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Estamos aquí reunidos para encomendar a nuestro hermano Hans Urs von Balthasar a la
misericordia divina. Cuando muere un hombre de fe sentimos a la vez tristeza y consuelo. Estamos tristes
porque ya no está con nosotros; ya no volveremos a conversar con él, ya no volveremos a recibir su
consejo. A menudo le echaremos de menos y le buscaremos en vano. Sin embargo, en esta tristeza hay
también consuelo: su vida nos ha enseñado a creer, su testimonio es esperanza para él y para
nosotros: “Bien sé yo que mi defensor está vivo” (Jb 19,25). Sabemos que las almas de los muertos
viven en el cuerpo resucitado del Señor. Este cuerpo las salva y conduce hacia la resurrección
común. En este cuerpo, que nosotros podemos recibir, estamos cerca unos de otros y nos
sentimos unidos unos a otros.
No se trata ahora de rendir un homenaje a la obra de nuestro difunto, sino de consolarnos con la
palabra de Dios en la comunidad del cuerpo de Cristo y de dejar que este consuelo descienda desde su
vida hasta la nuestra. Henri de Lubac ha dicho que Balthasar ha sido probablemente el hombre más
culto de nuestro tiempo (1). De hecho, el ámbito de su obra se extiende desde los presocráticos
hasta Freud, Nietzsche, Brecht y abarca todo el legado occidental; filosófico, literario, artístico y
teológico. Pero en este amplio despliegue del espíritu a Balthasar no le interesaba la anécdota de la
erudición ni el poder que proporciona tener muchos conocimientos. Cuando quería conducir –como decían
los Padres- los tesoros de Egipto al dominio de la fe, sabía que estos tesoros sólo podían fructificar en un
corazón converso (2), y que, en cambio, se convierten en carga pesada sobre las espaldas del corazón
cerrado y obstinado. Sabía que la plenitud del saber se convierte en tristeza ante el inmenso
horizonte de lo desconocido y en desesperación a causa de nuestra impotencia para conocer
lo verdadero: el ser hombre, la vida misma. Hay una frase de san Agustín que expresa muy bien
lo que Balthasar pretendía: “Toda nuestra obra en esta vida, queridos hermanos, consiste en
curar los ojos del corazón para que puedan ver a Dios” (3). Lo que en realidad le interesó fue la
curación de los ojos del corazón para poder percibir lo verdadero: el fundamento y la meta del mundo y
de nuestra vida, el Dios viviente. Estas palabras de san Agustín manifiestan en qué medida su alma estaba
cerca del espíritu de Juan en el sentido de las palabras del Evangelio que acabamos de escuchar: “Esta
es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn
17,3). La vida eterna no es la vida que viene después, pues si así fuese, no sería eterna. Es la
única y verdadera vida. Vivimos cuando le conocemos. A Balthasar le interesaba el
conocimiento que es vida, la vida. Él mismo era un viviente, y en consecuencia, alguien que
da, pues la vida crea y se da constantemente.
“Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti”: todo el despliegue de su espíritu es búsqueda
de la verdad, búsqueda de la vida. Por todas partes ha buscado las huellas del Dios viviente, la
transparencia de su verdad, las ventanas que se abren hacia Él. Por todas partes intentó descubrir caminos
que le sacaran de la cárcel de la finitud y le condujeran al todo, a lo verdadero.
Por esta razón conocía también los límites de nuestra capacidad; sabía que el Dios viviente, que
nuestra mente no puede concebir, solamente se nos manifiesta cuando nuestro conceptos ya no
responden (4). En definitiva, es Él mismo el que se nos revela y va trascendiendo nuestro pensamiento.
Por eso Balthasar ha creado la expresión “Kniende Theologie” (teología postrada, arrodillada):
sabía que la teología está tensada entre los abismos de la obediencia y del amor humilde. Sabía que sólo
puede hacerse teología a partir del contacto con el Dios viviente que se produce en la oración.
Precisamente porque sabía que Dios es más grande que todo nuestro pensamiento y nuestro corazón, se
entregó al Dios encarnado y concreto, que en el rostro humano de Jesucristo nos parece más infinito y
más grande que en las negaciones de la mística amorfa, la cual, a fin de cuestas, permanece en lo
propiamente humano.
Esta obediencia del pensamiento que se deja llevar tanto por el Dios viviente como por las más
altas cimas de la mística, es muy tangible en la vida de Balthasar. Él nunca habría pensado en hacerse
sacerdote, ni siquiera en hacer carrera como teólogo o como hombre de Iglesia. Estudiaba germanística,
sus preferencias oscilaban entre la música y la literatura, hasta que encontró su “higuera”: estaba
debajo de un árbol situado en el bosque cercano a Basilea cuando fue sorprendido por el rayo
de la certeza: tienes que hacerte sacerdote, tienes que seguir a Ignacio (5). El vínculo de la
obediencia fue el rasgo ignaciano que marcó toda su vida. Balthasar no siguió el camino de su propia
voluntad, siguió el camino al que fue conducido contra sus propios deseos, hasta que su voluntad y su
ser se hicieron cada vez más libres y más puros. Como vivía de la obediencia, comprendió por sí mismo
que la teología no se alimenta de nuevos descubrimientos, sino de la humilde aceptación. Por
esta razón fue un verdadero hombre de Iglesia, cuyas debilidades y carencias no sólo conoció
teóricamente, pues no cesó durante toda su vida de experimentarlas dura y dolorosamente. Conocía
perfectamente las palabras de Agustín: “Nuestro invierno es el ocultamiento de Cristo”. Lo que
escribió sobre el Sábado Santo nos remite evidentemente al encuentro con la experiencia mística
de Adrienne von Speyr, pero también está muy próximo a su dolorosa experiencia de la aparente
ausencia de Dios a su Iglesia. Pero Balthasar sabía como Agustín que también “en el invierno vive la
raíz” (6) y que vivimos, si vivimos de la raíz. Por tanto, no creía en una teología que pretende hacerse
interesante en virtud de los descubrimientos propios y que conduce inevitablemente al vacío. No creía en
un pluralismo que en realidad no es otra cosa que la descomposición de lo que se corrompe. Sabía que el
único pluralismo positivo es aquel que es multiplicidad viviente en la unidad de lo vivo. Conocía la pobreza
de aquel progreso que Gregorio de Nisa compara con la ascensión a las dunas del desierto, en el que
en realidad no se adelanta un paso (7). También aquí la concreción del dogma representa para él
la garantía de la infinitud e inagotabilidad de la verdad, que no se debilita con las nuevas
afirmaciones, sino que nos propone tareas mayores y abre perspectivas que progresivamente
nos hacen presentir el todo en el fragmento.
Balthasar sentía un profundo respeto por la estructura petrina y jerárquica de la Iglesia, pero sabía
muy bien que esta jerarquía no es el todo ni tampoco lo más profundo de aquella. Balthasar hablaba
de la Iglesia como esposa, como persona. La Iglesia es plenamente ella misma en las personas, y
está presente en su totalidad en aquella de cuyo Fiat nació: en María, la madre del Señor. Para
Balthasar el Cristo joánico e ignaciano era ante todo un hombre mariano. Conocía lo carismático en la
Iglesia, el constante movimiento y eficiencia del Espíritu, que engendra una nueva vida allí donde no la
buscamos y allí donde no la deseamos.