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¿Cómo creó Borges ‘El

Aleph’? Un cómic cuenta


la vida del autor a partir
de este relato
Aquí está de nuevo Borges. Un Borges pintado que lleva dentro al Borges de
siempre. Lo ha dibujado Nicolás Castell y le ha dado voz Óscar Pantoja para
contar cómo fraguó el argentino uno de sus cuentos más famosos, El Aleph.
Eso muestra este libro, Borges. El laberinto infinito, porque, como dijo el
cuentista, «todo hombre es dos hombres y el verdadero es el otro, el que está
en el cielo».

Palabras literales

Esta historia se despliega en más de 150 páginas pero dice Castell que «es
como una película, como un biopic». El cómic está basado en hechos reales;
incluso en palabras literales. Ocurre así cuando se conocen Norah Lange y
Oliverio Girondo. Fue Borges quien los presentó. Fue él quien invitó a Norah
a esa fiesta con la intención de pasar la noche con la mu jer que amaba. Pero
su verdad no penetró en el entendimiento rebelde de esta escritora
vanguardista. En la absoluta nada rebotaron las palabras de Borges, al que
entonces llamaban Georgie:
—Este compadrito es inaguantable, un fanfarrón que ignora el oficio de la
escritura —dice el Borges novelado.

Y cuando la poeta de Los días y las noches y el poeta de la Persuasión de los


díasse vieron, se miraron, bebieron y bailaron, el Girondo real se acercó a
Norah y le susurró:

—¿Sabe lo que presiento, Norah? Que entre los dos va a ocurrir un incendio.

Reales son también las obsesiones dibujadas en el cómic: la pasión por los
tigres, por ejemplo. O la relación asfixiante que mantuvo con su madre. «Es
un personaje subyugado por la figura materna. Es algo muy chocante. Tenía
que llamarla siempre para decirle dónde estaba. Cuentan que un día, ya
mayor, cuando él tenía 45 años, ella se presentó en el bar donde estaba
bebiendo con unos amigos y le dijo: “Vamos, Georgie, que ya es muy tarde”»,
detalla el ilustrador.

«Era una persona muy tímida. Tenía muchas inseguridades. Donde más
cómodo se sentía era en su literatura. Yo quería representar la fragilidad de su
persona pero sin quitarle nada de dignidad ni faltarle al respeto. Borges no
deja de ser extraordinario por estas cualidades», indica. «Dejo ver estos
rasgos de su personalidad en una mirada vacía, en un gesto con la mano
crispada… Muestro una gestualidad que exprese todo esto de forma
inconsciente y que no sea brusca. Esa es una de las ventajas del cómic. En
una imagen se pueden decir muchas cosas de forma muy sutil».

Esta novela gráfica, que se expone hasta septiembre en la sala Lavagne


Projectsde Madrid, no mira solo al Borges literario. Aunque todo gira
alrededor de sus obras y, sobre todo, de El Aleph, las páginas construyen un
relato del Georgie que tuvo miedos, el que vio cómo perdía a su amor, el que
creció entre libros, el que un día dejó de ver la luz para siempre. El Borges
que, como el Alpeh, contiene todos los rasgos de su personalidad vistos desde
todos los ángulos.
El esqueleto del cómic

El tiempo no atiende a razones en este libro. Aparece al principio el Borges


enamorado de 1926. Viene después el niño lector, el de 1900; le sucede el de
1954, el que ya no ve. En un recuerdo añil, el Borges de 1927, atormentado,
da vueltas en la cama… Así, Georgie tras Georgie, van pasando hasta 10
momentos de su vida al correr de las páginas.

—Los saltos en el tiempo intentan recordar su forma de trabajar —explica


Castell—. Decidimos esta estructura porque Borges era un escritor de relatos.
No publicó novela. De una forma altiva decía que para qué contar algo en 200
páginas si se puede llegar al sumun de una historia en tan solo 12. Esa era su
brillantez.

Con la idea de contar la vida de Borges partiendo de El Aleph decidieron


dividir el cómic en capítulos independientes, «como si cada uno fuera un
pequeño relato, igual que concebía él sus historias», especifica el dibujante.
«Pero creo que si nos ceñimos a los diálogos de la obra no habría una unidad.
Los dibujos son los que intentan unificar esta historia que gira en torno a El
Aleph y a Norah Lange». Y así, cada sección es un Aleph, uno de los puntos
del espacio que contienen todos los puntos.

La oscuridad

Esta mañana, al abrir los ojos, ve lo mismo que cuando los tiene cerrados:
oscuridad. Abre tanto los párpados que parecen estallar. Pero no sirve de
nada. La habitación ha desaparecido; la luz no asoma por ninguna parte. «Así
que así es. Padre, también me llegó el día», dice un Borges que dirige sus
pupilas y sus manos al cielo.

—Intento que con mis dibujos se note la frustración. Es algo dramático, pero
la actitud que tomó, según he visto en muchas entrevistas, fue como la del
que contempla un lento atardecer. Quería mostrar que él lo afrontó con
aceptación —comenta Castell—. Y no lo vivió solo. Tenía a su madre, a sus
amigos… Tenía a muchas personas a las que podía dictar sus obras y que le
leían los textos que quería escuchar.

Esa ceguera no aparece en el cómic con ninguna palabra. Está contada en la


ventana borrosa de su dormitorio. También en la sucesión de las viñetas. Es
«como un movimiento de cámara extraño, como hacía Hitchcock en sus
películas», especifica.

Borges, como el protagonista de su cuento, bajó entonces por una escalera


vedada. Cayó. Y al abrir los ojos, vio el Aleph. Si todos los lugares de la
tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas,
todos los veneros de luz.

El capítulo azul

En 1939 amanece el día azulado. ¿O es añil? Aún puede ver Georgie el color
de la melancolía. Está adherido allá donde mira. En las aceras donde deja caer
su mirada, cabizbajo; en el tranvía ‘Azul cóndor’, donde se sienta, encorvado.
Y hasta pudiera parecer que de fondo suena un blues.

—Borges estaba deprimido. Fue en su edad madura. Tenía proyección como


escritor pero no conseguía vivir de ello y se vio obligado a trabajar en una
biblioteca. El resto de los administrativos se dedicaban a hablar de fútbol y le
pedían que clasificara menos libros para no dejarlos en evidencia.

Cuenta Castells que el poeta venía de patriarcas de mucho dinero. «Tenía un


sentimiento bastante clasista», indica. «Verse al nivel de esos administrativos
le frustraba. Por eso lo dibujo mirando hacia abajo y con los hombros
caídos».

El dibujante se metió en el ánimo de Borges para poder llevarlo a las páginas


del cómic. «Tenía que empatizar y me vi contagiado. En esa época me puse
triste. Pero ocurrió algo bonito en la vida de Borges y me ayudó a liberarme
de su pesar: descubrió la Divina Comedia y sintió el síndrome de Stendhal»,
indica Castell.

En ese momento, cuando Georgie quedó maravillado con la obra de Dante, el


azul se va evaporando de las páginas. Al entrar en la librería, al leer y releer
el poema, los colores de la historia se hacen más cálidos para mostrar que
«esa era la única fuente de felicidad que tenía en esa época».

El doblete de Borges

Aparece en una viñeta un Borges que habla con otro Borges. El personaje se
desdobla y aparecen dos. «Hay un relato suyo que va de eso. De ahí sacamos
la idea. Borges se encuentra con el Borges de su juventud», indica Castell.
«Los artistas conversamos con nosotros mismos. Así indagamos mejor en las
ideas».

Fue en el relato Borges y yo donde el escritor le habló a su otro, al Borges a


quien le ocurren las cosas:

«Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para


mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el
correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario
biográfico».
(…)
«Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo
vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica.
Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas
páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni
siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición».

El espejo
A Borges le asustaban los espejos. Pensaba que algún día, en vez de su
reflejo, aparecería un desconocido delante de él. No extraña este miedo a
Castell y lo atribuye a la «imaginación extraordinaria» del argentino.

El dibujante, en cambio, no siente ese repelús. Al contrario. El espejo es tan


imprescindible para él como el lápiz y el papel. Es ahí donde busca los gestos
de sus personajes. «Mi trabajo es parecido a crear una película en papel. Hago
de director, de cámara, de responsable de casting y, por supuesto, de actor»,
explica. «Todos sabemos dibujar caras muy tristes o muy felices. Pero hay
emociones sutiles que son muy difíciles de representar. Entonces tengo que
investigar en escenas de pelis o interpretar yo mismo el sentimiento para ver
cómo sería el gesto».

Moebius tenía un espejo en su escritorio. El célebre autor de cómic trabajaba


ahí las muecas y ademanes de sus personajes. «Todos mis compañeros de
profesión lo hacen también», explica Castell.

—Hay que saber entonces algo de dramatización.

—Sí. Y eso me encanta. Es divertido —contesta el granadino—. Es


fundamental para construir los personajes. Así los hacemos más carismáticos.
Esa fuerza es la que hace que volvamos a leer un cómic. Es lo que hace
atractivos a los protagonistas. Ocurre también en la literatura, en el cine o en
las series. En House, por ejemplo, los guiones son muy repetitivos, pero la
gente se engancha porque el protagonista es muy carismático.

Charles Dickens también habló de su espejo. Todas las mañanas, después de


desayunar, se sentaba frente a una mesa reclinada y escribía sus novelas por
entregas. En el instante que aparecía un nuevo personaje en la narración, el
novelista dejaba la pluma. Se ponía en pie y caminaba hasta la habitación de
al lado. Allí había un piano antiguo y un espejo enorme.

Dickens empezaba a actuar como lo haría el personaje. Decía lo que él diría;


sentía como él sentiría. Y, mientras, el literato miraba su comportamiento en
el espejo. Observaba, en su rostro, los gestos de otro hombre, y cuando ya lo
conocía, volvía a su mesa y continuaba escribiendo. Mr. Scrooge, Samuel
Pickwick o Tracy Tupman entraban y salían, a ratos, del cuerpo de Dickens.

El encuentro

Aquella candente mañana de primavera de 2014 Nicolás Castell estaba en la


Feria Internacional del Libro de Bolonia. Un señor moreno, con gafas de
pasta, se le acercó. Le dijo su nombre: John Naranjo, y le extendió su tarjeta:
editor. Le contó que había editado dos novelas gráficas. Una de Gabriel
García Márquez y otra de Juan Rulfo. La próxima sería de Borges y lo quería
a él para hacer los dibujos.

—¡Oh! No me lo puedo creer. Es mi escritor favorito desde siempre —


exclamó Castell—. ¡Fantástico!

Nada más volver a su ciudad, Granada, el ilustrador empezó a trabajar en el


cómic. Ya había leído las obras completas de Borges pero las volvió a leer. A
escudriñar, más bien, esta vez. Las tenía a mano. Estaban en una estantería de
su habitación desde el día en que, con 19 años, reunió por fin los 100 euros
que costaba la edición elegante que deseaba para adentrarse en El Aleph y el
resto de cuentos.

En esas páginas estaba el Borges de las palabras, el de los laberintos, el de los


desdoblamientos… El Borges por dentro. Pero Castell quería conocer también
al Borges por fuera. Así que sacó un billete a Buenos Aires y se fue volando a
la ciudad.

—Quería descubrir el ambiente donde vivía. Visité la casa de Victoria


Ocampo porque ahí se reunía Borges con otros escritores. Ahí hablaban y
organizaban las ediciones de la revista literaria Sur.

Paseó después Castell buscando los caminos de Georgie; los pasos que dio el
cuentista desde ahí hasta su casa de la calle Serrano; el callejeo del poeta
hasta los cafés que frecuentaba. «Para el diseño de los personajes tienes que
investigar mucho», apunta. Era preciso entrar en el laberinto que recorrió una
y mil veces Jorge Luis Borges aunque hubiera que cruzar el Atlántico.

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