de Hollywood.

También podría gustarte