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27/10/2019 Masculinidad y nación en la España de los años 1920 y 1930

Mélanges de la Casa de
Velázquez
Nouvelle série

42-2 | 2012 :
Género, sexo y nación: representaciones y prácticas políticas en España (siglos XIX-XX)
Dossier. Género, sexo y nación: representaciones y prácticas políticas en España (siglos XIX­XX) 

Masculinidad y nación en la
España de los años 1920 y 1930
Masculinité et nation dans l‘Espagne des années 1920 et 1930
Masculinity and nation in Spain in the 1920s and 1930s

NEREA ARESTI
p. 55­72

R ésumés
Español Français English
El presente artículo explora la relación productiva de los conceptos de masculinidad y nación
española en la construcción de modelos identitarios, durante los años veinte y treinta del pasado
siglo XX. En él se persiguen los avatares de este ideal de «hombre español» en unas décadas
especialmente dinámicas, destacando dos proyectos encaminados a reconstruir un ideal de
masculinidad para la nación española: por una parte, la corriente más conservadora encontró en la
dictadura de Primo de Rivera un contexto particularmente favorable para la difusión de sus
propuestas regeneradoras, si bien los ambiciosos objetivos no fueron alcanzados. Por otra, un
segundo proyecto, destinado a renovar y modernizar los ideales de masculinidad, gozó en el periodo
republicano del apoyo institucional para su popularización y plasmación en leyes y medidas sociales.
El inicio de la Guerra Civil alteró violentamente los términos de esta pugna y abrió un periodo nuevo
en el que la dimensión patriótica se convirtió en el núcleo conformador de la masculinidad
normativa.

Cet article explore le rapport dialectique entre les concepts de masculinité et de nation espagnole
dans l’élaboration de modèles identitaires au cours des années 1920 et 1930. Il s’intéresse aux
avatars de l’idéal de «  l’homme espagnol  » pendant ces décennies, en mettant l’accent sur deux
projets  : d’une part, le courant le plus conservateur trouva dans la dictature du général Primo de
Rivera un contexte particulièrement favorable à la diffusion d’une proposition régénératrice qui, en
dépit d’objectifs ambitieux, fit long feu. D’autre part, les républicains forgèrent un projet destiné à

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renouveler et à moderniser les idéaux de masculinité, avec l’appui des institutions qui légiféraient en
matière de politique sociale. Le début de la guerre civile bouscula ces deux courants et ouvrit une
nouvelle période où le patriotisme devint la valeur centrale de la masculinité normative.

This article explores the dialectical relationship between the concepts of masculinity and Spanish
nation in the formation of identitary models during the 1920s and 1930s. It examines the vicissitudes
of the ideal of «Spanish man» in what were especially dynamic decades, with the emphasis on two
movements tending to reconstruct the ideal of masculinity for the Spanish nation: on the one hand,
for the more conservative stream the Primo de Rivera dictatorship provided a particularly propitious
context in which to pursue a regenerational project, which however came to naught despite its
ambitious goals. On the other hand, a republican movement to renew and modernise ideals of
masculinity received the support of the institutions responsible for drafting social policy. The onset
of the Civil War derailed these two movements, ushering in a new period in which patriotism came
to occupy the heart of standard notions of masculinity.

E ntrées d‘index
Mots clés : analyse du discours, espagne, identité, masculinité, nation, XXe siècle
Keywords : 20th century, analysis of discourse, identity, masculinity, nation, Spain
Palabras clave : analisis del discurso, España, identidad, masculinidad, nación, siglo XX

Texte intégral
1 La España de los años veinte y treinta del pasado siglo asistió a grandes cambios en las
relaciones de género. Las propias categorías de «hombre» y «mujer» evolucionaron al
ritmo de los tiempos. En concreto, los ideales de masculinidad fueron reconstruidos en
diálogo y conflicto con conceptos tales como el de nación, clase social y se articularon de
forma diferenciada en las diversas culturas políticas. En cierta medida, estos ideales de
virilidad cooperaron fructíferamente con la idea de España en la construcción de
identidades individuales y colectivas, de género y nacionales a un mismo tiempo. Sin
embargo, la categoría «hombre español» se mostró particularmente inestable y precaria en
un contexto histórico en el que ni la virilidad ni la nación resultaban ser nociones firmes e
inequívocas. Al contrario, visiones distintas y enfrentadas establecieron una pugna por
definir, y en ocasiones incluso negar, este modelo viril y nacional. En las siguientes páginas
me acercaré a los avatares de este ideal en unas décadas especialmente dinámicas, las de
los años veinte y treinta. Pretendo analizar los términos de este enfrentamiento discursivo
y político, y evaluar hasta qué punto es posible reconocer en esta evolución un estereotipo
nacional de masculinidad hegemónica1.

La quiebra de viejas certidumbres
2 Las relaciones de género en la sociedad española de principios del siglo XX estaban
sometidas, como sucede en todo momento histórico, a la inestabilidad y a los efectos del
cambio. Sin embargo, determinadas ideas y concepciones profundamente arraigadas en el
conjunto social, ofrecían aún un grado de certidumbre que se vio truncado años más tarde.
El punto de partida de este análisis lo constituyen los cambios que acompañaron a la
Primera Guerra Mundial. Como bien sabemos, la Gran Guerra y el conjunto de fenómenos
asociados a ella tuvieron un efecto decisivo en las actitudes hacia las cuestiones de género.
A pesar de la neutralidad española en la contienda, las consecuencias económicas y
sociales de la Gran Guerra fueron importantes, y la experiencia bélica y el clima
internacional creado por ella afectaron, aunque de forma desigual y a menudo
contradictoria2, a los terrenos económico, social y cultural. En el plano de la construcción
de referentes para las identidades de género, la Guerra tuvo un efecto significativo en dos
planos. Por un lado, provocó un estado de incertidumbre sin precedentes con respecto a

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las fronteras que separaban los conceptos de mujer y hombre. Por otro lado, las nuevas
inquietudes en torno a la solidez de la diferencia sexual, tal y como había sido entendida
hasta entonces, precipitó un aluvión de producción discursiva.
3 La general convicción acerca de la inferioridad de las mujeres y la debilidad relativa del
feminismo español, que no había logrado perturbar e inquietar las conciencias de forma
comparable a lo sucedido en otros países occidentales, hacían posible, en los comienzos de
la centuria, este estado de relativo sosiego masculino. Sin embargo, la quiebra de aquella
firme certeza sobre la incapacidad femenina y el efecto desestabilizador de nuevas figuras
como la de la mujer moderna de los años veinte, alimentaron inquietudes y miedos sobre
el futuro del orden de género3. La mujer moderna española, influida por los modelos de la
flapper anglosajona y la garçonne francesa, representaba una nueva generación de
jóvenes, a menudo de clase acomodada, que había tenido la posibilidad de recibir una
educación y compartía aspiraciones profesionales4. Asimismo, surgieron nuevas imágenes
de la masculinidad, y la figura del dandy fue asociada al nuevo «señorito bien» español5.
Estos modelos, que en ocasiones representaban una realidad más simbólica que social,
tuvieron un importante efecto desestabilizador y de desafío a las fronteras que separaban
ambos sexos. Las nuevas amenazas hicieron tambalear lo que eran férreas convicciones en
torno a la diferencia sexual.
4 A veces, los misóginos más beligerantes fueron particularmente claros a la hora de
exponer sus temores. Edmundo González Blanco, quien había sido un ferviente defensor
de la inferioridad de las mujeres con respecto a los hombres, supo describir con
rotundidad el nuevo contexto abierto por la Primera Guerra Mundial en relación con las
denominadas «cuestiones sexuales», un nuevo escenario en el que la idea de la
inferioridad tenía que enfrentarse a las demostraciones prácticas, e inapelables, de la
capacidad femenina en distintos ámbitos de la vida social y profesional. «Asaltado por
todas partes, sentenció, el hombre se defiende como puede, en esta competencia
escandalosa, pero, bajo la presión unánime del público, se ve forzado, a su pesar, a tolerar
y transigir con los hechos consumados». Pero a pesar de ello, aseguró, nada le importaba
«ir contra la sociedad entera, porque esa sociedad, después de la pasada conflagración
mundial, se ha vuelto perfectamente loca6». La inquietud surgida en torno a los cambios
en marcha puso en cuestión la propia definición de cada sexo y de las diferencias que
distinguían a ambos. Tal y como sucedería en las últimas décadas del siglo XX, en el
contexto creado por el desarrollo del movimiento feminista de los años setenta, las líneas
divisorias entre hombres y mujeres se difuminaron en cierta medida, haciendo proliferar
los interrogantes típicos de estos momentos de desconcierto: «¿Qué es ser hombre o
mujer? ¿Qué significa el sexo?» se preguntaba en 1930 uno de aquellos expertos en estas
materias, Carlos Díez Fernández, a la vez que añadía: «Sólo sienten deseos de definirse los
que no saben lo que son. Y el mundo entero lleva unos cuantos años ocupado en ese
afán7».
5 Aquella sociedad fue capaz de generar muchas respuestas a estas importantes preguntas.
Respuestas diversas, con propuestas distintas, pero que estuvieron dominadas en su
mayoría por un deseo, por una preocupación: la recuperación de la certidumbre perdida,
no únicamente en el terreno de las relaciones entre hombres y mujeres, sino también como
un empeño de recuperación de la capacidad debilitada del género para hacer del mundo
algo inteligible y ordenado. Como señalaba al comienzo, esta capacidad significadora se
había visto disminuida de la mano de la amenazante imagen de la mujer moderna, de lo
que se denominó el tercer sexo, la ambigüedad perturbadora, de las dudas razonables
sobre la superioridad natural de los hombres y sobre la incapacidad de las mujeres para
desempeñar una serie de tareas consideradas típicamente masculinas. El intento por
recuperar la certidumbre en cierto modo perdida se plasmó en proyectos dirigidos a
redefinir la diferencia sexual, en términos más renovadores unas veces y menos en otras.
Durante los años veinte hubo así una extraordinaria proliferación de los discursos sobre
estas cuestiones, muchos de los cuales estuvieron destinados a redefinir la feminidad, si
bien no fueron escasos los que respondieron al empeño por definir lo que significaba ser

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un hombre. Con respecto a estos últimos, entre los distintos proyectos que se desarrollaron
en aquellos años, me gustaría destacar dos, cuya visión comparativa nos pueden servir
para evaluar formas diferentes de articulación de las categorías de masculinidad y nación
en un mismo contexto.

Masculinidad nacional y progreso
6 En primer lugar, me referiré al ideal de masculinidad creado por un conjunto de
liberales, a menudo progresistas, muchos hombres y algunas mujeres, sobre todo de clase
media, médicos y biólogos, abogados y juristas, periodistas, literatos y teóricos sociales.
Eran los nuevos moralistas laicos. Todos ellos compartían la convicción de que era
necesaria una renovación y secularización de los ideales de género, y que el instrumento
idóneo para interpretar lo que consideraban una realidad natural era la ciencia,
particularmente la biología. A través de la ciencia, ellos fueron capaces de naturalizar con
enorme eficacia la feminidad y la masculinidad, y crear así la ilusión de existencia de una
sustancia prediscursiva inalterable que blindaba las categorías «hombre» y «mujer».
Aquel proyecto aspiraba a consumar discursivamente el proceso de sexualización de los
seres humanos y del mundo que les rodeaba, radicalizando así la idea de la total
diferenciación sexual. En realidad, aquel mundo que era dos mundos, cada uno con su
propio código y sus propias leyes, mundos complementarios e incomparables, ni
superiores ni inferiores entre sí, era una perversa fantasía que escondía y apuntalaba unas
relaciones de poder ya inconfesables desde la defensa teórica de los derechos universales.
Se trataba, insisto, de la culminación de un proceso iniciado muchas décadas atrás.
7 Se fue conformando así un cuerpo discursivo dispuesto a convertirse en un verdadero
programa de intervención social en el que, además de otras muchas medidas, la educación
en este terreno ocuparía un lugar central. Y ello a pesar de que la naturaleza dictaba,
supuestamente de forma infalible, el destino de los seres humanos y determinaba, a partir
de una interpretación cultural de sus cuerpos, su papel en la sociedad. El reputado jurista
Luis Jiménez de Asúa resumió este programa de acción y defendió así la necesidad de

la educación sexual, concebida en su más extensa acepción, que enseñe al hombre el verdadero ideal
viril, y a la hembra el auténtico fin femenino, que haga más hombres a los varones y más femeninas a
las mujeres…; la lucha contra el donjuanismo y la prostitución reglamentada, y el combate contra el
desdoblamiento del amor, que lleva a los hombres a la poligamia8.

8 Jiménez de Asúa definió de este modo los ingredientes fundamentales de un modelo de


virilidad que, sin hacer peligrar la supremacía masculina en las relaciones de género,
presentaba una serie de rasgos decididamente innovadores. En el seno de este movimiento
reformista, quizás fue el doctor en medicina Gregorio Marañón quien mayor influjo logró a
la hora de definir la «verdadera masculinidad». En esta cuestión concreta, su propuesta se
convirtió en una cruzada contra el ideal representado por el Don Juan. Esta figura aparecía
retratada como un modelo de masculinidad caduco, obsoleto, no digno de representar un
«tipo nacional». El donjuanismo, se decía, estaba realmente muy arraigado en el conjunto
social, muy arraigado también en la historia y en la tradición nacionales, por lo que su
erradicación exigía determinación y vehemencia. Esta labor adquiría particular
trascendencia porque el rechazo del modelo donjuanesco como representante de un ideal
patriótico era asimismo un modo de redefinir la propia identidad nacional.
9 El donjuán era a menudo descrito como el típico joven español, hastiado ya del comercio
sexual común y rebuscador de nuevas aventuras9. Era definido por su falta de autocontrol,
así como por su inclinación a la poligamia y a la irresponsabilidad paterna. El tipo de
muchacho español de aspecto esmirriado y adornos superfluos debía ser sustituido por el
de una masculinidad vigorosa física y mentalmente10. Para arrebatarle el atractivo como
referente identitario entre los jóvenes del país, el que sería calificado de «mal endémico»
nacional11 fue feminizado en la nueva retórica, reducido a la condición de mito de baja

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estofa. De hecho, se argumentó, el donjuán era totalmente ajeno a los auténticos valores
asociados a la masculinidad verdadera12. Así, en 1924, a través de las páginas de El Siglo
Médico, Gregorio Marañón anunció: «El cetro de la masculinidad cae de las manos del
gran farsante13». Las teorías de Marañón, muy elaboradas y avaladas por la que era
considerada en aquel momento una sólida fundamentación científica, médica y biológica,
tuvieron una gran repercusión social, y fueron miles de veces citadas y recreadas14. El
impacto de sus propuestas alcanzó incluso el terreno artístico y el ejemplo de una obra
pictórica, representación plástica de aquellas propuestas, es ilustrativo de los fatales
efectos que la feminización provoca en un ideal masculino. El artista vasco Elías Salaverría
imaginó el tenorio caracterizado por Marañón y lo plasmó en su cuadro titulado Don J uan.
La obra de Salaverría levantó una gran expectación. Corría el año 1927 cuando aquella
figura pictórica fue descrita del siguiente modo por la prensa:

Un degenerado, casi con moño, a punto de colocarse la yema del índice izquierdo en el labio inferior,
casi con faldas de bailarina. […]
Todo primer actor que con esto se encuentre conforme, si quiere dar muestra de su conciencia y
honradez artísticas, cuando haya de representarse el Tenorio deberá ceder el papel de Don Juan a la
primera actriz15.

10 Aquellos discursos e imágenes arrebataban al ideal donjuanesco su patente de virilidad.


Un afeminado con anatomía de eunuco, en expresión de Ramón Pérez de Ayala16, no podía
ser digno representante de la hombría nacional. En oposición a Don Juan, el modelo
propuesto por los nuevos moralistas laicos era el hombre autocontrolado, monógamo,
trabajador y ejemplo de austeridad. Un tipo de hombre no muy distante de aquel descrito
por Unamuno, quien sentenció que la causa de la libertad no prosperaría en España hasta
que gobernaran el país «un buen número de liberales que se acuesten a las diez, no beban
más que agua, no jueguen juegos de azar, y no tengan querida17».
11 De entre los valores que debían conformar este ideal destacaba el trabajo, convertido en
seña de identidad del hombre verdadero. Gregorio Marañón destacó la laboriosidad como
elemento crucial del nuevo hombre frente al Tenorio: «El hombre más viril es el que
trabaja más, el que vence mejor a los demás hombres, y no el don Juan que burla a pobres
mujeres»18. Este énfasis resultaría ser particularmente fructífero en los medios obreros, en
concreto socialistas, en la labor de dignificación de la masculinidad obrera, si bien generó
asimismo otro tipo de conflictos, relacionados sobre todo con la incapacidad de los
hombres de clase trabajadora de garantizar en solitario la supervivencia de la unidad
familiar. No sorprende el hecho de que, en esta retórica, el cura y el señorito fueran las
imágenes más denostadas. Este modelo adoptó así unas importantes connotaciones de
clase dependiendo del medio social y político en el que fue resignificado. Por otro lado, en
los discursos de este grupo de nuevos moralistas laicos, una profesión y un estereotipo
representaban el epítome y más pura expresión de la masculinidad deseable: en relación a
la profesión, entre los científicos, los médicos gozaron del liderazgo; por otro lado, el
modelo de virilidad anglosajón, un referente de civilización y progreso, fue presentado con
frecuencia como un ejemplo a seguir.
12 En definitiva, el modelo de masculinidad creado por el conjunto de discursos a que
estamos haciendo referencia, apareció conectado con una serie de valores que se entendían
asociados a unas ideas de progreso y de civilización modernas, cuyos máximos exponentes
eran encontrados más allá de nuestras fronteras. Esto no significa que aquellos teóricos de
las «cuestiones sexuales» renunciaran a la tarea de construir un modelo nacional de
virilidad. De hecho, muchos de ellos sí aspiraban a crear tal arquetipo, en un proyecto de
renovación y ruptura con elementos claves de figuras y referentes de larga tradición. Para
estos teóricos sociales, el hombre moderno era el ciudadano consciente de sus derechos y
responsable de sus obligaciones, un sujeto político alejado del legendario caballero
español, cuyo profundo sentido del honor, de la jerarquía, del trabajo y de la respetabilidad
le relacionaban con una visión del mundo bien distinta. Ya en 1916, Miguel de Unamuno,
en su novela de expresivo título Nada menos que todo un hombre, opuso los conceptos de

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hombre y caballero, decantándose firmemente por el primero. A través del personaje
protagonista masculino de la novela, Alejandro, exclamaba: «¿Caballero yo? ¿Yo
caballero? […] ¿Yo? ¿Alejandro Gómez? ¡Nunca! ¡Yo no soy más que un hombre, pero todo
un hombre, nada menos que todo un hombre!19». Esta ruptura con un modelo legendario
de caballero español y la búsqueda de referentes en Europa, hicieron que la relación entre
masculinidad y nación española, como portadora esta última de valores y esencias, fuera
menos directa, menos fluida de lo que resultó ser en las formulaciones realizadas desde
posiciones ideológicas más conservadoras.

La regeneración del «hombre español» en
el proyecto de Primo de Rivera
13 Durante los años veinte, no sólo los liberales de vocación secularizante estuvieron
empeñados en ofrecer una respuesta a la pregunta de Carlos Díez Martínez «¿Qué es ser
un hombre?» o, más aún, en qué consistía el ser un «hombre español». Desde los sectores
más afines al régimen primorriverista se construyó también una alternativa en torno a
estas cuestiones, una propuesta en la que masculinidad y una concepción historicista de la
nación española se imbricaron de forma especialmente armónica a la hora de redefinir al
«hombre español». Desde este punto de vista, las raíces del modelo de virilidad nacional
debían ser buscadas en la época dorada de la historia patria, cuando el «caballero español»
alcanzó su máximo esplendor y prestigio internacional. Por lo tanto, la aspiración del
nuevo régimen adquiría un carácter de regeneración nacional. Ya el mismo 13 de
septiembre de 1923, día en el que el general Miguel Primo de Rivera anunció al país el
golpe de estado, el dictador afirmó que aquél era un movimiento «de hombres»: «El que
no sienta la masculinidad completamente caracterizada —advirtió—, que espere en un
rincón, sin perturbar, los días buenos que para la Patria preparamos20».
14 La obra regeneradora del dictador en esta cuestión fue muy limitada, en su desarrollo y
en sus resultados. Primo de Rivera careció de un programa para la construcción de un
ideal nacional de masculinidad con un nivel de elaboración comparable al que se estaba
creando fuera de las estructuras del Estado y en oposición a él. Su alternativa consistía,
básicamente, en el restablecimiento de un modelo que, por efecto de los cambios sociales,
corría el riesgo de traicionar su verdadero significado y degenerar hasta el declive total. En
esta tarea de regeneración se apoyó firmemente, en este terreno concreto, en los
fundamentos ideológicos del catolicismo y en la identificación entre masculinidad y un
determinado concepto de nación española. También los representantes de la iglesia
subrayaron la identificación entre españolidad y virilidad. En 1925, por ejemplo, el
agustino Bruno Ibeas, en su libro titulado precisamente La virilidad, conferencia ante las
juventudes católicas, recordaba que España era salvaguarda de los valores que hacían al
hombre, hombre, a la vez que alertaba sobre el peligro que suponía para la masculinidad
española el usufructo de ideas extrañas, concepciones que llevaban a la conformación de
una «virilidad deficiente». Frente a estas tendencias extranjerizantes, decía, hacía falta
patriotas que tuvieran «la hidalguía por lema, la virtud por divisa y el heroísmo por
medida de sus esfuerzos21».
15 Primo de Rivera desarrolló así un proyecto de regeneración moral y de redefinición de
las categorías de género en clave nacionalista. Su proyecto regeneracionista partía de la
idea de que un clima de relajación moral, de creciente sensualidad y bajos instintos, estaba
inundando la sociedad española. Este ambiente de depravación estaba relacionado con los
cambios característicos del contexto internacional de la Primera Guerra Mundial, a los que
aludíamos páginas atrás. Desde la prensa adepta al régimen se alertó insistentemente
sobre aquella situación alarmante, un ambiente en la que la juventud de ambos sexos
ofrecía un espectáculo lamentable en la calle, «en los tranvías, en los sitios públicos,
cogidos de la mano o por la cintura, acariciándose y poniéndose empalagosos a la vista de

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las gentes». Todo ello era «un signo de decadencia repugnante… Los hombres que lo son
de verdad no siguen esa conducta, ni las mujeres que se precian en algo, tampoco22».
Como efecto de esta ola desmoralizadora, se había desvirtuado el verdadero significado de
la masculinidad española. Tal y como se aseguraba desde las páginas de La Nación: «Los
que conocimos épocas más varoniles y galantes… hemos de sentir el enojoso sonrojo de
tanta [a]vilantez y degeneración actual23».
16 Aquel estado de degeneración planteaba un importante reto al régimen primorriverista.
En palabras de José María Pemán, semejante estado de cosas minaba, por su cimiento
familiar, todo el orden social. De este modo, decía: «La defensa de la moralidad pública,
agredida en estos tiempos de continuos asaltos en la calle, en el espectáculo, en el libro,
obliga al Estado a una intensa y activa política»24. Sobre un sustento religioso y patriótico,
se puso en marcha una agenda intervencionista de reforma fundamentalmente de los
comportamientos sociales por medios autoritarios. A través de leyes represivas y de un
cuerpo específico para el control de la vida cotidiana, el Somatén, el régimen de Primo de
Rivera fabricó los mecanismos para cumplir este papel de guardián de la moralidad
pública. La retórica que acompañó a este proyecto aseguraba venir a defender y servir a las
mujeres frente a los efectos disolventes del clima social. Sin embargo, la política de
moralización, tanto desde el punto de vista de las preocupaciones que la inspiraban como
de los efectos buscados, era un intento de reforzar el orden de género en una sociedad en
cambio.
17 La labor que denominaban de «saneamiento» moral era así fundamentalmente
regeneradora y no debía afectar, se insistía, a las esencias nacionales, «a ninguna
característica de nuestra raza25». De hecho, frente a los modernizadores de la
masculinidad que criticaban el modelo caballeresco como ideal obsoleto, se reivindicaba la
necesidad de mantener y recuperar el verdadero significado de aquél. Así, la limpieza de
costumbres que exigían no debía estar «reñida con el temperamento exaltado de la raza ni
con las tradiciones caballerescas del pueblo español26». Al contrario, la obra de
regeneración partió de un ensalzamiento de la noble masculinidad patria, de la tradición
hidalga y los valores asociados a un pasado glorioso.
18 El programa de Primo de Rivera no alcanzó los ambiciosos objetivos propuestos, ni
desde el punto de vista de su eficacia interpeladora ni, menos aún, de su capacidad
práctica para regenerar al hombre español. A finales de los años veinte, los apoyos a sus
iniciativas moralizadoras era muy escasos. Incluso entre los más cercanos, la iglesia se
había mostrado recelosa por el entrometimiento del Estado en un terreno que las
autoridades eclesiásticas reclamaban para sí mismas. Los hombres de iglesia pretendían
ser los únicos educadores de las almas, los guardianes de la moralidad y de las buenas
costumbres, y, si bien los valores defendidos por Primo de Rivera no colisionaban
gravemente con los principios católicos, ésta fue una fuente de conflictos de jurisdicción
entre las autoridades civiles y religiosas. Más allá de este sector, fueron muchos más los
que miraron con desconfianza o escepticismo la capacidad regeneradora del dictador. Y
lógicamente, los reformadores liberales, moralistas laicos a los que antes hacíamos
referencia, aparecieron enfrentados al proyecto primorriverista. Por un lado, porque sus
referentes e ideales diferían de los del general; segundo, porque los métodos autoritarios
chocaban con un programa de reforma basado fundamentalmente en la educación, aun
cuando ésta tuviera que recurrir a una acción legislativa; y por si todo esto fuera poco, el
régimen proyectó una imagen de incoherencia y de doble moral, ejemplarizada en la
propia figura del dictador, que fue sometido a críticas constantes.

Masculinidad y ciudadanía republicana
19 El contexto de la Segunda República favoreció la difusión y popularización del cuerpo
discursivo elaborado básicamente a lo largo de la década anterior por liberales
progresistas, republicanos, socialistas27… Muchas de estas ideas inspiraron también su
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obra legislativa y acciones políticas relacionadas con el matrimonio, la familia y la
sexualidad. Aquella influencia fue intencionada; el propio Gregorio Marañón advirtió en
1929: «Yo no escribo nada por el gusto de escribir tan sólo, sino por el deseo de influir en
la conducta de los demás y en la mía»28.La situación abierta por el régimen republicano
posibilitó que el objetivo perseguido por el doctor fuera alcanzado, y estos discursos fueron
puestos a trabajar de forma eficiente en la construcción de la ciudadanía republicana. La
Segunda República reconoció derechos políticos fundamentales para ambos sexos, pero
creó un escenario en el que se evidenciaron los límites reformadores del liberalismo29. El
debate en torno al derecho al voto de las mujeres, que enfrentó distintos modos de
entender la diferencia sexual, puso de relieve la difícil convivencia de la defensa de los
principios democráticos y la salvaguarda de los privilegios masculinos.
20 Con todo, la legislación republicana contribuyó a superar las concepciones tradicionales
que condenaban la maternidad fuera del matrimonio y veían en la piedad una salida tanto
o más respetable que la de ser madre. Las nuevas leyes, a su vez, persiguieron también
construir un modelo de ciudadano masculino responsable, cabeza de familia y un ideal de
matrimonio «colaborador», con reparto estricto de papeles pero alejado del viejo modelo
radicalmente jerárquico basado en la obediencia femenina y en la doble moral30. A pesar
del impacto de medidas como el divorcio y la concesión del voto31, los niveles legislativo y
social no fueron siempre parejos, y la política republicana por sí misma no fue capaz de
revolucionar la realidad cotidiana de las relaciones de género. Pese a las limitaciones, el
cambio en la actitud del Estado y las instituciones en esta cuestión con respecto al pasado
primorriverista tuvo importantes consecuencias prácticas.
21 Al igual que sucedió durante los años veinte, el concepto de nación, aun siempre
presente, no fue el eje discursivo que los nuevos teóricos, fundamentalmente liberales,
utilizaron en la redefinición de los ideales de género durante el período republicano.
Podría afirmarse que también la Segunda República creó un ideal nacionalista, un
proyecto, en opinión de Sandie Holguin, fundamentalmente cultural, destinado a construir
una nación de ciudadanos republicanos32. En este proceso, la educación habría jugado un
papel determinante en la construcción de una comunidad imaginada de ciudadanos
demócratas33. Sin embargo, sobre todo cuando es contemplado en relación con los
discursos más conservadores, pienso que es posible afirmar, junto con Pamela Radcliff,
que el régimen republicano no fue capaz de «articular una identidad nacional poderosa y
coherente»34. Aunque presente, y no desdeñable, el componente nacional no fue el eje
fundamental en la construcción de una masculinidad republicana.

La guerra civil y «el Hombre de la España
de la Victoria»
22 El inicio de la guerra civil inauguró un periodo de nuevas relaciones entre la categoría de
masculinidad y de la nación, tanto de la nación española como con respecto a las
nacionalidades periféricas. Como cabía esperar, el contexto de la guerra resultó
particularmente propicio para el despliegue de discursos, nuevas simbologías y poderosas
dinámicas de identificación35. En el marco de la contienda, la individualidad del soldado
quedó subsumida en una lógica superior capaz de definir una supuesta esencia de la
masculinidad36. En este sentido, la figura del soldado, el propio uniforme, los valores de
fuerza, coraje, sacrificio, la defensa de la patria, la jerarquía y la disciplina se confirmarían
como esencias adheridas a la virilidad. La guerra civil creó, por lo tanto, un marco que
estimuló la reafirmación de los ideales masculinos asociados a las diferentes visiones del
mundo que contendieron en ella. En todas estas visiones, la defensa de la nación fue una
idea presente y operativa en la construcción de identidades masculinas. Nos situamos así
ante un panorama complejo, con multitud de sujetos que intervienen y crean una red

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interpeladora destinada a construir discursivamente al enemigo y a ofrecer elementos de
cohesión y mecanismos de movilización.
23 Ni los republicanos ni los nacionales contaron con un discurso totalmente compacto
capaz de nombrar unívocamente la masculinidad nacional. La pluralidad de visiones
presentes en el frente leal a la República es bien conocida. Pero también diferentes
concepciones de la diferencia sexual y de los valores masculinos convivieron en los
discursos de las derechas durante la guerra: en ocasiones tuvieron una inspiración más
tradicionalista, más católica, en otras dominaron las resonancias fascistas o incluso las
influencias de la retórica liberal de género de los años veinte. A veces, los discursos del
bando sublevado transmitieron una percepción más esencialista de la diferencia sexual,
que situaba al género por encima de cualquier otra variable identitaria y era, por lo tanto,
intolerante con la excepción femenina. Esta visión convivió con otras enmarcadas en la
misoginia tradicional, que concedían menor poder a la diferencia sexual para definir a los
seres humanos, y era más proclive a reconocer las virtudes de mujeres excepcionales.
Desde esta perspectiva, una mujer guerrera, una reina o una santa eran ejemplos de
excelencia de mujeres cuya condición de género no saturaba el significado de sus actos o
de sus cuerpos. Las retóricas desplegadas en el bando rebelde reflejaron esta tensión entre
visiones distintas de la diferencia sexual, que convivieron y pugnaron por prevalecer. Algo
semejante sucedió con respecto a la masculinidad y en concreto a la paternidad. La imagen
del líder franquista no fue siempre la del caballero cristiano o monje guerrero. Aunque los
ingredientes místicos y castrenses tuvieron un papel a menudo protagonista, no fue rara
tampoco su descripción como padres de familia, varones modélicos también en el ámbito
privado y especialmente en el trato con su esposa e hijos37. Así, la revista falangista Y
recogió en sus páginas escenas que representaban, por ejemplo, a un José Antonio Primo
de Rivera entrañable, cariñoso con los hijos de sus amigos38, al tiempo que se retrataba a
un «Mussolini íntimo» capaz de comprender como nadie el alma de los niños, o a un
Führer rodeado de pequeños que, se decía, hacían vibrar sus sentimientos39. Tampoco
fueron escasos los retratos biográficos que hicieron de Franco «un hombre que ama la vida
familiar40». Estas imágenes conectaban bien con un ideal de masculinidad más íntimo y
doméstico, menos jerárquico y divino, más humano, un modelo en definitiva más cercano
al diseñado por los liberales reformistas. Esto no significa que estas figuras paternales
estuvieran exentas de connotaciones religiosas y nacionalistas. Al contrario, muchas veces
estos valores fueron recreados en términos de sagrado misticismo o misión patriótica. En
definitiva, la paternidad, como la masculinidad, adquirió significados distintos que
colaboraron y rivalizaron.
24 Pese a la coexistencia de ideas y valores de origen diverso en el frente franquista no
significó la ausencia de unos ejes estructuradores que dieron carácter y unidad a toda
aquella retórica. Por supuesto, la reafirmación de la autoridad patriarcal, en la familia y en
el conjunto social, fue una firme referencia a la hora de discriminar qué valores tenían
cabida en el ideal de masculinidad adoptado. Junto a la preservación del orden de género,
otros dos aspectos resultaron, a la postre, innegociables: el carácter profundamente
católico ligado a una visión determinada de la naturaleza humana y de la sexualidad, por
un lado, y el patriotismo español, por otro.
25 En términos generales, y a pesar de la pluralidad de ideas presentes, los valores y
atributos masculinos defendidos desde el frente republicano estuvieron a menudo
inspirados en el modelo elaborado por los modernos moralistas laicos durante los años
que precedieron a la guerra, aquellos que pretendían poner fin a la doble moral y a los
vestigios de lo que consideraban un arquetipo viril decadente. Sin embargo, el ideal basado
en el dominio de las pasiones, la austeridad y la lucha contra los vicios típicamente
masculinos no era patrimonio exclusivo de las izquierdas. Bien al contrario, la derecha más
conservadora y los católicos militantes fueron siempre proclives a imponer una rígida
moral, no únicamente entre la población femenina, sino también entre los hombres, en un
empeño ambicioso que no obtendría como sabemos el éxito perseguido. Sin duda, los
hombres de iglesia gestionaron la práctica generalizada de una doble moral sexual que fue

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implacable con las mujeres y muy permisiva con los hombres. Pero en el terreno doctrinal,
el mandato de la iglesia y de la tradición exigía el respeto a un único código de virtud
cristiana que fuera eficaz en la lucha liberadora del espíritu contra las tentaciones de la
carne41.
26 La exigencia de rectitud moral por la ortodoxia católica, que insisto no tuvo su
correspondencia en la práctica, ejerció una influencia irregular en los discursos creados en
el bando sublevado. Los planteamientos de los falangistas y de los católicos tradicionalistas
al respecto no siempre fueron coincidentes. Ciertamente, el fascismo español estuvo
caracterizado, frente a otros fascismos, por su carácter profundamente católico, si bien los
falangistas se mostraron partidarios de que iglesia y Estado mantuvieran campos de
actuación separados y delimitados42. En todo caso, el falangismo rechazó los acentos
paganos de otros fascismos europeos de la época, y esta religiosidad se acentuó en el
transcurso de la guerra43. Este rasgo, que se mostró útil para lograr la comunión entre
falangismo y tradicionalismo, permitió también una más fluida negociación entre unos y
otros en la tarea de reconstruir un modelo de masculinidad nacional común. Es más, esta
conjunción permitió ofrecer, a un mismo tiempo, un discurso profundamente arraigado en
la tradición y revestido de aires de renovación, unos aires representados particularmente
por los jóvenes falangistas. Rafael Sánchez Mazas, miembro fundador de la Falange,
aseguraba que si «el Hombre de la España de la Victoria» no era mejor que «el hombre de
los años tristes, la Revolución ha perdido el tiempo y el hombre44». Al «Viva España», más
contemplativo y ligado al pasado, se decía, se sumaría el «Arriba España», «el grito de
guerra, el grito de sangre, el grito de la juventud». Tal y como declaró el propio Francisco
Franco:

No queremos una España vieja y maleada. Queremos un estado donde la pura tradición y substancia
de aquel pasado ideal español, se encuadra en las formas nuevas, vigorosas y heroicas que las
juventudes de hoy y de mañana aportan en este amanecer imperial de nuestro pueblo45.

27 La construcción de una retórica basada en la identificación de la masculinidad española


con la religiosidad y el valor de la disciplina no estuvo exenta de obstáculos. El proceso de
«feminización de la religión» que había alejado a los hombres de la práctica de la fe, no
contribuía favorablemente, y se hizo necesario combatir esta asociación entre las mujeres y
la iglesia. El propio Francisco Franco enfatizó la idea de que la religión también era cosa de
hombres, y que las enseñanzas del catolicismo tenían que dejar de ser vistas como
«cuentos de hadas, cosas de angelitos, propias de imaginaciones infantiles»46. Por otro
lado, también representaron un obstáculo a esta labor de disciplinamiento moral algunos
caracteres adheridos tradicionalmente al típico hombre español. Según ciertos ideólogos
franquistas, era inútil empeñarse en pretender que el pueblo español no era indisciplinado.
Esta «tendencia a la dispersión» y a la indisciplina obligaba a una adiestramiento férreo47.
28 En todo caso, y a pesar de las dificultades derivadas del carácter nacional y de la historia,
los dirigentes del bando rebelde proyectaron una imagen propagandística del frente
nacional como un paraíso de moralidad en el que no se consentía la blasfemia, los soldados
rezaban el rosario de rodillas, se prohibía la presencia de mujeres y se respetaba el sexto
mandamiento como ningún otro ejército hacía. «Nuestro frente de batalla es un templo»,
afirmaba el hombre de iglesia Luis Getino48. Se quería contrastar esta imagen con la del
enemigo impío, con «los de la acera de enfrente, donde campea por sus respetos
procacidad y grosería»49. Las teorías del amor libre, desarrolladas en años anteriores por
sectores de las izquierdas, en particular en los círculos anarquistas, ofrecieron el blanco
más fácil a las difamaciones. En esta retórica propagandística, las mujeres republicanas no
sabían ni quiénes eran los padres de sus hijos y para los «rojos» la violación había perdido
enteramente su significado para convertirse en una práctica corriente. Aquella «guerra
santa» era presentada así como una cruzada contra la inmoralidad y una defensa de todo
lo que atentaba contra la familia cristiana50. Así lo hizo Francisco Franco en alocución por
radio la madrugada del 28 de julio de 1936, afirmando que no era sólo la patria la que les

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obligaba a la lucha, sino el bienestar, la familia, la religión, el hogar, porque aquello que
intentaba destruirse y ante lo que nadie podía permanecer indiferente51.
29 Tal y como ha señalado Xosé M. Núñez Seixas, la dimensión patriótica estuvo presente
en ambos bandos y constituyó también en ambos casos un mecanismo homogeneizador y
de movilización. Siendo esto cierto, no lo es menos que el bando republicano sostuvo una
mayor tensión entre diferentes interpretaciones de lo que la guerra significaba, en un
debate entre los que veían en ella una expresión sangrienta de la lucha de clases y los que
interpretaban la contienda en términos nacionales. Aquellas tensiones y contradicciones
contrastaron con la unanimidad nacionalista en el bando contrario52. Los sublevados
supieron aprovechar estas fisuras y este, en términos relativos, menor arraigo de la idea
nacional entre los republicanos, y no dudaron en describir el patriotismo de sus enemigos
como un ejercicio de oportunismo y de impotencia. En julio de 1938, Francisco Franco
preguntaba a su auditorio en la ciudad de Burgos: «¿No os causa alarma el aparente
patriotismo de las nuevas propagandas rojas? ¿No veis en ello el criminal esfuerzo por
arrastrar a la muerte a sus juventudes vencidas y un nuevo artificio para engañar al
mundo?».En palabras de Franco, aquellas vivas a España, aquellas invocaciones a la
independencia de la Patria, no eran en el campo «rojo» más que el eco de las victorias de
los nacionales53. En realidad, tal y como ha destacado José Álvarez Junco, la guerra civil
fue también un conflicto entre las dos versiones de la nación que venían del siglo XIX, la
liberal, laica y progresista, y la católica conservadora, si bien, obviamente, fue el bando
nacional el que acabó ganando esta batalla54. También fue el bando franquista el que
articuló de forma más fluida las categorías de masculinidad y nación, creando un rotundo
concepto de «hombre español» que fue perfilándose a lo largo de los tres años de
contienda.
30 Ya en 1934, José Calvo Sotelo había expresado con claridad esta identificación entre
nación española y virilidad en los discursos de las derechas. Con motivo de su regreso a
España tras permanecer fuera del país desde 1931, Calvo Sotelo pronunció unas
encendidas palabras en el banquete homenaje ofrecido por la revista Acción Española. En
su discurso, Calvo Sotelo aseguró que contra la «horda antipatriótica […] no hay más que
un recurso y un remedio, que es inculcar en las generaciones, en las generaciones jóvenes,
un sentimiento de masculinidad, de virilidad y de intransigencia por la unidad
española55». La labor de crear nación y la regeneración de un modelo de masculinidad
nacional volvían a ser, como sucedió durante la dictadura de Primo de Rivera, una misma
cosa, si bien en el contexto de la guerra diferentes formas de entender esta empresa
convivieron en un mismo frente y evolucionaron en un intento de consensuar cuáles serían
los rasgos que definirían este ideal común.
31 Los líderes rebeldes fueron conscientes de que la tarea de crear España estaba
inconclusa, y que ésta pasaba por suscitar —y en la medida en que los sentimientos se
pueden imponer, imponer también— un sentimiento de pertenencia y orgullo de ser
español. «Hemos de despertar en todos los españoles el sentimiento de la Patria, el orgullo
de sentirse españoles», repitió en sus discursos el general Franco56. Aunque el concepto de
España en el bando rebelde fue radicalmente excluyente, se aspiró a crear una ilusión de
unidad, afirmando que en la denominada nueva España no cabrían derechas ni izquierdas,
una división que era presentada como el resultado de meras «riñas lugareñas57». La
misma aspiración autoritaria que impuso un concepto de nación sobre el conjunto social
estuvo detrás de la construcción de un modelo de masculinidad patriótica, único y
excluyente, que sería también instaurado por la fuerza. Esto no significa que los materiales
discursivos con que fue construido este modelo fueran homogéneos y respondieran a una
unívoca filiación ideológica o tradición cultural. De hecho, este ideal de género era una
clara expresión de la complicada red de sujetos e ideas que conformaban el bando
nacional. El resultado no fue, pese a esta complejidad, un arquetipo irremediablemente
fisurado. Al contrario, la pugna y la tensión entre diferentes visiones de género —y del
mundo— desembocó en la creación de un arquetipo, férreamente blindado por un
concepto radicalmente excluyente de españolidad. Como el propio Francisco Franco

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sentenció, tras la victoria, sólo se consideraría español aquél que sirviera a su patria «en la
disciplina política del Estado58». El «hombre español» quedó así confinado en los
estrechos límites de patriotismo franquista.

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Notes
1 El concepto de «masculinidad hegemónica» es deudor de Raewyn Connell, quién lo acuñó y definió
como concepción dominante en cada sociedad y momento histórico, como un ideal normativo que
inspira o sirve de referente a la mayoría y estigmatiza otras formas de masculinidad. Véase CONNELL,
1987. La propia autora del concepto advierte del problema de algunos usos mecanicistas del término
que tienden a reificarlo, a la vez que plantea la necesidad de comprender la dimensión histórica y el
carácter dinámico del término en CONNELL, 2000. Véase también TOSH, 2004.
2 Los logros derivados de la Gran Guerra han sido matizados e incluso cuestionados por la
historiografía de género. Gloria NIELFA CRISTÓBAL ha subrayado el efecto desigual según las clases
sociales (NIELFA, 1999). Para un cuestionamiento general de este papel transformador de la guerra,
destacando el fortalecimiento de la diferencia social en este contexto, véase THÉBAUD, 1993.

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3 El caso francés y la figura de la garçonne son paradigmáticos en este sentido. Véase HUNT, 1991 y
ROBERTS, 1994.
4 MANGINI, 2001. Véase también LLONA, 2002.
5 Jordi Luengo plantea que ambas figuras, el dandy y el señorito bien, tenían realmente poco en
común, pero que fueron asociadas porque una y otra representaban una violación de rígidos códigos
de género, particularmente en el nivel estético. LUENGO, 2008.
6 GONZÁLEZ BLANCO, 1930.
7 DÍEZ FERNÁNDEZ, 1930, p. 55, y p. 54 la frase posterior.
8 JIMÉNEZ DE ASÚA, 1984, p. 17.
9 LAFORA, 1927, p. 39.
10 SÁNCHEZ DE RIVERA, 1924, p. 161.
11 LAFORA, 1933, p. 15.
12 MARAÑÓN, 1924 b, p. 215.
13 Ibid., p. 273.
14 Un análisis de este impacto en ARESTI, 2001. Sobre el impacto de los cambios discursivos en la
evolución del ideal de masculinidad, véase también el más reciente ARESTI, 2010.
15 GONZÁLEZ, Melitón, «El “Don Juan” de Elías Salaverría, en la Casa de Prensa española», ABC, 27 de
diciembre de 1927, pp. 3-4.
16 PÉREZ DE AYALA, 1926, pp. 59, 62 y 63.
17 PÉREZ GUTIÉRREZ, 1997, p. 371.
18 MARAÑÓN, 1966, p. 83.
19 UNAMUNO, 1967, p. 1024.
20 Diario de Barcelona, 13 de septiembre de 1923. Difundido en toda la prensa nacional.
21 IBEAS, 1925, pp. 8-11.
22 La Nación, 19 de julio de 1929.
23 Ibid.
24 PEMÁN, 1929, p. 218.
25 La Nación, 19 de julio de 1929.
26 Ibid., 23 de julio de 1929.
27 La editorial Biblioteca Nueva llegó a vender más de cien mil ejemplares de los Tres ensayos sobre
la vida sexual de Marañón, según se señala en edición de 1951. Fue publicado por primera vez en
1926.
28 MARAÑÓN, 1929, p. 183, en nota.
29 Véase NASH, 1995; RAMOS, 2000; AGUADO, 2003;BOCK y THANE, 1991.
30 ARESTI, 2002.
31 AGUADO, 2005.
32 HOLGUIN, 2003, pp. 3-4 y 6-8.
33 Véase POZO ANDRÉS, 2008.
34 RADCLIFF, 1997, p. 306.
35 BUNK, 2007; MOSSE, 1985, pp. 114 y 130.
36 MORGAN, 1994, p. 166.
37 Ángela Cenarro ha destacado que la presentación al público femenino subrayaba precisamente la
habilidad de estos líderes para combinar las facetas política y afectiva. Véase CENARRO, 2006, p. 180.
38 Y, noviembre de 1938, p. 24.
39 Y, septiembre de 1938, pp. 6 y 7; y julio-agosto del mismo año, p. 48.
40 MOURE-MARIÑO, 1938, p. 50.
41 Véase ARESTI, 2002.
42 NÚÑEZ SEIXAS, 2006, pp. 189, 190 y 195.
43 PAYNE, 1961, p. 127.
44 SÁNCHEZ MAZAS, Rafael, «Certero discurso», ABC de Madrid, 11 de abril de 1939, p. 13.

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45 FRANCO, 1940, pp.  38 y 18, respectivamente. En la Guía J urídica del Miliciano Falangista
redactada en 1938 por el juez Carlos Álvarez Martínez se describían así estas dos vertientes del frente
sublevado: «FALANGE ESPAÑOLA aportó, por su programa, masas juveniles, propagandas con un
estilo nuevo, una forma política y heroica del tiempo presente y una promesa del plenitud española;
los REQUETÉS, junto a su ímpetu guerrero, el sagrado depósito de la tradición española,
tenazmente conservado a través del tiempo, con su espiritualidad católica». Véase ÁLVAREZ MARTÍNEZ,
1938, p. 5.
46 FRANCO, 1938, p. 171.
47 GARCÍA MERCADAL, 1937, pp. 11 y 41.
48 GETINO, 1937, pp. 29 y 45.
49 DÍEZ, 1937, p. 215.
50 GONZÁLEZ MENÉNDEZ-REIGADA, 1937, p. 9.
51 DÍEZ, 1937, p. 41.
52 NÚÑEZ SEIXAS, 2006, pp. 22, 23 y 166-9.
53 SERRANO SUÑER, FERNÁNDEZ CUESTA y FRANCO, 1938, p. 56.
54 ÁLVAREZ JUNCO, 2003, p. 461. A este respecto, véase también ID., 1997, p. 62.
55 CALVO SOTELO José,discurso pronunciado el 20 de mayo de 1934, Acción Española, 1 de junio de
1934, p. 608.
56 FRANCO, 1940, p. 47.
57 MONTES, Eugenio, «Sangre y profecía», ABC, 28 de abril de 1939, p. 3.
58 FRANCO, 1940, p. 47.

P our citer cet article


Référence papier
Nerea Aresti, « Masculinidad y nación en la España de los años 1920 y 1930 »,Mélanges de la
Casa de Velázquez, 42­2 | 2012, 55­72.
Référence électronique
Nerea Aresti, « Masculinidad y nación en la España de los años 1920 y 1930 », Mélanges de la
Casa de Velázquez [En ligne], 42­2 | 2012, mis en ligne le 15 novembre 2014, consulté le 27
octobre 2019. URL : http://journals.openedition.org/mcv/4548 ; DOI : 10.4000/mcv.4548

Cet article est cité par


Pérez-Gil, María del Mar. (2019) Representations of Nation and Spanish
Masculinity in Popular Romance Novels: The Alpha Male as “Other”. The J ournal
of Men‘s Studies, 27. DOI: 10.1177/1060826518801531

Auteur
Nerea Aresti
Universidad del País Vasco

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