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Simón Rodríguez
(Simón Narciso Jesús Rodríguez; Caracas, Venezuela, 1769 - Amotape, Perú,
1854) Pedagogo y escritor venezolano.

Simón Rodríguez

Jamás la historia de la América independentista ha sido tan injusta con uno


de sus grandes personajes como lo fue con la obra del insigne educador y
gran pensador americano don Simón Rodríguez. El relato de su vida,
atrapado en el sobrenombre de El Maestro del Libertador, se destacó en la
historia por el mérito de haber forjado el espíritu y las ideas de Bolívar,
reduciendo a pasividad lo que fue realmente una activa relación de
reciprocidad.

Pero Simón Rodríguez no nació para hacer de Bolívar el futuro Libertador de


América; se hizo a sí mismo, más bien, para convertir en verdaderas
repúblicas a los territorios conquistados por la libertad. El proyecto diseñado
por Simón Rodríguez, basado en la colonización del continente por sus
propios habitantes y en la formación de ciudadanos por medio del saber, lo
dibuja como un gran pensador americano a quien, en virtud de su incesante
lucha en favor de la educación popular, sería más justo recordar como el
gran maestro de muchos. La originalidad de sus pensamientos, su sentido
estricto de la honestidad, la trascendencia renovadora de sus ideas
pedagógicas y sociales y la heterodoxia y excentricidad de sus métodos
hablan de un hombre con sentido propio, ajeno al contexto de su época.

Biografía

Los historiadores suelen ubicarlo en la borrosa frontera que separa la


genialidad de la locura; y no sin razón, ya que la vida de Simón Narciso Jesús
Rodríguez se encuentra minada de anécdotas que no cesan de sugerir la
interrogante. Nació en Caracas el 28 de octubre de 1769 (aunque también
se afirma que fue en 1771); se dice que era hijo natural de Rosalía
Rodríguez y de un hombre desconocido, de apellido Carreño.

Las imprecisiones en torno a su procedencia han animado la fábula:


abandonado en las puertas de un monasterio, se crió en la casa de un clérigo
de nombre Alejandro Carreño, quien se presume que era su padre, junto a
su hermano Cayetano Carreño, que se convertiría en un famoso músico de
la ciudad. Era alto y fornido, y su extravagante forma de vestir provocaba la
risa de muchos.

Ninguna de estas referencias, sin embargo, cifra la existencia de Simón


Rodríguez: viajero incansable, fue un cosmopolita en el sentido literal del
término, a quien poco importaba el arraigo a cualquier vínculo familiar,
cultural o territorial. El ethos de su vida fue siempre educar, y para ello
recorrió el mundo entero, en busca de un lugar en el cual pudiera "hacer
algo" y poner en práctica sus ideas. Ésta fue su verdadera patria.

El joven maestro

La larga carrera de Simón Rodríguez como educador, si es que así puede


etiquetarse su incesante labor de "formar ciudadanos por medio del saber",
se inicia oficialmente cuando el Cabildo de Caracas le otorga, en 1791, el
permiso para ejercer de maestro de escuela de primeras letras en la única
escuela pública de esa ciudad. Claro está que la formación autodidacta
emprendida por Rodríguez desde muy joven habla de un inicio más
temprano en su carrera y de un encuentro prematuro con la vocación del
saber, la reflexión y el pensamiento.
Simón Rodríguez

A los veinte años de edad, según se dice, Simón Rodríguez ya había leído
a Jean-Jacques Rousseau, particularmente su obra Emilio o De la
educación, y una traducción de la Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano. Como muestra del ímpetu y la avidez de sus reflexiones,
siempre originales y a contrapelo del medio, presentó al ayuntamiento de
Caracas, en 1794, un estudio titulado Reflexiones sobre los efectos que
vician la escuela de primeras letras de Caracas y medio de lograr su reforma
por un nuevo establecimiento.

Las ideas vertidas en este ensayo parten de la necesidad de formalizar la


educación pública por medio de la creación de nuevas escuelas y la
formación de buenos profesores; de esta forma, argumentaba, se
promovería la incorporación de más alumnos (incluyendo a los niños pardos
y negros) y la disminución progresiva de la enseñanza particular; se
requería además buenos salarios.

Fue en esa época cuando, en la escuela de primeras letras del Cabildo de


Caracas, tuvo entre sus alumnos, hasta los catorce años, al entonces
travieso Simón Bolívar. Simón Rodríguez, que además de maestro era
también amanuense del tutor de Bolívar, había sido recomendado para
encargarse de la educación del futuro Libertador de América.

Alguna contingencia de vital importancia para la vida del maestro lo


animaría a abandonar el país. La fecha de su éxodo es dudosa, tanto como
la naturaleza de los acontecimientos que lo propiciaron. Es un lugar común
el que afirma que Simón Rodríguez formaba parte de la famosa conspiración
de Manuel Gual y José María España, descubierta el 13 de julio de 1797, y
que tuvo que huir despavorido hacia La Guaira para embarcarse en un
galeón con destino a Jamaica.

Hay quien asegura, sin embargo, que su partida ocurrió en fecha anterior a
noviembre de 1795, y que fue motivada por su descontento con el régimen
español: "Mal avenido con la tiranía que lo agobiaba bajo el sistema colonial
(en palabras de Daniel Florencio O'Leary), resolvió buscar en otra parte la
libertad de pensamiento y de acción que no se toleraba en su país
natal". Jamaica le esperaba como puerto de inicio de una aventura de más
de veinte años en el exilio.

El exilio

La vocación que mostraba Simón Rodríguez hacia la educación se manifiesta


también en la atención que prestaba a los nuevos conocimientos; se
encontraba sediento por aprender, al tiempo que diseñaba y ensayaba a su
paso nuevos métodos de enseñanza. Una vez en Kingston, Rodríguez utilizó
sus ahorros para aprender inglés en una escuela de niños; mientras lo hacía,
se divertía enseñando castellano a los párvulos. Su método era curioso: "Al
salir a la calle los alumnos lanzan sus sombreros al aire, y yo hago lo mismo
que ellos".

Su siguiente destino sería Estados Unidos. En Baltimore se empleó como


cajista de imprenta, oficio que le permitiría, más tarde, componer él mismo
los moldes de imprenta de sus obras. Tres años después viajó a Bayona, en
Francia, donde se registró bajo el nombre de Samuel Robinson "para no
tener constantemente en la memoria (según dijo él mismo) el recuerdo de la
servidumbre". Más tarde, en la ciudad de París, se empadronaría en el
registro de españoles de la manera siguiente: "Samuel Robinson, hombre de
letras, nacido en Filadelfia, de treinta y un años"; y esta identidad la
mantendría los siguientes veinte años de su vida en el viejo continente.

En París conoció a Fray Servando Teresa de Mier, un sacerdote


revolucionario de origen mexicano, y lo convenció para que juntos abrieran
una escuela de lengua española. Para acreditar sus conocimientos,
Rodríguez tradujo al castellano la novela Atala de Chateaubriand; Mier se
atribuyó la traducción. También estudió física y química, y se convirtió en el
expositor de orden de las investigaciones del laboratorio para el cual
trabajaba.

Bolívar se encontraba en París desde 1803, y Simón Rodríguez formaba


parte de sus amistades más cercanas. Ambos disfrutaban de largas tertulias,
a veces solos y otras acompañados de Fernando Toro o de algún otro
personaje. En 1805 emprendieron una larga travesía hasta Italia, cruzando
a pie los Alpes. Fueron de Chambéry a Milán, luego a Verona y Venecia,
Padua, Ferrara, Florencia y Perusa.
El juramento del Monte Sacro

Por último, llegaron a Roma. Aquí fue donde subieron al Monte Sacro y se
produjo el famoso juramento de Bolívar de libertar América: "Juro delante
de usted (así describe Rodríguez el juramento de Bolívar), juro por el Dios
de mis padres, juro por ellos, juro por mi honor, y juro por la patria, que no
daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las
cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español".

En la ciudad de Nápoles sus trayectorias se separaron: Bolívar regresó a


América; Simón Rodríguez volvió a París y de ahí marchó a Alemania, y
luego a Prusia, Polonia, Rusia e Inglaterra. Según su propio relato, trabajó
en un laboratorio de química, participó en juntas secretas de carácter
socialista, estudió literatura y lenguas y regentó una escuela de primeras
letras en un pueblecito de Rusia.

Posteriormente, en Londres, se desempeñó como educador e inventó un


novedoso sistema de enseñanza con varios tópicos, de los cuales uno estaba
destinado al buen manejo de la escritura: colocaba a sus alumnos con los
brazos en triángulo y los dedos atados, quedando en libertad el índice, el
medio y el pulgar. Y los ejercitaba en seguir sobre el papel, situado
oblicuamente, los contornos de una plancha de metal donde se había
trazado un óvalo. De esta figura formaba todas las letras. "Nada más
ingenioso (diría Andrés Bello), nada más lógico, nada más atractivo que su
método; es en este sentido otro Pestalozzi, que tiene, como éste, la pasión
y el genio de la enseñanza".

Y es que Simón Rodríguez era un apasionado de la escritura. Veía en ella


unas capacidades expresivas que, desde su punto de vista, no estaban
reflejadas en la gramática española. Solía escribir utilizando al máximo
signos de puntuación, admiración y exclamación, mayúsculas y subrayados,
y esquemas de fórmulas, símbolos, paréntesis y llaves, de forma tal que le
resultara posible transmitir el espíritu y la complejidad de sus pensamientos.
Quería una letra viva. Y así la habría de practicar a lo largo de todos sus
escritos en Europa y una vez retornado al nuevo continente.

Retorno a América

Animado por las noticias que le llegaban de América, Simón Rodríguez


emprendió viaje de regreso en 1823. En su largo exilio había madurado cada
vez más sus ideas en torno a la educación y la política, nutriéndose,
fundamentalmente, del pensamiento de Montesquieu. Es cierto que
Rodríguez acogió las ideas de la Ilustración, pero las utilizó como referencia
para la construcción de un proyecto muy original.

En realidad, no podía ser de otra forma, pues el legado de Montesquieu


acerca del determinismo geográfico y cultural no invitaba a nada distinto.
Así lo expresó Simón Rodríguez: "Las leyes deben ser adecuadas al pueblo
para el que fueron dictadas, [...] deben adaptarse a los caracteres físicos del
país, [...] deben adaptarse al grado de libertad que permita la Constitución,
a la religión de sus habitantes, a sus inclinaciones, a su riqueza, a su número,
a su comercio, a sus costumbres y a sus maneras".

De ahí que su obsesión fuera, hasta el momento de su muerte, la de


promover la "conquista de América por medio de las ideas"; era preciso
formar ciudadanos allí donde no los había, y sólo así se lograría fundar
verdaderas repúblicas que no fuesen una mera imitación de las europeas. La
América española poseía su propia identidad, y había de poseer sus propias
instituciones y gobiernos: "O inventamos o erramos". Su pensamiento,
aunque original, chocaba con el ideario que imperaba en los albores de la
Independencia americana. Quizá por ello nunca fue del todo comprendido,
aun cuando su lucha por ser escuchado y por fundar escuelas públicas a
diestro y siniestro no cesó sino en el instante de su muerte.

El reencuentro con Bolívar

Una vez enterado de la estancia de Rodríguez en Colombia, Bolívar le


escribió una carta en la cual lo invitaba a encontrarse con él en el sur, donde
se hallaba en plena campaña. En Bogotá, primer lugar de estancia a su
regreso, sus primeros pasos se encaminaron a instalar una "Casa de
Industria Pública". Deseaba, más que nada, dotar a los alumnos de
conocimientos directos y habilitar maestros de todos los oficios.

El proyecto fracasó por falta de recursos y el maestro se dirigió hacia el sur.


En Guayaquil presentó al gobierno un plan de colonización para el oriente de
Ecuador. Finalmente, se encontró con Bolívar en Lima: Simón Rodríguez le
presentó sus planes pedagógicos, que habrían de ser implantados en
América, en las escuelas que el Libertador ya trataba de fundar y que
pondría bajo la dirección del educador. Simón Rodríguez quedó incorporado
a su equipo de colaboradores.

A mediados de abril de 1825 inició, junto con Bolívar, un recorrido por Perú
y Bolivia. En Arequipa organizó una casa de estudios; después subió al
Cuzco, donde fundó un colegio para varones, otro para niñas, un hospicio y
una casa de refugio para los desvalidos. En el departamento de Puno hizo
otro tanto. En septiembre, ya acompañados del general Antonio José de
Sucre, presidente de Bolivia, entraron ambos en La Paz, antes de dirigirse a
Oruro y a Potosí.

Simón Rodríguez

Y en Chuquisaca, en noviembre de 1825, tuvo que detener la marcha, pues


el proyecto educativo de Simón Rodríguez había de comenzar en esa ciudad.
Bolívar lo nombró entonces director de Enseñanza Pública, Ciencias Físicas,
Matemáticas y Artes, y director general de Minas, Agricultura y Caminos
Públicos de la República Boliviana. El primer día del año 1826 comenzaría a
funcionar la llamada Escuela Modelo, que en el cuarto mes de su andadura
tenía ya doscientos alumnos.

El plan de enseñanza era muy original: se agrupaba a los alumnos y se


concertaban los métodos educativos, mezclándose la técnica y el espíritu.
Los niños, entregados por entero a las tareas de aprendizaje, aun durante
los ratos de diversión, eran observados individualmente por personal
facultativo para identificar las inclinaciones de cada alumno. En palabras de
muchos entendidos, la originalidad de estos proyectos se parecía a la
aplicada en los famosos falansterios de Charles Fourier; sin embargo, Simón
Rodríguez nunca había tenido contacto con aquella obra.
Con independencia de cuál fuera la filosofía implicada en el desarrollo de
este proyecto, estuvo claro que no tenía encaje alguno en la sociedad de
entonces; la gente no comprendía aquello y le parecía excesiva la inversión
que demandaban las escuelas. El mariscal Sucre se vio influido por la crítica
del medio, y escribió al Libertador para mostrarle su descontento con la obra
de Robinson, como lo solía llamar. Después de enemistarse con todos,
Simón Rodríguez renunció finalmente a su cargo. Con profunda rabia y
decepción escribió una carta al Libertador, en la que se quejó amargamente
de la incomprensión que había padecido.

Últimos años

Decepcionado por cuanto no le habían dejado hacer por la libertad de


América, y arruinado y endeudado por cuanto había puesto de su bolsillo
para el funcionamiento de las escuelas, se marchó al Perú. En Arequipa
montó una fábrica de velas, de la cual esperaba obtener fondos para su
manutención; las velas representaban también una muestra sarcástica de
aquello que en su opinión había significado el "siglo de las luces" para
América.

El éxito de su negocio, sin embargo, estuvo en su retorno a las actividades


de maestro: los padres acudían masivamente a la tienda para que se
encargara de la educación de sus hijos; y fue así como Simón Rodríguez
pidió nuevamente licencia para ser maestro. En 1828 publicó su primera
obra, titulada Sociedades americanas en 1828; cómo son y cómo deberían
ser en los siglos venideros. Se trataba, en realidad, del prólogo de la obra,
en el cual se defiende el derecho de cada persona a recibir educación,
señalándose la importancia que ésta tiene para el desarrollo político y social
de los nuevos estados americanos.

La primera parte fue reimpresa en El Mercurio Peruano al año siguiente, y


continuada en El Mercurio de Valparaíso en noviembre y diciembre de 1829.
También publicó en la imprenta pública una obra en defensa de Bolívar,
titulada El Libertador del Mediodía de América y sus compañeros de armas,
defendidos por un amigo de la causa social. Otras obras suyas fueron
publicadas, entre las que figura un proyecto de ingeniería e hidrología en
torno al terreno de Vincoaya. Había muerto el Libertador y el proyecto de la
Gran Colombia había quedado deshecho.
Simón Rodríguez

Después de publicar parte de la obra Sociedades Americanas, se marchó a


Concepción (Chile), invitado por el intendente de la ciudad para que "llevara
a cabo el mejor plan posible de educación científica" en el Instituto Libertario
de Concepción. Aplicó a la enseñanza el sistema diseñado en Arequipa, a
propósito del proyecto hidrográfico, valiéndose de cuadros sinópticos. El
primer cuadro era "fisionómico", y alcanzaba sólo a las nociones; el segundo
era "fisiográfico", destinado a proporcionar el conocimiento; el tercero era
"fisiológico" o de la ciencia, y el cuarto representaba lo "económico", es decir,
la filosofía.

En 1834 publicó Luces y virtudes sociales, obra acabada de su gran proyecto


de instrucción. Desgraciadamente, su suerte se vio teñida una vez más por
la fatalidad: el terremoto de Concepción de 1835 acabó con todo, incluyendo
la estancia de Simón Rodríguez en esa ciudad; "en América no sirvo para
nada", exclamaría. Se marchó a Santiago de Chile y protagonizó un
maravilloso encuentro con Andrés Bello, del cual brotaría parte del impulso
de la universidad fundada por el insigne humanista.

Partió luego a Valparaíso, ciudad en la cual también se dedicó a la enseñanza,


utilizando un método bastante original para la época: en la clase de
anatomía, se desnudaba y caminaba por el salón para que los alumnos
"tuvieran una idea del cuerpo humano". Por supuesto, esta didáctica no tuvo
larga vida. La sociedad comenzó a rechazarlo; la población de alumnos
descendería rápidamente y él acabaría en la más absoluta miseria.

Así lo encontró el viajero francés Louis-Antoine Vendel-Heyl, a quien diría,


casi llorando, que "ni siquiera podía tener el consuelo de publicar el fruto de
sus meditaciones y sus estudios". Como muestra del resquemor que sentía
hacia la sociedad que frustró sus proyectos, en la puerta de la casa de Simón
Rodríguez podía leerse un letrero que decía: "Luces y virtudes americanas,
esto es: velas de sebo, paciencia, jabón, resignación, cola fuerte, amor al
trabajo".

Sufriendo el temor de que su obra se perdiera, alrededor de 1842 escribió:


"La experiencia y el estudio me suministran luces, pero necesito un
candelero donde colocarlas: ese candelero es la imprenta. Ando paseando
mis manuscritos como los italianos sus Titirimundis. Soy viejo y, aunque
robusto, temo dejar, de un día para otro, un baúl lleno de ideas para pasto
de un gacetillero que no las entienda. Si muriera, yo habría perdido un poco
de gloria, pero los americanos habrían perdido algo más".

Reeditó la obra Sociedades americanas y, sin más, marchó rumbo al


Ecuador. En el camino se detuvo en Paita y visitó a la amante de
Bolívar, Manuela Sáenz, que se encontraba retirada en esa ciudad. En
Latacunga fue acogido por un sacerdote, el doctor Vésquez, quien se
empeñaba en que don Simón fuera maestro en el Colegio de San Vicente. A
pesar de la insistencia del maestro en dedicarse a la agricultura, terminó
siendo profesor de botánica de esa institución.

Paralelamente, y en forma coherente con su visión de las cosas, fundó en


esa ciudad una fábrica de pólvora y al mismo tiempo publicó un folleto sobre
la Fabricación de pólvora y armas con otras enseñanzas generales, en cuyo
preámbulo se puede leer: "la pólvora es aquí el pretexto para tratar de la
educación del pueblo". Posteriormente partió a Quito y fundó otra fábrica de
velas; luego marchó a Ibarra, a Colombia, y regresó nuevamente a Quito en
el año 1853.

Tenía 82 años y conservaba aún un aspecto atlético. Dictó una conferencia


que sorprendió al público por sus experiencias y por sus amores tórridos e
hijos dejados por el mundo, al igual que por sus ideas. Finalmente, en 1853,
a pesar de haber manifestado su intención de volver a Europa con la ilusión
de que allí todavía se podía "hacer algo", se trasladó a Amotate, ciudad
peruana en la que falleció el 28 de febrero de 1854, a los 83 años de edad.

La obra de Simón Rodríguez

Guiado por la idea de que sólo a través de la educación popular se


garantizaría la verdadera fortaleza y prosperidad de las nuevas repúblicas,
Simón Rodríguez trazó un proyecto pedagógico de una originalidad
indiscutible. En Rodríguez se fundían de manera extraordinaria el educador,
el hombre de ideas y el escritor. Sus páginas son fascinantes no sólo por la
consistencia de sus ideas y la alta temperatura pasional que les imprime,
sino también por el indiscutible y original acento de novedad de su escritura.
Ello se manifiesta en la particular vivacidad (rasgo inocultablemente
americano) que insufla al castellano, un tanto envarado por siglos de
retórica colonial, y en las innovaciones que introdujo en materia tipográfica.
Pedagogo influido por Jean-Jacques Rousseau y Henri de Saint-Simon,
Simón Rodríguez fue un reformador intuitivo. Maestro de Simón Bolívar, sus
inquietudes e ideas reformadoras influyeron poderosamente en la formación
de El Libertador, según él mismo reconoció. Después del triunfo de Bolívar,
Rodríguez fue director e inspector general de Instrucción Pública y
Beneficencia y organizó escuelas, pero su inquietud y su carácter no lo
dejaron nunca asentar, mal que se agravó tras la muerte de Bolívar; el
maestro fue rodando hasta su avanzada ancianidad por Chile, Ecuador,
Colombia y Perú.

Simón Rodríguez fue el primero que quiso aplicar en Sudamérica los


audaces métodos educativos que empezaban a utilizarse a comienzos del
siglo XIX en Europa, y por todos los medios trató de imponer en las
atrasadas provincias de Bolivia y Colombia las novedosas y revolucionarias
teorías sobre la educación de la infancia. Nutrido en las ideas de los grandes
filósofos franceses del siglo XVIII, fue un espíritu inconforme y radical. Sus
principales textos son El Libertador del Mediodía de América y sus
compañeros de armas, defendidos por un amigo de la causa
social (1830), Luces y virtudes sociales (1834) y Sociedades americanas en
1828; cómo son y cómo deberían ser en los siglos venideros (1828, última
edición en 1842).

En El Libertador del Mediodía de América hizo una defensa vigorosa de la


figura de Bolívar y de su actuación en la guerra de Independencia,
exponiendo al mismo tiempo muchas de sus propias ideas sobre la cultura y
el destino de los pueblos hispanoamericanos. Aunque esta obra es muy
desigual, y por la premura en que fue escrita y el temperamento mismo del
autor no guarda mucha unidad, resaltan en ella admirables y audaces
pensamientos que hacen de la misma uno de los estudios más interesantes
de la cultura americana del siglo pasado. Otros escritos suyos son El suelo y
sus habitantes, Extracto sucinto sobre la educación republicana, Consejos
de amigo dados al Colegio de Latacunga y Crítica de las providencias del
gobierno.

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