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Mordiscos

El amor hace cosquillas. 13

Mordiscos (segunda parte) 21


Mímame, Irina. 35

Calla y come, Imbécil. 45

Esto otra vez no, por favor. 53

Después del funeral. 64

Llámame amo 74

Cuestión de labia 83

Milady y yo. 93

Chica a la espera. 100

Su afición secreta. 111


Mordiscos
Londres, 1962.

La música sonaba a niveles ensordecedores, mientras las luces de colores


iluminaban alternativamente la discoteca, mostrando los dibujos de las paredes:
cabezas de leones, flores enormes, letreros que pedían amor y paz para todo el
mundo, una foto de Ghandi, una chica en desnudo dorsal… El humo del tabaco
creaba caprichosas formas en medio de las luces y las sombras, dando un
ambiente de sortilegio a la sala.

Bartholomew aspiraba intensamente el cigarrito liado que la joven le ponía en


los labios. Cada vez que el humo salía de sus labios casi cerrados, le invadía una
extraña sensación de ingravidez. El joven tenía el cabello muy largo y un poco
de barba, de color castaño casi rojizo, y los ojos del mismo color. Era gordito y
sus ropas, demasiado ostentosas, de decidido mal gusto, pero había entrado en la
discoteca repartiendo

billetes, y eso hacía que aumentase en muchos enteros su atractivo. La joven


rubia, con cara lánguida por el porro, estaba por completo recostada sobre él y se
dejaba abrazar hasta que él casi le tocaba las nalgas, mientras ella no dejaba de
acariciarle la prominente tripa, también bajando hasta límites que hubieran sido
imposibles de haber estado ella un poco más sobria, y él, un poco más pobre.

Bartholomew lo estaba pasando bien, muy bien en Londres. Con la llegada de la


antibaby, la “píldora mágica”, que le decían muchos, parecía que ahora todo
estaba permitido. Las chicas ya no tenían miedo de acostarse con quien les
apeteciera, porque no podía pasar nada. Aquí, a todo el mundo le gustaba beber,
fumar y divertirse. Él no tenía problemas para conseguir dinero, y había todo un
mundo para gastarlo alegremente. Su vida era una fiesta continua…

—Leche sola— …que acababa de terminar.

El cazador estaba en la otra punta de la discoteca, en la barra, pero a pesar de la


distancia y la música, Bartholomew había podido oírle con tanta claridad como
si le tuviese a su lado. El porro se le cayó de los labios y su mano, floja, dejó
caer la copa. El ruido era tal en la discoteca, que el estrépito del cristal, ni
siquiera se oyó. Pero él sí lo había oído. El cazador se volvió ligeramente en la
barra y le sonrió. Con la boca cerrada. Bartholomew intentó tranquilizarse “no
va a abalanzarse sobre mí en una discoteca llena de gente”, pensó. Pero eso, era
sólo una posibilidad. La gente de su clan había aprendido a guardarse de los
cazadores igual que los ratones se protegen de los gatos, pero en los últimos
tiempos, se había hecho famosa la crueldad de una pareja de cazadores. Al
menos, en ésta ocasión, él estaba solo, no la había traído a ella.

Bartholomew sabía a quién se enfrentaba. Al menos, lo que se podía saber de él.

—Tengo que marcharme— musitó a la joven rubia. Ésta protestó cuando él se


movió, pero él no se detuvo, y comenzó a caminar hacia la barra. No tenía
sentido ocultarse cuando había sido descubierto. Y

sabía que al cazador le gustaba jugar. Le gustaría oler su miedo. “Conocer a tu


enemigo, es vencerlo”, se obligó a recordar, y echó a andar hacia él. Era
consciente de que no ofrecía una imagen nada apropiada para un combate.
Llevaba pantalones blancos que tenía que sujetarse debajo de la barriga, de
modo que parte de ella quedaba al descubierto, una camisa de tela brillante con
estampado de flores, de mangas largas y escote picudo, un abrigo de pieles sobre
ella, botas de tacón con espuelas, y grandes gafas de sol. Su asesino llevaba
sencillas ropas negras, toscas botas y un largo abrigo negro. También su cabello
corto y sus ojos maliciosos eran oscuros. Sólo sus dientes eran blancos, como
pudo apreciar cuando estuvo a su lado y éste sonrió abiertamente, mostrando sus
colmillos.

—¿No te parece que huele a sudor de cerdo por aquí? — susurró el cazador, a
modo de saludo, cuando Bartholomew estuvo a su lado.

—Quiero saber quién te envía. — logró decir.

—Alguien que paga. Yo no necesito saber más, y tú, tampoco. — Tomó un


cigarrillo y lo encendió. El joven estuvo a punto de decirle que lo estaba
sosteniendo al revés, cuando el cazador se lo metió en la boca encendido y
aspiró con deleite. Cuando exhaló el humo, se rio entre dientes de la cara de
estupor de su

presa. Bartholomew pudo entrever la lengua del cazador, quemada,


regenerándose rápidamente, hasta que la cicatriz desapareció en pocos segundos.
El joven no lo sabía, pero al cazador, el sabor del fuego le gustaba.
Le recordaba a su mujer, que esa noche, no había podido acompañarle.

—Han sido los Dementia, ¿verdad? — le apremió Bartholomew — ¿Han sido


los Dementia?

El cazador, sin dejar de mirarle socarrón, dio otra calada al cigarrillo, esta vez al
derecho, y contestó:

—Asuntos de familia. Al parecer, alguien ha estado metiendo su colita de cerdo,


donde no debía.

—Prácticamente me violó. Me hizo tomar mandrágora, me esposó a las puertas


de los lavabos y me arrancó la bragueta. — Hablaba más con la nariz que con la
garganta, y siempre parecía hablar con esfuerzo, como si estuviera
constantemente constipado o si luchar contra su propio peso le cansara todo el
tiempo — Estaba muy a gusto chupándome “mi colita de cerdo”, hasta que se
enteró de que yo era un Chupacabras. Entonces, ya no le gustó. ¿Ahora resulta
que la he violado?

—Todas mis presas cometen un error de apreciación. — comentó el cazador —


Parecen pensar que, a

mí, me importan en algo las razones de cualquiera. — Bartholomew quedó


desconcertado por un instante.

— Pero siempre me gusta dar un poco de ventaja. Tienes tres minutos. Corre.

El joven supo que el cazador hablaba en serio, y no intentó sacar más tiempo, ni
perder el poco que tenía hablando o suplicando. Se volvió e intentó salir de la
discoteca lo más deprisa que pudo, pese a chocar con la multitud. Trastabillando
alcanzó la calle, y echó a correr atropelladamente, esforzándose por pensar.

Alan, el cazador, fumó su cigarrillo sin prisa y se bebió su leche. No es que


adorase su trabajo, pero era divertido. Aunque sin Coral, su esposa, perdía buena
parte de la gracia. Cuando estaba ella, se picaban el uno al otro, jugueteaban con
la presa como dos gatos con un pájaro con un ala rota, bromeaban y acababan
retozando sobre la sangre todavía caliente, dándose un festín de carne y sexo.
Hoy no habría nada de eso.

Sólo muerte. Y su presa ni siquiera era una joven chillona de esas a las que es
tan divertido asustar, sino un maldito zombi lamecuellos, como llamaba Alan a
los vampiros. Y, por si fuera poco, un puto Chupacabras.

Un desgraciado, un paria. La escoria social dentro de los mismos vampiros. Un


infeliz que no había cometido más error que el de meterse entre las piernas
equivocadas. Claro que sólo a un Chupacabras se le podía ocurrir la idiotez de
liarse con una Dementia y pensar que viviría para contarlo. Qué aburrimiento.

No obstante, el deber es el deber, se recordó Alan; pagó su vaso de leche y salió


al exterior. No le gustaban los vampiros, para él era agradable cargarse a uno,
pero no lo era tanto saber que lo hacía por encargo de otro vampiro, que tenía el
cinismo de creerse mejor, sólo por pertenecer a otra casta. Los licántropos como
Alan se establecían en clanes familiares, los vampiros en castas. Un licántropo
no consideraría inferior a un semejante por pertenecer a otra familia. Rival sí,
pero inferior no. Los vampiros, en cambio, estaban establecidos en rígidas
castas, donde los Dementia eran los principales, los que cortaban

el pastel. Se decía que descendían del propio Bassarab Vlad Drakul, más
conocido como Conde Drácula, pero esto Alan no acababa de creerlo. Fuera
como fuese, los Dementia eran la casta más poderosa, cerrada y endogámica de
los vampiros. Controlaban la política en varios países, el tráfico de dinero, armas
y drogas…

eran salvajes hasta bajo el punto de vista de Alan, y no toleraban los escarceos
con vampiros de otros clanes inferiores, salvo para concebir.

Por debajo de los Dementia, estaban los Lacrima Sanguis, los únicos vampiros
que poseían la fertilidad y que podían reproducirse normalmente, tanto con
humanos como con otros vampiros, y que gozaban de gran prestigio por éste
motivo, aunque eran igualmente denostados por aparearse con humanos, o con
vampiros de otras castas inferiores. No obstante, eran apreciados por sus
inusuales dotes para la poesía y la literatura y, en general, para casi todo tipo de
artes. Después estaban los Semen Minervae, que se ocupaban esencialmente de
la investigación y el estudio; los Sensualita, sólo preocupados por el placer en
general y el sexo en particular… Y, bajando, bajando cada vez más en las castas,
estaba el último escalón: los Chupacabras. Por no tener, no tenían ni nombre
latino de esos que molan. Su nombre, provenía de su tolerancia a alimentarse no
sólo con sangre de animales inferiores, sino también —y éste parecía ser su gran
pecado— de otro tipo de sustancias, como leche, miel o huevos.
El resto de castas vampíricas se alimentaban sólo de carne o vísceras humanas;
alimentarse de un animal inferior, era algo humillante, que sólo podía tolerarse
en caso de extrema necesidad, y había muchos vampiros que preferirían dejarse
morir de hambre, antes que morder a una vaca, por ejemplo. Pero la idea de
tomar leche, era sencillamente impensable. Era como dar carne a un animal
herbívoro, o pasto a un lobo.

Para el resto de castas, el que los Chupacabras fuesen capaces de digerir esas
sustancias, los colocaba a un solo paso de los humanos. No los consideraban
auténticos vampiros, sino una especie de abominación abortiva. Algo que iba a
ser vampiro, pero se había malformado en el camino. No era de extrañar que
cuando la chica, perteneciente a la casta más alta, se enteró de que se había
tragado el semen de un Chupacabras, montase en cólera y dijera que la había
forzado. Ser violada por un miembro de la última casta, no era tan vergonzoso
como admitir que tú misma le habías seducido y que te habías metido su polla en
la boca de mil amores.

Alan salió del bar y olfateó el aire. El olor a sudor y miedo era inconfundible, y
estaba por toda la calle, marcando el camino que había seguido su presa, como
un farol encendido. Echó a andar a buen paso.

No necesitaba ni correr; su presa, en su pánico, corría atolondrada, sin duda


intentando buscar una salida, una huida. Ahí estaba, al final de la calle, trotando
muerto de miedo.

Bartholomew sudaba, apenas podía respirar. Su tripa brincaba al compás de su


carrera, y sabía que no podría correr mucho más. Sus piernas protestaban, le
dolían los músculos y le pinchaban agujas cada vez que respiraba. Sabía que
estaba en muy mala forma, no estaba lo bastante fuerte para volar, no era ningún
luchador, ni nadie poderoso, ni un seductor, ni un literato… sólo era un perdedor,
un paria, ¿por qué tenía que tocarle a él? ¡Él no pensaba ir con el cuento a nadie
de que una Dementia le había hecho una mamada!

¿No podía la chica callárselo, olvidarlo y en paz? Mierda, mierda, mierda, ¿qué
podía hacer? Se detuvo, jadeando, luchando por calmarse un poco para pensar, y
entonces oyó el golpeteo seco de un trote y supo que su tiempo se había acabado.

Alan alargó la zancada, las garras listas y los colmillos afilados. Sus ojos se
centraron en la garganta del vampiro, dispuesto a desgarrar y separársela del
cuerpo; se inclinó para correr también con las manos, se

impulsó, alargó el cuerpo, se abalanzó con las fauces abiertas, goteando saliva. Y
sólo agarró aire. Rodó ágilmente en el suelo, el vuelo de su abrigo aleteó a su
espalda. En la calle, ya no había nada. Sonrió y olisqueó. El olor a miedo se
desvanecía cerca de él, ¿dónde?

Allí. En la rejilla del alcantarillado. Arrancó el imbornal y se coló por el túnel,


oscuro y pestilente.

Ratones y ratas. A cientos, huyendo de él. Alan sabía que era uno de ellos. Uno
de aquellos animalitos, era su presa, pero en medio de la pestilencia de la
alcantarilla, era imposible saber cuál. Un Chupacabras no tiene grandes poderes
de transmutación, y no puede mantener la forma prestada durante más de un
cuarto de hora, pero allí abajo, entre aquélla peste, era más que suficiente. Para
cuando recobrase su forma humana, estaría no sólo lejos, sino empapado en
mierda de la cabeza a los pies; imposible seguirle el rastro. El jodido perdedor
podría sobrevivir allí años, alimentándose de ratas, sin ocurrírsele asomar un pie
fuera. Si los Chupacabras habían sobrevivido a lo largo de los siglos, había sido
por eso: por ser tan cobardes, que estaban dispuestos a todo por conservar la
vida.

Alan soltó una risita cínica. Bueno… la verdad es que no tenía muchas ganas de
hacer ese trabajo de todas maneras.

—¡Chupacabras! — gritó a la oscuridad — Sé que puedes oírme. Me han pagado


por matarte. Pero si

nadie sabe que estás vivo, entonces yo he cumplido mi trabajo y tú puedes


conservar la cabeza en su sitio.

Lárgate de Londres. Vete de Inglaterra. Vuelve con “tu padre”. No aparezcas por
aquí, o no volverás a tener suerte.

El cazador agarró al azar unos cuantos roedores y se los guardó en bolsillos del
abrigo, luego se impulsó flexionando las rodillas, y de un salto, ganó la
superficie. Bartholomew le oyó alejarse. Sabía que se había ido, podía sentirlo,
sabía que no iba a perseguirle ya, pero de todos modos permaneció oculto en las
cloacas durante varios días, hasta atreverse a salir de ellas, ya en las afueras de
Londres.
Madrid, 1963

Era Enero y hacía frío, mucho frío fuera. Ya había pasado Reyes, las clases
habían comenzado de nuevo, y Alfonso Vladimiro, el conserje de noche, volvía
a tener ocupaciones. Pero esta noche, se las había saltado. Sabía que no estaba
bien, que su lugar estaba vigilando los terrenos y limpiando las aulas después de
las clases nocturnas, pero por una vez, ¿quién se iba a enterar? Para cuando
empezasen a llegar el director y los maestros, él estaría de nuevo en danza, nadie
se enteraría que, durante unas horas, había abandonado el trabajo para estar con
ella.

“Tengo miedo” Le había dicho Tatiana “No sé por qué, pero estoy muy asustada.
Por favor, quédate

conmigo, quédate hoy…”. Vladimiro, a quien los estudiantes llamaban “Vladi


dosveces”, porque solía repetirlo siempre todo, era un ser muy responsable de su
trabajo, pero terriblemente frágil a las súplicas de su mujer. Hay que tener en
cuenta que Tatiana era mucho más joven que él, bonita, muy cariñosa, simpática
y muy sensible. Resultaba difícil negarle nada cuando ella miraba con esos
enormes ojos verdes, tan expresivos y tiernos. Vladimiro había accedido, y le
pasó el brazo por los hombros para confortarla, los dos sentados en el sofá de la
pequeña casita del conserje. Tatiana suspiró de agradecimiento y lo abrazó, pero

casi enseguida se levantó del sofá y se dirigió a la cama de matrimonio, la abrió


y se metió en ella, sonriéndole incitadoramente.

El anciano conserje sonrió, casi halagado, pero en lugar de ir junto a ella, pasó
primero por el baño, para lavarse los dientes. Mientras se enjabonaba la boca, se
miró al espejo, y se consideró afortunado. Tenía ya el cabello cano, aparentaba
unos sesenta años, si bien su cuerpo seguía siendo fuerte y en realidad tenía
muchos más. Tatiana tenía unos cuarenta, y aunque era, en efecto, mucho más
joven que él, aparentaba apenas veinte.

Recordó que al principio de que ella se mudase con él, mucha gente del
complejo la tomó por hija suya, porque él también tenía los ojos claros, a veces
verdes, a veces azules. No siempre era fácil explicar que no era su hija, sino su…
bueno, ni siquiera estaban casados. Vladimiro era consciente que había mucha
gente que murmuraba, un hombre tan mayor con una chica tan joven, y encima
ni casados, y por si fuera poco…
—Vlaadiiiii… — Tatiana canturreó su nombre, y le sacó de sus pensamientos —
Ven, corazón, te estoy esperando. Ven a abrazarme… — El conserje acabó de
enjuagarse y se dirigió a la cama con una gran sonrisa llena de cariño. Tatiana
tenía estrellitas en los ojos cuando le vio acercarse, se acostó junto a ella y la
abrazó. La joven dejó escapar un suspiro infinito y se apretó contra él, buscando
calor — Tenía tanto miedo

— susurró ella

—Eso es por la película. — musitó Vladimiro, acariciándole la espalda muy


despacio — No deberían

hacer esas películas de vampiros tan partidistas, que siempre acaban mal.

Tatiana sonrió. Ella tenía una sensibilidad especial, si decía que estaba asustada,
no era por la película ni mucho menos, sino porque había “algo” de lo que tener
miedo, aunque ni ella misma supiera aún qué.

Puede que algo los amenazase. Puede que estuviese a punto de suceder algo
malo, ya fuese político, o meteorológico, o bursátil; siendo muy pequeña, había
sido capaz de presentir el Crack del 29, sólo por las sensaciones de inseguridad y
sospecha que había en el ambiente. Y eso, Vladi lo sabía. Pero sabía también
que, de momento, no había forma de saber qué le daba miedo y precaverse
contra ello, de modo que salía por la tangente para intentar quitar hierro al
asunto. Para alguien que no conociese al conserje tan bien como ella, Vladi
simplemente podía ser un ancianito despistado, quizá medio senil. Ella sabía que
bajo esa inocencia desenfadada, había una personalidad astuta. Al menos, la
había algunas veces.

La joven le besó en la cara, cerca de la boca, y Vladi le devolvió el beso con


ternura, despacio. Antes de poder darse cuenta, Tatiana le había abrazado con las
piernas, le había hecho girar para tenerle encima de ella, y se frotaba contra él,
moviendo las caderas, ansiosa por tenerle cuanto antes. Al conserje le solía
gustar hacerlo más lentamente, tomarse tiempo, siempre tenía un poco de reparo
de ir demasiado deprisa, pero Tatiana, en su juventud, era todo pasión. Y esta
noche, tenía verdaderas ganas de él. Vladi notó que su cuerpo reaccionaba con
energía y se bajó los pantalones del pijama de cuadros y los calzoncillos azules,
mientras Tatiana simplemente se despojó del corto camisoncito azul, bajo el cual
no solía usar ropa interior, ni aún en invierno, como ahora. En la oscuridad del
cuarto, sólo atenuada por la luz de las farolas, sus pequeños y respingones
pechos parecían azulados, y Vladi se dejó caer sobre ellos, sintiéndolos en su

pecho. El calor de piel contra piel hizo estremecer a ambos, y Tatiana, ya


deseosa, se sintió inundada.

Vladimiro movió las caderas y su virilidad se frotó contra el sexo de su


compañera. Tatiana gimió muy bajito. Tenía una voz aguda, infantil, y siempre
hablaba en voz baja. Cuando tenían sexo, apenas se la oía.

Sólo Vladi podía escuchar los sonidos de su placer, porque los emitía
directamente en su oreja, como ahora.

El conserje se dejó deslizar por completo a su interior, sintiendo su miembro


exprimido en su cuerpo estrecho. Tatiana se mordía el labio, retorciéndose de
gusto al sentirse atravesada en su carne, poseída con dulzura. El ariete de su
compañero empujaba en su interior, abriéndola suave, pero firmemente, mientras
ella lo abrazaba con las piernas. Se introducía en ella y su sexo se acostumbraba
a él, dando latidos que masajeaban a Vladimiro de un modo maravilloso, lo
abrazaban y tiraban de él, hasta que al fin quedaron unidos.

—Vla… Vladi… — musitó la joven, muy bajito, acariciando con su aliento las
orejas y el cuello del

conserje. Éste casi no podía hablar, era tan delicioso el estar dentro de ella… se
le despertaban la ternura, la pasión, y también el apetito. Tatiana, sonrojada de
calor y placer, estaba asombrosamente bonita, y la joven vio que su compañero
sonreía y abría las fauces, con los colmillos creciendo a ojos vistas, y negó con
la cabeza— ¡no… aún no… espera, por favor! — suplicó y comenzó a moverse,
ensartándose en el miembro

de Vladi, quien, embriagado por el placer que le hizo estremecer de pies a


cabeza, olvidó por un momento su Sed y empezó también él a moverse.

¡Qué placer! ¡Qué gusto maravilloso y perfecto! Los cuerpos de ambos se


movían combinados, haciendo que el cabecero de la cama golpease en la pared a
ritmo creciente y que los muelles del colchón protestasen mientras Vladimiro
perforaba a su compañera. Las sensaciones tiraban de su cuerpo, haciéndole
acelerar, y un indescriptible cosquilleo dulcísimo se expandía desde su miembro
por todo su cuerpo, en un gozo delicioso. Tatiana le apretaba con brazos y
piernas, besándole los hombros, resistiendo también ella las ganas de morderle,
aguantando y “haciéndose sufrir” por retrasar el momento mágico, que ya se
acercaba, se acercaba a cada roce de sus sexos excitados, de sus cuerpos
trémulos y fusionados. El sexo de Vladimiro frotaba sin descanso el interior de
Tatiana, casi febril de felicidad y placer, y él mismo se extasiaba en la dulzura de
sentirse casi aplastado en su intimidad tórrida y suave, húmeda y acogedora.

¡Trrrrrrrrrrrrring!

El timbre de la puerta sonó y los dos pararon de inmediato, con un buen susto.
Tatiana gritó de forma casi audible, pero el susto duró sólo un segundo. El susto
del timbre, porque de inmediato la joven se asustó mucho más, al ver que su
compañero estaba a punto de levantarse para ir a abrir, y le atenazó con más
fuerza.

—¡No! ¡Ahora no, por favor! ¡Termíname! — suplicó, mientras se movía,


intentando que Vladi no pudiera parar y, a pesar de que la primera intención del
conserje era, efectivamente, abrir, el placer le agarró desde las corvas a los
riñones y le hizo sentir que se derretía vivo, de modo que no pudo renunciar y
siguió empujando, saliéndose casi del todo para embestirla de nuevo, con fuerza,
recreándose en el calor delicioso que le llenaba cada vez que se introducía hasta
el fondo.

—¡Ahora voy! — gritó hacia la puerta — ¡Voy… voy… me… me voooooy! —


No quería gritar aquello, de verdad que le daba vergüenza y quería contenerse,
pero el placer era tan maravilloso, que la voz le salió sin poder contenerse.

“Mierda” pensó Bartholomew en la calle, metiéndose los dedos en los oídos


“Esto, no es algo de la vida de mi padre que yo deseara conocer”.

Vladi seguía empujando, cada vez más rápido, ya estaba casi, las piernas le
daban temblores y sentía que sus nalgas se acalambraban, mientras Tatiana
asentía con la cabeza, con los pies elevados y los dedos encogidos, a punto de
estallar, y entonces susurró “ahora”, y giró la cara para ofrecerle su cuello. Al
conserje le brillaron los ojos, y atacó. Tatiana ahogó un grito, sus uñas se
clavaron en la espalda de su compañero, y sintió su carne explotar en la boca de
Vladimiro, su sangre ser absorbida, y un calor imposible recorrer todo su cuerpo,
cebarse en su vientre, bajar hasta su perlita y estallar por segunda vez en su
vagina, que empezó a titilar y aspirar el miembro de Vladi, que también explotó
en ese instante, inundando su vientre de esperma. Vladimiro se estremeció,
derramándose dentro de ella, sus caderas dando golpes espasmódicos para
expulsar la descarga, mientras su boca se llenaba del sabor cálido, salado y
delicioso de la sangre, y Tatiana temblaba entre sus brazos, dando golpes, con
los ojos en blanco, tensa debajo de él y con la boca abierta en un grito mudo,
soltando sonrisas derrotadas, sólo atinando a susurrar “no pares… no pares…”.

Vladimiro sorbió hasta quedar lleno, y hasta que ella dejó de moverse. Los dos
estaban satisfechos.

Tatiana le soltó de su abrazo dando un suspiro de felicidad absoluta, y el conserje


la besó, regurgitando para ella buena parte de la sangre, que la joven tragó con
avidez. Tatiana se quedó amodorrada, y el anciano se levantó a abrir.

—¡Hola, hijo! — Dijo cuando vio a Bartholomew en la puerta, le dejó pasar y le


dio dos besos. Hacía más de diez años que no le veía, pero se portaba como si
hubiera estado allí la tarde anterior. Bartholomew conocía bien a su padre, y no
le dio importancia. — Perdona que haya tardado en abrir, hijo, hola.

—Sí, ya sé que… “estabas en el baño”. — Vladimiro permaneció pensativo un


par de segundos, y luego contestó.

—Lo cierto es que no. Estábamos haciendo el amor.

—¿Cómo?

—Ella debajo, yo encima. Se llama “misionero”.

—Eeeh… no, no, papá, verás… no he querido decir “cómo”, en el sentido de…
sino… —

Bartholomew abría y cerraba la boca, buscando las palabras, y finalmente


preguntó — ¿Desde cuándo tienes una compañera?

—Hará un par de años. Un par de años, sí.

—¿Vladi? — Tatiana salió de la alcoba, atándose la bata azul, y Bartholomew la


vio por primera vez.

Era pequeñita, menuda, con el pelo castaño claro, corto y con espeso flequillo.
Iba descalza, tenía los ojos muy grandes y una expresión en general de
fragilidad, casi de desamparo. Daban ganas de tomarla de la mano y llamarla
cosas como “tesorito”. — Hola — dijo muy bajito, con su vocecita aguda. —. Tú
eres Tolo, ¿verdad?

—Sí. — Bartholomew había usado el nombre Bartolomeo cuando vivía con su


padre, y a pesar de que

no le gustaba nada, iba a tener que volver a utilizarlo, por eso prefería que le
llamaran “Tolo”, para acortar.

Siempre quedaba mejor que “Tolomeo”, nombre demasiado a propósito para


hacer chistes malos.

—Vladi habla mucho de ti… — Tolo no supo si sonreír o qué, pero su padre sí
sonrió.

—Voy a prepararte tu antiguo cuarto. Está como lo dejaste. Igual que cuando lo
dejaste, voy a preparártelo. — Tolo asintió. Así era su padre. Con él, no hacían
falta explicaciones ni nada semejante.

Simplemente sabía que, si su hijo había vuelto, era porque necesitaba un sitio
donde quedarse, y ese sitio, era su casa, no había necesidad de hablar nada.
Vladimiro se marchó y Tolo y Tatiana se quedaron a solas.

—¿Qué cazador te persigue? — preguntó ella.

—¿Eh? — Tatiana había hablado con absoluta seguridad en su vocecita. Tolo


sabía que intentar hacerse el tonto, era imposible, pero, por la fuerza de la
costumbre, lo estaba intentando.

—Es tu miedo el que llevaba sintiendo toda la noche. Estás muy asustado,
alguien intentó matarte, o cuando menos, hacerte mucho daño. Sólo pudo ser un
cazador. ¿Quién fue?

Tolo intentó una vez más negar con la cabeza, hacerse el despistado… pero los
enormes ojos verdes de la joven le miraban fijamente, y supo que sería imposible
mentir. Se derrotó.

—Alan. — confesó. Tatiana silbó hacia dentro. Alan y Coral eran, sin lugar a
dudas, los más feroces

cazadores de los últimos tiempos. Algo muy gordo tenía que haber hecho Tolo
para que mandaran tras él a semejante pareja de asesinos, pero ya no pudo
preguntar qué había sido, porque se empezó a oír un llanto en la habitación, y
Tolo reparó que había otro cambio en la casa, además de Tatiana: una cunita, con
faldones negros. Estuvo a punto de caerse de culo. Tatiana se inclinó hacia la
cuna y sacó de ella un bultito envuelto en mantitas negras, al que arrulló
suavemente. Se sentó en el sofá y estuvo a punto de abrirse la bata, pero
entonces preguntó:

—Perdona, ¿te va a molestar si la doy de mamar aquí?

“Estoy en su casa. Es la compañera de mi padre, soy un extraño para ella, he


venido a refugiarme porque me persiguen dos asesinos que pueden ponerla en
peligro a ella misma, a mi padre y a su bebé… y se preocupa porque me
incomode si la veo dando el pecho”, pensó Tolo.

—No, claro que no, adelante. — La joven sonrió con agradecimiento y se sacó el
pecho, acercándose

el bebé a él, que se colgó del pezón al instante y comenzó a succionar. Y


entonces, Tolo sintió la realidad golpeándole como un mazo— ¡¿Lacrima
Sanguis?! — sólo los vampiros de esa casta tienen la fertilidad y, por tanto,
pueden quedarse en estado, ya sea de humanos o de vampiros, o pueden producir
embarazos tanto en mujeres humanas como vampiresas, y naturalmente, pueden
dar de mamar. Drácula maldito, su padre estaba liado con una Lacrima Sanguis,
la casta más poderosa de los vampiros, sólo después de los Dementia.

Tatiana asintió. No era extraño que los Lacrima Sanguis tuvieran relaciones con
otras castas o hasta con humanos, pero sí que lo era que permanecieran juntos
después. Por regla general, después de dejar su semilla, o de conseguirla,
abandonaban a su compañero sexual para volver con los de su casta, pero es
cierto que los Lacrima Sanguis eran dados a las artes y las letras; había algunos
que eran notarios o abogados, pero la mayoría eran artistas, poetas… y como
tales, un poco dados al romanticismo. Era raro que Tatiana se hubiera quedado
junto a su padre, pero entraba dentro de lo esperable. Fuera como fuese, a él le
venía bien. Para el mundo vampírico, Bartholomew había muerto, pero si se
llegaba a saber que seguía vivo y estaba con su padre, bueno, los Lacrima
Sanguis eran casi los únicos que podían poner objeciones a una decisión tomada
por los Dementia.

Vladimiro, ya preparada la habitación de su hijo, volvió al salón y sonrió


embobado al ver a su mujer dando la teta al bebé. Tatiana le devolvió la sonrisa
cuando él se sentó a su lado, y Tolo se sintió un poco fuera de lugar.

—Ven aquí, Tolo. Tu nueva hermana quiere saludarte. — susurró Tatiana, dando
una palmada en el otro asiento del sillón, y el citado obedeció, intentando que no
se notara mucho las ganas que tenía de ver al bebé.

“Bueno, en realidad no es ni medio hermana”, se obligó a pensar el joven.


Vladimiro era su padre adoptivo, no biológico. Tolo no recordaba quiénes habían
sido sus padres, sólo que se habían alimentado de él cuando apenas tenía seis
años y habían desaparecido, dejándole con Vladimiro, que entonces era ya

conserje del Instituto, aunque por aquellos tiempos, era un centro sólo
masculino. Tolo se acostumbró muy pronto a él y si él le adoptó como hijo,
también se puede decir que Tolo le adoptó como padre, aunque no les unieran
lazos de sangre. Habían vivido juntos durante más de medio siglo, hasta que él
decidió irse a

“ver mundo”, lo que se tradujo en vivir de juerga constante, beber, fumar, y


aparearse con cualquier chica que estuviera dispuesta a ello, fuese humana o
vampiresa, y que le había llevado a ponerse en el punto de mira nada menos que
de los Dementia. Ahora que estaba de vuelta en casa, se sentía extrañamente
tranquilo por primera vez en mucho tiempo.

Tatiana hizo eructar a la pequeña y luego se la ofreció con una sonrisa. Tolo puso
cara de susto, ¿Él?

¿Coger a la niña, él? ¿Y si se le caía? Pero Tatiana sonrió con amabilidad y le


puso suavemente a la niña en los brazos, colocándosela sobre las rodillas para
que estuviese cómodo con ella. Parecía que no pesase nada, y sin embargo su
presencia sobre él era consoladora y cálida de un modo asombroso. La pequeña
bostezó, mirándole con unos ojos verdes que ya había visto en la cara de Tatiana.
Le miró con extrañeza, como si pensara “Esta cara, no la conozco”. Sacó una
manita diminuta de las mantitas negras y le agarró los pelos de la barba. Tolo se
dio cuenta de que estaba sonriendo y acercó su mano a la de la pequeña, que la
tomó y se la acercó a la boca, lamiéndole los dedos.
—¡Ay! — Tolo se quejó, pero no apartó la mano. ¡La niña le había mordido!
Sonrió, mostrando sus

diminutos, pero afilados colmillos, manchados de sangre.

—¡Oh…! ¡Le gustas! ¡Te ha mordido! — dijo Tatiana — ¡Es el primer mordisco
que da, y te lo ha dado a ti!

Tolo sintió la mano de su padre en su hombro, mientras la pequeña se lamía la


boca, probando la sangre por primera vez, y sonriendo con agrado.

—¿Cómo se llama? — quiso saber Tolo.

—Aún no tiene nombre. No tiene nombre aún. — dijo su padre.

—Ponle nombre tú, ya que has sido su primer mordisco.

—Tatiana. — dijo sin dudar. —Iana, para acortar. Tatiana.

Londres, 1962. (epílogo)

La noche en que Bartholomew huyó, muchos otros niños mamaban del pecho de
sus madres, o cuando

menos, tomaban alimentos regurgitados por éstas. A Alan le hubiera gustado


pensar que eso, para él, se había acabado ya con Bet y Jet, pero había tenido que
llegar otro embarazo. El tercer cachorro, y ni siquiera era un macho, sería otra
hembra más. Tampoco tenía nombre aún, porque ni siquiera había nacido, pero
sería otra criatura berreante a ocupar el tiempo, las tetas y sobre todo, el cariño
de Coral, su mujer. Cuando Alan abrió la puerta de su casa, las gemelas se le
echaron a los pies, silbando como las serpientes que eran y mordiéndole las
botas, porque sabían a cuero.

—¡¿Qué me has traído, Alan?!

—¡A ti nada, tonta, me ha traído algo a mí! ¡Dámelo, dámelo!

—Soy “papá”, no Alan. — dijo él de mala gana, dando puntapiés para librarse
de ellas. Las gemelas
sólo hacían algún caso a su madre, y como ella le llamaba Alan, las niñas no se
hacían a llamarle “papá”. Si dependiera sólo de él, ya las habría puesto firmes
con un buen par de zarpazos, no eran más que dos caprichosas consentidas que
sólo sabían intentar halagar y hacer la pelota, y pelearse entre ellas. Cuando Alan
les rugía o amenazaba, ellas reculaban. No se atrevían a enfrentarse a él, y eso le
molestaba, ¿qué clase de criaturas había engendrado, que no habían heredado su
valor? Sólo se atrevían a morderle cuando estaba dormido. “Cuando crezcan,
empezarán a producir veneno, y eso les dará seguridad, y se harán más audaces”,
le aseguraba Coral, pero Alan no lo tenía claro. De cualquier modo, lo quisiera o
no, eran sus hijas, así que se abrió el abrigo y les dejó caer los ratones, mientras
sostenía con una mano a los cachorros de dóberman.

—¡Ratones! — chillaron al unísono y salieron en pos de ellos. Eso no lo hacían


mal, tuvo que admitir su padre. Sabían cazar muy bien, eran veloces, letales aun
siendo tan pequeñas. Mientras Jet corría a por los ratones, Bet esperaba que su
hermana los atrapase y luego se los quitaba. Y también fue la primera en darse
cuenta de los cachorros.

—¡Perritos! — dijo, y extendió los brazos todo lo que pudo, intentando coger a
los asustados cachorros de dóberman, que, en su miedo, rugían y enseñaban los
dientes, y se asombraban de que las niñas no se asustasen de ellos.

—¿Te gustan? Se llaman Drácula y Mircea. — Alan se agachó por primera vez y
dejó en el suelo a los cachorros. Drácula intentó morder a Jet, pero ésta se
revolvió, le agarró por detrás y le mordió en la oreja, mientras el animal chillaba.

—Son muy feos. — opinó Jet.

—Y tú muy tonta — espetó Alan, y su hija le sacó la lengua cuando no miraba


—. No son para vosotras, ¿entendido? Son de papá. Si los matáis, os estampo
contra la pared. ¿Dónde está vuestra madre?

Las niñas señalaron el cuarto de sus padres, y cuando Alan se marchó, le


hicieron burla a sus espaldas.

El cazador había registrado el piso de Bartholomew. Junto con discos de vinilo,


ropas horteras y marihuana, había encontrado una cesta de perro, con dos
cachorritos en ella, los dos dóberman. Uno de ellos se le lanzó a la pierna nada
más abrir la puerta, y Alan lo agarró entre las manos y lo desnucó, para arrojarlo
con desprecio al suelo. De donde, para su sorpresa el cachorro se levantó de
nuevo poco después, sacudió la cabeza y gimió, caminando con la cabeza
colgando de lado. Alan lo tomó en brazos y le abrió la boca.

Aquéllos colmillos, no eran ya de perro. Rio hasta hartarse, y le colocó al animal


la cabeza en su sitio, tras lo cual, el perrito le lamió las manos, servil.

“Perros vampiro” pensó Alan, divertido “Ese cabrito Chupacabras ha estado


trasteando en la biología, Satanás sabrá cómo, y ha conseguido perros
inmortales”. Le pareció un hallazgo tan curioso, que decidió quedárselos y, ya
que eran vampiros, les puso nombres de tales: Drácula y Mircea. Para él, entre
un vampiro auténtico, y un perro, no había demasiada diferencia. Abrió la puerta
de la alcoba para contarle aquello a su mujer, y se le cayó el alma a los pies.
Coral tenía el cabello pegado a la cara por el sudor, la cama llena de
manchurrones de sangre, y en el rostro, aún desencajado por los dolores, tenía
una expresión de felicidad, mientras lamía los restos de placenta del cuerpecito
del nuevo cachorro.

Alan estuvo a punto de caer de rodillas. Coral no había ido de caza con él,
porque su estado de gestación era avanzado, pero, en teoría, aún faltaba casi un
mes para el alumbramiento. Había parido en su ausencia. Es cierto que los
licántropos son mucho más fuertes que los humanos, es muy poco probable que
una hembra pueda morir en un parto, y este, es terreno exclusivamente
femenino; si Alan hubiera estado en casa, ella tampoco le hubiera dejado pasar,
ni intervenir. Pero al menos, podría haber estado cerca, pensó.

Coral le miró, sonriendo.

—Debería lanzarte un estilete a las tripas y retorcerlo después— susurró,


cariñosa. — No sabes lo que es el dolor. Ven aquí, y besa a tu nueva hija.

No le apetecía. Alan no era un hombre paternal, bien lo sabía, pero sí que amaba
a su mujer, y se acercó a ella, acariciándole la cara sudorosa. Sólo entonces vio
al cachorro, y en ese momento, sí que cayó de rodillas, junto a la cama
matrimonial. El cuerpo de su nueva hija, estaba por completo cubierto de fino
vello negro, y en el final de la espalda, había una diminuta coletilla de pelo
suave. El tercer cachorro, no heredaba la licantropía de serpiente propia de su
madre, sino la lobuna de su padre. Salía a él. Y Alan supo que aquél bultito de
carne rosada cubierto de vello, acababa de atravesarle el pecho con una garra
invisible, y había destruido en mil pedazos su corazón. “Vas a ser la más fuerte
de toda mi descendencia” pensó Alan

“Eres mi hija favorita, mi cachorro verdadero, mi pequeño yo… Junior”.

El amor hace cosquillas.

Lo había hecho. Me había atrevido. Me había acercado a Ocaso, no a

Mariposa. Mi ama ya me había dejado muy clarito que nuestra relación era

simplemente sexual, que no había nada más y nunca habría nada más, porque
fuera de nuestros encuentros de dominación, éramos dos desconocidos, y tenía

razón. Imbécil adoraba a Mariposa, pero de Ocaso, sólo sabía su nombre. Vistas

así las cosas, lo mejor era que Miguel, y no Imbécil, intentase acercarse a Ocaso

y no a Mariposa. De modo que, a la hora del almuerzo, me planté ante ella y la

invité a desayunar conmigo.

Bueno, quizá la palabra “invitar”, sea un poco exagerada; me acerqué a su

puesto, y le dije exactamente:

—Hola. Se te va a pasar la hora del descanso… yo también me lo tomo

ahora, ¿quieres un café?

Ocaso no supo ni qué decir. Sólo se quedó allí mirándome, sentada en su

silla, sin saber cómo reaccionar, sin explicarse qué estaba intentando. Yo

permanecí esperando, sonriendo. No pensaba moverme de allí. Pasaron casi dos

larguísimos minutos, durante los cuales Ocaso siguió mirándome a través de los

cristales oscuros de sus gafas rojas, que protegían de la luz sus ojos fotofóbicos,

y sin ninguna expresión en el rostro más que sorpresa. Por fin agachó la cabeza y
negó con suavidad.

—¿No vas a tomar nada? — dije con amabilidad — ¿Un sándwich, un

bollito… un zumo? — Ocaso negó de nuevo, sin casi mirarme. Sacó de una

bolsita que tenía en la mesa un termo, y se sirvió en la tapa—taza del mismo una

bebida que parecía té. Empezó a tomárselo a sorbitos, intentando ignorar el

hecho de que yo seguía allí plantado, esperando alguna reacción por parte de

ella, aunque sólo fuese un “¿vas a quedarte ahí hasta echar raíces?”. Cualquier

otro tío hubiera dicho una frase de cortesía y se hubiese largado, pero yo estaba

dispuesto a conocer a Ocaso, por muchas trabas que me quisiera poner, de modo

que ataqué una vez más— ¿No vas a la cafetería a desayunar? ¿O sales fuera?

Durante la media hora del almuerzo, muchos compañeros íbamos a la

cafetería, o, aprovechando que las oficinas están dentro del centro comercial,

salimos a comprar algo, pero ahora caía que nunca creía haber visto a Ocaso en

la cafetería, ni fuera. En efecto, mi compañera de trabajo negó con la cabeza una

vez más. Si estaba dispuesta a no despegar ni los labios, aquello iba a ser aún

más cuesta arriba de lo que yo temía. Tomé una silla que estaba cerca y me senté

a horcajadas en ella, saqué mi sándwich y me dispuse a tomármelo allí, junto a

ella.

—¿No te importa si almuerzo aquí, verdad? — Pregunté. La mano de Ocaso

apretó la taza del termo, e instintivamente, cerré los ojos, esperando que me
lanzara su contenido a la cara, pero se contuvo. Suspiró y negó con la cabeza una
vez más. Mi presencia la molestaba, lo sabía bien, y mi parte de esclavo se sintió

miserable por hacerle a mi ama algo semejante y me vinieron ganas de pedir

perdón y marcharme, pero me forcé a recordar que aquélla que estaba a mi lado,

no era mi ama. Era una chica normal a la que yo deseaba conocer, y por lo tanto,

no le debía ningún tipo de obediencia. No obstante, sí era juicioso intentar no

explorar el límite de su paciencia, y procuré quedarme calladito. Estaba bien

claro que no tenía unas ganas locas de conversar.

Procuré masticar en silencio mientras la observaba. Me costaba no pensar en

ella como “mi ama”, pero intentaba hacerlo. Ocaso parecía abstraída de mi

presencia allí. Tenía los ojos cerrados mientras bebía su té, saboreándolo. Su

cuerpo estaba allí, pero su mente estaba increíblemente lejos, donde ni yo, ni

nadie podía alcanzarla. Me parecía más inaccesible como chica normal que

como ama incluso. Siendo Mariposa no tenía reparo en hablarme y mirarme,

pero siendo Ocaso ni siquiera me hacía la dignidad de notar que estaba allí.

Viendo que no iba a haber manera de que ella misma me contase nada de su

persona, miré hacia sus cosas, en la mesa, por ver si algo podía darme alguna

pista para iniciar una conversación, o cuando menos, atraer su atención de algún

modo.

En el ordenador, sólo tenía abiertos los programas del banco. La mayoría de

compañeros, incluso yo que soy medio jefecillo, tenemos abierto Internet para

mirar algo de vez en cuando; las noticias, el tráfico, el correo, o incluso hacer
alguna compra… ella no. Su escritorio estaba inmaculadamente limpio y

despejado. Qué diferencia con el mío, lleno de tonterías, calendarios, ositos, un

cacto, portalápices, notas adhesivas, una bolsa de gominolas a medias, bolis

luminosos y migas de galletas. Ocaso no tenía ni una simple foto, ni un mísero

detallito personal, nada en absoluto. La llamaban “la chica invisible”, pero lo

cierto es que ella era la primera que se esforzaba por serlo. En la bolsita donde

guardaba el termo, asomaba un libro. No se veía el título, pero casualmente

reconocí la edición.

—¡Andá! ¡El Conde de MonteCristo! — sonreí, y por primera vez, Ocaso

giró la cara para mirarme — Eeh… bueno, es un clásico. Es muy bueno— casi

me disculpé. Ella parecía sorprendidísima, me miró con gesto de sospecha, miró

al libro y de nuevo a mí, inquisitiva. ¿Quizá le extrañaba que yo lo hubiera


reconocido sin ver el título? — Tengo esa misma edición, el barco de la portada

es el Faraón, por eso sabía que era El Conde de MonteCristo.

Mi compañera me miró como si me estuviera viendo por primera vez. Su

boca apenas se movió, pero a través de los cristales oscuros de sus gafas, pude

ver algo parecido a simpatía en sus ojos. Estuve tentado de empezar a hacer

preguntas del estilo “¿te gusta leer? ¿Por dónde lo llevas? ¿Es la primera vez que

lo lees?”, pero me contuve. Mi ama detestaba las preguntas, y Ocaso no parecía

muy dada a dar respuestas, ni a hablar de temas insustanciales con alguien a

quien no conocía. En lugar de eso, sonreí y esperé, mirándola a los ojos,


intentando hacerla ver que la estaba escuchando, por si quería decir algo. No dijo

nada. Sólo tomó el libro y lo abrió por una página en la que tenía una señal, y me

lo acercó ligeramente. Me asomé y leí. Era la primera vez que la Condesa de

Morcef, Mercedes, ve al Conde, y al reconocer en él a Edmundo Dantés,

palidece y está a punto de desmayarse. Asentí. Ahora, ya sabía por dónde lo

llevaba. Ocaso se me quedó mirando unos segundos, luego miró el libro y alzó

un poco la mano derecha.

—¿Lo has leído cinco veces? — creí entender, y ella asintió. Y esta vez,

inequívocamente, sonrió. Una sonrisa fugaz y diminuta que duró un segundo,

pero había sonreído.

*********************

—Imbécil, ¿puedo saber a qué estás jugando?

—No sé de qué me habláis, ama— susurré aquélla misma tarde, desnudo y

tumbado en la cama, las manos esposadas al cabecero y los pies atados también.

—No te hagas el tonto. Hablo de tu patético numerito de esta mañana, ¿qué

pretendes? ¿Qué buscas de Ocaso?

—Conocerla, ama — admití. —. Vos me dijisteis que fuera de aquí, éramos

dos desconocidos y nunca llegaríamos a nada porque no queríamos conocernos,

y en parte tenéis razón, pero yo sí quiero conoceros a vos también fuera de aquí.

Quiero conocer a Ocaso, y es lo que, en mi humildad, estoy intentando.

—Qué bonito… el bueno de Imbécil cree que puede acercarse a Ocaso y así,
por las buenas, convertirse en su amiguito o en su novio, ¿verdad que sí?

—No lo creo, ama. Lo intento, nada más que eso.

—Imbécil, Ocaso ya ha pasado por bastante como para pasar también por ti.

Ella no tiene la fuerza de carácter que tengo yo para mandarte a tomar por saco,

pero atiéndeme: es mejor que la dejes en paz.

—Pero, ama, si yo… yo no pienso hacerle nada malo. No voy a hacerle

ningún daño.

—Qué casualidad, eso mismo le decía el viejo. — Había rabia en su voz. Mi

ama había sufrido abusos por parte de su tío abuelo, quien también abusó de su

madre, siendo pequeña. Incluso había intentado quitarse la vida para huir de él.

No era de extrañar que Ocaso apenas hablara y le costase tanto tomar confianza.

Siendo Mariposa, se protegía de todo el mundo; Mariposa era fuerte, era una

dómina, era alguien que sólo hacía sus propios deseos, que siempre era la parte

potente y siempre mandaba, nunca obedecía. Ni siquiera pactaba. Sin embargo.

en esta ocasión al menos, tenía que intentar que pactase conmigo.

—Ama, mi señora, os juro…

—Déjate de juramentos y de palabrerío, Imbécil. No vas a seguir hablando

con Ocaso y punto. Si mañana vuelves a mi puesto, aunque sólo sea para

decirme “hola”, lo nuestro se habrá acabado. Y si persistes, te denuncio por

acoso. Tu antigua princesita, estará encantada de ser mi testigo, aunque sepa

positivamente que no ha sucedido nada. — Aquello era darme donde me dolía, y


Mariposa lo sabía. Nélida, una compañera del trabajo, me había tenido como

pagafantas durante más de medio año, para por fin darme la patada. Y cuando yo

empecé a rehacerme y a ser feliz por haber encontrado a Mariposa, se ofendió y

se tomó como una ofensa personal el que yo no estuviera deprimido durante más

tiempo porque ella me abandonara. Desde luego, estaría dispuestísima a

apuntarse a cualquier cosa que significase hacerme la puñeta, y no digamos

hundirme.

—Un mes — dije muy deprisa.

—¿Un mes, qué? — contestó, no de muy buen talante. Me la iba a jugar.

Estaba completamente loco, y lo sabía, iba a jugármela.

—Os pido… os ruego un mes, ama, sólo eso. Permitidme tratar con Ocaso

sólo un mes, nada más. Si a ella le caigo lo bastante simpático como para seguir

viéndonos, estupendo. Si no es así, casi… casi prefiero que esto se termine

entonces. — Mariposa me miró con extrañeza en sus grandes ojos verdes —

Sufro demasiado estando con vos y sabiendo que no puedo teneros, ama.

—Imbécil, que esto se acabe o no, no es decisión tuya, sino mía. Si se acaba,

yo también pierdo, ¿sabes? Eres un buen esclavo, quizá el mejor que he tenido.

Pero también eres un tonto. Persigues algo que sólo has soñado. Lo que tú llamas

amor, Imbécil, no existe. No es que yo no quiera dártelo, es que NADIE puede

dártelo. Quien te diga lo contrario, te quiere engañar.

—Entonces, pensad un castigo. Tan duro como queráis, ama, lo que se os


ocurra, todo. Y si de aquí a un mes a Ocaso le doy igual y no quiere conocerme,

lo cumpliré.

—Eso es si gano yo. ¿Qué hay si ganas tú?

—Según vos, ama, esa posibilidad no puede darse, porque ni siquiera existe,

así que no debe preocuparos. — contesté enseguida. Mi ama me miró de soslayo.

Parecía sospechar, pero por algún motivo, también esa sospecha parecía

divertirla. Finalmente sonrió, y se sentó junto a mí en la cama.

—Está bien, pégate de cabeza contra el muro si eso es lo que te entretiene, y

regálame una excusa para ponerte un castigo que no olvidarás jamás. Mientras

tanto, hoy vas a sufrir y disfrutar en el jardín de las cosquillas. — sonreí como

un bobo cachondo. Mi ama me había hecho extender un par de toallas grandes

sobre la cama, y tumbarme sobre ellas. Me había esposado las manos al cabecero

y atado los pies a las patas de la cama, para que no pudiese moverme. Estaba

desnudo y expuesto, y aunque aún no estaba erecto, mi pene estaba medio

alegre, previendo la diversión. Mariposa, sentaba junto a mí, llevaba una corta

batita negra transparente, bajo la cual, sólo había piel. Sus pezones erectos y su

rajita depilada se adivinaban para mí detrás de la tela, pero hoy, nuestro placer

iba a basar en hacerme sufrir a mí.

Los finos dedos de mi ama se acercaron a mi piel, sin tocarla. Bajó la mano

derecha, arrimándose a mi vientre, tan cerca que podía notar su calor, pero no me

tocó. Su mano subió muy despacio por mi tripa, mi pecho, hasta casi mi boca, y
yo podía sentir su presencia, pero la caricia no se producía, y eso me volvía loco.

Tenía muchas ganas. Mi ama hizo de nuevo el recorrido, ahora bajando, y se me

escapó un gemido, estaba burro porque me acariciase, pero su piel no caía sobre

la mía, estaba muy, muy cerca, pero a la vez lejos. Su mano bajó más allá de mi

vientre, y se detuvo… no, no se detuvo, siguió avanzando, pero con una lentitud

increíble hacia mi sexo ansioso, que, sin necesidad de tocarlo, se estaba

empinando con tal rapidez que casi dolía. Dejé escapar un gemidito de súplica y

Mariposa me sonrió, pero no se apiadó. Sin tocarlo, recorrió mi pene, como si lo

moldease en el aire. Primero con toda la mano, luego con el dedo índice, como si

lo acariciase desde la base a la punta. Se detuvo en ella e hizo círculos con el

dedo, como si tocase allí. Dobló la mano para abarcar mi miembro y la movió

arriba y abajo, lentamente, como si me pajease, ¡pero sin tocarme!

—Ama… — supliqué — me… me vais a volver loco— no pude contenerme

y moví mis caderas, intentando rozarme contra su mano, y al hacerlo,

efectivamente la toqué. El latigazo de calor me recorrió desde el tronco de la

polla hasta la nuca y una maravillosa sensación de bienestar me hizo estremecer

de gusto.

—Imbécil, eres un impaciente — me recriminó mi ama, riéndose— ¿Ya estás

pidiendo piedad y ni siquiera hemos empezado aún? Reserva tus súplicas, te

harán falta.

Mariposa se levantó de la cama y buscó algo en su bolsa. Cuando se irguió,


llevaba en la mano una especie de plumero negro y dirigió una elocuente mirada

a mis pies. Instintivamente, encogí los dedos, intentando esquivarla a pesar de

que ni siquiera se había acercado aún. Sabía que iba a gustarme, yo mismo le

había pedido cosquillas, pero aun así la idea me producía una sensación de

indefensión terriblemente excitante. Mi ama se me acercó y acercó su plumero a

mi cara, acariciándome con él. De inmediato, un agradable cosquilleo me picó

con dulzura en las mejillas, el interior de la nariz, el cuello, un sinfín de puntos

que yo no sabía que existían.

—¡Mmmh, jijijii! ¡No, no, mmh… ya, ama… ya! — reí sin poder

contenerme, mientras el cosquilleo se extendía por mi cuello, y mi ama bajó el

plumero a mis sobacos, y ahí sí que estallé en carcajadas, ¡era bestial! Me

contorsionaba en la cama, intentando darme la vuelta para escapar, pero cuando

me movía, Mariposa atacaba por otro lado, la tripa, los brazos, la cara, un millón

de mordiscos traviesos recorrían ávidamente mi piel, y pronto intercalé las risas

con gritos histéricos y mis ojos empezaron a lagrimear, me faltaba el aire y no

podía parar de reír. Una presión en mi vientre empezó a crecer, mientras

Mariposa bajó el ritmo del plumero y convirtió las cosquillas salvajes en una

caricia pícara, sensual. Tomé aire con esfuerzo y lo solté en gemidos, era

asombrosamente bueno. Los mordiscos se habían convertido en un reguero de

hormiguitas traviesas, y Mariposa empezó a bajar, paseando las plumas muy

despacio por mi bajo vientre.


—Parece que esto te gusta. ¿Qué dices, Imbécil? ¿Te da gustito? ¿Sigo, me

paro?

—¡No, no paréis! — supliqué enseguida — Seguid, ama, se—seguiiiiid… —

Era delicioso, simplemente delicioso. Las plumas se paseaban a placer por mi

bajo vientre, rozando mi polla, dándome un gusto delicioso a cada suave caricia.

Cada vez que las sentía, una gran sonrisa de vicio y placer se abría en mi cara, y

un travieso cosquilleo se extendía desde mi picha a mi espalda. Las plumas

empezaron su bajada, y creí que se detendrían en mi erección, pero Mariposa

siguió descendiendo, acariciando mis muslos, deteniéndose entre ellos,

deleitándose cada vez que yo gemía, a medio camino entre el suspiro y la risa.

Cuando llegó a las corvas de nuevo reí a carcajadas, noté que rompía a sudar y

mis piernas se balanceaban, intentando librarse del ataque, tan suave como

devastador, de las crueles plumas, mmmmh… Mi ama siguió bajando, y por fin,

llegó a mis pies. Se sentó en la descalzadora, a los pies de la cama. Yo, con la

cabeza apoyada en la almohada doblada, podía verla desde donde estaba, podía

verla mirarme con superioridad, con ojos traviesos y brillantes de deseo.

“Le gusto” pensé, en aquél respiro que me concedía. “Le gusta darme placer

y jugar conmigo, pero además le gusto físicamente, le… le hago gracia.” Era

difícil poner palabras a lo que veía en los ojos de Mariposa, pero no era mera

dominación, yo lo sabía bien, porque la había visto ir cambiando lentamente. Le

había pedido cosquillas, y me las estaba dando. Al inicio de nuestra relación, no


me hubiera dado ese gusto ni de lejos, y no porque no le apeteciera sino porque

yo, un esclavo, se había atrevido a pedirlo, pero ahora sí me lo daba. Mariposa

no ponía barreras en el sexo, pero sí en su corazón. Sólo aspiraba a ser lo

bastante inteligente como para saber derribarlas. Pero entonces, sus dedos

acariciaron las plantas de mis pies, y fui yo quien se derribó por completo.

—¡Mmmmmmmh… no, no… ahí no, ama! ¡Eso no, los pies no, los pies no!

— supliqué inútilmente, entre risas, pero Mariposa me contestó con una sonrisa

y siguió moviendo su dedo índice, arriba y abajo, todo suavidad. Mi piel se puso

de gallina y encogí los pies, intenté hurtárselos moviéndolos, pero estaba atado,

era imposible. De golpe, los dedos de mi ama aletearon sobre mis pies, y mi

estómago giró, una carcajada chillona salió de mi garganta a golpes y unas

feroces cosquillas recorrieron todo mi cuerpo.

Mariposa se reía al verme así, retorciéndome en medio de risas agudas y

súplicas de piedad, y no dejaba de mover los dedos, haciendo cosquillas en las

plantas, en los tobillos, me cogió de los dedos e hizo cosquillas en ellos, y chillé

de risa, ¡yo mismo no sabía lo sensible que era! Me debatí con violencia, la
presión en mi vientre apareció de nuevo, más intensa, y el miembro me picó de

forma insoportable.

—¡Ama! —grité, casi con desesperación, viendo qué iba a sucederme —

¡parad… jaaaajajajajaja… parad, por favor! ¡Por favor, me meoooo…! — me

lloraban los ojos y reía sin parar, pero tenía miedo, ¡no quería orinarme encima,
y delante de ella! Mariposa bajó el ritmo y me dejó respirar, pero no se detuvo

del todo. Siguió acariciándome con suavidad, haciéndome dar pequeños

respingos cada vez que sus dedos tocaban el centro de las plantas de mis pies.

—Tranquilo, Imbécil, relájate, tu ama se ocupa de todo. — susurró con su

voz más sensual, y suspiré. Me dí cuenta que tenía la boca abierta y la lengua

fuera. Mi barbilla estaba húmeda de babas. Cuando la miré, vi mi polla, erecta

como un mástil, casi pegada a mi tripa, con todo el capullo empapado de líquido

preseminal, que se deslizaba suavemente por el tronco, calentito y viscoso—

¿Para qué crees que te hice poner las toallas en la cama? Para que puedas estar

tranquilo. Relájate y disfruta de tu tortura. Si tienes un accidente, no mojarás la

cama.

¡Mariposa estaba dispuesta a hacer que me mease de risa! No supe si el

pensamiento me gustó o me pareció perverso, pero no pude analizarlo, porque

mi ama tomó una brochita de maquillaje, y empezó a torturarme con ella.

¡Mmmmmmmmmh! Aquello no eran cosquillas alocadas como las de hace un

momento, era algo… aaah… era enloquecedor, daba risa, pero también era

agradable. No quería que parase, eran unas cosquillas muy suaves, y me llegaban

por todas partes. Mariposa me sujetaba de los dedos y paseaba la brocha por la

planta, por los dedos, por entre ellos, y yo temblaba como si tuviera fiebre,

sintiendo las diabólicas cosquillas extenderse hasta mis nalgas. Mi polla erecta

palpitaba, deseosa, tenía ganas de tocarme, de masturbarme sin piedad mientras


sentía las cosquillas, pero también quería que durase más, era tan divertido, tan

agradable lo que sentía, que no querría que parase nunca.

Me retorcía en la cama, inútilmente, mientras mi ama pasaba al otro pie y lo

sometía al mismo tratamiento, paseando la brocha por él, deteniéndose en el

centro, haciendo círculos interminables. Yo ya gemía más que reír, agarrando y

tirando del barrote del cabecero al que estaba esposado y que había crujido ya

dos veces. Mi cama protestaba en chirridos agudos y mi ama tenía la cara muy

cerca de mi pie, casi parecía a punto de besarlo. “Si lo hace, me corro como una

mula. Lo sé”, pensé, desesperado, mientras mi sudor me empapaba la cara y se

escurría por mi cuello, y mi pie intentaba escapar, por más que yo no quería que

lo hiciera. Dios, qué gusto, ¡qué perfecto era lo que sentía! Mi ama subió con su

brocha a mis tobillos, a mis dedos de nuevo, y entonces sentí otra brocha en mi

otro pie, ¡me estaba haciendo cosquillas en los dos a la vez! Grité de puro placer,

mis caderas daban golpes inútiles y mis dedos se extendían, ya no se encogían,

quería dejar sitio a las brochas, querían ser acariciados y cosquilleados por mi

ama, y ella… ella lo hizo. Mi ano se encogió de gusto y sentí que me iba a correr

sin tocarme siquiera, pero muy despacio, Mariposa paró.

La miré con ruego, con intensa frustración, pero no fui capaz de articular

palabra, estaba agotado. Jadeaba como un perro, boqueando, mi cuerpo temblaba

y me sentía desmadejado, como si no tuviera ni un solo hueso en su sitio, la tripa

me dolía de tanto reír y mi polla gritaba por estallar. Mi ama se rio. Era su risa de
superioridad, pero también había simpatía en ella.

—¡Si pudieras verte ahora como yo, Imbécil! Sudado, tembloroso, con cara

de estar drogado… — apoyó una mano en mi pecho y se agachó hasta casi tocar

mi oreja con su boca, y eso me hizo dar otra profunda convulsión, un nuevo

subidón de placer que me agarró desde los riñones a la nuca, pero de nuevo no

me corrí. Necesitaba una caricia en mi miembro, sólo eso. Solamente una caricia

y estallaría como un volcán y me quedaría a gusto… Mi ama susurró en mi oído

— ¿Tienes muchas ganas de correrte, verdad? — Asentí, incapaz de hablar,

moviendo las caderas como un desesperado, mientras su vaho ardiente parecía

perforar mi cerebro — Vamos a hacerte cosquillitas también por aquí, para que

te corras— Sus dedos aletearon por mi bajo vientre y rozaron mi miembro,

arrancándome un gemido derrotado, y Mariposa se alzó, tomó el plumero, y

arrancando una de las plumas, empezó a acariciarme con ella.

—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaah…. Amaaaa…! — fue demasiado para mí. El

hormigueo cosquilleante que se extendió por todo mi miembro, casi me hizo

llorar de frustración, ¡querría correrme, no podía esperar más… pero con esas

cosquillitas, no iba a conseguirlo tan deprisa como yo necesitaba! Pero

Mariposa, aun sabiéndolo, no tuvo compasión, y sólo me concedió el mover la

pluma un poco más deprisa, centrar las cosquillas en el glande. Hizo atrás la piel

ligeramente y cosquilleó el frenillo, y puse los ojos en blanco de placer, los cerré

con fuerza, ¡estaba en las puertas, en las mismas puertas del orgasmo, pero no
podía abrirlas aún, era una tortura absoluta! El bordoneo travieso, el picorcito tan

rico, se cebaba en mi polla, la recorría de arriba abajo, se agolpaba en mis

pelotas, pero no acababa de estallar. Las hebras de la pluma hasta se metían por

el agujero de mi uretra, y yo sacudía la cabeza, frenético, tenso como un cable de

acero, deseando descargarme. Mariposa soltó la pluma y tomó la brochita en su

lugar, y empezó a frotarme más intensamente, y ¡SIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII….!

No aguanté ni un segundo. Con un profundo gemido de alivio y placer, sentí que

mis pelotas estallaban, mi ano se contrajo, mi frenillo pareció palpitar,

anonadado de gusto, y un poderoso géiser de esperma salió a presión de mi

cuerpo. Oí la risa de Mariposa, que se había apartado lo más que podía sin dejar

de rozar la brocha en mi sexo. El espeso chorretón me cayó en el pecho, en la

tripa, y finalmente goteó por mi pene, que daba convulsiones para expulsarlo del

todo. Me había quedado en la gloria.

Quise tomar aire para recuperarme, pero mi ama me atacó a traición, me

pellizcó los costados con rapidez y fuerza, de arriba abajo, a toda velocidad.

Negué con la cabeza, mientras empezaba a partirme de risa y a estremecerme

entre sus manos, quería disfrutar del orgasmo, saborearlo… pero, curiosamente,

aquéllas cosquillas, ¡sólo lo acentuaban más! Quise hablar, decir “basta”, pero de

mi boca, sólo salieron carcajadas y balbuceos. La presión en mi tripa se hizo

insoportable, las propias carcajadas empujaban la presión hacia abajo, sólo podía

salir por un sitio, miré a Mariposa con ojos desencajados de sorpresa y miedo,
negué con la cabeza mientras no podía parar de reír, y mi ama, con expresión

traviesa, asentía sin dejar de pellizcar. La polla me ardía, el estómago me

reventaba, tenía que soltarlo, no podía más, tenía que…

—¡Aaaaaaaaaaaaayyy! ¿Oh…ooh? Ha—aaaaaaaaaaaaaaaaaaah… — Había

sido más fuerte que yo. Mi pene se vaciaba, pero esta vez, de orina, y en medio

de la terrible vergüenza, sentí un alivio infinito, que pareció convertirse en un

segundo orgasmo. Mis caderas empujaban para soltarlo todo, y el dorado chorro

brilló, describiendo un arco, para caer en las toallas, entre mis piernas abiertas,

en varios chorros. El alivio recorrió toda mi columna, haciéndome gemir

suavemente y llegó hasta mis hombros, en los que me pareció sentir deliciosos

calambres de calor. Haaaaaaaaah… qué gusto.

Una boca caliente y de labios suaves se posó en mi mejilla, muy cerca de mi

oreja, y me besó, lamiendo la piel. Solté un último gemido. AHORA, sí que

estaba en la gloria.

—Así me gusta, Imbécil, que lo sueltes todo. Ahora, voy a dejar que reposes

un poquito y luego, quitarás esas toallas sucias de la cama y te lavarás bien.

Porque para la segunda parte te toca darme gusto a mí, y te quiero limpio. ¿Te ha

gustado tu sesión de cosquillas? ¿A que querrás repetirlo?

Como pude, notando aún tibias gotas de orín resbalar de mi sexo por entre

mis piernas, pero asentí. Mi ama me miraba con simpatía, agachada junto a mí,

la cabeza apoyada en mi pecho. Hubiera dado diez años de mi vida por tomar
entre mis manos esa carita con forma de corazón y llevar su boca a la mía, para

meterle la lengua hasta la garganta. Pero no hizo falta que yo diese nada.

Mariposa misma leyó mi deseo en mis ojos y sacó la lengua, para que yo la

lamiera. Nuestras lenguas juguetearon unos segundos, y enseguida mi ama puso

su boca en la mía, explorándome, lamiéndome por dentro, y haciendo en mi

paladar las últimas cosquillas de aquél juego delicioso. “Un mes.” Pensé,

encantado “Tengo un mes para intentar que quien me haga esto, sea Ocaso, y no

sólo Mariposa. No sé si voy a lograrlo, pero voy a dejarme hasta la piel por

conseguirlo, palabra. Yo nunca he sabido realmente lo que era querer hasta

ahora, Ocaso. Tengo que conseguir enseñarte a ti también a hacerlo. Se puede, ya

verás cómo se puede. Os amo, Mariposa. Te quiero, Ocaso. Te quiero…”.

Mordiscos (segunda parte)

—¿Por qué me hizo esto? ¿Por qué tuvo que hacerlo así? — sollozaba una y

otra vez, agarrándose el vientre, que le dolía. — No tenía que hacerlo así, se lo

hubiera dado. Sólo tenía que pedirlo, ¿por qué me hizo eso?

“Porque tú también eres una Chupacabras” pensó Tolo. Pero no se lo podía

decir. Bastante tenía ya la criatura y, además, no valía la pena.

***********

—Tenemos que dejarla, Alan. Sé que te molesta que se marche de casa, pero

tú sabes el talento que tiene Junior para los números, tienes que permitírselo. No

va a hacer nada malo — dijo Coral, cariñosa, a su marido.


—¿Te parece que mezclarse con ganado, no es nada malo? ¿Qué se le ha

perdido en una universidad? ¿Qué tiene que aprender de humanos mi hija? —

protestó Alan.

—No va a aprender nada de los humanos, Alan, va a aprender Matemáticas,

y es una buena carrera, muy interesante, muy útil.

—Para los humanos. Para mi hija, es completamente inútil esa carrera, o


cualquier otra. Pero, si quiere estudiar, adelante, que lo haga, ¿no puede estudiar

con tutores, como ha hecho hasta ahora? ¿Qué se le ha perdido a mi hija en…?

—¡Nuestra! — le corrigió Coral — “Nuestra” hija, Alan. A lo mejor se te ha

olvidado, pero quien la llevó en el vientre durante más de ocho meses, fui yo.

Quien soportó un parto draconiano y quien tuvo que cicatrizar desgarros, fui yo,

y quien tuvo las tetas exprimidas, fui yo. Ya sé que es tu hija favorita, pero no la

tuviste tú solo, ¿sabes?

Alan gruñó y se sentó en el tresillo, medio enfurruñado. Por un lado, claro

que le llenaba de orgullo que Junior, su hija pequeña, su preferida, hubiera sido

admitida en una prestigiosa universidad, una de las más importantes de Europa.

Una que apenas aceptaba a cien alumnos por año y para la que había que superar

uno de los más terribles exámenes de ingreso para poder optar, y que hubiera

entrado dentro de los diez primeros, le enorgullecía, sí. Pero por otro, eso

significaba que se iría de casa. Se marcharía después de más de medio siglo

viviendo con ellos. Junior estaba creciendo, y a Alan le costaba aceptarlo.


—¿Piensas que yo, no la voy a echar de menos? — susurró Coral,

sentimental, arrimándose a él — Puede que yo haya intentado no hacer

distinciones entre nuestras hijas, pero no estoy ciega. Sé que es la mejor de las

tres. Quiero mucho a Bet y a Jet, pero son dos cabezas locas que sólo parecen

pensar en caprichos. Están bien donde están, aunque me duela su castigo. La…

la voy a echar muchísimo de menos, Alan, ¡es mi niña! Pero, precisamente

porque la quiero, tengo que dejarla ir. Tenemos que dejarla ir. Y piensa… — la

voz de su esposa cambió radicalmente, a un tono mucho más incitador. Se subió

el camisón que llevaba, y se montó a horcajadas en el regazo de su marido—

que, sin niñas en casa, estaremos otra vez solitos. ¿No te apetece volver a jugar

sin preocuparnos de nada?

Coral acarició el rostro sin afeitar de su esposo, y arrimó su boca a la suya

tentadoramente. Alan pudo sentir el cálido vaho de ella antes de que dejara caer

sus labios en los suyos y los presionara, acariciándolos con su lengua con infinita

suavidad, para abrirse paso entre ellos y explorar su boca, hasta encontrarle la

lengua y juguetear con ella, vertiéndole en la boca su veneno cálido, tórrido

hasta la locura. Lo sintió bajar por su garganta, quemar su pecho hasta el

estómago y llegar por fin a su bajo vientre, donde tiró de su hombría con

violencia. Coral sintió la erección pegarse a su sexo desnudo, y rio en medio del

beso.

—Zorra lianta. — murmuró Alan, con los ojos entornados de placer. Su


esposa sonrió, y el licántropo estuvo a punto de bajarse el pantalón y hacerlo

sentados, pero al ir a echarse mano a la cinturilla se lo pensó mejor, y propinó a

su pareja un empujón que la tiró de espaldas. Coral emitió un grito alborozado, y

más cuando su esposo se le lanzó encima entre rugidos, le mordió el camisón y

lo desgarró con los dientes. No soportaba la idea de estar debajo, se sentía

sometido, dominado por su esposa, y en cierta manera, algo humillado. Siempre

quería estar encima. Coral lo sabía e intentaba con frecuencia tentarle, hacer que

se quedara debajo sólo para molestarle, pero nunca lo lograba. Alan se deshizo

de los pantalones y se frotó contra su mujer, entre los gemidos de ambos. Coral

lo abrazo, acariciándole con los pies también, mientras Alan movía las caderas y

se empujaba con los pies, con su virilidad apretada entre los cuerpos de ambos,

sintiendo a cada roce la maravillosa presión, la caricia de la piel suave y carente

de vello, casi escurridiza, de su compañera.

—Aaah… Alan, mmmmh… no me hagas sufrir. Métemela— pidió ella,

sonriendo. Alan soltó una risita baja, ronca, y se colocó. El sentir el calor

delicioso del sexo de su mujer en su glande le hizo dar un estremecimiento, y

empujó sin poder contenerse, soltando un gañido cuando el placer le dejó sin

aire. Coral le agarró con las piernas y empezó a contraer su vagina, apretándole

dentro de ella, mientras Alan se movía muy despacio. Cuando su esposa le

atacaba, o directamente adoptaba la lordosis, agachándose y sacando el culo

hacia fuera, no quería preliminares, sólo una taladradora. Cuando se ponía


mimosa o cara a cara, como esa noche, quería algo un poco más tierno. Alan no

quería pensar que quizá ella lo quería así porque sabía que era él quien lo

necesitaba así, quien necesitaba sentirse querido ahora que su hija preferida iba a

marcharse. Ella lo pedía, y él se lo daba, punto.

—Coral… — sonrió, empujando plácidamente, abrazados el uno al otro

hasta quedar casi pegados — estás tan estrecha como la primera vez que te violé.

—Haah… ¿Tú me violaste? — gimió ella, lamiéndole muy suave el rostro

áspero y peludo. — Si no recuerdo mal, creo que fui yo quien te vencí… — qué

delicioso era, su miembro candente acariciándola por dentro, tan firme, tan

orgulloso, tan… ¡ah, qué placer! Alan sonrió y negó con la cabeza.

—Tú me pillaste bajo de forma, yo te poseí… mmh. En realidad, da lo

mismo. — “Cabronazo presumido.” Pensó Coral “Si me hubieras vencido tú a

mí, no daría lo mismo.”, pero no lo dijo. Estaba demasiado a gusto es ese


momento como para empezar una disputa sobre algo que pasó hacía casi cien

años. En su lugar, se dejó dominar por el placer que la atravesaba desde su sexo

hasta el cuello. Y entonces, sonó el teléfono móvil. La pareja de licántropos se

miró, y los dos supieron que no había más narices que cogerlo, era la línea

privada, la del “trabajo”. De mala gana, Alan se incorporó sin salir de su esposa

y alargó la mano hasta la mesa, cogió el móvil y descolgó.

—¡¿Quién?! — Rugió, y lentamente, pero siguió empujando. Coral se

apoyaba en el suelo para moverse contra él, en círculos adorables — Sí.


Haaah… ¿Qué? No quieres saberlo. Claro que cumplo, nosotros SIEMPRE

cumplimos. Mmmmmmmmmmmh…. Sí, lo recuerdo. Aaa-acordamos un precio

por matarle, nadie dijo que ese precio, garantizase que siguiese muerto. Más…

Ah, no es a ti, idiota. Aah… si no te gustan mis modales, encárgaselo a otro,

chupasangres. Entendido. Oh, joder, sííí…. Cincuenta mil. Ya me has oído, ni un

céntimo menos. De acuerdo. Sí, esta noche. ¿Inmediatamente? Bueno… será

“casi” inmediatamente… — Alan colgó, con una sonrisa de vicio en sus labios,

por la cual asomaban sus blanquísimos colmillos. Coral, apoyándose en los

hombros, había estado moviendo las caderas todo el rato, cada vez más deprisa,

embistiéndole, y dándole un placer asombroso. Estando él siempre encima, Alan

no sabía lo que era gozar sin moverse, por primera vez lo había sentido un

poquito. Y era magnífico. Eso sí, todo el romanticismo, se le había pasado.

—¿Quién era, bestia? — susurró Coral. Alan se echó de nuevo por completo

sobre ella, y embistió con fuerza, sacando un grito de la garganta de su mujer,

que lo abrazo entre risas, y rompió a sudar.

—Tenemos trabajo. ¿Quieres reservar el orgasmo para luego? — Coral le

sonrió, maliciosa.

—¿Para qué reservarlo? Luego, me darás otro… u otros. — Alan emitió una

serie de rugiditos que podían tomarse por una risa, y empezó a empujar sin

compasión.

**************
72 horas antes.

Iana trotaba por el campo de tierra, corriendo como una loca, mirando

constantemente tras ella, notando que el cielo, a cada momento, se clareaba más

y más. No podía volar, no por un sitio donde empezaba ya haber gente, sólo
podía confiar en correr más que el sol, o a las malas, encontrar algún sitio donde

ocultarse. No le faltaba mucho para llegar a su casa. Pasó junto a la cafetería

pequeña, que ya había abierto, y siguió corriendo, jadeando, por las colinas de

césped. A lo lejos, se veía el instituto, y poco antes de llegar a él, la casita del
conserje, donde vivía con su familia. Apretó aún más la carrera, podía

conseguirlo, tenía que llegar. En la puerta, vio a Vladimiro, su padre, con el

rastrillo en las manos, agrupando en montoncitos las hojas secas de los árboles.

La miró, y, con reconvención, la apremió para que se apresurara.

Cualquiera que hubiera visto a Iana, la hubiera tomado por una muchachita

de unos dieciséis o dieciocho años, pero lo cierto, es que contaba más de

cincuenta ya. No obstante, se encontraba a gusto con su edad y aspecto, y de

momento, había decidido no cambiar. Para desespero de su familia. Casi al borde

del vómito por la extenuación de la carrera, pero llegó a la casita, y entró,

seguida por su padre, que echó las cortinas oscuras de la vivienda.

—Hola, papaíto… — jadeó la joven vampiresa con una sonrisa.

—Jovencita, esto se tiene que terminar. Se tiene que terminar a la de ya, pero

tiene que terminarse enseguida. — a Vladimiro solían llamarle “Vladi dosveces”

los estudiantes de cincuenta años atrás (y más). Como puede apreciarse, el paso
del tiempo, no solucionaba su manía de repetirlo siempre todo.

—Vamos a ver, niña, vamos a ver… ¡¿tú estás tonta o qué!? — Iana se

volvió y sonrió a quien así le hablaba. Era su hermano mayor, Tolo. En realidad,

no eran hermanos, y la joven lo sabía, pero le gustaba considerarle así. Tolo se

había puesto un poco más gordito aún en los últimos años. Iba en pantalones

cortos y camiseta de tirantes, y su pelo castaño rojizo destacaba de forma muy

cómica en su barriga pálida. Quizá el aumento de peso hacía que se notase más

el jadeo perenne al hablar, convirtiendo los “es que” en “eg que”, por ejemplo.

Miraba a Iana con cara de pocos amigos, y antes que ella pudiera contestarle

alguna zalamería, continuó — Mira, me da igual que digas que estás enamorada,

o enchochada o empanada, ¡si te han dicho que a las dos de la mañana tienes que

estar en casa, a las dos de la mañana estás en casa, y punto pelota!

—Buenos días, Tolito.

—No, ni “Tolito” ni pollas en vinagre, niña. Para empezar, esta noche, no

sales, y ya está bien de abusar.

—¡Mamá! — pidió árnica de inmediato la joven. Tatiana, la madre de Iana,

estaba terminando de bajar todas las persianas y echar cortinas. Madre e hija

eran un calco una de la otra. Sólo en Tatiana se podía apreciar quizá mayor

madurez en sus rasgos, mayor serenidad, pero por lo demás, podrían

perfectamente ser tomadas por gemelas— ¡Mira lo que dice Tolo! ¿Verdad que

él no me puede castigar?
—Es cierto, cielo, él no puede… — la joven ya iba a cantar victoria, pero su

madre acabó la frase — pero yo, sí. Y estás castigada, esta noche, no saldrás.

—¿¡Qué?! ¡Papá! — Iana cambió el foco de inmediato y miró a su padre con

sus grandes ojos verdes, con carita de tristeza. Vladimiro sonrió y empezó un

gesto vago con la mano, pero Tatiana carraspeó de forma muy significativa, y el

conserje se lo repensó.

—Hija, tu madre tiene razón. Tiene razón, es así. Te hemos dicho mil veces

que tienes que llegar a las dos, que si no querías seguir creciendo, nos parecía

bien, pero que entonces, tenías que obedecer unas normas. Nos parece bien que

quieras parar tu crecimiento por ahora, pero con tu edad tienes que obedecer

unas normas, hija. Las vampiresas jóvenes como tú, están expuestas a muchos

peligros, muchos peligros.

—¡Pero, papá, si está porque me pase algo malo, me puede pasar igual a las

cuatro de la mañana, que a medianoche! — protestó Iana.

—Pero el sol, no va a salir a medianoche — rebatió su madre. Iana intentó

objetar algo más, pero su madre la cortó —. No se hable más. El salir por la

noche, no es un derecho, sino un privilegio. Lo tendrás, cuando vuelvas a

merecerlo y a demostrar que eres responsable. Estamos hartos de pasar la mitad

de la noche pensando cuándo vas a volver y si te habrá ocurrido algo. Y ver que

pasan las horas, que va amaneciendo, y que tú no llegas. Sin saber si puedes

estar en un sitio seguro, o en mitad de la calle, sin un mal sitio donde ocultarte.
Por el momento, estás castigada hasta nueva orden.

Iana negó con la cabeza, con las lágrimas asomándole a los ojos, boqueando

como si intentara encontrar palabras justas para expresar su indignación, hasta

que al fin chilló:

—¡No es justo! — y las lágrimas se le cayeron de los ojos — ¡Y todo por

culpa tuya, gordo seboso! ¡Lo único que te pasa, es que tienes celos!

—¡Tatiana! — le reprendió su madre — ¿¡Qué forma es esa de hablarle a tu

hermano?!

—¡No es mi hermano! — los ojos de la joven brillaban en rojo, estaba

furiosa— ¡No es NADA en ésta familia! ¡No tenías ni familia propia y por eso te

adoptaron, porque ni los tuyos te quisieron nunca, vomitiva cuba de grasa! — El

bofetón fue como un relámpago, tan rápido que Tolo tuvo que mirar a su padre y

a Tatiana alternativamente para ver quién lo había sacudido, porque los dos

tenían la mano alzada. Fue la mirada de intensa culpabilidad de Vladimiro quien

le dio la clave. Iana se sujetaba la mejilla encendida, con los ojos brillantes, pero

esta vez, de lágrimas. No había sido una torta fuerte, había sido más una llamada

de atención, pero lo que más le dolía, era el gesto en sí — ¿Cómo podéis poneros

de su parte? — sollozó — Ni siquiera es hijo vuestro, ¡yo, sí!

—Nadie se pone de parte de nadie, Iana. Nadie se pone de parte de nadie, es

sólo que… no tienes razón, no la tienes para atacar así a tu hermano. Te quiere

más que a nadie, por eso intenta protegerte. Tú sabes que sólo porque te quiere
más que a nadie, es tan protector.

—¡Pues yo no quiero que me proteja, y no lo necesito! ¡Sé valerme sola! ¡Y

no quiero que me quiera tampoco! ¡Ya me quiere Borja! ¡Y eso es lo que le

molesta, que sabe que no es tan bueno como él! — Tolo, que había permanecido

callado hasta entonces, estuvo a punto de espetar que el cretino profundo del

Borja, no le llegaba ni al betún, no le llegaba ni… pero Iana se marchó a su

cuarto y cerró dando un portazo. Tatiana cogió a Tolo y a su esposo por los

hombros.

—Está en “esa edad”. Se le pasará en un rato.

Eso esperaba, pensó Tolo. Iana siempre había sido una niña cariñosa, dulce,

siempre amable, siempre de buen humor. Al llegar a la adolescencia, claro está,

había tenido sus momentos irritables, sus cambios de carácter, sus arranques de

genio, como cualquiera, pero había seguido siendo de trato fácil pese a todo.

Pero desde hacía cosa de unos meses, todo se había ido al traste. Llegaba tarde,

cada día más. Apenas estudiaba, no hacía nada en casa, estaba siempre

susceptible y de mal genio, ansiosa porque llegase la hora de salir y, si por

cualquier motivo no salía, su malhumor tiraba las paredes. A Tolo le constaba

que muchas noches se iba a la cama sin haberse alimentado siquiera, y a mitad

del día venía a pedirle que regurgitara algo de comida para ella, sin que se

enterasen sus padres, que la reprenderían por no haber comido. Esos momentos,

cuando trataba de conseguir algo, eran casi los únicos en los que se mostraba
amable. Tolo, claro está, cedía siempre.

“Entonces, no soy un gordo seboso, y sí soy tu hermano, ¿verdad?” Pensaba

éste. Le había dolido el insulto, le había escocido de verdad. Ya sabía que era

gordito, pero ella nunca se había quejado, decía de él que era blandito y tibio

como un osito de peluche, y le solía gustar quedarse dormida sobre su tripa.

Antes. Ahora, ya nunca lo hacía. Ni siquiera quería sentarse a su lado ya, como

si le diese asco. Bien sabía Tolo quién tenía la culpa de todos aquéllos cambios.

Borja.

Borja era un vampiro joven, tendría más o menos la misma edad, tanto física

como aparente, que su hermana. Venía de Europa, estaba pasando su primera

temporada sin familia, y era asquerosamente guapito y repelente. Era alto,

delgado, rico, vestía bien, hacía gimnasia, y llevaba el pecho depilado. Tolo lo

sabía porque solía vestir con camisas que no se abrochaba hasta el tercer botón,

dejando siempre el pecho al descubierto. Hablaba con un extraño deje que Iana

definía como “aristocrático”, pero que él definía como “treinta euros de chicle en

la boca”, o, más sencillamente “tontolaspelotas”. El caso es que el tal Borja

consideraba que, para un vampiro, era una especie de crimen no ser guapo. Se

cuidaba muchísimo, y pensaba que todo aquél que, como Tolo, fuese gordo o

peludo, o ambas cosas, era poco vampírico. Ser descuidado, sucio, era algo que

podía permitirse la raza inferior, los humanos, pero no los vampiros. No era

extraño que Iana, para serle más simpática, no quisiera ni hablar con Tolo más
allá de lo imprescindible.

A Iana le había llamado la atención Borja desde la primera vez que le vio,

hacía unos meses, pero hacía unas cuantas semanas que salían juntos. La joven

no tenía otra cosa en la boca que lo hacía o decía su noviete: “mamá, es que las

tareas de la casa estropean las manos, y Borja dice que las manos de una señorita

tienen que ser perfectas, y que tienen que estar inactivas para permanecer así…

No quiero comer corazón, Borja dice que engorda muchísimo… Tengo derecho

a salir hasta más tarde, ya no soy una niña, Borja dice que me tratáis de un modo

muy infantil…” Borja dice, Borja esto, Borja aquello; para ella, era perfecto.

Para Tolo, un cretino. Pero en fin, Tatiana tenía razón, se le pasaría. Para

empezar, esa noche, se quedaría en casa, luego hablaría con ella.

**************

—¿Es el mismo Chupacabras que no mataste la noche en la que nació

Junior? — preguntó Coral, ya vistiéndose, dispuestos para salir de caza.

—Sí. Y el encargo es de parte de la chica que entonces, supuestamente,

violó. Que no la violó, pero esa es otra historia.

—¿Y qué se supone que ha hecho ahora?

—Psé… hay gente que no puede estar ni cincuenta años sin meterse en líos.

*************

36 horas antes.

—He venido a verte… Me he escapado— Iana sonrió, y cuando Borja le


devolvió la sonrisa, se sintió feliz. Era la primera vez que se sentía feliz desde

ayer. Su familia le había demostrado que no la querían, habían preferido

escuchar al gordo de Tolo en lugar de a ella. ¿Qué pretendían, separarla de

Borja? No lo conseguirían… Bien sabía ella qué había pasado: Tolo se pasaba el

día calentándoles la cabeza a sus padres, que si Borja era tonto, que si era un

Dementia, que si no era un buen chico para ella… para que se callase, nada más

que para que se callase, la habían castigado. Pero se iban a arrepentir. Iana sabía

que Borja no creía en esas tonterías de las castas, no le importaba que ella fuese

una Lacrima Sanguis, una casta por debajo de la suya, lo que importaba, es que

se querían. Le había dicho más de una vez que dejase a su estúpida familia de

Chupacabras y se marchase con él. “Nos iremos juntos a ver mundo”, le decía

“Te llevaré a París, a bailar en la misma punta de la Torre Eiffel, desde donde se

domina la ciudad entera. A Londres, a hacer el amor en las habitaciones vacías

del Palacio de Buckingham; a Transilvania, a ver los dominios de mi antepasado,

montaremos a caballo por valles infinitos y aterraremos a los campesinos, como

se hacía en el pasado”.

Sólo porque ella quería muchísimo a su familia, no había aceptado. Pero se

había dado cuenta de lo tonta que había sido, ¡si sus padres no la querían…! Si la

quisieran, si la quisieran de verdad, querrían su felicidad, no la privarían de estar

junto a Borja con castigos infantiles, no preferirían escuchar a un extraño,

alguien que no era hijo suyo, que tan sólo se aprovechaba de ellos para tener
casa gratis, un fracasado que jamás había hecho nada, en lugar de a ella, que era

su hija de verdad. Ahora, no la volverían a ver. Que aprendieran.

—¿Vas a quedarte conmigo, te has decidido? — preguntó Borja, en la

discoteca donde estaban, tomándola de las manos.

—¡Sí! — Nunca se había sentido tan feliz. Seguro que, dentro de un par de

días, sus padres discutirían con Tolo, le dirían que era culpa suya que Iana

hubiese escapado, y lo echarían de casa. Qué lástima no estar allí para verlo.

—Entonces, eres mía.

—Sí.

—Dímelo, Iana, dime que eres mía— El joven le acarició la cara con ternura,

y a Iana le pareció que tenía la mirada tan ardiente que iba a abrasarse entre sus

brazos.

—Soy tuya, Borja.

—Muy bien— Borja sonrió, y sus colmillos parecieron algo más afilados —

Y ahora que, por tu propia voluntad ya eres mía, puedo hacer contigo lo que

quiera.

La sonrisa de Iana vaciló ligeramente. Vio acercarse a los amigos de Borja, y

se sintió incómoda. No quiso reconocerlo, pero una molesta vocecita empezó a

sonar en su cabeza. Era una voz que le recordaba cuántas veces, Tolo, le había

prevenido contra Borja.

****************
—¿Que se ha escapado?

—¡No está en su cuarto! ¡Sólo hay esto! — Tatiana estaba fuera de sí. Había

ido a despertar a su hija pequeña, y se había encontrado el cuarto vacío, los

cajones sacados y una nota en la que Iana decía que se marchaba. Vladimiro se

calzó y se marchó a buscarla sin decir nada, mientras Tolo se iba en dirección

contraria, maldiciendo a la terca criatura, y Tatiana se quedaba en casa, por si

volvía allí. Tolo sabía que su padre tenía poco olfato, no valía para seguir rastros,

pero él sí. Y sabía dónde estaba la discoteca que frecuentaba el niñato aquél, y

hacia allí se encaminó.

En la puerta, había un rastro, fresco, y lo siguió volando. Tuvo que recorrer

media ciudad mientras las horas de la noche se consumían, y él seguía sin

localizarlos. Habían usado un coche robado, habían dado vueltas por la ciudad y

parado en varios sitios. “Usar coches humanos en lugar de volar, no le parece

que sea poco vampírico”, pensaba Tolo. A la vez, intentaba no pensar a la vez
que, si habían usado un coche, era muy probable que llevasen a su hermana

retenida. Volando, no era fácil controlar a una presa, salvo que estuviera

inconsciente, lo que les exigiría volar en forma humana o cobrar una forma muy

grande para poder transportarla.

Finalmente, llegó a las afueras. El rastro era más intenso aquí. El cielo ya

comenzaba a clarear, estaba de intenso color turquesa, pronto amanecería. Pero

tenía que seguir. Estaba llegando a un matadero de ganado, y allí, en una cabaña,
el rastro de su hermana casi brillaba. Adoptó forma humana y entró, dispuesto a

luchar con quien fuera por recobrarla, pero allí sólo estaba Iana. Desnuda de

cintura para abajo, encogida en el suelo y tendida en un charco de sangre. Tolo

se lanzó a por ella.

—¡Iana! ¡Iana, ¿qué te han hecho?! — la voz se le ahogaba. Por suerte, la

sangre del suelo no era suya. No la mayoría, al menos. La joven sollozaba. Tenía

la cara sucia de barro, sangre y lágrimas, y se tapó los ojos, gimiendo “basta…

basta…”. Tolo la apretó contra sí, y miró a su alrededor. La cabaña no tenía

ventanas, sólo un par de troneras cerca del techo, tapadas con rejilla. Estarían a

salvo para pasar allí el día. — Iana. — insistió, suavemente — Iana, soy yo, soy

Tolo… ¿qué ha pasado? ¿Qué te han hecho?

Iana tardó en contestar. Tenía los ojos cerrados y no quería abrirlos. Tolo

llevaba un abrigo de piel sintética, muy viejo, pero abrigado; se lo quitó y

envolvió con él a su hermana, que sollozó de alivio. Sólo entonces pareció darse

cuenta que quien estaba con ella, no era ya nadie de quien hubiera de tener

miedo. Abrió los ojos, y al ver a su hermano, sonrió con alivio, y los ojos le

brillaron. Tolo le devolvió la sonrisa con ternura, acariciándole la cara. Iana miró

la cara redonda de Tolo, su papada temblorosa, las barbas castaño rojizas, igual

que el pelo, que le crecía, largo, alrededor de la calva coronilla, y le pareció lo

más hermoso que había visto en su vida.

—Me hizo daño… — susurró. — Me hicieron mucho daño, los tres. Me


hicieron beber. Me pegaron y me trajeron aquí… y… Borja me arrancó la ropa y

me…

—Ssssh… — Tolo siseó para que no diera detalles y la meció contra él.

—Luego… vinieron también sus amigos. Me defendí. Me defendí contra

todos. Mordí a uno, le desgarré la garganta, pero me dijeron que si me defendía,

mandarían a todos los Dementia contra vosotros. Os matarían a los tres. Me

llamaron Chupacabras, y me tiraron sangre encima, me insultaron. Me dijeron


que era una puta engreída si había creído por un momento que un Dementia

como él, iba a interesarse en una Chupacabras. Luego se fueron y me dejaron

aquí. Dijeron que no valía la pena matarme, que siguiera viva para aprender la

lección. Tolo, yo no… Yo no soy una Chupacabras, ¿verdad que no? Mi madre,

es una Lacrima Sanguis…

—Iana, no te preocupes por eso ahora. Ya ha pasado todo, yo estoy aquí

contigo. Anda, intenta dormir. Yo voy a llamar a papá y Tatiana, que estén

tranquilos.

***********

—La violó. La violaron los tres. Solamente porque “no es una Dementia”. Y

como no es una Dementia, parece que no importa lo que le hagan. Como somos

unos Chupacabras, tenemos que aguantar con todo y tragar con todo, ya sean

insultos, amenazas, abusos o asesinatos. Pues yo no estoy dispuesto a tolerarlo.

¿Lo hubieras tolerado tú, si hubiera sido tu hija?


—Eso, no viene al caso — contestó Alan. Localizar al Chupacabras, no

había sido complicado, pero es que ni siquiera se había escondido. Es más, había

señalizado su posición. De forma algo grotesca, pero lo había hecho. —. No

juzgo, sólo ejecuto.

—Lo sé. Has venido a matarme por lo que hice y por lo que he hecho. Hace

cincuenta años podría pensar que no tenías motivo. Hoy — sonrió — he hecho

lo más que he podido para ganármelo.

—Pues desde luego, lo has logrado — admitió Alan, mirando hacia arriba.

Su esposa sonreía, divertida. Tampoco a ella le caían demasiado bien los

vampiros.

—Acabemos cuanto antes; mátame ahora, y cuando salga el sol estaré

inconsciente, así creo que no sufriré mucho.

***********

24 horas antes.

Borja reía en la discoteca que solía frecuentar. Un montón de bobitas

revoloteaba en torno a él, y sus amigos le reían las gracias. A juzgar por los

gestos que hacía y las caras que ponía, estaba representando lo bien que se lo

había pasado con Iana. Tolo la había dejado en el cobertizo del matadero. Nada

más empezó a oscurecer, salió a buscar agua limpia con la que lavarla, y después

de ponerla un poco decente, la había tapado bien con su viejo abrigo y él había

salido a buscarle algo de comer. Al menos, eso le había dicho. Y no era


completamente mentira.

A Tolo le hubiera gustado dejarla en casa, pero no podía. Si volvía, sus

padres no le dejarían salir de ella para lo que iba a hacer. Sabía que era firmar su

sentencia de muerte, pero se iba a morir muy a gusto después de eso.

Apenas Borja le vio, se rio. A Tolo le resultaba muy desagradable, con el

pelito castaño corto por detrás y muy largo por delante, cayéndole sobre los ojos

azules, obligándole constantemente a menear la cabeza para apartarse el mechón.

Su risa le hacía aún más repulsivo.

—He venido para hablar de mi hermana. — espetó Tolo. Los amiguitos de

Borja hicieron ademán de ir hacia él, pero el joven vampiro los detuvo alzando

una mano y sonrió.

—Creo que la dejamos en un sitio bien provista de alimentos para gente

como ella, nos portamos bien— sus amiguitos soltaron la risa como si estuvieran

entrenados para ello. — Y ahora, ¿por qué no te largas a ver si puedes extraer

sangre de la mierda, Chupacabras?

—¿Crees que mi hermana es una Chupacabras, porque su padre es de esa

casta, verdad?

—No es que lo crea, es que es. Si su madre tuvo estómago para follarse a

uno de vosotros, sus hijos serán de vosotros, aunque ella sea de una casta

superior. La mala sangre prevalece. Es triste, pero… así es la vida de dura.

—¿Y eso, lo saben tus amiguitos?


—Claro, es normal. Cualquier persona mínimamente inteligente, y eso no te

incluye a ti, lo sabe.

—No, no digo si saben eso, digo si saben que, por esa regla de tres, tú,

entonces, eres también un Chupacabras, chaval. — al ocultar una risa bajo su

voz, el cambio de las eses por ges, era mucho más evidente. Borja se echó a reír,

como si Tolo hubiera dicho algo muy gracioso.

—¿Qué dices? Sabía que eras estúpido, pero no pensé que fueras

absolutamente gilipollas. Yo soy de pura casta Demen…

—Te voy a dar una pista— interrumpió Tolo —: Tu puta madre se llama

Alezeya, pero se hace llamar Alice, porque piensa que queda más fino — Borja

palideció. Jamás había hablado de su madre, ni con Iana, ni con nadie que

hubiera podido tener contacto con Tolo, ¿cómo sabía él…? —. Es rubia, y tiene

los ojos azules, como los que tienes tú, le gustan los Beatles, la música de arpa, y

en los años sesenta, en Londres, se lio con un Chupacabras sin saber que lo era.

Lo sé, porque ese Chupacabras, era yo. Acababa de dejarla su marido, un

Lacrima Sanguis que la había preñado y se había ido, tú habías nacido hacía

poco, eras su primer hijo, y ella estaba con la neura de que, con un hijo ya era

vieja, y para quitarse la depre, se follaba todo lo que se le ponía por delante.

Hasta a un Chupacabras gordo seboso como yo.

Los amiguitos de Borja le miraban como si le vieran por primera vez. Uno de

ellos se apartó un paso. Borja estaba blanco como la leche, negaba con la cabeza,
incapaz de pronunciar palabra, pero por fin, balbució:

—Eso… ¡eso no importa! Si yo ya había nacido, como has dicho, ¡no llevo

tus genes! — pareció aliviado al pensar aquello — Sigo siendo un Dementia.

—Ya habías nacido, pero tu madre te estaba alimentando. Y como las

Dementia no pueden amamantar, regurgitaba alimentos para ti. Y te digo una

cosa: tu madre será una cabrita e idiota como ella sola, pero la chupa de la

hostia, ¿entiendes lo que quiero decir? — Borja parecía a punto de llorar. “En

realidad, no es más que un crío llorica”, le dijo a Tolo una parte de sí mismo.

Pero se recordó que él no había tenido piedad con su hermana, y se cebó — Ya

veo que no. Tu madre me la chupaba hasta que me corría en su boca. Le gustaba

mucho tragarlo, decía que era otra forma de vampirismo. Y luego, entre lo que

regurgitaba para ti, estaba toda mi corrida. Vamos, que te has criado tragándote

todo mi grumo, campeón, ¿estaba rico?

Uno de los amigos de Borja soltó la risa sin poder contenerse. Borja había

cambiado; ahora estaba colorado como un tomate, musitando algo como

“maldita seas, madre…”. Todo su mundo, su estatus, su prestigio, se desvanecía

en un instante. Miró a Tolo con verdadero odio y le señaló.

—¡Matadle! — rugió. Pero nadie se movió. Todo el mundo miraba a Borja

de arriba abajo, riéndose de él.

—¿A quién le estás hablando, Chupacabras? — dijo uno de sus ex amigos.

—Mi madre sigue siendo la nieta del jefe de la casta Dementia — masculló
Borja —. Yo sigo siendo un Dementia, ¡el sucesor! Si queréis seguir vivos
mañana, más os vale…

—Eso, tiene que discutirse — adujo otro—. Si tu madre tuvo el cuajo de

tragarse el semen de “eso”, no creo que se la pueda considerar ya Dementia. Mi

padre lleva la legislación de la casta, y creo que eso sería suficiente para pedir su

expulsión. De ella, y de toda su familia.

—Si quieres matarle, Chupacabras, mátale tú mismo. —añadió el primero.

—No eres ni un Chupacabras, eres un “chupasemen de chupacabras”…

¡chupa-chupacabras! — rio un tercero, y todo el grupo de bobos estalló en

carcajadas como becerros. A Tolo le dieron ganas de aplaudir. Cuando, hacía

tantos años, Alezeya le amenazó de muerte al enterarse de que era un miembro

de la casta vampírica más baja, no imaginó lo que iba a desencadenar con su

estúpida maniobra de no ser capaz de callarse el lío que mantuvieron.

Borja se sentía herido en lo más profundo, picado en su orgullo de una forma

tan viva que ardía por dentro, y se lanzó a por Tolo. Éste le vio venir, y le dejó

acercarse, y cuando estuvo lo bastante cerca, le golpeó la cara con el puño con

todas sus fuerzas. El crujido que hizo la nariz de Borja al partirse, fue el sonido

más dulce que escuchaba en mucho tiempo.

****************

Iana sintió una caricia suave en su mejilla, que la sacó dulcemente de su

sueño. Tolo estaba junto a ella, acariciándola. Seguía en el cobertizo, envuelta en


el abrigo de su hermano, y éste la miraba con ternura. Le parecía que apenas

había pasado una hora, pero sabía que llevaba mucho tiempo allí. Se sentía

mejor, aunque el vientre aún le dolía.

—¿Cómo te encuentras? ¿Te vas sintiendo mejor? — Iana asintió. Es cierto

que el recuerdo, era muy desagradable, pero los vampiros no tienen la misma

sensibilidad que los humanos. Para ella, aquello había sido muy duro, doloroso,

humillante y descorazonador, pero tampoco algo traumático como lo sería para

una chica humana. Se repondría totalmente. Le llevaría algún tiempo, pero lo

conseguiría sin problemas. — Tengo algo para ti. Abre la boca.

Iana obedeció y Tolo la tomó en su regazo “igual que cuando era un bebé y

Tatiana me la puso en las rodillas por primera vez”. La acunó en sus brazos y

posó su boca en la de ella. Se oyó un gorgoteo, y enseguida Iana notó en su boca

el sabor, cálido y salado, de la sangre. Tragó, gustosa, saboreando. El día anterior

no comió nada, estaba débil y hambrienta, y el sabor parecía maravilloso


después de tantas horas sin probar bocado. “Tolo me ha salvado” pensó la joven.

“Él vino a rescatarme… me ayudó. No le ha dicho a papá y mamá que ya no soy

virgen, me ha cuidado y me está alimentando. Siempre ha cuidado de mí.

Siempre me ha querido… qué… qué idiota soy”.

Tolo abrió los ojos desmesuradamente y estuvo a punto de apartarse cuando

sintió una presencia en su boca. Era la lengua de Iana. La joven le miró con ojos

tiernos y le acarició la cara, abrazándole por la nuca, para impedir que se


apartara. El vampiro intentó objetar algo, pero Iana se apretó contra él, mimosa.

Si la rechazaba, ella aún se sentiría peor. “Bartholomew: vas a morir al

amanecer, y lo sabes. Lo que has hecho, sólo se salda con tu muerte. Date un

gusto antes de desaparecer del mundo.”, pensó. Y sabía que estaba mal, pero…

Drácula, llevaba años enamorado de Iana. Mientras fue una niña, pensaba que

simplemente era cariño, pero cuando se convirtió en mujer, se dio cuenta que la

amaba, la propia Iana lo sabía. No pudo evitarlo: se dejó hacer.

Iana se deslizó al suelo. Le dolía demasiado el vientre como para tener sexo,

pero podía satisfacerle de muchas formas. Con todo cuidado le desabotonó el

pantalón y le bajó la cremallera, en medio de un siseo encantador, y le retiró la

tela del calzoncillo. El pene de Tolo estaba ya erecto por efecto del beso de la

joven. “Este, sí es bonito…” pensó torpemente Iana, forzándose a no recordar su

anterior experiencia, pero lo cierto es que el miembro de Borja le había parecido

torpe y feo, torcido y delgaducho. Éste era bonito. Orgulloso, tieso, con gracioso

vello rojizo rizado en la base. Tolo jadeaba sólo sintiendo la cara de Iana tan

cerca de su sexo. Las piernas dobladas le temblaban, y cuando ella lo acarició

contra su mejilla, un gemido de gozo le vació el pecho.

Iana tenía las manos calientes, y su mejilla más caliente aún. Lo frotaba

contra su cara, mimándolo, acariciándolo con suavidad, dándole apretoncitos,

hasta que por fin se lo metió en la boca. Tolo tuvo que gritar de placer, y apretó

los puños para resistir el impulso de tomar a Iana por la cabeza y apretarla contra
sí. La joven ensalivó su polla, dejándola resbaladiza y brillante, tan sensible… y

empezó a moverse, subiendo y bajando su boca pequeña sobre la hombría de

Tolo, apretándolo contra sus mejillas, mientras gemía tomando aire.

Tolo no podía ni hablar. Ni quería hacerlo, el momento era demasiado

perfecto para estorbarlo con palabras. Se limitaba a sentir. Sentir aquélla boca

suave abrazando su polla erecta, arrancándole gemidos de gusto a cada bajada


que hacía. Sentir aquella lengüecita traviesa dando giros por todo el tronco,

cebándose en la punta, lamiendo el frenillo y provocando que él sufriera

escalofríos de gusto a cada toque de la misma. Sentir aquéllas manos cálidas que

acariciaban el tronco cuando éste quedaba libre, que jugueteaban con sus bolitas,

acariciándolas, que hacían cosquillas entre el vello púbico y le provocaban

chispas de travieso placer, cosquillas que le estremecían en escalofríos dulces.

El vampiro no quería llegar. Quería seguir sintiendo aquello por siempre,

pero sabía que era imposible. Su tiempo ya se estaba terminando, sabía que el

alba se acercaba… se dejó vencer por el inenarrable placer que sentía, y sus

caderas empezaron a moverse solas. Iana le miró a los ojos con verdadero cariño

en ellos, y eso fue más de lo que pudo soportar. Tolo exhaló un gemido ahogado

y su polla tiró de él para estallar de placer. El gusto le invadió todo el cuerpo, en

una tiritona de gozo infinito, y se derramó dentro de la boca de Iana, que tragó

ávidamente su descarga. Tolo recuperó el aliento con su verga aún en la boca de

la joven. Apenas se recobró, le besó la frente y la acomodó nuevamente en el


suelo. Una lágrima se escapó de los ojos de Iana.

—¿Por qué me hizo esto? ¿Por qué tuvo que hacerlo así? — sollozaba,

agarrándose el vientre, que le dolía. — No tenía que hacerlo así, se lo hubiera

dado, sólo tenía que pedirlo, ¿por qué me hizo eso?

“Porque tú también eres una Chupacabras” pensó Tolo. Pero no se lo podía

decir. Bastante tenía ya la criatura y, además ya no valía la pena.

—Porque era un gilipollas. Y ya está, no pienses más en eso. Duérmete. Esta

noche, estarás en casa.

—Te quiero, Tolito… — murmuró, ya con la voz del sueño, y el vampiro la

abrazó por detrás para darle calor. En un ratito tendría que levantarse y salir.

Pero, durante cinco minutos, podía ser feliz.

************

Ahora.

—Acabemos cuanto antes; mátame ahora, y cuando salga el sol estaré

inconsciente, así creo que no sufriré mucho. — le dijo Tolo a Alan. El cazador

no podía dejar de mirar la grotesca escena que tenía delante. A él le habían

contratado para que matase al Chupacabras porque, al parecer, estaba detrás de la

desaparición de un joven Dementia. No es que a él le importase, pero parece que

la desaparición, iba a ser permanente. Tolo había capturado a Borja, se había

alimentado de él, le había clavado en la pared del cobertizo y sujetado con

alambre de espino después. El cuerpo del Dementia era un rosario de sangre, y el


Chupacabras no se había quedado ahí. Para asegurarse de que Borja no pudiera

soltarse, había atado ratas sobre su cuerpo que le devoraran lentamente, de modo

que el vampirito estaba cada vez más débil. Para cuando saliese el sol, seguiría

consciente, pero no tendría modo de soltarse.

Coral, la esposa de Alan, lo miraba, divertida, mientras Borja insultaba en

voz baja. No podía hablar bien con la nariz partida, y parecía que eso le diese

vergüenza, porque intentaba hablar sin elevar la voz.

—¿Os han mandado a rescatarme, verdad? Bajadme de aquí. Vamos,

gilipollas — su voz silbaba ridículamente —. Bajadme, u os mataré. Ordenaré

que os maten…

—Matadme primero — pidió Tolo. —. Luego le bajáis. No quiero verle

libre, es lo único que os pido.

“Violó a una chica.” Pensó Alan “A una chica de la edad de mi hija, pero

mentalmente, más joven aún. La violaron entre varios. Ni para hacer solo algo

así servía ese tío.” Miró a su esposa. Y no necesito preguntarle qué pensaba.

**************

A la noche siguiente, la casta Dementia recibió las cenizas como prueba de

que la caza había tenido éxito, pero Alan aseguró que el tal Borja había

desaparecido, y que el Chupacabras se había llevado su paradero al infierno. A la

casta no le importó gran cosa: toda la familia del citado había sido asesinada o

puesta en fuga en cuanto se supo de las relaciones que un miembro de la misma


había mantenido con un ser de la casta más baja, de modo que nadie perdió el

tiempo en comprobar si aquéllas cenizas pertenecían a Tolo, o… a otro vampiro.

También la noche siguiente volvieron a casa Iana y Tolo. La joven se echó a

llorar al ver a sus padres, y estos la cubrieron de besos, igual que a Tolo, pero

nadie preguntó nada. Cuando los dos vampiros se tomaron de la mano por

encima de la mesa, aprovechando que sus padres estaban en la cocina, Tatiana se

dio cuenta y sonrió a su marido. Vladi asintió, feliz.

Y también la noche siguiente Junior empezó a preparar su equipaje para ir a

la universidad, estaba loca de contento porque su padre le permitiese ir, y no


dejaba de reír mientras metía y sacaba ropa de los armarios, de los cajones,

ordenaba libros y fotos que quería llevarse, y charlaba con su madre, que la

ayudaba a meter media casa en las maletas, que era lo que intentaban en opinión

de Alan. Éste, recordando lo sucedido, no podía dejar de pensar lo afortunados

que eran los licántropos al no tener castas, sino clanes familiares. Su hija no

podría liarse nunca con un inferior, porque entre licántropos, ese concepto no

existía. Para hacerlo, su hija tendría que liarse con… bueno, qué tontería, ¡eso

era imposible!

Mímame, Irina.

—Señor Oliver…. Señor Oliver… ¡señor Oliver!

—¡Ah, llaves del coche, canastilla, voy, voy! — Arnela, mi ayudante, pegó

un brinco del susto, y todos los estudiantes se volvieron a mirarme, muy


extrañados. Algunos se rieron, y yo deseé que me tragase la tierra. Y no tanto
por

haber pegado una voz en medio de la biblioteca, sino por haberme quedado frito

en mi trabajo. Me llamo Oliver, soy bibliotecario, y llevo tres semanas

draconianas sin apenas dormir. Desde que llegaron los bebés.

Así son las cosas: hace apenas dos años, yo vivía tranquilo y feliz en mi

soltería y en mi virginidad, y mi mujer, Irina, vino a descabalar todo mi mundo,

y ahora no sólo era esposo, sino padre. Lo que al principio me había emocionado

hasta casi las lágrimas, ahora me producía llanto también, pero de pura

impotencia, en casa no había quien durmiera, quien mantuviera el orden o la

limpieza, o quien pudiera simplemente descansar dos minutos, sólo dos minutos.

Irina se puso de parto la noche del primero de noviembre y desde entonces,

no sabíamos lo que era dormir cuatro horas seguidas. Ella había solicitado la

baja por maternidad, pero a mí me habían rogado que no lo hiciera, que no

dejara la biblioteca, y lo comprendo. Soy el bibliotecario jefe, todas las biblios

de la Universidad dependen de mi gestión, no tengo a nadie en quien delegar

más que en universitarios o posgraduados que, siendo amables, lo único que se

puede decir de su profesionalidad, es que no son todo lo escrupulosos que

deberían. De modo que, sobre todo los primeros días, me tocó trabajar dentro y

fuera de casa, porque Irina, agotada por un parto de gemelos, apenas podía

moverse de la cama. Ahora, también ella limpia, cocina y recoge, pero da igual
que lo hagamos los dos, podríamos ser veinte y no daríamos abasto igual. Kostia

y Román necesitarían un ejército de criados. Toman el pecho cada hora y cuarto,

y hay que cambiarles de pañales más o menos con la misma frecuencia (y comer,

comerán miel, pero, con perdón, cuando cagan, cagan MIERDA, ¡qué olor!), y

tenerles en brazos, y bañarles, y vigilarles todo el tiempo…

Yo pensaba que, siendo tan pequeños, lo único que harían sería comer y

dormir, que no darían mucha guerra, que nos darían unos días para

acostumbrarnos antes de que empezaran los verdaderos problemas, pero no

hemos tenido esa suerte, sobre todo con Kostia. No deja de llorar, no hay quien

lo calle, lo hemos llevado al pediatra, convencidos de que se quedaba con

hambre o que estaba enfermo, pero está completamente sano. Gana peso de

forma normal y no le pasa nada más que quiere llamar la atención y estar todo el

día pegado a Irina. En cuanto lo retira de su pecho, comienza la serenata. El

pediatra le aconsejó que, una vez terminada la toma, lo acostara sin más y no

hiciera caso a lloros “para no mimarlo en exceso”, pero cuando se le ocurrió

hacerlo, casi tiró la casa abajo con el llanto, hasta que vomitó por los sollozos.

Irina dijo que le importaba un pimiento si salía con mamitis o si se le

despellejaban las tetas, que ella no hacía que su hijo volviese a pasar semejante

berrinche. Así que ahora lo deja dormirse pegado a su pecho, y sólo cuando se

ha dormido, lo acuesta, con un cuidado tremendo y a dos centímetros por

minuto, porque si se despierta y no está Irina cerca, otra vez la serenata. Se


duerme como media hora, y otra vez a pedir el pecho.

Y esto durante el día, pero por la noche, es lo mismo. Román duerme casi

seis horas seguidas por la noche, pero Kostia pide comida apenas tres horas

después de dormirse. Irina me dice que me duerma, y lo intento, pero apenas

logro quedarme en duermevela y el sueño no me alimenta. Estamos destrozados

los dos. Así las cosas, no es de extrañar que, mirando las fichas de devoluciones,

haya apoyado la cabeza en el puño y, antes de darme cuenta, me haya quedado

completamente sopa, pero no por eso me da menos vergüenza ni menos rabia.

Estoy en el trabajo y pienso que Irina está sola en casa, agotada, bregando con

los dos y sin mí para ayudarla. Estoy en casa y pienso que la biblioteca no está al

día, que no hago bien mi trabajo. No rindo ni en un sitio, ni en otro. Y por si


todo

eso fuera poco, desde que nacieron Kostia y Román, Irina y yo… nuestra vida

sexual se ha resentido. Bueno, ¿para qué mentir? Seamos sinceros, no es que se

haya resentido, es que directamente, no existe. No podemos ni con los párpados,

menos aún pensar en intimar. La verdad es que me canso sólo de pensarlo.

Pero no voy a mentir: lo echo de menos. Tengo ganas, muchas ganas de estar

con Irina. No sólo de placer físico (aunque de eso también), sino de mimos. De

poder besarla, abrazarnos, jugar. Todo eso se ha terminado. Y cuando pienso que

quizá sea así para siempre, que tal vez no podamos volver a estar juntos nunca

más, o al menos hasta que Román y Kostia se independicen, me dan ganas de


llorar. Quiero a los niños, los quiero con todo mi corazón, pero a veces, desearía

que hubieran tardado un poquito más en llegar, o al menos que Kostia fuera un

poco más tranquilo, como su hermano Román, que sólo come y duerme y apenas

llora.

—Señor Oliverio, ¿se puede saber qué le pasa?

—¿Perdón? — Uno de los profesores me está hablando, y creo recordar que

me ha dicho algo antes, pero no soy capaz de recordarlo.

—Le he pedido que ponga en depósito “Nueva anatomía cerebral”, y ahora

que vengo a buscarlo, me da usted esto, ¿es una broma, o qué? — el profesor,

con cara de pocos amigos, levanta el libro que le he dado. Es el “¿De dónde

venimos?”, un libro para niños que cuenta la reproducción humana, con

ilustraciones graciosas, pero veraces.

—Oh… Dios, lo… Lo siento, voy a buscarlo. — El catedrático me miró con

cara de reconvención mientras iba hacia el estante de depósitos a buscar el libro

que me había pedido, intentando concentrarme. Pero el libro no estaba. El

estómago me dio un vuelco, ¿qué había hecho con el libro? Traté de conservar la

calma, me froté los ojos y miré de nuevo, quizá me había confundido recordando

la signatura, quizá estuviera un par de libros antes o después. Pero no estaba en

su sitio alfabético, donde debía estar. Cogí la escalera y busqué por toda la

estantería mientras el catedrático daba muestras de impaciencia y tamborileaba

con los dedos en la mesa. El libro no apareció.


—¿Y bien? ¿Dónde está? — me apremió el profesor, y negué con la cabeza

mientras fui al ordenador a comprobar las últimas retiradas. Ante mi horror, ahí

estaba: había prestado un libro en depósito. Un error poco menos que

imperdonable, y nada de lo que me dijera el profesor podía ser peor que lo que

me decía yo mismo — ¡¿Que lo ha prestado?! ¿Ha dado en préstamo el libro que

expresamente le pedí que dejara en depósito para que NADIE lo sacase? ¿Está

usted idiota, le han sobornado o qué?

—Lo lamento, señor Juárez, de veras, me distraje. Localizaré a quien se lo

presté y le pediré la devolución yo personalmente.

—¡Eso, ya no servirá de nada! — el profesor era uno de los de más edad de

la Universidad, un hombre excesivamente exigente y difícil de carácter— ¡Yo,

había dejado ese libro en depósito por una razón, para que NADIE pudiera

cogerlo un día antes del examen y usarlo para pegarse la panzada! ¿No se da

cuenta que ahora, ya no importa? ¡Habrán hecho fotocopias, todo el mundo lo

tendrá!

—Señor Juárez, yo he cometido un error y lo sé, pero, ¿no se le ha ocurrido


pensar que si dijera a sus alumnos de qué fuentes pueden estudiar para entender

los apuntes a principio de evaluación y no el día antes del examen, cuando les

confisca los libros de consulta, tal vez ellos no usaran ese tipo de subterfugios y

estudiasen desde el primer día si les da los medios para ello? — Era lo peor que

podía hacer. Plantar cara, era lo peor que podía hacer, y me arrepentí al instante

de haber abierto la boca, pero ya no podía hacer que las palabras volvieran atrás.

—¿Se atreve usted, un bibliotecario, a cuestionar mis métodos de enseñanza?

¿Pretende usted enmendar la plana a un catedrático, cuando ni siquiera sabe

poner libros en los estantes correctos? — intenté disculparme, decirle que yo no

pretendía, pero Juárez me cortó — ¡No se moleste con excusas conmigo,

explíqueselo al decano!

Hubiera querido golpearme la cabeza contra la pared, era lo que me faltaba

para completar el día. El catedrático se fue, y apenas un cuarto de hora más

tarde, el decano me llamó al móvil, para que fuera INMEDIATAMENTE.

—No se preocupe de nada, señor Oliver — dijo mi ayudante —. Yo me

encargo de todo aquí — se lo agradecí con un gesto de cabeza, y ya estaba por

irme, cuando me llamó —. Señor, ¿por qué no dice que fue un fallo mío, y que

usted dijo que se equivocó por encubrirme? Todo el mundo le creerá, y mi tío no

será muy severo conmigo. De algo ha de servir ser la sobrinísima del decano. —

Me quedé mirando a Arnela con una sonrisa hasta las orejas. Era enternecedora
en su adhesión hacia mí.

—Gracias, Arnela pero, aunque te ofrezcas a ello, sería un miserable si

aceptase taparme las espaldas contigo. — mi ayudante asintió, resignada, y una

mirada de ánimo salió de detrás de sus enormes gafas redondas.

*****************

—Al parecer, nuestro bibliotecario, tiene vocación de enseñante, ¿cree usted

que daría las clases mejor que el señor Juárez, al parecer?

—Señor Decano, en ningún momento he pretendido cuestionar la capacidad

de…

—¿No lo ha pretendido? — El decano me miraba por encima de sus manos,

juntas por las yemas de los dedos — ¿No ha pasado por encima de su mando

dejando en préstamo el libro que él le había ordenado mantener en depósito, y no

ha puesto en duda lo acertado o hasta lo ético de sus medios poco después?

—Yo no… — ¿qué clase de versión había contado Juárez? — Yo no he

pasado por encima de él, no di el libro en préstamo a sabiendas, fue un

accidente.

—Un accidente. Y usted, que comete accidentes en su trabajo, se atreve a

cuestionar el de los demás, ¿es eso?

—No, señor Decano. No he cuestionado el trabajo de nadie, sólo le he

sugerido que podría orientar a sus alumnos hacia los textos de consulta

adecuados al principio del semestre, y no dos días antes del examen parcial.
El Decano asintió con la cabeza.

—Sugirió. Usted, le sugirió — si las cobras sonrieran, tendrían la sonrisa del

decano en ese momento —. Dígame, señor Oliverio, ¿tiene usted por costumbre

aceptar sugerencias de los estudiantes en su biblioteca?

—Pues, en algunas ocasiones, sí, señor. Me sugirieron que en época de

exámenes les dejase permanecer en la biblioteca hasta medianoche, se

comprometieron a una serie de condiciones, y es algo que ha dado muy buenos

resultados.

—Ah, hasta la medianoche, ¿y ha comunicado eso a la dirección, es decir, a

mí?

—No, señor. — Admití.

—¿Por qué?

—Porque… no lo consideré necesario. Se trata de mantener abierto unas

horas más un centro de estudio, es como si un estudiante, diese clases de apoyo a

otros estudiantes. No se informa de ello a la dirección.

—Eso es porque los estudiantes, no pertenecen a la dirección, señor Oliverio.

Pero la biblioteca, sí. Usted empezó como ayudante del bibliotecario siendo muy

joven, y aprendió mucho y muy deprisa, lo reconozco. Pero no ha aprendido la

lección principal: la biblioteca, no es su feudo particular, señor Oliverio. No le

pertenece a usted, sino a mí. Y yo soy quien toma las decisiones, todas las

decisiones. Y en concreto, que la biblioteca está abierta hasta tan tarde, cuidada
sólo por algún ayudante o por los mismos estudiantes, me parece una decisión

muy a la ligera. Estoy seguro que no la usan para estudiar, sino para fumar, jugar

al rol, estar de botellón calentitos o hasta de picadero. Conozco a los jóvenes, no

me trago que se queden a estudiar como santitos.

—Señor, con el debido respeto, pero si yo hubiera encontrado restos de algo

semejante, hubiera prohibido el uso nocturno de la biblioteca al segundo día.

—Señor Oliverio… — en la voz del Decano había condescendencia, como si

me tomara por un inocentón — no son tontos. Lo recogerán todo antes de irse,

para no quedarse sin sitio. No, señor Oliverio, no puedo permitir que la

biblioteca sea usada para esos fines. Desde este momento, queda prohibido su

“uso nocturno”, como usted lo llama. Si quieren estudiar, tienen tiempo de sobra

durante todo el curso, no tienen por qué hacerlo en los días previos a los

exámenes. Sé que usted no va a desobedecer, pero le recuerdo que, si me llego a

enterar que se usa la biblioteca fuera de las horas establecidas, tendré que tomar

medidas disciplinarias — intenté objetar algo, pero el Decano me interrumpió

—. Pasando a otros asuntos más agradables, creo que ha sido padre muy

recientemente, ¿verdad?

—Hace tres semanas. — contesté. Ya sabía a dónde quería llegar.

—Hombre de Dios, ¿y qué hace usted trabajando teniendo en casa a dos

criaturas de tres semanas? Cójase la baja por paternidad, señor Oliverio, quédese

en casa con su mujer y sus hijos, y descanse. Se lo merece. Sé muy bien que es
usted muy exigente consigo mismo, tal vez demasiado. Se merece descansar y

tomarse las cosas con más calma. Deje de pensar que todas las bibliotecas

dependen de usted, que todo depende de usted. Recuéstese más en mí, que para

eso soy el Decano. Delegue, señor Oliverio. Piense en ello cuando llegue a casa.

Me sentía tan rabiosamente impotente que hubiera querido pegar un

puñetazo a la pared cuando salí del despacho. “Descanse, delegue”, me había

dicho el Decano. No era más que palabrería bonita, lo que en realidad quería

decir es “no piense. Limítese a obedecer. Haga sólo mi santa voluntad, no se le

ocurra ni respirar sin pedirme antes permiso”. Recogí mi abrigo del perchero y

me encaminé, de forma inconsciente, a la biblioteca, pero me frené. No quería

entrar de nuevo. Me habían dicho que me tomase la baja por paternidad, ¿no?

Pues a ello. Me monté en mi cochecito, y me largué a casa. A pesar de que hacía

mucho frío y amenazaba nieve, conduje con la ventana abierta, intentando que el

frío que me pegaba en la cara, aplacase un poco mi enfado. Bueno, hablemos

con propiedad: mi terrible mala leche y el monumental cabreo que me corroían

las entrañas.

Cuando llegué a casa, respiré hondo antes de abrir la puerta. No quería llevar

las iras del trabajo a mi casa. Iba a estar doce semanas con mi mujer y mis hijos,

y quería disfrutar de ellos, no estar constantemente pensando en el trabajo y en

cómo me habían tratado el imbécil del catedrático y el prepotente del Decano,

así que sonreí, y abrí. Y lo que oí, me llenó de asombro. Digo “oí”, pero en
realidad, fue lo que NO oí. No oí nada. Silencio. No había llantos. Aquello me

asustó, ¿qué había pasado? Corrí a la alcoba de matrimonio casi con miedo, pero

allí estaba la cunita, con los dos niños dormidos panza arriba la mar de

tranquilos, e Irina sentada en la cama, leyendo tranquilamente un libro, con

aspecto de haber dormido doce horas seguidas, y muy sonriente por verme allí

tan temprano.

—¡Hola, cielo! — dijo en susurros— ¿Cómo estás aquí tan pronto?

—Eeh… me he cogido la baja para… ¿qué ha pasado aquí? ¿Has sedado a

Kostia?

—Algo parecido — sonrió mi Irina. —. Mira. — Levantó un poco la mantita

que cubría a nuestros hijos, y vi a Román durmiendo tranquilamente, meneando

el chupete, y a Kostia a su lado, tan ceporro como él, y abrazado a una bolsa de

agua caliente. — Estaba tan desesperada porque no parase de llorar, que pensé

que, entre los innumerables consejos de mi madre, tenía que haber alguno para

acabar con ese llanto, sin necesidad de atármelo al pecho. Y me dijo que si

lloraba cuando lo quitaba de mi lado, es que añoraba mi calor. Que lo que tenía

que hacer, era darle calor artificial para que se sintiera acompañado y así no

lloraría, que le pusiera la bolsa tibia a su lado, preferiblemente con alguna

prenda mía para que sintiese mi olor, y así se calmaría. Y magia. Lleva toda la

mañana dormidito, como su hermano. He podido recoger y limpiar todo, ya he

hecho la comida y hasta he echado una cabezada. Les he dado de mamar no hace
ni cinco minutos, y mira, dormidos que da gloria verlos.

Suspiré. Era una maravilla que al menos algo hoy, saliera bien. Me quité el

abrigo y me senté, o casi me derrumbé en la cama. Irina se sentó junto a mí y me

pasó el brazo por los hombros.

—¿Qué ha pasado con esa baja? — preguntó, y le expliqué lo sucedido con

el catedrático y el decano.

—Me ha dado una rabia… Te juro que me he sentido como el último mono,

me han tratado como si fuera retrasado o bobo perdido, o algo así.

—Tú sabes que eso no es cierto, cielo. Eres el bibliotecario jefe. Tienes en tu

memoria la práctica totalidad del archivo bibliográfico de la Universidad,

gestionas todas las biblios de todas las facultades, el programa de gestión

universal es idea tuya, tú lo programaste e implantaste, eso les ahorró millones.

¿A que, para eso, no te pusieron pegas? ¿A que, para la patente del programa, no

les importó que las biblios fueran “tu feudo particular”, eh? — asentí. Irina me

abrazó y me apretó contra su pecho, besándome la sien, y acunándome contra

ella. Era lo más agradable que sentía en muchos días, y me dejé mimar, mientras

se me escapaba una sonrisa. — mmmh… el primero de mis tres bebés. Y qué

poco me he ocupado de él en estos días.

—Irina, sabes que eso no importa, yo podría decir lo mismo— susurré, pero

me quedé totalmente sin voz cuando mi Irina se sacó el jersey por la cabeza.

Intenté decirle que no hacía falta, y que además estaba cansado, agotado. Pero
mi mujer me sonrió y siseó para acallarme. Se sentó mejor en la cama y me

atrajo junto a ella, recostándome en sus brazos, contra su pecho, como si

realmente fuera un bebé. Me daba vergüenza, lo reconozco, y se me escapó la

risa floja, pero mi Irina me sonrió con ternura y me abrazó. Y pensé “al diablo la

vergüenza, me gusta”. Y sonriendo de oreja a oreja, me dejé recostar contra sus

pechos calentitos, cubiertos sólo por el sostén rosa.

“Le han crecido desde que da de mamar” pensé. Qué bien me sentía. Mi

mujer me tenía en sus brazos, me acariciaba la cara y el pecho y tarareaba algo

lento. Yo sentía las orejas muy calientes, y el lado de la cara que apoyaba en su

pecho casi me ardía, sus pezones empezaban a crecer y me hacían cosquillas en

la mejilla. Me froté contra ella y su risa hizo temblar sus pechos, que golpearon

graciosamente mi cara.

—El Cielo tiene que parecerse a esto— musité, con esa voz temblorosa de

tontito que se me pone apenas tengo ganas. Irina sonrió y noté algo húmedo en

mi oreja. Miré. Un rodalón oscuro se extendía por la tela del sostén. Mi mujer

pareció apurada e intentó apartarse para limpiarme, pero me apreté más aún. No

quería que me soltara, el que me tuviese tan abrazadito era justo lo que yo

necesitaba, no estaba dispuesto a renunciar a ello sólo por el derrame de un poco

de leche. Y entonces, me vino a la mente, una idea muy perversa, “¿a qué

sabrá?” Siempre me ha gustado la leche, pero la “leche humana”, no la probaba

desde que yo tenía la edad de Román y Kostia, y, claro está, no me acordaba de


su sabor. Irina me sonreía, contenta de que yo no me apartara. Me mordí los

labios de pura tensión, ¿y si le daba asco que yo quisiera probar?

Con la mano temblándome, me dirigí al sostén, y no fui capaz de sostenerle

la mirada cuando se lo bajé. Oí por lo bajo la risita traviesa de Irina, y eso me dio

valor. Una gotita blanca y tibia cayó de su pezón como una lágrima. Mi corazón

parecía querer reventar, y saqué la lengua con prudencia, lentamente, hasta

acariciar el pezón con ella. Estaba caliente, húmedo, y lo recorrí en amplios

círculos, con los ojos cerrados, oyendo la sonrisa de mi mujer, sintiendo sus

dedos en mi cara y mi cuello. Recogí la lengua y paladeé. Tibio y dulce. Apenas

noté más, el sabor se extinguió enseguida, así que muy despacito, acerqué la

boca. Besé el pezón, y pequeñas gotitas de leche cayeron sobre mis labios, que

relamí al instante. Sabía raro, pero sabía bien. Me sentía una especie de

depravado por hacer algo así, pero miré a Irina para ver qué opinaba ella. Mi

mujer estaba sonrojada, guapísima con la cara tan roja, y me dio la impresión de

que era ella quien sentía vergüenza, esa vergüenza agradable que sientes cuando

te hacen algo que te gusta, como cuando ella me acaricia, esas mariposas en el

estómago. Asintió con la cabeza, y directamente me pesqué de su pezón.

Irina echó hacia atrás la cabeza y ahogó un gemido de gusto. Yo había oído

que la lactancia puede provocar placer, pero no creía que fuese cierto, hasta ese

momento. Succioné, y estuve a punto de gritar de sorpresa cuando sentí el

líquido calentito derramarse dentro de mi boca. Era más dulce que la leche de
vaca, y también como más espeso. Paladeé y tragué, y sólo en ese momento, me

di cuenta de que era un estúpido celoso; había temido que mis propios hijos me

robasen el afecto de Irina, sólo porque uno de ellos era especialmente protestón.

Lo reconozco, he sido siempre el niño pequeño de la casa, el niño perfecto,

bueno y dócil, todos los afectos han sido siempre para mí, no estoy

acostumbrado a compartirlos. Pero ahora, me sentía bien. Sabía que Irina

NUNCA podría dejar de quererme, aunque tuviéramos diez hijos. Ella siempre

tendría tiempo para “su primer bebé”. Me sentía tan en la gloria que apenas me

di cuenta de la reacción de mi cuerpo, pero mi miembro se elevaba dentro de mis

pantalones casi dulcemente. Irina sí se dio cuenta de ello y empezó a

acariciarme, aún con la ropa puesta, mientras yo no dejaba de mamar y disfrutar

de sus mimos. Mi mujer me soltó el botón del pantalón y bajó la cremallera para

dejar salir mi erección y me acarició con pasión. Tuve que soltarle el pezón para

tomar aire, entre gemidos de gusto.

—Irina… — susurré — Esto… esto, no es nada malo, ¿verdad? — notaba mi

cara tan caliente que hubiera podido tostar castañas en ella.

—Claro que no, tesoro. Esto, es como la masturbación o el sexo en sí;

mientras no se convierta en algo enfermizo, nada es malo.

—Me alegro… porque me gusta. — Quería contenerme, pero casi sentía

ganas de llorar de emoción por lo querido que me sentía en aquél momento. Irina

me miró con tanta ternura, que me pareció que ella se sentía igual, y era para
ello; llevábamos más de tres semanas sin ni siquiera tocarnos, sin darnos más

que un besito fugaz. Era tan hermoso disfrutar de nuevo un poco el uno del

otro… Irina se recostó hacia atrás, llevándome con ella, y se bajó las mallas que

llevaba. Mis manos se dirigieron solas a sus caderas, a la suave piel de sus

nalgas, y creí morir de felicidad. El tacto de su piel, tan suave, parecía saludarme

después de tantos días de abstinencia. Irina me tomó del miembro y lo dirigió

hacia ella, no quería más preliminares, quería que la saciara. Y yo lo iba a hacer

de mil amores.

Me costó Dios y ayuda contener el grito de placer que surgió desde mi bajo

vientre cuando me sentí dentro de ella. Todo mi cuerpo tembló, y mi mujer me

abrazó, gimiendo en voz baja, frotando su cara contra la mía. “Me abraza con los

brazos, con las piernas y con… y con su sexo, me abraza con todo su cuerpo”,

pensé confusamente, apretándola contra mí, mientras mis pies se movían solos y

mi cuerpo temblaba, forzándome a moverme, a que empujara. Irina me besaba el

rostro, animándome, y empecé a embestir, sintiendo, como aquélla primera vez

juntos, que mi pene era aplastado por su cuerpo, que me exprimía, me derretía

con su calor inmenso. Mis caderas daban golpes convulsos, incapaz de hacerlo

de forma más comedida o lenta; las ganas me gritaban en las entrañas y tenía que

saciarlas, y saciar las de Irina, que gemía entre mis brazos, mirándome con los

ojos brillantes de deseo y placer. Pude ver cómo se empezaba a poner roja, roja

hasta el pecho, me miró con los ojos casi desencajados y me apretó con fuerza,
los puños cerrados en mi camisa, mientras su cuerpo temblaba. Se curvó debajo

de mí y una sonrisa se abrió en su cara… y las sentí, las contracciones que

tiraban de mi miembro, que anunciaban que ella había alcanzado su clímax.

Gracias a mí.

Aquél pensamiento fue demasiado para mi resistencia, pude notar la dulce

explosión gestándose dentro de mi cuerpo, en la base de mi miembro hasta la

punta que se frotaba en el interior de Irina, en todo el tronco deliciosamente

abrazado; el calor aumentaba más y más, yo sonreía sin darme cuenta, y

entonces mis testículos parecieron estallar, llevándose mi vida de una manera

maravillosa, y derramándola por la punta de mi miembro, en el interior de mi

mujer, que gimió con cariño cuando la notó dentro de ella. Mi cuerpo dio

convulsiones, soltando la descarga a golpes, abundante por todo el tiempo que

llevaba sin eyacular, dejándome exhausto, pero satisfecho, con una embriagadora

sensación de ingravidez, de cosquilleo por todo mi cuerpo, de calor delicioso y

de paz. Qué dulcecito había sido…

*************

Irina y yo pasamos unos días de relajación maravillosa, disfrutando de los

niños casi por primera vez desde que nacieran. Kostia, sin dejar de ser un

protestón, estuvo mucho más calmado gracias a la idea de la bolsa de agua

caliente, y a Román no le hacen falta aditivos para ser bueno: come, duerme,

come, duerme… Pero por más que nosotros pasamos una semana tranquila,
parece que en la universidad, no lo fue tanto. Apenas ocho días después de mi

marcha, recibí una llamada de la última persona que hubiera esperado que

pudiera llamarme jamás: Rino el Rompebragas.

—¿Señor Oliver?

—¿Rino? ¿Quién te ha dado éste número? — Rino Rompebragas es el

gamberro institucional de la Universidad, un pinta que se divierte montando

números y que se cree muy gracioso, y que ya me ha echado varios pulsos en lo

que se refiere a normas de comportamiento en mi biblioteca, de los que no ha

salido victorioso. Y, por lo que creo, anda medio interesado en Arnela, mi

ayudante, por más que la chica sea un ratoncito de biblioteca y su absoluto

opuesto.

—Eso no importa ahora, señor Oliver, tiene usted que venir a la Universidad,

¡todos queremos… todos quieren que usted vuelva!

—Mira, no sé de dónde habrás conseguido el número de mi casa, ni me

importa, pero yo estoy de baja por paternidad, no voy a volver ahora.

—No, señor Oliver, no está de baja por paternidad, todos sabemos que el Decano
le dio una patada en el culo de mala manera, y no estamos dispuestos a

consentir algo así. Tiene que volver a su puesto. Si se va de baja a jugar a papás

y mamás, váyase, pero con todos los honores, no de extranjis y a escondidas por

haber alquilado un puto libro de un profesor del cromañón — intenté objetar

algo más, pero Rino elevó un poco la voz —. Si quiere entenderme mejor, ponga
la tele, que lo están retransmitiendo en las noticias en directo.

¿Que estaban retransmitiendo…? Casi asustado, cogí el mando de la tele y la

accioné, mientras Irina despertaba y los niños hacían lo propio, pidiendo su

desayuno. Salieron las noticias y hubiera necesitado que alguien me cerrase la

boca, que tenía abierta de la sorpresa. En las noticias, estaba la Universidad,

mi… mi biblioteca. Y delante de ella, había parapetados no menos de cien

alumnos, encadenados a las puertas de la misma, impidiendo el paso a todo el

cuerpo docente, sólo dejaban pasar estudiantes. A la cabeza del piquete,

sosteniendo el centro de una pancarta que rezaba “Decano, marrano. ¡Biblioteca

libre, horario sostenible!”, estaba Arnela.

—¿¡Pero, qué hace esa chica ahí?! — grité.

—¡Su tío, va a lincharla! Oli, tienes que ir allí y parar esa locura— me dijo

Irina, pero había cierto orgullo en su voz. Y no podía negarlo, yo también me

sentía importante. Cuando llegué a la Universidad, el propio Decano estaba

frente a su sobrina y el resto de alumnos, discutiendo a voz en grito, y cuando

me vieron, los estudiantes rompieron a aplaudir. Creo que me sonrojé de

vanidad, aunque intenté no sonreír.

—¿Quiere hacer el favor de controlar a su ayudante y al resto de esta caterva,

por favor? — me gritó el Decano.

—Excelentísimo señor Decano, yo sólo he venido a informarle de que he

visto esto mismo por televisión, y a transmitirle que tome usted, como
responsable máximo que es de la universidad y de las bibliotecas, las medidas

oportunas. Yo no puedo hacer nada, como usted bien me indicó, no es

competencia mía, sino suya.

El Decano se pellizcó el puente de la nariz.

—Lo que piden, es absurdo. No se pueden mantener las bibliotecas abiertas

hasta la medianoche, sería de mal efecto.

—No lo comparto, pero lo comprendo, señor, pero eso, no me lo diga a mí.

Dígaselo a ellos. Yo sólo puedo hacer lo que usted me mande.

—Señor Decano — intervino Arnela —. Tío. No hay ningún mal efecto en

estudiar hasta tarde en un sitio silencioso, dedicado a ello y donde tienes los

libros de consulta que te hagan falta, a mano.

—¿Piensas que me lo voy a tragar? ¿Después de los actos vandálicos que se

han cometido aquí?

—Nuestros piquetes son pacíficos, Decano — se apuntó el Rompebragas,

que sostenía un cartel que decía “Decano, no seas tigre, permite el estudio libre”.

— No tenemos la culpa de que algún exaltado se haya salido de madre. Nosotros

no nos hemos movido de aquí, véanos, estamos encadenados.

El Decano me miró casi pidiendo ayuda, pero me limité a mirarle de brazos

cruzados. Él me había pedido que no pensara, que fuera un robot, en el peor

sentido de la palabra, ¿no? Pues el robot, lo es todo el rato, no sólo cuando al

mandamás le conviene.
—Señor Oliverio. Yo soy el Decano de esta universidad. No puedo ocuparme

de estas pequeñeces. Como usted comprenderá, tengo otras obligaciones más

allá de las rabietas de cuatro estudiantes revoltosos. Así que le hago a usted

cargo de esto.

—Pero señor, yo no puedo aceptar eso — dije con toda sencillez. —.

Compréndalo, es una gran responsabilidad que un pobre funcionario como yo,

no puede asumir. Para hacerme cargo de una situación de crisis como ésta,

necesitaría tener conocimiento exacto de todas las biblios de todas las facultades,

en todo momento. Necesitaría basar mi experiencia en la gestión y el mando —

recalqué la palabra — de todas ellas, sin obstáculo alguno. Si no tengo pie en

qué apoyarme, no puedo tomar el mando de esta situación. — Si el Decano

quería que le sacase las castañas del fuego para luego volver a echarme a un lado

con el pie, estaba muy equivocado.

—Entiendo — El Decano me miró taladrándome, pero sonrió —. Muy bien.

La gestión en particular de las bibliotecas de la Universidad, queda a su cargo

por entero.

—Me limitaré a cumplir con mi deber como bibliotecario jefe. — Aquello

era “la carrera de la Reina Roja”, pensé. Correr, para conseguir permanecer en el

mismo sitio. Pero los estudiantes ya estaban pegando gritos de júbilo, y dándome

palmadas en la espalda. De verdad que no sabía que me apreciaran tanto. Rino

tomó una horquilla del pelo de Arnela y desató las esposas que le encadenaban,
mientras Arnela sacó las llaves de las cadenas de la mochila que tenía a la

espalda, y empezó a desencadenar a todos, para dejar libre el acceso a la

biblioteca a todo el mundo. Yo mañana volvería a mi baja paternal, pero hoy,

sólo hoy, podía disfrutar de mi victoria y volver a entrar en mi querida biblioteca

de Filosofía y Literatura, por la puerta grande. Claro que el ver al Rompebragas

soltarse las cadenas con tanta facilidad, me recordó algo.

—Aguarda, hijo — le dije, cogiéndole del cuello de la cazadora (para lo que

tenía que alzar la mano, porque es más alto que yo) —. Oye, por casualidad, tú

no sabrás quien ha hecho la GAMBERRADA de echar azúcar en el depósito del

coche del señor Juárez, ¿verdad?

—¿Yo? A iglesia me llamo. — levantó las manos y me sostuvo la mirada con

tanta fijeza, que realmente me hizo dudar. Le solté y se marchó, sonriendo a

Arnela, que le devolvió la sonrisa. La mirada de la chica se cruzó con la mía. Y

la bajó al instante, toda colorada. “No…” Me dije “No, no puede ser que ella…

No la creo tan loca… Dios mío”. Y me reí, recordando una frase que suele decir

mi tío, “los calladitos, son los peores”.

Calla y come, Imbécil.

Me sentía estancado. Impotente, desesperado y asustado. No lo conseguía, no

hacía progresos en mi relación con Ocaso, y eso me enfadaba conmigo mismo.

Después del primer acercamiento, cuando había logrado mantener una

escasísima conversación con ella acerca del libro que estaba leyendo, no había
habido más avances. Todos los días me sentaba junto a ella a la hora del

desayuno, en el trabajo, y la miraba tomarse su té, su fruta, pero no había manera

de hablar con ella mucho más que el primer día. Ocaso me toleraba a su lado, me

“soportaba”. Pero una cosa es que me permitiese pasar el tiempo sentado allí, y

otra muy diferente que me diese la mínima confianza. La misma persona, pero

bajo el nombre y la identidad de mi ama, Mariposa, se reía de mis esfuerzos

cuando teníamos algún encuentro y el plazo del mes que le había pedido, iba

pasando inexorablemente.

—Te dije que era golpearte la cabeza contra un muro de piedra, Imbécil —

me decía esa misma tarde, mientras me esposaba las manos y, poniéndose a mi

espalda, las tomaba entre las suyas enguantadas, para hacer que me masturbase

siendo ella quien me guiaba— ¿Por qué no lo dejas ya? Abandona ahora que aún

puedes, y olvidaré el trato del castigo. — Había llegado con ella a un acuerdo,

mediante el cual, si en un mes no lograba caerle lo bastante simpático a Ocaso

como para que ella me quisiese seguir viendo, ella tendría derecho a imponerme

el peor castigo que quisiera.

—No, no puedo, ama, no puedo dejarlo ahora— gemí, sintiendo sus manos

mover las mías muy lentamente. Yo hubiera querido hacerlo más deprisa, pero

Mariposa me refrenaba a cada momento, obligándome a hacérmelo muy

despacito. Mi miembro erecto pedía guerra a gritos, pero se tenía que conformar

con caricias suaves y lentas.


—Vas a perder… — canturreó.

—Lo sé —admití —, pero, aunque así sea… no puedo simplemente

encogerme de hombros, y ya está, tengo que intentarlo.

—Dime la verdad, ¿te has masturbado pensando en Ocaso? No en mí, sino

en Ocaso. — quiso saber mi ama, y yo deseé que se me tragara la tierra. Pues

claro que lo había hecho, y no precisamente dos veces, pero eso, ¿cómo se lo iba

a tomar mi ama? No tenía sentido decirle que no, semejante bola no se la tragaría

nadie, menos aún ella.

—Eeeh… sí, ama — musité. —. Lo siento. — me apresuré a añadir.

—¿Por qué has de sentirlo, Imbécil? La fantasía, no puede hacer ningún daño

a Ocaso. Es la realidad lo que le haría daño.

—Ama, yo no… yo nunca le haría ningún daño — protesté, mientras olitas

de gusto y ganas me recorrían el cuerpo, dejando regueros de calor por mis

muslos.

—¿Qué querrías hacerle a Ocaso?

—Feliz. — dije sin dudar, y mi ama refunfuñó.

—No es eso lo que te pregunto, y lo sabes. — Dejó de llevarme las manos, y

me doblé sobre mí mismo, gimiendo de frustración, mientras mi miembro

parecía gritar por que siguiéramos. Intenté mover las caderas para frotarme

contra el hueco de mis manos, y Mariposa me pellizcó el culo para que parase, lo

que hice de inmediato. — Contéstame. ¿Qué te gustaría hacerle a Ocaso?


Imagina que ahora ella estuviese aquí, contigo. ¿Qué le harías, si pudieras?

Eso era jugar sucio, muy sucio. Yo sabía que mi ama había sufrido abusos
sexuales en su adolescencia, por parte de un familiar. Como dómina, como

Mariposa, el sexo le gustaba porque siempre era ella la que llevaba las riendas, la

que dirigía la función; la penetración, en sus encuentros sexuales, era más un

juego menor que un componente de temperamento. Como persona normal, como

Ocaso, nadie le conocía ni novios, ni amigos. Prácticamente, no hablaba con

hombres, era el prototipo de la timidez, y mi deseo era franquear su barrera,

romper el muro tras el cual se escondía, para lo que era preciso tener infinidad de

tacto. Pero para recordar todo eso, uno tenía que tener libre la cabeza de arriba.

En ese momento, yo sólo podía pensar con la de abajo, y mi ama lo sabía. Ella

quería que fuese mi pene quien hablase y así poder echarme en cara que mi

interés en Ocaso era puramente sexual, que el amor no existía, como ella insistía

siempre. Tenía que contestar o me reventarían las pelotas, pero no podía decir la

verdad, ni podía mentir tampoco.

—El amor— contesté por fin. Y no era mentira, pero quedaba mejor que si

decía algo como “pegarle un polvo que se le queden tres días las piernas

temblando”. Mi ama comenzó de nuevo a moverme las manos, y un bendito

alivio me recorrió de pies a cabeza, al tiempo que ella me permitía acelerar un

poquito, y las caricias me daban un gusto cada vez mayor, el calor en mi

miembro empezó a crecer dulcemente.


—Sé más específico. — pidió Mariposa. — Cuéntame lo que le harías.

—Querría… haaah… querría besarla. Primero, por la cara… la frente, las

mejillas… acercarme a la boca, y besársela.

—¿Te gustaría meter tu lengua en la boca de Ocaso? — susurró mi ama —

¿Babearle la cara, dejarle un círculo pringoso de babas alrededor de los labios,

escupirle flemas en la garganta y meterle la lengua hasta la campanilla, hasta

lograr que ella basquease?

Ecs… De golpe, me había quedado sin ganas. No quería seguir, y mi pene

perdió fuelle de forma tristemente evidente.

—Ama… — no sabía cómo expresarle lo que sentía, ¿por qué había tenido

que ser tan desagradable? ¿Tan asqueroso le parecía un beso? Ella me había

besado en ocasiones, habíamos usado la lengua, había habido saliva, desde luego

que sí, pero nada tan asqueroso como lo que ella había descrito. Claro que como

su esclavo que era, no podía decirle algo así. Mi ama miró mi miembro fláccido

y se separó de mí, y fue a sentarse en la cama, mirándome con superioridad.

—No me gusta lo que estás haciendo. — dijo, con los brazos cruzados sobre

los pechos— ¿Tanto asco te da lo que te digo? Pues no es ni más ni menos, que

la realidad que esconden tus palabras. Puedes ocultar tus deseos bajo todas las

palabras bonitas que quieras, pero tú y yo sabemos que son falsas. No quieres

hacer feliz a Ocaso, quieres tirártela, sin más. Quieres ponerte sobre ella y

bombear hasta hartarte, quieres que tu sudor caiga sobre ella, que se trague los
jadeos de tu aliento pestilente y que te sirva para guardar tu asqueroso semen, en

lugar de mojar kleenex. — Aún de rodillas, desnudo, esposado y con la erección

perdida, me sentí picado por su forma de hablarme, Mariposa jamás me había

tratado así.

—¡Ama! — me indigné sin poder evitarlo. Busqué algo que decir,

boqueando como un pez fuera del agua, ¿por qué me hablaba de esa manera tan

cruel, tan retorcida? — ¡Yo no soy vuestro tío! — dije al fin. El rostro de

Mariposa pareció desfigurarse de odio cuando me oyó decir aquélla frase. Sus

ojos despidieron chispas de ira y se levantó hacia mí. Cerré los ojos y volví la

cara, esperando la bofetada, pero no la recibí. Abrí tímidamente los ojos y vi a

mi ama con la mano alzada, pero no la dejó caer. Ella misma miraba su brazo, y

estaba muy roja. Se relajó y tomó la llave de las esposas para soltarme— ¿Ama?

Mariposa no me contestó. Abrió las esposas sin mirarme e hizo ademán de

quitarme el collar del cuello. El collar de púas de acero, de perro, que me había

dado hacía algún tiempo, por ser un buen esclavo… instintivamente, me llevé las

manos al collar, ¡no quería que me lo quitara! No, si aquello significaba lo que

yo temía.

—Ama, no… no— rogué. Mariposa negó con la cabeza y se encogió de

hombros, pero no me dirigió la palabra, ni siquiera me miró, sólo comenzó a

vestirse. Me di cuenta de que la había desobedecido, y le daba igual, pasaba del

tema… eso sólo quería decir una cosa: que se había terminado. Mi maldita
bocaza. Le había hecho perder el control, mi ama había estado a punto de

soltarme un bofetón, pero no porque ese fuese su capricho, sino porque yo la

había provocado. Mariposa no había sabido controlarse, había perdido su status

de dominación, se había dejado llevar al terreno de los sentimientos, aunque

estos fuesen negativos. Había admitido que yo tenía razón al echarle en cara que

proyectaba en mí su rabia contra su tío, y eso no podía soportarlo. Y yo, no


podía

soportar que ella me dejase.

Tenía ganas de llorar, y me eché al suelo panza arriba, gimiendo como un

perrito, a sus pies. Mariposa me ignoró, hizo como si yo no estuviera, pasó por

encima de mí para acabar de recoger sus cosas, pero yo no me di por vencido,

gateé por el cuarto y me rebocé contra sus piernas, gimiendo de nuevo.

—Ama… Ama, por favor, ha sido culpa mía… castigadme, me lo merezco,

soy un bocazas. Os lo ruego, no os marchéis, seré muy bueno, seré perfecto, pero

no me abandonéis— Mi ama terminó de vestirse y recogió su bolso, todo ello sin

mirarme. Echó a andar por el pasillo, y yo detrás de ella, intentando cortarle el

paso, pero Mariposa pasaba por encima de mí, fingiendo no verme ni oírme—

¡Ama, por piedad, os lo ruego! ¡Yo ya lo he olvidado, ¿por qué no lo olvidáis

vos?! ¡No me dejéis sin vos, ama…! ¡Sed clemente, vos que sois perfecta!

¡Tened piedad de vuestro esclavo! ¡Permitid que os siga sirviendo!

Me sentía patético y miserable, mi orgullo quería rebelarse, pero mi corazón


no se lo permitió, y me agarré a la pierna de mi ama, que me arrastró por el

pasillo hasta la puerta de entrada, mientras yo no cesaba de gritar y suplicar.

—¡No, no, no os marchéis, perdón, perdonadme! — las lágrimas se me caían

de los ojos sin que pudiera evitarlo cuando ella abrió la puerta e intentó salir,

pero me llevó a rastras también por el descansillo, y llamó al ascensor. Le besé

los zapatos, sintiendo que ahí se consumía mi última oportunidad, y que mi

tiempo con ella se agotaba mientras el ascensor subía. — Por favor… — rogué,

y sólo yo sé que las palabras me salían del alma —, por favor, ama, os lo suplico,

no me dejéis. Si me estáis castigando ignorándome, pero pensáis volver, dadme

un palabra de consuelo. Decid algo, lo que sea, y me conformaré… pero sois mi

ama, mi vida sin vos no tiene sentido, no puedo dejar que me abandonéis sin

luchar por vos, ama. Por lo que más queráis en el mundo, que ya sé que no soy

yo, pero dad a vuestro Imbécil una palabra de consuelo— Mariposa meneó la

pierna, pero cuando alcé la vista del suelo, me di cuenta que no lo había hecho

para que la soltase, sino porque el ascensor se había abierto, y mis vecinos, una

adorable pareja de ancianitos, nos miraba con estupor. Y yo seguía desnudo. Por

un lado, me sentía tan ridículo que pensé seriamente en buscarme otra casa a

partir de esa misma noche. Por otro…

—Ama — me coloqué frente a ella, de rodillas, con los brazos en cruz y la

cabeza agachada — cuando de vos se trata, no tengo vergüenza, no tengo

orgullo, no tengo respeto alguno por mí mismo, porque vos, me importáis mucho
más que todo eso. Delante de terceros, o delante de cualquiera, os ruego una vez

más, que seáis clemente. Por favor, ama, dadme una oportunidad de redimirme.

No tendréis queja de mí.

Si a mi ama le gusta algo, es presumir de mí. Hasta ahora, lo había hecho

sólo cuando me sacaba vestido de chica, como Micaela, pero ahora le estaba

dando tema para hablar a todo el bloque. Todo el mundo sabría cómo el joven

encargado del banco, el chico tan formal del sexto piso, era tenido por una

dómina, que le tenía absolutamente bajo su control. Era demasiado tentador para

su vanidad renunciar a ello, yo lo sabía. Aun así, cuando colocó su mano en mi

nuca, donde yo aún llevaba el collar de púas y tiró de mí para llevarme de nuevo

a casa, quise reír a carcajadas del alivio que sentí, y mi pene se volvió a erguir al

instante hasta quedar pegado a mi tripa, mientras mis vecinos casi huían hacia su

piso; no me hubiera extrañado que llamasen a la policía.

—Ama, ¡oh, ama, sois cien veces buena conmigo! — dije, con una sonrisa

bobalicona que me llegaba hasta las orejas, apenas entramos en casa. Mariposa

me miró, y, sin duda recordando las caras que se les habían quedado a los pobres

abuelos, se rio y me tomó de la cara con las dos manos.

—Eres un exagerado, Imbécil. Te estaba castigando ignorándote, sí, pero no

pensaba deshacerme de ti, sólo irme y dejarte hasta mañana o pasado sin noticias

mías, nada más. Te lo he dicho ya muchas veces: eres el mejor esclavo que he

tenido, ¿piensas que iba a privarme de ti, por tan poca cosa como el que seas un
poco bocazas? Tienes que aprender a tener en ti mismo más seguridad. — Me

acarició el cabello negro y suspiré, ¡qué gustito sentir sus dedos rascando mi

cabeza! Me dejé llevar y me rebocé contra sus manos, besándole los antebrazos.

— Ay, qué tontorrón eres…

—Ama, ¿cómo puedo haceros feliz? — la voz me salía temblorosa de la

emoción que sentía, y me daba rabia ser tan sensiblón, pero después de lo mal

que lo había pasado y el alivio que sentía ahora, tenía ganas de reír y llorar al

mismo tiempo. Tímidamente, llevé mis manos a las de mi ama y las puse en mis

mejillas, apretándome un poquito, mirándola con verdadera devoción. “Eres todo

mi mundo…” pensé, mientras ella me miraba con una sonrisa de cierta

compasión, dándose cuenta que me tenía completamente en sus manos, y yo no

es que estuviera conforme, sino que estaba en el culmen de la felicidad. Su

sonrisa se ensanchó y me tomó del collar, cómo me gustaba que hiciera eso. La

seguí dócilmente, lamiendo con suavidad el terciopelo del guante, que le llegaba

hasta el antebrazo, cuando lo dejaba a mi alcance.

—Imbécil, hoy quiero tu lengua. Has sido un bocazas, así que vas a usar esa

boca para algo más positivo. — dijo mi ama mientras se quitaba de nuevo el
corto vestido negro que solía llevar cuando venía a verme, dejando ver las típicas

medias sujetas con el liguero que conocía tan bien, el tanga negro y el sostén que

sujetaba sus pechos sin tapárselos. Yo asentí de inmediato, sonrientísimo. Me

encanta hacerle sexo oral, me maravilla que me permita darle un placer tan
lujurioso, me vuelve loco sentir su sexo dando contracciones y a mi ama

gimiendo, gracias a mí. Su placer es mi premio, su flujo me pertenece… Sus

orgasmos, son mi recompensa. Mariposa se despojó del tanga también y lo

acercó a mi rostro, meneándolo, y yo, como el perrito que era, lo olisqueé, lamí e

intenté morderlo, lo quería para mí. Mi ama se reía y lo apretó contra mi cara, y

yo aspiré hondo… Dios, qué bien olía… un gemido se me escapó y me llevé las

manos a la espalda, porque las estaba acercando sin darme cuenta a mi pene

ansioso.

Mariposa se acomodó en un butacón, arrodillándose en los brazos del sofá y

apoyándose en el cabecero, de espaldas a mí. Volvió la cara para mirarme.

—Vas a ponerte de rodillas entre mis piernas, y vas a lamerme con mucha

suavidad. Quiero que lo hagas a conciencia, cuando quiera más, te lo iré

pidiendo. Y recuerda, que te estoy mostrando no sólo mi rajita… ¿de acuerdo?

La cabeza me dio vueltas al entender qué quería decir; también me ofrecía

su… su culo. También me dejaba besarla allí. Era tan perverso, me daba tanto

morbo, que sólo de imaginarme metiendo mi cara entre sus nalgas, estuve a

punto de correrme y la polla me dio un espasmo delicioso, pero logré

controlarme. Me acerqué, de rodillas. Lo que tenía delante de mis ojos, era lo

más bonito, lo más perfecto que podía imaginar hombre alguno. Su sexo era

abultadito, de apariencia esponjosa y blandita, y yo, a pesar que me había

introducido en ella menos veces de las que hubiera querido, podía atestiguar que
lo era, era tan esponjoso y blandito como parecía. Estaba cerrado sobre sí

mismo, ocultando la entrada y el botón por completo, y mi ama lo llevaba

siempre depilado por completo. En la penumbra del cuarto, iluminado sólo por

las velas, podía verlo, tan rosado para mí. Y también su culo, aún cerrado, con

unas nalgas de piel suave; las acaricié sin poder contenerme, paseando mis

manos por sus muslos, subiendo y bajando en mis caricias, despacio y con

suavidad, haciendo casi cosquillas, como ella me había mandado.

El olor de su sexo, aún cerrado, me llegaba a la nariz. Olía a jabón íntimo,

una fragancia muy suave, y a calor… y un poco a sexo, a hembra. Un olor

salado, que me recordaba un poco al olor del mar, y me gustaba. Acerqué mi


lengua a su intimidad y la rocé, apenas con la punta. Mi ama dio un pequeño

escalofrío. “Tiene ganas”, me dije, y empecé a lamer sus labios exteriores, muy

despacito, recreándome en cada centímetro de la piel, y suavemente,

acariciándola con mi lengua. Oí a mi ama exhalar un “mmmmmmmmmhh….”, y

pensé que hubiera dado media vida por poderla penetrar y oírla gemir en mis

orejas, pero el mero hecho de saber que estaba haciéndola gozar, ya era

suficiente para mí, y continué, notando un sabor salado en mi lengua. A través


de

su dulce rajita estaba empezando a segregar jugos, y los recogía con lengua al

pasar por ella.

—Sigue, Imbécil. Lame por detrás— pidió Mariposa, y obedecí de

inmediato. Mi lengua se paseó a placer por su sexo, hasta llegar al perineo, zona
que acaricié a lamidas muy suaves, y el sexo de mi ama se estremeció, haciendo

que sus piernas temblasen ligeramente. Con las manos, le abrí las nalgas, y vi su

ano. Una estrellita de color rosa. “Y es para mí” me dije, aturdido. “Mi ama me

deja que la bese aquí, me deja jugar con algo tan bonito como esto”. Saqué la

lengua y lamí de abajo arriba. Mariposa dejó escapar un ligerísimo gritito de

gusto, un “a—ah…”, que me puso la piel de gallina, y no aguanté más. Metí mi

cara entre sus nalgas y lamí, suavemente, como ella quería, pero con ganas. Con

pasión. Sabía a jabón, a toallitas húmedas con perfume de niños, y apreté,

moviendo la cabeza, acariciando sus nalgas con las manos.

—Mmmmh… — Mariposa temblaba bajo mi lengua, su cuerpo se

estremecía cada vez que la movía, a cada círculo sobre su ano. Sabía que le

estaba gustando, que le encantaba, pero no pude resistirme a cambiar de foco

otra vez; me encantaba lamerle el culo, pero yo quería su coñito, quería abrírselo

y ver su botón, lamer sus jugos. Bajé a lamidas, besando su intimidad,

acariciándole la piel con los labios, y abrí su rajita con los dedos. Un hilillo de

flujo, retenido en la misma, goteó hacia el sofá, y yo, sabiendo que mi ama es

una maniática de la limpieza, lo recogí con la lengua y subí hacia su sexo.

Cuando mi lengua rozó su interior, cálido y viscoso, empapado, yo me sentí

morir de felicidad, pero mi ama tuvo que echar atrás la cabeza para gemir, como

si realmente se muriera, pero de placer.

—Así, así… — pidió, bajo su voz podía oír la sonrisa de gustito — Sigue,
sigue, méteme la lengua… — Ah, Dios, era demasiado. El hacerlo tan

lentamente me estaba volviendo loco, mis muslos daban convulsiones,

intentando apretarme las pelotas, que me dolían por no poder soltar mi

excitación, pero en aquél momento, no hubiera parado por nada del mundo.

Acerqué mi boca hasta pegarla a su rajita y saqué la lengua. Exploré su interior,

lamiendo. Ahí estaba la perlita… la lamí, haciendo círculos en ella, y a cada giro

mi ama movía las caderas y gemía para mí. Retrocedí un poco, lamiendo, y

encontré el agujerito, parecía muy pequeño… lamí y apreté. Firmemente, hasta

que mi lengua se abrió camino en su interior.

—¡Sííííííí…! Haaaaaaaah…. Imbécil, no pares. Usa… usa los dedos en mi

perlita, y detrás… úsalos lentamente— Mi ama se derretía como mantequilla, y

yo me sentía en el cielo, ¡le estaba dando un placer inmenso! ¡Yo! Obedecí.

Seguí lamiendo su interior, podía notar mi lengua casi aspirada por su sexo, y no

dejaba de pensar en cómo lo notaría cuando se corriera, al tiempo que llevé una

mano a su garbancito y otra a su ano, empapado de mi propia saliva, y empecé a

acariciar, muy despacio, como ella quería. Quería que la hiciera sufrir, quería un

orgasmo lento y largo, y yo estaba dispuesto a dárselo. Mi mano derecha hacía

círculos en su botón, y el dedo corazón de la izquierda masajeaba con toda calma

su ano, haciendo cosquillas y giros torturadores.

Mariposa se estremecía a cada roce y, por los sonidos ahogados que emitía,

creía poder decir que estaba mordiendo el respaldo del sillón. No aceleré, seguí
haciéndolo igual de despacito, a pesar de que los movimientos de sus caderas

eran un ruego precioso para que la diera sin piedad, ¡era tan divertido torturarla

un poco! Me dolía el cuello y se me cansaba la boca de tenerla abierta tanto rato,

pero no iba a parar aunque se me desencajase la mandíbula. Mi lengua seguía

moviéndose dentro de ella, haciendo círculos como si rebañase un tarro de

mermelada, dando convulsiones, apretando por dentro, jugando a salirse

ligeramente… y cuando hacía esto, Mariposa se pegaba más a mi boca,

intentando que no sacara la lengua, ¡y me encantaba!

“Quiero que se corra, quiero notar cómo se contrae alrededor de mi lengua,

quiero que me empape de flujo hasta el pecho, venga, venga”, pensaba,

desesperado. Mi polla gritaba por un poco de atención, y yo la ignoraba,

intentando tan sólo hacerlo con la misma lentitud. Mariposa había cambiado los

gemidos por gritos y quejidos sordos, necesitaba correrse, quería hacerlo, pero

ella misma no me dio órdenes de acelerar, así que se tendría que aguantar hasta

que le viniese, si bien no parecía faltar mucho, pero con esa estimulación en sus

tres zonas, cada segundo de placer era una tortura devoradora. Apreté un poquito

más, lamiendo más intensamente, haciendo círculos más pequeños en su ano,

rozando la punta exacta de su garbancito jugoso, y las piernas de mi ama dieron

un temblor más fuerte. Ahí estaba, ya no iba a aguantar más, se iba a correr…

seguí, notando cómo Mariposa temblaba y sus gemidos se hacían más agudos,

más cortos y seguidos, y por el rabillo del ojo, vi que sus pies daban una
convulsión, y entonces, estalló.

—¡Haaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhh….! — un dulce gemido salió de su

garganta, y mi lengua quedó presa en su interior, ¡las contracciones tiraban de mi

lengua! Me dio la risa, y al moverme, mi lengua también lo hizo y mi ama gritó

de nuevo, mientras yo no dejaba de acariciar su perlita y su ano. Su sexo

temblaba, y no dejaba de estremecerse, rebozándose contra mi cara. “No ha

terminado… se ha corrido, pero no ha terminado”. Mi polla dio un espasmo sin

que yo pudiera contenerla, y los gemidos se agolparon en mi pecho, aaaah… ¡me

estaba corriendo! El pensar que podía darle a mi ama más de un orgasmo, había

sido demasiado para mí, e intenté seguir acariciando a pesar de que se me estaba

saliendo el alma. Sabía que no debía, pero no pude evitarlo: aceleré. Mariposa

chilló de alegría, y noté su botón temblar, su ano contraerse, atrapando mi dedo,

todo su cuerpo estremecerse de gustito, y un pesado borbotón de jugos me cayó

en la cara. Lamí como un loco, bebiendo, moviendo la cabeza, oyendo los

gemidos satisfechos de mi ama, y cuando noté que bajaban de tono, de nuevo

metí la lengua lo más hondo que pude, y aceleré con los dedos una vez más,

enloquecido, y siendo sólo capaz de pensar que quería otro más, quería que se

corriese otra vez más… Mariposa se rió a gemidos, temblando como si tuviera

fiebres, tensando el cuerpo, y sus gemidos volvieron a subir de tono.

—¡Oh, sí… sí, Imbécil… SÍIIIIIIIIIIIIIIIIIIII! — Su cuerpo, tenso como una

cuerda de guitarra, se estiró de golpe, dando caderazos, y un nuevo espeso


chorretón de flujo salió a presión de su sexo, que lamí, bebí, y recogí con las

manos, hechizado de placer, lamiendo su rajita palpitante, que se cerraba en

convulsiones, como si quisiese esconderse de mí. Lo besé una vez más,

tiernamente, lamiendo con suavidad los restos de sus jugos, hasta que Mariposa

se dejó deslizar al sofá, y con esfuerzo se dio la vuelta para mirarme. Tenía una

gran sonrisa en los labios, y las mejillas coloradas como tomates, los ojos

vidriosos, y una expresión de felicidad absoluta en su carita adorable. Yo estaba

empapado en sus jugos, y me lamía los goterones que había recogido con las

manos, mirándola a los ojos. Había eyaculado sin tocarme, tenía el miembro

empapado, la tripa manchada, y también había manchado el sofá… pero me

sentía satisfecho. Nada me daba más placer que darle placer a ella. Mariposa me

abrió los brazos, como hacía cuando le daba tanto placer que bajaba la guardia.

Y yo me aproveché, claro está, refugiándome en ellos cariñosamente, gimiendo

como un gatito, sintiendo sus pechos cálidos bajo el mío, eran tan blanditos y

calientes…

—Cada vez… cada vez lo haces mejor, Imbécil— admitió mi ama. — Eres

un encanto de esclavo. — Me hubiera gustado más ser un encanto a secas, no un

encanto como esclavo, pero en aquél momento, me sentía en la más absoluta

gloria, no iba a poner pegas. La sonrisa me llegaba a las orejas: mi ama me tenía

abrazadito, pegado a ella, estaba contenta de mí… No había nada mejor, no

podía haber nada mejor en todo el mundo que pertenecer a una ama tan buena
como ella. Cómo me gustaría poder sentir algo así, pero con Ocaso, con ella

como persona, no como dómina. ¿Por qué no nos dejaba probarlo? ¿Por qué no

me daba una oportunidad? Y entonces, se me ocurrió.

**************

El lunes, no dejaba de mirar a Ocaso. Sabía que lo había visto, TENÍA que

haberlo visto, era el programa de correo interno del trabajo, y yo conocía su

dirección, tenía que haberlo recibido por fuerza, pero no daba ninguna muestra

de nerviosismo, ni de espera, ni de impaciencia, ni de nada. Era la chica más fría

de la tierra. Pero yo sabía que había recibido mi correo, que sabía que era mío, y

lo habría leído. Y ahora, tenía que darme una respuesta. Lo que había puesto en

el correo, era en realidad, una proposición bastante simple: “Amo busca sumisa.

Cretinas abstenerse”.

Esto otra vez no, por favor.

—¡NO! ¡¿Pero qué he hecho, Dios mío, qué es lo que he hecho?!

—Virguerías, Thais… verdaderas maravillas.

Colonia barata y alcanfor. Y un poco a humo de cigarrillos, ese era su olor.

Jean Fidel era mi jefe, abogado de cierta fama, especializado en representar a la

acusación particular. Aunque también era un gran defensor, sólo rara vez

aceptaba casos de defensa, lo suyo era acusar y destrozar defensas, y si podía ser,

también a las personas. En realidad se llamaba Juan, pero desde siempre le

habían llamado Jean porque su madre era francesa, y él mismo insistía en ser
llamado así fuera de la audiencia, incluso por sus trabajadores, entre los que yo

me contaba. Lo de “señor Fidel”, se quedaba sólo para los juicios.

No tenía pasantes masculinos, ni secretarios, todo éramos chicas, y casi la

única cosa que se podía decir a favor de Jean en ese aspecto, era su sinceridad:

no se ocultaba. No es que él hiciese de menos a las chicas que no le reían las

gracias o que exigiese intimidad de alcoba para conservar el empleo, ni siquiera

daba trato de favor a aquéllas que sí le concedían sus deseos. Lo que le gustaba,

era la sensación de la caza. El tener un lugar de trabajo lleno de chicas bonitas a

las que tiraba los trastos de forma puramente sexual, sin demasiada cortesía y en

ocasiones, hasta de forma ciertamente patética, era lo que le encantaba. Que yo

supiera, del trabajo se había acostado sólo con dos o tres, y ninguna de ellas

seguía ya allí. Una se había casado y había decidido dejar de trabajar, otra había

formado su propio despacho de abogados y la tercera se había metido en política.

Todas ellas seguían manteniendo con él una amistad, o cuando menos, le

respetaban. El señor Fidel era un gran profesional, pese a su poca

profesionalidad con sus ayudantes. No obstante, aunque no se acostase con

nosotras, le gustaba el tonteo.

Había quien se lo consentía, quien se reía porque él la despidiese de un

azotito en el culo. Había quien no se lo consentía, quien le llamaba

constantemente “señor Fidel” en lugar de Jean, quien le exigía que fuese más

profesional. Ambas cosas le encantaban. Y quizá la segunda más que la primera,


porque le daba ocasión de insistir y luchar. De haberlo sabido entonces como lo

sé ahora, sin duda hubiera usado otra estrategia, pero cuando entré a trabajar con

él como su secretaria no lo sabía, y por eso me puse a la defensiva.

—Por favor, no se lo tome a mal — me sonrió cuando, la primera vez que le

entregué unos informes y vio que estaba todo perfecto, me despachó dándome

juguetonamente con la carpeta en el trasero y yo brinqué ahogando un grito y le

pregunté “¿¡qué hace?!”. —. Siempre trato así a mis chicas. A todas. Soy un

hombre cariñoso.

“Habla de nosotras como si fuera un chulo o cosa así.”, pensé, y salí, o más

bien escapé de su despacho tapándome el culo con la carpeta vacía. En los días

sucesivos procuré no acercarme mucho a él, pero vi que decía la verdad: no es

que me hubiera cogido a mí, es que a todas nos trataba igual. A todas nos decía

picardías, con todas se propasaba. Me extrañaba que ninguna le hubiera

denunciado por acoso, ése hombre parecía conducirse como si tuviera un harén

propio. Pero enseguida mis compañeras me contaron que era inútil.

—Una intentó denunciarle una vez. Lo hizo, de hecho, contó todo lo que

hacía. Le llevó a juicio. Y Jean logró que la declararan culpable por acoso a ella.

Él, quedó como un hombre sociable y expansivo que simplemente trataba a sus

trabajadoras con afabilidad y fomentaba un ambiente de trabajo desenfadado y

ameno, y ella, como alguien que había malinterpretado su comportamiento, que

había intentado seducir al jefe para medrar, y cuando no lo logró, intentó


destruirle. Ella tuvo que indemnizarle, perdió su puesto, su credibilidad… Si no

estás dispuesta a aguantarle tal cual es, mejor búscate otro empleo. No te lo

impedirá y además te dará buenas referencias, pero no intentes nada contra él,

llevas todas las de perder; Jean lograría condenar a la silla eléctrica a la Madre

Teresa.

Y tenían razón. Y por eso había querido trabajar con él, sabía que era de lo

mejorcito del país, trabajar con él era una buena recomendación para cualquiera,

después de eso, no tendría problema en abrir mi propio despacho o trabajar para

quien me diera la gana. Pero tenía que aguantar un año por lo menos, o dos, para

que quedase como experiencia a poner en el currículum. No tendría ningún valor

haber trabajado con él por tres meses. Así que sólo me quedaba aguantar, o

volver a hacer trabajitos administrativos y no llegar nunca a ser una abogada de

verdad.

Y aquí llegamos a lo peor. Eso de aguantar, no me seducía, pero podía

lograrlo. Lo peor era mi desventaja. Mi problema. Siempre he sido tímida y poco

sociable precisamente por eso. Cuando era niña no me importaba, entonces no

había que tener miedo, todo era divertido. Pero cuando llegué a la adolescencia,

las cosas empezaron a cambiar. Entonces, tuve que tener cuidado. No debía… si

iba de discotecas, me ponía en severo peligro, porque no sería capaz de aguantar,

de dominarme, de controlar a mi propio cuerpo. Evitaba las fiestas, los excesos y

las juergas. Cuando salía con mis escasas amigas, la fiesta se terminaba para mí
apenas ellas proponían ir de bailoteo o cosa similar. Mis salidas eran al cine y

hablar, y poco más. Con el tiempo, y por cada vez que fracasaba, me había ido

volviendo más y más introvertida. Había tenido sólo un novio en toda mi vida, y

fui yo quien le dejé, porque no podía salir con él a casi ningún sitio. Él quería ir

a cenar y eso podía hacerlo, pero en el restaurante había después música en

directo, y eso no podía soportarlo.

Si accidentalmente Jean, o alguien, se enteraba de mi rareza, sería mi ruina,

no podía permitirlo. Y Jean tenía el vicio de invitarnos a todas a tomar lo que

fuese cada vez que ganaba un caso. Naturalmente, me negué. Me negaba

siempre, siempre ponía excusas. Que mi madre estaba enferma, que tenía que ir

a la compra, que me iba a llegar un paquete y tenía que estar en casa… Mis

negativas sólo tenían un efecto: cicatear a Jean más y más. Mi reticencia hizo

que se interesase por mí más que por cualquier otra chica, yo me convertí en la

plaza que deseaba tomar por encima de todo; para él era impensable tener una

mujer guapa en la oficina y que ésta se negase taxativamente a reírle las gracias,

a juntarse con los demás, y a considerar divertida la caza. El resto de chicas,

cuando se negaban a dejarse tocar, era siempre con una sonrisa, con un

comentario divertido. Un: “Jean, esa camisa pronto va a parecer el chaleco si

sigue usted alargando las manos.”; “Los ojos, los tengo un poco más arriba,

¿sabe?”, y todo dicho siempre con picardía, con humor. Yo no entraba en ése

juego, yo directamente escapaba, incómoda y avergonzada.


En cierta ocasión estaba dictándome una carta. Yo estaba sentada frente a él,

con el bloc en las rodillas, las piernas cruzadas para llegar mejor sin doblarme

demasiado, y no dejaba de estirarme de la falda, a pesar de que casi me llegaba a

los tobillos, porque notaba que él me miraba. Por fin dejó de dictar. Yo esperé,

con el boli pegado al papel, hasta que no aguanté más y alcé la mirada. El señor

Fidel me miraba con sus ojos oscuros y pícaros, y me encontré mirándole con

atención sin darme cuenta. Era atractivo. Tenía el pelo negro muy abundante,

peinado ligeramente hacia arriba, dándole aspecto de erizo aseado. Una cara

simpática, donde destacaban los ojos tan negros como su cabello, brillantes y

llenos de malicia, que hacían pensar en chistes verdes. Que, de hecho, parecían

decir “Sí, no es una impresión tuya, realmente te estoy desnudando con la

mirada, y me encantaría hacerlo también con las manos”. Una nariz recta y bien

delineada, aunque graciosamente gordita, y una boca cuya sonrisa casi

permanente le hacía aparecer graciosos hoyuelos en las mejillas. Era muy alto,

altísimo, de hombros anchos, piernas muy largas y cuerpo delgado, pero no

flaco. Además, se vestía bien, solía llevar traje terno y el chaleco le hacía un talle

francamente tentador, los pantalones le marcaban las nalgas… mentiría si no

admitiera que era un hombre deseable, aunque para mí fuese un baboso

obsesionado con el sexo. Si un hombre como él podía querer algo de mí, pensé,

sería sólo para apuntarse el tanto o por morbo. Tras unos larguísimos minutos,

por fin habló:


—Tú no eres divertida — sonrió, y no supe qué decir, sólo me sentí

indignada. —. No te ofendas, no todo el mundo es divertido, cada quien es como

es. Lo que quiero decir es que no eres divertida, pero no porque seas aburrida,

sino porque pareces ocultarte. Mírate. Llevas una falda que te llega más abajo de

las rodillas, y aun así no dejas de estirártela. Una blusa gris cerrada hasta el

cuello, y encima un lacito en él, para evitar que se suelte ni un botón y además,

la chaqueta. Llevas unos zapatos planos que parecen barcas, y toda tu ropa es

pardusca. Y el pelo corto. No digo que no vistas con discreción, he conocido a

muchas mujeres que preferían vestir discretamente, pero aún así, se sentían

elegantes y guapas a su manera, porque se arreglaban para ellas mismas… tú no.

— sonrió más, como si acabara de comprender un chiste muy divertido — Tú no

te sientes bien con esas ropas, ni cómoda, ni nada, sólo las usas para ocultarte.

De algún modo, te sirven como una barrera detrás de la cual puedes esconderte.

Sólo te faltan las gafas, estoy seguro que lamentas no tener que llevar gafas,

porque entonces podrías usar unas lentes enormes que te cubrieran media cara y

que llevases sujetas al cuello con una cadenita. Entonces, seguro que nadie se

acercaría a ti, ¿verdad?

Sentí que mi cara ardía. Me hubiera gustado poder decirle que se metiera en

su vida, que me dictara su maldita carta y me dejara en paz, pero no pude. El

señor Fidel se levantó de su silla y apoyó las manos en los reposabrazos de la

mía. Acercó su nariz a mi rostro y el olor a mentol de su aliento me bañó la cara.


—Soy el primer hombre que se acerca a ti en mucho tiempo — no era una

pregunta. —. Y eso te incomoda. Preferirías que te dejara en paz, preferirías que

todo el mundo te dejara en paz, meterte en tu caparazón y no tener que volver

nunca a hablar con nadie. Lo siento, señorita, eso no se puede. Thais — ése era

mi nombre — , si quieres ser abogado algún día, no puedes esperar que la gente

no te mire, o que sólo les presentes documentos y se queden convencidos, o no

hablar con la gente. Necesitas a la fuerza hablar. Y no sólo hablar, sino

convencer. Apabullar. Manipular. Y eso, no se consigue encerrándote en ti

misma. Tienes que salir y plantar cara, como lo hacen las demás. Cuando les doy

un azote y ellas se molestan, podrían devolverme un bofetón… pero eso, en la

audiencia, no podrán hacerlo. Tienen que vencer al contrario con la palabra,

aunque sepan positivamente que defienden una causa perdida o a un miserable, o

que acusan a alguien que tiene razón. No pueden abofetear al contrario, o decir

“señor juez, mire a éste”. Tienen que rebatirle conservando la calma. Te parecerá

una tontería, pero si ya están templadas de tratar con un manos largas como yo,

conservarán la calma frente a lo que sea. Y tú tienes que hacerlo también. No

quiero volver a verte esconder la cabeza como una tortuga, eres una chica

valiente, no un animalito asustado.

No supe qué decir. La verdad es que casi nunca sabía qué decir. En un

intento de forzarme a reaccionar, alargó la mano y la puso sobre mi pecho.

Ahogué un grito.
—¡Por favor! — susurré.

—En un juicio, cuando presenten una prueba que te haga correr peligro, no

podrás decir “por favor”; tendrás que rebatirla. — sonrió, sin mover su mano de

mi pecho. — Dime algo que me haga retirar la mano.

—Le… puedo denunciar por acoso si no quita la mano— musité.

—No, no puedes contestar a un ataque directo con una vaga amenaza que

sabes que no podrás llevar a cabo. Estás permitiendo que mi mano sea quien

piense por ti. Estás tan ocupada pensando en librarte de mi mano, que no piensas

claramente, sólo quieres defenderte. No te defiendas, ataca. — Le miré con los

ojos húmedos. — Antes de que lo hagas: no insultes. No puedes insultar a un

abogado porque te ataque, tienes que contraatacar en el terreno de la dialéctica.

Sé mordaz. Estoy intentando ponerte en un aprieto, rebajarte, humillarte con mi

acoso… anúlame. Ponme en ridículo. Haz que me retire.

—Si… si está intentando tomarme el pulso, no sabe usted nada de anatomía.

El corazón, está en el otro lado— había tartamudeado y tenía la voz ahogada por

el llanto que me producía la impotencia. Pero Jean sonrió.

—Un poco burdo, pero no está nada mal para ser la primera vez. — retiró la

mano lentamente— ¿Ya lo ves? Puedes hacerlo. Y DEBES hacerlo. Tienes que

aprender a atacarme con seguridad, y llegará el día en que podrás esquivarme, te

adelantarás a mí y no dejarás que te toque. Y cuando te diga algo irónico, me

contestarás con el sarcasmo y me harás callar. Thais, sé bien cuándo una chica va
a ser una abogada buena, y cuando va a ser excepcional, y tú eres del segundo

grupo, porque has sacado las mejores notas y porque tienes talento, pero

persistes en esconderte, y eso no podemos permitirlo. Voy a conseguir sacarte

del caparazón en el que te has metido, y me lo agradecerás. Por de pronto, no

quiero verte encogida. Si te gusta llevar esas ropas, adelante, pero quiero verte

andar erguida, alzar la cabeza y sacar el pecho. Quiero que cuando pases frente a

un espejo, o a un escaparate, te mires en él y aprecies lo guapa que eres, y lo

buena que estás. Quiero que te convenzas de que eres hermosa y seductora,

porque si tú lo crees, lo creerán los demás, y si cuando salgas ante un jurado

estos ven una mujer guapa y segura de sí, les caerás más simpática y serán más

propensos a creerte que si ven a una criatura que no cree en sí misma y se tiene

miedo.

Tenía razón, tenía mucha razón. Asentí. Me sentía sucia por su contacto,

abusada, y al mismo tiempo, sin embargo, un poco tonta, y hasta ligeramente

excitada. Ahora empezaba a entender el juego de Jean. No se trataba sólo de la

caza, del tonteo, de meter mano a sus chicas, sino de un entrenamiento. Una
puesta a prueba. En los días sucesivos, me fijé que las chicas que llevaban más

tiempo con él eran efectivamente más seguras, y a muchas no llegaba ya a

tocarlas. No porque no lo intentara, sino porque ellas se anticipaban a él. El

señor Fidel fingía que iba a echarles el brazo por los hombros, pero bajaba

descaradamente por la espalda hasta las nalgas, y ellas le detenían la mano en el


aire con una sonrisa que él les devolvía. Y las miraba con orgullo, porque habían

aprendido. Sólo las chicas muy nuevas como yo, o las inseguras de sí mismas,

no eran capaces de leerle así las ideas y protegerse antes de que fuese necesario

contestarle. Y me di cuenta que no quería ser una bobita que se limitase a

ponerse colorada y a saltar como un minino asustado cada vez que le viese

acercarse a mí, sino que quería ser segura y capaz como mis compañeras.

Pasaron los días y empecé a esforzarme. Me miraba al espejo y me daba

cuenta que no me gustaba lo que veía en él, y cambié todo mi vestuario. “Por

usar unas faldas de chica y no de momia, no va a pasar nada malo.”, pensé. Aún

no sabía cuánto me equivocaba, pero usando faldas que dejaban que se vieran

mis rodillas, blusas en las que podía llevar desabrochado el primer botón, y

zapatos coquetos, me sentía mucho mejor, más risueña y atractiva. La mujer que

ahora me devolvía la mirada desde el espejo era una criatura mucho más segura

de sí misma, por lo menos, ya parecía tener treinta y dos, y no cincuenta y dos,

aunque yo siguiera siendo la misma tímida de siempre, aterrada por lo que

pudiera suceder si alguien descubría mi debilidad. Pero eso no tenía por qué

suceder, ¿verdad?

—Bueno, se acabó la jornada, ¡fiestaaa! — gritó el señor Fidel aquélla tarde

de viernes, y por un momento, sonreí, pero al segundo siguiente me aterré,

porque me di cuenta de lo que pretendía. No hablaba de irse de fiesta por ahí,

sino de montarla en la propia oficina. Ante mis ojos, mis compañeras empezaron
a juntar mesas a una velocidad endiablada, a sacar comida y aperitivos de cajitas

y botellas de champagne, refrescos, copas y vasos de plástico. Yo estaba tan

aturdida que apenas podía reaccionar, ¡nadie me había dicho nada! Con

disimulo, intenté tomar mi abrigo y marcharme, pero al darme la vuelta, me

encontré la pechera de un traje con olor a colonia barata y alcanfor, y al mirar

hacia arriba la sonrisita irónica de mi jefe. — Y, ¿a dónde te imaginas que vas?

—Eeeh… ¿a mi casa? — probé suerte — Es que… yo no sabía nada de esto,

y lo cierto es que hoy no puedo, ten-tengo que llegar pronto a casa…

—…Porque tu madre está enferma, ¿verdad?

—¡Exacto!

—Thais, he llamado a tu madre esta mañana y además de gozar de perfecta

salud, ni siquiera está en la ciudad. — sonrió.

—Es mi padre quien está enfermo.

—Tu padre murió hace tres años.

—Tengo que recoger a mi sobrina del colegio.

—Hoy no es día lectivo.

—¡Estoy menstruando!

—¡A verlo!

—¡Protesto! ¡Mi vida privada no es de la incumbencia de mi jefe!

—¡No se acepta! Puede que no lo sea fuera de la oficina, pero es totalmente

de mi incumbencia dentro de ella, por eso he decidido celebrar la última victoria


aquí, y por eso pedí que nadie te dijera nada, para que ésta vez, no puedas

escaquearte. — lució su particular sonrisa de victoria, de “qué listísimo soy”. Me

fastidiaba reconocerlo, pero tenía razón. Qué tipo, cómo sabía acorralar, no me

extraña que no hubiera letrado, ni fiscal ni defensor, que no le temiera como a la

peste.

—Tengo que quedarme, ¿verdad? — El señor Fidel asintió con la cabeza, sin

dejar de sonreír con picardía.

—Por lo menos, un par de horas. — sentenció — Qué menos para no ser

grosera, dado que en parte ésta fiesta está dedicada a ti.

—¿A mí…? — Eso sí que me cogía de sorpresa. Por lo que yo sabía, la

semana pasada Jean había logrado aumentar la pena de cinco años a doce,

además de la restitución íntegra de los bienes no declarados más los intereses

correspondientes, a un tipo que había defraudado a Hacienda todo lo que había

querido durante años. Representaba a la amante despechada del defraudador,

quien se consideraba severamente ofendida por él porque le había dado palabra

de matrimonio y después se había ido con otra. Un inspector de Hacienda, un tal

Carvallo, había tenido la amabilidad de facilitarnos todos los informes que nos

habían hecho falta, y el señor Fidel había destrozado todos los alegatos de la

defensa, apuntándose un buen tanto; estaba incluso pensando en presentarse para

concejal, pero esa es otra historia. Eso, es lo que yo sabía. ¿Qué razón tenía
nadie para darme una fiesta a mí?
—Hoy hace seis meses que entraste a trabajar para mí. — me explicó. Y no

pude evitarlo, sonreí y noté que mi cara desprendía calor. Me hizo ilusión que se

acordara de algo así, cuando ni yo misma me acordaba.

—Está bien… supongo que puedo quedarme un ratito… — susurré — Señor

Fidel, ha sido…

—Jean, por favor.

—Jean. — me corregí — Ha sido usted muy amable al pensar en mí, se lo

agradezco mucho. — mi jefe sonrió e hizo ademán de darme dos besos. — Pero

no tanto. — contesté de inmediato con una sonrisa. Jean se rio alegremente, yo

estaba aprendiendo muy deprisa.

La pequeña fiesta transcurría con normalidad, simplemente hablando entre

nosotros, haciendo chistes, comiendo y bebiendo un poquito. Nada de pasarse, y

debo reconocer que me sentía muy a gusto. No quería que algo así sucediera,

pero lo cierto es que el señor Fidel me estaba empezando a gustar. No en serio,

desde luego, no es que quisiese acostarme con él, pero me gustaba su persona, su

forma de pensar, su manera de unir sus ganas de gamberreo y caza de sexos al

trabajo. Aquélla noche noté que me miraba mucho. Hablaba con todas,

bromeaba con todas, incluso con los novios de aquéllas que los habían traído,

pero a mí no me dejaba ni a sol ni a sombra, y sentía su mirada casi de continuo.

Cuando en alguna ocasión me separaba de él, o él mismo iba a hablar con otra

persona, si le miraba de refilón podía ver sus ojos clavados en mí. Me empecé a
sentir incómoda y quise irme, a fin de cuentas ya había pasado un rato

prudencial. Pero entonces, llegó la catástrofe.

—¡Un poco de música ambiente! — dijo una de mis compañeras y sacó un

altavoz portátil para conectar a un mp3. Casi grité de pánico e intenté marcharme

en el acto, pero una mano se cerró en torno a mi muñeca y me retuvo. Era Jean.

Negué con la cabeza, casi suplicando, pero la música empezó a sonar y me

apretó contra él.

—No, por favor — supliqué, mientras el dulce metal de la trompeta de Glenn

Miller parecía atravesar mi cerebro y recorrer mi espina dorsal hasta hacer

palpitar mi clítoris —. Por favor, deje que me marche… yo…

—¿Qué te dije de las súplicas, Thais? Nunca te van a servir de nada. Si

quieres que te deje ir, vas a tener que ser mucho más convincente.

…Y a partir de ahí, los recuerdos de Thais eran borrosos, confusos, y sobre

todo, vergonzosos. Thais no era una mujer normal, desde niña lo había sabido, y

habían intentado tratarla sin éxito. Su cuerpo padecía un extraño síndrome de

hipersensibilidad a las vibraciones acústicas. Dicho más claramente, una especie

de alergia a la música. Si una persona normal, al oír una música bailable y

pegadiza siente ganas de bailar y empieza a mover la cabeza o a balancear un pie

sin apenas darse cuenta, el caso de Thais era mucho más alarmante: ella se veía

impelida a bailar sin poder controlar su cuerpo, y a actuar en consecuencia a la

letra de la canción, y dado que la mayoría de las canciones populares suelen


hablar de amor y sentimientos, acababa arrojándose en brazos, besando y

frotándose lujuriosamente contra su pareja de baile, independientemente de que

en realidad le gustase o no, o de que fuese hombre o mujer. Thais no se

consideraba lesbiana, pero en alguna ocasión, víctima de su enfermedad, había

tenido sexo con chicas; claro que tampoco se consideraba promiscua, y sin

embargo había tenido sexo con muchos hombres distintos y hasta con grupos.

Había intentado reprimirse durante toda su vida, mantenerse alerta de los sitios

con música, pero no siempre lo había conseguido. Llevaba un par de años

lográndolo, y por tanto, sin practicar sexo, porque, eliminados los riesgos, era

una mujer muy tímida e insegura. Pero ahora, acababa de caer.

A Jean no le pasó desapercibido el cambio, pero lo achacó a que por fin su

más reciente pasante se estaba soltando la melena. Thais parecía encogerse sobre

sí misma, y de pronto le miró, sonriente. Le brillaban los ojos y estaba un poco

ruborizada, y parecía un poco como si flotara.

—¿Has bebido? — preguntó el abogado, pero la joven negó con la cabeza,

sonriendo más aún, casi embobada. La suave música de baile, el Moonlight

Serenade la hacía mecerse, contoneándose entre los brazos de Jean, que parecía

encantado con el giro de su colaboradora. “Creo que no sabe lo bonita y lo

seductora que puede llegar a ser”, pensaba, aprovechando para pegarse más a

ella y empezar a bajar la mano por su espalda, acercándose peligrosamente al

trasero de Thais, “o lo sabe, pero tiene miedo de sí misma y de su sensualidad.”


La joven le miró con los labios entornados e incrustó su cabeza en el pecho de su

jefe, abrazándolo intensamente. La canción acabó en ése instante y Thais se

detuvo. Parpadeó y ahogó un grito al darse cuenta de qué modo estaba abrazando

a Jean e intentó soltarse y recobrar la cordura, pero el modo aleatorio de las


canciones le jugó una mala pasada porque entonces empezó a sonar una animada

canción pop ochentera, “Muérdeme”, y cualquier posible resistencia se fue a

pique.

Thais se rio, traviesa, y empezó a moverse entre los brazos de Jean de forma

provocativa, frotándose contra él sin tapujos. Éste no la retuvo, la animó a ello.

El resto de los presentes, bailando también, ni se daban cuenta del espectáculo, y

los que se daban cuenta, era para reírse y animarles a seguir. Sin dejar de

bailotear, la joven se separó un poco de Jean para quitarse la chaqueta y hacerla

girar sobre su cabeza cogiéndola de una manga mientras cantaba, para a

continuación, intentar desabrocharse la camisa. No es que a Jean le molestase lo

más mínimo que hiciese algo así, pero no estaba dispuesto a que también lo

viesen el resto de tíos presentes, así que la abrazó para impedirle que continuase

su strip-tease, y al tomarla, Thais le apresó de los mofletes y le besó sin ningún

reparo, metiéndole la lengua en la boca y acariciándole el paladar, en medio de

gemidos de deseo. Jean la apretó más contra sí, bajando las manos hasta el inicio

de sus nalgas, y la propia joven le agarró de las muñecas y se las hizo bajar para

que la apretase, lo que hizo ansiosamente, dando caderazos involuntarios allí


mismo, delante de todos, mientras su temperatura subía como si tuviera

fiebres… y no era lo único que estaba subiendo de forma imparable.

—Thais… — Jean estaba deliciosamente ridículo intentando mantener la

poca compostura que aún les quedaba con las manos aferradas a las nalgas de

ella y un grueso cerco rosa en torno a la boca— ¿Quizá te apetece ir a un sitio

más tranquilo?

—¿Habrá al menos un sofá en ese sitio tranquilo? —jadeó la joven, bañando

con su cálido aliento deseoso la cara de Jean — Preferiría no tener que hacerlo

de pie. — Jean se rio ligeramente con la nariz, sonriendo tanto que se le cerraban

los ojos pícaros. Daba la sensación de que, de haber tenido las manos libres,

habría aplaudido.

—Creo que algo podremos conseguir. — murmuró, travieso, y sin soltarla,

llevándola en brazos, la sacó de allí y la llevó a su despacho. Apenas cerró la

puerta con llave, la boca de Thais se pegó a la suya con decisión, dispuesta a no

soltarle, mientras ella misma se abría la blusa, dejando ver un sostén blanco.

Jean caminó hacia atrás hasta una de las librerías, intentando que su boca no se

separase de la de su compañera, jugueteando constantemente con sus lenguas.

Sin mirar, alzó la mano y agarró uno de los libros de leyes, tiró del lomo y luego
avanzó de nuevo un par de pasos, hasta descubrir una cama empotrada bajo la

falsa librería.

Si Thais no se hubiese encontrado en aquél estado, se hubiera sorprendido


hasta el horror al ver que el pervertido de su jefe tenía un nidito de amor

preparado en su propio despacho, porque el de la cama, no fue el único cambio.

Al activarse ésta, otra de las librerías se dio la vuelta dejando ver un lujoso

mueble-bar, la iluminación se degradó al rojo, un delicado perfume se expandió

en el aire mientras sonaba música muy suavemente y un panel del techo se

descorrió, mostrando un gran espejo sobre la cama. Una cama de sábanas de

látex negro y con un cobertor de leopardo.

—¿Te gusta mi cuarto de juegos? — preguntó Jean, despojándose de la

chaqueta y bajándose la cremallera del traje, y todo con una sola mano, para no

soltar a Thais. La joven contempló su alrededor, sospechando que su jefe tenía

aún más secretos en los armarios y cajones del despacho que tenían cerradura, y

sonrió, viciosa. Lamió el rostro de Jean desde la barbilla a la nariz, recreándose

en el gemido de satisfacción que emitió éste, y se inclinó hacia delante. Los dos

cayeron sobre la cama, que debía estar preparada para el juego duro, porque ni

protestó, en lugar de ello sonó un glugluteo y ambos botaron y se mecieron de

modo que sus estómagos giraron. Era una cama de agua. Thais soltó la risa y

montó a su jefe, subiéndose la estrecha falda mientras luchaba contra los botones

de la camisa de él. — Eres una tigresa — susurró Jean, entre risas y lamidas —.

Siempre tan apocada, pero hoy te has lanzado, mi tigresa tímida.

Thais besó alocadamente y lamió el pecho velludo de su jefe, acariciando sus

brazos de piel suave, mientras su mano derecha bajaba sin reparos hacia la
bragueta abierta y se introducía para acariciar el miembro enhiesto y ansioso.

Jean gimió, encantado, mientras le desabrochaba los corchetes del sostén, en

medio de su placer y con una sola mano, lo que delataba que, desde luego, tenía

sus tablas en estos asuntos. La joven no pensaba, se veía superada por su

debilidad y por la arrolladora masculinidad viciosa de su jefe. Muchos hombres

se habían sentido intimidados por ella y su modo de lanzarse, otros muchos la

habían usado simplemente para un desahogo… pero ninguno le había dedicado

un momento privado en una especie de santuario del sexo, ninguno había

demostrado ser tan vicioso como ella misma.

“No, no es cierto, no soy una viciosa, a mí no me gusta hacer estas cosas”

logró pensar la joven mientras se soltaba las cintas de los costados de las bragas
para deshacerse de ellas y empezaba a frotarse contra el pene goteante de Jean,

quien le pellizcaba alternativamente los pezones con una mano, y con la otra

guiaba su miembro para acariciar con él el clítoris hinchado de su compañera.

Thais se relamía mirándole, con los ojos entornados, y Jean no podía dejar de

sonreír, qué bien lo estaba pasando, sabía que su pasante escondía una fierecilla

debajo de su timidez, como la mayoría de las tímidas, pero nunca pensó que

pudiera lanzarse con tal decisión. Su polla parecía emitir chispas eléctricas a

cada roce con la suave intimidad húmeda de ella. Thais se abría los gruesos

labios vaginales para dejar al descubierto su perlita y que ésta fuese acariciada

con más intensidad. Jean, con mano temblorosa, agarró una potente lupa que
tenía en la mesilla y la llevó al sexo de su compañera, para poder apreciar mejor

el clítoris.

—¡Ooooh, ¿cómo puedes ser tan guarro?! — se rio Thais, abriéndose más y

estirando la piel para que lo mirara a su antojo.

—Thais… — jadeó él, sonriente — No nos hagas sufrir más, ¡ensártate!

La joven sonrió y se dejó caer sobre el miembro de Jean, en medio de un

potente grito de placer de ambos.

—Haaaah… Me…. Me llenaaas… — Thais tembló de pies a cabeza, casi

babeando de gusto al sentirse atravesada por su polla poderosa. Jean se retorcía

de gusto, extasiándose en la dulzura de la sensación, su miembro apresado en

aquélla intimidad tensa, caliente y apretada. Le hubiera gustado gozar de aquella

sensación por unos segundos, pero su compañera, jadeando con esfuerzo,

empezó a botar con rapidez, riendo entre gemidos.

“Mierda… ¡no vayas tan rápido!” pensó Jean, sintiendo las maravillosas

chispas que se cebaban en su pene, haciéndole saber que las ganas de correrse ya

eran deliciosamente insoportables, y en pocos segundos se harían físicamente

irreprimibles. Intentó pensar en cosas horribles, en Margaret Tatcher, pero cada

vez que abría los ojos, veía los pechos redondos y de pezones rojizos de Thais

botando a lo loco frente a él, y su cara ruborizada con los ojos en blanco y

sonrisas de placer tan intensas que parecía estar drogada… no podía resistirlo,

¡era demasiado bueno! Thais se sentía flotar, era increíble, cada roce del
miembro de Jean le activaba sensaciones que ni creía que existieran, y un

travieso picor se hacía cada vez más intenso dentro de ella, sus muslos parecían

arder por dentro, y todo su cuerpo parecía querer estallar.

—Oh, Jean… ¡Te quiero! — gritó sin poder contenerse, y su compañero lo

hizo también, pero de terror. Su excitación estuvo a punto no ya de caer, sino de

contraerse sobre sí misma como la cabeza de una tortuga.

—Oye, Thais, escucha — vaciló —. Mira, me gustan los tacos y las palabras

soeces durante el sexo, como a cualquiera, ¡pero hasta YO tengo mis límites!

La joven rio con ganas, y cuando lo hacía, sus pechos temblaban. Consciente

de que Jean los miraba, se meneó, haciéndolos bailar en círculos. Su jefe casi

movía la cabeza al ritmo de sus pezones.

—De acuerdo, señor Fidel… seremos buenos amigos, ¿de acuerdo? —

murmuró, melosa.

—De acuerdo, Thais, muy buenos amigos— la joven recuperó su alocado

movimiento saltarín sobre la polla extasiada de su jefe, ella misma no aguantaba

más, el placer la recorría en olas cálidas por la espalda, estaba a punto de

llegarle, pero antes el inmenso gusto fue demasiado para Jean. Sintió que sus

pelotas se elevaban ligeramente, apretó las tetas de su compañera hasta dejarle

marcados los dedos, y su cuerpo fue más fuerte que él mismo, no pudo resistir el

abrasador cosquilleo que se cebaba en su glande y se sintió explotar dulcemente,

el esperma caliente le recorrió por dentro y le hizo sentir bañado cuando inundó
el sexo de Thais, que abrió los ojos como platos al sentirlo, mientras él se

contraía de forma maravillosa hasta el ano y el placer le recorría, haciéndole

temblar.

—¡Lo noto… Puedo sentirlo, me… me quema por dentrooo…! — gritó la

joven, con la boca abierta de sorpresa y placer. Sus saltos se hicieron más

alocados, buscando a la desesperada su éxtasis, ya cercano, deleitándose en el

obsceno chapoteo y el divertido vaivén que se producía a cada bajada. El

picorcito delicioso estaba ahí, ahí… la polla de Jean lo excitaba deliciosamente,

haciéndolo expandirse por toda su pelvis en espasmos dulcísimos, hasta que al

fin estalló, Thais gritó, apretándose los pechos y curvándose hacia atrás, en

medio de carcajadas, mientras el inmenso gozo la hacía retorcerse y titilar,

ahogándose en su propio grito de placer, con sus muslos dando convulsiones y

su sexo contrayéndose, absorbiendo el semen que había empezado a derramarse,

de nuevo hacia el interior.

—¿Fumamos un cigarrillo…? — susurró Jean, con voz dulcemente

derrotada, mientras Thais se tendía a su lado y se despojaba al fin de la falda y

las mini medias, y lo miraba con deseo.

—Todavía no. — sonrió, viciosa.

—¡NO! ¡¿Pero qué he hecho, Dios mío, qué es lo que he hecho…?!

—Virguerías, Thais… verdaderas maravillas…

Jean estaba desnudo a mi lado, yo estaba desnuda también. Estaba en una


cama de agua con sábanas, ¿de látex negro? Y pringosas. Y un cobertor de

leopardo. ¡Y un espejo en el techo!

—¿¡Qué ha pasado aquí!?

—¿Te lo cuento por orden cronológico, alfabético, o de importancia? — me

dijo Jean contando con los dedos y una estúpida sonrisa en su mofletuda cara.

—Señor Fidel, usted… ¡se ha aprovechado de mí!

—¿Perdón? ¿No eres tú la que anoche me gritaste, entre otras muchas cosas,

“te deseo, Jean; hazme tuya, Jean; otra vez, dame más, como te corras ahora te

mato?” Porque te pareces muchísimo a ella. De hecho, tienes el mismo antojo

en…

—¡No me toque! — chillé y salí de la cama agarrada al cobertor de leopardo

como si éste fuese un salvavidas, y empecé a recoger mi ropa, tirada por el suelo.

—Thais… — Jean parecía descorazonado por mi actitud, pero yo no podía

ser blanda; había caído otra vez, y encima con mi jefe, y por lo que parecía,

había sido bastante denigrante. — Nos acostamos, sí, pero no hicimos nada que

tú no quisieras, te aseguro que fue… bueno, fue buenísimo, la verdad. — le

taladré con la mirada y preguntó — ¿De veras no recuerdas… nada?

No quería recordarlo, pero hice un esfuerzo pese a todo, y eso fue peor aún.

—Eeeh… recuerdo algo de… miel. Y antifaces, y… recuerdo algo de… ¿un

cocodrilo?

—Jeje, eso es una postura que te enseñé — sonrió, divertido. Le miré como
quien mira a un monstruo, y entonces recordé algo más. Negué con la cabeza,

horrorizada, y metí la mano bajo la manta, exploré mi intimidad, y

efectivamente, hallé un cordoncito. Tiré de él, y, empapadas y en medio de un

tintineo, salieron dos bolas chinas.

—¿He… he dormido con ESTO puesto? — mi enfado me hacía incluso

temblar la voz.

—Creo que se nos olvidó sacarlas. Ya estábamos algo cansados después de

eso. De-de hecho, y ahora que lo mencionas, creo que yo… — mi jefe se llevó la

mano al trasero, pero antes que pudiera terminar el gesto, grité.

—¡SEÑOR FIDEL! Me parece que… me despido.

Después del funeral.

—…Pidamos pues a Nuestro Señor que acoja en su seno el alma de nuestro

hermano— decía el sacerdote. Pero nosotras apenas lo oíamos. Yo tenía

veinticuatro años, mi hija apenas cinco, pero las dos ya sabíamos lo que era el

dolor. Mi esposo acababa de morir. Me había casado muy joven, con diecinueve

años, y embarazada de ella. No me había importado, Gerardo y yo éramos poco

más que niños, pero nos queríamos. Es cierto, él era un soñador con muchas

mariposas en la cabeza. Siempre estaba convencido de que iba a encontrar el

golpe de suerte que nos haría ricos, dejaríamos nuestro miserable cuartito

realquilado y viviríamos como marqueses. Pero mientras llegaba ese golpe de

suerte, había que pagar el alquiler todos los meses, y la comida, y pañales.
Gerardo nunca dejó de buscar, de estudiar, de intentar… pero nunca logró nada.

Finalmente, harto de que sus sueños nunca cuajasen, se había suicidado. Aún no

podía creerlo. No me hacía a la idea de que mi amor se había esfumado. Mi

pequeña hija, Gloria, al principio no dejó de preguntarme por qué se había ido

papá. Dónde se había ido, cuándo volvería. Tuve que explicarle que papá se

había ido para siempre, que nos seguía queriendo, pero que cuando uno se moría,

se iba para no volver. No le era fácil entenderlo, y hacía ya tres días que no

hablaba. En su carita redonda, enmarcada por rizos rubios, como los míos, sólo

había indiferencia.

Ahí estábamos las dos, con ropa vieja teñida de negro, escuchando al cura,

que decía sentirlo mucho. Una parte de mí se lo agradecía, otra estaba hastiada y

asqueada de aquello. ¿Cómo lo iba a sentir, si ni lo conocía? ¿De qué me servía a

mí su pésame, que me quedaba sola en el mundo, con una criatura, sin ninguna

familia de quien tirar para poder salir adelante? ¿Cómo me las iba a apañar para

atenderla y alimentarla? Hasta ahora, desde luego que había trabajado, era

gracias a mi escaso sueldo y mis horas extras que vivíamos los tres, pero podía

confiar en Gerardo para cuidar de ella. Ahora, ¿quién la iba a cuidar mientras yo

estuviera fuera desde las seis de la mañana a las ocho de la tarde? Eso era lo que
me importaba, no que Gerardo hubiera sido un chico excelente que se había ido

demasiado pronto, eso ya lo sabía yo, no hacía falta que nadie me lo recordara.

De pronto, una mano ancha y áspera, pero cálida, se posó en mi hombro y


me volví. Era Gualterio, mi suegro, y respingué del susto. Aquél hombre me

odiaba. Yo le conocía desde los diez años y, aunque en mi romántica mente

adolescente yo había estado coladita por él, conforme fui creciendo, me enamoré

de su hijo; él me despreciaba porque Gerardo había renunciado a la universidad

por mí. Cuando me quedé en estado, abandonó los estudios para casarse

conmigo “y mantenerme”, aunque fuese yo quien lo mantuviese a él. Según mi

suegro, su hijo podría haber sido abogado, médico, o notario, de no haberme

cruzado yo en su camino, así me lo había dicho a la cara en más de una ocasión.

Por un lado, me chocaba verle allí y que se dirigiese a mí, por otro lado, yo sabía

que aquél caro entierro salía de sus bolsillos. En cierta manera, era yo la que

sobraba allí, según su modo de ver, pero no iba a dejar de asistir al entierro de mi

esposo, por mucho que corriera a cargo de alguien que me detestaba. Por eso en

un principio me sorprendió su reacción.

—Hola, Consuelo. — susurró. Y entonces, comprendí. Puede ser que yo no

le cayese bien, pero si él había perdido a su hijo, yo había perdido a mi esposo, y

mi hija, a su padre. Nos unía el mismo dolor. Gualterio era un hombre un poco

anticuado, para él, ciertas cosas eran sagradas: no soportaba que nadie dijese

tacos en la mesa, o las discusiones en Navidades, por ejemplo, y menos aún, en

el funeral de un ser querido. Mientras éste durase, no diría una palabra contra mí.

Mi suegro se quedó de pie, junto a mí y mi hija. Tanteó con la mano,

buscando la de la niña, y ella se la ofreció. Gloria conocía a su abuelo, y le


quería, su padre solía llevarla a verle con frecuencia. Puede que yo no le cayese

bien, pero, paradójicamente, el fruto de mi embarazo era la debilidad de su viejo

corazón de piedra.

Durante el oficio, intenté retener las lágrimas como buenamente pude, no

quería que Gualterio me viera llorar, pero cuando bajaron el féretro al interior de

la tierra, vi lágrimas deslizarse por sus mejillas, y ya no pude aguantar más. Me

llevé la mano a los ojos, mis hombros se convulsionaron, y sólo pude tratar de

no gemir en voz alta. Una vez más, la mano de mi suegro se posó en mi hombro.

Me sentía tan miserablemente mal, que quise volver la cara y gritarle que se

guardase su compasión, que no la necesitaba, no necesitaba nada suyo, pero la

tristeza fue más fuerte. Un sollozo mal contenido me quemó el pecho y de forma

maquinal me dejé caer entre sus brazos paternales, que me apretaron. “Maldito

viejo cabezota” pensaba una parte de mí, “¿por qué nunca fuiste capaz de dar tu

brazo a torcer conmigo? Si… si hubieras demostrado un poco de cariño hacia

mí, sólo un poquito, quizá… quizás ahora Gerardo estaría vivo”.

Quizá Gualterio lo sabía, quizá era eso lo que se reprochaba, pero sin duda

tenía que sentirse muy mal para abrazarme, o para consentir que yo lo abrazase.

Fuera como fuese, al fin el oficio terminó.

—¿Qué vais a hacer ahora, tú y la niña? — la voz de mi suegro, grave y

pesada, me sacó de mis pensamientos. Gualterio me miraba desde sus ojos

pequeños y oscuros, su narizota de pepino y su bigotón negro, a ambos lados de


unos mofletes de perro pachón, que le daban aspecto de ir a morder de un

momento a otro, pero que hoy, le hacían parecer un simple hombre abatido.

—No lo sé. Salir adelante. — quizá quedase algo pomposo, pero fue lo

primero que me salió de la boca, ¿qué esperaba que fuésemos a hacer? La dejaría

en el colegio mientras yo trabajaba, por más que supiese que las horas de

guardería durante tanto tiempo, se comerían todo mi sueldo. O tal vez podría

dejarle las llaves y que volviese sola del colegio, y dejarla en guardería sólo por

la mañana. Es cierto que Gloria sólo tenía cinco años, pero ya era bastante mayor

para saber usar una llave, y sabía que no tenía que acercarse al fuego, ni jugar

con cuchillos.

—¿Por qué no venís a mi casa… las dos? Hasta que os arregléis.

—¿Qué? — el ofrecimiento me pescó tan de sorpresa, que me puse a la

defensiva. — Gualterio, no te voy a dar a mi hija. Sé que tienes dinero, sé que

contigo tendría mejor futuro y todo lo que me quieras contar. Pero es mi hija, y

no voy a consentir que me separes de ella.

—Las dos. — recalcó.

—¿Por qué?

—Consuelo… mi hijo, ha muerto. — le tembló ligeramente la voz, pero se

recompuso enseguida — Se quitó la vida porque se sentía un inútil que no era

capaz de sacar adelante a su mujer y a su hija. Si su último anhelo fue procuraros

una vida mejor, yo quiero que al menos, tenga paz en eso. — Le miré con
desconfianza. No me creía que Gualterio fuese a cambiar así, de golpe y porrazo,
sus sentimientos hacia mí. Miró hacia mi hija y se agachó frente a ella— Estás

muy enfadada, ¿verdad?

Gloria, que llevaba tres días sin hablar, que no había vertido una sola

lágrima, y que cuando intentabas decirle algo desviaba la mirada, por primera

vez desde la muerte de su padre, miró a los ojos a una persona. La pregunta

pareció sorprenderla. Y sus enormes ojos azules se humedecieron cuando asintió

con la cabeza.

—No estás triste porque se haya ido papá. Estás furiosa con papá, porque se

ha ido. — las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de mi hija, y yo

misma me encontré asombrada. Ese pedazo de ladrillo que tenía por suegro,

había comprendido el corazón de mi hija mejor que yo misma. — Gloria,

cielo… papá se ha marchado, porque se ha muerto. Y esto es algo que debes

entender: todos nos tenemos que morir algún día. Sería más justo que se muriese

la gente mala primero, pero eso no se puede controlar. Papá no va a volver, y yo

estoy triste, mamá está triste, y todos estamos enfadados porque nos hemos

quedado sin una persona a la que queremos mucho. Pero el que papá se haya ido,

no significa que no nos quisiera. Es sólo, que era su hora. Puedes seguir

enfadada, y sin hablar durante todo el tiempo que quieras. En serio, puedes. O

puedes admitir que estás triste, como mamá y yo, llorar un rato, y luego recordar

los buenos momentos que tuviste con papá, y seguir adelante. Porque, por
mucho rato que estés enfadada, eso no va a servir para que papá vuelva. Nada

puede hacer que papá vuelva, cielo. Ni que estés enfadada, ni que te enrabietes,

ni que seas muy buena, papá no va a volver… pero mamá está aquí, contigo. Y

yo estoy aquí contigo. Y queremos que tú también estés con nosotros, porque

nosotros también estamos tristes, y necesitamos que nos quieras.

Si a mí me lo hubieran dicho, hubiera podido pensar que era ridículo decirle

algo así a una criatura de cinco años. Pero Gloria se echó a llorar a berridos

desconsolados y se abrazó a Gualterio, llamándole “abuelito” entre sollozos y

babeándole la chaqueta. Mi suegro la tomó en brazos y la levantó, arrullándola.

Yo tuve que acordarme de cerrar la boca, porque la tenía abierta. Nunca se me

hubiera ocurrido pensar que el viejo corazón de piedra, tuviera tanta mano con

los niños, y conociera tan bien a mi hija. Es obvio que, mientras yo trabajaba, él

pasaba muchas horas con ella, y sabía tratarla. Yo sólo sabía que era una niña

callada, apenas la veía unos pocos minutos al día, antes de acostarla.

—Gracias — susurré. Gualterio sonrió con tristeza.

—No es la primera vez que consuelo a un niño por algo así — y era cierto.

Mi marido había perdido a su madre, poco más o menos con la misma edad con

la que mi hija perdía a su padre. Después de aquello, pensé que… bueno, se

trataba del bienestar de mi hija. Bien podía tragarme el orgullo e ir a su casa,

como bien decía, “hasta que nos arreglásemos”.

************
La casa de Gualterio era amplia, bonita, de dos pisos, seis habitaciones, y el

desván, gran jardín, piscina… pero terriblemente desordenada. Desde que se

quedara viudo, la casa no se enfrentaba a una limpieza en condiciones, sólo a

“lavados de cara” más o menos regulares. Mi suegro, ya he dicho que tenía ideas

anticuadas, y la concepción de la limpieza pertenecía a ellas; cosas como lavar,

fregar u ordenar, eran tareas que él consideraba femeninas y por lo tanto, no las

hacía. Tres veces por semana le venía una mujer a limpiar y ocuparse de las

coladas, y con frecuencia, cocinaba algo o hacía algún pastel. Que yo supiera, le

pagaba bien, pero no habría dinero en el mundo que pagara el echar cara a

semejante desorden. Era fin de semana, ella no vendría hasta el día siguiente, y

la casa acusaba el haber tenido a Gualterio suelto durante dos días: una enorme

pila de cacharros en la cocina, el lavaplatos repleto y abierto, sándwiches a

medio comer en la encimera, ceniceros llenos de colillas, ropa desparramada,

manchas de café en el suelo, migajas por todas partes, cojines tirados… se me

cayó el alma a los pies. Parecía que hubiera pasado un ejército entero por aquélla

casa, y no pude evitar pensar en nuestro cuartito realquilado. Gerardo era igual

que su padre, incapaz de recoger nada, y yo tenía que hacer malabares para que

todo estuviese más o menos presentable. Aquello era nuestro cuarto, elevando a

la enésima potencia.

—Disculpad el desorden — dijo mi suegro al entrar. —. Es fin de semana,

mañana vendrá la asistenta— Instintivamente, quise ir a la cocina y ponerme a


fregar para cocinar algo, pero mi suegro me frenó — ¿Qué haces? Estaría bueno

que te pusieses a limpiar un día… como hoy. Pediremos comida.

Enseguida pidió pollo asado a domicilio, con patatas, y medio despejó el

salón para comer en él. En un principio, no pensaba poner ni servilletas,

acostumbrado como está a limpiarse con lo primero que pesca a mano, sean los

mantelitos de ganchillo que adornan el sofá, sea la manga de la camisa, o hasta

una cortina, pero yo fui detrás de él, busqué papel de cocina y corté porciones,

disponiéndolas en montoncitos, uno para cada uno. Comimos casi sin hablar,

cada uno mirando al frente, perdidos en nuestros propios pensamientos.

Gualterio se acercó el vaso de agua a la boca y se la llenó de agua para beber, un

hilillo de agua le cayó de la comisura de la boca, y a mí se me escapó una

sonrisa: Gerardo solía también hacer eso, no podía beber a sorbos, tenía que

llenarse la boca entera. Y entonces mi hija se empezó a reír. Reía a carcajadas, y

mientras reía, se echó a llorar. Reía y lloraba al mismo tiempo, mi suegro le

preguntó qué le pasaba, y entre las carcajadas y los sollozos, logré entender de

qué se acordaba; no hacía mucho, el verano pasado, su padre, harto de oírla

quejarse del calor, se había llenado la boca de agua, y luego se había apretado de

golpe las mejillas con los puños, para soltar el agua como un aspersor y

salpicarla. Yo misma empecé a reír mientras las lágrimas se me caían de los ojos

e intentaba explicarle aquello a Gualterio, quien también se echó a reír,

llevándose los dedos índice y pulgar a los ojos, para que no le viéramos llorar. Y
acabamos los tres abrazados en el sofá, contándonos cosas de Gerardo, riendo

cada vez más, y llorando de vez en cuando.

A partir de aquél momento, empezamos a hablar. La barrera pareció haberse

roto, ya todos nos habíamos visto llorar, todos nos habíamos enfrentado a la idea

de lo que había sucedido, y la tarde fue mucho más cómoda. Hablamos, mi hija

jugó en el salón donde estábamos, e incluso jugamos los tres al parchís, hasta

que Gloria tuvo que acostarse, a eso de las ocho. A pesar de saber que habían

sido días agotadores para ella, ya el viernes había faltado al colegio, yo quería

que mañana acudiese ya sin falta; era bueno para ella retomar sus rutinas lo antes

posible, y Gualterio se mostró de acuerdo también.

—Mamá, ¿vamos a quedarnos aquí, en casa de Granpá? — mi hija, muy a

menudo llamaba así a su abuelo, la palabreja se la había enseñado Gerardo,

quien decía enseñarle inglés.

—Pues… no lo sé, cielo — mi suegro estaba delante, ayudándome a ponerle

el pijama, y no me parecía bien contestar ni sí, ni no.

—De momento, os vais a quedar unos días — intervino él.

—Yo me quiero quedar aquí, mami, me quiero quedar siempre aquí, no

quiero que nos marchemos… Granpá está solo…

—No pienses en eso ahora, Gloria. Anda, procura pensar en cosas bonitas, y

duérmete — arropé a Gloria y le besé la frente, y Gualterio hizo lo propio. Mi

hija le tomó de las manos y las juntó entre las suyas, cerrando los ojos.
—¿Podemos rezar por papá? — preguntó Gloria con una vocecita ahogada.

Mi suegro asintió y musitó con ella:

—“Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy

mi corazón. Cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos que me la

guardan” — Me quedé un poco asombrada, pero no dije nada. Yo no soy

especialmente creyente, nunca había enseñado a mi hija nada sobre religión, ni

siquiera estaba bautizada. Yo simplemente esperaba que fuera lo bastante mayor

para que ella misma decidiese en qué quería creer, si es quería creer en algo. De

nuevo, mi suegro, me demostró que pasaba con ella más tiempo que yo, y se

había tomado la libertad de enseñarla incluso a rezar. En otro momento, aquello

me hubiera molestado profundamente. En aquél momento decidí tomármelo

como una muestra de lo que se preocupaba por ella, aunque fuese pasando por

encima de mí. Gloria me tendió la mano y yo se la apreté. Nos miró a ambos. Y

sonrió, una pequeña sonrisa triste. Mi hija no era nada tonta, me dije. Ella sabía

que era la primera vez que veía juntos a su madre y a su abuelo, e intuía que

alguna razón debía haber para que no nos tratásemos, y fuese la que fuese, ella

quería que dejara de existir, e intentaba hacernos comprender que nos quería a

los dos, y quería tenernos a los dos, y a la vez, no un ratito el uno y un ratito la

otra.

Nos quedamos con ella hasta que el sueño la rindió, mirando cómo se

quedaba dormida. Era algo que yo hacía todas las noches, pues era el único
momento en que estaba con ella, así que la acostaba y permanecía a su lado,

tomándola de la mano, hasta que se dormía. Con frecuencia, fingía dormir y

abría los ojos de golpe, sólo para ver si yo seguía allí, y sonreía cuando se daba

cuenta de que no me había ido. Aquella noche, no hizo ningún amago, se durmió

enseguida. La pobrecita tenía que estar rota de cansancio, vaya días había

pasado. En silencio, salimos de su cuarto y bajamos de nuevo al salón.

—Yo también debería acostarme ya — dije —. Me levanto a las seis, y estoy

que me caigo.

—¿No te dan ningún día por fallecimiento de un familiar directo? — me

preguntó Gualterio, y negué con la cabeza.

—Teóricamente, lo dan, pero me dieron a entender que si me cogía el único

día libre que dan, me podía coger todos los demás, porque me echarían a la calle.

—Pues que te echen, que lo intenten. Consuelo, tengo muy buenos abogados,

si intentan echarte, les pediremos una indemnización que les hará pedir

clemencia.

—Eres muy amable — y era sincera, porque lo estaba siendo. Por primera

vez desde que me quedé en estado, era muy amable —, pero debo ir de todos

modos. Yo también necesito recuperar mi rutina.

—Consuelo, sé que eres una mujer orgullosa e independiente. Pero,

sinceramente, creo que debes dejar ese trabajo.

—¿Perdón?
—Mira a tu hija, Consuelo, te necesita. Y necesita un hogar, no un cuarto

realquilado de una única habitación, con sus padres tras un biombo. Necesita

estabilidad, necesita un sitio para ella sola, donde pueda tener juguetes, poner

libros, tener un sitio para estudiar… y a su madre. Por encima de todo, necesita a

su madre.

—Gualterio, eso lo sé, pero antes que a su madre, necesita comer. Y para

comer, es preciso que yo trabaje.

—Si vivís conmigo, no — empecé a negar con la cabeza. Vivir allí unos días,

tenía pase, pero… mudarnos allí… ¿con el hombre que llevaba casi seis años

odiándome? — Consuelo, sé razonable. Conmigo, no os faltará de nada, ni a ti,

ni a la niña. Desde luego que puedes seguir trabajando, yo estaré para cuidarla,

pero, pudiendo tener a su madre, ¿crees que eso, es lo más aconsejable? — de

nuevo intenté meter baza, pero me tomó de las manos y continuó — Sé que no

he sido la mejor persona del mundo, lo sé. Pero ya he perdido a mi hijo por mi

cabezonería. No quiero perderos también a vosotras dos. Consuelo, te conozco

desde que no eras mucho mayor que tu hija, venías a jugar con Gerardo cuando

aún creías en los Reyes Magos. Sé que me enfadé mucho cuando sucedió

aquello… pero no te odio, créeme. Sé que te dije muchas veces que, de no haber

sido por ti, mi hijo podría haber sido esto o aquello, pero también tú podrías

haber sido abogado como querías, y no lo lograste por tu embarazo, ahora

puedes serlo. Puedes estudiar, y cuidar de tu hija como se merece.


Tenía los ojos húmedos oyéndole decir eso. Quería guardarle rencor, quería

hacerle daño, quería devolverle todo el dolor y la impotencia que me había

hecho sentir durante años. Pero no pude. Me estaba pidiendo perdón, me estaba

pidiendo una segunda oportunidad, y yo mejor que nadie sabía que Gualterio no

era hombre que anduviese pidiendo cosas semejantes. Por primera vez desde mi

adolescencia, recordé porqué me había encaprichado de él en mi niñez: porque

era bueno. Porque detrás de aquélla cara de perro bull-dog y sus maneras
cascarrabias y gruñonas, había un corazón de oro. Me sentí un poco como debió

haberse sentido mi hija esa misma mañana, y me eché en sus brazos sollozando.

Le oí sonreír y me apretó contra su pecho.

—Cuando mañana, tu hija te vea en casa, preparándole el desayuno, y le

digas que no vais a iros, que tú no te vas a ir, que la vas a despertar por las
mañanas e irás a buscarla al colegio por las tardes, buf, ¡hasta en Cuba oirán sus

gritos de alegría! — sonrió Gualterio, de nuevo sentados los dos en el salón, y

asentí. — Era lo que siempre me decía. Cuando tenías vacaciones, siempre

estaba contenta, pero cuando volvías a trabajar, se ponía mustia. Decía que sólo

tenía mamá por las noches — Suspiré. Yo también tenía esa sensación con ella,

sólo la veía dormida, sólo algún domingo podía jugar y disfrutar de ella…

apenas podía creer que todo fuese a cambiar. Y todo, gracias a Gualterio.

—Ojalá hubiera un modo de agradecerte lo que estás haciendo por nosotras.

— musité. Mi suegro sonrió, e hizo un vago gesto de indiferencia con la mano, y

apoyó el brazo en mis hombros.


—¿Sabes que mi hijo, tenía celos de mí? — le miré, inquisitiva — Sí, él

decía que tú, en realidad, estabas enamorada de mí.

—Oh, vamos… lo estuve, cuando era niña. Fue hace mucho, mucho tiempo.

—“Mucho, mucho tiempo”, cualquiera diría que tienes cincuenta años

oyéndote hablar así, y esa es mi edad, no la tuya. — sonrió, y le devolví la

sonrisa, recostándome ligeramente sobre él. Me sentía muy a gusto. Esa noche,

no tenía prisas, ni preocupaciones de ningún tipo. No tenía que pensar en

levantarme dentro de seis horas para trabajar como una esclava en un

supermercado, haciendo de cajera, reponedora, limpiadora, contable y Dios sabe

qué mas, durante unas doce horas, haciendo el trabajo de cuatro personas, por el

sueldo de menos de una, y perdiéndome a mi niña. Eso, se había acabado, ahora

Gualterio cuidaba de nosotras. Y una parte de mí quería rebelarse y decirme que

yo no necesitaba a nadie, que podía luchar sola, que podía todo sola. Y tenía

razón, podía sola. Pero no estaba sola, tenía a mi niña, y ella sí necesitaba que

alguien cuidase de ella

—Supongo que me dabas estabilidad — musité —. Tranquilidad. Eras

guapo, eso hay que decirlo, o por lo menos, a mí me parecías guapo. Siempre de

traje, y con el abrigo negro largo y el sombrero, y la cartera. Siempre hablando

de cosas importantes, de negocios, de compras y ventas… me fascinabas. Eras el

mundo adulto mágico y privilegiado que yo soñaba. Y que nunca tuve —

recordando mi niñez, mi adolescencia en aquélla casa a la que iba con tanta


frecuencia a jugar, me había recostado más aún en su pecho, y Gualterio me

tenía agarrada de los hombros, y me besó la frente. Fue algo completamente

natural, un reflejo, pero mi estómago giró, y mis rodillas temblaron. Me asusté.

—Ahora, lo podrás tener, si lo deseas. Alguien tiene que seguir con mi

negocio, me vendría bien que fueras tú. Para cuando yo no esté.

—¡No digas eso, por favor! — me medio giré, apoyándome en su pecho,

para mirarle a los ojos. — No hables de eso. Hoy no. — Quizá mi reacción fue

algo vehemente, pero si segundos antes, la reacción de mi cuerpo me había

asustado, ahora sus palabras me habían horrorizado. Apenas le tenía conmigo, y

ya me hacía pensar en perderle, por Dios, todo menos eso. Gualterio me tomó la

cara entre sus manos, anchas y algo ásperas, pero tan cálidas. En sus ojos había

una mirada extraña.

—Tranquila… — susurró. Acercó mi cara a la suya, muy lentamente, y vi

que quería besarme de nuevo la frente, para confortarme, pero sus manos

elevaban mi rostro, sus ojos miraron mi boca, como si lo desease, pero estuviese

luchando ferozmente contra ello. Quería, y no quería. Y todavía no sé cómo,

pero mi cara avanzó sola, y mi boca se posó sobre la suya. No cerramos los ojos.

Fue un beso seco, sin lengua, sólo juntamos los labios, mirándonos a los ojos,

preguntándonos el uno al otro qué estábamos haciendo, cómo habíamos llegado

a aquello, en qué estábamos pensando. Muy despacio, nos separamos. Alguno de

los dos podría haber dicho algo. Los dos estábamos tristes, los dos acabábamos
de perder a alguien muy querido, los dos estábamos confusos, era “normal” que

buscásemos consuelo donde buenamente lo pudiéramos hallar. Hubiera bastado

una risa, un “lo siento”, un “no sé qué ha pasado, no volverá a suceder”. Pero no

fuimos capaces. Nos quedamos allí, mirándonos, con las caras a menos de un

centímetro, mis manos temblándome sobre sus hombros, las suyas en mi cintura,

y tan sorprendidos que apenas podíamos respirar, y nos lanzamos el uno contra

el otro.

Agarré la cara de Gualterio y le besé, metiendo mi lengua en su boca,

notando su gemido de deliciosa sorpresa al sentir mi lengua acariciar la suya, y

sus manos apretaron mis nalgas, subiendo a trompicones la falda de mi vestido

negro, buscando la piel, mientras yo llevaba mis manos a mi espalda, para

desabrochar el vestido… el vestido del funeral. Lo saqué por las mangas, y casi

me arranqué el sujetador para liberar mis pechos, y Gualterio se abrazó a mí,


metiendo su cara entre mis tetas como un desesperado, tumbándome bajo él en el

sofá, jadeando como dos animales, frotándonos con ansia, como si en lugar de

querer sexo, lo necesitásemos, lo precisáramos para seguir viviendo, y

llevásemos sin ello demasiado tiempo.

Gualterio tiró de mi vestido, mientras chupaba mis pezones y los mordía sin

piedad, haciéndome dar gritos que no podía contener, aunque lo intentaba. Mi

hija no podía oírnos, no desde el piso de arriba y con su puerta y la del salón y el

pasillo cerradas, pero aún así, no quería gritar fuerte. Nunca había gritado
teniendo sexo, recordé, nunca había podido hasta ahora. Gualterio tiró de su

camisa, haciendo saltar botones para arrancársela, y se dejó caer sobre mí, su

pecho, peludo y ardiente, sobre el mío, me hizo ver las estrellas de gozo, ¡qué

maravilla tener un hombre sobre mí! Hacía más de seis meses que Gerardo ni

siquiera me tocaba, yo intentaba abrazarlo y él me rehuía… le abracé con fuerza,

apretándome contra él, llorando de pura alegría, agarrando sus hombros hasta

que se me acalambraron los brazos, mientras sentía mi sexo desbordarse de

jugos, y su virilidad, aún presa en sus pantalones, se frotaba contra mí,

clavándose en mi vientre y en mi monte de Venus a cada embestida furiosa.

Apañándose para hacerlo sin despegarse de mi abrazo, Gualterio se soltó los

pantalones y se los bajó lo justo para liberar su hombría, haciendo a un lado mis

bragas al mismo tiempo, y tanteó, dando golpes de cadera, orientándose por el

calor que desprendía mi sexo, y noté la cabeza de su pene, redonda y enorme al

tacto, justo en la entrada de mi cuerpo.

—¡Ahí! Ahí, ahí… — susurré, temblorosa, Gualterio me sonrió y empujó de

golpe. Mi grito me vació el pecho de aire y temblé de la cabeza a los pies, a los

dedos de mis pies, que se encogían de gusto, mientras mis piernas se elevaban y

mi cuerpo daba convulsiones, mientras un placer maravilloso se expandía desde

mi clítoris titilante hasta mi nuca, y unas olas deliciosas recorrieron mi cuerpo en

caricias. Llevaba tanto tiempo sin sexo y estaba tan excitada, que me había

corrido nada más metérmela. Mis caderas se movían en círculos, todo mi cuerpo
parecía bailar bajo el suyo, embriagado de placer, mientras gemía en ronroneos,

y Gualterio me besó, metiendo su lengua en mi boca, explorándome, acariciando

las mejillas, y yo ponía los ojos en blanco.

Mi compañero empezó a bombear, él también quería quedarse satisfecho.

Embestía sin piedad, mientras yo gemía, y mi placer subía de nuevo, animado


por las caricias enloquecedoras que hacía su miembro en mi interior. “¿Qué clase

de zorra soy yo?”, pensaba, confundida de placer “El cuerpo de mi marido no

lleva ni doce horas bajo tierra, y yo me estoy tirando a su padre… aaah, joder,

qué bien lo hace, no pares, Gualterio, no pares”. Quería decírselo, pero no podía,

si abría la boca, gritaría como una loca, ¡nunca me había sentido así! Me acababa

de correr y estaba a punto de hacerlo de nuevo, y Gualterio se movía como un

animal encima de mí, mirándome a los ojos, y yo no podía ver en ellos ni una

pizca de vergüenza o arrepentimiento, sólo placer, lujuria, ganas, hambre… de

nuevo le aprisioné contra mí, con brazos y piernas, sintiendo que el orgasmo me

atacaba de nuevo, y quería sentirlo mientras él me aplastaba con su peso, quería

ahogarme debajo de él, quería quedarme inconsciente de placer mientras le

mordía los hombros y le arañaba la espalda, ¡SÍIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII….! Por un

instante no vi nada, mis ojos estaban abiertos, pero no veían, mientras un placer

inenarrable estalló en mi sexo, contrajo mi coño y exprimió su polla, mis caderas

dieron convulsiones, y mi ano se cerraba en espasmos, todo mi cuerpo brincaba

sin poder contenerse, el sudor de Gualterio, salado y caliente, me bañaba el


cuerpo y podía lamerlo en sus hombros, y su semen, espeso y tórrido, se derramó

en mis entrañas.

Gualterio jadeaba sobre mí. Su pecho golpeaba el mío, y sus brazos me

apresaban. Uno de ellos, bajó hasta las nalgas y las acarició, apretándolas,

intentando introducirse entre ellas y el sofá, para tocar más adentro. Sonreí y me

levanté ligeramente, para dejarle sitio. Me devolvió la sonrisa, y metió la mano,

apretando, sobándome…

****************

—“Ave María, llena eres de gracia, bendita tú eres entre todas las mujeres, y

bendito es el fruto de vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por

nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén”. — tomé aire.

Siempre rezaba de corrido, como me había enseñado Granpá— ¿De verdad crees

que, con eso, van a picar más?

—Claro que sí, es un truco que no falla nunca. — Mi abuelo, sentado a mi

lado en la barca, observaba su anzuelo con expresión entendida. Tiene una cara

graciosa, con esos mofletotes de perro pachón y su bigotón negro, y su pelo

negro todavía. Hacía mucho frío en esa mañana de Noviembre en la que

habíamos salido a pescar truchas. A mí también me gustaba pescar, Granpá me

había enseñado siendo muy pequeña, igual que a cazar. Su negocio consiste en

compra y venta a mayoristas de accesorios para esos dos deportes, y estaba bien

situado. A quien no le gustaba mucho el asunto, era a mi madre, por eso nos
esperaba en la orilla, bien abrigada, junto a la fogata, leyendo y echándonos un

ojo de vez en cuando; lista para hacer la comida en cuanto trajésemos algo que

comer, pero decía que no le gustaba ver a los pobres peces asfixiándose en el

fondo del bote. Mi abuelo la miró y la saludó con la mano, y ella devolvió el

saludo. Luego me miró a mí, y me agarró de los hombros, apretándome contra

él. — Sabes, siempre te digo que tu madre, no sabe lo que se pierde, que es

bueno saber que lo que comemos, y lo que nos da de comer, cuesta un esfuerzo y

un dolor… pero hoy, me alegro que no haya venido.

—¿Porqué, Granpá?

—Bueno, tengo que contarte algo, hija. Yo sé que quieres mucho a tu madre,

que siempre has hablado con ella de todo lo que has querido… pero sé que los

secretos, me los cuentas a mí. Por eso, yo voy a contarte también un secreto. Tu

madre piensa que eres demasiado joven, pero tienes ya doce años, casi trece. Y

eres una niña lista, siempre lo has sido. Yo creo que ya eres bastante mayor para

saberlo.

—¿Saber… el qué?

—Gloria, cuando tu madre se quedó viuda… era una mujer muy joven, y

guapa. ¿No te extraña que nunca se haya casado de nuevo?

—Ay, Granpá… — suspiré. Mi abuelo me miró con cara de no entender, y

sonreí — ¿Por qué todo el mundo cree que no me entero de nada?

—¿Quieres decir?
—Tienes razón, ya tengo edad para saber cosas. Entre ellas, que mi abuelo y

mi padre, son la misma persona.

—Bueno, no, hija; tú, tuviste un padre, y tu padre…

—Mi padre, se mató. También lo sé, aunque no me lo contarais, sé que se

suicidó. — recordar aquello, ponía triste al abuelo, pero yo ya no recordaba qué

había sentido por mi padre biológico — Yo casi no me acuerdo de él. Hasta de

cuando era muy pequeña, mis recuerdos son siempre contigo. Supongo que mi

padre fue muy bueno, porque era hijo tuyo, pero quien ha estado conmigo y con

mamá, has sido tú. Tú nos has cuidado, nos has querido y me has educado a mí,

y eres el novio secreto de mi madre. Creo que eso, hace que seas bastante padre

mío, aunque además seas mi abuelo. — Granpá se me quedó mirando con la

misma cara de no entender, y resumí — Que sé que mamá y tú os estáis

acostando. No me importa.

Mi abuelo se puso rojo, muy rojo, y no pude evitar reírme, porque nunca se

me había ocurrido que un mayor se pudiera poner colorado, y también él empezó

a reírse, pero entonces, mi caña se dobló.

—¡Han picado! ¡Tenías razón, han picado!

—¡Que no se te escape, tira con fuerza, recoge sedal… eso es, tira!

Miré a mi nieta, mientras ella misma seguía mis instrucciones, tirando de la

caña con la lengua fuera, imitando lo que me veía hacer a mí cuando picaban.

Gerardo nunca había querido venir de pesca conmigo. Nunca había querido
hacer nada conmigo. En vida, le ofrecí mi ayuda muchas veces, pero siempre la

rechazó, y bien sabe Dios que sentía su muerte de todo corazón… pero su

desaparición de éste mundo, me había dado a mí la familia que siempre había

soñado.

Llámame amo

“¿Por qué me mandas ese mensaje a mí?”. Cuando saltó la contestación del

correo, estuve a punto de brincar en la silla, ¡había contestado! De inmediato, mi

pene se irguió sin que pudiera contenerlo, y todo mi cuerpo parecía gritar “¡ha

contestado! ¡ha contestado! ¡ha contestado!”. Pero yo debía calmarme, la

situación era delicada, tenía que pensar bien. Ocaso, la personalidad “pública” de

mi ama Mariposa, era una chica tímida hasta el extremo que, por su escabroso

pasado, no quería saber nada de hombres en general ni de mí en particular; había

intentado con toda la paciencia del mundo conversar con ella, ser simpático,

lograr que ella tomase confianza, y había sido en vano. Finalmente, recordando

la maravillosa complicidad que me unía a mi ama, pensé “¿por qué no?”, y le

mandé un mensaje de búsqueda de sumisión, usando la misma frase que en su

día, Mariposa usó para captarme a mí, sólo que adaptada a su sexo: “Amo busca

sumisa. Cretinas abstenerse”.

Durante varias horas, Ocaso había dado la callada por respuesta. Sabía que el

correo era mío. Sabía que no era broma, porque ella no tenía suficiente confianza

con nadie para propiciar bromas, y menos una picante. Sólo quedaba que
contestase, y por fin lo había hecho. Estuve a punto de contestar de inmediato,

decirle algo como “porque te quiero”, o cosa así, pero me contuve. No podía

hacer algo así; recordé la calma que tenía siempre mi ama, su primera frialdad

conmigo, su modo de dominar siempre las circunstancias, e intenté pensar como

lo haría ella. Me relajé y esperé unos minutos antes de contestar:

“Porque estoy seguro de que te interesa”. Contesté por fin. Y esta vez, la

vuelta del correo electrónico no se hizo esperar.

“Podría denunciarte por acoso sólo con estos dos mensajes”. De nuevo,

estuve a punto de dejar pensar a mis emociones, pero me calmé: “Si de verdad

quisieras hacerlo, no me lo dirías, lo harías.” contesté. “¿No estás harta de los

hombres estúpidos que intentan hacerse los graciosos, o los simpáticos? ¿No

estás harta de charlas insulsas y amistades falsas que sólo persiguen sexo o

meterse donde nadie les llama? Yo puedo terminar con todo eso… ¿o eres una

cretina?”

“¿Qué quieres decir con “cretina”?” — preguntó Ocaso por el correo —

“¿Una chica que no se pliega a tus deseos, es una cretina?”

“No” — contesté enseguida — “Una chica que tiene algo bueno delante y lo

deja escapar, es una cretina. Una chica que está harta de que sus “amigas” le

busquen novios que son retrasados mentales, y tiene el medio de acabar para

siempre con eso, y no lo hace por temor, es una cretina. Una chica que tiene

deseos y sueños, y no se atreve a realizarlos por cobardía, es una cretina. Pero


estoy seguro de que tú, no eres esa cretina”.

La respuesta de Ocaso se hizo esperar. Fuera de nuestras sesiones, en la

oficina del banco donde trabajábamos los dos, ella fingía que sólo existía

Miguel, un compañero del trabajo al que toleraba, pero con el que, al igual que

con el resto de compañeros masculinos, apenas hablaba. Mariposa no existía, e

Imbécil no era nadie para ella. Yo actuaba igual, Mariposa y Ocaso, aunque

fuesen la misma persona, eran dos seres totalmente diferentes, y en este

momento, Mariposa, no existía. Pasados unos minutos, mi compañera contestó:

“¿Qué es para ti una sumisa?”

¡SÍ! ¡Lo había conseguido, Ocaso tenía interés! Ahora, sólo tenía que seguir

teniendo cuidado de no pifiarla.

“Una sumisa es una persona que vive para mi capricho. Es alguien con quien

me divierto, que me obedece en todo y que me tiene devoción, pero también es

alguien de quien cuido, a quien protejo, porque si la pierdo, quien pierde soy yo,

y porque la devoción y el respeto, son cosas que no pueden darse sin más; como

amo, me las gano”.

“No creo que me vaya ese rollo” — contestó. “Ya sé lo que es que alguien te

domine, y no quiero repetirlo”.

Aquello era delicado. Ocaso había sufrido abusos en su adolescencia, yo lo

sabía, tenía que andarme con tiento, o perdería la ocasión.

“No es lo mismo. Esto es algo que tú aceptas, yo no te lo impongo. Si


quieres, estupendo. Si no… siempre te quedará la duda de saber lo bien que

podrías haberlo pasado.”

“¿Aceptar? ¿Cómo se acepta la dominación? Cuando alguien te domina,

pierdes tu identidad, eres una cosa.”

“No” estaba sorprendido, ¿Ocaso veía mal una relación como la que ella

mantenía conmigo? “No eres una cosa, eres una persona. Un esclavo es una

persona única, valiosa, irremplazable. No puedes ser un buen amo si no sabes

esto, es lo primero que yo aprendí. Si aceptaras, serías mi esclava, sí, pero eso,

no significa que yo fuese a subvalorarte, o a maltratarte, todo lo contrario. Mi

obligación como amo, sería cuidar de ti”.

“¿“Lo primero que aprendiste…”?” — preguntó.

“Claro” contesté “Para saber mandar, primero hay que saber obedecer”.

“Si tu obligación como amo sería cuidar de mí, ¿cuál sería la mía como

esclava?”

“La más simple: obedecer”.

La contestación aquí tardó en llegar. Supuse que Ocaso se lo estaba

pensando, y yo me retorcía las manos de impaciencia, pensando que Mariposa

consideraría esto una falta de respeto increíble, pero es posible que, a Ocaso, le

gustara lo suficiente como para querer probar. Por fin, casi diez minutos más

tarde, contestó:

“¿Qué sería, para un revolcón de una tarde?”


“No. Una relación de este tipo, depende de mi capricho como amo, y de tu

calidad como esclava. Si eres buena, me satisfaces, y estás a gusto conmigo y yo

contigo, esto será indefinido. Si no me satisfaces, si no cuajamos, te lo haré

saber, y serás libre”. Aquello era darle alas a que accediera, se portase mal o

fingiese incomodidad y me forzase a dejarla, pero me tenía que arriesgar.

“Supongo que puede ser divertido probar”. Al leer aquello, quise brincar

hasta el techo y pegar puñetazos al aire, ¡había aceptado!, pero me contuve,

recordando mi primera conversación con Mariposa:

“Contéstame mejor, esa respuesta no me vale. No puedes aceptar con

vaguedades, necesito un SÍ rotundo.”

“En tal caso, sí, quiero ser tu esclava, al menos hasta que veamos si

realmente valgo o no. ¿Debo darte algún tratamiento en especial?”

Quería llorar, llorar de alegría, me sentía en una nube. Había accedido.

Después de días y días intentando por todos los medios hablar con ella, de

semanas ignorándome, contestándome con monosílabos, sin apenas mirarme, al

fin había accedido. Apenas lo podía creer, pero tenía que contestar a su mensaje:

“Sí, a partir de ahora, ya no puedes tutearme, debes tratarme de usted o de

vos, y en cuanto al nombre… Llámame Amo”.

“Sí, amo”. Contestó, y cuando leí esa expresión de ella, me pareció que mi

cabeza daba vueltas. De pronto me sentía como… como muy importante. La

verdad es que hubiera querido ponerme un nombre que recordase al de mi ama,


pero relacionados con “mariposa”, sólo se me ocurrían cosas como “gusano,

capullo”, y digamos que no acababan de convencerme, pero el mero tratamiento,

ya me hacía sentir especial, ya me buscaría un nombre apropiado más adelante.

“Perfecto, esclava. Entonces, dame tu msn, y de momento, corto la

comunicación. Esta tarde, a las ocho, ya tendrás noticias mías.”. Como es

normal, Ocaso tenía una dirección distinta a la que usaba siendo Mariposa, y

obedeció, me dio su msn. La simple idea de pensar que había conseguido algo

así de ella, me hacía sentirla tan cerca, que mi pene no quería bajar de la alegría.

Si hubiera estado en casa, me hubiera faltado tiempo para abrirme la bragueta y

desahogarme en un momento, pero estando en el trabajo, no podía ni acercarme

al baño en ese estado, así que intenté pensar en cosas aburridas y asquerosas para

lograr ponerme en descansen otra vez. “Reserva tus fuerzas, “amo”, que esta

tarde, te harán falta”, me dije.

Me pasé toda la tarde pensando qué podría decirle a Ocaso cuando se

conectara, estaba muy nervioso; de mi pericia podía depender que ella quisiese

seguir, o que se rajase. Por de pronto, ya era un logro el haber conseguido que

aceptara aquello, de no haber querido, se habría negado, de modo que intenté

mantener ese pensamiento y conservar la frialdad. “De momento, sólo será por

chat” pensé. La verdad que tenía unas ganas terribles de que viniese a mi casa, o

ir yo a la suya y poderla tocar libremente sin pensar en ella como mi ama,

poderla besar y hacerle el amor, cubrirla de besos y caricias y dedicarnos mimos,


pero tenía que ser prudente: si aceleraba demasiado, cometería un error y lo

mandaría todo al traste, tenía que ser muy cauto. Finalmente, llegaron las ocho

de la noche, y un sonido de campanillas me indicó que Ocaso se había

conectado. Estuve a punto de mandarle un mensaje enseguida, pero me frené,

retiré la mano del ratón con un esfuerzo sobrehumano, y esperé. Conté hasta

diez, y luego abrí la ventana de mensajes:

“Buenas noches, esclava. Has sido puntual, muy bien”.

“Buenas noches, amo. ¿Qué vamos a hacer?”. Estuve a punto de contestar,

pero de nuevo me frené. Ocaso era muy lista, tenía que andarme con cuidado. Su

pregunta no era porque tuviera interés en empezar, sino porque quería llevar la

voz cantante, obligarme a llevar el juego a su compás. Si contestaba sin más y

empezaba a mandarle cosas, en realidad no estaría mandando yo, sino ella. Me

estaría ordenando que le diese órdenes. En lugar de contestar, permanecí callado

un ratito. Ocaso me mandó un icono de interrogación, y seguí esperando.

Finalmente, preguntó de forma directa: “¿Amo? ¿Estáis ahí? ¿Qué vamos a

hacer?”

“Claro que estoy aquí, y tú acabas de ganarte un castigo”

“¿Qué? ¿Por qué?”

“¿Qué es eso de preguntarle a tu amo “qué vamos a hacer”? ¿Qué es eso de

preguntarle lo que sea a tu amo, simplemente? Eres una esclava, no tienes

derecho a hacer pregunta alguna”


“Lo siento, amo… me salió sólo, no quise ofenderos”.

De nuevo me faltó el canto de un duro para pifiarla, porque estuve a punto de

contestar que no me había ofendido, que no tenía importancia, que no se

preocupara. Pero eso, lo diría Miguel. Yo, era otra persona, era su amo, y desde

luego que tenía importancia y que me había ofendido con su burdo intento de

llevar las riendas. Era YO quien llevaba las riendas. Y entonces, se me ocurrió

un nombre para los dos, fue una estúpida asociación de ideas. Recordé el libro

que ella leía, le gustaba Alejandro Dumas, y ella podía tener una apariencia

tímida y frágil, pero en el fondo, era una tigresa, una pantera, como Milady de

Winter. Y… y yo sabía que su marido, Athos, jamás había podido dominarla,

pero sí había sido capaz de ser fuerte frente a ella cuando tuvo la ocasión. Fuerte

como la montaña de la que llevaba el nombre. Bien sabía que yo no era así de

fuerte, pero podía jugar a que sí lo era mientras hablaba con ella, igual que,

tiempo atrás, había jugado a que era sexy sólo para complacerla, aunque también

supiese que no lo era.

“No querer ofenderme, no basta, esclava. Y acabo de elegirte un nombre, te

llamas Milady. Y tú puedes llamarme Athos, pero añadiendo siempre “amo”,

¿entendido, Milady?”

“¿Por qué Milady?”

“¿Qué te acabo de decir?” Me sorprendió notar que casi estaba enfadado por

su desobediencia. Y pensé que quizá me estaba picando, quería hacerme perder


el control, y yo tenía que ser frío, frío como lo era ella conmigo. “Esclava, no

colmes mi paciencia. He elegido un nombre para ti, y los motivos, no te

importan, porque ese nombre, ni siquiera te pertenece aún, debes ganártelo, y

para eso, debes pasar tu primer castigo”.

“Lo lamento de nuevo, amo Athos. Soy muy torpe.”

“No es cierto, no eres torpe. Te portas como si lo fueses, que es distinto.

Presta atención y no tendré que castigarte”.

Le había contestado instintivamente, pero apenas lo hice, me di cuenta que lo

había hecho bien. Ocaso pretendía subvalorarse para que yo la despreciase, y yo,

no se lo había permitido. No sabía ella que llevaba toda la vida oyendo cómo los

demás y aún yo mismo me daba ánimos y no me dejaba rendirme, aun cuando

eso hubiera sido lo más cómodo para mí; tenía experiencia en reconocer

respuestas-modelo de abandono, llevaba muchos años dándolas. “Seguro que

tienes cámara, enciéndela y deja que te mire”.

“Sí, amo”, contestó ella y tardó un ratito en volver a decir algo, supuse que

estaría conectando la cámara. Me llegó el aviso de video y lo acepté. Se abrió la

ventana de video, pero apenas pude ver nada, el cuarto de mi esclava estaba muy

oscuro, sólo se distinguía el contorno de su cara, pero tenía la cabeza agachada,

de modo que no le veía los ojos.

“Así no, enciende la luz y yérguete, quiero verte”, le exigí. La vi mover la

mano y encendió una luz. Ahora la veía mucho mejor, sus cabellos de color
avellana y la forma de su rostro, y sus hombros cubiertos por una tela estampada,

supuse que un pijama… lentamente, levantó la cabeza, pero no miró hacia la

cámara. Pude notar que intentaba llevar el ritmo de la respiración, no tenía

mucho éxito. Estaba nerviosa, su situación le molestaba… o le incomodaba, al

menos. Una parte de mí quería tranquilizarla, pero otra parte era su dueño, y

quería divertirse castigándola. “Mírame.” Exigí. “Mira hacia la cámara”

Mi esclava pareció tragar, y luego giró despacio la cara, de modo que

quedase en dirección a la cámara, pero aún tardó unos segundos más en mirar

directamente hacia mí. Me alegré de que no pudiese verme, porque estaba

sonriendo como un bobo.

“Eres muy bonita, esclava”

“El aspecto es un accidente, amo”. Contestó enseguida.

“Para mí, eres bonita porque has accedido a obedecerme. Has tomado la

decisión correcta, y eso, no ha sido accidental, sino meditado. Por eso eres

bonita”. Mi esclava no contestó. Tampoco sonrió, se limitó a quedarse mirando

hacia la cámara, y sólo algún parpadeo de vez en cuando me indicaba que seguía

ahí, por lo demás, cualquiera hubiera podido tomarla por una foto. Descubrí que

su silencio no me molestaba, me gustaba. Disfrutaba mirándola sin más.

Mariposa jamás me hubiera permitido eso, cuando en alguna ocasión me

quedaba mirándola, ella me decía que no me encantase, y me ordenaba alguna

cosa. Como mi esclava, no parecía sentirse molesta porque la mirase, ni desviaba


la mirada. No sé cuánto tiempo permanecí así, tan sólo mirándola, hasta que ella

desvió un segundo la mirada a su teclado, pero se detuvo, y miró de nuevo a la

cámara, sonriendo con un poco de apuro.

“¿Qué pasa?” pregunté.

“Nada; iba a haceros una pregunta, pero he recordado que no debía”.

“¿Qué querías saber?”

“¿Puedo decirlo, amo?”

“Te lo estoy pidiendo, dilo”

“Quería preguntaros si es que os estabais masturbando mientras os miraba.

Como no decís nada…”

Me reí, y contesté:

“No, de estarlo haciendo, te lo diría, querría que tú lo supieras.” Y aquello

me dio mi primera idea “En lugar de eso, vas a hacerlo tú. Frente a la cámara”.

Mi esclava puso cara de sorpresa y hasta de horror “No hablo de verte el coño,

puedo ver miles por internet. Lo que quiero ver es tu cara”. Pude ver que esa

misma cara, se ponía de color escarlata, y se me escapó un “¡Venga ya!”, menos

mal que no tenía conectado el micro y ella no oía nada de lo que decía. ¡¿Ella

tenía vergüenza?! No me lo creía, no podía creérmelo.

“Amo Athos, eso es… algo embarazoso” dijo.

“Lo sé. Por eso te lo mando. Quiero verte pasar vergüenza. Quiero ver cómo

tu cara se debate entre el pudor y el placer, quiero verte poner caras de apuro, y
de gusto. Empieza”. Mi esclava desvió la mirada de la cámara, y vi moverse su

brazo derecho, perdiéndose bajo la bandeja en la que tenía el teclado. “Quiero

que lo hagas acariciándote el clítoris. Puedes tocarte las tetas si quieres, pero no

puedes meterte los dedos. Y conecta el micrófono, si vas a gemir, quiero oírlo”.

Con la mano izquierda, lo conectó y lo puso cerca de su boca. Por cómo

movía el brazo, se estaba acariciando de forma bastante animada, y mi picha

estaba pegada a mi tripa, casi me asomaba el capullo por la cinturilla del pijama.

No pude resistir empezar a acariciarlo al mismo tiempo que ella, intentando

llevar también el mismo ritmo. “Mira hacia la cámara, no bajes la cabeza”, le

escribí con una sola mano. Mi esclava pareció casi sobresaltada al leerlo, pero

levantó la cara, primero con los ojos cerrados, y casi enseguida los abrió. Tenía

la boca entreabierta, y su brazo derecho aceleraba, mientras ella temblaba. Lo

estaba haciendo muy deprisa, y pensé que, o estaba muy excitada, o tenía ganas

de terminar cuanto antes.

—Amo… me da vergüenza… — su voz era un gemidito entrecortado,

parecía un gatito maullando, mientras miraba hacia la cámara y sus ojos se

desviaban una y otra vez, y ella hacía esfuerzos por mirar de nuevo. Mi polla

daba latigazos de placer al mirarla poner unas caras tan tiernas, no iba a poner

aguantar mucho más, era demasiado excitante, pero aun así, conservé un poco de

cordura para soltármela y escribir:

“Lo sé. Te da vergüenza, pero no paras. Sigues acariciándote el garbancito,


seguro que está todo mojadito y tembloroso… ¿te dan escalofríos cuando pasas

el dedito por encima?”

—Sí…. ¡sí, amo, me hace temblar cada vez que lo acaricio! — mi esclava

parecía a punto de echarse a llorar de timidez, ¡Dios, qué preciosa estaba así,

toda colorada, con los ojos brillantes y los hombros temblándole! Era más

excitante de lo que yo mismo había supuesto, eso de ver el movimiento rítmico

de su brazo, sin ver nada más, se me hacía tan perverso.

“¿Cómo te lo haces? ¿Lo haces en círculos, para acariciarlo todo y repartir la

humedad? ¿De arriba abajo, para hacerte cosquillitas y rascártelo? Cuéntamelo.”

—¡Oh, amo, por favor… haah…! ¡Ah! No… no me hagáis contároslo. —

Tenía tal expresión de súplica, que estuve a punto de ceder, pero me rehíce,

¡quería saberlo, quería hacerle hablar!

“Cumple este castigo, esclava, o te castigaré más, te haré abrir la ventana y

que gimas en voz alta, y que grites que eres una zorrita, ¿quieres que te ordene

eso?”

—¡No… por favor, amo… ooh… mi… mi vecindad está llena de… haa… de

vecinas cotillas!

“Entonces, contesta”

—Oooh… lo… lo hago alternandoo… mmmmh, ahora, lo hago en

círculos… — decía la verdad, lo sabía por los movimientos de su brazo. — y

ahora, de arriba abajo… y también a golpecitos suaves… haaaaaaaaah… y… y


dejando sólo el dedo encima, quieto… mmmh… me excita mucho…

“Vaya, eres una experta, esclava. Qué guarrilla eres, ¿cada cuánto te

masturbas?”

—Pues… depende, amo… a veces una vez por semanaaaa… ¡ah! Otras más

o menos, depende.

“¿Lo tienes muy mojado?”

—Sí, amo… mmmh… estoy muy mojada…

“Para”

—¿Qué? ¿Por qué? ¡Oh, perdón, amo! — se corrigió enseguida.

“Para, y enséñame los dedos, quiero ver si están mojados” Mi esclava bajó

de nuevo la cabeza, pero obedeció. Levantó la mano y vi sus dedos índice y


corazón brillantes, húmedos. Lo que hubiera dado por darles unos cuantos

besitos suaves, lamerlos lentamente y por fin chuparlos, metiéndolos en mi boca

hasta los nudillos… pero la dejé seguir. “Sigue, esclava, date deprisa, quiero ver

cómo terminas”. En realidad, lo que quería era terminar yo, quería darme como

un pistón y derramarme, pero para eso tenía que dejar de escribir. De todos

modos, mi esclava sonrió, casi agradecida, y bajó de nuevo la mano. Vi que su

brazo se movía con rapidez, y yo hice lo propio, me la agarré con las dos manos,

con los dedos entrelazados, y empecé a bombear, apretando en el capullo,

mientras mis ojos se cerraban de gustito y yo luchaba por mantenerlos abiertos,

para ver las caras que ponía ella.


—Amo… amo, ¡no aguanto más! — gimió mi esclava, y la vi doblarse sobre

sí misma, hasta quedar con la cara casi pegada a la cámara, y temblar

estremecida, cerrando los ojos sin poder contenerse, hasta que se recostó de

golpe otra vez, como si hubiera estallado. Y en realidad, lo había hecho. Y era lo

que estaba a punto de hacer yo. El placer me subía, atacando mi espina dorsal

como si la tuviera hecha agua, el verla llegar me hizo gemir, gustoso y

sorprendido, y un placer increíble me atacó de golpe, sin dejarme respirar ni

sentir las olitas previas al orgasmo. Fue como una polución nocturna, un cohete

que te estalla en la mano; de pronto un chorretón espeso me salió del miembro,

dejándome rendido, y lo sentí resbalar otra vez, por entre mis piernas, cayendo

en mis pelotas, que tiritaban de gusto. Un bienestar indescriptible, y una sonrisa

de satisfacción que se abrió en mi cara… y fue como si lo saborease “a

posteriori”. — ¿Amo? ¿Seguís ahí?

“Sigo aquí” contesté poco después. El tiempo imprescindible para

recobrarme un poco y ser capaz de llevar las manos al teclado. El borde de la

mesa estaba manchado de semen, maldita sea. “Te has ganado el nombre,

Milady. A partir de ahora, te llamas así.”

—Muy bien, amo, ¿puedo haceros una pregunta?

“Dime”

—¿Sigo castigada?

“¿Te gustan los castigos del amo Athos…?” La pregunta me salió sola, pero
Milady sonrió con timidez, y contestó:

—Pensé que serían dolorosos, o humillantes. Pensé que me haríais daño, que

habría quemaduras, golpes o bofetones. Vuestros castigos son perversos, pero


divertidos.

Quizá yo no tenía todavía mucha experiencia en castigar, pero, ¿en serio

Mariposa creía que yo iba a ser un amo maltratador, después de cómo ella me

trataba a mí?

“Sobre todo para mí, Milady, yo me he divertido mucho mirando cómo te

dabas gustito en el coño” Milady se tapó la cara con las manos “De momento,

seguiremos hablando por éste medio. Mañana te quiero preparada otra vez, a la

misma hora, pero quiero que estés desnuda, ¿lo has entendido, Milady?”

—¿Por completo? Pero, amo… hace frío en ésta época del año.

“Por completo. Y no me importa que haga frío, ya me encargaré yo de que

estés caliente, esclava. Buenas noches”.

—Buenas noches, amo… — …Pero apenas había terminado de hablar

cuando él ya había cortado la comunicación. Mariposa hablaba dentro de mí, y

me decía lo idiota que era por permitirle hacer algo así, que el ama era yo, la

dómina era yo. Él era sólo un esclavo, sólo era Imbécil… y tenía razón. Pero

también me había hecho sentir curiosidad. Imbécil ya no era el pagafantas

apocado y perdedor irredento que yo había conocido. Había cambiado, y había

sido gracias a Mariposa. Quería ver qué había aprendido, y si sería capaz de
ejercer una verdadera dominación sobre mí, como yo lo era sobre él. De

momento, había conseguido interesarme. Pero llamar la atención, era fácil. Lo

difícil, era ser capaz de mantener esa atención.

Cuestión de labia

—Vamos a ver si lo he entendido, ¿pretendes chantajearme sentimentalmente

y aprovecharte de que me hiciste un favor que no te costó nada y que además te

gustó, para convertirme en una especie de esclava sexual a tu antojo?

—No, por favor. Lo que quieres decir es que, en sincero agradecimiento por

salvar tu reputación y tu carrera, a lo que acudí en tu ayuda sin dudarlo un

instante e hice con mucho gusto, tú me concedes tu amistad, por la cual accedes

a pasar ocasionalmente conmigo ratos agradables, de los cuales ambos

sacaremos un mutuo placer indescriptible sin necesidad de compromiso alguno

por ninguna de las dos partes, más que el de intentar complacernos dulcemente

el uno al otro.

Reconozco que me quedé sin palabras durante unos segundos, y finalmente

titubeé:

—Pues… si eso es lo que quería decir, yo en realidad no pretendía que

sonase tan bien.

*********

Mi teléfono móvil sonó una vez más y de nuevo, no lo cogí. Reconocí el

número como el de mi exjefe, el señor Fidel, quien me había seducido vilmente


aprovechándose de mi debilidad. En realidad, yo tenía una especie de alergia a la

música, y, en una pequeña fiesta improvisada en la oficina, la música me había

hecho desbocarme y acabar manteniendo sexo durante toda la noche con él. En

realidad, Jean Fidel no tenía ni idea de que a mí podía sucederme eso, ¡pero no

había intentado impedírmelo! Una chica tímida como yo se lanza en sus brazos

de repente sin ningún tapujo, y él no lo encuentra extraño y viva la vida, me

lleva a su “rincón de juegos”, y allí… no quería ni recordar lo poco de lo que era

capaz de acordarme, era demasiado humillante.

A la mañana siguiente, cuando desperté desnuda junto a él, me llevé el susto

de mi vida. No podía ser que hubiera caído otra vez, llevaba casi dos años

logrando contenerme, y en unas pocas horas me rebajaba más de lo que hubiera

podido hacerlo en todo el tiempo que llevaba de abstinencia. Qué pervertido.

Jean era un asqueroso pervertido, al punto que tenía una cama de agua oculta en

su propio despacho, un espejo en el techo, un mueble bar, y un sinnúmero de

juguetitos. Sólo con lo que debía gastar en pilas, la fábrica Duracell ya debía

haberle nombrado hijo adoptivo, pensé. Después de aquello, dimití. Me marché

esa misma mañana, y no había vuelto a la oficina para despedirme de nadie, no

quería correr el riesgo de verle, sería demasiado vergonzoso.

Pero la pega es que Jean sí insistía en verme a mí. Había intentado llamarme

y, como no le contestaba, dejaba mensajes en mi contestador, me mandaba

correos a mi dirección electrónica, a mi propia casa, me mandaba flores, venía a


esperarme a mi portal y poco menos que me perseguía por las calles. Pensé en

denunciarle por acoso, pero enseguida recordé que el señor Fidel era uno de los

mejores abogados del país, experto en representar acusaciones particulares. Con

sólo chasquear los dedos, podía no sólo salir indemne de cualquier acusación,
sino volverla contra mí encima. Me sentía desprotegida ante sus desesperados

intentos de acercarse a mí, yo sólo podía no cogerle el teléfono, no contestar a

sus correos y comprarme una peluca, grandes gafas oscuras y volverme del revés

el abrigo por si acaso me encontraba por la calle.

“Podrías pensar que, habiéndome acostado contigo, ya he conseguido lo que

quería de ti, pero no es así” — decía uno de sus correos. Es cierto, no se los

contestaba, pero alguno que otro, sí los leía. Ya que estaban allí, ¿por qué no? —

“Fue demasiado bueno para dejarlo así. He tenido relaciones con muchas

mujeres, todas siempre muy satisfactorias, debe haber muy pocas filias legales

que yo no haya practicado por lo menos una vez, salvando la coprofilia. Con esto

quiero decir que tú no podrías haber hecho nada que yo no conociera ya, pero

aun así lo hiciste. No esperaba encontrar TODAS las fantasías que había hecho

con chicas distintas, juntas en una sola, y más tan tímida como tú. Necesito

repetirlo. Y sé que tú también quieres, sé que lo pasaste bien conmigo. Las

contracciones que hacían vibrar tu coñito sobre mi verga, no se pueden fingir”.

“Dijiste que seríamos amigos.” —decía en otro correo — “me destrozas el

corazón negándome esa misma amistad que me prometiste, yo sólo quiero que
aclaremos lo nuestro, nada más. ¿Tanto miedo te da tomar un café conmigo?

Conozco un sitio donde hacen el mejor café del mundo. De acuerdo, sí, es

también un local de strip-tease mixto donde hasta los clientes pueden practicar la

lucha libre en el barro, pero no hay ningún sitio que sea completamente perfecto.

Y digo esto, porque si luchas, puedes quedarte con lo que los demás clientes te

metan en el tanga, pero no te dan participación sobre la recaudación”.

Con frecuencia, no podía creer lo que leía y me daban ganas de lavarme las

manos y desinfectar el ratón después de leer cosas así. Ya debería saber que, con

su forma de ser, precisamente cuanto más le esquivaba más crecía su interés,

pero no quería ni acercarme a él. Y en el fondo, yo sabía que era más por miedo

de mí misma que por el asco que me inspiraba su desmedida afición por el sexo.

Jean Fidel era un hombre atractivo, sabía ser simpático, gracioso, era un gran

profesional, un excepcional abogado y, a pesar de lo pesado y pegajoso que

podía llegar a ser, me constaba que no era mala persona, aunque también hay que

decir que solía intentar ocultar sus rasgos de humanidad o bondad. Juntando todo

eso, no soy capaz de decir que no me gustaba ni siquiera un poquito. Me daba

miedo que ese poquito que me gustaba fuese superior a mí. No quería volver a

caer, y menos con alguien tan sexual como él. Si fuese un hombre un poco más

tranquilo, alguien que supiese frenarme cuando me ponía fuera de mí por culpa

de la música, tal vez no me importaría verle de nuevo, pero Jean era un potro

desbocado, un tigre furioso, un dragón en celo. El más nervioso adolescente


desterrado a una isla desierta poblada por amazonas ansiosas de procrear, no le

llegaría a la suela de los zapatos en cuestión de lujuria. Realmente no, no era el

hombre que convenía a una chica como yo, con un problema como el mío.

Ignorando sus intentos de ponerse en contacto conmigo, entré a trabajar en

otro despacho de abogados como abogada de oficio, y tenía que contentarme con

defender lo que me cayera, generalmente casos de poca importancia:

conductores bebidos sin consecuencias que lamentar, fumadores de maría,

parejas pescadas teniendo sexo en sitios públicos… Desde luego, eso era muy

distinto a ayudar a un abogado de renombre con el que te hacías un sitio, pero

era mejor que nada. Aquélla mañana de jueves iba tranquilamente por los

pasillos, había ganado un pequeño caso de falta por una pelea aduciendo que el

agredido no había sido golpeado por mi cliente, sino que él se había golpeado a

propósito contra mi defendido para intentar lesionarle. Ya me marchaba a casa,

aunque me sentía extrañamente insatisfecha pese a mi victoria. ¿Qué interés

tenía ganar casos así? ¿Qué porvenir me esperaba, defender a gamberros

adolescentes en peleas de borrachos toda mi carrera? Sabía que había hecho bien

alejándome de Jean, pero a veces sentía que había hecho el tonto, o cuando

menos que tenía muy mala suerte. Después de haber logrado ser admitida por

uno de los mejores abogados del país, éste tenía que ser un depravado sexual que

se aprovechaba de mi problema y no me dejaba más opción que largarme y

quedarme sin nada a lo que agarrarme, en un despacho donde se me ninguneaba


y mi superior se apuntaba mis tantos, diciendo que lo que yo conseguía, me lo

había enseñado él o directamente él me había indicado lo que debía decir.

Pensando en aquello, no me fijaba en lo que ocurría a mi alrededor, así que

no oí los pasos apresurados a mi espalda hasta que fue demasiado tarde y alguien

me tapó los ojos con las manos:

—¡Cu—cú!

—¡AH! — dejé caer la carpeta que traía en las manos y pegué un bote que

hizo que todo el mundo que había en el pasillo se me quedase mirando con una

sonrisa. Quise que se me tragara la tierra, y no sólo por el ridículo, sino también

por quién había detrás de mí. No me había asustado el ridículo “saludo”, sino él

mismo, su olor a colonia barata le delataba a quince metros. Era Jean, y le faltó

tiempo para agacharse conmigo a ayudarme a recoger mis cosas, no sin dejar de

mirarme descaradamente el trasero ni por un momento.

—Me gusta impresionar a las chicas, pero no sabía que lo hiciese hasta ese

punto — sonrió. Su nariz gordita pareció expandirse al olerme, y sus negros ojos

pícaros brillaron de un modo que casi me asustó — ¿Tanto te excita mi sola

presencia?

—¿Por qué no te compras un desierto y te entretienes barriéndolo? —

mascullé, arrebatándole mis papeles de las manos, intentando controlar el

temblor de las mías — ¿Cómo hay que decirte las cosas? ¡Déjame en paz! — Sin

dejar de sonreír, se me quedó mirando unos segundos. Cada vez sonreía más y
me miré, por si acaso tenía una mancha, o, peor aún, algún botón abierto de la

blusa. Finalmente logró ponerme aún más nerviosa — ¿¡Qué?!

—Mmmh… te sonrojas cuando te enfadas — dijo con una vocecita aguda,

como si le hablase a un cachorrito o a una niña pequeña — ¡Estás monísima!

Tienes la cara del mismo color que el pelo, si te pusiese un lacito color verde,

serías un tomate de rama. — Estuve a punto de soltarle un bofetón, pero alguien

dijo mi nombre y reconocí la voz de mi actual jefe, así que me contuve.

—¡Tonada! ¡Señorita Tonada, qué bien que la haya pescado antes de irse! —

Mi jefe actual me llamaba siempre por el apellido. Era un hombre rubio, de ojos

claros y buen tipo. Era un tipo guapo, sin duda, pero si no se creyese tan guapo,

hubiera resultado más guapo. A mí no me caía ni bien ni mal, sólo deseaba que

me dejaran en paz entre unos y otros, pero estaba claro que el mundo no estaba

por satisfacer mis deseos —. He presenciado su defensa. Ha estado usted

brillante, Sin duda sabrá que esto representa mucho para mí, ya que todos sus

méritos son míos, y no sabrá las felicitaciones que recibo por usted. ¡Aprende

usted que es una maravilla!

Era difícil recibir una enhorabuena de parte de alguien que la convertía en

una “auto cepillada”, pero aun así sonreí, y estuve a punto de decir una palabrita

de circunstancias y alejarme de aquél engreído cuando Jean tuvo que meter baza.

—Bueno, concédame también algún mérito a mí, ya que ella estuvo

trabajando conmigo primero. Su primera vez, fue conmigo — dejó aquí un


silencio muy elocuente, y fingiendo embarazo, continuó —. En la profesión,

quiero decir, naturalmente.

—Oh, sí, señor Fidel, ¿cómo está usted? — Se dieron la mano, mirándose

con mutua hipocresía. Ni a mí, que soy algo inocentona, se me escapaba — Sí,

recuerdo que trabajó para usted. ¿No dimitió por motivos… muy inconclusos?

Alcé la mano para intentar impedir que Jean contestara y explicarme en su

lugar echando alguna mentira, pero él fingió no ver el gesto y cogiéndome de los

hombros, habló por mí.

—Señor Álvarez, la señorita Thais es demasiado modesta para contestar y

teme que su respuesta pueda perjudicarme, por eso ella fue la primera en pasar

ligeramente por alto los motivos de su dimisión. Fue por el caso de El Topero

contra Alonso, donde el ladrón demandó a la víctima de su robo porque el coche

que intentaba robar tenía una marcha puesta y salió disparado chocando contra la

pared del garaje y produciéndole una lesión cervical y heridas leves en la frente

por el choque, y en el cual mi despacho logró que la condena fuese

efectivamente para El Topero, por mejor nombre Alejandro Gavilla. La señorita

Thais logró encontrar un precedente mediante el cual podían destruir mi

acusación, y que a mí se me había pasado por alto, casi en el último momento.

Yo, consciente de mi propia valía, y quizás algo pagado de la misma, pensé que

nadie se fijaría en un detalle semejante, pero efectivamente lo hicieron, y por un

momento me creí desarmado, hasta que ella me pasó los datos que había
recopilado del caso, cosa que había hecho sin que yo se lo pidiera y me los dio

en mitad de la vista, delante de todo el mundo. Ella, en su respeto hacia mí, sigue

pensando que su comportamiento fue soberbio y provocó dudas de mi

profesionalidad. En vano he intentado convencerla que fue todo lo contrario,

pues incluso me han felicitado en ocasiones del celo y la autodeterminación que

yo inculco a mis pasantes, a la vista de su ejemplo.

Álvarez, mi jefe se había quedado sin habla ante la rapidísima exposición de

Jean. Yo misma no podía creer que pudiera tener tantísima inventiva (pues su

historia era completamente falsa) y un aplomo tan descarado.

—Insistió tanto que tuve que aceptar su dimisión ante la tremenda

culpabilidad que me profesó y de la cual no fui capaz de librarla — terminó —,

pero yo sigo insistiendo en que vuelva a trabajar para mí. Usted mismo ha visto

ya su valía y sabe que en mi despacho, puede optar al mejor porvenir en la

profesión.

Aquello era una puya directa hacia Álvarez, que sólo me daba casos de poca

monta y encima el mérito se lo atribuía él. Yo no tenía ninguna gana de volver a

trabajar con ese maníaco sexual de Jean, pero su manera de sacarme del aprieto

poniéndome por las nubes, bueno, no quería admitirlo, pero la verdad que había

logrado caerme casi bien. Álvarez no parecía dispuesto a dejarse intimidar en el

terreno que a mi futuro concernía, y contraatacó.

—No lo dudo, aunque sin duda, señor Fidel, usted sabe tan bien como yo lo
importantes que pueden ser las relaciones con las personas adecuadas, y

precisamente venía a informar a Thais que esta noche un concejal amigo mío da

una fiesta, y deseaba invitarla. Si tiene a bien acompañarme…

De nuevo estuve a punto de contestar y decir que no, de hecho ya estaba

negando con la cabeza, pero de nuevo Jean se me adelantó, echó una de sus más

encantadoras sonrisas de falsedad y dominio de la situación, y apretándome del

brazo contra él, contestó sin que pudiera impedírselo.

—¡Oh, desde luego que irá, que iremos, mejor dicho! Yo también estaba

buscando acompañante para esa misma fiesta. Thais es una chica muy tímida y

sé que le daría mucho apuro ir con su jefe, por lo que los demás puedan pensar,

pero como yo soy su ex jefe, no hay peligro de murmuraciones, ¿no es cierto,

Thais? — mientras hablaba, asentía con la cabeza para que yo le imitara, pero yo

negaba, boqueando como un pez fuera del agua, una fiesta no, ¡y menos con él!

¡Habría música! ¡Podría terminar…! ¡Noooooooo! Jean, adivinando mi terror,

me sacó de allí rápidamente, pretextando ante Álvarez que quería concretar

conmigo la cita, y me alejó de él casi en volandas.

—¿Se ha vuelto usted loco? ¿Más loco de lo que está? — mascullé apenas

nos alejamos dos pasos. Mientras seguíamos caminando, no paraba de intentar

que me soltara — ¡No pienso ir con usted ni a la puerta de la calle, y menos a

una fiesta! ¡Suélteme ya!

—Thais, deberías ser un poco más agradecida. ¿Ni siquiera me tuteas ahora,
después de lo que hemos pasado juntos? — Me dijo cuando ya estábamos lo

bastante lejos y me soltó. Yo creía tener alucinaciones, ¿en serio era tan

caradura?

—¿Agradecida? Acabas de comprometerme a que voy a ir donde no quiero ir

y con una persona con la que no quiero estar, que va intentar forzarme a que

pierda el control, para que me lance a hacer lo que no deseo repetir, ¡¿y se

supone que he de estar agradecida?!

—Thais, aparte de mí, ¿quién conoce tu… secreto?

—Nadie. ¡A ver si te imaginas que lo voy pregonando por ahí, o que lo de la

otra vez, no pongo yo medios para que no pase!

—Pues pasó — sonrió con suficiencia —. Y te gustó, que es lo que no

soportas. Pero lo importante, es que yo soy el único que puede ayudarte.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que tienes que ir a esa fiesta. A esa, y a otras, y a reuniones

sociales, a cenas, a recepciones… tienes que hacerlo, no puedes encerrarte en tu

concha, un abogado tiene otras responsabilidades además de ganar casos. Tienes

que darte a conocer, ser sociable. un abogado es un poco como un confesor, o un

médico. A todos nos gusta un médico competente, pero también queremos que

sea amable, que sea una persona que nos dé confianza, simpatía. Y para eso,

tienes que alternar. Pero en esa fiesta, y en muchas otras, habrá música. Y estarás

indefensa ante tu debilidad. Salvo si llevas contigo a alguien que esté sobre aviso
y te ayude a controlarte. Y ése soy yo.

Tenía razón. Me daba cien patadas tener que reconocerlo, pero tenía razón.

Lo que no encajaba en ningún sitio, era la música. ¿Podía llevar tapones en los

oídos y hablar con la gente leyendo sus labios? No, aquello era una idiotez.

—Jean, no puedes hacerlo, no lo conseguirás. Si me suelto, tú no podrás

sujetarme. Entre otras cosas, porque te conozco y ni lo intentarás, ¡me llevarás a

un baño para aprovecharte!

Mi ex jefe puso cara de dolor agarrándose el corazón.

—Que sepas que eso, me duele. Me lastima profundamente que pienses en

mí como en alguien obsesionado con una sola cosa e incapaz de pensar en nada

más, y dispuesto a cualquier bajeza para satisfacer sus instintos más primitivos.

¡Por lo menos, buscaría un cuarto oscuro donde estuviéramos a solas! — resoplé

y levanté mi maletín para estrellárselo en su estúpido pelo de erizo, y Jean me

frenó el gesto a la vez que intentaba cubrirse — ¡Era broma, mujer, era broma!

—No se va a repetir, Jean. Te aprovechaste de mi debilidad. Puedo entender

que no lo sabías, que eres tan increíblemente engreído y pagado de ti mismo —

mascullé las palabras como si las escupiera — que pensaste que realmente me

atraías de un modo salvaje. Pero eso, no volverá a pasar. Nunca. Si esta noche te

permito acompañarme, es para que verdaderamente me sujetes si la música

vuelve a afectarme. Si te pasas de la raya, Álvarez, mi jefe, está deseando

vérselas contigo. Nada le gustaría más que llevar una demanda de acoso contra
ti. Es posible que no le venzas, es posible que le destroces. Pero en el transcurso,

el juicio te costará perder clientes, tiempo y dinero, y yo haré todo lo posible por
manchar tu imagen como la de un violador machista y acosador. ¡E impotente!

— la cara que puso ante esta palabra fue de verdadera ofensa —. Quizá no lo

logre en los tribunales, pero sí en la opinión pública, y ninguna mujer se querrá

acercar a ti.

Jean suspiró y asintió.

—Te doy mi palabra de honor que seré muy bueno. Intentaré controlarte todo

lo que pueda, y si realmente no lo logro, te sacaré discretamente del punto de

mira de los demás hasta que acabe la música, y no me aprovecharé de ti. A no

ser que me supliques que lo haga. ¿Paso a buscarte a las ocho?

—Supongo que no tengo más elección. Confío en ti, Jean. — me volví para

irme a casa, y sin duda porque estaba de espaldas a él, pensó que no le veía

reflejado en el cristal de la puerta pegando saltos y puñetazos al aire. Una cosa

estaba clara: en el diccionario particular de Jean, la palabra “vergüenza”, no

existía.

**********

—Y, cuéntame, ¿tus abuelos, a qué se dedicaban?

—¿No crees que eso son ya muchas preguntas? Creo que sabes más de mi

familia, que de la tuya propia.

—Thais, mientras sigas hablando conmigo, primero, el cretino de tu jefe no


se te acercará a pedirte que bailes con él, y segundo, estarás concentrada en

charlar y no oirás la música.

En eso Jean tenía razón, pensé. Ya en la fiesta, todo el mundo hablaba y

algunos bailaban, pero afortunadamente la música era tan suave y lenta que

bastaba con alejarse lo suficiente y ponerme a hablar para que no me afectara.

No demasiado, al menos. Había notado temblequeo de rodillas y calores, y

estaba empezando encontrar demasiado guapo a Jean, pero nada más. Y hay que

decir que el muy guarro tenía buena percha, iba nada menos que de smoking y le

sentaba como hecho a medida (probablemente, así fuera), la chaqueta entallada

le hacía un tipo que estaba para… intenté moderarme y miré a otro lado, pero

mucho me temía que buena parte de mi atracción por él, no venía motivada por

la música.

Álvarez, el pelmazo de mi jefe, pretendía lucirme como si yo fuera una

especie de obra suya, pero se estaba quedando con las ganas, porque Jean no me

dejaba ni a sol ni a sombra. No obstante, no bailaba conmigo, porque los dos

temíamos lo que podía suceder, y quizá ese fue nuestro error. En un momento

que Jean se alejó de mí un par de pasos para coger una copa, Álvarez se acercó

como un rayo.

—Thais, dado que tu acompañante no te aprovecha como mereces luciéndote

en la pista de baile, ¿qué tal si me permites hacerlo a mí?

—Yo… e-es que no sé bailar. — atiné a decir.


—Perfecto, yo puedo enseñarte, soy un gran bailarín, no vendrá de una cosa

que te haya enseñado, ¡ven! — No esperó que yo contestara, simplemente me

agarró de la muñeca y tiró de mí. Me volví para mirar a Jean y éste me devolvió

la mirada con expresión de divertida sorpresa. “Ayúdame” articulé con los labios

mientras era arrastrada por mi jefe, y por si no fuese bastante, empezó a sonar

una canción bastante más animada, Rescue me.

“Esto ha sido aposta” me dije, mientras intentaba por todos los medios

pensar en otra cosa, repetía las Catilinarias que me sé de memoria en latín,

repetía trabalenguas, oraciones, cualquier cosa menos dejar entrar en mi cerebro

la música, “Por favor, otra vez no, otra vez no”. Las ondas sonoras eran más

fuertes que yo misma, la letra parecía hablar de mí, yo también necesitaba que

alguien viniera en mi rescate por más que eso me reventase, pero alguien tenía

que hacerlo, aunque ese alguien fuera Jean. Estaba empezando a sudar, mi

cuerpo, segundos antes tieso como un palo y terriblemente torpe, empezó a

contonearse entre los brazos de Álvarez, que me miró muy sonriente. Mis

piernas temblaron y mi sexo se empapó sin que yo pudiera hacer nada por

evitarlo. Mi jefe no me gustaba nada, pero mi cuerpo lo deseaba como si fuese el

último hombre del mundo, y reprimiendo mal un gemido, me apoyé sobre él y lo

abracé. Álvarez pareció sorprenderse, pero enseguida me devolvió el abrazo y

hasta comenzó a bajar la mano.

—Cambio de pareja — dijo una voz jovial a mi espalda, y mi cuerpo, llevado


por el baile, se volvió instantáneamente, apretándome contra un pecho con olor a

alcanfor y colonia barata, que reconocí al instante. Jean estaba aquí. Sonreí como

una drogada, notaba mis mejillas encendidas como brasas y oí como de muy

lejos a Álvarez protestar. De nuevo había caído, y en mi cerebro sólo sonaba la

música, que, junto con la letra, convirtieron a mi ex jefe en una especie de

caballero andante que había cumplido con el deseo de la canción: rescatarme.

Alcé la cara con la boca entreabierta y la lengua por delante, dispuesta a besarle,
pero Jean elevó la suya fingiendo no verme y casi en brazos me sacó de allí.

—Jean… Jeanny, llévame a tu cuarto de juegos y átame a la cama. Mi

precedente… Mi leguleyo. — Jean me miraba como si le costase mucho

esfuerzo no acceder a mis deseos. Me agarró de los hombros y me agitó. Mi

cabeza se bamboleaba de un lado a otro como si estuviera bebida.

—Thais, ¡Thais, escucha! Estamos en una fiesta, y yo no te gusto, en

realidad me detestas, te doy asco y piensas que soy un depravado sexual —

estábamos junto a la mesa del bufé y yo agarré un pedazo de salchicha y me puse

a chuparlo mirándole a los ojos —. Y tienes razón. — De pronto, miró por

encima de mi hombro, y puso gesto de terror — ¡El alcalde!

Me encontré de rodillas bajo la mesa del bufé sin saber ni muy bien cómo.

Me pareció recordar que Jean había dicho que el alcalde no debía verme así, y

me había hecho esconderme. Una penumbra rosada, provocada por el larguísimo

mantel que se arrastraba por el suelo, me rodeaba, y a mí, en mi estado, me


parecía muy divertido y no dejaba de reírme con risa floja. La música me llegaba

atenuada, pero la oía, y me dejé llevar por ella, bamboleándome bajo la mesa de

un lado a otro. Entonces, vi unos zapatos que me eran familiares. Jean estaba

justo frente a mí, y elevé el mantel para mirarle. Le veía desde abajo, qué

divertido era ver su barbilla moverse cuando hablaba. Qué puerco, no tenía nada,

nada de tripa, el único bulto que se apreciaba era su… huy, qué divertido, lo

tenía justo frente a mi nariz.

—¡Hah!

—¿Le ocurre algo, señor Fidel? Se ha puesto usted pálido.

—Nada, eeeh… Me ha dado un pinchazo el estómago. Espero que no sea

otra vez la úuu… úlcera.

Mi risa hacía moverse los pelillos de la base de su polla. Aprovechando que

la mesa nos tapaba, le había sacado su pistolita y había empezado a jugar con

ella, lamiéndola, acariciándola y metiéndola en mi boca. Mi cerebro parecía una

radio mal sintonizada, donde mi deseo se mezclaba con voces que me decían

“¡no, estúpida, otra vez no, no lo hagas!”, pero era demasiado divertido para

parar. Me gustaba chuparle y mirar la cara que ponía cuando miraba hacia abajo

y me veía dando interminables lamidas, besando voluptuosamente el tronco,

lamiendo su glande. Era una mezcla de agrado y horror. Le di mordisquitos muy

suaves y jugué con mis labios, bajando hasta la base, hasta que sentí que mi
entrada de aire quedaba copada y aguanté ahí, presionándole con la lengua, todo
el rato que pude. Veía a Jean apretar el mantel con todas sus fuerzas, y

finalmente, miró a derecha e izquierda, se agachó como un rayo y se metió

conmigo bajo la mesa.

—¡Estás loca! — me dijo con voz aguda, pero sonriendo de oreja a oreja.

Los ojos pícaros le brillaban de lujuria.

—Házmelo aquí y ahora, Jean. — susurré, mimosa y me puse de espaldas a

él, agachándome y ofreciéndole mi trasero, levantándome el vestido azul que

llevaba. Mi compañero no se lo hizo repetir, se encogió de hombros y se arrimó

a mí, me bajó las medias y las bragas y estuvo a punto de penetrarme, pero se

detuvo en el último instante. Le miré con frustración, pero él me sonrió y me

tapó

la

boca

con

la

mano.

me

penetró

de

golpe—
¡Mmmmmmmmmmmmffhhh…!

La precaución de taparme la boca se reveló muy necesaria, porque aún con el

sonido ahogado, pude oír sobre mi cabeza que alguien decía que debía haber un

gato por ahí cerca. Eso fue lo último que me llegó del exterior, a partir de ese

momento, las sensaciones inmediatas coparon por completo mis sentidos y me

dejé llevar al más absoluto placer.

Jean empujaba sin descanso, tragándose sus propios gemidos que

humedecían mi espalda descubierta por el traje. Su polla saliendo y entrando de

mi cuerpo me llevaba al cielo, y el pensar que sólo a unos centímetros de

nosotros había personas que no tenían idea de lo que pasaba bajo ellos, me

excitaba de forma increíble, ¡lo nuestro sí que era una fiesta, y no esa murria que

tenía lugar sobre nuestras cabezas! Volví la cabeza para mirar a mi compañero,

que me miraba con deseo y travesura en sus ojos, le estaba gustando tanto como

a mí, y por los mismos motivos. Se inclinó más sobre mí hasta rozar mi oreja

con sus labios tórridos.

—Nadie me la había chupado en público. Mientras hablaba con el alcalde. —

especificó, y me eché a reír bajo su mano, ¿qué perversión no habría probado ese

maníaco… oooh, ese maníaco que me estaba matando de gusto? Su cálido

aliento sobre mi piel me volvía loca de deseo, mis propias caderas se movían al

ritmo de las suyas para conseguir aún más placer, era tan delicioso, tan bueno…

mi sexo hacía chispas cada vez que se movía dentro de mí, notaba mi propia
vagina latir y contraerse de placer, apretándole en mi interior, qué dulce, qué

dulce.

A Jean se le escapaban gemidos cada vez más fuertes y explícitos por más

que él mismo trataba de contenerse. Yo empezaba a notar mayor claridad de

pensamiento, a darme cuenta de lo que estaba haciendo, pero el placer era

demasiado agradable para renunciar a él en ese momento. Había perdido el

control, sólo podía continuar, aunque después me despreciase por ello; ahora no

podía parar, no cuando sentía ese maravilloso cosquilleo gestarse en mi interior,

ese dulcísimo picorcito que aparecía en mis paredes vaginales y amenazaba con

estallar de un momento a otro, mientras mis piernas temblaban y mi cuerpo se

convulsionaba entre los brazos de Jean.

Mi compañero apretó la mandíbula con fuerza y sentí sus caderazos con

mayor fuerza, se iba a correr, y yo misma me moví y apreté, deseando sentir su

descarga. ¡Sí, ahí estaba, qué caliente, se me derramaba dentrooo…! Oooh, qué

gustito tan bueno. Ah, ya llegaba, yo también estaba llegando ya, Jean seguía

embistiendo para soltarlo por completo, y finalmente sus embestidas tocaron mi

punto mágico más de lo que podía soportar, y sentí una maravillosa fuerza

soltarse en mi interior y expandirse por mi cuerpo con un calor delicioso que

tensó todo mi ser y me relajó lentamente, entre espasmos de gozo imposibles de

describir.

Yo recuperaba lentamente la respiración, aún con los ojos en blanco de


placer, mientras Jean tenía una enorme sonrisa en su cara de queso y parecía a

punto de quedarse frito ahí mismo. Los efectos de la música habían pasado por

completo en mí, y conforme la dulce sensación del orgasmo se iba pasando, me

iba sintiendo peor. ¿Qué clase de estúpida era yo para confiar en ese cerdo?

¡Tiempo le había faltado para volverse a aprovechar!

—Levanta, guarro traidor, ¡venga! — susurré.

—Oh… vaya, ya se te ha pasado.

—¿Si se me ha pasado? ¡Debería matarme aquí mismo! ¿Así es como

cumples tú con los tratos?

—Objeción. Yo te dije que no me aprovecharía de ti, a no ser que tú me

suplicases que lo hiciera, y lo has hecho. Y creo que has sido tú quien te has

aprovechado de mí, practicándome una felación sin mi permiso y cuando yo no

podía defenderme de ninguna manera. Eso, ha sido sexo no consentido.

—¿Tienes el cinismo de…?

—Sinceramente, no creo que ahora sea motivo de discutir de cinismos, sino

de intentar idear una manera de salir de aquí sin que nos vean y sospechen, ¿no

crees? Ya discutiremos luego los extremos de la vejación a la que me has

sometido.

Si no lo estuviera oyendo, no lo habría creído, pero decidí hacer caso, y

empezamos a gatear bajo la mesa hasta que pudimos asomarnos por un extremo

en el que no había nadie. Jean me dejó salir a mí primero y me recomendó que


me alejara, para que no nos vieran juntos. Minutos más tarde, llegó de nuevo a

mi lado y por fin pudimos irnos a casa. Qué alivio sentí al salir de allí. Lástima

que Jean me estropeó la sensación con sus condiciones.

—Bueno, supongo que sabes que esto, me hace acreedor a tu

agradecimiento.

—¿Disculpa? Te pido que no te aproveches de mi debilidad, lo haces, me

pones en peligro de perder mi escasa reputación y quedar en ridículo, ¿y encima

he de agradecerte algo?

—Claro que sí. Porque tú me pusiste primero en peligro a mí con tu felación.

Está demostrado que cuando el pene masculino está lleno de sangre, su

capacidad de raciocinio y decisión se ven afectadas, por lo tanto, yo no era

plenamente consciente de mis actos cuando te hice el amor, en tanto que tú,

conocedora de tu debilidad, sí lo eras. Si yo te hice esconderte, fue para impedir

que el alcalde te viera cuando parecías una borracha lujuriosa, fue por tu bien. Y

tú me lo pagas abusando de mi cuerpo y violándome, y aun así, te protegí hasta

el último momento sacándote del apuro en el que TÚ nos habías metido a los dos

y salvando tu imagen aún antes que la mía propia. No quiero que te sientas

obligada, pero no sé si te he contado que sufro claustrofobia. Para mí, estar

debajo de una mesa me produce un gran estrés y ansiedad. Sin embargo, por ti,

por ayudarte, he pasado esa situación horrible que me ha causado un terrible

malestar de estómago y una feroz jaqueca que probablemente no se me pase en


toda la noche ni aún con la bolsa de hielo, que me impedirá dormir y mañana

quizá no pueda ir al trabajo, lo que me supone pérdida de dinero y quedar mal

con clientes, y todo eso, por ti; yo no he dudado un segundo en ayudarte, pero,

claro, tú puedes echarme en cara que eso, no merece ningún agradecimiento.

—¡Basta ya! ¿Qué diablos quieres? ¿Otra sesión de sexo, que vuelva a

trabajar para ti, qué?

Jean sonrió. Sonrió más y me miró con picardía.

—Quiero explorar tu particularidad. Donde, cuanto y cuando yo desee, me


dejarás ponerte música y disfrutar de tus reacciones.

—Vamos a ver si lo he entendido…. ¿pretendes chantajearme

sentimentalmente y aprovecharte de que me hiciste un favor que no te costó nada

y que además te gustó, para convertirme en una especie de esclava sexual a tu

antojo?

—No, por favor. Lo que quieres decir es que, en sincero agradecimiento por

salvar tu reputación y tu carrera, a lo que acudí en tu ayuda sin dudarlo un

instante e hice con mucho gusto, tú me concedes tu amistad, por la cual accedes

a pasar ocasionalmente conmigo ratos agradables, de los cuales ambos

sacaremos un mutuo placer indescriptible sin necesidad de compromiso alguno

por ninguna de las dos partes, más que el de intentar complacernos dulcemente

el uno al otro.

Reconozco que me quedé sin palabras durante unos segundos, y finalmente


titubeé:

—Pues… si eso es lo que quería decir, yo en realidad no pretendía que

sonase tan bien.

—Hijita, cuestión de labia. Nada más que eso.

Milady y yo.

—Milady, ¿qué hacen esas dos tazas “ahí”, por favor? — de nuevo había

quedado con mi esclava por chat, y esta vez yo también había conectado mi

micrófono, no quería tener que volver a parar en lo mejor de la zambomba para

ponerme a escribir. Le había ordenado el día anterior que se conectase con la

cámara, y desnuda. Lo había hecho, pero había puesto dos tazas frente a ella,

justo en el lugar donde estaban sus tetas, de modo que no se le veían. Ocaso,

como mi esclava Milady, me sonreía con apuro. Era la primera vez que veía una

sonrisa así en su cara, y me gustaba, pero me estaba desafiando.

—Eeh… me he tomado dos chocolates, mi amo querido. — “pelota, más que

pelota…” pensé, pero no me dejé convencer.

—Muy bien, entonces, sé una niña pulcra, y retira las tazas sucias de la mesa.

— Milady suspiró, tímida, al tiempo que su rostro tomaba más color. Me


resultaba tan extraño que ella pudiese tener vergüenza… que sólo deseaba ver

esa vergüenza más y más, me parecía tan dulce, tan exótico en ella ese

sentimiento. No podía dejar de pensar si, cuando finalmente nos encontrásemos

cara a cara, y yo le hiciese cosas, ella se taparía la cara colorada y diría cosas
como “no, por favor, que me da mucha vergüenza”. Me moría de ganas por que
llegara ese momento, y estuve tentado de conectar mi cámara yo también, para

que viese cómo la miraba, y poder ver su reacción, pero me contuve. De

momento, tenía que guardar las distancias. Sólo así me haría inalcanzable, como

lo era mi ama para mí. Mi esclava retiró las tazas de la mesa, pude medio ver las

curvas de su cuerpo cuando se levantó de la silla y volvió a sentarse, encogida en

el asiento, para presentar ante la cámara sólo su cabeza y cuello. Lo poco que se

veía del pecho, lo tapaba con sus brazos. — Así, no, esclava. Tienes un cuerpo

precioso, ¿por qué te empeñas en esconderlo, y más cuando tu amo te ordena que

se lo muestres?

—Me da cosa que me miréis, amo.

—¿Por qué? Milady, ya sabes qué pienso y qué hago cuando te miro. No hay

ningún misterio en eso, ni es nada malo. Cuando te miro, me pongo contento, mi

pistolita se pone contenta, y me acaricio hasta que me quedo a gusto, ¿hay algo

que no supieras?

—Tenéis razón, lo sé. Pero siempre me da vergüenza cuando alguien me

mira. No soy capaz de aguantar una mirada fija, me pongo nerviosa y me da la

risa floja, por eso nunca miro a los ojos a nadie. Y me da un poco de apuro el

saber que vos os tocáis mirándome.

—¿Apuro por qué? Si es algo estupendo. — Milady miró directamente a la

cámara, como si me mirase a mí, y se encogió de hombros. — Bueno, no

importa, no valen más excusas. Yérguete y quítate los brazos del pecho, quiero
ver tus tetas.

Mi esclava cerró los ojos de timidez, pero irguió la espalda, se retiró los

brazos y echó hacia atrás los hombros, para que yo mirase sus pechos. Me alegré

de que no pudiera ver la sonrisa de bobo cachondo que se me abrió de golpe en

la cara. Sin poder contenerme, acerqué dos dedos a la pantalla del ordenador,

para fingir que le pellizcaba los pezones rosados.

—Están calmados. Tus pezones, quiero decir. — dije — Tócalos, quiero se

pongan erectos. — Milady se frotó los pechos con el dorso de las manos, y

aunque sus pezones respondieron al instante, chasqueé la lengua repetidamente,

para indicarle que no lo había hecho bien. — Así, no, esclava. ¿Así te los tocas

cuando te masturbas?

—Cuando me masturbo, no los toco, amo. me toco directamente… “abajo”.

—Entonces, tendré que enseñarte yo. Primero, acaricia tus pezones con las

palmas de las manos — mi esclava obedeció — Eso es. Ahora, cógete las tetas

con las manos. Así, muy bien, apriétalas un poquito, muévelas. Y ahora,

pellízcate los pezones. ¿Estás sonriendo?

—S-sí, amo. Me da corte, pero… me gusta. — Mi ama entreabrió los labios,

no para suspirar, sino como si quisiera decir algo más, pero no se atreviera. Y

casi se me paró el corazón del susto cuando me di cuenta que no necesitaba

preguntarle qué era. Ya lo sabía. Quería decirme algo como “me gustaría que me

los tocaseis vos”. Una vez más, Mariposa emergía a la piel de mi esclava. Quería
dominarme, ser ella quien dirigiese la función, y no se lo permití; si le

preguntaba qué quería decir y me contestaba eso, sería incapaz de guardar la

compostura, ella lo aprovecharía y me usaría a su antojo. “Qué difícil es ser

amo” pensé “Cuando soy Imbécil, me basta con obedecer, dejarme llevar, no

necesito pensar. Cuando soy Athos, tengo que estar alerta todo el rato, porque

Mariposa siempre quiere estar encima”. Pero tenía que seguir. Yo sabía qué me

apetecía ver, me apetecía verla sucia.

—Milady, ¿tienes leche en la nevera?

—Sí, amo Athos.

—Bien, ve a buscar un par de cartones, y un mantel de plástico. — Mi

esclava miró a la cámara con gesto de extrañeza, pero obedeció. Ocaso era una

mujer pulcra hasta el extremo, una de sus primeras órdenes como Mariposa,

cuando nos conocimos, había sido que yo le recibiera siempre limpito y aseado.

Hoy me iba a llevar mi pequeña revancha. Ella me había hecho darme cuenta de

lo desastrado que era, y yo quería hacerle ver que un poco de suciedad, podía ser

muy divertida.

—Ya lo tengo todo, amo. — contestó. Se tapaba con el mantel de hule,

decorado con florecitas.

—Extiende el hule en suelo, y arrodíllate sobre él. Siéntate de rodillas.

Separa los muslos. ¿Te gusta la leche…? — dejé el final de la frase tan

declaradamente en suspenso, que Milady me miró casi con horror.


—Amo, ¿no querréis…? Amo, por favor, no. Por favor, es una lástima,

habiendo tantos niños que pasan hambre en el mundo, desperdiciar la leche…

—¿Desperdiciar? ¿Quién ha hablado de eso? La vas a utilizar, y puedes

creerme que vamos a darle muy buen uso. — Me sentía travieso, me sentía

taimado, y me encantaba. — Coge el cartón, ¿está abierto? — mi esclava asintió,

casi temblorosa — Bien… echa la cabeza hacia atrás, y vuélcalo en tu boca. De

golpe, quiero que te chorree por la cara. — Milady miró el cartón de leche. Miró

a la cámara. Sus ojitos parecían suplicar. Estaba guapísima así, desnuda, con los

muslos abiertos. — Vamos, ¿esperas que te mande una invitación escrita en pan

de oro? Vuélcatelo encima, Milady.

Mi esclava cerró los ojos con fuerza, echó hacia atrás la cabeza y se volcó la

leche encima. Chilló de sorpresa y se rio, enderezándose de nuevo, con los

hombros encogidos, mientras goterones de leche le caían de la cara y le escurrían

por el cuello y el pecho, ¡ahora sí que tenía los pezones durísimos, hasta desde la

cámara se veían!

—¿Está fría? — pregunté, intentando contener la risa.

—¡Muy fría, amo, está helada! — Milady sonreía. Y yo conocía esa risa. Era

su risa de niña, su risa alegre, bajo la cual sólo había simple contento, nada más.

Era la risa que se le escapaba cuando se olvidaba de todo, de que era una

dómina, que había sufrido abusos, intentado suicidarse, sus fobias, sus miedos,

su otra personalidad… entonces, era simplemente Ella, aunque todavía no


supiésemos bien quién o cómo era Ella. Adoraba esa risa.

—Vierte más leche en tus pechos, empápalos. Algún día, si te portas bien,

quizá sea yo mismo quien te inunde con mi propia leche. ¿Eso te gustaría?

—¡Oh, amo! ¡Ojalá eso sea pronto! Quiero vuestra leche, vuestro semen…

seguro que estará muy bueno y calentito, y será espeso, no como esto, tan frío y

aguado. Por favor, amo, decidme que nos veremos pronto… — Se había

acercado a gatas hasta la cámara, con los pechos bamboleándole, goteando leche,

y la cara sucia. Mi picha quiso reventar ahí mismo, me puse a frotarme con las

dos manos, y tuve que recordar sacarlo de los calzoncillos, mientras los ojos se

me cerraban de placer, y yo me esforzaba por pensar, porque mi primer impulso

era el de saltar de la silla y correr a su casa, tal como estaba, en bata y

gallumbos, aunque ni siquiera sabía aún dónde vivía. El placer me hizo doblarme

en la silla, y convirtió mi columna en agua tibia.

—Eso dependerá de muchas cosas, dependerá de que sigas siendo buena y

obediente. Venga, vuélcate la leche en las tetas… — saboreé las palabras, estaba

perdiendo el control, pero no podía evitarlo, ¡era demasiado para un pobre ex

pagafantas! Milady se lamió los labios y sonrió. Una sonrisa cariñosa, llena de

esperanza, y volvió al mantel, tomó el cartón de leche y se lo derramó en las

tetas, poniendo cara de sorpresa, y la tripa se le encogía por el frío. Gotas de

leche rebotaron en su piel, saltando, hilillos de líquido blanquecino le resbalaban


por el cuerpo, por entre las tetas, la tripa, y bajaban hasta su rajita depilada, caían

entre sus muslos abiertos… aaaah, Dios, me iba a correr como un burro. —

Acaríciate. — apenas podía hablar, y Milady sonreía al oír mis esfuerzos. Se

acarició las tetas empapadas, y agachó la cabeza para lamérselas, intentando

mirarme a la vez. Mis manos en mi polla aceleraban más y más, apretándome y,

cada pocos segundos, un temblor de placer me hacía tiritar en la silla. Era como

si mi esclava estuviera haciéndome burla, jugando conmigo en lugar de yo con

ella. Milady era tímida, pero la mujer que se acariciaba, que estaba bajando las

manos peligrosamente a su intimidad, ya no era tímida en absoluto, y había en

ella más de Mariposa que de Ocaso. ¡Pero qué me importaba eso a mí a estas

alturas!

“Me da igual si me desafía un poquito, si a cambio, me da este placer y me

deja hacerme la ilusión de que soy yo quien manda.” pensé confusamente, en

medio de un placer dulcísimo. Milady se hacía cosquillas en la vulva, veía

aletear sus dedos, y con la mano libre, se volcó otra vez el cartón de leche, en la

boca, abría y cerraba la boca, tragando parte de la leche, mientras la mayoría se

derramaba por su cuello, sus tetas, temblaba y goteaba en sus pezones, y caía

entre sus muslos, formando un charquito, mientras ella me miraba con los ojos

entornados. Mi cuerpo empezó a temblar, las patas de la silla golpeteaban en el

suelo, y fue como si un terremoto tuviera lugar en mi estómago.


—¡Milady! ¡Me corro…! — sólo atiné a decir, y mi esclava tomó el segundó

cartón, y lo agitó entre sus manos, le quitó el tapón y se lo lanzó de golpe a la

cara, manchándose incluso el cabello; entendí qué quería que imaginase, y lo

consiguió. Un escalofrío delicioso me estremeció todo el cuerpo, y mi polla

estalló como un volcán, soltando un potente chorretón de esperma, mientras yo

tiritaba, y mi culo se contrajo con tal fuerza que me dolieron las nalgas, y los

dedos de mis pies se encogieron, ¡qué placer…! Jadeé, desmadejado en la silla,

con la polla dando espasmos que me hacían sonreír de gustito, y viendo como el

manchurrón de mi tripa se escurría lentamente. También mi polla estaba

manchada, notaba las pelotas mojadas, y unas cosquillitas muy dulces al


escurrirse el lefazo por entre mis piernas. Qué bien me había quedado. Milady se

reía, era una risita con un cierto punto de superioridad, pero aun así, amable.

—¿Os ha gustado, amo? Os he oído gemir mucho.

—Milady… has hecho muy feliz a tu amo. Si ahora estuvieras aquí, te

premiaría dejando que lamieras mi pene.

—¡Oh, sí, amo, eso me gustaría mucho! — batió palmas. Y yo reí con

sorprendida incredulidad. Mi ama poco menos que detestaba los fluidos

corporales, si a alguien le tocaba lamerlos, era a mí, y me hacía lavarme poco

menos que de pies a cabeza cada vez que me corría. La idea de verla lamiendo

despacito mi pene, recogiendo los restos de mi corrida y dejándome limpio a

lengüetazos, me puso a presentar armas de nuevo, pero decidí que era mejor
despedirme de Milady por esa noche, había que saber ser gradual.

—Bueno, esclava, te has portado muy bien. Te dejo con una sola orden, y es

que te masturbes. Pero tú decides si vas a masturbarte después de haberte lavado,

o así, empapada de leche. La próxima vez que me apetezca divertirme, ya me

contarás cómo lo hiciste. Adiós. — Cerré la ventana, pero cuando mi esclava

oyó mis palabras de despedida, me lanzó un beso a toda prisa. Yo tenía la mano

en el ratón y no fui capaz de moverme. Un beso. Me había lanzado un beso.

Mariposa, los gestos de cariño los daba con cuentagotas, pero Milady… mi

esclava sabía que su amo tenía una debilidad, y era la necesidad de sentirse

querido, y lo aprovechaba para sí. Yo sabía que un amo no debía tener

sentimientos, si yo me hubiera atrevido a lanzarle un beso a Mariposa, ella me lo

hubiese reprochado como una falta de respeto y me hubiera castigado por ello.

Pero a mí me daba vueltas el corazón, no podía dejar de sonreír, y tenía ganas de

ponerme a pegar gritos de alegría, ¡había sido un éxito! Mis primeras sesiones de

dominación como amo, ¡estaban saliendo bien! Mariposa tenía muchas tablas

como ama, pero cuando era Ocaso, era sólo una mujercita tímida, una chica gris

que se ocultaba tras sus gafas oscuras aún en la oficina porque era fotofóbica,

que apenas hablaba, y en la que nadie se fijaba. Y ahora, era Milady. Mi esclava.

Cuando pensaba en ella de ese modo, tenía muchas ganas de abrazarla, apretarle

la cabeza contra mi pecho y decirle cosas como “mi chuchita, cuchirritina”. Me

daba la impresión de que se trataba de alguien muy pequeño y frágil, alguien que
necesitaba de mi protección y mi cariño. Yo era el primero que sabía que no era

así, tanto como Ocaso como Mariposa, mi ama sabía componérselas muy bien

sola, pero a mí me daba esa impresión pese a todo.

“¿Será eso lo que siente por mí Mariposa?” Me pregunté al día siguiente, por

la mañana, mientras me duchaba sin prisas. El festivo del miércoles, lo habían

movido en el banco al viernes para juntar tres días, así que no trabajaba y podía

pasarme una hora bajo la ducha si quería. Mariposa vendría esta tarde, quería

estar bien presentable. “¿Cuando soy Imbécil, me verá mi ama como a un ser

pequeñito y desamparado?” En ocasiones, ella me había dicho que soy un

infelizote, y tiene razón. Tal vez, ella me viese así realmente. Pero Mariposa, sin

dejar de ser también ella, era distinta. No llevaba gafas nunca, era segura de sí

misma, hablaba más que nadie, ponía los brazos en jarras. “Me gustaría hacer

algo que me diese más seguridad. Algo que… me distinguiese. Algo que me dé

pinta de amo, que me haga parecer otra persona más fuerte”, pensé, mientras me

daba jabón en la cara. Tengo un espejito dentro de la ducha para afeitarme

dentro, me resulta muy cómodo. Y mientras me enjabonaba la cara, sonreí. Sin

duda, a Mariposa, no le haría demasiada gracia, ella que es tan pulcra. Pero a mi

esclava, tal vez le gustase la idea. “Mariposa me verá así cuando venga esta

tarde. pero Milady tardará más tiempo, cuando ella lo vea, ya tendrá forma”, me

dije. Y me afeité, sólo en parte.

*********
—¿Puede saberse, Imbécil, qué te has hecho en la cara? — No podía evitar

sonreír. Mi esclavo se estaba dejando barba. Se había afeitado las mejillas, pero

se había dejado la línea de las patillas hasta la mandíbula, y un bigote que se

juntaba con la perilla. Sólo se veía la silueta, se notaba que la barba era de hoy,

pero el dibujo ya estaba ahí, y pensé que le daba aspecto de conspirador de la

corte, de secretario de los rumores, pero no se lo dije.

—Quería, bueno, cambiar de look. ¿No os gusta, ama? — Tenía el aspecto

de un niño que le ofrece a mamá un pastel de barro por el Día de la Madre,

presintiendo que, para esas ocasiones, se regalan otras cosas, pero a sabiendas

que eso, es lo mejor que tiene a su alcance. Acaricié la suave perilla, aún sin
formar, y mi esclavo cerró los ojos de gusto, como siempre que le hago alguna

caricia.

—¿Esperas impresionar a Ocaso con una barbita de cabra filósofa? — le

hice cosquillas en la garganta, y mi Imbécil sonrió con su risilla de tonto

cachondo, mientras su ropa interior se abultaba. Me encanta ver cómo puedo

hacer que se ponga erecto sólo con una atención. Pero en esa ocasión, en su

risita de tonto cachondo, había algo más. Un tono que yo no le conocía. Apenas
lo oía, pero estaba ahí, podía intuirlo. Era como si estuviese guardando un

secreto.

—Impresionarla, no, ama. No pretendo impresionarla. No con la barba, al

menos. Pretendo sólo… bueno, tener otro aspecto menos cándido. Vos siempre

me decís que tengo cara de demasiado bueno. — Me sonrió, y en su sonrisa, lo


vi claramente. Estaba convencido de que ya me tenía, que a Ocaso le gustaba

tanto ser su esclava, que no sería capaz de dejarlo pasado el mes, y yo perdería

la apuesta. Una parte de mí se sintió furiosa al ver esa expresión marisabidilla

en su cara, pero otra, me recordó nuestro jueguecito de anoche “Ten calma, eres

siempre TÚ quien manda”, me dije. Eso de fingir que era su obediente esclava,

había sido muy divertido. Bueno, no tanto, había sido curioso, más bien. Eso es.

Sólo curioso, interesante. Paseé mis dedos por su incipiente bigotito.

—¿Sabes cómo llaman a estos bigotes finos, Imbécil? ¿Lo sabes? — Mi

esclavo negó con la cabeza mientras me besaba los dedos cuando se los ponía a

su alcance, e intentaba lamérmelos o apresarlos en su boca. — Los llaman “el

placer del conejito”, porque hacen cosquillas… ¿Te apetece hacerme cosquillas

con tu bigotito, Imbécil?

Mi esclavo puso cara de intensa felicidad y se arrodilló de inmediato,

frotando su cabeza contra mi muslo, besando mis piernas, para que yo me

sentara enseguida y le dejase darme placer. Es cierto que no era más que un

imbécil, pero era MI Imbécil, y me gustaba que fuera tan solícito. Me senté en su

cama y abrí las piernas, para dejarle sitio entre ellas, y se lanzó a besarme la

cara interior de los muslos, frotando su recién estrenado vello facial en mi piel,

haciendo, efectivamente, cosquillas, muy dulces y traviesas. “¿Te he enseñado

bien, o eres tú un buen alumno?” Pero cuando estoy recibiendo placer no me

apetece pensar, de modo que simplemente disfruté de sus besos, y cuando


empezó a lamerme, acercando cada vez más su lengua a mi intimidad, me

invadió un gusto tan intenso que el deseo que se coló en mi cerebro, me

avergonzó.

*************

El lunes por la mañana, yo estaba en mi puesto, silbando alegremente

mientras trabajaba con muchas energías. Había pasado un finde estupendo con

Mariposa. Mi ama había tenido unos altibajos extraños; tan pronto estaba fría

como el hielo, como me dejaba apoyar la cabeza en su vientre y me acariciaba el

pelo y la nuca, pero yo no le daba demasiada importancia. Estaba conmigo, eso

era todo lo que yo precisaba para ser feliz. Ocaso estaba también en su puesto,

ignorándome por completo, como yo a ella. Los dos fingíamos no conocernos,

pero yo, como el gilipollas irredento que soy, no podía dejar de mirarla

furtivamente, o de quedarme colgarrón cuando la veía pasar. Ricardo, mi mejor

amigo, estaba empezando a sospechar que era ELLA la misteriosa chica por la

que sabía que yo estaba colgado, pero viendo la enfermiza timidez de Ocaso,

tuvo el buen juicio de no hacer ningún comentario. Quien sí lo hizo, fue Nélida,

mi ex princesa. La chica que me había tenido como pagafantas durante más de

medio año, sin ser capaz ni de decirme que no, mientras se zumbaba todo lo que

quería, y yo sopitas. Por suerte, su comentario no fue sobre Ocaso, sino sobre mi

cambio de aspecto.

—¿Y esa barba? — me dijo cuando se acercó a mí, para darme unos
certificados que sólo puedo mandar yo. Mi barba había crecido durante los tres

días festivos y, aunque aún distaba mucho de ser tupida y espesa como yo la

quería, ya era mucho más que una sombra, estaba definida y decididamente

oscura. El bigotito fino no me hacía nada viejo, la barba arrancándome de las

patillas me hacía parecer menos carirredondo, y la perilla me daba un aire casi

arrogante, me encantaba.

—Me apetecía cambiar. — sonreí, tomándole los papelotes que me traía y sin

darle más importancia. Hacía tiempo que Nélida me era tan indiferente como yo

a ella, pero mi reciprocidad era un golpe para su orgullo. Me miró con una

sonrisa paternal.

—No te favorece nada, afeitado estás mejor. — Hace apenas dos años, esa

misma frase me hubiese hecho sentir ridículo y miserable, y hubiera

aprovechado el descanso del curro para ir a comprar una maquinilla y afeitarme

en el cuarto de baño. Hoy, me hizo devolverle la sonrisa paternal y contestarle:

—Nélida, no me la he dejado para que te guste… a ti. — No podía decírselo

más claro, y puso cara de princesita ofendida, y de sorpresa. Lo último que podía

esperarse, era que yo le contestase algo así.

—Qué borde eres. — dijo muy deprisa, y se largó. Me encogí de hombros,

¿qué quería que le dijera, que mi vida ya no estaba supeditada a sus caprichos?

Eché una mirada a Ocaso, se sentaba muy cerca, quizá lo había oído. Mi esclava

estaba colorada y totalmente quieta en su puesto. No tecleaba, no se movía, y


creo que ni respiraba. La miré fijamente, hasta que notó que la estaba mirando, y

medio vi sus ojos moverse bajo las gafas oscuras. Al ver que, en efecto la estaba
mirando, de golpe miró de nuevo al monitor, y tomó rápidamente un pañuelo,

como si fuese a sonarse. Pero a mí no me engañó. Se estaba riendo.

Chica a la espera.

Estaba de muy buen humor, hasta silbaba. Le gustaba tener su pequeña casita

limpia, y disfrutaba cocinando, dentro de sus posibilidades, limpiando y sacando

brillo hasta que hubiera podido verse reflejado en las superficies, si aún

conservase esa posibilidad. Desgraciadamente, hacía ya muchos años que

Alfonso Vladimiro, el conserje de noche del instituto, a quien los estudiantes

llamaban “Vladi dos veces” porque solía repetirlo todo, no podía ver su imagen

reflejada en ningún sitio normal, como espejos, superficies pulidas o agua, y

tenía que servirse de otros objetos para comprobar si los que limpiaba, estaban

tan brillantes como él quería que estuvieran. Vladi, era un vampiro. Ya no

recordaba exactamente la edad que tenía, ni le importaba demasiado. Cuando fue

atacado, porque no provenía de familia de vampiros, ya le dijeron que eso

acabaría sucediendo, y entonces no se lo creyó, pero se había dado cuenta que no

le mentían: pasado un tiempo, perdías la cuenta, nada más.

Vladi pertenecía a la casta más baja de los vampiros, los Chupacabras, y

como tal, era despreciado por todo el mundo vampírico, como cualquier

miembro de esa casta. Y lo cierto es que tampoco le importaba gran cosa. Sabía
que cualquier vampiro que se cruzase en su camino, le mataría sin más, con la

misma indiferencia que los humanos aplastan cucarachas, pero, ¿qué vampiro

iba a acercarse por un instituto lleno de humanos? Ningún vampiro que se

preciase de serlo, se acercaría tanto a los humanos, salvo para alimentarse de

ellos, sólo un Chupacabras se rebajaría a tener un oficio remunerado a cambio de

serles de alguna utilidad. Entre los vampiros, alguien como Vladi sería una

deshonra, una vergüenza, pero el anciano conserje vivía tranquilo y

razonablemente satisfecho. Le gustaba su trabajo y lo hacía bien. Los jóvenes le

divertían, aunque no los veía mucho. Nunca veía mucho a nadie, era otra ventaja

de trabajar de noche, uno pasaba el tiempo muy tranquilo. Es cierto que casi no

hablaba con nadie y se sentía un poco solo, pero siempre había sido bastante

solitario.

Hasta no hacía mucho, Vladi había vivido con su hijo, Bartolomeo, a quien

llamaba Tolo. No era su hijo legítimo, y tampoco él era un vampiro de familia,

sino un niño cuya madre había sido infectada por otro vampiro y ésta y su
amante se alimentaron de él y lo abandonaron en casa de Vladimiro después.

Ellos, también eran Chupacabras. Tolo había crecido lentamente, eligiendo cada

puñado de años si quería cumplir uno más, y hacía cosa como de siete u ocho, se

había ido de casa a “buscar su propia independencia”. Vladi sabía qué quería

decir: que quería tener un sitio privado para llevarse a las chicas sin que éstas

tuvieran que oír los ronquidos de su padre en el cuarto de al lado, y lo


comprendía. Cuando se cansara, ya regresaría. Tolo no era como sus padres, él

deseaba una familia, aunque no lo supiera aún, y volvería cuando se hubiera

cansado de follar a lo loco, que, como lo de no recordar la propia edad, es algo

que ocurre tarde o temprano.

Vladimiro tenía la apariencia de un hombre normal de unos sesenta años.

Bastante alto, de espaldas anchas y en buena forma, pero ya con sus añitos. Tenía

el abundante cabello todo blanco ya, pero sus ojos verdeazulados seguían

brillando en su rostro amable. En general, tenía pinta de bueno, y entre eso y su

manía de andar repitiéndolo siempre todo, muchos estudiantes decían que estaba

gagá y le tomaban un poco por el pito del sereno. A Vladi no le importaba

tampoco eso. Pero sí le importaba mantener un poco el orden, al menos, dentro

de los límites del instituto.

—Venga, tonta.

—Jijiji, basta… para, no…

—Anda… si te va a gustar.

Vladi estaba sacando brillo al sable. A un viejo sable que tenía desde hacía

años, que había comprado en el mercadillo del Instituto y le habían dicho que

perteneció a un pirata, cuando oyó aquello en el jardín y se asomó a la ventana.

Allí estaba otra vez, la chica de los ojos verdes y otro chico, a éste no lo conocía.

La joven siempre se traía a sus novios a la zona de árboles que había cerca de la

vivienda del conserje, porque quedaba oscuro, pero estaba razonablemente cerca
de zonas de luz y gente, no como el bosquecito que había en la zona de la

Universidad que separando las residencias masculina y femenina. Daba la

intimidad necesaria para un encuentro, pero la seguridad precisa si se hacía

necesario pegar un grito o salir corriendo. Vladimiro lo sabía, pero eso no hacía

que le molestara menos, ¿qué clase de autoestima tenía esa chica para andar

haciendo cosas así, cada dos días con uno distinto? Y siempre montándoles el

mismo numerito de buena chica tímida “sí, pero no”. ¿Y qué clase de respeto le

tenían los chicos, la misma tarde que se conocían, para meterla mano en un sitio

oscuro? Siempre que los veía, solía darles una voz para que se largaran, pero ya

estaba harto, hoy los iba a escarmentar.

—¡Ah… mmmh… por ahí, no! ¡No, no toques ahí! — gemía la joven, la

espalda apoyada contra el árbol, mientras su compañero, con un tremendo bulto

en los pantalones, había pasado de acariciarle las nalgas a pasar a la zona

delantera de la falda, intentando traspasar la barrera de la fina ropa interior.

—Venga, si te gusta, no digas que no…

—Por favor, saca la mano… — susurraba ella, pero no le impedía seguir

avanzando y movía las caderas para frotarse contra sus dedos.

—Ahh… qué caliente me pones… ¡HEY! — el chico dio un brinco y gritó,

asustado, cuando el chorretón del agua fría le pegó directamente en los riñones,

y se volvió, intentando cubrirse con las manos, empapado de la cabeza a los pies,

sin dejar de gritar, y su compañera, riendo, se ocultó rápidamente tras el árbol,


arreglándose la ropa.

—Cuando los perros están muy arrebatados, se hace esto para calmarlos. —

dijo Vladi desde la ventana de su cobertizo, cerrando la manguera.

—¡¿Usted es gilipollas o qué?!

—Qué.

—¿Qué?

—Soy “qué”. Si he de elegir entre ser gilipollas o qué, entonces soy “qué”.

Este es un truco que me enseñó mi padre, cuando los perros se quedaban

trabados o cuando se desmandaban, se les echaba agua fría y se calmaban. Así.

— Y accionó de nuevo la manguera, poniendo perdido al joven.

—¡Bastaaarrglrgrl…! — gritó. Vladi paró la manguera.

—Y ahora, largo de aquí. Y que no te vea yo volver a ponerle la mano

encima a la chica, que te estabas propasando.

—Pero, señor, si he sido yo quien le dijo de venir aquí. — admitió la joven,

asomándose tras el árbol, apenas un poco salpicada de agua.

—Y si él hubiera sido un caballero, se habría negado. — rebatió el conserje.

— Pero en lugar de eso, se estaba pasando de la raya, y eso no lo consiento en

mi casa. Venga.

El joven, chorreando agua del pelo y con rostro iracundo, echó a andar. La chica
de los ojos verdes intentó darle la mano, pero él apartó la suya con un

gesto hosco, caminando muy deprisa en un intento de dejarla atrás. La joven


pareció entristecida un instante, luego miró hacia la ventana donde estaba Vladi

viéndolos marchar, y le sonrió imperceptiblemente, echando a andar de

inmediato. El conserje se la quedó mirando un buen rato, y la vio echar la vista

atrás dos o tres veces, hasta que, sin duda por no mirar el camino, se pegó un

encontronazo contra un árbol, pero no se hizo nada. El joven ni cuenta se dio, y

la chica se rio de su propia torpeza y echó a correr para alejarse.

Vladi sabía que volvería. Que mañana mismo, o dentro de un par de días,

estaría allí otra vez, y con otro chico diferente. “Esa chica busca cariño, y sólo

encuentra sexo”, se dijo el conserje.

A la noche siguiente, Vladimiro se levantó temprano, como solía. No le

gustaba haraganear en la cama, y apenas eran las cinco y media de la tarde

cuando salió de la misma. Estaba oscureciendo, pero aún había claridad, y

cuando salió de su casita, ya vestido, para ir al Instituto, donde tendría que

limpiar y recoger las aulas, se la encontró fuera, esperando, sentada en la

barandilla del porche. La chica de los ojos verdes le miró y le sonrió

tímidamente.

—Hola. ¿Qué haces aquí? — le preguntó Vladi.

—Espero. A mi novio, el de ayer.

—¿Va a volver por aquí? No creo que vaya a hacerlo después de lo que pasó,

¿va a volver por aquí?

—Eso me ha dicho. Me dijo que si quería que volviese, le podía esperar aquí
sentada, y es lo que hago. No molesto, ¿verdad?

Vladi negó con la cabeza, un poco extrañado. Tenía la sensación de que lo

que le habían dado a la chica no era exactamente una cita, pero, ¿quién era él

para juzgar? Se marchó a su trabajo y cuando regresó, cerca ya de medianoche,

la chica seguía allí. No había cambiado ni de postura. El conserje le dio las

buenas noches y ella contestó, con la mirada fija en el camino, esperando ver

llegar al chico. Un rato después empezó a llover, y la chica se refugió bajo el

porche, pero no se marchó, siguió esperando. Era casi la una de la mañana,

cuando Vladi salió con un paraguas y se lo ofreció.

—Ya es muy tarde. — dijo— ¿Por qué no te marchas a casa? Es muy tarde

para que una chica se quede aquí bajo la lluvia. — La joven le miró. Tenía la piel

pálida, muy blanca, y le destacaban mucho los ojos tan verdes y grandes, y tan

tristes.

—No puedo volver a mi casa. Yo no… no tengo casa.

—¿Te has fugado de casa, hija? ¿Te has escapado?

—Algo así. Usted no lo entendería. — las tripas le rugieron en ese preciso

momento, y el conserje sonrió.

—Lo que yo entiendo, es que tienes hambre. Pasa, y cena algo conmigo,

estás hambrienta. — la joven pareció dudar. Luego miró la amistosa sonrisa de

Vladimiro, y se la devolvió. Agachó la cabeza con humildad y musitó un

“gracias” casi inaudible mientras entraba en la casa.


La casita del conserje no era muy grande, pero era cálida y acogedora, y

estaba muy limpia, fruto de las interminables horas que Vladimiro, sin nada

mejor que hacer, pasaba limpiando y frotando. Tenía un saloncito con un

pequeño televisor que casi siempre estaba apagado, una chimenea pequeñita y

una gran librería. Una cocina, un cuarto de baño completo, dos habitaciones, y

una buhardilla, que era donde Vladi solía reparar relojes, algo que le gustaba

mucho. El conserje preparó enseguida otro cubierto para ella, y le sirvió leche y

queso, lo mismo que iba a tomar él. Los vampiros Chupacabras, no sólo se

alimentan de sangre de animal, algo que ya es bastante malo a los ojos de las

otras castas, que se alimentan tan solo de sangre humana o vísceras, sino que

también pueden tomar miel, huevos, o lácteos. La joven sonrió, pero negó con la

cabeza.

—Es usted muy amable, pero soy alérgica a la lactosa. No puedo tomar

leche. — Vladi se dio cuenta un poco tarde que, en realidad, él no tenía gran

cosa en la nevera, salvo leche, huevos y vísceras, pero nada para cocinarlo. Todo

lo tomaba casi siempre crudo, quizá un poco condimentado, un poco presentado,

pero nada más. Ni siquiera tenía pan, ¿qué podía darle de cenar?

—Tengo… ¿te gusta el corazón de vaca? — sabía que era una pregunta

tonta, a la mayor parte de los humanos no les gustaban las vísceras, las

detestaban, pero la joven sonrió y asintió. — Puedo hacerte un filete en un

momentito.
—No. No se moleste. Verá, soy crudívora, partidaria de los alimentos no
cocinados. Con el fuego, pierden la mayor parte de las vitaminas. A lo mejor le

parece asqueroso, pero prefiero comérmelo crudo, si no le molesta — El

conserje sonrió, ¿por qué iba a molestarle? Tanto mejor para él. Cortó una

porción de corazón en cubitos, la sangre formaba charquitos en el plato y el

conserje pensó que la chica tenía un estómago bien extraño, cualquier humano

hubiera considerado aquello algo asqueroso, pero apenas le vio llegar con el

plato lleno de trozos de corazón sanguinolentos, la chica se relamió. Cuando

atacó los pedazos, dejó escapar un gemido de satisfacción, cerrando los ojos con

deleite. —. Está muy bueno. Muy fresco. Se lo agradezco de veras, estaba

hambrienta.

—¿Qué es eso de que no puedes volver a casa? Cuéntame eso de que no

tienes casa. — preguntó Vladi, y la joven suspiró.

—Es una historia vulgar y demasiado conocida: “chica conoce chico, padres

de chica no lo aceptan, chica se escapa con chico. Chico miente a chica, chico

abandona a chica, chica asesina a chico y huye”.

—¿Has matado a un chico? — preguntó el conserje.

—Ojalá lo hubiera hecho, pero ya era tarde.

—Entiendo. Ya lo querías demasiado, y hubiera hecho lo que hubiera hecho,

no eras capaz de hacerle daño, ¿verdad?

—¿Eh? Ah, sí, sí, eso es. Eso quería decir.


—No obstante — continuó el conserje, bebiendo un trago de leche. —. Si ya

no estás con ese chico, ¿por qué no vuelves con tus padres? Ellos te acogerán.

—Los míos, no. Ya… ya lo intenté. Cuando me vieron volver, me echaron de

casa. Me dijeron que ya era mayor de edad, y que si había querido obrar a mi

antojo, que me las apañara sola. De eso hace ya dos años. He intentado volver, o

hablar con ellos, pero no quieren nada conmigo. Dicen que no tienen hija.

—¿Dónde estás viviendo?

—En el campanario.

—¿Y de qué vives? ¿Qué comes? ¿Trabajas en algo…?

—Como de los chicos que traigo aquí. Yo me dejo toquetear, y ellos me dan

comida.

El conserje suspiró.

—¿Cómo te llamas?

—Tatiana.

—Tatiana, ¿y eso, te parece que es forma de vivir? — la joven pareció un

poco sorprendida.

—Mi familia, ha vivido así siempre — se encogió de hombros —. Mi madre

solía atraer a los hombres cerca de donde estaba mi padre, y él la protegía

mientras ella lo hacía. De hecho, ahora que me ha dado de cenar, yo… bueno,

estoy moralmente obligada a…

—¡No! — dijo de inmediato Vladi, dejando en la mesa el vaso de leche.


Tenía un grueso bigote blanco sobre el labio superior. Tatiana pareció triste.

—¿Le parezco fea? ¿No le gusto?

—Claro… claro que me gustas, esa no es la razón. Es… no es bonito,

Tatiana, yo te he dado de cenar por amabilidad, no por que quisiera acostarme

contigo.

—¿No te gustaría tener placer conmigo? — musitó sensualmente la joven,

pasando a tutearle.

—Sí. ¡No! — se corrigió en el acto — a ver, eres guapa, hija, pero yo soy un

viejo, y mucho más de lo que aparento.

—Yo tampoco soy tan joven como aparento. Ni tan desvalida. Sé bien lo que

hago. Vladimiro, ¿te llamas así, verdad? — éste asintió — Quiero agradecerte lo

que has hecho por mí, y el mejor modo que conozco de dar las gracias, es dando

placer, ¿qué hay de malo en ello? — Tatiana tomó la mano que el conserje tenía

sobre la mesa y la llevó a su boca, metiéndose la punta del dedo índice entre los

labios, sedosos y cálidos y lamiéndolo muy suavemente, mirándole con los ojos

entornados.

—Pues que… que… — intentó decir el conserje, pero no se le ocurría una

razón de peso. Podía decir que era inmoral, pero, ¿qué moralidad tenía un

vampiro? — No, no está bien. para… — Con evidente esfuerzo, sacó su dedo de

entre los labios de Tatiana y negó con la cabeza. — Quédate a dormir aquí esta

noche, el cuarto de mi hijo está libre. Pero cuando digo a dormir, es a dormir. Y
a

dormir tú sola.

Tatiana se le quedó mirando con sus enormes ojos verdes. Y de pronto, esos

ojos temblaron, húmedos, y dos gruesas lágrimas se deslizaron de ellos. La joven

ocultó el rostro y sus frágiles hombros dieron convulsiones cuando se echó a

llorar sin consuelo.

—¿Qué? — dijo Vladimiro — ¿Qué he dicho? — El anciano se agachó junto

a la joven y la tomó de los hombros.

—Haces que me sienta como una inútil. Una gorrona que se aprovecha de ti.

Me das de comer, y no dejas que te lo agradezca de ninguna manera, como si yo

no valiese nada, como si me despreciaras.

—No llores por eso — una parte de sí mismo quería simplemente abrirse el

pantalón y decir “si esto te va a hacer feliz, adelante”, pero otra parte sabía que

no estaba bien, que aceptar sexo de una chiquilla a cambio de un poco de

comida, era una canallada. —. No llores, punto. ¿Si… si te dejo que me

agradezcas la comida de algún modo, se te pasará? ¿Eh, se te pasará el disgusto?

— Tatiana le miró, con la cara llena de lágrimas, y asintió — Entonces, ayúdame

a recoger la mesa y fregar cacharros. Eso, me hace más ilusión que me des

placer, prefiero que me ayudes a recoger y fregar.

—¿De veras? — la joven puso gesto de incredulidad.

—Claro. El orgasmo sólo dura unos segundos, el recoger esto, nos llevará al
menos un cuarto de hora.

Tatiana sonrió ante la simpleza de su anfitrión y se puso a recoger con él,

charlando de trivialidades. Cuando terminaron, entre una cosa y otra, eran ya

casi las tres de la mañana.

—Debes estar muy cansada — dijo Vladi. — Yo me acuesto cuando se acaba

mi turno, al amanecer, pero tú, ¿por qué no te vas ya a acostar? Debes estar muy

cansada.

—Yo también duermo sólo de día. Soy fotofóbica, no me gusta la luz solar,

por eso duermo durante el día. — contestó la joven, sonriendo. Vladi se quedó

pensativo. “No toma leche. Come corazón crudo. Su moralidad sexual es casi

inexistente. Y ahora resulta que duerme de día. O realmente, es la chica más rara

que he visto nunca, o… o no es una chica como tal”. Desde luego, si era lo que

Vladi se imaginaba, no pertenecía a su casta, dado que no podía tomar leche,

pero si pertenecía a otra casta, ¿qué hacía sola, y viva? Un vampiro solo, dado de

lado por su propia casta, era un ser condenado, alguien que no duraría ni dos

noches, su propia casta querría matarlo, y los vampiros de castas rivales (o sea,
todas), se apuntarían a ello, sólo para conseguir méritos o simplemente para

divertirse. El conserje se puso en guardia, ¿y si esa niña bonita no era más que

un cebo para él? Una carnada para engatusarlo y hacerle tener sexo, y cuando se

quedase dormido, que otros vampiros entrasen a matarlo. No era descabellado.

Es cierto que él era un Chupacabras, su muerte no importaba un comino a nadie,


pero todas las castas consideraban que era muy divertido matar a los de su casta,

porque no eran considerados como auténticos vampiros. La casta dominante, los

Dementia, creía que era poco menos que un deber moral acabar con los

Chupacabras, para conservar la pureza de la raza vampírica. Tenía que saber si

Tatiana era realmente un vampiro o no, porque podía ser peligrosa. Y había un

medio muy sencillo para averiguarlo.

—¡Ay! ¡Qué torpe soy, seré torpe! — dijo Vladi, sujetándose la mano que se

había herido. A propósito, había golpeado las tijeras que había sobre la mesa y,

simulando cogerlas, se había pinchado en la mano para conseguir sangrar.

Tatiana le miró al oír su grito, y al ver la sangre, su rostro cambió a una

expresión hambrienta sin que ella misma se diera cuenta. Su boca se abrió, y sus

finos colmillos se alargaron visiblemente, ¡ahí estaba! La joven fue a tomarle de

la mano, pero el conserje se la sujetó. —. Te pillé.

¡Qué estúpido había sido! Él pensando que se trataba de una pobre chica

necesitada de afecto, ¡y se estaba alimentando de los chicos del instituto que

creían aprovecharse de ella! Quizá incluso era virgen todavía, lo único que hacía

era ponerlos burros, llevarlos a sitios oscuros y, cuando estaban demasiado

cachondos para darse cuenta de nada, los atacaba. Quizá ni siquiera estuviese

sola, sino que fuese el cebo de otro vampiro, y les pareciese divertido

alimentarse del conserje. Tatiana se dio cuenta que se había delatado y su

expresión cambió, mientras se tapaba la boca con la mano libre.


—Me has reconocido. — se extrañó. Ella misma sabía que los humanos no

creían en vampiros, no aceptarían su presencia aunque tuviesen uno delante, no

lo creerían hasta que ya fuese demasiado tarde. Si el conserje la había

reconocido, es porque entonces, él también era otro vampiro. Y puesto que

tomaba leche, sólo podía ser de una casta en concreto.

—Habla, guapa. ¿Sois una pareja, o perteneces a una casta? Si tu macho está

ahí fuera, que entre a dar la cara, yo no tengo veinte añitos para perder la cabeza

por una chiquilla, como los chicos del instituto.

—¡Vladi! — se indignó la joven. — No tengo ningún macho, y ya te dije antes


que mi familia me ha echado.

—¿Pretendes que me crea que una vampiresa tan joven, está sola y nadie ha

venido a matarla aún? ¿Quieres que me crea eso?

—Es la verdad, Vladi, debes creerme, pero por favor, no intentes atacarme,

no quiero hacerte daño. Has sido amable conmigo, no te quiero lastimar. Si este

es tu territorio de caza, me marcharé, me iré de aquí, no volverás a verme, pero

por favor, no me ataques. — El conserje se extrañó. Soltó la mano de la joven y

ella sonrió nuevamente. — Sí que han venido a matarme. De mi propia casta, y

de otras, pero no lo han conseguido, y dudo que lo consigan jamás. Hace ya casi

un año que no viene a por mí nadie. Mira… — La joven buscó con la vista por la

habitación, y se fijó en la librería. Estaba tan repleta de libros que algunos

estantes se combaban por el peso. Se dirigió a ella y metió la mano en uno de los
estantes, y, sin aparente esfuerzo, levantó la librería hasta el techo. Vladimiro no

supo ni qué cara poner. Tatiana, con todo cuidado, para no tirar ningún libro, la

dejó de nuevo en el suelo. — Desde niña he tenido esta fuerza. Nadie sabe de

dónde me viene, pero hasta mi padre me tenía miedo. Creo que fue un alivio

para ellos que me escapara de casa. Cuando el chico con el que me fugué,

bueno… él no era…

—¿Era humano? ¿Te fugaste con un chico humano? — preguntó el conserje,

y Tatiana se sonrojó violentamente y asintió. Él, como Chupacabras, no veía tan

importante aquello, pero sabía que entre vampiros, liarse con un humano es algo

impensable, no digamos enamorarse de él. Tener sexo ocasional con algunos, es

tolerado, pero una relación seria… no.

—Él pensaba que tendría mi misma fuerza, yo pensaba también que se la

pasaría, pero no fue así. Y el ver que yo podía levantarle con una mano, le hacía

sentir inferior. No pudo soportarlo, y me abandonó. Mi familia ya no me dejó

volver, y desde entonces, vivo sola. Como puedo. Más o menos, como tú. — La

joven le miró con curiosidad —. Nunca había visto a un Chupacabras. Siempre

me habían dicho que erais bestias asquerosas, que muchos ni sabíais hablar…

Tatiana, con una tímida sonrisa en los labios, recorrió el cuerpo del conserje

con la mirada, y Vladi no pudo evitar sentirse halagado por la mirada que veía en

los ojos de ella. Entre vampiros ocurre una cosa muy extraña, y es que todas las

castas, por definición, son rivales y se aborrecen entre sí. Hasta los Chupacabras,
tan indiferentes a la mayor parte de las cuestiones vampíricas, coinciden en esto.

Cada casta se considera mejor que las demás, y dentro de la rígida escala que las
esquematiza, todas piensan que deberían estar un escalón más arriba, o que las

otras deberían estar más abajo. Cuando dos vampiros de castas distintas se

encuentran, lo más fácil es que luchen entre sí, o, si se encuentran lo bastante

atractivos mutuamente, que mantengan sexo y después de éste, intenten matarse

o aprovecharse del otro. En el mejor de los casos, cada cual seguirá su camino.

Pero cuando dos vampiros errantes, o solitarios, o desterrados, se encuentran,

sean de la casta que sean y quién sabe si por una extraña afinidad de género, o

por haber estado durante mucho tiempo sin contacto con ningún semejante, pero

se verán atraídos de manera inexorable.

Esto Vladi, lo sabía. Hacía más de sesenta años que él no veía a una

vampiresa, y, trabajando en el turno que estaba, tampoco tenía contacto con

mujeres humanas, simplemente se aliviaba a solas cuando tenía necesidad de

ello, y como no estaba expuesto a grandes tentaciones tampoco, no lo hacía con

demasiada frecuencia. Ahora, por primera vez en mucho tiempo, tenía ganas.

Tatiana lo sabía también. Llevaba más de tres años sin encontrarse con un

vampiro, salvo con los asesinos que le mandaba su propio padre y otras castas;

los chicos humanos eran sosos y estúpidos, sólo pensaban con el pene, eran

incapaces de un poco de sensibilidad, o de pensar en el placer de ella. Vladi tenía

el aspecto de ser tan amable… antes de poder darse cuenta, le había tendido los
brazos y el conserje le ofreció los suyos, entrelazando los dedos de las manos,

hasta abrazarse. Vladimiro le miró a los ojos, y vio su propia imagen en el único

sitio donde aún podía reflejarse: en los ojos de otro vampiro.

La besó, y sintió que su cordura se perdía al notar la lengua cálida y la saliva

espesa de la joven, derramarse en su boca, mientras ella, tímidamente, le

acariciaba los hombros y los brazos, tanteando en los enganches que cerraban el

peto vaquero que vestía. El conserje le acariciaba la cintura de su sencillo

vestido negro, tan fino que podía notar el tacto de la piel que había debajo; él

sabía que, al anochecer, cuando despertara, ella no seguiría allí, se habría

marchado, y él se consumiría de celos cuando la viese volver con otro chico a

darse el lote a cambio de sangre. Pero no podía evitarlo. Su miembro pedía sitio

en el pantalón vaquero, exigía ser liberado, no podía detenerse. Tatiana jugaba

con su lengua, acariciándola a golpecitos o frotándola con energía, haciéndole

cosquillas en el paladar, tanteando sus mejillas, y dejándole a él hacer lo propio.

Vladi no recordaba la última vez que había tenido su lengua en la boca de una

mujer (no es que la metiese en la boca de los hombres). Y era maravilloso.

Las manos de Tatiana recorrían la espalda desnuda, sólo cruzada por los tirantes
del peto, de Vladi, provocando escalofríos deliciosos a cada roce,

haciendo cosquillas perversas en la raya de la columna, que le subían hasta la

garganta, y todo ello sin apartar su boca de la de él, respirando a gemidos

apresurados, hasta que la joven ya no fue capaz de aguantar más y bajó sus
manos a las nalgas de su compañero, apretándolas, y con su increíble fuerza, le

aupó de las mismas. En un movimiento reflejo, Vladi la abrazó con las piernas,

cruzándolas a su espalda, y se dio cuenta que ella le tenía completamente en los

brazos. Y le gustó.

“No le da vergüenza… no le humilla que yo, sea más fuerte que él.” pensó

confusamente la joven, llevándole al dormitorio y tirándose ambos en la cama,

cuyos muelles protestaron. Tatiana, sobre él, le desabrochó los enganches

metálicos del peto, mientras él tironeaba de su vestido para sacárselo por la

cabeza. Debajo, sólo llevaba las bragas. Él, nada. Una vez llegaba a casa, no

solía usar ropa interior. Tatiana, de rodillas sobre la cama, a horcajadas sobre él,

miraba su cuerpo. Sus brazos fuertes, a pesar de la edad. Su piel rosada, suave.

Su tripita, sus redondeces conforme bajaba la vista, y finalmente, su erección. La

joven no era virgen como había pensado Vladi, más de un miembro había visto

ya, pero éste le parecía el más hermoso de todos. Quiso tocarlo, pero el conserje

la abrazó de los hombros y la tumbó sobre la cama, junto a él, para acariciarla de

inmediato, bajando decididamente a la zona aún cubierta por sus bragas.

Tatiana gimió cuando él la tocó, por encima de la suave tela, rozándole la

perlita. Ella misma le tomó de la mano para guiarle a su interior, despojándose

de la prenda húmeda, y él acarició los labios, tanteando entre ellos, coqueteando

con la humedad de la joven, jugueteando a acariciar muy ligeramente,

metiéndose por dentro casi sin querer. Tatiana se estremecía entre sus brazos,
moviendo las caderas, buscándole, gimiendo, pidiendo más con todo su cuerpo.

—Vladi… Vladiii… — gimió, muy bajito — por favor, penétrame… —

Vladi sonrió. Lo quería, lo quería de veras, pero llevaba mucho tiempo sin hacer

el amor, temía que nada más entrar, su cuerpo no fuese capaz de resistir el placer

y eyaculara sin remedio, por eso quería retrasarlo, excitarla lo más posible,

dejarla a las mismas puertas del placer, para estar seguro de que no se quedaría a

medias. Y besándola, siguió acariciando.

A Tatiana se le escapaban las sonrisas de gusto, ¡era tan maravilloso! Nadie

la había hecho sentir así, ni siquiera su novio, aquél por el que había abandonado

la casa paterna. Cada caricia de los sabios dedos de Vladi le erizaba toda la piel,
notaba su intimidad húmeda y temblorosa, ansiosa de ser atravesada. Le miraba

con ojos suplicantes, mordiéndose los labios de deseo, con los muslos dando

calambres, loca por saber exactamente qué sentiría cuando aquél ariete cálido se

introdujese en su cuerpo. Deseosa de que Vladi se rindiera, tanteó torpemente

para acariciarle el miembro. Cuando lo tocó, su compañero se estremeció de

gozo, ¡qué placer…! ¡Qué manos tan cálidas y suaves! Tatiana sonrió, feliz por

darle placer, y empezó a hacer caricias interminables por todo el tronco,

deteniéndose en la punta húmeda para mojarse las manos y que las pasadas

fueran suaves y dulces. Ahora era Vladi el que ponía los ojos en blanco y

sonreía. Las caderas de ambos se movían, intentando encontrarse. Una dulzura

infinita se expandía por el interior del coño de Tatiana, que parecía suplicar por
ser penetrado. Finalmente, no pudieron más, y Vladi se colocó sobre ella, que

asentía con la cabeza.

El conserje se frotó contra su sexo húmedo, toda la entrepierna de Tatiana

estaba empapada de jugos, era muy suave. La joven le abrazó por la nuca y le

acarició las piernas con las suyas, abriéndose para él. Vladi se dejó caer y

empujó suavemente, y su pecho se vació de aire cuando sintió su glande

franquear la abertura y quedar atrapado en la suavidad más ardiente y acogedora

que podía imaginarse. Tatiana se estremeció, abriendo mucho los ojos, y movió

sus caderas, para ayudarle a introducirse en ella. Quería reír, quería llorar, ¡se

sentía borracha de placer! Vladi se dejó caer por completo, sintiendo la

intimidad de su compañera dar temblores y titilar, como si las paredes vaginales

besasen su miembro y tirasen de él, como si pretendieran inocentemente

quedárselo. Tatiana gimió muy bajito, pero como Vladi estaba sobre ella, gimió

directamente en sus oídos. El vaho cálido del sonido de su placer pareció derretir

el cerebro del conserje, maldito fuese Drácula por siempre. ¿Qué habría hecho

tan malo él para que le fuese concedido semejante premio?

Sus caderas se movían sin que él fuera consciente de ello, notando la

deliciosa humedad recorrerle de arriba abajo, las dulces sensaciones copar su

espina dorsal y tirar de sus nalgas. El placer era excesivo, era demasiado bueno,

no iba a poder aguantar mucho más. Pero Tatiana estaba en el mismo punto, roja

como una cereza, mirándole con expresión de desamparo, con una carita en la
que se mezclaban las sonrisas y el terror.

Tatiana estaba en el Séptimo Cielo, pero un Séptimo Cielo aterrador, ¿qué

sucedía? No controlaba su cuerpo, éste daba convulsiones, sus piernas se movían

solas, sus muslos ardían, todo su sexo cantaba de gozo, pero éste no se detenía

como otras veces, sino que… crecía. Crecía y crecía, sin parar, cada vez era

mejor, cada vez era más salvaje, más devastador, la joven empezó a creer que iba

a estallar, que iba a morirse, que su cuerpo iba a explotar sin remedio, ¡pero no

podía parar! El calor en su coño aumentaba, sus manos se apretaron en los

hombros de Vladi, su propia respiración agitada la ahogaba, y el placer no

dejaba de aumentar, en oleadas que la recorrían de los pies a la nuca, a cada

embestida del cuerpo de su compañero, y finalmente, el placer fue demasiado

fuerte, y pareció hacer explosión el interior de su cuerpo.

Tatiana ahogó un grito hasta quedarse sin aire, y Vladimiro sonrió y siguió

empujando, dispuesto a que a ella saborease el orgasmo. La vio boquear,

estremecerse, temblar, con los ojos en blanco y una adorable expresión de

confusión en su carita de niña.

—¿¡Qué me pasa? ¿Qué me pasa? — gimió, apenas audiblemente, mientras

el estallido delicioso de gusto se expandía por su cuerpo, hasta los dedos

encogidos de sus pies, sus manos crispadas en los hombros de Vladi, y el

delicioso calor recorría su cuerpo en estallidos, como fuegos artificiales

concéntricos, uno tras otro, hasta que la tormenta se fue calmando, y el calor y el
gusto la recorrieron suavemente, dejándola calmada, satisfecha. Y anonadada.

Embriagado por el espectáculo de verla gozar, tampoco Vladi había resistido,

y había empezado su orgasmo con apenas un segundo de diferencia, notando sus

nalgas contraerse y su miembro dar una violenta convulsión para soltar la

descarga, que inundó el vientre de Tatiana, mientras él sentía que se le escapaba

el alma, si aún la tuviera. Su piel quedó empapada en sudor en un instante,

mientras sus caderas daban golpes para soltarlo todo y el coño de su compañera

parecía absorberle, ansiosa. Vladimiro se dejó deslizar al pecho de Tatiana,

abrazándola, y ella le apretó contra sí, aún confundida.

—¿Qué… qué me has hecho? — preguntó muy bajito, casi con miedo.

—El amor. — contestó sencillamente.

—Nunca… yo nunca me había sentido como hoy. Vladi, yo… — El

conserje, tumbado sobre ella, con la cara vuelta hacia el otro lado, de modo que

ella no podía verle la cara, escuchaba. Bajo la voz de la joven, se adivinaba una

sonrisa —. Yo pensaba que los orgasmos, eran… eran lo que pasaba cuando el

hombre terminaba, nada más. Yo, cuando he tenido sexo, yo lo pasaba bien,

gozaba, sí, pero… pero esto es distinto. Es muy distinto. — lo apretó más contra

ella. El conserje sonrió, y cualquiera que hubiera podido ver su sonrisa, hubiera
sabido que él, sabía más que ella misma de lo que acababa de sucederle, pero

como era un hombre inteligente, se lo calló.

Se calló que él sabía que los vampiros fuertes, al igual que presentar otras
cualidades, como una sensibilidad psíquica muy poco usual, son también muy

sensibles físicamente y pueden experimentar orgasmos muy potentes, pero es

preciso saber excitarlos antes, y esos mismos orgasmos, los harán atarse

sentimentalmente a la persona que se los haya ofrecido, convencidos de que sólo

podrán gozar así con esa persona en concreto. Así, Tatiana, sin duda se habría

besado o toqueteado con aquél chico humano y, sorprendida por la intensidad de

lo que sintió, fue capaz de abandonarlo todo por él, pero el estúpido joven no

había sido por fin capaz de satisfacerla, y ella, convencida por su naturaleza de

que los humanos eran los únicos que podían darle el mismo placer que él, había

buscado entre ellos su satisfacción, hasta que accidentalmente, había caído en

brazos de Vladi. De donde ni ella iba a querer despegarse, ni él la iba a dejar

escapar.

“Lo siento, chicos. He cambiado de opinión”. Pensó Tatiana, acariciando la

espalda del anciano vampiro y besando muy suavecito sus hombros, mientras su

cerebro luchaba por no llamarle cosas como “mi cuchirritín, bocadito de sangre

de lactante, viborita mía”. “No puedo traicionarle”. El chico víctima del

manguerazo y sus amigos, le habían prometido a Tatiana una buena cantidad de

dinero a cambio de seducir al conserje y abandonarle después, sólo para reírse de

él, y en principio, aquélla había sido la idea de la joven pero, al descubrir que se

trataba de un igual, ya había desterrado la idea, y después de aquél maravilloso

placer que le había hecho descubrir… es posible incluso que los chicos pagasen
caro su intento de querer reírse de un vampiro tan bueno como él.

Su afición secreta.

Hacía ya mucho tiempo que la escritura manual había sido casi desterrada

por completo. Primero los teclados, y más tarde las órdenes de voz habían hecho

que el escribir a mano fuese un arte arcaica muy poco común, como podía serlo

coser o bordar; sólo algunos la utilizaban como hobby y practicaban caligrafía,

pero no se trataba de una afición barata. Los cuadernos, lápices, y no digamos

los bolígrafos, eran caros, y ya si hablábamos de plumas, tinteros y pinceles, los

precios eran prohibitivos. Por eso a Sonya le extrañó tanto encontrar una buena

libreta de papel pautado llena de palabras escritas a mano.

Que ella supiera, Víctor no tenía inquietudes caligráficas, ni creativas, ¿qué

sería aquello, entonces? Aprovechando que su compañero estaba echando la

siesta en el piso de arriba, echó un vistazo por encima y se dio cuenta que, por

más que no le hubiera dicho nada, sí, Víctor escribía y allí había una historia, de

modo que se acomodó en el sofá, y comenzó a leer. La letra manual no era fácil

para ella, acostumbrada a las letras de molde, pero pronto se acostumbró; Víctor

escribía con una bonita cursiva, pero muy clara. El texto, que arrancaba sin

título, decía así:

“Chang-mui-lad, protectora y dadora de toda vida; Cen-huang, que nos

provee de alimentos desde la leche materna hasta los últimos óleos de los

moribundos y las ofrendas a los difuntos; Lait-tuín, cuya luz y calor iluminan
todo el cielo y bajo cuyos rayos crecen fuertes hombres, bestias y cosechas;

Ullu-tin-top, travieso diabillo cuya humedad fertiliza los campos y riega las

flores. A todos vosotros os doy gracias cada vez que mis ancianos ojos se posan

en ella y recuerdo que vuestra combinación ha servido para dar al mundo tan

deliciosa criatura, llena de matices de belleza. Cuando miro sus cabellos, llenos

de claroscuros como una cesta de mimbre en la que se mezclan los granos de

maíz crudos con los tostados, sus ojos verdes como piedras de jade y su piel

blanca y rosa como la flor del cerezo, no puedo evitar sentirme dichoso por

contemplarla, por más que sepa que estoy de ella tan lejano como la luna. Sus

graciosos movimientos atrapan mis ojos, su risa franca hace campanillas en mis

oídos, y su nombre suena a poesía en mis labios: Tchai Len Mui. El vapor

perfumado del té.

Hace ya medio año que llegó a la casa del acantilado, en la que vivo junto a

mi sobrino, a quien está destinada. Antes, Len Mui vivía en la casa familiar,

junto a mi hermano mayor, que la compró para su hijo hace ya un año, a pesar

de que éste vivía conmigo, pensando que los estudios de su hijo acabarían

pronto y volvería a la casa con él para contraer matrimonio, pero mi sobrino

está más ocupado en entender la velocidad del transporte estelar y la seguridad

del mismo, que en acercarse a mujer alguna. Mi hermano mayor me escribió

una carta en la que me rogaba acoger a Len Mui en mi casa, a fin de no retrasar

más el matrimonio y que su hijo se hiciese cargo al fin de sus obligaciones y


diese un hijo varón a la familia. Por lo que me dejó entrever a través del elogio

que hacía de la mujer, pude entender que en su decisión no contaba tanto el

acercar a la prometida a su hijo, que ni es ella de sangre noble para tener


exigencias, ni es él el mayor para tener obligaciones de dar un hijo varón a la

familia, como el alejarla de sí mismo.

Mi hermano mayor parecía sentir una excesiva simpatía hacia la joven. Toda

su carta era un halago constante a ella y una aseveración hacia mí de que Len

Mui no sólo no me molestaría, sino que me sentiría feliz de tenerla en casa.

Pensé con franqueza que mi hermano exageraba y que simplemente se había

encaprichado de su juventud, pero acepté de buen grado a tener a la prometida

en mi casa e intentar que mi sobrino se desposara con ella. Pocos días más

tarde, llegó un transporte privado con el sello de mi familia en el portón, y me

acerqué a recibirla. Yo esperaba encontrar a una criatura tímida, llena de

insípida modestia como son las esposas compradas, que han sido

acostumbradas mediante el electrochoque a la obediencia y la sumisión, pero la

franqueza de Len Mui me sorprendió desde el primer momento, cuando bajó ella

misma del vehículo sin esperar que nadie le ofreciese ayuda. Dio un gracioso

salto y sometió a una mirada estudiosa cuanto había a su alrededor, incluyendo

la casa y a mí. Me miró a los ojos sin vergüenza alguna, y sonrió con

naturalidad. Su ausencia de afectación y de sumisión me extrañaron mucho,

¿qué clase de mujer había comprado mi hermano? Pero cuando la joven me


hizo una graciosa reverencia sin apartar sus ojos de los míos y se presentó a mí

con una cortesía tan simple, no pude dejar de encontrarla agradable.

—Buenos días, señor tío de mi esposo. Mi nombre es Tchai Len Mui, ¿cómo

está? — Su sonrisa era franca, sincera, y se la devolví de buen grado,

presentándome a mi vez. Le pregunté por su viaje y sólo tuvo para él palabras

agradables. También elogió el paisaje y la casa y, aunque es cierto que mi

vivienda es cómoda y he intentado hacerla atractiva, la joven tenía por fuerza

que notar diferencia con la gran casa de mi hermano, mucho más lujosa. Sin

embargo, sólo pude hallar sinceridad en sus palabras y en sus miradas cuando

algún detalle llamaba su atención para dedicarle alguna frase amable. Me

pareció pues, una criatura de buen contento, lo que sin duda le sería útil si tenía

que contraer matrimonio con mi inconstante sobrino.

Pasadas las frases de cortesía, preguntó por él, curiosidad muy natural,

pues hasta la fecha no le ha visto en persona. Su rostro se ensombreció cuando

hube de decirle que el muchacho no se encontraba en la casa y que ni siquiera

volvería hoy. Le expliqué que mi sobrino era, ante todo, un científico, y con

frecuencia pasaba el día entero alejado de la casa, trabajando en el taller de la

colina, donde tiene su observatorio y aparatos demasiado peligrosos para estar


cerca de la presencia humana. Preguntó entonces si le era posible ir a visitarle,

y le contesté que la colina está a varias horas de viaje yendo en transporte, y


que mi sobrino exigía no ser interrumpido durante su estancia allí, al punto de

encerrarse por dentro. Sus preguntas sobre el modo en que se alimentaba allí o
cómo cubría sus necesidades, no hallaron respuesta en mí, pues no lo sabía con

certeza. Len Mui permaneció pensativa y expresó su deseo de ir a visitarle, darle

una sorpresa. El transporte que ella había usado para su venida no iba a

regresar hasta el día siguiente, cuando recargase baterías; podía usarlo para ir

hasta allí… Mal que me pese, me vi en la obligación de desilusionarla.

Le hice saber que yo había prevenido al joven de que ella, llegaba hoy. Que

él sabía perfectamente, puesto que le había avisado en varias ocasiones, que iba

a presentarse. Que le había pedido y aún exigido que no se marchara o, al

menos, que volviera para conocerla, pero él no parecía haber prestado oídos a

ninguna de las peticiones. No era esperable que fuese a recibirla con los brazos

abiertos si iba a verle. Ni que tan siquiera se dignase recibirla. Len Mui pareció

entristecida por mi respuesta y se dejó caer sobre uno de los espesos cojines con

tal expresión de desencanto que me sentí obligado a decirle alguna palabra de

consuelo.

—Es un joven entregado al estudio y al trabajo, pero muy bondadoso. No

tomes como un desprecio lo que es una muestra de lo trabajador que es; sin

duda no ha venido porque está a punto de concluir algo muy importante. Le

enviaré un nuevo mensaje diciendo que ya estás aquí, para que venga cuanto

antes. Quizá venga a cenar.

Len Mui me miró y me sonrió. Había tal gratitud en sus ojos, que me sentí

conmovido. Creo que en ese momento comenzó mi perdición, que en ese


momento comencé a quererla. La joven asintió y se levantó, diciendo que tenía

razón, y que le permitiese ir a las cocinas, pues quería guisar una buena cena

con la que dar la bienvenida a su futuro esposo y que recuperase las fuerzas

después de su duro trabajo.

La mayor parte de los días, yo solía comer los precocinados que prepara la

cocina automática, a la que tenía programada para servir los platos a unas

horas determinadas. Platos sanos, y desde luego, ricos, pero carentes de todo

toque personal, iguales unos a otros como un chip a otro, producidos en cadena

y sin el menor cariño. Aquélla tarde en cambio, la casa entera se llenó de

aromas deliciosos; la salsa de roigos, la cris caramelizada, los brotes de baigú


salteados, el azúcar derretido… todo se mezclaba en una atmósfera cálida, que

daba un nuevo color a mi hogar. Cuando Len Mui llevó a la mesa los manjares y

me sirvió un cuenco de sopa con carne de marisco y otro lleno de nimuz frito

con guarnición y una jugosa tajada de banpo asado, envidié de corazón a mi

sobrino, y sólo deseé que, cuando contrajera matrimonio con ella, siguiesen

viviendo conmigo.

No obstante, mientras yo saboreaba aquéllas delicias y después los

pastelillos de candé y mush, y por fin el té de mirto, pude observar que Len Mui

me servía, pero que no probaba bocado. Al interrogarla por ello, me dijo que

esperaría a su esposo. Convine entonces en esperar con ella y eso le hizo

recuperar la sonrisa. Aceptó mi ofrecimiento con la misma naturalidad que todo


cuanto se operaba en ella, y guardamos el resto de la cena en el carrito

doncella, de modo que se conservase como recién hecho. Permanecimos

hablando durante horas, le conté que yo era el hijo menor de todos, el menos

importante, y que mis deseos de estudiar y escribir habían hecho que la familia

se ocupase más de mis posibilidades de dar lustre cultural a la familia y menos

de mi matrimonio; le hablé de mis poesías y hasta de mis manías, indicándole

que escribía a teclado y voz la mayor parte de las ocasiones, pero que adoraba

escribir a mano, y el papel de amburú perfumado, por su calidad y suavidad,

era mi favorito. Ella me contó que no había nacido esclava, que tenía estudios y

había trabajado, pero su familia cayó en desgracia y hubieron de venderla para

pagar deudas. Pero conforme el tiempo pasaba, menos hablaba. Su estómago

rugió y le rogué que comiese alguna cosa, pero ella se negó, no quería que su

esposo llegara y la sorprendiese comiendo sin él, me dijo.

—Toma sólo un poco de sopa — le pedí — y si mi sobrino llega, lo pondrás

frente a mí; le diremos que me entró hambre y te pedí más. No sospechará nada.

Len Mui aún dudó un poco, pero al fin su estómago vacío le pesó más y

aceptó. Cuando llevó a sus labios el tazón humeante y su garganta se meció

mientras tragaba, no pude evitar fijarme en cómo se elevaban sus pechos

redondos bajo su bata cruzada de color rosa suave, como un pastelillo de mush.

Afortunadamente, ella bebía con los ojos cerrados y no notó mi indiscreción.

Se terminó la sopa, se terminó la conversación y los globos luminosos


brillaban cada vez más perezosos debido a que apenas hablábamos ni nos

movíamos. Len Mui intentaba no dar cabezadas, pero cada vez le costaba más.

Me senté junto a ella y le pedí que se fuese a la cama, pero ella insistía en seguir
esperando. Como también yo estaba muy cansado, no insistí, y me limité a

recostarme en la pared y me dejé vencer por el sueño. El alba nos sorprendió a

los dos dormidos así, la cabeza de Len Mui sobre mi hombro, y la mía sobre la

suya.

A pesar de eso, Len Mui no pareció darse por vencida, y ella misma mandó

un mensaje a su esposo, que se dio por leído un día más tarde, y siguió

cocinando y moviéndose alegremente por la casa, aun sabiendo que él no

vendría. Mi sobrino se dignó a hacer acto de presencia casi una cuarta más

tarde, es decir, diez días después. Len Mui estaba ansiosa por su llegada y le

recibió con una gran sonrisa, pero mi sobrino apenas dio muestras más que de

una ligera incomodidad. La trató con frialdad en todo momento, y no agradeció

sus platillos ni ninguna de sus atenciones. No parecía dispuesto a ninguna

conversación, ni expresaba la menor curiosidad hacia ella, ni hacia la futura

boda. Después de la comida, pensé que era más adecuado dejarles solos y,

pretextando mi capricho de dar un largo paseo para buscar inspiración poética,

los abandoné durante toda la tarde, pero mis pensamientos iban hacia ellos sin

cesar. O, más sinceramente, iban hacia Len Mui y el trato que le daría su

prometido.
Yo sabía que mi sobrino era despegado y frío, que los asuntos matrimoniales

no le llamaban y que su único amor era su trabajo, pero no imaginaba que fuese

a tratarla con tanta indiferencia. Al día siguiente se marchó de nuevo. Len Mui

no salió a despedirle y eso me pareció mala señal, de modo que apenas él se

alejó, la busqué. La encontré en el jardín. Sentada en un banco flotador,

balanceaba lentamente los pies y parecía mirar el estanque, pero enseguida me

di cuenta que la tristeza de su corazón le impedía ver nada más allá de sus

lágrimas. Allí sentada, con los pies descalzos rozando la hierba cada vez que los

movía y con las lágrimas surcando sus mejillas sin que ella se molestase en

enjugarlas, parecía una niña perdida, o una muñeca rota. El corazón se me

encogió de pena, y me senté junto a ella. De inmediato quise averiguar qué le

pasaba y ella me habló sin reservas:

—No le importo — dijo, y supe qué quería decir — No le soy útil en ningún

aspecto. No me ama, no me desea, no quiere hijos y no le intereso. Soy una

carga para él, un lastre inútil.

Quise decirle algo, rebatir sus amargas palabras de alguna manera, pero

ella me explicó con más detalle:

—Ayer por la tarde hablé con él. Mi deseo era decirle cuánto deseaba

conocerle por fin, cuánto había soñado con… pero él me interrumpió, y me dijo

que era aún peor de lo que había imaginado. “Mi padre podía haber escogido a

alguien más discreto, al menos”, dijo. Añadió también que no sabía


comportarme, que una mujer no debe mirar a los ojos a un hombre, que sólo

debía hacerlo si él así me lo ordenaba. “Tengo que tener una esposa a la fuerza,

porque así me lo ha ordenado mi familia, pero no esperes amor de mí. No sólo

no te conozco, sino que no deseo conocerte, para mí no eres más que una

molestia. Eres el precio que debo pagar para que mi padre siga financiando mis

trabajos. Eres como la resaca del vino, o los gases de una comida copiosa; una

consecuencia inevitable y desagradable, pero por la que pasamos a cambio de

algo que sí nos gusta hacer.”

No sabía qué decir para consolarla. Mi sobrino había sido tajante y cruel,

sin duda para que ella no le molestase más, para impedir cualquier otro intento

de ella por acercarse a él. No puede negarse que lo había conseguido; cualquier

afecto, la menor simpatía que Len Mui pudiera sentir hacia él, había sido

arrancado de cuajo, como se arranca la mala hierba cuando uno limpia su

jardín. Eso era la joven para él: una mala hierba que era preciso desarraigar y

tirar a un lado, para que no volviese a crecer nunca, sin que nos importe cómo

esa hierba se pueda sentir. En un intento de consolarla, quise tomarla por los

hombros, y una lágrima suya cayó sobre el dorso de mi mano, caliente. Recordé

el último verano cálido, hace ya casi tres años. En esos veranos cálidos, los días

son tan bochornosos que la lluvia, cuando aparece, agrava la situación antes

que aliviarla. Apenas caen unas pocas gotas que hacen que el calor que

achicharra el suelo se desplace hacia arriba y aumente la agobiante sensación


de aire tórrido. Cuando la lluvia cae así, el mismo planeta parece sufrir, y su

calor es su dolor, que sufrimos todos. En aquél momento, Len Mui sufría como

la tierra en aquél verano, su dolor la quemaba por dentro como a la tierra en un

verano cálido y sus lágrimas no le ofrecían alivio, sino sólo un mayor dolor.

La tomé de los hombros y se dejó recostar sobre mi pecho, sin cesar de

llorar. Mis manos acariciaron sus cabellos y su brazo, cubierto por el hermoso

vestido de seda rosada que se había puesto para intentar agradar a mi sobrino.

Entre sollozos, me preguntó si acaso era ella tan odiosa, si era tan despreciable,

si merecía ser tratada así. Tuve que contestarle que no. Que era bonita,

agradable. Que simplemente, mi sobrino no la amaba, pero no amaría tampoco

a ninguna otra.

Len Mui enjugó sus lágrimas en mi pecho y poco a poco se calmó. Me

explicó entonces que tendría que comunicar a mi hermano mayor su fracaso, y

que eso significaría su repudia, según las costumbres de nuestro planeta. La

Buena Ley, implantada por nuestros antepasados, indica unas normas para la

vida, el matrimonio y las mujeres que, aunque gran parte de la población sigue

de forma relajada, en mi familia y en muchas otras se ha observado siempre

rectamente. Tchai Len Mui era una mujer comprada y debía contraer

matrimonio con mi sobrino. Si éste la rechazaba, se consideraba que ella había

fracasado y sería devuelta a su vendedor, igual que se devuelve una prenda

defectuosa. El vendedor no lo tomaría bien. Está obligado a llevar registro de


las esclavas que cría, compra y vende, y no puede venderse para matrimonio

una mujer rechazada. La única salida sería venderla como sirvienta o camarera,

lo que era un eufemismo para prostituta. Yo no podía consentir una situación

así.

—No, no le diremos nada— contesté— Mi sobrino no te ha rechazado, él

sabe que su padre le ha ordenado casarse contigo y lo hará.

—Pero, señor tío, si yo no le gusto— se atrevió a protestar— No puede

casarse conmigo si soy inútil para él en todo, no querrá consumar la unión

conmigo. ¿Cómo dará un hijo a la familia si no quiere hacer vida marital?

Len Mui hablaba de sexo sin tapujos y con tanta naturalidad que no era

capaz de mirarla a los ojos, pero me obligué a ello para decir:

—Mi sobrino no es el primogénito, su descendencia no es tan importante. Mi

hermano de momento se contentará con que se case, eso ya le parecerá

milagroso. Tardará años en preguntar por los niños, y cuando lo haga, le

diremos que no te ve a menudo, que te descuida… y más tarde, le diremos que

eres estéril. Ya casada con él, no podrá devolverte. Lo más fácil es que asignen a

una segunda esposa para que tenga hijos, pero si exigen el divorcio, tendrán que

darte una renta vitalicia— le tomé la mano y se la apreté —. Todo se arreglará.

La joven me miraba con extrañeza, como si no acabara de comprenderme, y

preguntó, dudosa:

—¿Mi señor tío haría eso por mí?


Asentí. La barbilla de Len Mui tembló, y vi que estaba haciendo esfuerzos

para no llorar de nuevo. Sonreí y le pedí que no llorase, que no tenía por qué.

Ella asintió a su vez, una lágrima se escapó de sus ojos cuando se alzó, y movió
la cara con impaciencia para hacerla volar por mi jardín. Sonrió y pidió mi

permiso para retirarse, según me dijo “porque tenía mucho trabajo que hacer”.

Durante toda la mañana no la volví a ver, pero aquélla tarde encontré en mi

estudio veinte resmas de papel artesano de fibra de amburú perfumado. Es

cierto que no era algo difícil de fabricar, pero sí muy trabajoso y cansado.

Apenas podía creer que hubiera hecho algo así por mí. Esa noche, cuando

cenamos juntos, aún toda ella olía al suave perfume del amburú. Desde

entonces, hago que esté a mi lado todas las horas posibles. Le pido que lea para

mí, y me parece que mis humildes poemas son más hermosos cuando los recita

ella. Len Mui me mira con esos extraños ojos verdes, tan poco comunes y que a

mi imbécil sobrino le disgustan tanto, y que a mí me parecen tan bellos, y pienso

en su rara forma de ser ella misma y de ser guapa.

Antes de conocerla, si me hubieran pedido pensar en una mujer guapa, yo

hubiera descrito a una mujer muy distinta de Tchai Len Mui. Para empezar, la

habría descrito con el cabello largo y negro, los ojos oscuros o azules, y la piel

suave y delicada. La habría descrito como una mujer callada y misteriosa, algo

distante y con una belleza dominante y embriagadora. Len Mui no es nada de

eso y, sin embargo, es muy linda. La más bonita. Sus cabellos son cortos y su
color varía entre el dorado y el marrón, lleno de matices como un atardecer de

otoño. Sus manos denotan lo mucho que ha trabajado y trabaja a diario y, quizá

por eso, me parecen mucho más bellas que unas manos haraganas. Es una

mujer cercana y llena de alegría, su rostro es simpático y franco. Quizá no se

pueda decir de ella que es hermosa, pero sí es… bonita. Es bonita de un modo

práctico y también dulce, es bonita del mismo modo que lo son las cosas útiles

por serlo. Mi vieja pipa quizá no sea tan maravillosa por fuera como una pipa

de espuma de cristal recién comprada y perfecta, sino que está algo quemada

por el borde, ha sido reparada en alguna ocasión y huele mucho a tabaco. Pero

mi pipa tiene ya la forma de mis dientes, prende al momento con el sabor a

tabaco y vainilla que tiene impregnados, y es cómoda entre mis labios, dándome

bocanadas de humo mientras olvido que está allí, y está empapada de mil

recuerdos hermosos. Ninguna pipa, por bonita que fuese, podría darme tanto

placer como ella. En cierto modo, así es Len Mui. Puede que no sea una belleza

de las que hacen que a un hombre le tiemblen las piernas, pero es una mujer

maravillosa, culta e inteligente con quien se puede hablar como con un hombre,

y aunque su mayor belleza provenga del interior, es bonita aun así.

Len Mui parece encontrarse a gusto a mi lado en casa. Hace algunas

semanas que ella y mi sobrino contrajeron matrimonio. Fue una ceremonia

sencilla y formal, a la que ni siquiera se presentó la familia, sino que lo

contemplaron por correo-video. No hay que olvidar que mi sobrino es un hijo


secundario; era un viaje demasiado largo para un acontecimiento tan poco

importante. Tchai Len iba vestida con un kimono de color rosado, con flores de

azur, el color tradicional de las novias, y mi sobrino de negro. Ninguno de los

dos sonrió gran cosa, pero yo no podía dejar de hacerlo, ¡qué guapa estaba Len

Mui! Sus cabellos cortos no permitían grandes arreglos, pero se había colgado

pequeños adornos de cadena, con flores de amburú, y una flor de robaiga junto

a su oreja. Después de la ceremonia me acerqué a felicitarla y a decirle lo

bonita que estaba. Ella me dedicó una sonrisa y en voz baja me dijo que, de

niña, no había imaginado su propia boda así. Clavó sus ojos en los míos y

susurró: “Supongo que las cosas serían distintas si el novio hubiera sido otro”.

Mi estómago giró como si tuviera un ciclón marino en mi interior, y me acabé mi

bebida de un trago. Sabiendo que esa noche tenía que dormir con mi sobrino, le

aconsejé a ella que hiciera lo mismo, y aceptó mi consejo.

Durante la noche les oí. No era mi intención ser indiscreto, pero el cuarto de

mi sobrino queda justo junto al mío. Discutieron. Según entendí, mi sobrino

consideraba ofensivo el que ella tomase ninguna acción. Está educado a la

antigua, según la Buena Ley, y en ella se dice que la mujer debe adoptar un

papel tímido y pasivo. Len Mui, educada de forma mucho más moderna, no se

adaptaba a tenderse sin más, pero, sin duda recordando que el matrimonio

debía consumarse para que no pudiesen repudiarla, se plegó a los deseos de mi

sobrino. Este apenas habló. No hizo la menor promesa de amor, ni se molestó en


hablar con ella, ni siquiera hizo el menor comentario sobre el cuerpo de Len

Mui. No es que yo tuviera interés en saber cómo era su cuerpo, de hecho me

hubiera avergonzado profundamente enterarme de algo así, pero sirva eso como

muestra del poquísimo interés que mostraba en ella mi sobrino. Le oí jadear

durante algunos minutos y eso fue todo. Estaba a punto de quedarme dormido

yo también, cuando a través del tabique, oí lo que, sin lugar a dudas, eran los

sollozos de Len Mui.

Hubiera deseado hacer algo. Me hubiera gustado, pero ¿qué podía hacer

yo? Mi sobrino permaneció con nosotros un par de días, durante los cuales la

joven procuraba estar siempre cerca de mí. Me di cuenta que no deseaba

quedarse a solas con él, y yo mismo no me separé de ella. Cuando mi sobrino se


acostaba, cosa que hacía muy temprano, llamaba a su mujer, pero allí estaba

siempre yo para rogarle que se quedara leyéndome un poco más. “Sólo hasta el

final del capítulo, querido sobrino. Cede al capricho de tu viejo tío, enseguida

irá contigo”. Puesto que mi puesto en la jerarquía familiar es más elevado que

el suyo, no podía insistir, ni tampoco ponía interés en ello. Más bien la orden de

acostarse la daba porque sabía que era su obligación, pero también él parecía

aliviado porque la joven no se retirase a su lado, y Len Mui me miraba llena de

gratitud. Permanecía leyéndome hasta que juzgábamos que se había dormido, y

luego hablábamos hasta bien entrada la noche. “Me hizo daño”, me confesó

abiertamente. “No hizo nada para prepararme, pero es que tampoco me dejó
hacer nada a mí. Ni siquiera me besó ni me acarició. Simplemente se frotó hasta

que estuvo listo y luego se tumbó sobre mí, y empujó unas cuantas veces hasta

que acabó. Ni siquiera me miró a los ojos. Me sentí mal después de eso, y creo

que a él también le asqueaba. Intenté hablar con él, pero me dijo que me

callara, que una mujer debe ser modesta y no hablar de sexo”.

—Mi sobrino siempre ha sido frío y poco cariñoso. Ni siquiera su madre

podía acercarse a él— le conté— Es en extremo inteligente, tanto, que no puede

relacionarse con las personas. Para él, somos poco más que bestias, así me lo

dijo una vez— Len Mui se quedó pensativa. Ella no odiaba a su esposo, pero

tampoco le podía querer. La tomé de las manos y le sonreí —. No te preocupes.

Nada de esto es culpa tuya, ni eres mala ni fea.

Las manos de Len Mui, pequeñas y cálidas, acariciaron a su vez las mías, y

sentí que mi corazón cantaba, rápido y desbocado, como un pequeño

gentilpluma que trinase gastando todo el aire de su cuerpo. Así me sentí, pues

también yo me quedé sin aliento cuando noté sus dedos deslizándose sobre los

míos y me miré en sus ojos. Fue como caer a un abismo verde, que a la vez me

aterraba y me atraía de un modo infernal. “¿Qué estoy haciendo?”, me

pregunté, mientras era apenas consciente de que mi rostro y el suyo se

acercaban de manera inexorable. Sabía que no debía permitir aquello, pero los

ojos de esa deliciosa criatura habían enganchado mi alma con un imán de

agarre y me arrastraban hacia ella con una fuerza irresistible, y por más que yo
quería luchar, esa lucha sólo aumentaba mi deseo de estrecharla entre mis

brazos. Sentí su cálido y perfumado aliento sobre mis labios y la piel de mis

brazos se erizó en un estremecimiento maravilloso y, cuando estaba a punto de

saborear su boca, una tremenda ráfaga de viento golpeó las ventanas y nos

asustó a los dos. Los dioses nos advertían, pensé. Habíamos estado a punto de
cometer un horrible pecado, y habían querido evitarlo con su llamada de

atención. Sin duda la próxima vez no serían tan indulgentes.

Len Mui parecía tímida por vez primera desde que la conocí. Era indudable

que también ella se sentía incómoda por nuestro desliz, así que le dije que ya

podía acostarse. Se inclinó para darme las buenas noches y se marchó. Cuando

estaba a punto de entrar en la alcoba, pareció dudar. Volvió su cara hacia mí y

me dedicó la sonrisa más pecaminosa que pueda ver ningún ser humano. Una

sonrisa cargada de promesas agradables, de deseos, de saber femenino

concentrado y destilado a través de mil generaciones. Una sonrisa que me habló

en un segundo de mil encuentros sexuales, de caricias, besos y clímax salvajes.

Agradecí que la mesita baja tras la que estaba sentado cubriera perfectamente

mi regazo, pues mi pantalón hacía un bulto delator.

La joven desapareció tras el panel automático de la alcoba, y sólo entonces

me di cuenta de que yo también estaba sonriendo. Me pregunté si ella habría

visto en mi sonrisa lo mismo que yo en la suya. Sin duda, no. Un hombre, y más

siendo casi un anciano como yo, no podía sonreír de esa manera. La mía debía
ser una sonrisa boba de infeliz con pocas luces, pues, ¿quién sino un tal podría

soñar con una mujer que no podía ser suya?

Mi sobrino se marchó pocos días después. De eso hace ya casi dos cuartas,

más de quince días, y mi deseo hacia ella no cesa de aumentar, al igual que el

cariño que me inspira. Los primeros días, tuve miedo de que nos quedásemos a

solas, pensé que la lujuria nos vencería sin remedio, pero lo cierto es que Len

Mui sólo me mira. Se comporta conmigo más cariñosa, es verdad, pero nunca

traspasa la línea de lo decente; somos su maduro tío y mi amorosa sobrina, y

nadie que nos viera podría pensar mal. Durante el día, nos buscamos el uno al

otro; aunque la casa esté automatizada en su totalidad, Len Mui no soporta la

inactividad y se busca tareas para hacer, ya sea ayudarme a cuidar el jardín,

cultivar plantas, pasear en busca de setas y hortalizas silvestres, y recoger

amburú para hacer papel, que ahora nunca me falta. Al atardecer, me gusta

sentarme con ella a mirar cómo el sol se oculta mientras cena junto a mí. Y

después lee para mí. Ese es mi momento favorito del día. Cuando lee, se sienta a

mi lado y se acurruca junto a mí. Y sé que no debería, pero la consiento como a

una niña. Le paso el brazo por los hombros y la cobijo en mi pecho. Me sonríe

con ternura, casi con picardía, y me doy cuenta de lo necesitada que está de
amor. De un hombre. Tanto como lo estoy yo de ella. Me lee durante horas,

hasta que ya es noche cerrada y las estrellas y el anillo planetario brillan en el

cielo, pero con frecuencia pierdo el hilo de lo que me lee, perdido como estoy en
contemplarla, hundido en las sensaciones que me produce sentirla tan cerca de

mí.

Su cabello suave cosquillea mi cuello y mi barbilla, cubierta de barba entre

negra y gris. Su espalda, cubierta por el yukata de bordes negros que me

recuerdan que está casada, da calor a mi pecho. Con frecuencia llevo sólo la

camisa, porque las tardes aún son cálidas, pero a veces — me pesa reconocerlo

— no puedo evitar desabrocharla para sentirla directamente sobre mi piel. Len

Mui no parece darse cuenta o, si lo hace, no dice nada al respecto. Sólo me mira

y sonríe. Mi corazón grita por igual de alegría y de dolor. Alegría por tenerla

tan cerca, y dolor porque sé que no puedo unirme a ella. Mientras mi mano se

pasea por su brazo, cubierto igualmente por el yukata, puedo sentir el calor de

su piel a través de la fina tela. Su respiración se acelera cuando mi mano sube

hasta su hombro y mis dedos quedan cerca de su pecho, aunque no lo tocan

jamás. A veces, cuando mi mano está en su hombro, se complace en acariciarla

con su mejilla, o la lleva a su boca para besarme los dedos. Cuando hace eso,

mi corazón me golpea con tanta fuerza que me duele, pero es un dolor delicioso.

A menudo nos quedamos mirándonos el uno al otro, como aquélla noche. Sé que

no puedo besarla, que estamos jugando con fuego pero, para aliviar la tensión

que nos quema mutuamente, deposito un beso suave en su frente o sus mejillas.

Me digo a mí mismo que es un beso inocente, puro, y que nunca pasaremos de

ahí. Pero lo cierto es que se trata de una tortura deliciosa, de un temor


maravilloso.

Cuando al fin Len Mui se acuesta, siempre me mira desde el panel que da a

su alcoba, como retándome a que vaya con ella. Y cada día me cuesta más

contenerme y continuar sentado sin moverme. Cada día siento que estoy más y

más cerca de levantarme e ir junto a ella, besarla y hacerla mía. Cada vez que

la veo ponerse en pie, tengo que luchar más duro contra mí mismo para no

retenerla un segundo más cerca de mí, para no poseerla allí mismo, en el suelo

de la salita. ¿Cuántos pecados cometeríamos de atrevernos? Traición a mi

hermano y a mi sobrino, adulterio hacia éste, incesto hacia toda la familia,

pues, aunque sea por casamiento, ahora somos parientes. ¡Y con qué gusto

pecaría con ella! ¡Qué dulce sería dejarnos arrastrar por la lujuria, revolcarnos

por igual en el futón del placer que en el fango del pecado! Con frecuencia,
fantaseo que ella viene a mi alcoba o yo a la suya y, tras unas pequeñas

protestas, nos entregamos el uno al otro. Mis sueños son cada noche más

explícitos y mis ganas de acariciarme hasta el éxtasis, más insistentes. Por

mucho que cada noche las sacie, al día siguiente vuelven con mayor exigencia.

Por lo que puedo ver, Len Mui pasa los mismos tormentos. A veces veo

tristeza en sus ojos cuando me mira, una pena inmensa que me recuerda aquélla

vez que vi a un hombre que había atrapado viva a una garza azul y había sido

tan ruin de cortarle las alas para que no huyera. El pobre animal miraba los

cielos, que ya nunca más serían suyos, con la misma pena que me mira a mí Len
Mui. Y lo que más me atormenta es saber que, igual que no podía hacer nada

por la garza, que no podía devolverle las alas, tampoco puedo darle yo alas a

Len Mui. Y algo dentro de mí me recuerda que esa garza murió de nostalgia

semanas más tarde, y me horroriza que eso, le pueda ocurrir también a ella.

Atardece lentamente mientras cenamos. O ceno yo, porque ella apenas come.

Una vez más, ha preparado deliciosos platos, pero yo apenas noto el sabor, su

tristeza me preocupa. Finalmente, aparto de mí el cuenco e intento mirarla a los

ojos que mantiene bajos y melancólicos. Cuando se da cuenta de que la miro,

me devuelve la mirada e intenta sonreír, pero sus ojos brillan de humedad. Mi

cercanía le hace daño. Tomo sus manos entre las mías y las palabras salen solas

de mi boca:

—Tchai Len Mui. Ojalá todo fuera distinto— Sus mejillas se animan. Todo su

cuerpo parece rogarme, por más que ella no me quiera suplicar— No podemos.

Por mucho que lo queramos los dos.

—Mi señor tío… — musita ella, y antes de permitir que vea las lágrimas

escapársele, se abraza a mí con fuerza, y yo mismo la estrecho contra mí. Su

lágrima cae sobre mi pecho y parece quemarme como un reguero de fuego

mientras escurre hacia abajo y se pierde en el vello. Mis manos la aprietan de la

espalda y la recorren, bajando en caricias, yo intento contenerme, pero ellas se

obstinan en bajar mucho más de lo que deben. Sé que debo separarla de mí,

pero sé cuánto necesita mi cariño, y yo mismo también lo preciso con


desesperación. Nos apretamos el uno al otro, y me siento conmovido ante lo

mucho que la necesito y la amo, aunque nos sea imposible consumar ese amor.

Noto una caricia húmeda y cálida en mi pecho, y sé qué está haciendo. Está

besando mi pecho.

Quiero pedirle que se detenga, que no continúe, dioses, ¡perderé la cordura!

Es demasiado agradable. Su boca deja un reguero de cosquillas y placer allí

donde toca. Sube acariciando mi pecho y besa mi cuello, la noto besar mi

tráquea, allí donde pasa el aire. El aire que no me llega de lo emocionado que

estoy. De nuevo la oigo susurrar: “Mi señor tío… mi dulce tío”. Me parece que

por mis venas circula azúcar derretido, hirviente y abrasador, en lugar de

sangre, e intento mirarla a los ojos para separarnos. ¡Desdichado de mí! Sus

ojos verdes desprenden tanto amor y deseo, que quedo atrapado en ellos al

momento. Tomo su mano para intentar apartarla de mi cuerpo, pero la llevo a

mi mejilla y la beso sin poder contenerme. Len Mui gime, parece desesperada

ella también, y nos miramos mutuamente a los ojos. Mi compañera me acaricia

la cara, no me atrae hacia ella, pero tampoco me suelta. Yo la mantengo

abrazada. Ambos sabemos qué va a pasar. Somos conscientes de que vamos a

pecar y a cometer delito de adulterio e incesto, sabemos todo eso y más aún:

somos conscientes de que no vamos a detenernos. Una sonrisa se escapa de mis

labios al constatar esto, y me acerco a su boca tan despacio como puedo. La

mirada de Len Mui se hace lánguida, seductora, ella también sabe que me tiene
en sus manos, y disfruta asimismo de la dulce espera. Largos segundos hasta

que nuestros alientos se rozan y noto el calor de sus labios en los míos. Jugamos

con nuestro deseo, nos negamos a concedernos el beso que sabemos que llegará,

pero que queremos aplazar aún un poco más, gozando del picor de nuestros

labios ansiosos. Sus labios se abren y cierran, como las alas de una mariposa, y

hacen apenas cosquillas en los míos. Besa mi labio superior y mis ojos se

cierran de gusto. Besa el inferior y me siento morir de deseo. Besa mi boca y un

gemido se me escapa del fondo del alma mientras la atenazo contra mí y la

tumbo sobre el duro suelo de la salita, y nuestras lenguas se juntan por fin.

Mi lengua y la suya juguetean en medio de mil gemidos. Quiero llevarla a mi

alcoba, quiero acostarnos en mi cómodo futón, pero mi cuerpo y el suyo ya han

decidido que no desean esperar más. Voy a hacerla mía aquí mismo, sobre el

suelo de madera, con el mirador abierto para que contemplen nuestra pasión el

anillo y las estrellas. Las manos de Len Mui se pasean a placer bajo mi camisa,

acariciando mi piel y dejando una quemadura de placer allí donde tocan. Mi

boca suelta la suya para besar su cuello, mientras mis manos acarician su

cintura, buscando la cinta que cierra el yukata. Mi compañera se ríe y se

estremece contra mí. “Su barba me hace cosquillas, señor tío”, me susurra entre

risas y me hace reír también. Froto mi boca y mi barbilla contra su sensible piel
para hacerla reír de nuevo. Podría pasarme toda la vida haciéndola reír. El

yukata de Len Mui está flojo, pero aún cerrado, y ella misma se alza hasta
quedar de rodillas y me lleva las manos al cordón, mientras me acaricia el

pecho y baja cada vez más.

Cuando las manos de mi amiga llegan al bulto que hace mi pantalón, tengo

que cerrar los ojos del placer que siento. Alzo las caderas para que ella pueda

quitarme la prenda, y lo hace al momento, con un delicioso rubor en sus

mejillas. Pantalón y taparrabos salen a la vez, y dejan al descubierto mi

erección, que mi compañera mira con arrobo. Acaricia mi bajo vientre mientras

me mira a mí y a mi polla alternativamente. Asiento. Una sonrisa de gran

felicidad y se inclina sobre mí; de inmediato besa mi hombría y la introduce

entre sus cálidos labios y a mí me parece que me muero de placer. Una deliciosa

sensación de calor y bienestar me baña todo el cuerpo y, mientras me abandono

a ella, tiro del cordón de su yukata. El lazo se deshace y la cinta sale con toda

suavidad, dejando la prenda floja sobre su cuerpo y una cascada de pétalos

blancos cae sobre mi cuerpo como si fueran lluvia. Canalla… llevas flores de

amburú entre el yukata y tu piel, por eso siempre hueles tan bien.

Con gran esfuerzo, porque renunciar al infinito gusto que me proporciona su

boca es doloroso, pero me incorporo y yo mismo le bajo la prenda, dejándola en

sus brazos, pero descubriendo por completo sus pechos, ¡qué ganas tenía de

verlos, de ver su cuerpo desnudo! Sólo las finas bragas interrumpen mi visión,

pero sus tetas atraen toda mi atención. Cuando las toco, Len Mui respinga y

parece que le cueste un gran esfuerzo mirarme a los ojos. La luz del atardecer es
más débil cada vez, pero los tonos rojizos de la atmósfera no igualan la belleza

de su rubor. Sólo puedo pensar en lo hermosa que es cuando le acaricio los

pezones con la punta de los dedos. Tiembla cuando los cosquilleo y sonríe, y ella

misma me lleva las manos para que los apriete por completo. Con un gemido de

deseo, la obedezco y hundo mi cara entre ellos. Len Mui lanza pequeños gritos

de gusto y me abraza por la nuca, no quiere que me detenga. Mi boca se pasea a

placer por entre sus tetas y su cuello, lame sus pezones y los pellizca con los
labios o los dientes, y mi compañera sólo es capaz de pedirme que siga y siga.

Len Mui tiembla entre mis brazos, sus tetas se estremecen contra mi boca y

mis manos, y a mi nariz llega el aroma de su excitación, el olor salado a

hembra. Mi mano derecha desciende por su vientre, haciéndole cosquillas sólo

por el placer de verla reír y temblar, y acaricia su sexo, aún cubierto por las

bragas. Mi amiga pone los ojos en blanco al sentir el cosquilleo de mis dedos, y
la recuesto sobre el piso. Como ella hizo conmigo, la despojo de su ropa interior.

Len Mui parece a punto de cubrirse con las manos, pero no lo hace; en su lugar

se abre la vulva con los dedos. Aún con la baja luz de los globos luminosos, veo

su precioso color rosado y lo húmedo que está. Así, abierto, parece un precioso

nenúfar rosa, cuajado de rocío. La miro a los ojos mientras me acomodo entre

sus piernas y una deliciosa expresión de pícara timidez aparece en su rostro. Le

da vergüenza que la mire, pero también le gusta. Beso su pubis, cubierto de fino

vello y me deleito en el aroma de su intimidad, pero enseguida mi mano

descubre el clítoris y empiezo a lamerlo con ternura.


Mi compañera gime y se mece de placer, sus manos acarician mi cabello gris

y mi lengua hace círculos, sube y baja sobre su indefenso clítoris. Mis labios se

cierran en torno a él, lo abrazan y chupan, y Len Mui me abraza con las piernas

y alza las caderas buscando más sensaciones. La tomo del culo para que

conserve las caderas elevadas, y meto mi lengua en su coño. Mi amiga grita y

abre los ojos; nuestras miradas se capturan mutuamente, ella ve la sonrisa en

mis ojos, la chispa traviesa que siento mirando su carita de placer, sabiendo que

soy yo quien le da ese maravilloso gustito, mientras saco y meto mi lengua de su

cueva tórrida y mi bigote frota su perlita sin cesar. Ella emite un gemido

desmayado, siento cómo su coño palpita y late en torno a mi lengua, tirando de

ella, y una lágrima de su interior se escurre fuera de su cuerpo, me moja la

barba y llena mi nariz de delicioso perfume. Len Mui recupera la respiración y

me tiende los brazos.

Me tumbo por completo sobre ella y siento el calor húmedo de su intimidad.

Ella me besa larga, profundamente, y me froto contra ella, sus piernas

abrazando mi cuerpo. Mi polla goza de su calor, de frotarse contra su vientre,

pero necesita más. Len Mui me acerca las caderas, y por un segundo noto la

entrada de su cuerpo, ¡dioses, qué placer! ¡Me quema la punta! Ahora soy yo el

que tiembla entre sus brazos, loco por sentir ese gustito de nuevo. Me hago un

poco hacia atrás y lo encuentro. Haaaaah… qué dulce, qué dulce. Me dejo caer

lentamente hasta que mi pelvis choca con la suya. Me detengo para saborearlo,
Len Mui y yo nos miramos, jadeantes, anhelantes, mientras su coño me abraza y

mi verga es aplastada en una calidez deliciosa y toda mi piel se perla de sudor.

Mi boca ataca la suya y nuestras lenguas se entrelazan, mientras mis caderas

empiezan a embestirla, como las olas al acantilado. Los dedos de mi compañera

se clavan en mis hombros, siento sus gemidos en mi boca y noto el placer

recorrerme en ráfagas de calor y cosquillas, aumentar hasta niveles peligrosos;


sé que mi polla quiere estallar de placer, sé que debería sacarla, ¡pero es tan

dulce lo que siento dentro de ella! Sólo una vez más, sólo otra embestida y la

sacaré, lo prometo… Pero Len Mui cruza las piernas a mi espalda y me aprieta

contra ella. La miro casi con terror, no, no, Tchai Len, no me hagas esto, ¡no

puedo parar! Intento detenerme, pero mi polla no me lo consiente, tira de mí y

me hace continuar, y mi compañera me acaricia la cara y me pide que no me

detenga:

—¡No pares ahora, por favor… córrete dentro! ¡Por favor, hazlo

dentroooo…! — mi cordura se abandona al placer, y me dejo ir. Beso a mi amiga

y noto su lengua meterse en mi boca con ferocidad, acelero y de nuevo siento los

latidos, esos tirones maravillosos que delatan que ha alcanzado su placer y que

masajean mi polla y me llevan al cielo. La presa de sus piernas, en medio de su

orgasmo, se hace más fuerte, y ya no puedo aguantar más. Un gruñido sale de

mi garganta. Mal que me pese, tengo que soltar su boca para tomar aire. Mi

verga se vacía dentro de su vientre, en medio de convulsiones de gozo, olas de


placer me recorren el cuerpo y me dejan extasiado, a gusto. Tan a gusto… Si

intento moverme, siento un cosquilleo rabioso, un exceso de placer que me hace

quedarme quieto, ahí, en el fondo de su coño, mientras mi esperma la inunda y

ella gime debajo de mí.

Debería, al menos, haberlo echado fuera. Ya que cometíamos tantos

pecados, al menos deberíamos no correr el riesgo de la preñez. Pero mira su

preciosa carita de gusto. Mira su dulce sonrisa. No podía quitarle mi cuerpo

justo cuando ella gozaba tanto con él. Las manos de Len Mui acarician mi cara,

como si no pudiera creer que me tiene sobre sí. Beso sus muñecas, sus

antebrazos de color blanco y rosa, y al fin su boca una vez más. Mi compañera

me estrecha contra ella, sus pies acarician mis piernas, y apenas me doy cuenta,

pero mis caderas están volviendo a moverse, en busca de nuevos placeres. Sobre

nosotros, a través del techo de cristástico, brilla el anillo planetario, en suaves

tonos de azul y plata, y las estrellas parecen mirarnos con traviesa curiosidad.

Han pasado cinco días desde entonces. Ahora, cada día es una tierna

persecución en la que nos buscamos el uno al otro, pero hemos de tener cuidado

de no desbocarnos. Mi sobrino apareció hace dos días, pero ni Len Mui ni yo

tuvimos dificultad en disimular. Mi compañera le pidió incluso intimidad a mi

sobrino durante la noche y, según me contó, éste se acarició casi hasta el final,
sólo en el último momento se introdujo en ella, lo justo para dejar su semilla.

Cuando al día siguiente se marchó, ella me contó que, después del primer
desprecio, empezó a tomar el té de cierto fruto amargo que impide el embarazo,

puesto que no estaba dispuesta a traer un bebé a un matrimonio sin amor, de

modo que no hay problema alguno en que yo vierta mi semilla en ella.

Ahora pasamos el día en medio de ocupaciones inocentes, como antes, pero

cada momento está lleno de caricias, castas sólo en apariencia, de miradas que

dicen más que las palabras y de promesas ardientes susurradas al oído. Por la

tarde, después de cenar y tomar el té, nos entregamos a la hermosa tarea de

pecar. Practicamos caricias mucho menos inocentes, nos cabalgamos en

diferentes y lúbricas posturas y gozamos de todos los placeres que el amor nos

ofrece, usando nuestros cuerpos y cualquier elemento que Sul-Chamali y Nu Wa

Chan, las diosas del amor y la naturaleza, tienen a bien ofrecernos. Anoche,

mientras Len Mui me proporcionaba placeres inenarrables sentada en mi

regazo, enterrando mi verga en su intimidad, yo le ofrecía un dulce deleite

doble, pues también le acariciaba el culo y hacía cosquillas en lo que se llama

“la entrada prohibida” y que, según La Buena Ley, es un pecado muy grave.

Pero a ella le gustó que lo hiciera, le gustó que mi dedo índice se metiera allí

ligeramente, y a mí me gustaron los ahogados gritos de placer que emitió, los

estremecimientos de su cuerpo entre mis brazos. No viene ya de un pecado, ¿por

qué detenerse, entonces, si no hacemos daño a nadie y nos proporciona a ambos

tan exquisito placer? Así que ahora mismo estoy puliendo para ella un tallo de

amburú, fino y suave, de redondeada punta. Len Mui se sienta a mi lado y se


acurruca junto a mí, como de costumbre, y me pregunta para qué es. Lo paso

por su cara y sus labios, y ella sonríe. Sé que ya se lo imagina, pero aun así, voy

a explicarle con todo detalle cómo se usa.

Sonya recuperaba la respiración, colorada y sonriente. Deslizó la mano fuera

de su sexo húmedo, provocándose un último escalofrío de gusto. La narración

era tan explícita que su cuerpo empezó a humedecerse y a pedir. Ella comenzó a

tocarse, casi a lo tonto, pero enseguida se dio cuenta que no podría parar, y

siguió dándose placer mientras leía con avidez, hasta que gozó de un orgasmo

intenso, eléctrico, casi al mismo tiempo que Len Mui y su señor tío. Vaya con

Víctor. Sabía que le gustaba el erotismo, no en vano vendía retroporno, pero

ignoraba que escribiera tan bien. Haaaaah… qué rico había sido… Miró la hora:

Víctor llevaba dos buenas horas de siesta. Era más que tiempo de ir a
despertarle. Y, ahora que lo pensaba, se le ocurría una manera muy cariñosa de

despertarle.

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